Subido por Carlos Otero Kler

Small Musica Sociedad educacion

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Small, Christopher. Música: sociedad: educación: un examen de la
función de la música en las culturas occidentales, orientales y africanas,
que estudia su influencia sobre la sociedad y sus usos en la educación.
Madrid: Alianza, 1989.
Ficha bibliográfica
Capítulo 8
Los niños como consumidores
La propuesta del autor en este capítulo, es interpretar a la luz
de sus investigaciones sobre la naturaleza y la función de la música
en Gran Bretaña y en otras sociedades occidentales; las críticas
formuladas por Ivan Illich y otros críticos de la educación como lo
son Paul Goodman, Everett Reimer, Jules Henry, Edwin Mason,
Neil Postman y Charles Weingartner.
Desde este posicionamiento, comienza examinando algunos
Resumen:
de los supuestos subyacentes en el sistema de escolarización al
cual se encuentran hoy sometidos casi todos los jóvenes del mundo
industrializado, para después mirar más de cerca a la educación
musical tal como hoy se la practica.
Su intención es hacer visible de qué manera se relacionan
estos supuestos con la visión general del mundo del hombre
occidental.
El punto donde se aproximan en forma más significativa los dos
conceptos gemelos de la relación productor-consumidor y del conocimiento
como algo esencialmente externo a quien conoce y aparte de él, se encuentra
en el campo de la escolarización, recuperando este concepto de Iván Illich que
lo diferencia del concepto de educación. Para él, la escolarización no sólo es
esencialmente un bien de consumo que una comunidad compra para beneficio
de sus miembros más jóvenes sino que además, los proveedores de esta
mercancía están en una situación de monopolistas; ya que quienes la reciben
no tienen otra alternativa que aceptar lo que se les ofrece. De la misma manera
que cualquier otro proveedor monopolista intentará disfrazar la falta de una
verdadera opción dando al producto una serie de marcas que parecen
diferentes, también el sistema occidental de escolarización ofrece diferentes
marcas que son, en todo lo esencial, el mismo producto. En Inglaterra estas
marcas reciben los nombres de escuela pública, independiente, preparatoria,
global, secundaria de tipo clásico y de orientación profesional, pero lo que
ofrecen es siempre lo mismo: un conocimiento de confección que se le da al
alumno para que lo consuma, porque se le considera incapaz de crearlo por sí
mismo. Viene dispuesto en paquetes que se llaman cursos, cada uno de los
cuales tiene un índice del contenido, que es el programa, y sólo se los puede
abrir en el aula y en presencia de un maestro, y eso solamente una vez que el
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alumno demuestre que ya antes ha consumido el contenido de otros paquetes
más simples.
Pero las críticas de Illich no se limitan al campo de la educación; lo que a
él le preocupa es que todos los servicios sociales están sufriendo los mismos
procesos.
La intención que expresa el autor en este material es la de volver a
interpretar, a la luz de las investigaciones sobre la naturaleza y la función de la
música en esta y en otras sociedades, las críticas formuladas por Illich y tantos
críticos de los conceptos actuales de educación, tales como Goodman, Reimer,
Postman entre otros. Se propone comenzar por examinar algunos de los
supuestos subyacentes en el sistema de escolarización al cual se encuentran
hoy sometidos casi todos los jóvenes del mundo industrializado, para después
mirar más de cerca la educación musical tal como hoy se la practica, y ver de
qué manera se relacionan estos supuestos con la visión general del mundo del
hombre occidental.
La idea del conocimiento como entidad independiente, o sea, como algo
que existe fuera de cualquiera que conozca e independientemente de que
alguien lo conozca o no, traspasa de un extremo al otro la totalidad del sistema
de escolarización. En realidad esta idea era esencial para que la ciencia
occidental pudiera emprender su tarea de colonización del universo físico;
ahora se ve también que determina la naturaleza toda del proceso de
escolarización. Así como en la ciencia se ignora el factor vivencial, lo mismo
sucede con la escolarización; el maestro o maestra, se ve obligado a transmitir
a sus alumnos, este cuerpo de información abstracto, sin considerar por lo
general la calidad de la experiencia que, al hacerlo, inflige a sus alumnos. La
monotonía general de la mayoría de los ámbitos escolares es un elocuente
testimonio de la falta de interés por la experiencia en la búsqueda del
conocimiento abstracto.
Con frecuencia se ha señalado que la propia estructura física del aula
escolar ortodoxa ya deja en claro desde antes de que se haya pronunciado una
sola palabra cuál es la dirección de la cual ha de provenir el conocimiento. Los
textos, los encerados y la mayor parte de lo que se ha dado en llamar
tecnología educacional sirven para confirmar a los alumnos en su condición de
consumidores de conocimiento, lo mismo que los exámenes, que manifiesta o
encubiertamente, constituyen el norte del aprendizaje. El aislamiento físico de
la escuela, y del aula dentro de la escuela, revela también en forma metafórica
el carácter remoto de la mayor parte de lo que se espera que éstos aprendan.
Según el autor en la fragmentación de la vida en la sociedad occidental; la
escuela produce su propia variedad de fragmentación, en la forma de
asignaturas, como también en la fragmentación del día escolar. La escuela, lo
mismo que la sociedad como tal, basa su práctica en el supuesto de que estas
subdivisiones son algo inherente a la estructura de la realidad externa, un
supuesto que no tiene en cuenta el hecho de que sus límites están cambiando
constantemente, y se mantienen tercamente inciertos si se intenta definirlos en
forma precisa.
El signo externo y visible de la asignatura es el programa, una especie de
índice que establece lo que se le exige aprender al estudiante, y sobre lo cual
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versará el examen. El programa reduce la visión que el estudiante tiene del
conocimiento, y lo priva precisamente de esos territorios imprecisos y limítrofes
de las materias, que son los más interesantes y los más gratificantes si, le
permiten llegar a enterarse de su existencia.
Los llamados cursos interdisciplinarios, formados por fragmentos tomados
de diferentes materias para organizar con ellos un programa nuevo, constituyen
una respuesta cada vez más popular a este problema. Pero un programa
nuevo no hace más que definir una materia nueva, y una vez más el estudiante
se encuentra limitado a una postura que no es la suya, tal ves diferente de la
antigua, pero no menos rígida. Lo que sigue faltando es la libertad para
establecer cada uno sus propias conexiones y su propia asignatura, que
coincida con sus propios intereses y necesidades.
