Jugué al fútbol para web 12

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© José Antonio Prades Villanueva
[email protected]
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Editado por la Asociación 3d3 LiterArt.
Ésta es una edición digital. La edición impresa está realizada bajo
demanda en la web www.bubok.es
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No está permitida la distribución ni la reproducción íntegra de toda la
obra o de relatos independientes sin permiso expreso del autor. La
reproducción parcial debe incluir la referencia al autor.
Se permite la descarga libre desde la web www.3d3escritores.com
Diseño e ilustración de portada por Pilar Aguarón
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José Antonio Prades
Jugué al fútbol
…historia de una ilusión
En medio de la vida
Compilación de obras
(1961-2011)
3
Relación de obras compiladas
Relatos
Arañazos
Cuentos de Luz
Fábulas de Montemolín
El juego de las sillas
Novelas
Arreglos para una oficina impúdica
El embrujo de una rubia platino
Olor a Varón Dandy
Pronto serás mía
Jugué al fútbol
…historia de una ilusión (ir a pág.24)
Otros géneros
Poesía, Canciones, Teatro
Reseñas, Artículos
Literatura de la profesión
¡Qué cosas tienes, Ceferino!
Hábiles o inútiles directivos
EntrePersonas
Desde Molintonia
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En primer lugar,
Pág.
Preludio.............................................................. 6
Semblanza autobiográfica ............................... 10
5
Preludio
A los 50, edad difusa, intermedia, oculta entre el pasado y el futuro, cuando el cuerpo se queja y el alma busca su misión, he recopilado la mayoría de mis escritos para reconocerme y darte conocimiento de mí. Empecé este
trabajo en las navidades del 2010 impulsado por una
fuerza que se parecía al embrujo de una rubia platino, con
alguna intención que aún no he podido descubrir del todo
y de la cual sólo veo el perfil tapado, como aquel sombrero de Saint—Exupéry (sólo se ve bien con el corazón, lo
esencial es invisible a los ojos) escondiendo un elefante.
¿Mi elefante es un portazo hacia el pasado? Me voy a
contestar que sí y poco a poco me convenceré de ello, de
que esta recopilación, esta investigación interna, esta
obra tan gordota, es un cierre de etapa, una vuelta de postigo para guardar los retratos en sepia y buscar otros que
rezumen más color. Estoy En medio de la vida, sea espacio o sea tiempo, que todo tiene que ver con un despertar
todavía aturdido que llevo sintiendo desde hace siete
años… siete años ya.
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He buceado por cajones y carpetas y me he sorprendido al encontrar mis recuerdos relativamente bien ordenados. Gracias a semejante extrañeza he saboreado con
nostalgia momentos que reposaban en el cementerio de
las desmemorias…. estremecimientos, lágrimas, sonrisas,
dolores, amores, admiraciones, vergüenzas… lo que fui
para ser lo que soy, plasmado en folios desgastados, con
letras a lápiz, a tinta de pluma, a tinta de bolígrafo, a tinta
de máquina de escribir, de impresora de puntos, de tóner,
de chorro de tinta… Han aparecido obras inacabadas,
obras olvidadas, obras escondidas, obras apartadas, de
las que ya no conservaba registro o creía perdidas en alguno de los innumerables traslados que he tenido en mi
vida. He puesto orden en lo encontrado y en lo existente
para transmitir cierta idea de afinidad con el universo.
Quise darle una exposición totalmente cronológica, pero
conforme preparaba los ficheros entendí que sería más
saludable aunarlos por géneros, y dentro de esa unidad,
darles cadencia por fecha de creación. Comienzo por una
corta semblanza autobiográfica y entro de lleno en los relatos porque un relato, Rosa Roja, fue la primera obra
que me atreví a lanzar hacia rutas literarias; luego viene
lo demás, porque la mayoría de las veces sólo importa lo
primero, o sólo eso es lo auténtico.
Gozo de una realidad excepcional: soy la única persona que se ha leído íntegras las páginas que siguen. Sueño, tal como soñé y soñaré siempre, que habrá más personas que también las lean, y también disfruten, sonrían,
lloren, se estremezcan, se aburran, se ilustren y se en-
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cuentren. Aunque hace muchos años, en un mal ejercicio
de introspección o egocentrismo dije que sólo escribía para mí y que los demás que arreen; si les gusta, bien; si
no, ¡aire!, y hoy pido perdón a mi conciencia por ello, me
arrepiento y presento mi acto de contrición en este volumen que, tal como leerás en la carta al lector que incluí en
el Epistolario de un oficinista, está escrito pensando en ti.
No voy a extenderme porque a modo de refuerzo para
mi recuerdo, como un buscador de tesoros enterrados, en
cada apartado de la recopilación, he contado los motivos
y las anécdotas que rodearon la creación de las páginas
siguientes. Apenas he querido dejar unos apuntes biográficos, pero también han sido recopilados porque no
deseaba preparar líneas nuevas para algo que viene del
pasado lejano. Igualmente, he transcrito mis intervenciones en las presentaciones de los libros que he publicado, lo que sirve para evidenciar por dónde andaban mis
rumbos en aquellos momentos, y sobre los que hoy quizá
tendría discrepancias varias.
Con agradecimiento…
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Semblanza autobiográfica
En 2008, envié unos relatos a www.ficticia.com. Para publicarlos, me pidieron que les hiciera llegar una
semblanza personal (de ahí el título) que los acompañara. La elaboré en aquel momento, la actualicé en enero
de 2010 y la he corregido levemente para esta recopilación.
Nací en marzo, todavía en invierno, aunque a tiro
cercano de la primavera, el día 9, en el primer año de la
década revolucionaria, 1961. Mi padre, Gregorio, trabajaba en una carnicería, y mi madre, Josefina, era modista
retirada del oficio por su matrimonio, ambos huérfanos
de padre casi a la misma edad, en la adolescencia, época
en la que comenzaron su relación como novios. Soy el hijo mayor de tres y mis hermanos son María José, un año
menor, y Andrés, cuatro años y medio menor.
Ejerzo como español, aragonés y zaragozano, de los
que vinimos al mundo en un macrohospital que se llama
Miguel Servet en honor al famoso aragonés librepensador. Casualmente, mis padres vivían en la calle Miguel
Servet –número 97– en esos momentos, aunque en la
otra punta de la ciudad, en el barrio de Montemolín, en
un bajo con un gran corral en la trasera y el local de la
carnicería en la delantera. Luego, transitamos por esa
misma calle en dos locales diferentes, números 89 y 85, y
tres pisos ubicados en Francisco de Quevedo, 1, en Mon-
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tearagón, 2, y en Hermano Adolfo, 2. Perdón por la multitud de datos, pero aunque rechace los límites y las fronteras, me gusta ubicarme. Cinco traslados en doce años…
y los que vendrían a partir de una década después.
El barrio de Montemolín se convirtió en ese idílico
escenario que adorna las infancias de los niños sensibles
a su crecimiento… Se transmutó en el Macondo privado
que arropó a mis fantasmas y fantasías, las cuales se animaron a regir mis vuelos durante todos los instantes venideros. Mi tía Pili comenzó a nutrirme de historias fabulosas y mi yaya Edmunda me llevaba con ella a su trabajo,
en el cine–teatro Argensola, donde viví la vida de muchos
héroes en blanco y negro. Como en la primera sesión, de
5 a 7, no abrían el anfiteatro, mi amigo Paco, el acomodador, me subía para allá y así tenía todos los palcos para
mí, qué lujo.
Estudié maternales durante dos años con las hermanitas de Santa Ana en su colegio de la calle Numancia.
Allí tuve mi primera novia y mi primera pelea por un
amor que no quería compartir. Ella se llamaba Mariasun,
y era morena. A mi rival se le conocía por su apellido: el
Galisteo. Después de esas peleas, no me servía ser un
chico listo en los estudios para librarme de los castigos de
rodillas cara a la pared… aunque la hermana Teresa, llena
de pecas, me apartaba algunas veces hacia el piso de arriba para enseñarme cuentos ilustrados.
Empezaba a ser parte de mi territorio la plaza de
Utrillas, configurada por una estación abandonada, dos
largos edificios, un pretil de piedra y un hexágono repleto
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de árboles y baldosas con hierbajos en los ribetes… Las
gárgolas vigilantes de la entrada me impresionaban.
Para cursar párvulos, me mudaron al colegio de La
Salle Montemolín, situado en los principios del barrio,
casi en la plaza de San Miguel, a tal distancia de mi domicilio que a veces tomábamos el tranvía para llegar hasta
sus puertas, la línea 1, Bajo Aragón–Pza. San Miguel.
Costaba el billete 1,30 pesetas y luego subió a 1,50.
En aquel entonces comencé a
disfrutar de cierta autonomía por
la manzana limitada por las calles del Sol, Belchite, Higuera
(Tomás) y Miguel Servet. Mis
amigos José Julián y Juan Antonio compartían aquellas aventuras que culminaban en el kiosco
de la Pilarín, comprando cromos,
o caramelos, o algún tebeo de
Bruguera (Tiovivo, Pulgarcito, DDT...), mientras nos miraba con ternura alguna señora que iba a cambiar las novelas de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín Tellado.
Juan Antonio me pasaba los tebeos de su colección del
Jabato, que leí con interés… pero me decantaba por el
Capitán Trueno, quizá porque me gustaba más su jerarquía castrense, la época de la Edad Media y Sigrid, la dama a rescatar.
Mi tía Pili me regaló “Un capitán de quince años”
cuando yo tenía nueve… y me trajo la afición por Julio
Verne. Mi tía Paca trajo en su bolso dos libros: uno de los
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‘cinco pesquisidores’ y otro de los ‘siete secretos’, ambos
de Enyd Blyton, suficientemente atractivos para luego
comprar más y más con la misma firma. Añadí a mis
aventuras grandes relatos que editaba también Bruguera
con un página de tebeo, a modo de resumen, cada cuatro
de letra algo pequeña… “Robinson Crusoe”, “Mujercitas”,
“Las aventuras de Gulliver”, “La Flecha Negra”… Emilio
Salgari y Sandokán, Karl May y Sitting Bull, Robert L.
Stevenson y Tom Sawyer con Huckleberry Finn… Mis
padres se hicieron socios del Círculo de Lectores y recibimos el rey y la reina de madera como sujetalibros que
luego reconocí en tantas y tantas casas… Así recuerdo:
“Maravillas de mundo I y II”, “Cien obras maestras de la
pintura”, “Proyecto Apolo”, “Grandes acontecimientos de
nuestra historia”… “Chacal”, “Los perros de la guerra”,
“Nadie debería morir”, “La isla de las tres sirenas”, que
contenía las primeras páginas eróticas que elevaron mis
instintos y con las que me arreglé para que siempre el libro se abriera por ellas sin tener que perder tiempo acudiendo al índice.
Mi primera obra con consciencia de crear algo diferente a las redacciones colegiales nació en la clase de literatura de sexto de la EGB, en el nuevo colegio de La Salle
Montemolín, cuando escribí en versos pareados un comentario sobre el “Mío Cid” pedido por nuestro profesor
de lengua. En los dos cursos siguientes, el hermano que
nos impartía Literatura y Sociales, José María Bourdet,
me provocó para conseguir la mejor nota en redacción,
me dio el mejor sustento básico gramatical y me hizo
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culminar esa etapa escribiendo una novela corta como
trabajo fin de ciclo, que armé con influjos de los tebeos de
Marvel, especialmente “Los 4 fantásticos”, con la base argumental de “Odessa”, y con un cierto toque romántico
de los piratas de Salgari… extraña mezcla que dio contenido a mi primera publicación doméstica con tapas de
cartulina, ilustraciones a lápices de colores (producto del
arte de mi madre) y que por fin consiguió esa máxima calificación. Todo un acicate. Además, este hermano lasaliano creó una revista colegial que mantuvimos por dos
años, de la cual me nombró miembro del comité de dirección y jefe de la sección de deportes. Se llamaba “La Tortuga”, por lo mucho que le costaba salir, y era de obligada
compra por todos los chicos del curso al módico precio de
cinco pesetas. Hace un par de años, Miguel Ángel Gracia,
compañero de colegio y de trabajo, me hizo exclamar “¡no
jodas”! cuando me reveló que guardaba todos aquellos
números bien conservados gracias a una excelente encuadernación casera; ¡oh, dios!, un documento histórico.
Me lo prestó y lo leí tal como mira el protagonista de “Cinema Paradiso” en su última escena aquellos trozos de
celuloide con besos de películas que le dejó en herencia
quien le había enseñado cuál era su destino.
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Al año siguiente, ya en primero de BUP, en medio de
un ligoteo de pub (la cacofonía por el palíndromo está
puesta adrede, perdón), una de las chicas del grupo ‘a
conquistar’, llamada Cristina, sacó de su bolso una cuartilla donde había escrito una linda redacción titulada “A
él”. La leyó en voz alta y recogió admiración, lo que me
sedujo. Aquella noche, ya en casa, recordé mis méritos en
las clases de Literatura y, secretamente, escribí en otra
cuartilla unas cuantas líneas que titulé A ella (luego cambié a Mi chica ideal, qué cursi). Cuando superé la vergüenza, la transcribí en un papel más pequeñito, me la
metí en la cartera y la utilicé de arma de ligue con las chicas más sensibles, lo que
siempre me sirvió de cierto
reconocimiento entre ellas y
de la mayor chirigota por parte
de mis amigos. En segundo de
BUP, fui galardonado con el
primer premio de relato de La
Salle Gran Vía por un relato
anticipador de modernas tendencias entonces inexploradas
y que hoy son inspiradoras de
mi ocupación actual: el daño
del ser humano al entorno natural. Nunca recibí las mil
pesetas prometidas en libros y, además, perdí aquel original. Quizá por ello aún me creía más futbolista que escritor (ver Jugué al fútbol…)
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En esos albores de la democracia, recibiendo información compleja desde los cientos de expertos políticos
que brotaban como las setas, comencé a escribir en un
cuaderno privado –con espiral de alambre, de tamaño folio y tapas de cartón semiduro–, mis reflexiones, cuentos
y poesías, odas a mis amores y desamores tan profundos,
cuaderno que aún guardo con ternura entre los papeles
de mi intimidad adolescente como ese documento púber
que se llena de súbitos enfrentamientos con la vida.
Repleto de los suspiros ciegos por chicas atractivas y
despertares filosóficos, inicié mi relación con el teatro,
haciendo lecturas dramatizadas con obras cómicas varias.
El hermano Ángel Oteiza me premió con la medalla de
Declamación y Teatro, junto a mis camaradas de afición,
Joaquín García Gil y César Casorrán.
Con la inspiración de Ana, mi primera novia de verdad, a los diecinueve años, a las puertas del cierre sentimental que ella provocó, y anticipándolo en el argumento
como intuición literaria, escribí mi primer relato largo,
Rosa Roja, que se convirtió en inicio de una trilogía que
titulé Un mundo feliz, sin saber que copiaba a Huxley, y
que cambié más tarde por Vuelos en el jardín para finalmente llegar a Un amigo te guarda, tal como está publicado en esta recopilación. Quise haberlo prolongado hasta crear historias al modo de mi admirado “El principito”,
pero las musas mandan, y mandaron parar ahí. Mi profesor de Literatura en tercero de BUP, el hermano César
Pallarés, me hizo la primera disección crítica y fue amable, no lo dejó muy mal. Especialmente con él, y también
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con Alicia en COU, aprendí a disfrutar de “El Quijote”, a
pensar con Unamuno y su “San Manuel, bueno, mártir”,
“Niebla”, “La tía Tula”… hasta saborear los versos de la
generación del 27, sobre todo Lorca y Salinas. También
empezaba a descubrir a Gabo.
Desde aquel cuento, y desde aquella deriva sentimental, se inicia una época hasta los 28 años, con el matrimonio con Esmeralda, con dos hijos maravillosos, Raúl y
David, y muchas pisadas literarias que no terminaban de
hacer huella. Un veintena de cuentos (ver Arañazos),
una novela fallida, varios poemas y unos cuantos sainetes
de variedades surgían inopinadamente como fogonazos
aquí y allá. Preparé la primera recopilación de relatos,
que titulé Desenlaces de una partida, y se la pasé a mi jefe, un poco bruto: “¡Chico, pero todo eso has escrito tú!”,
y a Juan Antonio, que me regaló su análisis crítico. Por lo
demás, tuve relleno en esa década con un trabajo aburrido, universidad tardía, militancia y cargo sindical, fútbol,
más fútbol…
En 1989, una promesa incumplida para publicar una
novela por entregas en una revista, gestó mi primera obra
larga: El embrujo de una rubia platino, cuya culminación
me confirmó que podría llamarme escritor algún día venidero. Antes, bajo la inspiración de Álvaro de la Iglesia
(“Una larga y cálida meada”, “Yo soy Fulana de Tal”, “En
el cielo no hay almejas”…), había comenzado una novela
oficinesca que me animé a finalizar luego de desembrujarme de la rubia y que titulé La Marcha Nupcial, para
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hacerla aparece aquí como Arreglos para una oficina
impúdica.
Detalle del análisis crítico de mi amigo Juan Antonio
En la crisis de los treinta, ya mi matrimonio con final
no deseado, sin pareja sentimental, acabados los sueños
futbolísticos, y contactando con grupos de influencia espiritual, sucumbí a los deseos de trabajar en los Cuentos
de Luz, obra publicada cuatro años después en el ‘nuevo
mundo’ con una editorial despreocupada y una estafa del
distribuidor (mi recuerdo y agradecimiento a Antonio
Sempere, un enamorado de los libros, y a su mujer, Coca,
por la ayuda y consejos prestados para atrapar al tramposo). Incluí en ellos mi primer relato, Rosa Roja, y la edición me costó un ojo de la cara.
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Concretamente, el ‘nuevo mundo’ se localizó para mí
en Buenos Aires, donde, a los treinta y dos años, comencé
una nueva etapa profesional, fructífera, con cambio de
especialidad y repleta de retos, ya acompañado por Esther, mi musa desde un tiempo antes de aceptar temerariamente aquella oferta para cruzar el océano. En el primer viaje intercontinental de mi vida, volé para residir en
Buenos Aires durante tres meses, en los cuales se gestó el
regreso literario a mis raíces con Fábulas de Montemolín
–varios de sus relatos escritos sobre las mesas de mármol
del Café Tortoni o en la habitación 619 del Hotel Continental–, que incluían mis recuerdos de chico en el barrio
conjugándolos con gotas de fantasía y pinceladas de ternura (consecuencias de la añoranza, qué fructífero sentimiento). Después de esos meses, la aventura argentina se
prolongó por más de cinco años, época de crecimientos,
época de importantes responsabilidades, época de grandes sueños, con la venida de Eduardo, mi tercer hijo, que
nació exactamente dos años después del primer día en
que aterricé sobre las pistas de Ezeiza, un 13 de septiembre. Los aires argentinos me llenaron de aromas literarios y bebí de sus fuentes para hacerme fuerte en el relato
corto y así, casi como ejercicios, surgieron varios relatos
que he incluido en El juego de las sillas. Entre 1994 y
1995 publiqué los libros citados Epistolario de un oficinista (y aquí recibo un destello en mi memoria con un
enorme resplandor de gratitud a Nelly Quintás y Alberto
Prado, nuestros entrañables anfitriones) y Cuentos de
Luz. También participé en tres antologías, una desde
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Buenos Aires, Palabra y silencio, y dos desde Zaragoza,
en El libro de los 500 y Los 500 enamorados.
Cuando finalizaba …la rubia platino, leí “La muerte
de Iván Ilich”, del gran Tolstoi, y me inspiré para preparar unas pinceladas de una supuesta próxima novela.
Nueve años después de aquellas líneas iniciales, luego de
haber cerrado con ilusión las Fábulas… de mi ángel extraviado y de haberme ilustrado con teoría literaria argentina, aquella idea tomó vida tras unos meses de creación compulsiva. Primero se tituló La muerte del abuelo,
y más tarde, le adjudiqué a la totalidad el título de la tercera parte: Olor a Varón Dandy.
Estamos allá por 1998.
Siguiendo con el empuje compulsivo, tras dar por cerrada la susodicha novela, algún duende me sugirió escribir una novela erótica… y le hice caso. Antes de terminar
el año, nació Pronto serás mía, que envié a la que debió
ser la última (o de las últimas) convocatorias del Premio
La Sonrisa Vertical. No gané.
Regresé a España (aunque a Madrid, no a mi Zaragoza natal) al año siguiente, con el deseo de publicar en mi
tierra las Fábulas… que a ella pertenecían. Lo hice en
2001, habiendo agregado a mi currículum en el año anterior el primer premio de artículo profesional convocado
por AEDIPE, la Asociación de mis colegas de oficio como
experto en Recursos Humanos. Gracias a este éxito, comencé a colaborar en revistas especializadas y a ser invitado a congresos y seminarios. De estas actividades, conjugadas con mis experiencias profesionales, han surgido
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dos libros de relatos que unieron mi profesión y mi afición: cuentos sobre gestión de personas dentro de la gestión empresarial, agrupados en los títulos “Qué cosas tienes, Ceferino” y “Hábiles o inútiles directivos”, el primero
publicado en 2008 por el Grupo RHM de mi amigo Raúl
Píriz. También incluyo aquí con el título “EntrePersonas”
la recopilación de los artículos profesionales. Entretanto,
otros cuentos infantiles, escritos en Buenos Aires, me dieron nuevas satisfacciones: el primer premio de La Salle
(nuevamente, y ahora como padre de alumno), y la selección como finalista en el concurso de la Fundación Cabana y en el concurso internacional de cuento breve Ciudad
de México.
En 2008, recién regresado a Zaragoza, un buen amigo me involucró en la Asociación del Deporte Solidario
(ASDES, www.asdes.es), y publicó mi novela autobiográfica Jugué al fútbol, historia de una ilusión, en la que se
unen tres de mis pasiones: fútbol, literatura y desarrollo
de las personas. Cedí a ASDES los derechos de autor y
con los beneficios obtenidos unos cuantos niños sin recursos disfrutaron de un campamento deportivo en el Pirineo.
A los dos meses de mi vuelta, me asocié con los escritores aragoneses para vivir de cerca sus ilusiones, que son
parecidas a la mías. He participado en algunas tertulias
literarias, ¡cuánto enriquece la conversación, sobre todo
escuchando!, y de una de ellas surgió la creación del colectivo de narrativa mediante la Asociación Cultural 3d3
LiterArt, con Anabel y Pilar, con quienes he compartido
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dos libros de relatos, Tres de Tres y Tintas distintas,
además de realizar lecturas públicas de cuentos para
reivindicar el relato corto como género con gran futuro.
Habrá más, seguro, pero en el otro medio de la vida.
Hasta hoy, ça y est.
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Uno de mis escritos extraído del cuaderno privado en espiral
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Jugué al fútbol
…historia de una ilusión
Quinta novela
(1995 y 2004)
Índice
Pág.
Introducción .......................................................... 26
Dedicatorias .......................................................... 34
PRÓLOGO, por Javier Vázquez .............................35
PREÁMBULO .........................................................37
I. – Comienzos dubitativos .................................. 45
II. – Seguir creciendo............................................. 78
III. – Por fin, la confirmación ..............................102
IV. – De vuelta al aprendizaje .............................. 128
V. – Una consolidación buscada .......................... 150
VI. – El año clave ................................................. 170
EPÍLOGO .............................................................. 194
Para introducir esta novela, qué mejor que incluir las
palabras de la presentación. Hay párrafos que volverás a
leer en el Prólogo, pero no los elimino para ser fiel al
momento, en el Restaurante Bahía de Zaragoza, el día 1º
de abril de 2008. Ahí van.
Empezaré por los agradecimientos.
En primer lugar, el agradecimiento es a Salvador,
que se empecinó en que esta novela viera la luz… y la luz
ha visto.
También a Xavi (Aguado), porque creyó en esto desde el principio y hoy está aquí, que es la mejor manera
de demostrarlo.
A José Antonio Parra, de Gráficas Parra, por su dedicación en la confección del libro.
A Sandra y a Breaking Time, por esta portada tan
maravillosa. Por cierto, que muchas personas me han
preguntado si soy yo el chiquillo que aparece ahí, y no,
no lo soy, pero ya empiezo a decir que sí, porque casi
nadie se cree que no sea yo.
Sigo agradeciendo… a mis compañeros del fútbol, entrenadores y directivos, porque con ellos he crecido y me
han dado las experiencias para contar lo de la novela y
mucho más. Especialmente, quiero destacar entre ellos
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a los componentes de los últimos equipos de Madrid en
los que jugué, que fueron leyendo la novela conforme la
escribía y me dieron sabios consejos que mejoraron el
relato.
A mi familia, que me apoya en este oficio/afición de
escribir que tanto tiempo les roba…
Y seguro que de alguien me olvido, por lo que pido
disculpas y alargo mi agradecimiento a todas aquellas
personas que me han ayudado a ser como soy.
…
Esta novela ve la luz gracias a una de esas casualidades que parece improbable que sucedan. Conocí a
Salvador (Macías) en los años en los que transcurre el
argumento, allá por 1975-76, más o menos, cuando su
padre era presidente del C.D. Santo Domingo de Silos, y
él se apuntaba como entrenador de alevines. Ya él se
marchó de Zaragoza para iniciar sus estudios, yo seguí
otros caminos, y perdimos el contacto hasta que hace
tres años recibí un mail en el trabajo, entonces en Madrid, en el que me contaba cómo me había localizado.
Los avatares de la vida nos habían hecho desembocar
casi en el mismo camino profesional y estaba suscrito a
la revista en lo que yo colaboro con artículos sobre recursos humanos y desarrollo directivo. Inmediatamente, le llamé al teléfono que me ponía a pie de texto, y ya
seguimos en contacto intermitente hasta que me invitó a
una cena solidaria primero, y luego a reuniones en las
que empezaba a gestarse ASDES. En una de ellas, en el
restaurante Trier, con su habitual habilidad para invo-
27
lucrar en proyectos humanitarios a cualquiera que se le
cruce por la acera, propuso una ronda de intervenciones
para que cada uno expusiéramos lo que podríamos hacer por esa causa. A mí no se me ocurría nada, hasta
que recordé que el último cajón del último armario de mi
estudio guardaba el ejemplar de una novela que tenía
que ver con lo que Salvador había expuesto que le gustaría que ASDES impulsara: el deporte como escuela de
valores. Así que ahí que lo lancé, Salvador lo cogió al
vuelo, y Xavi Aguado, que también andaba por allí, remató la jugada como alguno de los cabezazos suyos que
terminaban en la red, ofreciéndose para presentarla,
como así hizo en abril pasado.
Pero quiero irme un poquito para atrás en el tiempo
y compartir con vosotros la génesis de esta novela. Hace ya varios años, viviendo en Buenos Aires, veía en televisión una serie titulada “Ricardo Rojas, D.T. (Director
Técnico)”, que narraba las peripecias de un jugador de
alto nivel convertido en entrenador de un equipo base.
Hubo una escena en la cual un representante de futbolistas hablaba con un muchacho adolescente. Después de
alabarle sus virtudes, el hombre le comunicaba:
–Mirá lo que te conseguí, ché…. que te acepten para
una prueba en las inferiores de River.
Recordando mis tiempos en los que pude vivir una
conversación parecida, estuve a punto de soltar una
lágrima que acompañara al escalofrío de la espalda.
…
Este fue el punto de partida de la novela.
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También coincidía en ese momento que mi hijo Raúl
comenzaba sus andanzas futbolísticas, y se mezclaron la
nostalgia del recuerdo con el amor de padre para provocarme una sensación agridulce entre lo que fue, pudo ser
y podría suceder.
El fútbol, su práctica, ha formado parte importante
de mi vida, pero no sólo como afición y entretenimiento,
sino como crecimiento y evolución en este mundo de
cuerdos y locos. No sé si me llevó hacia la cordura o hacia la locura, pero sí estoy seguro que me trajo hacia el
lado donde hoy me encuentro.
Después de aquella emoción frente a la pantalla, comencé a escribir unas líneas para dejar constancia a mis
hijos de aquellas peripecias, logros y fracasos, que me
dio la pelota, su gente y su entorno.
Lo titulo “Jugué al fútbol”, porque así fue, y le añado
“... historia de una ilusión” porque así lo sentí. En la
mayoría de las ocasiones, cuando vivimos el crecimiento
de un sueño, es difícil percibirlo tal como se produce
porque no tenemos perspectiva. Con el paso del tiempo,
se haya cumplido o no, su recuerdo se acerca más a las
sensaciones que a los hechos y entonces sí es una ilusión.
Dice García Márquez, en el prólogo de su autobiografía,
que la propia historia no se escribe tal como ha sido sino
tal como la recordamos, que quizá no tenga nada que
ver con los hechos verdaderos sino con esos sentimientos
y sensaciones que hemos guardado, tan tergiversados a
veces que testigos de nuestra vida serían incapaces de
reconocerlas si las leen tal como las contamos.
29
El fútbol, como práctica, se convierte no sólo en un
deporte, es también un estilo de vida que genera formas
de relacionarse, pautas de comportamiento, metas personales, valores de actuación... que marcan la evolución
de una existencia.
Así, como futbolista, he vivido esas influencias que
sólo son perceptibles con el paso y el poso del tiempo.
Mientras he escrito estas páginas me he preguntado:
¿sería yo de otra manera si no hubiera jugado al fútbol?,
¿cómo respondería ahora a las situaciones de mi vida si
en mi época de crecimiento no hubiera jugado al fútbol?... ¿sería mejor, peor o distinta persona? Son preguntas retóricas, no hay respuesta posible, pero gracias
a ellas he sido capaz de entender esa gran influencia que
hoy siento sobre mi realidad.
He aprendido del fútbol, no sólo técnicas de dominio
de balón, estrategias, tácticas, reglamentos o normas.
He aprendido a situarme dentro de un equipo, a reconocer la autoridad, otorgada o no, a relacionarme con los
demás en momentos de presión, a conocerme más en el
esfuerzo o en la pereza, a saber discernir maneras de
actuación según el momento, a ser líder ante iguales, a
negociar, a dirigir. He aprendido las sensaciones de
logro, de triunfo y fracaso, de envidia, de orgullo, de
pertenencia, de equidad o inequidad, de recompensa.
Fueron años que coincidieron con el despertar de una
sociedad que no quería estar dormida, el salto a la democracia, a la esperanza… Momentos en los que se gestaban logros que sólo somos capaces de ver treinta años
30
después. José Antonio Marina, un filósofo reconocido,
dice que para educar a un niño hace falta toda la tribu.
Mi tribu se configuró, entre otras influencias, con las
carreras burlando a los “grises”, con los coletazos de la
gente del régimen que se resistía a desaparecer, con las
lecciones de democracia de los que volvían de la clandestinidad… y con mis amigos del fútbol. Una época con
campos de tierra y piedras, con equipajes de algodón y
números en skay, con vestuarios precarios, con redes
que había que quitar después de los partidos porque si
no te las robaban, con las botas y los árbitros todos de
negro… con el Zaragoza Deportiva en lunes para saber
qué había pasado el domingo en la liga, porque Estudio
Estadio se transmitía los lunes por la noche (no daba
tiempo antes)…
En fin, es una novela que tiene un poso nostálgico
como cualquiera que se adentra en los años de atrás.
Además, todas las generaciones creemos que la nuestra
es la mejor, siempre decimos cuando ya no somos jóvenes “es que estos chicos de ahora…”, y no es verdad, cada
época es diferente, ni mejor ni peor… pero la mía me sirve a mí y es la que defiendo, la que viví y la única que
puedo enseñar a la generación siguiente.
No es una novela de hazañas deportivas ni de cotilleos de vestuario. Leído como si no la hubiera escrito
yo, encuentro una reflexión de un hombre maduro con la
crisis de los cuarenta, en la que ve que pierde aptitudes
físicas, se va a buscarlas en la nostalgia de su juventud y
encuentra a unos cuantos maestros que le han ayudado
31
a ser quien es… así que se lo toma como un antidepresivo
para superar ese salto hacia años de menos músculo y
más corazón.
Quise profundizar más en esas enseñanzas que aquella práctica del fútbol en esa época determinada me proporcionó. Como decía antes, los años te dan una perspectiva diferente de las cosas. Debido a mi experiencia
profesional, aprendí a entresacar enseñanzas de los hechos que la vida te va presentando para que se conviertan como en un libro de texto que te hace reflexionar y
acelerar tu crecimiento.
La intención de la novela fue contar a mis hijos mis
andanzas futbolísticas, pero mientras la iba escribiendo,
un compañero de trabajo que iba leyendo los capítulos,
me aconsejó extraer “píldoras de conocimiento” que llaman los consultores para ir colocándolas conforme cada
hecho de los que contaba me reportaba. Lo cierto es que
vivimos muchas experiencias que sin querer nos van dejando una huella indeleble. En mi rol de tutor de futuros
directivos, siempre intentaba que los pupilos fueran buscando experiencias que les dieran enseñanzas, y trataba
después de hacerles reflexionar sobre ellas, porque la
verdadera experiencia, la que sirve para la vida, no se
nutre de las cosas que vivimos, sino de las que reflexionamos.
Ahora tenemos un ejemplo muy reciente en Pep
Guardiola, con el que dicen que ha demostrado que la
experiencia no es imprescindible para ser tan excelente
entrenador. No estoy de acuerdo con quienes afirman
32
esto, porque Guardiola es joven, pero tiene mucha experiencia, más que personas que le doblan la edad, porque
estoy seguro que cada uno de los hechos que ha sabido
vivir lo ha desmenuzado para aprender a sufrir y para
aprender a crecer… además de otras cualidades muy
deseables para ser líder, como la humildad, la constancia, y la exigencia.
Para terminar, os quiero leer otra opinión sobre este
libro. Además, me sirve para agradecer y homenajear a
su autor, Javier Vázquez, que no ha podido estar hoy
por aquí. Javier ha escrito el prólogo de la novela, con
un ejercicio de ternura que será calificado con Matrícula
de Honor.
33
Mi agradecimiento a todos y cada uno de mis compañeros, entrenadores y directivos que formaron
parte del sueño que los canteranos del fútbol creamos mirando al futuro. Desde los años jóvenes nada
tiene que ser imposible, el camino está por construir y cada señal puede ser el augurio del éxito...
que ya será palpable si con esas miras conseguir
mejores personas. Entre todos los participantes nos
influimos y conformamos así una “casta” reconocible por el espíritu de superación, de colaboración y
compañerismo. Gracias, amigos.
Mi agradecimiento especial a Salvador Macías
por dos razones principales:
1ª ) Por haberse empecinado en que esta novela
viera la luz en las mejores condiciones de publicación y divulgación.
2ª) Por haber empujado y empujado y empujado
para que su proyecto del Deporte Solidario se cimente cada día un poco más, dando un gran
amor a quienes más lo necesitan en la mejor
forma posible: ayudando a su subsistencia, educación y desarrollo.
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Prólogo
Siempre he pensado que uno de los mayores tesoros
del ser humano es la ilusión, especialmente si esa ilusión
la comparte con los demás. Y es que sin ilusión no existirían los sueños y, sin sueños, no habría metas que alcanzar ni serían posibles esos pequeños logros cotidianos,
esos escalones invisibles que conducen hacia la cima de
un sueño. A veces se alcanza, a veces no; pero en uno y
otro caso es la ilusión la que mueve, la que da vida a la
vida de cada uno.
