Descarga - Debate Feminista

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Dirección
Marta Lamas
Redaccción
Cecilia Olivares
Comité editorial
Marta Acevedo
Enid Álvarez
Marisa Belausteguigoitia
Gabriela Cano
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Mary Goldsmith
Nattie Golubov
Lucero González
Sandra Lorenzano
María Consuelo Mejía
Lucía Melgar
Araceli Mingo
Hortensia Moreno
Mabel Piccini
María Teresa Priego
Raquel Serur
Estela Suárez
Portada
Carlos Aguirre
Fotografía
Jesús Sánchez Uribe
Diseño
Azul Morris
Producción
Alina Barojas Beltrán
Admistración
Acela Barojas Beltrán
Ventas
Ana Rosa Solís
Apoyo editorial
Patricia Ramos
Publicidad
Elvira Bolaños
Estimadas lectoras y lectores:
Este número dedicado al cuerpo se nos había desbordado por
lo que decidimos hacer un número siguiente también dedicado al cuerpo.
La próxima entrega estará
dedicada a cuerpos transexuales, cuerpos sufrientes y a Frida
Kahlo.
Que disfruten la lectura.
ÍNDICE
ix
Editorial
EL CUERPO Y TEORÍA
3
Contando las maneras para decir el cuerpo
Ana María Martínez de la Escalera
CUERPO Y DEPORTE
11
Mi última pelea
Hortensia Moreno
30
Carisma y masculinidad en el boxeo
Loïc Wacquant
41
Acróbatas, contorsionistas y niñas monas
Ann Chisholm
83
Me hubiera encantado vivir del futbol
Tere Osorio y Hortensia Moreno
CUERPOS DESNUDOS
113
El Zócalo en cueros (Imágenes de la reconciliación entre cuerpos y
almas, si ambas partes se comprometen a ir al mismo gimnasio)
Carlos Monsiváis
129
México quiere ser libre
Marisa Belausteguigoitia
DESDE LA CALLE
135
El cuerpo en la calle. Crónicas fragmentarias
Lucía Melgar
POESÍA
147
Carta a mi madre
Juan Gelman
DESDE LA IMPUNIDAD
159
Morir en náhuatl. El caso de Ernestina Ascencio
Marisa Belausteguigoitia
DESDE LA MIRADA
169
La piel de la memoria
Marianne Hirsch y Leo Spitzer
171
Videoinstalación y performance
Mirta Kupferminc
173
Fotografías
DESDE LA LITERATURA
187
Cuando las palabras no eran las cosas
Rosa Beltrán
192
Las alas del deseo
María Teresa Priego
DESDE LO QUEER
217
Retos y riesgos, pautas y promesas de la teoría queer
Brad Epps
273
¿Qué quieren los hombres gay?
David M. Halperin
LECTURAS
289
Mujeres y hombres en la UNAM
Hortensia Moreno
296
Miradas sobre la igualdad de género
Alma Luz Beltrán y Puga
304
El silencio del sexo
Gloria Hernández, María Adela Hernández Reyes
y Salvador Mendiola
309
Historias en tránsito. Bajo el Tacaná de Isabel Vericat
Lucía Melgar
ARGÜENDE
321
El testamento de Frida Kahlo
Jesusa Rodríguez
325
Son lo que son
Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez
COLABORADORES
331
editorial •
viii
editorial
ix
editorial
Otra vez el cuerpo. Desde la perplejidad occidental de ser incapaces de
resolver nuestros propios dualismos. Porque tres siglos y medio después
de las Meditations, el fantasma de Descartes sigue dando guerra. La duda
en la evidencia de los sentidos, de lo que puedo ver con mis propios ojos. La
presunción de una existencia doble, de dos sustancias distintas e inconmensurables —mente y materia— y rigurosamente jerarquizadas: la preminencia del cogito sobre la carne. No puede sino parecernos paradójica
una mirada que transparenta lo visible y desconfía de la posibilidad de la
existencia del mundo material. En esta lógica, es lógico que el cuerpo esté
situado en el afuera y sea externo y sea explicado y comprendido como Otro
entre los otros sin que nadie parezca sublevarse de indignación.
Aunque el problema quizá viene de más lejos, desde la artimaña
platónica para desligar soma de psyche en la certeza de un Sócrates dispuesto a morir para asegurar su propia inmortalidad. De ahí a la escatología cristiana que mira el cuerpo como la cárcel del alma no hay más que un
paso. Nuestra cultura está llena de representaciones que privilegian la
espiritualidad intangible sobre la corporeidad precaria, contingente, destinada a la podredumbre. En este contexto no es difícil establecer paralelismos duales entre cuerpo y alma, pasivo y activo, mortal y divino,
existencia y esencia, femenino y masculino.
En este número nos hemos propuesto explorar el dilema desde otros
lugares. El punto de partida reconoce el cuerpo como el asiento de la identidad, la condición del pensar, el fundamento de la vida social. Al mismo
tiempo, asume la índole ineludiblemente problemática de la corporalidad,
en particular desde los posicionamientos subjetivos que se definen precisamente por su especificidad corpórea o por su “diferencia biológica”: por
ejemplo, ser mujer o pertenecer a una etnia minoritaria marca la mera presentación del cuerpo como el hecho distintivo que permite asignarle a una
x
editorial
persona un lugar social y obstruirle el acceso a otros espacios. El arranque, no obstante, es sesgado, porque estamos explorando la frontera que
—según Estela Serret— es el modelo y la condición de todas las otras
fronteras: el género.
El pórtico es un texto donde Ana María Martínez de la Escalera cuenta
varias maneras de decir el cuerpo. Sugiere preguntas para desconstruir la
dualidad sin descuidarla, porque “no hay inmediatez en el trato con el
cuerpo”; porque el cuerpo “se realiza (performativamente) como lo sujetado”. El cuerpo expresión y experiencia, objeto del discurso y la representación, es un ser práctico, sumergido físicamente en el mundo y capaz de
actuar sobre él, además, de manera colectiva, a través de las mediaciones
del lenguaje y la cultura.
Seguimos con una sección dedicada a un ámbito corporal por excelencia: el mundo deportivo y su profunda cualidad genérica. Hortensia Moreno introduce en clave poética una investigación sobre cuerpo y boxeo en la
cual indaga sobre las tecnologías de género que han dado lugar a una
tradición donde se define la masculinidad en función de la fuerza. La
evidencia histórica permite aquí dilucidar algunos de los paradigmas más
poderosos acerca de la diferencia entre los géneros.
Por su parte, Loïc Wacquant, después de una sugerente reflexión sobre la marginalidad de los estudios del deporte, pone en diálogo al cantante de blues con el boxeador para desmentir la idea de que el atleta sea un
personaje carismático. En este mundo del espectáculo que la academia
mira con desdén, ambos oficios —el del artista y el del púgil— están atravesados en forma decisiva por dos signos de identidad: género y etnia. Ni
en el boxeo ni en el blues es irrelevante el origen etno-racial y la pertenencia al sexo masculino.
Con sutil detalle, Ann Chisholm nos ofrece una verdadera radiografía
de la gimnasia olímpica femenil. A medio camino entre el deporte moderno, los trucos circenses y la imaginería juglaresca, la disciplina adquiere
matices contradictorios cuando somete a sus protagonistas a un tratamiento simbólico especial y termina por convertirlas en unas niñas
monísimas de cuerpos asexuados, fracturados, secuestrados y entregados
al más minucioso escrutinio de los medios masivos de comunicación.
Complementamos el debate con una mesa redonda donde reunimos a
seis futbolistas que han transitado del ámbito amateur al profesional con
diferentes suertes, para que nos hablaran de sus experiencias personales
en “el deporte del hombre”. Con la gracia y el humor de sus cuerpos reto-
xi
zones, reviven la emoción, el atrevimiento, las decepciones y los logros de
una actividad que las apasiona de manera tan completa que son capaces
de jugar con lesiones recientes, de poner en riesgo sus relaciones social y de
pareja, de enfrascarse en batallas campales y de moverse de un lado a otro
de la ciudad en sábado con tal de volver a sentir el latigazo de la adrenalina.
En el siguiente bloque, Carlos Monsiváis y Marisa Belausteguigoitia
nos deleitan con sendas crónicas sobre el acontecimiento que generó la propuesta de Spencer Tunick de utilizar el Zócalo de la ciudad de México como
marco para su más reciente obra fotográfica. Desde diferentes posturas
(ella en la plancha, completamente desnuda, rodeada por alrededor de veinte
mil cuerpos igualmente desnudos; él vestido, y más tarde testigo privilegiado de la visita a la casa de Frida Kahlo para la instalación donde participaron solamente mujeres), Monsiváis y Belausteguigoitia no pueden dejar de
subrayar la complejidad del fenómeno. En lugar de alistarse en las filas de
la crítica de arte, comprendieron que, sin importar de dónde proviniera la
convocatoria, reunir a miles de personas en cueros iba a ser profundamente
significativo, viérasele por donde se le viera. Entre ambigüedades flagrantes y deslices notables —como la desafortunada situación en que se vieron
algunas mujeres desnudas ante sus contrapartes varones ya vestidos y con sus
celulares-cámaras fotográficas en ristre—, el suceso deja ver que hay en juego
—y este sustantivo no es trivial— algo más allá de la “voluntad del fotógrafo”: la cualidad festiva, el desorden, las consignas políticas y hasta la ingenuidad de algunas declaraciones reflejan un ímpetu de apropiación que
desborda con creces el utilitarismo del caso.
En tándem con esas dos crónicas, Lucía Melgar repasa otras maneras
de exhibir el cuerpo en la calle, a partir de un grupo de manifestantes desnudos en la explanada del Palacio de Bellas Artes. Su mirada perspicaz recorre ese intento quizás infructuoso de llamar la atención, pero se mueve a
otra parte: de la oferta porno al dolor de Frida Kahlo, de la hostilidad de la
calle a las narrativas de Elena Garro y Adriana González Mateos, del
debate por la despenalización del aborto a la fragmentación del cuerpo de
las mujeres. Todo está en la calle.
En “desde la impunidad”, Marisa Belausteguigoitia vuelve a intervenir, ahora con una interpretación de la muerte de Ernestina Ascencio, indígena nahua de la sierra de Zongolica en la que necesita referirse al origen
imperial de nuestras actuales políticas de la lengua. Aquí, Belausteguigoitia
quiere hacer sentido y encontrar los hilos conductores de un caso de mediación y traducción desafortunadas de las lenguas institucional, oficial,
xii
editorial
gramatical, jurídica, incapaces de aprehender las lenguas indígenas y a
los sujetos marginales.
Piel y memoria van unidas por los tatuajes en la exposición de Mirta
Kupferminc, sobre la que presentamos textos y fotografías.
EN “desde lo queer”, Brad Epps lleva a cabo un recuento de la teoría
queer para poner en entredicho la posibilidad de su trasplante a un contexto hispanoparlante, con el argumento de que el énfasis en este término
pone de relieve el peso de su procedencia, y limita su uso y comprensión a
los sectores académicos y activistas, con lo cual “corre el riesgo de silenciar, bajo la fuerza de una palabra clave que se resiste a la traducción, otras
historias, costumbres y prácticas”. El análisis de la obra del escritor argentino Néstor Perlongher le permite establecer una plataforma de enorme
riqueza conceptual que cuestiona tanto la “naturalidad” como la “normalidad” de la identidad genérico-sexual.
A su vez, David M. Halperin propone una lectura “abyecta” de la
subjetividad gay masculina que prescinda de la psicología y del psicoanálisis —discursos que han patologizado a los sujetos queer con el uso insistente de la oposición entre lo normal y lo enfermo— para confrontarla en
su estructura afectiva, “conformada en su origen por experiencias sociales
de rechazo y vergüenza, encrespada con impulsos de transgresión”; para
“convertir la exclusión social en desafío social”. Recurre a fuentes intelectuales que se remontan a Kristeva y Sartre, y a fuentes literarias de la
misma raigambre con Jouhandeau y Genet.
La sección de poesía está conformada por un poema largo, “Carta a mi
madre”, de Juan Gelman.
En “desde la literatura”, Rosa Beltrán examina, con humor filológico,
las trampas del lenguaje que nos depara la infancia y el poder del diccionario en el acceso a la madurez, con una hermosa recuperación del germen de su vocación literaria en un entramado familiar que reparte el hacer
y el fabular entre los sexos. Desde esos inicios, identifica la literatura como
una “puerta falsa” que la conduce, mediante el ejercicio de la escritura y la
lectura, a la recuperación de la voz materna.
En el texto de María Teresa Priego se desgrana una intimidad de tintes
incestuosos con la pretensión, quizá, de descifrar una tortuosa relación
madre-hija. El soliloquio desdoblado de Lola y La voz pregunta y responde los intrincados afectos, desencuentros y sinsabores de un imaginario
cargado de referencias psicoanalíticas en un estilo escritural cada vez más
propio y atrevido.
xiii
“Lecturas” incluye cuatro reseñas. Hortensia Moreno analiza los datos contenidos en Presencia de hombres y mujeres en la UNAM. Alma Luz
Beltrán y Puga comenta tres libros sobre la igualdad de género publicados
por Conapred. La Chorcha Chillys Willys presenta la primera novela de
Adriana González Mateos, El lenguaje de las orquídeas y finalmente Lucía Melgar presenta el documental Bajo el Tacaná de Isabel Vericat, filme
sobre la inmigración en el sur de nuestro país.
Y para concluir, como siempre Jesusa Rodríguez, esta vez con un testamento de una Frida Kahlo muy molesta y “Son lo que son”, canción de
Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez •
cuerpo y
teoría •
2
cuerpo y teoría
Ana María Martínez de la Escalera
Contando las maneras para decir el cuerpo
Ana María Martínez de la Escalera
Se diría que el cuerpo es presencia a sí pura, inmediata, es decir cuerpo-ahí;
cuerpo sin mediación, esto es, que no precisa para hacerse presente del
movimiento de un proceso de significación que lo aleja de sí mismo, que no
encuentra en sí mismo, que lo desborda. Como por ejemplo el proceso llamado “lengua” y el nombrar. Pero, ¿es así? Decimos que el cuerpo —mi cuerpo— se siente; el (mi) cuerpo es sentido. ¿Quién de nosotros duda de su
existencia, de lo que él (ella) es?, como si vivir en el cuerpo fuera suficiente
motivo para asegurar un acceso privilegiado inmediato a su esencia o a su
naturaleza única, y por tanto a su control, a sus fuerzas creativas y
destructivas, a su goce o padecimientos, o a su materialidad sin transparencia. Y si para alguna de nosotras la materialidad de lo corpóreo es en principio indubitable, algo que no causa desasosiego, lo que jamás han querido
poner en cuestión, al menos hasta ahora, para otras muchas lo dudoso es
que, de existir, su cuerpo sea algo propio, algo ahí. No hay inmediatez en el
trato con el cuerpo: entre nosotras y nuestro cuerpo pesa la ley del sexo que
minusvalora el cuerpo y sus fuerzas y finalidades, la ley jurídica, la ley
religiosa y la de la lengua, que parece hablar con la voz del dominador. Es
dudoso que la materialidad que asociamos con lo corporal les pertenezca a
las mujeres excepto como mercancía (y por tanto regida por los intercambios
del mercado y su ley, en relación de oposición con quien lo pone a la venta).1
Es una corporalidad que se les escapa, que las desborda. ¿Acaso pueden
decidir sobre él como lo hacen con las cosas? Por ejemplo: ¿pueden procrear
o no hacerlo si esa es su decisión? En cualquier caso no es el cuerpo mismo
quien toma la decisión ante la ley sino una abstracción que lo sustituye, que
1
Aun si ellas mismas son quienes venden.
3
4
cuerpo y teoría
ocupa la función de tomar decisiones: sujeto ciudadano, sujeto de los derechos humanos, sujeto de la libertad. Pero la relación metonímica entre el
cuerpo vivido (parte) y su sujeto (totalidad significante) permanece sin posibilidad de simbolización, de resolución de conflictos, en suma, como una
deuda (o una violencia). La ley, que no produce efectivamente los cuerpos,
produce sin duda al sujeto abstracto del cuerpo: el que le da sentido, quien
por él decide. Ley de la lengua, Derecho, Constitución política, etc. Para la
ley, sea cual sea, el cuerpo se realiza (performativamente) como lo sujetado.
Y no siendo el cuerpo un sujeto sino lo sujetado (decíamos, sujetado a la ley
—biológica, jurídica, lingüística—, entre otras cosas): ¿acaso puede pertenecerle algo por derecho propio? ¿El derecho, por ejemplo, a la vida, a la
felicidad, a la salud?¿A la decisión? Tal parece que esos derechos también le
pertenecen al sujeto del cuerpo, sujeto que se realiza en y por la toma de la
palabra, en y por el acatamiento a la ley jurídica y a la del nombre propio
siempre sexuado, y así en y por la distribución sexual y de género, en y por
las interpelaciones ideológicas sufridas.
Por otro lado, conviene seguir insistiendo si antes de la interpelación
hay algo originalmente ahí, indubitablemente corporal, primigenio si se
quiere. Porque, ¿acaso su naturaleza material, corpórea es lo más propio de
sí? ¿Su fisiología, tal vez, que es regulada —como sabemos— por normas sin
sujeto? Lo sabemos porque la herencia genética que parece decidir tanto
sobre lo que el cuerpo individual es, parece hacer de él no un punto de
partida o una finalidad, ni siquiera un valor, sino simplemente el producto
de esa información sexual y genética, en todo caso un medio no un sujeto. Y
como sucede con el caso de la genética, en la política, en los derechos ciudadanos, con lo relativo a los derechos al goce, etc., los cuerpos que numerosas
mujeres padecen están fuera de su alcance, tanto más lejanos cuanto más
obedientes a su normalización.
Ahora bien, no hay que lamentarse, hay que desobedecer: si, como decíamos, muchas mujeres en el mundo de hoy no son propietarias de sus
cuerpos ni a nivel macropolítico todavía ni en la dimensión micropolítica
de los intercambios sociales ¿cómo nos (re)apropiamos entonces de un cuerpo, de nuestro cuerpo desde siempre enajenado? Las respuestas afortunadamente no faltan; es posible escoger entre diversos programas de
reapropiación. Sin embargo, este no es nuestro asunto aquí. Volvamos entonces a las maneras de decir.
Porque sin importar lo que contestemos a las anteriores interrogantes, lo
cierto es que el cuerpo es más bien una experiencia. Por lo tanto ya no se dirá
Ana María Martínez de la Escalera
que hay cuerpos, sino que hay, más bien, experiencias corporales. Si el cuerpo
excede siempre a toda presencia como presencia ante sí, si es siempre cuerpo
sujetado, la sujetación debe ser estudiada como lo que es: una acción, un acto,
un acontecimiento de experiencia. Experiencia tal y como lo reporta la lengua
castellana significa a la vez vivencia, experimentación, saber sobre un hacer,
saber que puede enseñarse en la práctica, etc. Es así que podemos decir que el
cuerpo es cruce de saberes, técnicas y ejercicios; sirve de ejemplo y es la realización de normas. Y es una experiencia tan individual como colectiva cuya
mediación solo puede ser la lengua. Porque sea cual sea ese sujeto —del cuerpo— que hoy habla, es ante todo alguien que no se limita a vivir en su cuerpo
sino que lo vuelve visible mediante la lengua. Cuerpo público entonces, cuerpo de la comunicación y la transmisión de saberes y de técnicas de tratamiento y manejo del mismo. Se trata de un cuerpo que en la medida en que es
hablado en una lengua determinada, le es adjudicado, por la fuerza de esta
última, un nombre propio, un sexo, una identidad, y por qué no, un deseo.
Ninguna de estas instancias de ley (inyunciones hubiera dicho Derrida)2
pueden reducirse a las restantes; tampoco es posible prescindir de cualquiera
de ellas. Pero es preciso recordar que la adjudicación puede ser desobedecida
(que no es lo contrario de la obediencia sino un ejercicio de desautomatización,
o desnaturalización del significado y función adjudicados).3 Todo cuerpo
que es afectado por su pertenencia a un estado nacional moderno, a una
lengua, a un sexo, o a una colectividad específica puede poner en cuestión la
génesis natural de la pertenencia o participación, a esto se le dice desobedecer
(o desobedecir). Porque si bien los individuos son efectos históricos ubicados
tensionalmente entre relaciones de dominación y formas de subjetividad, entre resistencias y obediencia, pueden siempre desdecirse, esto es, decirse de
otra manera que obedeciendo.
En efecto, el cuerpo sexuado, o lo que es en todo caso un cuerpo histórico,
no es tanto un soporte físico de meras vivencias cuanto un ejercicio de comunicación en lo colectivo, de simbolización, de significación; una instancia
para ser obediente o desobediente, privada o pública, a veces doméstica,
2
Derrida, Jacques, 1995, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo de duelo y la
nueva Internacional, Trotta, Valladolid, pp. 15-62.
3
Butler, Judith, Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”,
Paidós, Buenos Aires, 2002.
5
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cuerpo y teoría
otras más bien mediática, y otras veces incluso espectral (como un fantasma
ni vivo ni muerto, interponiéndose incapaz de simbolizar cualquier binomio
del tipo de dominación/subjetividad). En fin, el cuerpo se ejercita en lo
social como lo hace en un gimnasio sin adecuada supervisión, hipertrofiándose o subempleándose. Como quiera que sea, el cuerpo es porque se ejercita
y al ejercitarse de cierta manera (cuerpo preformativo que se pone en escena,
ni general ni singular). Y recordemos que se ejercita en las normas, las regulaciones, las maneras de hacer, de decir, de sentir, de percibir, de padecer, de
desobedecer: en ellas el cuerpo se conforma a lo que existe antes que él o se
transforma desobedeciendo las normas.
Entonces: no es aventurado opinar (ya hemos pasado del mero decir a la
opinión) que el cuerpo, siendo individual, es también (de cierta manera en
la cual debemos reflexionar) materia de la experiencia colectiva en sentido
estricto, no figurado. Y ello vale incluso para lo que defendemos como nuestro cuerpo más secreto, más íntimo: cuerpo del placer, de las necesidades —
¡corporales!—, cuerpo del miedo, de la desesperanza, cuerpo del bienamor
y del malamor, cuerpo de la violencia. Todos estos modos de haber cuerpos
o experiencias pasan no obstante por el lenguaje: por el símbolo, el significado y la referencia, por la metáfora y la metonimia, por la denominación. La
vida del cuerpo mediada por el lenguaje es así porque la experiencia del cuerpo
se transmite a otros (o se piensa para uno mismo en el nombre y el atributo,
en la interjección y el lamento, esto es en el performativo), o es experiencia
que persigue el intercambio de ideas u opiniones, o también la socialización de su significado; es así en razón de que la experiencia del cuerpo está
sometida —diremos en principio— a las fuerzas de la pluralidad. En este
caso a la pluralidad de interpretaciones, distantes unas, afectuosas, posesivas, destructivas o amistosas (o ambas a la vez), las otras. Si se nos diera por
conversar sobre él —sin pensar en ponernos de acuerdo, sino simplemente
pensando en compartir nuestras opiniones— quizás notaríamos las diferencias de estas últimas al momento de predicar algo con sentido, es decir
de atribuir algo al cuerpo que nos sostiene. Atribución gobernada por el
sentido común cuando este es entendido como la normativización de los
significados, además de las maneras institucionales (normalización) mediante las cuales esos significados determinados de las cosas se nos vuelven materia común y sobre todo como toda normalización indica, materia
obligada para el intercambio verbal.
A pesar de la uniformidad conseguida por las fuerzas normalizadoras
de la institución (pedagógica, moral, informativa, política), el cuerpo siem-
Ana María Martínez de la Escalera
pre parece manifestar algo más de lo que hemos dicho; hay casi siempre una
suerte de suplemento con el cual trabaja el o la poeta, una especie de fuerza
que escapa al vocabulario, a la gimnasia cultural y a las buenas costumbres,
a las maneras de mesa y de lecho, a los modos del hacer y del entender del
llamado sentido común4 y que sólo la poesía y su particular fuerza performativa (en este sentido, cualquier actividad creadora) está en capacidad de
convocar. Convocación mediada en este caso, simbolizada, emblematizada,
virtualizada: esto es, significada y por ello con vocación de poeta.
Notemos entonces que lejos de la naturalidad supuesta con la que hablamos sobre el cuerpo y lo percibimos en nosotro(a)s mismo(a)s, no parece
haber presencia inmediata sino mediada. Mediada por las diferencias de género
(que los paréntesis anteriores han intentado manifestar), de las lenguas
nacionales o maternas y por la historia que son las mediaciones ordinarias
de la experiencia. Lengua equivale a retórica e historia a algo más que mera
temporalidad y duración. En relación con la retórica: ¿acaso el que percibe y
cómo lo percibe no es lo que llamamos cuerpo; acaso esto no es la peor de las
metonimias? Nombrar una causa por sus efectos o inventar una causa cuando lo que existe es puro efecto o nombrar un gestor por lo que gestiona o
agencia, etc. ¿No es esto lo suficiente para temer que el cuerpo lejos de ser
una unidad originaria de la percepción es, más bien, un haz de percepciones y nombres que llamamos cuerpo? En otros términos, el cuerpo jamás es
presencia sin mediación y nos conviene preguntarnos por la fuerza de pronunciamiento de estas mediaciones.
El sentido común nos aconseja o persuade respecto a que el cuerpo es
una unidad: un lugar y un tiempo, una duración con identidad propia.
Convendrá más bien anteponer la idea de un cuerpo que es más bien la
ocasión (momento kairológico) del cruce entre tensiones de la significación:
individuo/colectividad, masculino/femenino, viejo/joven, etc. O en movimiento/en reposo, obediente/desobediente, etc. En este último sentido diremos más allá del sentido común que los cuerpos accionan y resuenan en
otras acciones (se repiten), son, pues, la ocasión (espacio-temporal-histórica) de transacciones. Acciones que atraviesan las fronteras entre unidades
perceptivas o de sentido, unidades normalizadoras, simbolizadas como el
4
El sentido común es un producto histórico-social complejo de fuerzas varias y del
trabajo soterrado de varias instituciones: familia, pedagogías diversas, prácticas y teóricas, la moral, etc.
7
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cuerpo y teoría
cuerpo femenino mediante la religión, las prácticas matrimoniales, la moral, y hoy afortunadamente, también por las políticas críticas, desobedientes y en resistencia.
Para terminar, diremos que no hay nunca presencia sin mediación, ni
siquiera presencia a sí mismos, de los cuerpos, sin mediación. Esta mediación, ya sea política, sexual, social, colectiva, religiosa, mediática o cualquier otra que la época contemporánea nos impone, precisa del auxilio de la
lengua para interpelar a esos cuerpos que decimos ser. En este sentido, el
cuerpo en el que deseemos habitar, es decir construirnos de otra manera que
en la obediencia, deberá primero ejercitarse en un decir emancipador de sí
que con seguridad deberá empezar, como este ensayo, contando las maneras •
cuerpo y
deporte •
10
cuerpo y deporte
Hortensia Moreno
Mi última pelea
Hortensia Moreno
La infancia es un país inhóspito al que todos llegamos indocumentados.
Hay que someterse a leyes crueles. Hay que aprender el idioma y una serie
de costumbres, a cual más extraña. Hay que hacerse a los sabores de una
comida nueva —aprender, de hecho, a comer—, integrarse al lugar, volverse
uno con el horizonte de ese exilio que algunos nunca superan. Cuando al
fin la extrañeza se ha logrado naturalizar, el país se abandona por otro
igualmente hostil, aunque tal vez ahora la extranjería ha dejado de tomarnos por sorpresa para convertirse en la única manera factible de atravesar la
adolescencia, la juventud, la vida adulta, la vejez. Sólo la infancia está íntegramente desnaturalizada, es toda ajena; sólo en la infancia somos incurablemente forasteros.
La hostilidad del ambiente puede pasar inadvertida o ser más o menos
tolerable; puede ser, por el contrario, abierta y destructora; o puede ser insidiosa, corrosiva, lenta, inesperada. Su único carácter permanente es la certeza que vive el forastero de que le ocurre; la hostilidad es inequívoca en ese
aspecto: sin saber gran cosa, sabemos que es hostilidad. La respuesta a la
hostilidad presenta todo tipo de matices; implica un amplio número de posibilidades: desde la pasividad pura hasta la franca rebelión; desde la espontaneidad ciega del reflejo hasta la más refinada estrategia de contención;
aunque muchas veces nos quedamos a medio camino entre la animalidad
irreflexiva y el cálculo puntual; entre la reacción automática y el aplazamiento del impulso. En esas coordenadas vamos constituyéndonos personas.
O al menos ese es mi recuento.
En ese primer aterrizaje en el planeta, llegué a una familia. La ley más
cruel que se aprende en una familia como la mía es la ley del más fuerte.
Dentro del más sano ambiente ilustrado. La ley del más fuerte es incompatible con nuestra educación. Hay una insistencia en la aplicación de solucio-
11
12
cuerpo y deporte
nes civilizadas. El impulso civilizatorio es el principio fundamental de una
familia como la mía. Sin embargo, de manera más o menos soterrada, más o
menos vergonzante, la ley del más fuerte determina el flujo de las transacciones elementales de la lógica familiar. Es una ley muda y tiene mayor
vigencia en la medida en que no se nombra.
La justicia parental trata de aplicarse en riguroso acatamiento de una
ley más humana; pero conforme la racionalidad se ve superada por el desorden infantil, conforme las reglas pensadas y discutidas son insuficientes para
imponer una forma de vida aceptable para la propia idea de civilización que
impera, se recurre —con cierta reserva— a la ley del más fuerte —¿monopolio legítimo de la violencia?— siempre invocando una razón que está por
encima de la dinámica inmediata de las relaciones entre progenitores y progenie. Aquí el más fuerte no es el tirano caprichoso que quiere ver cumplirse
su arbitraria voluntad sin resistencias ni dilaciones, sino el padre preocupado que administra el correctivo a tiempo, la madre aprensiva que se ve
obligada a recurrir al cinturón para imponer esa razón en peligro, ese orden
amenazado, esa disciplina necesaria. La justicia parental se aplica “por
nuestro propio bien” y es bien sabido que esos golpes “le duelen más a
quien los propina que a quien los recibe”.
Pero no es de esta ley del más fuerte de la que quiero hablar aquí, aunque
quizá sea el modelo a partir del cual se establece y se descifra mi concepción
de la fuerza, porque se trata de una fuerza corporal, física, material, objetivada.
El progenitor que golpea a la criatura es inconmensurable e indiscutiblemente más grande, más fuerte, más rápido que su víctima. No hay posibilidad de
hacerle frente. No hay condiciones de igualdad, sino desequilibrio evidente.
En el momento en que el desequilibrio empieza a desaparecer, cuando la
criatura crece y se acerca a la estatura del padre, cuando lo alcanza o inclusive lo supera en tamaño y en fuerza, o bien ha logrado el padre establecer una
supremacía moral —fundada, a partes más o menos iguales, entre la ley del
más fuerte y la fuerza de la razón— que le garantizará la obediencia y la
sumisión de la persona más joven —e incluso la aceptación de nuevos golpes,
ya no basada en la ley del más fuerte, sino en el respeto debido a nuestros
mayores—, deberá renunciar a su imperio porque, precisamente, el sometimiento a la ley del más fuerte no reconoce principio de autoridad: manda el
que vence por esa vía corporal, física, material, que casi no requiere de expedientes retóricos.
La ley del más fuerte a la que me refiero en este espacio es la que organiza otras relaciones familiares: las que se establecen entre hermanos y her-
Hortensia Moreno
manas. Como integrantes subsidiarios de la manada, hermanos y hermanas
acatan la ley del más fuerte y se doblegan ante la fuerza indiscutible de la
justicia parental. Pero eso no significa que se mantengan al margen de todo
uso de la fuerza ni que renuncien al ejercicio de su propio poder corporal,
quizá siempre puesto a prueba, vacilante, en la búsqueda de un posicionamiento particular que implica necesariamente la imposición de una jerarquía también subsidiaria, frágil, inestable, competida.
El tamaño comparativo de los cuerpos infantiles y sus diferentes aptitudes van modulando estos tanteos. La infancia es un país de recursos disputados. Se disputa el lugar, la comida, el juguete, el afecto. Se disputa la
mirada materna, el punto en el partido, la atención del grupo, el reconocimiento. La fuerza bruta es un procedimiento eficiente. Aunque combatida
por todos los medios educativos —incluida la fuerza misma—, su eficiencia
rinde frutos tales que no hay manera de erradicarla. Es mucho más fácil
ignorar que está ahí permeando, sedimentando, impregnando las relaciones entre las criaturas.
En mi familia, el rango de hermanos y hermanas se determinaba con
dos criterios relativamente concomitantes: por una parte, iba del mayor a la
menor en una especie de sistema heredado que respetaba la antigüedad
como elemento de mando, sin discutir la interesante casualidad que había
ordenado nuestras llegadas al mundo en dos etapas: primero dos niños y
luego dos niñas. Sin que se hiciera explícito más que en momentos cruciales,
este ordenamiento significaba también la superioridad de un sexo sobre el
otro; pero el accidente de que nuestras edades coincidieran con aquella
jerarquía elemental hizo un poco más difícil para las más jóvenes la mera
posibilidad de disputar el terreno por la vía de la razón: en mi universo, los
hermanos mayores mandan por ser mayores. Que los mayores sean además
varones parece tan sólo un detalle circunstancial que poco a poco habrá de
declararse sustantivo.
En la otra parte estaba el uso de la fuerza. Lo cual quiere decir, tal vez,
que el emplazamiento de los mayores no era fijo por necesidad. Ciertamente,
había una pugna entre ellos. El más fuerte reducía al otro. Durante los primeros años de nuestra infancia, el más fuerte era el mayor —en esa objetividad biológica que incrementa el tamaño con la edad—, pero conforme el
segundo fue creciendo y fortaleciéndose —en un proceso que empezó a
manifestarse muy pronto: el segundo de mis hermanos provocó una querella entre madres en el kínder, cuando tuvo a bien hacerle sangrar de un
golpe la nariz a un condiscípulo—, conforme las diferencias físicas en ta-
13
14
cuerpo y deporte
maño y fuerza entre los dos hermanos fueron disminuyendo, aquella reducción resultaba cada vez más difícil, hasta que quedó en una especie de tablas siempre tensas, siempre al borde del enfrentamiento.
Desde luego, la posición de las hermanas era inferior en todos los sentidos: menores, pequeñas, débiles, mujeres. El proceso civilizatorio regía las
principales transacciones, en particular si estaban atestiguadas por personas adultas. Desde muy temprano en la vida se empieza a oír en el mundo
humano la exigencia moral de proteger a los desvalidos, no aprovecharse
de los inferiores, no abusar de los débiles. Quizá cada persona repite en su
biografía la trayectoria de lo humano en ese particular desarrollo: la imposición de imperativos morales sobre las inclinaciones espontáneas. Lo cierto
es que las criaturas son amorales. En un mundo sin moral prevalece la ley
del más fuerte.
No era sino ausentarse un minuto la autoridad adulta cuando ese ordenamiento volvía a sentar sus reales y el proceso civilizatorio quedaba soslayado por las exigencias del instante.
El uso de la fuerza se ejercía por motivos prácticos, pero también sin
motivo aparente. Por un lado, performativizaba instancias de comunicación
para subrayar o sustituir frases tales como: “dámelo”, “quítate”, “cállate”.
Pero por el otro, ocurría de manera gratuita, sin que mediara la pugna por el
dulce o el sillón. Décadas después interpreto esa gratuidad como un continuo entrenamiento de los cuerpos: quizás el que ejerce el uso de la fuerza se
adiestra en su supremacía, en su capacidad de dominio, en su eficacia como
agresor. La fuerza exige una demostración tenaz de su existencia, porque no
existe como mera posibilidad, sólo existe como acción; sólo hay fuerza donde se ejerce la fuerza. Se alimenta en su propia estructuración física. Si no
está en despliegue permanente, se desvanece en la ilusión de sí misma.
O no lo sé, no acabo de entenderlo. No sé por qué era necesario el uso
constante de la fuerza. La fuerza ejercida sobre quienes no teníamos el uso de
la fuerza: mi hermana y yo. Tal vez era una cadena de poder que se derramaba desde la autoridad del patriarca hasta el último confín de la familia
en un sistema como de vasos capilares. No importa. En todo caso, la fuerza
estaba ahí y se aplicaba de arriba hacia abajo: del más fuerte a la más débil, en
cuanto había oportunidad.
Los cuerpos infantiles de mis hermanos rezumaban la energía incontenible que sólo ocurre en esa temporada vital: un ir y venir, correr, brincar,
hacer ruido. Un no estarse quietos, una incesante ebullición. Siempre en
competencia, siempre en confrontación. A ver quién llegaba antes, quién
Hortensia Moreno
gritaba más fuerte, quién saltaba más alto, quién pegaba más duro. La ley
del más fuerte no es un juego de reglas fijas ni un posicionamiento honorable, pero requiere de la participación de quien pierde. El cuerpo que es vencido, el cuerpo obstinadamente superado, derrotado, ese cuerpo llamado a
demostrar la hegemonía del ganador, quizá también ese cuerpo está sometido a un entrenamiento. El entrenamiento en la ley del más fuerte. El de
aguantar el golpe. Esquivarlo. Evitarlo. Sufrirlo.
En el lugar de quien pierde se cocinan estrategias limitadas de resistencia. La primera —quizá la más obvia— es recurrir a la autoridad. Apelar al
proceso civilizatorio. Acogerse al orden moral que reprueba el uso y el abuso de la fuerza. Aunque demasiado a menudo fuera necesaria la fuerza para
imponer la armonía superior de lo humano sobre la anarquía infantil. El
mandato rector de la figura parental, sustentado en la amenaza implícita:
“si no te estás quieto por las buenas, te voy a zumbar”. La vigilancia adulta
no puede ser tan persistente como la efervescencia infantil. Cada vez que me
encontraba a solas con el mayor de mis hermanos, empezaba yo a pedir
auxilio. Aullaba: “¡mamá!” antes aun de que él me hubiera tocado. Trataba
de detener el ejercicio de la fuerza antes de que comenzara. Los resultados
de esta estrategia son provisionales; pero además, se gastan pronto: los
adultos se cansan en seguida de escuchar a cada minuto llamadas de auxilio y de pronto reparten por igual gritos y sombrerazos sin distinguir entre
agresor y agredida. Una segunda maniobra —igualmente precaria— es la
huida.
Y de pronto me encuentro sin más estrategias, porque la vía de la palabra y el convencimiento estaba excluida —incomprensiblemente para mí en
la perspectiva de varias décadas— de nuestra dinámica fraternal: no había
reflexión ni racionalizaciones. De pronto me encuentro a la merced de la buena —o mala— voluntad de quien tiene la prerrogativa del uso de la fuerza
bruta, no porque la merezca, sino porque se la ha ganado a pulso, la ha ido
trabajando golpe a golpe y me ha dejado sin alternativa: tengo que aguantarme.
La lógica de la ley del más fuerte no es optativa. Ingresas a ella con
dolor. Es inevitable. Habituada a la ley, me llegó el día de posicionarme a mi
vez en la cadena de mando. Un día decidí (y no sé por qué tuve de pronto la
certeza de que había llegado el momento) que debía probar mi propia aptitud para el ejercicio de la fuerza. Debía ganar mi puesto, legitimar mi propia
hegemonía subsidiaria dentro de lo subsidiario, último eslabón de la serie.
Yo era la penúltima. Nunca me había enfrentado en esa medición inexora-
15
16
cuerpo y deporte
ble de la fuerza donde dos cuerpos se comparan en el terreno de la materialidad mecánica de brazos y piernas, puños, codos, rodillas, cabeza y pies.
Hasta entonces, era obvio —y no sé por qué era obvio— que mis dos hermanos eran físicamente superiores. Ellos descargaban el golpe sobre mí, y yo
respondía en la huida o en la petición de auxilio, pero nunca devolvía el
golpe. Me sabía en desventaja. No había nada qué hacer.
Pero mi hermana es tres años y tres meses menor que yo. Mi hermana y
yo estábamos en el nivel más bajo de la pirámide que organizaba el universo
de mi familia. Un día yo tuve que ganarme mi puesto en el penúltimo escalón: era necesario demostrar que, en una lucha cuerpo a cuerpo, yo podía
someter a mi hermana.
Una pelea es un ritual de combate. La infancia es combate. Las criaturas
pelean. Quizá para las autoridades del mundo adulto, las hostilidades infantiles no tienen sentido. Son el alboroto ensordecedor que deben contener,
prohibir, abolir; son el hartazgo al que conduce cada hora y cada día de
convivencia constante con esa tribu salvaje a la que, sin embargo, se le reconoce pertenencia y familiaridad. En cambio, para las criaturas quizás el
combate implica la única manera posible de estar en el mundo. Es inevitable.
En ésa, mi primera y última pelea, fui ignominiosamente derrotada.
Vencida por una criatura mucho menor que yo en edad, pero también de
menor tamaño. Ese día —que recuerdo hoy, casi cinco décadas después, con
claridad inquietante— renuncié para siempre a la lucha y comencé a cultivar el sarcasmo.
Perdí en buena lid. No porque me haya detenido en consideraciones
acerca del abuso que significaba pegarle a una criatura menor que yo, sino
porque no pude con esa criatura: literalmente no pude. No alcanzaría a
describir el desarrollo puntual de la pelea porque no logro recordarlo; sólo
el detalle del forcejeo, la intervención de todo el cuerpo en un esfuerzo infructuoso, la medición de la fuerza y el tamaño de la oposición de aquella
chiquilla; luego, rodar por el suelo y sentir y tener la certeza —una certeza
física, una conciencia de límite— de que no iba a ganarle. Porque mi hermana recurrió a una estrategia vedada para mí por alguna razón incomprensible: la resistencia activa, la devolución del golpe, la respuesta tenaz y
empecinada: “no me voy a dejar”.
El recuerdo de la acción es nebuloso, pero no es nebuloso el recuerdo del
razonamiento que hice en ese momento. Ahí me di cuenta por primera vez
en mi vida de esa diferencia específica entre mi hermana y yo: ella es fuerte.
Hortensia Moreno
Más fuerte que yo. Pero los componentes de esa fuerza no son sólo físicos,
materiales, objetivos, sino algo impalpable: mi hermana no tenía miedo y en
cambio mostraba desde ese entonces una impresionante tolerancia al dolor.
Esa temeridad y esa tolerancia están alimentadas por una pasión mucho
más intensa: la negativa a aceptar la ley del más fuerte. Y esa pasión —esa
fuerza que es más fuerte que cualquier determinación pensada— la ha acompañado toda su vida sin que medie una decisión descifrable. No eligió ser
fuerte. Como quizá yo tampoco elegí ser sarcástica.
Nuestros destinos paralelos están marcados desde entonces por mi resolución de sacarle la vuelta a la pelea, mientras que ella se entrega a la
lucha sin consideraciones, no por elección, sino porque la vida la empuja a
ese despliegue sin consultarla. Mi hermana jamás aceptó los golpes de mis
hermanos, siempre contestó con más golpes en un círculo vicioso donde les
ganaba por cansancio. Y, sin embargo, tengo la certeza de que para ella la
pelea es igual de abominable que para mí: no es una pleitista profesional ni
utiliza —como lo hicieron los dos mayores durante toda nuestra infancia—
su fuerza como mecanismo de control, de coacción, de dominio, de sometimiento. Quizá para ella sea sólo una estrategia defensiva, y a veces una
herramienta de trabajo; aunque también, con alguna frecuencia, un arrebato
que la posee y la desborda.
Conforme el recurso a los golpes y la pelea se fueron rarificando en
nuestra vida, conforme el impulso civilizatorio rindió sus frutos y nos convertimos en personas confiables, educadas, predecibles, mi hermana siguió
cultivando el cuerpo de una manera a la que yo nunca aspiré siquiera: primero se volvió atleta y más adelante, cuando abandonó la disciplina de la
natación, siguió expresando —hasta la fecha— su vocación definitivamente corporal de una manera admirable.
Mi hermana carga cosas pesadas, cambia llantas, abre frascos, pone
taquetes en el concreto, aprieta tornillos, serrucha tablas, en fin, hace todas
esas cosas que las mujeres acostumbran solicitar de los hombres como una
gracia concedida desde la magnanimidad del más fuerte. No creo haber
escuchado a mi hermana decir la frase “no puedo” más que en muy contadas ocasiones. Una vez le arrebataron la bolsa de mano en la calle; su reacción inmediata fue persiguir al asaltante hasta que lo alcanzó y recobró su
bolsa a la fuerza. Más tarde, una vez asimilada la adrenalina, lloraba angustiada: “¿Por qué lo hice? ¡Me hubieran podido acuchillar! ¡Nada más
traía diez pesos! ¡Además, esa bolsa ni me gusta!”
17
18
cuerpo y deporte
El deporte como coto masculino
Alrededor de estos ejes —la justicia parental, la supremacía de los varones
y la resistencia de la más débil— se constituye mi imaginario de la fuerza
bruta. De la fuerza física, corpórea, activa y agresiva: esa dimensión de la
persona que cierto feminismo identifica de manera un tanto fácil con la
violencia en una concepción utópica donde se postula, con cierta ingenuidad maniqueísta,1 un mundo completamente pacificado, casi inerte, como
el ideal hacia el cual habría de tender el impulso civilizatorio. Permeado por
los pacifismos, por Ghandi y Martin Luther King, mi imaginario, sin embargo, reclama la potencia justiciera de Don Quijote —incluso en sus versiones
más espurias, como la de Harry el sucio y Duro de matar—, pero sobre todo se
pregunta por el posicionamiento de las mujeres como seres frágiles, pasivos
y débiles por definición.
Para explorar esta figura, me parece que los deportes son un espacio de
investigación privilegiado. Se trata, en primer lugar, de un campo cultural
de origen reciente (siglos XIX y XX), relativamente autónomo, con fronteras
muy claramente definidas y con un énfasis casi exclusivo en la fuerza corporal.2 En segundo lugar, las mujeres han estado excluidas en forma explícita —y activamente argumentada— de prácticamente todas las disciplinas
deportivas; su ingreso en este mundo se ha ido dando de manera gradual, y
al mismo tiempo ha generado un acervo discursivo donde se puede rastrear
el significado de la feminidad en un estrecho vínculo con la concepción que
la modernidad va devanando sobre el cuerpo. Finalmente, puede establecerse un claro paralelismo entre las interpretaciones culturales del campo
deportivo —en el sentido que Bourdieu le atribuye a este término— y los
esfuerzos por entender la naturaleza de la agresión humana.
1
Donde a menudo se opone la triada del mal, la masculinidad y la brutalidad a la triada
del bien, la feminidad y la contención.
2
Véase Bourdieu 1978.
Hortensia Moreno
Cuadro 1. Participación de las mujeres en los juegos olímpicos
Año
Países Total atletas
Hombres
Mujeres
%
H/M
1896
13
241
241
0
0
1900
24
1225
1206
19
1.55
63.50
1904
13
686
678
8
1.16
84.70
1908
22
2035
1999
36
1.76
55.50
1912
28
2547
2490
57
2.23
43.68
1920
29
2669
2591
78
2.92
33.20
1924
44
3092
2956
136
4.39
21.73
1928
46
3014
2724
290
9.62
9.39
1932
37
1408
1281
127
9.01
10.08
1936
49
4066
3738
328
8.06
11.39
1948
59
4099
3714
385
9.39
9.64
1952
69
925
4407
518
10.51
8.50
1956
67
3184
2813
371
11.65
7.50
1960
83
5348
4738
610
11.40
7.76
1964
93
5140
4457
683
13.28
6.50
1968
112
5530
4750
780
14.10
6.08
1972
121
7123
6065
1058
14.85
5.73
1976
92
6028
4781
1247
20.68
3.83
1980
80
5217
4093
1123
21.52
3.64
1984
140
6797
5230
1567
23.05
3.33
1988
159
8465
6279
2186
25.82
2.87
1992
169
9367
6659
2708
28.91
2.45
1996
197
10318
6806
3512
34.03
1.93
2000
199
10651
6582
4069
38.20
1.60
2004
201
10625
6296
4329
40.74
1.45
FUENTE: Elaboración propia con datos de <http://www.olympic.org/uk/games/
past/ index_uk.asp?OLGT=1&OLGY=2004>.
19
20
cuerpo y deporte
Una de las primeras pistas que plantea el acervo discursivo sobre género y deporte tiene que ver con la necesidad histórica de crear un coto de
exclusividad. En oposición a esta idea, el sentido común sostendría una
serie de razonamientos donde se plantea la actividad deportiva como un
ámbito de acción social al cual las mujeres no pertenecen por esencia. Esta
ajenidad inmanente aparecería como un hecho a priori, una condición definitoria en razón del carácter de las actividades deportivas en sí mismas, e
implicaría que la feminidad —es decir, la naturaleza esencial de las mujeres— es incompatible con el ejercicio físico vigoroso;3 en esa medida, las
mujeres ni siquiera tendrían que estar interesadas en el deporte: se autoexcluirían “de manera natural” de cualquier participación en el campo.
No obstante, como lo han mostrado los y las historiadoras del deporte
femenil,4 desde sus orígenes más remotos, muchas mujeres han desarrollado toda suerte de prácticas relacionadas con lo que en la actualidad consideramos como deporte, lo cual sugiere que las objeciones en contra de su
intervención en esas actividades propenden contra una presencia activa y
pertinaz: hay mujeres que se interesan por el campo deportivo en todos los
momentos de su constitución. Por lo tanto, la configuración formal de ese
campo necesita excluir a las mujeres. Una rápida revisión histórica nos permite vislumbrar ese proceso de expulsión: la estructuración de los deportes
como formas culturales modernas —o sea, la deportivización— requiere la
prohibición al “sexo débil” de todo acceso a este campo de acción.
Recurro aquí a la idea de “deportivización” en el sentido que la usa
Elias (1995) para aludir al proceso histórico a partir del cual se constituye
un juego, una competencia o una actividad física dada en una disciplina
deportiva tal y como la concebimos en el momento actual, es decir, se trata
de formaciones culturales modernas, determinadas por el espacio urbano,
configuradas como espectáculo comercial, sometidas a regulaciones formales, y sancionadas por instituciones públicas y privadas.5
3
Véase Hargreaves 1997.
Para una historia de las mujeres en el deporte véase, entre otros: Hargreaves 1994;
Guttman 1991; Cahn 1994; Smith 1998.
5
Bourdieu (1978: 823) habla del establecimiento de un sistema educativo reservado
para las élites de la sociedad burguesa en Inglaterra, donde los hijos de los aristócratas
y de las familias de la alta burguesía adoptaron juegos populares y cambiaron su
significado y función.
4
Hortensia Moreno
Uno de los aspectos más importantes de la deportivización de cualquier
práctica es su reglamentación —que termina por volverse mundial en el
curso del siglo XX— y su estandarización; ambas normalizaciones permiten
la competencia formal entre atletas procedentes de muy diferentes medios
sociales o geográficos, y el registro de los resultados en documentos reconocidos por todas las partes. El aspecto que quizá se le escapa a Elias es que
esa reglamentación implica la prohibición de su práctica a las mujeres.
Desde el inicio de este proceso (que se desarrolla, dependiendo de cada
deporte, entre finales del siglo XIX y principios del XX) y de forma paralela,
se difunden discursos y se echan a andar mecanismos para impedir la
entrada de las mujeres en la estructuración de su funcionamiento. Los discursos en cuestión se elaboran con base en diversos tipos de argumentos;
algunos giran alrededor del tema de la diferencia biológica (en general, para
subrayar la “inferioridad natural” de las mujeres). Otros niegan que el cuerpo femenino sea un fin en sí mismo; en esta lógica, se trata de un medio para
un fin superior —i.e.: la reproducción de la especie— que debe estar por
encima del egoísmo individual de cada mujer.6 Un tercer tipo de argumento
utiliza el tema del decoro: el deporte es una actividad pública, un espectáculo donde se exhibe el cuerpo, y la presencia de las mujeres “sobresexualiza”
el escenario. Según este argumento, ninguna mujer “decente” estaría dispuesta a aparecer con el vestuario propio del deporte ante extraños.7
Se trata, en los tres casos, de racionalizaciones que pretenden disfrazar
la necesidad de cercar el coto deportivo como privilegio masculino. En ese
contexto, el sentido de coto8 se crea en la oposición abierto/cerrado; sólo
hace falta defender aquello que se ve amenazado por una invasión. Si el
territorio fuese inaccesible o si tuviera un valor indiferente, no tendría sentido prohibirlo. El deporte se acota porque nace vinculado a los significados
de la masculinidad y tiene la misión de representarlos y mantenerlos.9
6
Dicho problema lleva a la profesión médica a inventar teorías sobre la masculinización
de las mujeres (i.e. su incapacidad para parir y criar) si se dedican a actividades “impropias de su sexo”.
7 Una reflexión detallada sobre tales objeciones se puede encontrar en Hargreaves 1994.
8
Según Martín Alonso (del latín cautus, defendido), significa prohibición; terreno acotado; término, límite (Enciclopedia del idioma, Madrid, Aguilar, 1947).
9
Bourdieu (1987: 824) dice que “el deporte está concebido como un entrenamiento en el
valor y la hombría que ‘forman el carácter’ e inculcan la ‘voluntad de ganar’ que es la
marca del verdadero líder”.
21
22
cuerpo y deporte
De entrada podemos afirmar que todos los deportes están, de origen,
generizados,10 y se delimitan a partir de la afirmación de la masculinidad, la
expulsión de las mujeres y la supresión de todos aquellos valores que puedan relacionarse con lo femenino. Pero además, dado que el campo deportivo está anclado en prácticas y representaciones donde la dimensión corporal
desempeña un papel decisivo, no es aventurado afirmar que está atravesado a lo largo y a lo ancho por todo tipo de marcas de identidad: clase social,
etnia, edad, nacionalidad, orientación sexual y género son elementos constitutivos del imaginario que lo significa y retroalimenta; en esa medida, el
conjunto de significados que configuran dichas marcas ofrece un reflejo
amplificado de las imágenes, las prácticas y los discursos dominantes con
que se construye la racionalidad de nuestras relaciones sociales.
El deporte, como lo conocemos hoy en día,11 tiene alrededor de un siglo
(lo cual no significa que en épocas anteriores la humanidad se haya abstenido del juego, la competencia o la actividad física); un momento fundacional
de la deportivización es la organización de los juegos olímpicos de la edad
moderna:
En 1912, Pierre de Coubertin, fundador de los modernos juegos olímpicos (de los
cuales las mujeres estaban originalmente excluidas), declaró que “el deporte femenino es completamente contranatura” [...] Los oficiales olímpicos se apresuraron a certificar la feminidad de las pocas mujeres a quienes habían dejado
participar, porque el mero hecho de que estuvieran dispuestas a competir parecía
implicar que podían no ser mujeres verdaderas (Fausto-Sterling 2000: 2-3).
Una perspectiva iluminadora sobre el tema la aporta Dunning; según
su análisis, el deporte es “uno de los principales cotos masculinos y por
ende de importancia potencial para el funcionamiento de las estructuras
patriarcales” (1995: 324). Desde una perspectiva más amplia, la interpretación de Elias y Dunning sobre el proceso civilizatorio propone la existencia
de espacios —como los deportes— donde se puede experimentar catárticamente la violencia y la agresividad de manera digerible: “enclaves donde se
permite la expresión socialmente aceptable, ritualizada y más o menos controlada, de la violencia física” (Dunning 1995: 327). Estos autores reconocen el enlace que existe entre deporte, violencia y masculinidad. Por ejemplo,
sobre el rugby, Dunning afirma:
10
Las ideologías médicas dominantes legitimaron esta exclusión sobre la base de las
“limitaciones físicas innatas de las mujeres” (véase Hargreaves 1997: 37-38).
11
Urbano, espectacular, reglamentado, institucionalizado, público.
Hortensia Moreno
no es descabellado suponer que las mujeres de estos niveles de la sociedad [se
refiere a las de clases media y media alta que participaron en movimientos
sufragistas] estuvieran convirtiéndose entonces cada vez más en una amenaza
para los hombres y que algunos de estos respondieran a este desafío convirtiendo
el rugby [...] en un coto privado masculino en el que poder reforzar su masculinidad amenazada y, al mismo tiempo, escarnecer, vilipendiar y cosificar a las mujeres (Dunning 1986: 332).
En este punto, coincido con Hargreaves en que, en su recuento del
“proceso civilizatorio”, Elias y Dunning olvidan la extensión y la variedad de actos violentos —¿aceptables socialmente?— perpetrados en contra de las mujeres en ámbitos que no son ni catárticos ni rituales ni
controlados. No obstante, me parece que Dunning da en el clavo cuando
relaciona el naciente feminismo con el momento en que empieza a hacerse
pública una justificación del monopolio deportivo que se construye alrededor de la definición de la masculinidad. El argumento responde a una preocupación recurrente de la modernidad: la feminización de la vida social.
Para el momento histórico que nos ocupa —la época en que tuvo lugar el
proceso de “deportivización”, o la aparición del campo deportivo como esfera autónoma de la vida social, i.e. finales del siglo XIX y principios del XX—
Michael S. Kimmel (1987) caracteriza, en un esclarecedor artículo, la “crisis
de la masculinidad” como un factor derivado de la renegociación de los papeles de género a que dio lugar el surgimiento del feminismo. Según este autor,
las mujeres se involucraron en arenas que tocaban directamente las vidas
de los varones cuando se acogieron a las reformas legales que les permitieron
gestionar sus propios negocios, conservar sus ingresos separados y retener la
propiedad de sus bienes sin la tutela de sus maridos (Kimmel 1987: 264).
Al mismo tiempo, su derecho a trabajar en profesiones liberales, el creciente empleo en el sector industrial, la alfabetización de sectores cada vez
más amplios de mujeres y la aparición de universidades femeninas, sumados a la feminización del magisterio y al aplazamiento en la edad del matrimonio, “dieron lugar a la Nueva Mujer. Soltera, educada y económicamente
autónoma” (Kimmel 1987: 265). Todos estos cambios estructurales transformaron las relaciones de género y obligaron a hombres y mujeres a redefinir
los significados de la masculinidad y la feminidad. Tal redefinición dio
lugar a un nutrido conjunto de discursos procedentes de fuentes muy diversas (entre otros, la religión, la profesión médica y el periodismo) donde se
debatía el balance de poder entre los sexos.
Algunos textos sostuvieron que, si la masculinidad estaba en crisis, era por culpa
de las mujeres, y que la solución a la crisis era el regreso a la subordinación de las
23
24
cuerpo y deporte
mujeres. Una fuerte corriente misógina corre a través de cantidad de manuales
religiososos, tratados médicos y panfletos políticos de finales del siglo XIX. Quienes se oponían a la igualdad económica, política y social entre hombres y mujeres
casi siempre recurrían a argumentos sobre el supuesto orden natural de las cosas
para oponerse a esas tendencias sociales (Kimmel 1987: 266).
De esta inquietud social procede un movimiento masculinista temprano, que se resistía a la feminización de la vida social —i.e.: al creciente
poderío de las mujeres— como un proceso cultural, aunque no se oponía al
avance de las mujeres como grupo o como individuos.
Mientras que los textos antifeministas buscaban devolver a las mujeres a la esfera
privada, el discurso masculinista estaba preocupado por el dominio de las mujeres en la esfera privada, y buscaba desplazarlas en el hogar creando agencias de
socialización diferencialmente masculinas […] la separación entre niños y niñas se
convirtió entonces en “una especie de manía” (Kimmel 1987: 269).
Las preocupaciones masculinistas dieron lugar a una serie de medidas para “alejar a los niños de las madres” con el fin de que aprendieran
e interiorizaran los valores de la masculinidad lejos del ambiente femenino. Uno de sus resultados, sumamente iluminador, es la fundación, en 1910,
de la organización de los Boy Scouts. El fundamento ideológico de este grupo utiliza la idea de una masculinidad que se pone a prueba ante la naturaleza y ante los otros varones. Al retirar a los niños de las restricciones
culturales del hogar, la escuela y la iglesia, se les estaba alejando del ambiente urbano y de las malas influencias que sobre ellos ejercían las mujeres.
La salida al campo garantizaba un ambiente de “vitalidad disciplinada”
donde habrían de convertirse en “hombres verdaderos” (Kimmel 1987: 271)
B. C. Postow (1982) hace un examen de la forma en que la necesidad de
mantener el deporte como un coto exclusivo de los varones se transforma, en
el curso del siglo xx, en la institucionalización de ciertos deportes como
“masculinos”: el creciente ingreso de las mujeres al campo deportivo obliga
a una redefinición de límites. Los razonamientos que se esgrimen para defender estas fronteras tienen que ver de nueva cuenta con nociones esencialistas de la oposición femenino/masculino. Las caracterizaciones con que
se explica la exclusión de las mujeres de ciertos deportes expresan visiones
correlativas de su diferencia con los hombres; sin embargo, un análisis fino
lleva a esta autora a reconocer una instancia de la definición de “deporte
masculino” que es tautológica (véase el cuadro 2).
Hortensia Moreno
Cuadro 2. Características del “deporte masculino”
A
B
C
D
Desarrollan expresiones físicas de agresión, poder y efectividad
que se consideran propiamente masculinas (es decir, se caracterizan en términos de la conducta requerida por las reglas del juego a
los participantes).
Desarrollan una imagen de la masculinidad (rasgos que tienen
que ver con la actitud): “agresividad, espíritu competitivo, resistencia y disciplina”, todo ello en función del triunfo o el establecimiento de récords, con frecuencia en el contexto de un equipo.
Se utilizan como vehículos de identificación genérica masculina
(para reforzar un sentimiento de identidad y solidaridad de los
varones en oposición a las mujeres).
La definición de excelencia atlética se da en términos del desarrollo de capacidades en que los varones tienen una considerable
ventaja estadística sobre las mujeres a causa de factores biológicos .
FUENTE: Elaboración propia a partir de B. C. Postow 1982.
En tres acepciones (A, B y D), las características de la actividad física
tienen que ver con conductas, actitudes o factores biológicos considerados innatos —aunque, paradójicamente, requieran un cultivo especializado— cuya
expresión se opone a los valores de suavidad, pasividad, fragilidad, debilidad y ternura de las mujeres.
En estas definiciones, los deportes “masculinos” están reservados a los
varones porque las mujeres no pueden, no quieren o no deben practicarlos;
ellas carecen de poder, agresividad y eficacia corporal (A). Para las mujeres
es imposible desarrollar un espíritu competitivo, están negadas para la resistencia y la disciplina —por no hablar de su incapacidad para el trabajo
en equipo—, además de que les es indiferente perder o ganar (B). Finalmente, las mujeres son más pequeñas y menos musculosas: hay factores biológicos que impiden su dedicación a estas actividades (D).
Sólo en una acepción (C) el deporte masculino se define a partir de su
función social de constituir la masculinidad en un espacio de identificación
genérica; esta es la única instancia del cuadro que no es inmanentista. En
este renglón se recupera la necesidad de crear un espacio exclusivo para
varones —fuertemente amurallado material, espiritual e ideológicamente—
donde se cultiven y preserven los valores puros de la masculinidad.
25
26
cuerpo y deporte
Quizá por todos estos motivos sea tan larga y tan complicada la pelea
que las mujeres libran y siguen librando para superar la barrera de la prohibición. En pleno siglo XXI, el campo deportivo sigue siendo mayoritariamente masculino (en los juegos olímpicos de verano de 2004, en Atenas, la
participación de las mujeres —la más alta en la historia moderna de estas
competencias— apenas llegó a 40%). No obstante, la presencia de las mujeres va en aumento. De manera gradual, las mujeres (así, en abstracto) han
ido “conquistando” el territorio deportivo, sin que deje de existir el principio de exclusión que las confina a otros lugares sociales. Para lograrlo, han
ingresado primero a las actividades menos cargadas simbólicamente —es
decir, aquellas donde no se juegan de manera decisiva en un momento dado
los significados de la masculinidad—muchas veces, mediante la ampliación cultural de los sentidos de la feminidad.
La disputa por el boxeo
Dentro del conjunto de los deportes, existe la lista maldita de los deportes
violentos, los deportes de combate, los deportes de contacto. Aunque hay
una lectura que pretende integrar este grupo de disciplinas dentro del proceso civilizatorio12 —como un ámbito donde la violencia se somete a reglas
de contención y sirve al mismo tiempo como una especie de válvula de
escape—, para ciertos medios se trata de actividades de muy dudoso valor
social. Hay una discusión en curso sobre su legitimidad e incluso tentativas
recurrentes de abolir su ejercicio. La polémica se agudiza cuando entra a la
discusión el boxeo. Si se pone en duda la práctica del boxeo para los varones, el ingreso de las mujeres a este territorio es mucho más controvertido.
No obstante, el conjunto de los deportes más importantes (desde el punto
de vista comercial, publicitario, espectacular) es precisamente el de los llamados “deportes de contacto” o “de combate” —futbol soccer, futbol americano,
beisbol, basketbol— de donde las mujeres siguen siendo sistemáticamente
excluidas. Es ahí donde se juegan los valores de la masculinidad, pero sobre
todo, los significados de la diferencia sexual, es decir, la necesidad simbólica
de que las mujeres permanezcan, como colectivo, en otro lugar.
Hay un acuerdo cultural implícito que unifica las posiciones de cierto
feminismo con algunas posturas misóginas segregacionistas. Parte de la
12
Elías y Dunning 1995.
Hortensia Moreno
idea de que la feminidad garantiza una esfera superior de lo humano13 donde no hay cabida para expresión alguna de la agresividad “natural” (¿animal?) que determina la conducta masculina por lo menos en parte. Las mujeres
son ajenas a la fuerza física porque son mejores que los varones: son moralmente superiores. De ahí las extrañas coincidencias que se pueden encontrar
entre las objeciones feministas y las objeciones antifeministas a la participación de las mujeres en los deportes de contacto.
Quizá por eso tenga una virtud esclarecedora la descripción de la arena
social del boxeo como un conjunto de escenarios donde se viven, se actúan
(performance) y se producen la corporeidad y la subjetividad; quizá si se
aborda como un “texto” para ser leído en sus diferentes dimensiones, nos
ofrezca claves para comprender el binario femenino/masculino y las relaciones de oposición, configuración y límite que se establecen en su interior.
La arena social del boxeo es un espacio múltiple y complejo que contiene una amplia diversidad de componentes, entre sujetos sociales, recursos
materiales, normas de funcionamiento y recursos simbólicos. Es además un
campo cambiante y dinámico que se redefine y reconstituye constantemente
en función de los intensos movimientos que se llevan a cabo tanto en su
interior —por ejemplo, con el ingreso de nuevos sujetos sociales, la ampliación o estrechamiento de su infraestructura material, o la modificación de
sus reglamentos— como en los ambientes culturales, económicos y sociales
externos.
Para ilustrar la importancia que el estudio del boxeo —femenil y varonil— puede tener para la teoría feminista, pongo como ejemplo los motivos
con que se refuerza la prohibición del boxeo femenil despues de la segunda
guerra mundial: “Se arguyó que los fuertes golpes podían dañar los ovarios,
el útero y los pechos, y por tanto afectar la capacidad de las mujeres para
engendrar y amamantar criaturas” (Hargreaves 1997: 38). Este tipo de racionalidad —por un lado, la política de protección a cuerpos que se definen
como “más débiles”, pero por el otro, la asignación de una tarea “superior”
a los fines individuales de una atleta— seguía vigente hacia la década de
1980 con la exclusión de las mujeres de competencias olímpicas como el
salto triple, el salto con garrocha, el levantamiento de pesas y, por supuesto,
el boxeo; según las autoridades del Comité Olímpico Internacional, el siste-
13
Aunque en sus versiones extremas realiza precisamente la operación intelectual de
disociar la feminidad de lo humano.
27
28
cuerpo y deporte
ma reproductivo de las mujeres era proclive a lesiones causadas por este
tipo de deportes (Hargreaves 1994: 217). No obstante:
Los órganos reproductivos femeninos están firmemente posicionados y bien protegidos dentro de la cavidad corporal y son probablemente menos susceptibles de
ser lesionados que los de los hombres. Ellas, igual que ellos, pueden usar aparatos
protectores para cubrir las partes vulnerables; su potencial para las lesiones es
similar y no mayor que el de los varones. Los argumentos éticos para prohibir la
práctica de deportes peligrosos, como el boxeo, son tan apropiados para los
hombres como lo son para las mujeres; la razón de que sean aplicados sólo a las
mujeres es cultural, no biológica (Idem).
Sarah K. Fields (2005) completa esta reflexión al analizar las objeciones
que se han esgrimido en contra de la práctica del boxeo femenil en el último
cuarto del siglo xx, en Estados Unidos, sobre todo a partir de la legislación
que en 1972 aplicó al campo educativo, en el terreno específico de los deportes, la reforma por los derechos iguales entre los sexos (ERA por sus siglas en
inglés). En la reseña de los casos donde se han presentado demandas por
discriminación con base en el género en contra de organizaciones deportivas dedicadas al boxeo, Fields encuentra que “el estatus de los boxeadores
como atletas nunca ha sido cuestionado, ni se ha cuestionado el hecho de
que el boxeo es un evento atlético” (128), en claro contraste con lo que ocurre
cuando las mujeres pretenden boxear —sobre todo profesionalmente—; este
doble patrón de juicio se refleja en las decisiones de cuerpos jurídicos como
el Athletic Board of Control, el cual sostuvo en 1982 que el boxeo “fue diseñado para los hombres”, como si la actividad de golpearse fuera masculina
“por naturaleza” y las mujeres tuviesen una “naturaleza” diferente a la de
los varones •
Bibliografía
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Cultura Económica, México, pp. 323-342.
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Hortensia Moreno
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Smith, Lissa, 1998, Nike is a goddess: The history of women in sports, Atlantic Monthly
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29
30
cuerpo y deporte
Carisma y masculinidad en el boxeo
Loïc Wacquant
No obstante su título, The Passion of the Pugilist —libro que es una secuela de
Corps et âme. Carnets ethnographiques d’un apprenti boxeur1— inicia con la
siguiente línea: “Este no es un libro sobre boxeo”. En realidad, el libro pretende ser un estudio sobre la constitución de los agentes sociales y sobre
cómo nos convertimos en practicantes capaces, en integrantes hábiles, expertos, implicados y reconocidos de y en un mundo social particular. La
cuestión analítica general con la que (o a través de la cual) trato de abordar
este particular material etnográfico y experiencial es la de la manera en que
producimos competencia social y excelencia social.
En mis intentos tempranos por descifrar el lugar que ocupa el boxeo en
la sociedad y la cultura estadounidenses conforme iba tratando de aprender el oficio al sur de Chicago, venía yo de un medio donde no sabía nada ni
sobre el gueto negro ni sobre el boxeo. Cuando empecé a escribir este estudio
de boxeo como un oficio corporal subproletario, era más sobre el modelo de
una sociología de la pobreza, la (in)movilidad y la cultura afroamericana, y
era esencialmente un simple análisis materialista de cómo las estructuras
sociales de la marginalidad determinan ciertos tipos de aspiraciones y de
conducta. Mis artículos tempranos sobre el tema reflejan eso. Pero entonces,
conforme me fui metiendo más y más en el propio juego, conforme me fui
sumergiendo cada vez más profundamente en el singular universo sensual
y moral anclado, en mi caso, en el gimnasio de boxeo de Chicago donde me
entrené durante más de tres años (tanto que contemplé seriamente renunciar por entero a la vida académica para quedarme ahí), me di cuenta de que
había mucho más de por medio. Entendí que la relación que vincula a los
1
De Corps et âme hay dos ediciones en español, ver bibliografía.
Loïc Wacquant
boxeadores con su negocio no es una restricción material, una imposición
externa, sino una relación extraña y poderosa de pasión, una compleja mezcla de “deseo pecaminoso” y sufrimiento público: un amor torcido, sin duda,
una pasión nacida de la desigualdad de clase, la exclusión racial y la arrogancia masculina, y de las limitaciones que implican, pero una pasión a fin
de cuentas.
Se hizo claro, entonces, que si quería aportar una comprensión antropológica adecuada de ese mundo tal y como los boxeadores lo fabrican y experimentan día con día, tendría que inmiscuirme en esa relación, meterme
dentro de este nexo torcido de amor y sufrimiento, compulsión y deseo, y
tratar de explicarlo. A eso es a lo que me he comprometido. Paradójicamente,
me ha llevado casi desde un extremo —la sociología de la coacción estructural y de la desigualdad material— al otro —una sociología fenomenológica
del deseo y de la autoproducción carnal. Para mi propia sorpresa, el libro
que me ha ayudado más para efectuar ese tránsito y descifrar esa relación es
Las formas elementales de la vida religiosa, de Émile Durkheim. Ciertamente,
cuando me inscribí en el Woodlawn Boys’ Club y pagué mis doce dólares
para obtener mi licencia y mi cuota de diez dólares anuales para el gimnasio, y me “enguanté” por primera vez (pensando realmente que estaba soñando y que eso no me llevaría a ninguna parte dado que nunca en mi vida
había siquiera visto una pelea en vivo), jamás hubiera pensado que terminaría escribiendo sobre esto —y ciertamente no en esos términos— unos cuantos años después. Si me hubieran dicho que un día yo iba a sostener que
Durkheim tiene una conexión estrecha con el boxeo, hubiera pensado que
decir esto es una prueba de que estaba yo mareado por un golpe ¡antes de
haberme siquiera subido al cuadrilátero!
En primer término, quiero reflexionar sobre las dificultades singulares
que implica escribir y pensar con seriedad sobre el deporte —la expresión
“pensar sobre el deporte” tiene una cualidad oximorónica casi palpable.
Todos aquellos que tratan de abordar con seriedad esta área de la vida
social desde un punto de partida académico (ya sea desde un ángulo sociológico, literario o histórico) llegan a los mismos obstinados obstáculos, primero, porque el deporte es un objeto humilde en la vida social. El deporte pertenece
a la esfera del entretenimiento, lo cual significa que se opone al mundo del
trabajo. El mundo del trabajo es serio y por lo tanto es digno de investigación
académica; el mundo del entretenimiento por definición no lo es (aunque
sea uno de los sectores líderes de negocios en la contemporánea economía
de servicios).
31
32
cuerpo y deporte
En segundo lugar, la escritura sobre deportes puede empañarse porque
lidia con el cuerpo y, como decía Nietszche, “todos despreciamos el cuerpo”, particularmente en la academia. Esto es cierto incluso para la reciente
ola —y cuando digo ola quiero decir tsunami— de estudios sociales del
cuerpo que proclaman haberlo traído de vuelta al ruedo. Si sometemos a
escrutinio esta extraordinaria efusión de escritos, en las humanidades pero
también en antropología, sociología e historia, veremos que rara vez se encuentra en ellos cuerpos verdaderos y existentes de carne y hueso: el cuerpo
se ha convertido en otro texto, un conjunto de “efectos discursivos” para ser
leído, y en ese proceso se ha perdido toda su especificidad.
La tercera razón por la que es difícil hacer una buena sociología del
deporte (especialmente del deporte profesional) es que es un mundo poblado principalmente por parias de la sociedad: las clases bajas, los grupos
étnicos subordinados y estigmatizados, aquellos que no son parte de “la
corriente principal”, aquellos que tienen que recurrir a los deportes porque
no pueden recurrir a ninguna otra cosa ni a algo mejor.
Estas tres razones, combinadas, explican en gran medida por qué estudiar el deporte es comprometerse en una empresa de automarginación intelectual. Se tiene que estar preparado para sufrir desprestigio y oscuridad
profesionales si se persevera en este tipo de trabajo. Podría mencionar aquí
la historia del sociólogo que fue invitado por el jefe de su departamento a
pensar en un tema más respetable cuando estaba llevando a cabo un estudio de campo sobre la creación social del “yo glorificado” con el equipo de
basketbol de su propia universidad (estudio que condujo a un hermoso
libro titulado Blackboards and backboards, Adler y Adler 1991). Le dijeron en
términos nada ambiguos que su definitividad estaba amenazada si no lo
hacía. Podría también mencionar la descorazonadora experiencia de uno de
los principales historiadores del deporte y autor de un excelente estudio del
boxeo en la sociedad estadunidense, que también es una historia soberbia
de las relaciones raciales en este país, Beyond the ring (Sammons 1990): su
adscripción a un programa de estudios afroamericanos en una prominente
universidad fue objetada por algunos estudiantes afroamericanos quienes
alegaban que contratar a un historiador que estudia el deporte es contratar
a un historiador de segunda categoría.
Debo confesar que a veces me he preguntado, en medio de la noche:
“¿Por qué te estás haciendo esto?” Parte del impulso —que debo combatir—
para sobreteorizar los materiales que he reunido sobre mi gimnasio de boxeo,
viene de la necesidad de ennoblecer semejante tema. Quizá no me hubiera
Loïc Wacquant
puesto la tarea de escribir este libro (ni me hubiera tardado tanto tiempo en
escribirlo) si no hubiera publicado también un libro de teoría social con
Pierre Bourdieu, el cual me protege de la desaparición en el olvido de la
sociología del deporte (Bourdieu y Wacquant 1992). (Tampoco creo que nadie pueda ser sociólogo de algo). No estoy estableciendo esto como un juicio
de valor personal; sólo estoy reportando un hecho social durkheimiano.
Todavía hay otra razón por la cual el deporte es difícil de capturar, que
es particularmente visible en el caso del boxeo. Es el hecho de que los mundos deportivos son mundos mitificados y que se mitifican a sí mismos interminablemente para hacerse tolerables. El resultado es que el analista queda
atrapado entre dos mitos. De un lado están los mitos nativos que necesitamos desconstruir si vamos a explicar la realidad objetiva y vivida de ese
mundo. En el otro lado descansan los mitos académicos y particularmente
los mitos artísticos que se desarrollaron como resultado de la especial atracción que escritores de todas las raleas sienten por el boxeo.
Desde George Herbert Mead hasta Jean-Paul Sartre, desde Jack London
hasta Norman Mailer, pasando por Carol Joyce Oates, desde los surrealistas
hasta los cineastas de la serie B, académicos y artistas han estado fascinados por el mundo del boxeo (quizás esto es ilustrativo de la ley de la atracción de los contrarios sociales: blanco y negro, femenino y masculino, alto y
bajo). Los retratos artísticos y académicos del boxeo son precisamente eso:
artísticos y académicos. No empiezan a capturar lo que ocurre porque típicamente se sitúan afuera y por encima de la acción. Revelan más sobre el
punto de vista del espectador sobre el oficio que sobre el propio oficio.
Desafortunadamente, cuando pasamos de los mitos nativos y artísticos
a las ciencias sociales, no obtenemos tampoco mucha ayuda porque, históricamente, las ciencias sociales se construyeron a sí mismas a partir de la
revolución racionalista de los siglos XVII y XVIII que descansa en la premisa
de la división tajante entre pasión y razón. Y por lo tanto han expulsado de
su dominio de investigación todo aquello que está del lado de las emociones, el deseo, el cuerpo, lo “irracional”. (Pensemos en el estatuto residual de
la affektuel Aktion en Max Weber, por ejemplo.)
Quizá la mayor diferencia entre el abordaje que propone Gerald Early
en trabajos como “Battling Siki: The Boxer as Natural Man” y “Three Notes
Towards a Cultural Definition of Boxing” (Early 1995), y el que yo he tratado de seguir en mi trabajo es el siguiente: en lugar de construir el universo
del deporte, ya sea boxeo, beisbol o lucha, como la expresión de otra cosa, o
como un reflejo, una metáfora, yo trato de verlo, en un primer momento,
33
34
cuerpo y deporte
como un mundo en sí mismo, un mundo que contiene en sí mismo sus propios
elementos constitutivos y sus principios regulativos. En lugar de entender
el deporte alegóricamente, propongo mirarlo, siguiendo a Schelling, tautegóricamente, como algo que no se refiere a nada, sino a sí mismo. (Desde luego,
esto es un momento en el análisis y no excluye sumergir al boxeo en su
escenario local, sino lo contrario.) En esa medida, el boxeo no es una metáfora de la vida o de la sociedad; no es “un reflejo de la sociedad estadounidense” (o del capitalismo, la esclavitud o el patriarcado). Es un negocio corporal
que tenemos que entender como tal, no a través de una “descripción densa”
a la Geertz, sino más bien mediante una sociología carnal que ponga en primer plano la comprensión que los propios boxeadores tienen de su propio
mundo a través de sus propias experiencias y sus propias habilidades corporales.2
Ahora voy a abordar la noción de “carisma”. El término carisma es uno
de los más frecuentemente usados y de los que más se abusa en las páginas
deportivas y en los comentarios sobre los atletas (como cuando la gente exclama: “Es un jugador tan carismático…”). En la jerga sociológica, la noción
viene de Max Weber, que la tomó prestada del historiador de la iglesia y
jurista de Estrasburgo, Rudolf Somm, quien la definió como “don de gracia”( Weber 1997). Para Weber, la historia occidental es, en gran parte, el
producto de la dialéctica en que contrapuntean la racionalización y el carisma, entrampamiento en la jaula de hierro y escapatoria de ahí mediante
actos extraordinarios de rebelión individual o colectiva contra la fría lógica
de las estructuras impersonales. Weber vio a los actores carismáticos como
fundadores de religiones y sectas mundiales, profetas, héroes militares y
promotores políticos; interesantemente, no como figuras deportivas o del
espectáculo, aunque ya hubiera varias de ellas durante su época. Jesús,
Napoleón, Hitler, Ghandi vendrían a su mente si estuviera entre nosotros
todavía, no Mickey Mantle, Mike Tyson y Michael Jordan. Líderes
carismáticos, para Weber, son fuerzas verdaderamente revolucionarias de
la historia. Sus palabras y acciones mueven a los individuos; son la causa
de que la gente escape de y cuestione las relaciones de estatus, las barreras de
clase, la sumisión política, y por consiguiente, de que abran nuevos mundos.
El carisma se opone a toda rutina institucional, tanto de tipo tradicional
como de tipo racional.
2
Este enfoque se aborda en Wacquant 2004 y 2005.
Loïc Wacquant
En una situación carismática hay contacto directo interpersonal, real o
percibido, donde la “personalidad” se abre paso entre la masa, la creatividad desconoce la regla institucional, donde el vuelo imaginativo o emocional nos saca de la inercia de la existencia ordinaria. Weber también discute
ampliamente la rutinización del carisma como uno de los procesos clave de
la modernidad. Uno podría decir, siguiendo esta línea de pensamiento, que
la burocratización y racionalización de los deportes (la NBA, la NFL, la NCAA,
etc.), tan bien documentadas, por ejemplo, en el trabajo de Allen Gutman,
han rutinizado el carisma, lo han atrapado en contenedores organizativos
regulares, predecibles (1979). El carisma se ha transformado ya sea en tradición o en burocracia, pero todavía está ahí, aunque en hibernación.
Quiero disentir de este punto de vista. Pienso que el universo del deporte
no es el mundo del carisma, sino el mundo de la persona, en el sentido que lo
discute Marcel Mauss en su clásico ensayo sobre “La categoría de la persona”
a través de la historia (1938). En este texto, Mauss recupera la definición de la
noción que emergió en los inicios de la civilizacion latina, para la cual persona
es “una máscara, una máscara trágica, una máscara ritual”. Propongo pensar a los atletas como actores que usan máscaras, como artesanos corporales que
desarrollan un estilo individual, pero que permanecen en una tradición y
cuyas acciones están pesadamente ritualizadas, aunque mediante la ritualización buscan crear individualidad.
Los atletas no son figuras carismáticas sino actores, artistas, lo cual es
muy diferente. Son héroes populares, no figuras trascendentales. Son de la
gente, no están por encima de la gente. No tienen poder; más bien lo que
poseen es estilo. No importa tanto lo que hacen, sino la manera en que lo hacen
y el hecho de que lo hagan de una manera que afirma, establece, atestigua su
singularidad y su capacidad de crearse a sí mismos.
Los atletas no mueven a la gente ni aportan una nueva visión del mundo tanto como esculpen su propia individualidad en el muro de la cultura
pública, transforman su vida y proveen modelos de virtuosismo para que
otros traten de transformarse a sí mismos. No son de otro mundo, sino de este
mundo. No son violadores de la tradición sino expresiones de esta; no
innovadores sino ritualistas. Esto es particularmente cierto para la historia
y la cultura afroamericanas donde, como lo mostró Lawrence Levine (1977),
los atletas ocupan una posición central como portadores de orgullo, dignidad y aptitud individuales y colectivos. (La afirmación de Gerald Early
sobre las diferentes relaciones que los diferentes deportes tienen con su
propia historia es muy apropiada: esa relación de consumo es muy diferente de la relación de ruptura y negación que se encarna en la figura carismática.)
35
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cuerpo y deporte
Si nos remontamos a la excepcional monografía de Charles Keil sobre el
Urban Blues (1966), veremos que provee una clara demostración de que el
espectáculo “es ese dominio especial de la cultura negra donde los hombres
negros han probado y preservado su humanidad”. Llama a los artistas
“ritualistas” y escribe: “Los ritualistas que tengo en mente son cantantes,
músicos, predicadores, comediantes, disk-jockeys, y algunos atletas” —y,
de manera interesante, cita aquí a Sonny Liston y a Muhammad Ali, los dos
boxeadores dominantes de la época— “y quizá también unos cuantos novelistas negros”. Keil argumenta convincentemente que el espectáculo es el
corazón de la cultura afroamericana como un todo, primero, porque no fue
erradicado por la esclavitud; segundo, porque prosperó en la adversidad; y
tercero, porque generó una tradición en pleno desarrollo por su propio derecho. Sugiere que “los maestros del sonido, el movimiento, la sincronía, la
palabra oral” formaron el corazón de la cultura popular afroamericana.
Entonces viene a la mente la cuestión de qué es lo que tienen en común
los comediantes, disk-jockeys, cantantes de blues, bailarines, predicadores
y atletas. Mi respuesta es que todos tienen destrezas corporales. Destrezas
basadas en conocimientos, habilidades y poderes cinéticos, que están inscritos profundamente y entonces re-emergen del cuerpo. Y la gran virtud del
capital corporal, si queremos llamarlo así, es que su distribución es relativamente independiente de otras formas de capital o poder que circulan en la
sociedad, de las cuales los afroamericanos han sido largamente excluidos
(debo subrayar relativamente aquí porque el cuerpo nunca escapa de la provincia de las leyes sociales).3 Es independiente del capital cultural: no se
necesita triunfar en la escuela para triunfar en la cancha de basketbol; se
podría incluso ir a la escuela si se tiene suficiente capital corporal de cierto
tipo valorado en una universidad. Es independiente del capital económico:
no hace falta ser rico para meterse a un campo de futbol americano; se puede
incluso obtener una afiliación y dinero de promotores para hacerlo (en el
caso de los pocos afortunados que llegan a la tierra prometida del estrellato
profesional: el cuerpo puede hacer que alguien gane millones de dólares).
Finalmente, el capital corporal es relativamente independiente del capital
social: no es a quién conoce, sino lo que hace en el campo, lo que determina
el destino de alguien; de hecho, se acumula bastante capital social si se
llevan a cabo grandes hazañas en el campo deportivo.
3
Para una elaboración, véase Wacquant 1999.
Loïc Wacquant
Los artistas y los atletas son héroes culturales en la vida afroamericana
por las razones que acabo de sugerir, pero también porque son figuras masculinas quintaesenciales. Por razones fácilmente comprensibles, el elemento
dominante de la cultura afroamericana es la cultura de la clase trabajadora;
también es fundamentalmente masculina, por lo menos en su lado público.
