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Con Jorge Arias Gomez en sus ultimas horas de vida

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CON JORGE ARIAS GÓMEZ
En sus últimas horas de vida
(Comentario)
José Fidel Santacruz
En los primeros días de Junio del 2004, Lucio Rivera me llamó
contándome que Jorge Arias Gómez estaba muy enfermo y me pedía
en nombre de la familia, si yo podía colaborar con ella en cuidarlo
parte del tiempo. Me dio el número de teléfono y en el mismo
instante llamé a casa de Jorge. Fue Coyito, su hermana la que me
respondió, me dio la dirección y una hora más tarde, estaba en su
casa.
Me hizo pasar a la salita, mientras ella terminaba de preparar una
bebida para Jorge. A su vez, ella, respetando los deseos de su
hermano, le daría mi nombre y le preguntaría si aceptaba que yo le
prestara algunos cuidados.
Mientras esperaba en la sala, me dediqué a ver varios diplomas y
reconocimientos, entre ellos el de su doctorado en Jurisprudencia y
Ciencias Sociales, extendido por la Universidad de El Salvador. Entre
otras cosas, vi con gran interés unas libreras repletas de libros,
documentos y muchos objetos de arte, sencillos, algunas fotografías
y pequeñas pinturas.
A propósito yo llevaba su libro sobre Farabundo, para mostrarle mi
interés por sus obras.
Después de unos momentos, Coyito me hizo pasar hasta el sencillo
lecho donde Jorge libraba una feroz batalla contra esa cruel
enfermedad que se llama cáncer. Estaba muy delgado, demacrado y
su estado de ánimo era valiente, a pesar de la tortura que el dolor
abrazaba todo su cuerpo, sus entrañas.
Al ver su estado de gravedad, no quise enseñarle su libro, pues uno
de mis deseos era pedirle una firma, pero en aquellas condiciones, ni
pensarlo.
La última vez que yo había visto a Jorge, fue en la Facultad de
Jurisprudencia, el día que la Universidad de El Salvador le hiciera
entrega de un merecido reconocimiento como el de PROFESOR
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EMÉRITO, en la cual se le hacía otro Reconocimiento de similar
categoría al maestro Camilo Minero.
Al ver a Jorge en aquellas condiciones, sentí mucha pena por su
estado de salud. Hubiera querido quedarme algún tiempo con él.
Cuando fui joven trabajé varios años como auxiliar de enfermería y
con frecuencia he puesto en práctica algunos conocimientos
elementales. Pero Jorge no aceptó que me quedara. –“Yo le
agradezco Fidel, su colaboración, pero aquí tengo a Coyito que me
presta toda su atención; más adelante, cuando sea necesario que
ella se comunique con usted.”
Al ver los esfuerzos que Jorge hacía para disimular sus dolencias,
preferí retirarme para no incomodarlo más. Me despedí de él,
estrechando su mano frágil, pero suave y cálida de afecto.
Unos quince días más tarde, recibí otra llamada de Lucio. Esta vez
para decirme que Jorge estaba hospitalizado y que ahora si
necesitaba que yo le apoyara, sobre todo por las noches. Era un día
sábado.
A eso de las cinco de la tarde, llegué al hospital de Oncología del
Seguro Social. A su lado estaba una de sus hijas y Coyito, su leal
hermana, quienes se fueron a descansar a sus respectivas casas.
Si la vez anterior lo vi muy demacrado, agotado, sin mucho aliento;
esta vez su estado de ánimo, su condición física era muy delicada.
Sin embargo, él me reconoció inmediatamente. –¡Hola Fidel! –
Respondió a mi saludo. Yo estrechaba su mano y sentí la sensación
que me transmitía la suya, muy débil, por cierto, pero había un
mensaje, un impulso de su estado emocional conciente y de su
afecto bondadoso.
La alegría no se borró de sus ojos, ni la sonrisa de sus labios. Aún,
en aquellas condiciones expresaba fuerza y ánimo.
Desde que llegué me mantuve a su lado. Unas veces ayudándolo a
escapar de la tos, humedeciendo sus labios, limpiando sus ojos y su
rostro; otras veces hablándole, pero pidiéndole que él no lo hiciera,
que se mantuviera sereno, necesitaba conservar energías.
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En un momento, yo le hablaba de los cambios sociales en El
Salvador y en el mundo. Le recordé el papel que él jugó desde joven
estudiante, lo del Llano del Espino, la Guardia Cárcel de Ahuachapán
en 1944 y mucho más allá de toda su vida.
Esto sin duda, le alegró mucho porque sonrió; sonrió en todo su
rostro, sus labios, sus ojos expresaban ese movimiento que se
contrae y brillan con una sensación infantil.
En el momento que yo extraje tres libros suyos y se los coloqué a la
altura de sus ojos:
--¡Mi libro!... ¡Ha, mi libro! –Dijo cuando vio a su
Farabundo.
Lo vi emocionado, feliz. Me lo decían sus ojos, sus labios con
aquellas palabras: ¡Mi libro!... ¡ha, mi libro! Y me lo decía su mano
que yo mantenía estrechada, para expresarle lo cercano que yo
estaba de él.
