Julieta Valle Esquivel Maestra en Antropología social. Profesora-Investigadora de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Más allá del condimento: II. El chile en la cultura mexicana L a variedad de chiles que colorean nuestros mercados tiene una larga historia que se relaciona con los hábitos, las necesidades y las preferencias culinarias de los antiguos mexicanos. Tiene que ver también con la proyección que alcanzaron los productos americanos luego de la conquista. Por otro lado, es producto de la selección genética que realizaron los labriegos de América y el mundo, con el fin de obtener frutos adecuados a su resistencia al picor y armoniosos con los ingredientes y gastronomías locales. Pero lo que llega a nuestras mesas es más que un repertorio de razas creadas por el hombre o desarrolladas por selección natural en diferentes ecosistemas. La diversidad responde también a procesos afinados a lo largo de los siglos mediante tecnologías complejas, que incluyen cosechas en momentos sucesivos de maduración del fruto; recolección, procesamiento y uso selectivo de especímenes sanos y malogrados, así como aplicación de técnicas diversas de secado. En ese sentido, el chile es un producto de la cultura humana y de los gustos de cientos de generaciones que se empeñaron en adecuarlo, diversificarlo y convertirlo en un elemento indispensable de nuestra alimentación. Muchos de los chiles usados en la elaboración de adobos y moles son resultado de variados procesos de secado y ahumado Muchos de los chiles usados en la elaboración de adobos y moles son resultado de variados procesos de secado y ahumado Secar y ahumar los chiles: colores, nombres y sabores Algunos de los procedimientos que se usan en la actualidad para conservar y ampliar la vida útil de los chiles se comenzaron a usar desde hace miles de años. Estas técnicas, que incluyen el secado al sol y el ahumado, dan lugar a productos con sabores y cualidades muy diferentes a la materia prima fresca. Son procedimientos probablemente incluso más antiguos que los concernientes al aprovechamiento del maíz. Hoy se realizan industrialmente y de manera estandarizada en casi todos los países productores de este fruto y, aunque tienen como base los sistemas tradicionales, han tendido a desplazarlos. Por fortuna, en México se mantienen multitud de técnicas ancestrales en lugares como Guerrero, Hidalgo, Veracruz y Oaxaca. Es en estos casos donde encontramos repertorios amplísimos de tipos de chile, plasmados en incontables nombres y platillos. Casi todos sabemos que los chiles a los que nombramos “verdes” y que a veces consumimos frescos o en vinagre, presentan variaciones que mucha gente identifica: jalapeños, serranos, de árbol. Pero ya es algo más raro estar concientes de que éstos, al secarse o ser ahumados, se convierten en versiones rojas, marrones o negruzcas, pues sus sabores son irreconocibles. Los chiles del tipo “serrano” o “de árbol” (conocidos también como “pico de pájaro”, por su forma alargada) se secan en esteras para dar lugar a diversas calidades de “chile rojo”, que generalmente se identifican mediante nombres locales. Lo mismo sucede con algunas variedades silvestres o cultivadas –todas ellas muy picantes- del chiltepin, que se seca y con frecuencia se pulveriza para convertirse en el conocidísimo “chile piquín”. Pero así como no todos los chiles frescos son verdes -pues también hay amarillos y colorados- una vez secos, no todos se vuelven rojos: algunos tipos de poblano ennegre- cen, convirtiéndose en “mulatos”, mientras que otros se tornan aguindados y se llaman “anchos”. Las chilacas se ponen prietas y se conocen como “pasillas”, mientras que los blancuzcos chiles “de onza” se convierten en “costeños”, de color anaranjado. Pero para conservar el chile no siempre se recurre al secado al sol, ya sea en la mata o cosechado, sino que se utilizan técnicas más complicadas. La más importante de ellas es el ahumado, que se realiza en hornos o en grandes