Y los atletas son modelos de masculinidad —de la misma forma que los
boxeadores (Eldridge Cleaver [1991] escribe en Soul on ice que “el ring de
boxeo es el último foco de la masculinidad en Estados Unidos; la prueba de
fuego, con los puños, de la hombría”). El cuerpo, reequipado, restaurado,
restablecido en y para el mundo del deporte, es un recurso masculino
arquetípico, una herramienta para la competencia individual y el éxito económico.
En su libro, Keil (1966) dice muchas cosas bien interesantes sobre los
hombres del blues respecto de este tema. Muchas de las observaciones que él
hace se aplicarían, con las adaptaciones del caso, a mis amigos boxeadores
del lado sur de Chicago. Tanto los hombres del blues como los peleadores
anhelan y porfían por desarrollar un estilo distintivo masculino. El concepto de hombría que proponen y encarnan difiere de la hombría blanca, de
clase media, e incluso de la hombría blanca de la clase trabajadora. Los
artistas del blues, por ejemplo, no se jactan de su potencia sexual porque esta
cualidad se da por descontada tanto para los artistas como para su auditorio,
de modo que no hay necesidad de vocalizarla extensivamente. Lo mismo
ocurre con los boxeadores. Para mi sorpresa, encontré que el mundo del boxeo
profesional no es misógino simplemente porque no tiene que serlo. En contraste con lo que aparece en las imágenes de los medios de comunicación,
no es un mundo de violencia y denigración en contra de las mujeres: no
tiene que serlo porque las mujeres ni están en este mundo ni pertenecen a él. Una
de las reglas clave que los boxeadores aprenden en su largo aprendizaje es
que uno no pelea ni en la calle ni en la casa; uno no le pega a las mujeres
porque son seres frágiles que están reglamentariamente inhabilitadas para
meterse en ese terreno. Un boxeador está envileciendo y manchando su propia dignidad cuando se engarza en una riña en la calle o golpea a su novia
en casa. Esto no quiere decir que tales cosas no ocurran; ocurren. Pero ocurren en violación de la ética profesional del boxeo.
El blues y el boxeo también están enmarañados en prácticas de ritualización. De manera parecida a lo que hacen los predicadores, los hombres del
blues tienen que crear su propio estilo, adquirir un tono, una modalidad, un
tiempo distintivos, para que puedan ser reconocidos. Pero lo hacen inno-
37
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cuerpo y deporte
vando dentro de los límites de una tradición. Para establecer su lugar entre lo
que Alfred Schultz (1972) llamó “co-asociados y contemporáneos”, tienen
que referirse a un “predecesor”. Tienen que inscribirse en la peculiar historia
del oficio (Gerald Early diría “consumirla”). Lo mismo se aplica a los boxeadores, que son ávidos consumidores de la historia de su negocio. No es
casualidad que Mike Tyson sea un espectador obsesivo de viejas películas de
box. Una de las formas en que un campeón coge los bártulos del oficio y
asume su lugar en la historia del boxeo es al impregnarse de esa historia, al
asimilar sus giros y desvíos, al re-citar esa historia en esos rituales que son las
entrevistas antes de las grandes peleas. Y al exhibir en el cuadrilátero la sabiduría corporal acumulada de su predecesor. B.B. King no era diferente: el
respeto que se ganó en los escenarios de music-hall proviene de su “exitosa
manipulación de una fórmula probada de tiempo en un estilo lleno de matices y sombras que volvió distintivamente suyos” (en palabras de Keil). Que es
lo que cada gran boxeador ha hecho en su propia profesión.
Reapropiarse de la historia del oficio para “hacer” historia, emplazarse
en un linaje para extenderlo, situarse en relación de oposición y parentesco
con predecesores y co-asociados: estos movimientos son antitéticos de los
del líder carismático, que rompe con la historia, pone fin a un linaje, se sitúa
en un espacio más allá del trazado por otros. Esto se puede comprobar en la
transmisión de nombres entre boxeadores: cuando Ray Leonard toma prestado el apodo de “Sugar” Ray Robinson (seguramente el más grande boxeador de la historia), es para ganar prestigio, pero también para marcar su
respeto por su héroe personal, y tomar y extender su legado.
La dimensión de la masculinidad es crucial aquí porque la elección de
una profesión en el gueto está ampliamente dictada por la hombría percibida
en la actividad de acuerdo con los cánones de la calle. La extraordinaria
atracción que los atletas y los artistas del espectáculo ejercen sobre los hombres negros de clase baja pueden explicarse por el hecho de que ofrecen
escenarios públicos para certámenes masculinos de destreza y actuación.
Este espíritu de rivalidad y conquista (del propio yo y de los otros) impregna
la vida cotidiana en el gueto, que es un mundo de intensa e inmisericorde
competencia por sobrevivir y triunfar. Para citar a Keil de nuevo: “Este espíritu vital que inviste su vida [es]: el deseo de probar e improvisar en un
continuo esfuerzo por luchar con efectividad”. El boxeo, como el blues, ofrece a los hombres jóvenes del gueto un medio para crear una persona, un
vehículo para esculpir un lugar protegido y resplandeciente de orgullo en
un mundo que amenaza con relegarlos a la oscuridad.
Loïc Wacquant
Lo que el oficio del boxeo brinda a aquellos que ingresan en él es un
universo donde el más tenue fragmento de la conducta es problemático, y
tiene consecuencias —es “fatídico”, en el sentido que le dio Goffman (1967)
al término. Al entrar a una ocupación que se convierte en lo que Goffman
llama “el involucramiento voluntario en riesgos graves”, los peleadores
reestructuran la totalidad de su existencia, su organización temporal y
cognitiva, su carácter emocional y sensual, su perfil psicológico y social, en
formas que los ponen dentro de una posición única para afirmar su capacidad de modelar su destino, de una manera, no obstante, limitada. Con el
riesgo viene la posibilidad del control; con el dolor y el sacrificio, la posibilidad de la elevación moral y el reconocimiento público; con la disciplina y
el compromiso, la ganancia existencial de la renovación personal e incluso
de la trascendencia ontológica: la oportunidad de crear un nuevo (y glorioso)
ser a partir del viejo.4 Sólo si se entiende el mundo deportivo tautegóricamente podemos comprender cómo sus miembros crean colectivamente un
nuevo universo sensual y moral para sí mismos, y un universo sumamente
valioso para ellos dado que los pone precisamente en el punto de la producción •
Traducción del inglés: Hortensia Moreno
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4
Este argumento se desarrolla en Wacquant 1995.
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Ann Chisholm
Acróbatas, contorsionistas y niñas monas: la promesa
y la perversidad de la gimnasia olímpica de mujeres
en Estados Unidos
Ann Chisholm
La gimnasia olímpica de mujeres ha sido uno de los dos deportes más populares en lo que se refiere a la cobertura de los medios y el tamaño del
público durante los últimos 25 años. Con la excepción del patinaje artístico
de mujeres, es el único deporte de mujeres estadounidense que parece merecerse los horarios principales de la televisión. El New York Times, por ejemplo, informó que las pruebas olímpicas de selección superaron a los Yankees
(Vecsey 1996, B9). Durante los Juegos Olímpicos de 1996, la National Broadcasting Corporation (NBC) transmitió más de nueve horas y media de la
competencia de gimnasia de mujeres durante el horario principal: este tiempo aire constituía casi dos terceras partes de la cobertura dedicada a todos
los deportes femeniles en ese horario e, igualmente importante, constituía
más de una cuarta parte de la cobertura (cerca de 34 horas) dedicada a todas
las competencias varoniles y femeniles combinadas (Eastman y Billings
1999, 151).
Desde principios de los setenta, en Estados Unidos, la gimnasia femenil
ha florecido en este contexto y al mismo tiempo se ha convertido en un
estudio total de la contradicción. Descendientes tanto de la antigüedad occidental como de las tradiciones de los juglares, las gimnastas aparecen hoy
en día en los medios estadounidenses como niñas acróbatas, contorsionistas
y monas que suavizan los límites entre binarios sociales fundamentales:
antisocial/social, desviado/normativo, infrahumano/superhumano, femenino/masculino, extranjero/doméstico(ado), niño/adulto, perversión/normalidad, descortesía/cortesía y ciudadano descalificado/ciudadano
ejemplar.
Específicamente, como acróbatas y mujeres aéreas, representan la ciudadanía ejemplar y el feminismo liberal de maneras complejas y contradictorias; como figuras del contorsionismo (en particular con respecto a sus
cuerpos discordantemente generizados y sexuados), representan desvia-
41
42
cuerpo y deporte
ciones de las convenciones sociales. Las gimnastas de EUA, por tanto, sostienen un precario balance no sólo entre lo superhumano y lo meramente
humano, sino también entre lo superhumano y lo infrahumano (monstruoso). A su vez, representan la ciudadanía ideal y una extraordinaria feminidad, y así realizan la promesa del heroísmo individualizado moderno y la
feminidad empoderada, a la vez que encarnan el riesgo del otro no civilizado (de la diferencia) en medio de nosotros. Sin embargo, lo hacen como
niñas monas contenidas dentro de estructuras y narrativas familiares que
minimizan esos riesgos mientras que refuerzan la lógica del corazón de la
cultura estadounidense (anglo, burguesa, patriarcal, heterosexual).
A este respecto, lo que es especialmente interesante acerca de las
gimnastas estadounidenses, tal y como lo articulan los medios recientemente, es el grado en que las promesas manifiestas del deporte —la veneración
de una cepa particular de feminidad (mediada por los medios masivos) y,
en palabras de Toby Miller, “la celebración de la flexibilidad, la fuerza y la
agilidad” (1997: 4)— funcionan en relación recíproca con las economías de
la perversidad, entre las que se cuentan la pedofilia, el incesto y el sadismo.
En consecuencia, las promesas y perversidades encarnadas por las
gimnastas estadounidenses son provocadoras, no sólo por lo que apuntan
sobre la gimnasia de mujeres, sino también por sus implicaciones con respecto a las fantasías y deseos del público estadounidense.
Los juglares y el circo: acróbatas y contorsionistas
En la antigüedad occidental, el ejercicio gimnástico se practicaba tanto como
un medio de entrenamiento para otros deportes, cuanto como un medio
para la preparación militar (Gardiner 1930: 89-92; Scanlon 1984: 19).1 En
este sentido, el ejercicio gimnástico se coordinó finalmente con la educación
griega; la ley requería que todo ciudadano libre proporcionara a sus hijos
instrucción tanto en la gimnasia como en el arte literario y la música (Leonard
1973: 1; Zeigler 1973: 113-14). El estado proporcionaba la gimnasia con
1
La gimnasia que se practicaba en la antigüedad occidental (e incluso en el siglo XIX) no
se parecía a la gimnasia que se practica hoy en día. No obstante, se pueden identificar
conexiones entre varias permutaciones históricas del deporte, el militarismo y algunas
prácticas contemporáneas. El salto de caballo, por ejemplo, se ha vinculado con el
entrenamiento militar diseñado para enseñarle a los soldados a montar caballos mientras corrían durante una batalla (McIntosh 1957: 50).
Ann Chisholm
estos propósitos, y de manera concomitante, el gimnasio era una institución
vital de la polis griega: en esta, los jóvenes se entrenaban para encarnar las
virtudes de la sociedad civil definida en términos del ciudadano hombre
libre (Mandell 1984: 61-62; Scanlon 1984: 19).
La desaparición de la antigüedad occidental trajo consigo el debilitamiento de la gimnasia como un medio para el entrenamiento atlético y militar en Europa Occidental hasta el siglo XVIII, cuando se vio revitalizada con
estos propósitos en Alemania y Suecia.2 En el ínterin, sin embargo, varios
elementos que son fundamentales para la gimnasia de hoy en día pervivían
en las prácticas comunes a los juglares europeos —prácticas que también
vinculan los circos de la antigüedad occidental con los circos modernos
(Mandell 1984: 117; Guttman 1991: 44)—. De este modo, así como el ejercicio
gimnástico fue alguna vez un medio institucionalizado para cultivar la encarnación de ideas nacionales en la antigüedad occidental, otros precursores del deporte emergieron en las márgenes de la cultura. Lo que es inusual
sobre la gimnasia de mujeres, como resultado de esto, es el hecho de que sus
historias están entrelazadas no sólo con los cuerpos civiles y militares disciplinados, sino también con los cuerpos de los juglares y del circo: con los
del acróbata, el trapecista, el equilibrista y el contorsionista.
Los juglares medievales viajaban de taberna en taberna, de celebración en celebración, de pueblo en pueblo. Cantaban baladas, bailaban,
contaban historias, hacían malabares, hacían trucos con animales entrenados, actos de magia, ejecutaban proezas de agilidad en barras y cuerdas
y daban volteretas. Asociados con el nomadismo y la taberna, estos malabaristas y acróbatas no eran considerados miembros de la sociedad civil y
a menudo se creía que encarnaban todos los vicios (Duncan 1907: 47-68,
Croft-Cooke y Cokes 1975: 28). Por otra parte, sus actos físicos de acrobacia y equilibrio, poco comunes y peculiares, junto con su papel de atracciones anunciadas durante la locura y las inversiones de los festivales y
carnavales, definían a estos artistas como cuerpos desviados que suspendían las normas sociales.
2
La mayoría de las historias de la gimnasia señalan un rompimiento entre los sistemas de
la antigüedad occidental y los sistemas sueco y alemán del siglo XVIII. Esto no quiere decir,
sin embargo, que la educación física como una forma de entrenamiento militar desapareciera o que la gimnasia, particularmente la gimnasia médica (a menudo traducida de los
textos griegos y latinos) se perdiera por completo (McIntosh 1957: 60-80).
43
44
cuerpo y deporte
No obstante, los juglares a menudo viajaban a los centros de las comunidades, actuando en la plaza del pueblo y en las cortes. De manera muy
similar al circo que traía animales exóticos y artistas de los bordes de los
imperios a sus centros, la juglaría era un sitio fundamental para la negociación cultural de cuerpos liminares. La encarnación y la realización de la
diferencia liminal en este contexto no sólo posicionaba a los juglares como
espacios extraños y exóticos de fascinación, sino que también precipitaba
su domesticación (McIntosh 1957: 69; Croft-Cooke y Cotes 1975: 7-8).
Los nombres que se daba a las mujeres que se contaban entre los juglares eran diversos: Gligmeden (glee-maiden), Jengleresse, Joculatrix,
Ministralissa y fémina Ministerialis (Duncan 1907: 78). Las juglaresas eran
también figuras tanto de transgresión como de fascinación: eran mujeres
nómadas que vagaban por los márgenes de la cultura y aparecían periódicamente en su centro (en el parque de la aldea, en el festival de la aldea, en la
corte, etc.) como espectáculos para disfrutar. Ahí no sólo bailaban y entretenían sino también asombraban a sus públicos realizando acrobacias y proezas de equilibrio. Sin duda, aunque escenificaban la diferencia liminar,
precisamente debido a sus hazañas físicas extraordinarias, estas figuras se
distinguían como figuras de deseo y eran retenidas en las cortes. Los relatos
medievales de saltimbanquis que se volvían divinos y de juglaresas que se
convertían en reinas transformaban y validaban la juglaría en relación con
las instituciones culturales esenciales (Duncan 1907: 37-38).
Construidos como avatares de la transgresión domesticada, los juglares
encarnaban en el núcleo de la sociedad lo que habían constituido mediante
la oposición desde fuera: tensiones entre lo profano y lo sagrado, entre la
desviación y la norma, y entre lo antisocial y lo social. Más adelante, voy a
demostrar que al igual que el juglar y el actor de circo, las gimnastas estadounidenses que realizan proezas de acrobacia y equilibrio transmitidas por
los medios masivos son codificadas como figuras límite, a caballo sobre las
fronteras entre binarios sociales fundamentalmente opuestos.
Acrobacias y vuelos de doncellas
Desde la Olimpiada de 1972, las destrezas acrobáticas se han integrado formalmente a los requerimientos internacionales de calificación para las actuaciones de todos los aparatos de mujeres. En esa ocasión, Olga Korbut introdujo
elementos de acrobacia y equilibrio que cambiaron de manera fundamental
las convenciones de la gimnasia de mujeres, que popularizaron el deporte en
Estados Unidos y que volvieron la cobertura de este deporte olímpico una
Ann Chisholm
proposición lucrativa para las cadenas de televisión y sus anunciantes. Hay
que señalar que en ese momento se levantaron voces, en el interior de la comunidad gimnástica, que pedían que se prohibieran los movimientos de Korbut
porque se consideraban peligrosos y recordaban los trucos circenses.
Derivado del prefijo griego acro-, que significa pico o cima, el término
“acrobacia” se refiere a los cuerpos que se alejan de la tierra, que dominan la
gravedad y la fuerza centrífuga, y que en apariencia desafían las leyes naturales. Las imágenes de estos cuerpos que dan vueltas y se retuercen son
impresionantes en tanto parece que se forjan y mueven en espacios que
están más allá del alcance de los cuerpos humanos ordinarios: son un testimonio no de la fuerza per se, sino de una maestría del manejo del tiempo y el
espacio. Al extender los límites dentro de los cuales se percibe que funcionan y se mueven los cuerpos humanos, los acróbatas ofrecen una evidencia
física de su entrenamiento físico superior y de su valentía; al sobrepasar lo
que se considera limitaciones físicas humanas en su realización de maniobras aéreas, parecen ser más que humanos.
Por lo tanto, en el grado en que las gimnastas representan potencialmente tanto una superioridad humana como una superhumanidad mediante
sus actuaciones, tanto el reconocimiento como la supresión de su entrenamiento físico son cruciales para el atractivo que despiertan (Bouissac 1976:
47). Así, aunque se construyen escenarios que sirven de fondo para mostrar
a las gimnastas sometiendo sus cuerpos a sesiones agotadoras de práctica,
los aparatos de entrenamiento (como las correas para las muñecas en las
barras paralelas asimétricas, y las correas rotadoras sujetadas con cables)
rara vez, si es que alguna, se representan. Además, está permitido que el
esfuerzo sea visible en el contexto de la práctica, pero debe desaparecer en la
mayoría de los aspectos de la competencia. La gimnasia de mujeres estadounidense promueve expresamente las actuaciones fluidas, sin esfuerzo,
mediante su énfasis en la gracia y, en consecuencia, mediante penalizaciones para las gimnastas que se detienen mucho tiempo antes de cada “truco”
en sus rutinas.3 De este modo, y tal como lo muestran los medios, las actua-
3
El Código de puntuación de 1994 incluye las “pausas de concentración” entre las
“deducciones específicas para aparatos” para la viga fija de equilibrio y las rutinas de
ejercicio en piso (International Gymnastics Federation: 106, 172). De manera similar, el
código incluye las “pausas de concentración” entre las conductas que “deben evitarse”
en las barras paralelas asimétricas (44).
45
46
cuerpo y deporte
ciones aéreas, aparentemente realizadas sin esfuerzo, de estas duendecitas,
no son sólo sobrecogedoras, sino que parecen poseer una especie de magia.
Mediante la acrobacia, la gimnasia de mujeres apela a la atracción que
sienten los estadounidenses por el vuelo, un lugar de empoderamiento en
términos de la ciudadanía (como lo ilustran los hermanos Wright, Charles
Lindbergh, Neil Armstrong y los programas espaciales Apolo). Facilitadas e
influidas por el avance tecnológico, las proezas aéreas son emblemáticas del
valor y el individualismo heroico que se hallan detrás de los vuelos exitosos,
los cuales son prueba de libertad, logro humano y movilidad social (Russo
1995: 11, 25). La proeza aérea, de acuerdo con lo anterior, engloba la emoción de la aventura moderna, el riesgo y la recompensa.
Dentro de esta lógica, Mary Russo sugiere que las fantasías aéreas han
promovido un sentido de “excepcionalidad burguesa” dentro de su narrativa de progreso moderno y trascendencia, un relato que en potencia “deja a
los cuerpos atrás”, incluyendo a los cuerpos que poseen “signos de etnicidad no anglosajona” (1995: 11, 26). De esta manera, los relatos de los primeros viajes aéreos occidentales generaban asociaciones no sólo con la
excelencia individual y el virtuosismo, sino también con un elitismo nacional, racial y militar, particularmente en los contextos imperiales en los que
surgió el vuelo (Whol 1994: 88-9, 97, 121, 270). Así, entre las primeras “imágenes dominantes del aviador “occidental”, Robert Whol cataloga “al inventor ingenioso, al deportista audaz, al superhombre nietzscheano [y] al
valiente soldado imperialista” (1994: 279). Para ponerlo de manera sencilla,
el vuelo prometía bautizar a una nueva élite, hombres superiores con un
potencial ilimitado, equipados para conquistar el temor, la naturaleza, otras
naciones y pueblos (con frecuencia no occidentales, no anglos) inferiores
(1994: 117, 121, 257). Ambas guerras mundiales hicieron realidad estos mitos, los que, a su vez, han permeado las concepciones estadounidenses subsecuentes sobre el vuelo, en circunstancias tanto militares como no militares.
Consideremos, por un momento, a Charles Lindbergh, el pionero que rompió récords, el héroe nacional convertido en piloto militar, el admirador de
la fuerza aérea de Hitler, el simpatizante de los nazis y aficionado a la
eugenesia. Su autobiografía incluye un pasaje racista muy ilustrativo sobre
un “viejo negro” quien, tras admirar uno de los vuelos de Lindbergh (“desde una distancia respetuosa”) y después de no llegar a entender que
Lindbergh de hecho no había volado tan alto como podía haberlo hecho,
exclamó “señor, usted estaba taaan alto. Yo lo vía desde aquí. Parecía un
pájaro allarriba. Qué bueno que vine para que lo haiga podido ver, señor. Sí,
Ann Chisholm
señor”. (1981: 439-41). Hay que considerar también el racismo y sexismo
bien documentados de la fuerza aérea estadounidense, el programa espacial y la industria de aerolíneas comerciales de los Estados Unidos.4 Fundamentalmente, entonces, en los mismos momentos en que los vuelos en EUA
llegaron a significar una superioridad individual y nacional, logros y avances, el pilotaje institucionalizado y las concepciones sobre el vuelo se restringieron y codificaron alrededor de la raza y el sexo.
Este fue sobre todo el caso con las primeras aerolíneas comerciales estadounidenses que complementaban a los pilotos (hombres) con las azafatas
(mujeres) (Ware 1993: 73; Bilstein 1994: 102). A pesar de las marcadas diferencias de género entre sus deberes y las reglas laborales, los primeros pilotos y azafatas, eran considerados “superhombres y supermujeres voladores”
(Ware 1993: 74-5). Las primeras aerolíneas requerían que esas mujeres (blancas) fueran jóvenes (de menos de 25 años), solteras, pequeñas (máxima altura y peso, 1.64 m y 54 kg [Ware 1993: 74]), en buena forma física y que
personificaran a la mujer estadounidense de buena cuna (Bilstein 1994:
102). Junto con el prerrequisito clasista de que las azafatas debían encarnar
a la mujer de buena cuna, la idea de que los pilotos también estaban en
buena forma física y eran de buena cuna llevó a especular que los matrimonios entre los dos darían lugar a una literal buena crianza y “producirían
una raza de estadounidenses superiores” (Bilstein 1994: 102) (aunque en
términos prácticos, tales matrimonios —o cualquier otro, para el caso—
habrían sido un impedimento para que las azafatas continuaran volando).
Como una mujer acróbata, aérea, la gimnasta forja y se mueve en espacios por encima y más allá de los habitados y transitados por otros cuerpos
menos excepcionales. En consecuencia, aparece como un agente extraordinario, empoderado, de su género, que representa un conjunto particular de
ideales nacionales históricamente permeados por códigos de raza y clase.
(De hecho, la división más avanzada de competencia en la gimnasia de
mujeres de Estados Unidos se denomina la clase de “élite”.) Alentada, además, por el Código de puntuación para realizar maniobras innovadoras y, a
la vez, sobrepasar las expectativas convencionales al tiempo que ejecuta
tales trucos milagrosos, su cuerpo que gira y se contorsiona aparentemente
está liberado de las leyes físicas y las restricciones culturales.
4
Ver Ware 1993: 61-2, 74-8, 87-8; Bilstein 1994: 101-3, 138; Penley 1997: 53-8.
47
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cuerpo y deporte
En este sentido, las gimnastas evocan recuerdos de la piloto mujer más
conocida de la nación, como nos recuerda Susan Ware, “prácticamente la
única recordada hoy en día”, Amelia Earhart (1993: 58). Earhart —la contraparte femenina de Charles Lindbergh, la “Lady Lindy” amuchachada,
“el doble de Lindbergh”, “que se parecía más a Lindbergh que él mismo”
(citado en Ware 1993: 16-21)— fue la primera mujer que cruzara el Atlántico, inicialmente como pasajera y después como piloto solitaria.5 Aunque
Earhart siguió compitiendo en carreras y estableciendo récords de vuelo,
vendía su imagen como una aviadora heroica y aventurera para usos comerciales con el fin de poder sostenerse y financiar estos intereses (1993:
92). Al mismo tiempo, de manera muy consciente contrarrestaba la suposición de que las mujeres no estaban físicamente preparadas para volar (debido a la menstruación y a la falta de fuerza física) y de que su temperamento
también era deficiente (debido a los nervios y a la inestabilidad emocional):
suposiciones que, como Constance Penley (1997: 39-40, 55-59) y Sarah
Projansky (1998: 775-76, 778-83, 788) han argumentado, todavía perduran.6
Earhart presentó sus logros aéreos como demostraciones de las capacidades y el potencial de las mujeres, como prueba de que las mujeres podían
aventurarse en territorios no cartografiados, crearse carreras públicas y llevar a cabo las cosas tan bien como los hombres en todos los ámbitos de la vida
moderna (Ware 1993: 123). Así, Earhart se convirtió en miembro de varias
organizaciones de mujeres dedicadas al mejoramiento profesional y social de
estas, incluyendo el Partido Nacional de Mujeres (1993: 123). Este, a su vez,
utilizó a Earhart para abogar por la Enmienda para la Igualdad de los Derechos, que ella apoyó oponiéndose a la legislación específica que protegía a
las mujeres trabajadoras. Por estas razones, Ware (1993: 24-5, 129-44) argumenta que Earhart promovió y representó una versión del feminismo liberal:
uno que suponía que los prejuicios y las barreras se evaporarían una vez
que las mujeres cruzaran las fronteras hacia nuevos reinos y probaran que
podían actuar tan bien como los hombres; uno que subrayaba los logros
extraordinarios, inspiradores e individuales de las mujeres que servían como
ejemplo de que estas podían hacer las cosas; uno que, en palabras de Nancy
Cott, “apremiara a las mujeres a no tomar en cuenta el sexo” (1987: 276) al
5
6
Ver también Ware 1993: 24-25, 38, 56, 92, 123-24 y Bilstein 1994: 76-84.
Ver también Ware 1993: 44, 78; Bilstein 1994: 76 y Whol 1994: 279-80.
Ann Chisholm
prometer que las oportunidades y las recompensas iguales en la esfera pública serían el resultado de tales actos de logro individual (que estaban
repletos de valores liberales estadounidenses, confianza en uno mismo y
autodeterminación); uno que, como la aeronáutica estadounidense, estaba
codificado en términos de raza y clase en el sentido en que prestaba poca
atención a las preocupaciones de los no anglos y a los miembros de las
clases bajas.7
Después de apuntar tanto los méritos como las desventajas del estatus
de Earhart, Ware discute la incapacidad de la cultura popular estadounidense para popularizar modelos de proporciones épicas de mujeres con
logros excepcionales, y argumenta que “está perdida una generación completa de heroínas populares” (1993: 233-38). No obstante, señala que, desde
los setenta, unas cuantas deportistas (“sobre todo jugadoras de tennis”)
han alcanzado ese estatus (237). Yo sostengo, a mi vez, que durante el mismo lapso, las gimnastas han cumplido con esta función para muchos estadounidenses (en particular las muchachas jóvenes), aunque de maneras
complicadas y contradictorias. El hecho de que lo hayan logrado, en gran
parte sobre la base de sus extraordinarias hazañas acrobáticas y aéreas, las
emparienta con iconos del feminismo liberal tales como Earhart, en cuanto
sus vuelos aéreos representan literalmente un sentido de libertad (de las
leyes físicas y las limitaciones físicas humanas) y la movilidad social en el
escenario público, en cuanto demuestran las capacidades y el potencial de
los cuerpos superiores y ofrecen así evidencias materiales de que las mujeres pueden aventurarse en territorios no cartografiados, en cuanto ellas sirven como ejemplos de logros individuales excepcionales y de los ideales
liberales estadounidenses (Russo 1995: 25).8
7
Russo ha descrito a la mujer aérea como un emblema del feminismo liberal y como
“una imagen modernista de la liberación de las mujeres” (1995: 25). Las descripciones y
evaluaciones de Ware sobre el feminismo liberal se parecen mucho a las que se encuentran en Cott 1987: 4-5, 267, 275-76. Penley 1997 (39-40) también discute la relación de
Earhart con el feminismo liberal en términos similares. Del mismo modo, en mi análisis
se subrayan las diferencias de género. Sin embargo, como se señala más adelante en este
artículo y se delinea más integralmente en otras partes, las diferencias de raza y clase (en
particular) se recuperan en los relatos de adopción que construyen la relación de la
nación con estas niñas acróbatas, contorsionistas y monas (Chisholm 1999: 132-38).
8
Tanto en las competencias por equipo como en las individuales, las competidoras
actúan de manera individual, se anotan puntos individualmente, etc.
49
50
cuerpo y deporte
Situada de esta manera en la intersección entre los códigos estadounidenses de la aeronáutica y el feminismo liberal, la gimnasia de mujeres de
los últimos años en EUA parece haber promovido una idea particular de la
feminidad que es emblemática de la clase (burguesa), la raza (anglosajona)
y la nación (Estados Unidos) (Russo 1995: 25). Sin embargo, como se señaló
arriba, los actos aéreos (y, en especial, aquellas incursiones en lo desconocido llamadas “vuelos de doncellas”) son codificados, a menudo, en EUA
como actos de virilidad. Efectivamente, Whol ha señalado que “no se puede
más que notar la ausencia de mujeres como protagonistas de vuelos aéreos”
(1994: 279) en la cultura occidental. Para las gimnastas acróbatas, aéreas,
por lo tanto, la representación encarnada de la feminidad extraordinaria,
logros individuales, liberación, movilidad social y ciudadanía ejemplar es
necesariamente compleja y contradictoria.9
Comencemos a investigar esas contradicciones analizando la observación conocida de que la gimnasia de mujeres requiere cuerpos lustrosos y
aerodinámicos. Las gimnastas generalmente están preocupadas por sus “líneas”. Los uniformes de competencia a menudo hacen resaltar la apariencia aerodinámica de sus cuerpos. Muchos de estos leotardos están diseñados
con franjas que van a los lados del cuerpo y bajo los brazos, cuñas en forma
de V que enfatizan los hombros y desenfatizan las caderas, y franjas que
atraviesan las caderas en diagonal. Aquí, en el reino de la disciplina física y
la levedad aérea, la gimnasia de mujeres reciente en EUA y los desórdenes
alimentarios parecen haberse empalmado sin problemas en el momento preciso en que la feminidad aérea, empoderada, se articula con el cuerpo (en
forma de V o de cuña) convencionalmente masculino.10 En una manifesta-
9
Russo escribe que, aunque la mujer aérea es una figura de la liberación de las mujeres,
“el cuerpo de mujer que vuela alto en el espacio no es simplemente un icono emocionante
de emancipación, una instancia de lo sublime generizado, del progreso, la modernidad
y la libertad” (1995: 24-5, las cursivas son mías).
10
Russo fundamenta este tipo de análisis cuando discute la relación entre la mujer aérea
y la necesidad de deshacerse de lo que Susan Bordo ha llamado “un peso insoportable”
(1995: 23-5). En este tenor, los imperativos disciplinarios de la gimnasia de mujeres se
vinculan a menudo con los desórdenes alimentarios entre las gimnastas. Sin embargo, se
han discutido poco las similitudes entre las ideologías (casi idénticas) de los desórdenes
alimentarios y la gimnasia. En esta vena, ambas ideologías parten de una feminidad
empoderada que repudia los órganos sexuales femeninos vinculados con la reproducción, un deseo de empoderarse masculinamente, etc. (Bordo 1993: 154-7, 171-4, 20412). Además, los desórdenes alimentarios pueden relacionarse con los momentos
Ann Chisholm
ción comercial de la igualdad atlética de las mujeres digna de mención, por
ejemplo, el primer cuerpo de una heroína atlética representado en las cajas
de cereal Wheaties fue el de Mary Lou Retton. Esta imagen de Retton recordaba las imágenes ubicuas de televisión y las fotografías publicadas que
capturaban el momento en que, tras su salto en las Olimpíadas de 1984,
aseguraba la primera medalla de oro de la historia de la gimnasia para el
equipo de Estados Unidos. En todas estas imágenes, las señales de la victoria de Retton y de la nación se reflejan en, y se atribuyen a, el contorno
aerodinámico masculino, en forma de cuña de su cuerpo. Esas imágenes,
que muestran a una atleta triunfante pasando a la historia nacional, constan de la figura traviesa de Retton, con su pelo corto y sus brazos extendidos
por sobre su cabeza haciendo la V de la victoria. La V se reitera en la forma
del cuerpo de Retton, en forma de bala, estrecho de caderas, y vuelve a ser
invocado por el diseño de su leotardo, en el que las estrellas y las franjas
de la bandera estadounidense se encuentran para formar una V justo arriba de su cadera izquierda. Así, el cuerpo acrobático y aéreo que había llegado a donde no había llegado el de ninguna mujer estadounidense —con
respecto tanto al podio olímpico de las medallas de oro para gimnastas
como a la parte frontal de una caja de cereales Wheaties— parecía más el de
un niño que el de una mujer (o incluso que el de una niña).
Como demuestra este ejemplo, la gimnasia para mujeres de los EUA es
un deporte en el que la búsqueda de la superioridad física, la feminidad
extraordinaria, el logro individual, la movilidad social, y la ciudadanía
ejemplar parecen implicar la trascendencia de los límites materiales supuestos de un cuerpo en particular: el de la mujer. En consecuencia, muchas
de las hazañas acrobáticas y aéreas realizadas por las gimnastas son vuelos de
doncellas hacia un territorio no cartografiado llevados en realidad a cabo
por chicas jóvenes cuyos cuerpos parecen ser de niños.
Además, debido a que el cuerpo lustroso y flexible de la mujer aérea es
“diferente a su propia feminidad” y está asociado con una “virilidad peligrosa”, Russo sugiere que está también sujeta a una normalización compensatoria como “mujer segura” (1995: 29, 44). En otras palabras, de manera
siguientes de este estudio, momentos en los que están en discusión el control físico y la
trascendencia, momentos en los que la gimnasta encarna y representa el contorsionismo
físico, así como la inestabilidad física y mental.
51
52
cuerpo y deporte
muy similar a como se atemperaban las presunciones (racistas y clasistas)
sobre la superioridad física y social de las primeras azafatas con la creencia
de que sus “instintos de amas de casa” las calificaban de manera única
para tranquilizar y confortar a los pasajeros y no para pilotear aviones —de
una manera parecida a como Earhart combinaba iconos de la masculinidad
(p. ej. comparaciones con Lindhberg, gorras de aviador y googles, alas militares, pantalones cortos) con otros femeninos (p. ej. perlas, mascadas de
seda, flores)— las integrantes del equipo olímpico de gimnasia de los EUA
son acróbatas que también son representadas como “pequeños ángeles”
por los medios estadounidenses. De acuerdo con esto, la gimnasia de mujeres no borra completamente de ninguna manera la feminidad. Más bien, la
anula y la reafirma a la vez de manera provisional. Así, ha fomentado figuras que aparentemente son andróginas, pero están cubiertas por una delgada pátina de feminidad. Sin embargo, antes de continuar profundizando en
esta lógica, continuemos explorando los vínculos entre estas construcciones relativamente recientes de la gimnasia de mujeres, el juglar y el circo.
El equilibrio de los cuerpos contorsionados
A los acróbatas de la juglaría y del circo se los identificaba no sólo con lo
aéreo, sino también con el arte del equilibrio. Efectivamente, lo aéreo depende del equilibrio. El equilibrio, a su vez, es a menudo un componente de la
contorsión. En consecuencia, tanto en el circo como en la gimnasia de mujeres hoy en día, el equilibrio no sólo negocia lo superhumano y lo simplemente humano, sino que también vincula lo acrobático con lo aéreo (ya de
por sí ambivalentes), los cuerpos femeninos superhumanos con lo
infrahumano (Bouissac 1976: 47-9).11
En la gimnasia, lo aéreo requiere equilibrio, al grado que la/el acróbata
exitoso debe en última instancia mantener su equilibrio mientras maneja
hábilmente la fuerza gravitacional. La capacidad para hacerlo, y la posibilidad de no lograrlo, son lo que constituye la habilidad y el riesgo de la
maniobra. Las rutinas de gimnasia, por tanto, son ejercicios ritualizados de
perturbación (calculada) y auto control (Bouissac 1976: 34-7). En este sentido, “lograr un buen aterrizaje” es prueba de que se ha alcanzado el equilibrio
y que se ha realizado correctamente la habilidad completa. Aterrizar sin dar
11
Russo sugiere también una segunda manifestación siniestra del aerialismo femenino,
la de la actuación grotesca (Russo 1983: 40-1).
Ann Chisholm
un paso hacia atrás o un salto hacia adelante también es importante en
tanto el cuerpo humano, por un momento el cuerpo de una posible “falta” o
desastre, se reconstituye como superior y superhumano. Mediante estas
demostraciones de equilibrio, los cuerpos potencialmente vulnerables (sobre todo los cuerpos fracturados, con esguinces y esparadrapos de las
gimnastas) demuestran mucho más poder y valor de lo que los espectadores
podrían esperar.
El equilibrio, entonces, parece marcar el límite entre lo superior o
superhumano y lo simplemente humano. Siguiendo esta lógica, los y las
comentaristas de televisión sobre gimnasia de mujeres se muestran obsesionados con el “chequeo del equilibrio”, con el paso o el “salto” durante el
aterrizaje y con la “falta”.12 Uno de los mantras favoritos susurrado por los
comentaristas olímpicos para el público estadounidense en 1996, “recuerden, la viga de equilibrio tiene 1.3 metros de altura y 10 centímetros de
ancho”, también subraya lo que está en juego en esos momentos.
De manera similar, a menudo se utilizan las repeticiones de desequilibrios en cámara lenta para introducir las siguientes ejecuciones. Como afirma Margaret Morse, la repetición en cámara lenta no sólo transmite un
sentido de “la fantasía del cuerpo como una máquina perfecta rodeada por
el aura de lo divino”, sino que también le presta “un aura de cientificismo”
(1983: 56). En el caso de la cobertura que se da en EUA a la gimnasia de
mujeres, este escrutinio científico se utiliza con frecuencia para ubicar los
errores físicos que dan como resultado el desequilibrio (u otras, casi siempre
relacionadas, deducciones en el puntaje). Por tanto, los close-ups en cámara
lenta de las manos y pies de las gimnastas en la viga de equilibrio o las barras
paralelas asimétricas, no sólo enfatizan la precisión de las ejecuciones gimnásticas, sino que identifican los momentos en que los errores minúsculos de
cálculo dan como resultado lo que los comentaristas llaman “desastres” (caídas). Al mismo tiempo, el uso de repeticiones en cámara lenta y el énfasis en el
riesgo resaltan ambos la emoción provocada por lo superhumano y proporcionan recordatorios consoladores de lo meramente humano.
12
El Código de puntuación de 1994 identifica una gama de faltas técnicas y penalizaciones por “pérdida de equilibrio en la recepción de elementos y salidas”. Entre tales errores
se encuentran los siguientes: “pequeño saltito, inseguridad”, uno, dos, tres pasos, “caída sobre una o ambas manos, rodillas, saltos o sobre el aparato”, “movimientos adicionales para mantener el equilibrio” (International Gymnastics Federation 1994: 22).
53
54
cuerpo y deporte
No se puede negar que el deseo de ser testigo de esto último ha sido
incluido en la cobertura de los juegos olímpicos. Por ejemplo, sólo hasta
hace poco, las competencias de las gimnastas incluían una vuelta obligatoria en la que todas ejecutaban una serie idéntica de movimientos predesignados en cada aparato. Además, tanto en la competencia por equipos como
en la all around, como en las competencias individuales, las gimnastas que
se ganan el derecho a avanzar, repiten sus ejecuciones opcionales tres veces
en cada aparato. Estas ejecuciones reciben el nombre de “rutinas” por parte
de las gimnastas y los comentaristas de los medios. La repetición de estas
rutinas difumina la novedad de los elementos innovadores, superhumanos
(que también se llaman “habilidades”). La repetición incrementa la posibilidad de que ocurra un error (en tanto la gravedad tiene que triunfar de vez
en cuando). Realza el significado de las fallas, que reemplazan la innovación como la noticia importante transmitida a los fanáticos estadounidenses (en la misma competencia o en diferentes competencias).13
Por lo tanto, las y los comentaristas dedican bastante tiempo a familiarizar al público con las posibles deducciones de puntajes. El público estadounidense, a su vez, no puede más que mirar una competencia de gimnasia
televisada con una conciencia exagerada de que una vacilación durante un
parado de manos en las barras asimétricas, una turbación en la viga de equilibrio, un talón que toca la línea blanca que rodea el tapete para los ejercicios
de manos libres darán como resultado una reducción del puntaje. A la vez, la
rutina “perfecta” en las competencias es más bien rara, y se logra sólo ante la
ausencia de desequilibrios y una variedad de “faltas” relacionadas. La gimnasia de mujeres en EUA es un deporte en el que se obtienen resultados positivos en gran parte en términos de una negativa central omnipresente, en la
que los puntajes más altos son el efecto, relativamente raro, de una ausencia
de deducciones casi inevitables, en la que lo superhumano proviene del
borramiento de defectos humanos de los que virtualmente nadie se escapa.
En la gimnasia femenil, el equilibrio no sólo distingue el cuerpo del
control último, sino que también posiciona el cuerpo de la contorsión última. Así, Korbut introdujo no sólo el salto hacia atrás en la viga de equilibrio,
sino también la maniobra de parado de manos en la que llevaba el pecho
13
De acuerdo con la Tabla general de faltas, la gimnasta debe evitar 55 posibles faltas que
resultan en deducciones a su puntaje (International Gymnastics Federation 1994: 22-5).
Ann Chisholm
hacia la viga mientras arqueaba la espalda y sostenía las piernas hacia
atrás sobre la cabeza (al final su barbilla y su pecho se sostenían longitudinalmente sobre la viga mientras su mirada se fijaba en las puntas de los
pies). Una variación más reciente de esta pose, la plancha invertida, se ejecuta
a lo ancho, no a lo largo, de la viga. La gimnasta que ejecuta este elemento
sostiene un parado de manos sobre la viga y baja las piernas, dejándolas
separadas, lo que crea una línea horizontal que corre paralela a la viga.
Después arquea la espalda de tal manera que desplaza las caderas, moviendo las piernas separadas sobre la parte trasera de su cabeza y suspendiéndolas en el aire cerca de 15 cm por encima de la viga. Elementos gimnásticos
como estos, que combinan el equilibrio, la fuerza y ejecuciones inusuales de
extrema flexibilidad, no son raros en la gimnasia de mujeres.
Tanto la acróbata como la contorsionista corren serios riesgos, en tanto
encarnan, de acuerdo con Paul Bouissac, “una diferencia que se aleja de la
norma aceptada” (1976: 46). Como una transmutación irregular, distorsionada (e incluso estrafalaria) del cuerpo, sin embargo, la contorsión representa un serio riesgo cívico en cuanto no manifiesta trascendencia o progreso,
sino más bien se desvía de las convenciones sociales y los estándares de
conducta. Así, a lo largo de las historias de la cultura occidental, los cuerpos
de los contorsionistas han sido representados como figuras exóticas, perversamente sexuales y deshumanizadas.
Del mismo modo, en el caso de la gimnasia femenil de EUA, los cuerpos
femeninos aéreos que adoptan posiciones contorsionadas son ya percibidos
como contorsiones en sí mismas. Incluso cuando se fuerzan para recuperar
la feminidad, logran, cuando más, un precario equilibrio: aunque muchas
logran una forma de feminidad fronteriza, se mantiene la androginia. Por
ejemplo, una mirada cercana a la mayoría de las gimnastas cuando arquean
la espalda, ya sea en vuelo o cuando aterrizan después de una salida, generalmente revela sólo una prominencia en sus torsos superiores, la de las
costillas bajas, no la de los senos. Esta prominencia resalta profusamente
debido al torso inferior cóncavo de las gimnastas, por una hendidura en el
lugar en que se asientan típicamente los órganos reproductivos.14 En conse-
14
Los informes que dicen que las gimnastas que participan en competencias en EUA no
menstrúan refuerzan la ausencia percibida de los órganos que marcan el sexo. Estos
informes están apoyados por estudios médicos y por investigaciones controvertidas
sobre la gimnasia de mujeres (Blimke, Chilibeck y Davidson 1988: 87-8; ryan 1995: 9).
55
56
cuerpo y deporte
cuencia, el cuerpo que se celebra cuando está en vuelo y cuando completa
las rutinas es un cuerpo femenino en el que los indicadores de la reproducción están borrados. Las gimnastas acróbatas, aéreas, por lo tanto, no dejan
totalmente atrás lo abyecto.
En la gimnasia de mujeres contemporánea, entonces, los “cuerpos espectaculares, lustrosos y trascendentes” (1995: 15) que Russo considera
como “modeladores de los ideales de progreso y liberación” (23) están conectados inextricablemente con la contorsión, la androginia y el deterioro.
La gimnasia de mujeres de EUA, al parecer, fomenta una variedad de excepcionalidad femenina que ha sido lograda en su mayor parte por criaturas
contorsionadas, parecidas a enanos. Y están situadas, en palabras de
Bouissac, en los confines de la “discontinuidad biológica negativa” (1976:
49), en el reino del monstruo de feria y lo infrahumano. Se representa, a su
vez, a los cuerpos de las mujeres acróbatas y aéreas como dañados
crónicamente e internamente desfigurados (por tendinitis, la enfermedad
de Osgood-Schlatter, fracturas por fatiga, vértebras comprimidas, etc.). Por
otra parte, los relatos que vinculan la tecnología con el fortalecimiento de
estos cuerpos y con su aerialismo trascendente tienen una manifestación
complementaria: estos mismos cuerpos son descritos por los comentaristas
como cuerpos que contienen “tornillos [que] adhieren el talón al hueso”,
“un implante de meniscos en su rodilla” y demás. Estos cuerpos, que transgreden las fronteras de la capacidad física humana del género, e incluso del
sexo, son hasta cierto punto frankensteinianos.
No son cuerpos que representen las fantasías aéreas —de excepcionalidad blanca, burguesa, ciudadana y, a la vez, de feminidad extraordinaria—
de maneras sencillas. Así, al movilizar lo aéreo, estos cuerpos femeninos lo
interrumpen y lo reconfiguran. Estos cuerpos, entonces, parecen desestabilizar no sólo el sexo y el género, sino también todo lo que las mujeres aéreas
podrían haber garantizado.
Gimnastas monas y deseos conflictivos
Cuando la gimnasia femenil en EUA incorporó las acrobacias, entró en escena la gimnasta andrógina (levemente feminizada, no obstante), contorsionada, enanizada. Como consecuencia, durante el último cuarto de siglo, las
Exactos o no, tales rumores no han sido refutados por los medios principales de comunicación de EUA.
Ann Chisholm
gimnastas estadounidenses han estado asociadas con lo infrahumano y lo
“monstruoso” (Seabrook 1998: 39). En este contexto, la figura de la niña
mona ha llegado a ocupar el primer plano, funcionando como un medio que
corporiza y contrarresta los riesgos encarnados por estos cuerpos femeninos acrobáticos y contorsionados.
“Lo mono”,15 de acuerdo con Lori Merrish, “es una estética específica
histórica y nacional [que]… parece haber surgido como un estilo cultural
distintivo en los Estados Unidos de finales del siglo XIX” (1996: 187). Asociado con los atributos físicos de los niños, lo mono se vincula con la imitación del
comportamiento adulto, con las miniaturas, así como con la precocidad y
los niños prodigio (Merrish 1996: 187; Morreall 1991: 283). Realizar actos
monos, que son espectáculos por sí mismos, realza y embellece las maniobras espectaculares ejecutadas por gimnastas acróbatas. Estas hazañas
aéreas parecen aún más extraordinarias, atrevidas y mágicas cuando son realizadas por niñas prodigio que son monas.
Ser mona, sin embargo, no funciona únicamente para intensificar los
efectos de la acróbata per se. Puesto que ser mona es en última instancia un
“estilo cultural femenino”, funciona como primera capa para el barniz femenino suplementario, compensatorio y (más o menos) seguro que se le
pide a la mujer aérea (Merrish 1996: 188, 195). Al mismo tiempo, ser mona
funciona en la gimnasia de mujeres de EUA como una forma de “conducta
apologética”, una frase que acuñó Jan Felshin al describir la conducta que
funciona para indicar acuerdo con —y para minimizar las transgresiones
de— las normas sociales (generizadas) en el deporte (Felshin 1974: 36-40,
Festle 1996: 45). Dicho comportamiento, argumenta Mary Jo Festle, se le ha
exigido tradicionalmente a las mujeres estadounidenses que destacan en el
deporte porque las atletas femeninas son consideradas a menudo
oximorones generizados y por tanto estigmatizadas como mujeres anormales (1996: 45-51, 67-70, 265-67, 284-5, 289). De diversas formas, la gimnasia
de mujeres en EUA, descendiente de las versiones del deporte de los siglos
XVIII y XIX, claramente diseñadas para abordar las necesidades percibidas
en lo físico y lo emocional (así como las deficiencias) de las mujeres, funcionaba en sus comienzos como si estuviera pidiendo disculpas (1996: 289).16
15
Cuteness en el original [N. de la T.].
Ver también Todd 1998: 88-170. Aunque los regímenes gimnásticos para mujeres estaban
a menudo generizados de esta forma, muchos otros eran complejos y contradictorios.
16
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58
cuerpo y deporte
A pesar de todo, aunque la meta histórica de la gimnasia de mujeres de EUA
ha sido esencialmente la de refinar el comportamiento femenino, el giro
acrobático que el deporte tomó en los setenta introdujo una contradicción
fundamental entre ese impulso histórico y las connotaciones masculinas
asociadas con el aerialismo, con cuerpos que parecían más de niños que de
mujeres y con la creciente musculatura que era necesaria para destacar en el
deporte. Así, al tiempo que ha incrementado lo que está en juego de estas
maneras, el deporte también se ha “doblado”, en palabras de Festle, “hacia
atrás para mostrar una conducta perfecta (modesta, femenina, mona)” (XXII),
al incorporar el ser mona.
En la gimnasia de mujeres de EUA, el ser mona contrarresta la masculinidad al tiempo que constituye una imagen modernista de la liberación de
las mujeres que depende de cuerpos pequeñitos, rasgos liliputienses, colas
de caballo, listones y demás. Igualmente importante, el ser mona recodifica
también los cuerpos contorsionados, aparentemente asexuales, de las
gimnastas. Como resultado, las resonancias de androginia se ven suavizadas por las asociaciones con la prepubertad y la niñez, incluso entre las
gimnastas que se acercan a los veinte años de edad. De este modo, ser mona
corporiza las desviaciones físicas y performativas de las normas de género
y sexo a la vez que funciona también para minimizar y contener esas transgresiones de los límites sociales.
En resumen, ser mona incorpora a los cuerpos andróginos, enanizados
y contorsionados (marcadores de lo transgresivo y lo infrahumano), mientras que también construye a las gimnastas acróbatas, aéreas, como figuras contra las que (hasta cierto punto) no hay nada que objetar y que no
representan una amenaza, pues están cubiertas con un betún de feminidad
acordada: como niñitas monas. Ser mona establece, así, los términos de su
propia domesticación y la de los deseos conflictivos de los espectadores,
en tanto desexualiza y feminiza a sus participantes.
Niños y niñas monas: hecho en Estados Unidos
En congruencia con la tesis de un comentarista según la cual “el trabajo y la
disciplina férreas que han cultivado en su entrenamiento como gimnastas
se ha trasladado a otras áreas de sus vidas”, la cobertura de los medios
estadounidenses ha subrayado las impresionantes contribuciones del equipo olímpico de 1996 a la vida nacional (ESPN 1997). Las integrantes del
equipo de 1996 —el primer equipo de gimnasia estadounidense que gana
una medalla olímpica de oro, como se recuerda con frecuencia a los especta-
Ann Chisholm
dores— han hecho más que enmendar la historia nacional del deporte. También han realizado contribuciones culturales importantes a la música clásica (Amy Chow), a los musicales de Broadway y los videos de música
(Dominique Dawes) y a la televisión (Kerri Strug). Además, la biología y los
negocios se beneficiarán también del poder de sus mentes (Chow y Shannon
Miller). Estas jóvenes, en consecuencia, han sido posicionadas como ciudadanas modelo y como la inspiración para las futuras gimnastas de los EUA.
Sus contribuciones se han asociado inextricablemente a su comerciabilidad:
han funcionado como emblemas para los gimnasios de sus padres (Domnique Moceanu), para sus lugares de origen (una calle recibió el nombre de
Jaycee Phelps), para sus estados de origen (Shannon Miller fue nombrada la
ciudadana del año en Oklahoma) y para la gimnasia en general. Las integrantes del equipo de 1996 han sido descritas en programas especiales de
televisión como “niñas y jóvenes ordinarias con talentos extraordinarios”
(ESPN 1997). Su ser monas, a su vez, sirve para amplificar la prodigiosidad
no sólo de sus logros físicos, sino también de las contribuciones que han
hecho a la vida nacional. Como se proclama en “Las siete magníficas: hecho
en Estados Unidos” (ESPN 1997), título de un especial de televisión que
promovía al equipo de gimnasia de mujeres como “el rostro de Estados
Unidos”, estas niñas magníficas, prodigiosas y monas sólo podían haber
sido hechas en Estados Unidos, como resultado de la reproducción heterosexual en tierra estadounidense (y, como veremos, como productos comercializados principalmente a través de su ser monas).
Sin embargo, Merrish escribe que el niño ha funcionado desde hace
mucho no sólo como “el locus privilegiado para la transmisión de la cultura”, sino también como “el Otro (‘no civilizado’) en… el ámbito de la cultura”
(1996: 187-8). Sugiere, así, que ser mona/o es una “estrategia para domesticar la otredad (del monstruo, de la niña o el niño)” (Idem).17 Los niños y las
niñas personifican no sólo el futuro de lo social, sino también los riesgos de
lo antisocial.
En este contexto, es crucial el hecho de que ser mona/o funcione para
suavizar pública y colectivamente dichas inquietudes de acuerdo con la
17
Lauren Berlant ha analizado la ansiedad estadounidense respecto a los niños inmigrantes en una vena similar (1996: 413-5, 422). Otros estudiosos han discutido un deseo
más generalizado, pero estrechamente relacionado, de construir niños (aparentemente
inocentes y atractivos), como figuras monstruosas, antisociales. Ver Warner 1994: 43-63
y Kincaid 1998: 140-64.
59
60
cuerpo y deporte
lógica privada, íntima de la familia (Merrish 1996: 187).18 John Morreal escribe que los rasgos monos atractivos y aniñados (y yo diría que también los
comportamientos considerados monos) tienen una función distintiva: la de
“provocar una conducta cariñosa” (1991: 284-5). La niña o el niño monos,
en otras palabras, nos invitan a adoptar un rol parental. Así, el atractivo, el
encanto y la deseabilidad del ser mona/o quedan demostrados cuando provocan reacciones de afecto, protección y adopción (Morreall 1991: 284-5;
Merrish 1996: 186-7).
Construido dentro de esta dinámica socialmente codificada, lo mono negocia diferencias que van más allá de los binarios niño/adulto, inmaduro/
maduro y demás, de la manera más encantadora y menos amenazante.19 Las
diferencias raciales y culturales, por ejemplo, con frecuencia están mediadas por imágenes de niños y niñas monas que representan a diferentes
razas jugando juntas. En estos contextos, lo mono funciona por la inferencia
de una inocencia presocial, aniñada. En este nivel, pareciera que la naturaleza humana limpia el pizarrón social. Por lo tanto, como demuestran el
encanto de la niña o el niño monos y las respuestas apropiadas (afecto y
abrazos), la niña o el niño monos quedan ubicados como miembros de la
familia humana que trasciende la raza o la nación.
Sin embargo, el ser mono no indica la inexistencia de la diferencia; más
bien, indica que la diferencia esta subsumida en un deseo de apropiación,
de adopción, que emana de la subjetividad supuestamente madura (socializada) que define los parámetros del ser mono desde el comienzo. La niña o el
niño monos están sujetos a la (re)socialización de las familias que lo consideran mono; sobre todo en tanto su ausencia de subjetividad social lo convierte
en un repositorio perfecto para tales proyecciones (Merrish 1996: 186). Lo
mono, entonces, sirve como una prueba contundente de la capacidad de
asimilación no amenazadora, de hecho, placentera.
En esta vena, las integrantes del equipo de 1996 han sido representadas
rutinariamente en términos de su adoptabilidad. Esta dinámica se vuelve
aparente cuando estas atletas de renombre internacional son construidas y
18
En Estados Unidos vemos cómo se establecen vínculos entre los niños y niñas y la
política de los valores familiares. Berlant 1996 y Jenkins 1998: 10-11.
19
En un inicio, tomé estas afirmaciones como extensiones del estudio de Merrish y
Morreal en cuanto a lo mono. Más tarde Henry Jenkins presentó argumentos similares en
su introducción a The children’s culture reader (1998: 1-37). Sus argumentos apoyan no
sólo las conclusiones de Merrish y Morreal sino las mías también.
Ann Chisholm
contextualizadas como niñas en términos de sus padres y, con mayor claridad, en términos de sus entrenadores. Sin embargo, los comentarios de la
televisión revelan que las gimnastas, para poder entrenar, no viven con sus
padres, en realidad. Queda revelado, por tanto, que la gimnasta es una niña
que ha sido retirada de la vida en la forma tradicionalmente concebida para
las adolescentes estadounidenses (p. ej. no hay cine, ni pizza, ni partidos de
futbol) y que está separada de su familia (que la apoya incondicionalmente).
Su adoptabilidad queda establecida claramente cuando los medios estadounidenses caracterizan a sus entrenadores como padres adoptivos. En muchos casos, las gimnastas mismas han descrito a sus entrenadores como
figuras parentales. La cobertura de los medios sustenta esta percepción aún
más al darle más tiempo en la pantalla a los entrenadores que a los progenitores de las gimnastas, quienes rara vez aparecen al lado de sus hijas. Además, durante estas interacciones televisadas entre la gimnasta y su
entrenador, este a menudo exhibe conductas parentales. Los espectadores
con frecuencia ven cómo el entrenador abraza a la gimnasta, la llama “baby”,
se hinca para apretarle los hombros con orgullo, la orienta para que “salude
a la gente” y demás.
De esta manera, la cobertura televisiva de la competencia de 1996 enfatizó
las respuestas parentales de dos entrenadores en particular: Bela Karolyi y
Steve Nunno. El gran porcentaje de tiempo aire dedicado a estos entrenadores es de notarse porque ni Karolyi ni Nunno eran entrenadores del equipo
estadounidense y porque estaban separados de la plataforma de competencia por una barricada. Esto marcaba un énfasis no atípico en la personalidad de los entrenadores varones, en oposición a las de las dos mujeres que
de hecho eran las entrenadoras oficiales del equipo, y caracteriza a las
gimnastas monas como “las niñas de papá” (Ryan 1995: 68).20 Los espectadores, a su vez, han sido invitados a asumir el papel de la figura materna
relativamente ausente.21
20
De manera similar, Susan Cahn ha escrito que estas “duendecillas adolescentes eran
dirigidas por hombres de edad media que combinaban los papeles de padre adoptivo y
supervisor estricto”.
21
Aunque ha habido entrenadoras mujeres en el deporte, los entrenadores varones han
sido, históricamente, mucho más destacados. Además, hasta hace muy poco tiempo,
muchas de estas entrenadoras han estado casadas con sus compañeros entrenadores y
subordinadas a ellos. En los últimos tres años, sin embargo, la cobertura de los medios
ha presentado a las entrenadoras en mayor grado. Sospecho que debido a que se ha
61
62
cuerpo y deporte
La figura de Karolyi, el entrenador más exitoso de gimnasia femenil en
la historia de EUA, requiere un momento de nuestra atención. A pesar de que
se ha informado de tensiones entre la Federación de Gimnasia de EUA y
Karolyi, sus presentaciones (y éxitos) públicos como entrenador han resultado en su enorme influencia sobre las construcciones que hacen los medios
de la gimnasia de mujeres. Esta figura grande, exuberante, parecida a
Geppetto, generalmente aparece en televisión expresando entusiasmo y afecto
por sus protegidas. Famoso por lo que sus comentaristas denominan sus
“abrazos de oso” y por alzar a las gimnastas victoriosas por encima de su
cabeza, Karolyi ha producido la primera (y durante cerca de una década, la
única) victoria de los Estados Unidos en competencias internacionales de
mujeres. Además, fue pionero del despliegue público de cariño parental:
ejecutado, siempre, dentro del rango de una cámara de televisión.
La impresión de que las gimnastas monas han derretido el corazón de
este hombre grande, aparentemente brusco, refuerza la impresión de su
monería. Karolyi usa esta dinámica relacional como un medio para vender
agresiva y exitosamente a sus gimnastas (y a sí mismo) a los jueces internacionales, a los públicos televisivos y a los patrocinadores potenciales. Ser
mona se ha convertido en un medio para convertir en productos a las
gimnastas que están “hechas en los Estados Unidos”, no sólo al establecer
su adoptabilidad (y deseabilidad), sino también al inspirar deseos de propiedad complementarios (Merrish 1996: 186-8, 195-6).
La adoptabilidad de la gimnasta, por tanto, no se limita a su relación
(mediatizada) con su entrenador. Los padres de Miller, por ejemplo, han
afirmado que los miembros del Club Kiwanis local “piensan todos que son
su padre adoptivo” (ESPN 1997). Del mismo modo, Shannon misma ha dicho que todos en su ciudad “siempre me han tratado como a una hija” (ESPN
1997). El gobernador de Oklahoma, a su vez, se ha referido a ella como “la
hija adoptiva del estado” (ESPN 1997). Las referencias frecuentes a las
gimnastas por su nombre de pila facilitan estos impulsos de adopción y
apropiación. En la cultura popular estadounidense, la ausencia de apellido
generalmente significa que se es una estrella o una súper estrella (Maddona,
sentado un precedente maternal con respecto a la construcción de los espectadores por
parte de los medios, porque las entrenadoras generalmente son representadas como
figuras maternas y porque lo mono provoca una respuesta maternal, se alentará a los
espectadores a identificarse con estas figuras femeninas.
Ann Chisholm
Cher, Michael, etc.). Sin embargo, en el caso de las gimnastas aniñadas, esta
convención también indica que la nación las ha acogido (Olga, Nadia, Mary
Lou) en su corazón.
Así, con respecto a las integrantes del equipo de 1996, ser mona es un
código mediatizado de intimidad que funciona como una precondición para
las representaciones amorosas: el amor que siente la nación por ellas y su
amor por la nación.22 En consecuencia, la representación del ser mona en los
medios sitúa sus actuaciones públicas y sus prodigiosas contribuciones a
la vida nacional en términos del cariño colectivo. Entonces, siguiendo la
ampliamente publicitada victoria de la Olimpiada de 1996, que fue designada como un “enamoramiento nacional” (Clarey 1996f: B9), el New York Times se preguntaba: “¿quién no aspiraría a ser la próxima consentida de la
nación?” (1996: 12).
A su vez, la cobertura de los medios ha circunscrito y posicionado a las
integrantes del equipo de 1996 como estadounidenses a través de esta lógica de la adopción y la familia. Esta lógica acarrea una fuerza importante,
pues la familia se ha vuelto sinécdoque de los valores y el legado de la
cultura nacional. Lauren Berlant ha explicado esta relación al describir las
maneras en que “los valores de la familia [heterosexual] tradicionales, apolíticos, sentimentales y patriarcales” intersectan con los de la cultura nuclear estadounidense: con “una cultura nacional normal y blanca”, una
“cultura nacional nuclear que nunca ha existido en realidad más que como
un ideal o un dogma” (1996: 398, 401).23 Afirma, a su vez, que las representaciones mediatizadas de formas familiares y de la cultura nuclear han generado imágenes sentimentales de una cultura estadounidense singular
(así como modelos para la subjetividad social y la ciudadanía) que están en
oposición a —y que imaginan un futuro a expensas de— poblaciones, encarnaciones y prácticas abyectas, “anti-normativas” (397-401). Berlant plantea su caso mediante el examen de varias figuras mediatizadas. Entre estas
son paradigmáticas dos representaciones antropomórficas que median las
inquietudes respecto a la cultura nacional nuclear: “el rostro cambiante de
los Estados Unidos” y “el nuevo rostro de los Estados Unidos”. Como se
22
Merrish argumenta que ser mona puede funcionar como “un evento cultural masivo”
y como un “estilo comercial”.
23
Ver también el análisis de Judith Stacey de la “campaña por los nuevos valores
familiares” (1996: 62-72).
63
64
cuerpo y deporte
señaló antes, el especial de televisión titulado “Las siete magníficas”, que
subrayaba muchos de los temas manejados en este artículo (en particular
los de ser mona, la adopción y la familia), introducía y enmarcaba todo el
programa con un segmento que incluía representaciones del equipo de 1996
como una mona articulación del “rostro de los Estados Unidos” (Chisholm
1999: 134-38).
En las representaciones de la gimnasia femenil en los medios, ser mona
—una estética antropomórfica provocada en un grado importante por los
parecidos físicos y conductuales con las niñas— se funde con la lógica de la
familia y la cultura nuclear mediante la dinámica de la adopción y el afecto
que sirve para validar lo mono como mono. Además, al igual que la cultura
nuclear, ser mona, de acuerdo con Merrish, también tiene una tremenda
deuda con la lógica de las “estructuras familiares y emocionales” angloamericanas, burguesas, patriarcales (heterosexuales) (1996:189).24 En consecuencia, esta dinámica también minimiza las complicaciones amenazadoras
que podrían provocar las niñas contorsionadas, andróginas, que están a
caballo sobre la línea que divide lo social de lo antisocial, la desviación de la
norma. Aunque su estatus como niñas monas permite a las integrantes del
equipo de gimnasia encarnar la diferencia domesticada, también funciona,
a través de la adopción, como un mecanismo que las circunscribe radicalmente como sujetos sociales en los medios nacionales.
Deseos repudiados
Las monas gimnastas estadounidenses han sido ubicadas recientemente
por las representaciones de los medios como niñas precoces (y potencialmente transgresoras) que son consideradas objetos de cariño y adopción
dentro de la lógica blanca, normal y nacional de la familia (heterosexual,
patriarcal). Su encanto parte de su capacidad para hacerse atractivas en (y
para) los medios de acuerdo con esos términos, términos definidos y delimitados por la cultura madre: la cultura nacional nuclear, tal y como la define
Berlant. Entonces, la negociación manifiesta de las diferencias entre la niña
y el adulto, entre lo desviado y lo normativo, entre lo antisocial y lo social, es
24
Tanto el ser mona/o como las representaciones del “rostro de los Estados Unidos”
descritos por Berlant surgieron como respuestas mediatizadas a las inquietudes (cuasi
eugenésicas) blancas y anglos, respecto a las implicaciones que la inmigración tenía para
los Estados Unidos (Berlant 1996: 410-24; Merrish 1996: 187-8).
Ann Chisholm
realizada por la niña mona (y potencialmente transgresora) como su deseo.
Así, de acuerdo con Merrish, las representaciones del ser mona entablan
esas negociaciones y exhiben un “deseo de mismidad” que parece ser el de
la niña (1996: 194). Estas son las condiciones bajo las cuales la gimnasta
mona actúa y autentifica el amor por su familia adoptiva y por los valores de
la cultura nuclear; estas son las condiciones bajo las cuales se invita a los
espectadores a responder cariñosamente amándola a su vez.
El ser mona se representa muchas veces mediante actos encantadores
de imitación diminutiva. De manera similar, la gimnasta mona que ejecuta
su rutina de manos libres exhibe su carisma y encanto mediante la imitación de conductas adultas. Cuando las gimnastas imitan los gestos estereotípicos de soldados, cowboys y bailarines folklóricos, estas jóvenes que
poseen muy pocas o ninguna indicación física de su sexo reproducen aspectos de lo social, pero sólo de manera juguetona, en un nivel superficial.
Como indica el título “Gimnasia artística de mujeres”, la gimnasta prepúber obtiene puntos cuando imita lo que ella no es. De acuerdo con el arte
femenino, la gimnasia de mujeres exige que los cuerpos andróginos,
inmaduros y aniñados parezcan elegantes y graciosos. Por lo tanto, sus
ejecuciones de acrobacia y contorsión deben también incluir posturas y gestos elegantes y graciosos que tengan la connotación de la feminidad madura y refinada. Debido a que estos elementos llamados “gimnásticos” son
similares a las posturas y saltos del ballet, las gimnastas a veces se parecen
a versiones en miniatura de bailarinas prototípicas. Esta miniaturización y
mímica de la feminidad elegante, graciosa, marca, en última instancia tanto
su presencia como su ausencia. A través de estas ejecuciones del ser mona,
la gimnasta andrógina se feminiza como una niñita que moviliza nuestro
afecto cuando pretende ser una mujer. Al hacerlo, negocia la diferencia entre su androginia y las normas heterosexuales de género y sexo.
Sin embargo, las implicaciones de su mímica deben estar necesariamente restringidas. En este punto, las “mini seducciones” ejecutadas por la
gimnasta mona se complican (Merrish 1996: 195). Puesto que lo que está en
juego es la diferencia —y de hecho se alude a ella debido a la diferencia entre
la imitadora (niña) y el original (adulta)— el deseo por la niña mona, el
deseo necesario para legitimar lo mono como mono, debe estar limitado de
alguna manera. Por tanto, cuando la gimnasta imita los estereotipos de la
feminidad normativa, heterosexual, el reconocimiento de su atractivo debe
ser contenido. Esta contención está marcada por una frontera (generizada)
que distingue las respuestas apropiadas e inapropiadas ante lo mono: una
65
66
cuerpo y deporte
postura de cariño y adopción (y protección) femenina, materna está bien,
mientras que cualquier cosa que se parezca a una atracción recíproca, masculina (incestuosa, paternal), heterosexual debe ser repudiada.25
No obstante, muchas gimnastas que ejecutan los ejercicios de manos
libres coquetean abiertamente con sus jueces y públicos. Por ejemplo, la
rutina olímpica de manos libres de Amanda Borden, usada en comerciales
que promovían la cobertura de NBC de la gimnasia de mujeres, estaba repleta de contoneos de cadera y constantes arreglos del cabello, gestos que recuerdan a Mae West. A su vez, las actitudes recíprocas ante tales ejecuciones
monas son consideradas indecentes y perversas de acuerdo con la lógica
familiar que subyace a la cultura nuclear estadounidense (irónicamente, la
misma lógica que establece los términos en que se dan las ejecuciones monas en primer lugar).
Existe, por lo tanto, la expectativa de que los espectadores estadounidenses desviarán y minimizarán el coqueteo de la gimnasta en la medida en
que es, después de todo, una imitación de seducción femenina realizada por
una niña honesta que no es ni una mujer ni un sujeto social totalmente
desarrollado. Además, la prohibición social claramente censura las reacciones abiertas ante la gimnasta mona que arriesgan posicionarla como un
objeto de deseo. De este modo, mientras la cobertura de los medios enfatiza
(con cierta desesperación) la masculinidad heterosexual activa de los
gimnastas varones que tienen cerca de 18 años con referencias repetidas ya
sea a sus esposas e hijos o a sus novias, y mientras que subraya la heterosexualidad de otras atletas mujeres, se esfuerza por representar a las
gimnastas adolescentes como niñas jóvenes enclaustradas que no tienen
tiempo para fiestas, graduaciones ni novios.26 Incluso en el contexto de una
cobertura expresamente diseñada para presentar a las integrantes del equipo de gimnasia de mujeres como adolescentes normales, rara vez se mencio-
25
Merrish escribe que la niña mona “no es el sitio de la ausencia de la sexualidad, sino de
su repudio” (1996: 195).
26
Cuando los medios cubren la gimnasia de hombres, de manera rutinaria, de hecho
obsesiva, presentan a las esposas e hijos de los gimnastas como una manera de reforzar
el estatus heterosexual de estos. Este es el caso, sospecho, no sólo debido a su edad, sino
también porque la gimnasia refuerza, por un lado y pone en peligro sutilmente la
presunción de masculinidad y heterosexualidad requeridas a los atletas varones estadounidenses.
Ann Chisholm
na a los novios y las salidas.27 Los medios más bien subrayan el estatus de la
gimnasta como una niña casta y disciplinada.
Todavía más revelador es el caso en el que el comentarista de NBC, John
Tesh, especuló que los miembros de una fraternidad podrían intentar visitar a las integrantes del equipo de gimnastas de 1996, que estaban alojándose en una casa de fraternidad de la Universidad Emory durante los juegos
(National Broadcasting Corporation 1996a). Este comentario fue recibido
por el silencio atónito de sus colegas, los ex gimnastas Tim Dagget y Elfi
Schlegel. Quedaba claro que los compañeros de Tesh estaban reaccionando
a algo más que la necedad de su comentario. Lo indecoroso (y casi obsceno)
de sus observaciones puede explicarse en parte debido a su ignorancia de la
prohibición de invocar —incluso de manera hipotética— el deseo heterosexual que podría construir a las gimnastas como su objeto.
En consecuencia, es muy poco lo que se puede comentar sobre las maneras en que las imágenes mediatizadas de la parte inferior de los cuerpos de
las gimnastas han funcionado en relación a los ideales recientes del atractivo sexual femenino heterosexual. El torso inferior delgado y muscular tradicionalmente asociado con la masculinidad se convirtió en un emblema de la
feminidad heterosexual atractiva y empoderada en el contexto de la industria de acondicionamiento físico establecida a través de la mercantilización
del trote, el levantamiento de pesas, el jazzejercicio, los aerobics, etc. Esto
coincidió con la codificación y popularización de la gimnasia como un deporte femenino decididamente acrobático. Así, los cuerpos andróginos,
prepúberes que se volvieron emblemáticos de la gimnasia de mujeres entre
mediados de los setenta y principios de los ochenta inadvertida y paradójicamente contribuyeron a y fortalecieron aspectos del atractivo femenino que
se materializaron en la nación en esa época. Así, un gran número de competidoras de los concursos de Miss Fitness America han sido gimnastas que
ejecutaban rutinas de baile y acrobacias.
Dado el desarrollo atrofiado de los senos de la mayoría de las gimnastas,
no sorprende que se hayan fetichizado sus torsos inferiores y no los superiores. Además, las mangas largas de los leotardos cubren los músculos
saltados, cruzados por venas y fibrosos de los torsos superiores (sus bíceps,
27
De hecho, las gimnastas son presentadas como novias, prometidas, esposas y madres
sólo después de que se han retirado de las competencias internacionales.
67
68
cuerpo y deporte
tríceps, laterales, etc.).28 El corte de la pierna de sus leotardos, por otra parte,
revela los surcos y formas de sus musculosos cuadríceps y glúteos, que
proporcionan la base visible de su excepcionalidad física. En congruencia
con la ética del deporte, entonces, el valor atlético se ha fusionado con el valor
estético, tal y como se codifica dentro de una economía heterosexual del deseo. Incluso hoy, los nombres de las gimnastas estadounidenses —chicas
jóvenes que a menudo se ven más como niños que como mujeres— han aparecido, junto a los de actrices y modelos, en las listas de “mejores piernas”. Así,
el programa Entertainment Tonight recientemente presentó una entrevista de
1984 con Rob Lowe en la que el actor alzaba y bajaba las cejas provocativamente mientras declaraba: “Acabo de conocer a Mary Lou Renton, y eso es
fabuloso” (CBS 2001).
En este punto, ha emergido algo más que los intentos de las gimnastas
monas para mediar la diferencia de acuerdo con los términos establecidos
por la cultura nuclear estadounidense o la respuesta maternal aceptable de
cariño y adopción. No se puede eludir la idea de que se ha proyectado hacia
los cuerpos de las gimnastas un deseo mediatizado que excede la prohibición social, el deseo de compensar las realizaciones incompletas de las normas heterosexuales de género y sexo. Los pedófilos han hecho proyecciones
similares complementando imágenes digitales de gimnastas como Miller y
Dominique Moceanu con genitales femeninos desvanecidos (pequeños senos, labia, etc). El mismo fenómeno ocurre en las publicaciones impresas,
como ilustran dos ensayos recientes sobre el patinaje artístico que aparecieron en el New Yorker. En esos ensayos, John Seabrook compara los atributos
físicos de las estrellas adolescentes del patinaje (que encarnan el énfasis
recientemente incrementado en los saltos) con aquellos que desde hace
mucho se asocian a los de las gimnastas, subrayando tanto su falta de senos
y caderas, como sus glúteos y muslos musculosos (1998b: 38-9, 41). A la vez
que escribe que dichos cuerpos se han “sacudido” la sexualidad adulta y
señala que algunos hombres (heterosexuales) extrañan a la retirada, elegante y madura patinadora Katarina Witt, Seabrook describe a una atleta de 14
años como una “ninfa olímpica” que dejó salir un grito “casi sexual” cuando se enteró de que había ganado una medalla de oro (1998a: 33).29
28
El Código de Puntuación de 1994 dice lo siguiente: “no están permitidos los leotardos
con tirantes angostos” (International Gymnastics Federation 1994: 12).
29
Seabrook escribe que “especular en ese sentido es casi cometer un crimen de pensamiento en estos días… Sin embargo, la patinadora artística es un elemento de la colec-
Ann Chisholm
También hay que recordar el culto del “10”, que resultó en la evaluación
numérica del atractivo físico de las mujeres (y más tarde de los hombres)
estadounidenses en una escala del 1 al 10. Aunque este fenómeno puede
atribuirse directamente a la aparición de Bo Derek en la película 10 (1979),
también puede rastrearse a las siete ejecuciones perfectas de Nadia Comaneci
en los Juegos Olímpicos de 1976 que, siendo los primeros puntajes perfectos
de 10.0 obtenidos en la historia de la gimnasia, fueron ampliamente celebrados por los medios estadounidenses. En esta misma vena, el actor Ryan
O’Neal recuerda los pensamientos que tuvo durante su primer encuentro
sexual con Farrah Fawcett, icono de la belleza heterosexual a mediados de
los setenta: “Ay dios, siento que estoy en la cama con Olga Korbut” (Murphy
1991: 5). En ambos casos, las mujeres maduras, Derek y Fawcett, han llegado a encarnar deseos anteriores y (más o menos) repudiados que surgieron
junto con las ejecuciones monas de las gimnastas.
Estos ejemplos delatan deseos que pueden ser codificados como perversidades pedofílicas (masculinas, heterosexuales). En cambio, Merrish sostiene que como una escenificación de “la sublimación de los adultos, los
sentimientos eróticos por la monería de las niñas y los niños son el signo de
una relación particular entre adulto y niña/o”, una relación que “establece
simultáneamente la ‘inocencia’ de la niña/o y la “urbanidad” del espectador adulto” (1996: 188-9).
De este modo, en muchas representaciones mediáticas de las gimnastas
monas, hay mucho más en juego que la sola regulación social de oposiciones
tales como adulto/niña/o e inocencia/perversión. Cuando se lo considera
en relación con estas niñas monas, que son tanto nuestras como “otras”, se
vuelve claro lo que está en juego en la frontera entre urbanidad y malos modales. Como se señaló antes, las construcciones de los medios, casi pedofílicas,
de las gimnastas monas, revelan el deseo de compensar sus ejecuciones incompletas de las normas heterosexuales de género y sexo, normas que son
fundamentales para las lógicas cruzadas de la familia y la nación. Estas construcciones manifiestan deseos incestuosos (masculinos) que, al domesticar la
otredad de la voluntad y sexualidad de la niña independiente, contienen el
deseo dentro de la familia. Por lo tanto, con respecto a las gimnastas monas, la
ción permanente en la galería de las fantasías masculinas estadounidenses”. También
afirma que “de quienes realmente hay que preocuparse es de los hombres que sí consideran sexy a Tara [Lipinski]” (1998a: 33).
69
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cuerpo y deporte
contención mediatizada de estas “niñas de papá” señala un deseo evidente
por la mismidad, un deseo desmesurado de asegurarse que los signos de la
otredad están codificados y aprehendidos de maneras que garantizan la lógica de la cultura nuclear estadounidense (Ryan 1995: 68). Estimulada no sólo
por la transgresividad de la gimnasta y por su poder femenino inaceptable,
sino también por su indefensión y maleabilidad aniñadas, esta postura
incestuosa atiende a lo que Berlant ha descrito como las aspiraciones simultáneas mediatizadas de “un Estados Unidos remasculinizado en el que las
fronteras se trazan en todos los lugares correctos” (1996: 410).
En las representaciones que los medios hacen de la gimnasia de mujeres, por tanto, el deseo de orden social presta atención a la relación descortés, proyectada, incestuosa entre el adulto y la niña mona, a quienes se ve
ahora mediar los binarios antisocial/social y desviación/norma. Un deseo
similar por el orden social también motiva la postura educada, aceptable,
maternal de cariño y protección, que la cobertura de los medios fomenta y
sanciona abiertamente y que repudia impulsos pedofílicos como los discutidos arriba. Sin embargo, al final, lo perverso y lo descortés se alínean con lo
cortés, aunque esto último funcione de manera más subrepticia mediante la
adopción que el deseo más obviamente ardiente por la mismidad que promueve y repudia la lógica mediatizada de la cultura nuclear estadounidense.
Desubjetivación y sadismo
Aunque las gimnastas monas no encarnan al otro per se, encarnan el riesgo
del otro (de la diferencia) en medio de nosotros. No obstante, mediante su
monería, funcionan más o menos como garantes que minimizan esos riesgos también. Sin embargo, la subjetividad de estas figuras cruciales parece
ser precaria. Esto no es sorprendente en la medida en que la/el niña/o
encarna el riesgo de lo antisocial precisamente porque se la/o percibe como
un ser parcialmente no socializado, un ser que todavía tiene que convertirse
en un miembro racional, totalmente desarrollado de la sociedad, un ser al
que se le debe enseñar, capacitar y disciplinar precisamente por esa razón.
Además, la falta de subjetividad de la niña/o mona/o también sirve como
base para su capacidad no amenazante de ser adoptada/o, asimilada/o y
domesticada/o. Por tanto, la aparente falta de subjetividad de la gimnasta
mona da cuenta tanto de las maneras en la que ha incorporado la diferencia
asimilable al interior de la cultura popular estadounidense como de las
maneras en que ha sido posicionada y circunscrita rudamente como un
sujeto social viable, autónomo. La subjetividad social de la niña/o mona/o
Ann Chisholm
es incierta no a pesar de, sino debido a, su función crucial con respecto a la
mediación de la diferencia.
La desubjetivación no es meramente una precondición para el ser mona;
sirve también como el medio a través del cual el ser mona ofrece una garantía social. Con respecto al ser mona, la desubjetivación representa “la necesidad de cuidado adulto”, a la vez que deslegitima a la/el niña/o que arbitra
y representa la diferencia (Merrish 1996: 187). De estas maneras, la
desubjetivación ha apoyado las representaciones ambivalentes que los medios hacen del equipo de 1996.
Inicialmente, las gimnastas estadounidenses parecen ser manifestaciones extraordinarias de subjetividad disciplinada. La cobertura de los medios
facilita esta impresión al enfatizar no sólo su disciplina física, sino también
su fuerza mental. En particular, se establece la preparación mental de la gimnasta mediante largos close-ups de su rostro antes de que comience sus ejecuciones. Casi sin excepción, se la muestra mirando hacia abajo al aparato con
solemnidad y fijeza que los comentaristas inevitablemente describen en términos de su extrema e intensa concentración. Al final, sus ejecuciones exitosas
se atribuyen a su resistencia mental, a su capacidad para “controlar sus nervios” y a su capacidad para someter la materia a la mente (Clarey 1996b, c5).
Sin embargo, a menudo, parece que la mente que está trabajando no es la
de la gimnasta, sino, más bien, la de su entrenador. De hecho, el cuerpo de
la gimnasta se describe como uno que funciona de memoria. Miller, por ejemplo, ha afirmado explícitamente que “Practico… tantas veces que mi cuerpo
sabe qué hacer automáticamente” (Clarey 1996a: 11). Es más, los entrenadores a menudo utilizan micrófonos que les proporcionan las cadenas de televisión durante las competencias nacionales e internacionales. Esta práctica
sólo se da con los entrenadores (sobre todo varones) de alto perfil en las competencias de mujeres, pero no en las varoniles. De este modo, las imágenes
televisadas de la rutina de Moceanu en la viga de equilibrio en la competencia
de 1996 iban acompañadas de la voz de Karolyi que la dirigía de la siguiente
manera: “Aprieta, aprieta, bien, aprieta. Sí, sí, sí y largo. Bien. Limpio. Buen
trabajo, bien. Fluido. Sí… Suave, suave”. En estas circunstancias, los movimientos y saltos de los cuerpos de las gimnastas parecen estar sincronizados
con las voces de sus entrenadores y guiados por ellas (NBC 1996b).30
30
El Código de Puntuación, sin embargo, penaliza “señales, órdenes verbales, gritos,
etc. por parte de la entrenadora o entrenador a su gimnasta” (IGF 1994: 25)
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cuerpo y deporte
Muchas gimnastas estadounidenses son representadas como niñas profundamente tímidas e hípersensibles que carecían de autoestima hasta que
fueron rescatadas y convertidas en representantes victoriosas de la nación
por sus entrenadores. Por ejemplo, Karolyi dijo lo siguiente de Strug: “Su
personalidad básica no era tan agresiva… Siempre tenía que manejarla como
a una bebé. Así la llamábamos, la Bebé. Incluso cuando estaba enojado con
el grupo y ponía a todos en la misma olla de críticas, había que protegerla a
ella” (Swift 1996b: 62). Del mismo modo, Steve Nunno ha descrito sus primeras impresiones de Miller, la gimnasta más exitosa en la historia de este
deporte en los Estados Unidos. Reveló que ella “lloraba después de cada
una de sus vueltas y estaba realmente decepcionada y realmente trataba
duro. Y yo dije ‘ahí hay una niña a quien puedo ayudar… Sé cuál es su
problema… Yo la puedo ayudar’” (ESPN 1997; ESPN 1998).
Las imágenes de la reacciones de los entrenadores ante las rutinas de
“sus gimnastas” son parte integral de la cobertura televisiva de la gimnasia
de mujeres. De diversas formas, el contacto subsecuente de la gimnasta mona
con su entrenador marca la finalización verdadera de su ejecución. A menudo, los sentimientos desplegados por el entrenador durante estas interacciones (llamando a la gimnasta a su lado, dándole golpecitos en la cabeza,
exclamando “buena niña, buena niña”) evocan una dinámica de propietario que recuerda no sólo a la parental sino a la propiedad de una mascota.
