Subido por John Dario Mejia

Un poco triste pero mas feliz que los demas Rafal Chaparro Maiedo

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Un poco triste pero más feliz que los demás
Rafael Chaparro Madiedo
Contenido
El sol ya no es sol ( A manera de Prólogo)
1.Pequeña revolucion en bicicleta
2.Gasolina en el corazon.
3.En la misma nube de jagger
4. Querido viejo
5. La actitud del te
6.Crónica marxiana
7.Hussein llega a Al Cuccah
8.La noche de los rabanos blancos
9.Dios se desangra en el sur
10.El gas sea con vosotros
11.Ocho
12.In utero
13.Jim no ha muerto
14.Tal vez fue en Pere Lachaise
15.En Praga se inventaron las mujeres
16.El, un tren a 200KPH
17.los loquitos peces de vidrio en tus ojos
18.Bogota es un acuario de peces tristes
19.Santa Carroña de Bogota
20.Un poco triste pero mas feliz que los demás
El sol ya no es sol
(A manera de prólogo)
Bienaventurados seamos los rockeros,
Porque nos tomaremos por asalto
El Reino de los Cielos1
Rafael Chaparro Madiedo
Era domingo. Transcurría una tarde de abril del 2012. Poco antes
había asistido a un evento propuesto por el sello Tropo Editores
durante la Feria Internacional del libro de Bogotá: la presentación de
la novela El Pájaro Speed y su banda corazones maleantes. Su
autor, Rafael Chaparro Madiedo, llevaba 17 años muerto. La novela
llevaba oculta unos años más y ningún sello colombiano mostró
interés por publicarlo. Ese día después de la presentación, nació
esta compilación. Me la propuso Mario de los Santos, de Tropo
Editores, mientras nos tomábamos un café.
Recibir esa invitación se convirtió para mí en una más de las
casualidades que, como periodista y lector, me han ligado a la obra
de Rafael Chaparro Madiedo. Casualidades que van desde la
inexplicable presencia de un ejemplar robado de la primera edición
de Opio en las nubes en la garita en la cual me vi obligado a prestar
guardia como soldado bachiller, hasta el hallazgo de dos manuscrito
inéditos de El Pájaro Speed y su banda de corazones maleantes
que finalmente fueron cotejados para su publicación en 2012. Por
casualidad llegue a Chaparro Madiedo para investigarlo por
casualidad terminé publicando dos libros sobre él. Por casualidad
1
Chaparro Madiedo, Rafael. “¡Bienaventurado el rock!”. En: Consigna. No. 351. Bogotá, septiembre 30
de 1988. p 34.
terminé en la presentación de la novela inédita que Chaparro
Madiedo dejo para que Mario de los Santos me dijera: “Alejandro,
quiero publicar un libro de diez relatos de Rafael para lectores de
cualquier nacionalidad. Cada relato tendrá una ilustración. ¿Te
interesa hacer la compilación?”.
Mario de los Santos también me dijo que Juan David Jaramillo,
mejor conocido como Tobías, fuera el encargado de ilustrar el libro.
Él había quedado impresionado con el trabajo del artista
colombiano para la caratula de mi libro Crónicas de Opio;
testimonios sobre el escritor que quería ser gato.
La Feria se terminó. Mario se devolvió para España y yo regresé a
Medellín con las buenas nuevas para regresar a trabajar con
Tobías. Transcurridos unos meses, el proyecto comenzó a tomar
forma cuando le escribí a Mario para contarle que ya tenía la
compilación lista pero que proponía quince relatos. Antes de
enviárselos por email, le pedí a Tobías que les diera un vistazo a
esos textos y aparecieron cinco más. El mensaje con los que se los
envié a Mario decía más o menos esto: “te envió veinte relatos.
Espero que tomes la decisión final de los que van porque yo no me
creo capaz de suprimir ninguno. Todos me gustan muchísimo”.
Mario tan poco fue capaz de suprimir.
Los veinte relatos que finalmente fueron relacionados pueden ser
catalogados como periodísticos por el hecho de que fueron
publicados en dos desaparecidos medios bogotanos para los que
Rafael Chaparro Madiedo escribió: la revista Consigna y el diario La
Prensa. En la revista Chaparro mantuvo la columna quincenal “¡Luz,
más luz!” entre 1987 y 1990. En La Prensa tuvo dos roles: el
primero como redactor cultural, escribiendo crónicas, reportajes,
reseñas, entrevistas y cuentos, que finalizó en 1993 cuando se
ganó el Premio Nacional de Novela con Opio en las nubes; el
segundo rol se dio cuando Chaparro se fue de La Prensa y empezó
a trabajar como libretista de televisión y siguió enviando columnas y
cuentos que fueron publicados hasta 1995.
Durante estos años Chaparro escribió alrededor de trescientos
textos periodísticos como testigo de una época desteñida que se
había vuelto vieja porque el sol ya no era el sol y proyectaban
películas a color con una imagen amarillenta. Un tiempo que para él
se tradujo en cables de agencias, invasiones norteamericanas y
británicas por medio de la televisión y la radio; que presentaban a la
Guerra de Vietnam como si hubiera ocurrida el día anterior; que
mostraba el Muro de Berlín como una circunstancia menos nefasta
que la mancha en la frente de Mijaíl Gorbachov, las arrugas de
ciruela pasa de Ronald Reagan y las telarañas ocultas en las
enaguas de Margaret Thatcher; que no condenó a los culpables de
la barbarie, sobre todo en Colombia porque la gente estaba
demasiada concentrada viendo partidos de futbol, en ese entonces
los medios de comunicación perfeccionaron la creación del
escándalo como técnica de venta y de olvido, y esa lógica produjo
al “nuevo” anticristo: Saddam Hussein, quien no podría ser
destruido ni con misiles Tomahawk y contó con suerte porque los
puños de Mike Tyson estaban siendo descontinuados. Fue un
periodo estridente que paso del metal y el punk al glam y al trash, y
después al brit pop y grunge; en el que James Douglas Morrison,
Fernando Allende y John Lennon ya estaban muertos; que enterró a
Charles Bukowski, Kurt Cobain, Pablo Escobar, y el Betamax; que
no dejo groupies en Colombia, porque según Chaparro: “Si usted
quiere ser un groupie colombiano no se haga ilusiones. Aquí el rock
no existe”2.
Mientras tanto Rafael Chaparro Madiedo estuvo atento a todo y
escribió por fuera del lugar común en que todavía está la prensa
colombiana. Al tiempo que tantos otros estaban enfocados en la
violencia nacional y el caos internacional, en temas que son de
cotidiana e inducida ingestión para lectores de prensa colombianos,
él se dió cuenta de la importancia de buscar historias diferentes
para contarlas diferente. Por eso supo que la vida no estaba en el
edificio de la redacción y salió al retratarla como caminante de tenis,
como gato vagabundo que husmea con sigilo. Y tomó nota.
2
Chaparro Madiedo, Rafael. “Solo quiero”. En: La Prensa. Bogotá, abril 27 de 1990. p 22.
Después se murió. Era abril de 1995 y tenía 31 años, al fin y al cabo
los escritores también son humanos. Por eso, Rafael Chaparro
Madiedo, quien afirmó que desde los 10 años se sintió enfermo,
vivió procesos biológicos terrestres, aunque pienso que su
imaginación provino de un universo diferente al nuestro; uno
mutante, hibrido entre la ficción y la realidad que le permitió pintar
cuadros y escribir textos periodísticos, libretos para televisión, dos
novelas y un libro de cuentos. Las novelas están publicadas pero el
libro de cuentos sigue inédito. Ahora llega esta compilación que nos
deja ver a un escritor que propone juego de palabras en sus títulos,
en la mayoría de sus párrafos; que se embarca en reflexiones que
carecen de esquemas mercantiles como la pirámide invertida y que
cambiaron la laxitud de la inmediatez por la contundencia del
headbanging (porque habrá que aclararlo, Chaparro siempre
escribía escuchando rock).
Un poco triste, pero más feliz que los demás habla de tedio, smog,
LSD, bombas de napalm, golpes militares, revoluciones, asesinatos,
besos… presentan radiografías sociales y reflexiones metafísicas
entre el final de la paranoia nuclear y el inicio de la guerra del
petróleo. Es el ejército de un filósofo que se volvió periodista y
después escritor, pero que nunca dejó de ser niño porque un día
llego del colegio, era un 9 de diciembre de 1980, había pasado toda
la mañana triste sin saber por qué, almorzó, tomó el periódico y se
quedó frio como Bogotá, habían asesinado a Jonh Lennon el día
anterior y eso lo inserto para siempre en la lógica de los
desencantados, nostálgicos, cáusticos, irónicos e irregulares.
El material seleccionado aquí no guarda un orden específico pero
está lleno de coincidencias que se conjugan, en extraños cifrados,
con las 21 ilustraciones que también posee una mente con acceso a
otro universo. Verlas y leer podría generar tremendas sensaciones.
Por ejemplo, imagino que un lector cualquiera podría sentir ganas
de arreglar la bicicleta empolvada y oxidada que guarda en la
trastienda, y de consultar que es el FSLN en los pesados tomos de
la enciclopedia que tiro a la basura el año anterior porque pensaba
que ya no tenían ningún valor. Posiblemente escucharía su radio
análoga o querría desempolvar los LP de Jimmy Hendrix, The
Beatles, The Rolling Stones, AC-DC y The Doors sin recordar que
su tornamesa no funciona y el repuesto que necesita para arreglarlo
no se fabrica más. Si ese lector no vive en Praga o la Habana, tal
vez sentiría ganas de salir a caminar de noche deseando estar en
Praga o la Habana. Si está enfermo y no puede salir o ir a la
ventana para respirar y comprobar que el gas está con nosotros,
como siempre. Si reza, Chaparro le propondría con ironía la
siguiente oración: “Padre nuestro que estás en el gas, santificado
sea tu gas, vénganos tu gas, en el cielo y en la tierra, déjanos caer
en el gas, danos tu gas de cada día, líbranos del gas. Smog”.
Aunque el ruego no disminuirá la molestia porque ese lector habría
de recordar que Obama no hizo nada y el precio del petróleo está
por las nubes. Entonces para él daría lo mismo pensar en Franco,
Aznar, Zapatero o Rajoy porque el orden de los presidentes no
altera el resultado. Incluso sentiría vergüenza ajena por el injerto
capilar de Berlusconi y su molestia terminaría en indignación si llega
a concluir que su época, esta época, es estridente sin ser bella al
estar más envejecida que nunca a pesar de que se presente como
novedosa; porque está obnubilada con la inmediatez coaxial o
satelital y todo el mundo está concentrado viendo fijamente una
manzana mordida o el marco deformado de una ventana; porque la
acción ya no es reacción, pues transcurre en un chat, porque toda
la información que considera valiosa está guardada en una “nube”
que no es de opio, ni es de nada, en un cielo con un sol que ya no
es sol.
Alejandro González Ochoa
Compilador
Era 1979. Eran los años cuando el sol si era sol. Años cuando el
mayor placer era ir a montar cicla por las calles, con el pelo recién
peinado y sentir una extraña sensación de viento dulce sobre la
frente. Era la época de los primeros cigarrillos, cuando después de
largas travesías en bicicleta por calles y parques, lo mejor era
tenderse bajo una tienda y dedicarse a experimentar los placeres de
los tabacos rubios de contrabando de Virginia. Y para que los
hermanitos sapos no fueran a hacer gala de sus capacidades ante
la páter familias, hacíamos un ritual de iniciación con los pequeños
anfibios: inexorablemente los sapitos tenían que fumar. En aquella
época nos atraía mas el “Winston” que el “Marlboro”. Ya nos
parecía muy trillada la imagen de vaquero duro. En cambio el
obrero de casco rojo y cubiertos de cuerdas, mirando al horizonte y
con el cigarrillo en la comisura de sus labios, nos seducía más. Pero
hubo algo que definitivamente cambiaria nuestra relación con el
mundo en ese año de 1979. Antes de salir a tomar las bicicletas
generalmente leía el periódico. Poco a poco me fui interesando en
una revolución de muchachos que se estaba gestando en
Nicaragua. Las fotos de aquellas bellas guerrilleras con el pelo
ondeando en el viento y sus pañoletas igualmente bellas, rojo y
negro, negro y rojo, las miradas dulces de aquellos muchachos
morenos con sus fusiles duros comenzaros a conmovernos.
Cuando salíamos en nuestras ciclas siempre acostumbrábamos a
llevar una grabadora con otros muchachos que revolucionaron los
vientos, el mundo, el paraíso, el infierno y la realidad: Los Beatles,
aquellos magos carboneros de Liverpool. Pero entonces
comenzamos a mezclar paulatinamente “Let it be” o “I´m the walrus”
o “Help” con la toma de Estelí o León o Masaya. De algún modo
especialmente extraño y misterioso sentíamos que la música de los
Beatles ayudaría a aquellos muchachos del FSLN a derribar a
Somoza.
Lo cierto es que una mañana todos salimos en nuestras ciclas y
empezamos a dar vueltas. “Hey jude” rompió la tranquilidad del aire
de la mañana. Seguimos pedaleando y la canción siguió rondando.