Por eso este libro rezuma vida; porque es la historia
de una ilusión, la de un sueño que se toca con los dedos.
Pero además es la historia de un sueño cercano, la aventura vital escrita en primera persona que podría cambiar
de nombre y ser la de uno mismo; con sus esfuerzos, sus
reveses, sus logros, sus sacrificios...
Esta es una historia de fútbol, pero también una historia cotidiana; de sueños y de ilusiones. De cómo el deporte se convierte en una escuela de valores para la vida y
de cómo el auténtico fenómeno social del balón está lejos
de las grandes estrellas mediáticas internacionales para
hacerse mucho más reales en la base, en la dedicación
desinteresada y la superación anónima.
Es la historia de Prades, de José Antonio; de un escritor valiente que se atreve a pensar a dónde pudo haber
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llegado y a dónde quiso llegar; de una ilusión que continúa treinta años después. Una ilusión con el aroma a
chocolate del primer balón de tiras de cuero; del color
sepia de las primeras fotos junto a un patinete y con un
balón de caucho bajo el brazo. De los primeros fichajes;
de los campos de tierra, la primera camiseta, la primera
vez en la Romareda... Una historia que habla de la pasión
por divertirse con todas las caras del fútbol; de cómo un
jugador puede ser entrenador, del valor del jugador en el
banquillo, con su interés, con su ilusión, con el sufrimiento de la banda... Del valor de la amistad y del trabajo en
equipo, del deporte que construye sueños, sentimientos,
superación, esfuerzo, coraje, iniciativa y compromiso.
En definitiva, ésta es la historia de todos los que alguna vez jugamos al fútbol. Pero más que eso. Es la voz
que reivindica el deporte como una escuela; como una
enseñanza para la vida; como un revulsivo para volver a
creer en la ilusión.
Javier Vázquez, periodista
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PREÁMBULO
Hace varios años, viviendo en Buenos Aires, con el
ambiente futbolístico caldeado ante el enésimo enfrentamiento entre Boca y River, veía en televisión una serie
titulada “Ricardo Rojas, D.T. (Director Técnico)”, que
narraba las peripecias de un jugador de alto nivel convertido en entrenador de un equipo base. Prestaba atención
a una escena en la cual un representante de futbolistas
hablaba con un muchacho adolescente. Después de alabarle sus virtudes, el hombre mayor, con silencio de suspense al efecto, le comunicaba:
–Mirá lo que te conseguí….
Silencio muy largo y toma de la cara expectante del
muchacho…
–Que te acepten para una prueba en las inferiores de
River.
Quiero entender que el deseo del guionista, director y
actores era darle realce de ilusión y sueño a esta escena.
Quiero entenderlo así porque en mí lo lograron y a punto
estuve a punto de soltar una lágrima que acompañara al
escalofrío de la espalda.
…
Este es el punto de partida de la novela.
También coincidía en ese momento que mi hijo Raúl
comenzaba sus pinitos futbolísticos, y se mezclaron la
nostalgia del recuerdo con el amor de padre para dar co-
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mo producto una sensación agridulce entre lo que fue,
pudo ser y podría suceder.
En un momento de mi vida, me encontré en una situación similar, con un futuro prometedor ante una propuesta de jugar en un club cantera del Real Zaragoza, mi
ciudad y mi equipo, club que dio incluso un internacional
a la selección española. Así, rememoraba ante aquella
escena televisiva una situación olvidada que me causó un
gran impacto en su día.
El fútbol, su práctica, ha formado parte importante de
mi vida, pero no sólo como afición y entretenimiento, que
también, sino como palanca de crecimiento y evolución
en este mundo de cuerdos y locos. No sé si me llevó hacia
la cordura o hacia la locura, pero sí estoy seguro que me
trajo hacia el lado donde hoy me encuentro. Cada momento encierra una enseñanza, que puede ser distinta
para cada uno de los protagonistas. A lo largo de los párrafos, he reflexionado sobre qué he aprendido y voy a
compartir con usted lo que he extraído de momentos especiales. Cuando ocurría no lo percibí así, pero al cabo de
los años todo tiene un tamiz diferente.
Después de aquel golpe emocional frente a la pantalla,
comencé a escribir unas líneas para dejar constancia a
mis hijos de aquellas peripecias, logros y fracasos, que me
dio la pelota, su gente y su entorno. Fue el primer proyecto, más íntimo y personal, que quedó varado en el
tiempo por falta de dedicación necesaria... pero no se borró de mis intenciones…
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En estas páginas recobra vida esa historia de un futbolista anónimo, nacida en la intrahistoria de un ámbito
deportivo que miles de personas aman, odian, disfrutan,
sufren... viven... como un sentimiento tan difícil de explicar siquiera con imágenes y menos con palabras, reglamentos, normas o argumentaciones pseudo–psicológicas.
Lo titulo “Jugué al fútbol”, porque así fue, y le añado
“... historia de una ilusión” porque así lo sentí. En la mayoría de las ocasiones, cuando vivimos el crecimiento de
un sueño, es difícil percibirlo como tal en toda su dimensión porque se inmiscuyen hechos que lo desvirtúan. Con
el paso del tiempo, háyase cumplido o no, su recuerdo se
acerca más a las sensaciones que a los hechos y entonces
sí es una ilusión. Dice García Márquez que la propia historia no se escribe tal cómo ha sido sino tal como la recordamos, que quizá no tenga nada que ver con los hechos verdaderos sino con esos sentimientos y sensaciones
que hemos guardado, tan tergiversados a veces que testigos de nuestra vida serían incapaces de reconocerlas si las
leen tal como las contamos. Por eso, quizá usted lea hechos que puedan parecer más o menos documentados,
más o menos creíbles... y no niego que lo sean, pero no he
consultado ningún fichero, sólo el esfuerzo de mi memoria ha ido soltando del fondo de sus baúles todas las vivencias que han dejado huella por alguna rendija de mi
alma.
Querría haber tenido en mi recuerdo otros datos, pero
al terminar el relato no me siento frustrado, porque todo
lo que cuento es suficiente para mi deseo: mostrar cómo
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un deporte de equipo, transformado en fenómeno social,
es capaz de involucrarse en una historia personal hasta el
punto de condicionar su futuro. Pero, por favor, no piense en esos grandes titulares que acompañan la parafernalia mediática del fútbol. El fútbol se conforma con esos
miles (¿millones?) de clubs y de muchachos (ahora también muchachas y ¡qué bien) entregados a una práctica, a
una afición o a un sueño que van creciendo en el amparo
de ese ambiente oculto a los rótulos destacados, en un
barrio, en un pueblo, en campos de tierra y piedras. El
fútbol en su más amplia dimensión se compone de partidillos en los potreros (me permito asumir el término argentino), en los patios de los colegios, en los campos sin
vallas ni redes, en las competiciones locales, donde toma
incluso más significado que en los grandes estadios y
campeonatos mundiales. El fútbol, como práctica, se
convierte en un estilo de vida que genera formas de relacionarse, pautas de comportamiento, metas personales,
valores de actuación... que marcan la evolución de una
existencia.
Así, como futbolista practicante, he vivido esas influencias que sólo son perceptibles con el paso y el poso
del tiempo. Mientras he escrito estas páginas me he preguntado: ¿sería yo de otra manera si no hubiera jugado al
fútbol?, ¿cómo respondería ahora a situaciones de entornos sociales y laborales si mi crecimiento se hubiera producido alejado de esa actividad deportiva?... ¿sería mejor,
peor o distinta persona? Son preguntas retóricas, no hay
respuesta posible, pero gracias a ellas he sido capaz de
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entender esa gran influencia que hoy siento sobre mi
realidad.
He aprendido del fútbol, no sólo técnicas de dominio
de balón, estrategias, tácticas, reglamentos o normas. He
aprendido a situarme dentro de un equipo, a reconocer la
autoridad, otorgada o no, a relacionarme con los demás
en momentos de presión, a conocerme más en el esfuerzo
o en la pereza, a saber discernir maneras de actuación
según el momento, a ser líder ante iguales, a negociar, a
dirigir. He aprendido las sensaciones de logro, de triunfo
y fracaso, de envidia, de orgullo, de pertenencia, de equidad o inequidad, de recompensa.
Jugué al fútbol durante más de treinta años, desde la
infancia hasta la madurez, con ese paso que marca los
cauces de cada época: aprendizaje, superación, autoestima, confirmación, integración social, autorrealización... y
finalmente, divertimento, juego, mantenimiento físico...
A usted le presento los primeros años, de benjamines a
juveniles, las categorías inferiores, donde el influjo se
ampara en la ignorancia inconsciente. Mientras transcurre, ni siquiera percibes que lo tienes ahí, y precisamente
es cuando más huella deja. Ahora puedo observar, con
esa perspectiva que proporciona el paso de los años, aunque teñida por el velo de los espejismos, con el reflejo de
lo que fue, lo que no fue y de lo que pudo ser y no fue, los
hechos que condicionaron cada una de las etapas de mi
desarrollo, desde el tímido acercamiento a la competición
hasta el apogeo del crecimiento en el último año como
futbolista de cantera. Esas temporadas se fundamentan
41
en la “ilusión“ del título de la novela, que fue creciendo en
intensidad conforme los pequeños triunfos se acumulaban.
Después de seis años de evolución futbolística, mi
propuesta del destino se ciñó a una conversación entre
dos chavales de dieciocho y diecinueve años, en un restaurante de la Avenida de Goya, en Zaragoza.
Jordi había jugado conmigo desde mis inicios como
alevín, primero en el C.F. Europa y después, en el C.D.
Santo Domingo de Silos. Destacaba con cualidades innatas y los especialistas le auguraban un futuro prometedor.
En su segundo año de juveniles, el C.F. Endesa de Andorra (Teruel), el segundo club en importancia en Aragón
después del Real Zaragoza lo había fichado como joven
promesa para incluirlo en su equipo, con aspiraciones
hacia la Segunda División. Más adelante, de ese club salieron Pascual Sanz y Belsué hacia el estrellato futbolístico de Primera con la camiseta del Zaragoza, e incluso con
la internacionalidad consolidada para Belsué.
Desde hacía casi dos años, había perdido el contacto
personal con Jordi, pero seguía sus progresos a través de
la prensa deportiva. Recibí una llamada telefónica suya:
–José Antonio, te parece que quedemos para charlar
un momento. Tengo que hablarte del Endesa.
Intuí que detrás de esa cita se ocultaba una propuesta
importante que no me quiso concretar. Aún siento ahora,
al escribirlo, la misma sensación de vértigo que me dominó por unos minutos después de colgar el teléfono. No se
lo dije a nadie, lo guardé en lo más profundo de mis sue-
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ños... y al día siguiente me dirigí al restaurante donde
habíamos quedado, a la una de la tarde.
Jordi trabajaba con su familia en una carnicería del
mercado Hernán Cortés desde tempranas horas de la
mañana para cumplir con su horario laboral y tener las
tardes dedicadas a entrenar en Andorra, con el Endesa.
Cuando lo vi sentado en una mesa del fondo, ya había
terminado el segundo plato.
–Salgo en media hora para el entrenamiento. Siéntate, anda, y pídete algo.
Llevando el refresco a mis labios, noté cómo me temblaban las manos. Jordi seguía comiendo y no soltaba la
prenda que debía entregarme.
–¿Qué tal el Silos? Sé que este año vais mucho mejor.
¿Subiréis a la Nacional?
Supongo que le contesté con las trivialidades propias
de las entrevistas a futbolistas. No me atrevía ni a mirarle a los ojos porque los nervios me hacían sumergirme en
un mar de expectación.
Por fin...
–Hablo en nombre de Pedro Lasheras, ya sabes, mi
entrenador.
–Sí, lo conozco de oídas.
–Ya estamos preparando la plantilla del año que viene
y Pedro nos ha pedido a los que vivimos en Zaragoza que
le recomendemos jugadores de primer año para ir haciendo cantera.
–Es lo normal. Ojalá todos empezaran con esta anticipación.
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–Bien, pensé en ti, se lo comenté, me dijo que algo sabía de ti y... vengo a proponerte una reunión con la directiva para que fiches con nosotros. ¿Qué te parece?
–...
En un segundo eterno, con el aire contenido, pasaron
por mi mente los años de escalada hasta llegar a ese momento...
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I.– Comienzos dubitativos (...hasta 1974)
La primera prueba documental de mi relación con un
balón de fútbol aparece en una fotografía de cuando tenía
dos años, en blanco y negro, en el corral de mi casa, mi
hermana al lado sobre un triciclo y yo subido en un patinete con el esférico bajo el brazo, un balón de caucho,
gordo y feo, pero con grandes posibilidades de ser pateado en cualquier parque de la ciudad. Corría el año 1963,
empezaba a gestarse el mejor equipo del Real Zaragoza y
el Real Madrid glorioso aún vivía su resaca de tantas Copas en Europa. Con esa edad poco se puede adivinar de
aficiones, habilidades y futuros más o menos venturosos,
pero... ¿aquella fotografía era un augurio? Creo que no,
porque igual podía haberme aficionado a los toros, sobre
lo cual, dos años después, aún recuerdo una muleta cosida por mi madre y un estoque de madera fabricado por
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mi padre como juguetes de importante aplicación, que
pulularon por la casa con grave riesgo de que mi hermana, un año menor, pudiera ser lesionada en un arranque
con espada para entrar a matar, actividad muy proclive
entre ella y yo en aquella época de celos entre sexos.
Todo tiene que ver con mi padre. A caballo entre los
40 y 50, con el racionamiento y la España negra, aquel
joven pretendía salir del reparto de morcillas apelando a
las ocupaciones entonces de fama: o futbolista o torero.
Él siempre me dice que no tuvo tiempo ni padrino para
llegar a algún sitio, porque siempre, siempre, y en aquel
tiempo de corruptelas y amiguismos todavía con más razón, era necesario que una persona importante hablase
bien por ti ante quien debía tomar decisiones sobre tu
futuro. Quizá tenga razón, aunque sólo sea porque es mi
padre, pero lo cierto es que le brillan los ojos cuando me
cuenta que llegó a ser probado por el Celta, un Tercera
División de aquella época en Zaragoza, y que llegó a matar algún novillo. Al fútbol jugaba de portero, en el Atlético San José, especializado en parar penaltis por aguante
al tirador. Se entrenaban en el sótano de una casa, con
las porterías dibujadas en una pared comida por el moho.
Sobre los toros cuenta que su mayor habilidad era entrar
a matar, porque de repartidor de morcillas pasó a carnicero y trocear la ternera en el tajador le daba miras del
camino por el que debía meter el estoque.
Si no el éxito, sí le quedó la afición y en su rol de padre
quiso transmitirla a su primogénito (yo). Así que como
espectáculo multitudinario, ya en entorno real, mi primer
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recuerdo se enmarca en el Coso zaragozano de la Misericordia, en un vomitorio de andanada. Habíamos bajado
de nuestra localidad por culpa de mi insistencia pesada
cuando toda la grada estaba concentrada mirando a ese
señor vestido tan raro que llevaba una manta para enredarse con un toro negro y gordo. Al dejar la grada, antes
de colarnos por el pasillo, se oyó un enorme
“oléeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee” que hizo a mi padre irse hacia el otro lado para ver una serie de naturales. Y yo, tirando del pantalón de mi progenitor porque me hacía pis,
y él, bastante enfadado por mi inoportunidad, apurando
esos muletazos de El Cordobés antes de llevarme al mingitorio. Probablemente, habría intentado yo suerte en el
arriesgado arte de la tauromaquia, pues decía mi padre
que tenía maneras y temple cuando el vecino Melendo me
embestía con su toro de cartón con ruedas en la Plaza
Utrillas. Debo decir que ese arte me gustaba, no sé si por
el morbo de la cogida o por la elegancia de los movimientos, pie sujeto al suelo, giro de hombros y cintura, gallardía frente a la muerte. Pero quiso alguien que el gobernador civil emitiera una orden taxativa para prohibir el
acceso al espectáculo taurino a los menores de catorce
años, edad para la que me faltaban casi nueve. Así, siendo obedientes a tan alta autoridad (no cabía otro remedio, salvo “enchufe” con el poder), abandonamos las visitas a la arena circular para cambiarla por el rectángulo de
césped. Bonito trueque... la muleta por el cuero...
Don Gregorio, Goyo familiarmente, a la sazón mi padre, también era socio del Real Zaragoza, y acababa de
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vivir la euforia de Los Magníficos (¿quién le iba a decir
entonces que, quince años más tarde, su hijo iba a jugar
contra algunos de ellos y nada menos que marcando a
Isasi y persiguiendo a Violeta?), aquel gran equipo irrepetible que se creció sobre todos los obstáculos, salvo los
equipos de la capital, Real y Atlético de Madrid, protegidos del Caudillo, según los aficionados "enterados". Era
tan grande aquella pasión de mi padre que me enseñaba
enorgullecido una profunda marca en su pelvis por la herida que se hizo al volver desde La Romareda a casa en el
descanso de un partido, pues estaba lloviendo, se vino a
buscar un impermeable y, por acortar camino para no
perderse ni un minuto de la segunda parte, quizá algún
gol de cabeza de Marcelino, se metió por las vías del tren,
se enredó con ellas, se cayó y se clavó el manillar de la
Lambretta en el muslo.
En la reverberación de aquellos éxitos, aún sin pagar
un duro porque con seis años entrábamos gratis, me llevó, ya en coche, primero un Renault 4–4, luego un Seat
600, al flamante campo del equipo de sus amores. Eliminatoria de Copa, rival: Europa (también premonitorio el
nombre, como luego se verá), de Tercera División. Porteros del Zaragoza: Alarcia y Rodri, sustitutos del gran Yarza. Resultado: ¡perdimos en casa, 1 a 2!, igualdad en la
eliminatoria, desempate en Valencia, tierra de mis tíos,
qué risa se llevaron, y apeado el Zaragoza de la Copa.
Gran tragedia, jugando como campeones vigentes de
aquel trofeo del Generalísimo.
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Pudo ser por aquel fracaso en mi primera aventura
futbolística o por mi carácter eternamente volador... Ante la falta de mi atención a las jugadas (me despistaba
persiguiendo cualquier hormiga o lagartija) a pesar de
colocarnos en primera fila, al lado del césped, y ante la
obligada vigilancia que debía ejercer mi padre con la consiguiente pérdida de algún ¡uy!, me "desapuntó" como
abonado infantil después de un susto en el camino a un
partido. Lloviendo a mares, mi padre calculó mal la frenada del 600 y nos dimos nada menos que contra un
Dodge Dart, ocupado por una alterada señora gorda que
tuvo la desfachatez de increparnos con sorna: “Pero si
casi nos tiran ustedes al canal”. El lastimado Dodge se
llevó a casa un ligero arañazo en su paragolpes cromado...
y nosotros una aleta tan hundida que su roce con el neumático nos impidió seguir el camino hacia La Romareda.
Mi padre se asustó por mí, que acabé algo mareado por el
golpe, pero aún nos fuimos caminando para el campo a
ver el partido contra el Sevilla, dejando el coche magullado encima de la acera.
Ya no volví como abonado a La Romareda hasta muchos años más tarde, aunque algunos antes, como ya contaré, pude hacerlo como jugador.
Y se veía que lo mío no era mirar fútbol sino practicar.
Mientras los espectadores seguían con emoción los avatares del partido, yo deambulaba por las inmediaciones de
la valla blanqueada, buscando en el suelo una hormiga o
una lagartija para entretenerme mientras “esos señores
gritaban”. Debo agradecer los esfuerzos de mi padre por
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inculcarme algo de pasión hacia su deporte favorito. Quizá consiguió algo por mi subconsciente, pero su hijo no
era un adelantado de luces para la observación de habilidades futbolísticas.
Ahora bien, aunque en el campo seguía despistado
cuando toda la grada vociferaba un gol, si lo marcaba yo,
la repercusión era muy diferente... pero que muy diferente. Había comenzado ese curso en La Salle Montemolín,
en párvulos, con don Antonio como profesor, un hombre
espigado con demostrada afición por el balompié. En los
recreos, nos preparaba partidillos de veinte contra veinte
en un pasillo de cemento que debía tener cinco metros
por treinta. Allí corríamos toda la clase como una marabunta de enanitos corriendo detrás de algo que se suponía un balón. Disfrutaba él más que nosotros, apartándonos en su carrera, chocando con hombros y cabezas,
agitando los brazos para llegar hasta la portería contraria,
pero su gozo no era nada comparado con el mío cuando
había penalti. En cuanto se oía su voz: “¡Penalti, eso es
penalti!”, decenas de manos se levantaban pidiendo: “¡Yo
lo tiro! ¡Lo tiro yo! ¡Me lo pido! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!”, y entre
ellas las mías, buscando el protagonismo sobre los cuarenta y uno del campo. Algo bien le caía yo a don Antonio
porque varias veces era el elegido. Todos los chicos se
echaban hacia atrás, en el pasillo sólo yo con las paredes y
el portero, pitido del profe, carrera corta y... ¡golllllll!
¡Qué sensación de triunfo, gritarlo, agarrarme a los compañeros, correr golpeando manos...! Un dios, vamos...
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Así, uno y otro día, entre partido y partido empezaban a
gestarse semillas de mi futuro como lanzador de penaltis.
Aquello fue en párvulos, que luego, en primero y segundo, ya sin el apoyo del profesor, porque nuestro curita, el Hermano Vicente, no mostraba ninguna afición por
la pelota, me convertí en capitán de uno de los equipos de
la clase. A la hora de elegir lugar en el campo, se llevaba
con mucha importancia jugar de portero y, con el antecedente de mi padre, me coloqué en esa posición durante
varios recreos... pero los resultados enseguida me dijeron
que lo mío no eran los palos sino los remates. No puedo
concretar en qué posición jugaba, porque aquello era tanta revolución como la del pasillo de párvulos, pero mi
querencia iba hacia la delantera, a meter goles como un
poseso, abusando del regate y del disparo. Todavía tengo
un recuerdo marcado, y bien marcado, de aquel exceso de
celo, producido por un largo deslizamiento por el cemento después de un remate de cabeza en plancha, que acabó
en gol... y “cuquera” tras frenar contra una pared estucada con piedrecitas... precisamente con el apéndice rematador... o sea, como consecuencia, sanación por el Hermano Adolfo, hoy beato, y dos grapas en la Casa de Socorro, para mayor susto de mi madre y cierto orgullo contenido de mi padre. ¡Qué famosas fueron las rivalidades
entre aquellos dos equipos de segundo A, con Michel López Moliner de capitán enemigo! Y no me podía imaginar que, siete años más tarde, aun habiéndose ido del
colegio de La Salle aquel año y perderle la pista, ese mu-
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chacho iba a ser compañero de mi primer éxito futbolístico.
Mientras tanto, con la economía dura, donde los productos avanzados no te llegaban si no tenías un gran poder adquisitivo o un familiar más allá de los Pirineos,
suspirábamos por conseguir enseres futbolísticos similares a los de “alto nivel". Tuve suerte respecto a mis compañeros y amigos, porque pude obtenerlos gracias a los
desvelos de toda la familia...
Hubo que ir a buscar el paquete a Correos, allí remitido por el hacedor de sueños llamado "Chocolates Zahor",
previo envío de los cupones de sus tabletas. En mi casa
debieron comer chocolate hasta mis dos abuelos, que en
paz descansaban, ante la insistencia mía para obtener la
cantidad necesaria. Fue un balón de cuero, con tiras, aún
no se habían inventado los hexa–pentágonos, lo que con
el tiempo le dio una tendencia más hacia la cuadratura
que hacia la esfera. ¡Cuánto me duró ese balón!... a pesar
de sus descosidos, siempre reparados por zapateros especializados en el remiendo de aquellas tiras de cuero. En
el segundo envío, llegaron unas botas de plástico, negras
(todas las botas eran negras), de punta muy redondeada y
con travesaños en la suela en lugar de los tacos, y que a
mí, supongo que por eso del proveedor, me olían a puro
chocolate. Sudaba mucho el pie con esas botas, pero
¿quién no se las calzaba para emular a los grandes de la
Liga? Y cuando mis padres percibieron mi gran ilusión
por esos objetos, decidieron completarla. Mi madre
compró un jersey blanco de piqué, símil camiseta del Real
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Zaragoza, un escudo al efecto, y un número 9 de skay para coserlo en el dorso, por elección de mi padre: "mira,
como Bustillo, a ver si marcas tantos goles". Bustillo era
el “ariete” del Real Zaragoza, palabra que no conocía y
que, al estar el chico haciendo la mili, identifiqué como
algún cargo militar. Cuando salía a la calle equipado, con
el balón de cuero bajo el brazo, envidiado por todos, comenzaba la fantasía: ¿y si esa salida la hiciera algún día
en uno de esos estadios que aparecían en la tele repletos
de gente?
Así llegaba imaginando mi triunfo a la plaza de la estación de Utrillas, terminal de un tren carbonero que llegaba desde dicho pueblo turolense. Rodeando a una estructura hexagonal embaldosada que albergaba una fuente, bancos y parterres mal cuidados, se extendía un terreno de grava que se convertía en el sucedáneo del mayor estadio del mundo. “Echando pies”, formábamos los
equipos para corretear detrás de mi balón (así quedó de
pelado) entre porterías formadas por árboles o por líneas
de tiza en los muros. Nos arriesgábamos a romper los
cristales de la estación, pero sabíamos correr muy bien
para escaparnos de don Benito, el cuidador de las instalaciones. Más de una vez el partido se dio por terminado
con los gritos de este hombre, que nos mandaba con
energía a jugar a La Granja, otro terreno cercano que no
tenía cristales, pero tampoco paredes, y sí muchos baches
que nos destrozaban los tobillos. En cuanto se calmaba,
volvíamos a sus dominios desafiándole con la valentía de
fornidos jugadores.
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En el colegio seguíamos organizando nuestros retos
en los recreos, entre clases de tercero y cuarto, con un
ambiente competitivo que los Hermanos observaban con
distancia. Aunque, a pesar de ese recelo, prepararon
unos partidos de fútbol para inaugurar el cubrimiento de
brea del patio más grande del colegio; el primero de ellos,
entre alumnos de Bachiller Superior contra los profesores
–pude comprobar qué malo era el mío, entonces de tercero, a pesar de lo fanfarrón que se ponía en clase–, y arbitrado por Ocampos, delantero del Zaragoza de aquella
época. Mi primer y único autógrafo fue el de este futbolista paraguayo, que me firmó en la entrada al partido, de
cinco pesetas, cantidad para ayudar a alguna causa justa
de los Hermanos en las misiones. Extrañamente, nunca
he tenido un ídolo ni me ha gustado ir a pedir autógrafos
ni fotografías a las personas famosas. Tampoco tuve una
referencia clara a modo apasionado. Sí, admiraba a Violeta, a Beckenbauer, luego a Pereira, y más tarde a Baressi
y a Hierro, jugadores todos de mi posición final en el
campo, defensa libre, pero nunca he suspirado por llevar
su número, o su nombre, o conocer su historia particular.
Bueno, un poco con el 14 de Cruyff y el 10 de Maradona.
El segundo partido de la sesión estuvo protagonizado
por el equipo alevín del colegio... el equipo oficial, el representativo en la Liga escolar. Desde aquel momento,
me quedó clavado el deseo de formar parte de él, de vestirme su camiseta, de salir al campo entre los aplausos de
mis compañeros... Pero en los tres años que duró aquel
equipo, no conseguí que los profesores García y Yus, se-
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leccionadores al efecto, se fijaran en mí. Me esforcé en
cada recreo, sobre todo cuando ellos pululaban cerca, corría más de la cuenta, gritaba para que me pasaran, regateaba hasta hacerme un lío con las rayas del suelo... y nada, no contaron conmigo. A pesar de mi pinta externa de
"niño bueno", por dentro empezaba a bullir un competidor nato que deseaba demostrar sus cualidades. ¡Cuánta
frustración y coraje sentía al verlos entrenar con su chándal azul y amarillo, todos conjuntados, y jugar partidos
con árbitro, vestidos con un equipaje tan original, de camiseta negra, con raya diagonal blanca muy brillante y la
L, de La, arriba a la izquierda, y la S, de Salle, abajo a la
derecha! Cierto desquite tuve poco tiempo después, pero
hoy debo reconocer que los seleccionadores acertaron, a
pesar de aquella rabia tan interna que nadie supo. No
tenía sitio en ese equipo.
Los obstáculos no están puestos para impedirnos el paso, sino para que busquemos cómo superarlos. Muchas
veces esperamos como observadores que alguien decida
por nosotros, que nos elijan para algo porque creemos
merecerlo. Y como no nos eligen nos rebelamos contra
esa arbitrariedad del destino. Entonces, la rebelión sólo es buena si nos sirve como acicate para demostrarles
que no tienen razón, que se han equivocado, que a la
próxima no tendrán más remedio que contar con nosotros. Ahora bien, si la convertimos en una queja perpetua hacia el infinito y nos quedamos parados esperando
que salga el genio de la lámpara, sólo provocaremos
odio por nosotros mismos y rechazo en los demás.
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Algo de poso me dejó ese imperioso deseo no conseguido. Hay un colegio de Marianistas en mi barrio, con
un palacio al lado que se llama Larrinaga por el apellido
del señor que lo construyó a principios del siglo XX. Mis
tíos participaban bastante en las actividades porque mis
primos estaban matriculados allí, así que, conociendo mi
afición futbolística, y sobre todo, mi tía, intuyendo esa
frustración de no ser seleccionado en el equipo alevín,
hablaron con Juan Carlos, el cura entrenador y me consiguieron una prueba para el equipo. Acudí cargado de
nervios y de ilusión por salir a un campo auténtico de fútbol, con entrenador en la banda, once jugadores por
equipo... La primera convocatoria fue para jugar un partidillo donde Juan Carlos pudiera observar las cualidades
de los chicos. Nos reunió en el centro del campo y preguntaba: ¿Tú de qué juegas? Yo no tenía ni idea de qué
responder. Cuando me tocó el turno, se me ocurrió decir:
"De 8", que entonces era interior derecho, cuando aún se
jugaba con tres defensas, dos medios y cinco delanteros.
Que nadie me pregunte por qué dije de 8. Comenzó el
partido con mi toque hacia delante para el saque inicial.
Creo que ser protagonista en el primer lance me agarrotó
todos los músculos. Y pronto me tocó la primera bronca,
un fuerte grito, porque en un pase adelantado envié el
balón unos metros más atrás de donde corría mi compañero. Chillando, recibí la primera lección directa de fútbol sobre cómo calcular la velocidad de carrera para ejecutar el pase al lugar correcto sin que el receptor tuviera
que pararse. No debí aprender ni eso ni nada, porque
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después del primer partido ya no me llamaron más. Al
menos, tengo la sensación de haber olido la camiseta roja
con letras en skay blanco cosidas a la altura del pecho.
Allí, en los patios del colegio de Marianistas, aun esperando que Juan Carlos se volviera a acordar de mí, me
llegó mi primer contacto con algo que sonaba a fama.
Pude ver al hijo de Canario, aquel extremo brasileño que
ya de veterano llegó del Madrid al Zaragoza para formar
parte de los Cinco Magníficos, junto con Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Y claro, su hijo para nosotros portaba la misma aureola que el padre. Lo trajo por aquellos
lares Pascualín, otro gran jugador, que entonces rondaría
los catorce años, igual que su acompañante, y ambos jugaban en los infantiles del Real Zaragoza. Canario junior
sólo vino una vez, pero me atreví a acercarme a jugar con
ellos, que peloteaban en el campo de baloncesto. Aquel
día volví a casa sin acordarme de que el cura entrenador
seguía sin llamarme. A pesar de su silencio, seguí acercándome por sus dominios, no tanto por la posible convocatoria (me sentía avergonzado), sino por esperar a
esos dos jugadores que se convirtieron por unas semanas
en mis ídolos. Me fui soltando con Pascualín –su compañero no volvió a aparecer–, y le confesé uno de mis defectos: no sabía centrar a la cabeza del delantero. Él sonrió
como un padre, se apartó unos metros y largó un centro
suave que me golpeó en la cara. "Pero dale con la frente,
hombre". Me pidió que fuera hasta él y me explicó detalladamente cómo había que poner el pie para lograr la
altura del centro. Lo intenté varias veces... y nada. "Es-
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pera... Piensa... piensa en que vas a poner el balón en mi
frente. Imagínate que mandas el balón ahí. Vamos, hazlo". Se colocó en mi posición anterior... y lo intenté, muy
avergonzado. Fallé. Salió raso. "Vamos, suelta el pie
suave. Piensa en mi frente. Mírame". Volví a fallar...
pero a la cuarta o a la quinta, salió más elevado. A la sexta o a la séptima, Pascualín remató contra la ventana del
colegio. Me aplaudió. Y yo me sentí como el mejor extremo del mundo, quizá Gento. Siempre me acordaré de
aquellas palabras que tanto me sirvieron. "Si no sabes
dónde quieres enviar la pelota, nunca lo harás. Imagina
donde la quieres poner, y tu pie será la prolongación de tu
mente. Practica, practica, practica.... y lograrás lo que te
parecía imposible". Algunos años después, y en muchas
ocasiones, aquel consejo, que nunca nadie volvió a repetirme, me dio grandes satisfacciones. Mi profesor Pascualín...
En aquellos años dorados de la infancia, la pasión era
algo habitual en nosotros por todo lo que tuviera que ver
con el balón. Nacieron los cromos de la Liga, nos aprendíamos el nombre, el historial, la fecha de nacimiento y
las veces que había sido internacional cualquier jugador
de cualquier equipo, sobre todo del Real Zaragoza, por
supuesto, con Violeta como estandarte y representante de
la furia aragonesa en la selección española.
La mejor manera de educar se forja con la fijación de
modelos de comportamiento. Somos animales de imitación... por eso solemos admirar, incluso venerar, a
quien se considera que ha alcanzado el éxito. Si esas re-
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ferencias son consistentes y coherentes con valores universales, nuestro crecimiento se asegura en unos cauces
correctos. Es necesario admirar a los modelos, comprenderlos, entender cuáles de sus comportamientos y
esfuerzos son equiparables a los que podemos llevar a
cabo, elegirlos y aplicarlos.
Como había sido lo habitual hasta entonces con los
cromos de plantas, animales y mariposas, comenzamos el
comercio entre nosotros, dando valor superior a los internacionales, a los del Zaragoza y a los máximos goleadores. Casi todos éramos incapaces de memorizar los
ríos de la vertiente cantábrica, pero aprendíamos sin
error posible la relación entre número de cromo, nombre
de jugador y equipo asociado. También teníamos lista
virtual de cuáles nos faltaban y cuáles no, de los que le
faltaban al amigo y al enemigo, para negociar con avaricia
sabiendo las debilidades de la contraparte. Aquellas imágenes eran para mí de héroes... pero de una heroicidad
terrena, nada de idealismos, al fin y al cabo los había visto
en La Romareda, a dos metros, y tenían ojos y carne como todos. El ambiente generado por la colección, para
pegar con cola, no autoadhesiva como ahora, generaba un
ambiente que se trasladaba hacia los avatares de la Liga.