Entonces, cuando se las considera en relación con sus entrenadores, las
gimnastas monas parecen ser tanto “sujetos que están de acuerdo” como
“objetos de propiedad” (Merrish 1996: 187).
Las integrantes del equipo olímpico femenil de 1996 son retratadas como
ciudadanas excepcionales que no son, al mismo tiempo, sujetos sociales
plenos. Por lo tanto, cuando la más joven de las campeonas nacionales del
deporte, Moceanu, escribió su autobiografía antes de las Olimpiadas, se
convirtió en una especie de broma nacional. Los chistes que se hicieron en
los programas de televisión nocturnos se referían al hecho de que, no obstante sus logros, la chiquilla de 14 años (que parecía de siete) no era un
sujeto legítimo de su propia historia de vida. Como resultado, en tanto niñas
monas, las integrantes del equipo femenil de gimnasia de EUA de 1996 están
a caballo entre la encarnación de los “vehículos más pequeños y menos
poderosos de la capacidad humana de acción” (ciudadanía inmadura) y su
descalificación como ciudadanas (Berlant 1996: 389,401).
Respecto de esto último, lo mono de nuevo señala lo transgresor e incluso lo infrahumano al tiempo que encaja con lo monstruoso. La cultura popular de Estados Unidos frecuentemente caracteriza a las gimnastas monas
Ann Chisholm
de esta manera mediante referencias a sus cuerpos (contorsionados). Estas
gimnastas monas a menudo exhiben su monstruosidad cuando son fotografiadas junto a atletas varones inusualmente grandes en una configuración gigante-enano. Moceanu ha sido fotografiada con un levantador de pesas
de 200 kilos, mientras que Miller y Charles Barkley (un jugador de basketbol
profesional) han posado juntos (Berg y LeRussa 1995). Adicionalmente, al
menos dos imitadores profesionales han hecho la parodia de la apariencia
andrógina y la voz chillona de Strug en Saturday Night Live en los últimos
dos años. Entonces, las siete magníficas, el equipo de gimnasia femenil que
derivó su nombre promocional de la readaptación de una película japonesa
(un filme sobre vaqueros fuera de la ley desplazados pero heroicos y su
ambivalente relación con la comunidad), compartía ese título menos de un
año después de los juegos olímpicos de Atlanta de 1996 con los séxtuples de
Iowa (siete bebés del corazón de Estados Unidos que fueron procreados con
tratamientos para la fertilidad).
Además, las vívidas descripciones mediáticas de sus aparentemente precarios e histéricos estados emocionales descalifican a las gimnastas estadounidenses como sujetos racionales y estables. En la gimnasia femenil,
aparentemente, los problemas emocionales son cotidianos. Esta impresión,
desde luego, intensifica el valor de las victorias que dependen no sólo del
control físico, sino también del control emocional. Durante las pruebas para
las Olimpiadas de 1996, por ejemplo, Tesh describió tensiones alrededor de la
competencia al revelar que, después de que le hizo una simple pregunta a
Amanda Borden, ella rompió en llanto (NBC 1996a). De hecho, las lágrimas
del equipo de gimnasia femenil olímpico estadounidense de 1996 saturaron
la cobertura de los medios. Sin que importara su medalla de oro y su estatus
como heroínas nacionales, las imágenes televisadas de casi la mitad del equipo las representaban llorando en close-up cuando perdían una oportunidad
de obtener honores individuales. La cobertura de la prensa también enfatizó
repetida e invariablemente estas lágrimas de decepción (Clarey 1996f: B9,
1996d: 6). De manera similar, cuando NBC transmitió los momentos finales de
la victoria del equipo estadounidense y los momentos conclusivos de la derrota del equipo ruso, los espectadores estadounidenses contemplaron imágenes de gimnastas rusas en paroxismos de desdicha y de Strug que lloraba
de dolor.31
31
Russo afirma que la mujer aérea asume su inexistencia y se constituye como un
“sujeto” por la vía de arranques histéricos y fracasos físicos (1995: 47). Sin embargo,
73
74
cuerpo y deporte
Entonces, la cobertura de medios de Estados Unidos construye una relación recíproca entre mente y materia respecto de desempeños poco-menos-que-perfectos en la gimnasia femenil. Por un lado, los errores físicos a
menudo se atribuyen a la inestabilidad mental. Por el otro, la subjetividad
precaria de la gimnasta se revela cuando su cuerpo no se ha desempeñado
como se esperaba, cuando la perfección extraordinaria no ha sido alcanzada. Concomitantemente, la cobertura de medios de la gimnasia femenil parece traer al centro la histeria como algo muy raras veces compatible con el
éxito para quienes practican el deporte.
Incluso si el llanto compromete la subjetividad de las gimnastas monas,
las lágrimas son necesarias para su monería porque a menudo funciona,
como lo afirma Merrish, al “estetizar la impotencia” y al “escenificar una
necesidad de cuidados adultos” (1996, 188). La vulnerabilidad de las gimnastas monas, en otras palabras, puede realzar tanto su adoptabilidad como
la benevolencia auto-atribuida de aquellos que las toman en sus corazones;
la vulnerabilidad de lo mono significativamente previene el riesgo de los
otros entre nosotros. Por lo tanto, en la medida en que la relación mediatizada
entre la gimnasta y el público depende de un “sujeto” que debe ser considerado susceptible de peligro mental y físico, los placeres de los espectadores
de la gimnasia están teñidos de sadismo.
Estos deseos sádicos se proyectan hacia y son actuados por la gimnasta
de dos maneras. Primero, el desempeño exitoso de la gimnasta a menudo se
posiciona en el contexto de la autoflagelación. En esta vena, International
Gymnastics, una publicación estadounidense, describía las medallas individuales ganadas por tres de las integrantes del equipo de 1996 como una
“redención final” (Normile 1996, 2-27). Miller, de manera similar, explicó que
la actuación con que ganó una medalla de oro en la viga de equilibrio fue
“mi última oportunidad de redimirme del salto de ayer” (Clarey 1996c: B11,
B18). De acuerdo con esto, la cobertura televisiva de muchas actuaciones
exitosas explícitamente recuerda y retransmite instancias previas de colapso físico y emocional. En segundo lugar, las gimnastas son retratadas como
si habitualmente pusieran en acto el estoicismo y el masoquismo. Por ejemplo, en la gimnasia femenil de EUA competir con lesiones serias parece ser la
pongo en cuestión la medida en que las gimnastas estadunidenses encarnan las posibilidades altamente resistentes que Russo atribuye a esta extraña y abyecta duplicidad de
lo aéreo.
Ann Chisholm
regla en lugar de la excepción; soportar el dolor cuando se compite es parte
de la rutina. Cuando se les juzga como lesiones que vale la pena notar, se las
señala como indicaciones de valor y sacrificio que deben ser ensalzadas y
celebradas. Entonces, el día después de que el equipo de gimnasia femenil
de EUA ganó su medalla de oro mediante los esfuerzos de Strug, que estaba
lesionada, International Gymnast celebraba “La agonía y la victoria” (octubre
1996). De la misma forma, el encabezado de la página deportiva del New
York Times anunciaba que “Para las siete magníficas, el dolor es dulce”
(Clarey 1996e: B7).
Pasemos ahora, al segundo salto tan aclamado de Strug en la ronda
final de la competencia del equipo de gimnasia femenil de EUA en las
Olimpiadas de 1996 (NBC 1996b). El equipo estadounidense, que se había
despegado de las rusas, estaba preparado para ganar hasta que la niña
prodigio de cola de caballo, Moceanu, cayó sentada en el aterrizaje de sus
dos saltos. La chaparrita y delgadita Strug, cuyos tobillos habían estado
vendados durante toda la competencia (su pie izquierdo, de hecho, estaba
vendado hasta la espinilla), también falló en el aterrizaje de su primer salto.
Al hacerlo, se lastimó el tobillo izquierdo visiblemente. La única referencia a
su anterior lesión la hizo a posteriori el anunciador de la NBC Tim Daggett,
quien concedió que “saltar [sobre] piernas no muy sanas puede a veces
doler” (NBC 1996b). Tomas subsecuentes de Strug cojeando fueron editadas
con close-ups de Karolyi, quien pudo ser escuchado cuando la urgía a ejecutar su segundo salto (i.e., “tú puedes hacerlo, Kerri”, “ándale, duro”) a pesar
del obvio daño en su tobillo. Después de balancearse para aminorar el dolor
—sin un quejido o un momento de duda en su carrera— saltó exitosamente.
Aterrizó sin titubeo, alzó los brazos sobre la cabeza y animosamente levantó
el pie izquierdo al caer en el cojín, agarrándose el tobillo en un gesto de
dolor. Incapaz de caminar, Strug lloró mientras la nación celebraba.
Después de que Strug fue retirada por los técnicos médicos, las cámaras
de la NBC encontraron a sus progenitores buscando a su hija (sin éxito) en
los pasillos del estadio de gimnasia. Más tarde, ella emergió con Karolyi.
Como se describe en Sports Illustrated, Karolyi iba “acunándola, como si
fuera una niña pequeña, en sus brazos” mientras la llevaba al podio para la
ceremonia de premiación (Swift 1996a: 104). Balanceándose en un pie para
proteger su tobillo lesionado mientras recibía su medalla de oro, Strug era el
epítome de la acróbata, contorsionista, mona gimnasta estadounidense que
ha actuado su papel (casi) perfectamente bien. Lo que a menudo no se menciona y es consistentemente racionalizado es el grado en que Strug, de he-
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cuerpo y deporte
cho, literalmente estaba actuando un papel: el equipo de EUA, según parece,
no necesitaba su salto para ganar. Se sacrificó para nada, dramatizó tan
bien un papel histórica y socialmente delineado para las participantes en el
equipo de gimnasia femenil de EUA que por un momento, se ganó el corazón
de la nación.
Conclusión
Dadas las ejecuciones físicas que constituyen a la gimnasia femenil, no es
sorprendente que las permutaciones recientes en el deporte hayan heredado los legados de los juglares y del circo. Son sorprendentes, sin embargo,
las complejas negociaciones que las gimnastas estadounidenses han llevado a cabo en ese tenor en la cultura popular de EUA. De hecho, suavizar los
binarios sociales fundamentales como niñas acróbatas, contorsionistas,
andróginas y monas no es fácil. Esto se vuelve evidente cuando las negociaciones mediatizadas de los binarios realizadas por las gimnastas se examinan a la luz de sus trayectorias parecidas a la banda de Möbius. Cuando las
fantasías de adopción se fusionan con las de pedofilia, cuando el afecto gira
sobre el sadismo, las dinámicas crecientes de intimidad y abyección circulan alrededor de estas mujeres aéreas infantilizadas, que son representadas
en los medios estadounidenses como ciudadanas ejemplares y descalificadas a la vez.
Así construida y posicionada en relación con los códigos de la cultura
nuclear nacional, la gimnasta (mona, aniñada) parece ser una ciudadana
liberal clásicamente disciplinada cuya subjetividad y naturaleza física resultan precarias y deslegitimadas en esos mismos términos. En estas circunstancias, con el fin de lograr y mantener su estatus como una ciudadana
heroica y ejemplar, o incluso como ciudadana solamente, la gimnasta debe
ser considerada como alguien que sostiene un control físico y emocional
excepcional. A su vez, tales representaciones de la ciudadanía apuntan
hacia las recompensas potenciales y los riesgos asociados con las gimnastas
como símbolos mediatizados del avance de las atletas mujeres y de la ciudadanía femenina a fines del siglo XX. Por lo tanto, no podemos, y no deberíamos, negar la importancia de la gimnasia de mujeres como un sitio cautivador
y problemático de identificación para las niñas.
De manera específica, tal y como se escenifica en los medios estadounidenses, quienes practican el deporte proporcionan a las niñas promesas de
empoderamiento y resistencia que son atractivas y peligrosas. Así, las representaciones de la gimnasia de mujeres sirven como fuente de inspiración
Ann Chisholm
para las niñas al ofrecerles modelos para crear sus identidades como sujetos sociales y ciudadanas extraordinarias. Además, el deporte mismo ofrece
un esquema claramente construido para perseguir esta meta mediante el
entrenamiento físico. En consecuencia, la gimnasia de mujeres equipa a las
niñas con un marco poderoso mediante el cual pueden conceptualiza, desear, cultivar y experimentar la fuerza y las potencialidades de sus cuerpos.
Las posibilidades de tales deseos emergen (potencialmente) en un contexto
atlético que refuerza la perspectiva de que la relación fuerza/tamaño de las
niñas puede ser “mayor que la de cualquier…atleta, hombre o mujer, de
cualquier edad” (Seabrook 1998b: 33). Este es un contexto, después de todo,
en el que las gimnastas adolescentes rutinariamente ejecutan las mismas
maniobras atléticas que realizan los gimnastas varones adultos (en aparatos que son similares pero generizados: ejercicios de piso, caballo, incluso la
barra alta). Cuando la cobertura de los medios sobre la gimnasia de mujeres
explicita dicha información, invita tácitamente a sus espectadores a imaginar exhibiciones de gimnasia que tal vez no cataloga a los participantes
sobre la base del sexo y que tal vez podría representar el deporte como ha
sido conceptualizado por Mary Jo Kane: como un continuo de posibilidades
físicas autotélicas relativas al tamaño, la edad, la experiencia, la aptitud
natural (1995). Actualmente, sin embargo, las representaciones de los medios no han hecho esa invitación explícitamente ni han evaluado sus implicaciones potenciales (tanto positivas como negativas). Más bien, continúan
ensayando relatos que refuerzan los binarios generizados tradicionales recuperando y volviendo vulnerables a las gimnastas que atraviesan no sólo
las fronteras generizadas y sexuadas, sino también, en el proceso, las mantenidas por la lógica de la cultura nuclear estadounidense.
El encanto fundamental de la gimnasia de mujeres en el nivel masivo
parece provenir de su carácter complejo y contradictorio, que genera y en
última instancia desvitaliza sus impulsos empoderadores, de resistencia y
transgresores. Tal y como se representa en los medios, el deporte comprende
representaciones de feminidad superior (codificadas en términos de clase,
raza y nación) y transgrede esos mismo códigos al cultivar una “virilidad
peligrosa” (encarnada en el vuelo y como contorsión). Por lo tanto, igual que
Tania Modleski describe a la aerialista de Las alas del deseo de Wenders como
“emblemática del… deseo de tener ambas cosas a la vez” (1991: 104-9), las
representaciones de los medios fomentan este deseo y muestran la participación en el deporte como un medio para su cumplimiento. La cobertura de
los medios representa a la gimnasta como la ciudadana individual trascen-
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cuerpo y deporte
dente y como el riesgo del otro (de la diferencia), un riesgo negociado en
última instancia por las ejecuciones mediatizadas de la feminidad que solicitan afecto y protección de acuerdo con la lógica de la cultura nuclear,
aunque a un costo sustancial.
De este modo, debido a que los marcadores de la gimnasia de mujeres en
la cultura popular hoy en día —el vuelo, la contorsión y el ser mona— están
culturalmente cargados, también lo está el estatus de las gimnastas que
funcionan como símbolos de ciudadanía ejemplar. Aquí, debemos comenzar a considerar su legado aéreo. Como iconos mediatizados del feminismo
liberal, su viabilidad como modelos para la subjetividad social y la ciudadanía se articulan sobre las ejecuciones excepcionales que exceden las suposiciones tradicionales respecto a la debilidad física y la inestabilidad
emocional femeninas. No obstante, aunque las gimnastas individuales representan una variante del feminismo liberal al encarnar la ciudadanía
liberal, el modelo masculino que la sostiene —y que funciona como la base
para la lógica de la cultura nuclear— no es cuestionado.
La cobertura de los medios moviliza la lógica de la cultura nuclear como
un medio para manejar el riesgo de la diferencia encarnado por las gimnastas
de acuerdo con esas mismas tradiciones del liberalismo. Como resultado,
incluso las gimnastas extraordinarias son construidas, al final, por las
reafirmaciones mediatizadas de la concepción liberal clásica de la mujer.
Las representaciones de los medios domestican y privatizan, así, la esfera
separada de la gimnasia artística femenina (opuesta a la de los varones),
que comprende códigos de feminidad enraizados en el ser mona, mediante
relatos que presentan familias y niñas/os. En este contexto y mediante estos
códigos femeninos, la cobertura de los medios también circunscribe el comportamiento y la corporización de la diferencia infantilizando a la gimnasta
y sometiéndola al deseo heterosexual (incestuoso). Subsumir a esta persona
individual extraordinaria dentro de la unidad familiar, a su vez, sirve para
limitar las atribuciones de autodeterminación y para crear escenarios de
dependencia que aparentemente han sido construidos por la debilidad física y la inestabilidad emocional de la gimnasta.32 Así, las gimnastas, que no
32
Estos puntos de vista liberales respecto a la debilidad e inestabilidad de las mujeres se
ajustan con las suposiciones de que las mujeres están incapacitadas física (debido a la
menstruación y la falta de fuerza física) y temperamentalmente (debido a los nervios y
la inestabilidad emocional) para volar. Ver Ware 1993: 44, 78; Bilstein 1994: 76.
Ann Chisholm
cumplen con los estándares fundamentales de la ciudadanía liberal (individualismo, autodeterminación, confianza en uno mismo, racionalidad), al
mismo tiempo que realizan la definición liberal de la mujer, que se merecen
una exposición nacional en los medios, irónicamente borran las ganancias
del feminismo liberal cuando estas ciudadanas excepcionales revelan que
son solamente mujeres después de todo •
Traducción: Cecilia Olivares
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Teresa Osorio y Hortensia Moreno
Me hubiera encantado vivir del futbol
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
Dado que el futbol soccer es el deporte más popular en México —y en casi
todo el mundo—, el domingo 13 de mayo de 2007 nos reunimos con seis
futbolistas para obtener información de primera mano acerca de la experiencia de algunas mujeres mexicanas en un deporte “rudo” o “de contacto”, mantenido además, hasta hace muy poco, como “coto masculino”.
Estamos seguras de que sus opiniones puede aportar algunas claves para
comprender los mecanismos de exclusión de género instalados en la propia
estructura institucional, la dinámica del juego en equipo; las formas en que
se experimentan el cuerpo, la violencia, las lesiones; pero sobre todo, la
importancia que tiene el deporte como vivencia integral en las vidas de estas
mujeres.
Andrea Rodebaugh. Llevo jugando más de 30 años; considero que estoy retirada. Jugué profesionalmente sólo en Japón en una liga profesional
del 93 al 97 y actualmente estoy a cargo de la selección nacional femenil
Sub-20.
Edurne Fernández. Llevo cerca de 20 años jugando futbol; también me
considero prácticamente retirada, aunque me resisto. He jugado en muchas
ligas (femeniles) en México. Fui preseleccionada nacional hace unos 10 o 12
años y actualmente estoy jugando algunas cascaritas e intento dirigir un
equipo en una liga del Distrito Federal.
Silvia Fregoso. Tengo 37 años. He jugado futbol desde que tenía ocho
años; es la actividad más constante a lo largo de toda mi vida. Me encanta
jugar y lo he hecho en muchas ligas a nivel amateur. Actualmente sigo jugando. Hago arquitectura, no vivo del futbol, solamente lo practico.
Andrea. Yo sí estudié, incluso una maestría que no tiene nada que ver
con el deporte, porque pensé que me iba a dedicar a otra cosa. Estudié una
licenciatura en estudios latinoamericanos y una maestría en la relación
bilateral México-Estados Unidos, pero me dedico a y vivo del futbol.
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cuerpo y deporte
Edurne. Yo soy actuaria de profesión, tengo una maestría en administración, nunca he vivido del futbol y nunca viviré, seguramente, aunque me
hubiera encantado.
Karla Maya Vera. Yo soy Karla, tengo 32 años, llevo jugando desde que
estaba muy chiquita. Jugué cinco años con la Universidad La Salle México,
así como diferentes campeonatos nacionales. Obtuve varios títulos de goleo a
nivel nacional y a raíz de eso participé en la selección nacional algunos
años. Jugué futbol semiprofesional en Canadá en 1997. También jugué en
prácticamente todas las ligas del DF y a nivel nacional amateur. Soy ingeniera industrial de profesión, actualmente estoy haciendo una maestría en finanzas. Estuve dirigiendo al equipo femenil del Tec de Monterrey campus
México durante un año. No vivo ahorita del futbol, tengo un negocio —una
lavandería industrial— aunque me hubiera encantado vivir del futbol, pero
desafortunadamente aquí en México no se puede. Si contara con el sueldo
de los entrenadores a nivel universitario —aunque supongo que a nivel
nacional es más elevado—, pues obvio que viviría de eso, pero tuve que
elegir entre las tres actividades que estaba llevando a cabo y obviamente
tuve que dejar a un lado el futbol. Sigo jugando, pero ya sólo por hobbie.
Ilse Bernal. Tengo 29 años y llevo 11 jugando futbol. Nunca he jugado
profesionalmente, pero digamos que a mí el futbol me dio una carrera, porque estuve becada en la Universidad La Salle, que cubría 70% de mi
colegiatura por jugar futbol rápido representando a la universidad. Gracias
a esta beca estudié diseño gráfico y no, no vivo del futbol, trabajo en una
empresa en el área de publicidad y mercadotecnia. Pero también me habría
encantado vivir del futbol.
Elía Echeverría. Soy física. Siempre he jugado futbol como hobby y he
estado en todos los equipos con mis amigas, pero nunca me dediqué
profesionalmente, cosa de la cual me arrepiento; creo que si hubiera sido
más seria, habría sido mejor deportista.
debate. ¿Cómo entraron al futbol?
Andrea. A mí desde chiquita me metieron a clases de todo, deportes,
softboll, futbol, gimnasia, actuación, dibujo, piano, guitarra, y lo que más me
gustó fue el futbol. Empecé a jugar cuando vivíamos en California. Fue justo
cuando en Estados Unidos le empezaron a dar espacio al futbol e hicieron
equipos de niños y niñas. Allá lo veían como el deporte de las niñas. Mi
papá y mi mamá siempre me apoyaron porque decían que mientras fuera
deporte o estudio, lo que yo quisiera. Creo que era demasiado chiquita para
fijarme en ciertas actitudes sociales; en esa época existían las mismas actitu-
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
des que ahora existen acá. Me acuerdo que me decían que el futbol no era
para niñas y se reían mucho; si ahora tú dices eso en Estados Unidos, una se
ríe de la persona que lo dice porque es el deporte que más se juega allá. Sin
embargo, hace 30 años era raro ver a las niñas jugar futbol.
Lo que a mí me gusta del futbol es que sea tan apasionante. ¡Te puede
causar tanta alegría!, es como el extremo de todos los sentimientos. A la vez,
una puede llorar o deprimirse. Igual como entrenadora, porque había veces
que perdíamos un campeonato y despertaba a las tres de la mañana y estaba
pensando en ese partido y tenía una depresión los días siguientes. O los
partidos tan importantes que como jugadora no los ganabas. Entonces no
hay otra actividad que yo pueda comparar que abarque toda esa gama de
sentimientos.
En California, el futbol era también el deporte de los extranjeros ¿no?
Porque aparte es un deporte con poco arraigo en EUA. Lo veían como deporte extranjero y, como no hay tanto contacto físico como en el americano, lo
veían como el deporte para las niñas.
Silvia. Yo tengo dos hermanos, soy la mayor, pero crecí con mi hermano
dos años más chico que yo y no sé por qué, pero lo único que hacíamos era
jugar futbol. Calculo que yo tendría unos siete años y él unos cinco, y todo el
tiempo era jugar futbol en una colonia por el sur que tenía un fraccionamiento y tenía un parque y se podía jugar en las calles. En quinto de primaria entré al Colegio Madrid, en donde por suerte una vez al año había
temporada de futbol. Ahí me hice muy amiga de una chava a la que también
le gustaba el futbol, así que todo el tiempo era jugar futbol, hacer dominadas,
ya sea en la escuela o en nuestras casas. No teníamos un equipo, pero siempre el recreo era jugar futbol. En la calle jugaba con mi hermano y sus amigos; aunque era bien recibida, era como raro, era raro que jugaras bien e
incluso mejor que algunos niños.
Y lo que decía Andrea: el futbol para mí es algo que yo no puedo comparar vivencialmente con otra cosa, es algo que tiene mucha pasión, mucha
euforia, adrenalina. Cada vez que entro al campo me da mucha emoción, se
me hace el estómago así, aunque sea un partido “patrulla”, de cáscara, y
aunque no llegue el otro equipo. Lo he hecho toda mi vida. Una vez lo dejé
por dos años, por decisión propia, pero sentía que me faltaba algo. Es parte
de mi vida.
Algo que tiene este deporte es la cuestión de equipo, muy fuerte, además
la convivencia ha sido muy padre, de hecho ellas son muy, muy amigas
mías desde hace 15 años. A Edurne la conocí en la escuela y jugábamos
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cuerpo y deporte
juntas, Eli luego se incorporó porque era más chiquita, pero así, con ellas,
toda la vida, y eso sólo lo tiene el futbol. Tienes familia, tienes amigos, tienes… pero el futbol es único, separado, es algo muy importante en mi vida y
lo voy a seguir practicando hasta que pueda, e incluso con bastón.
Edurne. Yo nací en una familia futbolera. Mi papá jugó, mi abuelo dirigía
en la liga española, a mi mamá le gustaba muchísimo, entonces yo, desde que
tengo uso de razón, juego. Seguro que antes de tener una muñeca entre las
manos, tuve un balón o una pelota, seguro. Y como Chivis (Silvia), tengo un
primo que me lleva un par de años y otro primo debajo de mí que era con los
que siempre estaba y con los que jugaba, me iba a sus juegos, porque en aquel
entonces no había niñas jugando futbol, pero era típico que me vieran así,
como la niña que dominaba y que jugaba, y no lo hacía mal ¿eh?, yo me sentía
soñada. Tuve también la fortuna, como Silvia, de llegar al Colegio Madrid
donde, efectivamente, el ciclo escolar tiene bloques de deportes: atletismo,
básquet, futbol, etcétera, y ahí fue cuando encontré más seres extraños como
yo a quienes les gustaba el futbol. Me acuerdo que salía de mi casa a la escuela
con mi morral y mi balón de futbol y cada que terminaba una clase era: vete
a jugar futbol, casi siempre con niños. Pero había dos o tres niñas que iban
conmigo, y ahí había efectivamente torneos de salón contra salón, después
teníamos una como selección, pero realmente no teníamos contra quién jugar. De vez en cuando decía alguien: “yo conozco un equipo de mujeres”, y
me acuerdo mucho un día que nos dijeron que íbamos a jugar contra un
equipo llamado “Las Mundialistas”, y de repente llegó un camión con banderas y muchísima gente, nosotras de 14 o 15 años. Se bajaron unas jugadoras con porra, y nosotras nos moríamos de miedo. Realmente en ese equipo
había algunas futbolistas que jugaron en el mundial del 71, en donde fue
subcampeón México. Fue una experiencia maravillosa.
Después del Madrid, fui conociendo gente metida en el futbol. De repente encuentras una liga u otro equipo, vas contactando a más mujeres, más
ligas, y vas haciendo tu trayectoria futbolera.
Silvia. A nivel de deporte organizado siempre ha existido el soccer
llanero, pero el futbol rápido vino a concentrar a muchas mujeres que no
estaban jugando soccer o que habían jugado en la preparatoria o en la secundaria. El rápido abrió puertas a las mujeres porque es un deporte que no
necesita tanta organización, como irte a un campo en quién sabe dónde y
juntar a 11 jugadoras, mientras que en el rápido puedes jugar con seis elementos y hacer muchos cambios. En el 90 nos empezamos a juntar las que
estábamos jugando y ahí se disparó el movimiento del futbol femenil.
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
Edurne. Como en aquel entonces el rápido estaba teniendo mucho auge
en México, lo transmitían en televisión, y eso ayudó mucho a darle mayor
difusión y a que tomara un poquito más de fuerza y seriedad. Había niñas
que querían practicarlo porque lo veían en la televisión, y decían: “Yo quiero, me gusta, hay quien lo juega y además lo pasan en la tele”.
¿Por qué me gusta el fut? Primero, lo tomé como una disciplina que me
ayudó a desfogar muchos sentimientos en medio de una situación familiar
muy difícil por muchas circunstancias, pero independientemente de eso, el
futbol tiene una particularidad maravillosa, y es que gracias al futbol yo
tengo ahora verdaderas amigas y además gente con la que jamás en la vida
podría haber coincidido, salvo en el futbol. El futbol nos unió. Siendo de
diferentes clases, pensamientos, ideas, etcétera. El futbol me unió a esa gente
y es gente por la que yo haría muchas cosas y estoy perfectamente segura
que aun con la distancia, ellas también lo harían por mí. En un principio el
fut era lo que me hacía llegar a jugar, pero después el fut era el pretexto, yo
más bien iba al fut para convivir con mi equipo, que ya era parte de mi
familia. Se van haciendo núcleos muy cerrados y se vuelven parte de tu familia. En serio, era terminar el domingo con el futbol y empezar el lunes con las
ganas de tomar mi maleta y meter mis cosas para volver estar con ”mi familia”.
Coincido con ellas en que jugar futbol es un sentimiento, un idioma
universal, porque a donde vayas y en donde estés, la pelota la pones en
medio y une a cualquier tipo de gente. Eso es lo que yo amo del futbol, por
eso estoy aquí, por eso me resisto a irme, a dejar de jugar, porque también es
una vitamina. Yo también por algún tiempo, por la escuela, una lesión,
estuve fuera del futbol, y hasta el carácter me cambió, estaba mucho más
irritable. Es adictivo.
Cuando yo empecé a jugar en una liga, tenía 16 o 17 años y veía a unas
treintonas y decía “no, yo cuando cumpla 30 años seguro me voy a retirar”,
porque para mí en aquel entonces las de 30 eran las “señoras”, y ahora
tengo 34 años y digo “no manches”, y sigo aquí intentando no irme y seguramente, como dice Chivis, hasta que no me corten las piernas seguiré jugando y a lo mejor aún así voy a estar afuera apoyando, tratando de dirigir,
buscando estar cerca del futbol porque para mí es mi vida.
Karla. Yo creo que empecé a jugar futbol, y siempre lo he dicho, desde
que estaba en el vientre de mi mamá. Ella lo comentaba y lo comentaba mi
papá. No sabían que era niña pero decían “es que va a ser futbolista”. Igual
que Edurne, nací en una familia futbolera, mi papá jugó en las reservas del
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cuerpo y deporte
Cruz Azul. Yo soy la segunda hija. Tengo una hermana mayor que siempre
fue de muñecas y cositas así, pero yo no, yo desde que tengo uso de razón
tengo un balón en las manos y en los pies. El futbol me ha apasionado desde
muy chica.
Yo sí luché en la escuela contra ese mito de que el futbol no es para
niñas. En aquel entonces destacaba porque me encantaba estar con los niños jugando futbol en la escuela y me decían: “tú vete a jugar con las niñas”;
les contestaba que no, que yo quería jugar con lo niños, que quería jugar
futbol porque era más entretenido.
Jugué muchos años en mi casa, en un fraccionamiento en el que no
pasan muchos autos, y se armaban unas cáscaras impresionantes, y los
niños se peleaban por ver de qué lado jugaba yo, decían: “no, no, que juegue
de este lado”, entonces yo decía: “bueno, ya están armados los equipos y
quiero jugar con tal”. Hacíamos torneos de dominadas y no me ganaban, los
chavitos estaban impresionados. Así crecí, jugando futbol en las calles hasta la preparatoria o tal vez hasta la universidad.
Cuando llegué a la Universidad La Salle, mi papá me decía: “ve y diles
que hagan un equipo de chavas”, y así fue como una amiga y yo fuimos con
el director de deportes y le dijimos que queríamos jugar con el nombre de la
universidad, y que si nos daba chance, pero nos contestó que no había presupuesto para las chavas; le respondimos que no importaba; con que nos
dejaran jugar por la escuela, nosotras nos aventábamos. Nosotras compramos los uniformes, pagamos nuestra inscripción. Nosotras solas armamos
un equipo y nos prestaron dos chavos para que nos dirigieran, e inclusive
hubo un tiempo en que mi papá nos dirigió porque no había quién.
En 1992, integré un equipo que tuvo éxito en campeonatos nacionales.
Ahora la Universidad La Salle tiene infraestructura para el futbol femenil,
hicieron una cancha, cuentan con un entrenador y becas. Después, un amigo de mi papá nos contactó con “la Nena”, que tenía un equipo de futbol
femenil en Cabeza de Juárez; ahí empecé a jugar soccer en muchísimos equipos, hasta llegar a la selección.
Fui seleccionada nacional cerca de cinco años entre 1993 y 1997-98.
Por entonces tenía que terminar la carrera o quedarme en el futbol y decidí
dejar el futbol con todo mi dolor, pero así era. Más adelante, tocando puertas se me dio la oportunidad de dirigir por un año al equipo de chavas del
Tec de Monterrey campus México. Fue una experiencia maravillosa. Ahora, sigo jugando y quiero seguir en el futbol, tal vez dirigiendo en alguna
otra escuela.
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
Otra cosa súper importante es esa familia que tú creas en el futbol. Es
bien importante lo que te da el futbol a nivel personal y de grupo. A nivel
personal, son los éxitos que tú puedas tener o que puedas destacar como
individuo, pero a nivel equipo te da algo que difícilmente te da un trabajo o
una familia. Lo que ellas me han dado y que son de mis mejores amigas de
años atrás, no lo tengo con otra gente. Yo creo que para todas las que estamos aquí es un don, un talento nato, porque no lo aprendimos, es algo que
ya traíamos desde que nacimos y para mí el futbol es mi todo. Es algo que ya
trae una, es una pasión, un sentimiento que no comparas con ningún otro.
Ilse. Me inicié en el futbol de manera muy cómica, digamos. Yo jugaba
basquetbol en la prepa e hicieron un nacional universitario en el Tec de
Monterrey campus Hidalgo. De repente dijeron: “es que no tenemos un
equipo de futbol femenil”. Hacían torneítos ahí internos y jugábamos, pero
era puro relajo, así que dijeron: “vamos a tener un equipo”. Empezamos a
ir. Muchas de nosotras nunca habíamos pateado un balón en nuestra vida.
De hecho, tuvimos una entrenadora por tres semanas —que fue Andrea—
y casi casi nos llegó a decir: “este es un balón de futbol y rueda y bota”. En
ese torneó participaron La Salle, la UNAM, el Politécnico, la UVM, el Tec de
Monterrey campus Monterrey. Nos metieron unas hermosas golizas 8-0, 81 —sólo porque había una compañera nuestra, Carolina, que jugaba muy
bien y que a veces lograba meter un gol, todas las demás le ayudábamos a
que no nos metieran más. Ahí es cuando conocí lo que era el futbol y junto
con otras chavas iba a los partidos de La Salle y decíamos: “¿eso se puede
hacer?, ¡guau!, ¿y cómo le hacen?” Me dejaban maravillada de su pasión,
de como movían el balón, del súper pase, de los tiros y de la portera recostando.
Coincido con todas ellas: lo que me ha dado el futbol jamás en la vida
otra cosa me lo hubiera podido dar: amistades que se vuelven tu familia, tu
apoyo. A mí el futbol me ha sacado adelante cuando estoy deprimida, es lo
que me arropa. Ahora me acabo de enterar de que tengo que darle las gracias
a Karla Maya por haber introducido el futbol en La Salle y por la beca.
Además, eso también me lo dio el futbol, una carrera, a fin de cuentas.
Edurne. Otra cosa que tiene muy padre el futbol es que fuera del campo
la gente se te acerca, te toca, se toma una foto contigo. Alguna vez me pasó
estar en lugares con gente muy humilde que me invitó a su casa y casi casi
mataban un borreguito sencillamente porque te vieron jugar y les gustó,
porque no les habías dado absolutamente nada a cambio. Pero es eso, el
encontrar esa identidad y decir: “me gusta como juega esa persona” o qué sé
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yo. Y el “fuera show, fuera la máscara”, y el “aquí sí todas somos iguales;
aquí si nos podemos conocer realmente como somos”.
Ilse. Efectivamente, el futbol es un deporte que te da muchísimas cosas.
Yo también he convivido con ellas y por el futbol a veces llegan a coincidir
personas muy distintas entre sí. Creo que son muy diferentes nuestras vidas, pero a fin de cuentas la convivencia crea amistades invaluables que
muchas veces se vuelven parte de tu familia, tus ejemplos a seguir, tu mundo.
Eli. Yo empecé a jugar desde chiquita con los chavos en el Colegio Madrid y, desde que me acuerdo, tanto en el Madrid como en donde vivía
siempre se organizaban las cascaritas. Desde que iba en la primaria siempre
me gustó jugar futbol porque me entretenía, había una chava más jugando
conmigo, Pili, y éramos las chavas que jugaban con los niños parejo, y así
era. Luego me encontré con Edurne y Silvia quienes me invitaron a jugar, y
hasta la fecha.
Juego futbol porque me gusta, así de llano. Es algo que me da placer y me
conecto con esa parte placentera de la vida, es un lugar donde realmente,
cuando juego bien, es porque me permito sentir placer. Me gusta mucho que
sea un juego de equipo, eso hace diferente lo que logras; cuando ganas,
ganas con todas y cuando pierdes, pierdes con todas.
debate. Karla dice que el deporte es un don; sin embargo, ¿qué sacrificios tiene que hacer una persona para volverse atleta?
Karla. Yo creo que sí es un talento, que es un don ¿por qué? Porque no es
algo que tú puedas aprender a los 20 años, ya que es difícil saber controlar,
conducir y correr con un balón, que no se te vaya más allá de un metro, que
tengas ese dominio de la pelota para poder dar un pase, para poner un
centro. Debes tener una habilidad. A los ocho años dales un balón a las
niñas y no todas tienen esa habilidad con la pelota, claro que cuando ya lo
empiezas a practicar de manera formal, digamos a nivel universitario, en
donde tienes un horario de entrenamiento y un entrenador que te recomienda ciertos alimentos, que te dice la musculatura que debes tener… puedes
pulir muchas deficiencias de ese talento, pero no es algo que puedas aprender como puedes aprender a sumar.
Andrea. Yo estoy de acuerdo con Karla. Una nace con ciertas cualidades físicas y otras con cualidades o habilidades intelectuales y una lo desarrolla o no. Por ejemplo, en el varonil, Diego Armando Maradona nació con
algo y afortunadamente se inclinó a ese algo. Uso la comparación de los
hombres porque es más normal que todos empiecen a la misma edad. Todos
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
los niños, todos los futbolistas en el mundo empiezan a la misma edad y no
todos llegan a ser Maradona, y no por la cocaína, sino porque tiene ciertas
cualidades físicas.
debate. Entonces ¿qué es lo que te da el entrenamiento?
Andrea. Hay gente que puede entrenar más tiempo que cualquier otra y
no llega a jugar bien, ¿por qué? Porque no tiene esas cualidades. Por ejemplo
en el femenil, no sé si han escuchado hablar de una niña que se llama Charlin
(Verónica Charlin Correa), tiene 16 años y está jugando con la selección
mayor porque nació con ciertas habilidades físicas. Yo entrenaba a las niñas de la misma edad de Charlin y algunos padres llegaron a preguntarme
por qué Charlin ya había debutado con la Sub-20 y sus hijas no, a lo que les
contestaba: “es que Charlin es punto y aparte, es un fenómeno, es como esos
niños que nacen con un don intelectual y a los 15 años están en la carrera”.
Eso no quiere decir que todos los papás deban intentar meter a sus hijos de
esa edad a la carrera. Es un don y, si una lo detecta, hay que desarrollarlo.
Hay gente que no tiene ese don, pero puede llegar a jugar bastante bien y no
necesariamente va a ser el mejor jugador.
Edurne. Yo pensaba que no podías desarrollar jugadores, pero sin duda,
con disciplina puedes hacer muchas cosas. Yo llegué al futbol y vi niñas que
corrían horrible y decías: “a esta vieja seguro se le cruzan las patas para
pegarle a un balón”, pero con dedicación, con trabajo, esfuerzo y fortaleza
en el gimnasio, con estar pegándole al balón, algunas tomaron un nivel de
juego que yo hubiera afirmado que no lo lograban. Es una cuestión de disciplina y una cuestión de desarrollo. Ahora, es probable que este tipo de gente
nunca vaya a ser una Charlin o un Maradona, porque para ser diferente a
todos se necesita un don específico. Si esto lo descubres y lo trabajas puedes
llegar a ser lo que quieras, pero sin duda, en el futbol, para llegar a jugar bien
y destacar, como en todo, necesitas una dedicación, una disciplina.
La mayoría de las mujeres que juegan futbol se han hecho solas, más o
menos disciplinadas, pegándole al balón en el campo, jugando, captando
cada una de las cosas que le rodean para poder mejorar. Hay que descubrir
el don de la gente, porque igual puedes tener a una persona jugando futbol en
alguna posición, y jamás la pones a cabecear, y no descubres que es una
excelente cabeceadora. Eso es algo que debes pulir, que hay que entrenar,
que hay que ir descubriendo, que hay que ir trabajando con la gente, e implica mucho esfuerzo y muchas horas de dedicación.
Karla. Hay un dicho que dice: “disciplina mata talento”. Sí, con dedicación puedes hacer muchas cosas. En el caso de Charlin, ella tiene un don, un
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talento que si no lo desarrolla se va a quedar chata, se va a quedar hasta ahí.
Porque el futbol te da condición. Tú puedes ser un Maradona, pero si no
corres, si no vas hacia delante, no tienes futuro. Eso es lo que te da el entrenamiento, te da condición, te da técnica, afinas muchas cosas.
A lo mejor nunca has descubierto que puedes ser muy buena rematadora
de cabeza o ser muy buena tiradora de centro, y es hasta que llegas a un
entrenamiento y te dicen “tú tienes talento para ser portera”, tal vez tú quieres ser centro-delantera o defensa, pero tienes más características para ser
portera. También hay gente que te ubica y te dice cuál es tu posición, porque
todas queremos ser delanteras, porque es la que mete gol, la que se lleva las
palmas en todos los partidos. Pero hay muchas labores dentro del campo de
juego, como ser defensa, lateral, volante, que tal vez no sean las más talentosas
ni las más rápidas, pero tienen un papel importante dentro de un partido.
A veces, cuando estaba dirigiendo a las chavas en el Tec de Monterrey,
algunas me decían: “es que ella juega muy bien en el centro delantero”, pero
yo las veía más de lateral volante, y descubres una súper figura, y me decían:
“órale, es que ahí juega mejor que de delantera”. O niñas que jugaban de
delanteras y yo las ponía a jugar de defensas, de líberas, y me decían: “es
que yo siempre he jugado de delantera”.
Puedes tener mucho talento, pero si nunca te dedicas a eso, pues ahí lo
tienes escondido. Yo creo que hay muchísimos futbolistas en México que
son empresarios o que son obreros, que se dedican a otra cosa porque no
tuvieron la oportunidad de llegar a un buen lugar y ser descubiertos.
Cuauhtémoc Blanco, que jugaba en el llano, tuvo la suerte de que lo descubrieran, pero si no te ven, si no tienes esa poquita de suerte, pues te quedas
en el lugar en donde estás parado.
Eli. Yo soy una persona que no tiene tanto talento ni tanta técnica, pero
sí una muy buena condición física gracias a la gimnasia olímpica, que me
hizo muy fuerte y muy rápida, lo que me permitió incorporarme sin tanto
desarrollo. Yo creo que ahí sí, una llega hasta donde puede llegar.
Karla. Por eso dije que disciplina mata talento. Porque puedes ser una
persona muy disciplinada con poco talento y puedes hacer un montón de
cosas, haces maravillas. Y puedes ser la persona más talentosa y no
disciplinarte, y decir: “ay no, yo no quiero correr”, porque crees que el talento lo es todo, y gente que viene atrás con disciplina o con trabajo te puede
sobrepasar.
Edurne. Aun cuando todo es futbol, cada una de las personas que juegan en el campo tiene características muy, muy diferentes. Y las habilidades
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
que debe tener un portero —como la técnicas, su estado físico— son completamente diferente a las que tiene un líbero, un lateral, un extremo. Eli era una
jugadora que aún teniendo el balón no podía driblar mucho, pero se recuperaba rapidísimo y era muy rápida, levantaba muy bien la cara, ponía muy
bien los balones y eso era lo que necesitábamos para su posición.
Ilse. Mi historia es totalmente diferente a la de todas ustedes que empezaron desde chiquitas y demás. Yo empecé a los 18 años a jugar futbol.
Cuando yo empecé, no podía pegarle al balón que venía de aire, tenía que
esperar a que botara dos o tres veces. Ahora ya puedo, aunque tal vez lo
rebane un poco. He ido aprendiendo a jugar futbol, cuestiones técnicas,
como levantar la cara, conducir un balón y demás. No voy a ser una Karla
Maya que se puede llevar el balón desde la defensa hasta arriba con el balón
pegado al pie, pero soy muy buena recuperadora. Tal vez tampoco era tan
veloz como Eli, pero tengo la ventaja de la resistencia, puedo estar corriendo
todo el partido. Tal vez no le pego súper bien al balón para meter goles y
demás, pero puedo poner un buen pase o recuperar el balón y dárselo a la
persona que pueda meter el gol.
Eli. A lo que yo iba es que al ser yo una persona que sin tener una
disciplina deportiva fuerte, tenía muchos años entrenando gimnasia, eso
me hacía tener elasticidad, mucha condición física y un abdomen que me
permitía entrarle. Creo que actualmente esa es la tendencia, cada vez los
futbolistas van siendo más fuertes.
Andrea. Lo que se desarrolla en el futbol es lo técnico, lo táctico, lo físico
y lo psicológico. No puedes dejar de trabajar una de esas facetas porque un
equipo con mucha técnica, en el que todas entienden la táctica, donde todas
saben lo que quiere hacer el equipo, pero que no tienen condición física,
igual puede caer ante un equipo que tal vez no traiga nada de técnica, pero
sí mucha condición física. Yo creo que todas estamos de acuerdo de que ya
nadie entrena como antes, ahora hay equipos de chavitas que no tendrán
mucha técnica, que no son muy buenas, pero corren mucho, lo que las hace
bastante difíciles y con eso pueden ganar un partido.
En cuanto al aspecto psicológico, se han visto partidos en los que va
perdiendo un equipo dos o tres goles a cero, creo que en la Champion sucedió un caso así hace unos años, no sé que pasó en el vestidor que el equipo
que iba perdiendo 3-0 le dio la vuelta al equipo que iba ganando y eso fue
totalmente psicológico, algo pasó en ese vestidor.
debate. ¿Hay diferencia entre como juegan las mujeres al futbol y como
lo hacen los hombres?
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Edurne. Sí, Primero,las mujeres no somos vedettes. El futbol varonil en
muchas cosas ha agarrado mucha maña, en cambio, en el femenil, difícilmente las mujeres se tiran a quejarse; las mujeres se levantan y siguen. No
sé exactamente a qué se deba. Físicamente, por fortaleza, por velocidad, es
mucho más rápido un juego varonil que un femenil. Incluso Andrea, bueno, muchas de nosotras hemos tenido la oportunidad de jugar contra equipos de hombres y físicamente es muy diferente por fuerza, por velocidad,
técnica, etcétera.
debate. ¿Es más rudo?
Edurne. Es un juego de contacto, y siempre va a haber choques o gente
que va demasiado fuerte, o incluso con mala intención. Pero es diferente,
con la fortaleza de una mujer juegas probablemente de la misma forma que
un hombre. Aunque yo creo que el futbol femenil, al menos en México, como
es un círculo muy cerrado y con el cual hemos tenido que ir rompiendo
algunos paradigmas sociales, creo que las mujeres jugamos con mucha más
pasión que los hombres. Yo creo que hay muchos hombres que juegan futbol,
incluso a nivel profesional, más que por otra cosa, por el dinero y no porque
realmente les apasione. Yo creo que esa es una gran diferencia.
Karla. Yo creo que hay diferencias de sexo. Las características de las
mujeres son totalmente diferentes a las de un varón en cuanto a la cuestión
física, en cuanto a la fortaleza, en cuestión de rapidez. Pero me parece que el
futbol femenil ha tratado de igualar al varonil en las estrategias y en la
forma de jugar. Obviamente hay limitaciones, primero porque no es profesional, porque a lo mejor, si lo fuera, se podría igualar o estar más cerca del
varonil, pero es complicado porque no tienes tanto tiempo para entrenar ni
una infraestructura detrás de ti, como ellos.
Karla. Tienes que dejar de hacer muchas cosas, como tu trabajo, la escuela, la familia, para dedicarte a eso.
Andrea. Yo creo que el juego es el mismo técnicamente. De hecho, el
femenil va siguiendo la tendencia varonil. La diferencia es la cuestión física.
El juego del hombre siempre será más fuerte y mucho más rápido que el
femenil. A lo mejor en el aspecto psicológico es diferente, porque no se enseña igual a las niñas que a los niños. Además, lo que ellas comentaban de la
amistad, cuestión que es muy importante en el femenil, pero no en el varonil.
En un equipo femenil tiene que haber igualdad, armonía, para que todo
funcione; en un equipo varonil, no. A mí me han contado que en un equipo
varonil se pueden partir la madre antes del partido, entran y juegan como si
nada. Con las niñas no; se tiene que resolver el problema para poder salir a
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
jugar bien. Un ejemplo de esto fue el último Mundial Sub-20 en Rusia. Las
mexicanas perdieron 9-0 contra las alemanas; yo no estuve, pero dije: “¿qué
pasó?” Porque México ya no está para que le metan ese tipo de golizas.
Tiempo después me enteré de que fue algo totalmente interno del grupo, que
se habían peleado antes del partido y eso se reflejó en la cancha.
Pienso que la gran diferencia entre el varonil y el femenil es que uno es
profesional y el otro no. En el profesional hay muchísimo dinero de por
medio y los goles son muy importantes. Ganar es muy importante y eso tal
vez influya para que los jugadores hagan más teatro, porque de lo que se
trata es de ganar el partido, así que si yo me caigo de forma aparatosa, tal vez
tenga más chance de que marquen un penal a mi favor; mientras que en el
femenil, si me lo marcan o no yo sigo jugando. Las mujeres tienen que dejar
muchas cosas o renunciar al futbol, porque no es profesional, porque no nos
dedicamos al futbol.
debate. ¿Qué es lo que no permite que sea profesional?
Andrea. Los directivos. Ellos argumentan que no es negocio, que no
deja. Yo siento que en México no se puede todavía pensar en una liga profesional. Primero tiene que ser lo primero. Por ejemplo, en Estados Unidos,
que tiene una base impresionante de jugadoras, que tiene mucho dinero,
mucha infraestructura, que tuvo una liga profesional —la cual quebró— es
el país donde más futbol femenil existe. Pensar que una puede llegar a México y decir, sí, le tienen que pagar a las niñas… no creo que vaya a funcionar
porque tiene que ser un espectáculo también.
Silvia. Yo creo que es una cuestión de esferas de poder, de quién maneja
el deporte, el futbol. Aquí hay una industria sólida, rentable, se saben el
negocio muy bien, y como al femenil lo toman como equiparable al varonil,
no tiene oportunidad. Creo que el organismo que podría armar una infraestructura para lanzar una liga profesional o semiprofesional de mujeres aquí,
es el que administra los equipos fuertes del varonil, y ese organismo no tiene
ningún tipo de interés en las jugadoras. Yo creo que faltan por lo menos 20
años para que toda esta banda de mujeres que estamos haciendo futbol y
que hemos crecido con él nos organicemos —digo, quizá no nosotras, pero
sí alguien más, que empiece a ver cómo puede llegar a ser profesional el
futbol femenil, completamente separado del futbol varonil. Actualmente
¿quién le pude meter dinero al femenil? Los equipos de hombres, a los cuales no les interesa, mejor lo van a meter a las reservas o el equipo infantil de
niños, porque eso les va a dejar más dinero.
Edurne. Si al final a los hombres les inviertes un peso y te dejan cien
¿para qué volteas a meterle lana a un equipo femenil —o de cualquier otro
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deporte, aunque sea varonil— si aquí tienes una mina de oro? También
tiene mucho que ver que no hemos empezado desde las raíces. Andrea comentaba que hace 20 o 30 años en Estados Unidos empezaban a trabajar
para impulsar todo esto, por desarrollar algo, desde la raíz.
Platicando con jugadoras de Estados Unidos nos decían que el dinero
que en ese país le dedican a la selección mayor femenil prácticamente es lo
mismo que aquí en México le dedican las selecciones varoniles, incluyendo
la mayor. Mia Hamm me decía: “es que nosotros vivimos de este deporte”, es
decir, cada una de ellas tenía una escuela de futbol, trabajaba ahí y el resto del
tiempo lo dedicaba a entrenar, a viajar, a concentrarse. Tenían todo el apoyo, la ropa, el empuje.
En el 99, los dos deportistas que hicieron más dinero en el mundo fueron Michael Jordan, que regresaba del retiro en el basquetbol, y Mia Hamm,
que fue la imagen del Mundial femenil de futbol. Entonces, si hay dinero,
¿cómo es posible que en Estados Unidos —donde el futbol femenil es lo que
más se práctica entre las mujeres y donde han estado sin duda las mejores
jugadoras del mundo— no haya funcionado la liga profesional femenil que
organizaron? Tal vez sí funcionaba; no como la varonil, tal vez se invertía
un peso y se ganaban dos, mientras que otras cosas te daban 10. A Andrea
le tocó en Japón, su equipo desapareció porque los inversionistas decidieron invertir en otra cosa que les daba más dinero. Y como el futbol está
ligado forzosamente con el símbolo de pesos, está muy complicado que en
México y el resto del mundo el futbol femenil empiece a dar ganancias.
Karla. Otro aspecto importante es que en México son bien machistas.
Dicen que a últimas fechas las mujeres han sobresalido en su casa, en la
escuela, en el trabajo, y aún es difícil que ocupen puestos altos en las empresas o en la política. Obviamente eso se ve reflejado en todas las áreas, deportivas, culturales, etcétera. En México yo creo que podría ser negocio invertirle
a las chavas, pero también entra esa parte de decir: “¿para qué?, son chavas”.
El futbol es el único deporte que se juega en todo el mundo; el basquetbol
y el futbol americano son cosas de los gringos, pero el futbol se juega en
todos lados: en Australia, en Japón, en Europa, en la Patagonia, en todos
lados, pero los reflectores están sobre los varones. Obviamente, Estados
Unidos, al no tener un equipo varonil fuerte, no tiene ese soporte que a lo
mejor puede haber en México. Pero como aquí son bien machistas, mejor
tener un equipillo varonil que hace su esfuerzo, que medio clasifica al mundial y como que ahí medio todo, porque jugamos como nunca y perdemos
como siempre. Creo que ese factor aquí en México es bien importante. Tene-
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
mos el caso de Maribel Domínguez, que la querían meter a jugar a un equipo
varonil y que dijeron: “no, ¿cómo?” Yo creo que como decisión estuvo bien,
porque había otras características de las que hemos hablado, características
físicas, porque no es lo mismo que choques hombro con hombro con un
hombre a que choques con una chava que además no tiene esa misma trayectoria de venir de fuerzas básicas o ese alto rendimiento de pesas o a lo
mejor es más chaparrita… A lo mejor no haces una liga femenil como la
Premiere, pero haces una mixta y dices: “vamos a darle chance a tres chavas
por equipo y a ver cómo resulta. Tal vez no van a jugar los 90 minutos, pero
sí 20 o 25 minutos por partido”.
Eli. Yo no sé si ustedes tienen esa misma impresión, pero a mí me
parece que, cuando, en general, el público ve jugando a las chavas bien,
dicen “ah, juegan bien, juegan como hombres”, entonces ya, como que
pierde el interés; como el juego es de buen nivel, entonces ya no es espectáculo, otra vez los reflectores se ponen sobre los hombres. La gente espera
ver al futbol de chavas como algo raro. Cuando mis amigos van a ver jugar
a mis amigas me dicen: “juegan bien, juegan como chavos”, entonces ¡pum!,
se pierde el interés.
Ilse. Yo creo que en México hace falta apertura, porque todo está
puesto en el futbol varonil de primera división y si volteamos a otros
deportes, como el beisbol varonil, se están muriendo. No hay una liga de
basquetbol profesional ni de futbol americano ni de beisbol: todos los
demás deportes están olvidados. Si el deporte varonil se supone que deja
mucho varo a las empresas, y no los pelan, obviamente menos van a voltear al deporte femenil.
Andrea. La segunda división del futbol mexicano está completamente
olvidada, no tiene dinero, no tiene medios. Digo, si la segunda división
varonil, que les podría dejar dinero, está en esas condiciones, con las mujeres no hay manera. Edurne hablaba de lo que gana Mia Hamm, de otras
jugadoras en Estados Unidos. De hecho, seis meses antes de los mundiales,
Estados Unidos les paga su casa en el lugar a donde van a entrenar. Durante ese tiempo, les pagan un sueldo de entre 50 o 60 mil dólares al año, se
llevan a sus familias para que vivan con ellas y se dediquen únicamente al
futbol. Pero eso no siempre fue así. Hace 30 años, cuando empezaron, viajaban de California a Nueva York en camión, cuando era necesario; luego de
jugar, lavaban sus uniformes en el cuarto y los colgaban a secar, porque
tenían que jugar al día siguiente, pero no tenían apoyo de su federación. Y
todo se lo ganaron con trabajo, con resultados y al mejorar su espectáculo y
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entonces las empresas dicen: “ah, sí deja”. Pero debe ser un espectáculo. El
deporte se sostiene con la entrada de la gente, y si no das un buen espectáculo, la gente no te va a ir a ver.
Un ejemplo de lo que digo es el próximo Mundial femenil Sub-20, que se
va a jugar en Chile porque ese país tiene una presidenta. Sin embargo, fuimos a jugar con nuestra selección Sub-20 a Costa Rica y nos enfrentamos a
la de Chile, la cual está para llorar y yo lo que le puedo decir a Chile es: “¿qué
vas a hacer?, es un compromiso muy grande; ¿eso es lo que vas a presentar
de tu futbol femenil? Y si esto es lo que vas a presentar, vas a echar para atrás
tu futbol femenil otros 10 años”. Porque el público chileno va a ir con mucha
expectativa de su selección y las van a ver y van a decir: “las mujeres no
saben jugar”. Porque no sólo se trata de hacer los eventos o una liga profesional, se trata de un espectáculo, y el equipo femenil chileno no va a cumplir.
Karla. Y el poco dinero que le van a invertir, lo van a retirar. Tiene que ser
negocio y espectáculo. Los equipos que pueden hacerlo, tendrían que dividir
ese gasto, decir: “va a viajar el América o las Chivas con su selección femenil
para que sea el mismo rol de juego”, y: “la varonil juega a las cuatro y la
femenil a las dos”. Así divides las entradas y los gastos. Obviamente, los
gastos se duplican por las mismas entradas, por lo mismo de todo. Tal vez
cuando se haga la liga y se tenga una infraestructura, entonces se diga: “ya
la femenil me llena un estadio, el que sea, hasta de 30 mil espectadores”.
Pero de entrada tendrían que invertirle mucho dinero. Yo creo que no están
mentalizados y además no hay tanta gente que quiera hacerlo. Tal vez existan muchas chavas que quieren jugar, pero tienen que entrenar, tienen que
tener disciplina y dejar todo lo que ya hemos mencionado como escuela, trabajo, familia, para que puedan decir: “voy a portar la camisa del América y
me voy a dedicar a jugar sólo para el América”. Ajá, ¿a cambio de qué? A lo
mejor de entrada no te van a decir “te voy a pagar lo que le pagamos a
Cuauhtémoc Blanco o al “Piojo”, o al menos una décima parte de lo que les
pagan a ellos. Está como en chino, porque de entrada se tendría que contar
con las fuerzas básicas, es decir, niñas, y de ahí poco a poco ir creciendo. Y
si aunado a eso, como dice Andrea, hay un equipo que no la va a hacer y al
nivel mundial llegan con una selección armada al vapor o una selección
equis que cualquier otro equipo le va a meter 10, 12 o 15 goles contra cero,
pues van a decir “¿para qué?”
Andrea. En 1994 fuimos al pre-mundial y para ese evento nos armaron
un mes antes y claro, nos metieron mil goles, entonces la federación dijo:
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
“no, aquí en México no hay mujeres que jueguen futbol”, a diferencia de la
nueva selección que empezó en 1997, que ha venido trabajando y para el 98
logró entrar al mundial del 99. Con ese logro la federación tuvo que decir,
“ah bueno, trabajaron un año, a lo mejor si les damos tantito pueden ir
creciendo”.
Karla. Esa selección se armó desde el 94. Estuvimos ahí, entrenábamos
en la Magdalena y no nos daban ni para nuestro pasajes, entrenábamos por
el puro amor a la camiseta y por estar en la selección. Llega 1997, entra
Leonardo Cuéllar —porque era: “¿quién quiere dirigir a la femenil? Pues
yo”, y se la daban al primero que levante la mano. Tuvimos cualquier cantidad de entrenadores al vapor antes de Leonardo Cuéllar, quien trajo jugadoras de Estados Unidos. Obviamente hubo quienes no estuvieron de
acuerdo, porque de 18 lugares, 11 eran chavas méxico-estadunidenses,
chavas que ni siquiera hablaban español, porque a la hora de hacerles una
entrevista aquí en México, las chavas se quedaban en blanco, no sabían ni
qué contestar. Hubo mucha polémica. Entre las chicas que vinieron estaba
Mónica Gerardo, que dejó la selección porque aquí no tenía futuro. Estoy
hablando de una chava que trajeron de Estados Unidos y que en ese entonces era la mejor jugadora a nivel universitario en aquel país, se la trajeron
para acá un año, creo que jugó los partidos de la preselección y en el mundial y luego se fue, y todos preguntaban que en dónde estaba esa chava,
jugaba muchísimo, era un símbolo de la selección nacional, pero la botó, le
dijo a Leonardo Cuéllar: “¿sabes qué?, ya no quiero jugar con la selección
porque no hay dinero”. No sé si se preguntó por qué con su nacionalidad
gringa se vino a jugar a México, si bien podía jugar en equipos de allá. Yo no
sé bajo qué circunstancias se la trajeron a México, y no sólo a ella, sino a la
portera, a la chava que jugaba en la Ibero, y había muchas chavas que
jugaban muy bien, que como dije no hablaban ni siquiera español y que eran
la base de la selección y que gracias a ellas se calificó al mundial, aunque no
era en realidad una base de México.
Edurne. Se hacen esfuerzos aislados para que esto pueda tomar fuerza. Un ejemplo de esto es el trabajo que va a representar hacer un evento
como el próximo mundial en Chile, pero el anfitrión al presentar a un
equipo de muy poco nivel hace que se pierda el interés y entonces se vuelve
a retroceder lo poco que se había avanzado. Sin embargo, aquí en México
el futbol varonil poco ha hecho a nivel internacional, mientras que el futbol
femenil, con un apoyo muy reciente y escueto, ya calificó a un mundial, ya
ganaron una medalla en Juegos Panamericanos.
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cuerpo y deporte
debate. ¿Es más fácil para los hombres que para las mujeres dedicarse
a un deporte de las exigencias del futbol?
Andrea. Sí, es más fácil, porque tienen la infraestructura, los apoyos,
desde que son chiquitos los encaminan, los empiezan a detectar y los seleccionan. Yo puedo hablar de la selección femenil en donde hay niñas que
llegan a concentrarse con las selecciones menores sin haber tenido antes un
proceso de concentración, como lo llevan los varones desde pequeños. A las
niñas se les educa de otra forma, a estar más en la casa y claro, cuando las llevan
a la concentración, a la segunda noche ya están llorando porque se quieren
regresar con sus padres. En cambio, el niño sabe que es un proceso. Sí, nos
cuesta más trabajo, porque no nos podemos dedicar al futbol, porque siempre hay que sacrificar o a la familia o a la escuela o al trabajo.
Edurne. Yo creo que no sólo en el futbol, en nuestro país es más complicado para una mujer destacar o realizar cualquier actividad. Para que una
mujer llegue a un puesto de ejecutivo en una empresa, debe ser mucho más
destacada que los hombres. Creo que socialmente no hay tantas opciones
para las mujeres. A mí, mis papás siempre me apoyaron, pero yo llegaba a la
casa de mis abuelos y me decían: “¿qué haces jugando eso? Es un juego de
niños. ¿Para qué te expones? Te vas a lesionar. Eres una mujercita”. Es un
choque cultural.
Eli. Yo recuerdo, sin irme muy lejos, comentarios en Iztapalapa de muchas chavas que decían: “si yo pudiera vivir del futbol, viviría”. Y eso me
parece un ejemplo muy claro de la diferencia entre hombres y mujeres. Hay
hombres que viven del futbol, independientemente de que sean muy buenos
o muy malos, viven del futbol. Para una mujer eso es imposible.
Andrea. Ser mujer en el futbol como jugadora, como entrenadora o árbitro, es entrar a un partido 1-0 abajo porque siempre vas a tener algo en
contra por el simple hecho de ser mujer.
Karla. Entre los mismos entrenadores, cuando saben que hay una mujer
dirigiendo un equipo, luego luego dicen: “ah, pues si lo lleva una chava…”
Te ven con menos capacidad o con menos sabiduría que ellos y ya entras,
como dice Andrea, perdiendo 1-0.
debate. Aspectos de la vida personal, de la vida privada, por ejemplo, la
maternidad, el matrimonio, el noviazgo, ¿cómo influyen, cómo los viven?
Karla. Yo creo que debes tener tus tiempos para todo, para dedicarte a tu
trabajo, a tu familia, a tu pasión, a lo que te mueve, a lo que es todo tu ser, que
es el futbol. Siempre tienes que dejar de hacer cosas para darle más tiempo a
lo que te gusta, aunque no te vaya a dejar nada. Yo estuve más de un año
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
dirigiendo al Tec de Monterrey y no me daba nada, lo hacía por estar con
ellas, por estar en el futbol, por no despegarme de eso que me llena y que me
da tantas satisfacciones, tal vez sin una remuneración económica, cuestión
que pasa a segundo término. Mucha gente me ha dicho, como Miguel España, que un día llegó al Tec y me dijo: “¿y tú que eres?” “Soy ingeniera.” “¿Y
qué haces aquí?” “Estoy dirigiendo…” Y se me quedaba viendo raro. Le
decía: “este es mi currículum, no tengo un título de director técnico, pero
tengo muchísima experiencia jugando futbol, claro que esto no es garantía
de éxito, pero sí es garantía de disciplina, de formalidad, de muchas cosas”.
Y Miguel me decía: “si piensas dedicarte a esto, te recomiendo que hagas tu
carrera de director técnico”. Es que no me pienso dedicar a esto porque
tengo un negocio rentable, estoy haciendo una maestría que me va a dar
mucho más dinero que perder dos años en estudiar para ser director técnico
y dedicarme al futbol que no me va a dar nada.
Edurne. Físicamente tenemos la desventaja de que, como mujer, si decides ser madre, al menos nueve meses no puedes jugar, y luego tienes que
estar cerca del bebé; en cambio el hombre, cuando nace su bebé, viene a
conocerlo y luego se va otra vez a jugar futbol y se acabó. A mí personalmente, cuando sea madre, me gustaría cuidar de mis hijos y educarlos; desafortunadamente, con mi profesión y el futbol tal vez no podría estar muy cerca,
como mi madre estuvo de mí. Si eres mujer y juegas futbol a lo mejor no
puedes tener una relación estable, un matrimonio en el que le puedas decir
a tu marido: “oye, ¿qué crees?, me voy a ir a concentrar dos meses, ahí cuidas a
los niños”.
Silvia. ¿Cómo influye el tiempo que le dedicas al futbol con tu pareja,
con tus amigos, con tu familia? A mí me ha tocado de todo tipo: novios que
me dicen: “a mí no me gusta el futbol”, y por lo tanto no me van a ver. Yo he
tenido etapas muy fuertes en el futbol, en las que he tenido que jugar entre
semana, los sábados y los domingos, en los que le dedicas por lo menos
unas tres horas al día. Son etapas muy difíciles, porque la gente que está
cerca de ti no lo entiende. Claro que te encuentras con parejas que lo entienden y te acompañan, pero hay otras que no y que tienen razón. Actualmente,
por ejemplo, le acabo de decir a mi novio que voy a meter a un equipo a jugar
en el Ajusco, y eso representa invertir dos horas de partidos, más una hora
de camino de ida y otra de vuelta, y luego la convivencia con el equipo,
cuando los compromisos de pareja el fin de semana siempre son muy fuertes y esto representa un gran esfuerzo de ambas partes.
Igual pasa con mi familia. Siempre me han dejado hacer lo que he querido, pero el futbol lo ven raro. Mi hermano lo jugó toda la vida y como si nada,
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cuerpo y deporte
en cambio a mí siempre me dicen: “¿otra vez?” Lo he jugado toda mi vida y
me siguen preguntando que a dónde voy. Una vez me troné un pie al grado
de traer muletas y me dicen: “¿ya ves lo que es ese deporte?” Porque no
tienen ni idea. Pero es un espacio que tienes que marcar muy especialmente
porque es tuyo, no es compartido ni negociable; flexible, pero no negociable.
Andrea. Cuesta trabajo. Yo tengo dos hijos, un niño de cinco años y una
niña de tres. Yo creo que es muy diferente con la pareja que con los niños,
porque por mi pareja no hubiera dejado nunca un partido ni un entrenamiento ni mucho menos el futbol, pero por mis hijos… Cuando eran más
chiquitos, el problema era: “¿y qué voy a hacer con ellos? No los puedo dejar
botados en el campo a ver si se entretienen o no”. Pero por una pareja nunca
lo hubiera dejado, porque esa persona tenía que entender que iba incluido
en el paquete. Con el que me casé lo entiende perfecto, pero tuve un novio
antes que él que también era futbolista; yo le platicaba que habíamos ido al
pre-mundial (1994) en el que nos metieron muchos goles pero que en cuatro
años más, iba a haber otro pre-mundial, otra selección, y entonces yo me iba
a preparar para eso. Ese novio, que era preparador físico de un equipo profesional en Estados Unidos, cuando vino a visitarme, en el aeropuerto, me
dijo: “antes de que nos vayamos, vamos al mostrador para comprar tu boleto de viaje sencillo.” “¿A dónde?” “A donde estoy entrenando.” “¿Cómo
que un viaje sencillo?” “Sí, para que ya te vengas conmigo.” En ese entonces
estaba entrenando a un equipo de niñas en el Tec de Monterrey y estaba
esperando otra vez la selección. “¿Y todo mis planes qué?” “Ay, Andrea, tu
futbol es un capricho, lo mío es un trabajo”. Ese fue el adiós. En ese momento
dije: “este no es para mí”. Y de hecho pensé: “yo creo que no nací para el
matrimonio, no me voy a casar”. Claro que hay muchas mujeres que dicen
“es que a mi esposo no le gusta que juegue”. Yo jamás hubiera aceptado
dejar de jugar futbol por un tipo.
Los niños son diferentes, porque son criaturas que no pueden entender
muchas cosas y sí, yo dejé de jugar por ellos y tal vez ahora es un pretexto
para el cansancio, la flojera. De hecho puedo ir a jugar, incluso las últimas
veces los llevaba. Era un poco complicado decirles: “no se pasen de la raya”,
o dejarlos encargados con alguien. Aunque siempre hay formas de hacer lo
que a una le gusta…
He ido a varios cursos de entrenamiento a Guatemala y en el segundo
año, donde habíamos dos o tres mujeres, uno de los hombres me dijo: “oye
Andrea, ¿cómo le hiciste para que te dieran permiso de estar aquí?” “¿A
quién le tenía que pedir permiso?” “A tu esposo. Eres casada, ¿no?” “Sí,
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
pero ¿y tú a quien le pediste permiso?” Claro que ellos nunca consideran
que tiene que pedir permiso.
Silvia. Socialmente, un ejemplo: una boda de tus amigos o del lado de tu
novio el mismo día que tienes una final de futbol, como me sucedió una vez
en Valle de Bravo. Le dije, “okey, te acompaño el sábado, pero tenemos que
regresarnos el domingo porque juego una final.” “¿Cómo crees?, es una
boda, nos vamos a quedar todos.” Nos regresamos, los tubos en el auto,
reclamo, pero le dije: “ya habíamos quedado y me dijiste que sí y ahora nos
tenemos que regresar”. De jeta todo el camino.
Ilse. Es mucho más difícil para una mujer dedicarse a un deporte en
general. En tu vida cotidiana estás a cargo de muchas cosas, trabajo, familia,
amigos, hijos, casa, cosas que muchas veces, si no te haces cargo tú, nadie
más lo va a hacer, y es una carga social, pero a fin de cuentas existe y
siempre tienes que elegir entre todo eso y el futbol. Puedes jugar, como lo
hacemos todas nosotras, pero tienes que buscar el tiempo, coordinar todas
tus actividades y contar con la persona que te acepte y te apoye.
debate. Hablemos sobre las lesiones.
Edurne. Al final, como es un deporte de contacto, siempre va a haber
muchas lesiones. Una a veces no mide las entradas, los golpes, pero al final
el cuerpo te lo va cobrando. Al principio te sientes de hule, pero con el
tiempo y con la edad descubres que no eres de hule y que tienes huesos y
otras cosas que se rompen. Es un poco esto de la pasión y la necesidad de
estar dentro del campo. De repente una te invita a jugar a este lugar, aquella
a otro, lo haces de forma gitana, empiezas a jugar cinco o seis partidos o
tantos como puedas en la semana y en las ligas que se puedan, así que hoy
tienes un golpe aquí, mañana otro allá, pasado uno más en algún otro lugar,
hasta que se te van acumulando y no te repones. Yo me acuerdo mucho de
un entrenador que tuvimos, Miguel Escalante, que se enojaba porque llegábamos el sábado al juego con él y nos decía: “vienes lesionada, ¿qué hiciste?” Yo ahora lo entiendo en el sentido de que: “oye, estamos en un lugar
muy competitivo”, porque se tomaba muy en serio esa liga, y nosotras nos
íbamos el sábado bien y regresábamos al siguiente lesionadas. Para nosotras estaba padre irnos a jugar durante la semana, pero en realidad cada
golpe te lo va cobrando la vida, tu cuerpo.
Silvia. ¿Te acuerdas, Edurne, el día que llegaste después de que te sacaron las muelas del juicio? Le preguntamos: “¿Y cuándo te las sacaron?”
“Ayer.” “¿Y así vas a jugar?” “¡Sí!”, y en medio del partido ¡sangre!
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cuerpo y deporte
Edurne. Me acuerdo de otro nacional en donde llegué con el pie enyesado
por una luxación. Nada más iba a ver, según yo, pero por si las dudas
también llevaba una maletita con todas mis cosas, ¿no? Porque no estás
muy consciente y estás con la hormona de que: “quiero jugar”. Y de repente,
te quitas el yeso y juegas. Al rato, ya no tienes tanta movilidad en el tobillo,
pero así es. Además, no eres atleta; a mí me hubiera encantado, pero no
tienes una disciplina realmente atlética. Intentaba entrenar, cuidarme, hacer muchas cosas, pero nunca lo lograba, y eso influye para que no estés lo
suficientemente fuerte, cuidando tu cuerpo, tu integridad, y te gana la calentura de estar jugando aunque estés lesionada.
Karla. Porque aparte no tienes un tiempo de recuperación, aunque sea
de un esguince de primer grado, que necesita por lo menos tres o cuatro
semanas de reposo, las cuales para nosotras representaban perdernos 25
juegos. En ese entonces jugábamos seis partidos en un fin de semana, viajábamos del Rayo Sur hasta Perinorte porque jugábamos a las cuatro y teníamos otro partido a las siete en Satélite; y al día siguiente, por la mañana,
jugábamos en Cabeza de Juárez y por la tarde en Tepito. Como la liga era
muy competitiva, no tenías tiempo de recuperarte o de decir: “me duele la
rodilla”. Si te duele la rodilla, te pones una venda o lo que tengas y juegas.
Enyesadas o con muletas, así íbamos a jugar, porque tampoco teníamos a
alguien que nos dijera: “no vas a jugar, tómatelo con calma”. Ahora, en la
liga donde estamos jugando, me lastimé el tobillo, el mismo que tengo
lastimado de toda la vida y en el cual no tengo casi movilidad por tres
esguinces y una fisura. Ahí mismo me lastimé el tendón de Aquiles y fui
con el médico, que me dijo: “o paras de jugar o se te va a romper el tendón
y te van a tener que meter cuchillo”, y mira, yo calladita y no fui a jugar cinco
semanas. Tengo los dos tobillos deshechos, los ligamentos de la rodilla
derecha, el codo esguinzado, el hombro, o sea. Hablo de lesiones graves que
además a futuro te marcan.
Edurne. Antes te valía, le entrabas a disputar un balón que tal vez no
deberías y no te importaba y a lo mejor al final quedabas un poquito adolorida,
pero no pasaba nada.
Karla. Claro, y usabas todos los remedios caseros. Yo tenía en mi casa un
foco infrarrojo, la cubeta de agua caliente y de agua fría, alcohol en las noches,
sábila y vendas. Llega un momento —sobre todo para las que jugamos en la
selección nacional— en que te tienes que cuidar, porque ahí sí te van a decir:
“necesitas un tiempo de recuperación”, porque no te pueden llevar a un premundial o a un mundial lastimada. Con esta última lesión, me infiltraron,
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
porque no podía ni caminar. Me dijo el doctor: “te infiltro y tienes que dejar de
jugar unas cinco semanas”. Mi mamá me decía: “ese futbol no te va a dejar
nada”, porque siempre llegaba con un moretón o con un ojo morado.
Edurne. Eso era cuando jugaba, porque se hacía expulsar siempre.
debate. Se dice que los hombres son violentos no así las mujeres.
Karla. ¿Cómo no? Claro que sí.
Edurne. Las cosas te alteran y pierdes la cabeza por la pasión. Aunque
quiero pensar que las mujeres somos menos mal intencionadas porque hay
menos intereses de por medio, específicamente en el aspecto económico, aunque a mí me llegó a tocar en alguna eliminatoria o selectivo enfrentarme contra otras mujeres que estaban peleando el mismo puesto y buscaban lesionarte.
Tienes que entrar con cuidado, porque puede haber mala intención, que no te
va a dejar más que la satisfacción de llegar a una selección nacional y el
himno y todo eso, que es maravilloso… Hay menos violencia que en el varonil, pero de que la hay, la hay. Incluso existen equipos y entrenadores que
meten a sus jugadoras al campo exclusivamente a lastimar a alguien.
debate. ¿Pero ustedes han sentido esa experiencia de ser violentas?
Silvia. Sí y seguido. Aunque no necesariamente esa violencia de agredir
a alguien, pero sí con la fuerza de estar jugando.
Karla. Perdón que te interrumpa, pero sí la había. Cuando jugábamos
contra el Laguna, la indicación era: “a Karla, truénenla”, y yo me la pasaba
brincando todo el partido y decía “¡estas viejas!”, porque me hacían unas
entradas que a la segunda o tercera barrida les decías: “¡ya párenle!”
Silvia. Algo que han tratado mucho las ligas femeniles es ponerle un
alto a la violencia física, a los golpes. En algunas ligas tienen como reglamento que si tú golpeas a alguien, quedas expulsada de la liga. Eso sí te
detiene, porque a veces pierdes la cabeza y con ello pierdes a tu equipo por
darle un golpe a alguien.
Karla. Anteriormente no había esa regla, porque nos llegamos a agarrar
contra el Laguna y eran batallas campales, y ni modo que expulsaran a los
dos equipos.
Edurne. Como juegas siempre contra la misma gente en todas las ligas
y en todos los lugares, vas creando fricciones, y más cuando sientes que es
de mala leche, cuando llega la persona y te golpea. Llegas a detectar que la
gente se da cuenta de que vienes lesionada, con una venda, y te pegan ahí.
Igual y es coincidencia, pero igual y te das cuenta porque te duele. Hay
adrenalina de por medio, hay rivalidad, y en algún momento llegas a perder
la cabeza. La gente lo manifiesta de diferentes maneras.
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cuerpo y deporte
En una ocasión, no sé qué pasó, pero me tocó ver en el campo de al lado
cómo todo el equipo de chavas se fue contra el árbitro, lo golpearon tan
fuerte que el equipo del tercer campo, de hombres, tuvo que meterse a salvar
al árbitro porque ¡lo iban a matar!
Eli. Pasaba frecuentemente que a alguien le cometían un faul y perdía la
cabeza y daba un trancazo. Eso pasa y pasa un montón y das una patada o
un golpe como hombre. Las mujeres sabemos pegar igual.
Edurne. A veces se arman batallas campales en donde empiezan unas
y le entra el resto, y luego esas que empezaron de pronto están en las gradas
viendo cómo el resto se madrea.
Karla. No se madreaban por mi culpa, güey, se madreaban entre ustedes.
Edurne. Esta (Karla) las empezaba y salía corriendo.
Karla. Si güey, porque son tantas veces las que te pegan, porque a lo
mejor aguantas una, dos o tres, pero llega el momento en que dices: “me
pateas y te voy a dar igual”, y de ahí obviamente se armaban las campales,
digo, no específicamente por mí. Yo me llegué a meter con el Azteca. ¿Se
acuerdan un día que se llegaron a agarrar ahí con esta chava del Veracruz,
que la persiguieron por todos lados? Y de verdad era una masa de gente en
la reja soltando golpes para todos lados y lo único que hacías era soltar
golpes. Entonces era a punta de patadas irlas sacando de la maraña de
gente que había ahí, pero era por lo mismo, porque éramos las mismas que
jugábamos en todas las ligas y siempre había rivalidad y decías: “a esta,
péguenle”, o: “a esta, sáquenla de quicio”, o: “a esta háganle tal cosa”.
Porque ya nos conocíamos y obviamente las que teníamos el temperamento,
la mecha corta… Era típico que a mí me expulsaran a cada rato. Yo iba con
el árbitro y le decía: “oye, ya me pegaron tres o cuatro veces”, pero me contestaba: “ay, cálmate”. Entonces, obviamente, a la quinta tú soltabas una patada del tamaño de la que te habían soltado, y ahí se armaba el despapaye.
Silvia. Justo con esta cuestión de echar a andar el futbol femenil y darle
un espacio, es reprobable que se arme una pelea campal en una liga femenil,
porque es hiper violento, en cuestión de imagen. Esto perjudica muchísimo
la imagen de las ligas femeniles.
Entre las agresiones más fuertes que he recibido en mi vida está la de una
vez que hice un tapón fuerte, pero limpio, en que salió volando la chava;
sacan ellas, entonces siento que alguien me toca por detrás del hombro, volteo
y me dan un cabezazo en la boca, luego luego sangre y mi reacción fue irme
contra la chava, aunque llegaron y me agarraron, pero fue súper violento.
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
Edurne. Yo me acuerdo de una vez en una campal, cuando se terminaron los trancazos, se va Silvia a un rincón choqueada, llorando, y es que una
jugadora de nuestro equipo estaba en el piso y estaba rodeada de las jugadoras del otro equipo pateándola, y Silvia se metió a defenderla, pero al final
salió en shock, diciendo “no puede ser que seamos tan violentas”. Hay que
decir que Chivis siempre ha sido así, súper pacífica y todo, y estaba realmente alterada. Pero de que puede pasar, puede pasar.
Karla. A mí me tocó una campal jugando con la Universidad La Salle
contra la Universidad Anáhuac en el campo de la Anáhuac, se empezaron a
pelear los entrenadores, ni siquiera fuimos nosotras las que empezamos, no
sé qué se dijeron, pero a trancazo limpio, y obviamente todas nosotras nos
metimos, hasta las mamás, total que nos vetaron y nadie de La Salle puede
entrar en la Anáhuac, nadie.
Edurne. Las mujeres somos mucho más rencorosas. Un hombre puede
entrar y partirse el hocico y salir y ya son cuates, van, se toman una chela y
no tienen bronca. Nosotras no, a nosotras nos cuesta mucho más trabajo
perdonar y superar. Incluso heredas cosas, porque si alguien te dice: “es que
esa vieja me hizo tal cosa”, como que le empiezas a agarrar rencor o coraje.
Karla. No convivías con ellas. Era nuestro equipo y sólo nosotras. Va a
ser la premiación y todos los equipos por su lado, y si alguna iba al baño, la
acompañaban mínimo dos, porque no fuera a ser que te topes con las otras.
Es como de pandillas.
Silvia. Ahora que estamos platicando de la violencia, me estoy acordando que a ustedes dos (Karla y Edurne) les pegaban muchísimo y que yo les
pegaba a las que les pegaban porque a veces les entraban manchado, fuerte.
“Ya le diste dos, pues ahí te va”. Cosa que en la vida no hago. Y todo el
equipo reaccionaba más o menos así.
Edurne. Lo que pasa es que Karla y yo éramos delanteras, es más fuerte
el contacto con una delantera que con una defensa. Por ejemplo Karla era
muy técnica, driblaba muy bien y todo; yo no, yo siempre fui malísima, pero
era muy rápida y de repente tocaba el balón y ya le llevaba unos metros a las
otras y decían: “mejor te pego al pie para que te caigas y el balón se queda
aquí”, mejor un foul que un gol.
Eli. Yo creo que también está la característica de que hay contacto físico
y entonces es muy fácil perder la cabeza. Recuerdo una vez que ha sido la
que más me ha molestado y que no fue un golpe, sino que en una ocasión
una chava me agarró las chichis y me apretó.
Edurne. Y nos prendimos todas muchísimo.
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Eli. Yo suelo ser muy tranquila, pero esa vez me molesté muchísimo
porque se me hizo un acto muy violento.
Edurne. Una de las cosas que ahora que la recuerdo se me hace hasta
chistosa, pero que en su momento fue muy ofensiva y terrible para mí, fue en
una ocasión en un partido en el que, no es que yo sea muy alta, pero sobresalía al estándar, entonces recuerdo que una niña iba a hacer un saque de
banda y yo me le paré enfrente y en vez de hacer el saque de banda me tira un
beso, todavía alcancé a reaccionar y voltee la cara y se armó una corretiza
porque mis amigas corrieron a decirle: “qué te pasa, pendeja”.
Yo estaba muy indignada y en aquel momento representaba al equipo,
así que fui a la liga y obviamente en el reglamento no estaba que alguien te
pegue un beso, pero sí decía que si alguien te faltaba al respeto o te ofendía…
y yo les decía: “a mí me pueden pegar y haberme lesionado, pero esto para
mí es mucho más ofensa que muchas cosas”, y al final logré que a la chava
le aplicaran la sanción más dura que había: creo que la suspendieran 16
juegos o una loquera así.
debate. Se dice que existe mucho lesbianismo dentro del futbol femenil.
Edurne. Una vez entrevistaron a Andrea y le cuestionaron esto. Andrea
decía: definitivamente no es una cosa del futbol femenil, es un fenómeno de
la sociedad. Puedes encontrar a una mujer lesbiana tanto en una oficina
como en el futbol o en donde sea, no es una característica del futbol femenil.
Hoy por hoy, la homosexualidad está creciendo, está existiendo una apertura a nivel mundial. De que hay gente que es homosexual la hay, pero en
todos los sectores, en todos los niveles, no solo en el futbol femenil. No es
una característica, no es un requisito para jugar futbol.