De pronto paramos el casette y pusimos una cadena radial: los
muchachos ya estaban llegando a Managua. Nuestra emoción fue
grande. Repetimos una y otra vez “Hey jude”. Por consenso
decidimos que no íbamos almorzar pues si lo hacíamos seria
traicionar a estos bravos que tal vez llevaban días sin comer y ya
estaban a punto de coronar Managua.
Nos quedamos en un parque fumando contrabando y alternando
“Hey jude” con los informes radiales. “Aquí en Managua los
combates continúan. Se han levantado barricadas y de vez en
cuando un avión somocista suelta bombas, pero el control de la
ciudad es prácticamente del FSLN…”. Nuestra emoción fue grande.
Alguien a mi lado se atoro. Un policía se nos acerco y nos dijo que
hacíamos fumando siendo tan chiquitos. “Mi general estamos
nerviosos pues unos amigos están a punto de ganar una apuesta
por allá en Centroamérica…”. Lo cierto es que el policía nos dejo
tranquilos. De pronto la alegría fue interrumpida por la mamá de
alguno de nosotros que llego a buscar a su hijo para que fuera
almorzar. Fueron instantes cargados de profunda tensión. Si se iba
prácticamente quedaría tachado como somocista. Pero valió más
Sandino que las Saltinas Noel.
El momento cumbre llego cuando cubrimos nuestras ciclas de rojo y
negro. Hicimos que nuestras hermanas confeccionaran pañoletas
como las de los muchachos. “Hey jude” ya estaba en su clímax
cuando los Beatles empiezan a cantar con su “nananananana…” y
fue cuando supimos que el grueso ejército sandinista ya estaba
entrando a Managua.
Era una bella mañana de julio de 1979. Julio 19 para ser exactos.
Una exacta nostalgia. Lo que tal vez nunca supieron los muchachos
era que aquí, a muchos kilómetros de su revolución, habíamos otros
muchachos haciéndole fuerza a su causa mientras escuchábamos a
los Beatles y fumábamos cigarrillos de contrabando.
Desde
que tengo diez años me siento enfermo. Ahora puedo
recurrir a los servicios del doctor Rock y de la enfermera jefe, pero
en ese tiempo la enfermedad de vivir solamente la curaba Mick
Jagger. Creo que a los diez años me atacó un extraño virus llamado
“gripa Stone”, cuyos principales síntomas eran severas
convulsiones, sudoración constante, tos persistente, pulso alterado
al escuchar Satisfaction. De esa gripa extraña nunca me he curado
y creo que no quiero curarme. De todos modos de vez en cuando
acudo a los venenos del doctor Rock y de la enfermera jefe para
soportar la insoportable levedad del ser, esa insoportable levedad
de levantarse todas las mañanas con las tripas pegadas al corazón,
esa insoportable levedad de tener pesadillas en el núcleo negro del
asfalto, esa insoportable levedad de explotar en la mitad de la ola
amarilla del calor, esa insoportable levedad de morir cada día en la
confusión azarosa de los días.
Más tarde llegaron otro tipo de enfermedades médicas crónicas. Un
poco más tarde me atacó la enfermedad crónica Zeppelin con todas
sus escaleras al cielo, con todos sus perros alborotados, con toda
su lluvia, con todas sus guitarras, con todos sus gemidos, con sus
gritos. La cuestión fue un día en un cine, a las tres de la tarde.
Tristeza en la boca del estómago. Tristeza en la pantalla. Tristeza
en la paleta de chocolate. El veneno Zeppelinse regó por todo el
cuerpo como gasolina poderosa y llegó aquí y allá, atacó el
corazón, los riñones, el hígado, el estómago y sobre todo la vejiga.
Desde ese instante orinar es algo doloroso, es algo parecido a estar
orinando mil perros negros mientras pasan por el cielo siete aviones
negros regando bombas de napalm.
Después llegaron al tiempo muchas cosas. Llegaron los primeros
cigarrillos, las primeras novias y entonces en la mitad de mi cuerpo
abierto aterrizaron Rimbaud y su temporada infernal y el extraño
señor James Douglas Morrison y sus puertas cochinas. El coctel
Rimbaud-Morrison fue mortal y me dejó en estado de coma.
Entonces pequeños infiernos fueron apareciendo en los rincones de
los pequeños días, pequeños infiernos salpicados con la voz
profunda de Jim Morrison, Jim Morrison me condujo a su vez a
William Blake y entonces ahí ya estaba con todos los huesos llenos
de puntillas negras y en mi corazón un millón de moscas se
disputaban los latidos, uno a uno. Poco a poco mi sangre se fue
poniendo espesa como si estuviera infestada de peces de vidrio, de
diamantes, de latas de cerveza, de botellas rotas, de rosas y
pistolas, de bombas radioactivas, de sombreros negros, de palomas
tristes, de balas, de turbinas.
En estos momentos los servicios de urgencia del doctor Rock y de
la enfermera jefe son requeridos por este columnista, pues tengo
una sobredosis inminente de Janis Joplin, Kundera, ojos claros,
manos blancas, Morrison, Pearl Jam, Nirvana, Mick Jagger, Jimi
Hendrix, Baudelaire, Rimbaud, opio,nubes, Amarilla, Pink Tomate,
Marciana, calles, buses, mierda, noches, camisa negra, café,
tabaco, máquina de escribir, mañanas sin sol, lluvia, techos, bares,
licor, humo azul, obladíoblada, pájaros negros, piedras en el zapato,
aviones, gasolina en el corazón...
Definitivamente
sin Mick Jagger el mundo no sería lo mismo.
Gracias Mick por esa canción llamada I can't get no satisfaction.
Gracias Mick por la forma como dices don't play with me because
you play with fire mientras uno se toma una cerveza en el fondo de
un bar junto al humo desolado de un cigarrillo azul en una noche de
jueves mientras llueve, mientras hace frío, mientras pasan los buses
atestados de cabecitas inciertas que salen del trabajo, mientras el
bar se llena de soledades oscuras que vienen a meterse unos
vodkas entre su piel, entre sus ojos, mientras afuera es de noche y
adentro sigue usted señor Mick Jagger vomitando esas palabras de
sus labios gruesos y groseros, esas palabras duras y secas, esas
palabras llenas de whisky, besos y dólares. Gracias señor Mick
Jagger por haber votado a la física mierda sus estudios de
economía de la London School for Economics. Gracias por haber
conocido a Keith Richards. Gracias por sentir ese mismo
sentimiento que a veces se siente cuando todo llega y todo se va,
ese sentimiento de vacío ante la estupidez del mundo, de las
palomas y de las nubes, ese sentimiento parecido a las luces que
no permite obtener satisfacción.
John Lennon tuvo que decir que era más popular que Jesucristo
para ganar más popularidad. Usted señor Mick Jagger no tuvo
necesidad de hacer eso. Usted llegó en helicóptero hasta donde el
obispo de la Iglesia anglicana y hablaba de la juventud, usted le dijo
al obispo que un cacho de marihuana servía para ampliar un poco
más las funciones cerebrales, usted señor Mick Jagger almorzó con
el obispo anglicano y de nuevo se montó a su helicóptero, se fue
para las nubes y siguió diciendo out of my cloud, fuera de mi nube,
vete para la mierda, vete para la mierda la hipocresía, vete para la
mierda las corbatas, vete para la mierda el pelo corto, vete para la
mierda la guerra, vete para la mierda la reina y el rey y el príncipe,
vete para la mierda las canciones dulzarronas de Lennon o
McCartney, vete para la mierda el arroz chino, Biafra, Vietnam,
Nixon, el frío de Londres, los turistas, los productores, las giras, los
hoteles, los periodistas, las lechugas, la crema dental, las naranjas,
los estilógrafos, la bolsa de Nueva York, la de Tokio, la de Berlín.
Señor Mick Jagger: usted tiene casi cincuenta años y se le notan.
Usted ha vivido como por veinte. Usted siempre fue un niño. A
usted señor Mick Jagger siempre le gustaron las mujeres frágiles.
Bueno en realidad le han gustado siempre de todos los gustos.
Cuando empezaron, cuando apenas eran unos cagones que tenían
que pagarle a la gente para que fueran a sus conciertos, tenían que
encerrarlos como cerdos en un apartamento para que se pusieran
de verdad a componer canciones.
Señor Mick Jagger: usted tiene casi cincuenta años y se le notan.
Usted ha vivido como por veinte. Usted siempre fue un niño. A
usted señor Mick Jagger siempre le gustaron las mujeres frágiles.
Bueno en realidad le han gustado siempre de todos los gustos.
Cuando empezaron, cuando apenas eran unos cagones que tenían
que pagarle a la gente para que fueran a sus conciertos, tenían que
encerrarlos como cerdos en un apartamento para que se pusieran
de verdad a componer canciones.
Tenía nueve años cuando el más sanguinario ser que haya parido
el cono sur (ese cono sur debería metérselo por donde sabemos),
derrocó al único gobierno socialista del continente que haya llegado
al poder por la vía del voto. De mi mente no se borrará aquella
mañana de septiembre cuando pegado al radio escuchaba las
noticias sobre el golpe. En la radio se hablaba de que el Presidente
Allende, siempre tan gallardo el viejo, resistía acompañado apenas
por unos cuantos amigos, leales hasta el último instante. Las
imágenes de la televisión me impactaron mucho más: el Palacio de
la Moneda totalmente destruido, los tanques, los soldados, la niebla
de la brutalidad en el aire. El Estadio Nacional de Santiago, aquel
donde unos tres años antes Allende pronunciara un emocionado
discurso, era ese día un campo de desolación y de vejación al ser
humano. Los reyes de la devastación se regocijaban en lo que más
les gustaba: escupir sobre la sangre. Allí mismo murió Víctor Jara,
profesión: cantor popular, le cortaron las manos para que no
siguiera cantando y animando a los prisioneros, murió desangrado.
Una sangre olvidada derramada sobre un anónimo césped.
Me inventé juegos absurdos mientras en la radio se escuchaba la
detonación de los aviones y de los tanques y mientras decían que el
comunismo había sido extirpado de esa parte del continente. En mi
mente infantil pensé que podía ayudar a miles y miles de kilómetros
a mi querido viejo Allende, a través de juegos absurdos. Por
ejemplo, cogí unas cuantas canicas. Coloqué una “pota” en el final
de un corredor. Me situé a unos veinte metros, la prueba era difícil,
y con las otras bolitas jugaba a darle a la primera. Pensaba que si le
daba con tres seguidas, Allende resistiría y saldría airoso. Como
casi siempre pasa en este tipo de juegos, no logré acertar a pesar
de que en el colegio tenía fama de tener muy buena puntería.
Parecía que las canicas me estuvieran dando un golpe de estado.
Otro juego, ya la desesperación llegaba a su más rabioso extremo,
fue el de salir a una avenida cercana a contar diez carros que en
ese año era lo que más se veía por las calles: los Renault 4. Pensé
que si lograba contar por lo menos diez de ellos en menos de un
minuto, Allende se salvaría. Inexplicablemente pasaron como siete
Simcas y sólo unos cuatro Renault.
Ya en esa época conocía algo de la música de los Beatles, que
compartíamos con un vecino; coloqué Help, Let it be, una y otra
vez, hasta el cansancio. Mi pequeña alma infantil se iba haciendo,
cada minuto que pasaba, con cada descarga que sonaba, muy
insignificante. Un dolor ridículo me apretó el estómago. Vomité. Otra
vez Let it be. Ese piano y esa guitarra sonaron aquel día
desgarradoras. Ya en la noche todo parecía estar decidido: mi
puntería se había agotado definitivamente y mi querido viejo Allende
ya estaba muerto, sepultado por eternas cenizas de brutalidad. Me
fui a dormir. Pesadillas. El 12 de septiembre sentí que la niebla me
cubría los ojos. En el colegio me convidaron a jugar canicas. No me
acordaba del día anterior. Llegué adonde un chino que tenía un
morro de tres potas chinas. Nadie había podido atinar. Me cuadré
en la línea de tiro. Apunté y vi cómo la vil canica se estrellaba contra
el trío multicolor. Gané. En ese momento me acordé de mi falta de
puntería el día anterior. Me pareció ver el rostro de mi querido viejo
Allende reflejado en una de las canicas. Lloré. Lancé las bolitas a la
mierda. También quise irme para allá.
Tomar café no es lo mismo que tomar té. Mientras el café es la
bebida del estrés, el té es la bebida de la tranquilidad. Por cuestión
de uso social el café se ha constituido en una bebida que ha
perdido su valor sagrado. El café como el té son bebidas
estimulantes y fueron diseñadas para tomarlas en momentos y
lugares especiales. Sin embargo, el café ha pasado de ser una
bebida de reyes y se ha constituido en una bebida de oficinistas.
Ahora se toma un café en cualquier momento, porque sí. Ya no es
una bebida para el espíritu, para la palabra. Se ha convertido en
una bebida vulgar a la que ahora para terminar de completar se le
añade Nutrasweet.
Por el contrario con el té todavía queda una mínima esperanza. El
té es la bebida para sentarse en una tarde de lluvia frente a una
ventana. Es la bebida roja para leer un libro de Chesterton, es esa
bebida pausada que al contrario del café, que se siente en el
estómago; el té se siente regado en los pulmones, en el sistema
nervioso central, en la punta de los dedos, en la lengua, en el aire,
en las nubes, en la copa de los árboles, en las briznas del fuego.