De vez en vez, lo movía cambiando su posición; masajeaba sus
brazos, sus pies y piernas y las flexionaba con gran cuidado.
Masajeaba su espalda y un tanto los músculos de la cara, del cuello
y su cabeza.
Ya no era aquel hombre fuerte y ágil que conocí hacía más de
treinta años. Le recordé allá por 1986 en Pochomil, una playa del
Pacífico nicaragüense, donde pasamos un día con Jorge, disfrutando
de las deliciosas aguas del mar. Esa vez a Jorge se le escapaba de
sus manos, una de la flechas de Cupido. Nos acompañaba una diana
europea a quién Jorge había invitado a conocer las aguas del
Pacífico.
Por el estado de lucidez que Jorge presentaba en aquel momento
en el hospital, yo calculaba que pasarían varios días y a lo mejor,
semanas.
En algunos momentos que se quedaba más lúcido, como mirando el
horizonte, yo hacía lo posible por continuar hablándole. Le mencioné
libros y autores que yo había leído. Cuando le dije que recientemente
había leído “La Insoportable levedad del ser” de Milán Kundera, -¡Excelente! –Exclamó.
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Yo recordaba en aquel momento haber leído algo de Jorge en
donde citaba a Milán Kundera; le hablé del Fausto de Goethe, de lo
mucho que me gustaba Dostoievski, Stefan Zweig, Neruda, Salarrué.
Cuando mencioné a Dostoievski, quiso decir algo, pero se lo impidió
un acceso de tos; la tos era frecuente por la acumulación de
residuos gástricos que no podía expulsar por la falta de movilidad.
Jorge ya no tenía las energías necesarias para hablar; pero yo
sabía que escuchaba y me proponía hacer aquello con la esperanza
de hacerle placentero aquellos últimos momentos.
Me preparaba para quedarme una noche sin cenar; pero allí estaba
la cena que habían llevado para Jorge, la enfermera me dijo que
podía comérmela. Mientras la saboreaba estaba pensando: “he
venido a cuidar al enfermo y me estoy comiendo su comida”. Pero
Jorge ya no estaba en condiciones de deglutir alimentos sólidos; le
habían practicado una operación con algún propósito de prolongar
su vida, algo de eso supe. Se le administraba oxígeno y suero de
manera permanente.
A eso de las once de la noche, Jorge comenzó a manifestar cierta
incomodidad. Demandaba tal vez, cesaran sus dolores y todo aquello
que le torturaba, que le impedía seguir viviendo normal, activa. Yo lo
cambiaba de posición, flexionaba sus miembros y se quedaba
tranquilo durante algunos minutos.
Por momentos me sentaba en una silla plástica, pero también me
levantaba a cada instante para atenderlo. No podía abandonarlo.
A eso de la una de la mañana, comenzó a quejarse más y más. Yo
continuaba prodigándole los mismos cuidados. Pero comenzó a
decir: “¡no!... ¡no!... ¡no!” –Además, yo no dejaba de hablarle para
darle confianza de que no estaba solo. Me daba cuenta que había
entrado a esa fase grave.
Tal vez serían las dos y media de la mañana. Jorge se había
quedado tranquilo, como sumido en un mundo lejano. Me senté
bastante cansado en la silla. Tal vez recargué mi peso hacia una
pata trasera; ésta se rompió con un ruido estrepitoso bajo mi
cuerpo.
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--¡Cuidado! –Escuché bien claro la voz de Jorge, muy débil, pero
conciente.
Ya no me retiré del lado de su cama. Primero que ya no había otra
silla; segundo se me quitó el sueño y a la vez comencé a notar un
desfase en su condición física. Aumentó un poco la respiración, un
cansancio de corta respiración y una evidente inquietud. (La
enfermera llegaba frecuentemente para observar su condición)
Jorge empezó a llevarse la mano libre para quitarse la sonda de la
nariz por donde le llegaba el oxígeno. La otra mano, la izquierda, por
cierto, estaba atada a la cama para inmovilizar el brazo por el suero
que corría.
Jorge había hablado muy poco, pero a partir de aquel momento,
tres o tres y cuarto de la mañana su voz se fue tornando más
apagada, inaudible. En un instante que yo impedía que su mano
derecha llegara hasta su nariz, para arrancarse la sonda continuó
diciendo: ¡no!... ¡no!... ¡no!...
Sin duda alguna, él sentía que el oxígeno ya no jugaba ningún
papel. Yo no podría decir si era conciente o inconciente aquella
acción suya.
Mientras le quedaban algunas energías, su mano se dirigía hacia la
sonda y su frase ¡no!... ¡no! –Continuaba diciéndola cada vez más
extinguida y más pausada. Parecía decir: ¡quitanme ya esta cosa!
Pero yo no dejé que se la sacara.
Después de una media hora, tal vez cuatro a cuatro y diez, yo
continuaba a su lado sin soltar su mano. Cada vez con menos fuerza
la fui deteniendo para que él no se arrancara la sonda del oxígeno.
