Hugo Verani (Uruguay, 1941). Editor y crítico literario, se doctoró en la Universidad de Wisconsin. Entre sus publicaciones destacan: El ritual de la impos­ tura (1981); De la vanguardia a la pos­ modernidad: narra­ tiva uruguaya (1996); y Las vanguardias li­ terarias hispanoame­ ricanas (1990). R ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes desean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez intenta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el uruguayo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endiablada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estudio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del lenguaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el trabajo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lectura del importante narrador uruguayo. NARRATIVA Jaime Alazraki (Argentina, 1934). Ensayista y profesor universitario. Se doctoró en Columbia University. Entre sus publicaciones destacan: Poética y poesía de Pablo Neruda (1965); La prosa na­ rrativa de Jorge Luis Borges (1968); En busca del unicornio, los cuentos de Julio Cortázar (1983); y Hacia Cortázar, aproximaciones a su obra (1994). Colección prólogos NARRATIVA prólogos Domingo Miliani (Venezuela, 19372002). Ensayista, narrador y poeta. Profesor universitario. Se doctoró en la Universidad Autónoma de México. Director fun-­­ dador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Entre sus publicaciones figuran: Prueba de fuego. Na­ rrativa venezolana. Ensayos (1973); Trípti­ co venezolano (na­ rra­tiva, pensamiento y crítica) (1985); y País de lotófagos. En­ sayos (1992). 1 RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI Jorge Ruffinelli (Uruguay, 1943). Crítico e investigador de cine y de literatura. Profesor universitario, dirigió el Centro de Investigacio­nes Lingüístico-Literarias de la Universidad de Veracruz. Ha sido jurado de los Premios Casa de las Américas y Juan Rulfo. Entre sus publicaciones destacan: La viuda de Montiel (1979); El lu­ gar de Rulfo (1980); y La escritura invisible (1986). 1 JORGE RUFFINELLI Obra completa de Juan Rulfo DOMINGO MILIANI Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri JAIME ALAZRAKI Rayuela de Julio Cortázar HUGO VERANI Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti Biblioteca Ayacucho es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana. Creada en 1974 como homenaje a la batalla que en 1824 significó la emancipación política de nuestra América, ha estado desde su nacimiento promoviendo la necesidad de establecer una relación dinámica y constante entre lo contemporáneo y el pasado americano, a fin de revalorarlo críticamente con la perspectiva de nuestros días. En esta colección se agrupan temáticamente algunos prólogos de nuestros libros. Pretendemos con esto estimular la lectura del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y apoyar el trabajo de los especialistas y estudiosos de la cultura latinoamericana. Estos prólogos arrojan un rico legado vinculado a la obra, y muestran interpretaciones y posturas que los autonomizan y permiten leerlos como entidades literarias que configuran un todo de calidad estética, teórica y crítica. Hugo Verani (Uruguay, 1941). Editor y crítico literario, se doctoró en la Universidad de Wisconsin. Entre sus publicaciones destacan: El ritual de la impos­ tura (1981); De la vanguardia a la pos­ modernidad: narra­ tiva uruguaya (1996); y Las vanguardias li­ terarias hispanoame­ ricanas (1990). R ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes desean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez intenta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el uruguayo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endiablada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estudio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del lenguaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el trabajo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lectura del importante narrador uruguayo. NARRATIVA Jaime Alazraki (Argentina, 1934). Ensayista y profesor universitario. Se doctoró en Columbia University. Entre sus publicaciones destacan: Poética y poesía de Pablo Neruda (1965); La prosa na­ rrativa de Jorge Luis Borges (1968); En busca del unicornio, los cuentos de Julio Cortázar (1983); y Hacia Cortázar, aproximaciones a su obra (1994). Colección prólogos NARRATIVA prólogos Domingo Miliani (Venezuela, 19372002). Ensayista, narrador y poeta. Profesor universitario. Se doctoró en la Universidad Autónoma de México. Director fun-­­ dador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Entre sus publicaciones figuran: Prueba de fuego. Na­ rrativa venezolana. Ensayos (1973); Trípti­ co venezolano (na­ rra­tiva, pensamiento y crítica) (1985); y País de lotófagos. En­ sayos (1992). 