ORQUESTA NACIONAL DE ESPAÑA Antoni Ros Marbà, director I Ludwig van Beethoven (1770-1827) Concierto para piano y orquesta núm. 5, en Mi bemol mayor, opus 73 “Emperador” Allegro Adagio un poco mosso Rondó (Allegro ma non troppo) Nikolai Demidenko, piano II Antonin Dvorák (1841-1904) Sinfonía núm. 9, en mi menor, opus 95 “Del Nuevo Mundo” Adagio-Allegro molto Largo Scherzo-Molto vivace Allegro con fuoco Concierto 2- Ciclo II. 4, 5 y 6 de noviembre de 2005 Viernes 4 de noviembre de 2005, a las 19:30 h. (ONE 4619) Sábado 5 de noviembre de 2005, a las 19:30 h. (ONE 4620) Domingo 6 de noviembre de 2005, a las 11:30 h. (ONE 4621) Auditorio Nacional de Música (Madrid). Sala Sinfónica. Notas al Programa Dos extremos del romanticismo En la sesión de hoy asistimos al desarrollo de dos obras unidas por su punto de partida, presidido por la nota Mi; una, exultante y triunfal en Mi bemol mayor, escala de gran diafanidad; otra, que se aloja en los claroscuros del menor, de donde siempre pueden provenir determinados tipo de turbulencias expresivas y cantilenas no exentas de patetismo. Dos mundo expresivos personalizados, el primero, por un romántico temprano; el segundo por un postromántico que, en muchos aspectos, era heredero de aquél. Beethoven dedicó su concierto más famoso, estrenado en Leipzig en 1811, dos años después de su conclusión, al archiduque Rodolfo. Es sin duda la obra concertante más importante del compositor, aunque su imponente construcción y su dilatado desarrollo sinfónico sin precedentes impida, cosa lógica, que la música penetre en los delicados y profundos pliegues poéticos en los que se ensimismaba el incomparable Concierto núm. 4. Es, desde luego, impresionante, y de lo más taquillero, el comienzo, abierto por el solista, que desarrolla una larga cadencia —la única que aparece realmente en la partitura—, cuajada de caracoleos y que conduce una extensa introducción orquestal, que marca ya el curso épico-marcial del primer movimiento, concebido como una amplia forma sonata con dos temas prolijamente trabajados —aunque esa prolijidad beethoveniana, tan característica, nunca nos canse—. Más de una vez se ha puesto en contacto todo este discurso con el de la Sinfonía Heroica. Claro que, dicho así, pudiera parecer que este enorme Allegro, que dura bastante más que el Adagio y el Rondó juntos, fuera un movimiento más o menos esquemático, lineal, de fácil seguimiento, privado de contrastes importantes. Hubiera sido sin duda sorprendente que Beethoven, con un fragmento así 5 de extenso en sus manos, pese a su querencia por la repetición, no ideara cosas de gran contenido y no elevara una monumental arquitectura con mucha sustancia en su interior. Podemos establecer, con aquel fino analista musical que fue Tovey, las siguientes secciones o partes en las que este gigantesco Allegro es susceptible de ser dividido: a) Introducción del piano, que discurre entre los poderosos acordes del tutti. b) Apertura de la extensa exposición orquestal, en realidad el típico ritornello, que se escuchará al comienzo de la reexposición. Aquí se contienen ya todos los temas. No sólo los dos principales, el primero constituido por una figura airosa compuesta por una blanca ligada a una combinación de negra-tres semicorcheas-dos corcheas-tres negras-corchea con puntillosemicorchea; el segundo por una serie de corcheas separadas por silencios. Multitud de ideas secundarias, derivadas de esos dos motivos van surgiendo en este comentario orquestal y enriquecerán la posterior elaboración. c) Primer solo del piano (han pasado ya más de cuatro minutos), que entra discretamente dibujando una escala cromática y un trino y entona sucesivamente los dos temas base, operando ya las convenientes modulaciones. d) Cierre de la exposición con las últimas estribaciones del ritornello y nueva enunciación pianística de la mencionada escala cromática ascendente. e) Desarrollo, que trabaja enteramente sobre el heroico primer tema. La labor de Beethoven es impresionante por la amplísima forma de tratar las figuras rítmicas entresacadas de ese motivo fundamental. Espectacular el pasaje en el que el piano ataca unas demoledoras y furiosas octavas y aprovecha luego los diseños 6 rítmicos en diálogo con las cuerdas, mientras un “solitario fagot” mantiene la pulsación, y maravillosa la forma en la que la música se diluye para enlazar con la reexposición. f) Tras la recapitulación, las modulaciones sobre el segundo tema nos trasladan a regiones beatíficas. g) Coda. Comienza