Mis compañeros hablaban el lunes y el martes del partido
pasado, el miércoles descansaban, y el jueves y el viernes,
de la jornada del próximo domingo. Y ya no digo cuando
salía la lista para la Selección. La primera vez que faltó
Violeta, después de aquel fallo con el gol en propia portería colaborando con Reina, tuvimos período de luto y ca59
breo. Luego, tras alguna jornada disputada, nos enfadábamos por cualquier discrepancia con sesudas discusiones sobre los árbitros, los penaltis, los jugadores malos y
buenos, los robos de partidos... Hasta dónde me llegó
aquella influencia que empecé a juzgar a mis compañeros
por lo bien o mal que jugaban al fútbol, porque además
de delegado algún año, siempre era el encargado de preparar la selección de la clase para el campeonato interno.
Y como La Salle era colegio masculino, no teníamos contrapunto.
Con tanto trajín acumulado, me llegó una nueva oportunidad. Nos habíamos cambiado de domicilio, a la primera casa en propiedad de la familia, y dos vecinos, Miguel Castro y Gonzalo, jugaban en el Juventud, un equipo
de solera en la ciudad, quizá entonces el más importante
en el ámbito de la cantera. Las buenas relaciones de vecindad desembocaron en una golosa propuesta: "¿Te
quieres venir a probar a nuestro equipo?". No lo dudé ni
una décima de segundo: "Claro que sí. ¿Cuándo?". Primeramente, fuimos un sábado por la tarde al club, un
piso en una casa vieja lleno de fotografías y copas, donde
pululaban un montón de chicos entrando y saliendo. Me
presentaron al entrenador, que me cogió del hombro para
acompañarme a la primera y única clase de Reglamento
que tuve en mi vida. El hombre se puso a modo de profesor y nos contó algunas reglas del fútbol. Me sorprendió
comprobar cómo el fútbol podía ser materia de enseñanza, con maestro incluido, pizarra con tiza y borrador...
hasta con examen. Después de su disertación, tan amena
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que logré la mayor concentración tenida hasta entonces
en una clase, nos pasó unas hojas para que contestáramos
a modo de test algunas cuestiones sobre lo que acababa
de explicar. Una maravilla para aquella época en la que
los clubs sólo tenían un campo prestado con unos vestuarios pobres y eran dirigidos por personas que se movían
más por el entusiasmo que por el conocimiento. Al martes siguiente, metí en una bolsa la ropa de gimnasia del
colegio y marchamos juntos al Picarral, un campo federativo de las afueras, por lo que llegar allí ya fue una gran
novedad en mi vida. Nada más entrar me llamó la atención un chico que corría con una camiseta igual a la mía,
o sea que era del colegio La Salle, y pregunté por él a mis
vecinos. "Es Baeta, muy bueno, va para Primera". Ya no
le perdí la pista nunca más, en el patio del colegio lo miraba de lejos, con admiración, y no llegó a Primera, pero
sí al Endesa, equipo que después marcaría mi destino, en
Segunda B. Y por primera vez vi entrenar a un portero,
Sáez, años más tarde compañero mío en partidillos del
Gremio de Carniceros en representación de mi padre, al
cual recordé cuando vi esos ejercicios en el suelo, el jersey
lleno de tierra y la respiración jadeante. Pues bien, casi
no me tomé tiempo para cambiarme. Gonzalo, sentado a
mi vera, sonreía al observar mi nerviosismo contenido.
Antes de entrar al campo estuvimos peloteando un buen
rato, y me hicieron tantos túneles que me convertí en el
objeto de burlas y cachondeos de ambos vecinos. Nos
llamó el entrenador desde el centro del campo para organizar un partidillo que le diera opinión sobre los novatos.
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Nuevamente, la pregunta sobre dónde me gustaba jugar...
Nuevamente dije que de 8, porque ni siquiera había pensado en ese punto, así que en esa posición me plantaron,
nunca mejor dicho. El que se acogió al número 9 me llamó para hacer el saque de centro. Con el pitido prolongado, me largó el balón hacia delante, como corresponde,
fui a por él... y me quedé obnubilado ante tamaña responsabilidad, tardé en pasarlo atrás, lo hice muy corto, y un
adversario rápido nos quitó el balón. Supongo que me
puse tan rojo que con la camiseta amarilla parecía la bandera española. Por culpa de la vergüenza sentida, casi ni
me moví del círculo central en un buen rato. Consecuencia: el entrenador me gritó "¡chico, anda, vete con aquéllos a correr!", y me sacó del campo. Deambulé un buen
rato haciendo tonterías por una explanada anexa, y de vez
en cuando iba mirando de reojo hacia el partidito, con
más turbación que envidia. Mis vecinos se rieron ampliamente de mí en el trayecto de vuelta a casa. No abrí
la boca ni levanté la vista del suelo. Antes del domingo
me dijeron que no había superado la prueba.
Tercer fracaso, del que nadie me consoló.
Para crecer hay que sufrir, y el sufrimiento más duro es
el fracaso. Pero un fracaso es una oportunidad. No
hay que bajar los brazos porque las cosas nos salgan
mal. Solamente se equivoca, solamente fracasa quien lo
ha intentado (quien se queda quieto seguro que no va a
meter la pata). Y ningún fracaso es definitivo si extraemos de él esas reflexiones que nos ayudarán a mejorar. La perseverancia está íntimamente unida al éxi-
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to. Pero mantenerse constante después de los fracasos
es mucho más difícil. Así que démonos un tiempo de lágrimas, lamentaciones y quejas, los desahogos son muy
necesarios... Ahora bien, adelante después... y si caemos de nuevo, nos lamemos las heridas, sí... pero adelante de nuevo.
Después del período de pena correspondiente, me entró esa furia por demostrar que yo podía jugar al fútbol.
En aquel año de sexto comenzaron a nombrarme capitán
de la clase, supongo que por mis ganas de organizar partidos en el terreno que fuera, ya entre las porterías de balonmano (anticipación preclara del fútbol–sala), ya en los
eriales cercanos, ya en las cercanías de la residencia de
los Hermanos, con la sabida bronca a los pocos minutos
de comenzar. Preparaba los típicos enfrentamientos entre las clases, entre mayores y pequeños, no más de un
curso. En las horas de ocio también jugaba al fútbol, por
supuesto, en la mayoría de las ocasiones en la Plaza Utrillas, ya conjugando el balón con la bicicleta. Uno de
aquellos días coincidí, lo que no era muy habitual, con
Mariano Luis, vecino de acera y el único chico de nuestra
edad alumno del nuevo colegio de Marianistas, allá en el
Parque Grande. Aquel colegio, hermano recién nacido
del que se ubicaba en nuestro barrio, se ganó la fama de
ser el mejor en instalaciones de toda la ciudad, con flamante pista de atletismo y campo de hierba en su interior, que sería, tres años más tarde, escenario de mi primera gran heroicidad futbolística comentada en el barrio.
Jugando y hablando con Mariano Luis, también organi63
zador de partidos en su ámbito correspondiente, apalabramos un encuentro amistoso entre equipos de nuestras
clases de los colegios respectivos. ¡Un gran reto! Seguro
que si hubiéramos gozado de más medios, incluso habríamos anunciado el enfrentamiento en diarios, radios,
paredes y carteles de toda la ciudad. Nos sentimos tan
importantes como dos presidentes de Primera División.
La propuesta tuvo una gran acogida entre mis compañeros, tuvimos disputas para elegir a los integrantes del
equipo y, evidentemente, para conformar el equipo titular. Incluso nos preparamos partidillos de entrenamiento
en las afueras del colegio, ya con vistas al esperado choque. Puesto que adolecíamos de campo en condiciones,
nos convertimos en equipo visitante, decisión que no causó ningún impacto negativo... ¡todos queríamos conocer
el gran colegio! Además, hablé con Mariano Luis... y en
tono autosuficiente y paternalista le propuse: "Oye, ¿qué
tal si preparamos el partido en vuestro campo de hierba?
¿Sabes?, es que a los chicos le hace mucha ilusión jugar
allí...". Y más que me hacía a mí... El acontecimiento se
celebró en un miércoles por la tarde, y …en el patio de
brea, aunque con visita y toque de césped correspondiente en ese campo que nos simulaba a La Romareda. Perdimos 5 a 3.
Yo sabía que estos preparativos habían llegado a los
oídos del Hermano Tomás Romero con una recepción
muy aceptable. El equipo alevín se había desecho y no
teníamos representación del colegio en ningún campeonato. Decían que se había terminado el dinero. La mayo-
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ría de los seleccionados habían fichado por otros equipos
y nada se hablaba de fútbol representativo de la institución lasaliana, por otra parte más famosa en el mundillo
del baloncesto. Quizá tuvo que ver el cambio de colegio.
Habíamos abandonado el edificio de la calle Miguel Servet y nos trasladamos a una construcción moderna, cerca
de La Granja, aún sin terminar y con previsión de que no
íbamos a gozar de campo de fútbol, ni siquiera de brea o
cemento. Pues bien, en una de las tutorías, aprovechando esa calidad de capitán oficioso de sexto C le planteé al
Hermano formar un equipo, entrenado por él, que paseara el nombre del colegio por los campos de la ciudad.
Me miró con ojos muy brillantes, con entusiasmo, diría yo, por lo tanto supuse que no le sentaba mal la propuesta. Acerté. A los pocos segundos, me delegó la conformación de un equipo de garantías y él accedió a organizar el resto. Aquello podía ser el germen del nuevo
equipo alevín del colegio... y yo en él. No me costó mucho
elegir a unos catorce chicos de todo sexto porque ya me
había ganado el respeto y el consenso de todo el curso.
Don Tomás se erigió más en cuidador que entrenador, y
nos acompañó durante varios meses jugando por ahí partidillos contra equipos de colegios amigos. Yo quería
arrancarle la promesa de que nos iba a inscribir en alguna
Liga organizada, pero siempre se escurría, supongo que
por su falta de afición hacia el fútbol, que no hacia la
puesta en marcha de actividades extraescolares que nos
"alejaran de la calle". Ganábamos casi todos los partidos,
teníamos buen equipo y, arropado con mi brazalete de
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capitán, adquirí cierta confianza para no quedar tan mal
como en las probatinas anteriores. Ah, cambié de motu
propio la posición y pasé a jugar de defensa lateral izquierdo y algunos partidos, de central. Y otro ah, jugábamos vestidos con aquellas camisetas negras de franja
blanca que tanto me habían impresionado. ¡Qué ilusión
cuando convencí al míster de que las usáramos! Me calcé
el número 3... y hasta llegué a acariciarla como si fuera mi
novia. También realicé la primera compra de material
futbolístico ad hoc: las medias, que el colegio no proporcionaba con el equipaje (bueno, tampoco el pantalón, pero éste fue obra del arte y confección de mi madre), unas
medias muy largas, amarillas.
Pululaba por los aledaños de la organización futbolística el profesor de Lengua, a quien le debo muchas enseñanzas sobre mis capacidades literarias, pero con quien
mantuve una conversación algo frustrante sobre mi futuro futbolístico. Andábamos con aquellos éxitos colegiales
y se comentaban las actuaciones de la Selección Aragonesa de fútbol infantil. La charla derivó sobre las posibilidades de que algún integrante del colegio resultara elegido para formar parte de ella en futuras convocatorias. El
hombre me miraba con altanería, como si en mis palabras
intuyera que yo aspiraba a eso y él debiera jugar el papel
de aterrizador de un sueño imposible. Me contestó: "En
vuestro equipo tenéis muy poco nivel. Mis candidatos
son Aragón y Chavarrías (que no jugaban en nuestro
equipo, a pesar de ser alumnos del colegio)". Mirándome
a mí, añadió: "...y nadie más". Tres años después, me lo
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encontré en una concentración lasaliana y pude informarle del resultado de su vaticinio, algo diferente de sus previsiones.
La vida está llena de “gafes”. Son los negativos, quizá
resentidos, que buscan desilusionar porque ellos están
desilusionados. Alguna vez he oído que son los que te
bajan los pies al suelo... pero no. Hay que hacer las cosas realistas, no lo niego, pero quien actúa solamente
haciendo crítica negativa desea hacer daño. No debemos escuchar a estas personas cuando hablan exclusivamente de defectos y con ese sentido de superioridad
que raya en la soberbia. Quien desee ayudarte te argumentará por qué te dice las cosas y hacia qué otra dirección puedes llevar tus pasos. Si no aporta eso, mejor
que sus palabras se pierdan en las profundidades.
Marcos Chavarrías era un excelente portero de mi clase, seleccionado en el equipo alevín anterior, que no jugaba con nosotros porque había fichado por un equipo
federado del colegio de al lado, el Patronato Montemolín.
Ese equipo se llamaba Europa, C.F., donde le acompañaba Jesús Carlos Aragón. Marcos nos propuso jugar un
partido contra ellos y aceptamos. Se disputó en el campo
de Larrinaga, el de mi primer fracaso; por cierto, el peor
campo que he jugado en mi vida, con pedruscos como el
Everest y porterías de poste de luz, una más grande que la
otra. Era de esperar que perdiéramos y así pasó por goleada, a pesar de que el Europa jugó la segunda parte con
reservas. Como el Hermano Tomás no pudo venir, hice
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las veces de delegado, entrenador, capitán y jugador, todo
de golpe, por lo que tuve que coordinar la organización
con el míster del otro equipo, Rafael Sarto, un hombre
que desde aquel día hasta tres años después, se convirtió
en mi tutor futbolístico. Al finalizar el partido, me llamó
y me dijo que le habían gustado cinco chicos para su
equipo, me dio sus números, entre los que estaba el 3, ¡el
mío!, y me pidió que fuéramos a entrenar con ellos la semana siguiente. Se lo conté a todos con una enorme cara
de satisfacción y al menos esos cinco nos olvidamos enseguida de la gran goleada. Aquel día se convirtió en el más
importante de la existencia. ¡Nos quería probar un equipo federado!
Pasé aquellos días con los mayores nervios de mi vida...
Y allí que nos fuimos los cinco al patio del colegio Patronato Montemolín, donde nos recibió Sarto mientras se
quitaba su uniforme de soldado de artillería. Cumplía el
servicio militar. No sé cuánto influyeron los nervios, pero
me sentí algo agresivo, lo que debió ser valorado positivamente, así como el resultado de unos tiros a puerta,
que extrañamente el entrenador nos hizo realizar sin zapatilla, a pie descubierto. En el tercero de ellos, recibí un
buen halago: “Chaval, tienes fuerza y no diriges mal, pero
tienes que pegarle al balón más arriba”. Fueron las primeras palabras técnicas de Rafael Sarto, un ex–portero
del Aragón (hoy Zaragoza B), que debió dejar el fútbol
porque su impetuosidad le había hundido el pecho contra
la rodilla de un delantero contrario. Después de aquel
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entrenamiento, sólo quedé yo de los cinco elegidos, y no
porque ellos fueran desechados, sino porque algo no les
gustó de aquel ambiente.
Los primeros días me sentí abrumado y mi habitual
timidez se acentuó ante unos chicos mayores que yo y un
entrenador gritón. Pagábamos cinco pesetas semanales
para algunos gastos, y el resto del presupuesto se financiaba con el bolsillo de Sarto, sobre todo para los equipajes siempre impecables, que destacaban por su diseño
original.
La presión que este entrenador ejerció conmigo, sus
gritos, a veces despectivos, pero por eso motivadores para
mí en aquella edad, me obligaban a superarme cada día,
hasta el punto, por ejemplo, de hacer el salto interior del
potro a una altura superior a mi cabeza, algo que el profesor de gimnasia nunca habría conseguido. Trabajábamos
sólo la técnica individual y nos pasábamos casi todo el
rato tirando a puerta, controlando el balón con las distintas partes del cuerpo, rematando de cabeza, haciendo
rondos... Me sentía inferior a todos mis compañeros,
aunque al menos Chavarrías y Aragón, titulares del equipo aun siendo los más jóvenes, me daban confianza al
conocerlos del colegio. Alternábamos los entrenamientos
en el patio de aquel colegio y en descampados del barrio,
uno de ellos en la misma calle, con las dimensiones parecidas a un campo de fútbol y bastante liso, con pocas piedras. Hacíamos las porterías con los jerseys y apurábamos la luz hasta el último rayo de sol, ensayando jugadas
y tirando a puerta. Éramos el entretenimiento de los
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abuelos, mi primer público entendido. Aquel erial estaba
rodeado por una acequia de riego, de la que bebíamos
imprudentemente al terminar los partidos... pero nos decíamos: "Agua corriente no mata a la gente". En otras
ocasiones nos desplazábamos casi dos kilómetros hasta
llegar a lo que llamábamos el campo de Cementos, por ser
de la industria de esta actividad, Portland, S.A.
Jugábamos los partidos oficiales, ¡qué casualidad!, en
el campo de Larrinaga. Cuando me enteré, el recuerdo de
mi fracaso me hizo algo de mella... pero no pudo conmigo, me lo tragué como pude y afronté aquella sensación
con valentía silenciosa. ¡Qué delito jugar allí al fútbol!
Los vestuarios se sumergían en los sótanos del palacio.
Siempre tuve tentaciones de colarme por alguna puerta
para verlo por dentro, pero nadie nos lo permitía y no me
atrevía a pedirlo. Pasaron muchos años hasta que pude
apreciar el lujo de aquel edificio, que albergaba el noviciado de los Marianistas. En aquellos vestuarios, oí hablar por primera vez de la trayectoria de Jiménez Celma,
un chaval ex–compañero nuestro que el año anterior había fichado por el Real Zaragoza. Llegó a jugar algún partido de Primera División.
Como tuve un crecimiento muy rápido, sacaba más de
la cabeza a mis compañeros de equipo. Así, Sarto decidió
probarme de delantero centro rompedor. No sé qué podría romper yo, porque mi apocamiento era de juzgado de
guardia. Mi padre llegó a decirme que en vez de sangre
tenía horchata en las venas. Y con toda la razón. Me faltaba garra, tenía miedo de hacer daño con mi cuerpo
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enorme y apenas hacía entradas con fuerza. Todos los
gritos del mundo surgían en cuanto cogía el balón para
que sacara la rasmia. Nada, ninguna reacción, el ambiente me paralizaba y estoy seguro que parecía una momia
andante por el campo. A pesar de eso, Sarto confió en mí
y guardo dos recuerdos imborrables sobre la ilusión que
me inundaba: cómo me inflé de satisfacción cuando me
responsabilizó de guardar en mi casa uno de los balones
(de reglamento) que acababa de comprar para cuando
empezáramos la Liga; y la demostración que hice en el
colegio de mi “gran valía futbolística” enseñando la ficha
federada a todo el que tuviera anchas espaldas para escucharme, con pesadez pedante, y deseo de oír: "Qué importante eres, Prades". Esa era la ilusión de creerme en
una carrera ascendente, destacado del resto de mis compañeros, en una actividad que me traería la fama... cuando en realidad, más fama tenía en el colegio por haber
sido campeón de ajedrez, y porque en este deporte había
tenido mi primera ficha federada, documento del que
nunca osé hacer tal ostentación.
Llegó por fin un partido serio. Era de pretemporada,
pero ya muy formal, con preparación previa teórica y esquema de juego bien fijado. Jugábamos en el campo de
Pinares, del barrio de Torrero, contra el Alcobendas.
Sorprendentemente, salí de titular con el 9 a la espalda.
Los contrarios me miraban algo asombrados por mi altura, pero eso sólo me provocó más vergüenza. Perdimos 4
a 2... y sin embargo, para mí fue lo de menos, porque...
marqué, de suerte, el gol de jugada más espectacular de
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mi vida futbolística. José Luis, extremo derecha, avanzó
por su banda y centró. Yo le había acompañado en su
carrera, sin dejar de mirar el balón, pero había sido demasiado rápido, y la pelota iba a caer detrás de mi posición. Me volví de cara a mi campo y pude dominarla con
el pie en un toque suave que la levantó por encima del
defensa que me marcaba y también de mi cabeza. Hice el
giro y así, cuando la pelota caía, en el borde del área pequeña, vi al portero quieto en el centro de la portería con
cara de susto ante el más que probable zambombazo al
empalme... pero suavemente le di al balón con el empeine
para colocarlo a media altura junto al poste derecho.
¡Golazo! Los achuchones de mis compañeros no lograron
sacarme del aturdimiento. No me lo creía, incluso hoy
sigo sin creérmelo, porque nunca antes (ni después) había repetido un ejercicio malabar tan primorosamente
técnico. Lo mío era rematar de cabeza y tirar fuerte, nada
más. Y ese gol debió darme alas: el segundo también fue
mío, producto de un rechace que recogí con el muslo casi
acompañando el balón con el cuerpo hasta la red. Al término del partido, me callé, no sabía hacer alardes y, además, Sarto, al que todavía no le había adivinado su enorme ternura, me felicitó de la siguiente manera: “¡Qué,
patas largas, un poco más y metes el segundo con el culo,
¿no?!”, dicho sea entendido con mucho cariño. Como ya
he anticipado, aquel destello técnico no se repitió nunca
más, pero quedó en el recuerdo colectivo del equipo durante varias semanas... para “cargarme” con bromas que
me hacían esconderme en la modestia.
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Nunca hay que avergonzarse de los logros, nunca hay
que desmerecerlos. En realidad, lo que consigues siempre es puesto en su lugar por los demás. Si ese lugar es
más alto del que crees, hazle caso a los demás. Disfruta
porque siempre hay esfuerzo detrás de lo que se consigue. La suerte nunca es casual. Dicen que no hay que
interrumpir cuando te están halagando. Pues sí, es
bueno escuchar en silencio, dejando que esa energía se
acumule para que haya otro momento como ése. Tantas veces se trabaja con esfuerzo, horas y horas sin recompensa... que no debemos creernos que nuestros éxitos son producto de golpes de fortuna.
Comenzó la Liga y fui convocado en la primera lista de
quince entre veinticinco chavales. ¿Tendría que ver algo
aquella exquisitez de gol? Supongo que no, porque según
alguien oyó al entrenador y contó después, fui un arma
psicológica para amedrentar con mi estatura al equipo
rival... Mi padre aún tiene aquella fotografía del primer
partido colgada en la pared, en la que se aprecian los pedruscos de Larrinaga, mis botas recién compradas, y el
número 15 en el equipaje. Sufrí en la banda, pero no jugué ni un minuto, viendo cómo perdíamos frente al Boscos Becars por la mínima, equipo que a la larga fue subcampeón infantil aquella temporada.
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De pie: Chavarrías, De Val, Jaime, Chavi, Manolo, Beltrán,
Jordi, Burriel, Martín II,
Agachados: José Luis, Romeo (“Tolomeo”), Cardenal, Paco
Serrano, Martín II, Prades.
Seguí toda la temporada sin faltar a ningún entrenamiento, aguantando las continuas broncas del entrenador
(o quizá debido a eso) por mi “horchata excesivamente
fría”. Cada ejercicio se convertía en un reto para demostrarle que sabía hacer bien las cosas... aprendí a rematar
de cabeza sin cerrar los ojos, a parar el balón con el pecho, a golpear el balón con efecto, a darle con la izquierda
sin aparatosidad... pero en los partidos seguía siendo una
madre cariñosa con el contrario, por lo que no llegué a
74
jugar ni un minuto en aquella primera Liga federada de
mi andadura.
Cuando terminó esa competición, antes de la Copa, los
mayores celebraron en el club, que pertenecía a la parroquia, una fiestecita a la que fueron invitadas varias chicas
del barrio. Los pequeños mirábamos por la cerradura... y
el párroco también debió mirar, porque esa misma tarde
fuimos expulsados de nuestros aposentos por crimen
contra la moralidad. Recuerdo la cara del cura, todo
ofuscado, gritando sobre nuestro futuro en el infierno por
tanto acto promiscuo en un habitáculo que dependía de la
casa de Dios. Estimo que tales actos se basaban en poner
música y bailar lento. Toda la plantilla ayudó a desalojar
dicho habitáculo. Me tocó llevar los equipajes viejos. Iba
al lado de Sarto, que portaba la bolsa de los trofeos, y nos
cruzamos con algún ferviente enemigo nuestro o, en su
defecto, amigo del cura expulsante. De ahí me quedó una
respuesta que aún me llega con sensación de revancha y
orgullo. El señor ferviente se dirigió a nosotros con una
verónica de ironía: “Europa, Club de Fútbol, ¡qué pretensiones!”. A mi entrenador se le encendieron los ojos, pero
sin mirar al ofensor, le soltó al aire: “Eso serán pretensiones... y esto son copas”.
Al poco tiempo de tener como club una casa abandonada, Sarto decidió tirar la toalla de su aventura en solitario y fichó por el C.D. Santo Domingo de Silos, un colegio
diocesano (no aprendió la lección) como entrenador de
infantiles... pero no nos abandonó. Puso de condición
que podrían jugar allí, aunque no fueran alumnos del co-
75
legio, todos sus jugadores que lo desearan. Más de la mitad del equipo aceptamos. Tuve cierto desencanto porque Jesús Carlos Aragón prefirió fichar por el Stadium
Casablanca y, sobre todo a la temporada siguiente, se
convirtió en un duro, aunque noble, rival.
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Esta foto corresponde al último partido que como Europa, C.F.
jugamos antes de desaparecer. Precisamente, estamos en el
patio del colegio Santo Domingo de Silos, donde desembarcamos después más de la mitad de jugadores de la fotografía.
De pie: Sancho, Martín I, Asensio, Lámperez, Paco Serrano,
Luisito Monterde, (no recuerdo su nombre), (no recuerdo su
nombre), y mi hermano Andrés (que vimo a verme jugar ese
partido con su equipaje del Real Zaragoza)
Agachados: José Luis, Aragón, Prades, Soler Sierra, Bernad,
Lorente, Alcalde y Lacosta
77
II.– Seguir creciendo... (1974/75)
También fiché por el Silos (abreviatura del nombre
tan largo) y conformamos un equipo infantil, llamado
Silos “B”, donde comencé mi andadura en un club bastante más organizado.
Disponíamos de una infraestructura más adecuada
para jugar al fútbol, pero que nadie piense en la ideal…
Nuestro campo de entrenamiento era la cancha interna
del colegio, con suelo de brea y porterías con postes de
tubo, tal como suena, sí, de tubo de fontanería, que temblaban cuando acertábamos en ellos. Por otro lado, también existía un gimnasio bien equipado (muy raro en
aquellos tiempos), una enfermería, una oficina para el
club y... ¡algo impensable!... piscina, que era exclusiva
para los alumnos del colegio, pero que, gracias a las gestiones de Sarto, se amplió a los jugadores de los equipos
de fútbol.
Aquel club apenas tenía unos años de historia. A pesar de ser la institución educativa más grande de Europa
(uf, hablar de Europa en esos años), no se había orientado al deporte. Su fundador, y eterno director, don Julián
Matute, cobraba fama de autoritario y no se preocupaba
de estos menesteres. Cuando entrenábamos, lo veíamos
pasear con un misal en la mano por los alrededores del
patio y nuestra mayor preocupación era no darle con el
balón, por si se enfadaba y nos echaba no sólo del patio,
78
sino del equipo y quién sabe si de la ciudad también, tal
poder le adjudicábamos.
Rafael Sarto tenía especial predilección por entrenarnos en técnica individual. En las instalaciones del Europa
tenía pocas posibilidades de innovar, pero aquí se le abría
mucho campo porque los medios eran superiores. Siempre comenzábamos a entrenar con un trote cansino en el
que nunca nos acompañaba, así que campábamos a nuestras anchas sobre la brea, salvo cuando desde la oficina
nos lanzaba su grito característico que movía los fluorescentes del colegio. Hacíamos las carreritas de rigor al
sprint, los brincos sobre el terreno, algunos saltos sobre
aparatos... y enseguida cogíamos el balón, su (y nuestra)
debilidad. Nos hacía mucho hincapié en el dominio de la
pelota, consiguió muchos balones, algunos viejísimos,
para que al menos tuviéramos uno por cada dos... y comenzaba de director de orquesta: juegos de cabeza, partidos de tenis—fútbol, rondos a uno y dos toques, sorteo de
compañeros con conducción de balón mirando a su mano
para cantar cuántos dedos había desplegado... en fin, una
apología del aprendizaje para dominar la pelota como si
fuera un apéndice del cuerpo. Era un hombre exigente,
que te presionaba hasta la extenuación con el miedo a su
enfado. En mi caso, me fue sirviendo para romper con
esa blandura en el campo (no fue de la noche a la mañana) y para descubrir cosas en mí que jamás habrían salido
por sí solas. Uno de sus ejercicios favoritos lo desarrollábamos con un balón dentro de una bolsa de plástico que
sujetaba con un cordón a un travesaño de la escalera ho-
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rizontal y paralela al suelo. Debajo de esa pelota plastificada ponía dos colchonetas y así, manejando él la altura
del cordón, debíamos golpear la bolsa en tijera o de cabeza en plancha. ¡Qué broncas me ganaba en ese ejercicio!
Nunca acertaba con el balón, sobre todo con la tijera hacia atrás, y él tronaba tanto (el gimnasio estaba en un semisótano y generaba un eco ensordecedor) que temblaban todas las paredes cual agitadas por un terremoto. El
día que conseguí golpear tan adecuada y fuertemente la
bolsa que saqué el balón y rompí un aparato de luz tuve
tal alegría que me pasé todo el entrenamiento rememorando la odisea como si hubiera descubierto la Atlántida.
Sarto se calló, pero por dentro le adiviné tanta satisfacción como la mía.
También sufríamos otros ejercicios originales. Por
uno de ellos, hoy, cuando lo pienso, me asusto de verdad.
Entonces, plegados a las órdenes del míster, nos callábamos, y puestecitos en fila frente a él, esperábamos estoicamente nuestro turno. Rafa se agachaba a coger uno de
los dos balones que tenía a sus pies. Resoplaba algo y se
tensaban los músculos de sus brazos. Levantaba un balón
con dibujo y medidas para el baloncesto, pero lleno de
algo que le daba un peso de cuatro kilos, nada más y nada
menos, cuatro kilos. No habría sido nada si hubiéramos
tenido que devolvérselo con la mano. Pues no, nada de
ganar potencia en los brazos. Había que devolvérselo...
¡de cabeza! Sí, no hay ninguna errata, había que devolver
de cabeza un balón de ocho kilos elevado al aire. Previamente, éramos informados de que si nos quedábamos
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esperando su llegada, caeríamos de culo sin remedio...
por lo tanto, era cuestión de ir a por él, de atacarlo antes
de su llegada a nuestras narices. La moraleja residía en
que así debíamos rematar en los partidos, y si lo hacíamos con fuerza ante ese balón, después, una pelotita de
cuero quedaría como una nimiedad. Alguno caía de culo,
por supuesto, y con el cuello pronto a desmontarse también... Cosas de Sarto.
Sus métodos originales continuaban mediante la colocación de un balón (ahora normalito) bajo su pie, a modo
de plancha. Gritaba: "¡Vamos, vamos, a darle fuerte! El
que me tire para atrás es titular el sábado." Siguiendo el
camino de la obediencia nos colocábamos uno detrás de
otro y... patadón con rebote vibrador hasta la ingle. Mi
amor propio me hacía pegarle lo más fuerte posible.
Quería tirarlo, sacarle el balón por debajo del pie. Ahí
empecé a darme cuenta de la que sería una de mis mejores virtudes: la fuerza en el disparo. En tres o cuatro veces, no fui capaz de darle con generosidad, porque el
miedo a hacerme y a hacerle daño me reprimía... Ahora
bien, un día con bastante enfado, tomé carrerilla, fijé la
vista en el centro de aquel balón pelado y apunté con fiereza. Creo que a Sarto le tembló hasta el alma. El balón
se movió de su pie, no hacia atrás, sino hacia delante un
poquito, dando vueltas sobre su eje vertical. Su cara parecía un poema de sorpresa y dolor. Se llevó la mano a la
cadera y me miró con expresión de revancha, de alucinación, de admiración.... no sé. Dio media vuelta sin decir
ni mú... y aquel ejercicio quedó reservado desde entonces
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a los alevines. Al quedarnos solos, los compañeros se
acercaron a mí y me preguntaron qué había pasado. No
sabía qué responder y un compañero dijo: "Le has dao
con tantos huevos que le has descoyuntao la pierna".
A partir de aquel momento, me convencí de que podía
tirar a puerta sin hacer el ridículo, aunque pasó más de
un año hasta que tuve una prueba oficial de esa cualidad.
Como seguí jugando de delantero centro y la movilidad
no era mi mejor arma, casi siempre recibía el balón en
una posición que no me dejaba preparar el disparo. Pero
aquel episodio del zapatazo no se me olvidó. Quizá pudo
ser ese empuje de autoestima lo que me dio moral para
marcar cinco goles en un partido amistoso de pretemporada.... aunque no terminaba de arrancar, todavía era ese
muchacho huidizo que escondía la pierna.
Ese año, estrenábamos equipaje a la imagen de nuestro entrenador. Es decir, muy original: camiseta a rayas
verticales amarillas y azules con pantalón azul ribeteado
en amarillo. Y siempre salíamos al campo muy ordenaditos y bien vestidos, con la camiseta por dentro y las medias arriba, en fila corriendo por la línea lateral, hasta el
centro del campo, y en el círculo, el capitán iba al centro,
los demás, uno a la izquierda, otro a la derecha, para saludar después a la mínima afición que se dignaba venir a
vernos jugar. Guardo una foto de aquella época en la que
se aprecia esa estética, y también mi altura desmesurada,
con mi cabeza sobresaliendo por encima de los demás
compañeros, lo que dicho sea de paso, provocaba cierto
sarcasmo, sobre todo, cuando cometía algún fallo estrepi-
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toso. Recuerdo uno de los halagos tiernos del míster: "Altos como pinos, tontos como tocinos". En aquel entonces,
rezaba por las noches y, después de pedir por todo lo que
en el colegio nos decían, bastante encogido en la cama,
rogaba: "Dios mío, haz por lo menos que pueda jugar en
un equipo de Tercera Regional".
Con estas inyecciones de moral, no dejé de asistir a
ningún entrenamiento y me propuse aprender más y más.
Conforme avanzaba la temporada, iba afianzando mi
cuerpo, lo controlaba mejor y perdía esa parálisis que me
ataba en el campo por miedo a hacerlo mal. Mi primer
buen partido, de ésos que te quedan con satisfacción a
pesar de haber perdido, transcurrió después de una gran
emoción. En el entrenamiento del jueves, el míster nos
anunció: "Jugamos el sábado con el Zaragoza B en el
campo de Torrero. A las tres os quiero aquí." Ufffffffff.
Íbamos a jugar contra el Zaragoza... en un campo de
hierba... en el campo de Torrero... que habían pisado los
grandes de Primera División antes que La Romareda.
Ciertamente, fue un impacto especial. En realidad, ni
conocía el campo, que dejó de ser el oficial a finales de los
50, pero pensar en que podía tener gradas, hierba, vestuarios... y además, jugando contra los infantiles del Zaragoza...
Perdimos 2 a 0. Me piqué con el capitán zaragocista,
que se llamaba Chamorro y jugaba de medio centro. Yo
llevaba el 9, pero ya empezaba a moverme un poco más,
me retrasaba, iba a buscar balones... y me encontré con
aquel tipo bastante malencarado, de pelo rizado y piel
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muy morena. Ahí jugué con más rasmia, intentando
siempre superarlo, pero él, más curtido que yo, siempre
conseguía quitarme el balón y mirarme con cara de superioridad. Pero bueno, tres o cuatro veces le metí fuerte la
pierna y escuché a Sarto desde la banda... "Eso es, Prades,
eso es, así", lo que me proporcionaba la mayor cantidad
de adrenalina segregada hasta entonces.