Karla. Creo que tiene razón Edurne, pero creo que el que tú te involucres
en ciertas áreas en las que eres afín a eso, en este caso al deporte o al futbol,
te hace ver cosas que generalmente no verías en otros lados, porque no están
abiertas en otras áreas. Te puedes encontrar a una chava que esté en tu
trabajo y no pasa de ahí. Pero en el futbol, con esa amistad, con esa cercanía
con chavas, te hace estar en ese contacto. Ayer lo platicaba con un par de
amigas y decíamos que en el futbol ves cosas que en otros lados difícilmente
te encuentras.
Andrea. En muchas partes es visto como el problema del futbol femenil.
He asistido a muchos cursos en donde, principalmente los entrenadores de
países latinos dicen: “es el problema del futbol femenil de Chile, de Paraguay…” En Estados Unidos no es así, y yo creo que la diferencia es que en
las sociedades latinas el futbol no es aceptado para la mujer. Entonces, a las
Teresa Osorio y Hortensia Moreno
niñas les dicen: “no juegues futbol porque no es para niñas, el futbol femenil
es para lesbianas, si juegas futbol eres marimacha”. Ellas dicen: “yo no
quiero dejar de jugar futbol”. Creo que hay un porcentaje alto de lesbianismo en el futbol femenil, uno que no refleja a la sociedad, pero creo que es por
eso. Y todos los deportes que no sean aceptados para las mujeres se van a
encontrar este estereotipo. Hay un índice muy alto de lesbianismo en el
futbol femenil de México, y es porque la misma sociedad lo fomenta.
Edurne. Tocando el tema de los hombres. Con los hombres es lo mismo.
Andrea. Pero no se da tanto. Yo lo comparo con los hombres que se
dedican a la estética. Todos son maricones. Todo mundo te dirá, no es requisito. Claro que no es requisito, pero ¿ustedes conocen a algún hombre que se
dedique a cortar el pelo y que no lo sea? ¡Claro que no! Porque es una actividad demasiada asociada a las mujeres. Y es lo mismo con el futbol femenil,
aunque esté cambiando.
Edurne. Sí, pero al final hay como siete mil equipos de hombres con no
sé cuántos integrantes jugando futbol y es un universo diferente al universo
que podría haber de mujeres enfocadas al futbol. Como dices tú (Andrea), en
Estados Unidos todas las mujeres lo juegan y habrá unas que son lesbianas
y habrá otras tantas que no y san se acabó, ¡en México hay quienes son y
quienes no!
Andrea. En Estados Unidos ya nadie le va a decir a una niña que por
jugar futbol es lesbiana. Así que ese mensaje ya no se lo estás enviando a la
niña z
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cuerpo y deporte
cuerpos
desnudos •
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cuerpos desnudos
Carlos Monsiváis
El Zócalo en cueros
(Imágenes de la reconciliación entre cuerpos y almas,
si ambas partes se comprometen a ir al mismo gimnasio)
Carlos Monsiváis
Pórtico versicular (donde la división entre el bien y el mal
se inicia con la conciencia de la desnudez, o eso se ha creído)
Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer y no se avergonzaban.
Génesis 2:25
Y fueron abiertos los ojos de entrambos (luego de comer la fruta del árbol, codiciable para alcanzar la sabiduría), y conocieron que estaban desnudos: entonces
cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.
Génesis 3:7
Y él, Adán, respondió (a Jehová): Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque
estaba desnudo y escondíme.
Y díjole: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?
Génesis 3: 10 y 11
Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y vistiólos.
Génesis 3: 21
Rumbo a la plancha del Edén
Desde muy temprano, tres o cuatro de la mañana, enfilan hacia el Zócalo
grupos, parejas, solitarios o, como tal vez ya se diga, movimientos sociales
unipersonales. Acude gente de todas las clases (la expresión no abarca a la
burguesía porque esto exigiría guaruras desnudos, pero sin armas) y de
todas las edades, menos la del inicio y la terminal; gente que en el desorden
de artes, oficios, profesiones y desempleos se dividen en estudiantes, profesionistas, amas de casa a la nueva usanza (“Cuando entres al depto. prende
luego, luego la tele, que tarda en calentarse”), médicos, abogados, ingenieros, pasantes, burócratas, profesionales de género (médicas, abogadas, ingenieras, etcétera), un conjunto de animosos presumiblemente de tendencia
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cuerpos desnudos
izquierdista (la derecha protege en zonas exclusivas su derecho a la intimidad en público). La lista sigue: rockeros, mariachis que recién terminaron
las faenas, vendedores ambulantes, taxistas... si se quiere acertar, elíjase en
el mapa vocacional y laboral lo que se intuya, se conozca o se ajuste al censo
de la audacia y las ganas de romper tabúes.
Los asistentes se notifican entre sí su alegría temblorosa (hay frío, la
madrugada es hostil), el desafío que muda de acento rítmicamente, las actitudes que van de la timidez a la arrogancia (“Vine a que me devoren todas
las miradas”). A fin de cuentas todos coinciden: “¡qué buena onda!, la experiencia va a ser única, ya lo es, te dije, no nos lo podíamos perder, ve nomás
el gentío a esta hora!”, aunque la multitud insomne no se desgasta en explicaciones, órale, llégale, implántate el chip del relajo, va a estar a toda madre,
que cómo defino a toda madre, pues sencillo: ahorita no estoy en mi casa en
pijama, imagínate, en otra época lo más que nos habría tocado sería pronosticar el nacimiento de la tanga.
Entra al Zócalo el contingente de desnudables que pronto han de inventar el agua y la arena virtuales, y ya se prevé el espectáculo extraordinario,
que no se desvanecerá en el sin fin de anécdotas ya en este momento en
circulación. El 6 de mayo de 2007, patrocinadas por la UNAM y bien recibidas por el gobierno del DF, tienen lugar las instalaciones del artista Spencer
Tunick cuyo material exclusivo son los cuerpos “al natural”, algo distinto
en su aprovisionamiento de formas a la materia prima del campo nudista o
del Saló de Pasolini o de las fotos de presidiarios desnudos y boca abajo,
sometidos luego de un motín sangriento... Las sorpresas son inevitables y
exigibles y ya se despliega el nuevo decoro, el regocijo de exhibir el propio
cuerpo tal cual, mezclado con muchos otros cuerpos.
Unos y unas les comentan a otros y otras su gusto por verlos allí. “Ora
si voy a saberlo todo”, y la frase resuena como pacto de solidaridad y armonía, nada de que la exhibición del cuerpo es una variable de la hipocresía, y
resulta claro: uno y una han querido desde hace mucho convertirse en un
“deleite visual”, o tal vez en algo arduo que aquí no se dice por respeto al
vello púdico.
¿Qué es moral? ¿Y tú me lo preguntas?
En los alrededores de la Plancha en el Zócalo el primer interlocutor resulta,
porque si no nada tiene chiste, la sociedad tradicional con sus sicarios, la
Moral y las Buenas Costumbres, a las que jamás se ha definido porque hacerlo provocaría un debate infinito, unos preguntarían agresivamente: “¿Y
Carlos Monsiváis
qué se entiende por moral?”, y otros responderían: “Es lo que nos distingue
de los animales”, y los del principio preguntarían: “¿Y qué nos distingue de
los animales?”, y los respondedores afirmarían: “Nos distingue lo que nos
consta: el que quiera definir la Moral, y no sabe la respuesta de antemano,
ha cedido su mente a la impureza”. Recuérdese: según la Moral tradicional
el cuerpo desnudo es una trampa de los sentidos, y la lujuria es la atrofia de
la placidez corporal, pero hay más expresiones del cuerpo sobre la tierra de las
que... (Sigue el lugar común).
¿Y las Buenas Costumbres? Bueno, siempre se supo que los cardenales,
los empresarios piadosos y los gobernantes moralistas nacen vestidos, y
que entre santa y santo pared de cal y canto, y que ya no vaya a la playa
Lencho en Viernes Santo, y el que ve una mujer para codiciarla ya adulteró
en su corazón, así se trate de su propia mujer. El Trío de las Buenas Costumbres se afina:
Te puedes ir con quien tú quieres,
con quien tú quieras te puedes ir,
pero el divorcio, porque es pecado,
no te lo doy.
Con todo respeto ya al único que se le debe respeto es al respeto mismo,
al que ya desde hace muchísimo no se le toma muy en cuenta, lo que es una
falta de respeto a la memoria de lo respetable. ¿Y a quién se le dedica el
minuto de silencio?... ¡Ah, cómo se indignarían los abuelos al ver esto! ¡Ah,
lo que gritarían los padres si estuvieran cerca de un obispo o de una encuesta sobre Los Valores! ¡Ah, lo que diría uno mismo o una misma si hace diez
años se hubiese vislumbrado en la Plancha desprovisto(a) de cualquier producto textil! En rigor, el desafío último de este domingo es la opinión que, de
no ser él mismo o ella misma, cada quien tendría de su comportamiento. El
reto no es doblegar el prejuicio ajeno sino el propio.
Mira que enterarse a estas alturas de que el cuerpo humano no es pecaminoso de por sí, algo que deja abierta la sospecha de que a lo mejor el
pecado no surge de las entrañas de la tierra a la manera de un gran striptease. Y ya lo dice el Evangelio: “En el principio era el Cuerpo, y el Cuerpo era
Dios y el cuerpo era con Dios”. ¿O no lo dice así? No blasfemes, Epitafio, que
te está oyendo.
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cuerpos desnudos
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Los congregados saltan por el frío y el campamento de los que prescindieron de la ropa se impacienta y quiere mojarse los pies en la playa de cemento, y representar con los cuerpos el oleaje silencioso. El albur agoniza a la
vista de todos por depender históricamente de las vergüenzas corporales, y
los chistes son lo propio de los vestidores.
—¿Por qué no la trajiste?
—Que te vistas, dicen los enterados.
El orden del conjunto es lo opuesto a la orgía y el desnudo masivo
desensualiza o, algo mejor, traslada la sensualidad a las formas.
—Acomódenlos para que no se vean los claros.
El peso de la demografía aniquila la vergüenza. Miles no sienten la
pena reservada a uno o a dos (si todo el Edén se hubiera desnudado a
tiempo, no habría pecado original), y a los dos o tres que les da por la erección se les anima a renunciar a su pobreza de recursos, o a su falta de
control, o ya en pleno linchamiento moral, se les aplaude el debut de su
despertar fálico.
Se trata de vencer por una horas —que han de reverberar al volverse un
tópico de los participantes y sus auditorios— el terror a la vergüenza, el que
o la que no está bien hechecito o bien formadito no por eso deja de existir, y
el argumento definitivo del relajo es el valor de la especie unipersonal: “Me
propongo responder al erotismo, no suscitarlo”. Y, además, están al tanto: el
conservadurismo ya nada más emprende batallas culturales por el deleite
de verse derrotado, y está harto de medir fuerzas en vano con la modernidad. ¡Ah, si la sociedad sólo consistiera en las esposas y algunos de los
hijos de la clase gobernante, entonces sí que volvería el ánimo pudibundo:
“Si no me he casado es porque no quiero que mi esposa se vuelva voyeurista
espiándome”.
La hora de la verdad abiertamente desnuda
Tanta gente en cueros le devuelve su identidad perdida a la epidermis, a lo
mejor los encuerantes no lo dicen así, pero lo viven al actuar la nueva elegancia, si no se tiene ropa hay que obtenerla con los gestos y la psicología de
unos y de otros, un ademán ajusta el traje, el torso retador bien puede hacer
que estallen los colores de la camisa que debería estar allí, de los genitales
brotan las justificaciones o las insensateces de la otra ropa interior. Sin
calzoncillos, corbata y calcetines el alma se extravía.
Carlos Monsiváis
El verdadero cuerpo genuino es el del Espíritu. Ya lo dice Pablo: “Más es
judío el que lo es en el interior; y la circuncisión es la del corazón, en espíritu,
no en letra...” (Epístola a los Romanos 2:29). Y al hablar contra la fornicación,
contra toda fornicación, Pablo es categórico: “Huid de la fornicación... el que
fornica contra su propio cuerpo peca”. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es
templo de Dios, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois
vosotros?” (Primera Epístola a los Corintos, 6: 19). Lo claro si breve dos veces
conminatorio, en la cultura judeocristiana el cuerpo atendible es el del
espíritu, y el otro que tarde en desvestirse, ya tendrá tiempo para hacerlo en
la otra, más atlética vida, con lo que resulta que el culto posmoderno del gym
es otro de los recursos victoriosos de la secularización.
De cuando todos se fijaban en la ausencia de ropa
Un método de humillación típico se funda en una creencia antigua: la exhibición más degradada es el desnudo involuntario y total, y si alguien se
queda en cueros nunca se repondrá del escándalo. “¡Ya se le vieron los
entresijos del alma!” Esto contradice la tendencia internacional que exalta
desnudos y semidesnudos, con cierto énfasis en los desnudos masculinos.
El fenómeno se anuncia en la década de 1970 con la moda de los streakers,
los nudistas que irrumpen en campos de futbol y bailes, exhiben según sea
el caso sus vergüenzas o sus desvergüenzas, y se retiran empujados por la
violencia adecentadora de los policías. En un nivel muy directo los streakers
corresponden a lo que no resulta moda efímera: la presencia de los strippers
en Chippendale’s y sucursales de espectáculos sólo para mujeres. El nudista
está allí, con su tanga y los billetes que se acumulan para consumar la
“venganza de género”, y lo pellizcan y manosean como a sus correspondientes femeninos en los antros de antes y ahora. Las mujeres se divierten
con los strippers, flores del gimnasio, imaginándose en el lugar de los hombres, tasando el cuerpo al alcance de sus dedos, y gritando “¡Papacito!” con
el énfasis antes sólo patrimonio de “¡Mamacita!”
Casi por su cuenta, el stripper inicia la revaluación de la estética masculina.
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El siguiente paso en la reconsideración del desnudo o el semidesnudo lo da
Full Monty, la película inglesa sobre el grupo de desempleados ingleses que,
con tal de sobrevivir, montan un show de strippers con todo y desnudo total
(visto de espaldas) al amparo de una canción de Tom Jones. Lo más ingenio-
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cuerpos desnudos
so de la trama es la gran certeza: la vergüenza (el pudor) es una consideración social prescindible en la era de masas. A partir del film todo es susceptible de un full monty, y recuérdese por ejemplo a los estudiantes de la UNAM
en 1999 al principio de la huelga (antes del sectarismo arrasador) que organizan un “encuere” en al Auditorio de Ingeniería, y téngase presente a los
grupos que hacen lo mismo en todas las reuniones que aspiran a la originalidad. Y esto es también sabiduría orgánica de las organizadoras de fiestas
de cumpleaños o despedidas de soltera que contratan strippers para la
“calistenia visual” de las asistentes.
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En el año de 1989 y desde una perspectiva muy distinta, un grupo de mineros de Pachuca se desnuda en las instalaciones de su trabajo para reforzar
con sólo las botas puestas su tesis salarial: somos muertos de hambre y no
tenemos qué ponernos. El episodio —allí están las fotos de Pedro Valtierra—
llama la atención por lo inconcebible de la actitud en un sector entonces
declaradamente pudibundo (en lo físico, no en lo verbal). Hasta ese momento, se cree a los obreros muy ajenos al exhibicionismo de los burgueses “decadentes”; por eso, verlos “tal y como los arrojó Dios al mundo” (unos años
más tarde) es un cambio de imagen francamente inesperado.
A partir del strip-tease de Pachuca se desencadenan los episodios similares. En Chihuahua, un 23 de diciembre, un grupo de agricultores se desentiende del frío y efectúa su desnudo frontal ante la catedral. El obispo intenta
disuadirlos alegando falta de respeto, pero un sacerdote lo refuta con el
argumento incontrovertible: “Nuestro Señor Jesucristo nació desnudo y,
además, por estas fechas”. El encuere se efectúa sin acusaciones de herejía.
Y acto seguido, los activistas de muy distintos movimientos, prescinden de la ropa cuando quieren reforzar sus alegatos. Los deudores de la
Banca se desafanan de sus atavíos dentro y fuera de las instituciones bancarias. Y el colmo, un grupo de empleados de Limpia de Tabasco acude al
Congreso de la Unión y sin fijarse en sus condiciones corporales y sin necesidad del grito “¡Mucha ropa!”, se desnudan allí, en el Santuario de la Patria.
Por supuesto, los priístas y los panistas se llaman a injuria y desacato, y
alguien habla de “profanación”, pero la alarma moral no cuaja. Con o sin
ropa, esos trabajadores no tienen qué ponerse. Y en 2001, en un mitin de
simpatizantes del EZLN, algunos jóvenes se deshacen de sus prejuicios (sinónimo de “su ropita”), y provocan una polémica leve porque el desnudo
francamente no venía a cuento. En la discusión no queda claro si se desnu-
Carlos Monsiváis
daron para llamar la atención, y entonces la causa defendida no tenía tanta
importancia ya que requería de la luz genital, o si se desnudaron para decir
que venimos al planeta sin guardarropa, tesis demasiado barroca si se le
vincula a la causa indígena.
Y faltan los desnudos de algunos integrantes de los Cuatrocientos Pueblos que sustentan sus demandas agrarias en el encuere, primero de hombres y luego damas en el Paseo de la Reforma o en las inmediaciones del
Senado y el Museo Nacional de Arte. Allí lo que importa es lo que se podría
llamar “la ausencia de autocrítica formal”, algo que no le preocupa a los
señores parecidos a los Zetas o a los banqueros pre-gym, y a las mujeres a las
que tal vez describa el mexicanismo fodongas.
Y con esos cuerpezotes y esas panzotototas y esos glúteos donde podrían caber seis pares de nalgas comunes y corrientes, cada año los de los
Cuatrocientos Pueblos se agregan a los rituales de la ciudad.
¡Quítense todo, pero déjense la epidermis!
Es ya la hora, y desde los altavoces se indica el despojo de prendas y la
inmersión nudista en el río, la laguna, el mar encementados, y tanta gente en
cueros le devuelve su identidad perdida a la epidermis, si nadie puede decir
como en el cuento de Andersen “¡El emperador no lleva traje”, porque todos
ostentan las ropas del jolgorio que no se ven porque están colgadas en los
tendederos de la memoria, y se trae a la memoria el antiguo relato inglés de
Lady Godiva y el Mirón o el Peeping Tom, el único “tonto del pueblo” que
sale a ver a Godiva y la contempla en su fascinante desnudez, deberá convenir en que esta vez la voyeurista es Lady Godiva que se deleita con los
haberes o la falta de haberes de sus Peeping Toms.
La reinvención del pudor
Sin afán de extraer conclusiones porque no tengo tiempo para vestirlas, diré
que en el Zócalo, la Plaza Mayor, el asilo de los poderes simbólicos de la
República y la sociedad, en la mañana del 6 de mayo de 2007 se atestigua
entre otros fenómenos el nacimiento de una versión inesperada del pudor
de masas, que reexamina la eficacia histórica de uno de los grandes elementos de control del comportamiento o de la “conciencia de la excentricidad”
de las personas, o como se le diga al miedo al ridículo, esa humildad del
respeto acongojado del punto de vista, aquí sí literalmente, de las generaciones pasadas y las presentes. ¡Ah, el miedo al ridículo! Cuánto le deben las
instituciones y los fabricantes de ropa.
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cuerpos desnudos
Definición clásica
“El pudor es modestia, recato, decoro, es la vergüenza de exhibir el propio
cuerpo desnudo a la vista de otros, de ser objeto en cualquier forma de interés
sexual o de hablar de cosas sexuales. Es el sentimiento que aparta de exhibir
cualquier cosa íntima, es vergüenza de exhibir las propias fealdades o
lástimas corporales”. En Diccionario del uso del español, de María Moliner.
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¿En esas quedamos? Esta definición del pudor hoy resulta muy parcial, y
como suele suceder, lo que ya no rige de modo absoluto exige otra entrada en
el diccionario. Desde hace semanas-luz, viene a menos el temor que paraliza de “exhibir cualquier cosa íntima”, y el misterio del cuerpo ha cedido el
sitio al sueño de modificar la anatomía para enseñarla a gusto. Al pudor lo
suceden las tentaciones del exhibicionismo, y sí que cambian los tiempos,
quién iba a pensar en el valor agregado de lo cachondo, el manejo ordenado
y tumultuoso del cuerpo humano, esa habitación de cada uno de nosotros,
que —racionalmente hablando— no puede ser motivo de vergüenza (de
arrepentimiento gimnástico sí). Y dentro de unos minutos, en el Zócalo serán a fin de cuentas irrelevantes las diferencias entre los cuerpos, y esto, que
no niega la existencia de las hazañas del gym y el jogging y los mil push-ups
cada mañana y el perfeccionamiento de los pecs, sí disminuye las pretensiones de las bellezas singulares. Ahora son tantos los bien formados que su
éxito es sectorial o individual, ya nunca más seña de lo irrefutable. Mientras
los logros anatómicos se esparcen, la envidia o la gana disminuyen.
Frases oídas al azar (rigurosamente buscado)
—Sólo renunciaré al voyeurismo si me permiten tocar.
—Me inquieta ser incapaz de abstinencia visual.
—Antes, yo nada más aceptaba un desnudo si no era con propósitos
artísticos, pero estos cuates me han convencido: en esta época el encuero o
es de masas o no será.
—Lo malo es que desde aquí sólo se aprecian los poderes estéticos del
montón de gente. En materia de la libido muchos es ninguno.
—Deberían fundar Morbosos Anónimos, para que todos contáramos
nuestras batallas con el morbo. Imagínate de lo que nos enteraríamos.
Carlos Monsiváis
La Hora de la Verdad Abiertamente Desnuda
A momentos, el silencio en el Zócalo hace las veces de murmuración genital.
Se pide el saludo a la Bandera Nacional, emergen protestas que rápidamente
se apagan, y el debate procede. ¿Se comete o no una falta de respeto al Lábaro
Patrio? ¿Hubo antes en la Historia arropada de México una salutación tal y
como la República nos trajo al mundo? (La pregunta es retórica.) Lo que no
está prohibido está permitido, y es solemne, sincero y profundamente respetuoso el saludo al símbolo. Y la imagen resultante ha de perdurar, en los
tiempos en que la simbología empeora con tal de no perturbar a la realidad.
Ya estuvo. Se le rindió su sentido homenaje a la Bandera Nacional y se
hizo sin átomo de trapos y, sin reacciones ostensibles ni remordimientos.
Ni hablar: la ropa no es patriótica en sí.
**********
Al voyeurismo lo sustituye la nueva visión del desnudo, algo tan natural
masivamente que el morbo consistiría ahora en preguntar: “¿Con quién se
compara una persona desnuda que está radicalmente sola?”. La atmósfera
se ha desexualizado pero —y al respecto los testimonios se unifican— a lo
largo de estas décadas no sólo hubo que vencer el terror ante la idea de
exhibirse “en pelotas”, sino ante las particularidades, el miedo a verse medido por el criterio priápico, el miedo a que las nalgas se escurran ante la
vista o colonicen los alrededores, el miedo a las ambiciones territoriales de
la panza, el miedo a que los senos de un hombre opaquen a casi todas las
mujeres, el miedo... La congregación de pavores da lugar a promesas mentales y a las celebraciones del coraje: las dos embarazadas, el compañero en
silla de ruedas, el amigo con el bastón, todo lo que corrobora lo evidente: el
desnudo de masas, así nada más ocurra esta vez, reinterpreta el cuerpo
humano con un método radical.
Frases rigurosamente epidérmicas:
—De ésta no se repone la derecha que ni siquiera desnuda el alma ante
el confesor.
—Estás pendejo, de esa derecha ya quedan poquitos. Ahora la moda es
ver cómo le quitan la carga populista a las orgías.
Tunick, el artista con la cámara
Al poseedor de una cámara fotográfica se le obedece casi sin discusión, porque perpetuará la efigie, porque extraerá a la persona de las vilezas del espejo,
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cuerpos desnudos
vaya uno a enterarse de los porqués en la temporada en que las variedades de
la cámara ya son extensión del cuerpo humano, ¡oh McLuhan! Y está en lo
cierto Tunick, él tiene la autoridad del fotógrafo, pero es también algo distinto,
es un artista que usa como materia prima el sinfín de formas engendradas por
el movimiento colectivo de las fisiologías, que varían considerablemente de
un minuto a otro. Aquí está la gente de pie, la gente en posición oval o fetal, la
persona única que es el sinónimo de muchedumbre, las multitudes que son
un solo objeto antropomórfico. En el Zócalo, a Tunick no lo satisface una
instalación y pide otra, las posiciones varían y no se trata de un solo cuerpo
sino de las formas excepcionales hechas de cuerpos desnudos.
¿Cuál es tu contribución específica?
Los y las que pudieron trajeron su mejor cuerpecito, su genitalia más acicalada, su derriere más firme y curvo. Pero en el Zócalo esto es lo de menos, el
ejército desnudo ensaya los nuevos comportamientos que si no son sexuales (no lo son) resultan sociológicos, y por lo mismo, no tan sorpresivamente, políticos. Al desplazarse el gentío en cueros hacia la Avenida 20 de
noviembre se escucha la reclamación “¡Voto por voto, casilla por casilla!”
¿Oí bien? ¿La demanda del Frente de López Obrador coreada por
encuerados? El 2 de julio de 2006 sucedió hace mucho, cuando la esperanza
no se fracturaba abiertamente, cuando aún no surgían las victorias culturales notables (sociedades de convivencia, despenalización del aborto, proyecto de eutanasia o muerte digna, desnudo masivo en el Zócalo). Y sin
embargo...
—¡Voto por voto, casilla por casilla!
Otro grito, más persistente, se explica mejor:
—¡Norberto/ Rivera/ el pueblo se te encuera!
La democracia ya no besa las manos de Su Eminencia.
**********
Si cada uno o cada una no se sienten específicamente fotografiados el conjunto se aleja para siempre de las ganas del deseo. Ahora el gentío adopta la
forma de una flecha. A la estética clásica —¡Oh Grecia! ¡Oh David de Miguel
Ángel! ¡Oh desconocido Saturnino Herrán!— la pone en crisis el derecho de
masas neopúdicas. Sólo de vez en cuando algunas muestras de relajo de
grupo, de lo que alguna vez fue “la palomilla brava”. En uno de los descansos, a un joven lo rodean sus amigos:
Carlos Monsiváis
—¡No estás bueno! ¡No estás bueno!
En otro momento, un grupo de instalados en la instalación rodea al asta
bandera. Cerca, otros, menos afectados por los símbolos, les lanzan el grito
de guerra y victoria de los table-dance:
—¡TUBO!¡TUBO!¡TUBO!
El movimiento de los cuerpos es de un lirismo admirable, o esto argumenta la distancia, que es la perspectiva de Tunick. Súbitamente, la entrada
al Metro cerca de Palacio Nacional se vuelve la boca inesperada que en un
descuido podría devorar a los nudistas.
Al final, un triángulo de mujeres desnudas. Y una valla a su regreso.
Los hombres ya se han vestido. Algunos han extraviado su ropa.
—¡Aquí no hay panistas!
—¡No politices el encuere!
—No los defiendas.
—Ni los defiendo ni los desvisto. Imagínate si se han tatuado las Once
Mil Vírgenes.
*********
Se encueraron diecinueve mil y otros tres mil llegaron tarde. Si ya existe el
Tunick Book of World Records, México va a la cabeza casi tres veces por
encima del Desnudarte de Barcelona. Un error logístico: los hombres se visten primero y cuando las mujeres regresan de las cercanías de Palacio Nacional, hay un brote del machismo antiguo, fotos con el celular, comentarios
agresivos, miradas que matan de las ya fatigadas ardientes pupilas. Las
mujeres responden con eficacia, no se inmutan, se dirigen hacia sus bultos
de ropa, el vestirse es más difícil que la obediencia divertida al “¡Fuera
ropa!” del comienzo. Las vallas conceptuales se desintegran casi de inmediato, la sensación que se esparce es triunfal y triunfalista.
Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Es demasiado tarde
para vestir de nuevo y como si nada a la sociedad.
II
“Aquí me vestía y me desvestí yo: Frida Kahlo”
Imágenes de un performance–homenaje–instalación–recuperación colectiva
Lunes 7 de mayo de 2007. En la Casa Azul de Frida Kahlo, donde nace en
1907 y muere en 1954, yo testigo, y a lo mejor cronista, doy fe de lo que
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cuerpos desnudos
observo, y lo hago para que lo atiendan los hombres y las mujeres de las
generaciones pasadas en esta ciudad, que si ya no están en edad de aprender o de resucitar, sí al menos, en donde se encuentren, podrán reaccionar
en contra (si acatan las costumbres en las que vivieron y por las que vivieron, y en las que creyeron al grado de transmitirlas como legado muy principal), o tal vez a favor (si les es posible enmendar su testamento en la parte
de consignas y Adhesiones al Porvenir).
*********
Doy fe: a las seis de la madrugada se han congregado en la Casa Azul setenta u ochenta mujeres de distintas formas y edades, la mayoría morenas, y
oscilantes entre 25 y 40 años, todas de cabello largo que se convierten en
trenzas frídicas. Sigo dando fe: se maquillan y subrayan las semejanzas
leves y acentúan la inquietud facial por parecérsele y por elevar a la cima del
semblante la única ceja triunfal de Frida.
Algunas de las modelos o, más estrictamente, de las performanceras
recurren a los espejos fideicomisarios de su autocrítica o de su aprobación.
Conocedoras a fondo del rostro de Frida intentan develar el misterio del
ícono, el término que ha sustituido al mito, un concepto indefinible que no
reclama veladoras en su cercanía, no alude a ceremonias en el carnaval de
las cosmogonías, no merodea en los alrededores de la religiosidad. Además,
ícono triunfa sobre icono que es una voz grave. Casi naturalmente las palabras esdrújulas vencen.
**********
En principio, el escenario podría verse kitsch, en el sentido del reemplazo de
la gran estética que no llegó. Sin embargo, pasada la impresión de la parodia o el pastiche, doy fe de una situación compleja: la intención general es
participar en el hecho artístico dirigido por Spencer Tunick (entusiasmado
por el éxito del día anterior en el Zócalo), y esto se pone de relieve cuando se
distribuyen las mujeres en la fuente del jardín, ya ataviadas en homenaje
previo a la Eva anterior al mordisco de la manzana.
Paciencia y entusiasmo. Se atienden con disciplina las instrucciones del
artista que va componiendo el cuadro, y entrena su disposición facial: “Abran
los ojos/ Cierren los ojos”. El mantra instantáneo es un sistema de ecos. El
equipo de Tunick es muy eficaz y el ánimo es solemne y alborozado (combinación admisible desde que se modernizó el canto gregoriano), y —doy fe de
mi creencia— las integrantes del acto performativo se adentran en la instala-
Carlos Monsiváis
ción, y en algún nivel no ser Frida es una meta imposible, y no dejar de serlo es
un destino psíquico. Y “el parque temático” de cejas monotemáticas habría
divertido considerablemente al motivo de su inspiración. (Yo no lo sé de cierto, lo supongo).
**********
En un descanso, hablo con las incansables Hilda Trujillo, directora de la Casa
Azul, y Mireya, del Grupo Murrieta que organizó la llegada de Tunick a
México en combinación con Gerardo Estrada, director de Difusión Cultural
de la UNAM. Están felices y colmadas de anécdotas. En ese momento brota
una consigna: “¡Diego/ Rivera/ El pueblo se te encuera”. Si ya el cardenal
Norberto Rivera, objeto del grito masivo del día anterior, se rindió y ofreció
una disculpa telúrica de su oposición al acto (“No se cayó ninguna piedra de
la Catedral”), la victoria le pertenece por entero a Diego, ¿o quién otro podría
convertir esta escena en un mural de la Secretaría de Educación Pública?
Paréntesis con dispositivos teóricos (I)
¿Qué se quiere expresar cuando se afirma: “Mi cuerpo me pertenece”? ¿Cuáles son las relaciones “interactivas” de cada persona con su atractivo, su
fealdad, su forma fisiológica, su prontuario de aceptaciones y rechazos? ¿A
qué se enfrentan a diario las mujeres por causa de su género, a qué variedad
de agresiones, de ultrajes psicológicos o físicos, de situaciones opresivas?
¿Cómo varían los vínculos de las mujeres con sus cuerpos?
Las feministas de 1971 o 1974 lo dijeron de modo tajante: “Mi cuerpo es
mío”, y al hacerlo aludían en primer lugar a los derechos reproductivos, a la
decisión de tener o no tener hijos. Luego, el análisis abarcó otros temas/
graves problemas. En un alegato muy interesante, Mi cuerpo es un campo de
batalla. Análisis y testimonios (Ediciones La Burbuja, 2006), del Colectivo Ma
Colère, destacan las observaciones de Carla Rice. Reproduzco algunas:
“Cada día, en todas partes, millones de mujeres (con tal de mejorar su figura) se entregan a actos de autodestrucción, controlados o no, ritualizados o
rutinarios. Nos privamos en silencio, padecemos hambre, ayunamos o hacemos ejercicio a ultranza, aliando el bienestar emocional con un ideal que
suele estar fuera de nuestro alcance. Nos destruimos igualmente con drogas
o alcohol, nos mutilamos, nos quemamos la piel o nos disociamos de nuestro cuerpo con la esperanza de sobrevivir escapando a él totalmente”.
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cuerpos desnudos
Instaladas en la Casa Azul
Doy fe. Frases de la mañanita en la Casa Azul
—Lo único que te pido es que no me mires a los ojos.
—Ayer en el Zócalo hubo un momento en que sí me apené, al darme
cuenta que no sentía pena alguna.
—Mira, no es mamonería pero como lo siento te lo digo: sí soy arrogante
y entiendo por histórica la liberación que sentía, lo de ayer fue histórico;
ahora, sí se me bajan los humos y anticipo la envidia que provocamos en
cientos de miles, lo de ayer fue francamente histórico... y déjale el énfasis,
cabrón.
—No sé si lo volvería a hacer; lo que sí sé es que lo de ayer fue como si lo
hubiera hecho un montonal de veces.
—Cuando regresábamos de la última foto, un par de tipos nos lanzaron
frasecitas y miradas pendejas. Yo me paré y les dije: “¿Qué con ustedes,
cabrones? Cómo se nota que jamás en su pinche vida han visto una mujer
vestida como Dios quiso que anduviéramos”.
—Todo el tiempo en el Zócalo me la pasé pensando. “¿Y si mi mamá me
ve?” ¿Y qué cree? Allí estaba con mi tía y me saludaron como si nada.
Paréntesis con dispositivos teóricos (II)
Del texto de Carla Rice. (Mi cuerpo es un campo de batalla): “Nuestros sentimientos colectivos de repulsión, de vergüenza y alienación, son las consecuencias de una guerra —un conflicto efectuado en el territorio de nuestros
cuerpos—. Ese conflicto, que se despliega en el terreno de lo que nos define
como mujeres, se desarrolla a través de la regulación, el control, la supresión
y la ocupación de prácticamente todos los aspectos de nuestro ser físico: sexualidad, vestimenta, apariencia, comportamiento, fuerza, salud, reproducción,
silueta, tamaño, expresión y movimiento”.
En lo alto de la pirámide las mujeres vencen a la intemperie
Las instaladas e instaladoras se distribuyen sobre la pequeña pirámide, que
no ha sido ni será una cualidad artística de la Casa Azul. Festejan, aplauden, visten y revisten a sus bromas, escuchan devotamente al artista, parpadean... Al finalizar el segundo performance se quedan quietas, en el
stand by de la esperanza. Es el momento de elegir a las quince que ingresarán al estudio de Frida para la foto final, y Tunick me encomienda la elección. Doy fe: la energía anhela la selección, los rostros desearían ser proteicos
Carlos Monsiváis
para adquirir imborrablemente los rasgos de Frida. Se eligen a las más parecidas o a las más decididas a la metamorfosis y Tunick sonríe, aprueba. Las
nominadas (creo que así se dice en Big Brother) se entristecen, pero sin rencor hacia sus facciones, tan distintas a las de Frida. Una señora de edad se me
acerca:
—Usted es un pendejo. Vine de Morelia nomás a esto y usted no me
seleccionó. Usted es un pendejo.
Procuro corregir mi culpa y hablo con Hilda Trujillo, que le hace señas
a la señora de que pase.
Paréntesis con dispositivos teóricos (III)
Del texto de Carla Rice:
“La guerra contra el cuerpo de las mujeres es, en primer lugar, un conflicto
de las medidas y la silueta, causado por la utilización de tabúes profundamente anclados y un dictado patriarcal poderoso contra aquellas mujeres
que ocupan el sitio y reclaman su propio espacio... La guerra dirigida contra
el cuerpo de las mujeres es una guerra contra nuestro derecho de existir tal
como somos, con todas nuestras imperfecciones y nuestros defectos, protuberancias, huecos, arrugas y líneas, todos los rasgos con los cuales hemos
nacido y que se transforman conforme pasa la vida, la edad y la cercanía de
la muerte”.
La batalla contra los tatuajes psíquicos
Doy fe. La desnudez colectiva es un pacto epidérmico necesariamente profundo, y esto no podría ser un juego de palabras. Piense lo que piense de su
cuerpo cada una de las mujeres —de eso no podría dar fe—, están seguras
del hecho físico del cuerpo colectivo y eso equivale a la repartición proporcionada de formas, tan efímero como sea este experimento artístico (psicológico, sociológico, cultural, en última instancia político). El orgullo que se
advierte es de todas y de cada una, y es artístico y es personal, no “Así soy y
qué” sino “Así soy todas y adelante”. A lo mejor no da para tanto la interpretación, pero doy fe.
Último paréntesis con dispositivos téoricos (IV)
Del texto de Carla Rice:
“Hemos aprendido a despreciar la gordura. Las personas gordas, y en particular las mujeres gordas, son las víctimas de burlas innumerables, y están
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cuerpos desnudos
sometidas a la humillación pública y el ridículo... Se desprecia la gordura
porque se le percibe como un factor dependiente de la voluntad del individuo... Todas las mujeres, ya sean gordas, medianas o delgadas, aprenden
que la gordura es probablemente la causa fundamental y justificada de su
sufrimiento, y que la delgadez es el medio de salir de la opresión. El culto a
la delgadez brinda a las mujeres un medio alternativo y convincente de
acceder al poder manipulando nuestro cuerpo para labrarse una silueta
preadolescente, más cercana a las líneas masculinas.”
El jardín de las estatuas de carne y hueso
Doy fe. La tercera instalación de Tunick tiene lugar en el pequeño estudio de
Frida, reconstruido por el poeta Carlos Pellicer y decorado o adornado con
muestras del arte popular, los testimonios de un capricho acumulativo que
el tiempo vuelve alud de reliquias descifrables, y claves del gusto, lo que
lleva a los jóvenes a no indignarse ante la galería de tiranos del extinto
socialismo real. Doy fe: en el caballete, un retrato agradeciblemente inconcluso del camarada Stalin.
Las quince o dieciséis seleccionadas se reparten y de inmediato, porque
así debe ser, adoptan la pose estatuaria. La alegría chévere o padrísima de
las dos instalaciones anteriores deja el sitio a la gravedad súbita, aquí pintó
el Ícono, aquí padeció, aquí... Tunick demanda la flexibilidad de la mirada
(“Abran los ojos/ cierren los ojos”), organiza y reorganiza la escena, y la
actitud de las mujeres no admite dudas: no viven una parodia sino un acto
ritual. Al ser Frida una improbable pero firme Virgen laica, una Virgen de
los Dolores atendidos médicamente, se puede, y se debe ofrecérsele el cuerpo desprotegido y protector de cada una y de todas. Doy fe.
A la salida, la señora de edad se reconcilia conmigo: “Usted no es tan
pendejo”.
**********
En el debate intenso sobre Tunick, donde a cambio de elogios numerosos se
le llega a asociar, vagamente con “la estética de masas del fascismo” y con el
comercialismo, las acusaciones despiadadas y la primera no muy sustentable, se olvida por sistema a los participantes, a sus intenciones y sus reacciones, que Tunick impulsa pero que no dependen de él estrictamente. Y nunca
lugar mejor para certificarlo que la Casa Azul de Frida Kahlo.
Doy fe•
Marisa Belausteguigoitia
México quiere ser libre.
Spencer Tunick en el Zócalo
Marisa Belausteguigoitia
Las cinco de la mañana y el río de gente que se forma una detrás de otra en
las calles cercanas al Zócalo para participar en las fotografías al desnudo
de Spencer Tunick.
Llevo las instrucciones, leo: posiciones A, B y C. De pie, acostados y
hechos bolita. No es un festejo anuncian las tres hojitas, es importante estar
en silencio. Llevar una bolsita para guardar la ropa. Nada de alhajas, ni
aretes, ni cadenas, un desnudo total.
Me intriga tanta gente levantándose a las 3 o 4 de la mañana para llegar
al Zócalo, desvestirse y posar al alba. Me intriga saber qué es lo que lleva a
miles (el record anterior fue de 7 mil y al Zócalo acudieron entre 18 y 20 mil)
a posar desnudos.
Miro lo interminable de la fila que espera entregar su hoja de registro e
inicio conversaciones con los que esperan. Me conmueve profundamente lo
que me cuentan:
Me gusta confundirme con la gente, no eres protagonista de nada, eres uno más.
Un cuerpo entre otros.
Yo vengo porque estoy harta de la doble moral, de la mojigatería de este país.
Nunca he estado en una obra de arte. Quiero ser una obra de arte.
En la plancha del Zócalo no se han visto más pieles desde que los aztecas vivían.
Me alentó que fuera en el Zócalo. Aquí viene la gente a protestar, a apoyar un
México más libre.
Yo vengo a desnudarme el alma, el cuerpo es sólo un reflejo de lo que te pasa
adentro, quiero quitarme todo lo accesorio y estar tendida en el centro, en el
ombligo de México.
Esas son puras mamadas, yo vengo a encuerarme, me he encuerado en muchos
lados, pero no en el Zócalo.
A mí me vale madre lo que piense la gente, mírame, gordo y panzón, tengo 58
años. Tenemos que encontrar maneras de decir que no queremos más represión,
desnudarte es un acto de rebeldía, una forma de decir basta.
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cuerpos desnudos
He seguido la obra de Tunick por el internet, soy fotógrafo y sólo me gustan mis
fotos cuando sale gente.
El cuerpo habla por todo lo que no podemos decir, no sé como explicarte, es un
tipo de silencio que habla al presentar tu cuerpo y los cuerpos de tanta gente con
esa inocencia que puede tener la desnudez.
He estado en el Zócalo muchas veces pero no en pelotas, quiero ver que se siente.
Soy muy tímido. No sé, me dan pena muchas cosas, vengo porque es un reto para
mí.
De chica no corría y no jugaba porque era malo que se te vieran los calzones, ahora,
hasta me los quito. Para mí es un avance.
Cuando vi la imagen me acordé de Auschwitz y todo ese montón de cuerpos uno
al lado del otro.
Vivimos en una ciudad que ha aprobado una serie de leyes que sin
duda la colocan como un espacio que demanda modernización, democracia
y apertura: la última la ley que despenaliza el aborto, la previa, la ley sobre
“sociedades de convivencia,” y la siguiente la eutanasia, el derecho final
sobre nuestros cuerpos.
¿De qué maneras se lee una imagen que contiene miles de gentes desnudas en el Zócalo, nuestro centro, nuestro ombligo histórico, corazón de la
protesta y de la cultura? ¿Qué significa poner al centro, el cuerpo como
centro?
Nos sentaron alrededor de la plancha principal, en plena calle. La misa
en catedral se suspendió. La bandera no se izó. Los revestidos símbolos de
la religión y la patria se suspendieron ante tanta desnudez.
Dos eventos regresan a la religión y a la patria a la plancha del Zócalo:
una armónica consigna que reza “Norberto Rivera, el pueblo se te encuera,”
y una solicitud de Tunick, a que hiciéramos todos el saludo a la bandera. La
diferencia entre la religión y el estado/nación está clara. La consigna del
saludo patrio se acata a medias, pero con gran seriedad (allí no hay bromas)
y los gritos a Rivera continúan.
En ese espacio de suspenso esperamos haciendo conversación con los
que teníamos alrededor. Muchos hombres. Dos tercios calculamos, más o
menos 7 hombres por cada 3 mujeres. Supe de dónde venían, qué los movió
a participar. No pude evitar adelantar el momento de la desnudez y arrepentirme de haber roto con el anonimato que te cobija en un caso como este
(doblemente roto ahora que escribo esto). Dan la señal para desvestirse.
Todos a mi alrededor se quitan las camisas y las ondean y revuelven en el
aire.
Marisa Belausteguigoitia
Caminamos desnudos hacia la plancha. Resulta increíble lo instantáneo del ajuste del gentío a la desnudez. Todos nos miramos a los ojos. Un
par de gays se abrazan y besan. Los demás los sorteamos y seguimos como
si nada.
En la plancha, cada uno en un cuadrito, mucho frío. Empiezan las
bromas. Tunick grita desaforado por un micrófono mal ajustado, no entendemos nada. “No te enojes güerito,” le grita un encuerado. Algunos compartimos la idea de que Tunick, además de hacer arte, vino a ahorrar personal
a México: hay mal sonido y poco personal de apoyo, en general en inglés. La
ola empieza al frente y sube y baja multitud de veces. Tunick pide que guardemos silencio y estemos en paz. “Esto no es una celebración,” dice. Los
gritos de “México, México, México,” surgen en los cuatro costados de la
plancha. La gente comenta que pobre Tunick, no sabe con qué clase de pueblo se metió. Yo pienso que tenemos una ciudad deseosa de manifestar su
hartazgo y su alegría, su deseo de ser considerados primer mundo, y no
necesariamente en cuanto a su entrada económica, siempre por la puerta de
atrás y al servicio de otros intereses, pero sí como un pueblo alegre y maduro. ¡Qué difícil es para nuestras autoridades conjugar modernidad con una
capacidad tan grande de relajo y alegría!
El asta bandera, desnuda al centro, simula un gran tubo, y todos al
unísono “Tubo, tubo, tubo” (era un tubo no un asta bandera). Tunick pide
incansablemente silencio. Goyas, porras a México, gritos a Tunick, vestido
de negro: “Que se encuere, que se encuere.” Tunick ruega que nos estemos
quietos.
Veo una mujer embarazada, otra a la que le falta un pie, un hombre
parapléjico apoyado en otros dos. Enfrente de mí un ángel, dos alas enormes tatuadas en su espalda. Estos cuerpos rotos vienen custodiados por un
ángel. ¿Cuántos cuerpos rotos en esta ciudad? ¿Cuántas leyes e implementaciones nos faltan para circular desnudos de todo aquello que guarda en
sus casas a los incapacitados?
No puedo evitar pensar en el tremendo gozo de la gente, en su capacidad de fiesta, de caótica cooperación, de alegría desnuda, de desbordada
disciplina. Me conmueve México al desnudo. Me dan ganas de llorar ante
tanto entusiasmo. Pienso en la contingencia de eventos que nos han ahogado recientemente, en las últimas palabras de Ernestina en náhuatl, en los
soldados asesinados en Michoacán, en los 67 años de condena, en la plaza
de Oaxaca, en los pensionados, en los trabajadores, en los maestros, pienso
en la enorme capacidad que tiene el arte de movilizar, de apasionar, de
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cuerpos desnudos
poner a flor de piel la intensidad de la vida. A este país lo salva el arte, el arte
y el infinito poder de la gente de emocionarse, de participar, de reunirse
para desnudarse en cuerpo y alma.
El arte de Tunick no tiene signo político, pero esta masa de cuerpos en el
Zócalo sí, lo tiene para los maestros, los encarcelados políticos, las comunidades que conviven con la impunidad militar, los que hacen de la tortilla su
alimento diario. Todos quieren libertad, muchos hablan de la represión, de
la impunidad, del valor de la verdad y de la pasión por un México mejor.
Todos aprecian el valor del arte, muchos gozan las transgresiones, otros la
ingenuidad y la inocencia, otros el relajo. No hay erotismo en tanta masa,
hay alegría, hay curiosidad, hay fraternidad. Hay un enorme deseo de libertad.
Tendida en el Zócalo levanto la cabeza y veo la plancha cubierta de cuerpos entre los gritos cada vez más dislocados de los asistentes de Tunick, que
rogaban que estuviéramos quietos. Me conmueve este pueblo, su apasionada
rebeldía y su emoción sin límite, su capacidad de fiesta, la sumisión al relajo,
al chiste, a las porras, a poner al desnudo la enorme alegría de vivir, el ansia
por la libertad, por un México moderno y abierto y también, porqué no, por
las ganas de ir a encuerarse al Zócalo… para ver lo que siente •
desde
la calle •
Lucía Melgar
El cuerpo en la calle. Crónicas fragmentarias
Lucía Melgar
“Que nos vistan, pero de justicia”
Una mujer desnuda explica así a una turista lo que esperan las mujeres y
hombres que se manifiestan desnudos en la explanada de Bellas Artes. Han
escogido bien el lugar y la fecha: adentro del Palacio, Frida Khalo es homenajeada con una magna exposición. Los turistas que aguardan en la cola
reciben los volantes donde se resume qué agravios han provocado este desnudo colectivo. Una pareja de españoles afirma que la prensa de su país sí
informa de lo que pasa en México; “aquí no lo dicen”, les responde una
mujer morena, desnuda, de pelo lacio y largo (semejante, me digo ahora, a
una figura de Rivera). Algunos pasan de largo, otros miran a los hombres
que en la acera, junto al Eje central, danzan al ritmo de una música autóctona.
Los turistas toman fotos. Ese es México, dirán, un país de salvajes, un país
tan miserable o tan injusto…
La opulencia del Palacio de Bellas Artes contrasta con las carnes morenas, arrugadas, ajadas, de los viejos que danzan en la acera descalzos y,
rítmicamente, en cada alto, se internan en el eje para que los automovilistas
también los vean. Mujeres policías dirigen el tránsito, interpérritas ante la
desnudez de los danzantes. Algunos llevan a modo de taparrabo un cartel
con la foto de Dante Delgado, ahora senador, antes gobernador de Veracruz.
A él lo culpan de corrupción y despojo. Por eso fueron al Senado, que hoy
está cerrado porque no hay sesión. Eso me explica una mujer, vestida, que
también reparte volantes y pide cooperación para sostener al grupo. A la
casualidad o a la desidia de los políticos se debe entonces esta reubicación
de la protesta, más efectiva sin duda que en Tacuba. Me pregunto qué puede
llevar a campesinos y campesinas a desnudarse, a andar desnudos en una
ciudad, en una urbe tan inhóspita como esta. Indirectamente le hago la
pregunta a la mujer. Me contesta que “se encueran” para protestar, porque
llevan mucho tiempo intentando otros modos y ahora les quieren quitar las
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desde la calle
tierras que ellos han cultivado, justo cuando los naranjos están cargados de
frutos y es hora de cosechar. El gobernador actual los “apoya un poco” pero
no han logrado sacarse de encima al senador, eso me explica la mujer.
“Encuerarse no es fácil”, me dice, “Yo no me encuero. Sólo las mujeres más
valientes lo hacen”. Debe ser difícil andar desnuda entre gente vestida, en la
calle; difícil sacarse la ropa cuando se vive en una cultura vestida. Y más
cuando exponer un cuerpo de mujer es una transgresión ante la cual pueden darse transgresiones peligrosas.
Me causa extrañeza ver estos cuerpos desnudos, trato de entender lo
que representan en esta ciudad, me pregunto cómo los ven los demás, recuerdo lo que algunos han dicho antes. Trato de imaginar qué siente quien
se siente indignada o asqueada por la desnudez misma de esta gente, no por
la historia que la ha traído hasta aquí. Me pregunto si ese joven sentado en
una de las jardineras, que en cualquier esquina lanzará un piropo de mal
gusto a alguna muchacha , estará imaginando lo que podría decirle a estas
mujeres. No dice nada, quizá no podría decir nada. Los otros, a su lado,
tampoco hablan, parecen mirar el suelo o mirar desde el aislamiento, como
si prefirieran imaginarse solos frente a estas mujeres desnudas y esos hombres desnudos que danzan junto al eje; como si así no los vieran o nadie los
viera a ellos mirándolos. Hay algo en esta desnudez que la hace distinta. No
es erótica, ni provocadora, ni estética. Es en mucho miserable y en mucho
digna. Quizá si no tomaran fotos los turistas entenderían mejor lo que estos
cuerpos, ajados o jóvenes, morenos y desnudos todos, nos están diciendo: a
veces desnudarse es el último recurso. Para llamar la atención. O tal vez otra
cosa que aún no logro captar.
Ver hombres desnudos en las calles de la ciudad es menos común que
ver mujeres semidesnudas o desnudas del todo. No como hoy en carne y
hueso, en imágenes espectaculares, en blanco y negro, a color, en revistas,
posters, portadas de buena o pésima calidad, estéticas, horrendas o vulgares. Los hombres que bailan en la acera o en la calle parecen estatuas oxidadas, algunos delgados, otros con carnes flácidas; unos con el sexo cubierto
por la grotesca efigie en blanco y negro del senador, otros con el sexo al aire.
Esos transmiten más dignidad. Como si, por su agresividad burlona, el cartel que hace de hoja de parra rebajara el desnudo de la protesta.
Protestar en cueros, manifestarse en cueros, cruzar descalzos el eje, andar por Cinco de mayo, por aceras desiguales, donde igual se pisan colillas
que corcholatas o trozos de vidrio o cucarachas. Llegar hasta el Zócalo y
repetir ahí el vaivén rítmico de la acera al asfalto. Bajo la lluvia, en medio de
Lucía Melgar
una masa vestida que camina con prisa de un lado al otro. Al anochecer
siguen ahí, en el Zócalo donde se cuela ya el frío de otra noche húmeda ¿Qué
clase de país es este?
Des-vestirse en libertad
En esta ciudad, mientras que unos se ven orillados a encuerarse, otros se
desvisten en público porque se les da la gana, por amor al arte. Cuando se
hace porque sí, porque se tienen ganas, porque se quiere vivir una ocasión
única o “histórica”, estar en cueros en el mero centro de la ciudad es un
juego placentero, un espectáculo lúdico. El que vivieron hace unos meses,
en el montaje de Tunick, las miles de personas que hicieron del Zócalo al
desnudo una fiesta. La celebración del cuerpo de miles de mujeres y hombres que dejaron sus ropas en una bolsa para irse a tomar la foto. Tomas de
cuerpos blancos, morenos, prietos, gordos, flacos, jóvenes, viejos, en la misma posición, como piezas de una escultura, como artefactos de una instalación, movidas por órdenes de un fotógrafo famoso. En cuclillas, acostados,
de pie, hombres y mujeres fueron cuerpos, anónimos, igualados en la desnudez, hermanados en el frío, en el gusto de estar ahí, asexuados o casi.
Performance colectivo de liberación, afirmación de sí, ruptura con lo cotidiano, esa madrugada al desnudo fue para muchas expresión de libertad.
Libertad de decisión, libertad de desnudez. La energía vital que se desprendía de esos miles de cuerpos en movimiento o en equilibrio armónico irradiaba la atmósfera aún días después. Estar ahí o no estar ahí, haber o no
haber estado, esa era la cuestión.
Aunque el tono de la pregunta variaba. Por más cosmopolita que parezca o quiera ser, la Ciudad de México no deja de ser capital de un país machista, dado a escandalizarse por lo superficial y desentenderse de lo que
importa, hipócritamente pudoroso. En la estación de radio que nos impone
el chofer del microbús, los locutores se preguntan burlonamente si estuvieron ahí, se imaginan lo que creen que habrían visto, lo que habrían querido
tocar. Hablan y callan, nerviositos, se ubican como mirones vulgares, sin
interés por la experiencia lúdica o el gesto liberador. En ese conjunto de
seres desnudos no ven, no imaginan, sino una masa de carnes en cueros,
femeninas, dispuestas. Los pasajeros del microbús hojean periódicos con
fotos que más de una vez permiten ver con claridad la cara de una mujer o
un hombre desnudos, identificarlos. Una de las tomas más vistas: un hombre en su silla de ruedas, desnudo. “Qué chido”, comenta un chavo. Los
mayores hacen como que no oyen ni el radio. ¿Alguno de ellos estuvo?
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desde la calle
Hay quien comparara las fotos de Tunick con las de las pilas de cadáveres de los campos de concentración. Quizá la obscenidad esté en el ojo de
quien mira. Aunque tiene razón quien se pregunta por el motivo de la foto o
teme la cosificación de la masa. Mi objetivo es el arte, dice Tunick ; el dinero,
dicen sus críticos. El objetivo de los soldados que tomaron las fotos en los
campos liberados (las más conocidas) era documentar. Quizá la obscenidad esté en la ausencia de vida de esos cuerpos adelgazados hasta los huesos por el hambre y el maltrato, asfixiados por el gas o la tierra de las fosas.
Los que se acostaron desnudos en el zócalo ese domingo, tenían vida,
una historia particular que le dio a cada cuerpo, a cada desnudo propio un
significado personal.
El cuerpo-imagen del dolor
Domingo en el Zócalo, domingo en la Alameda. Ahí, en el mural, todos
vestidos. Frida. Diego con un globo. Volvamos al Palacio.
Bellas Artes hoy convertido en santuario de Frida Kahlo, la del cuerpo
doliente. La Frida admirada por sus pinturas y dibujos. La Frida que se
atreve a pintar su aborto. La que se regodea en el dolor y en el amor, en el
amor por Diego, el sapo. Diego y Frida transformados, idolatrados. Frida
hoy en la cima del firmamento nacional.Transformada en lo que no fue por
ausencia. Ausencia, en el discurso oficial, de su actuación política; ausencia, en el discurso museográfico, de su relación con los movimientos artísticos de su tiempo; ausencia en uno y otro de las dimensiones y limitaciones
de su transgresión de las normas de género.
Miro a Frida, vestida de tehuana en una foto. Se ha construido un personaje, folclórica y elegante, autóctona y hierática, como un ídolo. La mujer
diosa, la mujer estatua. En sus óleos, la mujer ídolo y la mujer cuerpo. Sobre
todo la mujer rota, fragmentada, paralizada, que se representa a sí misma
con cientos de heridas sangrantes, unos piquetitos, o en un traje vacío que
pende al viento. La obsesión por Frida pasa por su cuerpo, por la representación obsesiva de su cuerpo sufriente. Si no existieran más que los
autorretratos con monos y pericos, o las dos Fridas, o la Frida joven que mira
de perfil, ¿Frida Kahlo sería Frida Kahlo?
Si Diego se hubiera pintado sufriente, ¿sería un mártir o un gran pintor?
Yo vestido/tú desnuda
Frida… la mujer en el arte… la mujer que hace arte. ¿Hasta cuándo la mujer
que hace arte seguirá siendo primero mujer y luego artista? No es que tenga
Lucía Melgar
que ser sólo artista, ni olvidarse de la mirada femenina, la escritura femenina, el pensamiento feminista. No, que sea y se identifique como quiera, en el
orden que prefiera: mujer, artista, escritora, feminista, femenina o todo a la
vez o nada. Lo que parece obsoleto, pero sigue vigente, es la mirada que
impone el género por encima de la obra artística, las más de las veces para
descalificar, ningunear. “Las poetas se desnudan” se intitula un libro de
entrevistas a poetas peruanas. El crítico quisiera desnudarlas, poco le importa si en su poesía, erótica por cierto, retoman a poetas canónicos, si crean
formas nuevas, si amplían el sentido del erotismo. Ante el cuerpo femenino
vestido, el supuesto masculino es que hay que desnudarlo, hacer que se
desnude. “Las diosas blancas” se intitula otra antología, esta española,
donde el crítico (otro) delinea la figura de las poetas, el trazo físico más que
biográfico, no el estético. A la mujer, así sea poeta, parecen decirnos estos
señores, o se le encuera o se le venera y si se le venera, mejor que sea desnuda, diosa griega.
Algunos se creen con derecho a desnudar a los demás, otros se imaginan que siempre serán el último en desnudarse o no se desnudarán nunca.
Como el escritor ese que se fotografió vestido al lado de una mujer joven,
siempre desnuda, en pose siempre sugerente. ¿Qué tendría que ver el arte
con esas fotos? ¿La foto en que aparece un escritor es literaria, artística? En
esas fotos no hay creación. Se refuerza la norma: tú, desnuda, yo vestido; tú
joven, yo mayor; tú sumisa, yo poderoso. Poderoso caballero es don Dinero,
ilustre Dama doña Fama. ¿Y la mujer? ¿Para qué se desnudó? ¿Para lucirse
junto al famoso?¿Para mostrar su belleza? Si esas son las fantasías artísticas masculinas, se entiende que a ciertos críticos les pase de noche la poesía
erótica de las poetas que no necesitan desnudarse. Y menos para ellos.
El cuerpo en la calle: no salgas sola
Las mujeres que se manifestaron desnudas en la explanada de Bellas Artes
son valientes. Conocen el poder y la vulnerabilidad del cuerpo femenino
des-vestido; se exponen a la mirada que cosifica, hiere, borra o mata. Los
hombres también iban desnudos pero el cuerpo masculino desnudo no despierta la misma agresión. En la escultura, el hombre desnudo o semidesnudo
es un dios o un héroe o un monarca, como el David de Miguel Ángel o el
Cuauhtémoc de Reforma, donde hasta hoy los de los 400 pueblos colgaban
su manta: “el senado no nos ve” (y eso que estamos en cueros).
Las mujeres que se desnudaron en el Zócalo se sabían o se pensaron
vulnerables. Eso sugieren las quejas porque Tunick mandó vestirse primero
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desde la calle
a los hombres y las dejó a ellas al final, expuestas a las miradas de los
hombres vestidos. “Producto de sus propios miedos, eso no pasó”, me dice
una amiga. “Así fue”, afirman otras. Mito o realidad en ese preciso instante,
el miedo a la mirada del otro, que hace (saberse) vulnerable, se aprende
desde el cuerpo adolescente o antes.
La vulnerabilidad no puede vivirse como seña de identidad femenina,
pero se percibe como riesgo particular desde el momento en que se es vista
como mujer, o más bien como mujer-objeto-disponible, así sea de lejos y sólo
de palabra. La calle se vuelve hostil para las niñas y hasta puede ser mortal.
La calle que debería ser de todos, la casa que debería ser refugio. El debería
es el reino de la utopía, el no lugar, lo inexistente, pero no debería ser imposible salir a la calle sin correr el riesgo de ser manoseada en el metro o en el
microbús, de ser perseguida por un junior que se cree dueño de la selva de
asfalto en su coche de carreras, de ser violada al bajar de un puente obscuro,
de ser asesinada por el solo hecho de ser mujer, joven y pobre, y no importarle nada a los que se encargan de hacer cumplir las leyes e impartir (negar)
justicia.
En las calles de la ciudad, en las ciudades del país se aprende desde
pequeña que no hay que salir sola, y cuando, ya mayor, la mujer sale sola ya
aprendió que debe cuidarse. El peligro pasa por su cuerpo, es su cuerpo. Y
así el miedo se aprende cada día, cada vez que se sale sola de noche (de día
es igual, pero no se piensa), cada vez que se dobla una esquina obscura,
cada vez que se queda una sola en el camión. Y cada vez, para poder seguir
camino, hay que desaprender ese miedo y sentirse invulnerable, actuar como
si se fuera intocable y hacer oídos sordos a las voces que adentro gritan
“cuidado” y afuera silban “mamacita”.
Tomar la calle es negar la norma de miedo que se impone a tantas.
Lo terrible es cuando no se tiene opción y hay que salir. Cuando poner
un pie afuera de la casa es un peligro y quedarse en casa también es un
peligro.
El cuerpo-voz del dolor
Elena Garro se regodea en su elegante figura de bailarina rubia, en su magnetismo de mujer inteligente y atractiva que se hace pasar por ingenua cuando
le conviene o lanza dardos viperinos cuando prefiere anonadar a su víctima. Conoce el poder de la inteligencia y del cuerpo. Sus personajes tienen
cuerpo, son rubias o morenas, bellas o repugnantes, heroínas o tortugas. Su
piel es sensible, disfrutan el sol, la suavidad del aire o de un abrigo de pieles;
Lucía Melgar
sus ojos miran y admiran colores y paisajes, ciudades y campos. Tienen voz
aunque a veces callen.
Garro también sabe que el cuerpo es vulnerable y que las voces se acallan. En “Los perros” pone en escena un rapto, preludio de una violación.
No hace falta salir a la calle, los raptores entran en la choza aislada y se
llevan a la niña Úrsula que no grita siquiera, obediente al discurso de
miedo y odio que le impuso antes su primo, cómplice del futuro violador.
En esta obra, Garro sintetiza lo que aparece como destino de la mujer (en
su marco fatalista): la violación es un arma con que los hombres estigmatizan y someten a las mujeres, les impiden llegar a ser “mujer lucida”, respetada, poderosa.
Lo notable de esta pieza no reside sólo en su mirada crítica de la condición femenina, se debe también al discurso de la madre, la otra protagonista.
En un mundo dominado por un código de silencio casi mágico, Manuela le
narra a Úrsula, su hija, la historia de su propia violación. En ese monólogo,
Garro da voz al cuerpo humillado, violentado. Manuela le transmite a su
hija la experiencia del dolor y la resistencia, aun fallida, a la perpetuación
del maltrato. La mujer no se libera de su violador y marido, sino cuando lo
apresan por asesinato. Del silencio impuesto y de ese pasado atroz, Manuela
se libera cuando se atreve a contar lo que vivió. El cuerpo violado es reconocido como cuerpo sufriente. En sus cicatrices puede leerse su historia.
La violencia y el silencio son hoy también enemigos de nuestro cuerpo.
Romper el silencio. En otro espacio, urbano, contemporáneo, es lo que
hace la protagonista de El lenguaje de las orquídeas, usada como juguete
sexual por su tío. El incesto acecha en la casa, a las niñas buenas, que se
portan bien y son obedientes y se callan. Y luego se sienten niñas malas,
mujeres extrañas. Si en “Los perros” Garro da voz al cuerpo del dolor, en
esta novela, Adriana González Mateos da voz a una mujer que reconoce el
abuso y el placer a la vez, que se sabe víctima pero admite en la niña que fue
cierta capacidad de sentirse seducida y seductora. La niña es usada, abusada pero no se presenta, no se recuerda, ya adulta, como víctima, o no sólo
como víctima, tampoco como cómplice. Desde muy chica sabe que “las niñas no tienen importancia”. Por eso nadie se da cuenta de lo que pasa, por
eso cuando le revela lo que pasó, su madre prefiere no darse por enterada.
No saber.
¿Cuántas veces preferiríamos no saber? ¿Cuántas veces preferiríamos
no tener que saber? Porque ese saber hace suponer que debemos o podemos
“hacer algo”.
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desde la calle
¿Qué hacer al leer por enésima vez que mataron a una niña después de
violarla y la dejaron tirada, mutilada, en un baldío? Y no en Ciudad Juárez.
En el Estado de México, dice el titular del periódico. Ya van cientos, miles de
mujeres y niñas, asesinadas así, con saña, con crueldad, con total impunidad, en este país, donde esas “muertas” no tienen importancia.
En un país donde ni las niñas, ni las mujeres, ni los pobres, ni los prietos, importan, la violencia se convierte en espiral que arrastra cuerpos de
niñas, mujeres, pobres, morenos, indígenas. En sus giros la espiral va ampliando sus cauces, sus fauces. Caen en ella los niños, violados por el clero
que condena los desnudos e impone hojas de parra. De giro en giro, de
impunidad en impunidad, acabaremos por ahogarnos todos.
El cuerpo-vasija: abstinencia o excomunión
Hace apenas unos meses, por estas calles defendimos el derecho a no traer
al mundo a hijos no deseados, a escoger el momento: después o nunca. Y a
hacerlo en condiciones higiénicas, legales. Nos manifestamos contra la idea
de que las mujeres somos incubadoras, fábricas de hijos. Para algunos, en
pleno siglo XXI, el sexo es sólo para re-producirse. Para producir almas: que
ya no se irán al limbo pero sí al infierno o a lo mejor al purgatorio, como las
de todas nosotras, hijas del divorcio, agentes de disolución social, familiar,
política, ¡metafísica! El mundo, nos sugieren los bienpensantes, se cae sin
nosotras, sin nuestra colaboración en sumisión, sin nuestra voluntad de ser
obedientes y calladas, buenas para ser usadas, abusadas, desechadas… o
exaltadas como madres impolutas (sin goce y sin opciones). El discurso del
pecado y de la redención sigue ahí, como el dinosaurio.
En esta esquina, el clero, sus seguidores. Monjas que jamás han visto un
hombre desnudo pero se han casado, simbólicamente, con un hombre semidesnudo, de cuerpo sufriente (aunque igual escogieron al Cristo de las
bienaventuranzas que es más interesante). Parejas de mediana edad y gesto
adusto, muy prendidas de su papel respetable. Muchachas que no parecen
monjas ni persignadas, tal vez de esas que se van de misiones. Hombres
furibundos con pancartas: “Sí a la vida, no a la muerte”.
¿A cuántos rounds querrán pelear?
En esta otra esquina, ¿el laicismo y sus representantes? En todo caso,
menos adustez y menos furia. Mujeres y parejas de mediana edad que pasean y reparten volantes. Muchachas que no parecen reventadas ni criminales, seguramente estudiantes, tal vez de esas que se van a las caravanas
zapatistas. Algunos hombres, pocos, con pancartas: “Por la vida de las
Lucía Melgar
mujeres”. Y dos tipos de cara conocida, escapados de los años dorados:
Pedro Infante y Jorge Negrete sin sombrero y con cara de susto: “El aborto es
una decisión únicamente de las mujeres”. La nota de humor que tanta falta
nos hace en esta arena política solemne y polarizada.
En esta otra calle: “¡El que no brinque es pro-vida!”. La señora mayor y
el viejo con bastón y las chicas de pelo morado brincan. Aunque la fórmula
sea trillada, jóvenes y viejas, niños y estudiantes se emocionan y saltan
como si bailaran. El Hemiciclo a esta hora es mucho más emocionante que
Donceles.
Allá, adentro, en la Asamblea, discursos a favor de los derechos de los
padres. ¿De cuándo acá la paternidad responsable es más que un debería en
este país? Intentos de conmover al auditorio con historias de tortugas protegidas, salvadas de las garras abortistas, que llegan sanas y salvas al mar,
imágenes tan kitsch que me ponen la carne de gallina. Como a los niños, nos
cuentan la reproducción humana con historias de animales. Varita mágica
y fórmula del pudor mediante, la oradora transforma al óvulo recién fecundado en personita, en bebé con derechos ¿sexuales y reproductivos?
¿Habrá que cantarle la nana de la cebolla desde el primer día o irle susurrando la constitución para que se vaya forjando en la lucha por la vida
desde la concepción?
¿Dónde ha quedado el sentido común? Si estos diputados fueran mis
estudiantes, los reprobaría, comenta mi vecina en la tribuna. Son de una
hipocresía insoportable, bosteza un abogado. Lo mismo dicen, con más ahínco
o mejor retórica, quienes ocupan después la tribuna, allá abajo. Al final del
día, cuando se cuentan los votos y estalla el aplauso, festejamos un logro
que ha costado décadas de trabajo de muchas mujeres, décadas en defensa
de la libertad, de nuestros derechos, y hasta del sentido común. ¿Quién
habría pensado que a estas alturas tendríamos que defender también nuestro derecho a desnudarnos y a gozar del cuerpo aunque no tengamos la
menor intención de reproducirnos?
Quienes con tanto ahínco defienden la Vida, así, en abstracto, han callado ante los niños abusados, las niñas asesinadas, las mujeres mutiladas,
las indígenas violadas, los hombres y mujeres prietos que protestan, y son
golpeados, y sangran hasta que mueren, y los que mueren sin protestar, en
las calles. Les importa la vida del más allá, no la vida digna aquí, en esta
tierra.
El cuerpo, por cierto, distinguida concurrencia, no sólo sirve para reproducirse, o sufrir, o ser desnudado a la fuerza o por necesidad.
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desde la calle
Con cuerpo propio y en la calle
La fragmentación del cuerpo de la mujer en partes de valor desigual,
aprovechables o desechables, es uno de los instrumentos de control con que
se restringe la libertad de movimiento de ese ser-cuerpo y se mutila su voz...
El cuerpo de la mujer no es sólo “cuerpo de mujer”, es cuerpo propio.
Por eso puede darle vergüenza a la campesina desnudarlo, por eso le dio
gusto a tantas quitarse la ropa en el Zócalo, por eso defendemos el derecho
a decirle no a otro cuerpo, a decirle no a nuestro propio cuerpo cuando nos
traiciona.
El cuerpo es piel. La piel guarda una historia. El cuerpo es manos que
escriben o pintan, que trabajan o acarician. Es ojos que miran y contemplan,
es boca que habla o besa o calla. Es pechos, vientre, pelvis, vulva, vagina. Es
cuello que se estira, torso que se dobla, cintura que gira, corazón que se acelera. Es piernas que sostienen, se doblan, cargan, mecen, resisten, se cansan. El
cuerpo es pies que caminan, corren, se asientan en un espacio y se lo apropian, vuelven a andar.
Aunque se haya extinguido la gloriosa figura del paseante, andar por
las calles es un acto de apropiación de la ciudad, una afirmación de pertenencia a una comunidad, así sea efímera. Andar es moverse, cruzar calles y
límites, entrar en lugares desconocidos, llegar a ver más allá de lo que se
considera el mundo propio. Andar con cuerpo propio y apropiarse el espacio urbano es una aventura, un reto y una fantasía.
La piel nos cubre completas, los pies nos mueven completas, la boca nos
alimenta completas, las manos nos desnudan o acarician o visten completas. Los ojos nos dan nuestro reflejo de cuerpo entero. Nuestra lengua besa o
dice de cuerpo entero. El goce estético o erótico nos conmueve de pies a
cabeza. Nuestras palabras pueden decirnos completas, si nos las fragmentamos en balbuceos, si no las acallan nuestros miedos ocultos o los miedos
impuestos. Y cuando fallan o cuando los otros no las oyen, nos queda el
cuerpo, desnudo o vestido, para tomar un lugar y hacer que nos vean. Y
quedan los pies para andar, danzar y seguir andando.
Y hacer un camino propio. Tomar la calle •
poesía •
Juan Gelman
Carta a mi madre
Juan Gelman
recibí tu carta 20 días después de tu muerte y
cinco minutos después de saber que habías muerto /
una carta que el cansancio, decías, te
interrumpió / te habían visto bien por entonces /
aguda como siempre / activa a los 85 de edad
pese a las tres operaciones contra el cáncer
que finalmente te llevó /
¿te llevó el cáncer? / ¿no mi última carta? / la
leíste, respondiste, moriste / ¿adivinaste que me
preparaba a volver? / yo entraría
a tu cuarto y no lo ibas a admitir / y nos
besábamos / nos abrazamos y lloramos / y nos
volvemos a besar / a nombrar / y estamos juntos /
no en estos fierros duros /
vos / que contuviste tu muerte tanto tiempo / ¿por
qué no me esperaste un poco más? / ¿temías por
mi vida? / ¿me habrás cuidado de ese modo? /
¿jamás crecí para tu ser? / ¿alguna parte de tu
cuerpo siguió vivida de mi infancia? / ¿por eso
me expulsaste de tu morir? / ¿como antes de vos? /
¿por mi carta? / ¿intuiste? /
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poesía
nos escribimos poco en estos años de exilio /
también es cierto que antes nos hablamos poco /
desde muy chico, el creado por vos se rebeló de
vos / de tu amor tan estricto / así comí rabia y
tristeza / nunca me pusiste la mano encima para
pegar / pegabas con tu alma / extrañamente
éramos juntos /
no sé cómo es que mueras / me sos / estás
desordenada en mi memoria / de cuando yo fui
niño y de pronto muy grande / y no alcanzo a fijar
tus rostros en un rostro / tus rostros es un aire /
una calor / un aguas / tengo gestos de vos que son
en vos / ¿o no es así? / ¿imagino? / ¿o quiero
imaginar? / ¿recuerdo? / ¿qué sangres te repito? /
¿en qué mirada mía vos mirás? / nos separamos
muchas veces /
nací con 5.5 kilos de peso / estuviste 36 horas en
la cama dura del hospital hasta sacarme al
mundo / me tuviste todo el tiempo que tu cuerpo
me pudo contener / ¿estabas bien conmigo
adentro? / ¿no te fui dando arrebatos,
palpitaciones, golpes, miedos, odios,
servidumbres? / ¿estábamos bien, juntos así, yo
en vos nadando a ciegas? / ¿qué entonces me
decías con fuerza silenciosa que siempre fue
después? / debo haber sido muy feliz adentro
tuyo / habré querido no salir nunca de vos / me
expulsaste y lo expulsado te expulsó /
¿esos son los fantasmas que me persigo
hoy mismo / a mi edad ya / como cuando nadaba
en tu agua? / ¿de ahí me viene esta ceguera, la lentitud
con que me entero, como si no quisiera, como
si lo importante siga siendo la oscuridad que me
abajó tu vientre o casa? / ¿la tiniebla de grande
suavidad? / ¿dónde el lejano brillo no castiga
Juan Gelman
con mundo piedra ni dolor? / ¿es vida con los ojos
cerrados? / ¿por eso escribo versos? / ¿para volver
al vientre donde toda palabra va a nacer? / ¿por
hilo tenue? / la poesía ¿es simulacro de vos? / ¿tus
penas y tus goces? / ¿te destruís conmigo como
palabra en la palabra? / ¿por eso escribo versos? /
¿te destruyo así pues? / ¿nunca me nacerás? / ¿las
palabras son estas cenizas de adunarnos? /
¿nos separaste muchas veces? / ¿eran separaciones? /
¿formas para encontrarse como primera vez? /
¿ese imposible nos hacía chocar? / ¿eso me
reprochabas en el fondo? / ¿por eso eras tan triste
algunas tardes?/ tu tristeza me era insoportable /
a veces quise morirme de eso todavía / ¿ya tenía
mi pedazo de vida para ocuparme de él? / ¿como
animal cualquiera? / ¿ya soy triste por eso? / ¿por
tu tristeza ofende la injusticia / escándalo
del mundo? /
siempre supiste lo que hay entre nosotros y nunca
me dijiste / ¿por culpa mía? / ¿te reproché todo el
tiempo que me expulsaras de vos? / ¿ese es mi
exilio verdadero? / ¿nos reprochamos ese amor
que se buscaba por separaciones? / ¿encendió
hogueras para aprender la lejanía? / ¿cada
desencontrarnos fue la prueba del encuentro
anterior? / ¿así marcaste el infinito? /
¿qué olvido es paz? / ¿por qué de todos tus rostros
vivos recuerdo con tanta precisión únicamente
una fotografía? / Odessa, 1915, tenés 18 años,
estudiás medicina, no hay de comer / pero a tus
mejillas habían subido dos manzanas (así me lo
dijiste) (árbol del hambre que da frutas) / esas
manzanas ¿tenían rojos del fuego del pogrom que
te tocaba? / ¿a los 5 años? / ¿tu madre sacando
de la casa en llamas a varios hermanitos? / ¿y muerta
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poesía
a tu hermanita? / ¿con todo eso /
por todo eso / contra / me querés? / ¿me pedías que fuera tu
hermanita? / ¿así me diste esta mujer, dentro /
fuera de mí? / ¿qué es esta herencia, madre / esa
fotografía en tus 18 años hermosos / con tu largo
cabello negriazul como noche del alma / partida
en dos / ese vestido acampanado marcándote los
pechos / las dos amigas reclinadas a tus pies / tu
mirada hacia mí para que sepa que te amo
irremediablemente? /
¿así viaja el amor de ser a antes de ser? / ¿de ser
a sido en tu belleza? / ¿viajó de vos a mí? / ¿viaja
ahora / morida? / nada podemos preguntar sino
este amor que todo el tiempo nos golpeó / con su
unidad irrepetible / ¿para que no olvidemos el
dolor? / ¿los dos niñitos del mercado de Ravelo
con una gallinita en los brazos, ofreciendo barato
y con gestos de madre, casi recién salidos de sus
madres? / ¿por qué te apareciste en el mercado
boliviano? / ¿en cada pena estás? / apagabas el sol
para dormirme /
¿podes quitarme vida? / ¿ni quitártela yo? /
¿castigabas por eso? / desciendo de tus pechos / tu
implacable exigencia del viejo amor que nos
tuvimos en las navegaciones de tu vientre /
siempre conmigo fuiste doble / te hacía falta y me
echaste de vos / ¿para aprender a sernos otros? /
cada mucho nos dabas un momento de paz:
entonces me dejabas peinarte lentamente y te ibas
en mí y yo era tu amante y más / ¿tu padre? / ¿ese
rabino o santo? / ¿que amabas? / ¿más que a mí? /
¿me perseguías porque no supe parecerme a él? /
¿y cómo iba a parecerme? / ¿no me querías otro? /
¿lejos de ese dolor? / ¿por qué tan vivo está lo
que no fue? / ¿nunca junté pedazos tuyos? / ¿cada
recuerdo se consume en su llama? / ¿eso es la
Juan Gelman
memoria? / ¿suma y no síntesis? / ¿ramas y nunca
árbol? / ¿pie sin ojo, mano sin hora? / ¿nunca? /
¿saliva que no moja? / ¿así atan los cordones del
alma? / ¿vos sos dolor, miedo al dolor? /
¿qué fue lo separado? / ¿mi dedo de escribir en tu
sangre? / ¿mi serte de no serte? / y vos, ¿no eras
el otro? / ¿cuántas veces miraste las llamas del
pogrom mientras yo te crecía, entraste al bosque
donde cantaba el ruiseñor que nunca oí, jugaste
con el que nunca fui? / nacimos junto a dos
puertos distintos / conocemos las diferencias de la
sal / vos y yo hicieran un mar desconocido con
dos sales /
me hiciste otro / no sigas castigándome por eso /
¿te sigo castigando por eso? / ¿y sin embargo / y
cuándo / y yo tu sido? / ¿vos en yo / vos de yo? /
¿y qué podemos ya cambiar? / ¿pudimos cambiar
algo alguna vez? / ¿nunca saldé las hambres del
abuelo? / los ojos claros del retrato que presidía tu
cuarto / ¿qué puede el verdadero amor cambiar? /
¿o nos es de tal modo que nos empuja a ser
sí mismos? / ¿para uno en el otro? / ¿resonando en
las partes de la noche? / ¿como dos piedras contra
el cielo? / ¿pájaro y árbol? / cuando se posa el
pájaro en el árbol, ¿quién es vuelo, quién tierra? /
¿quién baja a oscuridad? / ¿quién sube a luz? /
¿qué goce pasa a llaga? / ¿te llevo en llaga viva? /
¿para que nos atemos otra vez? / ¿este sufrido
amor? /
me hiciste dos / uno murió contuyo / el resto es el
que soy / ¿y dónde la cuerpalma umbilical? /
¿dónde navega conteniéndonos? / madre harta de
tumba: yo te recibo / yo te existo /
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poesía
¿tratos de amor hay en la sombra? / ¿ya volveré a
peinarte el dulce pelo / espesura donde mi mano
queda? / ¿pensativa en tu aroma? / ¿gracia
cuajada en lenta parecida? / ¿me quisiste
imposiblemente? / ¿así me confirmaste en el
furor? / ¿puerto de tardes inclinadas al que volvías
tantas veces? / ¿dónde navegarás ahora sino en mí /
contra mí? / ¿puerto solo? / bella de cada mar en
mi cabeza / llaga de espumas / alma /
no sé qué daño es este / tu soledad que arde /
dame la rabia de tus huesos que yo los meceré /
vos me acunaste yo te ahueso / ¿quién podrá
desmadrar al desterrado? / tiempo que no volvés /
mares que te arrancaste de la espalda / tu leche
constelada de cielos que no vi / leche llena de
sed / tus pechos que callaban / paciencias /
caballitos que el pasado maneó / llenos de estepa
detenida / rota por mi avidez de vos / así me
alzaste / me abajaste / me amaste sin piedad /
pañal feroz de tu ternura /
¿o fui yo tu cansancio? / ¿te reproché que me
expulsaras? / ¿nos ata ese reproche hondísimo/
que nunca amor pudo encontrar? / ¿no me quisiste
mar y navegar lejos de vos? / ¿tiempo hecho de
vos? / ¿no me quisiste acaso otro cuando me
concebías? / ¿otra unición de esa unidad?/ ¿ama
total de tus dos sangres? / ¿te das cuenta del
miedo que nos hiciste, madre? / ¿de tu poder / tu
claridad?
¿qué cuentas pago todavía? / ¿qué acreedores
desconozco? / necesito recorrer una a una tus
penas para saber quién soy / quién fui cuando nos
separamos por la carne / dolorosa del animal que
diste a luz / sierva mía / ciega a mi servidumbre
de tu sierva / pero esas maravillas donde me
hijaste y te amadré / tu cercana distancia /
Juan Gelman
¿me ponías a veces delantales de fierro? / ¿me
besabas a veces con pasión? / ¿y qué pasión había
en tu pasión? / ¿no podrías cesar en tu morir para
decirme? / ¿no te querés interrumpir? / ¿entraste
tanto en tu desaparecer? / ¿volvés al desamparo de
mí? / ¿tan duro era mi amor? / ¿te di un alma y
con otra te echaba a mi intemperie? / ¿no pudiste
morivivirme en suave claustro / no darme de
nacer? / mi nacer, ¿te habrá apagado ganas de
matarme? / ¿eso me perdonabas y no me
perdonabas? / ¿así peleaste con tus sombras? /
¿así me hiciste sombra tuya de otro cuerpo / me
diste tu pezón / campo violeta / donde pacía
un temblor? / ¿techo contra el terror? / ¿única tela de
la paz? / ¿no la tejíamos los dos? / ¿en mañanas
cayendo sobre el patio donde jamás hubo otra
gloria? / ¿blancuras que de vos subían?/ ¿rocíos
de tu sangre al puro sol? / ¿lluvia de abajo
interminable? / ¿yo fui animal de lluvia? / ¿te
ensucié pechos con mi boca? / ¿me diste a veces
leche amarga? / ¿te olvidás de las veces que no
quise comer de vos? / ¿qué te venía entonces de la
entraña del alma? / esos jugos, ¿no me atardecen
fiero? / ¿y vos creés que estás muriendo? / ¿antes
que muera yo? / ¿y se apaguen los gestos que
escribiste en mi cuerpo? / ¿las dichas que
imprimiste? / ¿en mi querer a las mujeres?
¿prolongándome en ellas? / ¿que de vos me
tuvieran y alejaran? /
¿qué yo habré sido para vos? / ¿cómo me habrás
sufrido cuando salí de vos? /no saberte, ¿no es
mi saber de vos? / yo no sé por qué cielos giraste /
sé que giran en mí / nada pudiste finalmente
ahorrarme / no soy sin vos sino de vos / no me
reproches eso / todavía me entibia el blancor de tu
nuca / y mis besos allí / siervos de esa armonía /
¿cuántas veces se detuvo allí el mundo? / ¿cuántas
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poesía
veces cesaste la injusticia allí / madre? / ¿cuántas
veces el mundo endureció tu leche / la que me
abraza / la que me rechaza / la que te pide
explicaciones? / ¿ya solísima / y tarde / y tan
temprano? /
y esta tarde / ¿no está llena de usted? / ¿de veces
que me amó? / la voz que canta al fondo de la
calle / ¿no es su voz? / ¿temblor de vientre juntos
todavía? / ¿qué es este duro amor / tan suave y
tuyo / lluvia a tu fuego / fuego a tu madera / llama
escrita en el fuego con tu huesito último / ardor de
pie en la noche? / ¿alta? / ¿qué gritás en mi alma?