1 RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI Jorge Ruffinelli (Uruguay, 1943). Crítico e investigador de cine y de literatura. Profesor universitario, dirigió el Centro de Investigacio­nes Lingüístico-Literarias de la Universidad de Veracruz. Ha sido jurado de los Premios Casa de las Américas y Juan Rulfo. Entre sus publicaciones destacan: La viuda de Montiel (1979); El lu­ gar de Rulfo (1980); y La escritura invisible (1986). 1 JORGE RUFFINELLI Obra completa de Juan Rulfo DOMINGO MILIANI Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri JAIME ALAZRAKI Rayuela de Julio Cortázar HUGO VERANI Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti Biblioteca Ayacucho es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana. Creada en 1974 como homenaje a la batalla que en 1824 significó la emancipación política de nuestra América, ha estado desde su nacimiento promoviendo la necesidad de establecer una relación dinámica y constante entre lo contemporáneo y el pasado americano, a fin de revalorarlo críticamente con la perspectiva de nuestros días. En esta colección se agrupan temáticamente algunos prólogos de nuestros libros. Pretendemos con esto estimular la lectura del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y apoyar el trabajo de los especialistas y estudiosos de la cultura latinoamericana. Estos prólogos arrojan un rico legado vinculado a la obra, y muestran interpretaciones y posturas que los autonomizan y permiten leerlos como entidades literarias que configuran un todo de calidad estética, teórica y crítica. Colección Prólogos COLECCIÓN PRÓLOGOS NARRATIVA 1 JORGE RUFFINELLI Obra completa de Juan Rulfo DOMINGO MILIANI Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri JAIME ALAZRAKI Rayuela de Julio Cortázar HUGO VERANI Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti Derechos exclusivos de esta edición ©Fundación Biblioteca Ayacucho, 2009 Colección Prólogos Hecho el Depósito de Ley Depósito legal lf 501200 ISBN 978-980-276-448-8 Apartado Postal 14413 Caracas 1010 - Venezuela www.bibliotecayacucho.gob.ve Edición : Shirley Fernández Corrección : Silvia Dioverti, Salvador Fleján y Thamara Gutiérrez Concepto gráfico de colección ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario Diagramación ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario Impreso en Venezuela/Printed in Venezuela Presentación L os prólogos, aun habiendo sido pensados como iluminaciones de otros textos, conforman una unidad a la que es posible brindarle autonomía. Así lo ha hecho la Biblioteca Ayacucho. Con esta nueva colección que ahora presentamos, brindaremos prólogos de novelas, cuentos, ensayos, crítica, poesía y crónicas, ordenados temáticamente, para estimular la lectura de las ediciones Ayacucho y apoyar el trabajo de los estudiosos de la cultura en Latinoamérica. Desde su nacimiento, la Biblioteca Ayacucho se planteó que cada obra publicada en su Colección Clásica llevara un estudio que le otorgara a las propiedades intrínsecas de ésta un sello particularizador de abordamiento y actualidad. Tres décadas después el resultado es un conjunto de prólogos que, como entidades literarias al configurar un todo de calidad estética, teórica y crítica, agregan un rico legado vinculado a la obra y muestran una nueva interpretación y comprensión cuya finalidad es ser asimilada por el lector de hoy. Géneros, temas, movimientos literarios son criterios ordenadores que regirán la selección de los prólogos que en el futuro integrarán cada volumen de esta nueva colección. Así pues, ofrecemos a nuestros lectores esta Colección, que como hemos explicado antes se sustenta en la Clásica, y con la idea de conservar el vínculo que existe entre ambas mantenemos el mismo formato, la tapa negra y el empleo de orlas, que son elementos distintivos de la legendaria; pero sus características tipográficas y el uso de capitulares le otorgan a esta nueva colección un sello que la diferencia y la hace única en nuestro fondo editorial. Biblioteca Ayacucho Presentación «7» ADVERTENCIA EDITORIAL P ara este primer número de la Colección Prólogos se han reunido cuatro estudios de obras narrativas fundamentales: el de Jorge Ruffinelli, «Rulfo entre la tierra y el infierno» a Obra completa de Juan Rulfo (1985); el realizado por Domingo Miliani, «Arturo Uslar Pietri, pasión de escritura» para Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri (1988); el del estudioso y crítico Jaime Alazraki, «Rayuela: el planteamiento de una tesis y de una antítesis» a Rayuela de Julio Cortázar (2004); y el de Hugo Verani «Para llegar a Santa María», que acompaña a Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti (1989). En virtud de que originalmente tres de los prólogos se habían registrado con el nombre genérico de Prólogo, hemos dado título al primero y a los dos últimos que integran este volumen para facilitar a nuestros lectores la identificación de cada uno; el trabajo de Miliani conserva el título de la edición de 1988, que difiere de la publicada en 1979. Se han corregido las erratas advertidas, también se han completado datos del aparato crítico de acuerdo con las pautas de Biblioteca Ayacucho vigentes. Asimismo, han sido suprimidas referencias cuando remitían a secciones del volumen que prologaban. B.A. « 8 » Colección Prólogos J ORGE RUFFINELLI Obra completa de Juan Rulfo Prólogo a Obra completa de Juan Rulfo. Caracas: Biblioteca Ayacucho (Colección Clásica, Nº 13), 1985 (299 p.), pp. IX-XXXVII. Rulfo entre la tierra y el infierno Jorge Ruffinelli L a obra narrativa de Juan Rulfo (Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno) cuenta hasta hoy con sólo dos volúmenes: El llano en llamas, conjunto de cuentos publicado en 1953, una breve novela titulada Pedro Páramo (1955), algún cuento nunca recogido en libro (como «La vida no es muy seria en sus cosas») y otro que desapareció de una a otra edición de El llano en llamas («Paso del Norte»). Esta brevedad productiva no ha sido obstáculo para que la fama comenzara a rodear puntual y firmemente a su autor, creando la expectativa por libros anunciados una y otra vez (los cuentos de Días sin floresta y una enigmática novela que se titularía La cordillera). Desde 1955 la respuesta de Rulfo ha sido el silencio, y ese doble proceso –una fama que crece sobre dos pequeños libros, sin voluntad del escritor, y el empecinado silencio de éste– ha conducido a falsas perspectivas, ha motivado erro­res críticos, terminando por desgajar la obra, como si viviera en el ámbito de una leyenda, de la rica y comple­ja realidad a que pertenece. Rulfo reitera, sin deliberación, algunos aspectos del modelo de Rimbaud. En el verano de 1873, a los diecinueve años, Rimbaud escribe Une saison en enfer y muy poco después abandona todo, sociedad y literatura, para dedicarse al vagabundaje por Europa, las Indias Orientales y África, hasta su muerte, casi dos décadas más tarde. Su Une saison en enfer y las Illuminations esplenden y gravitan de tal modo sobre la literatura de lengua francesa que el autor parece justificado ante el arte y ante su propia vida: nada podía habérsele pedido más. Rulfo ingresa sin la precocidad de Rimbaud en la literatura: tiene treinta y cinco años cuando aparecen los cuentos de El llano en llamas, treinta y siete cuando Pedro Páramo, y sus primeras tentativas literarias (recogidas casi todas en su Jorge Ruffinelli « 11 » volumen de 1953) no parecen retroceder más que a 1942. Rulfo no parte como Rimbaud a la aventura, pero el silencio equivale a ello; la aventura de Rimbaud fue también silencio literario. Si bien admite y vive cierta vida cultural (viajes a diferentes países, alguna excepcional participación en congresos de literatura mexicana), su actividad, desde 1962, se limita al trabajo antropológico en el Instituto Nacional Indigenista. El paralelo entre Rimbaud y Rulfo tiene aquí una función: señalar cómo del mismo modo que la del escritor francés, en su órbita, la obra pequeña, breve, de Rulfo, con justicia basta para considerarlo uno de los grandes escritores de la lengua española: la maestría de sus cuentos y la temible belleza del mundo fantasmal de Pedro Páramo han atraído la atención durante más de dos décadas induciendo cada vez, en cada lectura nueva, al descubrimiento de diferentes dimensiones, estilísticas y significativas, de su espacio narrativo. Entre las más difundidas lecturas de Rulfo, hoy, tiene su puesto la lectura mítica. Los personajes, vistos como personas por la crítica tra­di­ cional o por la actitud directa del lector, se han convertido en arquetipos: la significación concreta y particular de sus historias casi regionalistas se ha vuelto universal. Pedro Páramo no es simplemente el cacique representativo de una estructura económica neofeudal (el porfiriato), es un Ulises «de piedra y barro», como ha dicho Carlos Fuentes, y su tierra calcinada y muerta no es otra cosa que un edén invertido, una nueva versión del Paraíso. «El Jardín del Señor: el Páramo de Pedro» (Paz). Sin abjurar de esta línea de interpretación tan brillantemente inaugurada por Octavio Paz, es preciso de todos modos