Otro rasgo indeseable de los programas es la inercia; es prácticamente
imposible organizar un programa que de antemano dé margen para los
avances en el conocimiento, si se producen, o para la evolución de las artes o
para la experiencia creciente del maestro. Este último punto se relaciona de
forma vital con la ideología que fundamenta la organización de un programa
que tiene que ver con eliminar en la medida de lo posible los elementos
esencialmente humanos de la situación. El programa hace de maestros y
alumnos elementos tan intercambiables como son los obreros en la línea de
montaje, e incluso como las partes de los productos que montan.
El programa se organiza sobre la base de una progresión lineal y lógica,
en la que cada detalle de la información procede del anterior, de una manera
que de hecho tiene muy poca relación con la manera en que realmente se
aprende.
Siguiendo con el análisis el autor propone una metáfora geográfica, según
la cual podría describirse un programa como una visita guiada de una zona, en
tanto que el plan de estudios, es decir, la totalidad de todo aquello que se
espera que aprenda un alumno en los años que pasa en la escuela, es la visita
guiada de todo un territorio, para la cual se designan expertos, encargados de
guiar a los alumnos en grupos. El problema con los expertos es, naturalmente,
que cada uno de ellos tiene una visión del mundo que no va más allá de su
propia especialidad; y al acercarse al terreno, va en busca de aquellos rasgos
que le interesan. Aquí, una vez más, se vuelve a ver con toda claridad que el
conocimiento es tanto función del que conoce como de lo conocido, ya que
aunque el terreno tiene una existencia real, lo que este experto sabe de él será
distinto de lo que saben los expertos en otras cosas, que mirarán el mismo
terreno en busca de algo diferente.
El plan de estudios especifica la naturaleza de la visita guiada, y decide
cuáles son los expertos que actuarán como guías. A los alumnos se los
conduce de un lado a otro; sin preguntarles si eso les interesa o no; e
independientemente de que hayan asimilado o no la información o de que tal
vez desearan detenerse algo más sobre un punto que les ha llamado la
atención o movilizado la imaginación; y una vez terminada la visita se les exige
a todos que demuestren que han visto las mismas cosas al mismo tiempo y
desde el mismo punto de vista.
Pero, según el autor por más cuidadosamente planeada que haya sido la
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visita, por más expertos que sean quienes la idearon, es imposible que pueda
resultar una fuente de experiencia útil para todos. Cada vida tiene su propia
lógica, su propio fondo de vivencias y de analogías, y no hay dirección externa
que pueda sustituir a la lógica interna de esa experiencia.
Finalmente, un programa da por supuesta la existencia de algún tipo de
medida o estándar absoluto del mérito, externo a cualquier alumno, y mediante
el cual se han de evaluar todos sus logros. Hoy por hoy se habla mucho, y con
mucha preocupación, de que el nivel de los estándares está bajando; pero
quizá fuera más realista que la preocupación se centrara en la relación de esas
normas con el mundo real del alumno. El autor sostiene que la idea de
estándares o normas es, una consecuencia natural de ese concepto abstracto
del conocimiento con el que se ha tropezado a cada paso en su investigación,
y que se oculta tras la construcción de un programa; son una medida del grado
de asimilación de conocimiento por el alumno. Se considera que el maestro es
quien posee el conocimiento, en tanto que el alumno lo necesita, y si quiere
obtenerlo debe avenirse a los términos que le plantea el maestro (o mejor
dicho, la institución docente); jamás se tiene en cuenta la probabilidad de que
sea capaz de obtenerlo por sí mismo, y mucho menos de crearlo. El nivel
rígidamente intelectual en que se espera que se mantenga la escuela es un
signo más de la fragmentación de la vida en la sociedad. Las metáforas pueden
variar, pero el supuesto básico sigue siendo el mismo; los alumnos son el
objeto-ajeno del experimento científico, sobre el cual hay que operar. La
naturaleza toda, e incluso la existencia misma de la industria de la
investigación educacional se articula sobre este supuesto. La mayor parte de
la investigación en el campo educacional, y los métodos que de ella se derivan,
tratan a los niños como objeto-ajeno, de un niño no se espera que comprenda
en modo alguno los procesos que se le imponen, lo que se espera es que se
someta pasiva y confiadamente a lo que se hace por él y que se crea que
todo eso es, por su propio bien.
El fallo básico del modelo abstracto del conocimiento es que no importa lo
que se haga, los alumnos, como todos los seres humanos, seguirán teniendo
experiencias, y no se puede impedir. No se pueden detener los procesos de la
experiencia, y sin embargo, la escuela parece expresamente pensada para
hacerlo, ya que los aparta de su experiencia del mundo y se los limita a la del
mundo hermético del aula y del patio de recreo.
El objetivo de la escolarización, es la producción de un bien, de algo que
sea tan valioso como sea posible. Del producto de la escolarización se espera
que cobre vida en forma plena sólo después de haberse completado el proceso
de producción; si es un producto de calidad, será capaz de venderse a una
cotización tan alta como el mercado lo admita.
De acuerdo con lo que expresa el autor la educación musical asume al
mismo tiempo la naturaleza de la música occidental y de la educación
occidental, y estas dos últimas asumen la de la sociedad occidental. Aquí,
como en la educación general, el concepto dominante es el del producto. Si, la
música es un producto, el músico se encuentra en la paradójica posición de ser
no sólo el proveedor de ese producto, sino también, en cuanto es alguien que
ha pasado por un proceso de escolarización, de ser él mismo un producto. El
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número de jóvenes productos de las escuelas de música que van en busca de
la atención del público aumenta año tras año, en tanto que la preocupación por
los estándares se vuelve más apremiante. Probablemente sea verdad, que los
niveles de actuación e interpretación se están elevando; ya que las exigencias
técnicas se hacen día a día más rigurosas, y el joven virtuoso sale al mercado
con un bagaje técnico que les cortaría el aliento a los grandes interpretes del
pasado. Es frecuente que las exigencias a los jóvenes de una eficiencia técnica
que nunca es suficiente les maten toda musicalidad; muchos instrumentistas
jóvenes serían mucho mejores músicos si estuvieran menos obsesionados por
cuestiones de técnica. Aquí es mucho lo que hay que aprender de otras
culturas musicales.
Además de los efectos negativos, del exceso de profesionalización de la
música, esta situación podría ser tolerable sí se diera únicamente en la
formación del músico profesional, pero la formación de profesionales es,
lamentablemente, lo que en muy gran medida se toma como modelo para la
educación musical en general, incluso la de esa amplia mayoría que no tiene la
menor intención de hacer de la música una carrera. Este modelo se ve
reforzado en muchos establecimientos de formación de enseñantes con lo que
se completa el círculo vicioso que priva a la mayoría de los niños de tener
ninguna experiencia musical importante en la escuela.