braseros y mediante el cual se obtiene el producto al que en las ciudades conocemos como “chipotle”. Pero donde se produce, la gente diría que sólo se llama así el cuaresmeño fino sahumado con ciertas maderas. A todos los demás chiles–de menor tamaño, calidad, e intensidad de aroma y sabor-, les llaman “moras” o “moritas”. La forma más común de conservar el chile es secándolo al sol sobre petates, aunque en algunas partes se utilizan dispositivos especiales, como los chilhornos La forma más común de conservar el chile es secándolo al sol sobre petates, aunque en algunas partes se utilizan dispositivos especiales, como los chilhornos El chile en la cocina y fuera de ella Si de por sí los tipos de chile que podemos encontrar en México constituyen un conjunto demasiado vasto como para apreciar todos sus elementos, ni qué hablar de lo que se elabora con ellos, por separado o en combinaciones infinitas. Rajas, salsas, moles, adobos, marinadas, caldillos, polvos, golosinas... Es imposible hacer un catálogo de las comidas que se aderezan con chile o se basan en él como ingrediente principal, pues tenemos desde el mole poblano hasta los tamarindos acapulqueños, pasando por los panuchos yucatecos y el pollo placero de Michoacán... Y es tan difícil intentar hacer la lista como injusto resulta hacerla mal, al dejar de lado platillos deliciosos y recetas ingeniosas que sólo se conocen en un lugar del país. Pero las maravillas que encierra la frutita que nos interesa no se quedan siempre entre la estufa y la mesa, sino que están en muchas otras partes de nuestra vida. Por ejemplo, las propiedades analgésicas de la capsaicina (es decir, el alcaloide que contiene la semilla del chile) han sido aprovechadas para la confección de compresas y pomadas muy efectivas en el tratamiento de dolores musculares. Por otro lado, ya se investiga la aparente capacidad del chile para evitar determinados tipos de cáncer. Y ni qué hablar de su extendido uso como conservador de otros alimentos, lo En México, existen numerosas industrias relacionadas con el procesamiento del chile. Una de ellas es la de la elaboración de pastas para la preparación de moles. que lo ha convertido en un ingrediente indispensable en la producción de embutidos y carnes frías. En México, existen numerosas industrias relacionadas con el procesamiento del chile. Una de ellas es la de la elaboración de pastas para la preparación de moles. Pero si nos llama la atención su importancia cultural, no tenemos más que oír tantos dichos propios de nuestra forma de hablar, a sabiendas de que algunos de ellos estarían francamente “subidos de color”. La gente que se enoja dice estar “enchilada”; cuando habla muy directo, afirma que es “al chile”; a las acciones realizadas con descuido, se les califica como hechas “al chilazo”; los varones, entre más chile coman, son “más hombres” -en parte por el símil entre el chile y el miembro viril, pero también por el valor que se requiere para paladear las variantes más intensas del Capsicum. Las cosas cuando son variadas –como los tamales– son “de chile, de dulce y de manteca” y aunque aquí nos hemos circunscrito a lo primero, quedará claro que el chile, como se dice del ajonjolí, puede ser –y es de hecho– “de todos los moles”. Para saber más: Atlas Cultural de México. Gastronomía, SEP/INAH, Grupo Editorial Planeta, México, 1988. LONG- SOLÍS, Janet, Capiscum y cultura: la historia del chilli, México, Fondo de Cultura Económica, 1998. NABHAN, Gary Paul, Por qué a algunos les gusta el picante. Alimentos, genes y diversidad cultural, México, Fondo de Cultura Económica, 2006. NOVO, Salvador, Cocina mexicana o historia gastronómica de la Ciudad de México, Editorial Porrúa, México, 1979. PÉREZ MARTÍNEZ, Herón, Los Refranes del hablar mexicano en el Siglo XX, El Colegio de Michoacán, CONACULTA, México, 2002. PILCHER, Jeffrey M., !Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, Ediciones de la reina roja, CIESAS-CONACULTA, México, 2001. 