A ese partido asistió mi padre. Cuando volvíamos a
casa en el coche, me dijo: "Deberían ponerte de defensa.
Te faltan reflejos para jugar de delantero. Desde atrás,
verás venir mejor la jugada". Tengo que aclarar que soy
miope, cuatro dioptrías, y mi padre estaba convencido de
que ese defecto era la causa de que reaccionara tarde.
Creo que no acertaba con la causa, pero sí con el efecto:
me faltaban reflejos para reaccionar como debe hacerlo
un delantero... ah, y también el "instinto asesino" para
"matar" en el área, pero ninguna de las dos cosas estaban
relacionadas con mi carencia visual. En realidad, sólo me
afectaba por la noche, en los entrenamientos, aunque en
los partidos, cuando ya jugué de defensa, como ahora
contaré, me costaba adivinar quién de mis compañeros
había marcado el gol. No jugué con lentillas hasta los
diecinueve años, que las compré con el primer sueldo (le
llamaban compensación) que me pagaron en el equipo de
La Almunia.
No sé si mi padre habló con el entrenador, o ambos se
comunicaron telepáticamente, pero lo cierto es que tras
aquel partido Sarto me bajó a la defensa, de lateral derecho. Yo sólo quería jugar, en ningún momento me plan-
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teé rebatirle la decisión, y me coloqué en la banda derecha, haciendo más amistades con los porteros del equipo.
Quería ser delantero, me ilusionaba ser delantero... pero mis cualidades entonces no daban para esa posición
y acepté el cambio. Fue un acierto. Varios años después, regresé a esa posición en punta marcando muchos goles. Si en ambos casos me hubiera cerrado a la
posibilidad del reciclaje, habría perdido capacidad de
disfrute y habría aportado mucho menos a las necesidades del equipo. Todo cambio es difícil, pero el esfuerzo es mínimo comparado con los réditos que obtenemos.
Si nos mantenemos como estamos, lo más probable es
que retrocedamos. Aunque tampoco se trata de cambiar por cambiar, o hacerlo todos los días, porque la
transformación o la adaptación puede ser lenta. Hay
que aguantar el tirón antes de sacar conclusiones sobre
si hemos acertado o no con cada cambio.
Las gestiones de la directiva consiguieron un terreno
en el que prepararon un campo de fútbol en condiciones.
Estaba algo alejado del colegio, se asentaba sobre tierras
que habían sido de cultivo, y ostentaba porterías metálicas, nuevas, con red reglamentaria, y lo marcaban todos
los fines de semana. De relumbrón, comparado con la
brea del patio del colegio. Le pusieron por nombre Rodel,
en homenaje a una tienda de electrodomésticos del barrio
que había donado una buena cantidad de fondos para
toda esa restauración. Ahora bien, no le llegó para vestuarios decentes. Nos cambiábamos en una casa medio
en ruinas, pegada al campo, en el que cada habitación se
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repartía para visitantes y locales con el cuerpo arbitral en
la cocina.
Aquí tengo que detenerme y hacer un homenaje a todas aquellas personas que, llenas de afición y sin ningún
interés personal, colaboraban en las tareas menos gratas
del equipo. Y eso es una constante en el fútbol aficionado, sobre todo en aquellos años.
Más de diez entrenadores, directivos y seguidores del
equipo, colaboraron en adecentar aquella casa, dotándola
de duchas, bancos, moqueta en el suelo (para tapar las
baldosas rotas), perchas... hasta que pareció un lugar
apropiado donde quitarte la ropa y tener algo de higiene.
En esos vestuarios, ya reformados, vi por primera vez en
cada percha una camiseta bien colgadita, con las medias y
el pantalón sobre el banco, esperando nuestra entrada.
Aquello empezaba a ser un club de nivel. Antes de entrar
al vestuario, ya éramos informados de la alineación y cada cual se dirigía hacia el número que le habían indicado
en el recibidor de la casa—vestuario. Todo un lujo.
Otra de las originalidades de Sarto ocurrió en dos partidos. Fue una decisión visionaria, pues veinticinco años
después comenzó a aplicarse en los partidos de más alto
nivel de las Ligas, pero en aquel entonces dejaron de admitírselo a la segunda vez que lo aplicó. Era obligatorio
jugar con número del 1 al 11 los titulares y del 12 al 15 los
reservas. Pues bien, cada uno elegimos un número para
salir al campo, independientemente de la asignación de la
función. En mi caso, quise elegir el 14, por la estela de
Cruyff, pero por vergonzoso —lo pidió un compañero más
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rápido y no me atreví a discutírselo—, me quedé sin él.
Por lo tanto, me apropié del 17, número que he elegido
después siempre que he podido. ¡Ah!, y abundando en
esas originalidades de mi entrenador, ya dicha su pasión
por la uniformidad ("¡nada de camisetas afuera ni medias
abajo, por lo menos hasta que empecemos el partido!"),
cuento ahora que aquel invierno debió ser muy frío, pues
nos recomendó ir a entrenar y a jugar con gorro de lana.
“Por la cabeza se pierde la mayor cantidad de calor”. Y
añadió: "No estaría de más que fuera a juego con los colores del equipaje". Ni corto ni perezoso lo dije en mi casa... y ahí que se pusieron mi madre y mi abuela a tejer un
gorrito de lana a tres franjas de dos colores, a saber, azul
y amarillo. Lo llevé muy poco porque después de la primera carrera me sobraba todo aquello que tapara más
piel de la necesaria, el gorrito, los guantes, el chándal...
pero conseguí que Sarto me felicitara y se sintiera orgulloso, no sin ironías, de mi amor por los colores del club.
Los símbolos son importantes. Forman parte de la pedagogía a pie de calle. Una bandera, unos colores, una camiseta, un escudo, un estadio pueden convertirse en instigadores y alicientes para crear o reforzar la pertenencia a
un sueño, a un grupo. Las imágenes nos facilitan el recuerdo de nuestro camino. Cada símbolo de tus ilusiones
integrado en ti mismo te proporciona sensaciones únicas
que se convierten en movilizadores. Si no los tienes, hay
que buscarlos. En fútbol es fácil, porque saltan a la vista
todos los días, pero en cualquier otra actividad deben
crearse para extender el espíritu de la inclusión.
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Comencé a jugar de lateral derecho. Supongo que al
jugar ahí varios partidos amistosos, fui asentándome en
el puesto. Me sentía con menos exposición a la galería,
con menos responsabilidad en ese lugar esquinado, y fui
adquiriendo desparpajo en el juego hasta llegar a ser un
escalador de banda con cierta versatilidad. Me empezaron a llamar "Caballo" por esas galopadas. Alguien me
dijo: "Con esas piernas, puedes recorrerte todo el campo
cien veces." Y otra vez, algo insignificante para quien lo
dice se convirtió en un plato de confirmación para el
oyente. Interpreté que hablaba de la fuerza y no del tamaño (también algún amigo simpático llegó a llamarme
"la pantera rosa"), por lo que me asenté en esa confianza
y continué mis cabalgadas. No fue continuo, ni mucho
menos. Cuando entrenábamos con los alevines, me tocaba marcar a un muchacho pequeño y ágil que jugaba de
extremo izquierdo. Entre los dos años que nos llevábamos y que el chico iba tardano de crecimiento, su cabeza
apenas me llegaba al pecho. Yo, con mi candidez ante la
debilidad ajena, no hacía uso de mi fuerza por temor a
lesionarlo y, así, volvían las broncas del míster y las burlas de los colegas en el campo y en la banda. Un día, me
enfadé tanto, que le hice una fuerte entrada el tobillo y le
causé un esguince. Tuve un sabor agrio al principio por la
mala conciencia, pero se hizo dulce después, cuando
comprobé que todos dejaron de meterse conmigo. Esta
acción fue el preludio de un importante cambio en mi
personalidad futbolística. Al lesionado apenas tuvieron
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que aplicarle unas dosis de linimento Sloan y un vendaje
por cuatro días.
Terminamos la temporada sin pena ni gloria. En
aquella época aún no estaba bien consolidado el calendario del fútbol base, así que nos quedaban varios meses sin
partidos de competición. Fuimos invitados a un torneo
interno del club deportivo más importante de la capital:
Helios, junto con siete equipos más. Se jugaba en liguilla
a un partido, pero eso importaba lo que menos... Ya oír
la palabra Helios me sonaba inalcanzable, por su halo de
elitismo en una Zaragoza aún pacata, y si además, lo sumamos a que el campo era de "semi–hierba", todo se conjuraba para volver a sentir cosquilleo ante los próximos
partidos. Tenía ciertas referencias del club, porque unos
buenos amigos eran allí remeros. Entre sus peripecias
con los skiff, los sculls y las chicas que los miraban, insertaban comentarios sobre las instalaciones, entre las que
destacaba, por ser la única en la ciudad, su piscina cubierta. Así, entre los integrantes del equipo infantil B de Santo Domingo de Silos, ante la inminencia del comienzo del
campeonato de fútbol en las instalaciones de Helios, la
principal inquietud de todos era: ¿nos dejarán bañarnos
en la piscina cubierta? Y yo pregunto, ¿alguien se puede
imaginar la ilusión que podía hacerle a ese grupo de niños, en 1974, poder bañarse en invierno en esa piscina
con agua caliente, corcheras, secadores de pelo…? Es decir, ¿existía la sensación de salir a la calle en invierno, con
el abrigo y la bufanda, después de sumergirse en el agua
de una piscina? Años más tarde, en el 93, volví a sentir
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algo parecido, en mi primer verano austral en Buenos
Aires, al creerme en un mundo extraño posando en las
Galerías Pacífico para una foto en manga corta, sudando,
con calor de verano... junto a un enorme árbol de Navidad y con Jingle Bells sonando de fondo. Entonces, me
acordé de Helios y me alegré de mantener con mis 32
años la capacidad de asombro preadolescente de los 13.
Antes de narrar cositas del campeonato, voy a contar
algo de lo que me enteré seis meses después de su finalización: jugué sin derecho. Sí, aquellos baños tan especiales estaban algo viciados en el permiso a disfrutarlos. Y
es una historia muy original que tiene que ver con la caligrafía de un señor del Registro Civil, funcionario en 1961.
El campeonato se celebraba en los meses de abril y mayo.
Las reglas para conformar los equipos indicaban que sus
integrantes debían tener 12 años antes de empezar el
primer partido. Yo nací en marzo de 1961, o sea, que superaba esa edad al inicio del campeonato, por lo cual, no
podía ser incluido. Según me contaron cuando comenzó
la temporada siguiente, Sarto quería que yo jugara, así
que su originalidad para los equipajes se trocó en creatividad interpretativa de rasgos caligráficos. El documento
identificativo, a falta de DNI, fue la fotocopia del Libro de
Familia. Aquel amanuense del Registro Civil escribió,
como no podía ser de otra manera, "marzo", en la casilla
que indicaba "mes"... pero su "r" caía directamente desde
el pico superior, y su "z" ostentaba un gancho inferior
equiparable al de la "y". Conclusión de Sarto: "esto es
una i griega y aquí no pone marzo, sino mayo". Y cierta-
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mente, ni el mejor grafólogo habría puesto en duda esa
interpretación sin un análisis exhaustivo, acción poco
probable de realizar por los organizadores del campeonato. Cuando me enteré, me bulló por dentro cierto aire de
fraude, pero ¿quién me quitaba aquellos baños de piscina
en invierno y mis galopadas sobre algunos pedazos sueltos de hierba?
Los esfuerzos para inventar y crear son los que mueven
el mundo. Con aquella apuesta de los números superiores al 11, ya Sarto se ganó mi admiración. También es
originalidad la interpretación de Rafa sobre la caligrafía del funcionario. El hecho estuvo mal, por supuesto,
pero he oído por ahí la expresión “pensamiento lateral”,
es decir, salirte de los cauces habituales para encontrar
otros caminos. Sarto aplicaba el pensamiento lateral a
rajatabla. Se equivocó muchas veces, pero seguro que
no se aburría, nosotros tampoco... y todos crecíamos un
poco más rápido de lo normal.
Nuestro resultado fue bastante regular, quedamos los
antepenúltimos. Naturalmente, ganó Helios, el anfitrión,
pero nadie se sintió frustrado, después de haber sido invitados a ese torneo tan selectivo, porque creo que ni siquiera a nuestro entrenador le importaba una calificación
mejor.
Ahí empecé a sentir la llamada de lo destacado, del
halago, de las esperanzas en un futuro brillante en el
mundo futbolístico de la fama y el dinero. Y no por mí.
Aquellos partidos fueron el "cuarto de hora" de un com-
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pañero de equipo, Lobera, muy hábil técnicamente, extremadamente rubio, y con figura poco atlética. Consiguió jugar unos partidos maravillosos, donde todos, incluidos nosotros, se quedaron asombrados de su bonito
toque. Fui testigo ocular y auditivo de las felicitaciones
que recibía y de los comentarios que suscitaba: "Este chico será grande"; "no me extrañará que el Zaragoza se lo
lleve al año que viene"; "tiene todo el toque de Lapetra y
la fuerza de Santos"; "si miraran a la cantera, no traerían
a los paraguayos". Debo admitir que, si bien me alegraba
por mi compañero, imaginaba que pudieran decir eso de
mí. Estoy seguro de que aquellas escuchas iban dejando
una secuela oculta en mi ánimo para lograr el despertar a
la temporada siguiente.
Otra confirmación de mis posibilidades, a pesar de mi
descreimiento, surgió en el mes de mayo, en la fiesta de
San Juan Bautista de La Salle, fecha en la que se convocaba una concentración de todos los colegios lasalianos
de Zaragoza en una excursión que variaba de lugar cada
vez y de la que mi familia era habitual asistente. En esa
ocasión tocaba Montesusín, un pueblo de colonización
por las Cinco Villas. Normalmente, se confraternizaba
también con los habitantes del pueblo que eran invitados
a participar en los actos. Por los altavoces anunciaron el
comienzo del Cross, carrera para muchachos a disputar
por los alrededores de la población. Un impulso me llevó
a buscar la organización y me presenté como participante. Casi llego tarde, lo que implicó que corriera con la
ropa de calle y que no tuviera noticia alguna del recorri-
92
do, salvo que finalizaba en la portería del campo de fútbol. Así tal cual, oí el vozarrón de salida y me puse a correr al trote inopinadamente detrás de quienes suponía
que andaban por el buen sentido de la carrera. Me encontraba bien, sin agobios, cuando apareció el cartel de
quinientos metros para la meta, lo que me animó a acelerar el ritmo, ir adelantando a diestro y siniestro por un
camino muy estrecho, entre ribazos y acequias que apenas dejaban espacio para dos personas en paralelo. Allá a
lo lejos, vislumbré un larguero de portería, es decir, la
meta. Seguía muy entero, aceleré casi hasta el sprint y
solamente tenía dos chicos delante, uno de ellos a menos
de diez metros y con la lengua fuera, cuando traspasé la
línea de fondo que ya daba perspectiva de la línea de meta
allá enfrente. Seguro de alcanzar a los dos implicados en
el triunfo, aumenté mi velocidad... y vi que habían puesto
la línea de meta en el centro del campo, no en aquel final
de fondo como estaba anunciado. Quedé tercero, a escasos centímetros del segundo, que casi se desploma en la
mesa del juez... y yo con cuerda y marcha para dar la
vuelta al campo si hubiera sido necesario. Me llevé una
medalla, pero qué desilusión y malestar contra la organización, porque de haber respetado el lugar pactado para
la meta, estaría disfrutando de un triunfo total. Al cabo
de unas horas de enfado, me llegó el sabor de la satisfacción personal al haber obtenido un éxito a pesar de las
condiciones en contra. Si hasta pensé que podía ser un as
del atletismo... Tanto me inundó que en la fiesta de fin de
curso, después de ser subcampeón del colegio en veloci-
93
dad, me apunté al Cross, con el ánimo de vengar aquella
afrenta de Montesusín. Entonces iba preparado con la
ropa adecuada, incluso con una cinta en el pelo que sujetaba mi exceso de flequillo y que suplía mi supuesta falta
de imagen agresiva. Me coloqué primero en la línea de
salida, haciéndome sitio con los codos y me lancé a la desesperada hasta sacar al segundo más de cien metros de
distancia en las tres primeras vueltas. ¡Ah!, pero eran
cinco y esa exageración de soberbia me castigó desfondándome en las dos últimas... tuve que bajar el ritmo, me
alcanzó el pelotón perseguidor y terminé quinto casi con
los ojos en blanco. Gran fracaso por mi inexperiencia y
exceso de ambición que me dio una buena enseñanza....
Pero al fin y al cabo, empezaba a tener signos cada vez
más evidentes de ese despertar del apocamiento.
Despertar que tuvo su campanazo en el último partido
de la temporada, un amistoso que jugamos en el campo
de San Antonio, contra el equipo infantil homónimo. Ya
era verano, habíamos terminado el colegio, y salía con mi
amigo Julián algunas tardes fuera del control paterno.
Este amigo, la tarde de antes del partido, me presentó a
una chica, recién conocida el fin de semana anterior. En
la edad del pavo, en esa aproximación a una chica, escuchando cómo Julián le relataba, con mucho orgullo y
amor de amigo, mis "grandes hazañas" futbolísticas,
además de ponerme rojo como un pimiento, me iba subiendo la necesidad de ser un astro deportivo para no
defraudarla. Y ya la gota de rebose cayó cuando él le propuso ir a verme jugar al día siguiente. ¡Se me cayó el
94
mundo encima! Me asaltaron todos los fantasmas, todas
las broncas de Sarto, aquellos apodos sarcásticos, mis
pequeños fracasos... ¡Cómo podía Julián hacerme esa
faena! ¡Iba a hacer el ridículo frente a la primera chica
que conocía con ínfulas de ligue! Me callé, claro, como
siempre, tragué saliva con estos pensamientos y nadie se
dio cuenta, ni siquiera Julián, de aquellas tribulaciones
que tiraban hacia abajo mi autoestima como galán y futbolista.
Cualquier objetivo a conseguir necesita de una motivación. Nos la tenemos que buscar por obligación porque
el camino estará más allanado. Sirve todo que sea lícito, sin más límites, y tenerlo presente será combustible
añadido para el trayecto. ¿Qué tal resulta destacar ante una chica? Bien, ¿no?... o conseguir un trofeo, o demostrar superación a tu padre, u obtener un premio
económico, o convencerte de tus posibilidades, o aprender, o servir a los demás...
Sucedió todo lo contrario.
Como el San Antonio vestía de amarillo, cambiamos
nuestro equipaje por el del infantil "A", parecido al del
Zaragoza. Puede que estas dos situaciones influyeran en
lo acontecido. Primero, admiraba a nuestro equipo de
Primera Infantil, que había llegado a las semifinales del
Campeonato Provincial, casi formado por jugadores que
provenían conmigo del Europa, y, tal como me pasó con
los alevines de La Salle, deseaba ser elegido para jugar
con ellos algún partido, además teniendo en cuenta que al
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final de temporada se quedaron con muy pocos jugadores. Pero aquí influyó el excesivo amor propio de Sarto.
Aquel buen equipo, compuesto en su mayoría por jugadores que él había formado, estaba entrenado por una persona a quien no tenía mucha estima, y más porque fanfarroneaba de aquellos éxitos comparados con nuestra andadura bastante pobre. Por ello, no sólo a mí, sino a ningún jugador de los suyos, nos permitió ir a jugar con el
equipo "A". Y segundo, con la ínfula zaragocista de aquel
equipaje azul y blanco, un halo mágico debió colarse en
mi entraña para jugar aquel partido tal como lo hice.
Perdimos por goleada... pero nuestra hinchada era mucho
más numerosa que la local. Habíamos conseguido arrastrar a todos los alevines como espectadores de sus mayores y configuraron una corriente de ánimo que se crecía
con cada gol que nos marcaban. En un momento, iniciaron cánticos con cada nombre de los que estábamos jugando, y entre ellos, el mío. ¡Pra—des! ¡Pra—des! ¡Pra—
des! Al recordarlo, aún me llena de escalofríos el cuerpo.
Esos ánimos, el equipaje, Julián y la chica en la banda...
todo en acción para que, jugando de lateral, marcara un
recorrido de efectividad hacia el centro y hacia arriba como ese caballo desbocado que me llamaban, cortando
balones, cubriendo la espalda al central, doblando al extremo, centrando, tirando a puerta... un partidazo, vamos. Perdimos, sí, pero me felicitaron, incluso cerca de
Julián y su amiga, me palmearon el hombro, "sigue así,
chaval", "oye, tú no eres el mismo de antes"... y vi la cara
de satisfacción de Sarto... porque al fin y al cabo no deja-
96
ba de ser su pupilo. Soñé con ese partido varias veces,
dormido y despierto, y se quedó como uno de los hitos
que marcaron el cambio imprescindible para crecer.
No volví a ver la chica.
Y continuamos con época intensa de sueños. Mi padre había hablado con el padre de Miguel Castro, aquel
vecino que me llevó a probar al Juventud y, además de las
consabidas loas paternales sobre las habilidades de su
hijo, le contó que había sido elegido para jugar en la Selección Infantil de Aragón y que, precisamente, ese sábado jugaban un partido. “¿Te quieres venir?”, le propuso.
Castro jugaba de lateral izquierdo, era zurdo nato, y tenía
una excelente visión de juego. Le faltaba velocidad, pero
la suplía con gran técnica, fuerza y colocación. Tenía mucho futuro... que se malogró unos años más tarde por su
mala cabeza, como tantos buenos futbolistas que ceden
en la afición por lo “glamouroso” de la vida. Llegó a jugar
en el Huesca cuando era filial de Real Zaragoza, pero su
carrera se paró, y estuvimos jugando juntos en el equipo
del pueblo de La Almunia, de Primera Regional, en el que
yo era un reserva recién llegado y él, un fichaje estrella
para conseguir el ascenso. Fui con mi padre a ver aquel
partido, en el campo de Torrero, donde volví a sentir el
halo de lo importante, donde imaginé el calor del público
en un campo de Primera División cuando vi desde abajo
aquella grada inmensa y esa cancha con un césped necesariamente impoluto. Miguel jugó de titular, y mi padre,
y sobre todo su padre, no hacían más que ponérmelo de
comparación, alabando tal jugada, tal regate, tal centro.
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En realidad, me enfadé porque nunca me ha gustado ser
comparado con nadie y menos en tono de reproche, así
que me desconecté de aquellas vanas palabras y me dediqué a imaginarme en aquel campo, con el número 2, seleccionado por mi región y observado por algunos ojos de
buscatalentos que se asombraban de mi gran nivel.
Aquella selección, que en ese momento me parecía tan
lejana, casi utópica, como una meta en un horizonte inalcanzable, no era tan irreal... pero entonces, salvo mi ilusión, mi sueño... nada podía prever que una de esas camisetas absorbiera mi sudor al menos por un partido.
De aquella temporada me queda el halo de haber sido
ciertamente mimado por Sarto, aquel ogro por fuera y
peluche por dentro, que te asustaba con su vozarrón y te
inundaba el alma de afecto. Siempre he pensado y hoy
también lo confirmo, que jugué al fútbol gracias a él, porque sé que nadie habría tenido esa confianza en mis posibilidades, que estaban tan ocultas como las armas químicas de Sadam. No solamente me enseñó lo poco que podía aprender de técnica individual, sino que, como un
hermano mayor, influía en ese crecimiento tan difícil de
la adolescencia. En una ocasión, yendo camino al colegio,
llevaba encendido un purito Reig, que nos regalaba Pepe
Sánchez, un compañero y amigo que tenía más rentas que
nosotros porque su padre le pagaba los servicios prestados en su empresa de cuatro a ocho de la mañana. Caminaba yo con esa suficiencia del tabaco entre los labios,
cuando enfrente apareció Sarto, que nos tenía absolutamente prohibido hasta oler el tabaco. ¡Glup! Casi me
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trago el cigarro. Pero no, iba con mis amigos, ¿cómo iba
a apocarme si tenía que ser gallito para ganarme puntos
ante ellos? Mi reacción fue inexplicable, pero salió de un
impulso incontrolado. "¡Hola, Rafa! ¿Te apetece una
calada?", le ofrecí desafiante. Su mirada intentó demolerme como si me lanzara el proyectil de una catapulta.
La evité como pude... y seguí mi camino hacia el colegio.
Pasé ausente las dos horas de clase con una sensación de
culpa más grande que la provocada por el pecado original
en edad de párvulos. Aquella tarde no teníamos entrenamiento, pero sabía que él estaba en la oficina del club.
Allí acudí, allí estaba...
–Sabía que ibas a venir, te estaba esperando.
–Vengo a pedirte perdón.
–Lo sé. No podía esperar otra cosa de ti.
–De verdad que lo siento.
–Anda, vete... y no lo vuelvas a hacer. Ni fumar ni
contestarme así.
Sentirme tratado con adulto, salir de la oficina sin un
castigo, entender su confianza en mí, fueron las mejores
lecciones. Y Sarto tenía diez años más que yo, o sea, que
con veintitrés años demostraba una madurez precoz.
Si Rafa me hubiera abroncado como a un niño, mi
reacción podría haber sido la contraria. Todos tenemos
capacidad de reflexión sobre los errores y si quien tiene
autoridad sabe entenderlo y canalizarlo, el aprendizaje
es mucho más profundo. Los seres humanos comprendemos mejor cuando nos sentimos en un ámbito que
hasta en nuestros errores somos reconocidos.
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En el último entrenamiento de la temporada, Sarto
nos hizo sentarnos alrededor suyo en la tierra del campo.
A nadie nos dejó indiferentes, porque recordábamos que
esa forma de actuar iba seguida de alguna comunicación
importante. Se puso en jarras y comenzó a bromear con
uno y con otro, se le veía muy contento. Don Julián Matute en persona le había transmitido la invitación cursada
por un colegio hermano del Sur de Francia para que un
equipo de infantiles menores de 14 años compitiera en un
torneo internacional. ¡Éramos nosotros! Inmediatamente repuesto del impacto, me invadió la mente el último
partido de la selección, todos los jugadores puestos en
hilera y sonando el himno nacional. Pronto cambié la
camiseta roja por la azul y amarilla. Aún recuerdo ahora
aquella imagen soñada, con las banderas de los equipos
ondeando en la grada, y esperando que sonara nuestro
nombre para dar un paso adelante y saludar a la afición
que llenaba las gradas. Empecé a pensar en el viaje, quizá
en avión (aún no había volado), una residencia o un hotel
como los de las concentraciones de los equipos grandes...
Casi a la par que estos ensueños, la voz grave de Sarto nos
hacía un relatorio más realista, pero no menos ilusionado, de las mismas imágenes. Lo escuchábamos sin respirar, porque, a pesar de su tono descuidado, casi irreverente, sabíamos que también era un ansia suya. Hizo
mención a equipos franceses, italianos, ingleses, alemanes... nos dio recomendaciones de comportamiento en
los hoteles y nos advirtió como un maestro autoritario de
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los castigos que soportaríamos si no cumplíamos con sus
instrucciones. Tampoco esta vez habló de resultados ni
objetivos deportivos. Tampoco él había viajado en avión.
Nos convocó en la primera quincena de julio para entrenar antes del viaje que sería hacia fin de mes. Su voz
grave se entrecortó varias veces cuando nos devolvió a
casa, diciendo que el campeonato se había suspendido.
De pie: José Luis (“Francés”), Castán, Soler Sierra, (no me
acuerdo de su nombre), Prades, (no me acuerdo de su nombre), Borque, Val, Gargallo, Sarto.
Agachados: Lorente, Guti, Soria, Lipe, Vergara (Bimbi),
Asensio, Lacosta, Luisito Monterde, Jesús.
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III.— Por fin, la confirmación (1975/76)
En aquel verano, asistí a un campamento de la OJE,
Organización Juvenil Española de la Falange, momento
histórico porque fue el último año de vida del Generalísimo. Mi padre había hecho sus pinitos en esta organización de "flechas" y "arqueros" y pensó que no me vendría
mal salir un par de semanas de las faldas familiares.
Coincidió también con mis escapadas con los amigos, así
que todo se confabulaba para un despertar temprano.
Fueron quince días en el Moncayo, entre sus arboledas y
caminos, que pateamos hasta la extenuación después de
izar bandera, cantar el "Cara al sol" y "Montañas nevadas". Pero contrariamente a lo que debía anticiparse por
lo que contaré de la siguiente temporada, no jugué al fútbol en el campamento... y sí al balonmano. Como era natural en aquel ambiente, se potenciaban los deportes como alternativa casta a los malos instintos de la vida. Hacíamos gimnasia con una camiseta blanca de tirantes y un
pantalón corto, tal como se vestían algunos chicos de los
que participaban en aquellos festivales del 1º de Mayo,
televisados a todo bombo para que la gente no saliera a la
calle en ese día de significación sindical. También tuvimos olimpiadas, un combinado de pruebas en las que
participé con ciertas ambiciones, pero que quedaron en
nada porque, a pesar de que en las pruebas de velocidad,
fondo y salto obtuve buenos resultados, en lanzamiento
de peso, dada mi poca fuerza de brazos, no pude conse-
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guir la mínima necesaria. Y llegó el turno de los deportes
de equipo. Existía campo de fútbol y de balonmano (aún
ni siquiera se tenían noticias del fútbol—sala). Como es
natural, el deporte estrella tuvo la mayor acogida. Inicialmente, yo quería participar también... pero en cuanto
escuché que los partidos eran de quince contra quince,
que se jugarían cada dos días y que las alineaciones serían
hechas por orden y mando de los instructores veteranos
(el mío me caía muy mal), decidí pasar a la cancha de al
lado y apuntarme al balonmano. Allí me esperaba uno de
los instructores jóvenes, que se convirtió en mi mejor
amigo del campamento. Se llamaba Miguel Ángel. Me
veía cómo deseaba escaparme de sus enseñanzas con la
mano para ir a jugar con el pie, pero callaba y se esmeraba en que me aficionara al balonmano.
En realidad, este deporte no era nuevo para mí. Durante todo este curso, había jugado con el equipo de la
clase en los recreos. No lo hacía mal, tampoco bien, porque mis condiciones no se adaptaban a los requerimientos de ese deporte. Era hábil para conducir el balón, para
desplazarlo, para buscar pases verticales, pero la fuerza
de mis brazos y el tamaño de mi mano (no lograba coger
el balón del todo) desmerecían de esas pequeñas virtudes.
Ahora bien, como en el colegio no había campo de fútbol,
era una manera de jugar a algún deporte de equipo. Mis
compañeros prepararon un equipo de cierto nivel y jugamos algunos partidos contra otros colegios. Yo era el jugador número 8, es decir, el primer reserva, cosa que no
llevaba muy bien. Y tuve un desencanto grave cuando en
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uno de esos partidos los contrincantes vinieron con seis
jugadores... y mis compañeros me pidieron que me incorporara al equipo contrario para que completaran el
cupo requerido. Me sentó mal, muy mal, fatal... pero lo
tragué... Disfruté de una manera compulsiva los dos goles que le colé a Casorrán, el portero de mi equipo.
Mi equipo era de La Salle, pertenecía a La Salle. Cuando nos sentimos integrados en un colectivo, nadie debe
hacer muestras de que puedes ser apartado sin motivo.
Podemos crear un sentimiento de rechazo que hará
desaparecer la colaboración de un miembro que siempre puede aportar. Ser cuidadoso con nuestros compañeros, aunque entendamos que no pueden darnos un
aporte destacado, multiplica el mensaje hacia el grupo
y lo cohesiona para dar mejores resultados.
Creo que le caí bien a Miguel Ángel y por eso le debió
tocar el corazoncito que me pasara el rato mirando patear
en el otro campo, sobre todo al chico que se erigió en capitán de todos, aquel líder del Zaragoza "B", Chamorro,
que dominaba todos los partidos desde dentro y fuera del
campo, admirado por los camaradas e instructores. Miguel Ángel me colocó de pívot, me enseñó a colarme entre
las defensas, a saltar sobre el área, a aprovechar los bloqueos, a girarme y tirar... Quizá me habría servido para
el fútbol si estuviera jugando de delantero, para saber
abrir huecos con los codos y aprovechar el cuerpo para
buscar el despegue del defensa... pero bueno, así entendí
mejor lo que harían mis contrincantes. De todo se saca
104
una enseñanza y el balonmano comparte algunas cosas
con el fútbol. Este entrenador, no sé si por hacer proselitismo o por convencimiento real, me propuso ficharme
para el club San Fernando. Me tentó. Junto con Sarto,
era alguien que en deporte mostraba confianza en mí, ya
no había fracaso como en aquellas primeras pruebas...
pero lo mío no era el balonmano, buscaba un campo más
grande. Le dije que no.
No podía presagiar el significado de aquel año en mi
vida futbolística. Aún no alcanzo a entender las causas de
un cambio tan importante. Quizá sean muchas, su confluencia, su interacción... Tenía catorce años, edad importante, había empezado en un nuevo colegio (pasé a La
Salle Gran Vía) de más altos vuelos y, por ello, quizá más
favorecedor a mi aislamiento por mi timidez ante lo nuevo, y también había empezado a salir con los amigos, a
independizarme del hogar, aunque fuera "a las diez en
casa". En aquellos años, el ambiente adolescente se dividía en dos grandes grupos, los "pijos" y los "macarras", en
eterno conflicto y en habituales peleas. Aquéllos caracterizados por los pantalones Levi's y los zapatos Castellanos. Éstos por la ropa ajustada, el pelo largo y la campana sobre altos tacones. Me vi envuelto en alguna trifulca
sin ninguna intervención activa, pero que debió marcarme por algún lugar interno. Las conversaciones entre los
amigos siempre giraban sobre tal pelea en Orly, territorio
"pijo", o Zoom–Zoom, de dominio "macarra". Ya nos dejaban entrar en ambas discotecas y en sus ambientes aledaños, así que vivir aquellas sensaciones de “mayores” iba
105
dando un cariz nuevo a mi personalidad... ¡Ah!, y las chicas…
Puede que influyan más hechos, quizá alguna anécdota insignificante, no sé... lo cierto es que ese año, esa temporada, supuso una transformación impensable.
La primera sorpresa fue que Sarto no nos entrenaba
esa temporada. Conforme íbamos llegando al campo del
Rodel, nos presentaba a Jesús Feringán, un hombre moreno y atlético que hablaba muy deprisa. Y también nos
acompañaban muchas caras nuevas que habían reclutado
de distintos lugares, del barrio, del colegio, amigos de
jugadores, hasta conformar una plantilla que, como los
entrenadores, fue fluctuando a lo largo del año.
Durante el mes de septiembre, Feringán y Sarto nos
entrenaron conjuntamente. Los veía hablar muy a menudo y deducía que estaban pasándose información de
cada uno de nosotros. Se repartieron los papeles, se
complementaban a la perfección, puesto que uno apreciaba la técnica y el toque, y el otro ponderaba en exceso
la preparación física. En aquellos días, volvía muy cansado a casa, después de correr por los alrededores entre
arboledas y caminos de piedras, con Feringán a la cabeza... y gritando, animando, empujando.... ¿de dónde sacaba fuerzas aquel hombre? Al regresar al campo, el sudor nos empapaba toda la camiseta y la lengua nos llegaba al suelo, mientras el entrenador se ponía a hacer ejercicios en el centro del campo... y pretendía que le siguiéramos. Se explica así que cuando Sarto nos organizaba
una tanda de tiros a puerta o un partidillo a lo ancho del
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campo, nuestras carreras fueran de tortuga y él pusiera el
grito en el cielo exigiéndolas de gacela o, al menos, de
liebre. Para eso estábamos nosotros...