Era una fuerza regresiva, era una voluntad que ni en aquel momento
se doblegaba.
Pero llegó un momento en que Jorge hizo un último esfuerzo, como
queriendo dar un salto y ponerse de pie. Vi las contorciones de su
rostro, de sus labios y también un intento como el de incorporarse o
acercarse a mi. –“¡Ya no Fidel, esto es el fin!”. –Aquellas palabras
casi inaudibles, fueron las últimas que logré captar con mi audición
bastante perdida.
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Con más de seis años que trabajé con enfermos graves, comprendí
que Jorge había entrado a esa fase de pelea entre la vida y la
muerte; el ocaso que vence al día con virtual ventaja de las tinieblas
que vencen a los últimos destellos.
Después vinieron otros intentos por decir algo, pero sólo fueron
apagados estertores agónicos. Nuevamente sentí el deseo de
hablarle; era mi despedida de Jorge, ¿qué otra cosa podía hacer yo
ahí a su lado en aquel momento que se iba?
-Jorge, -le hable. Usted deja a nuestro pueblo un legado histórico
que todos recordaremos. Sus libros serán leídos y muchos
profesionales a quienes usted ayudó en sus estudios lo recordarán
siempre.
Su aporte no solo ha servido a nuestro pueblo, sino que a otros
pueblos del mundo. Quedamos en deuda con usted y por eso no lo
olvidaremos jamás. Algún día las luces del conocimiento iluminen en
la mente de nuestro pueblo, del hombre humilde, de los campesinos
y entonces Jorge Arias Gómez, continuará investigando y
escribiendo la obra que deja inconclusa.
Nunca he olvidado Jorge, allá por el año 1969, cuando Schafik y
Cayetano tuvieron que salir para participar en la Conferencia
Internacional de Partidos Comunistas y Obreros que se celebraba en
Moscú. Usted llegó a la célula Van Troi, para sustituir a Schafik.
Luego, yo iba a su casa, llevaba y recogía los materiales que serían
publicados en el periódico TRENES. ¿Se acuerda, Jorge? ¡Estoy
seguro que si! Si en este momento yo pudiera, Jorge, me gustaría
escuchar con usted la coral de Beethoven o el primer movimiento
del Concierto número uno de Tchaikovski.
Le estuve hablando mucho tiempo, aún en aquellos momentos que
Jorge se fue quedando quieto, sin mover su mano con la que escribió
tantas cosas valiosas. A pesar que ya no la movía yo se la tenía
agarrada entre las mías y continué a su lado, mirándolo y sintiendo
en lo más profundo.
Prácticamente llegábamos al final del ocaso. Yo sentía un gran
pesar por no haber llegado antes en auxilio del amigo y compañero.
Lamentablemente yo no llevaba reloj. No supe la hora exacta de
cada suceso. Ni la hora exacta del instante de su muerte. Yo la
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calculo entre seis y diez a seis y cuarto de la mañana del día
domingo.
Lo vi morir y me aparté de su lado una vez que estuve seguro de su
muerte. Fui a avisarle a la Enfermera con un gesto de mis manos,
queriéndole decir: ¡murió!
La enfermera tiene que saber la hora exacta en que muere un
paciente; como allí estaba yo, ella se atuvo. Mientras ella lo
examinaba, me pidió que saliera de la sala. Entré al baño, me lavé
las manos y salí del hospital.
En la calle había poco movimiento vehicular. Yo sentía un gran
pesar por la muerte del amigo. Sin embargo, Apolo, impulsado en su
carruaje, emprendía su largo viaje; el vibrante mundo iba tras él.
Para finalizar debemos de reconocer que Jorge Arias Gómez, no
solo fue un investigador, un sociólogo, historiador, estudioso de la
filosofía en todos los campos, sino que fue más allá del ámbito
conciente del intelectual comprometido con la verdad y con la vida.
Si en estos momentos Jorge estuviera vivo, ya hubiese “pedido la
palabra” para dar respuesta a varios críticos intelectuales, que
buscan no se con que propósitos políticos e ideológicos, de
desvirtuar los acontecimientos del 1932 en un campo de batalla
prácticamente sin contendientes, en un país atrasado y doblegado
por grandes intereses económicos y geopolíticos excluyentes en
todos los sentidos de la vida.
Estoy totalmente de acuerdo con revisar la historia en general y en
particular de todos los acontecimientos sucedidos en El Salvador.
Trabajar en verdaderos estudios críticos y consecuentes con la
realidad histórica de este país, sin apartarse ni un ápice de los
actores sociales, ni de los sucesos históricos con pretensiones de
minimizar los hechos en desmedro de unos actores o de “lavar” la
culpa de otros.
Roque Dalton ya no está vivo para que pudiera defender su trabajo
o su libro MIGUEL MÁRMOL. Miguel en persona ya no existe y ahora
que también ya no vive Jorge Arias Gómez, quién pudiera dar su
aportes en torno al tema que hasta ahora se pretende ponerle peros.
San Salvador, 30 de Abril de 2005.
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