Parece que se estuviera demasiado preocupado por la obtención de un
producto final de buena calidad como para interesarse por la calidad de las
vivencias de quienes se están formando como músicos. No parece que a quien
aspire a la condición de profesional le quede otra opción que someterse a
largos años de duro y árido esfuerzo para alcanzar eficiencia técnica que el
profesional necesita para conseguir una audición, y que crean un abismo
enorme entre el aficionado y el profesional, aunque se ha de entender que los
alumnos que desean hacerlo constituyen una ínfima minoría; sus necesidades,
tal como hoy se las entiende, están en oposición directa con las de aquéllos
para quienes la música no es más que parte de una educación general. El
conflicto produce en el maestro una incertidumbre básica en lo que toca a los
objetivos. En cuanto al primer grupo de alumnos, se trata de producir
ejecutantes de la música de la tradición occidental clásica, y de empaparlos
tanto como sea posible en la historia y las convenciones compositivas de esa
tradición. A los que orientan en otro sentido su interés por la música, la escuela
tradicional de música poco tiene que ofrecerles; tienden a soportar una especie
de caricatura de la preparación profesional, en que les hablan de la música sin
hacerlos participar en su creación, ni siquiera en su recreación. El maestro
suele considerarse afortunado si, como pasa a menudo, las clases de música
no van más allá de los catorce años, y entonces puede concentrarse sólo en la
pequeña minoría capaz y deseosa de aceptar lo que él puede ofrecer.
En música, como en otros campos de la educación dominados por la idea
de la producción, existe un elaborado sistema de control de calidades,
destinado a evaluar todas las etapas del proceso productivo. En Gran Bretaña,
y en aquellas partes del mundo que fueron europeizadas bajo su influencia,
esta responsabilidad la ha asumido el Trinity College de Londres y la
Associated Board of the Royal Schools of Music.
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Se mide la habilidad del alumno en las técnicas tradicionales, y
principalmente en la armonía funcional tonal y el contrapunto concebido
armónicamente, su capacidad para percibir las relaciones tonales dentro de la
escala temperada, y su conocimiento del canon aceptado de las obras
musicales de la tradición clásica. Exigir un tipo de conocimiento abstracto y
estandarizado es parte de la naturaleza de programas y exámenes, y estos
exámenes de música aseguran, una vez más, que lo que sale de las escuelas
sea un producto estandarizado. Sin embargo últimamente se ha podido
percibir cierta inquietud relacionada con esta exigencia de estandarización, y
que en algunas ocasiones se han hecho intentos de “flexibilizar” o de “ampliar”
los programas para dar mayor cabida a la individualidad. Estos intentos,
generalmente, están condenados al fracaso, o por lo menos a un éxito muy
modesto; como los exámenes son, por su naturaleza misma, herramientas de
estandarización, al permitir cualquier manifestación perceptible de
individualidad se destruiría toda comparabilidad estricta y de esa manera, se
socavaría la función misma para la cual han sido ideados.
Es probable que la estandarización de la enseñanza no sea más que un
signo de la estandarización de la práctica musical a lo largo y a lo ancho del
mundo de la música occidental. Es instructivo considerar, por el contrario, el
entrenamiento de los músicos en el blues y en el jazz, las artes musicales que
en nuestro siglo se han resistido más que otras a dejarse asimilar por el mundo
convencional de la estética de Occidente.
Estos músicos de jazz provenían de muy diversos ambientes, tanto
musicales como sociales; cada uno de ellos aprendió como pudo los
rudimentos de su instrumento, y a partir de ahí, librados a sí mismos, tuvieron
que crear su propia manera de tocar, lo mismo que un músico africano, sin
practicar escalas, arpegios ni estudios jazzístícos, sin hacer ejercicios con blue
notes ni pasajes sincopados. Esto no quiere decir que el cultivo de su técnica
no les exigiera mucha práctica y esfuerzo; pero el músico aprendía a tocar las
figuraciones y los riffs, a valerse de las peculiaridades estilísticas y del color
tonal que le parecían adecuados a sus propias necesidades expresivas, y a no
hacer caso de lo que no necesitaba. Se practicaba mucho la imitación de los
músicos a quienes se admiraba, ya fuera por haberlos oído en vivo o en
grabaciones, y generalmente el músico de jazz crecía en el seno de una
comunidad de músicos cuya orientación compartía.
Este peculiar entrenamiento informal dejaba margen a una gran variedad
en la producción de sonidos y en el sentido rítmico y tímbrico, a la inventiva
individual y a la capacidad de improvisación. Los arreglos escritos se
organizaban en función de las capacidades, el sonido individual y los
procedimientos favoritos de los músicos que en ese momento integraban la
banda. Quizá el hecho de que ahora existan, tanto en Inglaterra como en los
Estados Unidos, cursos formales de entrenamiento para músicos de jazz esté
señalando el final del jazz como fuerza viviente; un arte verdaderamente vital
se resiste a la codificación, al establecimiento de esos cánones que determinan
el gusto y la práctica, y que por su propia naturaleza imponen las escuelas.
Es importante según el autor reconocer que existen otros métodos de
entrenamiento musical, tanto formales como informales, de igual validez que
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los de la tradición clásica de la música occidental y que los propios métodos de
formación musical sacrifican elementos pertenecientes a la musicalidad
esencial del hombre en persecución de los ideales del virtuosismo individual y
de la estandarización de la técnica. Se ha de entender que el virtuosismo existe
efectivamente en otras culturas musicales, pero es un subproducto del hecho
de ir en pos de la música; solamente en la tradición cultural de Occidente se le
convierte en un fin en sí mismo, y debería considerarse el precio que se paga
por él, especialmente en lo que se refiere a la musicalidad compartida, a la
capacidad de todos para participar activamente, no sólo escuchando ni siquiera
dando expresión a las ideas de otros, sino en el propio proceso creativo.
El autor afirma que no son sólo las obras maestras lo que inhibe la
creación, sino también el hecho de que la enseñanza esté dominada por los
valores y las convenciones técnicas del pasado. Las técnicas musicales que se
enseñan, tanto en la escuela como en el conservatorio, son principalmente las
de la era clásica de la música occidental. Además la mayor parte de la
enseñanza en las técnicas clásicas se lleva a cabo por mediación de libros
de texto, y los libros de texto tienen una inquietante manera de cobrar una
seudovida propia, con lo cual relegan al último plano la obra de aquellos
maestros sobre quienes ostensiblemente se basan.