El primer y único partido serio de la pretemporada
marcó el inicio de una trayectoria inesperada. En primer
lugar, porque fue el comienzo de una rivalidad que continuó durante varias temporadas con el equipo contrincante, el Stadium Casablanca. Al conocer el adversario, enseguida pensé en Jesús Carlos Aragón, el ex–compañero
de clase y del Europa, más como deseos de verlo que de
ganarle en el partido. Y en segundo lugar, en el vestuario
del Stadium, casi al unísono Sarto y Feringán, dieron la
alineación. Simón en la puerta, Tirapu con el dos... Me
vino cierta desazón, ya me veía en el banquillo, puesto
que mi lugar natural en la alineación debería ser el lateral
derecho. Fueron un segundos de desilusión, mientras
nombraban a Carlos Sanz con el número tres. Pronunciaron: "Prades, con el cuatro". Supongo que mi rostro parecía un poema... Eso suponía que iba a jugar de medio,
creía yo, posición absolutamente nueva para mí. Cuando
terminaron de asignar los números, empezó la perorata
teórica. Aplicábamos nueva táctica, con cuatro defensas,
tres medios y tres delanteros, el 4–3–3, y yo era el cuarto
defensa, el líbero. Hasta entonces, habíamos jugado con
la táctica tradicional del 3–2–5, pero con el mundial del
74 nos llegó aquel nuevo esquema, del que nosotros no
sabíamos nada. Poco después me contaron que ese puesto lo había enaltecido Beckenbauer y me hinché de importancia. Entre Sarto y Feringán me contaron mis obli-
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gaciones en el partido. Me hicieron la comparación del
defensa escoba, del barrido de balones, ah, y que debía
dirigir el fuera de juego. Se me cayó el mundo encima.
Debieron de notarlo, sobre todo Sarto, que me conocía
mucho más. Me puso la mano en el hombro, me apartó
un poco: "Acuérdate del partido contra el San Antonio.
Jugabas de lateral, pero te cruzabas todo el rato, cuando
se colaban los delanteros. Haz eso y te saldrá bien". Recordar aquel partido, del que quedé tan satisfecho, a pesar de la goleada, me dio confianza y salí al campo muy
motivado. Perdimos, pero fue también lo de menos. Jugué un partido aceptable. A partir de entonces, empecé a
fijarme en los jugadores de ese puesto y me gustó que
Violeta se hubiera reciclado en esa posición. Durante el
partido, estuve al principio descolocado, sobre todo porque no tenía a nadie a quien marcar, me faltaba la referencia, ese jugador a quien seguir, y la cantidad de campo
a tapar. Pero poco a poco, me acostumbré a correr en
diagonal, hacia el lateral, a mirar a los compañeros, a anticipar las jugadas...
Los entrenamientos de aquella semana estuvieron dirigidos a conseguir la coordinación en las nuevas posiciones. Eso sí, con media hora de fondo sin parar, ejercicios,
carreras cortas, saltos, al estilo Feringán. Sarto nos iba
orientando en los aspectos tácticos. Con sus clásicos
bramidos, nos colocaba en el lugar del campo que debíamos ocupar. Era un enamorado de jugar al fuera de juego
y me tomó como líder de esa táctica defensiva. Me hacía
jugar unos metros por detrás del central, nunca en línea
108
con él, observando muy atento los movimientos del equipo contrario. Al principio no era capaz de ver todo lo que
me pedía, pero sus instrucciones a gritos y mis ganas de
aprender hicieron que pudiera atender a las posiciones de
mis compañeros, de los contrarios y sobre todo del adversario que llevaba el balón. En cuanto anticipaba un pase
largo, décimas de segundo antes, comenzaba a correr hacia delante gritando: "¡¡Fuera!!", y mis compañeros se
plegaban a esa orden saliendo conmigo para dejar en fuera de juego a los delanteros. Cometimos muchos errores,
pero a mitad de temporada estábamos tan coordinados
que nos salía a la perfección... salvo con el Stadium Casablanca, porque Calonge, gran jugador, sabía esconder el
pase y se colaba entre nosotros para llegar hasta el área
rompiendo la táctica. Me costó entender que debía salirle
al paso y cuando lo hice la primera vez, tuvimos un encontronazo muy fuerte que él no se esperaba. Salió peor
parado que yo y antes de caer al suelo me dio una patada
en la pantorrilla. Me encaré con él, le amenacé y juré
venganza en la próxima entrada, que no llegó en ese partido.
Las nuevas responsabilidades iban calando en mi personalidad. Aquella sangre de horchata había quedado
olvidada. Mi padre, que ya cerraba la tienda los sábados
por la tarde, podía venir a los partidos y estaba verdaderamente asombrado con ese cambio tan abrupto. Su
acompañamiento se convirtió en habitual, ejerciendo de
taxista sobrevenido y de tutor de mis progresos. Empezó
a ponderar mis nuevas cualidades porque comenzaba a
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jugar con mucha fuerza, entraba sin miramientos a los
contrarios, ordenaba las posiciones de mis defensas... A
veces, los partidos eran tema de comentario en casa, con
elogios a tal o cual jugada en la que me había arriesgado o
cortado alguna jugada peligrosa... de lo que me sentía
orgulloso y me hacía sentirme importante compartiendo
aquellas ilusiones que él tuvo tantos años atrás. En el
campo había ganado en garra, sí, pero fuera de mis obligaciones futbolísticas seguía siendo un chico calmado,
más bien huidizo, callado, que no cuadraba con aquel
muchacho que se iba gestando dentro de la cancha. Era
miedoso ante aquellos "macarras" que fanfarroneaban
con sus músculos, subidos en plataformas de diez centímetros, marcando músculo con sus camisetas y derrochando agresividad con esos pelos y patillas largas. Antes
de entrar a los vestuarios, si alguno de los contrincantes
mostraba ese aspecto, me entraba una sensación de angustia, pensando que podía esperarme en el partido algún
puñetazo o patada como los que veía a menudo en las
discotecas. Ahora bien, en cuanto estábamos vestidos de
futbolista, todos en las mismas condiciones, con un árbitro entre medio, me erguía con una superioridad que ya
quería yo en las pistas de baile. En especial, recuerdo
miradas asesinas de un delantero del Juventud, que ejercía con esas pintas en los aledaños de las zonas de bares y
que así se presentaba en los partidos. En esos alrededores, me daba miedo... pero en cuanto lo veía vestido con
botas y camiseta, a pesar de su melena, pero sin tacones
ni campana, sentía por dentro el deseo de quitarle todos
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los balones, de dejarlo sin aliento ni opción. En uno de
los partidos, aguardé una ocasión donde demostrarle que
simplemente era uno como nosotros y no ese fanfarrón
que alardeaba de músculos. Se internaba por la banda, se
escapó de mi lateral y entraba por el pico del área. Yo
corría al cruce y no estaba seguro de llegar al balón. Sabía que me jugaba el penalti. Íbamos empate a cero y si
fallaba en la entrada, seguro que oiría la bronca del entrenador. Me la jugué. Fui como un relámpago contra el
balón en cuanto vi que lo había separado un poco de la
bota. Chocamos de tal manera que saltaron chispas,
hombro con hombro, mientras la pelota, impulsada por
los dos pies al unísono salió hacia la línea de fondo. Increíblemente, quedé en pie y mi contrario se tambaleó
hasta ir cayendo unos metros hacia la banda, totalmente
desequilibrado. Me volví hacia el árbitro, esperando el
pitido del penalti... pero... nada, no pitaba. El rival, desde
el suelo, me miró de una manera que no supe entender si
de reconocimiento o de "ya verás luego". Le gritó al árbitro y escuchó: "Carga legal, siga jugando".
En el partido del comienzo de la Liga confluyeron
momentos inolvidables. Jugábamos contra Marianistas
en su campo, sí, por fin, el de hierba, con medidas de
Primera División y pista de atletismo de seis calles alrededor. Se cumplía aquel sueño que no pudo ser con Mariano Luis. Durante la semana, esta situación, añadida a
la del debut, nos llenó de nervios en los entrenamientos,
acicate para Feringán con sus excesos de carreritas, y casi
nos desfondó con la excusa de que ese campo requería
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una condición física impecable. Saltamos al campo uniformados con el equipaje de los juveniles. Lo tengo tan
presente porque esa foto salió en el periódico Amanecer
jornadas más tarde con un comentario que me hizo sentirme el más importante del universo: "… el equipo del
Santo Domingo de Silos, con Simón, un excelente guardameta bajo sus palos, con Pastor, fino canalizador de su
juego, y Prades, una muralla para los delanteros contrarios y hábil lanzador de faltas (esto lo ampliaré más adelante, porque su génesis nace en este partido)". Comenzamos tomando contacto con el campo, haciéndonos al
firme de hierba y a sus dimensiones. Tardamos bastante
en lograr pasar del centro del campo, porque Marianistas
tenía un buen equipo y sabían moverse a la perfección en
su terreno. Un balón que corté me sirvió para salir al
contrataque, lo que no era habitual en mí, pues, dada mi
poca habilidad con la pelota en los pies, la soltaba enseguida con despeje o pase. Agaché la cabeza y me lancé
hacia arriba. En cuanto noté el cansancio de la carrera,
sin saber ni en qué parte del campo estaba, largué un disparo después de un bote extraño y... levanté la vista, vi
que justo estaba sobre el centro del campo y que el balón
iba haciendo parábola, subiendo al principio, descendiendo algo después, en un recorrido que parecía el de un
planeta alrededor de su Sol... para colarse como un obús
por la escuadra izquierda de la portería contraria. ¡Qué
impresionante! ¡Aquel era mi gol... desde media cancha...
por la escuadra! Mis compañeros se lanzaron contra mí,
aprovechamos que estábamos en hierba y me tiraron al
112
suelo. ¡Qué momento! ¡Qué manera de estrenar la temporada! Aquel gol quedó en los anales de mi historia,
pero no por mí, sino por los demás, que no me dejaban
explicar cómo se había producido, aquella casualidad del
patadón porque el fuelle no me daba para más en la carrera. Surgió de un momento de debilidad y se convertía
en una fortaleza. Quizá no fuera casualidad, porque en
las temporadas siguientes marqué algunos goles parecidos aunque nunca con la pelota en juego. Especialmente
recuerdo el que marqué al Stadium Venecia en nuestro
campo, en un partido de fin de temporada, que jugábamos por la tarde. El sol estaba alto y en la portería contraria, la sombra alargada de un edificio oscurecía la mitad de ella. El portero se encontraba en la parte sombreada para evitar el deslumbramiento. Pensé: si el balón
va bombeado y cae en el lado del sol, no podrá reaccionar
y... La falta era directa desde el círculo central. Tomé
carrerilla, golpeé suave, como un saque de puerta, buscando altura... Se cumplió la planificación, el balón voló
bombeado, siempre alumbrado por el rayo solar, en dirección al lado izquierdo de la portería, y se coló mansamente por encima del portero, que no acertó a colocar las
manos, cegado por el sol bajo.
Siempre obtenemos éxitos, sean destacados o no.
Aprendiendo a darnos cuenta de cuando hemos obtenido un logro, el próximo tardará menos en llegar. Pero
no hay que pensar en grandes gestas ni en hechos que
los demás vayan a valorar. La principal apreciación es
la nuestra. Algo que los otros no van a tener en cuenta
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puede ser para nosotros un gran triunfo que debemos
disfrutar, mirarnos al espejo y enviarnos un beso de felicitación.
Aquel partido contra Marianistas lo ganamos dos a
uno. Durante la semana, sólo se comentaba mi gol y lo
que significó: el preludio de un excelente juego en el partido, tanto así que marcamos otro gol de inmediato y sólo
al final se acercaron al marcador. Ya en esos entrenamientos, empezaron a prepararme para tirar las faltas,
especialidad que me dio muchas satisfacciones, hasta el
punto de ser un año el máximo goleador del equipo... jugando de defensa.
En el primer partido contra el Stadium Casablanca, el
de la revancha con Calonge, perdimos 2 a 4 para propio
escarnio de mi venganza que se quedó en bravata, a pesar
de que entre semana había lanzado a Jesús Carlos Aragón
un exabrupto arrogante: "Lo voy a matar en el campo (a
Calonge)". Pero nada, el partido como una seda, con gran
inferioridad nuestra... pero con otro hecho destacable
para mi currículum: los dos goles del equipo llegaron de
mis botas, producto de sendos lanzamientos de falta,
unas faltas al borde del área que toqué con suavidad por
encima de la barrera y que entraron lamiendo la escuadra. Ambos disparos parecieron calcados. Aquello supuso la confirmación de mi especialidad, y más cuando en el
Amanecer del miércoles salió una reseña de Luis Gaya
hablando de un tal Prades, que "había marcado dos preciosos goles idénticos en lanzamiento de falta, lo que no
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es casualidad". El orgullo y satisfacción me inundaban
sin que nadie lo percibiera. Recibí varias felicitaciones, y
mi padre, silenciosamente, recortó la reseña y la guardó
en una cajita de Farias, junto con el anterior de Marianistas y con todas las siguientes crónicas de los partidos
donde aparecía como destacado del partido. Quizá podía
pensar que su hijo iba para figura.
Esas acciones destacadas provocaron un aumento de
mi propia confianza. Tenía muy asumida mi inferioridad
en el dominio de balón, a pesar de la titularidad en el
equipo y de los elogios externos. No podía superar del
todo aquellos fracasos y burlas que, aunque me incitaban
a mostrar un aguerrido deseo de superación, se quedaban
ancladas por mi subconsciente sin dejarme crecer como
hubiera conseguido con otro tipo de enseñanza o ánimo.
Pero iba tomando consciencia de mis virtudes y hasta
podía intuir que el balance hacía que superaran a mis defectos. Seguía sin faltar a ningún entrenamiento y me
esforzaba en hacer las cosas bien, aunque me escondiera
un poco en los ejercicios físicos, consecuencia de mi pereza congénita al exceso de brío fuera de la competición.
Con los años entendí que la etiqueta que colocaron en mi
espalda amigos y familiares, "un gran deportista", no estaba tan ajustada como ellos creían, y se ha confirmado
con el paso de los años. Mi querencia iba hacia la competición, hacia el aliciente por ganar, y siempre con el juego
por delante, un árbitro, una portería, un resultado. Los
preparativos, es decir, lo fundamental, el entrenamiento,
el sudor, el esfuerzo, no iba demasiado conmigo. Suerte
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que mis condiciones innatas eran suficientes para hacer
frente a las necesidades, aunque esa fuerza y velocidad,
más potenciadas por el entrenamiento, me habrían proporcionado mejores resultados.
Tuvimos enfrentamientos que se fueron convirtiendo
en clásicos además de los indicados contra el Stadium
Casablanca. El primero de ellos, contra el Juventud, los
vecinos de barrio, puesto que habían inaugurado un campo cerca del nuestro. Además, su cantera también se nutría de los patios del colegio de Santo Domingo de Silos,
por lo que existía más razón para que la rivalidad aumentara cada semana. Nosotros seguíamos jugando en el
Rodel, con sus vestuarios mal apañados, con malas duchas, sin vallas... En cambio, el campo del Juventud, recién estrenado, parecía una joya. El culmen de la insidia
se produjo cuando acordamos un partido amistoso, a jugar en el Rodel, contra estos rivales. Nos cambiamos allí,
en la casa vieja, sentados sobre tablones. El Juventud no
aparecía. Feringán nos dio la alineación. Había llegado
el árbitro. El Juventud no aparecía. Estábamos muy extrañados, incluso llegamos a pensar con cierta euforia que
habían renunciado al envite... Salimos al campo, peloteábamos... Y allá por detrás de la portería Norte, empezamos a ver cómo surgen de la nada unos cuantos muchachos uniformados con chándal azul claro, en fila, muy
ordenaditos, que se introducen en el campo, llegan al
círculo central recorriendo las líneas lateral y longitudinal, hasta comenzar un saludo a los cuatro gatos que se
agolpaban en la banda. No habían querido cambiarse en
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nuestro vestuario. ¡Qué arrogancia! ¡Cómo nos hicieron
de menos! Es de imaginar cómo los llamamos, de quién
nos acordamos... y cómo quedó grabada aquella afrenta
por los siglos de los siglos... Ahora bien, tres años más
tarde tomamos largo desquite.
También empezaron a hacerse estelares los partidos
contra el Zaragoza, siempre con resultado en contra, ya
previsto de antemano, pero con esa importante motivación que te da enfrentarte al poderoso. Aquel año, Zalba,
presidente del Zaragoza había inaugurado la Ciudad Deportiva en las afueras de la ciudad. Salir a jugar con viaje
era un aliciente, aumentado con las expectativas de enfrentarte al primer equipo de la región y además... en
campo de hierba, con unos vestuarios impecables, piscinas en el recinto... en fin, un sueño. ¿Y si te ojeaban y
pasabas a formar parte de su plantilla? Llegar a la Ciudad
Deportiva nos daba aires de importancia. Eran cinco
campos impecables donde también entrenaban los mayores, los internacionales, nuestros modelos, donde quizá
algún día llegaríamos.... y el rival con los colores del Real
Zaragoza.
A la par de esta temporada futbolística, los comienzos
en el colegio nuevo (cambié a La Salle Gran Vía) suponían
un impacto en mi vida. Enfrentarte a los cambios y superarlos te hace más fuerte. Creo que, en mi timidez de
entonces, haberme sobrepuesto a esa novedad y conseguir no sólo adaptarme, sino tomar iniciativas en este
ambiente desconocido, contribuyó a mi asentamiento
personal. Contacté ya en los primeros meses del curso
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con los locuelos del fútbol y conformamos un equipo primerizo de fútbol sala (en ese colegio tampoco había ni
campo ni equipo de fútbol grande), variante que ese
mismo año empezaba a tener aceptación, con reglas que
hoy parecen prehistóricas, como formar con cinco jugadores de campo, utilizar un balón de fútbol once, existir
las faltas indirectas, sacar los córners con el pie...
Tener iniciativas y ponerlas al servicio de los demás es
la mejor manera de integrarte en tu entorno. Cuando
organizaba estas cosas, no puedo negar que detrás de
ese ímpetu latía mi deseo de participar en ellas, pero si
nadie hubiera movido los hilos, no habríamos jugado
aquellos partidos, o formado aquel equipo, o participado en aquel campeonato. Además, hay muchas personas que quieren ser incluidos en esos proyectos, sólo falta que alguien les despierte el interés. Cuando yo lo hice, gané algo más que colmar el deseo de participar:
tuve la satisfacción de ver satisfechos a los demás gracias a mis esfuerzos.
Nos entrenábamos en los recreos y aquello empezó a
parecer algo serio: conseguimos un equipazo que se quedó campeón tres años seguidos en la liga interna, superando a los mayores con una autoridad que rayaba en
el descaro. Y contaré más adelante otros éxitos externos.
Ellos me eligieron como capitán, decisión que me congratuló por el halo democrático que conjugaba con la evolución temprana de nuestra sociedad en aquel año (se iniciaba la transición). Por otro lado, el profesor de gimna-
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sia prestaba especial atención a mi progresión y me ayudó
en sus clases con pocos pero sabios consejos. Al final de
aquel curso, recibí el premio al mejor gimnasta, después
de una organizada competición que incluía velocidad,
fondo, salto de longitud y de altura.
La Liga transcurrió sin grandes acontecimientos. No
nos clasificamos para la fase final, porque nos quedamos
en la zona media.
He nombrado a Feringán como entrenador, pero enseguida pasó al equipo juvenil y tuvimos diferentes alternativas en nuestro banquillo que perjudicaron nuestra
cohesión. Terminamos la temporada bajo las directrices
de un hombre serio, algo especial y con un halo de misterio... porque era árbitro de Tercera División. Con su barba cerrada, su mirada inquisitoria y maneras educadas,
transmitía esa autoridad innata que te obliga a obedecer
sin rechistar, pero también sin rebeldías porque casi todas sus decisiones sonaban justas. En los años de juveniles, llegó a pitarme en algún partido y fue el único árbitro
al que dentro del campo no me atreví a dirigirle la palabra. Después, fuera, por la confianza de aquellos meses
de entrenador, charlábamos sobre los aspectos del partido... pero nunca pude argumentarle en contra de sus decisiones.
Siendo él entrenador jugábamos el último partido de
la Liga, en casa, contra el Salvador B, equipo formado por
infantiles de primer año, con gran diferencia de fuerza y
tamaño respecto al nuestro. Íbamos marcando goles gracias a nuestra superioridad. Entre otras personas habi-
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tuales seguidoras del equipo estaba mi padre, supuestamente para animarnos. Y digo supuestamente, porque al
ver nuestro cierto desdén cuando ya marchábamos con
cuatro goles de diferencia, empezaron a gritarnos, pero
no para incitarnos a jugar mejor, sino para burlarse de
nuestra "prepotencia" con aquellos chavalillos. Todos
nos enfadamos muchísimo, seguimos jugando con rabia,
estuve a punto de llorar al escuchar: "Así ya podréis,
grandullones". "Eso no lo hacíais con el Stadium, eh".
"Hala, gigantones, dejadles meter un gol, no abuséis".
Miraba a la banda con furia, deseando que terminara el
partido para echarles esa bronca que me comía por dentro. Si fallábamos en alguna jugada, todo eran risas y sarcasmos, alguno de mis compañeros estuvo a punto de
lesionar a un contrario por culpa de esa ira transformada
en agresividad. En cuanto sonó el pitido final, salí lo más
rápido posible, grité mis desplantes contra el colectivo
traidor, especialmente a mi padre, y me fui directo al vestuario para ahogar lágrimas de desconsuelo por la deslealtad.
En aquel equipo de 1ª infantil, jugaba Manuel, Manolo, de la Rosa Díaz, un fino jugador de buen toque que
vivía cerca de mi casa. Un día, fechado en el recuerdo de
algún álbum familiar, vino a buscarme a casa y abrió la
puerta mi hermana. Quizá Cupido andaba por allí, pues
algunos años más tarde, aquel compañero de equipo se
convirtió en mi cuñado. También el fútbol servía para
generar parejas, ¿quién lo iba a decir? Con él jugué varios años y yo lo incentivaba a pesar de su menor afición.
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Me queda algo de sensación de culpa, porque más o menos con 28 años, por mi insistencia, fichó conmigo en el
C. D. Miguel Servet. En un partido, en una jugada sin
trascendencia, se quejó desde el suelo de un dolor fuerte
en la rodilla. Me acerqué raudo hacia él. Vista la jugada,
no pensé en nada grave, "un esguince, tranquilo, Manolo", le dije. Diagnóstico en el hospital: la tríada maligna,
es decir, la rodilla deshecha. Nunca he visto a nadie con
tanta fuerza de voluntad como él para lograr la recuperación. Cuando le quitaron el yeso, apenas podía doblar la
rodilla. A los seis meses, la pierna lesionada estaba mejor
que la sana. ¡Qué sufrimiento hasta ese día! Lo vi llorar
de dolor al ejercitarse tres veces al día: en la rehabilitación de la Seguridad Social, en un fisioterapeuta particular y en la bañera de su casa. Lo vi llorar de alegría cuando se medía el avance de la flexión y comprobaba que había mejorado tres milímetros, ¡tres milímetros! Chapeau.
El 9 de marzo de 1976 cumplí los quince años. No
tendría mayor importancia para esta historia futbolística,
sino porque me habilitaba para jugar con los juveniles.
Ni siquiera lo había pensado, pero parecía ser que Feringán, entonces entrenador de aquel equipo que se estaba
jugando el ascenso a Primera Juvenil, sí lo tenía muy bien
anotado en su agenda. Un jueves, el siguiente a mi cumpleaños de esa semana, después del entrenamiento, se
acercó y me dijo con su jocosidad habitual: "Prades, ¿qué
tienes que hacer el domingo por la mañana?". Me pilló
en fuera de juego y guardé silencio. "Anda, ¿por qué no te
vienes un rato mañana por aquí, te cambias, peloteas con
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los míos, y el domingo te acercas a jugar contra el Atlético
Delicias?". Aquella sensación es inolvidable. Supongo
que debió ver mi cara de perplejidad, espanto, sorpresa,
satisfacción... "Pero no tengas, miedo, hombre. Si te los
vas a comer a todos. Vente mañana a las ocho y así entrenas con nosotros al menos un día". Me costó conciliar
el sueño aquellos días, y más el sábado, víspera del estreno en el campo del Atlético Delicias. El entrenamiento
del viernes me abrió la puerta de aquel equipo donde jugaban varios ex—compañeros míos del Europa. Sus palabras fueron de mucho ánimo y confianza. Jaleaban mis
tiros a puerta con un "muy bueno, chaval", golpeándome
la espalda. Y el domingo, en una esquina del vestuario,
casi escondido, escuché: "Prades, con el cinco". ¡Iba a ser
titular! Me tuvieron que lanzar el equipaje porque no fui
capaz de levantarme a buscarlo. ¡Iba a ser titular! Acogotado por los nervios, salté al campo en medio de aquellos
"mayores" que estaban jugándose el primer puesto del
grupo. Y allí, a mi lado, estaba Caudevilla, el líbero del
equipo, el más veterano, que, adivinando mis tribulaciones, empezó a darme instrucciones y tranquilidad. Qué
buen papel de tutor hizo en pocos minutos. Me hablaba
de tú a tú, sin paternalismos ni superioridad, indicándome cómo se movía él, que siempre se colocaría a mi espalda, que entrara siempre al delantero con fuerza, que si
fallaba ahí estaría, detrás de mí, para que ni una pelota
llegara con peligro a nuestra portería. El delantero que
me tocó marcar tenía un aspecto agresivo, con unas
enormes espaldas, pelo larguísimo y mucha movilidad.
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Traía fama de ser el mejor de su equipo. Lo perseguí durante todo el partido bajo las indicaciones de mi tutor, y
cada balón que le quitaba era un triunfo para mí... y para
todo el equipo. Logramos empatar, nos colocamos primeros en la tabla y Feringán me felicitó de tal manera que
pensé en las puertas del cielo abiertas esperándome en
aquel vuelo soñado que no acababa de terminar.
Con este éxito ya digerido, quizá con informaciones
enviadas fuera del club sobre mis progresos, un día de
junio me llegaba otro comunicado sorpresa. Feringán me
esperaba: "Mañana saldrá en el periódico... que te han
llamado para la Selección". "¿A mí?". "Te llamas Prades,
¿no? Juegas en el Santo Domingo de Silos, ¿no?". "Sí".
"Entonces eres tú. Hala, ya puedes seguir entrenando. El
jueves te contaré algo más".
...
Se hizo el silencio. Llovieron estrellas. Podría intentar
describir las emociones... pero ¿merece la pena?
...
Se trataba de jugar un partido nada más. Ese año no
había competición de ningún tipo, pero querían convocar
a los jugadores destacados a un partido de fin de temporada. Íbamos a jugar contra el campeón de la Liga infantil, que no podía ser otro que el Real Zaragoza... en La
Romareda. ¡Jugar yo en la Romareda!... en el campo de
Primera División, en el mismo césped, las mismas porterías que tantos internacionales, tantas figuras... Al día
siguiente, salió la lista de convocados en el Amanecer. La
leí diez, cien, mil veces... Allí comprobé que Aragón (se
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cumplió parte del vaticinio del profesor de Lengua) y Michel López Moliner, ahora en el Calasanz, aquel muchacho que rivalizaba conmigo en los recreos de La Salle
Montemolín, iban a acompañarme en la convocatoria.
Recorté la noticia, seguí leyéndola para vivir sin parar
aquel sueño y alargarlo hasta hacerme poseedor de un
lugar en la Selección Española, y más tarde jugando como
elegido para el Mundial–82 en nuestro país. Me voló la
imaginación hasta verme con la casaca roja saltando a La
Romareda como integrante del mejor equipo español de
todos los tiempos, rodeado de los grandes jugadores que
podían alzar el preciado trofeo de Campeón del Mundo.
Sí, aquel sueño se me coló muy adentro por mucho tiempo y lo disfruté tantas veces como noches tiene el año,
acariciando la Copa después de marcar un gol de falta por
toda la escuadra, aquél que nos daría el triunfo en la final
ante miles de espectadores jaleando mi nombre como
mejor jugador del campeonato.
Los sueños logran movilizarte con una energía inconmensurable. Quien consigue soñar y verse en aquella
situación que busca tiene más de la mitad del camino
recorrido. Luego vendrá la puesta en marcha (sólo soñar no conduce a nada), pero crear tus sueños es imprescindible para alcanzar las metas.
Finalmente, no jugamos contra el Real Zaragoza. Un
compromiso fuera de la ciudad impidió que jugara ese
partido, así que nuestro rival fue el subcampeón, el Stadium Casablanca. Eso hizo que de tener de compañeros
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en la Selección a Jesús Carlos Aragón y a Calonge pasé a
tenerlos de rivales.
Y otra ilusión por los suelos. El ínclito presidente del
Real Zaragoza, José Ángel Zalba, había decidido dotar a
La Romareda de más espacio, previendo futuros éxitos
que compartirían en el campo los 25.000 socios objetivo
de su gestión. Es decir, que habían empezado las obras
en el estadio y no podíamos jugar allí. Nada más y nada
menos que nos llevaron al campo de Salesianos... el peor
de toda la Liga, con piedrecillas en su terreno que no te
permitían frenar en seco, siempre resbalabas, que pelaban los balones y que arañaban sin compasión la piel de
codos, rodillas y caderas con apenas rozar el suelo. ¡Qué
cambio! Se lució la Federación. Si estaban también Torrero, Entrerríos, Marianistas, campos de hierba, hermosos, auténticos, de profesionales. Pues no, a la gravilla de
Salesianos.... y encima, lloviendo. Sí, nos asaltó una tormenta justo cuando entrábamos al vestuario. Se retrasó
el comienzo, más nervios... Pero no todo podía ir tan
mal: jugué de titular, recordando la sensación de ingravidez del primer partido con los juveniles. Cuando dejó de
llover, después de acordar que el partido, como empezó
más tarde, debía acortarse para respetar otros compromisos del Presidente de la Federación, salimos al campo,
muy ordenaditos, nos colocamos en el centro del campo,
de cara a la banda noble, fotografía de rigor y en mi imaginación el himno nacional, como si jugáramos una partido internacional... algo parecido a lo que soñé en el ve-
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rano anterior con aquel frustrado campeonato en Francia.
Realmente, aún no me creía que mi nivel podía estar a
la altura de los mejores. Observaba a otros compañeros y
veía sus prodigios técnicos, sus regates... A veces, fantaseaba con tener esa habilidad para contribuir a las jugadas de ataque haciendo slalom entre los adversarios. En
el corazón, seguía siendo un delantero, con ansias de
marcar el gol, el éxtasis del fútbol, el premio al esfuerzo,
la confirmación del vencedor... Me costaba reconocerme
las cualidades de velocidad, fuerza, colocación, anticipación, disparo... anhelaba ser ese fino jugador que trenzaba jugadas en carrera, con el balón pegado el pie, la cabeza levantada, fabricando combinaciones imposibles...
Aquella convocatoria fue el principio de esa consolidación interna que me dio algo más de asentamiento. Ese
año aprendí a valorarme más y, junto con el crecimiento
que da el tránsito de la adolescencia, jugar al fútbol empezó a convertirse en un cauce de progreso en mi personalidad.
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De pie: Jesús Feringán, Simón,Tirapu, Orlando, Prades,
Francés, Heredia
Agachados: Borque, Ariza, Pastor, Carlos Sanz, De la Rosa,
Vicente
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IV.— De vuelta al aprendizaje (1976/77)
La temporada empezaba con augurios de trabajo duro. Antes de empezar a entrenar, me di una vuelta por las
oficinas del club para tomar contacto con ese ambiente
que ya extrañaba después de mes y medio de inactividad.
Por allí andaba Feringán, algo alterado por el estado en el
que había quedado el campo. Si bien las porterías seguían en su sitio —lo que puede sonar a broma, pero que
era una excelente noticia, dado que las "instalaciones" se
encontraban alejadas del barrio y sin vallar—, el terreno
de juego se había endurecido de tal manera que parecía
una carretera recién asfaltada en color tierra. Probablemente, la solución no pasaba por el remedio que quiso
aplicar Feringán, pero su impulsividad hizo que la aplicáramos unos cuantos muchachos que pasábamos por allí.
El buen entrenador se metió en la caseta y salió con dos
picos y una pala, dispuesto a remover la tierra dura, sacar
grumos, apisonarlos... Fue mi primer contacto con el
trabajo duro, con el de verdad, con el que me amenazaba
mi padre ante cualquier bajada de notas. En pleno mes
de agosto, a las cinco de la tarde, con un sol de solemnidad, estábamos por turnos aplicando golpes de pico a una
tierra prensada por el agua de las tormentas y el calor
justiciero. Me traje para casa, con gran burla de la familia
—que si eres un niño fino, anda con el señorito, si hubieras trabajado algo en tu vida...—, dos "burras" en las manos que me escocieron más que todas las heridas sufridas
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hasta entonces por las piedras de los terrenos futbolísticos. Feringán no sufrió de ampollas.
Feringán predicaba con el ejemplo. Picó el primero, corría con nosotros, llegaba puntual, se marchaba el último... Si un líder se involucra en tareas del equipo genera adhesión y aumenta su autoridad. "Él también lo
hace"... Cuando eres ese líder que se acerca al equipo y
comparte sin aspavientos, ganas en credibilidad y tu
labor posterior será más fácil. Y si además, quieres
aprender de ellos, consigues avance en progresión
geométrica.
Este hecho es otro ejemplo de cómo esa afición, ese
deseo de aportar y colaborar en un “negocio” sin rentabilidad, anima a realizar cualquier trabajo, por duro que
sea, a personas que lo hacen sin esperar ninguna recompensa a cambio. Sólo picamos los alrededores de la portería Sur porque un alma caritativa nos ofreció su tractor
para rastrillar y nivelar el terreno al día siguiente. Ésta sí
era solución.
Componían la directiva personas que, con la mayor
disposición, tanto se llevaban los equipajes para su lavado, como ponían dinero para cambiar las redes, como se
remangaban los pantalones para sacar el agua del vestuario (tenía goteras importantes), como se convertían en
gratuitos taxistas con sus automóviles para llevarnos a la
otra punta de la ciudad. Esto es pasión por el fútbol y no
los gritos de los "ultras". Pasión por este fútbol cantera
que sirve para nutrir la base de los futuros aficionados,
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que a profesionales llegan pocos. Porque, además, quien
a la larga acaba amando un deporte es quien lo ha practicado, quien lo ha vivido, quien conoce sus dificultades
para después admirar a quienes son capaces de hacer con
supuesta sencillez lo que ni en miles de horas practicando
ha podido conseguir.