514 Violencia y agresión en las especies: Una mirada desde la ética Alejandro Herrera Ibáñez UNAM / Instituto de Investigaciones Filosóficas A domingo 15 de abril de 2012 menudo se habla de agresión o de violencia intercambiablemente. Sin em bargo, los etólogos parecen preferir el uso del concepto de agresión en tanto que los antropólogos echan mano más a menudo del concepto de violencia. Aunque las caracterizaciones de ambos conceptos son a veces muy similares, yo preferiré distinguir entre ambos más adelante. Pero veamos antes cómo se entienden estos conceptos. Se dice que un animal actúa agresivamente cuando inflige, trata de infligir o amenaza con infligir daño a otro animal. Desde luego, aquí están incluidos también los animales humanos. También se le ha calificado como el acto de iniciar un ataque, tras el cual puede seguirse o no una lucha. Y se le ha caracterizado además como una respuesta que libera estímulos nocivos hacia otro organismo. Ahora bien, hay dos tipos principales de agresión: intraespecífica e interespecífica. La agresión intraespecífica se da –como la palabra lo indica- entre individuos de la misma especie, ya sean del mismo grupo o de grupos diferentes. Hay consenso entre los etólogos en que dicha agresión no lleva a la muerte entre animales no humanos, salvo contadísimos casos, que se reducen a cuatro o cinco casos de especies que matan por matar. Genovés considera que estos casos son anómalos, y constituyen excepciones que confirman la regla: cinco especies sobre 400,000 existentes. Las razones por las que se da este hecho son desconocidas; un león, algún primate, algunos roedores, llegan a matar y a comerse a todo o parte de un animal de su propia especie, y ello lleva a autores como Genovés a sostener que se trata de “errores” de la naturaleza. Pero me parece que decir que la naturaleza comete errores es tan antropomórfico como decir que la naturaleza es sabia. La agresión intraespecífica, sin embargo, existe y no culmina normalmente en la muerte de algún individuo agredido, sino en algún daño no mortal, y a menudo no grave. Los mamíferos, por ejemplo, utilizan sus cuernos, dientes, garras, para conservar territorio o posición social, o ambas cosas. Según Konrad Lorenz, dicha agresión desempeña al menos tres funciones para la supervivencia de la especie: (1) sirve para la distribución de territorios espaciando a los individuos de una misma especie, (2) selecciona al “mejor” mediante la lucha de rivales, contribuyendo a la defensa de la familia o de la sociedad del macho, y (3) establece un orden social de jerarquías (entre los animales sociales) en que la experiencia individual del guía viejo es de gran importancia para la comunidad. Como los animales comen y se aparean en un territorio dado, la interferencia de un miembro de la misma especie lleva a luchas intraespecíficas. Se mencionan dos tipos de lucha intraespecífica: la lucha abierta y la lucha ritual. Respecto de la lucha abierta, un etólogo, Harrison Matthews, afirma que cuanto más ha buscado (entre mamíferos no humanos), tanto menos ha encontrado que se dé normalmente en la naturaleza. Dice que la lucha abierta auténtica, con muerte del perdedor, es muy difícil de hallar y sólo ocurre cuando a causa de la densidad de la población se agotan los recursos del medio. Este tipo de lucha se da también entre animales en cautiverio, cuando el medio es restringido artificialmente, con lo cual aumenta la agresión y se pierde toda posibilidad de escapar del agresor. Los etólogos mencionan el hipopótamo como un ejemplo de apiñamiento que ha llevado a combates fatales. Es fácil ver que algo similar sucede –en circunstancias similares- con los seres humanos, llegando la agresión intraespecífica a cobrar dimensiones dramáticas, debido en gran Agresión interespecífica domingo 15 de abril de 2012 514 parte al uso de herramientas, que apareció con el australopiteco, y a la posibilidad de hacer daño físico a distancia, desde que le fue posible arrojar piedras a