AQUÍ PLANTADO

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AQUÍ PLANTADO
Diego Prado
Llegué a esta casa hará unos diez años, arrastrado por la más urgente
necesidad. Por entonces intentaba, más mal que bien, ganarme la vida como
hombre estatua por las calles más transitadas de la ciudad, encarnando el
personaje de Cristóbal Colón. Pero salvo cansarme de señalar una hipotética
América y pasar hambre y frío a la intemperie, no logré grandes progresos. Fue
a través de Toro Sentado, mi compañero de peana, como supe lo de este
trabajo.
-Excentricidades de ricos –se limitó a decir, encogiéndose de hombros-,
pero te dan de comer y no estás al raso.
La casa se encontraba en las afueras, un caserón modernista con
pretensiones de palacete, donde servía una chica portuguesa tocada de cofia y
mandil, la cual al verme frente a la puerta me miró como supongo que se mira a
un loco o a un pelagatos, no tanto con altanería sino más bien con pena. No
era para menos, pues también yo sentía la vergüenza del que no tiene más
remedio que apechugar con el destino que le ha tocado. Y mi destino hasta
hace poco era éste, estar aquí plantado, noche y día, los siete días de la
semana. Pero, pese a todo, ya no me importaba, lo realizaba con la mayor
dignidad posible, consciente de que esto es un oficio, un sacerdocio, una
voluntaria condena.
Me hicieron pasar por un largo pasillo condecorado de cuadros con
semblantes mayestáticos y nos paramos ante la puerta de una habitación. La
muchacha tocó con los nudillos, como quien teme importunar, y me anunció
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escuetamente diciendo “el tipo del trabajo”. Acto seguido, haciendo una
especie de reverencia que más bien parecía un ensayo de saludo de función
escolar, la chica me dejó solo en aquel cuarto forrado como un búnker de
estanterías con libros. Al fondo, frente a un ventanal que llenaba de luz la
estancia, había una enorme mesa poblada de figuritas y accesorios de
escritorio. Y en un hierático sillón me esperaba una mujer que dejó de ser joven
a medida que me fui acercando a ella, una de esas señoras bien que pretenden
parecer adolescentes eternamente. Me recibió con una sonrisa mientras me
observaba de arriba a abajo. No me ofreció asiento, al contrario, fue ella la que
se levantó y vino hasta donde estaba, dando una ligera vuelta en torno a mí,
como si fuera a cogerme las hechuras para hacerme un traje.
-Es perfecto –dijo-. Un verdadero hombre perchero, si me permite
decirlo.
No supe si darle las gracias o echar a correr. La mujer, tras encender un
cigarrillo volvió a complacerse en mi observación igual que si yo fuera el David
de Miguel Ángel o algo por el estilo. Entonces me habló de las condiciones,
nada desdeñables. Una vez hube aceptado, no sin mis dudas, la mujer me
acompañó a un gran recibidor donde había diversos ficus de un verdor brillante
y me señaló una gran maceta vacía.
-Éste –dijo, señalando el tiesto- será su puesto. ¿Cuándo puede
empezar?
Así fue como entré al servicio de la familia Somoschusma. No tardé en
conocer al marido de aquella señora, un tipo despistado que apenas me
prestaba atención y que solía arrojarme la gabardina encima como un despojo.
También conocí a los dos hijos del matrimonio, chico y chica, en plena edad del
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pavo, que únicamente reparaban en mí cuando necesitaban de mis servicios.
Generalmente era el chaval el que venía a entablar conversación conmigo, lo
que agradecía, aunque me molestaba su dichosa manía de apagar los pitillos
sobre mis zapatos. La chica era peor, pues se empeñaba en lo que ella
llamaba “podarme”, infligiéndome todo tipo de desaguisados en el pelo.
Al principio me costó sobre todo adaptarme a las visitas, a las que era
mostrado sin ningún tipo de decoro como la nueva adquisición de la casa. Me
ponía de mal humor que quisieran comprobar mi robustez apretándome los
músculos, o que algún niño malcriado viniera a escondidas a pegarme patadas
o pellizcos. Pero yo aguantaba con tesón, impertérrito, no en vano he sido
siempre un profesional.
