Vol. 6, No. 3, Spring 2009, 357-365 www.ncsu.edu/project/acontracorriente Review/Reseña Gabriel Rafart, Tiempo de violencia en la Patagonia. Bandidos, policías y jueces, 1890–1940. Buenos Aires: Editorial Prometeo, 2008. Historia, violencia y expedientes judiciales. El mundo del delito en la Patagonia argentina Gabriel Carrizo Universidad Nacional de la Patagonia CONICET En las últimas décadas, la historia social se ha visto enriquecida con el aporte teórico y analítico de la sociología, la antropología y los estudios culturales, contribuciones que han permitido ampliar significativamente la mirada hacia las clases populares. Ubicado en dicho terreno historiográfico, este primer libro de Gabriel Rafart viene a coronar varios años de dedicación al estudio de la sociabilidad, la violencia y el mundo criminal en la Norpatagonia argentina, aportando otra perspectiva a los estudios sobre el poder político en los Territorios Nacionales de la Patagonia. Carrizo 358 A lo largo de esta producción, Rafart demuestra que a partir del estudio del bandolerismo podemos advertir aspectos de la dimensión política de la sociedad. Asimismo, esta mirada posibilita conocer más y mejor a aquellos sujetos pertenecientes a las “clases peligrosas”, lejos de una visión estigmatizante, y permite desentrañar de qué manera expresaron sus conflictos, los mecanismos institucionales e ideológicos con los cuales la trama estatal procuró darles respuesta y el lugar que ocuparon las clases dominantes en esos procesos. Precisamente, Rafart reconstruye de manera contundente las distintas visiones que tenían los sectores dominantes con respecto al fenómeno del bandolerismo. Para ellos, esta tipificación daba cuenta de aquellos individuos que interferían decididamente en los lineamientos socio–jurídicos a imponer dentro de una comunidad en formación como la patagónica. En este sentido, los bandidos serían considerados enemigos del ordenamiento social en su conjunto y, por lo tanto, esta concepción dio por contraste una definición acerca de los atributos del ser ciudadano, otorgados por la maquinaria estatal y la elite dirigente. Los sectores dominantes en Patagonia construyeron la imagen del bandido como un sujeto ocioso, indómito, marcado por la vagancia, cuando no un actor que apelaba a ideas maximalistas para mostrar su intemperancia frente al futuro de una sociedad progresista. Rafart dice: “En los territorios patagónicos, el homicidio y el bandidismo fueron vistos, por quienes siempre consiguieron hacer oír su voz, como expresión palpable de un extenso paisaje social por demás brutal y muy lejos de la civilización”. Entre quienes hacían “oír su voz” hubo una serie de actores en condiciones de producir poderosas representaciones que intentaban destruir toda posible connotación romántica acerca de la vida y acontecimientos protagonizados por los bandoleros. En este sentido, Rafart habla de los “agentes culturales del progreso”, quienes a partir del acceso a medios de información—incluyendo algunos de alcance nacional—construían la imagen del bandolero como un sujeto que condensaba todos aquellos atributos negativos que obligaban a su posterior aniquilamiento. El abogado Oscar Fermin Lapalma, de quien se ocupa Rafart por ser fiel exponente de estos sectores, describía en sus escritos al bandolero patagónico como un ser carente de civilización, pervertido y cobarde, el cual solo merecía persecución y exterminio. Lapalma los consideraba como el resultado inevitable de la masa de Historia, violencia y expedientes judiciales 359 vencidos de la guerra de larga data entre la civilización y la barbarie, y por lo tanto, “estaban lejos de ser parte de la Nación y la sociedad de los hombres del progreso”. Esta alusión se completaba con la insistente denuncia de que el bandolerismo provenía de otras regiones. Un territorio tan extenso y accidentado, con una crónica falta de población, con predominio de ocupantes precarios o intrusos, ya fuera de origen mestizo como indígena, fue señalado como el ambiente propicio para el dominio de partidas bandoleras. Como bien afirma Rafart, los sectores dirigentes afincados en los territorios patagónicos no hicieron más que trasladar una formula discursiva que carecía de originalidad, pero que se había impuesto en otros escenarios del país. El criminal y el bandido casi siempre era el extranjero, es decir, el que se encontraba alejado de las pautas que determinaban la civilización y el progreso. Esta elite local, debido en gran parte a su reciente arribo y a la voluntad por afirmarse definitivamente para dar cuenta de su condición de sector socialmente dominante, creía ver en ese carácter de frontera ingredientes como