Según él esta manera de encarar la educación artística está violentando
tanto la realidad del arte como la del aprendizaje. Las técnicas y los propósitos
creativos crecen al mismo tiempo porque se estimulan recíprocamente; no es
sólo que Beethoven no hubiera podido, a los veinte años, tener la técnica
necesaria para componer el Heilige Dankgesang, sino que ni siquiera podía
haberla imaginado. Sólo usándolas sabe un artista qué técnicas va a necesitar;
nadie más puede decírselo. Esto no quiere decir que nadie pueda enseñarle
nada, sino que se le ha de dejar en libertad de decidir qué es lo que necesita
aprender.
Una manifestación contemporánea de la idea de que antes de hacer hay
que saber, como también del concepto de que el conocimiento es externo a
quien conoce e independiente de él es el auge de los sistemas de enseñanza
programada, que ya sea que asuman la forma de máquinas o de libros
ingeniosamente diseñados, comienzan por conceptos y tareas simples y van
llevando al alumno, en pasos cuidadosamente planeados, a operaciones más
complejas, para lo cual lo examinan en cada etapa y lo hacen volver al
material precedente sí no puede responder correctamente a las preguntas. En
este material el autor aclara que no se propone cuestionar en sus propios
términos la eficacia de tales programas sino que; son los principios del
sistema, como tales, los que son cuestionables. Las máquinas y los
libros son recursos estrictamente lógicos, pero se trata de una lógica objetivada
que desmiente la lógica de la experiencia individual que constituye el corazón
del aprendizaje. Son, meros recursos para acelerar la visita guiada, y su
fundamental ineptitud para un auténtico aprendizaje queda al descubierto
cuando se los aplica a programas de creación artística.
Si se exige que se sepa música antes de poder hacerla, y si el
conocimiento tiene que ver con certidumbres que existen fuera de los
sujetos, entonces se verán confinados a aprender aquella música de la cual es
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posible hablar con relativa certeza: la música del pasado, sobre la cual se tiene
ya el veredicto de la posteridad y que no puede presentar sorpresas. La música
del presente es demasiado diversa, demasiado cambiante, y sus valores
demasiado inciertos, como para que sea posible presentarla de una manera
que se parezca siquiera a la nítida forma encapsulada que es esencial para
que uno pueda diseñar un programa o presentarse a un examen y aprobarlo.
Lo único que se puede transmitir con cierto grado de objetividad, y con cierta
posibilidad de que se le someta a una evaluación confiable son los
procedimientos y las convenciones del pasado. El autor afirma entonces que
las convenciones educacionales y los gustos musicales del presente se
refuerzan recíprocamente, manteniendo a los alumnos eficazmente aislados
del mundo de la música tal como es en la actualidad, turbulento, excitante,
perturbador, posiblemente tan decadente como algunos dicen que es, lleno de
buena música y de música mala, pero principalmente de música que no tiene
méritos ni defectos particulares, pero que está viva y sigue creciendo y deja
margen para que el individuo le responda directamente, sin mediación del
juicio de las generaciones. Es raro encontrar en una escuela un profesor de
música que esté bien familiarizado con la música de esta época. Algunas
veces los programas de música dan un salto hacia adelante, con grandes
gestos de renovación, pero invariablemente se limitan a aventurarse en
aquellos territorios que han sido abandonados hace poco por la composición
musical viviente; de tal manera, ahora que la composición dodecafónica, al
menos en su forma clásica, es materia histórica, se vuelve posible codificar sus
reglas y prácticas.
El autor aclara que con lo expuesto en este material no intenta culpar de
este estado de cosas a los profesores y maestros de música; la situación es tal
que afecta a toda la cultura, a su concepto del conocimiento, su actitud hacia el
arte y la consiguiente naturaleza de su sistema de educación. Por más
bienintencionados que sean, los maestros están tan a merced de estos
supuestos como sus alumnos y como sus empleadores, y no es posible hacer
cambios radicales en un elemento de la cultura sin hacerlos también en los
otros. La sociedad, la cultura musical y la educación se hallan en una situación
inextricable de dependencia recíproca, y que todo cambio en una de ellas se
refleja y se vuelve a reflejar en las otras. Una amarga experiencia ha
demostrado que la influencia que la educación puede ejercer sobre la sociedad
es pequeña, y aunque parecería que la de la música fuese aún más reducida,
puede ser un punto de apoyo sobre el cual basar aquellos cambios en las
actitudes fundamentales y en la organización del universo mental, que son
necesarios para que la sociedad pueda liberarse de la garra opresiva de una
visión del mundo que niega y desvaloriza la propia experiencia. En el arte
nuevo se pueden distinguir vagamente los lineamientos de nuevas actitudes, y
a éstas, si se estimula la creatividad de cada individuo, se les puede dar forma
y realidad, poco a poco, en la mente de los alumnos.
Capítulo 9
Los niños como artistas
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El autor se propone demostrar cómo tanto la música clásica
como la ciencia de occidente se refieren a estados anímicos
profundamente arraigados en los europeos, y por causa de los
cuales se ha llegado al estado peligroso de las relaciones
recíprocas y con la naturaleza. Sugiere que en la escolaridad, ha
colaborado en la perpetuación de esos estados de ánimo en virtud
de los cuales se ve a la naturaleza como un objeto de uso y al
conocimiento como una abstracción que existe independientemente
de la experiencia del sujeto cognoscente.
Presentando otras culturas musicales intenta mostrar que son
posibles diferentes estéticas de la música, que pueden constituirse
en metáforas de visiones del mundo muy diferentes, Intenta
demostrar cómo la nueva visión del arte puede servir como modelo
para una nueva visión de la educación y, posiblemente, de la
Resumen:
sociedad.
Las investigaciones realizadas por el autor se basaron en dos
postulados: uno sostiene que el arte es algo más que la producción
de objetos bellos o expresivos para que otros contemplen y
admiren, sino que es un proceso por mediación del cual se explora
el medio y se aprende a vivir en él. Que el arte, es una actividad tan
vital como la ciencia y que penetra en ámbitos de la actividad
humana que la ciencia es incapaz de tocar. El segundo postulado
es que la naturaleza de la ciencia y el arte, sus técnicas y sus
actitudes son un indicador de la naturaleza y de las preocupaciones
de la sociedad que les dio nacimiento.
Finalmente, el autor intenta proponer algunas direcciones que
podrán tratar de seguir los maestros de música y otros educadores
en relación con estas cuestiones investigadas.
El autor afirma que el arte, la educación y la sociedad avanzan como sí
cada uno estuviera atado a cada uno de los otros dos; para cada uno, la
posibilidad de cambio es muy restringida si no se producen cambios
correspondientes en los otros dos. De los tres factores, es la sociedad como,
tal la que ejerce más influencia, pero como lo que configura la sociedad son las
ideas, ninguna de ellas deja de tener cierto peso.