Las mejores horas llegaban con la noche, cuando la oscuridad llenaba el
pasillo donde estaba mi tiesto. Entonces relajaba mis extremidades, bajaba los
brazos e incluso me apoyaba en la pared, pero no podía dejarme vencer por el
cansancio ya que en cualquier momento era posible que apareciera alguien de
camino al baño o a la cocina en busca de un vaso de agua o un medicamento,
y mi reputación habría quedado por los suelos. También tenía que tener
especial cuidado la madrugada de los sábados, cuando los chicos volvían de
sus juergas, tambaleándose a veces por la ebriedad, ya que chocaban conmigo
con frecuencia y en alguna ocasión me llevaba algún golpe desairado. Una vez
la niña llegó incluso a vomitarme encima y tuve que pasar toda la noche
oliendo a podredumbre. Son gajes del oficio, un oficio duro, infravalorado como
si uno fuera un cuadro o una planta más que languidece. Pero tiene sus
compensaciones, como cuando en verano la señora me sacaba afuera y me
regaba con su jardinera o cuando la chica portuguesa me sacaba el polvo y me
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regalaba furtivos besos o cuando el señor me rociaba de colonia para que
oliera bien, pequeños placeres que yo agradecía irguiéndome más para que
comprobaran mi salud y mi buen estado. También eran buenos momentos
aquellos en los que toda la familia marchaba de vacaciones y yo quedaba al
cuidado de la casa, días felices en los que me permitía salir del tiesto y dar
incluso algún paseo por el salón.
En el hogar de la familia Somoschusma desempeñé sin flaquear
funciones de perchero, planta de interior, figura decorativa, ahuyentador de
vendedores a pie de puerta, paragüero, árbol de navidad, sujeta-lámparas y
cualquier otra actividad que se prestara a mis condiciones. Durante diez años
he sido competente y fiel, sin doblegar nunca, aclimatado al mobiliario de la
casa, especialista en pasar inadvertido. Durante diez años he sabido guardar
silencio como un cura en su confesionario, he sabido oír, ver y callar, y me he
sentido arropado entre los ficus hermanos como uno más. Nunca falté a mi
puesto, nunca hubo una queja, nunca un mal gesto por mi parte. Los años, al
fin, pasaban deprisa en mi maceta esquinera, bajo la marina al óleo que
colgaba sobre mí, y yo me sentía como un miembro más de la familia, como el
perro que no tenían, como el canario que se desgañitaba en el jardín, como la
tortuga de agua de un crío. Hasta ayer. Ayer ocurrió algo terrible, algo
inesperado. Ayer estornudé. Alguien dejó la otra noche una ventana abierta y la
corriente se ensañó conmigo, ciñéndome con la lujuria con la que el aire se
agarra a las estatuas. Intenté contenerme, pero no pude. Todo profesional
puede tener un fallo, un mal día. Estornudé sonoramente justo cuando pasaba
frente a mí el señor, ausente como siempre. Me miró entonces, no sé si
sorprendido por un acto tan humano como aquel o por reparar en que seguía
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allí, día tras día. Las hojas relucientes de los ficus vibraron y el amo compuso
una cara de asco, quizá molesto al comprobar que estaba vivo. Y bajándose un
poco las gafas, observándome como quién descubre de pronto algo que de
tanto estar ahí ya no se ve, exclamó:
-Esta figura ya no es la que era. Está raquítica y escuchimizada. Y
además, me parece que está enferma. Creo que va siendo hora de pensar en
cambiarla.
Y alguien, no sé si la señora, estuvo de acuerdo.
Ahora me han amontonado en el garaje junto a otros utensilios
inservibles, en espera de que un camión nos recoja. Y por mucho que me he
puesto recto e incluso he adoptado poses artísticas, no me han hecho el menor
caso. Aquí huele mal, no hay luz, y me han dejado medio tirado. Ya no ofrezco
novedad, ya no les gusto. Me he dolorido el costado al caer, y casi sin
acordarme de ellas he sorprendido unas lágrimas rodando por mi cara. Sólo
espero que alguien, sea quien sea, repare en que aún soy un ser humano, un
hombre después de todo, alguien útil que ahora llora en soledad mientras
intenta recordar su nombre.
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