sus rivales. Alguien podría pensar que la agresión intraespecífica humana, siendo tan natural a veces como la no humana, es tan amoral como esta; sin embargo, como veremos, la agresión humana pronto se convierte en violencia. Siendo tan rara la lucha abierta mortal, la agresión intraespecífica se da más como lucha ritual. En esta el encuentro se da con reglas estrictas. La lucha o combate se “ritualiza” en tres etapas conocidas como: despliegue, amenaza, y sumisión o aplacamiento, que no son sino pruebas de fuerza seguidas de separación y retirada del más débil. Esta “ritualización” tiene la función de evitar la lucha a muerte. En algunos carnívoros gregarios con una estructura social compleja, como los lobos, la lucha está muy ritualizada. Este tipo de lucha existe también entre los humanos, por ejemplo, en las peleas en las escuelas, que se dan sin armas y bajo ciertas reglas mínimas (como no morderse, por ejemplo), culminando con la retirada o sumisión del perdedor (expresada a veces con el típico “me doy por vencido”). Desafortunadamente, la lucha abierta letal o fatal es muy común entre los animales humanos, y es posible que esté asociada en sus orígenes al uso de herramientas. Al empezar a utilizarlas para matar a los animales de que se alimentaban, el siguiente paso fue emplearlas intraespecíficamente para resolver los conflictos entre grupos. El humano es, pues, el único animal que regularmente mata a los de su misma especie, a pesar de las restricciones morales que en algún momento de su evolución surgieron, y no lo hace sólo en condiciones de hacinamiento o de sobrepoblación y escasez de recursos del medio. Mata por motivos de diversa complejidad (celos, venganza, riñas de diversa índole), y a veces mata por matar, y también con placer o torturando, es decir, con crueldad. Cuando se da este tipo de comportamiento, a menudo es calificado de “brutalidad”, de comportarse como bestias o de un retorno a niveles animales. Justamente ha señalado Adolf Portman que dichos calificativos se utilizan “como si hubiera animales que hicieran a sus congéneres lo que los hombres se hacen unos a otros, cuando –como han señalado Durbin y Bowlby- ningún grupo de animales es más agresivo y despiadado en la agresión que los representantes adultos de la especie humana. Hasta aquí la agresión intraespecífica. En cuanto a la agresión interespecífica, pareciera que se da en todas las especies animales, incluyendo la humana, si por actuar agresivamente entendemos –como ya lo había mencionado- infligir, tratar de infligir o amenazar con infligir daño a otro animal. Sin embargo, al menos algunos etólogos consideran la agresión interespecífica como un fenómeno independiente de la predación. Plinio el Viejo dice en su Historia Natural que los cuclillos “saben cómo los odian todos los pájaros, pues hasta los pájaros más menudos están prestos a hacerles la guerra”. Entre los pájaros la territorialidad es causa de agresión interespecífica, por ejemplo, al competir por ocupar agujeros donde anidar. También se conocen muy numerosos casos de animales en que una señal específica de “ataque en masa” provoca un ataque intenso y universal sobre un predador potencial (a este respecto, hace poco supe de un grupo de pájaros que atacaron a un gato en medio de la calle donde está mi casa). En otros casos, lo que parece ser agresión interespecífica se debe, según algunos estudiosos, a errores de identificación. Es más, para estos etólogos la predación no debe caer dentro del campo de la actividad agresiva. Por lo visto, para ellos la agresión interespecífica se limita a casos de daño no letal, o a casos de daño letal que no tengan como resultado alimentarse con el cuerpo del vencido. No veo, sin embargo, que haya una buena razón para excluir la predación de la categoría de los actos de agresión. Aunque la predación tenga como objetivo alimentarse, ello no implica que tal objetivo se consiga sin infligir daño a la presa. Después de todo, el daño mayor