Aquel día ya recibí la nueva ficha de juvenil para acudir con ella al reconocimiento médico de la Federación. Y
allí que me fui en solitario a sus dependencias con cierta
expectación, porque me suponía en una de esas revisiones que los equipos de Primera hacían a sus fichajes antes
de confirmar el alta federativa. Al entrar me recibió un
hombre de bigote a lo Franco que, tras un mostrador, bufaba de un lado para otro recibiendo, archivando y rellenando papeles. Cuando pasé a la sala de espera, me encontré con varios futbolistas sentados en bancos de madera, comentando en voz alta la pretemporada del Zaragoza, entonces en Segunda División después de los éxitos
de los zaraguayos con Carriega. Me senté en una esquina
aguardando la llegada de los médicos, que se retrasaban
más de una hora. Al fin, hizo su entrada un hombre de
traje, que se paró en el mostrador y desde allí, casi sin
vernos, emitió un rugido solicitando: "¡Silencio total!
Esto es una consulta médica, no un mercadillo". Me pegó
tal susto que casi me marcho. Cuando llegó mi turno,
más de dos horas después, me temblaban hasta las uñas
de los pies... y no cuento cuando me pidió que me desnudara y al ir a quitarme el calzoncillo, gruñó: "No, chico,
eso no, que no voy a tocarte los cojones". Fue una expe-
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riencia que ocurrió cada año, pero, ya veterano después,
hacía apuestas con los asistentes para ver si ese señor repetía las mismas palabras. Creo que siempre gané... porque siempre repetía. Lo curioso era que cada año le hacíamos menos caso. En alguna ocasión, salió de la consulta para al principio exigir silencio, luego pedirlo y, al
final, rogar con educación. Algún año después, un chico
comentó: "Parece que al fin a éste le ha entrado la democracia".
En el tercer entrenamiento, tuvimos noticia de la gran
novedad para ese año. La directiva había fichado a Pablo
Valdés, un entrenador titulado que provenía de los infantiles del Real Zaragoza. ¡Y sin cobrar un duro, claro!, como no podía ser menos en un equipo de barrio donde
hasta los jugadores cogían el pico y la pala. Pablo era una
persona muy especial: callado, apocado, huidizo. Cuando
nos daba la charla teórica, miraba hacia algún lugar de la
pared, por arriba, de tal manera que al principio nos girábamos y buscábamos algo por allí, una avispa, una grieta, quizá un fantasma. Sus profundos ojos azules rara vez
miraban a los tuyos, pero te inspiraban esa confianza de
poder depositar en sus manos el tesoro más preciado.
Serio hasta la saciedad (casi no recuerdo su sonrisa),
apenas levantaba la voz. Y se notaba su preparación. En
primer lugar, gracias a él, conocí variantes tácticas. Practicamos el 4–2–4, el 4–4–2, ambos combinados para
crear la WM, con carrileros en el medio campo y luchadores en el centro, que se compensaban con un jugador de
fino toque, que no jugaba todos los partidos, comodín de
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la táctica según noticias del contrario. Mezclaba hábilmente la preparación física con la técnica, con ejercicios
que necesitaban tanto el esfuerzo como la habilidad. Exigía disciplina de equipo, entrega en el campo, pero siempre razonada, nunca correr por correr. Estudiamos los
apoyos, los relevos, la carrera lateral, la presión por zonas, la estrategia de faltas, córners y hasta saques de banda. Antes de saltar al campo, cada uno tenía sus instrucciones sobre su misión para lograr el mayor rendimiento
del equipo. Y nunca criticó el riesgo personal en las jugadas para sacar ventaja... si lo provocabas más adelante del
círculo central. Cuidaba los detalles al máximo. Hizo
colgar carteles en el vestuario con citas, refranes y máximas que estimulaban los valores que preconizaba, tanto
personales como futbolísticos. También trabajaba el estímulo individual, porque diseñó un sistema de valoración para cada uno que colocaba en un tablón, donde
aparecían tus puntuaciones en aspectos como combatividad, velocidad, fuerza, juego de cabeza, visión de juego,
minutos jugados, tarjetas amarillas y rojas, goles... En fin,
que todos nos sentíamos con él mucho más reconocidos
como personas y jugadores, éramos muchachos con valía
puestos al servicio de un equipo que si actuaba como tal,
conseguiría mejor resultado que la mera suma de sus individualidades. Ah, y todo esto con humildad, sin engolamientos, también sin emotividades, en un estilo llano
que provocó un excelente rendimiento.
¡En cuántas ocasiones creemos que los grandes jefes
deben ser fuertes, vibrantes, carismáticos! Y no es ver-
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dad. Ahí, el ejemplo de Pablo. Existen cualidades no
tan llamativas que transmiten la cohesión al equipo y
que facultan para ordenar los esfuerzos hacia el éxito
como "jefe". Precisamente, querer mostrar cualidades
que no tenemos nos aleja de la autenticidad y, por lo
tanto, resta credibilidad para "mandar".
Y qué difícil es manejar a muchachos de 15 a 18 años...
porque no éramos santitos, ni mucho menos... en un
equipo del que yo era el benjamín, el único de primer
año, con el consiguiente objetivo de ser la diana de consejos futbolísticos y "orientaciones juveniles". Me llamaba
la atención la especial rivalidad de "tíos buenos" entre
Fernando y Torrecilla, que más bien parecía la envidia de
este último por los éxitos de conquistas femeninas del
primero. Y recuerdo especialmente una expresión tan
extraña para mí en boca de un hombre que se me quedó
tan grabada como para contarla aquí: "Yo soy el más guapo del equipo... después de Fernando". Ambos llegaban
tarde a los entrenamientos o a los partidos, que ya jugábamos en la mañana del domingo, con comentarios directos o indirectos al motivo, siempre de chicas, juergas, exceso de alcohol. Con toda esta inmadurez aún adolescente, todavía cobra más mérito la labor de Pablo para crear
un equipo que no tuvo ni un conflicto interno en toda la
temporada.
En el primer partido de liga me tocó el número 15, reserva, lógico dada mi bisoñez, pero que me resultó extraña después de la continuada titularidad del año anterior.
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Desde la banda (no existía banquillo) veía evolucionar a
mis compañeros, especialmente a Jordi, que destacaba
sobre los otros, con esa facilidad y arrogancia natural que
da la superioridad técnica. No destacaba por su físico,
más bien pequeño, sino por su cambio de ritmo, visión de
juego, regate en velocidad... Era capaz de hacer cosas
inverosímiles, se salía de la táctica, sorprendía... y todo
eso, sin haber dormido la noche anterior. Sarto siempre
lo consideró como ese chico a cuidar porque jugaría en
Primera División. Contaba orgulloso que lo había captado para el Europa siendo una bolita de grasa que apenas
sabía correr. Otro destacado del equipo era Fernando
Martín, el goleador, el típico jugador con olfato, que
siempre rondaba ese sitio donde cae el balón para tocarlo
con la bota y despistar a defensas y porteros. Impresionaba por su velocidad, algunas veces tan excesiva que se
dejaba atrás muchos balones. Jordi lo entendía a la perfección, le mandaba los balones al hueco para que llegara
con esa milésima de anticipación que le dejaba solo al
borde del área. Esa alternativa se convirtió en nuestra
mejor baza durante toda la temporada, con un equipo
fuerte y trabajador que conjugaba bien las facetas de cada
uno.
En ese primer partido, empecé a sentir la tensión de la
impotencia para colaborar, ese deseo de querer intervenir, de pensar que podrías hacer algo para contribuir a la
victoria. Es doloroso prepararte, entrenar, esperar al día
del partido con la ilusión de participar... y quedarte en el
banquillo sin posibilidades de intervenir. El empuje in-
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terno te aquilata los músculos cuando ves que las cosas
no van bien, o van demasiado bien para no perdértelas
desde dentro, y te llega esa sensación de "¡¡¡quiero jugar!!!". Eso es deseo de progreso, de que tu huella quede
marcada en el resultado del equipo, para bien... o para
mal, ese es el riesgo a asumir, que siempre debe ser bienvenido, porque sólo triunfa o yerra (ambas cosas) quien
se atreve a actuar. En cuestión de fútbol, también tiene
que ver la afición, que se podría traducir como el compromiso. Me resulta curioso oír hablar de profesionalidad en los ambientes de elite futbolística, porque la relaciono con unas obligaciones que pasan por el sueldo que
te pagan en contra de una orientación por la diversión.
He conocido grandes "profesionales" del fútbol que no
han cobrado nada y que han dado su esfuerzo, su tiempo
y hasta su dinero por el compromiso con unos colores. Y
es difícilmente explicable si no acudimos a la responsabilidad que da la afición interna. Aquel año empecé a extrañarme de que muchos de mis compañeros dejaran de
jugar, hecho que se fue repitiendo en los dos años siguientes sin que pudiera comprenderlo. En muchos casos, eran jugadores de buenas posibilidades, pero que
decidían dejarlo por las obligaciones externas, unos por
los estudios, otros por los horarios de sus trabajos, algunos para no madrugar los domingos después de las juergas nocturnas o simplemente por pereza de no querer
entrenar. En mi caso, cada partido se convertía en un
aliciente para crecer, lo esperaba con expectación, quería
pisarr el campo y patear la pelota para observar cómo
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progresaba, cómo colaboraba con mis compañeros, cómo
era tenido en cuenta por el entrenador para satisfacer una
necesidad del equipo, cómo era aplaudido o felicitado por
los espectadores que esperaban nuestros triunfos. Y
ellos, algunos de mis colegas, abandonaban… no lo entendía.
Esta temporada no fui titular casi ningún partido.
Perder posición y prestigio es muy duro. Pero superarlo con humildad aumenta el crecimiento. El
comportamiento más humano sería la rebelión, por
supuesto. Perder status no gusta a nadie. Ahora bien,
una vez aceptado el nuevo lugar,y abiertas las miras
para ver otras cosas que da esa posición, prepara un
trampolín para más crecimiento. Y no digamos si
precisamente, eliges tú ese descenso de status para
conseguir el impulso.
Pablo me llamó cuando faltaban quince minutos para
terminar el partido. Galindo andaba renqueante y salí a
jugar de líbero cuando íbamos ganando por un gol. Me
cayó un jarro de agua fría, porque me veía allí, con los
mayores, dentro del campo, con la responsabilidad de ser
el último defensa, con ese marcador tan ajustado... Sentí
miedo. Galindo me dio la mano cuando salía, Pablo me
animó con un par de palabras... y me vi en medio del partido sin saber dónde ponerme. "Eh, Prades, no te preocupes, yo te indico. ¡Con confianza!", me alentó Rafa
Anadón, mi portero. Los laterales también me mandaron
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miradas de arrope y el central, me dijo: "Los paro, no los
vas ni a oler, , solo tápame las espaldas". Toqué el primer
balón y lo mandé a las nubes, pero desde la banda oí:
"Bien, Prades, buen despeje". Todo surgía a consecuencia
de esa labor del entrenador para crear ambiente de piña
compacta. Que fuera el benjamín también les animaba a
esos apoyos y a mí me hacía escucharlos como si fuera
una emisión de calor humano que te arropa ante el desafío. Y ya ese día me comí la guinda de la tarta, cuando
una internada de Fernando provocó una falta al borde del
área. Seguí en mi posición, sin moverme, aún tenso por
el estreno... y Jordi, el encargado de tirarla: "Prades, ven,
tírala tú". "¿Yo?", pregunté llevando el índice al pecho.
"Vamos, ven y pégale". Me armé de un valor especial, era
Jordi quien me lo pedía. "La toco yo hacia tu lado. Es
indirecta. Dale como sabes". Miré a la barrera, miré al
portero, pitó el árbitro, Jordi acarició el balón y me lancé
como un obús hacia la pelota... que cogió una parábola
por encima de la barrera... para entrar a media altura pegada al palo izquierdo. ¡Gooooooool! ¡Qué mejor comienzo para mi etapa juvenil!
No sé si aquel gol en ese partido aumentó la confianza
de los demás en mí.... pero que me sentí ya con capacidad
para no hacer el ridículo entre ellos, seguro.
A lo largo de la temporada, también ocurrieron dos
hechos que aumentaron esa confirmación. Dentro del
aquel equipo, me consideraba en una fase de aprendizaje,
de mirar a mis compañeros para adquirir experiencia junto a ellos. Me veía en el rol del recién llegado, del novato
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que debe hablar poco y observar mucho, pasar desapercibido. Iba jugando minutos y contribuyendo a los buenos
resultados del equipo. En un domingo sin partido de Liga, prepararon un encuentro de entrenamiento contra el
equipo de Segunda Juvenil, recién creado ese año y en el
que jugaban varios de los compañeros míos de la temporada anterior. Jugué con ellos contra mi equipo habitual,
de líbero, como siempre, vigilando de cerca a Fernando y
Torrecilla. Este último me provocaba cierto halo de admiración porque acababa de ser fichado por el Juventud,
ascendido ya a Liga Nacional, para la temporada siguiente. Hubo una jugada en la que se había desmarcado de
mi lateral derecho y recibió en su banda, de espaldas.
Corrí para cubrir ese hueco. Él estaba esperándome. Sabía que su rapidez me obligaba a evitar que me superara
porque yo era el último defensa y en diez metros se plantaba dentro del área. Amagó hacia delante, pero se metió
el balón por debajo de las piernas para darse la vuelta
hacia la línea de fondo. Reaccioné con muchos reflejos y
metí enseguida el pie, pero los dos tocamos el balón a la
vez. Como mi posición era más firme, Torrecilla cayó al
suelo y la pelota se perdió en la banda. "Chaval, como
sigas así, llegarás lejos", me dijo mientras me acercaba a
darle la mano para ayudarle a levantarse. Y en un entrenamiento andaba por allí Nano, un muchacho del barrio
que no jugaba en el Silos, pero que tenía varios amigos
entre mis compañeros. También gozaba de prestigio en
los mentideros del fútbol juvenil. Estábamos tirando a
puerta. Más o menos andaba él cerca de la portería. En
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mi turno, le pegué muy fuerte, ya era la cuarta o quinta
vez que había disparado contra el cuerpo del portero que,
en la última, en lugar de ir a parar la pelota, se apartó. La
pelota pasó cerca de donde estaba Nano, y cuando lo saludé me dijo. "Con esos tiros, acabarás rompiendo las
porterías de La Romareda".
En esa temporada de juveniles, combinaba los entrenamientos del Silos con los de La Salle Gran Vía, con cuyo
equipo jugaba el campeonato interclases y el Europa Donuts de fútbol—sala, además de participar con los cadetes
escolares, es decir, que todos los días de la semana tenía
una u otra actividad futbolística. Recuerdo con especial
cariño un día ya de mayo, cuando Sarto, estando en la
oficina del club, me dijo: "Qué mal caminas, Prades, ¿qué
te pasa?". "Nada, que yo sepa", contesté. "Anda, ven,
acércate". Me sorprendí un poco, porque me llevó la
mano a una pierna y tocó fuerte. "Pero qué duro estás",
me dijo. Me cogió del brazo y casi me arrastró hasta la
camilla. "Quítate los pantalones, no tengas vergüenza, y
túmbate". Se fue a buscar un aceite. El ridículo me invadía, allí en calzoncillos, con la puerta abierta, chicos y
chicas paseando por el patio... Regresó enseguida, se
concentró en los músculos de mis piernas... "Estás a puntos de partirte". Dedicó más de media hora a su tarea de
masajista como un aplicado experto. Y además, al terminar me dio toda una disertación sobre cómo estirar y soltar los músculos, me recomendó baños de agua caliente
periódicos... "o dejas de jugar tanto sobre campos duros o
te reventarás la fibra... y son varios meses sin jugar".
139
A pesar de la rudeza de su carácter, Sarto demostró
amor con este comportamiento. Recuerdo un libro titulado "El cuidado esencial", que apostaba por esta actitud con nuestro alrededor: mirar por los demás, proporcionarles atención medida, calor de preocupación
sincera y desinteresada. Ese cuidado esencial, tan parecido y tan exclusivo de una madre por sus hijos, enriquece las relaciones hasta el punto de vivir plenamente
de las realidades de los demás. ¿Utopía?
Se estaba gestando un club con aspiraciones. Habíamos tenido algunos titubeos en la directiva, pero ese año
se renovó con personajes llenos de miras hacia el futuro
y, con el apoyo de los entrenadores, sobre todo de Pablo,
comenzaron a estructurar un club de buena cantera. El
señor Macías, como presidente lleno de entusiasmo y larga visión, lideraba ese progreso, arropado por su hijo Salvador, que comenzaba su andadura de entrenador con los
alevines, unos años antes de convertirse en alumno militar de la Escuela de Suboficiales, algo que observábamos
con respeto y admiración. También dejaron huella Quique Pérez, Pina, Gonzalo… Fueron comienzos cargados
de ilusión y futuro… Por aquel entonces, Zalba, presidiendo el Zaragoza, quería dar un gran impulso a los jóvenes valores aragoneses, con la excelente Ciudad Deportiva. Aquello incentivaba el ambiente en toda la región
para trabajar más duro, porque se veía salida y frutos.
Los jugadores de la cantera aragonesa que llegaron al
primer equipo desde la retirada de Violeta se contaban
140
con los dedos de una mano, pero en dos temporadas aparecieron en el primer equipo del Real Zaragoza jugadores
como Benedé, Víctor, Güerri, Vitaller, Casajús, Pérez
Aguerri, Barrachina, Lafita, Crespo... Para que ellos surgieran, todos los equipos de base de la región contribuyeron gracias al entusiasmo que se fue forjando ante las
nuevas perspectivas que se creaban. También hay que
decir que las maneras con las que el propio Real Zaragoza
se dirigía a los clubs y a los jugadores para proponer su
fichaje no eran las más idóneas. Los ojeadores de La
Romareda usaban tácticas de aproximación que generaban mucho rechazo. Entiendo que con el objeto de no
pagar compensaciones a los clubs, los directivos de base
se dirigían directamente a los padres de los jugadores,
con visitas a su domicilio particular, proponiéndoles que
su hijo fichara por el Real Zaragoza con el caramelo de la
Primera División, la entrada gratis a la Ciudad Deportiva... saltándose el contacto con el club donde el chico estaba jugando y ganándose así las enemistades de los
equipos de la región, hasta el punto de que se hacían filiales de otros clubs de Primera División. Se comentaban
las diferencias con la Real Sociedad, que no tenía equipos
inferiores en alevines ni infantiles, que todos los equipos
de la provincia eran filiales suyos, que sólo fichaba para
los juveniles, con una compensación importante para el
club de origen y hasta una posible participación futura si
el muchacho lograba jugar en el primer equipo. Pero el
bombón estaba ahí, todos soñábamos con que el Real Zaragoza se fijara en nosotros, y también los padres que, si
141
el hijo era uno de los elegidos, casi siempre acababa discutiendo en el club de origen sobre quién había descubierto y formado al chaval, ganando tiempo para que
terminara la temporada y accediera al fichaje para la Ciudad Deportiva. En nuestro entorno, dos jugadores del
colegio habían salido para ese destino: Jaso y Bitrián, que
de vez en cuando venían por los dominios del patio. A la
mayoría nos ponían los dientes largos cuando relataban
los entrenamientos y partidos al lado de las figuras que
veíamos en los periódicos.
Aquel fue mi año de crecimiento en la sombra. Puse
mucho interés en los entrenamientos sobre la brea, intentando aprender y adquirir condición física suficiente. El
fútbol se convirtió en mi gran objetivo. Aprovechaba
cualquier momento para jugar, entrenar y "ser mejor".
En la clase de gimnasia del colegio, hacíamos carreras en
series de cinco minutos. Siempre me colocaba el primero
del pelotón, tirando, y cuando el profesor indicaba "¡un
minuto!", comenzaba a destacarme, a correr como un
poseso para finalizar lo más distanciado posible de mis
compañeros. Después, preparábamos un partidillo con
un balón de caucho entre las porterías de balonmano.
Mis amigos habituales, poco proclives a los esfuerzos físicos, se reían de mí cuando me proponían que saltara la
valla del patio para irnos a los bares de al lado y les decía
que quería jugar al fútbol antes que tomarme una cerveza. También salía a correr al Parque Grande, más como
diversión que entrenamiento, y hasta leí algún libro téc-
142
nico sobre fútbol que recomendaron en el Zaragoza Deportiva.
Precisamente, en ese semanario, entonces complementario al Amanecer, al final de temporada, insertaron
una reseña que llenó de orgullo todo mi alrededor, mi ego
incluido. Con una fotografía personal, ampliada de otra
del equipo, de apreciable dimensión, publicaron unas
veinte líneas hablando de mi trayectoria y posibilidades
futuras, haciendo mención a que tenía todavía dos temporadas de juvenil por delante y que destacaba en la
competición por mi fuerza, velocidad y juego de cabeza.
Mucho más tarde me enteré que el redactor había sido
Pablo Valdés que, en su prudencia, nunca habló de sus
colaboraciones con este periódico. Además, su afán de
medición contable del fútbol, le llevó al año siguiente a
crear un sistema de puntuaciones, probablemente basado
en el modelo que aplicaba con nosotros, que ofreció, y el
periódico aceptó, para generar la Selección Matemática,
que me daría sorpresas satisfactorias.
Pablo era un misterio. Nos provocaba deseo de saber
sobre él porque su mesura y humildad apenas le permitían hablar de sí mismo. Su tarjeta de presentación era su
trabajo y sus logros. Mostraba una personalidad consistente que basaba en el trabajo perseverante con fuertes
convicciones. Era un hombre estudioso del fútbol que
intentaba plasmar las teorías en elementos prácticos.
Apenas usaba la pizarra, pero sobre el terreno transmitía
con claridad sus deseos. De esa manera, y por su carácter
reservado, marcaba distancia en el trato sin resultar aris-
143
co, lo que se traducía en un ambiente sano donde reinaba
la concordia y el trabajo. Pero recuerdo especialmente
una anécdota que, al menos a mí, me desmontó algo esta
imagen. Por regla general, nuestro periplo hacia los
campos ajenos se hacía en los coches de padres y directivos. Pablo se unía a alguno de ellos. En una ocasión, al
finalizar el partido, me propuso volver con él al club y,
por lo tanto, junto con un directivo caminamos hacia el
aparcamiento. Cuál sería mi sorpresa cuando al llegar a
un Seat 850 Coupé saca las llaves y lo abre. No podía
imaginar que bajo esa imagen seria podía conducir aquel
automóvil, paradigma en aquellos años de la movida juvenil y "marchosa". Subí en la parte de atrás, mínimo
espacio en el que tuve que colocarme estirando las piernas lateralmente. En mi fuero interno, me reía de satisfacción, porque después podría fanfarronear entre mis
amigos, pero también de asombro al mirar al conductor,
elemento extraño para mi imagen de un dueño de aquel
coche deportivo.
Conseguimos el logro previsto: el ascenso a Juvenil
Preferente, máxima categoría regional. Cuando un trabajo se plantea con responsabilidad, existe un elevado porcentaje de logro. El asentamiento de la directiva, el trabajo del entrenador, la entrega de los jugadores, dieron el
fruto esperado. Terminamos segundos en nuestro grupo,
detrás del Zaragoza B. Ese mismo año, el Juventud, rival
del barrio, ascendía a la recién creada Liga Nacional de
juveniles, lo que además significaba que al año siguiente
no íbamos a enfrentarnos con ellos.
144
En dos años, dos ascensos, un crecimiento que se preveía imparable, que nos proporcionaba autoestima y sensación de triunfo al equipararnos a los equipos más importantes de la región en poco tiempo. Ni siquiera por
eso percibí exultante de alegría a Pablo. No obstante, seguro que la satisfacción le bullía por dentro, pues propuso
y consiguió la celebración de una cena fin de temporada
con entrega de trofeos. Acudir a esa cena supuso un aliciente por mis adentros. Además, acudió mi padre y juntos nos dirigimos al restaurante. Viví el ambiente festivo
sin lograr incluirme en él. No me hacía del todo partícipe
del logro, porque no consideraba que mis participaciones
en el éxito fueran suficientes. Esa temporada, a pesar de
entender la justicia de la situación, me sentí sin mérito
para incluirme en ese ascenso. Quería jugar, involucrarme cada partido al máximo, y mis minutos en la cancha
habían sido salpicados en la temporada, sin grandes
aportaciones. Disfruté de la entrega de trofeos con cierta
dosis de envidia por no encontrarme entre los elegidos,
aunque aplaudía con sinceridad los resultados. Jordi se
llevó la copa de mejor jugador, también Fernando tuvo su
premio... y me propuse que otro año yo subiría a ese estrado.
Me cambió esa expresión tan huidiza y distante cuando Fernando, exultante con su trofeo al máximo goleador,
que había cenado en nuestra mesa, me propuso si quería
irme con él esa noche. Mis escarceos nocturnos se habían
ceñido a los momentos típicos: Nochevieja y las fiestas
del Pilar. Con dieciséis años, mi padre aún no me daba
145
permiso para esas escapadas... pero supongo que la euforia que vivíamos y la confianza que Fernando le inspiraba
hizo que no dijera una palabra mientras asentía con la
mirada. Fue un momento especial para mí. Fernando
gozaba de mi admiración, no sólo por su valía futbolística, sino por su autonomía personal, su éxito con las chicas y su calidez humana. Ya llevaba tres años trabajando
porque no se planteó seguir los estudios. En cambio, era
capaz de leerse libros de filosofía y comentármelos como
escuela de actuación. Entendía, por su trabajo, de coches
espectaculares y era un experto en la música de actualidad. Todos aspectos muy llamativos para un adolescente
como yo, casi encarcelado en el provincianismo de mi
barrio, pero con ínfulas de escapada hacia otro mundo
diferente.
Ni siquiera nos dimos un paseo, fuimos directamente
a su casa, donde disfruté de su equipo estéreo escuchando
por primera vez (y tantas después) a The Eagles, con Hotel California, para pasar después a Lou Reed y el concierto de Bangla Desh, con George Harrison como bandera...
Creo que apenas abrí la boca, gozaba de esas nuevas sensaciones, en la habitación de Fernando, hablando de música, de mujeres, de coches... de aspiraciones personales,
de sueños.
La temporada se cerraba con una despedida, que luego tuvo un reencuentro fugaz, aunque muy decisivo para
mí. Jordi nos decía adiós. A lo largo de la competición,
secretamente, le siguieron varios ojeadores para observar
sus evoluciones. Quizá podía cumplirse la predicción de
146
Sarto. Hubo contactos con el Real Zaragoza, claro, pero
en el modo que he contado anteriormente. Aquellas maneras hicieron perder esa posibilidad tanto al equipo como al jugador. Pero las ambiciones podían ser mayores.
Uno de los ojeadores más interesados era Ansodi, el representante en Aragón del Real Madrid. Y Jordi acudió a
la capital de España para probar allí. Justo en el último
partido de la temporada, el muchacho sufrió un esguince
y, con esa lesión, aquella prueba no fue satisfactoria. No
obstante, le solicitaron que regresara para septiembre,
que había gustado a los técnicos madridistas y le veían
posibilidades para quedarse. En ese intervalo, el Real
Zaragoza volvió a insistir y se encontró con la misma,
quizá mayor, oposición tanto de la familia como de los
directivos de nuestro equipo. Hubo entonces una aproximación del C.F. Endesa, el considerado segundo equipo
de Aragón, ubicado en Andorra, un pueblo de Teruel que
giraba en torno a la central térmica de dicha empresa.
Era considerado un equipo muy serio, de gran proyección, con aspiraciones hacia la Segunda División, que pagaba muy bien. La perspectiva no parecía muy adecuada,
porque a Jordi aún le quedaba un año de juvenil que debía contribuir a su asentamiento como jugador entre los
muchachos de su edad. Fichó por ellos. Probablemente,
el deseo de logro rápido llevó a esa decisión.
Las decisiones “contra alguien” sólo ocasionan errores.
Estoy convencido de que Jordi debería haber fichado
por el Real Zaragoza. Esa "rebelión", quizá justificada
en este caso por la actitud prepotente de los directivos
147
zaragocistas, debe superarse para mirar hacia el futuro. Agachar las orejas no significa ser vencido, es retirarse un momento para volver a combatir desde una
posición más favorable.
Era absolutamente previsible esta pérdida para nosotros, pero la confirmación nos dejó con sabor agridulce.
Por un lado, suponía un gran prestigio para el club, que
nutría a un equipo importante de la región con un jugador crecido en su cantera y así daba visión de futuro halagüeño para todos los que nos encontrábamos detrás. Pero por otro lado, perdíamos nuestro mejor valor en el reto
del año siguiente, que era la consolidación en la máxima
categoría del fútbol regional.
Nos dejó como recuerdo un equipaje de alto "standing". Con algo de dinero, la compensación por la baja
federativa de Jordi fue un equipaje totalmente blanco, un
Adidas, la marca estrella en aquella época, que durante
algunas temporadas, a quienes lo vestimos, nos servía
para recordar sus éxitos tempranos y nos daba el convencimiento de que también podíamos llegar algo más arriba.
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De pie: Marcos Chavarrías, Javi Serra, Casimiro, Ansón,
Galindo, Prades, Rafa Anadón
Agachados: Rico, Jordi, Cortés, Martín, Hualda, Felipe, Lázaro
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V.– Una consolidación buscada (1977/78)
Mi primer percance grave jugando al fútbol ocurrió en
el último partido de la pretemporada en este segundo año
de juvenil. Volvíamos a entrenar con Pablo, y con nueva
sorpresa agradable para mí: decidió que yo debía ser el
capitán del equipo, aunque no era ni mucho menos el
más veterano. Me sentí muy halagado y, cuando lo dije
en casa, mi madre se dispuso a prepararme no uno, ni
dos, sino tres brazaletes en distintos colores y formas. No
era una especial predilección por esta prenda lo que le
movía a dicha confección. Mi habitual despiste le anticipaba pérdidas de algo de tamaño tan pequeño, así que ya
desde el principio preparaba las reservas. Luego, a lo largo de la temporada, con la eclosión de las Comunidades
Autónomas, nuestra directiva compró brazaletes con el
diseño de la bandera de Aragón. Pero llevaba mi propio
brazalete en aquel partido tan extraño. Habíamos superado la semifinal y nos enfrentábamos al anfitrión, el Juventud, flamante ascendido a Liga Nacional, en una final
que se anticipaba de alto riesgo. La jugada no tuvo agresividad. Salté de cabeza y superé al delantero, pero su
impulso debajo de mí, deslizándose pegado a mi cuerpo,
le hizo golpearme en la mandíbula. Antes de continuar
debo aclarar que, debido a las consecuencias —una conmoción cerebral muy extraña, sin inconsciencia, pero con
pérdida de memoria—, la mayoría de lo contado en este
párrafo no es producto de mi recuerdo, sino de posterio-
150
res relatos, más o menos humorísticos, de los espectadores del incidente. Sí, fue una conmoción... pero seguí jugando como si nada porque nadie, ni yo, se dio cuenta de
aquello. Parece ser que perdimos el partido por 2 a 0;
que Pastor, jugando de central a mi lado, se mosqueó un
montón porque estaba continuamente preguntándole por
el resultado; que tuvieron que sacarme del vestuario al
final, para ir a recoger la copa de Subcampeones, "¿copa?
¿qué copa? ¿cuánto hemos quedado? ¿contra quién jugábamos?", iba repitiendo por el camino al estrado. Pensaban que estaba bromeando, porque no mostraba ningún otro signo de lesión. Ni siquiera sé en qué momento
del partido se produjo. Volví a casa, mi padre se extrañaba de ese comportamiento, comí normalmente, me eché
la siesta... Y tras una noche con dolor de cabeza, fui al día
siguiente al Dr. Paricio. Me diagnosticó la conmoción,
me dio unas pastillas para el dolor de cabeza, y me recomendó una semana, ¡una semana!, en una habitación a
oscuras, después de los procedentes encefalogramas, radiografías y demás sistemas de diagnóstico con resultados satisfactorios. Guardo tres espinas como consecuencia de esa lesión. Primera: estábamos en fiestas del barrio y en la verbena había conseguido quedar con una de
las chicas más atractivas después de un trabajo arduo y
penoso; había quedado con ella al día siguiente en un
pub... pero me olvidé, o mejor dicho, no lo recordé, así
que se enfadó por el supuesto plantón y me quedé sin posibilidades. Segunda: como consecuencia del susto familiar por esa lesión mis padres reconsideraron su permiso
151
para comprarme una moto y tuve que romper mi palabra
con un amigo que iba a vendérmela; entiendo el susto de
mis padres, pero ¿qué tenía que ver conducir una moto
con jugar al fútbol?, pensé entonces. Y tercera: a pesar de
que me recuperé en cuatro días y de que el sábado ya había salido con los amigos, ni mis padres ni Pablo me dejaron jugar el domingo, partido nada más y nada menos
que contra el Real Zaragoza en la Ciudad Deportiva, partido que vi desde la grada con bastante rabia al ver cómo
perdíamos por 2 a 0 en nuestro debut en Juvenil Preferente... y yo sin participar.
En años posteriores, volví a sufrir dos conmociones
como la anterior, aunque con menor período de pérdida
de memoria. En ninguna observaron los médicos secuelas, pero me queda esa sensación de angustia al ir recuperando el recuerdo poco a poco, como en la tercera, ya casado, que en el primer momento de la consciencia, me
trajo imágenes angustiosas de tres años atrás como si fueran las de ese momento, y no recordaba a David, mi segundo hijo, ni el cambio de casa que habíamos realizado.
Ni siquiera esa sensación me hizo plantearme dejar de
jugar al fútbol.
Ya en los partidos previos de esa temporada, con la titularidad y la capitanía, empecé a sentir esa época con
importancia. En los entrenamientos, Pablo se fijaba más
en mí, dándome la responsabilidad de organizar el sistema defensivo. Sus criterios seguían siendo los mismos
que la temporada pasada, pero ahora nos debíamos adaptar entre nosotros, formar equipo. Sin decirlo explícita-
152
mente, sus instrucciones para el orden en defensa se dirigían siempre a mí, como si me convirtiera en su lugarteniente dentro del campo.
Si confían en ti (y te ayudan), sobrepasarás todos tus
límites. De no haberme cruzado con estos entrenadores, especialmente Sarto y Pablo, no habría conseguido
en el campo ni la mitad de mi rendimiento. Sarto tuvo
que esperar pacientemente a verlo, tuvo que trabajar
algo más (y gritar algo más también), tuvo que dudar
muchas veces sobre si depositaba o no su confianza en
mí... Creo que ellos quedaron con la satisfacción de que
no les defraudé, y yo crecí más rápido sacando cualidades que probablemente se habrían quedado en un almacén oculto de por vida.
En cierto modo, me halagaba, porque eso me demostraba confianza, pero también corríamos los dos el riesgo
de que fuera una confirmación de fácil titularidad, lo que
entonces me suponía una dosis de orgullo, pero que hoy
no entiendo del todo aconsejable. En un equipo, establecer distinciones puede provocar envidias y celos con el
enrarecimiento del ambiente y su repercusión en los resultados. Pablo sabía manejarlo bien, en los partidillos
nos cambiaba de posición, nunca jugábamos titulares
contra reservas, sino mezclados... El viernes era fácil intuir quién jugaría desde el principio, pero no se conocía
oficialmente hasta que cantaba la alineación antes de entrar al vestuario. Ejercer de capitán me dio ascendencia
sobre mis compañeros, algo que me venía muy bien para
153
esa timidez que, no obstante, dentro del campo se transformaba en agresividad, competitividad, deseo de triunfo.
Creo que me gané el respeto en el equipo porque en cuanto entraba al vestuario después del partido volvía a ser el
mismo, casi escondido entre ellos, menos incluso que "ser
uno más".