/ pero no me gritás / tu paladar entrado a tiendas
de la sombra siento frío / ¿cuántas veces sentiste
mis fríos? / ¿me habrás mirado extrañada de vos?
/ ¿no te fui acaso el peor de los monstruos? / ¿el
creado por vos? / ¿y cómo hiciste para amarme? /
¿ese trabajo dabas de comer contra tu propia
oscuridad? / y cuando abrí la boca ¿no gritaste? /
¿no se asustó tu lengua de mi lengua? / ¿no hubo
un jardín de espanto en tu saliva? / ¿qué sembré /
cultivé / regué con mi tu sangre? / ¿y qué te habré
morido al darme a luz? / ¿y la profundidad de mis
desastres? / ¿y nuestro encuentro inacabado / ya
nunca / ya jamás / ya para siempre? / ¿y pedregal
de vos a vos donde sangraron mis rodillas? /
¿cuando junto a mi cuna llorabas tantas cosas / y
mi fiebre / y la fiebre de tu salvaje juventud? /
así mezclaste mis huesitos con tu eternidad / tus
besos eran suaves en noches que me dejaste solo
con el terror del mundo / ¿me buscabas también
así? / ¿hermanos en el miedo me quisiste? / ¿en
un pañal de espanto?
¿dónde se hunde esta mano / dónde acaba? /
¿escribís, mano, para que sepa yo? / ¿y sabés más
que yo? / tocaste el pecho de mi madre cuando fui
Juan Gelman
animalito / conociste calores que no recuerdo ya /
bodas que no conoceré / ¿qué subtierra de la
memoria arás? / ¿soy planta que no ve sus raíces? /
¿ve la planta raíces? / ¿ve cielos / empujada? /
¿como vos, madre, me empujás? / mi mano, ¿es
más con vos que mismo yo? / ¿siente tu leche o
lunas de noche en mí perdida? /
¿y mi boca? / ¿cuánta alma te chupó? / ¿te fue
fiesta mi boca alguna vez? / ¿y mis pies? / ¿me
mirabas los pies para verme el camino? / ¿y tu
ternura entonces? / ¿era tu viaje hacia mi viaje? /
¿fuiste rodeada de temor amoroso? / ¿del caminar
por mí? / ¿por qué nunca supimos arreglar el
dentrofuera que nos ata? / ¿al afuerino de tu
cuerpo? / tu leche seca moja mi alma / ¿ahora la
soy? / ¿me es? / ¿cuáles son los trabajos del
pájaro que nunca me nombrás? / ¿el que nos
volaría juntos? / ¿ala yo / vuelo vos? / me
obligaste a ser otro y tu perdón me muerde las
cenizas / ¿acaso yo podía prolongar tu belleza? /
¿sin convertirla en cuerpo de dolor / lengua
exiliada de tu nuca? / ¿y cuánto amé la ausencia
de tu nuca para que no doliera? / ¿y que te
devolviera? / ¿a dulzura posible en este mundo? /
¿conocida que no puedo nombrar? / ¿vientre que
nadie puede repetir? / ¿lleno de maravilla, de gran
desolación? / ¿pasó a río deshecho por mis pies? /
¿tan duro tu olvidar? / poderosa, ¿soy el que vos
morís? / ¿ceñido de tu nombre? / ¿por qué te abrís
y te cerrás? / ¿por qué brilla tu rostro en doble
sangre / todavía? /
pasé por vos a la hermosura del día / por mí pasás
a la honda noche / con los ojos sacados porque ya
nada había que ver / sino ese fino ruido que
deshace lo que te hice sufrir / ahora que estás
quieta /
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poesía
¿y cómo es nuestro amor / este? /
envolverán con un jacinto la mesa de los panes /
pero ninguno
me hablará / estoy atado a tu suavísima / doy de
comer a tu animal más ciego /
¿a quién das tregua / vos? /
están ya blancos todos tus vestidos /
las sábanas me aplastan y no puedo dormir / te
odiás en mí completamente / se crecieron la mirra
y el incienso que sembraste en mi vez / dejá que
te perfumen / acompañen tu gracia / mi alma
calce tu transcurrir a nada /
todavía recojo azucenas que habrás dejado aquí
para que mire el doble rostro de tu amor /
mecer tu cuna / lavar tus pañales / para que no me
dejés nunca más /
sin avisar / sin pedirme permiso /
aullabas cuando te separé de mí /
ya no nos perdonemos / •
Ginebra-París, julio, 1984
París, noviembre, 1987
desde la
impunidad •
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desde la impunidad
Marisa Belausteguigoitia
Morir en náhuatl.
El caso de Ernestina Ascencio
Marisa Belausteguigoitia
A Carmen Aristegui
El 26 de febrero muere Ernestina Ascencio Rosario, indígena nahua habitante de la sierra de Zongolica, presuntamente violada y asesinada por los
militares asentados en esa región.
El caso de la señora Ascencio se ha convertido en paradigmático, ya que
su persona integra un número considerable de variables que lo condicionan
no sólo a ser mal entendido sino a ser, muy probablemente, descalificado.
Estas marcas identitarias son de índole cultural, política, lingüísticas y de
género: ser indígena, ser monolingüe, ser pobre, ser vieja, ubicarse en una
zona densamente ocupada por los militares, ser parte de una comunidad
autónoma y ser mujer.
Tanta posición deficitaria (mujer, indígena, pobre, vieja, vinculación de
su comunidad con movimientos de autonomía cultural, monolingüe) ha
logrado ir mostrando capa por capa, nivel tras nivel, la profunda impunidad de nuestro sistema jurídico y la desatención, descuido y corrupción de
nuestros servidores públicos, sobre todo si se trata de la defensa de los
derechos humanos de sujetos marginales.
La anticipación como forma de dominio
El caso empieza a enredarse a partir de una declaración prematura —adelantada— del presidente. Cuando aún se están llevando a cabo averiguaciones y el caso no está resuelto, el presidente establece la causa de la muerte.
Adelantarse al juicio, aun cuando este acabe siendo certero, es una medida
de poder y de captura de la realidad. La mujer indígena, dice, murió de
gastritis, y nos manda a que nos informemos con la CNDH.
Es la palabra adelantada del presidente la que marca e inicia el problema.
Mi objetivo es reflexionar acerca de lo que se imposibilita y a lo que se
apunta cuando una institución pública de reconocida autoridad adelanta
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desde la impunidad
un juicio y de forma anticipada; cuando aún no han concluido peritajes,
dictámenes, necropsias y análisis, emite un juicio. ¿Qué se inicia cuando se
adelanta un juicio?
Mi presentación pretende analizar qué sucede cuando se interviene en
la mediación y la traducción de forma adelantada, con otro objetivo que no
sea, “donar la lengua”, la institucional, la lengua oficial, la gramatical, la
jurídica para una mejor comprensión de lo sucedido en favor de la justicia y
la verdad, sobre todo si el daño se vincula con lenguas indígenas y sujetos
marginales. Hablo del ejercicio de un don, el de ofrecer la Lengua como
mediación, con el fin de intervenir en la traducción, en este caso de sujetos
de habla, costumbres, sistemas jurídicos, formas de gobierno distintas.
El ejercicio de un don se refiere al acto que se lleva a cabo sin mostrar
lo que costó y sin pedir nada a cambio; viene de un lugar que no exige
retribución. Refiere más a una dádiva, que a un acto de intercambio. El
“don de la lengua” representa la posibilidad de intervenir en el discurso a
favor de la posibilidad de escuchar, traducir y reportar cabalmente lo que
no puede ser entendido ni aceptado por los funcionarios que representan
la oficialidad de la ley.
La lengua como “don” fija el habla, su corrección gramatical, discursiva y legal, a un “bien decir”. Lo “mal dicho,” lo “maldito” suele localizarse
del lado de las lenguas que “no dicen bien,” estas lenguas maldichas, malditas se alojan en cuerpos inapropiados, es decir cuerpos que carecen de la
propiedad del “bien decir”.1 Estos cuerpos y sus lenguas malditas (maldichas) suelen ser los cuerpos que contienen una o varias de las marcas identitarias referidas con anterioridad (indígena monolingüe, prieta, pobre, vieja,
mujer). Con semejantes aproximaciones al “mal decir,” cualquier declaración llevada a cabo por la señora Ernestina necesariamente fue descalificada.2
La mediación, esta donación de la lengua, se hace necesaria en casos de
disputa, con mucha mayor razón si la tensión se establece entre sujetos con
marcadas diferencias, que coloquen a una de las partes en disputa en una
1
Para analizar con más profundidad la categoría del “bien decir” en su vínculo con la
ley y el universo letrado, véase Rama 1984.
2
Tomé el concepto de “don de la lengua” de un excelente artículo de Julio Ramos, donde
analiza las categorías del “bien decir,” en su relación con la posibilidad de la verdad en
un contexto racial y de construcción del sujeto nacional. Véase Ramos 1987.
Marisa Belausteguigoitia
situación de mucho mayor desventaja, por la condición asumida de que su
lengua y su cuerpo no pueden hablar con verdad.3
Quiero empezar a indagar en lo que todos hemos reconocido como real,
el avance, el adelanto del juicio de una de las figuras más poderosas de la
nación: el presidente; y todo lo que se precipitó en particular los subsiguientes adelantos, incongruencias y contradicciones de la CNDH, espacio ganado a pulso, que debiera, a toda costa y en todos los casos, ejercer su lengua
como un don, no como eco de la figura presidencial.
Iniciaré trazando algunos vínculos con nuestro pasado colonial (hoy
más que nunca cotidiano), en particular con el periodo de la conquista, pues
me interesa historizar en torno a las políticas de la mediación y de la traducción, frente al evento de la anticipación.
Empecemos por uno de los momentos más violentos y más necesitados
de traducción de nuestra historia: el descubrimiento de América. Recordemos una de las primeras expresiones de Colón al encontrarse en las supuestas Indias con algo extra-ordinario, desconocido para él: manatíes, a quienes
califica como lo imposible, horrendas sirenas que no atrapaban con sus
aullidos ni al más despistado marinero. O cuando describe, según su percepción, la facilidad con que los lugareños se plegarían a ser cristianos y su
dócil naturaleza que muestra, a primera vista, las ganas de servir a Dios y al
rey y de ser, tener y formar parte en ese mundo.4 Leemos en el diario del
Primer viaje de Colón:
Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen
todo lo que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos… y esta gente
farto mansa, y por la gana de haber de nuestras cosas y teniendo que no se les ha
de dar sin que den algo y no lo tienen, toman lo que pueden y se echan luego a
nadar; mas todo lo que tienen lo dan por cualquier cosa que fasta los pedazos de
las escudillas y de las tazas de vidrio rotas rescataban…
3
Cuando Foucault habla de la confesión, en el primer tomo de su Historia de la sexualidad, especifica que para que a los esclavos se les pudiera reconocer que hablaban con
verdad, era necesario torturarlos: sólo bajo este medio ese cuerpo “otro, “ inadecuado,
podía decir la verdad. Sólo mediante la intervención de la tortura en un cuerpo y lengua
negros, y mucho más en el caso de un cuerpo de mujer, era posible la verdad de su
lengua. Su cuerpo y su lengua, sin esa mediación, sólo podían emitir mentiras y falsedades.
4
Véase, Colón 1980: 31-32. Se lee aquí el muy renombrado episodio del intercambio de
oro por cuentas de vidrio.
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desde la impunidad
El “encuentro” entre estos dos mundos, el hispano y el indígena, fue
marcado en primera instancia por las políticas de la lengua, del español
como lengua imperial y con los derechos de verdad, legales y gramaticales,
que naturalmente poseía sobre cualquier otra lengua. Colón no intenta ni
siquiera gestos de traducción, él incorpora todo lo visto a su mundo, a su
lengua.
El uso de la lengua como dominio es ejercido de forma diferente por
Hernán Cortés, quien lo primero que hace, antes de atacar con las armas, es
atacar con la lengua, conocer al otro y entenderlo, traducirlo, en lugar de
descalificarlo.5 En lo que cabe a la participación de la Malinche y su ejercicio de la traducción, desconocemos la mayor parte de los pormenores de
su lengua como dádiva, ya que poco sabemos de ella. No podemos saber
quién era o cómo era, pues su representación la coloca como dama de los
relatos de caballería. Bernal Díaz del Castillo utiliza la narrativa de caballería, del dominio de la audiencia en España, para representar a la Malinche
(véase, Glantz 1994). Leer a la Malinche desde el registro de la caballería
dificulta y hasta elimina la posibilidad de entender su representación desde
el registro local, el que ella vivió.
En México hemos tenido grandes donadoras de la lengua, frente a
aquellos que la secuestran: Rosario Castellanos, Elena Garro, Juan Rulfo.6
Y en otro sentido más literal que literario, las cortes jurídicas internacionales (en las que penden los casos de las mujeres asesinadas en Juárez). En el
mundo literario, artístico y en el mundo transnacional pende el sentido, la
verdad y la justicia de nuestras mujeres y nuestros indígenas. En el territorio
nacional y fuera de la literatura, el cine o el arte, y algún tipo de periodismo
y activismo prácticamente todo es adelanto y per-versión, ocultamiento de
la versión del “mal-dito” (maldicho).
Actos adelantados del juicio aun con benevolencia y generosidad denotan la superioridad no la justicia. En el ejemplo de Colón, la superioridad de
Europa y en el de Ernestina, la del ejército y la de la palabra adelantada del
5
Para profundizar en las formas distintas de “conquista,” ejercidas por Colón y Cortés
en su vinculación con el uso de la lengua y la traducción, véase Todorov 1987.
6
En el caso de la difusión e insistencia para el conocimiento de la verdad vinculada a la
muerte de la señora Ernestina, Carmen Aristegui donó su tiempo, su espacio y su
lengua.
Marisa Belausteguigoitia
presidente, secundada por la CNDH. El estado, el gran conquistador, que
manifiesta el absoluto desconocimiento de la existencia de un sentido y un
mundo previo al que califica. Colón no puede ver nada que no confirme sus
ideales, sus expectativas y su misión. A esto se le llama estrategias finalistas.7 Comienzan por el fin, por la confirmación de las creencias, y alteran
todos los contenidos y secuestran todas las realidades. Aquí no hay suspenso ni duda, hay solamente confirmación.
¿Qué significa adelantar en la traducción los silencios o las supuestas
palabras del “otro,” del diferente?
Adelantar al otro, significa colocar lingüística, simbólica y jurídicamente
a este “imposible” de la representación en un terreno simbólico ajeno, de
forma tal que su esencia, su sentido local no puede más que ser secuestrado
y borrado. Uno de los efectos de la anticipación es la imposibilidad de defender el significado de lo dicho por este sujeto, pues la lengua en que se
erige la nueva significación no es de su dominio. Estamos ante la violación,
el asesinato de la vida, la significación del otro. No estoy hablando únicamente del asesinato y violación de un cuerpo, sino también del asesinato y
violación de una lengua.
El caso de Ernestina sufrió variados secuestros, borrones y alteraciones
en función de recolocarlo sin aristas, sin la posible intervención de su realidad y su testimonio. El último secuestro literal fue el de su familia.
Frente al don de la lengua que ofrece la posibilidad de traducción, alteración, edición del lenguaje para mejor representar la realidad y la verdad
del otro, tenemos la perversión de la lengua que lo que espera es conquistar.
La conquista frente al don. El adelanto en la representación frente a la pausa
que trae consigo la posibilidad de inscribir la verdad del otro.
Frente a este ejercicio de conquista, quiero concluir marcando tres imposibilidades:
1. La imposibilidad de la traducción en servicio de la víctima. Los procesos de traducción e interpretación de la voz del otro con la intención de
posibilitar la justicia interrumpen misiones de totalidad e imaginarios de
homogeneidad. Esto significa la introducción de la diferencia como variable cultural y jurídica. Me interesa resaltar el concepto de pluri, inter o
7
Para indagar en la definición y modo de operación de estas estrategias véase el cap. 4,
“Conocer”, de Todorov 1987.
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desde la impunidad
multiculturales en el devenir de procesos democráticos, a partir del desarrollo de propuestas sobre diversidad cultural, equidad y derechos humanos y
el aniquilamiento de este importante discurso como efecto de la anticipación.
2. La imposibilidad de escuchar la palabra del otro. Los monólogos del
poder. Este caso me regresó al movimiento zapatista en todo su poder, en
toda su capacidad de hacernos oír la palabra del otro a partir de densos
procesos de traducción… recordé los estratégicos silencios de los zapatistas
y los excesivos monólogos del poder. Las máscaras, las posdatas y toda la
parafernalia desplegada para que pudiéramos escuchar la voz del otro (por
supuesto no desde el cuerpo del indígena, sino desde el ventrilocuismo
comandado por el CCRI del subcomandante Marcos, quien en un momento
histórico, donó su lengua).
¿Quién puede hablar y quién puede ser oído? Tenemos el cuerpo y lengua marginales como sitios de locución, dirigiéndose a la nación. El cuerpo
y la lengua indígenas como el sitio de la conquista, el secuestro y el silencio.
El caso de Ernestina representa la reiterada escena del imposible de la
comunicación, de la traducción y así de la justicia frente a la ciudadanía que
potencia una voz de la disidencia o la diferencia ¿Qué se destapa con lo
ocurrido en el cuerpo y la lengua de Ernestina? ¿Qué símiles encontramos
en el cuerpo y la lengua indígenas, de las migrantes, de la pobreza, de la
obrera, del magisterio, de los pensionados constantemente violada, editada,
borrada para funciones de conquista, más que de verdad y justicia?
3. La imposibilidad de la verdad. Presenciamos una organización repetida de escenarios donde la verdad no puede ser descubierta, pues su presencia descalifica a los órganos de gobierno y de justicia La verdad como
forma de la descalificación del poder ¿a qué apunta este contrasentido?
¿Qué actos, qué procesos habilitan la verdad? ¿Por qué es importante la
verdad? ¿Qué se cancela cuando se silencia al otro, adelantando juicios aun
cuando sean verdaderos? ¿Qué relación tiene la traducción con la modernidad y la democracia? Y la última pregunta, la que más sentido tiene ¿Es
posible la verdad en náhuatl?
El caso de Ernestina conlleva todo tipo de fragilidades: la de oralidad frente a la escritura, la de la tradición frente a la modernidad, la de las mujeres
frente a los hombres, la de la vejez, frente a la juventud, la de la pobreza frente
al poder, la del monolingüismo frente al español, la de lo indígena frente al
ejército, y la de la palabra indígena frente a un sistema moderno regido
también por la palabra, pero la del presidente, como ley.
Marisa Belausteguigoitia
La lengua ante la ley
Ernestina muere en náhuatl. Esta muerte califica su cuerpo ya de por sí
deficitario con la marca de lo incomprensible, intraducible y lo imposible
frente a la ley. ¿Cómo ofrecer justicia a un sujeto multiplicadamente residual? ¿Cómo hacer justicia a nuestros ciudadanos más vulnerables, más
diferentes, más tradicionales?
El primer relato vinculado con la lengua se refiere desde luego a la
Malinche. La Malinche representa en un sentido el caso inverso a Ernestina.
La Malinche fue una mujer salvada por los dones de su lengua, mujer que es
vendida a Cortés y que gracias a su habilidad lingüística (en poco tiempo
hablaba náhuatl, maya y español) logra sobrevivir. Todo gracias a los poderes de su lengua y de su cuerpo. Una india a la que salva el ejercicio de su
lengua y los poderes de su cuerpo frente a otra a la que condenan su cuerpo
y su lengua.
Malinche se salva por la lengua, y la historia la descalifica y la sitúa
como traidora. Ernestina muere sin el don de la lengua, sin que, hasta el
momento y de forma efectiva, se haya podido inscribir la verdad y la justicia;
ambas mueren sin traducción y traicionadas.8
En los estudios de género y el feminismo hemos analizado con muchísima intensidad a la Malinche, no como la traidora, sino como la traductora,
la que donó la lengua para su sobrevivencia, que pasó de esclava a señora.
Seguiremos estudiando y analizando el caso de Ernestina como una
Malinche, como una mujer que muere víctima de múltiples conquistas.
Hablando de dones de la lengua, la mía se me retuerce cada vez que
digo presuntamente violada, se resiste, se repliega, respinga, quiere decir
verdad, quiere invertirse a favor de la justicia y si no puede hacerlo completamente, a mi lengua le queda un resquicio, un mínimo acto de sublevación,
de rebeldía: sacarla a favor de Ernestina. Sacar la lengua frente a la impúdica ostentación del juicio y sus adelantos •
8
En el caso de Malinche cada vez hay más investigaciones que indagan sobre su vida e
intentan interpretaciones distintas a la de traidora, el caso de Ernestina pende aún. El
presidente de la Comisión de Asuntos Indígenas de la Cámara de Diputados anunció
que el expediente de la Sra. Ernestina Ascencio sería integrado para ser sometido a la
Corte Interamericana de Derechos Humanos, una vez cumplidos los procedimientos
normativos, que vale destacar son exhaustivos.
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Bibliografía
Colón, Cristóbal, 1980, Los cuatro viajes del almirante y su testamento, compendio de
Fray Bartolomé de las Casas, Espasa-Calpe, México.
Glantz, Margo, 1994, “Malinche: La lengua en la mano”, en La Malinche sus padres
y sus hijos, UNAM-FFYL, México.
Foucault, Michel, 1985, Historia de la sexualidad, Siglo XXI, México.
Kafka, Franz, 1987, El Proceso, Concepto, México.
Rama, Ángel, 1984, La ciudad letrada, Ediciones del Norte, Hanover, N. H.
Ramos, Julio, 1987, “El don de la lengua”, en Las paradojas de la letra, exCultura,
Quito.
Todorov, Tzvetan, 1987, La conquista de América. El problema del otro, Siglo XXI,
México.
Varios autores, 2007, Contradicciones y retractaciones sobre la verdad histórica de los
hechos. Documento elaborado por el Grupo Parlamentario del PRD. Cámara
de Diputados. Congreso de la Unión. LX Legislatura
desde la
mirada •
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desde la mirada
Marianne Hirsch y Leo Spitzer
La piel de la memoria
Marianne Hirsch y Leo Spitzer
Cómo se libera uno de algo sepultado muy adentro: la memoria
y la piel de la memoria…, persiste en mí, aún.
CHARLOTTE DELBO
Häftling: He aprendido que soy un Häftling. Mi número es el 174517: hemos
sido bautizados y vamos a llevar el tatuaje en nuestro brazo izquierdo
hasta nuestra muerte.
…Sólo mucho más tarde, y muy despacio, algunos de nosotros hemos
aprendido algo acerca de la ciencia funeraria de los números de Auschwitz, que
resumieron las etapas de la destrucción del judaísmo europeo.
PRIMO LEVI
El tatuaje numérico es el significante individual predominante de la Shoah.
Esta pequeña parte de la historia de persecución, humillación y deshumanización —no más que una etapa en el proceso nazi del genocidio— se ha
tornado en emblema del hecho. Posiblemente porque hace permanentemente visible la manera en que los prisioneros fueron despojados de sus nombres, sus identidades, sus vidas previas: cómo seres humanos fueron
transformados en cifras burocráticas, prisioneros. Sobrevivientes que han
elegido conservar el número “hasta su muerte”, lo hacen como testigos de
su propia victimización y por aquellos que no han sobrevivido para atestiguar. Quienes viven con el tatuaje de Auschwitz, viven en cuerpos que son
recordatorios y desafío. Sus brazos son hitos que alertan contra el peligro
del olvido histórico. ¿Pero cómo es el número tatuado visto y recibido?¿Cómo
interviene en nuestro presente? ¿Qué significa en momentos en que los tatuajes ornamentales se han convertido en populares formas de exhibición
corporal, presentando muy diversos mensajes personales y culturales?
Estos son los interrogantes que Mirta Kupferminc —hija de sobrevivientes de Auschwitz que creció, como dice “abrazada por los brazos numerados de mis padres”— presenta en esta instalación recordatoria. Sus padres
no pudieron ocultar el pasado traumático a sus hijas: estaba escrito en su
piel. Y así, la hija también llegó a vivir en la piel de la memoria.
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Pero con su testimonio artístico, Mirta sale del trauma heredado para
provocarnos, como participantes, como cotestigos. Estamos invitados a mirar los dos tipos de tatuaje y reflexionar acerca de las diferencias entre la
elección decorativa y la numeración coercitiva. Se nos insta a parar en el
correr cotidiano y sentarnos, por un momento, en una silla alada que crea
un espacio simbólico de recuerdo y contemplación. Voces nos circundan en
un murmullo constante y, si nos detenemos a escuchar, relatos individuales
sobre el tatuar y ser tatuado llegan a nuestros oídos.
Y luego, se nos pide algo más, algo más dificultoso. ¿Debemos extender
nuestro brazo, ofrecerlo para ser marcado?¿Recibiremos un diseño decorativo o un número?¿Quién determinará cuál y con qué lógica?¿ Y cómo, en el
contexto de la memoria de Auschwitz, podemos vivir en un cuerpo que ha
sido marcado de este modo, incluso en forma transitoria?
Aquí la hija artista realiza una osada provocación. Presentando la escena del tatuaje, nos pide a cada uno que evaluemos cómo habría sido, si
hubiéramos estado allí. ¿Es esto empatía? ¿Identificación? ¿Apropiación
del trauma del sobreviviente? Quienes respondan a la convocatoria deberán decidir por sí mismos •
La piel de la memoria.
Videoinstalación-performance
Mirta Kupferminc
Siempre me provocaron algún horror los tatuajes. Nunca me son indiferentes. Tal vez porque crecí abrazada por brazos numerados.
Tanto mi padre como mi madre, sobrevivientes de Auschwitz, llevan
tatuajes en sus brazos.
En esta obra quiero hacer una relación entre el tatuaje hecho con una
intención estética y elegido por el portador del mismo, y el tatuaje realizado
con intención de degradación, pero que aun así el portador decidió a
posteriori conservar toda su vida como testimonio.
Descripción de la instalación
Dos fotos de 2 m x 2 m, colgadas, presidirán la presentación. En cada una de
ellas estará sentado un protagonista:
1) un joven con su cuerpo totalmente tatuado (ornamental)
2) mi madre exhibiendo su brazo tatuado en el campo de concentración.
Ambos protagonistas estarán sentados sobre una silla con alas, que es
parte de mi iconografía. Ella marca un lugar simbólico.
Un video con gente caminando por las calles en ambos sentidos se superpondrá a las fotos y se continuará la imagen sobre la pared de 6 mts de
largo, detrás de las fotos.
La misma silla con alas estará en la calle por donde pasa la gente, y
algunos se sentarán, mientras que muchos pasarán indiferentes. Sin embargo, ese lugar puede ser el de cualquiera de las personas que por allí pasan.
Eso será lo filmado en el video.
En la exhibición se escuchará permanentemente un murmullo. Voces de
personas que relatarán sus experiencias al haber sido tatuados; ya sean
tatuajes ornamentales, y también relatos del momento en que fueron tatuados sobrevivientes de Auschwitz.
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desde la mirada
En la misma habitación, una mesa con dos sillas, en donde un tatuador
profesional hará dibujos efímeros (durarán una semana, aproximadamente) a los visitantes que lo deseen; pero cada tanto, hará un número escrito en
el antebrazo. Aquella persona que se acerque para que le ornamenten su
brazo sabrá que puede tocarle un número en lugar del dibujo, y podrá decidir si se acerca o no. Pero la idea es que nadie sabe a quién le tocará.
El tatuador decidirá a quién hacer el número de acuerdo con una consigna que yo le indicaré, totalmente arbitraria; como por ejemplo: todas aquellas personas que lleven algo de color verde en su vestimenta.
El video que se estará proyectando simultáneamente, mostrará (como
dije más arriba) todo tipo de gente caminando por la calle y, cada tanto, a
través de un efecto logrado con la computadora, se verá que salteadamente
las prendas de vestir de algunos transeúntes, también se colorean de verde… a ellos les puede suceder; ellos hubieran sido marcados…•
Buenos Aires
Octubre 2006
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Mirta Kupferminc
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Mirta Kupferminc
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desde la
literatura •
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desde la literatura
Rosa Beltrán
Cuando las palabras no eran las cosas
Rosa Beltrán
De mis más antiguos recuerdos, uno muy claro fue haber percibido que el
mundo se dividía en dos. El de los “hacedores” y el de los “fabuladores”.
Los hacedores eran los hombres. A ellos pertenecía el reino de los cielos. Ser
hacedor era irse a trabajar todo el día, era “tu papá es muy responsable y
como es muy responsable no está”. Ser hacedor era otra de las formas de
llamar al abandono. Mi madre, en cambio, era la fabuladora. A través de ella
conocí el olor y el tacto, mis primeras narraciones sobre el mundo, y poco
después, el sonido de las cosas. Mi madre era una voz. Un torrente explosivo hecho de muchas voces, propias y ajenas, porque era una excelente
imitadora. Su magia consistía en que la persona imitada no se parecía nunca al original, aunque lo recordaba. De algún modo misterioso ella lo hacía
surgir mediante un gesto, un rasgo mínimo, que luego transformaba, convirtiendo al aludido en él y alguien más. Alguien que había ganado en interés
y en vida con su sola imitación. Mis hermanos y yo nos sorprendíamos de
ver que el imitado no era el ser plano y convencional que conocíamos, sino
un individuo fascinante que habríamos de descubrir por su boca. Porque mi
madre hacía seres temibles del vigilante, el panadero o la empleada de un
banco minúsculo, el único que existía entonces por Tlalpan, una suerte de
galerón oscuro y gris que se llamaba Banco Internacional y que tenía sólo
dos empleados. Por ella sabíamos del destino espantoso de aquel que, ajeno
a su suerte, pasaba tocando un silbato en su bicicleta con el fin de espantar a
los ladrones; del gallego malencarado que contaba el pan y luego escribía con
dificultad, en un trozo de cartón, el precio; de la solterona que sellaba los
pagos bancarios con un objetivo de venganza en mente.
Por ella, la vida adquiría un sentido y la gente que nos rodeaba, un
propósito, aunque un propósito desastroso casi siempre.
Mi madre hablaba y hablaba. Nada la podía parar. Discutía por todo,
ganando invariablemente las batallas. Por la leche que venía pasada. Por-
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que a ella, antes de pagar, le habían dado otro precio. Porque en la calle
había tantos hombres y nadie para defenderla cuando alguno le faltaba al
respeto.
Pero esto último no era verdad. Una vez me tocó ver a un hombre que
venía en bicicleta, se detuvo, le dijo algo y le apretó un pecho. Enseguida, un
automóvil con dos hombres se frenó. El que iba junto al conductor le preguntó si aquel sujeto le había hecho algo, ella asintió, el coche arrancó y lo
alcanzaron. Las dos vimos cómo uno lo pescaba de las greñas mientras el
otro lo molía a golpes. Cuando terminaron, nos hicieron una seña. Mi madre
se acercó y el tipo le ofreció disculpas. Ella, por supuesto, no se las aceptó.
Mis tías hablaban con ella sin parar, moviendo la cabeza a un lado y
otro, como si dijeran: “¡qué mundo este!”. Mis primas y yo las oíamos comentar. Nosotras calladas y ellas hablando, siempre de acuerdo, como un
solo bloque de voz y no como cinco hermanas. Y pese a la sensación de
seguridad sabíamos que algo estaba mal. Porque lo que servía era hacer.
Fabular era una forma de pasar el tiempo, de perderlo incluso. Algo que se
hacía a escondidas, con un gusto a culpa y a secreto.
Oír a mi madre era lo único que tenía y esto valía bien poco. ¿Qué haría
cuando ella no estuviera? Lo único que podía esperar era que el mundo se
pareciera a lo que ella contaba. Que las palabras dejaran de ser un remedo
de las cosas.
Un día, después del desayuno, mi papá nos sentó a los hermanos en la
sala y nos dijo: voy a leer, y advierto: haré preguntas. Nos quedamos sentados, muy formales, viéndolo sacar un tomo de la Enciclopedia Barsa, capítulo: El proceso de la digestión. Cuando abrió el libro y nos enseñó unas
láminas los cuatro nos quedamos atónitos. Lo que vino después fue mucho
peor, una lectura incomprensible, y eso mismo, nos dijo, estaba ocurriéndonos en ese momento dentro del cuerpo. Nunca habíamos escuchado esas
palabras. No entendíamos, ni teníamos la menor esperanza de entender. Y
por eso, gracias a eso, las imágenes verbales se volvieron, de pronto, realidades vivas y el sonido fue por fin una presencia autónoma. Los protagonistas del
proceso de la digestión eran los habitantes del país donde yo vivía, resguardada del mundo y a salvo de su chatura. Y me sentí feliz y en mi elemento, al
menos durante el tiempo que duró aquella revelación. Primero imaginé una
casa sin dueño donde a un portero neurótico llamado Píloro se le iba el
tiempo en abrir y cerrar la puerta. El gordo de la historia, de nombre Bolo
Alimenticio, se movía dificultosamente por pasillos estrechísimos hasta
toparse con Licina quien, al verlo, decidía seguirlo por siempre y para siem-
Rosa Beltrán
pre sin necesidad de explicar las razones de su amor extravagante. Estaba feliz,
haciendo algo que nunca antes había hecho con las palabras. Estaba aprendiendo a leer. Y aunque aún no lo sabía, el método y la voz eran el eco de
otra voz, y en el acto de interpretar había una sombra. Era mi madre.
Visto el hecho desde hoy podría decirse que entré a la literatura por la
puerta falsa. Comencé a leer siendo una mala lectora. Entendía lo que quería, no lo que el libro o el autor pretendían decir. Desde este punto de vista
podría objetarse: ¿hasta qué punto es esto leer? Pero también, y más honradamente habría que preguntarnos si es posible leer el mundo de otra forma.
¿Hay algún modo de evitar la mediación, la propia historia, esa interpretación singular que cada uno hacemos del espíritu de una obra? Hoy me doy
cuenta de que esa forma de lectura representó para mí el poder de evocar
imágenes en ausencia. Fue la posibilidad de dar forma a un mito personal a
partir del mero sonido de las palabras.
En la ceguera de nuestras primeras lecturas hay implícita una forma de
iluminación. Los límites que tan rígidamente imponemos al significado de
una obra nos hacen perdernos del falso pero insustituible deslumbramiento
de la primera experiencia, de ese momento adánico en que la palabra es un
talismán y el mundo un recipiente donde caben todas nuestras fantasías.
El país de la infancia está lleno de confusiones poéticas. Su signo verbal
es la alquimia y su objeto implícito es transformar la paja en oro. Un día
escuché a una tía decir que todo, o al menos buena parte de la riqueza de la
familia la habíamos perdido por culpa del “tenedor de libros” de mi abuelo.
Yo no sabía a qué podían referirse los “malos manejos” de los que mi tía
hablaba ni mucho menos que un “tenedor de libros” es o era, en realidad, un
administrador: el que llevaba la contabilidad de un hacienda. Para mí, “tenedor de libros” era el que estaba en posesión absoluta de los objetos más
valiosos de la tierra. Desde mi punto de vista no había hombre más rico ni
más afortunado que aquel que tenía todos los libros y podía leer cuantos
quisiera. No me extrañaba, eso sí, que no siendo un hacedor sino un lector
—y tal vez hasta un fabulador— el tenedor de libros hubiera sido el causante de la desdicha de nuestra familia.
Entender el significado del diccionario fue para mí la forma de acceder
a la madurez. Y aunque leer es también un paulatino proceso de aprender a
llamar al pan, pan y al vino, vino, algunas veces veo la conquista de esa
cima como un edén perdido. Un día, una amiga me contó que había sufrido
en su infancia un sortilegio verbal del mismo tipo. Su padre trabajaba de
supervisor en una fábrica de aceros que se llamaba Fortuna. De modo que
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desde la literatura
cada mañana cuando el papá se iba a trabajar y decía “Voy a Aceros Fortuna” ella imaginaba, como en los cuentos, que aquel hombre ejemplar iba en
pos de infinitas riquezas hasta sólo Dios sabía dónde, así que esperaba (y por
lo visto esperó toda su infancia) ver al padre entrar forrado de talegos de oro
y dueño de un reino donde se hablaban vocablos como abretesésamos de
posibilidades.
Otra amiga mía pasó su infancia ahorrando cuanto dinero cayó en sus
manos. Toda su niñez guardó monedas con obsesión de urraca porque temía no tener de grande un capital suficiente para pagarle a su madre por
sus daños, pues cada vez que hacía un estropicio ella le advertía: “esto lo
pagarás con creces”. Y ella imaginó que las creces serían sin duda un tipo
de moneda.
Creer en el diccionario es una forma de quitarle a la palabra eso de alado
y sagrado que según Platón tiene la oralidad. Usarlo es sólo una forma de
recordar que mi infancia se ha ido para siempre, aunque a veces, fantaseo
con la idea de que volverá el día en que empiece a perder la memoria.
Una vía tramposa, pero útil, de recobrar a ratos esa magia (la voz de mi
madre) consiste en leer un libro abriéndolo al azar. Es un juego que hago con
frecuencia y que confiere a casi cualquier obra un carácter que la aleja de lo
vacuo y lo pagano. Impidiéndome seguir la trama, el libro se resiste a revelar
su significado, como ocurre con los textos sagrados, y se vuelve en cambio
un acicate que me ayuda a transitar por otros mundos. Nunca he sentido
que traicione a un autor al leer de este modo. Más allá de nosotros, el libro
tiene su propio espíritu, y Borges nos recuerda que aún en la Biblia se dice
que el espíritu sopla donde quiere.
Fue escuchando las historias de otros y más tarde rehaciéndolas como
supe que mi mente había encontrado por fin su domicilio. Ya que nunca mi
vida podría ser tan rica y tan compleja como la de los demás, estaba condenada a vivir de ellos, a tomar sus palabras y volverlas techo y sustento, y por
tanto, a llevar una existencia vicaria. ¿Cuál de las dos mentía, cuál era la
verdadera y cuál la falsa? ¿Quién sería más yo, la que vivía o la que deseaba? El escritor es el que juega a ser otros; es el que pone en los otros sus
verdaderos miedos, sus anhelos. Es la travestista que usa un sustantivo
como un traje de dos vistas y dice “escritor” cuando en realidad quiere decir
“escritora”.
Leer y escribir desde este cuerpo implicó siempre un acto de travestismo.
Nunca, al leer Metamorfosis, de Franz Kafka, me pregunté cómo podía identificarme con el protagonista, si Gregor Samsa era un hombre y yo una mu-
Rosa Beltrán
jer. Lo mismo ocurrió con Jean Valjean, con Raskolnikov o Stephen Dedalus.
No obstante, no he sabido que un lector varón se identifique con un personaje femenino construido por una escritora.
Aceptar que mi mundo sería libresco y que mi intrepidez se limitaría a
conquistar páginas impresas con la emoción renovada de quien en cada
una se acerca a su Terra Incognita no fue tarea fácil. Con frecuencia oí a mis
padres decir: “niña, ya haz algo, deja de leer”. Y también, contradictoriamente: “sé tu misma”. ¿Cómo podía ser yo una, la misma, y a la vez leer? Y
también: ¿cómo podía imaginar sin caer en la tentación de ser otra? Gracias
a los libros que tuve y pude leer fui Juana de Arco y me salvé y me morí
varias veces, henchida de un sentimiento piadoso y de una enorme compasión por mí misma. Fui alternativamente princesa, mujer vampiro, mártir
cristiana y esclava mora. Cuando me cansé de todo esto, fui reina de corazones y mandé cortar varias cabezas. Pero no siempre elegí tan bien a mis
fantasmas. Por alguna razón que ignoro, inevitablemente mi Dr. Jeykill se
deja matar por Mr. Hyde y en cada lectura de Madame Bovary se refrenda mi
imposibilidad de no caer bajo el hechizo de su verdad poética; quizá por eso
estoy condenada a sufrir la traición de todos mis amantes.
Vivir a través de otros, deseando y al mismo tiempo temiendo ser esos
otros, he ahí mi identidad. Soy las palabras que oído y leído. Cada vez que
inicio un libro o escribo una página, que es otra forma de decir, cada vez
que entro en contacto con alguien más, madre, oigo tu voz. Una voz que al
ser todas las voces me confirma al leer que no estoy sola •
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desde la literatura
Las alas del deseo
María Teresa Priego
Por causas ajenas a su voluntad, Lola enmudeció de lo que más importa, y
enhableció de lo que menos pesa. Las palabras se transformaron en una
herramienta volátil, descarriada, superflua. Como pájaros de papel. Saltan
al aire sin poder agitar las alas. Vuelan corto. Palomas sin mensaje. Tragando aire. Salen de su boca. De las yemas de sus dedos. Sin que logre irse con
ellas. Habitarlas. Lola desconfía de sus palabras.
“¿Cuál sería una buena vida para animales incestuosos como nosotros?”1
Esa es una pregunta. Ni muda. Ni enhablecida. Esa es una pregunta.
“No hay lugar para la huída/ángel del deseo”.2
Esa es una afirmación. Ni muda. Ni enhablecida. Esa es una afirmación.
Memorias de Lola
Fuimos el cuerpo de los orígenes. El cuerpo confundido del clan. Inscrito en
el espacio cerrado. En el deseo cerrado. En el cerrado centro de la tierra.
Fuimos juntos aquel primer “nosotros”, que definía y regulaba nuestra temblorosa y amurallada relación con el mundo. Fuimos el rostro. Las manos.
Los ojos de esos Otros. Acuartelados. Bajo el toque de queda. Fundidos en
un mismo apellido. Alimentando una pasión demandante y extraña. La
corporeidad común nos abarcaba. Construíamos las secretas lealtades de
una vida. Tres generaciones. Rebotando contra las paredes. Los presentes y
los ausentes. Los vivos y la memoria. Fundidos. Los vivos reconocen sus
memorias. Sólo a veces. Los vivos actúan su memoria desconocida. Muchas
veces. Y se teje un presente adolorido, entre pasados convulsos. Quedarse o
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Adam Phillips.
Irene Gruss.
María Teresa Priego
huir. Quedarse huyendo. Huir quedándose. Es posible que existan otras
opciones. No se le ocurren a cualquiera.
Los ventanales bordean las columnas del non plus ultra. En la calle siempre llueve. Mirábamos hacia afuera. Si sales te mojas. Estábamos adentro.
Podíamos actuar nuestras búsquedas afuera. Permanecíamos adentro. Si te
quedas también te mojas. La humedad en los trópicos es así. Inevitable. Los
muñequitos de la muñeca rusa se repiten. Prohibidos a la diferencia. Por eso
son adorables, inofensivos y graciosos. Se repiten y se contienen. El cuerpo
de la madre es el cuerpo de la hija. Las referencias de la madre tendrían que
ser las de la hija. El cuerpo del padre es el cuerpo del hijo. Las aspiraciones
del padre tendrían que ser las aspiraciones del hijo. El cuerpo de la hermana
y el hermano no pueden ser el mismo. Un límite callado e innegable. Existe.
Son niños y lo saben. “Todos somos Uno”, dicen los Otros. “Pensadores de
idénticos pensamientos. Gustosos de los mismos gustos, voluntariosos de
las mismas voluntades”. Amén. Los niños de cuerpos antagónicos se constatan en la penumbra: no les está dado repetirse. Se desean en silencio.
Saben la diferencia. Se desean en la diferencia.
El cuerpo del hermano se transforma ante su tacto. El de ella también. Se
transforma. Ante su tacto. Se separa de los Otros a condición de fundirse
entre ellos dos. Es un pacto de piel. No habrá en ningún lugar del mundo
otro hombre para ella. No habrá en ningún lugar del mundo otra mujer para
él. Sucede. Sin reflexión. Sin explicitarse el pacto. Sucede de una manera en
la que se mezclan el dolor y el placer. La desesperación y el placer. El miedo
y la necesidad. La prohibición. Después aprenderá que ese coctél se llama
“gozo”, y es oscuro. Y que una lo acarrea por décadas como el fardo que
arrastra el personaje masculino en Ese oscuro objeto del deseo. Después llegarán esas palabras tan civilizatorias, que intentan releer el pasado. Entenderlo. Explicar, porque bastó —tantos años después— una sonrisa que se
pareciera a otra, una sonrisa de labios delgados y mandíbulas apretadas,
para desatar. La imposible insistencia.
Irrumpe. La belleza inquietante del hermano. Como en las revistas. Los
hombres de la realidad no llegan con ese rostro anguloso. Esas cejas oscuras. Sus ojos tan azules. Cabellos castaños. Un cuerpo delgado y largo. Sus
amigas se desmayan. Ella también. Ellas en público. La hermana en secreto.
Sus amigas le escriben cartitas al hermano y le cocinan pasteles. No son aún
ni siquiera adolescentes, pero ella ya se siente como una vampiresa invitada
a una kermés de beneficencia. Sus compañeras ignoran lo que ella ya sabe.
En la noche. Hay otra dimensión. Donde la realidad no existe. Hay otra
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desde la literatura
dimensión que se abre a las humedades de la tierra. Y llama al castigo. Pero
la tierra tiembla. Pueden vibrarse infinitos. Cuando tiembla la tierra.
Esa muerte lenta de la transgresión. Está hecha de vida. Mejor el cuerpo del hermano que el cuerpo metafórico de Cristo. Mejor la belleza del
cuerpo transformado en el placer. Desear al hermano mayor. Comulgar y
leer novelas. Espiar al hermano mayor en la bañera. Fingir que no sabe.
Cuando se enjabona. Que es espiada por él. Reclinarse en el confesionario,
sin obsesión por el detalle. Sumergirse en la máquina Olivetti lettera a escribir una historia. La escritura. Y el erotismo. Se parecen. “La niña aprende
mecanografía”. Es tan correcta. Tan estudiosa. Tan devota la niña.
“Niño y niña. Qué suerte. Ya tienes la parejita”, dicen. “La parejita”.
Con esa sangre compartida. No está bien. Buscarse. Y menos aún. Encontrarse como se encuentran. ¿Y si un día temblara la tierra así, en un lugar
que no es este? “La parejita” son dos hermanitos invitados a llevar las colas
de las novias y de las reinas de los festejos. Hacen la primera comunión
juntos. Él va de traje oscuro y corbata. Ella de vestido blanco y velo. Juntos
incursionan en el “cuerpo de Cristo”. Sin masticar. “La parejita” se confiesa
relativamente. Se relaciona en el exterior. Relativamente. Se enamoran de
“extraños”. Relativamente.
¿A qué hora transgreden? ¿Cuándo se deslizan hacia los otros? ¿O
cuándo se deslizan la Una con el Otro? No son preguntas que se resuelvan
rápido. Ni fácil. En el discurso, la traición tendría que darse hacia adentro.
Pero los discursos son platos que se sirven fríos. Desangelados y tarde. Para
cuando una se entera de los ideales de la salud mental. Ya se enredó como en
una liana. Ya se empantanó, como en un pantano. Ya se trenzó, como en una
trenza. En ese más allá. Absoluto. Como nunca nada más podrá ser absoluto. Del deseo sexual de los orígenes.
Sabe entonces que la pasión existe. Sabe que existe con todo el cuerpo.
Que algún día tendrá que volcarse en un cuerpo que vive más allá del umbral.
Pero aquella pasión. Será esta. Esa piel. Será esta. El deseo crece alrededor del
ombligo. El deseo rebota entre las cuatro paredes de los orígenes. Es probable
que nazca así para cada uno. Ellos no tuvieron la posibilidad de negarlo.
“¿Crees que te dañaron nuestros juegos de infancia?”, preguntó él. Ya en la
universidad. “Sí”, dijo ella, “Me marcaron”. Como un tatuaje invisible. “Creo
que sí”. No le regresó la pregunta. No quiso saber. Nunca más volvieron al
tema. Ella lo miraba vivir y supo. Que a él también. Lo marcaron.
Comenzaron a repelerse. A huirse. No pudo con ese dolor de mirarlo.
Dañar a otras dañándose. Como si se vengara de algo. “Ese no es el cami-
María Teresa Priego
no”, le hubiera gustado decirle. “No digas que la traidora es ella. La que
viene de afuera. No le inventes ese guión repetido cada vez. La traidora fui
yo. Fuimos nosotras. Allá. En el castillo bordeado por las columnas del non
plus ultra. Te prometimos tanto y te abandonamos. Tenemos que curarnos,
traicionándonos entre nosotros. Tenemos que curarnos amando afuera”.
Sucedió. Y a diferencia de otros, mucho más desmemoriados, y afortunados
quizá, ellos no tuvieron la posibilidad de negarlo.
Lola se torna catatónica
Lola deshoja una margarita por vía oral. A sorbitos prudentes. En la penumbra. Así se encontró viviendo. A sorbitos prudentes. Languideciendo y tomando el sol desde un imaginario invernadero, como personaje tuberculoso
de La montaña mágica. “Convalezco”, que se dice. Nada como creer que una
logra percibir y hasta descifrar sus pantanos interiores. La “conciencia de
una misma” es una certidumbre muy práctica. Ofrece sosiego y bienestar. No
en balde el best-seller de autoayuda es una empresa boyante. Ya no está permitido patalear en piscinas existenciales de chicle motita, alegando ignorancia. Freud perora al alcance de las neuronas más volátiles y los inconscientes
más desfavorecidos. Lola es, pues, una mujer de su tiempo. Terapeada y
buceadora. Creyente comprometida del self help. En más de un circuito.
“¿Pero y a ti qué coño te pasa?” pregunta La voz, desde su conocida intemperancia. “¿A mí?”, responde la hipócrita de Lola, mirando alrededor como si
las presentes fueran varias. “Yo convalezco de una brusca ruptura simbólica
con los Otros”. Luego suspiró. Estaba orgullosa del tono controlado y chic de
su frase. “Pues rompámosles la madre de uno en uno, para que te recuperes más
pronto”, dice La Voz. “¿A quiénes, perdón?”, dice Lola. “A como se pongan me
pongo”, dijo La voz. “Se me derrumbaron en la cabeza las columnas del non
plus ultra. El tótem. El tabú. Los mensajes edificantes del chocolatote express.
El ideal del yo. La parsimonia. La gomina. El recato. El fisco. En fin: el Orden
y el Progreso de las Instituciones. Háblenme despacito. “Si me agitan me
congestiono”, continuó Lola, ya súper inspirada en la veta sanguinolienta de
sus desgracias. “Qué raro hablan las mal cogidas”, dijo La voz.
El invernadero no da a las nieves, sino hacia el mar. No es un problema
menor. Las olas que lamen la arena húmeda. Las lenguas que se lamen y
desatan olas, sobre la piel húmeda. No es un problema menor que la vida
siga y llame. Su cuerpo húmedo debajo de la regadera. Cubierto por gotas
como de lluvia. Lola desearía aprehenderlo casi con lupa. Sin querer ser
indiscreta. Meterse bajo la lluvia y hablarle en lenguas. Solicitar que le mar-
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que rotundos chupetes en la piel. Para que a ella no se le olvide, su obtusa
pretensión de que ya lo vio todo. Lo sintió. Lo deseó todo. De que no lo
necesita a él. Porque así, no necesita a nadie. “¿Y si este encanto aparente se
vuelve loco de súbito pronto?”, piensa Lola. “¿Y si este adorable tetómano
esconde un asesino en serie? ¿El militante más cruel de una secta narco
satánica? ¿Una bailarina de la danza del vientre? ¿El espía ruso?” “No seas
megalómana Loliux”, dijo La voz. “Déjate ir. Las catástrofes —por el momento—
están todas ocupadas”.
“Ninguna novedad en el frente”. Se escribe Lola a sí misma al día siguiente. Tan tristemente victoriosa de haberse resistido. De no ser ni de
lágrima, ni del piel pronta. Tan orgullosa de ganar perdiendo. La pobre.
Reivindicando las nieves y negando los trópicos. Reivindicando el desierto
y negando la lluvia. Con su imaginaria blusita almidonada. Su colita de
caballo embarrada con dipitidoo. Apretando los muslos para que no se cuele nada. Apretando los dientes para que no se cuele nada. Traicionando a
los lirios de los pantanos. A los zaraguatos A los lagartos. A las pirámides
más sagradas. Mustia e inverosímil como señorita de Cotija, Michoacán.
“Quiero para mí ese juguetito que cambia de tamaño”, piensa Lola. “Pues
desocupa tu manecita, la que sostiene al silicio, ¿o por qué no, la que desgrana el
rosario?”, que le dice La voz. Lol permaneció inmóvil. Rememorando la
fórmula del sodio y del potasio. A esa sección entusiasmada de sí misma
no la escucha demasiado. La clausuró. Como a una habitación en la que —
a veces— se escuchan voces.
“Eres una hipócrita”. Le dice La voz. Una mustia. Cuando hablas. Cuando
miras. Cuando deseas. ¿Pero deseas? Cuando escribes. Por eso escribes recetas de
cocina y poemas que te copias. Vas a terminar hablando como las frases en los
calendarios. “Qui va piano va sano”, “Al que a buen árbol se arrima, le amanece
más temprano”. “No es lo mismo la libertad que el libertinaje”. “Eres lo máximo.
No cambies”. ¿Cuál será la ventaja de no pensar? “No todo en la vida son
acostaderos y escribideros”, suspiró Loliux. “No todo sucede en el escritorio y en la cama”. “Es verdad”, dijo La voz. “Una también tiene que vivir lo que
va a estallar en el escritorio y en la cama. Es el derecho a traspasar los límites. La
dimensión otra. El más allá de la realidad. El imaginario. El deseo. La libertad y el
amor del escribidero. El amor y la libertad del acostadero.” “Personas muy respetables se abstienen con resultados muy satisfactorios”, dijo Lola. “Es verdad”, respondió La voz. “Pero nuestro plumaje no es de esos”.
“Quizá quiero aprehender una nueva manera de pensar”, explicó Lola.
Va sabiendo cuál es de a poquitos. Con una desesperante lentitud. Podría
María Teresa Priego
hasta explicarla con circunstancias muy domésticas. Por ejemplo: la felicidad de las plantas y la bomba manual de agua. Tratándose de las plantas
preferidas —las de elección— no basta con vaciar una vasija de agua y
constatar que la tierra está húmeda, decir “Ya cumplí”, mientras se pasa
frívolamente y vasija en mano, hacia la siguiente maceta del corredor. No.
Detenerse y observar. No sólo de agua indiscriminadamente vertida vive la
planta. Es indispensable una botella de plástico con rociador. Para humedecer hoja por hoja. No se vale pensar frases insulsas como “No hay tiempo”. Sí hay. Siempre tiene que haber tiempo para entender el tamaño y el
color de cada hoja. Su relación con la humedad. Su manera de dejarse ir en
el espacio. Su vinculación con el sol. No hay un solo modo de ser planta. Ni
un solo modo de ser hoja.
Ningún pensamiento en bloque sería útil en el vínculo con las singularidades del mundo vegetal. Ningún pensamiento de bloque es útil en ningún tipo de vínculo. Pero singularizar es extremadamente demandante.
Complejo y riesgoso. “No hay tiempo para escuchar”. Significa en realidad
“¿Y qué hago yo si te reconozco único? ¿Qué hago yo conmigo si te necesito?
¿Qué hago si acepto que nadie habla igual que tú? Ni piensa igual y con las
mismas palabras. Que nadie tiene esos lunares en esa exacta zona de la piel.
¿Qué hago yo si nadie más que tú huele a ti?”.
La vida es breve. La confusión es larga. Lo aquejaba una “vaga inquietud”, decía Mishima. Tan pudoroso. Él si se hizo un harakiri de a de veras.
Espectacular. También escribía a como escribía, claro está. “He allí un hombre coherente”, pensó Lola. Quien tiene horror de los extremos. Lo que no
impide que a sus horas se vea obligada a reconocer a algunos. En su deslumbrante magnificencia. La mayoría de las personas nos enterramos agujas a veces. Más frecuentes. De a tiro por viaje. Hasta capoteras y hasta de
tejer. Para maltrecharnos cotidianamente. Sin fines más gloriosos que el
pago a plazos de las culpas y sus pánicos concomitantes. La tiendita de
raya de los “pecadores ordinarios”. Si la deuda es de tamañote cadena de
almacenes, te trastocas “hasta el infinito y más allá” y te llevan a la
Castañeda. Caída libre sin límite de tiempo. No es la mejor solución. Pero
hemos visto que pasa, cuando lo que pareciera inhabitable se convierte en
lo único que queda por habitar.
Sino una se las arregla para negociar penurias y bienestares, derechos y
contraderechos. Y ser feliz. Siempre sin abusar. He allí la manera de beberse
el Margarita a sorbitos amanerados. “Pero, comadre, ¿qué quieres que te pase en
el today world, nada más porque narres que soñabas con cuchiplancharte a tu her-
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mano in the very past? ¿O a tu papi? ¿O a tu entero árbol genealógico? ¿Crees que
te retiren la palabra las monjitas de tu infancia? ¿Alguna no soñó esos acercamientos
endotrópicos? Es probable que sobre todo lo hayan soñado las pre-monjitas. De allí
el llamado imperioso del señor. Pero en el caso de las civiles, un poco de coherencia
por piedad. No puede andar una mercadeando las culpas a la mera conveniencia: las
verdaderas traumatizadas son anorgásmicas”, La voz se explayó. Pero Lola repitió su verdad profunda: tiene miedo de sufrir con/por las palabras. “Estoy poseída por el ángel del comme il faut”, que se dice. Lo que termina siendo
una forma de anorgasmia. “Que no extermina las letras, nada más las controla,
para que puedas escribir puras pendejadas bien decibles”, dice La voz. “Qué papelón”.
Para peor la ocupa el ángel de un comme il faut escurridizo, mediocre y
cariacontecido, porque como Lola bien sabe en medio de sus empecinados
esfuerzos: El il faut (deber) se convierte en faux (falso). A una increíble velocidad. “Pero Lolette, si a ti esa noción compungida del deber ni siquiera se te da. No
eres correcta y propia, eres una naca. No eres sociable, eres una mutista. No perteneces a la ciudad de acogida, eres mutante. No quieres “ser útil a la sociedad” quieres
ser una vaga, que toma el sol a las doce del día en la placita de Coyoacán”, casi
aulló La voz desesperada.
“Es verdad. Quiero tirarme al sol. Quiero desprenderme de la indignidad. Quiero escuchar. Quiero entender. Quiero pensar que se puede ser
honesta, y que la honestidad tiene un sentido. Quiero saber a ciencia a qué
sabe cada milímetro de la piel del hombre que me gusta. Quiero saber por
qué una gota de agua nunca es idéntica a la anterior y en qué consiste la
diferencia. Quiero ser capaz de habitar el presente. Con minuciosidad. Y si
pudiera narrarlo, con minuciosidad, eso también me gustaría.”. “¿Ves?”
dijo La voz. “Ningún asesino en serie va a venir por ti. Están ocupados en personalidades más agitadas”.
“El problema de mi pasado más remoto”, reflexiona Lola, “es que nunca
fue presente. Vengo de una infancia sin presente. De una cotidianidad de
ansiedades desparramadas.”. “Qué destiempada”, dijo La voz. “Tú sabes
que era triste, aunque no sepa cómo decirlo”. Esa trituradora cotidiana de
esperanzas infantiles y adolescentes no podía ser la vida. Ese planeta anegado. No podía ser la vida. Vivían entonces en un más acá de la “verdadera
vida”. Un preámbulo purgatorial y prolongado. Se trataba de que el sol no
saliera, aunque estuviera brillando. Aunque te tostara la piel y te reventara
los ojos. Se trataba de chapotear en los pantanos. Aunque abundaran los
puentes para atravesarlos.
María Teresa Priego
¿Pero existían en la realidad los pantanos? ¿Eran tan insalvables? ¿O se
fraguaban en el imaginario, como las torturas en la carne de la abuela?
“Padece neurastenia”. Como las hipnóticas melancolías en la carne de la
madre. No se cura la neurastenia. Se padece. En público. Es interactiva.
Arrastra vertiginosamente a su público. La abuela la padecía. La madre
tenía muchísimo miedo. De la degradación. Del contagio. Se encerraba en su
cuarto con llave. El mal se azotaba contra su puerta. “El mal del siglo”, dijo
el médico solemne de Mérida, Yucatán.
Luego Lola entendió que allá en su pueblo remoto, les había llegado
una moda parisina súper chic, aunque ligeramente tardía. Normal, las desgracias como las sedas y las cremas llegaban por barco. Es tardado. Después fue hasta la Salpetriere para mirar de cerca los sacrosantos lugares de
la convulsión y el espasmo. Como quien va a la Meca. Después leyó que las
histéricas pueden ser personajes inspiradores y fascinantes. Rodeadas de
condes y brocados como Sara Bernhardt. Muchos libros hacen sus loas: el
sufrimiento en su versión más delicada y poética. Tan imaginativas. Tan
seductoras. Se obsesionan con la piel las histéricas de los grandes escenarios. No las que ella conoció, lo de ellas era más bien la carnicería. La vulgaridad de una versión vernácula. A cuarenta grados bajo el rato del sol.
A pesar de los a pesares, si los niños se atenían a la exposición
pirotécnica de los ideales, su existencia de criaturas amadas —inalienable
derecho discursivo— estaba a punto de comenzar. “Seguro habráaaaa soool
mañana”, como en la canción de Anita la huerfanita. Es tan tierna. Un día.
Él —el padre— no va a estar ausente. Silencioso. Ajeno. Como ahora. Deja
en la mesa su cuerpo. Perturbadoramente presente. Mientras el resto de su
solicitada persona viaja por paisajes más benignos. Sin madonna displicente y niños hambrientos. Un día. Ella —la madre— no va a llorar más. Se
deprimía durísimo. No. Sería como nombrar un estado esporádico. Existía
en ese trasfondo de la depresión. Más ligera, más honda, hondísima. Según
las ráfagas que la alcanzaran. Según los personajes imaginarios que le llegaran de visita. Las catacumbas se abrían intempestivamente, y en el llanto
o en los gritos, la madre bajaba.
A veces sucedían contratiempos importantes, y entonces los niños suspiraban aliviados: por esta vez no era el mal. Había problemas en la realidad. Extrañamente, en esos periodos la madre llegaba hasta el punto de
parecer animosa. Se angustiaba menos. Si “algo” estaba sucediendo en la
realidad, entonces, al menos por unas horas. El mal no era el mal. “¿Por qué
vivía deprimida?”, inquirió La voz. “No lo sé. Supongo que la vida de una
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musa de completudes es muy injusta. Nadie la comprendía. Nadie la amaba
lo suficiente, esa era su desgracia. Darlo todo, a toda hora y de la más exquisita calidad, y recibir a cambio la ingratitud del mundo. Vivía estafada. No
sé, sus hijos nunca entendimos bien sus cuentas” “¿No podrías hablarlo sin
sarcasmo?”. “No, no podría”.
A Lola le tomó siglos entender el mecanismo de esa infelicidad cruel.
Incrustada. Le costó sobre todo entender que era vitalicia, que la madre era
incapaz de acotar, y que la imposibilidad de acotar es la verdadera desgracia. Tampoco era capaz de sentirse agradecida. Ni contenta. Ni empática.
La empatía toma tiempo, y la madre estaba muy ocupada. A la madre no le
bastaba con que su marido y sus hijos la quisieran en la realidad, para
sentirse querida. No le bastó nunca. Para la madre nunca se trató de entender que los otros la amaban —como sucede— privilegiando lo que sí estaba, de lo que no. Este reconocimiento “acotado” la hacía sufrir, era una
prueba de la mezquindad y el desamor de su entorno. Su público tenía que
amarla, no a pesar y con sus limitaciones, sino exactamente porque ella no
tenía limitaciones. No a pesar de lo que no tenía, sino porque no había nada
que ella no tuviera.
La demanda de la madre estaba hecha de condiciones dolorosas e imposibles. No podía conformarse con menos. “Era muy laborioso inventarla,
aunque ella nos explicitaba sus virtudes de predilección: la eficacia, su elegancia, su decencia, su belleza, su maternidad sublime, su reputación
impoluta. Lo dificultoso es que su talentomanía abarcaba todos los temas”.
“Creo que exageras”, dijo La Voz. “Te puedo asegurar que no. Pero es cierto,
que aún no puedo permitirme el tono que nos corresponde. La ironía es
menos complicada. Aproxima y distancia.”
Quizá no fue su culpa. Creció en una trampa. Sin negociaciones, ni
puntos intermedios: o encarnaba el objeto absoluto del deseo de los otros o
era una mujer negada. “Sólo los perfectos merecen ser amados”, dijo La voz. “Si.
Así le explicaron la vida. Sólo ellos”. Apenas el absoluto no respondía, su
imagen de grandiosidad se abollaba, y apenas su imagen se abollaba, escuchaba los pasos de desamor. Sus mecanismos de supervivencia la hacían
suponer que los demás tenían que mirarla mucho a ella. Casi de tiempo
completo. Y mirarse muy poquito a ellos mismos. No le parecía ni absurdo,
ni desproporcionado. No se daba cuenta. Para ser una mujer decente, necesitaba una hija indecente, para ser bella, necesitaba una hija fea. Para sostener que había sido la estrella más fulgurante de su escuela, necesitaba una
hija idiota. No había espacio para las dos.
María Teresa Priego
“Bastaba que dijera que ella era una señora muy respetada en la sociedad, para que en el segundo se me cayera encima el rol de la paria”, “¿Y tú
qué hacías?”. “Me alisaba complaciente como la superficie de un espejo.
Después la odié. Luego la perdoné. Luego la volví a odiar. Hice declaraciones rimbombantes como “No soy una pieza de utilería”. Me excedí. Ella
necesitaba actores para sus guiones, no objetos inanimados. El punto es que
amanecía engullida por el pánico a la oscuridad, tenía que colocarla en
alguien de inmediato, para que la luz le tocara a ella. El problema de lo que nos
hizo a nosotros, fue la crueldad de lo que le hicieron a ella”. “Entonce se quedó
desprotegida para siempre. Mirando hacia atrás, Suplicando la mirada que no fue.
Con sus dientitos salidos. Sólo los perfectos merecen ser amados”. “Sí. Sólo ellos”.
“Pero entre tus hermanos y tú. No era igual. Cada actor cumplía una función
distinta. El cuerpo confundido con el suyo. Esa era tu función. La que tenía que
atraerle espectadores. Esa era tu función”. “La función era distinta. Es verdad.
Nos hundía. Queríamos salvarla. Cada uno desde su guión asignado. Que
fuera feliz, a veces. Pero lo de su público masculino es cierto. Ella tenía su
hombre suyo, pero esperaba ansiosa que otro tocara a nuestra puerta. Lo
esperaba. Ávida y furiosa. Lo exigía y se aterraba. Éramos una familia muy
decente. Me lo repetía a cada rato, pero sus telarañas rogaban por un escándalo, imaginaba las peores concupiscencias. Me arrojaba al arroyo. Me
pepenaba del arroyo. En mi vida de adolescente no pasaba gran cosa, pero
sus imaginarios de honores malbaratados en zonas rojas estridentes y hoteles de paso, nos mantuvieron en vínculos muy tortuosos e intensos”. “Se
deprimía menos”. “Cuando nos odiábamos se deprimía menos. Pero teníamos miedo. De nuestro cuerpo confundido. De mi feminidad al servicio de
la suya. De mi obediencia posible. De su deseo de ocupar el lugar de su hija.
Imponer la prohibición. Gozar a oscuras la trasgresión. Era una contradicción desgarradora. Para las dos”.
Lo más lustroso del curriulum de la madre era —según sus palabras—
“ser una dama ‘sin pasado’, de la que nadie jamás había hablado mal”. “¿Y
qué ya los escuchaste a todititos?” hubiera querido preguntar Lola, pero se
abstenía. Porque preguntar es acotar. Y acotar es una puñalada trapera. La
dama que les cuento estaba consciente —y cargaba su fardo con dignidad—
de que ningún muchacho en su sano juicio y con intenciones encomiables,
vendría a tocar a la puerta para conversar con la descolocada de su hija.
Nadie vendría por las palabras de la hija. El cuerpo. Nada más. “¿Y tú en qué
pululabas?” “Trataba desesperadamente de ser inteligente. Comencé muy
tímidamente a merecerme un ‘pasado’ que sí fuera mío. Creo que el meollo
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del asunto entre ella y yo, es que yo era la heredera de ese ‘pasado’ tenebroso, que ella no había vivido. Toda una misión”. “Pero estaba lo de tu hermano.
La pasión, quiero decir”. “Sí. Lo de mi hermano. Quizá por esa culpa antigua,
que ella no sabía, estuve tan dispuesta a ir y venir del arroyo en sus palabras. A dejarme castigar. Quizá por eso la entendía un poco. Son muy
amenazantes los fantasmas. Siempre es más práctico que los cargue la otra”.
“Pero era una ‘otra’ muy joven”. “Sí, a veces, me quebraba cargarlos”.
“¿Y qué hacía con los hombres que traías?” “Además de atribuirles las
intenciones más lúbricas y altisonantes hacia mi cosificada persona. Nada.
¿Qué hubiera podido hacer una mujer casada para toda la vida, con el hombre de su hija? El narciso es inmediatista. Son minutos de escenario y reflectores. Se hacía admirar. Tal vez sólo importaba poderse decir: ‘Mira, soy tan
absolutamente excepcional que te desaparezco, incluido justo allí, donde
supondríamos que vienen por ti. Plop. Me mandaba a la zona fantasma.
Quizá esa noche dormía un poco mejor. No creo que ni siquiera muchas
noches, porque la magnificencia se desgasta rápido.”
“La mirada de la hija tenía que estar dirigida a la madre, antes que a
cualquier otra persona. La mirada de cualquier otra persona tenía que estar
dirigida a la madre, antes que a la hija. Se trataba de que la hija le atrajera las
miradas. No de que pretendiera quedárselas.” “¿No, verdad? ¡quedárselas! Que
ojeta. Que desamorada”. “O elegida, o excluida ¿cómo actuarías tú, si ni por un
segundo se te ocurriera otra opción? Es alucinante, pero no se le ocurría.”
“¿Le rompería la madre a mi hija?” “Tal vez se te olvida que es tu hija”. “¿Y tú te
vengabas?”. “Feroz y miserable. La niña de los ojos del padre. Una sola puñalada. Pero bien colocada y de larga duración”. “Suenas siniestramente gozosa”.
“No tengas la menor duda. Esa mirada me salvó”.
“Pero tampoco es tan ingenuo, ni tan gratuito, quiero decir, tus sufrideros con
tu mamá. Te habrás sentido el entero Ejército de Salvación, en tu papel de redentora
de los deprimidos”.”Pues sí. Justo el elemento de felicidad indispensable para
transformar a la madre congelada, en un hervidero de pasiones. Nenita
poderosa. Nenita chingoncita”. “Tú traías justo lo que hacía falta. La que despachaba a todos en tu imaginario tristísimo eras tu Lola. Al padre. A tus hermanitos.
Al cura. A las damas voluntarias de la Cruz Roja. Al entero club de bingo. La hija
más perseguida, era la hija predilecta”. “Así de retorcido fue nuestro amor”.
Era una iluminación cuando la madre, por fin, sonreía. Como si se abriera
una puerta hacia la felicidad. Podían estar juntas. Quererse. A partir de ese
segundo, tal vez comenzarían a ser buenas, la una con la otra. “Hasta el próximo despeñadero”, dijo La voz. “Sí, pero cuando tu mamá se conmueve un rato
a tu lado, no piensas en el próximo despeñadero. Lo que estás viviendo no son
María Teresa Priego
unos minutos de excepción, sino el principio del orgasmo absoluto y eterno”.
“A mí me late que no podía quererte”. “Es probable que no. Pero la esperanza
tiene sus bemoles. Entonces me digo: tal vez no me quiso casi nunca, pero tal
vez logró quererme algunas veces. O tal vez no logró quererme nunca, pero
algunas veces quiso quererme, qué se yo, alimentó la intención. Le pareció
una buena idea. Ya era bastante. O tal vez no me quiso nunca, ni se le daba la
gana quererme. Ese es el escenario más desmadrado”.
“Hay cosas que yo sé y tú no”. “¿Como qué?”. “Como la rabia, el odio, la
enfermedad que yo le provoco. No lo puede controlar. Se la provoco. Como
esa compulsión de revisarme los cajones y leer mis cartas en la adolescencia. Debe de haber sufrido cuando lo hacía. Arañando hasta el fondo del
cajón para encontrar las pruebas de mi conducta ligera. Es curioso. Era
como una mujer en plena crisis de celos acechando a un marido infiel. Qué
obscenidad, ahora que lo pienso. Cuando salía me esperaba despierta en
pijamas en la sala de la casa. Espiando por las ventanas. Deseando seguramente que llegara diez minutos tarde para volcarse toda ella en el escándalo”.
“¿Toda ella?”. “Qué horror el desplazamiento. Siempre pensé que me
había tocado —en su imaginario— interpretar el papel de la gozadora a la
que había que castigar. Pero a la mejor y es más siniestro, yo tomaba el lugar
del marido infiel. Uno al que a diferencia del otro, sí podía enfrentar, y al que
sí podía darle de gritos”. “Puedes haber sido el marido infiel, y también la hija
gozadora, y ¿quizá la amante gozadora del marido infiel? El meollo del asunto es
que ella aullaba porque en su cabecita desmelenada, todos gozaban menos ella”.
De sus ruinas circulares
“En fin que la esperanza estaba. Un día nos van a mirar. Nos van a querer.
Van a escuchar que tenemos miedo. Que estamos solos. Que los necesitamos. Y si nada de eso pasa. Un día vamos a ser mayores y nos vamos a
largar. De todas maneras (y esto es lo que costaba más trabajo confesarse)
hace rato que ya nos largaron. Es de noche. Los Otros —como en la película— te observan desde afuera. Están de pie en hilerita. Están vestidos como
de antiguos. Es normal. Vienen del pasado”. “¿Y qué decían esos Otros?”.
“Decían que éramos muy felices. Teníamos la obligación. Como reyes de
chocolate con narices de cacahuate, que no se dan cuenta de que en vez de
pelo. Es patético. No se dan cuenta. Les escurre pura miel artificial”. “¿De la
de hot cakes?”. “De esa que es malísima”.
“En resumen vivíamos en un mundo de algodones de azúcar, rodeados
de personas muy buenas. Sin sótanos interiores ellos. Inspirados siempre
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desde la literatura
en los sentimientos más nobles ellos. Cualquiera de nosotros que no se reconociera en ese paisaje de regocijo y bienestar era un ingrato. Patológico. Sin
entrañas”. “¿Y ustedes qué hacían, criaturas del Mal? además de entregarse desenfrenados a los avatares del incesto”, preguntó La voz. “No eres tan chistosa”,
dijo Lola. “Vivíamos empachados de agradecimiento. Plagados de deudas.”
“Las deudas de los orígenes son la verdadera lápida del Pípila”, dijo La voz.
“Sobre todo cuando son inventadas. Cuando la mentira se impone en verdad. Es muy doloroso y muy confuso. También es como pagar dos veces.
Pagas con la tristeza de lo que no tuviste y vuelves a pagar por el imaginario
impuesto de que sí lo tuviste. Creo que la peor parte cuando existe un abismo entre el discurso del ideal y la realidad, es que te corroes a diario en la
duda de ti misma”. “¿Y cómo te fugaste de tu apasionante culebrón?”. “Me fui a
ciudades. Hasta que una vez pensé que una ciudad era ya —por fin— mi
ciudad para siempre. La había elegido desde la infancia. Llegué. Pensé que
era tiempo de aprender a presenteizar”. “¿Y qué hiciste?”. “Me enamoré y
tuve un hijo. Escribimos nuestra permanencia en la ciudad”. “Hiciste bien”,
dijo La voz.
“Un hijo. Para amarlo. Para mirarlo a los ojos. Para saber que no es
necesario gritar. Ni negar. Ni vivir cobrando. Resarcirme. En su confianza
de ser muy amado.” “¿Cómo es?”. “Lleno de palabras. Es como mi hermano,
en su cuerpo”. “¿Se lo has dicho? El parecido”. “Alguna vez. Quizá. Escribe
como su padre. En las familias suceden. Los parecidos. Del lado del padre y
del lado de la madre”.
Lola acusa de estafa a dos analistas
Lleva años atravesando el fantasma tiradita en un diván. Qué barbaridad.
Calculado en horas de marcha, habría zapateado varias veces la distancia
del Polo Norte a la Patagonia Austral. Las suelas se gastan de tanta fantasmagoría. Cíclica y deslucida. Ni hablar de las neuronas. Las decadencias del
alma. Entiende poco, lo que percibe no le encanta, y lo que ignora ya dejó de
intrigarla. “Creo que ni mi inconsciente ni yo somos tan interesantes como
suponíamos”, suspira. Quince años después. ¡Ánimas del purgatorio! ¿Quince años después?
Cuando comenzó el divaneo, tenía aquella esperanza de aprender un
día a “querer sin presentir”, como apunta compungido el autor del tango.
La impresionaba muchísimo tanta claridad mental. “Ese es el meollo de la
vida del primate parlante. Qué filosófico. Qué sabio”. Ella en el diván votó
por el cambio. Ahora deduce que sabía poco de la vida ese tanguero, puesto
María Teresa Priego
que el “presentimiento” le parecía un avatar tan dramático. Lola ya no “presiente” la vaga posibilidad del desastre, está instalada en la certeza de su
llegada inminente. Se viste para la cita. Sería un papelón que la desgracia la
encontrara despeinada. Desperfumada. En pijamas de franela. Con sus ñoñas calcetitas blancas. “Visto de cerca y si me detengo en este evidente deslizamiento hacia el pesimismo sistemático”, reflexiona, “Sería injusto
sostener que no he cambiado”.
Si el desastre te toma desprevenida es difícil protegerse. Si una no se
protege ¿cómo proteger a los que una ama? Si una no protege a los que una
ama vale madres. Plim plum plaf. Lola no supo albergar a sus hermanos
entre sus brazos. Cuando la tempestad se desató. No supo albergar a sus
hijos entre sus brazos. Cuando la tempestad se desató. Era necesario mucho
más de lo que podía. Mucho más de lo que tenía. No tuvo la fuerza. Ni tuvo
las palabras. Y en el lugar de aquella herida antigua. En el lugar de esta
herida nueva. Lola ya no sabe colocar palabras que sean suyas.
Se le olvidó que tenía que escribir a solas. Se le olvidó que ahora le dan
más miedo que antes, los viajes de memoria. Se le olvidó que para intentar
escribir un medio párrafo que mínimamente pudiera valer la pena para
alguien, es indispensable creer que algún tipo de “verdad” en la escritura
vale la pena. “Escribir sin preeeesentiiir”.
Los canarios Turandot y Rocamadour (de la familia de los pericáceos)
cantan desde su jaula morisca. Se aman. Beben. Comen. Duermen. Se
cuchiplanchan. Rodeados de plantitas trenzadas. De semillitas volátiles,
que se reproducen a su libre albedrío de una maceta a la otra, en su minúsculo invernadero tropical. “Qué portentosa es la naturaleza”. Que se dice
Lola conmovida. “Todo tan ordenadito. Tan lógico. Tan puntual”. Las tortuguitas Matea y Micaela (de la familia de los crustáceos) devoran cadáveres de pececitos de cuencas vacías, y no han terminado de digerir, que ya se
enciman la una sobre la otra en una pasión cuya naturaleza aún no ha sido
posible dilucidar. Es probable que el techo de un hogar —que no acepta
propaganda comunista, abortista, ni de testigos de Jehová— albergue una
relación contra natura.
Lola (de la familia de los catatónicos en fuga) colocó a los animalitos
junto a su mesa, para languidecer con público. Ante la inhóspita “página en
blanco”. ¿El papel reciclado provocará la misma angustia? Viene en tonos de
beige. “¿Acaso se puede ir a buscar algún tipo de verdad que sea la mía?
¿Habrá a quien le importe? ¿Quien la comparta?”, lanzó Lola asomada por la
ventana. “Son una hueva tus salmos”, dijo La voz. “¿Qué tú no escribes para ti
misma?”. “¿Para mí misma?” murmuró Lola ¿Y cómo qué me contaría?”.
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desde la literatura
Lola metafórica y errabunda
“Necesito una ceremonia de transición. Un viaje iniciático”, dijo Loliux (a
veces es bien profunda). “¿De transición hacia dónde?”, preguntó La Voz.
“No lo sé —respondió— tengo que atravesar un umbral. Si no, corro el riesgo de picarme los ojos por el resto de mi vida”. “Qué incómodo”, dijo La Voz.
“Edipo se los extrajo de una sola y decidida enterrada de uñas. No hubiera pasado
a la posteridad, si nada más se los pica. Ni el Alarma lo hubiera mencionado, es
más.” “Pero hasta en el incesto todavía hay clases. No es lo mismo un hermano, que hasta podría ser adoptado, que tu mamá”. “No nos regodeemos en
el tema”, dijo La Voz. “Lo que tú necesitas es una definición”. “Ofrécemela. Por
favor. Una definición”.
“El drama es que eres una mujer que ama demasiado, y de tanto correr con los
lobos —ellos son de Marte y nosotras de Venus— se te oxidó la armadura.” “¿Quién
se habrá comido mi queso?”. El hondo suspiro de Lola hizo volar una montaña de hojas de margaritas. “La clave está en unas palabras de Ruy Sánchez:
‘Había oído el vuelo del pájaro que buscaba pero no había sabido distinguirlo”. “Qué frase tremebunda”. “La más tremebunda”. “Dos ‘había’ al hilo
son un exceso literario y existencial”.
Lola busca una definición
Lola está inmersa hasta la nariz, en su bañera. Respira apenitas sobre el
agua. En el otro extremo de la bañera y de sí misma emergen los dedos de sus
pies. Son diez. He allí una certeza absoluta. Por el momento. Mañana será
necesaria una confirmación de los datos. La siguiente certeza tiene que ver
con los decápodos: “Familia de crustáceos que tienen cinco patas como el
cangrejo”. Si algo admira hoy Lola en la vida es la exactitud sin tropiezos, ni
dudas metódicas de los diccionarios. Lola amniótica revisó minuciosamente el María Moliner, en busca de certidumbres acumulativas. Sostenía el
diccionario con unas manos de dedos muy arrugados, como por sabidurías
ancianas. Una se siente en paz con la vida, a condición de estar en el agua.
Si se pudiera quedar días sumergida. Inmersa. ¿Para qué arruinarse con un
psicoanalista si ni siquiera ofrecen las circunstancias indispensables a la
verdadera sanación? “¿Diván? ¿Hamaca? ¿Bañera?” “Bañera doctor, por
favor”. “¿Temperatura?” “A como usted la ponga doctor, por favor”. “¿Duración de la sesión?” “Lo que usted me dure doctor, por favor”.
Luego el individuo le aplicaría un inconscientómetro, indispensable
para cuantificar la densidad de los túneles interiores. Temáticas a abordar.
María Teresa Priego
Tiempo y posibilidades de curación. “El asunto del incesto ya lo platiqué
doctor, con relativa honestidad y marcial donaire. Creo que ese calabozo
queda clausurado”. “Los espacios no se clausuran en el inconsciente. Se
liberan porciones, como en un disco duro. Reutilizables. ¿Qué incestuosidades tuvo usted a bien comunicar?”. “La de mi hermano doctor”. “¿Nada
más?” “¿Me habré quedado corta, doctor?”. “Los pacientes que eligen la
bañera suelen padecer de claustrofobia, por sobrepoblación interior clánicoincestuosa”. “¿Existe la opción de la alberca, doctor?”.
“Si mi analista viniera le enseñaría nada más los deditos de mis pies”,
piensa Lola, mirando sus pezones. “Soy muy tímida. Desde chiquita mi
mamá me lo decía: ‘Lolita no es bueno que te ruborices con tan excesiva
frecuencia. Van a pensar que tienes un pasado. Te puede salir muy caro”.
“Nada me ha salido más caro en la vida, que tener un pasado, y narrarlo en
capítulos. Que sabia mi mamá”. La mirada errabunda de Lola se detuvo
ante un momento cumbre del diccionario: “Ptosis: caída o prolapso de un
órgano como consecuencia de una laxitud de los músculos o ligamentos
que lo sujetan”. “Soy una ptósica, de corazón y cerebro prolapsados. No
necesito más de las invasiones del inconscientómetro. ¿Qué puede hacer
una ptósica para no perderse de distinguir ‘el vuelo del pájaro’ que busca?”.
“Sacar las orejas de debajo del agua de la bañera”, dijo La Voz.
Lola sí frecuentó a la enferma imaginaria
Esta es la historia de una niña. De una niña colocada en el papel de espectadora. Nadie le pidió su opinión, fue así. La vida la colocó en el regazo de
la enferma imaginaria. Ella, “la enferma” es la otra cara de la historia. Se
levanta de su cama, no le está permitido hacerse más que una sola pregunta cada mañana, reiterativa. Apasionante: ¿De qué estaré enferma? Es tan
encantadora la enferma imaginaria. Tan buena. Lo que pasa es que sufre
muchísimo entre tantos males injustos. Llora y se desespera. La niña la
observa desde su terror fascinado.
La mujer se levanta de la cama, se dirige al armario, descuelga su cuerpo
y se lo pone. La niña comprueba una vez más que a la enferma, su cuerpo
siempre le queda grande, o le queda chico, depende de los días, en fin. Nunca
es su talla. La niña no puede salirse de la habitación cerrada en la que la
acompaña. Sería una traición. Se concentra entonces en un tranvía. Allí viene.
Se sube. La niña deja su cuerpo de niña observando la escena, y se sube al
imaginario tranvía rumbo al Trastevere. Muchísimos años después escuchará una definición rotunda: “Un neurótico es aquel que es capaz de atravesar-
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desde la literatura
se con un sable para arañar al que está atrás”. Es verdadero y suena fácil. Pero
la enferma sufre. Muchísimo. Con un sufrimiento verdadero, que en principio
no está en el cuerpo. Pero allí aterriza el sufrimiento. Y termina siendo un
gozo de sótanos. Una forma de control y de poder. Muy onerosa.
Concentrados alrededor de ella. Culpables de estar sanos. Culpables de
tan sólo imaginar que podrían mirar más de media hora hacia cualquier
otro lado, que no sea la omnipotencia de esa carne enferma. La enferma
imaginaria administra despedazada y triunfante su casa de empeños. Llegan al hospital. Es internada por tiempo indefinido. Le hacen exámenes. El
mal se oculta. La enferma lo persigue. A veces es una aterradora ceguera sin
causas aparentes. Una parte del cuerpo paralizada. Una infección misteriosa. Una migraña atroz. La enferma se extiende sobre una cama. El entero
“cuerpo” médico investiga su cuerpo. El “cuerpo médico” se inclina sobre
su cuerpo. Le piden desnudeces totales y parciales. La inyectan. Le introducen sondas, le hacen lavativas. Se preocupan por el funcionamiento de sus
esfínteres. La enferma describe minuciosamente cada sensación de su cuerpo, habla prolíficamente de sus ingestiones y sus evacuaciones. Es indispensable dar a conocer cada sensación de su cuerpo, para que el misterioso
mal que opera sobre ella sea atrapado in fraganti. Exorcizado por esta vez,
con montañas de medicamentos.