Me quedo con el té. Me quedo con su sabor extraño. Con su sabor
a árbol rojo, con su sabor a viento amarillo, con su recuerdo de
elefantes grises bajo la lluvia remota de Oriente. Me quedo con el
sabor del té en la lengua, ese sabor que tiempla el ánimo y lo pone
a temperatura ideal: la temperatura de la lluvia que cae sobre todos
los parques del mundo a las cinco de la tarde, mientras los gatos se
escabullen sobre los techos y las palomas se mueren de tristeza en
la hierba fresca. La temperatura de la niebla cuando suenan todas
las campanas de todas las iglesias del mundo mientras en los bares
el humo se condensa y suena un blues triste.
Solidaridad
por Namibia no es lo mismo que Solidaridad por
Colombia. En Cuba suena más natural decir “vamos a Somalia” que
“vamos a Carulla”. Tun tun tun tun tun tun tun tun tun tun tun...
Misión Imposible. La llegada al aeropuerto José Martí parece un
adelanto de un capítulo de Misión: Imposible. Apenas se abre la
puerta del avión entra el calor nocturno de la isla. Lenin alguna vez
dijo que el comunismo era la electricidad más dialéctica. Lo cierto
es que en Cuba hay que decir que el socialismo está mezclado con
el olor del mar. De algún modo todo el mundo asocia el comunismo
con la nieve de la Plaza Roja de Moscú o con las caras rojas de las
señoras polacas que en las noches de hielo se aventuran a comprar
pan. El sol, la piel morena, el son, hacen del socialismo cubano una
especie de rumba verde oliva.
Pero la sensación de que todo es una trampa de Hollywood no
termina: al salir del avión se encuentra una escalera, dos
guardianes de verde oliva, las luces del avión dando vueltas, las
motos checas de tres puestos, un bus para los turistas.
Diplomáticos a la derecha, turistas a la izquierda, estudiantes y
cubanos en el centro. ¿Compañero, de dónde viene usted? Aeroflot
anuncia la llegada de un vuelo procedente de Lima con destino final
Moscú. Entonces la pequeña sala del aeropuerto empieza a oler a
estepa rusa. Todo es soviético. Una oleada de ron Varadero inunda
el ambiente, ruso va, ruso viene, son diez dólares... Pom pom pom
pom, Mexicana de Aviación anuncia la llegada de su vuelo
procedente de México. El aeropuerto empieza a oler a tacos con
chile. Lo único que falta es que Aerolíneas Checoslovacas anuncien
la llegada de su avión lechero Praga, Sofía, Budapest, Madrid y La
Habana. A esta hora el José Martí ya no soporta más rusos a los
que las perestroika les llegó de la cintura hacia abajo, pues
generalmente combinan unos bluyines con una camisa made
inURSS y una chaqueta de paño marrón que hace pensar que es
un vuelo de carpinteros rusos.
Otra vez pom pom pom pom. Es el avión que llega de Miami. Es
una especie de chárter de ancianos cubanos que vienen a ver a sus
familiares. Llegan repletos de tenis “Nike”, camisetas, bluyines
“Levi's”. Afuera es la locura. Compañero, muévase un poco más.
Por favor, caballero. Llegar de noche a un país extraño es como
entrar a dormir bajo sábanas extrañas. Por eso hay que esperar a
que despunte el sol para ver con quién se está durmiendo.
El humo azul del cigarrillo Popular
Sí, señor, perdón, compañero, estamos en ciudad de La Habana, tal
vez la ciudad más hermosa de América. Ahora es el ruido de las
guaguas (buses) rumanas el que se confunde con los 33 grados
centígrados del calor mientras la garganta pide agritos una buena
dosis de ron blanco con hielo. Caballero, tómese una foto,
solamente le vale dos pesos. Estamos en Coppelia, una heladería
cerca del hotel Habana Libre donde se comen los helados más ricos
del Caribe. Ron ron ron ron, sigue pidiendo la garganta, pero tiene
que sucumbir ante el cono de mango, haga la cola, compañero.
¡Granma, Granma! ¡Juventud Rebelde!... El último discurso del
comandante en jefe, Granma, ¡peculado en la estación de
gasolinaLa Capital...! No hay duda, estamos en Cuba. El helado de
mango sabe a Cuba. El ruido de los buses es Cuba, las chicas de
colegio en uniformes amarillo y blanco, sus piernas blancas,
estamos en Cuba, Socialismo o muerte, estamos en Coppelia, tres
milicianos con caras duras comen helados, hace fresco, es el viento
del mar que sube hasta Coppelia. Bajo los árboles de Coppelia el
socialismo sabe a mango o vainilla. Pero en lugar de decir “Patria o
muerte” o “El año del guerrillero heroico” en Coppelia son las uñas
pintadas de colores, los moños, las manos cogidas, el humo intenso
del cigarrillo sin filtro Popular, todo mientras en fondo suena U2 With or without you-, Donna Summer o Madonna. También José
José o Rocío Durcal. Pero los ídolos son sin duda U2. U2 arriba y
abajo, cerca y lejos, la voz de Bono, The Edge, U2, langostas que
se comen el cielo azul. Otro helado de mango. Haga la cola,
compañero. Contigo o sin ti puedo vivir. Pero no sin helado de
mango.
Se dice que en Cuba hay dos palabras que son míticas: son Fidel y
el famoso “neumático”. En cuanto a la primera nadie sabe dónde
vive, todos la pronuncian y por eso vive en la garganta de cada
cubano. La segunda casi nadie la pronuncia. Esa la llevan unos
cuantos en el fondo del estómago nadando entre los ácidos de la
melancolía. Para ellos melancolía se viste de azul bluyín, tenis
“Nike” y el resplandor de Miami que según dicen se ve desde el
último piso del Habana Libre. Pero la melancolía también se
desinfla. Está el caso de un compañero que se consiguió un
compañero neumático. Sucedía que el compañero neumático nunca
había salido de su pueblo, muy cercano a La Habana. Una
madrugada se echó mar adentro destino Miami Beach a bordo del
compañero neumático. Tras dos días de tempestades el compañero
de pronto se alegró pues vio una playa enfrente de sus ojos. Como
pudo llegó y su cuerpo se llenó de euforia pues la playa estaba llena
de rubios y rubias. El compañero salió con el compañero neumático
como si fuera un trofeo. Empezó a balbucear en inglés. Pidió un
Marlboro. Una rubia en bikini se lo dio. No había duda. Estaba en
Miami. Sin embargo todo se le aguó cuando apareció un policía
cubano paseando por la playa. Estaba en playas de Varadero a tres
horas de La Habana. No había caso. Saludó al policía y lo abrazó.
Pensó que Fidel le había mandado un policíaa Miami Beach para
que los gringos no lo fueran a devolver. Lo cierto es que el
compañero estuvo encarcelado, pero todavía no se sabe si en La
Habana o en Miami.
Un eterno Baragua
Definitivamente los taxistas son el mejor termómetro para conocer
un país. Y más si son de una ciudad caribeña, donde el taxi es una
especie de sala rodante en la que el conductor hablan con el
extranjero de una manera clara y sincera. Algo así sucede en La
Habana, donde un taxista perfectamente le puede hablar a uno de
un partido de béisbol, del comandante en jefe Fidel, de las
agresiones del enemigo, de la pizzería donde va su hija con un
novio que a él no le gusta para nada y de materialismo histórico.
Por el contrario, en Bogotá los taxistas no hablan casi. A esas
alturas sobre el nivel del mar, lo único verdadero es la
contaminación de las miradas, la confusión de los cuerpos y los
vómitos de sangre.
En La Habana, el mar de algún modo hace que las palabras suenen
diferente, suenan a sal, a gaviota, a coral, a beso en elmalecón. Por
eso tampoco sobresalta el hecho de que el taxista que hace el
recorrido Habana Libre-El Ranchón haya estado en Addis Abeba y
en Angola. Parece increíble que ese hombre moreno con un reloj de
fabricación rumana, que maneja suicidamente por lascalles de La
Habana, haya estado algún día en las estepas africanas
comprobando hasta qué punto su vida valía la pena. A la altura del
Túnel de Línea que divide al Vedado de Miramar, el taxista dice que
frente a un fusil no hay verdades que valgan, por eso si uno no
muere es porque está vivo de verdad, de lo contrario la vida era una
mentira disfrazada de carne, angustias y pelo. Entonces viene el
paso por el Túnel de Línea y toda Cuba se encierra en esos diez
metros bajo tierra: junto al taxi rueda un ómnibus con ese
característico sonido de bestia diésel encerrada en una jaula de
lata, más atrás en un Lada mil trescientos centímetros cúbicos con
una típica familia cubana, él, un hombre que seguramente no ha
“capado” ninguna sesión del comité pleno del PC cubano, gafas de
aros dorados, guayabera amarilla, la tez tostada por el sol y un
habano en los labios, ella, algo regordeta, tez demasiado blanca,
pañoleta de flores en la cabeza, atrás dos adolescentes que miran
hacia las paredes del túnel. Allí en el vientre del túnel se concentran
los olores del socialismo cubano: el diésel pesado del bus, el viento
salado del mar, el ambientador barato del taxi, ese es el olor de
Cuba a tres metros debajo del mar.
Viene ahora el paso por la embajada soviética, que es una
estructura que parece que hubiera sido construida por el libretista
japonés de Mazinger, pues en verdad parece un robot. Afirma la
leyenda que en caso de invasión del enemigo esta mole de
cemento activa un mecanismo que la hace salir caminando. La hoz
y el martillo ondean con el mar de fondo. Algunas caras rojas salen
de la embajada y se suben a un Mercedes Benz.
Más adelante se encuentra una de las famosas “Diplotiendas”,
donde solamente pueden entrar los extranjeros. Allí adentro todo
recuerda al Carulla de la 85. Uno se va metiendo en su atmósfera
familiar: Coca-Cola, Marlboro, quesos suizos, pastas italianas. Pero
algo indica que hay un elemento que no está funcionando bien: de
pronto todo se vuelve amarillo. Es una pareja de vietnamitas que
discuten a grito pelado sobre si comprar una caja de pastas
italianas. Más adelante todo se vuelve rojo: unos polacos están
frente al standde licores viendo qué ron comprar para ir tomando
mientras hacen mercado. Un tour de profesoras islandesas de
kínder, rojas como camarones por el sol, se paran en la sección de
carnes extasiadas por el corpulento moreno cubano que corta la
carne. A cada hachazo que da el fornido carnicero que
seguramente se llama “el compañero carnicero Lázaro”, la
abominable y glacial colección de profesoras dejan escapar no
menos horrendos gemidos semieróticos mientras la compañera
sangre se va vaciando en un compañero balde. Y claro, no podía
faltar el tour de turistas latinoamericanos donde se cuentan
colombianos, venezolanos, ecuatorianos, chilenos, que se pasean
en pantaloneta y gafas negras por el supermercado como si se
creyeran en Cartagena. Caminan muy dignos por la “diplo” tratando
de hacer ver que pueden gastar la misma cantidad de dólares que
aquellos canadienses que tienen cara de escoger dónde ir por el
sonido de los lugares y seguramente vinieron a La Habana
procedentes de Katanga y después irán a Tabatinga. Once de la
noche. Treinta y cinco grados centígrados. En Coppelia, las parejas
se toman de la mano, el sonido de las guaguas envuelve las
miradas. Estamos en Cuba. La noche huele a verde oliva.
El beso Hussein es un beso seco. Pero la mayoría de las beses
puede resultar altamente peligroso. En efecto, un beso Hussein
puede redundar en besos mostaza. Y como se sabe los besos
mostaza secan los pulmones, en las chupeteadas largas y extensas
en los miradores, y otras partes vitales del cuerpo humano. Un beso
Hussein comienza así: los labios invasores toman por asalto a los
labios que duermen. Todo sucede hacia las dos de la madrugada
cuando se puede penetrar a zonas que han bajado la guardia.
La modalidad del beso Hussein ha mostrado un comportamiento
bien claro: se empieza por las dos colinas donde la guardia está
más baja que nunca. Más hacia el sur, a unos doscientos
kilómetros, se encuentra el pozo de los deseos (también llamado Al
Omblihigo), donde el beso Hussein hace una parada para
reabastecerse. En este punto el beso Hussein se prepara para
atacar la zona del Golfo Pélvico, que se encuentra unos kilómetros
más hacia el sur, y donde la vasta selva que la rodea hace en un
principio difícil su acceso.
Las crónicas de Indias se han hecho famosas por la cantidad de
aventureros que se han perdido en esta selva intrincada. “Es lo más
delicioso, pero después de un recorrido por allí uno se pierde para
siempre...” (Comentario auténtico de un pasajero).
En pleno Golfo Pélvico
La zona del Golfo Pélvico no está todavía en crisis. Esta entra en
conflicto cuando el desplazamiento de los misiles se hace evidente.
El beso Hussein generalmente tiene un único objetivo. Es un oasis
en la zona del Golfo Pélvico llamado Al Cuccah, famoso por su
riqueza en pozos de placer. La historia sagrada dice que este oasis
antes se llamaba Cucalonia, lugar de perdición donde
Nabucondonosor acostumbraba pasar sus vacaciones en un club
que se llamaba el Melgar Pitching Club.
El beso Hussein decide entrar en acción: Son las dos y diez de la
madrugada. Los misiles empiezan a ser emplazados para atacar y
tomarse por asalto el oasis de Al Cuccah (Hueco Sagrado en
árabe), que a esta hora tiene las puertas de la fornicación cerradas.