reinsertar la lectura de El llano en llamas y de Pedro Páramo en enclaves y contextos mucho más inmediatos. Si bien la obra literaria posee autonomía, no pueden olvidarse sus vínculos con la realidad. La autonomía de la imaginación de que habla Bachelard (y que él hace preexistir a la reflexión) no surge de un vacío ni se independiza totalmente de aquello que le dio génesis. Sería absurdo considerar los libros de Rulfo como entidades apartadas de su contexto nacional, de las preocupaciones que incitaron su escritura, del momento al que ésta quedó históricamente adherida. « 12 » Colección Prólogos Entre dos extremos –regionalismo y universalismo, realismo social y significación mítica– la obra de Rulfo se sostiene en un difícil equilibrio, no en oposición, ni en polémica. Tal vez en este punto esté asentado un error muy común de perspectiva cada vez que debe enfrentársele en una historia de la literatura, y es que se olvida que sus libros están publicados en la década del cincuenta y por lo tanto insertos en los condicionamientos de un contexto peculiar: la economía, la política, la cultura, de esa época. Dos momentos de la historia mexicana son importantes para leer a Rulfo: los últimos años de la Revolución Mexicana, incluida la «rebelión cristera» de 1926-1928 y lo que se da en llamar el período de «exaltación nacionalista» y afianzamiento constructivo de la Revolución Mexicana (a partir del gobierno obregonista de 1920), y los períodos presidenciales de Miguel Alemán (1946-1952) y Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958). El primero porque Rulfo, nacido en 1918, tenía entre ocho y diez años cuando el período cristero y ese rebrote de la violencia debió influir en su visión del mundo; los ramalazos de violencia revolucionaria de sus cuentos se filian sin error en el México de su infancia: «El llano en llamas», largo relato que da título al primer libro, está ubicado expresamente en el período y sus personajes son militantes de Cristo Rey: otros cuentos, como «La noche que lo dejaron solo», se inscriben igualmente en el tiempo de la «rebelión cristera», sin mencionar que la Revolución que pasa en el trasfondo de Pedro Páramo da todos los indicios (por ejemplo, la actitud del sacerdote del pueblo, las referencias a Obregón) de pertenecer a la misma época. El segundo momento señalado de la historia mexicana es importante ya que en él Rulfo escribió Pedro Páramo y la mayor parte de sus cuentos. Al revisar esas etapas debería tomarse en cuenta, por ejemplo, un fenómeno socioeconómico que explicará en parte la atmósfera desolada del paisaje rulfiano, como el fondo sumergido de un iceberg explica su presencia flotante: el despoblamiento del campo jalisciense. En el ambiente físico de los cuentos de Rulfo se palpa la infertilidad de las tierras, la pobreza absoluta de los personajes, un vagar constante hacia nadie sabe dónde, y la existencia de pueblos que, si otrora tuvieron épocas de Jorge Ruffinelli « 13 » prosperidad (Comala, en Pedro Páramo, sería el mejor exponente), en el «ahora» del relato son pueblos fantasmas, habitados por fúnebres mujeres de rebozos negros, o por viejos que ya no pueden trabajar y sólo rumian la desesperanza hasta que llegue la hora de morir. Pueblos habitados también por ánimas en pena, convertidos en una imagen secular del purgatorio. Todo esto, que por cierto compone como elemento fundamental el sistema expresivo de Rulfo, no proviene de una imaginación caprichosa, que se representa en forma abstracta la idea de la muerte, sino de la situación del erosionado suelo jalisciense de una zona de Los Altos; proviene de la diáspora de los campesinos hacia las ciudades principales (México, o la muy cercana Guadalajara), y también hacia la frontera (Tijuana) donde se espera encontrar mejor vida. Efectos negativos de una Revolución Mexicana que no logró verdaderas reformas en el reparto agrario (como se propone mostrar deliberadamente el cuento «Nos han dado la tierra»). Aún en 1976 puede leerse cotidianamente sobre este fenómeno en el periodismo mexicano: «Bajó en Jalisco la población del campo: durante los últimos 25 años, la población rural descendió de 57 por ciento a 40 por ciento, debido a la carencia económica del campo, deficiente planeación agropecuaria, créditos insuficientes e inseguridad en la tenencia de la tierra (...). La preocupación por mejores niveles de cultura y el desarrollo de la industria y el comercio, también son causa del éxodo del campo a las ciudades» (Excelsior, julio 1976). En otras palabras: la imagen literaria que compone la obra de Rulfo –la soledad de los pueblos, soledad tan marcada que en ellos ni