El médico escucha. Es su trabajo. La noche anterior la enferma tuvo
espasmos. Se le acalambró un brazo, sintió un dolor punzante y extremadamente sospechoso en el dedo gordo del pie. Perdió audición. Se le nubló la
vista. Experimentó un desfallecimiento similar a otro que ya tuvo quince
años antes. Lo recuerda muy bien. Las enfermedades imaginarias se convierten en un currículo plagado de legiones de honor. Todos la rodean. Tres
días después el mal desapareció. La enferma beatífica, recibe desde su cama
de hospital, como Madame Recamier en la chaise longue de su salón literario.
Los diagnósticos son vagos. “De todas maneras a los médicos nunca se les
entiende nada”. Ninguna disertación podría cautivar más a su público que
la del cuerpo sufriente. “Cautivar” es la palabra exacta. Sería canalla no
escucharla. La niña la mira y piensa obsesivamente en una bailarina nudista y se jura que en algún lugar, hablan de lo mismo, la bailarina y la enferma
imaginaria. Las dos se ganan la vida con el cuerpo. Las dos se ganan la
atención de los otros con el cuerpo.
La niña piensa que alguien secuestró el cuerpo de esa mujer, esa es la
verdad verdadera, y la enferma va al hospital con la esperanza de que se lo
devuelvan. Es una lucha perdida. Varios psiquiatras pasaron por allí y
María Teresa Priego
dijeron a coro: “neurastenia”. La niña guardó la palabra. La palabra se
volvió demodé, un señor llegó y dijo que mejor el mal se llamara histeria.
Lola busca (un modo de) empleo
En este deseo desenfrenado de cambio de vida, Loliux se concentra en la
sección de “anuncios clasificados”. Nadie la convoca. Ningún iluminado
escribe: “Romántico sin ataduras, busca ptósica diagnosticada y cool”. “Ya
la carne es lo único que importa” dice Lol, hojeando las ofertas de sexo
servicio. “Busca en la sección de ashrams Lolette, quizá encuentres al ptósico de tu
vida. Qué dulce ¿no? el más allá de la carne. Qué paz. Qué tranquilidad”. “Tu
vulgaridad es notable”, le dijo Lola a la voz, mientras recordaba ese cuerpo
dulce bajo la regadera. “Amén”, que se dice y prosigue hacia las ofertas de
empleo. “Se solicita secretaria”, “Tornero”, “Acupunturista”.
Lola se afana en su intento de volverse útil para la sociedad, y para si
misma. En fin, de la segunda parte no está tan segura. Su mirada se detiene
en un minúsculo anuncio con letras cursivas: “De la estepa a la Tierra de
Fuego. Del Sol de la Medianoche a los Mares del Sur. Gran Circo solicita con
urgencia Mujer Barbada, Bailarina Exótica, y Domador Temerario”. El corazón prolapsado se reacomodó: “Esa es mi vocación. Vivir en un carromato
de la estepa a los mares del sur”. Lola desde chiquita confundió la geografía
con la vocación. “¿Qué quieres ser cuando seas grande?” “Quiero ir a Roma
y a París”. “Pero ¿qué quieres ser?” “Una romana pasando junto al coliseo
en su carrito topolino, como en Roma mi amor”. París fue así. Lo habitó sin
darse cuenta de que era una ciudad y no un oficio. Un lugar en el mapa y no
un modo ser. Pero ¿acaso no era también un modo de ser?
“Tengo que correr hacia mi destino manifiesto” musitó Lola. “Es hora
de tomar la vida en serio. El toro por los cuernos. Qué sé yo, realizar esas
acciones que construyen ciudadanías ejemplares”. El glamoroso oficio de la
cirquería. En el camino, tembló de pensar que el director podría ya haber
contratado a una mujer más barbada que ella, más exótica, más domadora y
temeraria. Oficinas desiertas. Un señor de bigote engomado la miró displicente. Parecía que la mitad de su cuerpo estaba hecha de escritorio: “Usted
seguro no viene por el puesto de bailarina exótica” asestó el individuo.
“No”, respondió Lola ligeramente humillada. “¿Debo suponer que es una
dominadora de leones?”. “No” “Debo imaginar que es la más peluda de
este mundo y hoy anda rasurada”. “Nada más de las piernas” contestó la
solicitante bien solícita. “¿Qué debo deducir entonces?” inquirió bigotito
irritado. “Ando ptósica y desempleada”.
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desde la literatura
El director entendió. Es un fanático de María Moliner. “El circo no es un
espacio para laxitudes ni musculares, ni existenciales. Aquí se vive al día
¿entiende? La vida tiene que ser consistente. El circo se llena o no se llena. La
trapecista alcanza o no a tiempo el trapecio que se le ofrece. El domador
negocia o no, en una mirada la gracia del rey de la selva”. “Quiero alcanzar
el trapecio que se me ofrece” respondió Lola. “Y ¿usted qué sabe hacer?”
preguntó el hombre-escritorio. Lola declamó a Sabines. El director bostezó.
“Necesito un espectáculo”. Lola dijo que había leído detenidamente a Master y Johnsons y el informe Kinsey. Un poquito a Cortázar. Un poquito a
Joyce. Un poquito a Freud. Que era feminista desde la infancia, inspirada en
los alientos justicieros de Borola Burrón, que tenía unos rollitos reflexionados con respecto al orgasmo clitoridiano y al punto G y que podía redactar
los textos del circo, si no eran demasiado exigentes con la puntuación. “Además soy una incestuosa” dijo, aunque no estaba segura si esos son el tipo de
datos que ofrecen un contenido curricular de tinte circence.
“En el circo, nosotros somos los textos. El cuerpo escribe. No hay palabras. El movimiento escribe. Sin titubeo y sin desperdicio. Su palabrerío no
nos sirve. Los rumores de incesto en los mundos cerrados de las familias del
circo solían ser parte de la magia de las carpas. En su momento fue parte de
nuestra mitología, pero cuando los psicoanalizados comenzaron a invadir
los trapecios y los palcos, tuvimos que renunciar. Cualquier hijo de vecina
se declara ahora edípico. El incesto perdió su glamour. “¿Usted qué sabe
hacer?”, insistió. Lola dijo: “Me obsesiona el deseo de percibir a las personas. A veces las percibo”. “Eso no es un oficio”. “Me imagino que no”. Lola
cruzó la pierna como si ese gesto la colocara en la dimensión de una visita
prolongadísima. El bigotito se estremeció nada más de suponer que aquello
iba para largo. “Puedo convulsionarme hasta perder el conocimiento, como
histérica de Charcot”. “No conozco ese circo ¿es de cuántas pistas?”. “Son
como los Atayde, pero en Francia. Herederos de la tradición de las grandes
contorsionistas decimonónicas”. “Inténtelo. Si por lo menos fuera usted
exótica o barbada”.
Lola se descalza
Durante meses, Lola la que corre leyó el presente, el pasado y el futuro de
cientos de creyentes, en el fondo de una bola de cristal. Seguía igual de
analfabeta con respecto a lo suyo. Se acostumbró a su falda larga y a andar
descalza. Su identidad parecía resuelta. Se descubrió ancestros rumanos,
en los árboles genealógicos más lustrosos de la gitanería. “¿Los Drácula?
María Teresa Priego
Los conocemos de lejos, pero no estamos emparentados”. Se encariñó con la
clientela y con su ilusión de ganarle el paso al futuro, se encariñó muchísimo con la troupe. No permanecían en una ciudad más de una semana. No es
que ella en lo personal anduviera en fuga. La trashumancia era parte del
contrato. “Necesito atravesar un umbral”. Atravesó infinidad de fronteras y
El Umbral no llegaba. Se rizo los cabellos. Fue una gitana pelirroja. Se enamoró de un hombre en un museo, de otro en un cementerio, y de otro en un
puente. Sus amores, como su vocación, vibraban de un inquietante determinismo geográfico.
Se supo versátil. Sustituyó de emergencia a la mujer bala. Aprendió a
ser domadora y temeraria. Quiso enriquecer el espectáculo con un show
sado-maso de fuetes, cueros y cadenas, pero bigotito aulló que en su circo
humanista, no se haría felices a las personas flagelándolas. Ya no estaba
deprimida. Casi olvidó, entre el aplauso del público y las fanfarrias, que
alguna vez estuvo obligada a arrojar por la ventana el cadáver de alguna
esperanza suya fundamental. Su proyecto de vida estaba geográficamente
resuelto. El director seguía un mapa de carreteras. “La próxima semana el
puerto de Veracruz”. Lola sacudía su traje de baño. “La próxima semana
Upsala”. Lola extendía su capa de cachemira y se calzaba. La vida era un
sitio ordenado. En su carromoto, por las noches, Lola imaginaba el vuelo de
ese pájaro que corría el riesgo de no distinguir.
Saltar sin presentir
Lola no había visto un hombre de cabellos tan rojos, desde la película de
Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Era muy pegadita, su malla azul. Aun sin
ser una persona particularmente proclive a los malos pensamientos, se vio
forzada a aceptar que la atravesaron (verbo tan metafórico) pensamientos
malísimos. En desbandada “¿Y quién es —who is he? what the hell? oh holy
Christ!— este individuo en llamas?”. “Un trapecista ruso”. “¿Qué idioma
habla?”. “Pues, ruso”. Durante semanas el trapecista la miró con insistencia y en el silencio estepario de un hombre que no habla más que ruso. Lola
se sintió tan estremecida (de no hablar ruso) que se sumergió en la bañera
del carromato con el diccionario en la mano, a la búsqueda de definiciones
de emergencia. Invocó al doctor del inconscientómetro. “Tenía razón mi
mamá, doctor. Soy una criatura del arroyo”.
“¿No leyó Mi madre, mi espejo? así sucede. Quizá tendría que informarse
más y brincar un poco menos. Pero tengo entendido que su madre le pedía
que fuera la más descocada, y enfangara el apellido de su padre en los
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desde la literatura
peores arrabales, y también que fuera la más frígida, sin más cuerpo que el
indispensable para desplazarse”. “Sí doctor, era una criatura contradictoria. Ambas demandas, según los días”. “Pues para donde se mueva la contraría, y para donde se mueva la complace. Olvídela. No puede usted seguir
al servicio de una madre tan poco definida.” “Tiene razón, doctor. Además
es probable que ya no esté en edad. Arroyos a mí. Entonces, como le decía”.
El trapecista no tenía pareja (para el trapecio) y Lola estaba agotada de
remar futuros. El ruso hacía sus ejercicios en los cielos. Lola escuchó a lo
lejos el canto de una balalaika, inspiración Zhivago, y dedujo que esas vibraciones lánguidas las producía él con su cuerpo. Se decidió a subir. “Para
que el destino arrobero nos alcance”, pensó intrépida, “siempre es conveniente darle una empujadita”. Cuando iba a la mitad de su valerosa escalada, escuchó los gritos destemplados del director del circo: “Se va a matar
nuestra única gitana”. Se armó una escandalera. El ruso no se inmutó. Ni
siquiera parecía sorprendido. Lola practicó entre murmullos: Tolstoi…
Chejov… Dostoievski…Raskolnikov… Kalashnikof. Escaló entre el vértigo
del aleteo de los pájaros. Durante su vida, se atuvo al llamado de las palabras. Ahora fue el silencio.
El ruso saltó. Voló de un trapecio al otro como si fuera el ángel enamorado de Las alas del deseo. Lola concluyó que ella sería incapaz de saltar al
abismo, a menos que el sujeto alado encontrara las palabras adecuadas
para ofrecerle alguna certidumbre eterna. “Habla” pensó Lola. “Por favor
habla”. Como si la escuchara el ruso enunció una frase breve. En ruso. “Qué
absurdo, no importa lo que me diga, no tengo manera de entender ni media
palabra”. Extendió sus manos hacia ella. “No hay marcha atrás”, aceptó
Lola. “Ahí está tu ceremonia iniciática tan esperada. O este te cacha a tiempo o te desmadras”.
¿Será ese el punto? No, es un milímetro antes. El viaje no depende —en
principio— de la respuesta del otro. El verdadero viaje es confiar. Consideró
la opción de las escaleras. “El es de Marte y yo de Venus, se me va a desoxidar
la armadura, ¿qué hago si se come mi queso?”. Lola flotaba entre la promesa
del cielo sublime en calidad de ángela, y el pavimento cruel, en calidad de
huevo estrellado. Así pasa ¿verdad? Lola a fuerza de leer futuros ilegibles,
había logrado entender que más allá de las felicidades plácidas y de las
esperanzas destripadas, la vida no es tal, sin sus abismos. Los amorosos.
Los amistosos. Los que tienen que ver con el oficio. Con las despedidas. Con
las bienvenidas. Con los entendidos y los malentendidos. Lola (la que corre)
saltó para imaginarse que podría dejar de correr. Saltó y extendió sus ma-
María Teresa Priego
nos. Y sus manos encontraron otras manos en el aire. Confiarse es un arte
complicado y peligroso.
Es posible que Lola y el ruso hayan vivido relativamente felices for ever,
a pesar de sus idiomas distintos. Es posible que fueran sólo amigos. Quizá
nunca volvieron a coincidir. Lola confirmó la calidad biodegradable de las
esperanzas. La desilusión las mata. Se esparcen en el aire. La confianza las
vuelve a inventar. “Confiar es la única manera de no extraviar el vuelo del
pájaro que andas buscando”, pensó Lola.
El orden de las frases ¿altera el producto?
“No hay lugar para la huída/ángel del deseo”.
Esa es una afirmación. Ni muda. Ni enhablecida. Esa es una afirmación.
“¿Cuál sería una buena vida para animales incestuosos como nosotros?”
Esa es una pregunta. Ni muda. Ni enhablecida. Esa es una pregunta •
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desde la literatura
LAS MUJERES DE DEBATE FEMINISTA
LAMENTAMOS PROFUNDAMENTE EL FALLECIMIENTO DE
ESPERANZA BRITO
PIONERA DEL FEMINISMO EN MÉXICO
MÉXICO, A
16 DE AGOSTO DE 2007
Brad Epps
desde lo
queer •
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desde lo queer
Brad Epps
Retos y riesgos, pautas y promesas de la teoría queer
Brad Epps
Construir un discurso queer implica ... situarse en
un espacio extraño que nos constituye como sujetos extraños
de un conocimiento extraño, inapropiado, malsonante.
DAVID CÓRDOBA GARCÍA
…a medida que el discurso internacionalista de los derechos se extienda
cada vez a más contextos culturales, los teóricos angloamericanos de lo queer
tendremos que estar más alertas ante las tendencias globalizantes
—y localizantes— de nuestros lenguajes teóricos.
MICHAEL WARNER1
Ningún término ni declaración puede funcionar performativamente
sin la historicidad acumulada y disimulada de su fuerza.
J UDITH BUTLER
Hay que redefinir la homosexualidad
OSCAR G UASCH
¿Puede haber un movimiento internacional verdaderamente alternativo,
contestatario y contracultural que se yerga bajo la consigna de lo “queer”?
¿Constituye la conservación y diseminación de dicho vocablo la mejor forma de señalar la diversidad génerico-sexual en una escala planetaria? ¿Constituye la traducción o la promoción de otros vocablos una opción
necesariamente más atenta a la diversidad o refuerza, en cambio, actitudes
de esencialismo etnolingüístico y de división nacional? ¿Hasta qué punto
se puede desligar —o es políticamente productivo desligar— un vocablo del
contexto en el que surge? De hecho, ¿qué importancia puede tener un solo
vocablo, sea el que sea el contexto en el que surge? En lo que sigue, quisiera
efectuar primero un sobrevuelo de la teoría queer tal y como se ha ido elaborando en un contexto hispanohablante, prestando especial atención a cuestiones de lengua, nacionalidad e historia, para pasar luego a una breve
presentación de la obra del brillante poeta, ensayista y activista argentino
1
Todas las traducciones de obras no traducidas previamente al español son mías.
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desde lo queer
Néstor Perlongher (1949-1992) como ejemplo de una producción diferente
aunque afín a la teoría queer.2 Mi objetivo no es ni “enfrentar” ni “reconciliar” a Perlongher con la teoría queer, la cual empezó a cuajar como tal
después de la muerte del argentino, sino trazar algunas coincidencias, tensiones y divergencias que tal vez ayuden a complicar—espero que
fructíferamente—la teoría y su práctica en un plano internacional.3 Dicho
2
Quisiera dar las gracias a Nelly Richard por haberme presentado la obra de Perlongher
y a Raquel Olea, Carmen Berenguer, Pancho Casas, Pedro Lemebel, Jaime Lepe, María
Moreno, Luis Cárcamo-Huechante y, sobre todo, Adrián Cangi y Roberto Echavarren
por haberme proporcionado más información, tanto personal como crítica, sobre el poeta, pensador y activista.
3
En este y otros respectos, mi análisis se distingue del análisis del crítico literario
Christian Gundermann, quien sí enfrenta la teoría queer y la obra (poética) de Néstor
Perlongher de una manera tajante. Pese a la crudeza del enfrentamiento, el análisis de
Gundermann tiene momentos prometedores: defiende una “melancolía de la resistencia” que se niega a aceptar el fin de todo proyecto revolucionario; se detiene en la
materialidad discursiva de la poesía y en la corporalidad del sujeto sexuado; insiste en
hablar de “necesidad” antes que de “deseo;” y aboga por la incorporación de las
“extáticas” reivindicaciones homosexuales de Perlongher en “un proyecto izquierdista
anti-neoliberal y materialista, aunque [las reivindicaciones de Perlongher] desafíen la
racionalidad reclamada por la ortodoxia marxista” (135-136). Sin embargo, la ortodoxia marxista, tal y como la presenta Gundermann, pareciera acaparar todo proyecto
izquierdista y, tal vez por esto mismo, se muestra totalmente cerrada a otras líneas
críticas, sobre todo cuando estas se formulan, siquiera en parte, en la academia norteamericana y llevan el nombre de “queer”. Haciendo alarde de una voluntad totalizante
que presenta, contra toda evidencia, como contraria al pensamiento único, y escamoteando las contradicciones de su propio lugar de enunciación (como académico afincado en un college de élite de los Estados Unidos, al igual que yo), Gundermann encadena
“neoliberalismo”, “academia norteamericana” y “teoría queer” con una contundencia
que no le permite ver que Perlongher, muerto en 1992, no llegó a vivir el advenimiento ni
mucho menos la institucionalización y globalización parciales de lo queer. Este hecho
histórico-materialista poco parece importarle a Gundermann a la hora de enfrentar la
teoría queer y la poesía de Perlongher, quien no habló de lo queer, sino de lo homosexual,
lo gay y, por supuesto, mucho más. Semejantes diferencias semánticas, así como los
condicionamientos ideológicos que les subyacen, parecen ser meros “detalles” que a este
crítico de la poesía no le interesa reconocer, ni mucho menos elucidar, tal vez porque si lo
hiciera tendría que poner en perspectiva lo que realmente parece molestarle acerca de la
teoría queer: el que haya producido “estrellas” y que estas supuestamente “dominen”
la producción académica norteamericana. Huelga decir que el “dominio” que Gundermann
da por sentado está reñido con la práctica político-institucional de muchísimas universidades norteamericanas, tanto públicas (a la merced de todo tipo de presión cristianointegrista) como privadas (a la merced de un concepto enaltecido de la cultura). En todo
caso, algunas de estas mismas “estrellas” distan mucho de ser tan complacientes como
las pinta Gundermann y se han mostrado críticas hasta de Queer Nation, una de las
Brad Epps
pronto y mal, el presente artículo sostiene que la obra de Néstor Perlongher,
especialmente la ensayística, puede aportar tanto a la reflexión sobre el
género y la sexualidad, la normatividad y la antinormatividad, la identidad
y la crítica de la identidad como la obra de valores consagrados dentro y fuera
de la academia angloamericana como Judith Butler y Eve Kosofsky Sedgwick.
Sostiene, además —y tal vez sobre todo— que un movimiento verdaderamente internacional haría bien en atender con más detenimiento a unas
aportaciones ni estrictamente académicas ni anglófonas. Así que, si Butler
termina uno de sus libros más célebres, Cuerpos que importan, con un capítulo titulado “Acerca del término ‘queer’” en el que afirma que lo que le importa analizar es “la temporalidad del término” (313), el primer apartado del
presente artículo concederá igual importancia a la espacialidad, es decir,
dónde, cómo y para quiénes tiene lugar el término “queer”.
Los lugares de “queer:” La lengua y la memoria interpersonal
Antes de adentrarme en la obra ensayística de Perlongher, la cual constituye
un revulsivo político-intelectual de primera magnitud, quisiera detenerme en
la palabra “queer”, palabra que ha llegado a introducirse en determinados
ámbitos hispanohablantes, en particular entre sectores relativamente progresistas de la universidad y del activismo político. En líneas generales, el proceso sociolingüístico es parecido al que ha marcado la introducción e
incorporación de palabras más anodinas, o en todo caso menos injuriosas,
como “iceberg”, “airbag”, “lifting”, “bullying”, “performance”, “straight”,
“gay”, “closet”, “leather” o incluso “dildo” y “cockring”.4 Lo que llama la
agrupaciones más radicales del activismo queer —de la que tampoco habla Gundermann.
Lauren Berlant y Elizabeth Freeman, por ejemplo, aseveran que las operaciones de Queer
Nation no lograban superar “las fantasías de glamour y de homogeneidad que caracterizan el nacionalismo [norte]americano” (215). En términos que recuerdan algunos de
los de Gundermann (pero con la diferencia crucial de que no se sitúan como “exteriores”
a la problemática que examinan), Berlant y Freeman critican “la lógica generalizante de
la ciudadanía [norte]americana y el horizonte de un formalismo oficial que iguala la
elección de un objeto sexual con la identidad individual” (215). Gundermann o desconoce o no quiere reconocer estas y otras coincidencias y posibles alianzas, estas y otras
fisuras y críticas internas, y se aferra a la singularidad de su acto en contra de todo lo queer
—algo por otra parte muy común en un sistema de competitividad académica que, mal
que nos pese, no se limita a los Estados Unidos de América.
4
Si “dildo” es una palabra celebrada por Beatriz Preciado, y “cockring” el pan de cada
día de algunos bares de ambiente, “bullying,” una especie de intimidación especialmen-
219
220
desde lo queer
atención no es tanto la variada suerte de vocablos de procedencia foránea
(sólo “iceberg”, “airbag”, “lifting”, “clóset” y “gay” han sido aceptados por
la Real Academia Española y son de “uso común”5) como el variado impacto
de la falta de memoria interpersonal, de familiaridad, de calle. Si bien semejante “falta” carece de importancia o se subsana fácilmente en el caso de la
enorme mayoría de las palabras, en el de una palabra tan cargada de fuerza
afectiva y tan promocionada por téoricos, activistas y otros como “queer”, el
proceso de introducción e incorporación cobra unas dimensiones especiales, incluso “raras”. “Queer”, que en inglés significara originalmente “raro”
te prevalente entre niños y adolescentes, también suena en el ámbito sexual. Un reciente
libro de Raquel Platero y Emilio Gómez lleva por título: Herramientas para combatir el
bullying homofóbico.
5
El dicicionario de la Real Academia Española (DRAE) es normativo, mientras que otros,
notablemente el diccionario de María Moliner, son en principio diccionarios de uso. La
distinción entre norma y uso, aunque crítica en la configuración de trabajos lexicográficos,
no siempre está clara, ya que a veces la inclusión de un vocablo en un diccionario normativo depende de la popularidad o persistencia de su uso entre amplios sectores de la
sociedad o entre sectores especializados y reconocidos como tales (por ejemplo, la medicina
o la ingeniería). El uso puede ser, por lo tanto, “común” o “especializado”, o incluso
común en determinados sectores especializados. No cabe duda de que “queer” no es un
vocablo de uso común entre hispanohablantes, pero su uso creciente entre determinados
sectores especializados no parecería augurar su inclusión, ya que los sectores en cuestión
no gozan del reconocimiento normalmente concedido por académicos y lexógrafos. Como
bien se sabe, la normatividad lingüística y la normalidad social están íntimamente
interrelacionadas, pero no siempre son concordantes. La normatividad lingüística, como
demuestra María Ángeles Calero Fernández en un cuidadoso examen del “tabú lingüístico”, a veces hace caso omiso de las transformaciones de la normalidad social (e.g., la
creciente aceptación de la homosexualidad en muchos países, notablemente España).
Respecto al DRAE y al Diccionario de uso del español de María Moliner, Calero Fernández
señala que “[l]os académicos y la ilustre lexicógrafa se dejan llevar por un pudor que tal
vez pueda ser comprensible en el DUE, que fue elaborado a mediados del siglo XX —época
de religiosidad y puritanimo rancios [en España]—, pero inexplicable en la vigésima
segunda edición del DRAE , que es de 2001 y que es [el] resultado de una revisión de
ediciones anteriores del diccionario académico. Este comportamiento es un indicio de una
manera de ver la homosexualidad, no precisamente tolerante, y eso se demuestra de
forma meridiana en los hiperónimos utilizados en ambos diccionarios: ‘vicio’ (s.v. homosexualidad 2, DUE), ‘afecto de…’ (s.v. homosexual 1, DRAE-1992) o ‘con tendencia a…’ (s.v.
homosexual 1, DRAE-2001)” (57). Aunque Calero Fernández no menciona la segunda edición del DUE, publicada en 1998, su análisis de la ideología sexual de los diccionarios
resulta aleccionador y se puede extender a la decisión por parte de la Real Academia en
mayo de 2004 de no admitir la palabra “género” en la acepción de algo relacionado con el
sexo pero distinto de él, algo más psicosimbólico que físico. La decisión de la Real Academia
Española, motivada por el anuncio por parte del gobierno de España de un Proyecto de Ley
Brad Epps
o “rarito”,6 “excéntrico” o “extraño”, “torcido”, “desviado”, “no natural” o
“amanerado”, hace tiempo que se convirtió en un arma verbal, coloquial y
peyorativa, blandida con especial intensidad contra los homosexuales y, de
modo más general, contra todos aquellos cuya conducta, apariencia, “estilo
de vida” o “forma de ser” no se ajusta a las normas imperantes de la “naturaleza” humana.7 Es justamente esta condición de arma verbal lo que hace que
su resignificación se cargue de tanta pasión.
La resignificación o resemantización de “queer” consiste en la inversión de la acepción injuriosa y la asunción desafiante cuando no orgullosa
de un lema que antes era motivo de escarnio y vergüenza.8 A pesar de que la
carga homófoba de “queer” constituya una especie de anclaje o lastre que
hace que el término remita obstinadamente a relaciones “inapropiadas”,
“ilícitas” o “inmorales” entre personas del mismo sexo, sobre todo hombres
(de ahí que más de una feminista y/o lesbiana use el término con cautela o
incluso lo critique), muchos partidarios de su resignificación insisten en la
maleabilidad del término, su capacidad de funcionar como un saco en el
que cabe una gran variedad de abusos y, por esto mismo, una gran variedad
de usos contestatarios.9 Presentado y promovido así, “queer” se muestra
integral contra la violencia de género, es altamente ideológica y se puede leer como el rechazo
no sólo de una traducción del inglés “gender” (el argumento más estrictamente “académico”), sino también de un uso cada vez más asentado entre los medios de comunicación,
las organizaciones políticas y los usuarios de la lengua española. Para más sobre el debate
acerca de “género”, véanse los artículos de Soledad de Andrés Castellanos y Pilar García
Mouton.
6
Según Carlos Monsiváis, “[l]o más semejante al uso de la expresión inglesa queer, a la
vez ‘extraño’ y gay, es el vocablo rarito, hoy ya jubilado” (12). Es interesante notar que
“lo más semejante” a “queer”, resemantizado y puesto de moda entre ciertos círculos,
sea un vocablo “ya jubilado”, caído en desuso y rescatado, por así decirlo, a través de
una intervención foránea.
7
Bolívar Echeverría ofrece una interpretación brillante de lo queer en relación con el
barroco y, más específicamente, el manierismo en la que destaca la fuerza de la
artificialidad como otra naturalidad o como una “naturalidad ‘trans-natural” (6).
8
El proceso de inversión semántica no deja de ser irónica, ya que una de las acepciones
más establecidas de la palabra “inversión” es “homosexualidad”. De ahí que se haya
hablado de la teoría queer como una inversión de la inversión.
9
Aunque es cierto que, como dice Hortensia Moreno, “existe un permanente contacto y
retroalimentación entre los discursos feministas y los estudios sobre homosexualidades” (x), el contacto no ha sido siempre fácil o carente de controversia. Véase, por
ejemplo, la colección de ensayos publicada por Naomi Schor y Elizabeth Weed, Feminism
Meets Queer Theory.
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desde lo queer
apta en teoría para aglutinar a una comunidad de resistencia y reivindicación tan variopinta que superaría toda seña de identidad más precisa y
“excluyente”. Como bien señala David Córdoba, autor de una brillante síntesis de la teoría queer en lengua española: “más que la suma de gays y
lesbianas, [‘queer’] incluye a estos y a muchas otras figuras identitarias
construidas en ese espacio marginal (transexuales, transgénero, bisexuales,
etc.), a la vez que se abre a la inclusión de todas aquellas que puedan proliferar en su seno”; es decir, designa “todo aquello que se aparta de la norma
sexual, esté o no articulado en figuras identitarias” (22).
En la misma línea, Hortensia Moreno, en la introducción a un espléndido número de Debate feminista dedicado a las “raras rarezas” y la teoría
queer, afirma que “[e]l giro importante de la reflexión queer es su voluntad
inclusiva”, voluntad que lleva a Moreno a hablar no sólo de gays, lesbianas
y “aquellos que ejercen algún tipo de ‘sexualidad disidente’ como el
travestismo, transexualidad, transgenerismo, etcétera” sino también de
mujeres y “las denominadas personas ‘de color’” (x). Aunque muchos teóricos de lo queer no irían tan lejos, casi todos apuntarían a la centralidad de
alianzas reales e imaginadas entre personas marginadas. Sedgwick, a la
vez más precisa y menos concisa que Moreno, habla de
lesbianas femeninas penetradoras, locas new age, fantasiosos y fantasmadoras,
travestis, clones, leathers, mujeres con smoking, mujeres feministas, hombres feministas, onanistas, traileras, divas, jotos, machos sumisos, mitómanos, transexuales, tías, hombres que se definen como lesbianas, lesbianas que se acuestan
con hombres, o todos aquellos y aquellas capaces de liarse con aquellos otros, y de
aprender con ellas o de identificarse con ellos” (citado en Lebovici y Séguret, 144).
Ante una lista que fácilmente podría ampliarse, la presunta habilidad
del término “queer” para abarcarlo todo, o casi todo, vendría a ahorrarnos
tiempo y aliento: ¿para qué decir “gay-lesbiana-bisexual-transexualtransgénero-etcétera” cuando basta un solo vocablo? Más importante aún,
vendría a liberarnos del narcisismo de las pequeñas diferencias que supuestamente aqueja a las “figuras identitarias” antes mencionadas y nos
ayudaría a efectuar, en palabras de Moreno, “una diversidad que se integra
bajo un sistema de afinidades y preocupaciones comunes al que las investigadoras e investigadores queer se refieren como una ‘sombrilla’” (x). Económico y proteico a la vez, el término “queer”, antaño vejatorio y nocivo,
resumiría una dinámica contestataria y reivindicativa, diversificada y unificadora, cuyos valores más relevantes serían la apertura, la inclusión y la
superación de la identidad misma.
Brad Epps
Pero si una lógica de apertura, inclusión y superación subyace y moviliza un ideal de resignificación, aglutinación y expansión según el cual
marginados sexuales de todo el mundo se unirían como “queers” para reclamar sus derechos y transformar la realidad sociopolítica, este mismo
ideal —utópico en sus pretensiones supralingüísticas, supranacionales y
supraidentitarias— tampoco se libra de exclusiones y restricciones.10 Nadie
menos que Judith Butler, criticada erróneamente por haber fomentado una
visión utópico-voluntarista del mundo en nombre de lo “queer”, se pregunta si no “debe haber una manera de reflexionar sobre las restricciones impuestas a la resignificación ... que tome en consideración su inclinación a
retornar a lo ‘ya establecido desde hace tiempo’ en las relaciones del poder
social” (2002: 314). Butler reconoce que, “[n]i el poder ni el discurso se renuevan por completo en todo momento; no están tan desprovistos de peso
como podrían suponer los utópicos de la resignificación radical” (Ibid.).11
Los utópicos de la resignificación radical: la frase tiene tela e indica hasta
qué punto la propia Butler, baluarte de la teoría queer y cita prácticamente
obligatoria, desconfía de la retórica triunfalista que haría de la anti-normatividad o la no-normatividad queer una orgía perpetua más allá de toda
restricción y exclusión identitarias.12 De hecho, lejos de superar la problemática de la identidad, “queer” acaba configurándose, a despecho de los
utópicos de la resignificación radical, como una identidad más allá de la
10
Entre las exclusiones y restricciones hay que contar las automarginatorias. En palabras de Hortensia Moreno: “Las prácticas sociales derivadas de una conciencia queer se
plantean de inicio como una respuesta a la segregación y, sin embargo, no hay que
perder de vista el peligro de que se conviertan en prácticas segregativas. La autoidentificación de un discurso académico como el producto de un pensamiento alternativo
corre el riesgo, sin embargo, de convertirse en un discurso automarginatorio” (xii).
11
Altamente influida por la teoría queer y por la obra de Michel Foucault, la propuesta
de Beatriz Preciado para un “contrato contra-sexual” ejemplifica ese utopismo de la
resignificación radical. “En el marco del contrato contra-sexual”, asevera Preciado, “los
cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres y mujeres, sino como cuerpos
parlantes, y reconocen a los otros como cuerpos parlantes. Se reconocen a sí mismos la
posibilidad de acceder a todas las prácticas significantes, así como a todas las posiciones
de enunciación, en tanto sujetos, que la historia ha determinado como masculinas,
femeninas o perversas” (18, cursivas mías).
12
Con frecuencia la crítica de la identidad se manifiesta como repudio de la identidad.
Esto ha provocado relaciones tensas cuando no beligerantes entre, por un lado, algunos
teóricos queer y, por otro lado, algunas feministas y estudiosos y activistas gays, lesbianas,
bisexuales y transexuales.
223
224
desde lo queer
identidad cuando no simplemente como otra identidad más.13 La persistencia de la identidad lleva a Butler a hacer suya la postura de Gayatri Spivak,
quien habla del “necesario error de identidad” (Butler 2002: 322). Según Butler,
si la identidad es un error necesario, entonces será necesario afirmar el término
“queer” como una forma de afiliación, pero hay que tener en cuenta que también
es una categoría que nunca podrá describir plenamente a aquellos a quienes pretende representar” (2002: 323).
Ahora bien, esta plenitud imposible no es sólo temporal —“nunca”—
sino también espacial, en el sentido de que “queer” no podrá describir en
ninguna parte, ni mucho menos en todas partes, a todos aquellos a quienes
pretende representar. Butler, no obstante, obvia las implicaciones espaciales —o mejor aún, geopolíticas— de su análsis y se queda con lo que podría
llamarse, algo irónicamente, la “priorización” de la temporalidad:
[c]uando el término “queer” se utilizaba como un estigma paralizante, como la
interpelación mundana de una sexualidad patologizada, el usuario del término
se transformaba en el emblema y el vehículo de la normalización y el hecho de
que se pronunciara esa palabra constituía la regulación discursiva de los límites
de la legitimidad sexual. Gran parte del mundo heterosexual tuvo siempre necesidad de estos seres “queer” que procuraba repudiar mediante la fuerza performativa del término (2002: 313).
Este “cuando”, signo de la temporalidad que Butler prioriza, remite,
como ya se ha señalado, a un proceso de “resignificación” y “refundición”
—como precisa Butler, “en el sentido brechtiano” (Idem)— que asegura que
el imperfecto “se utilizaba” se halle atravesado por un presente, un hic et
nunc, en el que lo que era un “estigma paralizante” se “desparaliza” y se
“desestigmatiza”, al menos en parte.14 Íntimamente imbricados, el pasado y
13
No todos los teóricos queer arremeten contra la identidad. Alexander Doty, por
ejemplo, se refiere explícitamente a una identidad queer: “esta ‘barahúnda crítico-teórico-política respecto a cómo [sic] llegar al fondo del queerness ... constituye en realidad una
de sus principales armas durante este primer periodo de formación de la identidad,
cultura y teoría queer” (103).
14
Junto al “cuando”, cabe señalar el “siempre” con el que Butler modifica una supuesta
necesidad heterosexual: “Gran parte del mundo heterosexual tuvo siempre necesidad de
estos seres ‘queer’ que procuraba repudiar mediante la fuerza performativa del término” (cursivas mías). Incluso si admitiéramos que “siempre” podría funcionar a la
manera del “toujours déjà” tan caro a la desconstrucción, aquí sus efectos son curiosamente ahistóricos —o si se quiere, atemporales— y requieren un suplemento histórico:
desde que “gran parte del mundo” empezara a definirse como heterosexual —es decir,
desde finales del siglo XIX cuando se acuñaron los términos “homosexual” y “hetero-
Brad Epps
el presente, como tiempos de injuria y de reivindicación respectivamente, se
revelan sin embargo menos generales de lo que Butler aquí pareciera admitir: porque si “gran parte del mundo heterosexual tuvo siempre necesidad
de estos seres ‘queer’ que procuraba repudiar mediante la fuerza performativa del término” es sólo en la medida en que “gran parte del mundo”es
anglófono y está familiarizado, consciente e inconscientemente, con la carga sociolingüística y “la fuerza performativa” de “queer”.
Es justo el proceso de “refundición”, de “reapropiación” e “inversión
significante”, de “recontextualización” y “resignificación” (2002: 314), lo
que distingue “queer” de otros vocablos menos estigmatizados y estigmatizantes como “gay” o “lesbiana”.15 Si bien puede ser que al pasar de un
sistema lingüístico a otro todo vocablo se recontextualice y se resignifique,
en el caso de “queer” la recontextualización y la resignificación vienen servidas de antemano y, lo que es más, animan su introducción e incorporación
a otras lenguas de una manera ya no estigmatizante, ni siquiera especialmente desafiante, sino ya directamente triunfante. En un contexto no anglófono, es decir en “gran parte del mundo”, donde ni hay ni puede haber
memoria de “cuando el término se utilizaba como un estigma paralizante”,
lo que se impone no es tanto una dinámica de resignificación marcada por
la precariedad y la polivalencia —precariedad y polivalencia que confieren
al término una parte considerable de su fuerza epistemológica y política—
como el triunfo de una teoría metropolitana elaborada más intensamente en
Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países anglófonos. De hecho, ¿es a la
luz de la precariedad y polivalencia de la resignificación que Butler se pregunta si “queer”, “reitera la lógica de repudio mediante la cual se engendró
el término? ¿Puede el término superar su historia constitutiva de agravio?
¿Presenta hoy la oportunidad discursiva para construir una fantasía vigorosa y convincente de reparación histórica?” (2002: 314). Pero he aquí que
sexual”— siempre tuvo necesidad de estos seres “queer”. Ya que Butler no presenta ni
la homosexualidad ni la heterosexualidad como formaciones eternas, hay que leer este
“siempre”, al igual que el “nunca” que también emplea, de una manera más históricamente —más temporalmente— delimitada.
15
No es que “gay” y “lesbiana” no puedan utilizarse también como armas arrojadizas
(“gay” en el argot inglés ha llegado a convertirse, sobre todo entre los jóvenes, en una
palabra casi tan despectiva como “queer”), sino que “gay” y “lesbiana” son, en sus
primeras acepciones, o bien “descriptivas” (en la medida en que esto sea posible) o bien
medallas de orgullo de manera más directa que en el caso de “queer”.
225
226
desde lo queer
tanto la reiteración como la fantasía de una superación o reparación del
agravio histórico encuentran un límite geolingüístico, espacial que hace
que fuera de un contexto no anglófono la repetición, en cuanto memoria y
desmemoria históricas, lejos de ser “brutal e implacable” (2002: 314), sea
prácticamente insignificante o, si se quiere, significativa sólo como abstracción teórica de una práctica histórico-discursiva angloparlante.
Las ramificaciones tanto teóricas como prácticas de los límites del término “queer” son apremiantes a la hora de configurar una política en su
nombre, especialmente cuando esta se presenta de acuerdo con los principios de la democracia radical. La precisión es importante, porque al recalcar
la “contingencia del término” (2002: 323), ya implícita en la posibilidad de
una reiteración de la lógica de repudio mediante la cual se engendrara,
Butler proclama operar “no sólo con el propósito de continuar democratizando la política queer, sino además para exponer, afirmar y reelaborar la
historicidad específica del término” (Idem). Pero tanto la democratización
de la política queer como la exposición, afirmación y reelaboración de la
historicidad específica del término necesariamente pasan por una realidad
que recibe relativamente poca —por no decir ninguna— atención en el análisis de Butler: el hecho de que “queer” y por extensión cualquier política
democratizante que se articule en su nombre, provienen de una lengua específica, el inglés, cuya proyección como “lengua franca” o “lengua universal”
no puede desligarse del todo de otros factores de orden económico, político,
cultural e incluso militar. Si respecto al término “queer” hay que tomar “en
consideración su inclinación a retornar a lo ‘ya establecido desde hace tiempo’ en las relaciones del poder social” (citado arriba), también hay que tomar en consideración dónde “queer” ha estado “establecido desde hace
tiempo” y, por lo tanto, dónde —y cómo— se dan “las relaciones del poder
social” con las que Butler correctamente asocia el término.
Por ejemplo, “las relaciones del poder social” no presentan en México
la misma historia de codificación jurídico-lingüística ni la misma historia
de descodificación o resignificación político-intelectuales que en los Estados Unidos. De ahí que Carlos Monsiváis, en un ensayo sobre lo “queer” y lo
“rarito”, se pregunte: “¿Cómo se explica en el siglo XIX mexicano la ausencia
de leyes y reglamentos a propósito de las minorías sexuales, o la inexistencia de artículos, personajes literarios o incluso representaciones caricaturales de la gente gay?” (1997: 12). Para Monsiváis la respuesta —si de
respuesta se puede hablar— se halla en la “[l]ógica del ocultamiento: lo que no
se nombra no existe” (Idem). La lógica del ocultamiento es aquí tan insistente
Brad Epps
que la incitación a los discursos que Michel Foucault presentara como su
contrapartida parecería funcionar de manera menos impactante en México
y otros países latinoamericanos que en partes de Europa y Estados Unidos.
Si bien se llega a susurrar (en el confesionario o el salón) o incluso a gritar
(en la calle o la cárcel) algo acerca de prácticas sexuales no normativas, es en
el campo de la escritura donde la lógica del ocultamiento se ejerce, siempre
según Monsiváis, con más rigor: “el pecado nefando contradice a tal punto ‘la
esencia’ de los mexicanos que no se admite por escrito, y se le deja a la cultura
oral el castigo al marica, el monopolista de los agravios contra la masculinidad” (1997: 13, cursivas en el original). Semejantes precisiones nacionales,
que son a su vez generalizaciones, se entretejen con otras precisiones y generalizaciones, como las que señala Bolívar Echeverría respecto al catolicismo
hispano y el protestantismo anglosajón: “aquello que parecería ser el ‘mismo’ fenómeno que a la cultura puritana anglosajona se le presenta como
queerness” (1997: 8) es en realidad otra cosa, al menos en parte, en la cultura
hispano-católica.
Ante tantas precisiones y generalizaciones resulta ineludible preguntarse hasta qué punto se pueden generalizar —y precisar— las relaciones
del poder social y el posible retorno a lo “ya establecido desde hace tiempo”
en y a través de ellas. No es tan sólo que lo “queer” pueda revertir a algo
injurioso en un contexto anglófono, sino también que puede señalar, seguramente a pesar suyo, unas relaciones de poder en un contexto multilingüe e
internacional que incluirían la hegemonía de la lengua inglesa y el poderío
angloamericano en general. Estas relaciones, por imprecisas, opacas y resbaladizas que sean, son de tal magnitud que la democratización de la política queer, más allá del contexto anglófono en el que Butler escribe y se mueve,
tal vez debería implicar no sólo la refundición y resignificación del término
“queer”, no sólo su traducción ideal e imposible (un solo término por otro
frente a la paráfrasis o proliferación de términos), sino también, como veremos un poco más adelante, su posible elisión, incluso su desaparición.16 Pre-
16
“Queer”, dice Echeverría, “tiene en inglés un sentido que no puede entenderse directamente en español mediante el uso de un equivalente —‘atravesado’ o ‘invertido’, ‘chueco’
o ‘raro’— que fuera capaz de traducirlo en el nivel ‘decente’ del uso lingüístico, que es el
nivel al que pertenece. Para que suceda tal cosa, el español debe recurrir a alguna
paráfrasis” (7). Es interesante notar que Echeverrría se refiere a un “nivel ‘decente’ del
uso lingüístico” que parece aludir menos a la historia “indecente” de “aquello” que el
227
228
desde lo queer
tender lo contrario, pretender que “la democratización de la política queer”
pasara por la conservación, expansión y monumentalización del término
“queer” (esta no es la postura de Butler, que conste) implicaría monumentalizar lo que Echeverría llama un “‘vacío’ en el léxico español”, vacío, carencia o falta que aparece como tal sólo cuando una lengua es “juzgad[a] desde
la ‘plenitud’ de [otra]” (1997: 7); es decir, implicaría caer no sólo en el utopismo de la resignificación radical que Butler critica, sino también en el
distopismo de la globalización como angloamericanización.
Entre los retos y riesgos de un movimiento contestatario a escala internacional, pocos hay que sean más insistentes que el impulso utópico, impulso que se nutre de los aspectos más intolerantes, violentos e inquietantes
de la realidad y que se articula, junto con las acciones que configuran el
activismo, en y a través de la lengua. La utopía, neologismo de Tomás Moro
(1478-1535) que remite al griego clásico y que significa, como bien se sabe,
“no lugar” (ou + topos) y en menor grado “buen lugar” o “feliz lugar” (eu +
topos), cobra unos visos inopinados en el contexto que aquí nos concierne,
ya que la mayoría de las sociedades ha tendido a consignar al sujeto “raro”,
“extraño”, “torcido” o “desviado”, al sujeto queer, a ningún lugar que no sea
abyecto, pecaminoso, criminal o anormal (las excepciones, muy diversas
entre ellas, del tipo berdache, fa’afafine, o candomblé confirman una regla tristemente general). En otras palabras, la utopía heterosexualparece implicar
la distopía homosexual. Esta situación ha motivado y sigue motivando no
sólo la búsqueda y creación de espacios más acogedores —bares, centros,
barrios— sino también la transformación de espacios más privilegiados y
poderosos, más ampliamente públicos. Si bien es verdad que, como dice E.
M. Cioran, “la miseria es ... el gran auxiliar del utopista” (1960: 105), también es verdad que la miseria varía notablemente de lugar en lugar y en sus
término designaba que al hecho de que el término, al convertirse en una marca académica y activista, teórica y práctica, inevitablemete se ha “adecentado”. También es interesante notar que Greg Hutcheson, en unas reflexiones publicadas en forma electrónica
acerca de un libro titulado Queer Iberia que editó con Josiah Blackmore, lleva a cabo
una auto-crítica en la que aduce unos argumentos parecidos a los de Echeverría: “En
última instancia ‘queer’ es un término tan arraigado en su etimología y en su historia de
apropiación deliberada por parte de la comunidad gay angloamericana que no puede ser
expresado por un solo término en español. Al usar ‘queer’ en nuestro título [Queer Iberia],
creamos sin saberlo una entidad que se resiste a priori a una traducción fácil y rápida y
que parece imponer el inglés como la base no examinada (‘the default’) para hablar de
los sujetos ibéricos que estudiamos y que perpetúa modelos angloamericanos”.
Brad Epps
variaciones hace que la utopía y su contrapartida, la distopía, varíen también. En aquellos lugares en los que la mera subsistencia es una lucha diaria
(es decir, “en gran parte del mundo”), muchos de los planteamientos de la
teoría queer, articulados en inglés y con un sinfín de referencias a la política
y cultura anglófonas, parecen estar realmente “fuera de lugar”, es decir, ningún lugar que no sea el del “Imperio” mismo.
Al aducir el “Imperio” y la globalización como angloamericanización,
no quisiera sucumbir a la simpleza totalizante según la cual todo lo que
viene de los Estados Unidos estuviera inhabilitado de antemano, o como si
Europa y otras partes del mundo no fueran neoimperialistas también, o
como si el neoimperialismo y la globalización no presentaran fisuras o fueran lo único que importara.17 Pero tampoco quisiera esquivar la percepción,
muy real, de que gran parte, si no todo lo fabricado en Estados Unidos, la
teoría queer evidentemente incluida, es cómplice de unos presupuestos ideológicos cuya crítica —o resignificación— está condicionada y limitada por
estos mismos presupuestos ideológicos. Aun admitiendo que los condicionamientos no son determinantes ni mucho menos deterministas, que la percepción de una totalidad perfecta participa del mismo totalitarismo utópico
—o más bien distópico— que se pretende criticar, es importante reconocer,
como mínimo, que el énfasis en un término particular pone de relieve el peso
de su procedencia, es decir, de los lugares de su ideación, elaboración y
diseminación teórico-prácticas.18 El hecho de que los partidarios de lo
“queer” (entre los cuales, toutes proportions gardées, me contaría yo) den tanta importancia al vocablo —Eve Kosofsky Sedgwick, como veremos, llega al
17
Edward Said ha criticado la tendencia por parte de algunos de no aceptar ningún
cuestionamiento del imperialismo desde dentro: “Deberíamos mencionar otra ironía a
este respecto: exactamente igual que algunos sionistas han convertido en obligación
suya defender el orientalismo contra sus críticos, algunos nacionalistas árabes han
realizado un esfuerzo cómico para ver la controversia orientalista como una trama
imperialista para fortalecer el control estadounidense sobre el mundo árabe. Según este
poco plausible escenario, los críticos del orientalismo no son antiimperialistas en absoluto, sino agentes encubiertos del imperialismo. La conclusion lógica de ello es que el
mejor modo de atacar el imperialismo es no decir nada sobre él. En este aspecto admito
que hemos abandonado la realidad por el reino de lo ilógico y de la perturbación mental” (209).
18
Aunque el término “gay” también se ha entendido y criticado como un anglicismo,
proviene del latín gaudium (“alegría”, “gozo”) y más específicamente del occitano,
donde designaba el arte poético (la gaya ciencia, la gaya doctrina, el gay saber), la
alegría de la lengua.
229
230
desde lo queer
extremo de presentar un “argumento en contra de la obsolescencia” de
“queer” (1993: xii)— exige, sin embargo, una reflexión más matizada sobre
el utopismo y distopismo de las lenguas, de las palabras y de sus coordinadas no sólo temporales sino también espaciales.19
La importancia de la espacialidad, de lugares y no lugares, de realidades, utopías y distopías, es, en fin, prácticamente insoslayable en cualquier
reflexión sobre la temporalidad. Butler misma, a pesar de privilegiar —o
priorizar— la temporalidad del término “queer”, recurre a metáforas espaciales, entre las cuales cabría destacar “red de autorización y castigo” (2002:
316), “cadena de convenciones vinculantes” (2002: 317) y “sitio de oposición colectiva” (2002: 320). Aunque no lo aclare Butler, todas estas redes,
cadenas y sitios de oposición colectiva varían de país en país, lugar en
lugar, y condicionan el significado de “queer”, haciendo que su internacionalización o, desde otra perspectiva, su globalización, se complique y que
cualquier reflexión sobre su temporalidad, sin más, se quede corta. En un
contexto angloparlante, la fuerza histórico-discursiva de “queer” es, como ya
queda dicho, no sólo precaria sino también polivalente, implicando tanto la
calle como el aula, tanto la esfera “privada” del hogar como la esfera “pública” de la polis, tanto las “alturas” de la reflexión filosófica como los “bajos
fondos” de la violencia física. En un contexto no angloparlante, sin embargo, el término “queer” no es callejero o coloquial, y su precariedad y
polivalencia, sus refundiciones, reiteraciones, reparaciones y revisiones,
tienden a solidificarse de manera casi exclusivamente académica y/o teórica —de ahí que se haya hablado antes de un triunfo problemático de la
teoría. La resignificación y reivindicación de “queer” dependen de unas
historias, memorias y prácticas a la vez íntimas y callejeras —no siempre
tan diferentes de lo que Perlongher, vía un “prostituto entrevistado”, llamara un “acontecer en la calle” (1997a: 49). Este acontecer en la calle, en muchos respectos tan abierto y fluido, implica también un decir en la calle, de la
calle, cuyas resonancias no deben subestimarse.
Es a la luz de estos decires y aconteceres que quisiera recurrir a una
historia “sociolingüística” tan específica que podría calificarse de “mía” a
19
Después del fracaso del volapük y del esperanto, lenguas artificiales y pretendidamente
universales lanzadas a finales del siglo XIX a fin de superar las diferencias nacionales,
parece que tenemos que resignarnos a usar lenguas llamadas “naturales” con todas sus
inevitables limitaciones.
Brad Epps
fin de teorizarla, es decir generalizarla, de modo deliberadamente incompleto e
insuficiente.20 La historia, banal en su dramatismo personológico (como diría
Perlongher), es “sociolingüística” en la medida en que expone el yo, el “mío”,
como un efecto de hábitos, costumbres y actitudes condensados y activados
en “actos de habla” que lo anteceden, lo superan y lo hacen perdurar en
clave memorística e identitaria. La memoria y el necesario error de la identidad: todavía recuerdo la mezcla de espanto, furia, desconcierto e inquietud que manifestó mi madre cuando yo, muy aficionado al diccionario a
los doce años, usé la palabra “queer” en referencia a mi hermano. Lo usé,
me apresuro a precisar, como si realmente pudiera significar “extraño” o
“raro” a secas, como si fuera una sencilla palabra y no una señora palabrota, como si el diccionario fuera objetivo y, por lo tanto, meramente descriptivo.21 Tardé bastante tiempo en entender —ésa es la palabra, “entender”—
la razón por la cual mi madre reaccionara con tanta pasión crispada al oír
en boca de su hijo mayor la palabra “queer” aplicada a su hijo menor.22 La
entendí cuando oí en la calle, poco después de salir del colegio (donde a
veces leía el diccionario), la misma palabra pronunciada en un tono que no
sólo me desconcertó sino que me dio miedo —ésa es la palabra, “miedo”—
como si después de la palabra tuviera que venir forzosamente el golpe. Sin
entender exactamente lo que significaba la palabra “queer”, entendí lo suficiente como para darme cuenta de que se trataba de una palabra con la que
había que ir con cuidado, que había que usar con cuidado, y a la que había
que responder con cuidado.
20
El propio Perlongher recurre a “un ejemplo familiar” en el que su padre —“las locas
también tienen papá”— y su madre —“qué sería una loca sin madre, ‘deseoso es aquél
que huye de su madre’, dice Lezama Lima”— refuerzan de una manera íntima la idea,
que Perlongher resiste por supuesto, de que “[s]e puede hablar del dolor, mas no del
goce” (1997j: 31).
21
Como observa María Ángeles Calero Fernández en un artículo sobre la presencia y
ausencia de vocablos con los que se designan la homosexualidad y la heterosexualidad
en varios diccionarios de la lengua española, “los diccionarios son textos en los que
pueden percibirse rasgos de subjetividad tanto en la macroestructura como en la microestructura” (47). Dichos rasgos de subjetividad son particularlmente imponentes
cuando se trata de vocablos que son “susceptibles de ser objeto de censura dada su
estrecha relación con el tabú lingüístico” (47).
22
La fuerza de “la palabra en la boca” es notada por Perlongher: “la grosería chongueril
—andando siempre ‘con el culo en la boca’: si cuando digo la palabra carro, un carro
pasa por mi boca, al decir culo…” (1997g: 37).
231
232
desde lo queer
Es justo esta historia íntima y callejera, verbal y corporal, este recuerdo
de diferentes momentos y lugares en los que “queer” se me comunicara con
toda su carga injuriosa y amenazante, lo que difícilmente podría repetirse en
un contexto no angloparlante y lo que constituiría uno de los frenos u obstáculos a la expansión globalizante del término. Desde otro contexto cultural
y lingüístico, aquí el mexicano, el ya citado Bolívar Echeverría observa el
mismo —aunque no simplemente el mismo— obstáculo:
Se trata, en verdad, de un obstáculo más general y que tiene que ver con la
posibilidad real que tenemos nosotros, aquí en México, de tematizar directamente,
de manera natural o ingenua, el fenómeno de la queerness [sic]. Si dejamos de lado
la ilusión según la cual las distintas lenguas no serían otra cosa que “dialectos” de
una sola lengua universal, la “lengua del Hombre”, cabe preguntarse si la nuestra,
el código que hace posible nuestra habla concreta, la del español americano, dispone de un lugar adecuado para lo que queremos decir con queer; en otras palabras, si alguna experiencia histórica equiparable a la de los hablantes del inglés ha
dejado su impronta en la lengua que hablamos y que nos habla, y nos permite
ahora tratar de lo queer como algo realmente conocido (1997: 7).
Aunque el aparente deseo de “tematizar directamente, de manera natural o ingenua” algo tan indirecto y reñido con la ingenuidad naturalista
como la teoría queer pueda resultar irónico, Echeverría reconoce que “el
fenómeno” aquí examinado se articula en una lengua específica con una
historia específica y productora de unas experiencias específicas.
Debo aclarar que lo más importante no es que el término “queer” pertenezca a mi lengua materna sino que —para volver a un pasaje ya citado de
Butler— “el usuario del término” funcione como “el emblema y el vehículo
de la normalización” y que la palabra se use como “un estigma paralizante,
como la interpelación mundana de una sexualidad patologizada”. En Chile, España o México, en determinadas partes de Boston, Nueva York o Los
Ángeles, el “estigma paralizante” no se verbalizaría como “queer”, ni tampoco “raro”, “torcido” o “desviado” sino, por ejemplo, como “maricón” o
un sinfín de otros términos más o menos locales, ninguno de los cuales,
como señala Alfredo Martínez Expósito, se ha generalizado como vocablo a
la vez injurioso y reivindicativo con el mismo éxito, la misma “comodidad”,
que “queer” (2004: 21). Ahora bien, al hablar de violencia física es importante reconocer que en cierto sentido el sentido de la palabra específica —“queer”,
“dyke” o “fag”, “maricón”, “tortillera”, “marimacho”, o “sarasa”, etc.— no
importa, ya que el sentido no pasa únicamente por la comprensión verbal
sino también, y a veces con más eficacia, por la fuerza de su enunciación,
por el calor de la voz y la energía de los gestos corporales que acompañan su
Brad Epps
articulación. Sea como fuere, la aparente generalidad de la violencia, como
amenaza y como actualización, no se resume en una sola palabra, en una
sola lengua; “la interpelación mundana de una sexualidad patologizada”
puede ser tan variada como los contextos sociales, mundanos, en los que se
efectúa.
También debo aclarar que esta pequeña historia (inter)personal ocurrió
décadas antes de la resignificación teórico-política de “queer” y, por lo tanto, de su resignificación mercantilista, es decir, su comercialización en programas de televisión tan ñoños y gozosamente cómplices del capitalismo
neoliberal como Queer as Folk y, sobre todo, Queer Eye for the Straight Guy
(traducido como Operación G en España).23 Aunque es verdad que “queer”,
una vez reivindicado por académicos y activistas, se ha dado a usos comerciales (proceso por otra parte típico de la mercantilización tardocapitalista
que lo engulle todo, desde la imagen del Che Guevara, la bandera soviética
y pedazos del muro de Berlín hasta las formas de hablar, vestir, bailar y
comer de comunidades marginadas), también es verdad que perdura como
rastro y recuerdo de una amenaza todavía actualizable en el mundo anglófono, pero casi del todo inoperante en otros contextos lingüísticos, donde
otras palabras preludian otros golpes. Tanto es así que aunque la palabra
“queer” ha experimentado un proceso de resemantización impresionante,
aunque ha pasado de ser motivo de escarnio a ser motivo de orgullo, desafío
y resistencia, aunque ha llegado a designar toda una corriente teórica y
política e incluso a convertirse en cebo publicitario, el mero hecho de que
siga levantando ampollas entre muchos angloparlantes, sobre todo de una
“cierta” edad (he aquí un aspecto generacional de la temporalidad que Butler
examina más abstractamente), es algo que sólo se descarta en detrimento del
valor de la teoría que se articula en su nombre. Dicho tal vez con demasiada
firmeza, la teoría queer no sería nada, o casi nada, sin esas microhistorias
23
Queer as Folk es una serie lo suficientemente compleja y contradictoria como para
constituir una crítica de determinadas prácticas consumistas e insolidarias dentro de
la comunidad gay. Queer Eye, en cambio, es un gran anuncio publicitario en el que el
consumo capitalista se entroniza como el significado último de lo “queer”; en España,
interesantemente, la serie duró poco. Respecto a Queer Eye también es interesante notar
que se borra la “q” de “queer” y se vuelve a la “g” de “gay”, otra palabra de procedencia “foránea” cuya historia, sin embargo, no pasa por la refundición de una acepción
injuriosa. Evidentemente, por mucho que algunos intenten distinguir “queer” de “gay”
u “homosexual”, muchos otros los ven como meros sinónimos.
233
234
desde lo queer
interpersonales, sin el tufo todavía persistente —aunque cada vez más perfumado por el éxito, eso sí— de la mierda que rezumara, la violencia que
augurara y la inquietud que generara la palabra “queer”.
No cabe duda, pues, de que “queer” tiene más resonancia, más peso,
más fuerza, en un contexto mayoritariamente anglófono que en cualquier
otro, donde su uso poco común, poco “mundano”, se limita a los sectores
académicos y activistas ya indicados. Este hecho aparentemente obvio y
sencillo suele pasar inadvertido en gran parte de la producción queer en
lengua inglesa y suele diluirse ante las pretensiones generalizantes propias
de toda teoría (he aquí una generalización metateórica), incluso cuando
esta quiere mostrarse atenta, como en el artículo presente, a localizaciones,
particularidades y personalizaciones. Por si esto fuera poco, una localización más lingüísticamente atenta —implícita en la tendencia de incluir en
casi todo examen de la teoría queer en lengua española una definición de la
palabra “queer”— tampoco carece de problemas. Como señala Martínez
Expósito respecto al intento de Ricardo Llamas de promover una teoría torcida como réplica española a la teoría queer: “esa misma especificidad cultural es la que impide que esa teoría torcida pueda generalizarse con comodidad
a todo el espectro de la homosexualidad, a pesar incluso de la propia capacidad de autocrítica que la teoría manifiesta” (2004: 21, cursivas en el original).24 Dejando de lado la cuestión de si la comodidad es un valor crítico
(sostendría más bien lo contrario), y recordando que en todo caso no se
trataría sólo de “todo el espectro de la homosexualidad”, sino de “todo
aquello que se aparta de la norma sexual”, es importante preguntarse si la
generalización de la teoría queer, por lo visto más cómodamente aceptada
entre muchos críticos hispanohablantes (David Córdoba, Javier Sáez, Pedro
Vidarte, Juan A. Herrero, Carmen Romero Bachiller, el ya citado Martínez
Expósito, entre otros) que la propuesta torcida, no se nutre de especificidades culturales que habrían de hacer incómoda su generalización.25
24
La tendencia de incluir una definición de la palabra “queer” en el examen de la teoría
queer se halla en Monsiváis y Echeverría, en Córdoba, quien empieza su estudio con
“una aclaración previa de tipo terminológico” (21), y en Ernest Alcoba, autor del prólogo a la edición española de una colección de ensayos sobre teoría queer y pedagogía por
Susan Talburt y Shirley R. Steinberg, quien desmenuza el “cuño teoría queer” al señalar
como el “término queer (‘marica’, ‘rarito’, ‘extraño’, etc.)” pretende invertir y así “minar,
desde dentro, un pensamiento que encierra al otro en una etiqueta” (9). Es precisamente
este “desde dentro” lo que merece considerarse con más detenimiento.
25
Otro de los impedimentos para la generalización de la teoría torcida tiene que ver con
el propio término “torcido,” el cual capta parte de la etimología de “queer”, pero que no
Brad Epps
El propio Martínez Expósito, quien afirma que “[r]esulta muy tentador
usar modelos teóricos desarrollados en los Estados Unidos y otros países
anglosajones”, reconoce no obstante que “su aplicación a las sociedades de
habla hispana es, por lo menos, problemática, cuando no abiertamente dañina” y, de modo más constructivo, que “[u]na teoría queer de fuerte impronta social sólo es posible tras años de activismo militante” (2004: 23).
Hago mía la postura de Martínez Expósito con la salvedad de que, en principio, no me limito a considerar problemática la aplicación de la teoría queer
a sociedades de habla española sino a cualquier sociedad que no sea mayoritariamente anglófona (lo cual no quiere decir que el uso de lo queer no
pueda ser problemático en las sociedades mayoritariamente anglofónas también). Dicho esto, son precisamente estas “sociedades de habla española”,
indudablemente muy diferentes entre sí (la renovada hegemonía de España
en muchas economías latinoamericanas sería uno de los ejemplos más notorios de esas diferencias, aunque también se podría señalar todo tipo de
tensión entre países latinoamericanos), las que motivan mis reflexiones acerca de los tiempos, lugares y límites de (lo) “queer”, y que hacen que la “teoría
queer” me resulte problemática dentro de sus mismas promesas.
El problema es que la teoría queer —a diferencia de la queer theory— no
inquieta, o al menos no inquieta por las razones aducidas arriba: la carga
histórica, práctica e interpersonal de la palabra “queer”, su familiaridad
sedimentada, su polisemia contradictoria (escarnio y elogio, tradición e innovación), todo lo cual permanence virtual en un contexto no anglófono.
Pero hay más. En un contexto angloparlante, la queer theory, pese a su “éxito” relativo, constituye una especie de unión marcada por la desunión, una
pareja lingüística dispareja parecida en ciertos respectos al “híbrido bastardo” que Havelock Ellis encontrara en la palabra “homosexual”: por un
lado, “queer”, de connotaciones tan groseras que no necesitan ser explicitadas
por ningún académico para ser entendidas por todo angloparlante y, por
otro lado, “theory”, de alcurnia griega, sostén del léxico filosófico y del pen-
se emplea de manera coloquial como lema despectivo (nadie interpela o increpa a nadie
con el término “torcido”). Si la generalización es problemática, también lo es la especificación, porque toda cultura es, en cierta medida, heterogénea —algunas supuestamente
más que otras. Tal es el caso de los Estados Unidos de América, país en el cual la
diversidad y la heterogeneidad funcionarían como un rasgo específicamente norteamericano. Entre los críticos que han estudiado esta aparente paradoja y sus usos nacionalistas
se encuentran, por ejemplo, Carrie Tirado Bramen y Frederick Buell.
235
236
desde lo queer
samiento especulativo.26 Aunque “teoría queer” bien podría considerarse
otro “híbrido bastardo” (y tal vez incluso más que “homosexual”, ya que la
combinación de elementos grecolatinos que tanto molestara a Ellis formaba
parte, después de todo, de una larga tradición intelectual), el hecho es que
tanto “teoría” como “queer” llevan el sello del ámbito académico-intelectual
que es precisamente lo que queer theory pone en entredicho. Es decir, no hay
nada que ligue “queer” y “theory” que no sea precisamente la voluntad
consciente de promover “híbridos bastardos”, de perturbar la esfera académica, de torcer, “enrevesar” y transvaluar un significante supuestamente
ya de por sí torcido y así intentar cambiar, de una manera inevitablemente
parcial, el orden mismo de la significación.
El orden de la significación: en un ensayo de 1967 sobre Mariano José
de Larra en El furgón de cola, Juan Goytisolo declaró que: “la negación de un
sistema intelectualmente opresor comienza necesariamente con la negación
de su estructura semántica” (1976: 32, n. 2). Tras los debates en torno al
postestructuralismo y el materialismo histórico, la declaración de Goytisolo
puede resultar excesivamente confianzuda, hasta idealista, pero no deja de
señalar la importancia de las palabras en la ordenación de las cosas, los
cuerpos y la materialidad en general. Butler, tan diferente de Goytisolo,
también da testimonio de la tensión entre el discurso lingüístico y la materialidad corporal: después de Gender Trouble (1990), traducido al español
como El género en disputa, responde a las críticas de que no había atendido lo
suficientemente a cuestiones de materialidad histórico-corporal con Bodies
that Matter: On the Discursive Limits of “Sex” (1993), cuya traducción al español, Cuerpos que importan: Sobre los límites materiales y discursivos del ‘sexo’, no
capta el juego discursivo-materialista del término “matter” (que significa
tanto “importar” como “materia”) e introduce, probablemente sin quererlo,
un juego con el término “importar” que sugiere transacciones internacionales, es decir exportaciones e importaciones. Volveré a la cuestión de la traducción, cuestión que ha estado planeando por encima de lo escrito hasta
aquí, pero por el momento quisiera insistir en que la lengua, con todas sus
particularidades, también importa, también constituye una materialidad
26
El término “homosexual” y su hermano menor “heterosexual” (menor porque es
posterior a “homosexual”), ambos acuñados a finales del siglo XIX, fueron calificados
por Havelock Ellis de “híbridos bastardos” por el hecho de estar compuestos de elementos griegos y latinos; citado en Halperin 1989: 485, n. 11.
Brad Epps
significativa, y de manera tal que el sistema de significación ideológica
articulada en ella difícilmente puede desarticularse o llegar a articularse de
otra manera si no se tienen en cuenta las prácticas históricas y las experiencias interpersonales que le son “propias” y que condicionan la posibilidad
de inversiones, resemantizaciones y otros actos contestatarios e “impropios”. Si “queer theory” designa contradicciones y contiendas asentadas en
el seno de las sociedades de habla inglesa, la “teoría queer” corre el riesgo
de silenciar, bajo la fuerza de una palabra clave que se resiste a la traducción,
otras historias, costumbres y prácticas.
Que no se me entienda mal: no quiero decir, ni mucho menos, que una
lengua no pueda o no deba enroscarse con otra, que un hablante no pueda
o no deba pasar de una lengua a otra, gozar de una labia promiscua. Tampoco quiero decir que las sociedades mayoritariamente hispanohablantes
sean totales, autosuficientes y unitarias, como si otras lenguas —el mayaquiché, el gallego, el euskera, el quechua, el guaraní, el catalán, el
mapadungun, pero también el inglés, el francés, el italiano, el ruso, etc.— no
las marcaran, ni que las sociedades mayoritariamente angloparlantes sean
totales, autosuficientes y unitarias tampoco, como si otras lenguas, más
notablemente el propio español, no las marcaran. Tampoco quiero decir que
el inglés sea el inglés y el español, el español, como si no hubiera diferencias
internas y como si el espacio y el tiempo —la historia nacional, regional,
local— no importaran. Lo que sí quisiera decir es que la historia lingüística
importa, sobre todo en sus versiones interpersonales, y que incide, a veces
decisivamente, en la historia material y viceversa. También lo que quiero
decir es que todas las lenguas y, por lo tanto, todas las palabras, son frágiles
en su misma historicidad. En este respecto, mi próposito difiere del de
Sedgwick, quien inmediatamente después de reconocer que en el “mercado
norteamericano de las imágenes” casi todo es pasajero, presenta, como hemos visto, un “argumento en contra de la obsolescencia” de “queer”, un
“argumento que [mantiene que] algo acerca de [lo] queer es inextinguible”
(1993: xii).27 A pesar de que Sedgwick afirma que “queer” constituye “un
27
“En el mercado de imágenes norteamericano, tan dado a lo desechable, tal vez el
momento queer, si hoy aparece, por esta misma razón desaparcerá mañana. A pesar de
esto, quisiera que los ensayos recopilados en este libro [Tendencies] hicieran, de manera
acumulativa, testaruda, un argumento en contra de la obsolescencia: un argumento que
mantiene que algo acerca de lo queer es inextinguible”. La explícita “testarudez”
237
238
desde lo queer
momento, un movimiento, un motivo continuo, recurrente, turbulentamente
remansado, troublant”, el momento parecería eternizarse y el motivo parecería resistirse a la discontinuidad y a la desaparición. De ahí que la explicación etimológica de Sedgwick —“[l]a palabra ‘queer’ significa ‘a través’
(across) y proviene de la raíz indoeuropea -twerkw, que también nos proporciona el alemán quer (transversal), el latín torquere (torcer) y el inglés athwart”
(1993: xii)— parezca estar menos atravesada por dudas e incertezas, menos
troublant, que respaldada por una tradición cuya autoridad y norma es la
del diccionario: un diccionario, hay que decirlo, de lengua inglesa.
El gesto de Sedgwick —repetido por Ricardo Llamas en un registro español— es radical en el sentido en que recurre a las raíces de una palabra y
remite a una historia intercultural o, mejor dicho, transcultural.28 Tanto su
radicalidad como su transculturalidad son importantes, pero justo en la
dirección contraria a la que traza Sedgwick: hacia la obsolescencia y la extinción, incluso la ya mencionada desaparición (concepto clave y cargado de
resonancias simbólico-materiales, como veremos, en la obra de un argentino exiliado como Perlongher). No obstante las conexiones con el latín y el
alemán (lengua en la que Querdenker significa “pensador no convencional,
lateral, o a contracorriente”), no obstante su cuño indoeuropeo, “queer” no
deja de ser un signo mayoritariamente angloamericano cuya fuerza transvaluada remite, una y otra vez, a una temporalidad post-Stonewall, volcada
en la monumentalización. Veremos cómo la monumentalización de Stonewall
y, por lo tanto, la implantación de una historia que pareciera derivar de tiempos y lugares estadounidenses cuando no angloamericanos, se convierte en
uno de los blancos (nunca mejor dicho) de escritores, críticos y activistas
como Perlongher y el chileno Pedro Lemebel. De momento, sin embargo,
voluntarista de esta declaración de principios ha sido objeto de críticas mías en “El peso
de la lengua y el fetiche de la fluidez” y “The Fetish of Fluidity”.
28
Dice Llamas: “estamos, entonces, ante una estrategia que no puede culminar su
recorrido en vía muerta; que no acabará entrando en un cauce que la contenga. Ni podrá
fabricársele un remanso que calme sus turbulencias y fuerce su sedimentación. Ni
allanarse tampoco un arcén el que que pueda detenerse, reposar y ser reparada. Parecerá haberse salido incluso de cualquiera de los márgenes que puedan imaginarse; también del de la marginalidad. Dicho de otro modo, esta es una teoría que ha abandonado
el recto camino sin hacerse otro. O, si se prefiere, que no reconoce autoridad o legitimidad alguna que la haga entrar en vereda. [...]. Teoría queer, en definitiva, es decir, rarita.
O, si apelamos a la etimología latina del término (torquere), sencillamente, teoría torcida” (xi). Por cierto, Tendencies es de 1993; Teoría torcida de 1998.
Brad Epps
quisiera insistir en que “queer” no es ni inextinguible ni impermeable a la
obsolescencia, ni siquiera dentro de un ámbito anglófono, sino frágil, parcial y sujeto a los vaivenes de la moda y al capital simbólico. Por excepcional
y extraordinario que sea, “queer” no se libra de la ley de todos los
significantes.29
La ley de los significantes, su contingencia histórica y por lo tanto su
posible obsolescencia y extinción, no se acata fatalmente, sin embargo, sino
que puede activarse, incluso torcerse, de manera productiva. De acuerdo
con una larga práctica progresista, una comunidad alternativa que de momento parece más globalizada (en el sentido neoliberal) que internacionalizada (en el sentido marxista) podría —incluso debería, si del deber aún se
puede hablar30 — promover desde dentro de sí misma la obsolescencia y extinción de “queer”. Como escribe Carmen Romero Bachiller en un artículo
iluminador sobre poscolonialismo y teoría queer:
[l]os términos que en distintos momentos podemos emplear para marcar identificaciones y posicionamientos políticos —“homosexualidad”, “gays y lesbianas”,
“queer”— sólo son en tanto que reactualizados políticamente y personalmente, y
siempre nos resultan excesivos y raquíticos a un tiempo (2005: 156).
Si “queer” o incluso “algo acerca de [lo] queer” es verdaderamente
“transitivo —múltiplemente transitivo”, como dice Sedgwick (1993: xii), si
es verdaderamente “relacional y extraño” (Idem), sería lógico que se relacionara con otras lenguas hasta el punto de volverse extraño e irreconocible —
o reconocible sólo mediante un esfuerzo de auto-desfamiliarización que
muchos críticos angloamericanos, monolingües en su producción, no parecen dispuestos y/o capaces de realizar—. En esto, los críticos de habla española, latinoamericanos, españoles, latinos y otros, tienen mucho que ofrecer
a sus posibles interlocutores de habla inglesa, ya que incluso los críticos que
29
La excepcionalidad del lo “queer” guarda una curiosa relación con la retórica de la
excepcionalidad que marca el nacionalismo estadounidense.
30
En cuanto norma de conducta y principio de organización social, el deber es problemático en la teoría queer, pero la sigue marcando profundamente. La propuesta vagamente
programática de Butler en contra de los “objetos propios/apropiados” (“Against Proper
Objects”) así como la demanda más abiertamente programática de Preciado de borrar
“las denominaciones ‘masculino’ y ‘femenino’ correspondientes a las categorías biológicas (varón/mujer, macho/hembra) del carné de identidad así como de todos los formularios administrativos y legales de carácter estatal” (29) comprueban la persistencia de
un concepto y práctica del deber.
239
240
desde lo queer
más liberalmente salpimientan su prosa con la palabra “queer” —normalmente puesta entre comillas y/o realzada en letra itálica— ponen en circulación una serie de otras palabras y formaciones vitales, algunas de las cuales
aparecen en los títulos mismos de libros como Teoría queer: Políticas bolleras,
maricas, trans, mestizas de David Córdoba, Javier Sáez y Paco Vidarte y Escrituras torcidas: Ensayos de crítica “queer’”de Alfredo Martínez.
De hecho, la ambivalencia que evidencian los títulos de estas obras
—“queer” más “bollera”, “torcido”, “marica” y tal— puede servir de
tónica a los que, como yo, responderían a las preguntas con las que he
abierto el presente enayo de manera negativa: no puede haber un movimiento internacional verdaderamente alternativo, contestatario y contracultural que se yerga bajo la consigna de “queer”; no constituye la
conservación y diseminación de dicho vocablo la mejor forma de señalar
la diversidad génerico-sexual a escala planetaria; no constituye la traducción o la promoción de otros vocablos una opción necesariamente esencialista; no se puede desligar —o no es políticamente productivo desligar—
del todo un vocablo del contexto en el que surge. Contra los que como yo
pondrían el énfasis en la traducción (aun cuando esta es, en rigor, imposible) y en la movilización de palabras autóctonas, usadas comúnmente en
la calle y/o incluidas en los diccionarios de lengua española, normalmente como coloquialismos, se podría reivindicar la teoría queer como una
traducción incompleta, insuficiente y parcial; tal vez se podría reivindicar
la “hibridez bastarda” del término, parte en español, parte en inglés, que
antes he criticado como una formación metropolitana, académica y carente de calle; tal vez incluso se podrían reivindicar su inflexión globalizante
como una escenificación previa a una crítica de la globalización. Tal es la
postura del ya citado David Córdoba, para quien, “[l]a elección de la palabra inglesa queer y la opción de no traducirla tiene ventajas e inconvenientes ... que exceden las intenciones de quien los usa” (2005: 21). Según
Córdoba, el mantenimiento de “queer”, sin traducción, lejos de ser un gesto exclusivamente conservador y/o elitista respondería al hecho de
ser ya un término de uso común en los ámbitos del activismo (o de un cierto
activismo) y de la poca (o de una parte de la muy poca) teoría gay y lesbiana
española, y por lo tanto [al hecho de] haber sido ya importado e injertado en
nuestra (sub)cultura, perteneciendo ya a ella aunque sea como un extranjero” (Idem,
cursivas mías).
Aunque es evidente que Córdoba sabe que lo del “uso común” es muy
relativo (de ahí que hable de “un cierto activismo” y de “una parte de la muy
poca” teoría), su postura suplementa y corrige la que he venido exponiendo
Brad Epps
hasta aquí. Entre otras cosas, Córdoba reconoce que el uso del vocablo inglés no sólo corresponde a la existencia de “una comunidad que, pese a
carecer de un suelo o un lugar dentro de las fronteras geopolíticas actuales,
ha tenido y tiene una fuerza específica en el ámbito anglosajón,” sino que
también “nos sitúa en una posición de extrañamiento, de una cierta exterioridad respecto de nuestra cultura nacional [aquí, la española], en la cual
somos/estamos exiliados” (Idem).
La presentación de Córdoba frena, desde dentro de un contexto hispanohablante, la tendencia de otros, “nativos” o “conversos”, a querer superar toda muestra del inglés como si fuera siempre y en todos los casos un
elemento intolerablemente foráneo e imperialista. En su ambivalencia, el
gesto de Córdoba guarda una relación interesante con el de Óscar Montero,
quien en su “Critical notes from a Latino Queer”, nota que si la palabra
“’gay’ circula en el mundo hispanohablante” de manera que “las complejidades de su estatus importado son imposibles de editar, y algo de su carga
originariamente celebratoria se pierde en la traducción”, los “usos de ‘queer’
están aún más circunscritos a la metrópoli imperial” (1998: 162). Montero,
quien se autodesigna como un “latino queer”, señala los límites de todas
estas designaciones (“homosexual”, “gay”, “queer”); subraya la circunscripción en lugar del “movimiento libre” (pocos practicantes de la teoría
queer en Estados Unidos se paran a preguntarse hasta qué punto el valor del
“movimiento libre” podría ser cómplice del mal llamado “mercado libre”); y
recuerda a quienes se les pudiera olvidar que “queer” no sólo puede calificarse de muchas maneras (en este caso, de “latino”) sino que también es
capaz de producir sus propias normas.31 Al llamarse “queer” y al señalar
los límites de esta misma designación, Montero aúna crítica y autocrítica; lo
31
Conviene recordar, con Ricardo Llamas, que la palabra “gay”, de origen “francés”,
también causó problemas y provocó debates —incluso en Francia—: “Fuera del mundo
anglosajón, como sucede en Francia, el término no tiene, en un principio, demasiada
aceptación. No obstante, a partir de los años setenta se utiliza para darle nombre a
revistas como Gai Pied, a emisoras de radio (Fréquence Gaie), y a grupos profesionales
como la Association des Médecins Gais, entre otras muchas. Sin embargo, al haber nacido el
movimiento gay y lésbico francés bajo la dicotomía de la influencia del término ‘homosexual’, por un lado, y la opción de muchos y muchas militantes favorable a la subversión de los términos ofensivos por excelencia (pédé, gouine) por otro, y al ser adoptado el
término ‘gai’ posteriormente, este adquiere unas connotaciones un tanto acomodaticias
o integracionistas” (370).
241
242
desde lo queer
que es más, reconoce las tensiones, fracturas e insuficiencias que marcan la
palabra “queer” y, de hecho, toda marca de identidad y de anti-identidad
(“latino”, “queer”, “blanco”, “gay”, y un larguísimo etcétera), sin descartar
por ello sus posibles coincidencias, imbricaciones, pliegues y alianzas. También reconoce, en el mero acto de calificar a “queer” de “latino” y a “latino”
de “queer”, que ni este ni aquel bastan para dar una idea siquiera general de
quién es, ya que tanto “queer” como “latino”, a pesar de ser signos contestatarios, han tenido y siguen teniendo acepciones hegemónicas: “blanco” en
el caso de “queer”; “heterosexual” en el caso de “latino”.
Carmen Romero Bachiller apunta a una dinámica parecida al reclamar
una mayor atención a “diferentes diferencias” (2005: 150, 162, cursivas en el
original) y a otras genealogías queer (y más allá de lo queer), entre las cuales
subraya una genealogía “feminista negra, poscolonial y lesbiana, que muchas veces olvidamos recordar” (2005: 150). Romero Bachiller cita a Patricia
Hill Collins, quien propone “el desarrollo de un punto de vista feminista
negro” a partir de una “situación de perpetuo extrañamiento/intrusismo que
impide que las mujeres negras se incorporen como habitantes de pleno derecho en estos espacios políticos y sociales” (2005: 157, cursivas en el original). Su referencia al extrañamiento recuerda la de Córdoba a la extranjería,
con la diferencia de que Romero Bachiller atiende explícitamente a la historia material de los sujetos “extranjeros” y “extraños” que son los inmigrantes, esos otros sujetos, mayoritariamente de color, que han sido “globalizados”
de un modo brutal y que no suelen tener el privilegio de debatir los pros y los
contras de esta u otra consigna teórico-política. De ahí que Romero Bachiller
promueva una
perspectiva interseccional que no entienda las diferentes diferencias como una
suma de identidades o como una fragmentación, sino como algo que va actualizando en cada práctica pertenencias y exclusiones en contextos diversos. Una
perspectiva capaz de dar respuesta a personas cuyas solidaridades con diversos
colectivos son a menudo contradictorias (2005: 162).
El respeto de Romero Bachiller por la contradicción, como el de Ian
Halley por la divergencia (2004: 9),32 conducen al respeto por un pensa-
32
Ian Halley guarda una rara relación con Janet Halley, profesora de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Harvard. Según Halley, “[l]a divergencia en el pensamiento izquierdista sobre la sexualidad y el poder nos puede proporcionar unos beneficios
que no parece proporcionarnos la convergencia”.
Brad Epps
miento y una política de izquierdas verdaderamente plurales y alejados,
dentro de lo posible, de posiciones nítidas, tajantes y totalizantes. “En principio”, prosigue Romero Bachiller, la perspectiva interseccional “no debería ser ajen[a] a las políticas queer, dado que precisamente lo queer surge
como respuesta a unas definiciones rígidas de la identidad” (2005: 162). En
esta misma línea, cabría reconocer, sin embargo, otras genealogías, aquí
latinoamericanas, que a pesar de estar articuladas en español apenas han
hecho mella en la producción creciente aunque todavía minoritaria de lo
queer en España y partes de América Latina misma.
Hacia una “diversidad de derivas deseantes”: Néstor Perlongher
Todo un hito en estas otras genealogías —“otras” tan sólo desde una
pespectiva hegemónica, claro está— lo constituye la obra de Néstor Perlongher, la cual ni siquiera merece una mención en el gran diccionario de
cultura gay y lésbica de Alberto Mira. Tampoco aparece mencionado, al
igual que otros latinoamericanos, en los trabajos de Córdoba, Martínez o
Romero Bachiller, todos ellos muy valiosos. La ausencia de referencias latinoamericanas y caribeñas contrasta con la presencia, ya notada, de referencias angloamericanas y “latinas”, estas últimas limitadas en gran parte a
Gloria Anzaldúa y Cherríe Moraga, y no se explica sólo por cuestiones de
enfoque: en el caso de Martínez en la literatura y cultura españolas; en el
caso de los otros en la teoría “propiamente dicha”. La ausencia no se explica por cuestiones de enfoque, ya que los tres autores, pese a las diferencias
que hay entre ellos, también examinan cuestiones de lenguaje, poder, materialidad y (homo)sexualidad que están en el centro de muchos de los textos
no sólo de Perlongher sino también de escritores y críticos como Manuel
Puig, José Joaquín Blanco, Pedro Lemebel, María Moreno, Roberto
Echavarren, Flavio Rapisardi, Marta Lamas, Carlos Monsiváis y otros. Aunque ninguno de estos escritores se ubica cómodamente en la teoría queer, todos
bregan con lo que Perlongher llamara la “diversidad de derivas deseantes”
(1997d: 73) y “el orden de los cuerpos” (1997h: 43); todos cuestionan, en
diversos grados, tanto la “naturalidad” como la “normalidad” de la identidad génerico-sexual. Si la relativa ausencia de estas y otras figuras en el
escenario angloamericano puede achacarse a diferencias de lengua y a problemas de traducción, la relativa ausencia de estas mismas figuras del
escenario español pone de relieve lo que de otra manera podría permanecer más ladinamente invisible: a saber, los poderosísimos mecanismos del
mercado global que hacen que el diálogo corra con más facilidad, más “naturalidad” y “normalidad”, por unos derroteros que por otros.