para un organismo es la pérdida de la vida. Me parece más bien que sería más lógico incluir la predación entre una de las variedades de la agresión interespecífica, ampliando la definición de esta así: actuar agresivamente consiste en infligir, tratar de infligir o amenazar con infligir daño a otro animal con la finalidad de alimentarse de éste para la propia supervivencia. Lo que parece que los etólogos y antropólogos están pensando cuando quieren excluir la predación de entre los actos de agresión, es que la predación –matar para comer-es un acto natural, queriendo con ello decir que se trata de una ley de la naturaleza, y las leyes naturales no son ni buenas ni malas, al menos moralmente; pero la predación es buena ontológicamente para Agresión intraespecífica ¿Diversión humana? el predador y mala ontológicmante para la presa; y parecería que este equilibrio de la balanza entre el bien obtenido por uno y el mal que sobreviene a otro, neutralizaría la bondad o maldad del acto mismo. Santiago Genovés lo expresa de una manera muy gráfica: “Alguien crio una ternerita. Alguien la mató, su carne fue a la carnicería. La compramos, la freímos, me la como con papas, que también alguien plantó, cultivó y recogió. ¿Estamos siendo agresivos? ¿Violentos? Para nada: simplemente nos estamos alimentando de la vida de otras especies o géneros animales o vegetales. Es lo interespecífico. La ley natural de la vida” (p. 33). Alimentarse de otras especies –dice- es normal. En efecto, pero la normalidad no torna los actos malos en buenos, ni los neutraliza. Los animales –continúa- “no atacan en el sentido humano de la palabra: comen. Naturalmente, para comer tienen que cazar… (y) cazar no es atacar…en el sentido humano” (p. 34). ¿Pero cuál es ese sentido humano de atacar? Bueno, (nos) atacan “sin envidias, odios, mentiras, agresividad, violencia” (id.). Quizá lo que quiere decir es que no hay una dimensión moral en el acto de atacar de los animales no humanos. En eso podemos estar de acuerdo. Pero ¿y los humanos cómo atacan, si no es en el sentido humano de atacar? Oakley también dice que los predadores carnívoros no son agresivos “en el sentido habitual” cuando cazan. Pero ¿cuál es ese sentido habitual? Aquí es donde puede empezar a entrar en juego el concepto de violencia. Normalmente decimos, cuando un animal nos ataca, que nos agrede, no que es violento con nosotros. El concepto de violencia parece estar reservado o emplearse con más frecuencia para los actos humanos de agresión cuando estos tienen una dimensión moral. De acuerdo con este uso, la especie humana viene a ser la única violenta en el planeta. Esta, la violencia, es descrita como un acto moralmente negativo y se refiere a todo acto que inflige a un ser humano o, de manera más general, a un ser vivo un daño intrínseco. Este acto consiste en causar la muerte o un daño síquico (sufrimiento) o físico (lesiones corporales) contra la voluntad del agredido, y de manera intencional. Es tan moralmente reprobable realizar o participar en actos de violencia como solazarse en ellos. Derek Freeman señala que muchos seres humanos disfrutan viendo sufrir a otros, o gozan matando animales, o participando en palizas y torturas públicas. (La crueldad es el ingrediente sicológico del acto violento). La definición anterior del acto violento no difiere, sin 514 Violencia humana: de los torneos a la guerra embargo, de la de la agresión, pues en ambos casos se busca causar la muerte o causar daños de manera intencional y contra la voluntad del agredido. Es necesario algo más para que el acto violento cobre una dimensión moral y se salga del carácter amoral de la agresión (inclusive el placer de haber atrapado una presa puede verse como amoral). Y me parece que el ingrediente faltante se encuentra en el carácter no necesario del acto. Los animales no humanos matan por necesidad. De manera semejante, no podemos atribuir inmoralidad al acto humano de matar por necesidad (para subsistir) a otros