siquiera quedan animales, sino fantasmas, espíritus– no es una extravagancia ni la simbolización de una soledad espiritual sino la imagen de una realidad verificable. La raíz de la violencia muda, natural y espontánea de los personajes, no debe sino buscarse también en la realidad de su país durante el proceso posrevolucionario, aunque esa realidad se transforme en una «estampa» o en una imagen terrible de sí misma. Juan José Arreola lo ha expresado de este modo: «Lo digo con toda sinceridad, Rulfo ha hecho, como Orozco (hay que ver los frescos de la Cámara de Diputados en Guadalajara), una estampa trágica y atroz del pueblo de México. Parece « 14 » Colección Prólogos tan real, y tan curiosamente artística y deforme. Los que somos de donde proceden sus historias y sus personajes vemos cómo todo se ha vuelto magnífico, poético y monstruoso». El proceso creativo ha producido en Rulfo la literatura que conocemos, pero su raíz, su origen, está allí, en el pueblo nativo. De ahí que la «rebelión cristera» sea un telón de fondo imprescindible en su narrativa. No por azar, al hablar de ella o de la tierra de donde procede, Rulfo siempre se ha referido a ese período, y una vez lo sintetizó así: «La revolución cristera fue una guerra intestina que se desarrolló en los estados de Colima, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Zacatecas y Guanajuato contra el gobierno federal. Es que hubo un decreto donde se aplicaba un artículo de la Revolución [se refiere a la Constitución de 1917], en donde los curas no podían hacer política en las administraciones públicas, en donde las iglesias eran propiedad del Estado, como son actualmente. Daban un número determinado de curas para cada pueblo, para cada número de habitantes. Claro, protestaron los habitantes. Empezaron a agitar y a causar conflictos. Son pueblos muy reaccionarios, pueblos con ideas muy conservadoras, fanáticos. La guerra duró tres años, de 1926 a 1928. Nació en la zona de Los Altos en el estado de Guanajuato» (Diálogo con Harss). Los años 1921 a 1924 tuvieron por rasgo mayor la «exaltación nacionalista», como la ha llamado Monsiváis, y fueron seguidos de un «Período de decantación revolucionaria» (1925-1934): asesinado Carranza en Tlaxcalantongo en 1920, el país entró, con el general Obregón y poco después con Plutarco Elías Calles, en un sendero de afirmación e institucionalización que no implicó, sin embargo, la inmediata rendición de las armas; al contrario, fueron múltiples, sucesivos y sangrientos los levantamientos militares, y fue durante el período presidencial de Calles que tuvo lugar la «rebelión cristera». Ésta se extendió como un verdadero levantamiento popular instigado por la Iglesia, cuyos intereses tan mal parados habían salido del proceso revolucionario y de la Constitución de 1917. Ya en 1917, a instancias del papa Pío XI, la Iglesia intentó sentar su protesta y una actitud de desacato ante el poder político: la respuesta de éste había sido en los años siguientes un mayor endurecimiento –ex- Jorge Ruffinelli « 15 » pulsión de sacerdotes extranjeros, encarcelamiento de obispos y curas, expropiación de conventos– y una más clara oposición eclesiástica que estalló en 1926 con un enfrentamiento armado: por una parte las fuerzas federales, por otra los «soldados» descalzos del ejército de Cristo Rey. La otra cara de esta medalla es una faz de ultracultura: José Vascon­ celos creó en 1921 la Secretaría de Educación Pública e inició un movimiento cultural afincado en la fe en la educación masiva y en la transformación por el espíritu. México se inundó de ediciones de Platón, Homero, Tolstoi, Shakespeare, mientras se daba paso a las grandes obras murales y a una revaloración de la música nacional. Fue también en este período que surgió la novela de la Revolución Mexicana con espíritu nacional y popular: Azuela había publicado Los de abajo en 1915, pero la difusión de su obra no comenzó verdaderamente hasta 1924. Martín Luis Guzmán dio El águila y la serpiente en 1928, La sombra del caudillo en 1929, y a partir de estos años siguió el curso de una novelística que crearía tradición: Rafael Muñoz, José Mancisidor, Nellie Campobello, Gregorio López y Fuentes, Fernando Robles, Jorge Ferretis, Mauricio Magdaleno, entre muchos otros. La novela de la Revolución Mexicana se extendió durante casi dos décadas y es una de las coordenadas exteriores (así como el indigenismo, posterior) en que hay que situar la narrativa de Rulfo. Pedro Páramo es, en todo o en parte, el retrato de un terrateniente, y recoge, en sus tramos finales, la incidencia directa de la Revolución en los hechos novelescos. Mejor sería tal vez decir