chilenidad, vagabundeo, ociosidad, mestizaje, indigenismo, ruralidad y extrema pobreza, que consideraban propicios para ese cóctel indigerible que fue el bandolerismo. Las autoridades locales también se hicieron eco de las opiniones vertidas por la prensa, que identificaban al chileno y a las comunidades indígenas como protagonistas casi excluyentes del delito. En relación a estos últimos, la investigación de Rafart muestra de qué manera luego de la tristemente célebre Conquista del Desierto, sus prácticas, tradiciones y cultura fueron consideradas en abierta contradicción con el sentido liberal de la ley que pretendía imponerse. Esto implicó que los grupos indígenas estuvieran condenados a cargar con cuanto delito se cometiera en la cercanía de sus comunidades. En el caso de los chilenos, esta imagen se veía igualmente reforzada si la mayoría de ellos se mostraban poco dispuestos a abandonar los lazos materiales, la cultura y las formas de sociabilidad de su país de origen. En relación con estas afirmaciones, el autor también da cuenta de la instalación de un proceso de estigmatización sobre estos grupos sociales. En efecto, el término bandido pasaría a utilizarse para designar al “otro” de manera arbitraria: “Ante cualquier conducta, a veces con demasiada prontitud, generando un modo de apreciar al diferente; en definitiva, sedimentando un concepto que superaba muchas veces las Carrizo 360 fronteras siempre gelatinosas del exclusivo territorio social donde imperaban las conductas criminales”. Esta acusación de bandolerismo fue funcional en no pocos casos a propietarios absentistas para obtener, con la ayuda de funcionarios del orden, el dominio efectivo de tierras ocupadas por estos grupos de manera precaria. El término bandido resultó ser un calificativo muy negativo que tendía a desprestigiar a determinados contendientes, denostando a todos aquellos actores que mostraban sus diferencias con el orden del progreso. Pero a partir del análisis que realiza Rafart de las fuentes históricas, podemos saber que muchos de quienes fueron acusados de ser bandidos formaban parte de ese mundo de hombres y mujeres que habían quedado marginados de la distribución de los recursos generados dentro de los circuitos legales del comercio y la producción y que, por ende, no fueron capaces de adecuarse al nuevo orden económico en progreso. En el caso de los chilenos, la situación del campo que exponía el país trasandino obligó a que un número importante de población sin inserción dentro del esquema de acceso a la propiedad se decidiera por otras alternativas, entre ellas el bandidaje. Además, quedaban fuera del circuito porque seguían un tipo de sociabilidad no muy diferente del que habían tenido en el pasado sus antecesores. Al haber sido de antemano criminalizados, sobre ellos estuvo dirigida mayormente la mirada de la sociedad liberal y las instituciones del orden estatal. En el caso específico de los chilenos, sin duda este estigma fue lo suficientemente efectivo, como lo demuestran las estadísticas que introduce el autor acerca de la nacionalidad de quienes poblaban las unidades carcelarias asentadas en los espacios sureños del país. Aquí se torna evidente la asociación chileno / delito, prejuicio que se amplificaba en función de las tensiones limítrofes con el país vecino. Como asevera Rafart, “para gran parte del funcionariado territorial, con los chilenos e indígenas se completaba la base social y ‘nacional’ del bandidismo”. Entre los delitos cometidos, el robo de ganado no solamente era importante para el consumo personal o familiar, sino que también era sinónimo de revancha. Como bien afirma Rafart, estos sectores contaban con suficientes motivos para tomar represalias a través del delito cuando se les presentaba la ocasión: Historia, violencia y expedientes judiciales 361 el cercado de sus campos y la imposibilidad de transitar con sus animales hacia tierras de veranada; el despojo de sus tierras y el traslado forzado a otros territorios demasiado improductivos; el fin de las ‘boleadas’ y al uso común de los bosques; la dispersión de sus miembros a escenarios lejanos y desconocidos; el hostigamiento hacia sus formas culturales; las arbitrariedades cometidas por propietarios blancos o por la autoridad policial. Fueron condiciones que generaron una forma de resistencia contra el orden instituido a través del atraco. Entre la variada gama de bandidos que nos presenta Rafart, indudablemente Juan Balderrama es el personaje que más atracción genera, por ser un sujeto que desafió los marcos interpretativos de la época: su conducta delictiva fue observada a través del prisma del positivismo criminológico de fines del siglo XIX y principios del XX. A través del análisis de su