Sin embargo, siempre se intenta una acción diplomática.
Por eso el beso Hussein promete regalar leche a cambio de poder
entrar. La zona del Golfo Pélvico empieza entonces a calentarse
peligrosamente. El beso Hussein recurre a ayuda internacional para
romper el bloqueo y se hace amigo de los brazos armados de Al
Fathah que recorre toda la zona del Golfo sembrando terror a
diestro y siniestro.
Finalmente las puertas son atacadas por fuego intenso del misil tipo
tierra-aire-mecca-seca-mecca-saca. En este momento ha estallado
el conflicto y toca esperar un tiempo para llegar al clímax del mismo.
Las fuerzas en confrontación inician una guerra verbalsin
precedentes: gritos, groserías y hasta gemidos. Una vez se
consuma la invasión, la historia se repite: el oasis de Al Cuccah
quiere que lo invadan para siempre...
Todo
empieza con el inconfundible ronroneo de la buseta que
avanza por la autopista que conduce de La Habana a la Escuela
Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños.
Entonces solamente se toma conciencia de que uno se encuentra
en una carretera cubana y no en una carretera colombiana: de
cuando en cuando se ven a uno que otro miliciano, vestidos de
verde oliva. Al filo del asfalto esperan su ómnibus, más adelante la
buseta pasa una moto checa de tres puestos, por un momento uno
no sabe si está alucinando y nos encontramos en la Segunda
Guerra Mundial. De pronto para la buseta. Una caravana de
camiones con tanques en sus lomos avanzan lentamente
rompiendo el calor de la noche.
En ese momento se produce una música misteriosa entre el olor
pesado del aceite quemado del convoy militar y el canto de las
luciérnagas. Cualquiera diría que van de fiesta. Las luces giratorias
de los camiones rotan. Todo sucede en cámara lenta, la buseta
adelanta al convoy, la sensación del verde oliva iluminado por
fogonazos de luz deja la impresión de estar en una escena de
alguna película. Después todo se sumerge en la noche. Solamente
los faros de la buseta rompen la monotonía del asfalto. Es asfalto
cubano. No hay nada de extraordinario en eso, sin embargo, huele
diferente. Huele a camión fatigado, a diésel, a tierra caliente. Huele
como si un ejército entero pasara todas las noches por esa
carretera hacia el final de los mundos. Es como tener un sol negro
que en las noches calienta las carreteras, las miradas y la luna.
Oscar d'León y Vietnam
La buseta que se dirige hacia la Escuela es una pequeña torre de
Babel que rueda en medio de los gases diésel. En la parte de
adelante un corpulento negro de Burkina Faso mira absorto por la
ventana. Más atrás un venezolano trotamundos, que ya ha estado
en la universidad Patricio Lumumba de Moscú, habla de Oscar
d'León y su último larga duración. Es evidente. El venezolano
instruye a un vietnamita que en medio de la charla selecciona una
serie de semillas de rábanos blancos que va a sembrar en la huerta
de la Escuela. En otra silla una pareja, él hindú, con sus ojos
negros, profundos. Cualquiera diría que se trata de un estudiante de
las teorías de la transmigración cósmica y la desintegración del
universo en mil soles que se iluminan al mismo tiempo. Pero no. Es
un estudiante de cine, que le habla a su novia, una cubana, que tal
vez por estar enamorada del hindú parece de ese país: senos
breves, mirada larga y cuerpo espigado. Hay algo delicado en
aquella pareja. Es como si el dios Siva los protegiera con sus
múltiples brazos del humo azul y denso del cigarrillo Popular que
inunda todas las conversaciones, los cuerpos y las miradas de la
gente en el interior de la buseta.
Pero lleguemos de nuevo a la realidad latinoamericana. En el fondo
de la buseta se respira lo que se podría llamar “neoexistencialismo
del cono sur”. En efecto, una cáfila de argentinos y chilenos hablan
de desapariciones, de Maradona, pero pibe, no che, macanudo,
fenómeno, terrible, otra vez Maradona, Ménem, “Pinoché”. Todo
vuelve a quedar en silencio. El estudiante de Burkina Faso, que
significa “somos hombres libres”, está dormido y seguramente suela
con leones verdes en la playa. Copietas. Pero de nuevo se empaña
el ruido de la buseta con la discusión dialéctica entre el venezolano
y un uruguayo que le dice: “Sos un boludo...”. Al fondo se ven las
luces de San Antonio de Los Baños. Todo el mundo se tranquiliza.
Es como si en medio del naufragio dialéctico de la noche los
bombillos de esta población fueran una especie de puertos
eléctricos. Es como si ya se sintiera la cercanía de la Escuela.
La jodedera de los gringos
La buseta avanza lentamente por las calles de San Antonio de Los
Baños. Todas las puertas están abiertas de par en par. En los
umbrales las parejas hablan, se abrazan, se confunden, se
prometen amor eterno bajo los 110 watts de las bombillas, se
besan, se vuelven a confundir, se aparean. A esta hora San Antonio
de Los Baños huele a amor. Huele a aquella sábana cómplice que
ha recibido dos cuerpos que se abrazan mientras en el fondo de la
casa se oye el discurso del Comandante en jefe Fidel Castro, que
da un parte de victoria de la Operación “Escudo Cubano” por la
jodedera de los gringos cerca de aguas territoriales cubanas. En
otra puerta un par de viejos hablan bajo el hechizo del olor del
tabaco, duro, negro, humano. Es cierto. El tabaco hace a estos
hombres más humanos. El sabor los une a la tierra. Es un constante
rito. Cada vez que un veterano de estos prende un tabaco renueva
su compromiso con la vida, es como si el humo azul fuera la puerta
invisible hacia el reino de los sueños, de los amores perdidos, de la
música del pasado. Pero este rumor se pierde cada vez que el
tabaco agoniza en medio de una conversación.
En fondo de las casas se ilumina con los destellos de la pantalla de
los televisores. Todo parece un sueño, pues todos los televisores de
San Antonio de Los Baños están en el mismo canal mientras la
buseta pasa lentamente. Se alcanza a ver la mano de Fidel que se
mueve mientras habla, la gesticulación, una serie de aviones Mig,
Fidel besando a una abuela, otra vez el Mig, un pionerito pintando
un fusil.
La buseta sale del pueblo y el olor a casa encerrada por el tiempo,
un olor mezclado a orines, actos de amor y libros viejos, se cambia
por el olor peculiar de las naranjas en medio de la noche. A lado y
lado de la carretera se extienden las plantaciones inmensas de
naranjales, que duermen un sueño anaranjado en el núcleo de la
oscuridad.
Por fin la entrada de la Escuela Internacional de Cine y Televisión.
La puerta metálica se corre y una pequeña avenida de palmas
africanas protege la buseta de los fantasmas de la noche cubana.
Cuando el ronroneo de la buseta ha cesado, el murmullo de un
millón de ranas inunda el calor de la noche, pero sobre todo las
miradas de una colombiana y una venezolana sabiendo que les
espera una lucha sin cuartel contra los infames batracios.
Efectivamente. Los apartamentos de los estudiantes están bajo el
fuego cruzado del enemigo-rana, que entra sin remilgos de ninguna
clase a aguas territoriales (entiéndase la taza del baño). Para sacar
una rana de un apartamento se necesita armar un equipo de
producción: un colombiano, una escoba cubana, el café derramado,
préndanme un cigarrillo, la maldita rana ha saltado sobre la
mermelada, al brasilero le da una risa nerviosa, llamen al
Comandante. Por fin la compañera rana sabe que está agarrada y
opta por suicidarse y entonces se lanza en caída libre desde un
cuarto piso. El público femenino aplaude y entonces empiezan a
hablar de Remedios La Bella volando por los aires.
Se la chingó
“Ahí viene Gabo”... “El maestro...”. Dice una argentina que hace Tai
Chi en el borde de la piscina mientras todo el mundo se dedica a las
artes etílicas y amatorias en el agua de la piscina. Nadie se imagina
que el maestro del realismo mágico llegue a dar su taller en un
flamante BMW azul profundo. Gabo camina hacia el salón número 6
vestido impecablemente blanco. Todo está listo. El salón huele a
fresco. A mango, a vaca recién ordeñada. Primera regla del
realismo mágico: el mando que han traído del comedor hay que
comerlo descalzo. Diez de la mañana. Entonces se entra al reino de
la dimensión desconocida. Gabo para arriba, Gabo para abajo, a los
lados, en los costados. Doce estudiantes latinoamericanos. Doce
rostros diferentes, doce lenguas diferentes, chévere, macanudo,
buenísimo, bellísimo, aloa, aloa, chulada. El mexicano ha resuelto
por fin su historia: “entonces el hombre se encuentra con la chava y
se la tira... Y luego se chinga de paso a la hija...”. Mientras tanto el
uruguayo se quita sus gafas y se ríe estrepitosamente. Los dos
cubanos tratan de acomodar la dialéctica al despelote de las
historias de los otros latinoamericanos y por eso cuando el brasilero
dice que las vacas estaban felices porque llovía, el cubano dice que
debe ser al contrario. O sea, que más bien la lluvia es producida por
la presencia de las vacas. Bueno. El chileno enciende su cigarrillo
sin filtro. Pregunta quién va a ir a La Habana a tomarse unos rones
con él. Sin embargo solamente unos cuantos aceptan acometer la
aventura. La razón es Fassbinder, que en ese taller se ha
convertido en una especie de adicción. Luego del taller cada quien
se va a su apartamento a ver películas del alemán y entonces de
nada vale decirles que el ron se paga en pesos y no en dólares, que
Fassbinder puede esperar. Pero todo llega a niveles insostenibles
cuando uno de los brasileros saca películas subtituladas en checo,
al otro día el Acorazado Potemkim, con el cual ha torturado a medio
taller, pues la ha visto tres veces seguidas. Cuando se termina el
taller, hacia la una de la tarde, viene la hora del almuerzo. Nada
raro que hoy el almuerzo sea pizza con pasta y jugo de mango
endulzado con medio ingenio azucarero. En la misma mesa el
mundo entero: un morocho de Guinea Bissau, otra vez el hindú, un
argentino mamertísimo, una chilena agresiva y una cubana
bellísima. Luego de la terapia de la grasa de cerdo viene el cigarrillo
sin filtro y una siesta donde se sueña con leones verdes con música
de aviones de combate Mig, pues cerca de la escuela se encuentra
la base aérea más importante de Cuba y sería el principal objetivo
de los gringos. Luego hay que aguantar los ladrillos que saca el
brasilero, otra vez el Acorazado, los alaridos de la argentina cada
vez que Fassbinder hace decir algo terrible a alguna puta
desgreñada, tetona, teutona, otro cigarrillo, hora de piscina.
Por la noche el ambiente se caldea en la Escuela de Cine. Unos se
van para La Habana a inyectarse ron en la mente, otros se quedan
leyendo, otros vomitan sangre en los baños, algunos hacen el amor
en la piscina, todo queda a la merced de las potencias del universo:
la canción de las ranas, Remedios La Bella que se desviste,
animales eróticos que escalan por los cristales de las ventanas,
gemido va, gemido viene, nuevamente el Mig. Un ruido
ensordecedor envuelve los cuerpos. Una de la mañana.
Nuevamente a esperar que el realismo mágico llegue a bordo de su
BMW o que en medio del taller alguien toque a la puerta y afuera un
par de marinos gringos esperen con sus fusiles mientras García
Márquez dice: “coño, no jodan la vida, que estoy dando clase...”.
En el principio era la pestilencia. Entonces Dios dijo: “Hágase la
ciudad”, y la basura se hizo.
El primer día de la Cloaca, Dios caminaba hacia el sur y bendecía
los sueños sangrientos de las fieras.
El segundo día, el calor producido por las conflagraciones nucleares
era insoportable. Entonces se sumergió en las aguas angustiosas
de lagos ácidos y en las bahías contaminadas por el mercurio.
En el tercer día, decidió crear el paraíso. Reunió un pedazo de Blue
Bird, un poco de malgenio, mucho humo, el color de la miseria y
muchos, pero muchos gritos pegados en el asfalto. Lo que salió fue
un paraíso multifamiliar, con felicidad sin cuota inicial, agua sucia
para los baños de purificación luego de los sueños urbanos con
escapes de gas carbónico y acpm para la nutrición.
El cuarto día, la sangre teñía los cielos y las carreteras.
Conductores fantasmas arrollaban con sus autos negros la noche
de los camaleones. Ya no había ni cama ni leones. Hacia las cinco
de la tarde, Dios decidió darle olor a la Cloaca. Dirigió su mirada
hacia el sur y allí decidió emplazar el espacio de la desesperación.
En el norte decidió erigir estatuas de héroes muertos y centros
comerciales con cinemas para películas X.
Pero faltaba el olor del mundo, un olor natural, un olor del que
alguien dijera: “así huele”. Subió entonces a las nubes de smog y
roseó su jardín pestilente con napalm y dinamita. Millones de flores
del mal germinaron en cada montaña, los pulmones de los animales
se llenaron de ira divina, las aguas quietas se movieron y en ellas
se reflejaron los espectros de los bombarderos del más allá, lluvias
de odio cayeron sobre caminos sin nombre.