Pensar en el partido se convertía en el único aliciente
de la semana. Imaginaba las situaciones, analizaba los
resultados, veía las alineaciones del rival en el periódico,
calculaba cómo podíamos quedar si ganábamos, sólo si
ganábamos, no cabía en mis pensamientos otra conclusión. Fui asumiendo la mentalidad de ganador, a pesar
de que aquella temporada no iba a dar para grandes resultados. Comencé a elevar mi autoridad en el campo y
llegué a enfrentarme con los porteros de mi equipo en
lances donde no coincidíamos: córners, faltas, saques de
banda, en los cuales siempre quería quedarme libre de
marca, para buscar el balón en cuanto llegara cerca de mí.
Potencié la intuición y gané en colocación, deseando que
ese pase, ese centro acudiera a mi bota o a mi cabeza para
despejar, pararla, pasarla e iniciar el contrataque. Disfrutaba con esa participación en el juego, hasta el punto de
abusar en asumir todos los saques de puerta y de falta
(Pablo no me dejaba los de banda), buscando la intervención en algún gol a balón parado, ya que en movimiento
mi falta de habilidad no me permitía genialidades brillantes, que tanto habría deseado. Alcancé precisión en el
pase largo, robando balones atrás, atrayéndolos para que
murieran a mis pies y, desde el lugar de recepción, levan-
154
tar la cabeza y encontrar allá a lo lejos, con preferencia en
la izquierda, el extremo veloz que recogiera el balón salido de mis botas. Me afiancé en la posición de líbero, que
cuadraba con mi ansia de libertad por el campo, eligiendo
mi lugar entre las variantes de juego del equipo contrario
para impedir su llegada a nuestra portería. La línea defensiva estaba bien compensada. Me movía entre ellos
con seguridad, porque mis tres compañeros de línea marcaban con disciplina siguiendo a los delanteros en sus
evoluciones y acercaba más o menos a ellos adivinando
ese posible desborde que yo tenía que abortar. Aquel año
todavía no me atrevía a salir con el balón controlado. Me
faltaba ese punto de confianza para ir a buscar el apoyo al
centro del campo, donde José Antonio Martín componía
nuestra táctica de ataque. Fernando seguía siendo el goleador, arropado por un listo y habilidoso Guti que hizo
de aquella temporada un ribete de filigranas para el equipo.
Antes de seguir adelante quiero escribir unas líneas
sobre nuestro fino enlace de juego entre la defensa y la
delantera: José Antonio Martín Escartín. Compartía
conmigo sus orígenes lasaliano y “europeo”, aunque en el
colegio apenas tuvimos relación porque cursaba dos años
por encima de mi edad. Y en el Europa, como en los dos
años que compartí en el Silos con él, campaba a su libre
albedrío entre jugadores, directivos y entrenadores, como
si este mundo no fuera de su incumbencia, como si lo tuviera superado por pruebas anteriores y fuera capaz de
transitar por él sólo disfrutando de esa felicidad conti-
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nuamente discontinua. Era un chico afable, siempre con
una sonrisa en los labios, sin estridencias y con una sensibilidad especial que transmitía en su toque de balón,
especializado en envíos cruzados a los extremos. Cuando
marcaba su regate, parecía un paso de ballet que más
deseaba mostrar un lance estético que una jugada futbolística. No le recuerdo ningún tiro a puerta con estrépito
ni una carrera feroz en pos de la pelota, se movía como se
mueve un cisne que siempre está donde debe estar, para
servir a unos y a otros. Fuera del campo, sus alegrías y
enfados casi pasaban desapercibidos porque seguro que
los guardaba detrás de esa larga sonrisa de boca grande y
ojos azules, que transparentaban un alma noble y limpia.
Tiempo adelante me enteré que se había convertido en un
consumado intérprete de saxofón, ese llanto profundo
que alegra y entristece por igual desde las honduras inconfesadas, ese sonido sordo y lúcido que envuelve como
el abrazo de un ser amado que no está contigo. José Antonio Martín Escartín falleció diez años más tarde con su
vocación en los labios, debido a un exceso de fuego que
rimó por unos minutos con el calor de su entraña. José
Antonio era integrante de la orquesta que amenizaba una
Nochevieja en la discoteca Flying cuando las llamas de un
incendio apagaron la diversión... y su vida.
Los alicientes de esa temporada hicieron aumentar
tanto mi fijación por los partidos, que aquel año, en 3º de
BUP, decidí no acudir al viaje de estudios, que debería
estudiar el arte multidisciplinar de las tres culturas en
Toledo. Aquel domingo jugábamos un partido importan-
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tísimo y no podía faltar porque mi participación "era fundamental para el equipo". Quizá al hermano Santiago no
le pareció tan mal, porque debió sentirse compensado en
mi ausencia del viaje con la andadura del equipo del colegio: volvimos a ganar el campeonato interno y también
llegamos a semifinales en el Trofeo Europa Donuts, que
ya incluía el nuevo balón más pequeñito, algo que no me
gustaba nada, porque aumentaba mis nudos con las piernas, y además, cómo justificaba ante Sarto que era bueno
darle de puntera. ¡Dios mío, si se enteraba, tan purista él
con el golpeo de empeine!
De los jugadores del equipo de ese año en Juvenil Preferente, yo era el único de segundo año; había veteranos
de último año o novatos de primero. Ninguno de mis
compañeros en infantiles había pasado a ese equipo "A",
lo que me dejaba un sabor raro, de triunfo por un lado al
saberme destacado, pero huérfano por otro. Varios de
ellos abandonaron el fútbol federado y otros seguían en el
juvenil B, en Segunda. Luego, a la temporada siguiente y
en Regionales, volví a jugar con algunos de ellos y demostraron que su nivel había crecido lo suficiente incluso para destacar en una categoría exigente. El punto de madurez no se alcanza en todos al mismo tiempo. Es evidente
que las cualidades innatas siempre están presentes, pero
no basta con eso para participar al máximo nivel. También influyen aspectos de la personalidad, como saber
soportar la presión, la integración en el equipo, el conocimiento de uno mismo, y sobre todo, la constancia en la
concentración, que determina la disciplina y el aporte al
157
conjunto. Evolucionar como persona se convierte en
fundamental para crecer como jugador.
Por otro lado, aquel año, por medio de otro enamorado del fútbol, Juan Luis, preparamos varios partidos informales contra unos acérrimos adversarios de su barrio.
Me colé en sus convocatorias para formar equipo a través
de un amigo común, que le había hablado maravillas de
mí, como buen amigo que era. Con Juan Luis conocí el
entusiasmo del directivo principiante, que se mueve por
mil y un sitios para conseguir los elementos necesarios
para un club de fútbol. No lo consiguió, pero su huella
quedó patente más tarde, cuando se incluyó en otra directiva constituida que aprovechó todos sus conocimientos
adquiridos autónomamente. La vocación de dirigente
también se nota desde pequeño. Una de sus ilusiones era
jugar un partido de fútbol en un campo de césped, y ya he
dicho que había poquísimos en Zaragoza. Normalmente,
sus contactos estaban en Villanueva de Gállego y allí que
íbamos a disputar esos aguerridos partidos contra un
equipo del pueblo. Un año de aquellos, cuando llegábamos hacia el campo de tierra, vimos unas tapias recién
pintadas.
–Es el nuevo campo del pueblo –nos informó un lugareño que pululaba por allí con su tractor.
Rápidamente, Juan Luis saltó para asomarse y comprobar esa información.
–¡Eh, chico!, esto es una maravilla, una alfombra verde. Venid, no os lo perdáis. ¡Qué maravilla sería poder
pegar unas pataditas por ahí!
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Ni corto ni perezoso, saltó al otro lado y desde allí, gritaba:
–¡Vamos, saltad! Y echadme un balón. Jugaremos
hoy aquí.
El campo aún no había sido inaugurado oficialmente,
estaba sin marcar, pero el césped húmedo daba esa sensación de alfombra lisa, suave, sedosa. Le hicimos caso
unos cuantos más atrevidos, con balón, y nos pegamos un
buen rato tirando a puerta, revolcándonos por el suelo,
resbalando en la hierba, como unos niños que acababan
de descubrir el mejor juego del mundo.
En la Liga, habíamos ido muy renqueantes en toda la
temporada, más bien en los últimos puestos aunque nunca en lugares de descenso, pero ahí, casi colándonos entre
los destinados al fracaso. Resultaba difícil consolidarse
en la categoría, y más cuando muchos de los jugadores de
último año iban perdiendo la ilusión y dejándonos con el
balón en curso, desnudos y sin arropar. Por una parte no
era del todo malo, porque así iban asentándose en la Preferente los muchachos que subían del equipo infantil,
preludio de la conformación de un buen conjunto para el
año siguiente... pero había que mantenerse. Jugábamos
en casa contra el Ahinko, un equipo del Arrabal, que destacaba por su combatividad. Estábamos en las postrimerías de la Liga y ambos andábamos por los puestos peligrosos. En sus filas jugaba un muchacho de líbero, que
siempre me había llamado la atención por su seguridad y
estilo. Por eso los partidos contra ellos tenían especial
sentido para mí, porque así podía fijarme en sus maneras.
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El encuentro resultó muy bronco, sin goles, todos atenazados por la obligatoriedad de ganar, pues los dos puntos
nos daban casi segura la permanencia a cualquiera de
nosotros. En cambio, el empate sólo servía para seguir
sufriendo. Quedaban cinco minutos para el final del partido. Una internada por la derecha de Guti, después de
dos regates en velocidad, lo colocó dentro del área frente
a ese líbero que le superaba veinte centímetros en altura.
Habilidad frente a fuerza... y ganó la habilidad porque
sonó el pitido del árbitro indicando penalti. ¡Qué momento de tensión! ¿Quién lo iba a tirar? Pablo se había
quedado mudo en la banda. Todos lo mirábamos. Nadie
se decidía a ir a por el balón. Por dentro, me bullía el reto, los nervios, el deseo de ganar... y levanté la mano diciéndole con el gesto: “Yo, yo lo tiro”, rememorando mis
peripecias en aquel pasillo en Párvulos. Quise dar sensación de tranquilidad, me acerqué pausadamente al balón,
lo acaricié, lo levanté... Con él en la mano, miré fijamente
al portero, un muchacho bajo de estatura, pero que había
dado muestras de gran agilidad. Sin dejar de mirarle a
los ojos, apoyé el balón en el punto de penalti y me fui dos
pasos para atrás. Volví a acercarme, lo coloqué, aplané la
tierra por el lugar donde debería pasar mi pie... Me giré
de espaldas al portero y caminé hasta la media luna del
área. Cuando de nuevo tuve toda la portería delante de
mis ojos, me parecía que su anchura apenas llegaba al
metro y medio, que el portero había crecido hasta cerrar
todos los huecos con su cuerpo. Pero no había tiempo
para titubear, me armé de valor, corrí como un poseso
160
hacia la pelota y la golpeé con la mayor fuerza posible,
hacia el centro de la portería, esperando que esa agilidad
del portero le llevara a tirarse a un lado esas décimas de
segundo antes de que saliera el disparo. Así fue y... al
levantar la vista, vi como el balón hacía un extraño y volaba por detrás de la portería... pero después de haberse
colado por un agujero en el centro de la red.
¡Goooooooooooool! Toda la tensión del equipo se descargó en abrazos, tirones de pelo, palmadas en la cara y
en la espalda. Pablo, algo menos hierático que su habitual expresión, me felicitó desde la banda con el pulgar
levantado, segundos antes de comenzar a dar instrucciones para reordenarnos. En seguida salí del éxtasis y extendí sus gritos hacia todo el equipo, que se disciplinó de
inmediato. Aguantamos esos minutos con toda la alegría
contenida... y con el pitido final celebramos... que nos
manteníamos en Juvenil Preferente.
En los momentos de riesgo hay que asumir responsabilidades. Para lanzar este penalti, tomé una decisión
instintiva, pero seguro que aquella experiencia en párvulos tuvo mucho que ver. En este instante, fue esencial
que me fuera hacia el balón, pero si no lo hubiera practicado antes, probablemente la duda me habría paralizado. ¿Y si hubiera fallado? Ni siquiera pasó por mi
imaginación, no tuve tiempo. Acerté y me sentí después
con una fuerza insuperable.
La directiva se sintió satisfecha con el resultado, aunque algunas voces clamaban porque según su opinión
161
debíamos haber estado más arriba. Quienes así hablaban
nunca esgrimían argumentos de peso, sino simplemente
expresaban indirectamente enfados o desacuerdos con tal
o cual opositor en la Junta. Entre quienes recuerdo sin
una mala cara y con una entrega total se encontraba el
matrimonio Lázaro Cobos, curiosamente más conocido
por el segundo que por el primer apellido. El marido era
Luis Lázaro y la mujer, Pepa Cobos. Poco a poco se habían integrado en ese elenco de participantes desinteresados que pugnaban en la sombra para que el C.D. Santo
Domingo de Silos se hiciera un nombre en la ciudad. Su
excusa, como la de tantos, se basaba en que su hijo José
Luis jugaba con nosotros. José Luis era un buen lateral
zurdo, lleno de fuerza y muy seguro en el marcaje. Su
padre, un encanto de persona que atendía por igual a cada uno de nosotros en cada necesidad que le contaras. Su
madre, una forofa empedernida que se dejaba la voz en
cada partido. Naturalmente, cantaban con voz alta las
excelencias de su hijo, pero no hacían ninguna diferencia
cuando se trataba de ponderar las virtudes de cualquier
miembro del equipo y de cualquier equipo que llevara los
colores del Silos. Cuando tuvimos campo propio, les
asignaron labores concretas: Luis llevaba el bar y Pepa
lavaba los equipajes, siempre con esa diligencia que no
podía justificarse sólo con la recompensa económica, sino
con algo que da pudor en este ambiente masculino llamar
cariño y ternura. Salían continuamente de su boca frases
que, quizá no fueran del todo verdad, te colocaban en la
mira de uno u otro ojeador que deseaba ficharte para un
162
equipo destacado. Un día me hicieron soñar tan alto...
“Te está siguiendo Ansodi, ¿sabes? En este próximo partido lo vas a tener observándote, nada menos que con
Grosso, que ha venido de propio aquí para llevarse tres
jugadores... y uno serás tú, seguro”. Jugábamos contra el
Boscos y cada vez que tocaba el balón recordaba esa confidencia. Extrañamente, jugué sin nervios y redondeé un
buen partido... aunque perdimos. También me colocaron
en el ojo del Atlético de Madrid y del Real Zaragoza. No
sabré nunca si fue verdad... ¡pero qué sueño tan hermoso!
El reconocimiento no es sólo pagar o premiar. Las
emociones se canalizan positivamente con un simple
apretón de manos, con una palmada en la espalda, con
una felicitación privada o pública, con un coro de chicos
jaleando tu nombre.... con un deseo de que te vaya bien
¡Cuántas veces olvidamos reforzar conductas con estas
acciones tan simples, qué poco cuestan y cuanto rédito
nos regalan!
¿Debía considerarse un éxito nuestra clasificación final? Quizá sí, pero la pregunta era capciosa, porque pretendía una respuesta a cuestión distinta. ¿Tendríamos
ese año cena de fin de temporada con trofeos? Esa era la
duda entre los componentes de la plantilla, que más
deseábamos el evento lúdico que el deportivo. Tardamos
en conocer la contestación, porque se gestaban movimientos extraños en torno a la directiva. Había silencios
misteriosos, ansiedades... que se tradujeron en una importante decisión que contaré en el capítulo siguiente. En
163
cualquier caso, no significó la renuncia a la celebración y
tampoco a la de compra de trofeos, pero sí hubo cierta
repercusión económica. En lugar de cenar en un restaurante, como en el año anterior, se decidió convocarla en el
comedor del colegio, lugar que no convencía mucho a los
jugadores—alumnos, pues estaban seguros de que don
Julián Matute andaría por allí cerca, vigilando, y no podrían expansionarse lo aconsejable en estos eventos de
juerga y bebida. Don Julián Matute, como fundador,
ejercía de director, censor, castigador, veedor, escribidor,
rezador... etcétera, etcétera, del colegio diocesano Santo
Domingo de Silos. Hombre de baja estatura, pelo blanco
muy rapado, gafas de montura gruesa con cristal oscuro y
sotana tradicional, negra negra, con el alzacuello correspondiente. Corrían diferentes versiones sobre su catadura, desde las beatificadoras hasta las condenatorias, pero
lo cierto era que nadie lo movía de su posición ni de su
actitud, siempre paternalista al uso del clero de su tiempo, matizada con ese aire de “hombre de negro” que igual
podía servir para ilustrar un panfleto nazi que un boletín
de orden religiosa. Habitualmente, se movía por el colegio observando a los chavales, unos decían que con cariño, otros que con atracción excesiva, rayando en los límites de pecado capital. Yo no le daba mucho crédito a esos
rumores, porque su aspecto y comportamiento condicionaban las opiniones. La única realidad que conocía era
su mal genio cuando un balón caía por sus aledaños. En
fin, que cumplía ese papel ajustado a su época de personaje oscuro y temido, que no descuadraría como sustituto
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del “hombre del saco”.
Tenían razón quienes auguraban esa presencia del
“blackman” en la cena. Se paseó por allí y nos saludó
afablemente en un momento previo. No se quedó porque
para él ese horario se salía de sus costumbres. Su presencia fue seguida con expectación por los muchachos y con
servilismo por los directivos y entrenadores. Cuando salió por la puerta, casi se produjo un huracán con los suspiros contenidos.
Comenzó la celebración, con comentarios sobre la
temporada, los resultados... y rumores sobre la asignación de los trofeos y de lo nuevo para la próxima temporada (se anticipaba algo importante). En mi caso, miraba
con ansia y expectación las copas depositadas detrás de la
mesa presidencial. Recordaba mi promesa silenciosa del
año anterior, deseando poder levantar alguna de ellas.
Confiaba en las designaciones de Pablo, pero también
sabía que no sólo él decidía. Además, en la directiva había padres de jugadores, cuya influencia podía generar
una decisión sesgada hacia sus hijos.
Cuando llegó el turno a nuestro equipo, quedaban sobre la mesa tres grandes copas, con su chapa correspondiente. Los directivos que más nos habían acompañado
en la temporada se pusieron en pie y Pina dio una pequeña charla sobre nuestra consolidación en Preferente, felicitó a Pablo, bla, bla, bla... Se me comían los nervios.
El primer trofeo fue para... Javi Serra... nuestro lateral derecho, veterano, hábil con el balón en los pies y contundente con los delanteros.
165
Otro trofeo fue para... Guti... el delantero habilidoso,
que aun siendo su primer año en juveniles, había roto
cinturas de defensas más curtidos.
Y el que restaba fue para... José Antonio Prades, por
su combatividad, entrega y ejercicio sabio de la capitanía.
Cuando escuché el aplauso, ya no vi a nadie. Me
inundé de vergüenza y mirando sin mirar al estrado, me
levanté para ir a recoger la copa. Allí me encontré con
Quique Pérez y su bigote de Fu–Manchú esperándome
sonriente con el trofeo en la mano. Le di la mano. Ya no
oía nada. Por inercia, mostré el galardón al público y con
la cabeza gacha volví a mi sitio por el pasillo lateral.
Había esperado ese momento incluso con exigencia,
casi con derecho divino, lo había deseado desde años
atrás... y, sin embargo, cuando sucedió, me vine abajo con
una sensación de ridículo que rayaba en el esperpento.
Mis compañeros de mesa cogieron la copa, la miraron de
arriba a abajo, la izaron como si fuera también su triunfo
y supongo que mi rostro irradió un color tan rojo como el
de aquella camiseta del equipo de Larrinaga.
Pero aún tuve que soportar algo más.
Se hizo un silencio solicitado por Pina.
–Tenemos una sorpresa añadida. Como sabéis, el Zaragoza Deportiva impulsa una Challenge Promesas, donde puntúan las actuaciones de todos los jugadores de la
Juvenil Preferente. Algunos de vosotros habéis sido incluidos en ella. Y Pablo Valdés, en su condición de colaborador ha solicitado al periódico que galardone al mejor
clasificado de nuestro equipo como gran promesa del fút-
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bol aragonés. Así que Pablo, por favor, acércate...
Pablo se colocó al lado de Pina con un trofeo en la
mano.
–Vamos, Pablo, el agraciado es...
Y el entrenador, con una voz que salió de ultratumba
y que sólo escucharon con claridad los de las mesas delanteras, pronunció:
–José Antonio Prades
Ja. ¿Y dónde quedaba ahora mi vergüenza?
Porque aquello sí era destacado, se basaba en criterios matemáticos, en observación continua durante toda
la temporada. El aplauso fue más ensordecedor que antes y sólo iba dirigido a mí. Tardé varios segundos en
reaccionar. Los chicos de alrededor me animaban a levantarme, pero no podía, mis fuerzas se habían anquilosado con la emoción. Cuando arranqué, distinguí a gran
cantidad de los asistentes aplaudir de pie mientras me
acercaba al estrado. Al menos, no me pidieron unas palabras.
José Antonio Marina dice que debemos socializar las
oportunidades y jerarquizar los méritos. Habla de
equidad, de ayudar a que todos tengamos la línea de
salida en el mismo lugar... Pero, empezada la carrera,
las capacidades y los esfuerzos deben regir los premios.
De los dos trofeos, todavía miro con más satisfacción el
segundo. La decisión de otorgármelo fue más equitativa (no quiero escribir justa, porque "justicia" me parece
un término para aspectos de más enjundia). Sentí que
valoraba mejor mis méritos porque existió un sistema
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de medición que, si bien no era objetivo porque se basaba también en opiniones, al menos intentaba comparaciones que tienden a la objetividad.
Pablo, con esa sonrisa tan costosa, me dio un fuerte
apretón de manos, mientras se acercaba a mi oído:
–Enhorabuena. Estoy seguro de que no va a ser flor
de una temporada.
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De pie: Marcos Chavarrías, Javi Serra, Pastor, Prades,
Hualda, Soria
Agachados: Guti, Martín II, Martín I, Carlos Juan, Ansón
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VI.– El año clave (1978/79)
En julio de aquel año, toda la familia nos fuimos de
vacaciones a Lloret de Mar. Nos acompañaban matrimonios amigos que, a su vez, tenían dos hijos que eran compañeros míos de curso. Ocurrió una anécdota curiosa,
que quizá anticipaba lo próximo a ocurrir durante la nueva temporada. En el hotel, había unas mesas de ping—
pong y jugábamos cada día. Al principio, los dos compañeros me ganaban todos los partidos, lo que me provocaba una rabia intensa. Intentaba que no lo notaran, les
felicitaba y reía con ellos... pero por dentro estaba
deseando volver a jugar, y jugar y jugar para vencerles.
Los dos últimos días lo conseguí y me sentí pleno. No
hice uso de las mismas ironías que ellos hacían al principio, dejé la ostentación fuera y disfruté del triunfo yo solo.
Descubrir aquel sentido de la competitividad tan acusado, junto con los dos trofeos del fin de temporada, me
llevó a esta nueva Liga con hambre de jugar y ganar. Iba
conociéndome mejor y estaba contento con lo que encontraba, aunque por fuera aún me faltaban muchos defectos
que superar. Era consciente de que debía ser mi año,
porque de los resultados saldrían ofertas para equipos de
regional, o quién sabe si de Tercera o Segunda División.
Esperé ansioso a que llegara la convocatoria para comenzar la pretemporada.
En el primer día, nos encontramos con dos noveda-
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des importantes, la primera gestada en los meses de abril
y mayo, tal como intuíamos en los preparativos de la cena. Laborda, el presidente del Juventud, había abandonado la presidencia del club. Su labor llevó al equipo a
altas cotas de éxito, pero que su hijo dejara de jugar le
quitó el aliciente por esta faceta. Lo negativo era que estas cosas suelen suceden en momentos de fracaso, y ese
año habían descendido de la Liga Nacional. Pero la directiva consiguió fruto de unas gestiones para fusionarse con
el Santo Domingo, equipo de regionales. Qué paradoja,
nuestro rival —tomó el nombre de Santo Domingo Juventud— se llamaba ahora casi como nosotros y se rumoreó
que iba a abandonar su campo tan coqueto… entonces
¿qué iba a ser de él? Pues ahí el desquite del que he hablado antes. Lo compró la Obra Diocesana Santo Domingo de Silos. ¡Sí!, íbamos a ser locales en la antigua casa
de nuestro más directo rival. Por fin dejábamos el Rodel,
sin luz artificial, con aquellos vestuarios cutres... para
disfrutar de unas instalaciones acordes con una práctica
deportiva, con duchas en condiciones, mobiliario adecuado, vallas alrededor, un bar para tomar el aperitivo en el
descanso, cuatro columnas de focos para los entrenamientos nocturnos... en fin, una preciosidad para nuestras ínfulas de juveniles y para "cargar" a los colegas. En
realidad, algo echamos de menos el Rodel, porque su terreno era más blando, con una tierra de labor que bien
aplanada absorbía mejor el agua que el nuevo campo.
Después de aquella temporada, el colegio invirtió bastante dinero en aquellas instalaciones, ampliando el terreno
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con solares colindantes. Construyeron un nuevo campo
al lado, más pequeño, pero con una pista de atletismo
alrededor y una grada detrás de una portería, y también
ampliaron y mejoraron los vestuarios. Estas decisiones
eran debidas a una apuesta del colegio por potenciar el
fútbol y el deporte en general. En un momento posterior,
llegamos a presentar ocho equipos alevines en la liga federada, haciéndome entrenador de uno de ellos, junto a
mi amigo Jesús Ángel y mi cuñado Manuel. Hoy en día,
el tercer cinturón, la Z–30 zaragozana, se ha comido parte de la cancha primigenia (ahora es de fútbol 7), pero
sigue siendo uno de los campos más coquetos de la ciudad.
Y la segunda novedad, algo más dolorosa... Pablo
Valdés había dejado el club. No nos dieron ninguna explicación concreta. Sus dos años en el equipo habían hecho que concluyera su gran labor de asentamiento, que
ahora no tenía continuidad. Surgieron rumores de todo
tipo, pero los más consistentes hablaban de desavenencias con la directiva. Dado el carácter serio y cerrado de
Pablo, y que además no cobraba por esta actividad, es de
suponer que si su criterio no era aceptado dimitiera antes
que estar a disgusto. En las primeras semanas nos entrenó Sarto, de lo que me alegré al poder compartir con él
ese nuevo reto. Pero quedó patente que lo suyo eran alevines o benjamines, porque su forma de trato no se ajustaba a muchachos más crecidos que sabían plantar cara a
unas maneras de mando que rayaban en el límite de lo
correcto.
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A dos semanas de comenzar la temporada, ya contábamos con nuevo entrenador: Emilio Muñoz.
Emilio comenzó su tarea como observador de nuestras evoluciones en el torneo de pretemporada del Santo
Domingo Juventud, en el cual nos enfrentamos en la final
al equipo anfitrión, como no podía ser menos con los antecedentes de otras temporadas. El partido traía dos
connotaciones que superaban el ambiente del mero enfrentamiento: nuestra compra de su anterior campo y su
descenso a la categoría donde jugábamos nosotros, por lo
que se anticipaba un encuentro bronco y a cara de perro;
su resultado iba a condicionar muchas conversaciones de
café hasta el próximo desafío en la liga. Y respondió a lo
esperado. Jugamos de igual a igual con lances que hacían
saltar chispas, protestas al árbitro, gritos, la grada caldeada... Contribuí a todo eso porque me encontraba especialmente motivado. Aunque yo no vivía en el barrio y
por lo tanto me eran ajenas muchas de las rencillas con
los jugadores, estuve siempre contagiado de ese pique
desde infantiles. Por otro lado, en la banda ya se encontraba Emilio y quería demostrarle mis cualidades, no
deseaba perder la titularidad... La igualdad se concretó
en un final con empate después de la prórroga. Tocaban
penaltis, una nueva experiencia. El campo era un clamor.
Los capitanes nos reunimos con el árbitro en el centro del
campo para sortear la portería donde los lanzaríamos.
Llevaba órdenes de Sarto para elegir la misma donde habíamos terminado la prórroga, con el fin de que Simón,
nuestro portero, mantuviera mejor la ubicación. Pude
173
escoger y atendí las instrucciones del entrenador, que
ahora debía decidir quién ejecutaba los penaltis. Me encontraba muy dudoso sobre si sería capaz de tirar uno de
ellos, pero el recuerdo del último del año anterior me daba confianza. Con Pablo habíamos practicado a lo largo
de la temporada pasada y tenía en mente sus recomendaciones: cruzado al lado contrario de la pierna de disparo,
raso y dirigido al hierro que sujetaba la red. Me tocó el
tercero de la serie. El primero fue José Luis Soria, nuestro lateral izquierdo, que se concentró en pocos segundos,
colocó el balón sin afectaciones y largó un zurdazo que
sólo pudo detener la red. Los contrarios también habían
marcado el suyo, así que pasamos al segundo. Volvieron
a marcarlo a pesar de que Simón rozó la pelota. Villa,
nuestro canalizador de juego, se dispuso a lanzar. Sabía
que lo haría muy fino y colocado. Acerté, pero Arturo, el
portero del Santo Domingo Juventud, con sus buenos
reflejos, aunque moviéndose antes de tiempo, logró una
excelente estirada que le llevó hasta el balón para despejarlo. Me encaré con el árbitro, le protesté la jugada, pero
su mirada de fuego me obligó a callarme, mientras nuestros hinchas le proferían agradables recuerdos para su
familia. Llegaba mi turno, para lo cual aquella protesta
no fue del todo aconsejable porque me había alterado.
Respiré hondo con la pelota en la mano y miré a Arturo.
Arturo era un muchacho alegre y muy divertido, con el
que había tenido buenos ratos en los bares del barrio.
Nos llevábamos bien en nuestra rivalidad que nunca pasaba de las bromas típicas. Me sonrió como diciendo: "Ya
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ves, también te lo voy a parar". No le devolví la sonrisa
para concentrarme en el modo de lanzárselo y hacerle
morder el polvo. Enseguida lo tuve claro... olvidándome
de Pablo. Si volvía a moverse antes de tiempo, una "paradinha" era el recurso apropiado. Entonces sí sonreí,
seguro de que la pelota iba a entrar de una manera que
luego me daría argumentos para bromear con él. Fui
unos pasos atrás, más de lo necesario y, antes de iniciar la
carrera, vacilé algo... era la primera vez que intentaba esa
acción... pero me lancé hacia delante con toda la fuerza...
y frené la pierna antes de darle al balón. Como estaba
previsto, Arturo saltó hacia su derecha como si de un paso de baile se tratara. Aún pude ver su cara de asombro
previa al costalazo contra el suelo. Justo cuando tomaba
contacto con la tierra, golpeé la pelota con el interior,
suavemente, con mansedumbre, ajustada al palo derecho... y entró. Miré un momento a Arturo, al que su
vehemencia le hizo golpear el poste con el puño, y me giré
hacia el centro para saltar levantando el puño en señal de
triunfo.
En realidad, de poco sirvió, porque ellos marcaron los
restantes y se llevaron el trofeo. Arturo tuvo argumentos
para que su mordedura de polvo no fuera tan caótica,
porque al fin y al cabo, el penalti que detuvo le dio el
triunfo a su equipo. Por lo tanto, recibí la copa de Subcampeón del torneo, esta vez con plena consciencia del
acto.
Emilio comenzó su labor de forma muy distinta a Pablo. Su carácter era mucho más abierto, charlaba con
175
nosotros y mostraba un buen conocimiento de las fortalezas y debilidades de los muchachos de nuestra edad. Incluso más adelante, bromeábamos con él, porque Félix
Gaña, nuestro centrocampista guerrero y compañero suyo de trabajo, nos contó algunas curiosidades de Emilio.
"Anda, Emilio, que no disfrutarás poco siendo el jefe de
más de veinte mujeres. Seguro que ligas un montón, y
siendo el mandamás…". Sus tácticas eran mucho más
abiertas que las de Pablo, le gustaba dejar la imaginación
a nuestro aire, lo que no significaba que dejara de preparar los partidos. Tenía un toque muy original para mostrarnos los movimientos previstos. No usaba pizarra, se
agachaba en cuclillas en medio del vestuario, sacaba su
monedero en forma de taco, cogía unas cuantas monedas
preparadas al efecto y adjudicaba nuestra personalidad a
los “duros” y la de nuestros rivales a las pesetas. El impacto psicológico de superioridad causaba sus efectos,
pues siempre nos parecía que valíamos cinco veces más
que los adversarios.
Cada maestrillo tiene su librillo. Y ningún librillo es bueno
ni malo en sí. Son los resultados los que marcan la efectividad. En el caso del fútbol cantera (más unos cuantos parecidos en la vida), los resultados no sólo se miden por la clasificación a fin de temporada. Ver a largo plazo es fundamental para que la tarea tenga consistencia. El acierto estriba en proponer objetivos cuyos métodos para conseguirlos no perjudiquen el desarrollo hacia el futuro. Por ejemplo, promover ciertas formas para ganar partidos podría ir
en contra del proceso educacional de los muchachos.
176
En el primer partido, comprobé que me convertía
también en su hombre de confianza, porque me mantuvo
como titular y capitán del equipo, además de llenarme de
instrucciones para transmitir a mis compañeros.
La directiva nos alentaba para que consiguiéramos el
ascenso a Liga Nacional, pero Emilio, buen conocedor de
los requisitos necesarios, fruncía el ceño a escondidas,
porque no las tenía todas consigo.
Para el primer partido contamos con un fichaje especial, Roberto, guardameta que nos traía dos características llamativas. Provenía del Santo Domingo Juventud
porque se había cansado de ser el eterno suplente de Arturo y quería demostrar sus cualidades en su último año
de juvenil. Esto le daba un aura especial y lo recibimos
con buenas vibraciones por aquello de que se lo habíamos
quitado al rival. Y me queda la segunda característica de
Roberto, nada desdeñable por cierto. Su segunda actividad deportiva era... el boxeo. Era boxeador y así lo demostraba su aspecto, fornido como ninguno de nosotros y
un rostro aguerrido que amedrentaba a quien tuviera a su
lado, especialmente a los delanteros contrarios... y a algún compañero. Casi es obvio contar que su especialidad
era el despeje de puños. Ahora bien, debajo de ese aspecto rudo, se alojaba un corazón generoso y bonachón.
Debutó en ese primer encuentro con excelentes resultados: casi no tocó el balón porque ganamos en casa holgadamente, lo que aumentó las expectativas de nuestra
directiva en ese deambular hacia el ascenso.
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Pero llegó el segundo partido, contra el Montecarlo,
un equipo que no debía ser un rival directo para nuestras
aspiraciones. No podíamos comenzar mejor, con penalti
a nuestro favor. Emilio decidió rápido que lo lanzara yo.
Asumí la responsabilidad con confianza, sobre todo recordando mi enfrentamiento con Arturo. Esta vez no dudé en la estrategia del disparo, igual que la vez anterior,
con "paradinha". Ahí que me planté delante del balón,
los pasitos hacia atrás, el arranque, la parada... y el portero no se movió... ¿Qué hacía entonces? Me quedé totalmente desorientado, golpeé con el interior, hacia mi derecha, ahora buscando la escuadra para que si el portero
se lanzaba hacia allí no pudiera alcanzar el balón. Y salió
bien dirigido... hacia la grada. Se marchó fuera, con el
consiguiente enfado de Emilio, mío y de todo el equipo.