243
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desde lo queer
A juzgar por las traducciones, así como por los desplazamientos, deslices y “traiciones” que implican, las obras de Butler, Sedgwick, Gayle Rubin,
Michael Warner, Lauren Berlant, Diana Fuss y otros pesos pesados de la
teoría queer (algunos más abiertamente autoidentificados con ella que otros)
tienen una importancia que sobrepasa con creces la de las obras de Perlongher, relativamente poco traducidas. Y, sin embargo, como reconocen
Daniel Balderston y José Quiroga en Sexualidades en disputa (cuyo título alude a El género en disputa de Butler), dos latinoamericanistas afincados en los
Estados Unidos, la existencia de textos, discursos y planteamientos teóricos
sobre la (homo)sexualidad elaborados en América Latina desmiente la idea,
bastante común en Estados Unidos, Gran Bretaña y por lo visto España, de
que son los primeros dos los países donde primero y con más perspicacia y
fervor se elaboró una crítica de la normatividad génerico-sexual.33 Según
Balderston y Quiroga:
Si [las] posiciones de Puig y Perlongher al final de sus vidas expresan un cuestionamiento radical de la “homosexualidad” y de la “identidad homosexual”, no
deja de ser interesante que haya sido justamente en los años posteriores a la
desaparición de ambos que la temática queer haya comenzado a establecerse de
modo serio, no sólo en la prensa, la televisión y el cine, sino también en la academia, donde los aportes de la teoría queer han alterado de modo significativo las
maneras de analizar la producción cultural (2005: 78).
A caballo entre la academia norteamericana y la latinoamericana, la
reflexión teórica y el activismo político, Balderston y Quiroga citan a Puig y
a Perlongher en el contexto de un examen de la inestablidad de las categorías de identidad en el que también citan a Judith Butler. Al hacerlo, indican
que la suya es una perspectiva interseccional (para utilizar el concepto de
Romero Bachiller) y, además, que la obra de los dos escritores latinoameri-
33
Esto no quiere decir que fueran los países latinoamericanos donde primero y con más
perspicacia y fervor se elaborara esa “misma” crítica, sino simplemente que en diversos
países, en diversas lenguas y de acuerdo con diversas situaciones materiales se elaboraron diversas líneas críticas que cualquier persona medianamente interesada en la teoría
queer, o la teoría torcida, o la maricoteoría, o como quiera llamarse, haría bien en atender.
No se trata, pues, de efectuar una inversión facilona que mantendría intacta una división pan-nacional y/o económica (como si la producción intelectual estuviera determinada de modo total y absoluto por la producción mercantilista) ni tampoco de efectuar
una relativización de la producción intelectual en la que cuestiones de nacionalidad y
economía dejarían de significar: ambos extremos acarrearían la disolución de toda posibilidad de crítica y de resistencia a escala internacional.
Brad Epps
canos precede, y quizás “presagia”, la obra de críticos angloamericanos
como Butler.
Ahora bien, aunque nos recuerdan que la “temática queer” se establece
después de la muerte de Puig y Perlongher, Balderston y Quiroga se refieren
a una “tradición queer u homoerótica” (26) latinoamericana y a una práctica hermeneútica “en clave queer” (75) con una sencillez que obvia las inquietudes y los problemas que respecto a lo queer se han ido exponiendo en
el presente artículo. Tal vez el mero hecho de encontrarse a caballo entre la
academia norteamericana y la latinoamericana les permita hablar con tanta
sencillez de “tradiciones” y “claves de lectura queer”, término, este último,
que tienden a usar como sinónimo de homosexualidad y/o homoerotismo
(algo, por otra parte, bastante frecuente).34 Dentro de estas tradiciones y
claves de lectura, reconocen, sin embargo, un “desfasaje” importante entre
la producción literaria y la producción crítica: “[e]s como si las sexualidades fueran más bien material de la escritura de ficción o de la escritura
poética, pero nunca pudieran serlo de la escritura crítica, o de la investigación docente o de la enseñanza pedagógica” (2005: 26). Ante este panorama, parecido al delineado por Monsiváis en un plano mexicano, Balderston
y Quiroga hacen lo que otros, anclados en un sistema académico inmovilista y patriarcal (pero también de limitados recursos materiales), no han podido o no han querido hacer: escribir crítica, hacer investigación y enseñar
sobre la homosexualidad. Su diagnóstico acerca de un “desfasaje” entre la
creación literaria y la escritura crítica es correcta, si por escritura crítica se
entiende lo que se produce desde dentro del sector académico y si se acepta
otro “desfasaje”: el que existe entre una tradición homoerótica, homosexual
o incluso gay y una tradición queer (el concepto mismo de “tradición queer”
parecería estar reñido con la anti-normatividad de que muchos de sus partidarios se jactan). Ante tantos “desfasajes”, el caso de Néstor Perlongher es
especialmente significativo, ya que el argentino cultiva no sólo la poesía y la
crónica sino también la escritura crítica, parte importante de la cual surge
en relación con la academia en la forma de su tesis de maestría publicada en
1987 en Brasil bajo el título O negócio do michê: Prostituiçao viril em São Paulo
34
Nadie menos que Michael Warner, editor de Fear of a queer planet, reconoce que la
homosexualidad masculina y femenina sigue estando en el centro de lo queer: “el efecto
de esa nueva ola de ‘teoría queer’ ha sido mostrar cada vez más lo dominante [‘pervasive’]
que ha sido la cuestión de la lucha gay y lésbica en la cultura moderna” (x).
245
246
desde lo queer
y luego en español en 1993 como La prostitución masculina y en 1999 como El
negocio del deseo.
La sustitución de “michê” por “deseo” en la traducción española remite
directamente a la problemática que aquí se ha estado examinando: la relativa movilidad o inmovilidad de un vocablo y del contexto en el que surge.
Mientras que “michê” es una categoría de identidad génerico-sexual, uno de
cuyos efectos es la desestablización de categorías de identidad en general
(los michês son “varones generalmente jóvenes que se prostituyen [con otros
hombres] sin abdicar, en su presentación frente al cliente, de los prototipos
gestuales y discursivos de la masculinidad” [1999: 17]), “deseo” es una
categoría mucho más general, presuntamente más allá de toda marca de
identidad específica, toda localización y personalización.35 El antropólogo
Peter Fry, en su prefacio a la versión original del estudio de Perlongher,
insiste en su relación personal con el autor y habla de:
la necesidad de comprender la sexualidad como un fenómeno cultural e histórico.
Así, nuestra plétora infinitamente rica de identidades sexuales, nuestros hombres,
mujeres, bichas, michês, viados, travestis, sapatões, monas, ades, monocos, saboeiras y
otros, no son simples traducciones de los homosexuales, heterosexuales y bisexuales que habitan en las tierras anglosajonas. Son personajes de un escenario
de significaciones que tiene su historia y su lógica propias (1999: 12-14).
La retórica implícitamente teatral de Fry —“personajes”, “escenario”—
cobra relieve en el estudio de Perlongher, quien, en diálogo con Fry, John
Rechy, Gilles Deleuze, Foucault y otros, formula una teoría de la sexualidad
como construcción, montaje, maquillaje y actuación o performance años antes del advenimiento de la teoría queer.36 Pero la retórica teatral que se ha
35
Echavarren aclara el significado de michê: “el michê (chongo, taxi boy) se vende, él, en
un conjunto de variantes: el michê loca es pasivo, el michê gay vuelta y vuelta, el michê
propiamente dicho se desempeñaría como macho, aunque no siempre. Perlongher se
concentra en el último por tres razones: a) le parece que este es el protomichê, o el michê
por excelencia, que vende la mercancía fetichista opuesta a la del travesti; b) es la
variante mayoritaria en los locales y en la época en que el autor realiza su tarea (19821985); c) probablemente resulta el más enigmático, dado que cuanto más afirmada
(bajo este aspecto comercial) la virilidad, que responde a una demanda (la del cliente),
mejor puede ser desconstruida como mera pose teatral y mercantil” (II-III).
36
Perlongher dialoga en su obra con pensadores tan destacados y diversos como Philippe
Ariès, Peter Fry, John Rechy, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Roland Barthes, Georges
Bataille, Jean Baudrillard, Pierre Bourdieu, Alberto Cardín, Manuel Castells, Roberto
Echavarren, Michel Foucault, Henri Lefebvre, Jean Lyotard, Marcel Mauss, Paul Veyne,
Brad Epps
extendido tanto que el concepto mismo de performatividad se resiente de
una cierta banalización aquí tiene unos límites bastante claros: tanto los
escenarios como los personajes tienen “su historia y su lógica propias” que
se resisten a la traducción total, es decir a la movilización desarraigada,
desmaterializada.
El prolífico poder de las consignas sexuales que Perlongher desmenuza
en el libro se escenifica en el título español como una imposibilidad: el
deseo hace las veces del michê, borrándolo de la portada, “en su presentación frente al cliente” no brasileño. Lo mismo, claro está, no pasa con el
queer, que se mantiene y se propaga en un número creciente de títulos.
“Queer”, procedente de un contexto anglófono, se generaliza mientras que
“michê”, procedente de un contexto lusófono (y más concretamente brasileño), permanence particular.37 Uno de los paladines de la teoría queer, Michael
Warner, celebra precisamente ese “impulso agresivo en pro de la generalización” que toma el nombre de “queer”, ya que cree que “rechaza una lógica
minoritaria de la tolerancia [a minoritizing logic of toleration] o del simple
interés y representación políticos a favor de una resistencia más completa a
los regímenes de lo normal” (1993: xxvi). Pero el “impulso agresivo en pro
de la generalización” también describe la globalización como norteamericanización (de acuerdo con la formulación de Pierre Bourdieu), y de tal
manera que resulta difícil eliminar la sospecha de que la generalización de
“queer” frente a la continuada particularización de “michê” tenga algo que
ver con la desigualdad simbólico-material entre los Estados Unidos de
América, en cuanto potencia imperial, y el Brasil. De nuevo, no es que todo
lo producido en los Estados Unidos o bajo el nombre de la teoría queer
corresponda a un “proyecto” imperial, sino que la verdadera internacionalización, a diferencia de la globalización, continúa siendo más utópica que
Jeffrey Weeks, Guy Hocquenghem, Jean Genet, José Lezama Lima, Pierre Klossowski,
Osvaldo Lamborghini, Pier Paolo Pasolini, Severo Sarduy, Octavio Paz y Manuel Puig.
La obra de las “estrellas” de la teoría queer, como diría Gundermann, está ausente por
una razón inapelable ya aducida: su muerte en 1992, antes de que la teoría queer se
consolidara como tal.
37
Perlongher abre su estudio sobre la prostitución masculina en São Paulo con una
definición etimológica de “michê” que lo lleva a barajar varias acepciones francesas,
entre las cuales están “senos”, “nalgas”, “enfermedad venérea”, y “el que paga el amor”
(1999: 17).
247
248
desde lo queer
real.38 En las palabras de Fry: “mantengo mi posición con una gran dificultad frente a mis opositores, quienes prefieren creer que gay es ‘guei’ en todo
lugar y en toda época” (1999: 14). Algo parecido, mutatis mutandis, se podría
decir de “queer”—a pesar de las diferencias significativas que hay entre
ambos términos y conceptos.
Mi interés en la nomenclatura y mi inquietud respecto a la diseminación de un queer sin calle e historia no se limitan, como espero que haya
quedado claro, a cuestiones meramente filológicas o formales, sino que viene motivado por la complejidad del mundo y, más específicamente, por la
obra de Perlongher, para quien “[l]os nombres ... en uso” son señas de pasaje, antes que bautismos ontológicos” (1997a: 47). Estos nombres, casi del
todo inoperantes en contextos anglófonos (y muchos de ellos inoperantes
en contextos hispanos), “cargan un dejo de carnalidad insultante: bicha bofe,
michê, travesti, gay, boy, tía, garoto, maricona, mona, oko, eré, monoko, oko mati, oko
odara y sus sucesivas combinaciones y reformulaciones (¡un total de 56 nomenclaturas en sólo algunas manzanas!)” (Idem). Para Perlongher, “[e]stos
nombres barroquizan hasta tal punto el sistema clasificatorio que resulta
válido asociar esta inflación de significantes a la proliferación de divinidades
que Lyotard, en su Economía libidinal, percibe en el paganismo del Bajo Imperio Romano” (Idem). Divinidades aparte, lo que más cautiva a Perlongher
son las materialidades socioeconómicas y corporales de los “muchachos de
la noche” que negocian, junto con sus clientes, con el deseo. Lejos de ser una
abstracción o entelequia, el deseo, para Perlongher, es el efecto de lugares,
momentos, prácticas y personas específicas.39 De ahí que Perlongher centre
su atención en la prostitución masculina y en las “[p]utas, michês, travestis,
malandros, malucos, y todas las variantes del lumpesinado [sic]” que
“disputa[n] áreas de influencia o de alianza, con una presencia constante:
la policía —cuya relación de exterioridad juridical respecto de ese mundo
38
La utopía ha informado la producción literaria gay o queer de una manera explícita; un
ejemplo interesante es la novela Utopía gay (1983) del mexicano José Rafael Calva, en la
que una pareja masculina da a luz, sin la intervención de una mujer biológica, un hijo.
Huelga decir que semejante “utopía”, en la que las mujeres no serían “necesarias” para
la reproducción, puede ser sumamente “distópica” también. Algo parecido, salvando
las distancias, podría decirse de la utopía separatista de Monique Wittig en Les guérillères
(1969).
39
Según Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria, en su prólogo a Prosas plebeyas, “el deseo
era para Perlongher un cruzado que vulnera las fronteras de la forma, la conyugalidad,
el sedentarismo, la consanguineidad” (9).
Brad Epps
‘sub’ se relaja en un maraña de complicidades y venganzas” (1997b: 42). Al
igual que Simon Watney, Jean Genet, Michel Foucault y otros autores que
influyeran en su obra, Perlongher sabe que las consignas identitarias nunca
se desligan del todo de un sistema de control jurídico, político y económico;
también sabe que cuando el control es demasiado fuerte, como en la Argentina de mediados de los años 70, las consignas ni siquiera se consiguen
imponer.40
Es precisamente la atención que Perlongher presta a la situación política de la Argentina y, más extensamente, a las calles de São Paulo a principios de los ochenta lo que separa su trabajo del de Gilles Deleuze y Félix
Guattari, cuyas huellas en la obra de Perlongher son notorias. Estas huellas
van del “devenir mujer del hombre” (que es lo que se mata cuando se mata
a una marica [1997g: 40]) a las desterritorializaciones y reterritorializaciones,
flujos, fugas y vagancias nómades, redes, rizomas y demás conceptos que
pueblan la obra teórica de Perlongher. Aunque Perlongher llegara a manifestar cierta desilusión para con sus “maestros” franceses, la obra de Deleuze
y Guattari, a pesar de su generalidad, le ayudó a dar cuenta de la realidad
específicamente argentina y brasileña que le tocara vivir. Los difíciles malabarismos entre la abstracción teórica y la concreción material le llevaron a
formular una apreciación del género y de la sexualidad como intensidades
movedizas más que identidades estables, como maquillajes en lugar de naturalezas, almas o esencias. Respecto a los michês y sus compañeros y contrincantes, afirma que: “[s]e van delineando los personajes de [una] red de tránsitos.
Es preciso evitar la tentación de pensarlos en tanto ‘identidades,’ para verlos
en cambio como puntos de calcificación de la redes de flujos (de las trayectorias y los devenires del margen)” (1997a: 47). Eminentemente atento a las
contingencias, cambios y calcificaciones de las redes de tránsitos y, como
veremos, a los deslizamientos semánticos que configuran una noción performativa y material de la sexualidad y de la sociedad, Perlongher reivindica prácticas y personas, con frecuencia dadas a la despersonalización
orgiástica y extática, que complican no sólo categorías genérico-sexuales y
40
En su ensayo de 1985 sobre la historia del Frente de Liberación Homosexual, Perlongher
declara que “[e]n cuanto a sus resultados concretos, la experiencia del FLH argentino
constituye, a todas luces, un fracaso. No consiguió imponer una sola de sus consignas,
ni interpretar a ningún sector trascendente en la problemática de la represión sexual, ni
—tampoco— concientizar a la comunidad gay argentina” (1997f: 83).
249
250
desde lo queer
raciales sino también de clase socioeconómica. No es casual, pues, que Perlongher se preocupe más por el lumpenproletariado o “lumpesinado” que
por la clase obrera en su acepción clásica.41
Reacio a las identidades e identificaciones que veía como el “fruto de
una combinatoria del saber médico y del poder de la policía” (1997j: 32),
Perlongher reconocía, sin embargo, los límites de la postura anti-identitaria
(tan cara a determinada posmodernidad) y la necesidad estratégica de agrupaciones identitarias: ”ante la persecución, lo instintivo es refugiarse —en
este caso constituir una fortaleza homosexual que resista a la dictadura
heterosexual. Si es así, cada uno tiene que definirse, que ‘identificarse,’ que
‘asumirse’: homo o hetero“ (Idem).42 Demasiado avezado en los vaivenes de
la realidad material para creer que la concepción dominante de la realidad
no importara, Perlongher veía no obstante el “riesgo” de dejarse dominar
por la concepción dominante de la realidad:
[e]l riesgo, es que se apunta a la constitución de un territorio homosexual —una
especie de minisionismo— que conforma no una subversión sino una ampliación
de la normalidad, la instauración de una suerte de normalidad paralela, de una
normalidad dividida entre gays y straights. Tranquiliza de paso a los straights, que
pueden así sacarse la homosexualidad de encima y depositarla en otro lado (1997j:
32-33).
41
Aunque la Real Academia Española sólo reconoce la forma “lumpemproletariado”,
con una “m”, sigo a Perlongher y sus críticos al emplear la “n”, más fiel, dicho sea de
paso, al original alemán (Lumpen, “estropajo”, “trapo”, “harapo”).
42
En una entrevista con Carlos Ulanovsky titulada “El sida puso en crisis la identidad
homosexual” y publicada originalmente en Página/12 el 19 de septiembre de 1990 Perlongher critica la asunción de la identidad: “La palabra ‘asumir’ me parece muy fea.
Hay otras asunciones divinas, pero tomar esa identidad es contradictorio con aquella
idea de hacer correr flujos. Yo me asumo como alguien que siguió y sigue el ritmo de sus
pasiones y sus deseos” (2004: 333-334). La postura de Perlongher en cuanto a la asunción de la identidad, aunque crítica, no deja de ser ambivalente. Si por un lado afirma
que asumir una identidad está reñido con “la idea de hacer correr flujos”, por otro
afirma haberse asumido “como alguien que siguió y sigue el ritmo de sus pasiones y sus
deseos”; es decir, afirma haber asumido una identidad cuya seña más importante es la
negación de la identidad o, al menos, de una identidad estable. El lenguaje de Perlongher
aquí se aproxima al de los partidarios de la fluidez queer y evidencia un voluntarismo
idealista cuya medida sería “el ritmo de las pasiones y los deseos”. Ahora bien, el ritmo
de las pasiones y los desesos de Perlongher estaba, como demasiado bien sabía él,
intensamente modulado por todo tipo de obstáculos, desde la dictadura argentina
hasta el sida. Lo que Perlongher parece estar criticando es la complicidad que puede haber
en la asunción aparentemente voluntaria de una identidad para con la imposición de una
identidad.
Brad Epps
No parece casual que Perlongher acudiera a dos palabras inglesas,
“straight” y “gay”, para delinear y disputar una opción separatista “tolerada” y “normalizada”, una especie de guetización blanda, que escinde pero
también extiende el statu quo y que se revela en muchos aspectos —por ejemplo, en su promoción de prácticas consumistas dentro de un “nicho de mercado”— profundamente integracionista.
En su crítica de la ampliación de la normalidad, Perlongher se aproxima a la lectura que José Joaquín Blanco hiciera de de la homosexualidad en
México unos cuantos años antes, a comienzos de los ochenta. Para Blanco,
“el negocio de la tolerancia sexual” (1981: 184) forma parte de una política
capitalista más refinada que la más abiertamente burda y brutal de “[l]os
gobiernos verticales, aun los socialistas (la URSS, Cuba)” que “han buscado
exterminar la diferencia viva de los homosexuales con recursos que no [excluían] los campos de concentración” (Idem). En lugar de recurrir a unidades militares de ayuda a la producción y otras lindezas del régimen castrista,
“[l]as ‘democracias’ capitalistas han seguido una política no menos criminal, pero
más sofisticada: para domesticar a una población, no se trata ahora de imponerle
normas sobre con quién hacer el amor, sino de cómo hacerlo: una sexualidad
hedonista de consumo prefabricada y sobrestimulada con recursos tecnológicos,
en la que el sexo se banaliza y cosifica” (Idem).
Temeroso de que “nuestra ‘marginalidad’ deje de serlo, como en Estados Unidos, y se vuelva una modalidad del conformismo imperante” (1981:
188), Blanco aboga por una “desmelodramatización” de la situación de los
homosexuales de las clases media y alta, “más cómplices de nuestra clase,
de nuestras chambas, almacenes, prejuicios sociales, comodidades y privilegios, que solidarios de los jodidos, incluso de los homosexuales jodidos”
(1981: 185). Su invocación de un sistema de clases, tan común en América
Latina como poco común en Estados Unidos, saca de entre bastidores “a
millones de desempleados, campesinos y obreros” (1981: 186) y pone en
perspectiva las reivindicaciones gay más asimilacionistas y, aunque sea
avant la lettre, las reivindicaciones queer, más radicales en su defensa de un
amplio abanico de prácticas e identidades sexuales, pero no siempre más
atentas a cuestiones económicas e internacionales.
Ahora bien, si Blanco habla de “jodidos” y, en clara alusión a Octavio
Paz, de “hijo[s] de la chingada” (1981: 190); si se regodea en el sueño romántico y compensatorio de “una nueva minoría de amantes radicales”, de la
“recuperación” de un “sexo polimorfo, sin trabas ni mistificaciones” y de
“la realización de la utopía” (Idem), Perlongher va más allá (y se queda más
251
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desde lo queer
acá), centrándose no en obreros, campesinos y utopías articuladas en su
nombre, sino en los más jodidos de los jodidos (algunos tan jodidos que
joden a otros jodidos), el “detritus” y la “escoria” de la sociedad bienpensante
y de la sociedad revolucionaria, si por revolución se entiende el comunismo
macho. De los “mil sexos” que Perlongher extrae de la obra de Deleuze y
Guattari (1997k: 88), se fija con especial intensidad —otra palabra clave—
en los michês, los travestis y las locas, sujetos lúmpenes en su mayoría que,
como apunta Roberto Echavarren en su brillante prólogo a El negocio del
deseo, exhiben y exageran sus atributos genérico-sexuales, o los de otras, de
manera tal que la masculinidad y la feminidad se ponen en duda (1999: II).
O como dice Gabriel Giorgi, Perlongher demuestra que “la masculinidad es
un teatro siempre en la inminencia del error y la errancia, que su virilidad es
una performance y que, como tal, siempre puede tomar un desvío; sabe,
finalmente, que el ‘falo’ es una invención, una atribución que va y viene, que
se hace y se deshace” (2004: 159). Al centrar su atención en sujetos biológicamente masculinos, suplementa, aunque sólo sea indirectamente, la noción
de Joan Riviere de la feminidad como mascarada con la de la masculinidad
como mascarada (notablemente desarrollada por Butler en El género en disputa más tarde), pero al centrar su atención en sujetos lúmpenes, pone de
relieve todo un sistema económico.
Si el sistema génerico-sexual se puede mostrar frágil al fortalecer sus
marcas más visibles y al enfatizar sus marcas más estandarizadas, el sistema económico —aquí, capitalista— se muestra considerablemente más resistente. En la realidad social estudiada por Perlongher, la pose teatral es
mercantil (Echavarren 1999: III) y la performatividad profundamente económica, no sólo en el sentido más metáforico que usara Freud para dar
cuenta de las ganancias, pérdidas y negociaciones simbólicas del masoquismo, sino también, y de manera más crucial, en el sentido de un intercambio monetario de “bienes” y “servicios”. Si “michê” se convierte en
“deseo” en la traducción del portugués al español, en la distribución internacional del libro como mercancía, el signo “negocio” se mantiene, aunque
con su fuerza primaria como negación del ocio —neg + otium— curiosamente invertida: el negocio es aquí el ocio; el trabajo, el placer. La presencia del
negocio y de la negociación en la práctica y la teoría del género y de la
sexualidad es crítica, entre otras razones porque, como dice Echavarren,
“[l]a relación paga es un modelo ‘frío’ del sexo, que contrasta con el modelo
‘caliente’ de lo afectivo, atribuible a las parejas basadas en el apego y la
convivencia. Pase lo que pase, el tono y el vocabulario es del ‘anti-amor’”
Brad Epps
(1999: IV). Anti-amor y/o contra-sexo, las relaciones fugitivas, esporádicas
y anónimas (aunque también a veces rutinarias, repetidas y “nombradas”),
mediatizadas por el dinero, constituyen una erotización y fetichización del
capitalismo —aunque también se dan en sociedades supuestamente no capitalistas como la cubana, donde la jinetería no depende forzosamente del
dinero— que permanecen más discretas, más calladas y ocultas, en las relaciones llamadas “normales”. Al fijarse en sujetos lúmpenes de una zona
determinada de São Paulo, Perlongher también tiene la vista puesta,
oblicuamente por cierto, en formaciones más aceptadas en otras zonas de la
ciudad, en otras ciudades y en otros países.
Perlongher, quien en más de una ocasión se auto-designó “loca”, prefería las relaciones menos privilegiadas por el capitalismo y por el comunismo,
aquellas relaciones que ambos sistemas, en el rigor de su oposicionalidad
binaria, consideraban las más improductivas e inútiles, las más harapientas y vistosas, las más amenazantes y desvalidas, las más peligrosas e
inocuas, de alguna manera tal vez las más verdaderamente queer.43 En palabras de Gabriel Giorgi, “las locas se constituyen en relación al lumpenaje, a
la marginalidad, ellas mismas lúmpenes o comprando los servicios de sus
lúmpenes chongos, michés o taxi boys, pero siempre transitando esas zonas
donde los derechos, la ciudadanía, como privilegios de ciertas clases y grupos, se suspenden” (2004: 154). O como dicen Ferrer y Baigorria, “[e]l pueblo de Evita, en ese cuento escrito en 1975 y recién publicado en 1987 [“Evita
vive”], es el lumpenproletariado, al igual que en la investigación sobre el
43
El análisis y la propuesta de Perlongher, aunque centrados en el miché o protomichê,
contrastan con los de Oscar Guasch, para quien la loca, o “marica”, es un sujeto del
todo indeseable, tanto sexual como políticamente. Haciendo del binomio maricón/
marica —que reduce a su vez al binomio “hombre”/”mujer”— la clave explicativa de
su lectura de la sexualidad y de la sociedad, Guasch afirma que: “[a] través de su
deseo, el maricón inyecta desorden en la masculinidad hegemónica y actúa en su núcleo
al vulnerar su pilar más relevante. El potencial crítico del maricón respecto a la masculinidad hegemónica es enorme, pero ya ha sido desactivado por la versión del gay
contemporáneo. Desde la transición [española], el maricón es una especie en extinción.
Ahora sólo quedan maricas y, por supuesto, gays. De estos últimos, hay tantos y son tan
abundantes, que han expoliado los recursos simbólicos hasta el punto de impedir que
los hombres puedan amarse entre sí sin ser gays. La actual identidad-basura gay crea tal
sobresignificado sobre el amor entre hombres que cualquiera que ame a otro, de forma
inmediata es clasificado como gay (aunque no quiera)” (127, énfasis original). En un
libro dedicado “a la testosterona (bendita sea)” —el “bendito sea”, por si no quedara
claro, es de Guasch— no es de sorprender que el autor se mese las barbas (signo de
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desde lo queer
gueto gay de San Pablo” (1997: 10). Para Perlongher, el lumpenproletariado
—denigrado por el marxismo clásico como irremediablemente enajenado y
entregado a la burguesía y a los restos de la aristocracia, y denigrado por el
capitalismo como puro caldo de violencia— era una “masa” que se resistía,
en su misma abyección, a la ordenación identitaria y que se prestaba a
“deambuleos” y “fugas” que, aunque ambivalentes, no dejaban de constituir itinerarios y rituales otros, a veces incluso radicales.44 Para Echavarren,
“de la descripción de esas frecuentaciones surge un modelo de vida, una
opción promiscua y/o solitaria, alternativa vis à vis la pareja (sea esta
homologada o no por el matrimonio” (1999: III). Para el propio Perlongher,
[e]ste sexo promiscuo en público, no necesariamente pautado ofrece grandes encantos, especialmente para aquellos que no quieren o no pueden integrarse en las
reglas más “personalizadas” del orden gay. El estilo es, correlativamente, más
peligroso, tanto por los asaltos como por la irrupción de la policía y la consecuente
fuga de los perversos” (1999: 102, cursivas en el original).
Tantos encantos y modelos de vida, tantos atractivos para los “amantes del sexo impersonal” (1999: 101), dan qué pensar. Sugieren, entre otras
cosas, un goce comprado con la miseria de otro, un oportunismo que se
disfraza de radical, un egoísmo que lejos de diluirse se refuerza en la impersonalización, en la no-personalización del otro. Lo que Adrián Canghi ha
llamado una “ética de la voluptuosidad” (2004: 13) y “una ética de la crueldad” (2004: 32), y yo mismo una “ética de la promiscuidad”, no está exento
masculindad atestosteronada) ante la sobrevivencia del marica (tan macho es Guasch
que no es la marica sino el marica) y el triunfo de su primo adecentado, el gay. Ahora
bien, Guasch (el macho) y Perlongher (la loca) parecen coincidir en concederle una importancia hermenéutica al maricón o michê, es decir al “macho”, y en denigrar al gay,
“culpable” de una “confusión” que pone el binomio hombre/mujer, maricón/marica,
chongo/loca, activo/pasivo patas arriba. He aquí, creo yo, la semilla de una reivindicación radical de lo gay que vaya más allá de maricones y maricas, hombres y mujeres,
más allá de un binomio estable y aparentemente inviolable. Puestos a elegir, me quedaría con la loca de Perlongher, incapaz de bendecir la testosterona como no sea para el
derroche extático, impropio y burlón. La desaparición de la homosexualidad macha que
tanto lamenta Guasch y la melancolía que por ella manifiesta poco tienen que ver —más
allá de juegos en un espejo cóncavo— con las que describe Perlongher.
44
“El deambuleo no es exactamente caótico. El ritual de preparación se organiza racionalmente, incluyendo dispositivos de selección del eventual partenaire, verdaderas reglas
de cálculo que procuran medir tanto la deseabilidad cuanto la eventual peligrosidad del
candidato; cuenta asimismo, para el prostituto, la disponibilidad financiera del posible
cliente” (1997a: 49). El deambuleo tampoco se libra del todo de la economía dominante.
Brad Epps
de problemas y peligros, todo lo contrario (por otra parte, la ética no sería
nada sin problemas y peligros). Perlongher parecía ser consciente de estos
problemas —lo cual no quiere decir que siempre los evitara— y, más concretamente, del posible romanticismo de su descripción del negocio del deseo,
de la práctica del michê. De ahí que proclamara, en otro texto, que
[n]o por ser fugas las vicisitudes de los impulsos nómades tienen que ser románticas, sino más bien lo contrario: la fuga de la normalidad (ruptura en acto con la
disciplina familiar, escolar, laboral, en el caso de lúmpenes y prostitutos; quiebra
de los ordenamientos corporales y, en ocasiones, incluso personológicos, etc.) abre
un campo minado de peligros (1997g: 39).
Echavarren, también consciente de los dejos románticos del planteamiento de Perlongher, insiste en lo peligrosas, lo distópicas, que pueden ser
las fugas de la normalidad: “Perlongher vuelve discernible un modelo alternativo. No es una ruta propuesta, utópica, sino una vida de relación con
barquinazos y rebordes de eventual violencia” (1999: V). De encantos y modelos de vida, pero también de peligros, desafíos, estallidos de violencia y
brotes de lo que Perlongher llamaba microfascismo (relacionado con el machismo exacerbado): así están hechas y deshechas las derivas deseantes de
Perlongher.
“Esta omnipresencia de la cuestión económica puede haber chocado
contra las ilusiones liberacionistas de los gays” (1999: 95). Y la omnipresencia de la cuestión de la violencia, que la lógica capitalista individualiza,
esencializa y pretende desligar de la cuestión económica, también puede
haber chocado contra las mismas ilusiones liberacionistas. Difícilmente
podría ser de otra manera, ya que la cuestión económica, en un sistema de
negocios y negociaciones en el que algunos tienen más “capital” que otros,
es de por sí violenta. Pero si la cuestión de la violencia está ominpresente en
conceptos como el armario y la homofobia, la cuestión económica no ha
corrido la misma suerte y en muchos casos ha sido, por así decirlo, fóbicamente recluida en el armario de la liberación personal, la consigna de la
cual es, como señala críticamente Dennis Altman vía John MacInnes, “lo
personal es lo político”. Altman no rehúye lo personal —su libro sobre el
“sexo global” está lleno de referencias y anécdotas autobiográficas—, pero
tampoco lo erige en el alfa y omega de la tarea política. Perlongher tampoco.
El “salir de sí” que Perlongher celebrara primero en el sexo promiscuo,
orgiástico, e impersonal y luego, después de “la llegada de la visitante inesperada” (título de una obra de Copi; 1997k: 89), en la religión de la ayahuasca
o de Santo Daime, guarda cierta homología con el “salir del armario”, pero
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desde lo queer
con la diferencia de que su meta no es el afianzamiento del yo personal en
un mundo hecho, por eso mismo, más tolerante sino la disolución o abandono del yo como tal. Si por un lado el recurso a una mística ritualizada también dejaba intacto el orden establecido y, en cierto respecto, accionaba un
juego al escondite en el que el abandono del yo duraba el tiempo del rito, por
otro lado, Perlongher señalaba que la liberación entendida en términos identitarios había llegado a un momento crítico, tal vez fatal, con la llegada del
sida.
Omnipresente también se hizo el sida, entendido y vivido por muchos
como otra manifestación, la más chunga, de la violencia del armario y de la
homofobia, ya que atentaba contra el sexo incluso, o sobre todo, en sus
reductos más oscuros. Hervé Guibert, famoso por haber sido íntimo amigo
de Foucault y Barthes, y más famoso aún por haber convertido su propia
vida agónica en material de escritura, llegó a despedirse del sexo en su
diario de hospitalización, titulado sencilla y terriblemente Cytomégalovirus,
así: “qu’est-ce que j’ai à foutre de foutre à présent?” (92). Por su parte, Perlongher, echando mano de la primera persona del plural, llegó a despedirse
del sexo en términos aún más contundentes: “[u]n siglo de joda ha terminado por hartarnos” (1997k: 90). La despedida sería, en la retórica médica que
volvía a adueñarse de la homosexualidad en los ochenta y noventa, un
síntoma de “la desaparición de la homosexualidad” que el sida venía a
sellar pero que, según Perlongher, había empezado antes, y de manera más
banal, en “la salida de la homosexualidad a la luz resplandeciente de la
escena pública” (1997k: 86). Pronto, muy pronto, pues, el sida se reveló
como una cuestión de violencia omnipresente, pero tardaría un poco más en
revelarse como una cuestión de la economía. Ese momento, en el que la
cuestión de la economía saldría del armario para conectarse a la cuestión de
la violencia, se materializó en Estados Unidos, donde primero “se detectó”
el virus, en la creación de agrupaciones activistas como ACT-UP (AIDS
Coalition to Unleash Power) y Queer Nation que se enfrentaron a la política
de silencio de la administración de Reagan y a la avaricia de la industria
médico-farmacéutica. La teoría y los estudios queer “nacen” de la hecatombe
del sida y constituyen una radicalización, casi se podría decir in extremis, de
la liberación gay y su fiesta de la tolerancia —palabra cargada de ironía en
el contexto del sida— individual.
En América Latina y otras partes del mundo, la cuestión económica
jamás se había eclipsado, al menos no tanto como en los Estados Unidos y
otros países “desarrollados”. Y, sin embargo, el propio Perlongher señaló
Brad Epps
cambios importantes, sobre todo en São Paulo y Buenos Aires, en los que se
combinaban factores asociados con la ampliación de un modelo de liberación gay y la retórica y práctica de la tolerancia. Se refiere, por ejemplo, a
“una creciente legitimación de la actividad del michê entre sectores más
vastos de la juventud, lo cual tiene que ver con la expansión general de la
tolerancia frente a la homosexualidad” (1999: 96). Es una tolerancia marcada, desde luego, por un peligro de implicaciones claramente económicas,
entre las cuales la reconfiguración de la topografía urbana y la construcción
cada vez más pujante de un nicho de mercado son centrales:
[l]a lumpenización de la zona —en el contexto del deterioro general del centro de la
ciudad— parece coincidir con un proceso incierto, una especie de “gayzación” de las
mariquitas y los garotos de la periferia, que pasan rápidamente a imitar los tics, la
ropa y los gestos de los gays de clase media. De este modo, el acceso a la modelización
gay puede dar la ilusión de un ascenso social, expresado en términos de prestigio
aunque generalmente sin réditos financieros reales (1999: 95).45
Las imitaciones, parodias y performances que hacen las delicias de cierta
modalidad teórico-queer —digo cierta modalidad, y no, como Gundermann,
toda la teoría queer— remiten a cuestiones económicas y no sólo, ni siquiera
principalmente, génerico-sexuales.
Lo que describe Perlongher, con los ojos puestos en lúmpenes que viven, trabajan, aman, matan y mueren con los ojos puestos cada vez más en
gays de clase media que no sólo transitan, sino que comienzan a habitar
zonas deterioradas del centro de la ciudad es específico de São Paulo (El
negocio del deseo incluye un plano del gueto gay paulista), pero no exclusivo
a São Paulo. Perlongher menciona explícitamente Francia, pero el fenómeno
se da, con todas sus coordinadas locales por supuesto, en Estados Unidos,
Argentina, Holanda, México, España, Alemania y muchos otros países, a
veces muy diferentes entre ellos.46 El saneamiento —lo que en inglés se llama
45
Como aclara Perlongher, el término “garoto” suele designar a un “muchacho de 15 o
16 años que llega al centro con la intención de transar con homosexuales, pero sin tener
experiencia en el negocio. Como son muy jóvenes, no pertenecen a un género muy
definido aunque comúnmente se consideren ‘machos’” (1999: 116).
46
Respecto al creciente número de “practicantes circunstanciales” de la prostitución
masculina, Perlongher —citando un trabajo que había publicado con anterioridad— se
refiere a un “‘síntoma embrionario del estallido del gueto’” que “tiende a tornar más
difuso el comercio e indiscernibles sus fronteras. Dicha expansión no es exclusiva donde
puede estar ocurriendo algo similar a lo detectado por [Hubert] Lafont en Francia”
(1999: 97).
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desde lo queer
gentrification— es notorio en Boston (South End), Santiago de Chile (Bellas
Artes) y Madrid (Chueca), para nombrar sólo tres ejemplos que me son familiares, pero constituye, con todas sus diferencias locales, un factor significativo en muchas urbes. Su historia es la de una llegada tentativa, luego una
“ocupación” más segura, y luego un desplazamiento que sigue, a grandes
rasgos, la historia del movimiento gay: de cloacas, esquinas y cuartos oscuros, de terrenos vagos y barrios dejados de la mano de Dios donde marginados de toda laya (michês, maricas, travestis, maricones, putas, etc.) se
entremezclaban, se daban la mano, cogían y a veces se liquidaban, se ha
pasado, hemos pasado, a rutilantes centros aptos para metrosexuales
(straight guys pasados por ojos queer, es decir, gay). A mediados de los ochenta
(Perlongher hizo su investigación entre 1982 y 1985), las mezclas eran a la
vez más visibles y más peligrosas:
La práctica del michê se sitúa en la intersección de una multiplicidad de coordenadas sociales. El interés homosexual de los muchachos pobres no remite sólo al
plano del deseo, sino también a la creciente pauperización —y correlativa
“lumpenización”— de los adolescentes de clase baja, principales víctimas del
desempleo” (1999: 96).
Sería interesante volver a la perspectiva interseccional promovida por
Romero Bachiller con los ojos (que dan pánico soñar) puestos más firmemente en la cuestión económica —omnipresente, pero más en algunos países que en otros—.
He prometido volver a Stonewall, y he aquí el momento de hacerlo:
porque si algunos signos mayoritariamente angloamericanos como “gay” y
“queer” delatan, a pesar de las diferencias entre los dos, una cierta “reforma
urbana” e incluso monumentalización globalizante del deseo, algunos actos o eventos, más notablemente la redada y revuelta de Stonewall, delatan
algo parecido. Perlongher alude a Stonewall en varios de sus textos, pero es
el chileno Pedro Lemebel quien más critica —o mejor dicho, se mofa de— la
monumentalización y movilización globales de Stonewall. En una de sus
“Crónicas de Nueva York”, sólo recopilada en la edición española de Loco
afán: Crónicas de sidario, Lemebel relata su visita a “The Stonewall Inn”,
establecimiento que se convirtió en un escenario de resistencia aparentemente espontánea a la aparentemente predecible represión policial. La
mofa de Lemebel es, en parte, fruto de la ignorancia (se equivoca hasta de la
fecha del “apaleo policial” que ocurrió en 1969 y no, como afirma, en 1964)
y de una tendencia a tomar al pie de la letra lo que ve en una estancia pagada
de poca duración (Lemebel es, a su modo, tan “turista” como “la sodomía
Brad Epps
turística [que viene] a depositar sus ofrendas florales”). Pero su irreverencia
manifiesta para con “esta gruta de Lourdes Gay”, este “altar sagrado” (2000:
70) y esta “catedral del orgullo gay” (2000: 71) resulta aleccionadora, en el
mejor sentido de la palabra. A través de la hipérbole, la autoconmiseración
y algunos juicios de valor que, sacados de contexto, difícilmente se distinguirían de los de los homófobos más acérrimos, tanto de derechas como de
izquierdas (respecto a estos últimos, hablar de la “brutalidad fascista” de
los chicos de cuero, “con sus moros, bigotes, cueros, [y] bototos” [2000: 71]
recuerda a los peores lugares comunes de Wilhelm Reich y Theodor Adorno),
la crónica de Lemebel rezuma una exasperación con determinados modelos y
mitos norteamericanos que se han intentado imponer como poco menos que
imprescindibles en la formulación de toda sexualidad alternativa.
Si el poeta Allen Ginsberg dijera, poco después de la revuelta, que los
rebeldes eran bellos y que habían perdido “aquella mirada herida que todos
los maricones tenían hace diez años” (Truscott 1969: 18), Lemebel, a una
distancia de treinta años, miles de kilometros, otra lengua, otra situación
económica y —hay que decirlo— todo un conjunto de esterotipos y prejuicios, se siente él mismo herido, amenazado incluso, ante “esa potencia
masculina que da pánico, que te empequeñece como una mosquita latina
parada en este barrio del sexo rubio” (2000: 71). Amargo, narcisista y equivocado en algunos de sus planteamientos históricos, Lemebel efectúa, sin
embargo —o por esto mismo—, una parodia de “estas gringas militantes
tan beatas y comerciantes con su historia política” (2000: 70) que pone en
tela de juicio una solidaridad dictada desde el “Imperio” y que destaca las
enormes diferencias materiales que hay entre los “músculos y físicoculturistas” (2000: 71) de Christopher Street y la “desnutrición de loca tercermundista” (Idem) del propio autor. Aunque Lemebel parece ignorar o
silenciar el hecho de que la clientela del Stonewall Inn era en gran parte
gente de color y por lo tanto doblemente vulnerable al prejuicio y a la violencia de las fuerzas de la mal llamada seguridad ciudadana, no se le escapa que la monumentalización del evento ha tendido a articularse en términos
que en muchos respectos refuerzan la retórica auto-congratulatoria del nacionalismo norteamericano que liquidaría toda diferencia etno-racial en el
crisol de una unidad trascendental, más allá de todo color, es decir blanca.
Ante semejante retórica, no es de extrañar que Lemebel se muestre escéptico respecto de otro de los símbolos de lo gay made in America: la bandera
multicolor desplegada por todo el Village: una bandera con “todos los colores del arco-iris gay. Que más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo
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desde lo queer
gay es blanco” (2000: 71). Tal vez. O tal vez no. Como ya queda dicho, Lemebel
parece ignorar que gente de color frecuentara el Stonewall Inn; que gente de
color sigue frecuentando algunos de los bares que quedan en Christopher
Street; y que Christopher Street ya no es lo que era porque hace tiempo que
sufre unas reformas impelidas por alcaldes conservadores y especuladores
voraces que han asegurado la subida del precio del solar y el cierre de todo
tipo de antro, reconstruyendo, de paso, un barrio en el que no predominan
sujetos ni demasiado “oscuros” ni demasiado “bigotudos” —aunque quedan algunos, por supuesto que quedan—. ¿Cómo no van a quedar en un
lugar tan, cómo decirlo, tan “histórico”? No es sorprendente, pues, que
Lemebel no se quedara mucho rato allí y que no se percatara de nada que no
se conformara con lo que esperaraba ver; no es sorprendente que, ante una
“concurrencia ... mayoritariamente clara, rubia y viril” (2000: 72), recurriera
a la cursilería decimonónica de hablar de un “alma latina” (Idem) y que
pusiera pies en polvorosa al estilo de “las películas de vaqueros” (Idem) que
tanto parecen molestarle para ir en busca de lo que le resultaba menos “extraño” y más “familiar”. Lemebel, brillante cronista y ofuscado historiador,
ignora, o parece ignorar, todo esto, y se aferra, o parece aferrarse, a un esencialismo etno-racial y pan-nacional que sería del todo “intolerable” si viniera de uno de esos tipos claros, rubios y viriles que despacha de un plumazo.
Pero sabe, o parece saber, que Stonewall no puede seguir presentándose
como la meca (con perdón) de la mariconería o de la cultura gay o mucho
menos de la contra-cultura queer; que la fetichización de la historia del
local, del barrio, de la ciudad y del país en que se encuentra (sin encontrarse
del todo) alimenta su monumentalización; y que una bandera así emplazada, por multicolor que sea, no puede pretender ondear en nombre de todos
sin llegar a ser, para algunos, una soberbia piltrafa.
Lemebel ha podido hacer lo que Perlongher, muerto en 1992, no pudo
hacer: dar testimonio del agotamiento —o tal vez mejor, del hartazgo— de
un modelo norteamericano, gringo o yanqui de la homosexualidad en el que
el sida pasa de ser el final de todos los homosexuales a ser el final de muchos pobres, sea la que sea su identidad sexual, sobre todo en África y Asia.
En “La desaparición de la homosexualidad”, publicada en noviembre de
1991, justo un año antes de la muerte del autor, Perlongher recriminó a “los
gays a la moda norteamericana, de erguidos bigotitos hirsutos, desplomándose en su condición de paradigma individualista en el más abyecto tedio”
(1997k: 88-89). A mis ojos (cansados ya de ser azules), poco importa que el
juicio de Perlongher, como el de Lemebel, sea “justo” o “injusto”, que corres-
Brad Epps
ponda o no a cierta “verdad histórica” local y/o nacional. Lo que importa es
el cansancio, el agotamiento, la melancolía, el hastío, el asco y la rabia que
los dos expresan, y que todo norteamericano, gringo o yanqui que se apreciara de la pretendida radicalidad de lo queer haría bien en atender. Cuesta
atenderlo, porque la imagen que se ve reflejada en estos ojos sureños no es ni
“cómodamente” gay ni “incómodamente” queer y porque el lenguaje que
emplean estos dos alquimistas de la palabra no pasa de considerar “extraño” el lenguaje que viene del Norte. No hay, en principio, nada “malo” en
que consideren “extraño” ese lenguaje, sobre todo cuando ese lenguaje presume de su extrañeza, de sus rarezas y “(dis)torsiones”, como diría Llamas.
Si Lemebel es llevado por sus anfitriones a Stonewall y acaba huyendo a
unos “recovecos donde [puede] sentirse no tan extraño” (2000: 72), indicando
así que todavía hay lugares para locas latinas en el corazón de la Gran Manzana, Perlongher, con la muerte en los talones, parece abandonar toda esperanza de encontrar un lugar que no sea el del salir de sí, práctica que lo lleva
a un “no lugar” que no deja de estar marcado por las huellas de utopías
comunitarias de los sesenta y setenta, una especie de “comunismo concreto”
y “difuminado en los núcleos urbanos” (1997i: 168). Lemebel no habla de
dejar el sexo, ni de abandonar el cuerpo personal, ni de salir de sí (sólo de salir
del barrio de Stonewall); su discurso, su vida, corresponden, después de
todo, a otro momento histórico, más allá de lo gay y, en cierto sentido, más
allá de lo queer, un momento en el que los modelos, mitos y patrones norteamericanos se muestran a la vez insistentes e ineficaces en sus pretensiones
de radicalidad global. Pero Perlongher no llegó a pasar por la escisión de lo
gay mediante la radicalización fracturada de lo queer, radicalización que
tiene su origen en el “choque” del sida y en el resurgimiento de un activismo
más política y económicamente intervencionista, más atento, en la eclosión
de críticas y autocríticas interiores, a diferencias étnicas, raciales y nacionales, más solidario para con las locas y otros sujetos “indeseables” e “inasimilables” en un movimiento gay obsesionado con la normalidad.
Tampoco, es verdad, llegó a pasar por la canonización, institucionalización, comercialización, glamurización y disolución de parte, tal vez incluso de gran parte, de la radicalización queer —víctima, en parte, de su
propio éxito, pero también crítico, en parte, de su propio éxito. No llegó a
pasar por tantas declaraciones interesadas y triunfalistas, reconfortantes y
normalizantes, como la de Andrew Sullivan, quien declarara desde una
postura de comodidad y ceguera occidentales, que la “plaga” había terminado. No llegó a pasar por todo esto, y murió, como muchos otros murieron,
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desde lo queer
en un momento cuando la plaga parecía interminable y cuando la desaparición de la homosexualidad era a la vez literal (la muerte) y figurativa (la
asimilación en una esfera pública regida por valores patrios y familiares
que motivaban un activismo cuyas metas más acuciantes eran, y son, el
matrimonio y la inclusión en el ejército). Como dice Gabriel Giorgi:
incluso desde la cultura gay y sus políticas de visibilidad y asimilación, las locas
de Perlongher —al menos en la escenificación histórica que él se dio para escribir—
se convierten en una figura arcaica, en pose de despedida, para ser reemplazada
por la imagen más masculina, más ciudadana, más dignificada y normalizada,
del “gay”. El sida, por su parte, literaliza esta desaparición haciendo de la loca
una víctima elegida (2004: 154).
O todavía mas: “[s]u propia escritura, por momentos, se percibe a sí
misma como anacrónica, residual, en el contexto de la ‘desaparición de la
homosexualidad” (Idem).
Auto-conscientemente anacrónica, la escritura de Perlongher es también inconscientemente previsora, anticipando, como se ha venido indicando, toda una serie de planteamientos, procedimientos y postulados de la
teoría queer o, si se quiere, de la “queer theory”. Su énfasis en la deriva, la
interrelacionalidad, la teatralidad y la fragmentación;47 su defensa de prácticas y vivencias anti-normativas y anti-asimilacionistas; su crítica ambivalente de la identidad como punto de partida y punto de llegada de la
actividad política;48 su rechazo de reduccionismos y totalizaciones tanto
47
Perlongher defiende relaciones parciales, de y entre partes: “Fragmentación del cuerpo
total en un goce ‘por partes’, efecto de despersonalización que se detecta en la fuga o el
rechazo de las identidades” (Perlongher 1997: 49). La defensa no deja de ser problemática,
porque los cuerpos sexuados no se han fragmentado todos de la misma manera. Existe,
además, el problema de la literalización: el elogio del cuerpo fragmentado y de la desaparición resuena de una manera inquietante en un país como la Argentina. Perlongher tenía
bien presente el peso simbólico y real de la fragmentación o desaparición del cuerpo; véase,
al respecto, su poema más conocido, “Cadáveres” (1987b: 51-63; 1997: 227-237).
48
Lejos de ser, como pretende Gundermann, consistentemente “vitriólico” en sus declaraciones “contra la contradictoria mescolanza de políticas identitarias y teorías desconstructivistas del modelo de liberación gay norteamericana” (135), Perlongher dice que
“prefier[e] dejar la cuestión [de la asunción de la identidad] como problema, como
pregunta” (1997c: 188). Lo que es más —y que valga como contradicción de otras
declaraciones en otros ensayos— Perlongher se refiere a “la relación de semejanza gaygay” que “es algo que está sucediendo (la pareja gay-gay) y que me parece maravilloso:
pero si se pretende elevar ese accidente amoroso al plano de ideal, de modelo a seguir, de
‘síntesis’, ¿no se estaría configurando una suerte de redención de la teoría del Tercer Sexo
Brad Epps
génerico-sexuales como políticos;49 estos y muchos otros aspectos señalan
una afinidad entre la obra de Perlongher y la teoría queer. Afinidad, pero
diferencia, ya que siempre insistió en la imbricación del deseo, de la economía y de la violencia (la del sida definitivamente incluida) y siempre insistió
en la heterogeneidad de la sexualidad (la de la homosexualidad definitivamente incluida), irreductible a consignas como “homosexual” o “gay”. No
es casual que fuera poeta y antropólogo y que abogara por una barroquización de las palabras y de las cosas y por un contacto directo y a veces peligroso con la calle, factores que podrían suplementar productivamente, creo
yo, la obra más filosófica y textualmente mediada de Judith Butler y otros
teóricos y activistas queer.
Suplementos productivos, convergencias y divergencias, diálogos, discrepancias y matizaciones: pretender que lo queer se abra, se extrañe, se
borre y se nombre con otros nombres que no sean “queer”, que atienda a
obras en otras lenguas, a vidas en otras partes del mundo, a prácticas resistentes a la teorización metropolitana no es una tarea fácil o carente de problemas, ya lo sé.50 Pero pretender que valga para todos, que cubra el mundo,
que hizo furor en la Alemania prenazi? Con una diferencia: Hirstchfeld [sic] y sus compinches consideraban que un homosexual era una mujer en cuerpo de hombre, y se
fotografiaban alternativamente vestidos de hombre y de mujer (1997c: 187). La retórica
de Perlongher es tentativa, cuestionante y atenta a las diferencias dentro de las semejanzas; es un pensamiento abiertamente “en proceso” —”algo que está sucediendo”— que
si bien tiende a ver la asunción de la identidad en general como un problema o incluso
como algo negativo también es capaz de reconocer algo positivo, incluso admirable.
Ferrer y Baigorria advierten que en los “recodos y curvas” de la trayectoria de Perlongher, “rastrearíamos en vano una fisura entre el liberacionismo homosexual de los comienzos y la posterior crítica lapidaria de Perlongher a la ‘identidad gay’. Nos perderíamos
en la búsqueda de grietas” (9).
49
Parciales en lugar de totalizantes, las prácticas que Perlongher observa y vive en las
calles de São Paulo “no se agotan en la monótona extenuación de los recursos anatómicos, sino que sirven de cimiento a verdaderas redes de sociabilidad ‘alternativas’ respecto de la cultura oficial, ‘desviantes’ o marginales respecto de la norma social dominante,
nómades en relación con los módulos de heterosexualidad sedentaria” (1999: 167-168).
50
Aunque se puede discutir hasta qué punto convergen y divergen la obra de Perlongher
y esa masa conocida, y no conocida, bajo el nombre de teoría queer, de ninguna manera
pudieron haber “contrariado” a Perlongher “las des-materializaciones de los estudios
queer, causa de la ‘desaparición’ de la homosexualidad” (Gundermann 2003: 147, cursivas mías). La desaparición de la homosexualidad de la que tan apasionada e inteligentemente escribiera Perlongher surge de varios factores, entre los cuales destacan el éxito
de modelos de asimilacionismo gay y el desastre del sida, intrincadamente interrelacionados el uno con el otro. Lo queer se formula y se mobiliza, como ya se ha dicho, en
263
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desde lo queer
que vaya estableciéndose por doquier, que se resista a la traducción, en fin
que se monumentalice y se afiance como lema, consigna, marca o incluso
fetiche tampoco carece de problemas, todo lo contrario. En muchos respectos,
lo que Marta Lamas dice de “género” (como traducción de “gender”) y de
cómo su “uso fetichizado” puede contribuir a “una simplificación de los
conflictos de los seres humanos” (2002: 181) puede decirse de “queer”:
Formular nuevas categorías con las cuales repensar nuestra cultura y nuestra
tradición epistemológica [las mexicanas, pero más ampliamente las hispanohablantes] requiere un irrenunciable vaivén dialéctico: probar, contrastar, redefinir.
Para ello es imprescindible, por encima de todo, un pensamiento más crítico de la
herramientas conceptuales que utilizamos. De ahí la necesidad de tomar al género
como punto de partida, y no de llegada, en una cada vez más necesaria reflexión
sobre la condición humana sexuada que integre carne, inconsciente y mente productora de cultura (2002: 182).
Si el término “género” ha generado a la vez entusiasmos y recelos críticos, no es de extrañar que el término “queer”, más dado a extrañezas y más
abiertamente político, también haya generado entusiasmos y recelos. Desprovisto de un cognado o “falso amigo” en español, la diferencia o extrañeza de “queer” en un contexto hispanohablante es considerablemente mayor
que la de “gender” y su aceptación por parte de los medios de comunicación
(es decir, más allá del academicismo y el activismo) considerablemente menor. De ahí la necesidad de tomar a queer también como punto de partida, y
no de llegada, en un vaivén conceptual, cultural, político y lingüístico sin
fin. Lejos de avalar o rechazar toda esa masa diversa que se conoce —y
desconoce— bajo el nombre de “teoría queer”, ha llegado el momento, como
respuesta a estos mismos modelos asimilacionistas y a los retos simbólico-materiales
del sida. El que parte de la propuesta radical queer haya revertido a una propuesta
consumista gay (en el sentido en que Perlongher y otros lo entendían) no justifica el
olvido histórico que se propaga en el artículo de Gundermann, cuya bibliografía queer se
limita a un estudio de Earl Jackson sobre el cine de Pedro Almodóvar y un par de
pasajes de Silvia Molloy y Leo Bersani. Hasta Donald Morton, de cuya obra extrae
Gundermann la mayoría de sus pullas, precisa que lo que motiva sus críticas es la
“teoría queer dominante” (53), reconociendo así la existencia de corrientes mayores y
menores (entre estas últimas, las aportaciones histórico-materialistas del propio Morton),
y acaba su artículo proclamando que es necesaria una “Red Queer Theory” (54), una
teoría queer roja. Yo mismo he abordado, aunque de una manera mucho más limitada
que Morton, la cuestión de una teoría roja marica en un artículo sobre los “maricas
rojos” en un texto de Juan Goytisolo; véase Epps 1998.
Brad Epps
reconocen muchos de sus practicantes más sagaces, de barajarla con otras
aportaciones, otras lenguas, otras trayectorias, entre las cuales están las del
admirado y admirable Néstor Perlongher.51 •
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51
El compromiso de Perlongher para con una noción radical de la democracia es innegable y marca las actividades de todo un conjunto de organizaciones (algunas muy minoritarias y pasajeras), entre las cuales estaba la Comunidad Homosexual Argentina, que
se reunía bajo el lema “CON DISCRIMINACIÓN Y REPRESIÓN NO HAY DEMOCRACIA”. El lema,
que aparece en una solicitada publicada a finales de mayo de 1984 en el diario Clarín, es
de la Comunidad Homosexual Argentina, organización que, con Carlos Luis Jauregui al
timón, afina las lecciones del Frente de Liberación Homosexual (FLH), en el que tanto
destacara Néstor Perlongher. La solicitada se encuentra reproducida en La homosexualidad en la Argentina (Jauregui 1987: 227). Osvaldo Bazán cita varias declaraciones del
FLH, entre las cuales se encuentra: “con la represión de la sexualidad libre y las actitudes
sexuales no convencionales, se lesiona el derecho a disponer del propio cuerpo y por
consiguiente de la propia vida, derecho negado por este sistema de relaciones de dominación donde el hombre es una mercancía más” (Bazán 2004: 342). El propio Perlongher
anota otros eslóganes del movimiento: “amar y vivir libremente en un país liberado” y
“por el derecho a disponer del propio cuerpo” (1997: 79). Finalmente, cabe recordar que
el FLH mantuvo lazos importantes con la Unión Feminista Argentina y el Movimiento de
Liberación Feminista y que estaba abierto a la participación de todos los heterosexuales
que apoyaran la idea de que “la libertad sexual es un presupuesto básico en la lucha por
la dignidad humana” (Bazán 2004: 342).
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¿Qué quieren los hombres gays?
Sexo, riesgo y la vida subjetiva de la homosexualidad*
*
David M. Halperin
¿Qué quieren los hombres gays? Según cierto número de novelas gays recientes, los hombres gays sólo quieren que los abracen. Según algunos escritos actuales sobre la prevención del VIH/sida, los hombres gays en realidad
quieren que los maten. Según la mayoría de los trabajos críticos en estudios
queer… bueno, la mayoría de los estudios críticos en estudios queer no tienen nada que decir sobre el tema.
El silencio de los estudios queer sobre el tema de la subjetividad gay
masculina —es decir, la vida interior de la homosexualidad masculina, lo
que los hombres gays quieren— no es accidental. El movimiento de liberación gay de los años sesenta y setenta puede haber tenido sus raíces ideológicas en una combinación de marxismo y psicoanálisis, y puede haber
entendido que sus luchas fueran dirigidas contra la represión psíquica tanto como contra la opresión política, pero el tipo de estudios lésbicos y gays
que surgió en Gran Bretaña y Norte América durante los años ochenta en su
mayoría no estuvo interesado en explorar cuestiones sobre la subjetividad
lésbica y gay masculina. Esto es porque la subjetividad en esa época se
entendía en gran medida en términos de la psicología, y la psicología había
estado representada durante largo tiempo como una categoría viciada para
las lesbianas, los hombres gays y otros disidentes sexuales.
Durante más de un siglo, cualquier desviación de estándares muy estrictos de presentación normativa de género y de comportamiento heterosexual había sido considerada, y tratada, como signo de una enfermedad
psicológica: como síntoma de un estado enfermo, descrito de maneras diver-
* Presentado en el Coloquio Desprenderse de la psicopatología. Semana de L’École lacanienne de psychanalyse. Agosto 2006.
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sas como “demencia moral”, “perversión sexual”, “desorden de la personalidad”, “enfermedad mental” o “desajuste”, pero caracterizada en todo caso
como un tipo de psicología anormal. Como secuela de más de un siglo de
tratamiento médico y forense de la homosexualidad como una patología
psiquiátrica o una aberración, las lesbianas y los hombres gays de la época post Stonewall dirigieron gran parte de su esfuerzo político a deshacer
la presunción de que había algo fundamentalmente malo en nosotros. En
este contexto, parecía necesario clausurar la totalidad del tema de la subjetividad gay a la indagación respetable, para impedir de esta manera que lo
gay volviera a ser entendido jamás en términos de la psicopatología.
Otra razón por la que muchos practicantes de los estudios lésbicos y
gays tienden actualmente a evitar el tema de la subjetividad gay es que ellos
todavía están bajo la influencia de Michel Foucault, quien afirmó alguna
vez que “todo el arte de vivir consiste en matar a la psicología” (“L’art de
vivre, c’est de tuer la psychologie”, Foucault 1994: 256). Pero el mismo
Foucault no estaba tratando de imponer la supresión de toda indagación
sobre “la hermenéutica del sujeto”: ese fue, al final, el título que dio a sus
conferencias en el Collège de France durante el invierno y la primavera de
1982. Al contrario, Foucault se desafiaba a sí mismo, y a nosotros, a encontrar maneras de abordar la subjetividad que no estuvieran necesariamente
encaminadas hacia la psicología o hacia las categorías del psicoanálisis
demasiado familiares y cada vez más trilladas.
Ciertamente Foucault tuvo poco que decir, aun en esas conferencias de
1982, sobre lo que sería una hermenéutica antipsicológica del sujeto. De
hecho, tuvo muy poco que decir sobre cualquier tipo de modelo interpretativo
o explicativo del sujeto. A pesar del título que dio a su curso, Foucault decidió abordar las relaciones del sujeto y la verdad —su tema principal— por
medio del estudio de la teoría y la práctica del “cuidado de sí” en la filosofía
helenista y romana de hace casi dos mil años. Foucault eligió abocarse a ese
periodo lejano de transición de la historia del pensamiento occidental precisamente porque, de acuerdo con él, una hermenéutica del sujeto en el sentido moderno estaba ausente de él, de manera notable y reveladora. Dicho de
otro modo, era debido a que la relación del sujeto con la verdad en los discursos filosóficos de la época no tomaba la forma de una disciplina psicológica de introspección y desciframiento, que Foucault decidió examinarla de
cerca. En lugar de una moderna ciencia del sujeto que trata el yo como el
locus de una profundidad psicológica, como el sitio de una interioridad que
es crucial explorar y trazar para así especificar los tipos normales de fun-
David M. Halperin
cionamiento mental y para distinguirlos de sus opuestos insanos y pervertidos, Foucault quería avanzar “una analítica de las formas de reflexividad… que constituyen al sujeto como tal” (2001: 444). En ese momento,
Foucault se preocupaba casi por completo por las técnicas de auto-constitución, y por los diferentes tipos de sujetos que pueden ser producidos por
distintos tipos de relaciones con el sí mismo. Él presentó las técnicas de
auto-constitución como una alternativa histórica, aunque no como una antítesis, a las prácticas de auto-análisis que nos son familiares a través de la
cultura cristiana y freudiana. Incluso llegó a reconocer esto, enfatizando en
su resumen del curso publicado en el Annuaire del Collège de France que la
“cultura del sí mismo” griega y romana que él había descrito en sus conferencias estaba “todavía muy lejos de aquello que [más tarde] sería una hermenéutica del sujeto”(2001: 242-3).
Sin embargo, en un buen número de observaciones que Foucault hiciera
en sus conferencias de 1982 sobre las diferencias entre el antiguo conocimiento de sí, por un lado, y la auto-exégesis cristiana y freudiana, por el
otro, podemos distinguir su determinación para buscar una alternativa a
las modernas prácticas de trazado y análisis de la interioridad psíquica, y
podemos medir la extensión de su dedicación para definir una forma histórica de las relaciones entre el sujeto y la verdad que podría contrastarse con
las versiones más recientes cristianas y freudianas. Foucault pasó por aprietos para recuperar y describir un modo de saber del sí mismo que había sido
practicado en el pasado, que era distinto de “las ciencias de la mente, la
psicología, el análisis de la conciencia” (2001: 242-3), y que no se alojara en
el origen de estas. Al contrario de “la objetivación [l’objectivation] del sí en
un discurso verdadero”, característico tanto del cristianismo como de la
psicología, el antiguo “cuidado de sí” aportaba una posibilidad radicalmente diferente: “la subjetivación de un discurso verdadero en una práctica
y un ejercicio de sí con sí mismo” (2001: 317). Foucault argumentaba que
este modo no exegético de conocimiento del sí, aunque descuidado en gran
medida por la filosofía moderna y la cultura occidental, nunca había desaparecido por completo. De hecho, “toda una parte del pensamiento del siglo
XIX puede ser releído como un intento dificultoso, una serie de intentos dificultosos, por reconstituir una ética y una estética del sí mismo”(2001: 241).
En las entrevistas que dio a la prensa gay de principios de los años ochenta,
poco antes de su muerte en 1984, Foucault dejó en claro que él veía la promesa del movimiento lésbico y gay bajo esa luz —como una manera de terminar con la psicología y de reactivar una ética de sí que consistiría no en un
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desde lo queer
análisis del sí o en la adherencia a normas de funcionamiento propias y
sanas, sino en una “estética de la existencia” (ver p. ej. Foucault 1988). Foucault
encontró en ciertos modos de la vida queer nuevas posibilidades de constitución del sí y de conocimiento de sí. Aunque algunos caminos de la vida
queer puedan ser muy distintos de las antiguas prácticas del sí, se asemejan
a ellas en tanto que ofrecen una alternativa a las disciplinas científicas y
normativas del sí, favorecidas por nuestra cultura post-cristiana y postfreudiana. Al menos, esa era la esperanza radical que Foucault vislumbraba
en el movimiento lésbico y gay.
Para mantener viva esa esperanza, será crucial generar alternativas queer
a la cultura científica moderna del yo y su hermenéutica psicológica del
sujeto. La cultura queer se ha mostrado, de hecho, como prolífica al inventar
rutas de escape concretas del análisis de sí, desde las iglesias gays hasta los
saunas gays. Asimismo, un número de escritores gays masculinos ya han
elaborado varios acercamientos anti-psicológicos para representar el sujeto
queer: Walter Pater, Oscar Wilde, André Gide, Marcel Proust, Jean Genet y
Roland Barthes. De distintas maneras cada uno ha intentado imaginar y
representar la subjetividad humana sin recurrir a la psicología. Así, la gente
queer cuenta con una multitud de recursos tanto sociales como intelectuales
a los que acudir cuando se trata de figurar cómo tener una subjetividad, y
una subjetividad sexual en particular, sin conceptuar o vivirla en términos
de una psicología o un psicoanálisis. Enseguida les daré unos ejemplos.
Si alguna vez hubo alguna duda sobre la urgente necesidad política de
encontrar maneras de representar la subjetividad gay masculina sin recurrir necesaria o automáticamente a la psicología y el psicoanálisis, para
disiparla bastaría una sola mirada a los discursos contemporáneos acerca
de por qué algunos hombres gays tienen sexo de alto riesgo (o “no seguro”).
El asunto de la toma de riesgos sexuales de los hombres gays ha abierto un
nuevo juego de perspectivas sobre la subjetividad gay masculina y ocasionado una multitud de indagaciones —por científicos, periodistas, líderes
comunitarios y activistas— sobre lo que los hombres gays quieren. Casi
todas esas indagaciones han tomado la forma de especulación psicológica
sobre los motivos de los hombres gays para participar en sexo de alto riesgo.
Partiendo de la premisa de que ninguna persona cuerda pondría jamás su
vida en riesgo para obtener placer sexual —una premisa dudosa en primer
lugar, aunque adquiere un viso de credibilidad por estar fundada en asunciones normativas no examinadas sobre la salud psicológica— casi todos
los esfuerzos por comprender por qué corren riesgos sexuales los hombres
David M. Halperin
gays se complican la tarea, al imponerse a sí mismos la meta imposible de
explicar un comportamiento que ha sido de antemano definido como profundamente irracional o incomprensible. Las causas de tal comportamiento
tienden entonces a buscarse en diversos “déficits” psicológicos que deterioran la salud mental de los hombres gays e interfieren con el funcionamiento
normal. Algo de esta especulación pretende ser amigable hacia los gays:
retrata a los hombres gays como víctimas de fuerzas sociales hostiles, diagnostica los diversos males que sufren como consecuencia, y ofrece ayudarlos a recuperarse proveyendo remedios terapéuticos para el daño que han
sufrido. Otras descripciones son directamente más homofóbicas. Pero, sin
importar la intención, el resultado es retratar a los hombres gays como acosados por un número de serias condiciones psicológicas que, en el extremo
“víctima” de la escala, van desde la homofobia internalizada, la culpabilidad de sobreviviente, y el síndrome de stress post-traumático; hasta la baja
autoestima, el síndrome de personalidad adictiva, la compulsión sexual y
la falta de auto-control, en el extremo patológico de la escala. Por esto la
necesidad urgente de un contra-discurso de la subjetividad gay masculina:
no como una evitación al por mayor del sujeto, y no como una marca de
psicología más amigable con lo gay que esté atenta a desmontar los efectos
de la homofobia, sino como un discurso libre de la psicología misma y de la
oposición contaminada de la psicología entre lo normal y lo patológico.
Eso es precisamente lo que Michael Warner, un importante teórico queer,
intentó brindar en un ensayo elocuente, ambicioso y actualmente bastante
olvidado, publicado en el número de enero 1995 de The Village Voice, titulado “No seguro: por qué los hombres gays están teniendo sexo de alto riesgo”
(Warner 1995). Yendo más allá de clichés psicológicos de la cultura popular
tales como “culpa del sobreviviente” u “homofobia internalizada”, Warner
localiza en el mundo social de los hombres gays, más que en sus psiques, las
fuentes de lo que parecía ser comportamiento autodestructivo. Pero Warner
no dejó fuera del análisis los factores psíquicos: aún más, los enlazó a la
situación social específica de los hombres gays. Sugirió que “el atractivo del
sexo queer, para muchos, yace en su habilidad para violar los marcos de
responsabilidad de la gente buena de pensamiento correcto” (35). Es entonces que los esfuerzos de prevención del sida que apelan al buen ciudadano
en todos nosotros no llegan a comprender. Si estuviéramos realmente abocados a ser buenos ciudadanos, no estaríamos teniendo tanto sexo gay sucio —o sacándole tanto partido. La emoción intensa del sexo queer viene de
que es anti-social. Las estrategias de prevención del sida que ignoran qué
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desde lo queer
tan “malo” es el sexo queer lo hacen bajo su propio riesgo, y el nuestro. Lo
que necesitamos confrontar de la subjetividad gay masculina misma es su
estructura afectiva, conformada en su origen por experiencias sociales de
rechazo y vergüenza, encrespada con impulsos de transgresión que el imperativo político del orgullo gay nos ha hecho reticentes a describir y explorar.
Como Warner plantea, “la abyección continúa siendo nuestro secreto
sucio” (35). Por “abyección”, Warner se refería a la tendencia de las poblaciones estigmatizadas a identificarse con el juicio social que se levanta contra ellas, al adoptar su propia y supuesta falta de valor y, por lo tanto,
convertir la exclusión social en desafío social. El concepto de abyección no
se originó con Warner. En 1980 Julia Kristeva publicó Poderes de la perversión, un libro que trata la abyección en la jerga psicoanalítica, aunque también la exploró por medio de la antropología, la religión y la literatura. La
abyección para Kristeva es un tipo de escisión o crisis en el yo, en el que uno
expulsa violentamente del yo algo que es de manera tal una parte del yo que
uno nunca consigue librarse de él. La abyección es una forma extrema de
desidentificación. Lo abyecto no es ni sujeto ni objeto, sino algo propio de
uno mismo por lo que uno siente horror y repulsión, como si fuera sucio,
inmundo, podrido, asqueroso, echado a perder, impuro —tanto que cualquier contacto con ello se vuelve contaminante, nauseabundo, degradante.
Los cadáveres, por ejemplo, o la mierda; para Kristeva, frecuentemente es el
cuerpo materno. O el deseo homosexual.
Kristeva nunca menciona la homosexualidad; prácticamente nunca alude a ella. Pero sería fácil extender la interpretación de Kristeva a la homosexualidad. Después de todo, para la sociedad buga los hombres gays son
“abyectos”, en el sentido de Kristeva. Sin embargo, aun en esta interpretación
la abyección no se origina en la psique. La abyección es un fenómeno social.
Es la consecuencia del juicio colectivo de la sociedad en contra de los queer.
Sus vicisitudes no son aquellas de un instinto inconsciente sino el de la muerte social: la experiencia aniquiladora de exclusión de la escena de pertenencia
social. No es extraño que la abyección no aparezca ni como una palabra ni
como un concepto en los escritos de Freud o de Lacan, es decir que no tiene
fundamento en el psicoanálisis. De lo que sí presume es de un impecable
pedigree en el pensamiento francés, que se remonta mucho antes de Kristeva.
Pero ese pedigree no es psicoanalítico. Es queer. Entonces esta tradición de
pensamiento queer no sólo presenta una alternativa al psicoanálisis, sino que
ofrece a los queer un poderoso modelo propio de la subjetividad gay.
David M. Halperin
La abyección se remonta desde Kristeva hasta Jean-Paul Sartre, quien
en 1952 le prestó una atención meticulosa al asunto de la abyección gay en
Saint Genet (Sartre 1952), en donde se dedicó a unas series de reflexiones
sobre la fenomenología social de la homosexualidad y el crimen. Desde
entonces, la abyección puede ser rastreada hasta el mismo Genet, quien usó
la palabra ocasionalmente a lo largo de sus primeros escritos, empezando
con su primera novela Nuestra Señora de las Flores, en 1942, pero que lo convirtió en un leitmotif de sus memorias de 1948, Diario de un ladrón. El mismo
Genet probablemente tomó la noción de abyección del trabajo de su conocido Marcel Jouhandeau, un escritor católico de derecha, voluminosamente
prolífico, violentamente antisemita, que también era un hombre gay y que
parece haber derivado el término de la espiritualidad cristiana. Para
Jouhandeau, la homosexualidad servía como un vehículo para experimentar el desprecio por el mundo, como en una imitación perversa de Cristo.
Jouhandeau catalogaba las vicisitudes sociales a las que lo sometía el deseo
homosexual en un libro actualmente olvidado pero extraordinario e influyente, publicado en 1939, titulado De l’abjection (Jouhandeau 1999).
Para Jouhandeau, la abyección era un concepto social más que uno psicológico. Esto queda claro desde el título del primer capítulo del libro, “En
presencia de otros”. Empieza: “A veces yo soy la víctima de una incomprensión, de una aversión espontánea de parte de los hombres, incluso de los
extraños, que termina por relegarme al exilio permanente. Algunas personas
encuentran sospechosa mi presencia en esta tierra y su actitud hostil me remite a mi Secreto. Pero nada me exalta con más seguridad que su reprobación”(17). Después de casi ciento cincuenta páginas de este tipo de cosa,
consistente de historias fragmentadas, de salidas de clóset, trocitos de teología perversa, aforismos, ensoñaciones eróticas y oraciones, viene un capítulo
final titulado “Elogio de la abyección”, en el que Jouhandeau celebraba los
efectos transformadores aunque angustiosos de la humillación social. Se
extiende en “la felicidad de ser abusado”, en la “revelación” que resulta de
“los insultos y el desprecio público”:
Posiblemente ya no eres más la persona que pensabas que eras. No eres más la
persona que conocías, sino la persona que otras personas pensaban que conocían,
que pensaban reconocer como este tipo de persona o aquél… Primero tratas de
fingir que no es cierto, que es sólo una máscara, un disfraz teatral con el que ellos
te han vestido para burlarse de ti, y quieres arrancar esa máscara, ese disfraz, pero
no —estos se pegan a ti tanto que son tu propia cara, tu propia carne y tú mismo
lo que de hecho desgarras en un esfuerzo por deshacerte de ellos(161).
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desde lo queer
En lugar de quitarse el disfraz, Jouhandeau lo asumió. Descubrió “la
felicidad en todo lo que me aísla, lo que me ‘abyecta”(164). Esa felicidad no
es simplemente el placer de rendirse y de la humillación de sí, aunque también lo es. Más bien es lo que podríamos llamar una estrategia existencial de
supervivencia. Como Jouhandeau planteó: “Soy como alguien a quien otro
ha tomado por el cabello y que, sin desear dar esa apariencia, finge que es
acariciado”(166). Jouhandeau descubrió que el efecto de su perversión fue
llevarlo, a través de la experiencia de la abyección, por un camino exactamente paralelo al de la santidad, aunque en la dirección opuesta.
Este fue también el tema central de Genet. Después de todo, la santidad
era su meta. En El milagro de la rosa (1943), Genet mejoró la noción de
Jouhandeau al aspirar a una santidad que tomaba el camino opuesto al
convencional, una santidad que consistía no en una ascensión al cielo, sino
en la “abyección” de ser sumido en la oscuridad del crimen y la perversión:
una degradación en el sentido literal, etimológico de la palabra. Sin embargo, aun en esta forma degradada, la santidad consigue el mismo efecto que
la santidad convencional. Permite al individuo romper con su vida ordinaria, trascender lo social. Como Sartre comentó: “la santidad es antisocial en
su esencia” (Sartre 1952: 19), para bien o para mal, retira al individuo del
orden normal humano. Como el santo, el paria no está ya sujeto a todas las
reglas usuales, no está ya gobernado por el régimen de lo normal. Ha escapado, se ha escabullido de los lazos de la socialidad convencional a través
de lo extremo de su degradación y su desgracia.
La abyección fue el nombre que Genet dio a esta santidad involuntaria
e invertida que, como toda santidad dentro de su concepción, no es elegida,
sino impuesta por la fuerza de las circunstancias (un poder que Genet identificó con el poder de Dios). Pero sólo porque la abyección no es elegida no
significa que no requiera trabajo, o que el individuo abyectado no contribuya nada a su propia abyección. Al contrario. Como Sartre hace notar, para
Genet la abyección es una ascesis que ilumina el camino hacia la santidad.
Al igual que la santidad, la abyección es a la vez martirio y triunfo: eleva
aun cuando humilla. En consecuencia, Genet celebraba la capacidad del
individuo abyectado para encontrar una salvación milagrosa en las profundidades más bajas de la degradación. La naturaleza exacta y el funcionamiento del punto de viraje entre la degradación y la salvación permaneció
como un misterio para Genet: es por esto que él lo presentó como milagroso.
Pero de cualquier forma que haya funcionado, la abyección presenta la posibilidad de trascender la humillación social y alcanzar una exaltación perversa, aunque con un costo personal considerable.
David M. Halperin
La mejor ilustración de la abyección en este sentido puede encontrarse
en la famosa escena al final de El milagro de la rosa, en el que un grupo de
chicos en el reformatorio de Mettray atormentan a otro chico llamado
Bulkaen, forzándolo a pararse a quince yardas de ellos con la boca abierta
mientras se turnan para atinarle escupiendo. Genet no fue testigo de esta
competencia horrenda. Ni siquiera estaba en Mettray en esa época. Otro
chico que supo que Genet había estado enamorado de Bulkaen (y que estaba
él mismo enamorado de Genet) le contó maliciosamente el episodio, pensando que rebajaría a Bulkaen a los ojos de Genet, convirtiéndolo en un
objeto de burla y desprecio. Pero la vergüenza de Bulkaen sólo inspiró a
Genet a identificarse con él, amándolo aún más.
Lo que es notable en la narración de Genet sobre la severa prueba de
Bulkaen es su modo de narración. Genet decidió contar la historia en primera
persona, desde su propio punto de vista, como si él hubiera sufrido personalmente el destino abominable de Bulkaen. Quería hacer suya la abyección de
Bulkaen. La humildad de ese gesto era proporcional a su grandiosidad. Al
tomar el lugar de Bulkaen, Genet se rebaja y se glorifica a un mismo tiempo,
con el resultado excesivo de poder comparar su sacrificio con el de Jesucristo: “Así como otros tomaron sobre sí el pecado de la humanidad, yo haré mío
ese exceso de horror que Bulkaen fue obligado a cargar”(317). La apropiación
que Genet hace de la posición subjetiva del chico perseguido, su imaginativa
sustitución de él mismo en lugar de Bulkaen en el momento de la aniquilación
social de este último, fue tanto una especie de experimento ético como un acto
de amor —una manera de probar si la abyección podía ser compartida imaginativamente y, si así era, si el compartir la abyección podría dar lugar a una
solidaridad erótica entre el abusado y el rechazado. Genet concedió que
Bulkaen era patético: que “Bulkaen era la vergüenza misma”(320). Pero deseaba reunirse con él en las profundidades mismas de esa vergüenza, sobreponerse al aislamiento que el acto concertado de humillación había designado
infligir sobre Bulkaen, y reivindicarlo para una amplia comunidad imaginaria de desterrados. “Ya que lo amo, tengo que amarlo por eso, para no dejar
ninguna oportunidad posible al desprecio, ni a la repugnancia… Yo amaba a
Bulkaen por su ignominia”(315-6).
El amor de Genet tomó la forma específica de hablar desde la perspectiva del mismo Bulkaen a favor de reconstituir y revivir la experiencia subjetiva de su “ejecución” (317). Describió como “Yo” fui acosado por la pandilla,
como el mundo alrededor de “mí” se volvió de repente un infierno donde
“cada árbol, flor, abeja, el cielo azul, el césped” se tornaba cómplice de “mi”
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desde lo queer
terror y parecía no tener otro objeto que “mi” tormento. Narra como “Yo”
había tragado involuntariamente el primer escupitajo que cayó en “mi” boca.
Mientras la tortura se intensificaba en crueldad, la experiencia sustituta de
aniquilación de Genet empieza a torcerse bajo la presión terrible.
Hubiera tomado muy poco transformar este juego atroz en uno caballeresco, en el
que en lugar de escupitajos yo hubiera sido cubierto con un baño de rosas. Porque,
aunque las acciones eran las mismas, el destino no se hubiera molestado mucho
para cambiar todo: el grupo se forma… algunos chicos realizan acciones de lanzamiento… no hubiera costado mucho que el resultado fuera de felicidad… Le recé
a Dios para que suavizara Su intención un poco, que hiciera un movimiento en
falso para que los chicos no me odiaran más, para que me amaran.
Conforme se acercaba la pandilla, conforme su excitación asesina se
incrementaba, su víctima mantenía una gravedad exaltada en su imaginación: “Yo no era ya una adúltera que fuera lapidada, sino un objeto empleado
en un rito de amor. Yo deseaba que ellos me escupieran más, con viscosidades más densas (319).
La transmutación alquímica de la humillación social en glorificación
erótico-religiosa no es aquí un asunto de psicología, excepto en el sentido
trivial de que tiene lugar en la vida interior del individuo. Diligentemente
Genet evita usar lenguaje psicológico. Ofrece un relato vívido y conmovedor
de la subjetividad de Bulkaen, indudablemente un relato memorable, pero
que está vacío psíquicamente. Entonces Genet nos brinda una imagen de la
subjetividad sin psicología. La visión repentina de felicidad que se produce
en Genet por la experiencia de la humillación social no es el inconsciente
elaborado de algún trauma de la infancia, ni tampoco es un síntoma de una
perversión sexual (definida en términos psicoanalíticos como una desviación del funcionamiento sano). Después de todo, al menos como figura dentro del diseño estético de su narrativa, el trauma en cuestión no era ni siquiera
del propio Genet: le sucedió a alguien más, no a él. Lejos de constituir el tipo
de trauma individualizante que resulta en un daño psíquico único, la abyección registra y describe los efectos generalizados de la opresión social,
que en el caso de Genet consistían en las heridas sociales de la sexualidad y
la clase, las operaciones del orden de la misma normalidad. Es por esto que
Genet pudo compartir en primer lugar la experiencia de abyección de
Bulkaen. El terreno en que tiene lugar la lucha no es la psique, sino el campo del
poder social. El sujeto humano es parte de ese campo.