Todo era evidente. El mundo tenía olor, la desesperación estaba en
su punto, pero definitivamente faltaba la semilla de la degeneración.
Había que crear al hombre.
Era el quinto día a la altura de la carrera Quinta. A Dios se le había
corrido la teja. Todavía caminaba hacia el sur mientras los ojos de
los animales destilaban aniquilación. Todavía creía en ese pedazo
de desesperación. Todavía desayunaba con bombas H. Entonces
reunió lo mejor de la basura para fabricar al hombre.
Para sus ojos, recopiló lo mejor de la tristeza de los mutantes que
se paran debajo de los postes de la Empresa de Energía Eléctrica,
unas miradas que van a cien angustias por hora, unas miradas
contagiadas de gritos grises. Córneas de carnívoros en vías de
extinción, pupilas dilatadas por barbitúricos metálicos. Ya estaba
lista la mirada. Lista para matar. Lista para archivar. Lista para
chiviar.
Mil millones de perros oscuros
Los huesos eran importantísimos. Esencial el calcio. Fundamental
la leche de la mujer odiada, la leche pasada por agua, con
bacterias, huesos con estafilococos dorados. Enfermedades
brillantes para cuerpos oscuros. Por los caminos del sur era fácil
hallar millones de huesos de perros arrollados por autos fantasmas
con sus luces de neón-nada, que cada vez que iluminan un objeto
lo inmovilizan como si se tratara de una inyección de metástasis.
Los huesos eran blancos como las palomas que volaban asustadas
cada vez que mil perros de fuego desgarraban las lunas y las
sublunas en el fondo de las alcantarillas. Blancos como los colmillos
de los reyes de la devastación cada vez que ingerían los licores de
la rabia sobre sus tronos de acero mientras abajo la ciudad se
regocijaba en su orgía perpetua.
La piel, sí, la piel. Debía ser una piel del sur, curtida por el pito de
los Blue Birds, por las injurias y por el paso de oxidados made in
Taiwán. Una piel sangrante por cada poro, una piel lista para ser
reparchada por la Secretaría de Obras Públicas. Una piel formada
por células desgraciadas, por ácido muriático para baños públicos.
Una piel para tiempos de guerra.
Las manos, los pies. Las manos tenían que ser aptas para apalear
a las futuras degeneraciones. Los pies, listos para patear las flores
y los bebés, el presidente y sus ministros y el saque de honor en los
estadios del país. Para embarrarla, para caminar por los senderos
luminosos sembrados de noches incendiadas. Para correr hacia el
fin del mundo.
Faltaba la voz. Dios no sabe nada de estéreo. Ni de sonidos dolby.
Era preciso la voz de un grito cortada por cuchillos de silencio
cuando llega la mañana mojada por la lluvia gris de gas carbónico,
mientras chorrea una sangre blanca como las circunvoluciones de
una mente con daño cerebral. Esa era la voz. Entonces Dios creó
esa voz para millones de seres tan numerosos como las estrellas
regadas en el fondo del cielo como si fueran espermatozoides
luminosos sembrando la semilla de la locura en el universo cerrado,
Una voz para susurrar palabras podridas antes de dar el beso de
Judas.
Era el quinto día. Dios seguía caminando hacia el sur. Los sueños
de las fieras ya se habían secado por completo. En sus ojos
solamente quedaban los coágulos de las miradas dirigidas hacia
mares con hidrofobia.
Llego el sexto día. 666. Apareció la Reina de la Devastación, detrás
de las luces rotas de las autopistas de la furia.
-Comed y bebed. La guerra sea entre vosotros-dijo. Luego enroscó
en un árbol de una selva afectada por el efecto invernadero. En ese
momento sobre un ejército de ciegos cayó una eterna lluvia de luz,
las más bellas mujeres parieron bestias de ojos púrpura; en las
ciudades, taxis de papel periódico empezaron a recorrer las calles,
los cielos se tornaron de mermelada azul. El final se aproximaba.
Dios puso al hombre de basura en su palma y le dio un soplo. Por
todos los rincones de la Cloaca se armaron los ejércitos alucinados
con el humo en la cabeza. Los ríos se tiñeron de rojo, las siete
plagas de Bogotá inundaron el mundo, el riñón de las ciudades se
secó.
Dios empezó a sangrar. La Reina de la Devastación hizo lo que
tenía que hacer: escupió sobre su sangre.
El último diciembre de la década de los años 80. Vientos salvajes
soplan sobre los corazones, arrancan gritos y desatan tempestades
de nieve sobre los pulmones castigados.
Millones de niños crecieron escuchando Kim Carnes –Betty Davis
Eyes-. 1979 terminó con el triunfo de los boy scouts de FSLN. Un
año después la sensación era que el mundo se había vuelto viejo
con la muerte de Lennon. De nada sirvió que en clase de religión
nos dijeran que el reino de los cielos era para los hombres de buena
voluntad, pues desde hacía unos veinte años, el reino de los cielos
había sido tomado por asalto por un zoológico de cristal ardiente.
De nada sirvieron tampoco las clases de semántica y sintaxis, pues
después vendría un du du du, da da da, The Police. La policía “bien”
inglesa.
De nada fueron útiles las clases de música a las once de la
mañana, mientras afuera el mundo ardía en tedio y de cuando en
cuando se oía el rumor de un gol, pues unas bestias inglesas con
apenas unos labios carnosos, unas guitarras y unos tambores,
como si fueran una tribu alucinada, dieron al traste con el solfeo y el
buen cantar. Los 80 quedaron justificados con sus majestades
satánicas corriendo por los rincones linfáticos del cuerpo de
Norteamérica. Steel Wheels. Todavía dando cuerda. Todavía sobre
sus piernas flacas y viejas imponiendo el ritmo del “rocanrol” por
debajo de los siete mares contaminados, por debajo de la tierra conexión a tierra-, todavía con la sangre en sus poros, todavía con
los micrófonos como si fueran látigos eléctricos para arrear a los
millones de almas blancas y negras en sus conciertos. Todavía
dando cuerda.
Sí, los Rolling Stones, unos señores que se conservan muy bien.
Los reyes de la aguja, aquellos Mick, aquellos Keith que se
quedaban dormidos sobre una balsa inflable en sus piscinas,
mientras alrededor ardían varios miles de billetes de cien dólares
mezclados con sahumerios orientales para hacer más místico el rito
donde se mezclaban las doctrinas de London School of Economics,
el zen, la lengua afuera -la jeta del “rocanrol”-y las sensaciones
blancas sobre las narices.
Vida fuera de balance. Elección popular de alcaldes. Bus urbano.
Dios urbano. El gas sea con vosotros. Ángel de mi guarda, no me
fumigues ni de día ni de noche. Padre nuestro que estás en el gas,
santificado sea tu gas, vénganos tugas, en el cielo y en la tierra,
déjanos caer en el gas, dadnos tu gas de cada día, líbranos del gas.
Smog.
Lo único que nos dejó la década de los 80 a esta ciudad condenada
fue la calle 85. Es una calle de la que no se puede decir que sea
totalmente biyini tampoco absolutamente chic. Allí pueden convivir
perfectamente los perros calientes más nauseabundos de Bogotá,
los trashumantes que recogen las basuras de los almacenes de
cuero, con las luces de Navidad. Marlboro a cuatrocientos. El reloj
de la Espiga marca las nueve. El reloj más visto en Bogotá. Hora
oficial de la Espiga-meridiano-Carulla-calle 85: 9 y 10.
El perro caliente, el producto cultural nocturno del norte bogotano
más auténtico que ha producido esta década. Más auténtico que el
Carmín, más apropiado que la reforma. La noche bogotana se
puede dividir en antes y después del perro caliente. Junto al carro
de perros se juntan los caníbales de la ciudad para reponerse luego
de una jornada donde se ingieren venenos para decir palabras
dulces producidas en serie en los ready madesdel corazón con
carburación acelerada. Te quiero no te quiero, te quiero, no te
quiero, entonces es mejor pedir el perro caliente, sin cebolla por
favor, el veneno empieza a producir efecto, los perfumes
depravados del asfalto mojado llegan hasta el sueloy se devuelven.
La ciudad se ve reflejada en los charcos de agua sucia. Es como si
de pronto toda Bogotá estuviera encerrada en acuarios de agua
contagiada en medio de seis millones de peces oxidados. De pronto
Dios asoma su rostro invisible y se contempla en los espejos de
lluvia negra de la ciudad, pero lo más seguro es que pase un carro y
entonces salpica a Dios por todas partes. No se quejen si les
ensucia la ropa.
Dios urbano. El gas sea entre vosotros. Ángel de mi guarda, no me
fumigues ni de día ni de noche. Padre nuestro que estás en el gas,
santificado sea tu gas, vénganos tu gas, en el cielo y en la tierra,
déjanos caer en el gas, dadnos tu gas de cada día, libéranos del
gas. Smog.
Los reyes magos vienen de Occidente. Se llaman The Rolling
Stones. Se les puede encontrar en la carrera Trece junto al golpe de
Tyson, la gafa “raiban” legítima, Mixed Editions en medio de los
carros esferados de la cultura de Chapinero. Semáforos en rojo.
Gatitas calientes. Gatitas ardientes en gafas negras y zapato rojo,
una hamburguesa más allá del bien y el mal. Otra década con los
Stones a bordo. Otro fin del mundo en la carrera Séptima. El fin se
acerca. Por favor confesarse con sus majestades satánicas.
Nueve
de diciembre. Martes nublado. Pitos de carros y buses.
Como siempre aliste mis libros y me fui para el colegio. Todo seguía
su curso normal: Iba ajado en matemáticas y el profesor al que le
pinchamos el carro en el parqueadero del colegio sospechaba de
mí. Un agudo tambor de lata me martillaba la cabeza. La razón:
cuando uno quería entrar al mundo de la cultura, en el colegio
donde estudie, se hacía un elegante coctel con aguardiente y
vallenatos. Mientras iba muriéndome del guayabo, pero también de
tedio, pensaba que le iba a decir a esa china que no me dejaba
dormir ni estudiar. Los libros abiertos sobre los pupitres. Cartera.
Llegó el profesor de comportamiento y salud, la abreviatura era “C y
S” y tenía una extraña pero cierta semejanza con el deporte. A esta
clase le decíamos la clase del “ciclismo”. Las dos primeras horas
pasaron como una inyección dolorosa. Llego el recreo. Hora de salir
a echarse un pucho en el baño. Hora de hacer la tarea de francés.
Hora de un brownie y de una Coca-Cola. Hora de mirar el cielo
porque la china esta se había enfermado y las palabras cursis que
le pensaba decir quedaron atravesadas en la mitad de la garganta.
De pronto sentí como si estuviera un bombillo por allá adentro.
Pequeñas gotas de lluvia empezaron a caer. No me dieron ganas
de ir a jugar una veintiuna con los del C y tampoco termine mi tarea
sobre Rabelais. Nos tocaba la clase de gimnasia. En el
calentamiento el profesor coloco en el equipo de sonido una música
para desanquilosar el espíritu: de los parlantes salía la melodía de
Let it be, Help, Get back, Dear Prudence y Julia. Ahí si sentí que
todo el sistema se me caía.
No lograba explicar que me pasaba, pues siempre que escuchaba a
los Beatles su música me elevaba, era un puente a la alegría. Pero
ese día sus canciones sonaban como un tren triste en medio de una
tormenta de nieve. El profesor de gimnasia viendo que además de
la cultura necesitábamos un poco de ejercicio, nos sacó al campo
de futbol a trotar: 20 vueltas.
Mientras trotaba iba tarareando a los muchachos del puerto de
Liverpool. La lluvia empezó a arreciar y el profesor nos dio la orden
de seguir trotando.
Ese día terminó. Cuando llegue a mi casa, a eso de las cuatro, cogí
el periódico para leerlo. Casi se me caen los ojos: En la primera
página había un titular que decía: “asesinado el ex beatle John
Lennon”. Todo era lógico. Unas noches antes había soñado con
unas gafas redondas que se rompían sobre la nieve.
Míster Kurt Cobain, cantante de Nirvana, era un pez. Un pez
triste, un pececito alucinado perdido en el vasto acuario lleno
de agua sucia de los días y las noches. Kurt Cobain
representaba todo el asco que se puede sentir con la sociedad
de consumo norteamericana. Cobain, un punk inspirado en
Hendrix, era tal vez el último de los anárquicos de una
generación totalmente dominada por la oleada neoliberal en la
conducta moral. Cobain, de 27 años, iba en contra de las
buenas maneras en la mesa y en la cama, en contra de no
sacarse los mocos. Míster Cobain era partidario de rascarse las
pelotas en público y de escupir en frente de los poderosos de
Norteamérica.
En estos últimos días se fueron dos de los grandes. Míster
Charles Bukowski, el escritor indecente de California, más
indecente que Miller, y Míster Cobain. Ambos unas moscas en
medio del desayuno con vitaminas norteamericanas. Ambos en
el útero de la anarquía. Ambos desgraciados. Uno, Charles,
creyente del sexo y del alcohol. El otro, creyente de la heroína
y de la música. Héroes malditos de una sociedad maldita.