En fin, quedaba tiempo por delante, pero, quizá por esa
jugada tan desafortunada, jugamos totalmente descentrados y terminamos el partido con 2 a 1 en contra.
El tercer partido tuvo igual resultado a nuestro favor,
pero con susto: otro penalti errado... y de mis botas. Esa
vez no decidió Emilio el lanzador, sino que yo mismo me
fui a por el balón. Quería superar el fallo del anterior partido. Y alejé "paradinhas" y otras técnicas de salón. Iba a
tirarlo como Dios manda, a mi izquierda, fuerte y raso,
hacia el hierro trasero. No sé si iba bien dirigido, porque
el portero se lanzó hacia ese lado y despejó el balón. Ya
no volví a tirar ningún penalti hasta que no hubo más
remedio, en un torneo a final de temporada, en el que
habíamos empatado al final de los cinco lanzamientos y
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no quedaban más jugadores con la confianza de Emilio.
Entonces, parafraseando a Neeskens, lo quise tirar fuerte
y por el centro, como aquel contra el Ahinko. Se marchó
hacia las nubes sin encontrar la red. La inercia de la carrera me llevó al vestuario de la mano de la pura vergüenza. A pesar del fracaso, con cierto período de duelo
por el medio, seguí insistiendo. En regionales, volví a
tirar penaltis con mejor fortuna, después de que el siguiente que lancé nos dio un trofeo de verano.
Si después de fallar el primer penalti me hubiera replegado en el miedo al error, no habría crecido más para
este lance del juego. Los errores se convierten en el mejor apoyo formativo si se enfocan como autocrítica, si
los analizas para no repetirlos y si repites las acciones
para probarte de nuevo. La experiencia no son las cosas que hemos vivido, sino las que hemos reflexionado...
y si es sobre los errores, mucho mejor.
En el lanzamiento de faltas, me costó encontrar esa
temporada el toque necesario para que la pelota besara la
red. Con varias jornadas de campeonato, en el partido
contra el Arenas, el árbitro pitó una falta a nuestro favor
en la banda izquierda, fuera del área, a unos dos metros
de la línea de fondo. Con una barrera de dos contrarios y
el portero algo desplazado hacia el palo largo, vislumbré
una posibilidad de gol si lograba alcanzar el palo corto
por alto. La pelota me salió muy fina del pie, se elevó por
encima de la barrera y entró por la escuadra prevista.
Salté como un poseso con los dos brazos en alto, gritando
179
el gol con pasión tan exagerada que hasta mis compañeros se extrañaron. Les contesté: "Hacía mucho que no
marcaba de falta". Y esa sensación acumulada por dentro, tras los fallos con los penaltis, estalló en ese grito
desbocado. Ganamos por 1 a 0. Después de ese momento, mi estilo de lanzamiento se fue afianzando con la ayuda de Emilio. Fui descubriendo mi mejor manera de golpear a la pelota para combinar fuerza con precisión. Conseguí descubrir que darle con la parte delantera interior
me proporcionaba una mayor seguridad. Por otro lado,
nunca me salía un tiro raso, sino alto, por encima de la
barrera, con parábola, para buscar el ángulo que el portero dejaba más desguarnecido. Lo ensayé varias veces en
los entrenamientos, pero curiosamente no acertaba igual
si no tenía barrera delante. Mi punto de mira pasaba por
las cabezas de los adversarios. Al conocer mejor esas cualidades, pude ir progresando con más rapidez y confianza.
Me afiancé en la posición de libre. Abusaba tanto de
mi sentido de la colocación que llegué a exigir con excesiva vehemencia a mis centrales la seguridad en el marcaje.
Se incorporó con nosotros Bitrián, que había dejado el
Zaragoza. Traía una personalidad acusada y tuvimos algunos encontronazos. No obstante, sus características se
compenetraban bien con las mías, así que pronto conseguimos un tándem efectivo. Más adelante, también hice
pareja en el centro de la defensa con Villanueva, y con él
me entendía mejor porque era un marcador mucho más
férreo, cualidad que me dejaba a mis anchas para pulular
liberado por todo el ámbito defensivo.
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La arrogancia no sirve para nada. Nadie es imprescindible para ninguna actividad y la posición de autoridad no justifica decisiones autoritarias. Siempre da
mejor resultado buscar el convencimiento y solicitar la
cooperación. Buscaba que los centrales conjugaran sus
cualidades conmigo, pero también había un deseo oculto: jugar más cómodo según mis apetencias. Prefería
sacrificar el estilo de un compañero para adaptarlo al
mío que modificar mis tareas en el campo. Si hubiera
insistido en este comportamiento, sólo habría conseguido que ellos se apartaran o que no dieran todo su potencial al equipo.
Poco a poco, colaboraba más en tareas de ataque, sobre todo cuando recuperaba balones que antes despejaba
y ahora ya controlaba para iniciar la jugada desde atrás
apoyándome con los centrocampistas. Me arriesgaba a
buscar la llegada al área y así poder aprovechar mi disparo desde lejos. También me gustaba jugar contra equipos
que practicaban la táctica del fuera de juego, porque en
cuanto los "cerebros" del equipo veían mi salida hacia
delante con velocidad, lanzaban un pase largo que siempre provocaba peligro con mi llegada desde atrás y los
defensas contrarios saliendo de su posición.
Como capitán, mi labor cobraba más relevancia. Era
mi último año de juveniles, por lo tanto, también ejercía
como veterano. Emilio se apoyaba en un jugador de cada
línea para organizar las posiciones. Conmigo siempre
181
charlaba de cómo le gustaría jugar cada partido. Luego,
dentro del campo, aseguraba que nuestras posiciones se
mantuvieran. Trabajábamos los relevos y desde atrás yo
tenía la visión ideal para comprobar que siempre cada
uno tenía las espaldas cubiertas ante un posible contraataque. Consolidé mi actitud hacia los árbitros, dirigiéndome a ellos muy a menudo, aunque con respeto en cada
ocasión. Siempre tuve a gala que no había sido expulsado
y ni siquiera había dejado de jugar por acumulación de
amonestaciones. Además, ya iba conociendo a todos los
colegiados después de tres temporadas en esta categoría y
conseguí cierta relación con ellos. Por cierto, una curiosidad de mi labor como capitán era que debía presenciar
el sorteo del campo con la típica moneda. Como ya he
contado lo de la miopía, será fácil deducir que no podía
ver el resultado del lanzamiento, así que desarrollé mi
propia estrategia. Nunca me agachaba y dejaba que los
otros dos participantes, árbitro y otro capitán, cantaran
cara o cruz. No podré saber si alguna vez me engañaron.
Ese año también jugaba con nosotros un juvenil de
primer año, José Luis Garcés, un excelente delantero que
cubrió a la perfección la baja de Fernando. Con él quise
cumplir aquella faceta que cumplieron conmigo otros jugadores en la temporada de inicio. Hice el papel de tutor,
aunque no fue necesario mucho tiempo, porque se adaptó
en seguida a nosotros, con un grado avanzado de madurez. De todos modos, me sentí a gusto en ese papel, porque además de entenderlo como obligación, también devolvía parte de lo que me habían dado a mí.
182
La persona que menos nos imaginemos es capaz de
convertirse en un tutor, profesor, maestro (recuerdo a
Pascualín)... Si alguien se preocupa de nosotros sin tener la obligación de hacerlo (y viceversa si somos nosotros los que ejercemos ese papel), se produce una relación que multiplica los resultados. “Enseñar al que no
sabe” eleva mayor aportación cuando se produce de
manera espontánea... por eso, nunca hay que descuidar esa frase, ese detalle, ese consejo, esa recomendación... cualquiera es capaz de transmitir una enseñanza
tan valiosa como una carrera completa.
La temporada resultó bastante dura. Las exigencias
de la directiva, que soñaba con un resultado excepcional,
nos colocaba demasiada presión sobre el equipo. Emilio
lograba apaciguarla casi siempre, pero en cuanto nos
acercábamos a la cabeza, crecían las exigencias, a pesar
de que teníamos dos rivales de excepción, y dos eran las
plazas para el ascenso. Además, los dos eran adversarios
con solera en enfrentamientos destacados: el Stadium
Casablanca y el Santo Domingo Juventud. El partido que
jugamos de locales con este último resultó muy especial
porque ellos volvían como visitantes a la que había sido
su casa. Y se fueron ganadores. Perdimos los dos partidos contra ellos y se iban escapando nuestras opciones al
ascenso. Su equipo era muy fuerte y se había conjuntado
muy bien. Los cuatro partidos con estos dos equipos fueron de los que hacen afición, los que merece la pena jugar
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por encima de todo, competidos, aguerridos, con resultado incierto hasta el final. Quedamos los terceros en aquel
campeonato y no ascendimos, cumpliendo aquel pronóstico callado de Emilio y frustrando los deseos de una directiva enardecida.
Hacia el final de temporada, volvimos a las despedidas de jugadores que cedían en su afición al fútbol exigente y dejaban el club. Uno de ellos, Juanjo Andrés,
"Puskas", apodo que le identificó en el equipo, era el único compañero que quedaba en el equipo del aquel extinto
Europa. Aquel año fue el primero y último que jugaba
con él, pero esa procedencia me hizo sentir especialmente
su renuncia a seguir jugando. En este caso, la causa nacía
en su trabajo que le impedía entrenar en los horarios establecidos. Por otro lado, Carlos Sanz alegaba una razón
muy distinta, pero ligada al fútbol. Había disfrutado informalmente de su nueva vocación en algunos partidos,
pero ahora, ya consolidada, debía dejar de actuar como
jugador. Quería ser árbitro. Me resultaba chocante verlo
con el uniforme negro en lugar del blanco. Con su habitual deje de ironía, decía que dando patadas al balón no
se veía futuro, así que pensaba probar soplando el silbato.
Carlos se afilió al Colegio Aragonés de Árbitros y me fui
informando de sus logros en Tercera División o su labor
como auxiliar en algunos partidos de Primera, aunque en
mis conversaciones con él siempre se quejaba del exceso
de fijación para las decisiones de promoción en la actividad profesional o estudios universitarios de los árbitros,
obviando los informes de los técnicos federativos. Tam-
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bién Manolo Bitrián emitía sus cantos de despedida, fundamentalmente por cansancio, y le intuía que por frustración después de haber saboreado un posible futuro halagüeño en las filas del Zaragoza. Manolo terminó con nosotros esa temporada, pero al año siguiente, aún en edad
juvenil, le dijo adiós al equipo.
Un buen día, mi tío Julián, poco apasionado del fútbol, pero sí por las evoluciones de su sobrino, me llamó
para decirme que un compañero de trabajo suyo era familiar de Pedro Lasheras, antecesor de Yarza en la portería del Real Zaragoza y, a la sazón, el entrenador del Endesa. Le había hablado de mí. Ese compañero le pidió mi
currículum para hacérselo llegar al familiar... y de ahí ya
veríamos. Aquel acontecimiento abría las especulaciones
sobre el futuro posible que ya no iban a parar hasta la
pretemporada siguiente. Me estrené en esta faceta de
elaborador de currículum con la propuesta de mi tío.
Ojalá hubiera guardado una copia, porque recuerdo pocas
cosas de las que incluí, como la falta de lesiones, algunas
impresiones de Pablo y de Emilio, los trofeos conseguidos... Quizá en ese momento se comenzara a marcar mi
vocación profesional, puesto que varios años más tarde
me dediqué a tareas que tenían mucho que ver con la elaboración, recepción y análisis de currículum. Creo que
nunca llegó a las manos de Lasheras, aunque por paradojas del destino sí supo de mí por otra vía.
A mitad de temporada, se había integrado en nuestra
directiva Sebastián, un hombre curtido en las interioridades del fútbol regional, que provenía del antiguo Juven-
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tud. Las diferencias con el nuevo enfoque tras la fusión
con el Santo Domingo le habían traído hasta nuestro
club. Este hombre, con su aspecto afable y su dinámica
trabajadora, empezó a moverse para buscarnos salida a
los dos jugadores que terminábamos ese año en Juveniles: Orlando y yo. La primera propuesta en firme surgió
del Robres, un equipo de Regional Preferente que, a última hora de la temporada, se dirigía a los equipos buscando jugadores nuevos con los que evitar el descenso. La
directiva nos recomendó calma y buen análisis. "Cuidad
de las promesas. Lo más probable es que se hayan quedado sin gente porque no les han pagado. Si ficháis, os
quedáis comprometidos por dos años. Pensadlo antes de
hacerlo". El presidente del Robres no nos cayó nada bien,
porque su insistencia y promesas inmediatas nos trajeron
sospechas de que la visión de los directivos podía ser muy
acertada.
Sebastián me comunicó que el Calatayud se interesaba por mí. Esa opción ya resultaba más apetecible, porque era un club en una población grande que garantizaba
solvencia y aspiraciones a mayores cotas. Siguieron rumores de ojeadores, como Casamayor, que buscaba muchachos para el Aragón, nuevamente volvió a sonar
Ansodi, del Real Madrid, Sebastián nos hablaba de clubs
de Segunda División... Creo que eran globos sonda para
despertar o mantener esa ambición, no sólo en nosotros
dos, sino también para dar expectativas a nuestros equipos inferiores, con el fin de demostrar que Santo Domingo de Silos sonaba en el mercado futbolístico y, por tanto,
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no era necesario salir a otro club.
Vivimos permanentemente en un estado cíclico donde
unos sustituyen a otros, no podemos evitarlo. Si ayudamos a irse de la manera más digna posible a quienes deben salir, estaremos actuando con lealtad porque reconocemos el valor que aportaron y elevamos
su autoestima… pero no sólo sirve a los que se van,
sino también a quienes se quedan... porque esperarán
ser tratados así en el momento que les toque marcharse y se sentirán orgullosos de pertenecer a una organización que trata bien a sus veteranos.
La directiva debió aquel año restringir gastos, por lo
que no hubo ni cena ni trofeos. Pero me sentía muy bien
galardonado, porque en el Zaragoza Deportiva se mantenía esa clasificación matemática, en la que iba apareciendo siempre entre los primeros. Según nos dijo Pablo, ése
era el mejor escaparate para que los equipos grandes se
fijaran en nosotros, porque surgía de las impresiones de
personajes cualificados. Aquel ranking terminaba siendo
la principal referencia para conocer cuál era nuestra posición en el mundillo del fútbol juvenil. De esa clasificación
nacía la Selección Matemática, que incluía a los once mejores en su puesto. En varias jornadas aparecí en ella.
Para el siguiente domingo al final de temporada, se
fraguaba un acontecimiento importante: la inauguración
oficial de nuestro flamante campo de fútbol, después de
algunas remodelaciones. Aparecieron muchos rumores
187
sobre los eventos que la acompañarían, pero en un entrenamiento, Emilio, nombrado coordinador del aspecto
deportivo para esa ocasión, nos informó de lo planificado.
Una selección juvenil de la región se enfrentaría al Aragón. Poco tiempo me durarían las especulaciones sobre
sus componentes, porque Emilio nos comunicó a Orlando
y a mí que íbamos a formar parte de ese combinado. Quizá porque ya había disfrutado de la convocatoria en infantiles, aquella vez la noticia no me llenó ni de sorpresa
ni de tanta expectación como la primera vez. Además,
era consciente de que siendo Emilio el seleccionador contaba con ventajas para ser incluido. Pero llegado el día
todo iba a ser distinto. En cuanto entré al campo, observé
una afluencia inusitada. Según taquilla, en su balance
posterior, habían pagado entrada más de mil personas, y
entre prensa, invitados y jugadores del club, estimaban
una presencia casi del doble de espectadores. Se gestaba
un ambiente sensacional. Entre ellos, asistía mi familia
ampliada: padres, hermanos, tíos, primos y amigos, por
lo que iba a sentirme a la vez arropado... y mucho más
nervioso.
Pasé al vestuario para encontrarme con muchachos
rivales en la Liga, pero también con un gran número que
no conocía, provenientes de equipos de la Liga Nacional.
En las perchas se acomodaban los equipajes, y sentí un
vuelco en el estómago al comprobar que la camiseta era
roja y el pantalón azul, como el de la selección española.
¡Qué bonito sueño!
Emilio llegó enseguida, comprobó que todos nos en-
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contrábamos en el vestuario y me llamó aparte. Salimos
fuera y me propuso:
–Prades, vas a seguir siendo mi capitán. ¿Te parece?
Y como si no me afectara lo más mínimo, le dije con
naturalidad pasmosa:
–Sí, claro.
Mientras sonriente me daba las gracias y me pasaba
la mano por el pelo, creo que me di un paseo por las nubes. ¡Capitán de la Selección Aragonesa!
Cuando me puse el brazalete, ya cambiados esperando sus orientaciones para el partido, me sentí algo mal
ante mis compañeros. Pensaba que había jugadores con
más merecimientos que yo para ostentar ese distintivo.
Miré algunas de las caras y como no observé gestos de
disgusto o reproché, solté un suspiro interior que me
desahogó el sentimiento de ser un “enchufado”.
Habían preparado una salida especial al campo. Nos
pusimos en fila por orden numérico, conmigo encabezando la comitiva de la Selección. A nuestro lado, también se
ordenaba el Aragón, con su equipaje equivalente al del
Real Zaragoza. En la entrada nos esperaba el trío arbitral.. ¡trío!... la primera vez que iba a jugar con linieres.
Una vez ordenada la comitiva, nos acercamos a la salida
hacia el campo, donde nos habían hecho pasillo los alevines. A mi paso, los chavalillos me animaban, me guiñaban el ojo, me palmeaban la espalda...
Estuve muy tenso durante todo el partido, casi agarrotado. La presión de tanto público, tener enfrente a
jugadores con aspiraciones para formar parte de la Pri-
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mera División debieron hacer mella para que me sintiera
extraño en el partido.
Jugué la primera parte, en la que terminamos con
empate, pero el resultado era lo de menos para esa sensación nueva que me había dominado sin que pudiera soltar
los demonios que me atenazaron.
Aunque no le he contado todavía, ya se había producido ese hito narrado en el preámbulo, el de la propuesta
de Jordi para probar por el Endesa. Creo que no tuvo
ninguna influencia en ese agarrotamiento, pero no lo
puedo asegurar porque desconozco los secretos del subconsciente.
Aquella llamada para formar parte de un equipo importante condicionó los acontecimientos de los últimos
meses en la temporada. Después de ella, llegaron las
propuestas antes descritas y me debatía entre unas y
otras con el embrujo de la conversación en el restaurante.
La imagen de Jordi preguntándome se coló por la parte
más expansiva de mi memoria. Me asaltaba cada momento que tenía que ver con mi futuro futbolístico.
...
–Bien, pensé en ti, se lo comenté, me dijo que te conocía y... vengo a proponerte una reunión con la directiva
para que fiches con nosotros. ¿Qué te parece? –preguntó
Jordi.
Guardé silencio y agaché la cabeza.
Probablemente, sólo transcurriera un segundo, pero
me pareció que el tiempo se había detenido... porque no
quería contestar.
190
Él seguía comiendo su postre.
–¿Sabes? No creo que deba fichar. En septiembre me
voy a la mili. También quiero matricularme en Empresariales. No podré entrenar con esa dedicación que hace
falta.
–¿Seguro?
Y no quise volver a dudar.
–Sí, seguro, Jordi.
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De pie: Simón, Bitrián, Villa, Prades, Orlando, Carlos
Sanz.
Agachados: Juanjo (“Puskas”), Ferrer, Pastor, Guti, Soria.
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De pie: Simón, Vallés, Villa, Prades, Roberto, Orlando, Bitrián,
Emilio Muñoz (entrenador)
Agachados: Pastor, Ferrer, Garcés, Soria, Gaña, Guti,
Tolosana.
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Epílogo
Además de servirme para agrandar mis méritos futbolísticos en alguna conversación pedante, aquella propuesta y mi contestación purgaron durante varios años mi
autoestima. Era cierto que en septiembre me incorporaba al servicio militar, también que quería matricularme
en la carrera, pero ¿podían ser razones de peso para negarme a esa posibilidad de futuro?
Acababa de pasar ante mí el tren de la oportunidad y
no subí a él. En cuanto salí por la puerta del restaurante,
había perdido un futuro prometedor. La satisfacción de
que contaron conmigo no compensa el vacío de la incertidumbre sobre qué habría sido de mi carrera futbolística si
hubiera aceptado ese reto. Quizá la Primera División.
Quizá la internacionalidad. Quizá ese Mundial 82 que
vivía en mis sueños. Probablemente, no, pero ni siquiera
di cancha a la posibilidad, yo mismo me corté el progreso
inconscientemente. El Endesa fichó a dos compañeros
míos en la Selección infantil que podían ocupar mi posición y que no llegaron a destacar lo suficiente. Quizá pudo ser la misma conclusión para mí. Pero he escrito varias veces “quizá” y una “probablemente”. Son adverbios
de duda, la que todavía tengo, sobre los resultados de haber aceptado.
Tuve miedo.
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Es esa la única causa de mi negativa. Cuando escuché
la propuesta de Jordi no estaba en un campo de fútbol, no
debía enfrentarme a un rival o a una portería, no tenía en
la banda un entrenador ni detrás un portero que cubriera
mis espaldas. Quien dio esa contestación fue el muchacho temeroso y huidizo que tenía “sangre de horchata”.
Todos los sueños y esfuerzos se concretaban en una sola
palabra. Temí pronunciarla, temí sus consecuencias, temí fracasar, temí sentirme ridículo entre aquellos jugadores...
Sin querer entenderlo, en una fracción de segundo pasaron por mi mente imágenes del fracaso en el Juventud,
de las broncas de Sarto, de los errores cometidos, de mi
supuesta falta de técnica... Me vi entre jugadores de alto
nivel agarrotado de piernas, superado por los rivales, defraudando a quienes pudieran confiar en mí. Y esas sensaciones no tuvieron contrapeso con los halagos de Pablo,
de Emilio, con mi potencia de disparo, con mi toque de
balón en largo, con mi buena colocación, con las notas del
periódico... No, no pude entender que aquellos fogonazos
de los fracasos iban comprimiendo mis entrañas para
ahogar las ínfulas de un muchacho que parecía prometer
triunfos. Ese miedo superior me atenazó y dirigió mi
búsqueda de excusas para eludir los dolores de la cobardía.
A partir de ese momento, se inició mi deambular por
el ambiente futbolístico de entretenimiento. Por dentro,
aún guardaba una esperanza hacia el éxito, pero surgía
más como consuelo que como posibilidad.
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Y fueron más de veinte años.
Declaré en el preámbulo que esta novela se conformaba con mis años de fútbol cantera. Así ha sido hasta ahora, pero los recuerdos de tantos momentos especiales no
me permiten concluir ahí la historia. Se produjeron hitos
y hechos que también influyeron, cada vez menos, en ese
crecimiento personal, porque iba llenándome de ciertos
logros que me salpicaban con satisfacción.
En la Base Aérea de Zaragoza, conjuntamos un equipo
con los soldados que nos incorporábamos. Como en todo
lo que sonaba a balón ahí que rondaba mi cerebro, acudí
a la llamada del capitán entrenador y me incluí en una
amalgama de jugadores que llegó a poner en aprietos al
mismo Aragón. Precisamente, el día en que se iba a
disputar el primer partido contra ellos, en la Ciudad Deportiva, me había hecho una herida en el dedo pulgar del
pie. Se movía la uña. Pero si acudía a la enfermería no
me dejarían jugar, por supuesto. Así que me vendé como
pude con la ayuda del botiquín del parque de Bomberos
(ejercí de bombero en la mili) y con dolor y muchas ganas, me subí al autobús que nos llevó hacia la ilusión de
volver a jugar contra aquellos aspirantes a figuras del balompié. Mi dedo se inflamó, se llenó de sangre, manchó
la media... pero allí estuve, en el campo de hierba, persiguiendo a un delantero que con dos movimientos te despistaba en un palmo de terreno. Un mes más tarde, volvimos a la Ciudad Deportiva para jugar contra el mismo
rival. En ese segundo partido nos arbitraba el entonces
colegiado más destacado de Aragón (creo que militaba en
196
Segunda), con cierto aire de soberbia y superioridad. En
una jugada extraña, me pitó una falta para mí inexistente.
Le protesté con bastante enfado. El hombre, algo más
alto que yo, se me acercó levantando la nariz, mirándome
con desprecio, y me dijo: “Cállate, chaval. ¿Es que no
sabes quién soy? No tienes nivel ni categoría para que te
pite yo. Bastante hago con dirigirte la palabra”. Sin comentarios.
En agosto de ese mismo año, el padre de Beltrán, uno
de mis ex–compañeros del Europa, habló con mi padre
sobre mi situación porque buscaban jugadores para el
C.D. La Almunia, con el fin de conseguir el ascenso ese
año a la máxima categoría regional. Quizá la mili (hasta
será verdad el dicho de que “hace hombres”) me tapó esa
baja autoestima, y enseguida puse a este hombre en contacto con la directiva del Silos (tenía ficha con ellos en
Tercera Regional) para negociar la baja y salir hacia esa
aventura. Tardaron algo en ponerse de acuerdo, pero lo
consiguieron con una cantidad, 15.000 pesetas, en material deportivo como concepto de fichaje. En mi caso,
acordamos una compensación de 6.000 pesetas al mes.
Me sentí reconocido, lo de menos eran los importes, pero
notar que alguien hacía honor y negocio con mi valía era
una excelente satisfacción. En ese equipo me reencontré
con Miguel Castro, fuimos compañeros aquel año, y viví
el ambiente de los viajes largos en autobús, de la atención
impecable del masajista y del utillero, de la pasión de un
pueblo por su equipo de fútbol.... Sólo cobré cuatro meses, con lo que me compré los primeros lentes de contac-
197
to, porque el Ayuntamiento cortó la subvención en los
presupuestos del año siguiente, así que en enero... todos
sin cobrar. La mayoría de los jugadores de Zaragoza capital renunciaron a seguir jugando y negociaron la baja. En
mi caso, preferí quedarme hasta fin de temporada porque
no era el dinero mi principal aliciente. Gracias a aquellas
bajas, alcancé la titularidad, combinando el lateral izquierdo con el puesto de central.
Pero al año siguiente, influido por mi novia, algo enfadada porque su único día libre lo ocupara jugando al
fútbol, y por una peripecia que no terminó de llenarme,
volví al equipo regional de Santo Domingo de Silos. Esta
temporada fue cuando jugué en la selección del barrio de
Las Fuentes, a la que fui convocado para jugar el partido
de las fiestas contra nada menos... que los Veteranos del
Real Zaragoza. Me tocó marcar a Isasi, con una panza
que doblaba mi perímetro de cintura, pero su habilidad
en el desmarque me obligaba a correr tanto que acabé el
partido más cansado de mi vida. Resultó impactante perseguir a Violeta o a Rico, que con más de cuarenta, seguían corriendo de un lado a otro con una fortaleza casi
insuperable. Junquera, antes portero, ahora se colocaba
de jugador, Zarrita, en la cincuentena, ocupaba el lateral
derecho, Fontenla de central.... En fin, un lujo para unos
chicos que sólo los habíamos visto desde las gradas de La
Romareda y ahora erámos capaces hasta de robarles el
balón.
Y aquel equipo de regionales de Santo Domingo de Silos empezó una ascensión imparable. En dos años, dos
198
ascensos, hasta llegar a la Segunda Regional Preferente,
habitualmente el límite de aquellos equipos que no pagaban compensación económica a sus jugadores. Y el regreso a casa de jugadores del club que también habían
renunciado a transitar por equipos de la geografía regional, ayudó a configurar el mejor conjunto en el que he
jugado. Solamente perdimos un partido en toda la Liga y
terminamos como líderes con una media de 3 goles por
partido a favor, y menos de 1 en contra, con Lucio y Paco
Serrano de destacados delanteros. Precisamente, estos
dos muchachos, que no llegaron a jugar en el juvenil A,
comenzaron a despuntar al segundo año de regionales,
hasta el punto de convertirse en una pareja tan compenetrada y efectiva que pujaron por ellos equipos de Tercera
División. Jugábamos como una máquina perfectamente
engrasada. En los diez primeros minutos encarrilábamos
los partidos con dos, tres goles, que luego administrábamos sin agobios, permitiéndonos “boutades” que sonaban
a soberbia.
Al año siguiente, ya en Primera Regional, ocurrió mi
primer y único enfrentamiento con un entrenador. Paco
Ballestero era un hombre de carácter que transmitía su
seguridad personal al equipo. Yo ya había cumplido los
24 años, era consciente de que el fútbol no me iba dar
triunfos especiales y sólo quería disfrutar del ambiente de
los partidos divirtiéndome con los compañeros y la pelota... pero jugando. Paco dejó de confiar en mí como titular, según mi criterio injustamente, y de buenas maneras
le pedí explicaciones. No se dignó dármelas porque se
199
sintió herido en su autoridad. Así, decidí hablar con la
directiva para jugar con el equipo B que jugaba en Tercera Regional. Accedieron y en el primer entrenamiento
con ellos, me rompí el escafoides. Tuve tres semanas de
baja. Al regresar, Paco volvió a convocarme. Sin palabras
sobre el tema, aquel enfrentamiento quedó enterrado... y
volví a la titularidad.
Pero sólo jugamos un año en esa categoría, no porque
descendiéramos, sino porque la dirección del colegio decidió deshacer los equipos que no estaban conformados
por alumnos. Cambiaron el concepto de club deportivo
por el de actividades de ocio para integrantes del colegio... En los tres años anteriores, ya nos exigían a los jugadores regionales que colaboráramos como entrenadores o delegados de los equipos inferiores, opción que tomé. Aquella experiencia me resultó muy enriquecedora
para adquirir la responsabilidad de un grupo de chavales
alborotados, que necesitaban claves de disciplina y
aprendizaje. Entendí las dificultades de tomar decisiones
para dejar muchachos en el banquillo, para buscar las
motivaciones individuales, para hacer cuadrar a los chicos sus ambiciones con sus posibilidades... en un entorno
donde existían los sueños que también yo había disfrutado.
Y continué mi aprendizaje en menesteres futbolísticos
cuando en la empresa donde trabajaba decidí impulsar la
creación de un equipo de fútbol sala. Como recibí la negativa de la Dirección, me dispuse a buscar financiación y
la conseguí. Aquella faceta de impulsor y directivo me
200
enseñó tácticas de gestión y convencimiento que nada
tenían que ver con el golpeo del exterior, los lanzamientos
de falta o la posición de contraataque en superioridad.
Después de que Santo Domingo de Silos deshiciera
sus equipos regionales, pasé a un equipo de Liga Laboral.
Conseguimos un equipo de alto rendimiento... jugando en
casa. Las posibilidades económicas nos daban para alquilar un campo de césped cuando jugábamos como locales,
pero nuestras visitas eran a campos de mucho menos nivel que, además de los madrugones de los domingos, limitaban el compromiso de algunos de mis compañeros,
poco acostumbrados a la constancia y el esfuerzo de una
competición larga. En casa ganábamos por goleada lo
que perdíamos fuera por falta de afluencia. Con ellos viví
un cambio de posición interesante, porque me animaron
a jugar de extremo derecha, donde aprovechaba mis características para marcar goles por potencia. Siempre me
había visto como un defensa nato, pero ahí pude comprobar que los esquemas mentales son enfermizos para la
mejora personal. Gracias a esa decisión, disfruté un par
de temporadas del gusto por el gol, que nunca hubiera
tenido si me hubiera encerrado en que sólo sabía defender.
Mi periplo futbolístico en equipo de once terminó en
el C.D. Miguel Servet, también de Liga Laboral, que jugaba en los aledaños de mi barrio. Rescato como anécdota
que José Luis Sagarra, otro enamorado del fútbol aficionado, ejercía conmigo un doble papel que resultaba paradójico. En el trabajo yo era su jefe y en el equipo de fút-
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bol cambiábamos los papeles, pues él era un directivo
veterano que ejercía de delegado. Después de tres temporadas, el nuevo presidente enturbió la situación del
equipo con gastos no justificados que ocasionaron la
quiebra del club. Con la oscuridad del momento, una lesión inoportuna contribuyó a que mi afición ya se convirtiera en cenizas... y decidí dejar de jugar al fútbol. Tenía
30 años.
Pero como tantos toreros que se quitan y se ponen la
coleta, al cabo de tres años sin tocar un balón, el empuje
de mi Director en la empresa de Buenos Aires donde trabajaba, me inmiscuyó en la celebración de un partido entre los colegas internos. Llegó a comprar el equipaje al
efecto, que por influencia de los colores oficiales de la
empresa y por nuestras conversaciones sobre los equipos
de nuestros amores fue igualito que el del Real Zaragoza.
Quizá no me habría decidido a jugar si no fuera porque
todo atisbaba a que podía cumplir un sueño especial.
Tenía la espina de no haber jugado nunca en La Romareda. Pues bien, tratativas del Director del otro departamento contra el que íbamos a jugar el partido hacían prever que podíamos celebrar el partido en... la cancha de
Platense, un equipo de Primera División argentina, que se
alza en el perímetro de la Capital Federal, pegadito a su
circunvalación, la avenida General Paz. Y así se cumplió,
allí jugamos, con mi hijo Eduardo recién nacido en los
brazos de Esther, mi mujer, que llegaron a aplaudir desde
la grada algunos de los lances, a pesar de que perdiéra-
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mos al final por 4 a 2. Cuando terminamos el partido, mi
Director me dijo:
–Ché, no me podía imaginar que patearas tan bien.
¡La concha de su madre!, con esa percha de gallego fino y
esos modales de pibe prudente, quién podía pensar que
tuvieras tanta polenta. Cada vez que llegaba la pelota a
nuestro lado, cerraba los ojos, con miedo al quilombo... y,
¡pucha!, ahí estabas vos sacando la gamba. Y cómo le
pegás, ché. Yo le decía a mi jermu: “Este no es mi Prades
o es que se ha metido falopa”.
Tampoco le cuadraba mi dedicación a la literatura con
que jugara tan contundente. “¿Pero cómo un artista sensible se puede largar a dar patadas?” Algo le hice dudar
cuando le nombré a su compatriota Valdano, que manejaba tan bien la pelota como la lapicera, y a Julio Iglesias,
ídolo suyo, como portero juvenil del Madrid antes que
cantante. “Pues no me convencés, ché. Vos no me cuadrás
como defensor de fierro”.
Aquella situación paradójica me resultó tan divertida
que volvió a revivirme la afición por el fútbol. Acudí varias veces a la cancha de River para verlo salir campeón
en dos ocasiones... y para ver con dolor el declive de Maradona en su último partido oficial, con esa camiseta de
Boca, que tengo hoy en mi casa con su firma en el dorso,
gracias a Pascual Mazzeo, un “tano” compañero de trabajo e hincha “fundamentalista” de River (que hizo de tripas
corazón para traerme esa camiseta).
Hasta hace dos años, aún pateé las canchas de fútbol.
Aquel “revival” del fuego de la afición volvió a subirme la
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adrenalina por tocar un balón, y coqueteé con el fútbol
siete y el fútbol sala, donde fui capaz de ver sin nostalgia
en mis compañeros jóvenes aquellas cosas que yo podía
hacer con su edad y que se resistían a mis músculos y a
mis reflejos. De vez en cuando, marcaba un gol de falta y
lo celebraba tanto como en juveniles, porque verdaderamente, quien tiene pasión por la práctica del fútbol siempre vivirá pegado a una pelota.
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