Los maestros, tanto en la escuela primaria, en la secundaria o en la
universidad, se ven obligados a trabajar dentro del marco de una organización
que, pese a su diversidad aparente, obedece de hecho a propósitos
sumamente unificados, a un control monopolista del mercado y, especialmente,
que no se sustrae a la devoción a la ética de la producción. La organización
escolar existe para servir a las necesidades de la sociedad. Por su parte, el
arte existe en una relación muy ambigua con la sociedad, y generalmente se
piensa que no tiene sobre ella más que un efecto muy tenue. En los últimos
sesenta años aproximadamente se ha visto cómo los movimientos artísticos se
suceden en una secuencia vertiginosa, sin ningún efecto visible sobre la trama
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de la sociedad.
Pero por ejemplo, si la revolución en la música no se ha producido
todavía, ni puede tampoco darse plenamente, mientras no cambien los valores
de esta cultura, puede verse no obstante en la música de este siglo la forma de
una sociedad a la cual éste aspira, de esa “sociedad potencial” de la que habla
Duvignaud.
El arte, como los sueños, no está limitado por la cronología, y no debe
caerse en la trampa cientificista de equiparar las cosas que suceden después
de con cosas que suceden a causa de cierto acontecimiento.
Que hasta el momento no se le haya podido devolver a la música su
perdido carácter comunitario no es culpa de los compositores, sino de la
estética imperante, de la relación que prevalece entre el compositor, el
intérprete y el público, de la posición que ocupan los compositores en
la sociedad y de la que les corresponde en esta misma sociedad a la música y
a las instituciones y mecanismos destinados a presentarla. Un compositor
necesita un público, y para conquistar ese público se ve obligado, en la
sociedad, a trabajar con músicos profesionales cuyo compromiso con la música
no llega probablemente a ser total, a hacer que su obra se toque en salas de
concierto, a apelar a un cuerpo de críticos cuyas percepciones, en su mayor
parte, han sido configuradas por un marco de referencia estético que existe
desde hace trescientos años, y cuya continuidad es una demostración de su
persistencia.
¿Cuál es, la naturaleza de esta sociedad potencial? En primer
lugar, está en otra relación con la naturaleza, ya no antagoniza con ella, sino
que reconoce que la raza humana es parte de ese sistema, con el cual la
cultura actual sólo puede verse en una relación de esencial hostilidad o, de
explotación. Al aprender a vivir con la naturaleza, los occidentales pueden
aprender a convivir consigo mismos. El conocimiento se libera de la avidez de
dominio; el interés por conocer se sitúa en la adecuada perspectiva. El
individuo encuentra su justa relación con la sociedad, sin dominarla ni dejarse
dominar por ella, la sociedad halla que su verdadero papel es el del escenario
esencial donde se representa la vida de los individuos, y entre individuo y
sociedad evoluciona un conjunto de funciones que se refuerzan y favorecen
unas a otras. Las organizaciones jerárquicas ceden su lugar a redes de
individuos que cooperan, en cuya vida el arte vuelve a convertirse en un
elemento tan esencial como la vivienda, y en las que quizá el arte, tal como hoy
se lo conoce, se ve reemplazado por un ritual y un concepto a fines a la idea
balinesa de “hacer todas las cosas lo mejor posible”.
La relación entre la música y un concepto así de la sociedad se evidencia
en A Rainbow in Curved Air, de Terry Riley, una obra en modo alguno de gran
importancia, pero que es no-armónica, no contiene tensiones, ni desarrollo ni
dramatismo alguno, existe totalmente en el presente y no exige, para
escucharla, una concentración constante. En la funda del disco no se ofrece
ninguna información musicológica referente al compositor ni a la obra, sino sólo
una visión de la sociedad potencial.
Es una versión ingenua pero atrayente, una visión que durante siglos ha
fascinado a la cultura occidental, pero que ha cobrado nueva fuerza en esta
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época, a medida que crece la rebelión contra la visión científica del mundo.
Una sociedad como la que prefigura la música contemporánea no existe,
aunque muchas culturas de las llamadas primitivas están mucho más próximas
a ella de lo que podría imaginarse. A quienes están convencidos más allá de
toda probabilidad de cambio de que el hombre existe en inevitable conflicto con
la naturaleza y con los demás de su especie, este libro no tiene nada que
decirles, a no ser proporcionarles sólidas razones para su predecible rechazo
de la “difícil” música moderna.
Sin embargo, la presencia de estas ideas en la música de este siglo habla
elocuentemente de su presencia en la matriz de la sociedad, aun cuando sea
en forma latente. A quienes desean ver en la cultura un incremento de lo que
Illich llama conviviality les corresponde considerar los posibles efectos de
repensarse a la educación en función de líneas artísticas más bien que
científicas. Entre los educadores de hoy se ha convertido en un lamentable
lugar común admitir que poco puede hacer la escolarización para mejorar la
suerte de los niños que provienen de medios deprimidos, por decirlo con el
eufemismo convencional. En el mundo entero, allí donde prevalecen los
métodos occidentales de escolarización, el resultado es el mismo; en la
actualidad, parece que ni siquiera los países más ricos pueden permitirse un
sistema de escolarización capaz de educar en forma adecuada a toda su
población juvenil.
Es relación con cuestiones vinculadas a la disciplina, el autor afirma que
es común en la actualidad que diversos individuos y organizaciones,
pertenecientes o no a los profesionales de la educación, deploren la falta de
disciplina en las escuelas. Así mismo, respecto de la disciplina, considera que
hay dos cosas claras, primero, que cualquiera que tenga bastante interés por
hacer algo se disciplinará para hacerlo, y, de hecho, apenas si lo considerará
como una disciplina. Y segundo, que antes de que nadie acepte la disciplina
necesaria para emprender cualquier tarea, no sólo será necesario que
quiera hacerla, sino también que sienta de alguna manera que puede ser capaz
de hacerla. Por lo tanto, antes de que se llegue siquiera a hablar de disciplina,
es necesario convencer a los alumnos de que son capaces de hacer lo que se
les pide que hagan, y, en segundo lugar, asegurarse de que tienen algún
deseo de alcanzar, la meta en que se les pide que pongan la mira.
Por otro lado, hasta el comportamiento estudiantil más anárquico y
destructivo puede ser considerado como una especie de investigación; la
experimentación destructiva es un procedimiento científico respetable y
aceptado, y algunos niños y jóvenes son expertos en experimentar
destructivamente con sus maestros.