Cobain, como ya lo había dicho, representaba la última
granada de fragmentación de una generación que muy pronto
dejó de ser joven y se dedicó a los negocios. Es mi misma
generación, una generación sin identidad que desde la
adolescencia fue educada en los valores de la producción y la
reproducción, una generación que para ir en contravía de la
generación de la gente que hoy tiene cuarenta y que se dedicó
en su juventud a la irresponsabilidad, apoyó las bandeas de los
padres, las banderas de la responsabilidad, la bandera de la
“clean image”, la “clean image” del no al cigarrillo, del sí a la
cultura del cuerpo y la mente sana, la “clean image” de los
pensamientos claros y distintos, de los pensamientos
razonables, de las buenas razones y la buena conducta.
Tal vez sin saberlo Míster Kurt Cobain tenía un poco de
Baudelaire, un poco de Rimbaud. Tal vez sin saberlo le quedó
el mundo pequeño. Lo que sí tenía claro Míster Cobain era que
este vértigo del mundo era mejor atravesarlo a través de un
grito, a través de una jeringa, a través de un útero, a través de
un cigarrillo amarillo, a través del cuerpo frágil de su novia punk
Courtney Love, a través de una guitarra eléctrica. Tal vez sin
saberlo Míster Cobain nos robó para siempre el Nirvana.
La noche que murió Jim Morrison alguna gente, vecinos,
aseguraron haber visto bajarse del metro, en las estación cercana
donde vivía el ex Doors, a un indio navajo anciano, que fumaba un
apestoso tabaco negro y que murmuraba palabras extrañas,
inaudibles, palabras tal vez mágicas. El anciano indio navajo tomó
la acera y salió a la superficie y merodeó el apartamento donde Jim
Morrison vivía exiliado con su novia, apartamento de donde casi no
salía porque estaba dedicado a la lectura indiscriminada de los
mejores poetas franceses y la sobredosis era pero de Rimbaud,
Nerval, Baudelaire, etc. El anciano indio navajo miró hacia la luz
donde vivían los Morrison y después se lo tragó tal vez la multitud.,
tal vez el calor del verano, tal vez las pequeñas luces alucinatorias
de París en un caluroso mes de julio.
Esa madrugada, 3 de julio de 1971, hacia las cinco, Jim Morrison
murió y algunos clochards amigos de Morrison, y con los cuales
este se ponía a tomar vino en la estación del metro de cuando en
cuando, aseguraron que esa mañana vieron otra vez al indio navajo
pasar por la estación del metro acompañado de Jim, pero que este
no los saludó a pesar de que los clochards insistentemente lo
saludaron y le recordaron la cita de esa semana para tomar vino
barato, jugar dados, cantar antiguas canciones francesas y cantar la
canción que más le gustaba a Morrison cuando estaba ebrio: Light
my fire. Alguna vez Morrison había dicho que las mejores canciones
de los Doors no debían ser cantadas en un concierto en Miami para
sesenta mil personas, sino que deberían ser cantadas por los
clochards borrachos del metro de París a la una de la mañana y
caídos de la perra.
Esa madrugada el indio navajo de la muerte se llevó a Morrison
para siempre. Lo montó en el metro y después se lo llevó por el
oscuro túnel de la incertidumbre eterna.
Desde ese día los clochards amigos de Morrison se fueron
muriendo de pena moral. Uno a uno fueron recogidos en las noches
por el indio navajo de la muerte. Al cabo de un año ya nadie
cantaba sus canciones con el aliento a vino rojo barato en las
estaciones de París a las dos de la mañana, pero el mito se había
encendido en otra parte: el cementerio Pére Lachaise, división
sexta, es decir donde estaba enterrado Jim Morrison.
Jim está por aquí, baby
Para llegar al cementerio Pére Lachaise hay que coger el metro,
dirección Gallieni y bajarse en la Pére Lachaise. Apenas se sale del
metro, uno sabe que ha llegado definitivamente a otro planeta. En el
bulevar Ménnilmontant los árboles se reúnen en grupos de tres o de
a cuatro y fuman. A su lado los viejos perros pastores alemanes con
las pulgas más viejas de París en sus espaldas deambulan como
alucinados por entre las mareas del Gauloise, que impregna todo el
bulevar y hace navegar a los árboles y a la gente en un sopor
particular, en una nube alucinógena rota a la distancia por el ruido
del metro, las sirenas de la policía, los cantantes que se paran en la
boca oscura del metro y el ruido de los bares.
Sin embargo uno sabe que está cerca de Jim Morrison por diversas
razones. Cuando se baja, por ejemplo, en la estación Trocadoreo
abundan los perfumes discretos, las cámaras de cuatro lentes, las
jaurías de japoneses y alemanes. En cambio, en la estación Pére
Lachaise lo primero que encuentras son perfumes indiscretos y si
delante de uno hay una chica que camina descalza y lleva el pelo
desordenado y una rosa en la mano con toda seguridad va a visitar
a James Douglas Morrison.
Toda clase de seres van a visitar a Jim. Pero en su mayoría son
chicas, las chicas más bellas del universo, que vienen como
sacerdotisas de la heroína y del whisky y le ofrecen sus ojos, le
ofrecen sus tetas, sus manos, sus dientes, su cuerpo entero a
Morrison.
El desfile empieza a las nueve de la mañana y a esa hora cuando el
aire está impregnado de mierda triste de triste paloma y por entre
los árboles del cementerio se filtra ese olor a huesos con sangre
antigua, las chicas, las devotas de Morrison, empiezan a llegar y se
dirigen a la sexta división del cementerio. A medida que uno se
acerca va viendo flechas que cien “Jim está por aquí, baby” y
entonces por entre las tumbas se alcanza a escuchar esa vieja
canción que dice “Vamos al bar de whisky más cercano porque si
no moriremos... vamos al bar de whisky más cercano...”.
Entonces se acercan a la tumba de Morrison, la única tumba
vigilada del cementerio, pues en dos ocasiones se robaron su busto
(en este momento solo hay una placa con su nombre) y le botan
cigarrillos con inscripciones que dicen “Fúmame toda Jim” o “Para
que no te aburras allá”. Otras más atrevidas le botan tabaquitos de
hash o riegan whisky, mientras la policía, que no entiende tanta
devoción, las saca a empellones.
Whisky, sangre, huesos, heroína
Mientras las chicas de todo el universo le riegan whisky a Jim
Morrison el ámbito empieza a oler a un olor muy particular. Cerca
de la tumba de Morrison hay un olor mezclado a lluvia, orines,
sangre, whisky y heroína. Es el olor de aquel que nunca han dejado
en paz. Los clochards de la estación de Pére Lachaise dicen que
hay noches donde les parece oír la voz de Morrison gritando cada
vez que pasa el metro que por favor no le jodan más la vida. Otros
clochards dicen que a veces también, sobre todo en el verano, se le
escucha cagado de la risa, al saber que otra vez va a venir a
visitarlos el ejército más hermoso del universo, ese ejército de
alemanas, españolas, de sudacas, de suecas, de inglesas, de
gringuitas despistadas que se toman un sorbo de whisky sentadas
en el borde de la tumba mientras el sol revienta en sus cabellos
tristes.
En todo caso cuando todo el mundo se va, cuando se cierra el
cementerio, a las cinco de la tarde, los espíritus quedan otra vez en
sosiego, pero solamente en una tumba hay flores, whisky y
cigarrillos para toda la eternidad. Solamente en una tumba un
muerto está sentado en el borde de su tumba con un cigarrillo en
los labios, una botella de whisky, cantando hasta el amanecer,
cuando llega el viejo indio navajo, le acaricia la frente, le limpia las
lágrimas y lo manda a dormir un rato.
Por eso la gente que sabe dice que Jim Morrison no está muerto, lo
que pasa es que huele un poco raro.
Creo
que unos días atrás había soñado con Amarilla. Sí.
Había soñado que Amarilla y sus gatos recorrían las calles
mientras la lluvia negra de la noche cubría la copa diminuta de
los árboles. Creo que después entonces me enamoré del
viento y de las cosas más insignificantes, de las hormigas, del
arroz, de la coca cola. El caso era que me había enamorado de
alguien que estaba detrás del vidrio de los días y que desde
ese vidrio me hacía señas con los ojos grandes, marinos,
mediterráneos. Entonces Amarilla desapareció de los sueños.
Amarilla se fue de nuevo a la Avenida Blanchot. Se fue con
Pink Tomate y por fin me dejó en paz. Se fue con sus gatos y a
lo mejor se metieron a un bar y pidieron vodka con flores, con
muchas flores. Una vez se fue Amarilla por dentro lo que había
era ese olor que se siente a las cinco de la tarde en el
Cementerio Père Lachaise. Ese olor previo al enamoramiento.
Tal vez alguna vez nos vimos en el metro, tal vez ella estaba
en el mismo vagón, tal vez tomamos café en la misma terraza a
las cinco de la tarde o a las diez de la mañana, tal vez nos
cruzamos en la misma librería y hojeamos los mismos libros, tal
vez compramos y comimos del mismo pan, tal vez nos miramos
bajo la ola amarilla del verano o tal vez nos soñamos
mutuamente desde el fondo de nuestras sonrisas
transparentes. Tal vez se llama Catherine, Julie, Christine,
Odile, Lucile, Chantal, Marie, Therese, Benedicte, Caroline,
Stephanie, Isabelle, Florence, Brigitte, Nathalie, Corinne,
Virginnie, Alexandra, Laure, Anne, Emanuelle, Christianne,
Anais, Marion y tal vez tiene todas las estrellas reunidas en la
palma de sus manos, tal vez tiene mil caballos transparentes
en su cabello dorado, tal vez tiene el sabor de de las flores
amarillas de las montañas en su cuerpo, tal vez tiene un millón
de rosas invisibles en sus labios dulces, tal vez tiene dos
corazones, tres corazones, cuatro corazones, cinco corazones,
mil corazones lindos que palpitan como relojes enamorados en
la mitad de su carne, tal vez es capaz de hacer de nuevo el
fuego, la rueda, los puentes, las ventanas, las puertas, los
vientos, las sombres, tal vez sea amiga de los árboles, de los
osos, de las águilas, tal vez las piedras, los caminos, los niños,
los gatos, las calles, tal vez todo, absolutamente todo esté
enamorado de esta mujer que tal vez se llama Catherine, Julie,
Christine, Odile, Lucile, Chantal, Marie, Therese, Benedicte,
Caroline, Stephanie, Isabelle, Florence, Brigitte, Nathalie,
Corinne, Virginnie, Alexandra, Laure, Anne, Emanuelle,
Christianne, Anais, Marion.
La primera impresión de Praga es que llueve todos los días. Las
mañanas praguenses tienen un tono gris que de algún modo hace
que cualquiera se sienta como un insecto al despertarse. Temprano
en la mañana solamente las hojas de los árboles se mueven
envueltas en la ola del viento frío mientras algunos perros solitarios
se mean en sus troncos. Kafka debió pasar muchas mañanas como
esas, muchas mañanas quietas, llenas de ruidos lejanos. Las
mañanas en Praga tienen una quietud extraña. Parece como si se
estuviera inventando todo de nuevo. Todas las mañanas el viento
frío de Praga inventa las hojas de los árboles, el rostro de las
mujeres, las manos de los niños, el olor de las calles, la cerveza.
Pareciera como dice Kundera (en realidad lo dijo otra persona) que
la vida estuviera en otra parte porque en los parques solamente se
ve a los ancianos sentados en las bancas mientras sus recuerdos y
miradas son ametrallados por la canción triste de los tranvías.
Sin embargo, hacia el mediodía el panorama cambia
sustancialmente. La boca del metro empieza poco a poco a recibir a
las mujeres más hermosas del planeta. Aparecen como abejas
transparentes envueltas en sus perfumes. Son rubiecitas y
trigueñas eslavas que se suben en la estación Jihiro Z Podebrad y
que se bajan en la estación Muzeum. En Praga, sin lugar a dudas,
se hallan las mujeres más hermosas que haya podido producir una
especie de bandidos como la humana. Al ver tantas mujeres
hermosas no cabe sino preguntarse hacia dónde se dirigen. ¿Será
que habrá suficientes besos en el aire para tantos rostros
hermosos? ¿Habrá suficientes estrellas en el cielo para untarles el
cuerpo?
Entonces Praga se convierte en otra cosa. Se convierte en una
ciudad llena de vida, en una ciudad de mujeres que desbordan su
sonrisa por las calles mientras el secreto paso del Golem de Praga
se escucha dentro de los viejos edificios. Cuando uno llega a Praga
le da la impresión de que cualquiera puede ser feliz. Solamente
bastaría andar cogido de la mano de una rubia sonriente por el
puente Carlos mientras hace sol. Praga es una ciudad eternamente
femenina, tal vez un poco triste, un poco melancólica, una ciudad tal
vez llena de lluvia. Es tal vez la única ciudad donde se pueden dar
besos bajo los árboles y quedar borracho para siempre.
Praga es una ciudad que siempre olerá a perfume de mujer
mientras llueve cerveza desde el cielo. Praga es una ciudad donde
uno se despierta por el ruido de mil insectos haciendo el amor bajo
la lluvia.
Generalmente sale a deambular en las noches, las manos en los
bolsillos y la mirada perdida. Si fuma lleva un cigarrillo en la
comisura de los labios para sentir la magia de Borgart en el aire,
esa imagen de humo que dibuja y desdibuja los mejores recuerdos
que se prenden tan fácil como un fósforo y se apaga bajo la suela
del zapato, dejando escapar un leve chisporroteo.