La exaltación de Genet fue una respuesta al intento concertado de degradación por parte de la sociedad convencional. Expresaba una resistencia existencial a la experiencia de ser dominado socialmente. Si Genet pudo
David M. Halperin
participar de la abyección de Bulkaen, que ni siquiera atestiguó, es porque
Genet estaba familiarizado con las vicisitudes de su propia existencia social,
con los efectos no intencionales producidos por la humillación en el individuo degradado: con las maneras en que dicha humillación puede estimular
un instinto de desafío. En el curso impredecible de sus esfuerzos por abyectar
al paria, la sociedad pierde de pronto su poder aniquilante sobre su víctima.
Su miedo y horror se convierten en resistencia, incluso en deseo. Esa creciente sensación de escape subjetivo a la persecución, esa intimación de una
posible línea de fuga, es lo que genera una sensación de exaltación. No es
tanto un asunto de triunfar sobre tus adversarios como un proceso de hacerte a ti mismo inencontrable para aquellos que te destruirían: a través de
descubrir los medios eróticos y espirituales de tu propia transformación y
transfiguración, en el acto mismo de rendición y de envilecimiento.
Así es como funciona la abyección, o como se imagina que funciona,
según Genet; así es como produce una santidad inversa en los parias sociales. La escritura de Genet, aunque altamente idiosincrática, es valiosa porque proporciona “una piedra de toque para establecer los límites de la
explicación psicoanalítica”(Sartre: 143-4), como Sartre señala astutamente.
La abyección como Genet la entendía describe una dimensión de la subjetividad gay masculina que es caricaturizada por la psicología y el psicoanálisis, que sólo nos ofrece en su lugar una especie de abyección popular
llamada masoquismo. Pero interpretar la abyección en términos psicológicos o psicoanalíticos como mero masoquismo es hacer añicos los lazos de
amor y solidaridad que la narrativa de Genet forja entre los abyectos y, por
lo tanto, confundir el trabajo de la libertad con la evidencia de la psicopatología, como sostenía Sartre. Foucault dijo alguna vez: “El lenguaje de la
psiquiatría es un monólogo de la razón sobre la locura” (Foucault 1965: xxi). Genet no trató de interrumpir ese monólogo. En su lugar, y contrario a
este, inventó el sujeto homosexual. Esto es, creó un discurso literario en el
que la homosexualidad habla y en el que la vida interna de la homosexualidad masculina alcanza una representación no psicológica. En el lugar de la
ciencia psicológica, la subjetividad gay.
Interpretar como masoquismo la determinación de Genet de convertir
su objetivación social en subjetividad queer es también negar la posibilidad de que la abyección pueda desembocar en un escape de la persecución. La diferencia entre el masoquismo y la abyección es que el masoquismo
se define como el disfrute del dolor y la humillación, mientras que la abyección consiste en una especie de neutralización del poder de estos a través de
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desde lo queer
revertir las relaciones sociales de fuerza. La abyección no se trata de cruzar
un umbral más allá del cual el dolor se convierte en placer; no se trata del
disfrute de ser dominado. Más bien, logra una liberación espiritual de la
dominación a través de la des-realización de la humillación, a través de
privar a la humillación al menos en cierta medida de su realidad, de su asimiento sobre el sujeto. Entonces la persecución social pierde algo de su poder
abrumador y cambia su significado (el odio se transforma en amor). El sufrimiento se desafía, antes que nada, al ser re-significado; sólo entonces, bajo
una apariencia alterada, se vuelve deleitoso positivamente. El dolor no es
soportado simplemente, en este respecto, ni es experimentado como placer:
es desplazado, vuelto sobre sí mismo, forzado a hacerle lugar a una sensación enteramente diferente. Genet no disfruta del dolor: es salvado milagrosamente de él.
En contraste, el “masoquismo” —cuando es entendido como un concepto psicológicamente normalizante, cuando es interpretado como una perversión sexual— rehúsa permitir la posibilidad queer de salvación que Genet
describe. El masoquismo en este sentido psicológico no reconoce que aquellos que te lastiman de hecho pueden no ser capaces de dañarte; más bien,
insiste en atribuirles un poder real e irresistible sobre ti, que implica que ser
maltratado es siempre ser dañado y que derivar cualquier placer de tal maltrato es simplemente disfrutar de manera perversa de las cosas horribles
que te hacen. De esta manera, el concepto psicológico de masoquismo expresa la fe inquebrantable de la cultura heterosexual en la eficacia de su propio
poder para perseguir, su convicción de que sus víctimas son realmente destruidas cuando trata de destruirlas, y que nuestra habilidad ocasional para
escabullirnos a través de la red de esas penas, al encontrar una fuente de
exaltación y transfiguración personal en una relación oblicua con el sufrimiento mismo que nos causan, no es una respuesta creativa a la violencia
social, no es un testimonio al poder de la fantasía queer, no es una base
posible para la solidaridad queer, sino sólo otro signo de que hay algo profundamente mal en nosotros. La abyección no sólo no es idéntica al masoquismo, la categoría misma de masoquismo representa la negación —uno
podría incluso decir la prohibición política— de que es posible algo como la
abyección de Genet.
¿Cómo es que esta tradición de reflexión queer sobre la dinámica socialsubjetiva de la abyección puede ofrecer una alternativa significativa a la
psicología o el psicoanálisis para el propósito de la prevención del VIH/
sida? Michael Warner nos pidió considerar la posibilidad de que la abyec-
David M. Halperin
ción pueda ser la verdad no reconocida sino secreta del sujeto gay masculino: y que la razón por la que los hombres gays participan del sexo de alto
riesgo puede ser que la posibilidad de ser infectados con VIH se conecta con
el placer que les provoca ser malos, adoptando el enjuiciamiento de la sociedad contra ellos. Las prácticas sexuales proscritas, incluyendo el rechazo a
la seguridad y el coqueteo con el riesgo, pueden ejercer por lo tanto un
atractivo poderoso sobre ciertos hombres gays. Más aún, supongamos que
Warner está en lo correcto. ¿Qué conclusiones deberíamos sacar de ese diagnóstico? ¿Es fatal la abyección y los hombres gay que obtienen emociones
intensas de ella necesitan ser curados de sus tendencias, por su propio
bien? ¿O podemos hacer algo más con la abyección además de morir por
ella?
La respuesta radica en cómo entendemos la abyección. Por una parte,
si la abyección es presentada en una jerga psicoanalítica, forzada a referirse
a algo profundo en la estructura psíquica de la homosexualidad que causa que los hombres gays busquen su propia aniquilación, esa noción sería
—por más interesante o repugnante en sí misma— de poco uso práctico
para la prevención del VIH/sida, excepto en tanto explicaría por qué los
esfuerzos de la prevención fallan a veces: fallan porque son infructuosos,
porque los hombres gays, a menos que sean salvados por la terapia, quieren
realmente (inconscientemente) que los maten. Por el otro lado, si la abyección nombra la situación social que, para sobrevivir, nos fuerza a resistir la
carga aplastante de la vergüenza, a glorificar nuestra exclusión de la escena
de pertenencia social, a trascender las realidades humillantes de la existencia social (al menos en nuestra imaginación), y a encontrar en la historia
secreta de nuestros placeres una fuente de triunfo personal y colectivo sobre
las fuerzas que podrían destruirnos, entonces la abyección parecería tener
algunos usos para la valoración de la vida. En esta última interpretación
queer, la abyección no representaría un secreto oscuro o muy profundo del
tipo que sólo el psicoanálisis puede revelar, sino un fenómeno social observable, cuyas implicaciones para la prevención del VIH/sida quedan para
ser reflexionadas cuidadosamente.
Mi propósito aquí no es instalar la abyección en el lugar de la psicología
o el psicoanálisis como el fundamento de una nueva ciencia del sujeto gay.
La importancia de la abyección yace en la manera en que apunta a la existencia y disponibilidad de enfoques alternativos —enfoques sociales, enfoques queer— al proyecto de describir la vida interna de la homosexualidad
masculina. Al compararla con los lenguajes de la ciencia social y médica, la
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desde lo queer
retórica del martirio religioso y erótico que navega bajo el nombre de abyección podría parecer ridícula: vaporosa, no específica, falto de precisión y del
poder de descripción riguroso. Pero es esto exactamente lo que la hace útil.
En una época en que sobrevaluamos el método, dotando al procedimiento
académico y científico convencional de un viso de objetividad, esta debilidad, y la falta correspondiente de un dogma asociado o una teoría elaborada,
pueden tomarse como una fortaleza. Nos recuerda aquello que no sabemos.
La abyección, tal como emerge de la tradición que he descrito, es una figura
manifiestamente retórica. No pretende ser científica. No puede confundirse
con un discurso autoritario. Así la abyección no puede prestarse fácilmente
a los propósitos de un discurso normalizante, cuya autoridad es legitimada
por su acceso a la verdad. Con la abyección, no podemos engañarnos: sabemos que estamos tratando con una metáfora de nuestros sentimientos, no
con nuestros sentimientos. Un lenguaje gótico de la abyección o del martirio
—un juego de gestos lingüísticamente figurados cuya extravagante cursilería católica previene que alguien los tome literalmente— es mejor aún que
los lenguajes científicos presuntamente objetivos y teóricamente elaborados
de la psicología y el psicoanálisis, y todas sus jergas rutilantes.
Estoy lejos de inventar una contra-ciencia del sujeto humano. He estado
tratando más bien de resistir la autoevidencia del sujeto psicologizado de
forma que quede abierta la posibilidad para otras maneras de pensar y representar la vida afectiva humana. Contra la monocultura intelectual de la
psicología, he querido enarbolar una pluralidad de enfoques no sistemáticos, en su mayor parte de inspiración sociológica y estética, que no son la
propiedad exclusiva de una disciplina en particular.
Estudiando la escena discursiva de la psico-jerigonza moderna en 1982,
con su constante estribillo de “volver sobre sí mismo, liberarse a sí mismo,
ser uno mismo, ser auténtico”, Michel Foucault no encontró que “haya algo
de lo que podamos estar orgullosos en nuestros esfuerzos actuales por reconstituir una ética del sí”. Sin embargo, prosiguió: “quizá sea una tarea
urgente, fundamental y políticamente indispensable, la relación de uno
mismo con uno mismo, si después de todo es cierto que no hay otro punto de
resistencia al poder político, ni en primer lugar ni por último” (2001: 241).
Las relaciones inquietantes entre el sexo y el riesgo en las vidas de muchos
hombres gays proporcionan hoy en día una ilustración inesperada y puntal
de la afirmación de Foucault. La crisis actual en la prevención del VIH/sida
y los discursos variados que rodean la práctica y administración del ser gay
colocan a los sujetos gays contemporáneos bajo muchas formas de presión
David M. Halperin
personal, política, epistemológica, analítica y ética. En este contexto, donde
la relación de uno mismo con uno mismo constituye un sitio de lucha particularmente intensa, es llamativo que muchos de los términos que aparecen
en la hermenéutica anti-psicológica del sujeto propia de Foucault, recurran
en el lenguaje queer de la abyección en Genet: ambos hablan, por ejemplo, de
“ascesis” y de “ejercicio espiritual”. ¿Es un accidente, una coincidencia o
un caso de herencia literaria directa que Foucault y Genet, ambos escritores
gays, cada uno confrontando a su manera las cargas de la cultura psiconormativa, encuentren en estos vocabularios de espiritualidad pasados de
moda un modelo alternativo, no-disciplinario de subjetividad?
Foucault especuló que “las relaciones de poder / gobernabilidad / el
gobierno de sí y de otros / la relación de uno mismo con uno mismo —todo
esto constituye una cadena, un hilo” (2001: 242). Así, tendió a “pensar que
es en relación con estas nociones que debemos ser capaces de ligar la cuestión de la política y la cuestión de la ética”. La crisis de la prevención del
VIH/sida nos muestra cuán urgentemente necesitamos maneras más imaginativas, ingeniosas, no psicologistas y no moralistas, de conectar política y
ética. Sólo una adopción generosa de la política y la ética, y un conjunto de
estrategias astutas para articularlas entre sí, podrá servir para fomentar la
causa de la prevención del VIH/sida, como un asunto de práctica personal
así como un asunto de política pública •
Traducción: Adriana Baschuk
Bibliografía
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Reason, trad. Richard Howard, Panteón, Nueva York.
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Foucault, Michel, 1994, “Conversation avec Werner Schroeter”, Dits et écrits 19541988, ed. Daniel Defert y François Ewald, Gallimard, París.
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Genet, Jean, 1993, Miracle de la rose, L’Arbalète, Décines [Rhone].
Jouhandeau, Marcel, 1999, De l’abjection, Le Passeur-Cecofop, Nantes [originalmente publicado Gallimard, París, 1939]).
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286
desde lo queer
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Warner, Michael, 1995, “Unsafe: why gay men are having risky sex”, The Village
Voice, enero 31, pp. 32-36.
Hortensia Moreno
lecturas •
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lecturas
Hortensia Moreno
Mujeres y hombres en la UNAM
Se dice que hay mentiras pequeñas, mentiras medianas,
grandes mentiras y estadísticas. La apariencia de objetividad que tienen los datos numéricos suele prestarse a manipulaciones que permiten el uso y el abuso de la información
con fines no siempre transparentes. Una cifra aislada, un
porcentaje sin referentes absolutos o un rango fuera de
contexto podría ser interpretado de maneras opuestas sin
que quede muy claro cómo se conecta la interpretación con
los hechos “brutos” de la realidad que los números expresan. Sin embargo, ¿qué información está a salvo de las intenciones aviesas? El problema, entonces, no está en los
números, sino en la manera en que se utilizan para desvirtuar o embellecer la realidad.
Una vez tomados en su dimensión neutral, los números ofrecen posibilidades muy interesantes de entender el
mundo, la naturaleza y hasta las relaciones humanas. Pongamos por caso la extraordinaria aportación que hace en la
actualidad la epidemiología al conocimiento y el cuidado
de la salud. La dichosa epidemiología es tan sólo una técnica —relativamente sencilla— de acopio y sistematización
de datos clínicos. La información que usted y yo proporcionamos a profesionales de la salud para que integren nuestros historiales médicos se toma de nuestros expedientes y
se organiza en enormes bases de datos que permiten relacionar las características individuales de cada paciente con
la prevalencia de las enfermedades en poblaciones cada vez
más grandes.
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De esta manera se investiga cómo influyen las formas
de vida, los hábitos alimenticios, la práctica deportiva, la constitución física, el uso de drogas o los factores hereditarios en
la incidencia de todo tipo de condiciones médicas. Por ejemplo, la epidemiología permite saber que los varones de más
de 40 años que llevan una vida sedentaria, presentan sobrepeso, hacen poco ejercicio, consumen demasiados carbohidratos y grasas, fuman y están sometidos a mucho estrés
tienen una alta probabilidad de sufrir un infarto al miocardio.
Eso no quiere decir que a todos los señores que responden a
este cuadro les vaya a dar el infarto, pero ciertamente nos
permite saber que están en situación de riesgo y que, para
disminuirlo, se tienen que cuidar.
La manera en que se logra esto combina la acumulación
de datos estadísticos y su estudio a partir del saber médico. Si
carecemos de alguna de las dos condiciones —ya sean las
enormes bases de datos que se van registrando día con día, o
bien el conocimiento científico a partir del cual se procesan
los datos cuantitativos— no obtendremos tales resultados.
La feliz conjunción de datos acumulados y conocimiento
sutil de las relaciones de género permitió hacer un diagnóstico sumamente detallado y fructífero sobre la vida institucional
de hombres y mujeres en nuestra máxima casa de estudios.
En efecto, la UNAM cuenta con bases de datos que se han ido
recogiendo a lo largo de décadas y que contienen información vital acerca de sus tres poblaciones: el personal académico, el personal administrativo y el estudiantado.
No obstante, hasta la fecha no se había llevado a cabo un
examen de esta información para ver cómo ha evolucionado
la presencia de las mujeres en el ámbito universitario. La
empresa la acometió un grupo de investigación —integrado
por Ana Buquet, Jennifer Cooper, Hilda Rodríguez y Luis
Botello— habilitado por la Comisión de Seguimiento a las
Reformas de la Equidad de Género en la UNAM. Esta comisión se formó a partir de que el rector Juan Ramón de la
Fuente introdujera en la legislación universitaria una serie de
ordenamientos a favor de la igualdad entre mujeres y hombres. Uno de los primeros pasos para transitar de la ley a los
Hortensia Moreno
hechos tiene que ver, por supuesto, con un conocimiento
profundo del problema.
Porque hay un problema. El grupo de investigación que
realiza este acercamiento se pregunta, fundamentalmente, si
existe o no equidad entre hombres y mujeres en el ámbito
universitario. Como primera respuesta da a la luz pública un
impresionante volumen, magníficamente diseñado, donde
presenta un análisis para cada una de las tres poblaciones
universitarias a partir de números que la UNAM ha acumulado y organizado en una cantidad bastante respetable de archivos. Desde luego, toda la información está ya computarizada,
y el grupo de investigación tiene acceso a una enorme cantidad de datos acerca de edad, rendimiento académico, ocupación de plazas, elección de carreras, acceso a becas y a
estímulos, ingresos, antigüedad, estado civil y muchas más
cosas que la institución registra sistemáticamente en cada
una de sus instancias tanto académicas como administrativas, y luego vierte en bases de datos generales.
El libro se llama Presencia de mujeres y hombres en la UNAM:
una radiografía. Los datos seleccionados para ilustrar la posición de unas y otros se presentan en cuadros, gráficas y textos que nos permiten realizar un interesantísimo recorrido a
lo largo y ancho de la vida universitaria. Los elementos más
llamativos tienen que ver, quizá, con los vertiginosos cambios que ha generado el ingreso de las mujeres al campo de
la educación superior y media superior.
Y cuando hablamos de entrada nos estamos refiriendo a
un hecho que hoy en día puede resultar asombroso: hasta
hace relativamente poco tiempo, el derecho de estudiar y
desarrollar actividades profesionales estaba restringido seriamente para las mujeres. El sentido común de la primera
mitad del siglo XX era muy parecido al que privó en épocas
anteriores: el papel de las mujeres estaba limitado al mundo
doméstico y determinado por su capacidad para la maternidad, la atención del hogar y el cuidado humano. En México,
para la mayor parte de la gente no tenía sentido que las
mujeres estudiaran más allá de la instrucción elemental. ¿Para
qué iban a estudiar, si su “carrera” y su vocación eran casarse
y tener hijos?
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Este hecho se refleja en la Radiografía en evidencia númerica e histórica que indica que hacia 1950, 87.9 por ciento del
personal académico de nuevo ingreso estaba constituido por
varones; que hacia 1980 sólo 23.37 por ciento del total de
estudiantes inscritos en bachillerato eran mujeres; que por
esas mismas fechas, sólo 35 por ciento de quienes estaban en
licenciatura eran mujeres. En cinco décadas de aumento de la
participación del sexo femenino, la proporción para el personal académico arroja 40.7 por ciento de mujeres contra 59.3
por ciento de hombres. Esto significa, en pocas palabras, que
cuatro de cada diez integrantes del personal académico de la
UNAM (entre investigadores, profesores y técnicos académicos) son mujeres.
La evolución de la población estudiantil, en cambio, ha
producido un vuelco impresionante. Esto no debería sorprendernos: el estudiantado es mucho más dinámico que el personal académico. En dos décadas y media, de representar
poco menos de la cuarta parte de la matrícula de bachillerato
y poco más de la tercera parte de la matrícula de licenciatura,
la presencia de mujeres ha pasado a superar numéricamente
a la de varones. A esto es a lo que se le llama “feminización
de la Universidad”: en 2005 hay 53 138 mujeres inscritas en el
bachillerato, contra 51 077 hombres. El índice de feminidad
expresa la diferencia diciendo que por cada cien hombres en
la prepa o el CCH de la UNAM hay 104 mujeres.
En la licenciatura ocurre algo muy parecido: del total de
estudiantes inscritos en 2005, 78 146 (52 por ciento) son mujeres, mientras que 72 107 (48 por ciento) son hombres. Esta
ligera diferencia refleja, además, un hecho demográfico: hay
más mexicanas que mexicanos en este país. Por lo tanto, la
apertura para el ingreso de una pequeña mayoría femenina
nada más implica un equilibrio en las oportunidades de unos
y otras para desarrollar una carrera profesional.
Un elemento destacable de este nuevo equilibrio numérico es el hecho de que la matrícula de nuestra máxima casa
de estudios no crece a la misma velocidad que la participación de las mujeres. Esto significa que los lugares “ganados”
por un sexo se “pierden” para el otro. Por ejemplo, en 1980
Hortensia Moreno
había 92 220 hombres en el bachillerato de la UNAM; en 2005
esa cifra ha disminuido a 51 077. En 1980 había 136 861 lugares en licenciatura, 88 912 de los cuales eran ocupados por
hombres; en 2005 hay 150 253 lugares, 72 107 de los cuales
están ocupados por varones. La buena noticia es que el índice
de feminidad en bachillerato pasó en 25 años de 31 a 104; y en
licenciatura, de 54 a 108. No significa que las mujeres “hayamos ganado”, sino algo más complejo y más sutil, como
puede apreciarse en el indicador más reciente de la Radiografía: el índice de feminidad en bachillerato para el semestre
2006-I es de 99, y en licenciatura de 100. Esta relación fluctúa
y seguirá fluctuando alrededor de ese índice. Mientras se
mantenga precisamente alrededor de 100, sabremos que hay
equilibro en esos dos niveles de estudios.
No obstante, estas cifras no indican que se haya alcanzado aún la meta de la equidad. La propia Radiografía muestra,
en análisis sucesivos, que nuestra historia de desigualdad
mantiene territorios desbalanceados. Por ejemplo, en lo que
se refiere al personal académico, los puestos más altos, los
mejor pagados, los que implican mayores responsabilidades, más prestigio y más reconocimiento, todavía están dominados por varones. Por poner un ejemplo: en los tres
niveles de la categoría más alta del nombramiento de investigador hay índices de feminidad muy bajos: 61 mujeres por
cada 100 hombres para titular A, 42 para titular B y sólo 33
para titular C.
Algo semejante ocurre para estudiantes de posgrado:
conforme transitamos hacia la especialidad, la maestría y el
doctorado, la presencia de mujeres se va rarificando. Además, hay escuelas —y carreras— que se siguen considerando
“masculinas” o “femeninas”. A pesar de la apertura de oportunidades y la ampliación de derechos, en nuestro mundo
sigue existiendo un fenómeno que técnicamente se designa
como “segregación” y que consiste en “la distribución diferencial de hombres y mujeres en un universo determinado o
una organización, la cual genera una situación de aislamiento y exclusión de grupos minoritarios respecto del conjunto
de la sociedad” (317-318). Se trata de un concepto central
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para destacar la exclusión de las mujeres de determinados
lugares y para señalar el grado en que aún existen ocupaciones masculinas y ocupaciones femeninas.
En la Radiografía se sistematiza la información para tipificar las licenciaturas de la UNAM. Entre las más “femeninas”
están pedagogía, con un índice de feminidad (IF) de 525 (es
decir: hay 525 mujeres por cada 100 varones), enfermería y
obstetricia (con un IF de 506) y trabajo social (IF=422). En el otro
extremo están ingeniería mecánica eléctrica (IF=7), ingeniería
mecánica (IF=9) e ingeniería de minas y metalurgia (IF=13).
Esto significa que, de alguna manera, seguimos asociando las
actividades de enseñanza y cuidado humano con las mujeres,
pero la técnica y las matemáticas con los varones.
En el centro del espectro están las denominadas “carreras mixtas” con una participación bastante equilibrada de
uno u otro sexo. Como dato curioso, derecho no sólo es la
licenciatura más poblada (con un total de 21 973 estudiantes)
sino que también presenta un IF de 100, es decir, la mitad del
alumnado es de hombres y la mitad de mujeres. Contaduría,
sociología y química están muy cerca de ese índice. Otro dato
es que hay carreras que se han feminizado notablemente.
Por ejemplo, en psicología, la concentración actual de mujeres es de 74.71 por ciento; en medicina, 64.53 por ciento; en
contaduría, 58.3 por ciento.
Pero la presencia no es el único elemento a considerar.
Cabe también preguntarse cuál es el desempeño de las mujeres en el territorio recién conquistado. Según los datos que
almacena la UNAM a este respecto, queda de manifiesto que
tanto en el bachillerato como en la licenciatura las mujeres
tienen un mayor avance de créditos, más asignaturas inscritas, más aprobadas y mayor promedio general. Por ejemplo,
en bachillerato, 66.54 por ciento de los promedios de 10 son
de mujeres, mientras que 67.21 por ciento de los promedios
de seis son de hombres. En licenciatura ocurre algo semejante: 63.08 por ciento de los promedios de 10 son de mujeres y
63.24 por ciento de los promedios de seis son de hombres. La
tendencia se conserva incluso en carreras masculinas, como
física, donde hay un índice de feminidad de 31, pero esas
Hortensia Moreno
pocas chicas presentan un promedio de calificaciones ligeramente superior (8.3) al de sus compañeros (8.1).
Otro indicador muy sugestivo es la distribución de las
becas en licenciatura; por ejemplo, la UNAM otorgó un total
de 15 615 becas en el nivel superior, de las cuales 67.77 por
ciento fueron para mujeres. Desde luego, el otorgamiento de
estos estímulos económicos se relaciona con los indicadores
de rendimiento de las mujeres a lo largo de su trayectoria
como estudiantes.
Pero no nos dejemos llevar por el entusiasmo. Este interesante panorama cambia de manera significativa en el tránsito hacia el posgrado. En términos generales, el ingreso a
especialización (54.8 por ciento), maestría (52.8 por ciento) y
doctorado (55.6 por ciento) sigue siendo mayoritariamente
de hombres. De esta manera veremos que, en una carrera
claramente “femenina” como medicina (IF=189), el acceso de
mujeres al posgrado se desploma a un IF de 75. Esto significa
que la mayoría de hombres egresados de una especialidad
médica tendrán mejores oportunidades de trabajo y ganarán mejores sueldos que sus compañeras más aplicadas, pero
que se quedaron en la licenciatura.
Porque las mujeres, aunque ahora pueden estudiar, todavía no han sido relevadas de las obligaciones “propias de
su sexo”. Es muy probable que nuestras estudiantes, en el
momento de terminar su carrera, se enfrenten al matrimonio y a la maternidad como funciones de las que son principalmente responsables, y a muchas de ellas simplemente no
les da tiempo de seguir estudiando, como quizá sí les dé a sus
maridos que, o bien se casan un poco más tarde, o bien se
apoyan en el trabajo reproductivo de sus esposas •
Hortensia Moreno
Ana Buquet, Jennifer Cooper, Hilda Rodríguez y Luis Botello:
Presencia de mujeres y hombres en la UNAM: una radiografía, México, Comisión de Seguimiento a las Reformas
de la Equidad de Género en la UNAM-Programa Universitario de Estudios de Género-Unversidad Nacional
Autónoma de México, 2006.
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Miradas sobre la igualdad de género
Había una vez un mundo donde las personas de raza negra
no podían subirse en los mismos autobuses que las personas
de raza blanca, ni estudiar en las mismas escuelas; había una
vez un mundo donde las mujeres no podían asistir a las universidades ni votar por el próximo presidente; había una vez un
mundo donde las mujeres no ganaban el sueldo que ganaba
un hombre por realizar el mismo trabajo, y donde no tenían
la misma representación en los parlamentos y en las secretarías de estado que los hombres; había una vez un mundo que
obligaba a las mujeres a vestirse de cierta manera para agradar a los hombres o para conservar su empleo; había una
vez un mundo en donde las mujeres ingresaban a un quirófano sin saber que iban a ser esterilizadas; había una vez un
mundo en el que una mujer tenía que pedir la autorización
de su marido para vender su casa…
Hubo una vez un tiempo en el que la desigualdad de
género no formaba parte ni siquiera del catálogo internacional de discriminaciones prohibidas; la igualdad era entendida sólo respecto de los “hombres blancos, ricos y
propietarios”. Las mujeres y los hombres de raza distinta a la
blanca no figuraban en la lista de ciudadanos. Dice Miguel
Carbonell que “hoy en día, sin embargo, a nadie en su sano
juicio se le ocurriría defender que los criterios de la raza o el
sexo son válidos para tratar de forma distinta a una persona”. Y tiene razón, probablemente hoy los defensores de la
desigualdad entre hombres y mujeres, y los que todavía creen
que las personas blancas son distintas a las personas de piel
negra, serían tachados de locos, o por lo menos no consegui-
Alma Luz Beltrán y Puga
rían muchos votos con esas declaraciones públicas. Pero, ¿es
cierto que hoy habitamos un mundo igualitario? ¿Que todos
y todas tienen las mismas oportunidades políticas y laborales? ¿Que no hay discriminación por ser pobre o estar ciego?
¿Es verdad que no hace diferencia ser mujer y estar embarazada para conseguir empleo?
A estas y otras reflexiones nos invita la Colección Miradas que ha publicado el Consejo Nacional para Prevenir la
Discriminación (Conapred), cuyos tópicos y autores han sido
un acierto de su presidente, Gilberto Rincón Gallardo. A través de esta colección que, como su nombre lo dice, es una
mirada crítica al concepto de igualdad, sus implicaciones y sus
problemáticas, diversos autores exponen sus puntos de vista
sobre un tema que sin duda, es complejo. Y las complejidades no nada más son teóricas, como se aprecia en los dilemas
abordados por Luigi Ferrajoli, Miguel Carbonell y Fernando
Rey Martínez en sus distintos ensayos, sino de orden práctico. “¿Cómo sabemos cuándo está permitido tratar de forma
distinta a dos personas?; ¿cómo justificamos que una persona tenga mejor sueldo que otra o que un empresario deba
pagar más impuestos que un desempleado?”, se pregunta
Miguel Carbonell en Igualdad y constitución. Las respuestas,
como es de esperarse, no son fáciles y menos para explicarlas
en 50 páginas. Pero entre esos signos de interrogación ya
está el esfuerzo empezado: las preguntas lanzadas como
monedas en el aire, valientes tiros del académico mexicano
para fomentar el debate sobre los criterios para justificar las
diferencias relevantes que ameritan un trato desigual en favor de ciertas personas.
El concepto de igualdad, como bien lo apunta Carbonell,
es complejo por ser un concepto “abierto” y sujeto a comparación, ya que únicamente se puede expresar la igualdad de
un sujeto o de una circunstancia en relación con otra. Es decir,
la queja sobre la desigualdad siempre versa sobre una comparación: si se le cobran más impuestos a un trabajador de
una fábrica de zapatos que a otro que labora en una de pantalones, siendo que los dos ganan el mismo sueldo, entonces
hay una desigualdad de trato hacia el primer trabajador res-
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pecto del segundo que se encuentra en una situación similar
a él. En pocas palabras, para argumentar una situación en la
que se ha sufrido un trato desigual se debe contar con referencias previas o parámetros de comparación con otros sujetos que se encuentren en la misma situación, pero sean
tratados de distinta forma sin razones objetivas. La igualdad
no se puede reclamar en abstracto. La igualdad, paradójicamente, es relativa, en el sentido de que debe mediar una
relación al hacerse ese juicio de igualdad (o desigualdad). Sin
embargo, la igualdad no implica que todos y todas deban ser
tratados de la misma forma en todas las ocasiones, ya que
dar un trato igual a personas que son diferentes también
puede significar ser injustos. (Recuérdese la máxima aristotélica: igualdad a los iguales y desigualdad a los desiguales).
Entonces, ¿cómo saber cuándo tratar igual y cuándo diferenciar? ¿A favor de quiénes? ¿Bajo qué criterios?
Por principio de cuentas, explica Fernando Rey Martínez,
un reconocido académico español, en El derecho fundamental a
no ser discriminado por razón de sexo, la igualdad tiene que ver
con el estado social y democrático de derecho. En pocas palabras, la igualdad tiene que ver con todo: con la protección de
derechos fundamentales al prohibir tratos arbitrarios e injustificados, con la democracia, al incorporar a grupos desfavorecidos, como las mujeres, en la toma de decisiones y al
legitimar acciones de carácter positivo que promuevan la
igualdad de oportunidades de los grupos sociales en desventaja. El ensayo de Rey Martínez es particularmente esclarecedor respecto de dos principios, o derechos, usualmente
confundidos: la igualdad y el principio de no discriminación.
Mientras que la igualdad le prohíbe al legislador establecer (o aplicar, en caso del juez) desigualdades de trato que no
estén justificadas de manera objetiva y razonable, el principio de no discriminación nace de prohibir las desigualdades
basadas en categorías “sospechosas” que pueden surgir de
prejuicios o estereotipos en detrimento de ciertas personas o
grupos sociales. De ahí que el principio de no discriminación
enumere una serie de tratos desiguales basados en: raza,
sexo, etnia, religión, ideología y cualquier otro que menosca-
Alma Luz Beltrán y Puga
be la dignidad humana. Por ende, el legislador debe ser particularmente cuidadoso al establecer desigualdades de trato,
y el juez realizar un examen riguroso de las clasificaciones
legislativas al aplicar la ley. Cabe mencionar, que la doctrina
de las categorías sospechosas ha sido desarrollada más que
nada por la Suprema Corte de Estados Unidos, mandando al
juez realizar un “escrutinio estricto” de la cuestión cuando
advierte posibles discriminaciones basadas en prejuicios.
El Tribunal Constitucional español ha resuelto en varias
ocasiones los dilemas de la discriminación de género basándose en el juicio de razonabilidad y proporcionalidad. Por
otra parte, la Suprema Corte de Justicia mexicana emitió recientemente dos jurisprudencias que interpretan el artículo
1º de la Constitución, que contiene el principio de igualdad y
el de no discriminación, en donde adopta el juicio de
razonabilidad como criterio para analizar si las desigualdades establecidas en la ley son constitucionalmente válidas, y
en las que manda al juez constitucional realizar un escrutinio
estricto de las clasificaciones legislativas cuando se ponga en
tela de juicio la garantía de igualdad. Como lo señala Carbonell
en la presentación que hace del texto de Rey Martínez, nuestra jurisprudencia en esta materia se encuentra muy poco
desarrollada, en comparación con la española y norteamericana. Y esto evidentemente no es porque en México no exista discriminación o no sea un tema constitucional importante,
sino porque en nuestra incipiente democracia los órganos
judiciales están apenas consolidando su autonomía y volteando a ver hacia la jurisprudencia de otros países que han
dado pasos significativos para evitar la discriminación a través de interpretaciones garantes de los derechos fundamentales de las personas.
Recordando de nuevo a Aristóteles, la no discriminación
es una especie del género igualdad. En palabras de Rey
Martínez: “la prohibición de no discriminación es una variedad de la igualdad cuando el criterio de desigualdad que ocurre es uno de los sospechosos”. Aunque teóricamente puede
llegar a ser una variante de la igualdad, Rey Martínez sostiene que el principio de no discriminación es un auténtico dere-
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cho fundamental. A través de ilustrativos ejemplos de cómo
ha resuelto el Tribunal Constitucional de España casos de
mujeres discriminadas en distintos ámbitos (en el trabajo por
estar embarazadas o por casarse, en las relaciones familiares
al no poder ser consideradas “cabeza de familia”), Rey
Martínez dibuja con un lápiz preciso el contenido del derecho a no ser discriminado por razón de sexo. Este derecho
comprende básicamente dos dimensiones: la igualdad de trato, que se busca mediante la prohibición de discriminaciones
directas e indirectas y la igualdad de oportunidades entre
hombres y mujeres, por medio de las acciones positivas.
Es particularmente novedoso el concepto de discriminaciones indirectas que señala Rey Martínez, ya que estas se dan
cuando aparentemente la norma jurídica tiene un carácter
neutral respecto de su aplicación a hombres y mujeres, pero
en realidad da lugar a que se pueda dar una discriminación
de género. Este es el caso de las “limpiadoras” de un hospital
público que percibían un sueldo menor que los “peones” de
ese mismo hospital, cuando realizaban trabajos similares,
pero cuyo trabajo no era igualmente valorado pues se consideraba que las labores de los peones resultaban más fatigantes
y requerían mayor esfuerzo físico. El Tribunal Constitucional
español consideró que este era un problema de discriminaciones tanto directas como indirectas, ya que había una violación al principio de igual retribución por trabajo de igual
valor, y una desigual valoración de trabajos equivalentes con
base en el sexo de la persona.
La igualdad de género es realmente, como sostiene Rey
Martínez, una avenida de doble dirección: tiene ventajas tanto para las mujeres como para los hombres. Al propiciar la
igualad entre los sexos, no nada más se pretende que las
mujeres sean valoradas y tratadas equitativamente en el
ámbito público, sino también se revalora el trabajo y las aportaciones que pueden hacer los hombres en el ámbito familiar
y doméstico, propiciando relaciones equitativas entre ambos sexos en las dos esferas. La construcción de esta autopista de doble sentido requiere de materiales múltiples. Es decir,
no se pude pensar que la igualdad real entre hombres y
Alma Luz Beltrán y Puga
mujeres se consiga únicamente estableciendo en los textos
constitucionales que “los hombres y las mujeres son iguales
ante la ley”, sino que es necesario implementar ciertas medidas que remedien o compensen los tratos, que de forma
histórica (fáctica y jurídica) han sido desventajosos para las
mujeres, en aras de que efectivamente, las mujeres tengan
una posición igualitaria dentro de la sociedad. Ejemplos típicos de acciones afirmativas a favor de las mujeres son las
prestaciones de seguridad social durante el embarazo y la
lactancia y el establecimiento de un porcentaje mínimo de
mujeres en los puestos de poder (cuotas).
Las acciones y discriminaciones positivas de las que habla Rey Martínez apuntan a lo que se denomina igualdad
sustancial, cuyas complejidades, sobre todo en cuanto al género, también aborda Luigi Ferrajoli en otro espléndido ensayo titulado “Igualdad y diferencia”, publicado en el número
dos de la Colección Miradas y comentado por Miguel
Carbonell. Ferrajoli, destacado jurista italiano, que ha escrito
sobre numerosos temas de filosofía jurídica y que piensa el
derecho como un sistema de garantías a favor del más débil,
analiza la crítica feminista a las teorías de la igualdad y argumenta por qué sí deben existir derechos fundamentales específicos de las mujeres.
Este ensayo de Ferrajoli es digno de una profunda lectura. Siendo también parte de un libro titulado Derechos y garantías: la ley del más débil (Madrid, Editorial Trotta), altamente
recomendable para ahondar sobre los derechos fundamentales, “Igualdad y diferencia” nos hace repensar el uso de
estos términos. Haciendo gala de su habilidad intelectual para
definir conceptos, Ferrajoli argumenta que, desde una perspectiva jurídica, el término que se contrapone a la igualdad
no es la diferencia, sino precisamente la desigualdad. La diferencia sexual, explica, recae en el terreno de lo fáctico, es un
hecho que los hombres y las mujeres son distintos por razones de sexo, lo cual no significa que sean desiguales en derechos. La igualdad pertenece al mundo normativo, al mundo
del deber ser, y significa una igualdad sobre la titularidad de
los derechos. La igualdad jurídica, dice Ferrajoli, no es otra
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cosa que el disfrute universal de los derechos fundamentales: el derecho de todas y todos a ser titulares de los derechos
humanos. Las diferencias, en tanto individualizan a las personas, forman identidades y por lo tanto deben ser tuteladas
por el derecho. Por ende, las diferencias no contradicen el
principio de igualdad normativa, sino que se inscriben en él.
La diferencia sexual debe ser tomada en cuenta para establecer juicios de igualdad. En cambio, las desigualdades tienen
que ver con las disparidades en el ejercicio de los derechos
patrimoniales y con las posiciones de poder y la sujeción.
Para Ferrajoli, las desigualdades son, por lo tanto, discriminaciones que lesionan el principio de igualdad protegido en
el orden jurídico.
Tomando en cuenta dichas consideraciones, ¿es posible
proponer que existan garantías sexuadas o derechos exclusivos de las mujeres? Ferrajoli piensa que sí, y abunda en tres
derechos que han sido defendidos por la teoría feminista
como derechos de las mujeres: la libertad femenina, la inviolabilidad del cuerpo de la mujer y la autodeterminación sobre la maternidad, y consecuentemente, el aborto. Aunque
el jurista italiano concede que los dos primeros no sólo pertenecen al ámbito femenino, reconoce que las mujeres son las
principales víctimas en el ámbito de la sexualidad, por lo que
finalmente se necesitan derechos sexuados para evitar este
tipo de violaciones. En su opinión, el tercero definitivamente
sí debe inscribirse como un derecho fundamental de las mujeres por el hecho de que son ellas únicamente las que pueden
gestar y el ser consideradas como instrumentos de procreación y no como personas ha dado como resultado innumerables violaciones a su libertad. La maternidad voluntaria es un
asunto que tiene que ver, pues, con el derecho fundamental
a la libertad personal en el que se valora a las mujeres como
fines en sí mismas, no como medios reproductivos.
La diferencia de sexo debe ser valorada por el derecho,
puesto que no puede alcanzarse una igualdad real si no se
toma en cuenta esta diferencia, y todo lo que implica. La
diferencia sexual debe justificar tratos diferenciados, nos dice
Ferrajoli, cuando un tratamiento igual vulnere derechos es-
Alma Luz Beltrán y Puga
pecíficos de las mujeres. El análisis de la diferencia, en suma,
enriquece el principio de igualdad ya que valora las diversas
identidades. Discutir sobre si llamarles garantías sexuadas a
ciertos derechos femeninos es un asunto nominativo. La cuestión, subraya Ferrajoli, no es empantanarse con los términos. En donde se necesita verdadero ingenio es para construir
“garantías de la diferencia que sirvan para garantizar la igualdad”. Es evidente que por más que la igualdad sea un derecho reconocido en la Constitución, mientras existan
discriminaciones fácticas que desvaloricen a las mujeres como
personas, se necesitarán medidas de diferenciación jurídica
de trato que equilibren la situación. El resto, como dice
Ferrajoli, son sólo palabras •
Alma Luz Beltrán y Puga
Miguel Carbonell: Igualdad y constitución, Conapred, Cuadernos de la Igualdad, núm.1, México, 2004.
Fernando Rey Martínez: El derecho fundamental a no ser discriminado por razón de sexo, Conapred, Col. Miradas, núm.
1, México, 2005.
Luigi Ferrajoli y Miguel Carbonell: Igualdad y diferencia de
género, Conapred, Col. Miradas, núm. 2, México, 2005.
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lecturas
El silencio del sexo
La renuncia es una revelación.
CLARICE LISPECTOR
En términos técnicos, el texto que aquí reseñamos es una
novela. Ficción con personajes. Pero en términos más amplios hay que decir que también es un ensayo. La reflexión
de una conciencia sobre los conflictos del incesto. Y en definitiva: es escritura. La escritura de una mujer, la escritura de las
mujeres, escritura feminista. Para tratar de comunicar lo indecible. O sea, lo que las feministas radicales necesitamos
leer y debatir todo el tiempo.
Quien firma como autora de El lenguaje de las orquídeas
es Adriana González Mateos y la narradora intradiegética
del relato es una muchacha adolescente, tenga la edad que
tenga cuando escribe. Una adolescente, una adolescencia.
Mundo de mujer en formación, conciencia de mujer en construcción. Para ser libre y dejar de ser mujer, porque la liberación radica en degenerarse, en saber degenerarnos. Salir del
orden establecido, el orden del macho patriarcal autoritario.
Ni mujeres, ni varones, ni lesbianas, ni homosexuales... Personas libres.
Una conciencia que juega por escrito con lo perverso, el
incesto, el goce y la incomodidad de lo prohibido. La escritura es el único camino con que se cuenta para comunicar lo
indecible. El silencio del sexo.
Sexo. Incesto. Goce. Culpa. Silencio. Comunicar. Escritura. Tío. Sobrina. Madre. Abuela. Palabras que hay que escribir, que hay que pensar de otra manera. Desde el nihilismo.
Sin Dios y sin teología. Sin filosofía y sin sociología. Lo mismo que sin marxismo y sin psicoanálisis. De modo feminista
Chorcha Chillys Willys
radical. Abriéndolas de verdad hacia el futuro, para quitarles su nefasta carga patriarcal. Una tarea terrible. Deshacer
escribiendo, escribir lo que se deshace. Para crear la otra
comunicación, la comunicación diferente. Nuestra comunicación. Empleando todavía la gramática y el diccionario
de la real academia de los machos.
De esto trata El lenguaje de las orquídeas. Un relato en
primera persona. Un puente de palabras entre el pensar de
una muchacha y su abuela, para recordar lo prohibido. Para
tratar de hacer emerger lo silenciado. Lo que no debió ser,
según el orden del padre. Pero que tuvo que ser, según el
mismo orden del padre. Algo muy difícil de escribir. La doble moral burguesa. De allí la necesidad y el deseo de quemar lo escrito, de tratar de conservar el secreto, aunque sea
imposible. Aunque en realidad lo que nunca hay son los
secretos. Pues todo lo que puede ocurrir en palabras es ya
un acto público, siempre un acto social, un acto lleno de
muchas conciencias, así sólo sea un oscuro recuerdo en apariencia indeterminado.
Pensar, por ejemplo, la propia muerte a partir de la
experiencia de un accidente. Saber que se puede morir.
Saber que se puede dejar de existir en cualquier momento
es el tema con que inicia la reflexión de la adolescente.
Encarar la muerte, saber que tal vez ya no se estuviera ahí
de no ser por los cuidados de los otros. Tomar conciencia del
accidente y no saber bien a bien si una misma es quien ha
provocado el accidente, volviéndolo todo entonces un incidente. ¿Se desea la muerte? ¿Se desea lo por completo desconocido? ¿Se desea lo que daña? ¿Se daña lo deseado?
¿De verdad siempre hay que matar lo que se ama y amar
lo que nos mata?
Es una inquietud, la reflexión sobre la propia muerte;
pero una cosa es encarar la muerte intempestiva, accidental,
y otra, muy diferente, lo que se puede considerar una muerte social. El silencio de la muerte social.
Hay actos que a eso nos conducen, a morir muy lentamente en vida. Porque en el orden paterno, las mujeres
constantemente están en peligro de eso, de sufrir la muerte
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social. Ser invisibles e inaudibles, ser meros fantasmas. Que
es lo que le pasa a la nieta, por un lado, al no poder hablar de
ciertas cosas en familia porque eso es matar a la familia, incluso, cuando se anima a contarlo a las mujeres/madres abnegadas de su familia, simple y sencillamente no pasa nada,
las mujeres que resguardan el orden del padre, lo único que
hacen es prestar oídos sordos y ya. Y lo que le pasa a la
abuela, al transgredir las normas sociales, meterse con un
hombre casado, quedar embarazada y no tener a su lado al
responsable de su estado. O como también se dice, tener una
muerte chiquita vía el gozo y por ello, morir para el orden
familiar. Morir por haber gozado y gozar por haber podido
morir.
Injusta situación que muchas mujeres han padecido: te
prefiero muerta que deshonrada y frases por el estilo, que justifican actos que equivalen a una muerte social, como puede
ser el abandono que padece una mujer embarazada, a quien
su familia le da la espalda, pues la dejan a su suerte, para que
se las arregle como pueda, cosa cruelísima, ya que una mujer
embarazada ve mermadas sus capacidades físicas, en tanto
que la maternidad, nos guste o no, es el trabajo peor reconocido en la historia de la humanidad, en tanto que el orden
patriarcal la considera como una cosa “natural”.
La mujer embarazada, día a día se desgasta física y mentalmente y no puede dejar de trabajar en cuidar de su embarazo para que la criatura nazca en la mejor condición posible.
Hay una frase de madre a hija que nos deja impactadas,
por ser tan contundente, una ruda demostración de lo que es
el acto de estar embarazada: “Una mujer pone el pie en la
sepultura cuando queda embarazada y sólo lo saca a los cuarenta días del parto”. Y no conforme con la crudeza que
implica el acto de estar embarazada, pueden darse casos,
donde además, la mujer embarazada está muerta socialmente, por no estar legalmente unida con el varón que la ha
embarazado. La corren de la casa y del trabajo. Tiene que
esconder su estado de gravidez, ocultar el fruto de su error.
Ocultar su cuerpo y sus pensamientos.
Chorcha Chillys Willys
Triste y penosa situación para la mujer que simple y
sencillamente se ha dejado llevar por su gusto, por su deseo,
que ha hecho lo que sus sentimientos y sus sentidos le han
dictado.
Un incesto...
¿Qué cosa es un incesto? ¿Un acto sexual? ¿Un acto simbólico? ¿Qué cosa es un abuso sexual?
¿Es un gesto en contra del orden del padre, en contra de
la ley de la herencia patriarcal? ¿Físico o psíquico?
Una rebelión. El deseo prohibido que funda el orden, el
desorden deseado que funda lo prohibido. Un terreno donde
el psicoanálisis no puede ser útil, porque el psicoanálisis, al fin
y al cabo, es una cuestión del padre, comenzando por el “santo padrecito” Freud. Peor aún si todo se enreda con el “divino” Lacan.
Por eso las feministas debemos pensar todo esto de otra
manera, por afuera del diván y las transferencias que recuperan al/a sujeto para el orden establecido. Y para esto es
muy útil la literatura, la escritura en libertad. Las otras escrituras, sin el nombre del padre y sin la propiedad privada de
los apellidos.
En muchas sociedades antiguas y modernas la iniciación
sexual de los adolescentes les correspondía a los adultos. El
mismito Wilhelm Reich siempre propuso que esa era la mejor manera de ingresar en el mundo erótico. Los adultos
deben educar a los adolescentes. Sin embargo, en el orden
falogocéntrico existe la idea de que todo debe ocurrir entre
gente de la misma edad, nada de mezclas. Pero la realidad es
diferente. Es inquietante la cantidad de criaturas y adolescentes que son iniciado/as en el sexo por adultos, ya sea por la
buena o por la mala.
La historia que narra El lenguaje de las orquídeas es de
veras rara. Aunque todo debe quedar en el secreto, la verdad es que resulta difícil saber quién pervierte a quién y si
los resultados del acto son positivos o negativos. Pero, eso
sí, la familia de la adolescente protagonista del relato, una
familia “decente a la mexicana”, considera que lo que les
pasa a las niñas no tiene la menor importancia. De allí la
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importancia de leer este libro y que cada lectora tome decisiones propias sobre lo que ocurre. Un secreto que todo el
mundo debe conocer •
Chorcha Chillys Willys
Adriana González Mateos: El lenguaje de las orquídeas,
Tusquets, México, 2007.
Lucía Melgar
Historias en tránsito: Bajo el Tacaná de Isabel Vericat
“Los cuerpos, no las fronteras, son puntos vulnerables”, dice
la voz narrativa en Bajo el Tacaná. “Fronteras sin cuerpos extraños es lo que queremos”, dirían —si se atrevieran— voces
oficiales.
En la era contradictoria del libre mercado y de la seguridad nacional, las fronteras se fortifican. La línea invisible que
las conforma se marca y refuerza con una valla, con una
doble, triple barda, como sucede ahora a lo largo de la frontera que une y desune a México y Estados Unidos. Los cuerpos, en cambio, se van desgastando en la marcha, se secan y
desecan en el desierto, se hunden e hinchan en los ríos. El
cuerpo se cansa, sufre, sangra en los caminos de la migración, en la emigración desde la pobreza hacia la esperanza,
en los vericuetos de un exilio forzado por la miseria, por la
necesidad y los sueños de una vida mejor. Los cuerpos emigrantes aparecen como imágenes fantasmales en pantallas que reciben señales de instrumentos hipersofisticados
que permiten ubicar, perseguir, atrapar a ese “enemigo”.
Para eso también sirve la tecnología: para cazar, de día o de
noche, a los indeseables que se atreven a pisar un suelo que no
les pertenece. Eso en la frontera norte de México, ¿y en la
otra frontera?
Hasta hace poco, el tema de la migración en México miraba al Norte y se centraba en nuestros emigrantes. Pero al
Sur están los otros: los que in-migran desde Centroamérica
para llegar hasta el otro lado, los que pisan este suelo que
tampoco les pertenece y se internan en un país que hoy es
una frontera vertical, sin bardas visibles ni virtuales pero
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plagada de obstáculos. Con matices, nuestra frontera sur es
la duplicación de la del norte: abusos, corrupción, violencia y
discriminación golpean a los indocumentados aquí igual que
allá. A tal punto que según la CNDH y los medios, los agentes
del Instituto Nacional de Migración “compiten con la Border
Patrol en agresión” (Reforma, 1 de abril, 2007).
En el flujo que va de Sur a Norte, que abandona los
pueblos en México o que cruza el Suchiate en su intento de
llegar allende el Río Bravo, van también mujeres, cada vez
más. Empujadas por la miseria, las catástrofes naturales, los
desastres de la guerra, la violencia doméstica, familiar o política, el cerco de la discriminación, el horizonte chato que
constriñe las aspiraciones personales y profesionales, las
mujeres han sido hasta hace poco la cara invisible de la migración. Invisible o ignorada a pesar de los números: de 190
millones de migrantes en el mundo, la mitad son mujeres.
Ya no migran sólo para reunirse con sus parejas o reunificar
familias, emigran también por motivos propios y cada vez
más mujeres emigran solas, lo que las hace más vulnerables.1
Esa cara todavía desconocida de la migración centroamericana que se interna en México en su camino al norte es
la que nos devela el libro-documental Bajo el Tacaná de Isabel
Vericat (2007).
Resultado de un viaje de investigación en la zona de
Tapachula, en 2006, Bajo el Tacaná es una exploración de la
emigración femenina centroamericana desde la literatura y
el cine. Mientras que en el libro se entretejen reflexión, testimonios, crónica de agravios, imágenes poéticas, cifras
1
Dos estudios recientes aportan información importante sobre
el tema de la migración femenina: Mujeres migrantes de América
Latina y el Caribe: derechos humanos, mitos y duras realidades, de
Patricia Cortés, consultora de la CEPAL (véase la nota de El Universal 23 de febrero de 2006) y el reporte de UNFPA State of World
Population 2006: A Passage to Hope: Women and Internacional
Migration, que he consultado directamente. Puede encontrarse
versión en español en la página virtual de UNFPA.
Lucía Melgar
impactantes y frases demoledoras de la ensayista que mira,
pregunta, piensa y escribe, el documental es una creación
visual y oral que nos confronta de manera más directa con la
experiencia del tránsito, del ir hacia, de estar en medio. Las
protagonistas del documental son las mujeres, con nombre y
nacionalidad y una historia propia pero unidas, entrelazadas, en un personaje colectivo que nos permite entender, o
por lo menos ver, a la vez distintas facetas de la emigración.
Aunque el libro merece una lectura cuidadosa y no es sólo
complemento del documental cuya factura lo inspira y que a
su vez retroalimenta, me ocupo aquí sobre todo del documental porque dentro de un género que no ha recibido la
atención crítica que merece, este destaca por su originalidad
y su fuerza, y porque, en nuestro mundo de imágenes que
estetizan la pobreza o la violencia, es notable la combinación
de rigor crítico y creación artística que se logra en este trabajo.
Como cualquier relato, el documental, explica Michael
Renov, construye una verdad y la verdad se expresa con la
estructura de una ficción. El documental combina la intención de registrar y mostrar, persuadir, interrogar y expresar
(con) una estética. Las variantes en el énfasis en una u otra
función determinan los distintos tipos de documentales y
plantean problemas y preguntas diversos (Renov 1993). La
creación de verdad se deriva de una mirada sobre la realidad, de una forma de aprehender el mundo, de una posición
desde la que se pretende mostrarlo o explicarlo. Esa verdad
es la verdad de quien crea, de quien mira, filma, edita, transmite. A quienes miramos ese artificio nos toca saber mirar,
captar, entender, preguntar y oír. En este documental vemos caras y cuerpos en equilibrio inestable, en tránsito; escuchamos voces que narran fragmentos de su historia desde
una posición también frágil, móvil, suspendida temporalmente en un punto geográfico, desprendida del pasado y
aún no asentada en el futuro. Esas voces transmiten también
una verdad, suspendida en un instante del tránsito, del camino al norte.
Emigrar para las centroamericanas es caminar, cruzar el
río, llegar hasta el tren y subirse a los techos de los vagones,
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procurar no caer, sobrevivir. Foco de la cámara, la mirada crítica, lúcida, intensa de Vericat escudriña el paisaje, va del centro
del Suchiate a los pies que cruzan el puente, pasa por carreteras,
caminos, vías de tren arrancadas por el huracán, calles obscuras; entra en la Casa del migrante, se acerca a la puerta de la
estación migratoria, se detiene en rejas, puertas, fachadas y
nos lleva hasta el centro de la plaza de Tapachula donde las
ruinas del sueño de una vida mejor se sintetizan en pies que
tras mucho andar, se asientan en la espera. En esa plaza, la
cámara capta, no la sordidez de la trata, el tercer negocio
ilegal más lucrativo en el mundo, y el primero en la zona,
sino los colores vivos, radiantes, de los trajes de las mujeres
centroamericanas, sobrevivientes de un periplo agotador,
plagado de peligros. Sin ocultar el drama de estas mujeres,
que la voz narrativa enuncia con sobriedad en el documental, la atención en los trajes coloridos y en esos pies a la espera recupera y transmite la identidad y la dignidad de quienes
son víctimas de la trata, pero también madres, hijas, mujeres
que han enfrentado con valor riesgos inimaginables.
Bajo el Tacaná, volcán de agua y fuego como la aventura
de la migración, dormido como la justicia, cientos de miles
viven en el horror, en el anonimato, en la marginalidad, en la
espera. Allí, muchas, todas, “más que pies quieren tener alas”
para volar hasta el centro de la esperanza, el American dream
tan falso. Volar desde la cima humeante del volcán hasta el
norte tan deseado salvaría a muchas, a todas, del infierno, de
la frontera afilada, enmarañada, hiriente, tramposa que es
hoy todo México, con sus veinte retenes, sus policías
corruptos, sus bandas inmisericordes de asaltantes, sus autoridades coludidas, sus leyes inexistentes o inútiles, para los
migrantes que vienen del Sur. Ese Sur también violento, inhóspito, traumatizado por guerras civiles que hoy parecen
lejanas pero cuyas huellas han quedado en la memoria y en
la piel; un Sur azotado por desastres naturales y por maras y
grupos paramilitares asesinos. Ese Sur que para muchas es
un infierno de pobreza y violencia, que las expulsa del otro
lado del puente, de este lado del río, a este país que no debería ser pero es, por su racismo y su clasismo, y sobre todo
Lucía Melgar
por su corrupción y por la política de simulación de sus autoridades, otro infierno.
La cámara se detiene en bultos, pies, canastos, sigue el
flujo del agua y de las personas, las ruedas de bicicleta, de
autos, camiones, y como un recordatorio constante del sentido del viaje, que muchos hacen a tientas, las vías del tren de
la muerte, del tren que parte el paisaje, destroza piernas
y brazos, disminuye, inmoviliza, troncha vidas: vehículo y
metáfora del des-membramiento, de la mutilación de familias, pueblos y países por la globalización desigual e injusta.2
El documental nos adentra en un microcosmos donde la
violencia, la impunidad, la desigualdad de nuestro mundo
global cristalizan en una dinámica local teñida de impunidad,
la lógica al parecer del “No (wo)man’s land” fronterizo. Las
voces de las emigrantes hablan de miseria, desgarramiento,
violaciones, asaltos, asesinatos y mutilaciones, pero también
de sueños, de esperanzas, de una búsqueda de sentido, del
anhelo de una vida mejor: “Dejamos nuestros hijos/ por un
futuro mejor para ellos”, afirman a dos voces dos mujeres
igualadas en su ser madres de cuatro hijos, en su valentía,
dos mujeres que con voces distintas y complementarias sintetizan una tragedia en una frase clara, cargada todavía de
esperanza.
Lejos de la retórica que aplana lo terrible para normalizarlo, del melodrama que intensifica lo sentimental y deja
fuera la experiencia del sentimiento, lejos de la demagogia
que elude las sombras con alusiones a la luz al final del túnel
o de plano borra la realidad para proyectar una ficción apaciguadora, la visión y la pluma que crean las dos versiones
—textual y visual— del paisaje humano que se despliega
bajo el Tacaná, opta por una narración múltiple donde las
voces se encuentran y se entrelazan, donde los relatos se
cruzan sin perderse, donde acentos, tonos, matices conflu-
2
Cabe recordar aquí el ensayo de Christine Kovic y Patricia Kelly
sobre “el tren de la muerte”, publicado en el número de Debate
feminista dedicado a las fronteras (abril 2006).
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yen en una historia dura, ineludible, dolorosa e indignante
en que, sin embargo, destaca no el dolor sino el sentido de la
dignidad.
Bajo el Tacaná es un testimonio y una denuncia, una reflexión sobre la migración de mujeres pobres, que enfrentan
con valor y coraje el riesgo de la muerte para escapar a la
miseria, a la muerte en vida, de ellas y de sus familias. Los
riesgos son muchos, más si se es mujer, peor si se viaja sola.
El simple hecho de ser centroamericano es ya motivo de
discriminación. Como explica un taxista, en México se desprecia a los vecinos del Sur: se piensa que “son menos que
nosotros” porque vienen de países “que no producen
nada”… como si el criterio empresarial permeara la percepción de todos y nosotros, los mexicanos, tan superiores, sólo
produjéramos maravillas, y no, en esa frontera y en la otra,
corrupción, violencia y desigualdad.
A pesar de todo, la esperanza, la ilusión de una vida
mejor, de un empleo digno bien pagado, o menos peor pagado, empujan a mujeres y hombres a dejar atrás su vida e
irse a esperar un tren que no pasa, a caminar 300 kms hasta
las vías que transportan al monstruo, a arriesgar cuerpo,
piel, mínimas pertenencias, una muda de ropa, unos cuantos
papeles, y todos los sueños propios y ajenos. En ese tránsito,
la dignidad es lo que salva del naufragio, de la deportación,
de la mutilación, de la violación y del agravio a salvadoreñas, hondureñas, guatemaltecas, detenidas en Tapachula,
baldadas por la migra, el tren, el hambre, los coyotes, los
tratantes de blancas.
Tapachula es hoy, nos informa Vericat, la tercera zona
de explotación sexual infantil en el mundo. La cifra que proporciona un estudio reciente de la OEA habla por sí sola: cinco
expendios de bebidas alcohólicas, y sexo, por cada escuela
(Alcántara 2007b). La trata, como la migración ilegal, como
el narco, es un negocio donde se juega mucho dinero, muchos intereses, donde “la misma autoridad está metida”,
donde los policías protegen a quienes deberían sancionar y
explotan a quienes deberían proteger. La trata está en los
márgenes del centro, pero es lo que va configurando el cen-
Lucía Melgar
tro. En el escenario sombrío del cabaret Las Rosas en el barrio de las Huacas, en las cantinas, centros botaneros, sitios
cuyo nombre invita a compartir, y donde lo que en realidad
se parte es el cuerpo, la libertad, la ilusión arruinada de una,
cien, mil, veintiún mil mujeres y niñas de hasta diez años
(Alcántara 2007b).
“Nunca pensé trabajar en eso”, declara María, hondureña de 29 años, bachiller de computación a pesar de padecer
de parálisis cerebral. Pero la vida, la necesidad, la explotación, la ausencia de leyes, como señala la OEA, lleva a María y
a muchas otras a vivir una pesadilla “porque [en sus propias
palabras] eso es una pesadilla, trabajar en un bar, vender su
cuerpo, con personas que nada que ver, sólo por un par de
pesos”. La trata, negocio que esclaviza a unas y enriquece a
otros, colusión de intereses que muchos encubren chupa,
como un remolino, los cuerpos y los sueños perdidos de
miles de mujeres, sus cuerpos, sus ilusiones, no su historia,
no su estar en el mundo con valor. Miserable es la tierra
donde a una madre no le queda sino vender su cuerpo para
pasar, para sobrevivir, para mandar unos pesos a casa; indignante la globalización donde los cuerpos de niñas de nueve, diez años son vendidos como mercancía, barata. Y
cómplice de esta violación a los derechos humanos es un
gobierno que no sólo sabe lo que pasa, sino que permite que
sus agentes sean cómplices de este negocio ilegal y de otras
formas de explotación.3
3
Hoy, cuando escribo este texto, leo que la CNDH ha expedido la
recomendación 25/2007, dirigida a la comisionada del Instituto
Nacional de Migración y al alcalde de Tapachula, por las omisiones de los agentes de ambas instituciones que han permitido la
explotación, incluso sexual, de migrantes indocumentados, entre
ellos menores de edad. En el caso del municipio, hay funcionarios
que cobran cuotas a los migrantes por permitirles trabajar. La
CNDH se refiere a un grupo de 180 personas, mero botón de muestra (Ballinas 2007). Ya en mayo del 2006, la misma CNDH emitió
la recomendación general 14/2006 por la indefensión en que se
encuentran los migrantes en ambas fronteras, en particular menores y mujeres (Ramos 2007).
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Testimonio y denuncia, Bajo el Tacaná nos mueve a la
indignación, pero también inspira admiración y respeto por
quienes se atreven a dejar atrás su presente/pasado para
buscarse un futuro/presente mejor. A la vez que transmite
la vida sufrida , el viaje plagado de obstáculos que conduce a
cientos de miles de centroamericanos al borde del infierno
mexicano, nos enfrenta con otro sentido de la experiencia de
las mujeres que cruzan, sufren y sobreviven ahí. Sus voces
denuncian el maltrato, sus lágrimas expresan desesperación,
nostalgia, vergüenza. Su mirada, su tono, su historia, sin
embargo, nos dicen también, otros sentimientos: el valor, la
fe, la preservación de una dignidad que rebasa la sordidez
ambiente. Son, sin duda, mujeres valientes que nos desafían
a alzar la voz contra tanta injusticia •
Lucía Melgar
Vericat, Isabel: Bajo el Tacaná. La otra frontera: México-Guatemala, Ediciones sin nombre y 17, Instituto de Estudios
Críticos (libro y documental), México, 2007. (Puede
descargarse versión en PDF desde http://www.17.
edu.mx/index.php?cont=77.)
Referencias
Alcántara, Liliana y EFE, 2006, “ONU alerta sobre vacío legal
en trata de personas”, El Universal, 1 de noviembre.
Alcántara, Liliana, 2007a, “Trata de personas impunidad de
alto riesgo”, El Universal, 6 de mayo.
Alcántara, Liliana, 2007b, “Alarmante la trata de personas:
en México: OEA”, El Universal, 6 de mayo.
Ballinas, Víctor, 2007, “El INM y la alcaldía de Tapachula toleran abusos contra migrantes”, La Jornada, 19 de julio.
s/n, 2007, “Compite INM con Border en agresión”, Reforma, 1
de abril, 2007.
Ramos, Jorge, “Se dispara captura de extranjeros centroamericanos, reporta INM”, El Universal, 16 de abril.
Lucía Melgar
s/n, 2006, “La mitad de los migrantes en el mundo son mujeres”, El Universal, 23 de febrero.
Renov, Michael, 1993, ”Introduction: The truth about nonfiction” en Theorizing documentary, M. Renov (ed.), Routledge, Nueva York, pp. 1-36
UNFPA (2006) State of World Population 2006: A Passage to Hope:
Women and International Migration.
Vericat, Isabel, 2007, Bajo el Tacaná. La otra frontera: MéxicoGuatemala, México, Ediciones sin nombre y 17, Instituto
de Estudios Críticos (libro y documental).
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argüende •
Jesusa Rodríguez
El testamento de Frida Kahlo
Jesusa Rodríguez
Mujeres de todos los sexos:
Yo que nací encerrada en mi cuerpo, impedida de experimentar en carne
propia otra vivencia que no fuera la de mi propia carne, sin otro punto de
vista que el espectro de mi campo visual, atrapada en los límites de mi
entendimiento y cercada al interior de mi condición humana , o sea, yo que
nací igual a todas ustedes, aprovecho mi condición de occisa, para dar a
conocer este mi verdadero testamento artístico , certificado por Raquel T.bon.
TESTAMENTO DE FRIDA KAHLO
¡Me lleva la tía de las muchachas! desde que me petatié me ha ido de la
puritita chifosca. Después de cincuenta años en los que mis restos no descansaron muy en paz debido a que buena parte de mi obra se encontraba en
los humedos sótanos de La Noria, cust-odiada por Lola Olmedo, ¡Me vengo
a enterar de que ahora soy mas chipocluda que Picasso y que las reproducciones de mis obras se venden por millones en llaveros, camisetas, posters,
y buten de postales. ¡Que la mismísima Madonna me da grasa y la Hayek
manicure! Que todo lo que tenga que ver conmigo se vende y que hasta el
Vaticano anda pensando en producir condones para cejijuntos.
¿Quién me lo iba a decir? desde que me cargó la pelona, lo único que he
pretendido es descansar en paz, pero tal parece que los ingenios comerciales han descubierto la calidad de la melcocha y heme aquí revolcándome en
la tumba nomás de ver en manos de quien se quedan las regalías.
No se hagan los que la virgen les habla, alguien me tiene que dar cuentas ¿a dónde ha ido a parar tanto dinero? Nomás falta que me digan que al
Banco de México*. No me salgan con cuentos chinos, no me van a convencer
* Y que luego al Bank of America por decisión del Banjército.
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argüende
de que todo lo que sale de mi trabajo va a dar a manos del pueblo de México,
tal y como yo lo pedí al morir.
De por sí, desde que chupé faros me siento completamente bocabajeada
y pendeja, agotada y dada a la chingada, con un frío del carajo y olvidada de
la manopla de Dios.
Porque aunque ustedes no lo crean, a mí la fama me importa un pepino,
a mí me gustaba la vida y me gustaba hacer el amor, bañarme de vez en
cuando, pintar y darle vuelo a la hilacha, ¡igual que a todo el mundo! Pero
sobre todo me gustaba la vida y la viví a todo dar, claro que al no haber más
me paso a percatar que tengo que hacer algo para defenderme ahora que
estoy pelas y me quieren reconvertir en la Barbie del tercer mundo.
Sea porque ya estaba hasta la madre, sea porque Diego me dio un
empujoncillo, el caso es que ahorita tendría cien años y seguiría siendo
comunista, manque les pesara a muchos intelectuales de izquierda vergonzante. Estaría en el Zócalo defendiendo al país contra el fraude electoral y
andaría en Oaxaca con la APPO ¿o appoco creen que estaría ahí nomás
mirando, como la mayoría de ustedes?
No me hago pendeja y sé muy bien que no se cumplió mi deseo de que se
quemaran todos mis papeles personales. ¡Me lleva el tren! Bueno, total, también a Kafka le fue como a cucaracha aplastada. Ni chicles, la próxima vez
antes de morirme mandaré mis cartas ¡al averno!
Así que ahora todo el pinche mundo conoce mi vida íntima, y yo me
pregunto, a quien chingados le importa si era lesbiana o presbilesbiana,
testículo de Jehova o bicitaxi. Si me metía demerol, mariguana, whisky, tequila
o lágrimas de coñac o si hacía de mi culo un papalote o de mi papalote un
museo. Entiendo que pueda interesarle a la mierda de gente que hace los talk
shows y los big brothers, pero esa es una humanidad deshechable como los
kleenex y a mí ¿de ónde me cuelga ese moco? si yo ni catarro traigo.
La mera verdá ahora que lo pienso, todo lo que sentí y viví está en mis
cuadros, y aquel que quiera saber algo de mí le bastaría con echarle un ojo a
mi obra y quedarse tuerto.
Por eso me da coraje que toda la mosca se la quede un jodido rico, y para
colmo gringo, porque primero que nada yo me pasé gran parte de mi exuberante vida de la seca a la meca tratando de vender mi obra, de colocarla en
las pinches galerías, tratando de tener unos fierros pa’mis operaciones, pa’
mis vicios y para mantener la casa azul, que de milagro se salvó de que Slim
la convirtiera en un Sanborn’s. (Así nomás de pasadita quiero decirles lo
mal que se ven desde el más acá haciéndole caravanas a Slim y empinándo-
Jesusa Rodríguez
sele al putrefacto pelón Salinas, ¿pos qué ya se les olvidó quién es quien? No
cabe duda que el dinero sigue comprando lo barato.)
Total, así está la cosa, pero ahora que se pelean por mi obra y que mi
pura imagen vende buten de dólares, es mi deseo que todo lo que salga de la
venta de cualquier cosa que tenga que ver conmigo —postales, camisetas,
muñecas, joyas, perfumes y pañoletas, entre otras baratijas del duty free—
se entregue a los que verdaderamente he amado.
Por lo tanto y por si no se entendió en mi testamento anterior, vuelvo a
legar toda mi herencia:
A las nanas indígenas que amamantan de puritita leche.
A las mujeres pobres, amenazadas de muerte por embarazos mal atendidos o por abortos mal practicados.
A la lucha de los familiares de mujeres asesinadas de unos cuantos
piquetitos en Ciudad Juárez.
A los carpinteros, plomeros, albañiles y demás trabajadores que viajan en
camión y a los que el capitalismo salvaje les ha quitado el valor de su trabajo.
A las niñas indígenas que usan vestido de puntos.
A las ancianas parteras que viven dándonos a luz.
A los artesanos y creadores de judas y calaveras, que todavía arrastran
sus carros por las calles de la ciudad.
A la conservación del agua, por todo lo que me dio y porque se la están
llevando los pinches gringos cara de bizcochos crudos.
A los campesinos y campesinas que luchan por defender el maíz mexicano contra las móndrigas trasnacionales.
A los productores de pulque, que sobreviven a pesar de las compañías
cerveceras.
A los enfermos de la columna que necesitan operarse y no tienen con qué.
A la preservación de changos, pericos, escuintles y venados en extinción.
Y a la cultura del peyote azul.
A mi familia le comento que no está el país para andar pensando en
joyería fina, accesorios para dama y muñecas mamonas, ni tampoco me
hace gracia el mundo del marketing y del consumo.
No me late nada eso de andar en las pañoletas de las pinches viejas
millonarias y dientonas que train el pescuezo amarrado porque les cuelga
en forma de olas:
¡Iguanodontes ancestrales cuya vida no es más que otro accesorio!…
Total, yo ya estoy en el más pa’cá que p’allá y ustedes apenas están en
la era en que las trasnacionales se andan miando fuera de la bacinica. Ya
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argüende
todo tiene marca y patente ¡hasta las semillas son suicidas! Dicen que el
propio ADN ya no es propio, y que los niños van a nacer con código de
barras.
¡N´ombre, si está la cosa de la trompada!
No cabe duda de que el mundo indígena sigue siendo la única esperanza para México. En fin, ya que les van a sacar los morlacos a los catrines y a
sus cónyugas explotando mi imagen, ordeno que todas las ganancias se
usen, en su totalidad absoluta, para la liberación de las clases oprimidas.
¡El pueblo es el único dueño de mi imagen!
Hágase pues esta mi voluntad, que expreso a cincuenta y tres años de
haber estirado la pata, para que al fin mis huesos se desintegren y vayan a
descansar de una vez por todas y para siempre al lugar sin orificios para el
humo, al noveno piso del inframundo ahí donde Mictlantecutli y
Mictecacíhuatl —los señores de la muerte— me están esperando para recibirme entera, ya sin dolores y sin columna rota, sin cuerpo que me encarcele,
libre de la carne y de la envoltura humana, libre por siempre de la Muerte,
¡libre, como lo fui en la vida! •
Frida Kahlo (La occisa)
®
C O R P O R A T I O N
tán
os: les es
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rechos.
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chingand
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Atte. Frid
Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez
Son lo que son
Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez
Si Don Benito tuviera las chichis de Sor Juana
y la Corregidora las nalgas de Don Beno,
De todos modos no fueran sino lo que serían
y si no lo fueran enloquecerían.
Porque lo que son es lo que son, son lo que son, lo que son.
Si don Porfirio se hiciera el chongo de Josefa
y Juana fuera plana como palangana,
De todos modos no fueran sino lo que serían
y si no lo fueran enloquecerían.
Porque lo que son es lo que son, son lo que son, lo que son.
Si Don Porfirio tuviera las curvas de Josefa
el pene de Benito, los sesos de Sor Juana.
De todos modos no fueran sino lo que serían
y si no lo fueran enloquecerían.
Porque lo que son es lo que son, son lo que son, lo que son.
Somos lo que somos cuando estamos contentos
con lo que somos
y si no nos gusta lo cambiamos para ser lo que queremos,
seamos lo que seamos •
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Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez
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colaboradores •
Colaboradores
Carlos Aguirre
Artista visual.
Obtuvo el doctorado en estudios étnicos con énfasis en las
Marisa
categorías de género y sexualidad en la Universidad de
Belausteguigoitia
California en Berkeley. Es investigadora nacional. Dirige
el Programa Universitario de Estudios de Género de la
UNAM. Es profesora de tiempo completo en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM, donde imparte regularmente cátedra en los niveles de licenciatura y posgrado.
Publicó el libro Géneros prófugos. Feminismo y educación en
coautoría con Araceli Mingo. Actualmente analiza las formas de representación cultural, visual y narrativa en las
fronteras norte y sur de México, a partir de la construcción de identidades culturales y redes transnacionales de
las mujeres indígenas y migrantes mexicanas y de El Caribe hacia los Estados Unidos.
Rosa Beltrán
Escritora, periodista, traductora y catedrática de la UNAM.
Ha publicado, entre otros América sin americanismos (premio ensayo Florence Fishbaum, 1997), La corte de los ilusos (1995) y El paraíso que fuimos (2002)
Alma Luz Beltrán Está casada con el derecho, pero es amante de la literatura.
Ha trabajado en la Suprema Corte de Justicia de la Nay Puga
ción y actualmente es consultora jurídica de la Oficina
del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México. Nadadora y chef por las tardes.
Ilse Bernal Uribe
Mejor conocida como WA-WA en el medio futbolístico. Dice
que: “el futbol no es sólo un deporte; es mi pasión”.
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colaboradores
Ann Chisholm
Profesora del Departamento de Estudios de la Comunicación de la California State University, Northridge. Actualmente escribe un libro titulado Angels and acrobats:
Geneaologies of US women’s gymnastics (University of Minnesota Press). También realiza una investigación sobre
el doblamiento de los cuerpos en la industria cinematográfica estadounidense.
Chorcha Chillys
Willys
Es una comuna de feministas radicales del siglo pasado, de
aquellas que nunca hubo. Pues han discutido igual con
la gente sotanuda del Vaticano y con los bigotones de la
izquierda ñoña de México (¿hay otra?). La integran de
base Gloria Hernández, María Adela Hernández Reyes
y Salvador Mendiola. Las tres se dedican a la docencia, la
investigación y el relajo académico. Su erotismo es de
carácter elurofílico, actualmente concentrado en una gata
taby de nombre Mimosa.
Elia Echeverría
Arjonilla
Nació en 1974 en México D.F. Está a punto de obtener la
maestría en física por la UNAM. Es profesora-investigadora de la UACM. Su interés profesional es la enseñanza
de la ciencia. Juega futbol desde que era niña (al igual
que y junto a los niños de la escuela o los vecinos) y
ha pertenecido a equipos femeniles en el D.F. desde 1993
hasta la fecha.
Brad Epps
Catedrático de lenguas y literaturas románicas y director del
Programa de estudios de la mujer, género, y sexualidad
en la Universidad de Harvard. Ha publicado más de setenta artículos en cuatro idiomas (inglés, castellano, catalán y francés) sobre literatura, cine, arte, y arquitectura
modernos de España, América Latina, Cataluña, y Francia. Es autor o editor de cuatro libros: Significant violence:
Oppression and resistance in the narratives of Juan Goytisolo
(Oxford University Press, 1996); Spain beyond Spain:
Modernity, literary history, and national identity, con Luis
Fernández Cifuentes (Bucknell University Press, 2005);
Passing lines: Immigration and sexuality, con Keja Valens
and Bill Johnson-González, (Harvard University Press,
2005); y All about Almodóvar: A passion for cinema, con
Despina Kakoudaki (Minneapolis: University of Minneso-
333
ta Press, 2008). Ha sido profesor invitado en Suecia, España, Francia, Chile y Alemania.
Liliana Felipe
Argentina, música, cabaretera y agricultora.
Edurne Fernández
34 años, preseleccionada nacional en el pre-mundial Canadá 94. Fue dos veces campeona nacional y dos veces
subcampeona con el D.F.; dos veces campeona nacional
de futbol rápido. Jugó en Geyser Liga casi 10 años (dirigía al equipo y era jugadora). Ha participado en torneos en Ciudad Satélite (futbol rápido), Perinorte, Casa
Blanca (futbol rápido), Tepito y Brasil, y prácticamente
en todos llegó al campeonato. Jugó en shoot out cerca
de cuatro años en Naucalli. Tiene varios campeonatos de
goleo.
Silvia Fregoso
Domínguez
Arquitecta. Iniciadora del futbol rápido en México. Practicante de futbol amateur desde 1985 en el Colegio Madrid.
Juan Gelman
1930, Buenos Aires. Poeta y periodista. Entre sus varios
libros de poesía, se cuentan Debí decir te amo (antología
personal) (1997) y Ni el flaco perdón de Dio (hijos de desaparecidos) (1997).
David M. Halperin
Teórico estadounidense en estudios de género, teoría queer,
teoría crítica y cultura visual. Es profesor de historia y
teoría de la sexualidad en la Universidad de Michigan.
Entre sus publicaciones se encuentra One hundred years
of homosexuality and other essays on Greek love (Routledge,
1990) y How to do the history of homosexuality (University
of Chicago Press, 2002).
Marianne Hirsch
Profesora de literatura comparada en la Universidad de
Columbia, donde también pertenece al Instituto de Investigación sobre Mujeres y Género. Entre sus últimas
publicaciones está Teaching the representation of the
Holocaust (coeditora, 2004).
Mirta Kupferminc
1955, Buenos Aires. Estudió en diversas Escuelas Nacionales de Bellas Artes. Desde 1977 realiza exposiciones en el
ámbito nacional e internacional y ha tenido más de 40
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colaboradores
muestras individuales en prestigiosas galerías y museos de su país.
Ana María
Martínez de la
Escalera
Doctora en filosofía por la UNAM. Profesora de estética en la
Facultad de Filosofía y Letras y, desde 1998, corresponsable del proyecto de investigación ”Políticas de la memoria”, de la misma institución. Ha publicado: Algo propio, algo distinto de sí (Anthropos, 2001), Interpretar en
filosofía (UNAM, 2004) y El presente cautivo. 7 variaciones
para pensar la experiencia moderna (Edere, 2004). Ha coeditado: Lecciones de extranjería. Una mirada a la diferencia
(Siglo XXI, 2002) y De memoria y escritura (UNAM, 2002).
Karla Maya Vera
Ingeniera, estudia una maestría en finanzas. Seleccionada
nacional y del equipo femenil de futbol soccer representativo del Tec de Monterrey, campus ciudad de México. Su posición es delantera.
Lucía Melgar
Profesora y crítica literaria. Con Marisa Belausteguigoitia
coordinó el seminario Frontera, violencia, justicia: nuevos
discursos (PUEG/PIEM) en el 2005. Editora (con G. Mora)
de Elena Garro: Lectura múltiple de una personalidad compleja (2002). Ha publicado artículos sobre literatura y
acerca del feminicidio en Ciudad Juárez.
Carlos Monsiváis
Escritor. Premio Nacional de Literatura 2005, Premio Nacional de Periodismo 1988. Autor de numerosos libros
de ensayo y crónica, entre los más recientes: Aires de
Familia. Cultura y sociedad en América Latina (2000), Yo te
bendigo, vida: Amado Nervo, crónica de vida y obra (2002),
No sin nosotros. Los días del terremoto 1985-2005 (2005)
Colaborador de diversas revistas y diarios.
Hortensia Moreno
1953, México, D. F. Es editora, periodista y escritora. Ha
publicado novelas, relatos y libros para niños, además
de ensayos en diversos medios de la prensa nacional.
Publica una columna semanal en Diario Monitor y es
coordinadora académica de Género y Semiótica en el
Programa Universitario de Estudios de Género de la
UNAM .
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Cecilia Olivares
Editora y traductora.
Teresa Osorio
Fotógrafa. Estudió ciencias de la comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Posteriormente realizó cursos de fotografía en el Centro de
la Imagen y en la Escuela de los Laboratorios LMI. Ha
colaborado en revistas como Proceso, Debate feminista,
Una, La Mujer en la Cultura, El Huevo, Fem y México Desconocido. Participó en el festival Mujer que Sabe Latín,
organizado por la UNAM, con la serie “Con manos de
Mujer”, exposición itinerante por escuelas y facultades
de la UNAM (2004-2005); otra de sus exposiciones fue un
reportaje gráfico de mujeres trabajando en oficios no
tradicionales de su género con su trabajo Sexo fuerte en
el marco de FotoSeptiembre del 2004. Actualmente es
colaboradora de Greenpeace México y otras ONG.
María Teresa
Priego
Nació en Villahermosa, Tabasco. Estudió letras hispánicas y
una maestría en estudios de género en París 8. Es cuentista, editorialista del periódico El Independiente y colaboradora de la revista Nexos.
Andrea Rodebaugh
Huitrón
Ex seleccionada nacional de México (1994, 1997-1999),
mundialista mundial femenil 1999 en EE.UU. Directora
técnica de la Selección Nacional Femenil Sub-20.
Jesusa Rodríguez
Actriz y drectora de teatro. Fundadora de la compañía
Divas, A.C. Su verdadera profesión es conductora de
eventos de solidaridad y su verdadera vocación es jugadora de póker.
Leo Spitzer
Profesor de historia en Dartmouth College. Su libro más
reciente es Hotel Bolivia: The culture of memory in a refuge
from Nazism (1998).
Loïc Wacquant
Profesor en la Universidad de California-Berkeley e investigador en el Centre de sociologie européenne-París. Es
autor de numerosos trabajos sobre desigualdad urbana, dominación etnorracial, el estado penal, cuerpo y
teoría social, traducidos a una docena de idiomas. Entre
estos libros, en español se encuentran Las cárceles de la
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colaboradores
miseria (Manantial, 2000), Una invitación a la sociología
reflexiva (con Pierre Bourdieu, Siglo XXI, 2005), Cuerpo y
alma. Cuadernos de un aprendiz de boxeador (Siglo XXI, 2006),
y Los condenados de la ciudad (Siglo XXI, 2007).
DEBATE FEMINISTA, NÚM. 36, OCTUBRE DE
2007
CUERPO A CUERPO
REVISTA SEMESTRAL (ABRIL Y OCTUBRE)
CERTIFICADO DE RESERVA DE DERECHOS AL USO
EXCLUSIVO DEL TÍTULO: 04-2005-041817514500-102
CERTIFICADO DE LICITUD DE TÍTULO, NÚM. 11127
CERTIFICADO DE LICITUD DE CONTENIDO, NÚM. 7759
DOMICILIO DE LA PUBLICACIÓN: METIS, PRODUCTOS CULTURALES, S.A. DE C.V.
CALLEJÓN DE CORREGIDORA 6, COL. TLACOPAC, SAN ÁNGEL
DELEGACIÓN ÁLVARO OBREGÓN, C.P. 01040, MÉXICO D.F.
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN EL MES DE OCTUBRE DE 2007
CON UN TIRAJE DE 1000 EJEMPLARES
EN PUBLIDISA MEXICANA, S.A. DE C.V.
CALZ. CHABACANO 69, COL. ASTURIAS, C.P. 06850, MÉXICO, D.F.
DISTRIBUCIÓN: PRINCIPALES LIBRERÍAS DEL SUR DE LA CD. DE MÉXICO Y LOCALES CERRADOS
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