El autor propone avanzar reconociendo la capacidad creativa propia de
las mentes jóvenes, y aprovechándola para hacer que pueda encontrar sus
propias soluciones o, lo que es más fundamental aún, formular sus propias
preguntas. La cuestión fundamental, sería que vale la pena saber reconocer, y
que vale la pena hacer. El conocimiento científico ocupa un evidente lugar en
tales cuestiones y la experiencia y la habilidad artística encontrarán una vez
más su lugar adecuado. Así como el acto creativo está en el centro de toda
actividad artística, en el centro de la educación musical se instala firmemente la
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actividad creativa, de la cual irradian todas las otras actividades, más
tradicionales, que alimentadas por el trabajo de la creación, a su vez
la realimentan: la práctica de la composición, de la notación, escuchar y tocar,
estudiar la obra de otros músicos de diversos períodos, estilos y culturas.
En todo esto no es necesario prestar tanta atención a los objetivos a largo
plazo; la idea es que cada momento sea disfrutado por sí mismo, que cada
logro genere su propio entusiasmo, su propia confianza, y que las habilidades
se desarrollen cuando sean necesarias. Puede aceptarse como un hecho
que buena parte de la música que se haga será simplemente volver a arreglar
material ya conocido de los jóvenes compositores, que se servirán, de un fondo
común de materiales. Hasta podría aceptarse que se abandone la persecución
del virtuosismo como un fin en sí en favor de un cultivo global de la experiencia
musical en cuanto prerrogativa de todos y accesible a todos.
El escolar que define a la música como “lo que hacen los músicos”
resume la situación actual en todas las escuelas, salvo una minoría.
La música en el ámbito de lo escolar es demasiado importante para
dejarla en manos de los músicos. Si es posible controlar el propio destino
musical, hacer la propia música en vez de dejar que la hagan otros, entonces
tal vez se pueda llegar igualmente a controlar a algún otro de los expertos que
controlan la vida desde afuera. Eso puede significar la renuncia a alguna de las
comodidades más complejas de la vida moderna, pero cada vez hay más
personas que creen no solamente que quizá no estuviera tan mal hacerlo, sino
incluso que, si no se hace voluntariamente, bien pueden perderse por razones
de fuerza mayor.
El autor retoma las palabras de Stephenson quien afirma que viajar con
ilusión es mejor que llegar. Entonces se pregunta ¿en qué nivel de habilidad
puede decir uno que ya sabe tocar el piano, pintar un cuadro o que es capaz de
mantener una motocicleta? No existe más que la exploración constante del
espacio físico, del espacio musical, del espacio visual y del espacio interior,
que se lleva a cabo desde el momento en que por primera vez se pone la mano
sobre un instrumento, se sostiene un pincel, se empuña una sierra o un
martillo. Correr en pos del virtuosismo con el excluyente empeño que esto
implica es perderse los placeres y las alegrías inesperadas de un viaje que es
tanto más emocionante cuanto que no se sabe hacia dónde se va.
AI permitir a los alumnos la oportunidad de hacer música en tiempo
presente, puede introducirse en la escuela, por mediación de esta actividad un
concepto que puede desbaratar la naturaleza instrumental y orientada hacia el
futuro de la escuela, y su preocupación por conseguir un producto. Porque si se
reconoce la capacidad creativa de los niños en el arte, se debe reconocer
también su capacidad de crear otras formas de conocimiento y de formular sus
propias preguntas, que más de una vez cortan de través los límites de las
veneradas asignaturas y especialidades.
El gran dilema de la cultura musical en la actualidad es la posición del
compositor, que es una figura aislada, separada de la gran mayoría de la
comunidad, que envía sus mensajes al vacío, preguntándose si alguien los
escucha, condenado siempre a dirigirse a un público esencialmente pasivo, con
quien la relación más íntima que puede alcanzar es la del productor que
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abastece a clientes que pagan para ir a un concierto. Ni siquiera tiene la
satisfacción de sentir que está haciendo algo que la comunidad valore; para la
gran mayoría de los compositores representa una dura lucha conseguir que su
música se oiga.
En otras culturas musicales las cosas no son necesariamente de esta
forma, como también en la del siglo XVIII en Nueva Inglaterra donde todos son
libres de participar en el trabajo creativo y al compositor se le valora como un
miembro necesario de la comunidad. La posición del “profesional”, en la
medida en que existe, es la de director, instructor o mentor más bien que la de
productor, y su obra se vincula íntimamente con la comunidad de la cual es
miembro, y tan importante. Su obra surge de la experiencia del pueblo y le da
expresión, se arraiga en ella al mismo tiempo que la espiritualiza.
Es posible restablecer a la música el carácter comunitario que ha perdido
por ir en pos de objetivos que son en última instancia ilusorios, y la iniciación
del proceso está dentro de las posibilidades de cualquier maestro de música.
En este sentido la plenitud de tal carácter sólo puede darse en una sociedad
plenamente comunitaria. Las artes, la educación y la sociedad se mueven
como si existiera entre ellas una especie de trabazón recíproca; de las tres, la
que al parecer tiene menos influencia es el arte, que, sin embargo, no deja de
pesar sobre la forma en que la gente piensa, siente y percibe, cosas que
finalmente tienen más importancia que lo que sabe, o lo que cree que sabe.
Pero el verdadero poder del arte no reside en escuchar ni en contemplar
la obra terminada, sino en el acto mismo de la creación. En el proceso de
creación artística el creador se compromete por completo. El artista se pone
una meta, única y a corto plazo, susceptible de ser realizada dentro del marco
de la composición presente y echa a andar en pos de ella, reconociendo al
mismo tiempo, como cualquier verdadero explorador, que quizá no puede
saber hacia donde marcha mientras no haya llegado allí, y deleitándose con lo
que le ofrece el nuevo territorio que va descubriendo.
El autor recupera lo expresado por Herbert Read quien se refiere a otras
implicaciones más amplias de la educación al afirmar que el propósito de una
reforma del sistema de educación no es lograr que se produzcan más obras de
arte, sino mejores personas y sociedades mejores. Pero puede ser que esa
actividad artística en los niños sea el comienzo de una reforma más amplia.
Una vez que se liberan en una dirección los poderes creativos, una vez que se
rompen en un punto los grilletes impuestos a la actividad escolar, se inicia
generalmente una especie de liberación interior, el despertar de una actividad
superior.