Entonces mira hacia atrás, para ver si ha dejado huellas. Tararea
alguna canción. Debajo de su aparente serenidad, el fuego lo
quema. Sin embargo, por ningún motivo quiere que se reporte su
incendio a la estación de bomberos más cercana. Camina y camina.
Sería inútil que le apagaran ese incendio que el mismo,
voluntariamente, provocó esa noche cuando la vio sentada en un
sofá. Todo parecía un gran cuadro matizado por claroscuros. Esa
noche Rembrandt fue su cómplice.
Fue como si le hubiera prestado los pinceles y en el fondo de la
noche, cuando ya tenía varios vinos, entre pecho y espalda,
empezó a pintarla sobre un bastidor quimérico, numérico. Y
entonces llegan a su memoria los primeros momentos de las
primeras mujeres que alguna vez amo por allá cuando el mundo se
percibía desde el pavimento de las calles y jugaba a pintar sus
nombres al lado de los mamarrachos de una ciudad de tiza, donde
rodaban carros en miniatura y donde habían accidentes, asaltos de
bancos y personas a escala. Pero allí no había amores a escala.
Entonces, allí donde dos líneas de tiza indicaban lo que era la
avenida sexta, él la llamaba secretamente con el nombre de ella –
generalmente se inventaba un código personal para tal efecto—
para que sus amigos no lo enviaran a los patios de circulación bajo
el cargo por desacato a las reglas del juego que impedían el amor
en la ciudad de tiza. Era una ciudad que se borraba con en el viento
de las cuatro de la tarde, una ciudad de fronteras blancas. Una
ciudad donde la peste llegaba bajo la forma de cucarrones. Una
ciudad donde el amor se escribía con tiza y donde no había lugar
para recuerdos de carne y hueso.
Amor a doscientos por hora
Pero la ve a ella en el fondo del sofá y entiende que la vida ya no es
un tejido de líneas blancas sobre el pavimento, sino profundas
avenidas sin sentido que se abren en la mitad de los ojos, amplias
avenidas de niebla gaseosa donde cada vez que parpadean se
encuentran junto un semáforo que no ordena sino que estrella. Allí
no hay necesidad de pronunciar su nombre. Ella tampoco pronuncia
el suyo. Las palabras que salen de sus labios lo dejan en un paso
nivel, donde un tren lo arroya. Es un amor que va a 200 k.p.h. Es
que hay lo único que hay es necesidad, necesidad de ser amado y
amar. Allí no importa que lo mande a los patios de circulación, pues
siempre – a cada segundo — cambian las reglas del juego. Unas
veces está en cielo, otras en el infierno. Y es por eso que se le ve
por las calles, pronunciando su nombre en silencio. Anuncia su
nombre a los cuatro vientos, a los siete mares y los 35 pesos –
moneda corriente — que vale un pasaje en buseta. Atrás han
quedado las tardes de letargo. Las tardes cuando todo sabía a
“tarde”. La música sonaba destemplada y sosa. La comida se
cocinaba tarde. Entonces llegó ella y volvió a fumar “Lucky Strike”.
Sintió que había que cambiarle el aceite quemado a las mañanas.
Sintió de pronto que la felicidad no se escribía con “f” sino con “c”
de carter. Todo había sido un asunto de combustión. En los ojos y
en los suyos había cuatro velocidades que los conducían a un
millón a un mismo lugar; a ese extraño reino donde lo invisible se
armoniza con lo invisible y el cielo con la tierra.
De pronto, en la mitad de la noche, se cerciora que tiene ojos de
tiza: cada vez que mira el mundo la pinta, la escribe en el aire.
Escribe una ecuación que no sabe resolver. Escribe la ecuación del
amor a la décima potencia, un número complejo. Apaga su
cigarrillo. Las cenizas caen sobre el pavimento. Está parado sobre
aquella remota calle donde alguna vez escribió su nombre. De ahí
en adelante los síntomas son los mismos: generalmente sale a
deambular en las noches…
Doce y media del día. Mil pies de altura. El mar y tú a miles de
kilómetros de distancia. El aviso encima de mi cabeza se enciende,
please no smoking, por favor ponerse sus cinturones de seguridad.
Doce y treinta y cinco, la puerta del avión se abre y entra una
oleada de aire caliente que me recuerda el sabor de tu boca y
entonces el cuerpo, todo el cuerpo, se me llena de peces de vidrio,
son los pequeños peces de vidrio de tu sangre. Aquellos diamantes
de tu sangre se me incrustan en las manos y no hay nada que yo
pueda hacer. Estoy en Cartagena y tu llegas tal y como eres,
intacta, hecha de agua, mujer amarrada a los vientos.
Camino a través de la pista en medio de la ola amarilla del calor y
del avión, el asfalto, las nubes y el aeropuerto huele a tu pelo,
entonces miro aquí, miro allá, esculco los bolsillos, enciendo un
cigarrillo, me hago el guevón, me dan ganas de una cerveza, pido
una cerveza, me fumo el cigarrillo, me hago otra vez el guevón,
tomo aire, lleno mis pulmones de ese aire transparente, ese aire
que me hace sentir como un globo feliz, me sigo tomando la
cerveza, me pongo las gafas negras para hacerme por tercera vez
el guevón y mierda, a pesar de todo, no puedo olvidar el sabor de
tus besos. Tus besos están en las turbinas, tus besos son boeings,
tus besos me hacen perder el cinturón de seguridad, tus besos me
hacen saltar al vacío, al núcleo de las nubes. Una de la tarde. Cierro
los ojos y siento sus besos transparentes como la lluvia que llegan a
mis labios y entonces un millón de aviones invisibles vuelan sobre
mi sangre y riegan napalm sobre los huesos. Todavía estoy en el
aeropuerto. No sé porque me gustan tanto los aeropuertos. De
pronto es porque en los aviones uno siempre piensa cosas
agradables, como por ejemplo en la forma de tus ojos, en los
aviones se puede soñar despierto, en los aviones somos más
ligeros. En los aviones se encuentran nuestros sueños, los tuyos y
los míos. En los aviones se encuentran nuestras manos a trece mil
pies de altura cerca del olor sagrado del opio de las alturas. En los
aviones me encuentro con el vértigo de tus ojos.
Un taxi. El malecón. El mar. La luz. Tu. Tu. Tu tu tu tu tu. Voy en un
taxi, pero mierda, pareciera que fuera en un tren invisible porque tu
tu tu estas dentro de mí, encima de mí, debajo, a los lados. Saco la
mano por una ventana del taxi para sentir el calor y en aire hallo
rastro de tu rostro, miro hacia el mar y veo allí reflejadas tus
sonrisas silenciosas.
Siete de la noche. El mar. Un ron. Dos rones. Un cigarrillo. Música.
Canción animal. El mar. El mar está un poco enfurecido y me
acuerdo de la noche en que me enamore de ti. Esas olas grandes
me recuerdan el concierto y entonces me dan ganas de meterme al
mar para gritar tu nombre sobre la espuma del mar, ganas de
dejarme llevar por las olas mar adentro para que tu vengas en un
gran helicóptero y me rescates, para que desde el helicóptero me
inventes una lluvia de arboles, una lluvia con tus manos, una lluvia
con tus ojos.
No hay caso. Todo el malparido día me he hecho el guevón, he
caminado por la ciudad vieja de Cartagena, he tomado ron, me he
fumado un paquete cigarrillo sin filtro, unos camel comprados al
negro Armando, he llenado mi boca de mar, de sal, un millón de
gaviotas se han metido por mi boca, he trotado sobre la espuma del
mar y siempre al final del día, en la esquina, en el mar, en las
nubes, en los barcos, en el ron, en el humo azul del cigarrillo, en el
murmullo de la calle está el sabor de tus besos. Estoy perdido a mil
kilómetros de tu corazón y lo único que quiero es cerrar los ojos
para hallarte en la delgada franja de los sueños.
Me he hecho el guevón todo el día, a través de la ola del calor, y
mierda, al final del día cuando enciendo el ultimo cigarro de la
noche, cuando son las doce de la noche y estoy en las murallas y el
perfume del mar me llena las manos de barquitos de colores, me
doy cuenta de que te amo, luego existo.
Cuando llueve, Bogotá se convierte en la ciudad más triste del
mundo. La escena se repite una y otra vez. De pronto estás en la
calle y miras hacia el cielo y ves allí en las nubes un grupo de aves
que se escabulle. Entonces empieza a llover y a tu nariz llega el olor
pesado de la lluvia bogotana. Es un olor mezclado con whisky, un
olor mezclado con perfume de mujer y gasolina, un olor incierto que
se apodera de tus pulmones, de tu garganta, de tus alvéolos, y te
invade, te asalta, te jode, te pone down, triste, maluco. No hay nada
qué hacer. A lo mejor te va a coger una de esas gripas tenaces que
suelen dar en Bogotá. Una gripa maluquita con muchos moquitos,
con muchas lagrimitas. Una gripa pendeja y estúpida.
Cuando llueve en Bogotá te llega la tristeza primordial que se siente
en Praga, en el puente Carlos a las seis de la tarde cuando los
vendedores se recogen y las mujeres de cabellos dorados se van
con el viento gris de la tarde. Ver llover en Bogotá es ver llover en
Praga. La misma soledad que se siente cuando llueve en el parque
de Lourdes se siente en la estación Muzeum a las cinco de la tarde.
Ver llover en Bogotá es ver llover en París. También como Vallejo
me podría morir una tarde en París mientras llueve. Ver llover en la
carrera Trece es la misma sensación que te posee en el boulevard
Ménilmontant cuando los árabes salen con sus perros viejos y
antiguos, salen a las esquinas a mojarse, a fumar, a desgastarse
bajo la lluvia remota de París, esa lluvia que uno sabe que
humedece todos los besos, esa lluvia que uno tiene la cerveza de
que humedece todos los labios salvajes que cobija con sus agujas
invisibles todos esos gatos tristes y melancólicos que pasean por
los techos de París. Uno sabe que esa lluvia es mágica. Es una
lluvia que sabe a lo que saben tus babas, una lluvia que sabe a
árboles lejanos, una lluvia contaminada por la luna, contaminada
por las palomas grises.
Ahora probablemente llueve sobre Bogotá. Llueve en la avenida
Caracas, llueve en la carrera Séptima, en la avenida Chile, en el
centro. Llueve. Llueve. Llueve y todos los rostros de los habitantes
se ponen así, no sé, como más tristes, como más baratos, y
entonces te dan unas ganas de volar hacia el centro de la lluvia,
ganas de estar cagado de la risa en la mitad de la lluvia mientras te
crecen alas transparentes en la espalda. Llueve y los corazones se
humedecen y las mosquitas muertas que se estrellan contra las
paredes sucias de los días caen y se arrinconan contra las
alcantarillas mientras las luces de las patrullas de policía se reflejan
en el pavimento húmedo.
Probablemente cuando llueve Bogotá entra en otra dimensión.
Bogotá se torna una ciudad más irreal, tal vez un poco más
fantástica y en las calles se presiente el murmullo de diez millones
de dragones tristes que recorren las calles húmedas y se introducen
en el camino incierto de la niebla.
Son las cinco de la tarde. Los buses parecen acuarios llenos de
peces tristes que se zambullen en el agua sucia de la gasolina.
Bogotá lluviosa. Bogotá es una ciudad de cucarachas. Una ciudad
de culos y tetas tristes. Una ciudad con una lluvia que huele a
cebolla blanca. No hay caso, son las cinco de la tarde y Bogotá es
una postal triste y gris donde la gente trata de sonreír, una postal
gris untada con la triste cagarruta de las palomas que vuelan sobre
la plaza de Lourdes.
Estamos
en el año 2021. Bogotá se llama Santa Carroña de
Bogotá. Es un jueves 8 de diciembre. Es el día de la Virgen
radioactiva. Por todos lados se ven madres y niños con farolitos. Es
el día de los coheticos. Un sol pálido disipa sus rayos ultravioletas
sobre el pavimento púrpura. Nos encontramos cerca de la entrada
de la Estación del metro de Cerditos, marcada con un gran número
“140” en neón amarillo y rojo. La gente camina, en silencio.
Solamente se oye cómo arrastran sus zapatos de goma sintética
sobre el piso de caucho. Sus rostros van cubiertos de máscaras y
solo se ven esos ojos que miran hacia adelante, esos ojos que van
a abordar el metro hacia otras estaciones como las de Unicentro, la
de Bulevar, la de la 72. Sus manos están plastificadas. Su andar es
lento. En el interior de la estación de Cedritos los policías de los CAI
radioactivos requisan a los pasajeros. Los desquiciados son
puestos a la derecha, los esquizoides en el centro y los pervertidos
a la izquierda. Hacen tres filas y los policías los van marcando con
tarjetas de plástico que les imprimen a un lado de la oreja. Por toda
Santa Carroña de Bogotá se ve mucha gente que lleva colecciones
enteras de tarjetas colgando de sus orejas.