animales, no humanos. La pregunta ahora es, por tanto, si es necesario para nosotros matar a seres no humanos para alimentarnos y sobrevivir. Ello nos lleva a remontarnos a lo que se consideran los orígenes de la agresión y de la violencia. Según Freeman, los primeros homínidos australopitecos (hace cerca de 5 millones de años), al bajar de los árboles y hominizarse, empiezan a marchar erguidos y a utilizar la mano para hacer herramientas (algunas de ellas armas), con lo que aumenta el volumen de su cerebro, y se vuelven carnívoros (o más bien omnívoros –como lo muestra su dentición -, porque no dejaron de ser también herbívoros). Sus nuevos hábitos carnívoros –adquiridos durante el Pleistoceno- les permitieron sobrevivir en el veldt seco sudafricano, y los huesos que se les han encontrado no fueron en un principio utilizados como armas, sino que fueron rotos para sacarles el tuétano. Como no eran hábiles para cazar, pues no poseían garras ni poderosos caninos, la cooperación entre ellos prevaleció sobre la lucha intraespecífica. Pasa el tiempo, y al adquirir la posición erecta comienzan a trabajar las piedras hasta convertirlas en hachas, que no usaban para cazar, sino para destazar a los animales cazados por cooperación por medio de trampas. Según los expertos, las hachas y figurillas encontradas no indican ningún tipo de agresión intraespecífica generalizada e institucionalizada. Algunos etólogos, como Lorenz, afirman que la agresión intraespecífica es en el hombre un impulso instintivo espontáneo en el mismo grado que en la mayoría de los demás vertebrados domingo 15 de abril de 2012 superiores. Muchos otros científicos han expresado su desacuerdo con esta tesis, y han sostenido en la Declaración sobre la Violencia (Sevilla, 1986) –entre otras cosas- que no hay base científica para afirmar que la guerra (una forma de agresión intraespecífica) es una consecuencia del “instinto”. Para ellos la guerra es un producto de la cultura, la cual nos ha alejado de nuestro nicho ecológico (de sólo cazadores y recolectores) mediante la creación de un mundo extranatural, en el que aparecerá la violencia con la primera gran revolución, que fue la agrícola. Con el auge de la agricultura –hace unos 7000 años- se dispara la tecnología, y con esta la violencia generalizada e institucionalizada, intraespecífica. Me parece, a manera de conclusión, que conviene, en efecto, reservar el concepto de violencia para el ámbito de la moralidad y el de agresión para el de la supervivencia. Y si bien en tiempos remotos se origina la violencia –humana- intraespecífica, la violencia interespecífica en esas épocas no existe aún, pues la predación se da por necesidad (se trata de una predación agresiva pero no violenta), y aún no hay una conciencia ética de la calidad sintiente de por lo menos los vertebrados. La conciencia ética, sin embargo, ha evolucionado y, no habiendo ya necesidad –al menos teóricamente- de la actividad predatoria, dicha conciencia nos invita a abandonar ese tipo de agresión a otras especies animales, que podemos llamar agresión violenta. Para leer más: - J. D. Carthy y F. J. Ebling (comps.), Historia natural de la agresión, Siglo XXI Editores, México, 1970. - Santiago Genovés, Expedición a la violencia, FCE, México, 1993. - Giuliano Pontara, “Violencia”, en Monique Canto-Sperber (coord.), Diccionario de ética y filosofía moral, vol. 2, 1ª ed. en español, FCE, México, 2001. - Robert L. Holmes, “Violence” en Robert Audi (ed.), The Cambridge Dictionary of Philosophy, 2nd ed., Cambridge University Press, 1999. Órgano de difusión de la comunidad de la Delegación INAH Morelos Consejo Editorial Eduardo Corona Martínez Israel Lazcarro Salgado Luis Miguel Morayta Mendoza Raúl Francisco González Quezada Antonio García de León www.inah.gob.mx/centrosinah/morelos Coordinación editorial de este número: Israel Lazcarro Salgado Diseño y formación: Joanna Morayta Konieczna El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de sus autores