como una cadencia, que no llega a desarrollarse y nos lleva en realidad a una gloriosa recapitulación del ritornello. Se establece luego un diálogo del teclado con la orquesta cerrado por una nueva escala cromática. Tovey recuerda que fue a propósito de este pasaje que Schumann dijo que “las escalas de Beethoven no son como las de los demás”. El Adagio un poco mosso, en la lejana tonalidad de Si mayor, aparece protagonizado por una melodía de inefable belleza, emparentada con ciertas páginas de Chopin, que da ocasión al piano para cantar a su gusto, sobre cuerdas asordinadas, y encaramarse, en un insólito pasaje de trinos cromáticos, a las alturas de una especie de nirvana. Estatismo y serenidad se desprenden de una música que participa de la técnica de la variación y que da paso, sin solución de continuidad, al Rondó, agresivo y exuberante en forma sonata, con un tema exultante, de aire irresistiblemente popular —que juega hábilmente con la oposición rítmica de la mano derecha (compás binario) y la izquierda (ternario)—, en cuya segunda parte se ha querido ver un anticipo de la Marcha de David contra los filisteos del Carnaval de Schumann. La idea se enuncia formalmente por tres veces: una en la misma exposición; otra al inicio del desarrollo sobre un fugato y una tercera que supone la reexposición. Entre medias, como es habitual en este esquema, varias ideas derivadas muy amenas, que comentan la principal con una fantasía y a veces un refinamiento extraordinarios. El sordo rumor del timbal, en un ostinato rítmico muy efectivo, revela, 7 en opinión de Tovey, las sublimes profundidades de las que provienen todas las explosiones de hilaridad escuchadas a lo largo del movimiento. Carl Czerny, uno de los más famosos discípulos del compositor y creador de este concierto, describía de esta forma el original juego pianístico de su maestro: “Beethoven, que hizo su aparición hacia 1790, ha extraído del pianoforte acentos totalmente nuevos y audaces, tanto por la utilización del pedal cuanto por un juego extraordinariamente característico, que se distinguía ante todo por el estricto legato de los acordes, y conseguía un estilo de canto absolutamente nuevo, de una manera que nadie había presentido con anterioridad. Su juego no poseía la pura elegancia y la brillantez de otros pianistas, era, al contrario, un juego profundo, majestuoso y, sobre todo en los adagios, penetrado de sensibilidad y romanticismo. Sus ejecuciones, como sus composiciones, eran una pintura sonora de la más alta cualidad, que buscaba ante todo el efecto de conjunto.” Manifestaciones que nos dan la clave para entender y degustar este magnífico Concierto Emperador en Mi bemol mayor, opus 73. Solamente cuatro o cinco obras dentro del repertorio sinfónico podrían hacer sombra a la Sinfonía núm. 9 en Mi menor de Dvorák, que es sin duda de las más programas de la historia; y de las más conocidas. ¿Quién no ha tarareado alguna vez el tema principal de su explosivo último movimiento? Quizá únicamente el comienzo de la Quinta de Beethoven sea más interpretado domésticamente. No es rara tanta afición por una partitura que reúne dentro de sí las principales y más atractivas características de la música de su autor y que le daban carta de naturaleza de gran sinfonista, hasta no hace demasiado discutido por los puristas. Recordemos entre ellas la sólida instrumentación y el impresionante manejo de los timbres; la hábil elaboración de la temática popular, real o imaginaria, que alimenta un elocuente verbo melódico y rítmico; relativa regularidad y orden en la distribución formal y en el correcto uso de los 8 pasajes de desarrollo temático, lo que concede a la música una cierta anarquía de organización que, curiosamente, desemboca en una mayor presencia del elemento poético; conectado con lo anterior, una aparente espontaneidad y transparencia propias de Schubert, cuyos fantasiosos juegos modulatorios llegan en ocasiones a estar presentes. La disposición formal es, a grandes rasgos, y con la libertad apuntada, la heredada de Beethoven y sobre todo de Brahms, pero, evidentemente, adaptada a unas necesidades expresivas diversas. La música de Dvorák, extraída en buena parte del acervo popular bohemio (o de zonas más al Este), su colorido, su lirismo, que emana de sus melodías, sus claroscuros —en los que intervienen, por supuesto, esas capacidades modulatorias— llegan muy directamente a cualquier oyente. No es cierto, y esto es algo ya admitido hace tiempo, que la