Los policías llevan pistolas láser con rayos de 678 watts de
potencia. Sus rostros van cubiertos por una especie de nube
invisible y sus placas brillan con sus nombres. En la Estación de
Cerditos, conocida como “La 140”, todo es 140. Las pizzerías tienen
140 especialidades entre las que se destacan la pizza
ultrahawaiana, la pizza con peperoni y desperdicios nucleares, la
pizza de todas las carnes humanas, la pizza de pollo decapitado. En
estas pizzerías la gente habla de cosas normales, diríamos. Del
índice de polución en las escuelas, del último helado de vainilla
púrpura, de la última enfermedad que desvanece a la gente. Parece
que se llama Síndrome de Inmunoidentidad Adquirida. Se contrae
al parecer por contacto visual y lo que aún es más grave por
contacto verbal. Por eso nadie en Santa Carroña de Bogotá se
habla, ni se mira a los ojos. Cada uno anda en su cuento. Todos
comen mirando hacia su plato, en los bancos los clientes y los
cajeros se comunican por impulsos electrónicos y en los metros
todos leen los diarios o miran eternamente las paredes pintadas por
los ñeros, que son los únicos que viven allí adentro, en las entrañas
de las líneas del metro. De noche se les puede ver durmiendo cerca
de los rieles. De noche sus voces suenan como una cadena
arrastrándose sobre las chispas eléctricas de los rieles.
Índices recientes dicen que ya no dan abasto con tantos enfermos
del Síndrome de Inmunoidentidad Adquirida. Están postrados en
camas blancas, pero en realidad son neveras repletas de hielo azul.
Los enfermos de ese síndrome se meten allí, se acuestan, cierran
los ojos, sueñan con playas de caracoles rojos, sueñan con mares
de sangre que devastan ciudades enteras, sueñan con torres
eléctricas que crecen hasta la luna, cierran los puños, cierran los
párpados eléctricos y ven enormes peces negros que surcan los
cielos de su nevera perfectamente inmaculada. No les falta la
música. Generalmente pasan varios días o semanas o años. Eso es
lo de menos. El Inseguro Social paga todo.
Un millón de televisores en tu cabeza
La estación del metro de Unicentro ha sido reconstruida, luego de la
destrucción que sufrió por la guerra que durante varios meses se
desarrolló allí entre las bandas de los Necrorreptiles, liderados por
el temible Doctor Méngüele, y la banda de los Decapitados, que se
especializaban en la cacería de cabezas. Fue el horror. En las
noches nadie se asomaba por esa estación. Ambas bandas se
apoderaban del recinto y en las mañanas las vitrinas amanecían
rotas y en alguna de ellas, junto a los zapatos, la ropa y la comida,
se veían cabezas. La policía radioactiva no podía hacer nada
porque ambas bandas poseían armas más poderosas, al parecer
traídas de algún suburbio de Frankfurt. Eran armas cortas, negras,
que producían un sonido tan agudo que podía penetrar cualquier
cosa.
En la estación Unicentro día y noche están encendidos un millón de
televisores. Son televisores del tamaño de una persona y están por
todas partes. En los techos, en las cúpulas de cristal, en los baños.
Si alguien está orinando seguramente hay un televisor en frente
suyo para que no se pierda la última telenovela intergaláctica,
aunque hecha todavía en Venezuela. Parece ser que es en los
baños donde la gente se atreve a mirarse. Los hombres todavía se
asombran de tener ese miembro que les cuelga entre las piernas y
las mujeres todavía se asombran de tener esos promontorios en el
pecho. Claro está que esto está desapareciendo por la última moda
dictada en Nueva York, luego de un asalto nuclear hace dos años
en el que las mujeres quedaron sin senos. Por eso en la última
temporada de moda llamada “pieles para el invierno nuclear”, las
modelos no llevaban senos. No hubo caso, la moda se extendió por
todo el mundo. Cada día los niños son alimentados por extrañas
máquinas. Apenas nacen son conectados a una máquina que
produce leche sintética, Nestlé, creo. Son hechas en Suiza y tienen
una musiquita de circo incorporada. Cada vez que el niño chupa,
suena la música. Todo el mundo anda comprando regalos de
Navidad. Los almacenes no dan abasto. Todo el mundo quiere
llegar temprano a sus multifamiliares, pero para llegar a los
multifamiliares primero tienen que pasar por dos retenes, el bloque
A, el bloque B, el bloque C, luego el interior 1, 2, 3 y finalmente
esperar que algún ascensor suba hasta el piso 78 y baje y todo para
encerrarse a ver la demencia de los coheticos sobre el cielo de
Santa Carroña de Bogotá.
Las madres llevan a sus hijos amarrados con cadenas a sus manos.
Al parecer son cadenas de alta seguridad contra robo, pues “La
Chupa” anda suelta por Bogotá. Según reportes de la policía se
trata de una banda que roba niños con una gran aspiradora. Sin
embargo, la semana pasada varios niños y sus madres fueron
chupados por alguna de esas máquinas. Todos compran lo mismo:
árboles de Navidad con bolitas de basura nuclear que chisporrotean
y que dañan poco a poco el cerebro, cucarachas eléctricas, pistolas
de agua contaminada, dulces de ácido sunshine para alucinar,
pasteles de harina de hueso. Todos pagan con dinero plastificado.
Son unas tarjetas de diversos colores que poco a poco van
perdiendo su intensidad a medida de su uso. Las de más valor son
azules, las de menor valor verdes.
En la estación del metro de Unicentro de noche nadie se asoma.
Solo se ven sombras que corren, fantasmas que recorren las
vitrinas. Huele a caos, a anarquía. Se alcanza a percibir el olor a
cianuro, que es el licor que toman el Doctor Mengele y sus
Necrorreptiles, allá en el fondo de la estación. Los Necrorreptiles se
pasean por allí y por allá y no dejan nada en pie. Nada.
Los últimos habitantes están desapareciendo por la boca del metro
de la estación de Unicentro. Las puertas del tren son negras y
parecen una gran boca hambrienta que devora seres envueltos en
aquellos abrigos negros. Da la impresión de que entran a un ataúd
sobre rieles. Y así es en verdad. El metro de Santa Carroña de
Bogotá es un gran ataúd subterráneo que pulula por las entrañas.
Adentro se escucha música gregoriana hecha por sintetizador. Las
voces de un millón de monjes mutantes, ciegos y castrados
resuenan por todo el interior de este gran funeral. Todos van en
silencio. En el techo del metro hay pequeños avisos publicitarios:
“Plan 25 a Marte... no espere a que todo esté vuelto miércoles...
acuda a nosotros”, “¿Su perro la seduce?”. La música gregoriana
envuelve a los cuerpos, las miradas, y se confunde con el chirrido
de los rieles. De vez en cuando las chispas de los rieles golpean
contra las ventanas. De vez en cuando las chispas de los rieles
dejan ver rostros que están allí afuera. Rostros que sacan la lengua,
rostros que escupen a los vidrios de alta seguridad. Son cuerpos
que cagan, orinan y que a veces saludan, pero no más. El inmenso
funeral subterráneo avanza a gran velocidad hacia la estación del
metro de Lourdes. Atrás, en la estación de Unicentro solamente han
quedado las dos bandas, los Necrorreptiles y los Decapitados
destrozando las vitrinas. Están celebrando la Navidad, se inyectan
meteoritos en las venas, comen sándwiches de arena y se
encargan de escribir con sangre en las paredes: “Merry Christmas...
No!!! Merry Crisis!!!”. Entre tanto el funeral rueda rápido por debajo
de la tierra a trescientas angustias por hora. Es la hora pico. Es
Navidad y en las calles los tanques disparan descargas de helado
radioactivo contra la multitud. Es Navidad.
Yo quiero un sunshine
Estamos en la estación del metro de Lourdes. Los rieles pasan por
el centro de la iglesia donde a esta hora, siete de la noche, un
centenar de fieles encienden la punta de las dagas con fuego y las
lanzan hacia la gran cúpula de cristal. Los cuchillos encendidos
suben lentamente hacia la cúpula y luego bajan y se clavan en los
corazones de los fieles que yacen postrados de rodillas con los
brazos abiertos. Entre tanto aparece un sacerdote envuelto en una
túnica fosforescente e inicia una pequeña plegaria que se escucha
a través de toda la estación de metro de Lourdes. Bombas
nucleares, nuestra dulce compañía, no nos desamparen ni de día ni
de noche. La multitud repite en coro y sus corazones se van
abriendo poco a poco. Huele a atún.
A la entrada del metro hay varios expendios de ácido sunshine en
forma de pescaditos, de avioncitos, de carritos, pero definitivamente
los que más les gustan a los niños son los ácidos sunshine en
forma de misil. Apenas los comen los dientes de los niños se tornan
luminosos y sus palabras suenan con eco, de sus orejas salen leves
flores metálicas que pueden causar tormento. Más allá de la
entrada están los locales de striptease. Es la zona de Chapinero
Nud. Son grandes vitrinas del más variado estilo. Hay una que es
un acuario. Las mujeres van nadando y se van desnudando
lentamente. Se llama “La perla de acuario”. En otras vitrinas hay
mujeres de goma manejadas a control remoto y son de todos los
colores y olores. Son controladas por un operario que desde un
cubículo maneja una serie de botones. Los habitantes pasan
apurados y algunos se quedan mirando. El show en “El acuario”
está a punto de terminar. Una mujer nada lentamente con
movimientos armoniosos. De pronto aparece un gran tiburón, pero
su cresta es en forma de falo. Algunos habitantes aplauden. La
vitrina se llena de sangre. Uno que otro habitante aplaude. Otros
gritan. La música se va apagando. “El acuario” se llena de
pequeños pececillos obscenos que sacan la lengua y hay un
receso. Los vendedores de ácidos sunshine siguen vendiendo a lo
loco. En el interior de la iglesia de Lourdes el metro acaba de llegar
y el sacerdote aprovecha los breves momentos para dar algunas
indicaciones a los fieles de cómo enviar los cuchillos encendidos
hacia el cielo. Todos miran cómo el sacerdote lanza una serie de
dagas encendidas que alcanzan varias aves que volaban distraídas
cerca de la gran cúpula de cristal.
Poco a poco la estación del metro de Lourdes se va quedando
desierta. Poco a poco el sonido lejano de los rieles se va
apoderando de las paredes, de las puertas, de las miradas.
Solamente quedan los vendedores de perros calientes, el último
rezago del siglo XX. Pero ahora esos perros calientes tienen una
salsa bárbara y gas mostaza traído especialmente de una usina
ubicada a veintitrés kilómetros de Bagdad, en Irak.
Es un 8 de diciembre del año 2021 en Santa Carroña de Bogotá.
Son las siete y media de la noche. Es época de Navidad. Las calles
están desiertas. Solamente se escucha el paso lento de los
muñecos de carne que recorren ciertos lugares escarbando los
desperdicios nucleares que helicópteros del Instituto Distrital de
Basura y Turismo lanzan desde el aire. Abajo, en las entradas de la
ciudad rueda un gran funeral, un gran ataúd subterráneo lleno de
cadáveres envueltos en papel regalo. Creo que todo está dispuesto
para un gran asalto nuclear.
Ser
escritor en este país es una aventura mental que solo
comprenden aquellos que están metidos en este oficio solitario.
Todo empieza con preguntas estúpidas y obvias: ¿Es usted
escritor? Uno responde orgulloso: Sí, soy escritor de novelas.
La otra persona le pregunta ¿De qué novelas, de las del
mediodía o de las de la noche? En ese momento uno ya ha
encendido un cigarrillo y entonces tiene dos opciones:
despedirse de la otra persona, desearle buena suerte (aunque
por dentro prefiere que se pudra en el infierno) o decirle que
son novelas de verdad, libros. Cuando opta por la segunda vía,
la otra persona empieza a mirarlo a uno de forma extraña y
dice estupideces de este estilo: ¿Por qué será que los
escritores son como medio locos? O esta otra perla: Todos los
escritores que conozco son alcohólicos, drogadictos,
mujeriegos y vividores, inútiles, etc. Bueno, en parte tiene
razón esa persona: los escritores somos mujeriegos; nos
enamoramos de todas nuestras mujeres que creamos en los
libros. Las conocemos en las primeras páginas. Salimos con
ellas en las noches de los libros, vamos a bares imaginarios,
hacemos el amor con ellas más o menos a la mitad del libro y
cuando acabamos de escribir el libro nos olvidamos de ellas.
¿Inútiles? Sí, somos inútiles. No creemos en el neoliberalismo,
no creemos que la raza humana “progrese” gracias al
capitalismo salvaje, no creemos en la democracia de partidos
tradicionales, mucho menos en el pacto social, en las
instituciones, en la Iglesia, en los militares, en las buenas
costumbres.
Por este momento nuestro oyente ya está escandalizado y ya
nos ha tildado de inmorales, comunistas, ateos, promiscuos,
sucios, etc... Y eso que no hemos hablado de la forma como
critican el hecho de uno encienda un cigarrillo tras otro. ¡Qué
porquería, se va a morir de cáncer! Uno debería responder:
Usted se va a morir de idiotez. Nadie ha comprendido que el
tabaco es el mejor amigo del escritor en esas noches solitarias
cuando uno está frente al computador y la pantalla está en
blanco. El tabaco es una especie de mar extraño por donde
navegan las ideas. Unas se van con el humo. Otras se quedan,
permanecen. Se escriben.
Si usted es escritor comprenderá a la perfección estas líneas.
Si no lo es trate de entender. Si su hijo o hija están en pos de
serlo, no se desespere. Tarde o temprano descubrirá que es
escritor si se levanta tarde, se acuesta tarde, tiene ojeras, fuma
mucho, es un poco triste, pero más feliz que los demás.
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