que muestra cómo el período revolucionario pasó sin dañar a ciertos grandes latifundios gracias a la astucia con que el poder feudal se manejó para terminar usando en su provecho al movimiento. Enfrentado a los revolucionarios, Pedro Páramo decide que la mejor manera de combatir su peligro consiste en ayudarlos. Prometiéndoles dinero –que nunca entregará– y dando de sus hombres la misma cantidad de tropas de que en ese momento disponen los alzados, el cacique mediatiza y utiliza en su favor la fuerza popular, sin base ideológica, que liberaba en actitudes de violencia el descontento legítimo y una menos legítima ansiedad de pillaje. En textos como «El llano en llamas» y «La noche que lo dejaron solo» la Revolución aparece sin grandes variantes. « 16 » Colección Prólogos La respuesta más fácil ubicaría a Rulfo en la postrimería de esta tradición literaria, pero lo cierto es que ni formal ni temáticamente el autor continúa sus módulos. La novela de la Revolución parecía haber encontrado su clausura ya en 1943 con El luto humano de José Revueltas y en 1947 con Al filo del agua de Agustín Yáñez, donde no sólo nuevas influencias formales tendían a modernizar el discurso narrativo (en particular, por la gravitación de autores norteamericanos y europeos), sino que el tiempo mismo hacía imposible que el espíritu de aquella «novela» se continuase. En efecto, Revueltas, Rulfo o Yáñez vivieron la Revolución durante la infancia, por lo que en sus obras aparece (o comienza, en otra perspectiva, a aparecer) no como el testimonio directo sino como una visión más comprehensiva, más desapegada, analítica, interpretadora, del período. La crónica se trueca en interpretación. O, si se quiere un término menos intelectual, en imagen. Y no puede haber una imagen completa sino de algo que históricamente ha concluido. Cuando El llano en llamas y Pedro Páramo se publicaron a mediados de la década del cincuenta, México había cumplido un largo camino desde los inicios de su Revolución y ésta ya estaba institucionalizada en los mecanismos del poder. Ambos libros aparecen en el período presidencial de Ruiz Cortines (1952-1958), pero la época ya estaba señalada por el directo antecedente del alemanismo (1946-1952), que no sólo adoptó una doctrina desarrollista, también alentó las inversiones extranjeras y una muy grande centralización estatal. La cultura, al mismo tiempo, buscaba cauces internacionalistas y absorbía con avidez las influencias extranjeras que trajeran un poco de aire nuevo a las tradiciones vernáculas de la literatura; en ese sentido, la Revista Mexicana de Literatura (fundada por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo) cumplió en esos años el papel que en la cultura rioplatense había logrado Sur: insertar la literatura europea y norteamericana en la tradición nacionalista. Empresa tan necesaria como peligrosa: si por un lado combatía el provincianismo mental, corría también el riesgo de enajenarse ante modelos prestigiosos pero radicalmente ajenos. Los cuentos de El llano en llamas se ubicaron rápida y equívocamen­ te en el «regionalismo» de la literatura mexicana, pero pronto se advirtió Jorge Ruffinelli « 17 » que Rulfo manejaba con soltura y hasta con maestría nuevas estructuras de narración que nada tenían que ver con las del regionalismo, ni con el indigenismo (centrado en el más tarde llamado «ciclo de Chiapas», con Rosario Castellanos como figura principal), ni con la novela de la Revolución Mexicana. La novedad que supuso dos años después Pedro Páramo disipó cualquier duda, y sus primeros modelos aducidos fueron los norteamericanos, Faulkner en particular. Pero si bien Faulkner parece presente en algunas técnicas narrativas (el perspectivismo de Absalón Absalón, por ejemplo) o en algún modelo obvio de personaje (Macario, del cuento con igual título, es sin duda deudor de Benjy de Faulkner: El sonido y la furia), las lecturas de Rulfo estaban encaminadas en otra dirección: ante todo, hacia los novelistas rusos del siglo diecinueve y los autores nórdicos. Andreiev, Korolenko, Lagerlöff, Björnson, Hamsun, Sillanpa, Laxness, Ramuz, Giono integran la lista necesaria de los escritores en cuya lectura fue forjándose el estilo de Rulfo. De estos autores destacaré más adelante al suizo C.F. Ramuz, no sólo porque entre ambos mundos narrativos hay notables paralelos, sino porque esos paralelos obedecen a similares bases socioeconómicas del mundo rural que ambos eligieron novelar. Y porque hay hasta una voluntad de identificación: en 1959 Rulfo le confesaba a José Emilio Pacheco: «Quisiera haber escrito muchas obras, pero entre tantas una: Derborence, de Ramuz, ese gran