Sinfonía Del Nuevo Mundo esté basada en su mayor parte en temas y canciones populares americanas, cosa que llegó a creerse, y de ahí el apelativo. El propio compositor se encargó de desmentirlo. Lo que no quiere decir que ese Nuevo Mundo no tuviera que ver con su creación. En aquella época, 1892, el músico bohemio se encontraba, desde el 1 de septiembre, en Nueva York para ocupar el puesto de director del Conservatorio Nacional de Música, perteneciente a la mecenas Mrs Jeannette Thurbert. No puede negarse, sin embargo, que a lo largo de la partitura aparecen elementos del folclore norteamericano y, en concreto, muy claramente, como segundo tema del primer movimiento, la canción Swing dow, sweet Charriot, que es enunciada por la flauta en piano, con el suave soporte de la cuerda en pianísimo, que supone un notable contraste con el tema del Allegro molto, cargado de una dinamita muy especial y organizado a partir de una célula rítmica típicamente eslava, presente desde su inicial aparición en la trompa, en muchos pasajes de la partitura. Dvorák entendía que la composición era “esencialmente distinta de sus creaciones anteriores”, que puede que tuviera algo de “americana” —como el Cuarteto en 9 Fa mayor, llamado precisamente Americano— y que, por supuesto, su presencia en los Estados Unidos fue determinante, particularmente por los rasgos de color, de ambiente. Se ha dicho asimismo que el segundo y tercer movimientos fueron redactados bajo la influencia de La canción de Hiawatha de Longfellow. Es posible que el eléctrico Scherzo, tal y como está configurado, se refiera a las danzas de los indios en el bosque; lo que lo convertiría en un movimiento descriptivo. Cuestión que, en todo caso, no posee mayor importancia, porque lo que trasciende a la postre, el espíritu que planea por encima, es el emanado de Bohemia; un aura nacionalista plasmada “con pétrea energía”, según Karl Schumann, lo que se aprecia examinando ciertos sutiles mecanismos con los que la música está elaborada: temas breves, de cuatro u ocho notas, de gran fuerza —en la línea que posteriormente seguiría otro checo, Bohuslav Martinu—; coloración pentatónica (escalas de cinco tonos) de la melodía; asociación entre los movimientos mediante uno o dos temas fundamentales (esquemas rítmicos del Adagio o Allegro molto iniciales); vuelta constante de todo el material temático a la tonalidad fundamental, algo que es una de las causas de esa característica “melancolía de Dvorák”, de la que hablaba el citado comentarista. Otra melodía que tradicionalmente ha sido considerada de origen americano es la del Largo, para muchos un espiritual negro. El tema, en Re bemol mayor, es nostálgico y melancólico. Su sección intermedia, en la que interviene la madera, constituye una de las frases más bellas del autor. Más tarde, tras una alusión al primer movimiento, el solista, en pianísimo, da paso a los últimos compases, marcados con tres p, que conducen a un delicadísimo cierre. El contraste es brutal con el Scherzo, en Mi menor, que presenta un tema muy rítmico y juguetón —el de esa debatida danza india—, que, en realidad, se ajusta perfectamente a las reglas del furiant, danza campesina bohemia muy empleada por Dvorák en sus obras. La atmósfera del trío, en Do menor, es decididamente schubertiana. 10 Al igual que más tarde haría Mahler, Dvorák sitúa el movimiento más importante y majestuoso al final. Escuchamos en ese Allegro con fuoco los temas principales que han ido dando forma a la composición; y con dos nuevas y potentes ideas. La primera, presentada triunfalmente por las trompas y las trompetas, hace su aparición tras los nueve primeros compases. Desde aquí todo se desarrolla en un clima efervescente, espectacular y brillantísimo; aunque hay momento para el descanso en la parte central del movimiento a través del un poco sostenuto protagonizado por oboe, flauta y fagot. El compositor sigue en este tiempo la tradicional, y casi siempre variada a su manera, forma sonata. Al final nos damos cuenta de que hemos seguido una construcción de tipo cíclico, tan cara a los creadores europeos del postromanticismo. El estreno tuvo lugar el 16 de diciembre de 1893 en el Carnegie Hall, con Anton Seidl en el podio directorial. Habían pasado once meses desde que el compositor dio inicio a la partitura, que durante mucho tiempo, hasta la moderna catalogación de sus obras, figuró como Sinfonía núm. 5. Dvorák había decidido en su momento no publicar las cuatro primeras. Arturo Reverter 11