Una vez que se acepta que este tipo de enfoque no sólo es posible en la
actividad artística, sino en el campo total de la educación, una vez que se
abandona la idea de la educación como preparación para la vida y se la ve
como parte de la vida misma, una vez que se hace uno a la idea de que hay
tantas maneras de adentrarse en el conocimiento como personas, de que la
disposición lógica y rectilínea de los programas, con su progresión lineal de una
a otra etapa, se basa en una fantasía sobre la forma en que aprenden los seres
humanos, se revela el sinsentido de muchas de las discusiones que oponen la
“excelencia” a la “igualdad de oportunidades”,
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Quizá aquí pueda ser de utilidad conocer las características de la
educación musical y general en otras culturas, ya la tesis de este libro es que
otras culturas de Oriente o África, tienen un caudal de experiencia y de
sabiduría por lo menos equiparable al de Occidente, y que, así como el
individuo puede aprender de otros, ninguna cultura puede sostener que no
tiene nada que aprender del resto de la humanidad. Se puede aseverar
confiadamente no sólo que cualquier teoría de la estética que se limite
exclusivamente a la experiencia musical de la Europa posrenacentista será
incompleta e incluso engañosa, sino también que cualquier sistema de
educación que descuide las experiencias educacionales de otras culturas
deformará la vida y la experiencia de aquellos a quienes pretenda educar.
Cabe preguntarse qué sucede con Beethoven, Bach, Brahms y Webern, y
con los otros grandes “clásicos”, con este nuevo enfoque de la educación
musical que insiste más sobre el proceso de la creación que sobre el objeto
artístico acabado. La respuesta debe ser que permanecerán o no, según la
medida en que se les considere importantes para la vida de quienes toquen u
oigan su música. Pero se les conocerá por lo que son: una parte del pasado
que se puede amar y reverenciar, pero que no es necesario que se idolatre. Se
les verá como hombres, no como espíritus etéreos. El autor afirma que, en todo
caso, desde la época en que vivieron sólo ha habido una minoría de personas
para las cuales su discurso ha sido accesible y que han compartido sus
valores; esa minoría seguirá existiendo en tanto que exista en Occidente la
clase media, y representará la cultura dominante en tanto que la clase media
sea dominante, pero ya no se puede insistir en que sus valores son los únicos
valores musicales. Se puede sostener que los grandes compositores clásicos
ya no tienen otra importancia que la histórica en el mundo hacia el cual se
avanza con tan inquietante velocidad. Sin duda, limitar la enseñanza, en esta
época de cambios tan profundos como turbulentos, solamente a los valores
tradicionales de la música occidental es correr el riesgo de limitar la
imaginación de los alumnos a aquellos modos del pensamiento que han traído
a la cultura occidental a su desastrosa situación actual. Es menester considerar
por lo menos la posibilidad de que se dé un conflicto entre la “difusión” de
Mozart y Beethoven y los verdaderos intereses de los alumnos.
Según el autor el actual modelo de la educación, científico y de
orientación pragmática, les está fallando desastrosamente a los jóvenes, por lo
menos en Gran Bretaña, en muchos jardines de infancia y escuelas primarias
se está intentando cambiar desde hace algún tiempo, pero una vez que llegan
a los once o doce años, todos los niños se ven empujados a la escalera
mecánica que los conduce a las notas más altas y al diploma, que les
permitirán a su vez avanzar hacia un título superior y hacia las trampas del
éxito, en tanto que los menos afortunados deben sufrir una desilusión que se
les hace tanto más cruel cuanto que han sido formados en las expectativas
generadas por una experiencia de la escuela primaria que armoniza mejor con
la forma en que realmente se aprende. Mientras que la senda que lleva al éxito
siga pasando por la puerta estrecha de la sala de exámenes, semejantes
intentos de humanización están condenados a extinguirse al comienzo de la
escolarización secundaria.
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La situación, que tan rápidamente cambia hoy en la sociedad, con su
incertidumbre, su inestabilidad económica y sus reivindicaciones, exige que al
modelo artístico de la educación se le dé oportunidad de cultivar aquellas
capacidades que tan lamentablemente descuidadas están en el modelo actual.
De acuerdo con el autor, el carácter comunitario de la vida artística, mito
poética y ritual de Bali y del África negra, dice claramente en que sentidos
Occidente sigue siendo una comarca subdesarrollada. Intenta demostrar cómo
la música de este siglo presagia una sociedad que está pugnando por emerger
de la antigua; quizá si los maestros pudieran aprender la lección del arte, y
valerse de la experiencia del arte como modelo para su forma de tratar a los
niños, se pudiera finalmente influir para que el fruto de ese nacimiento sea
válido y robusto. Afirma que quizá pueda parecer absurdo que un movimiento
así haya de iniciarse en las clases de música, pero es así solamente porque no
se tiene en cuenta el poder del modo artístico de pensar; su influencia sobre la
educación y, por mediación de ella, sobre la sociedad, puede ser pequeña,
pero debido al poder del arte para cambiar las formas de percepción humanas,
es real.
El autor aclara que no se propone detallar aquí un proyecto de reforma
del sistema educacional, ni cree que sea necesario, de lo que se trata es de
reemplazar el sistema de educación por una comunidad educativa, y esto sólo
se puede lograr a partir de los esfuerzos, tanto individuales como de pequeños
grupos, por crear una fecunda diversidad y una bien trabada red de
comunidades educativas, a partir de la exploración de la realidad por obra de
exploradores que, con frecuencia, no sabrán cuál es su derrotero mientras no
lo hayan completado. Propone pensar una situación en la que a todos no sólo
se les permita, sino que se les estimule a trabajar en lo que les interesa bajo la
orientación de los mayores, en un mundo que no esté ya limitado por los muros
del aula, ni siquiera por los de la escuela. Hay poderosos argumentos que
aconsejan que desde temprana edad se incorpore a los niños a la vida
económica y política de la comunidad; gran parte del descontento de los
jóvenes con la escuela tal como hoy se encuentra organizada debe de
generarse en el total aislamiento en que ésta los mantiene respecto de esos
aspectos de la vida, y en la naturaleza “como si” de todo el trabajo que en ella
hacen. La práctica de que los niños vayan asumiendo poco a poco sus
responsabilidades en la comunidad es característica de cualquier cultura de
aldea y mucho podría aprenderse de ella.