es­cri­tor suizo, tan despreciado, tan desconocido». Una polémica estéril cruza de vez en cuando la vida literaria mexicana: ¿es mejor Rulfo como cuentista o como novelista? Desde 1942, y en especial desde 1945, cuando publicó algunos cuentos en la revista Pan, dirigida por él, Arreola y Alatorre en Guadalajara, Rulfo había sido admirado por sus cuentos, y en 1953 la aparición de El llano en llamas confirmó su enorme talento. Pedro Páramo fue de algún modo una sorpresa y múltiples leyendas (peyorativas las más) intentaron acomodarse a la zozobra y explicar la rutilante originalidad de su estilo, la difícil estructura de un libro que cruzaba campos temporales y entretejía personajes sin ninguna concesión didáctica hacia el lector. En una reseña de 1955, Alí Chumacero reprochaba a Rulfo la «desordenada composición» de la novela y el «adverso encuentro entre un estilo preponderantemente realista « 18 » Colección Prólogos y una imaginación dada a lo irreal». Estas observaciones son caracterís­ ticas del primer momento, de la primera consideración de la narrativa de Rulfo: detrás de la «desordenada composición» fue descubriéndose, con el tiempo, una equilibrada estructura, una sutil composición, un orden interno del desorden, que hacen precisamente uno de sus mayores atractivos. A cuatro años de publicado, Pedro Páramo ya había destacado su originalidad y llamado la atención de los críticos más notables. De ahí la ajustada anotación que en 1959 hizo Alfonso Reyes de la manera rulfiana, de su particular estilo, ese estilo y esa manera que lo singularizan en la historia de la literatura: «Puede considerarse realista la novela de Rulfo porque describe una época histórica, pero seguramente su valor reside en la manera peculiar con la que se supo manejar esa historia, donde la narración lanzada sobre distintos planos temporales cobra un valor singular que intensifica la condición misma de los hechos. Una valoración estricta de la obra de Rulfo tendrá que ocuparse, necesariamente, del estilo que este escritor ha logrado manejar, en forma tan diestra, en su extraña novela Pedro Páramo». La actividad literaria de Rulfo anterior a El llano en llamas había sido escasa y poco difundida. Hacia el 40 publicó «La vida no es muy seria en sus cosas» en la revista América, y en 1945 una pequeña revista de Guadalajara, Pan, presentó «Nos han dado la tierra» (julio de 1945) y «Macario» (noviembre del mismo año). Pan, revista mensual durante seis números, comenzó a aparecer en junio de 1945 bajo la dirección de Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Era empresa juvenil, fruto del esfuerzo de un pequeño grupo de amigos, y estaba signada, como casi todas las revistas de su género, por lo efímero; desde el número inicial su «propósito» tomaba conciencia de este aspecto: «Hacer una revista literaria en Guadalajara es tarea que ofrece a sus emprendedores más de un triste presagio. El ejemplo de las publicaciones que nos han precedido no es ciertamente halagador. Todas ellas, sin contar una sola excepción, tuvieron vida episódica y señaladamente difícil». La revista se mantuvo con regularidad hasta octubre de 1945, publicando fundamentalmente textos de sus promotores, Jorge Ruffinelli « 19 » Arreola y Alatorre, entre otros de Rivas Sainz, Raissa Maritain, André Maurois, André Rousseaux, Rodríguez Puga, Jean Cocteau, Navarro Sánchez, López Velarde, Edgar Neville, Paul Valéry, Alí Chumacero, hasta que en noviembre se anunció el viaje de Juan José Arreola a Francia para estudiar en el Théâtre de l’Athénée con Louis Jouvet y el propio Juan Rulfo ocupó su lugar junto a Alatorre en la dirección. En el número 7, Rulfo y Alatorre abandonaron la publicación y Adalberto Navarro Sánchez se hizo cargo de ella por poco tiempo más, hasta su fin. Los primeros textos de Juan Rulfo no pertenecían a la temática rural. Al contrario, una novela hoy perdida, de la que probablemente proviene el fragmento conocido como «Un pedazo de noche», intentaba exorcizar la soledad del joven jalisciense que, como el autor desarraigado de su Jalisco natal, se enfrentaba a la ciudad de México. Pero el sendero de Rulfo no estaba naturalmente orientado hacia la novela ciudadana, la que luego, con mayor pujanza y modernidad, expresaría Fuentes en La región más transparente (1958). La fidelidad de Rulfo a sus raíces, al medio en que nació, a los habitantes que transformaría en personajes, estaba enclavada en las tierras pedregosas de Jalisco. Y con la adustez de ese paisaje intentó crear un estilo. Rulfo lo ha dicho: la primera novela que escribió estaba inficionada de «retórica, de ínfulas académicas sin ningún atractivo más