perfil criminal se buscaba hallar los orígenes patológicos de esos comportamientos criminales y analizarlos a la luz de los avances de la ciencia médica, sobre todo de la psiquiatría en ciernes, recurriendo además a los servicios de una ya firme ciencia sociológica. Balderrama resultó ser—para los criminólogos de la época—un buen ejemplo de bandido patagónico cruel y asesino, porque pertenecía a ese mundo de geografías indómitas en condiciones de gobernar la entera existencia del criminal analizado. Además de ello, y de acuerdo con otros aspectos del paradigma criminológico imperante, sus rasgos delictivos fueron considerados propios de aquellas frías reacciones al medio físico y moral en que vivía. Como bien afirma Rafart, su vida también refleja un claro ejemplo de ese conjunto de hombres pertenecientes a un amplio mundo que vivía en los márgenes de la sociedad patagónica. Y sus manifestaciones de violencia desenmascararon el deterioro, cuando no la ausencia, de un tipo de sociabilidad deseada. Por otro lado, ante las formas que adquiría la violencia en estos escenarios patagónicos, la elite dirigente diagnosticó que el desorden era un problema social importante. En este sentido, el trabajo expone cómo ante este panorama no pocos sectores de la sociedad vivían en pánico. El imaginario social acerca del bandido era una construcción que agigantaba sus crímenes y destacaba su aventurerismo y arrojo. Esta alarma desmedida proporcionaba el insumo adecuado a las fuerzas policiales para dirigir en algunos casos una auténtica cacería sobre aquellos sujetos considerados bandidos, sobre todo si eran calificados Carrizo 362 como extremadamente peligrosos y si habían ejercido actos de resistencia contra las fuerzas policiales. En algunos episodios de muerte de bandoleros, sólo la policía podía dar testimonio acerca de los hechos. Otro de los ejes que aborda el libro está orientado al análisis de las agencias estatales que debían intervenir en la necesidad de establecer un orden social: la administración de justicia y las fuerzas policiales. Aquí el autor revela de manera clara los ritmos y rasgos que adoptó el proceso de institucionalización de la maquinaria estatal en Patagonia. En el caso de la administración de justicia, la escasez de medios y personal, la demora en los procesos judiciales y las largas ausencias de los magistrados, son factores que le permiten a Rafart concluir que la consolidación institucional distó de ser efectiva por lo menos hasta 1940. A este panorama el autor agrega que en el proceso de delimitación de competencias, que intentaba precisar quién era la autoridad en condiciones de hablar en nombre de la ley y ejercer el poder de policía y justicia, el proceso fue errático y signado por obstáculos de todo tipo. Una puja de poderes distintos que se encontraban lejos de la pretensión de establecer un orden, no lograba delimitar las injerencias y competencias en nombre de la ley. Las constantes disputas entre funcionarios gubernamentales, comisarios y jueces relatadas por Rafart nos permiten conocer que en dichas relaciones primaba la desconfianza, condición que se tornaba en un obstáculo para consolidar la estructura judicial y policial. Además, los administradores de justicia no pudieron prevenir el aumento creciente del poder de otros agentes públicos como la policía, vinculada directamente con la rama ejecutiva del gobierno: Una suerte de autonomía en permanente progreso y la arbitrariedad de la institución policial se transformaron en un rasgo característico de los primeros pasos hacia la conformación del sistema judicial. Ello se reflejó en un discurso de carácter igualitarista, contradicho permanentemente por las prácticas discriminatorias que gobernaban la institución policial cuando estaba en juego el orden social y político. Un orden que seguía reproduciendo la imagen del vago y el indio como subproductos sociales que debían desterrase. Esta dura realidad se hacía aún más compleja debido a que la estructura jurídica estaba sujeta a los vaivenes y tensiones de las fracciones Historia, violencia y expedientes judiciales 363 políticas en pugna. El mundo judicial y el policial seguían pensando y actuando como un instrumento de la arena política. Es por ello que la frase “hacer lo que se pueda”, rescatada por Rafart del escrito de un juez letrado de Neuquén dirigido a las autoridades del Ministerio de Instrucción, Culto y Justicia de la Nación, revela las desconcertantes condiciones que rodeaban a las fuerzas del orden. A partir de un análisis minucioso de fuentes variadas, Rafart ilumina aspectos centrales del accionar policial que dejan en evidencia a una institución caracterizada por la ausencia de una ética del