Si cada uno trabaja en la medida de sus fuerzas por alcanzar sus propios
objetivos, no sería necesario un plan de estudios formal, ni pruebas de
inteligencia ni de aptitudes, porque cada uno está constantemente poniendo a
prueba su propia capacidad, ni tampoco ninguna selección por capacidades, ya
que no hay criterios sobre los cuales basarla; habría quizá una mínima
selección por edades, ya que parecería que la sociedad occidental fuese la
única que se cree la fábula de que los niños mayores no tienen nada que
enseñar a los más pequeños. No se necesitaría, investigaciones sobre las
etapas de la maduración y la “disposición al aprendizaje”, ya que sobre esos
puntos cada uno tomará sus propias decisiones,
Este concepto de la comunidad educacional es el del centro de recursos
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gratuitamente accesibles para todos, los alumnos ya no son el objeto de la
instrucción, de los maestros sino agentes activos, cuyas investigaciones
constituyen el plan de estudios, cuya experiencia es el programa; ellos están
haciendo la investigación: en sí mismos, entre ellos y en el mundo que los
rodea. El propósito principal de un maestro es ayudar a sus alumnos a que
aprendan a vivir en el mundo, y la práctica del arte en su sentido más amplio
es una importante herramienta en ese aprendizaje, que por lo demás
debe seguir toda la vida. Aprender a vivir en el mundo incluye, sin duda, la
exploración de la naturaleza, pero una exploración que se despoja de la
urgencia de dominio que desde sus comienzos en el siglo XVI, ha sido el motor
de la ciencia occidental. El camino hacia una verdadera ciencia, hacia un
verdadero conocimiento de la naturaleza pasa por una exploración afectuosa,
similar a la que el artista hace de sus materiales.
En tales condiciones, el papel del maestro cambiará fundamentalmente; le
ofrecerá más estímulos, a la vez que más gratificaciones. Liberado de la
necesidad de mantener su rol como fuente de todos los conocimientos, el
maestro podrá relajarse y participar en las investigaciones de sus alumnos.
Libre de las restricciones artificiales que impone la situación del aula, podrá
llamar la atención sobre la lección que enseñan las autenticas restricciones
impuestas a la condición humana, y que Occidente da la impresión de haber
olvidado o, por lo menos, de las que no parece haber hecho caso en su
empeño por dominar la naturaleza. En realidad, el rol del maestro profesional
será mucho más el de un coordinador de los recursos didácticos que el de una
fuente de conocimientos, y una de las habilidades más importantes que tendrá
que cultivar en esta situación es la de saber cuándo ha de intervenir y cuándo
mantenerse al margen.
El hombre sigue siendo parte indisoluble de la naturaleza, no sólo en la
medida en que es un ser físico con necesidades corporales y portador de una
herencia animal, sino también, depende de la inteligencia que penetra en su
totalidad el mundo natural. En todas las culturas ha sido tarea del arte, la
religión y el ritual mantener el contacto con aquella inteligencia; solamente en la
sociedad occidental, se ha llegado a negar la inteligencia de la naturaleza y a
contemplar como deseable la posibilidad de hacer de ella una esclava de
los deseos, del hombre virtualmente ilimitados.
Para que llegaran a ser posibles los métodos de la ciencia moderna, la
naturaleza tuvo que morir, y el hombre debió escindirse totalmente de ella. Este
proceso se completó aproximadamente a comienzos del siglo XVII, y es
interesante que fuera también por aquel entonces cuando las dos palabras
ciencia y arte, adquirieron los significados especializados que hoy poseen. El
autor expresa que, tal como señala Raymond Williams, antes de aquella época,
y durante mucho tiempo después en ciertos textos, las palabras correspondían
simplemente a los significados de conocimiento y habilidad, respectivamente.
Ninguna de las dos tenía el sentido de actividad altamente especializada que
tiene hoy, mientras que el uso de las palabras científico y artista para denotar a
quienes profesionalmente las practicaban se remonta sólo a comienzos del
siglo XIX, cuando la ciencia en el sentido moderno, empezó a prevalecer en la
totalidad del conocimiento, y el arte quedó finalmente relegado al margen de la
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cultura occidental, reservado a la contemplación de las ahora devaluadas
emociones e intuiciones. Pero el arte es igualmente, y en un sentido profundo,
conocimiento, en tanto que la ciencia en un sentido profundo es habilidad, e
idealmente, el conocimiento y la habilidad deberían ser fundamentalmente
complementarios y simétricos. Es un lugar común señalar que ciencia y arte se
complementan, pero lo que en la práctica socava esta complementariedad es
el hecho de que en la cultura occidental, el arte en cuanto medio de
exploración ha sido desvalorizado en favor de la ciencia, y se le ha privado
de su función de principal fuente de la acción. Esta asimetría se genera en la
avidez de poder del mundo occidental moderno, y en la manifiesta capacidad
de la ciencia para alimentar esa avidez y conceder aquel dominio sobre la
naturaleza que fue prometido en el Antiguo Testamento. Sin embargo, tal cosa
sólo es posible cuando se reconoce que el conocimiento consciente es, en el
mejor de los casos, parcial, e incluso engañoso, cuando se lo amputa de sus
fuentes profundas en ese vasto interior de la mente que se llama el
inconsciente.
Esta riqueza de la experiencia es un derecho de todos, pero en la cultura
occidental este derecho le está vedado a la mayoría, en aras de la persecución
del poder y de los objetivos de la ciencia y de la tecnología, y les está vedado
principalmente a todos los que, desde los cinco o seis años hasta los catorce, e
incluso hasta los dieciséis o más, se ven obligados a someterse a la
escolarización. Una experiencia tal puede sobrevenir mediante el trabajo de
creación artística, ya sea pintando, tallando, o en cualquier otro tipo de hacer
como puede ser escribir, danzar o actuar, y sobre todo en la música, puesto
que de todas las actividades artísticas de la raza humana ninguna hay que nos
ponga en contacto más estrecho con las fuentes del mito o de la magia, del
ritual y de la religión, ni que perfile más sutilmente las formas de esa sociedad
potencial que todavía está fuera de nuestro alcance.
El creador llega a saber que hay un momento, al comienzo de un
proyecto, en que es necesario alcanzar una ingenuidad total, disolver en la
intención creativa toda complejidad y refinamiento, toda anticipación e incluso
toda crítica. Quizá no sepa con precisión qué es lo que quiere hacer; las líneas
del proyecto sólo se van perfilando cuando se trabaja en él. Por eso,
emprender una tarea artística es un acto de fe que la razón consciente no
entiende del todo, y que incluso puede rechazar. Por eso también la idea de
que al arte pueda caberle un papel en la misión de liberar a la sociedad de su
enfermizo espejismo de poder es un acto de fe, pero cualquier maestro que no
tenga al menos una chispa de esa fe no puede hacerse cargo de la educación
musical de nadie.
El autor finaliza el capítulo afirmando que se tiene la posibilidad de
contribuir a la curación de la grieta fatal que aqueja a la cultura; considerando
la escisión entre ciencia y arte, entre verdad y valor, entre proceso y producto,
entre mente y materia, el cisma es esencialmente el mismo.
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