servidor público. Esto se nota sobre todo en la aparente corrupción de muchas de sus actuaciones, que no solamente comprometieron a funcionarios de alto rango sino también al resto de la tropa policial. Es por ello que no fueron pocos los vecinos que cuestionaron a agentes, comisarios y jueces por utilizar a su favor la coacción, como lo revela el informe de un funcionario: El poblador del campo no ignora que la protección policial frente a la acción de los asaltantes es poco menos que nula, y ante el dilema de facilitar las correrías de los forajidos a cambio de ponerse a cubierto de sus hazañas, o delatarlos a las autoridades a riesgo de correr el peligro de una venganza, optan por lo primero. No sería lo mismo si el poblador tuviese la seguridad de que la policía habría de protegerlo de las acechanzas de los delincuentes después de prestado su concurso para dar caza a alguno de ellos. Estos sectores entendían que sus bienes y vidas estaban a mejor resguardo cuando eran ellos y no otros los encargados de llevar a cabo las misiones de seguridad y protección. Esta cuestión dio lugar, en algunos casos, a que varios de ellos se levantaran reclamando el derecho natural a la seguridad privada, sindicando a las fuerzas policiales como actores trasplantados. Las improvisaciones que experimentaban estas instituciones, por un lado, y el contexto de pánico por el otro, fueron elementos que generaron la demanda por la presencia del ejército. Si bien en un primer momento el ejército nacional y las policías territoriales se necesitaron y afrontaron conjuntamente la lucha contra la ilegalidad, muchas veces fueron ganadas por el celo y las permanentes disputas acerca de quiénes y cuáles debían ser los actores y ámbitos de competencias. En el último capítulo, Rafart muestra de forma contundente las condiciones que marcaron la labor policial en estos territorios: la Carrizo 364 precariedad de medios materiales, la escasez de personal y la falta de idoneidad, eran rasgos que formaban parte de la experiencia cotidiana. La incapacidad de reclutar personal adecuado, la escasa o nula formación profesional, la imposibilidad de lograr un plantel estable y perdurable, la presencia de agentes que portaban un pasado ligado al delito, el ingreso de chilenos a las fuerzas y el retraso en el pago de los magros salarios, parecían condiciones inalterables en la institución policial. Si bien, como afirma Rafart, con el transcurrir de las primeras décadas del siglo XX hay un intento de revertir el panorama (a partir de una mayor preocupación por reclutar personal que contara con suficiente experiencia y cierta profesionalización, la pretensión de organizar una policía científica y el intento de realzar su accionar para así ganar prestigio), la policía, tanto en sus actuaciones individuales como colectivas, no logró sustraerse fácilmente de la arbitrariedad y discrecionalidad. Pasemos finalmente a la valoración final del trabajo de investigación aquí presentado. En los Territorios Nacionales de la Patagonia, después de someter a los grupos sobrevivientes indígenas y haber ocupado el territorio con nuevos contingentes migratorios, y circunscripta la vida social al goce de los atributos de la libertad civil, parecía imponerse la lógica de la administración del programa del ochenta. Esto significaba que dichos espacios debían estar lejos de la lucha de intereses que implicaba la política. Debían ser expresión del rotundo triunfo de la civilización sobre la barbarie. Pero tal como lo ha demostrado el libro que estamos comentando, dedicada al estudio del proceso de organización de instituciones del control social en Patagonia, el proyecto de la buena administración mostró sus límites en el sur del país. Asimismo, el marco de análisis que nos ofrece Rafart, se diferencia de esa obstinada fascinación romántica que insiste en ver a los bandoleros como exponentes de ciertos actos heroicos o como seres tentados por el reconocimiento social, que suelen poblar los anaqueles de librerías dedicadas a visitadores ocasionales de la Patagonia. El bandolerismo practicado en Patagonia está muy lejos de ser catalogado como bandolerismo social, tal como ha sido definido por Eric Hobsbawm. Los bandidos fueron expresión de disconformidad en una Historia, violencia y expedientes judiciales 365 sociedad rural conflictiva, cuyo origen estaba en el proceso de desigual apropiación y distribución tanto de recursos materiales como de honor y prestigio. Pero el principal mérito del trabajo de Rafart radica en consolidar una línea de investigación novedosa que reafirma la capacidad explicativa de la historia social, colocando la mirada en fuentes que no habían llamado la atención de los investigadores.