que el esteticado y lo declamatorio»: en una rebelión contra sí mismo, contra una forma de decir que no sentía como propia, como la que quería lograr, Rulfo fue «a dar al otro lado», a la aparente y engañosa sencillez extrema de un estilo. El cuidado por una forma y el pulimento de un lenguaje al que debía atención, son notorios en Rulfo, si atendemos por ejemplo a los cambios de texto surgidos en algunos cuentos entre su publicación original y la definitiva del libro de 1953, aunque el tratamiento que Rulfo da a su prosa es deliberadamente esencial, lacónico, «siempre sobre un qué o un cuándo», como dice el propio autor. Las versiones de sus cuentos en El llano en llamas disminuyen el texto siempre, eliminan palabras, popularizan el lenguaje, sin destruir la estructura ni realizar grandes cambios. Un cuento breve como «Nos han dado la tierra» tiene más de cincuenta modificaciones cuando se publica en El llano en llamas, y todas atienden a las acti- « 20 » Colección Prólogos tudes antes señaladas: suprime frases enteras (como: «¡Tienes que dejar el llano!, le dice ese viento sabroso a humo»), y los cambios tienden a dar un mayor sabor popular al lenguaje. Cuando al fin de su larga caminata por la tierra desértica que el gobierno les ha dado, los personajes llegan al pueblo, a los ajenos campos fértiles, Esteban, que lleva una gallina entre sus ropas como única y patética propiedad y compañía, «le desata las patas para desentumecerla y luego, él y su gallina, desaparecen detrás de unos tepemezquites. ¡Por aquí me voy yo!, nos dice Esteban». En la versión de El llano en llamas el texto se altera con una expresión popular: en vez de que el personaje diga «¡Por aquí me voy yo!», exclama: «¡Por aquí arriendo yo!», utilizando así una expresión típicamente local. Los cuentos de Rulfo están repletos de expresiones populares, entre otros motivos porque en su gran mayoría hay un narrador participante y ese narrador es uno de sus personajes humildes, un campesino. «Lo que yo no quería era hablar como un libro escrito, sino escribir como se habla», ha dicho Rulfo al respecto, y es precisamente esa habla la que recogen sus libros dando a través de ella, por lo general, todo un universo de humor. Así ingresan los términos populares del habla mexicana: Macario (en «Macario») dice: «la apalcuachara a tablazos» o «sacarme estos chamucos del cuerpo»; y en el famoso cuento picaresco que titula «Anacleto Morones» no se pierde oportunidad de poner en expresión de su personaje Lucas Lucatero, una serie de giros: «¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger». Bastaría también este diálogo desarrollado entre los personajes de «Nos han dado la tierra» para aquilatar el voluntario y deliberado populismo del lenguaje: —Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina? —¡Es la mía! –dice él. —No la traías antes. ¿De dónde la mercaste, eh? —No la merqué, es la gallina de mi corral. —Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no? Ésta es la conducta verbal que Rulfo ha tomado de los novelistas regionales, un Giono o un Ramuz en particular. También Ramuz, cuyos Jorge Ruffinelli « 21 » poemas y novelas (La grande peur de la montagne o Derborence) capturan el habla de los campesinos de Vaud, hacía consciente su actitud ante el lenguaje, y cuando en 1928 le acusaban de corromper la lengua, él señalaba en defensa: «J’ai écrit (j’ai essayé d’écrire) une langue parlée: la langue parlée par ceux dont je suis né». «J’ai essayé de me servir d’une langue-geste qui continuait à être celle dont on se servait autour de moi, non de la langue-signe qui était dans les livres». El aspecto de lenguaje en la narrativa de Rulfo es tal vez el mejor índice para orientar la lectura en la dirección de los propósitos del autor, de sus mayores preocupaciones de escritura. La adopción de un lenguaje popular no indica la mera existencia de un procedimiento realista ni un afán de verosimilitud: indica, más bien, las tendencias que rigen su producción narrativa y el modo necesario de leerlo. Rulfo no se desprende de la realidad que ha dado origen, temática o estilísticamente, a su literatura. El laconismo del lenguaje o del estilo es el propio de los hombres y del medio jalisciense, aunque los transforme como señala Arreola, aunque con ellos llegue a darnos una imagen magnífica, poética y monstruosa de ese mismo ambiente y de sus criaturas. La narrativa de Rulfo registra y recupera, en otro orden que el de la crónica, la historia o el testimonio, una realidad humana circunscrita a Jalisco. Tal vez el mejor ejemplo de esto es la transformación que Rulfo hace del tema padre-hijo. La Revolución Mexicana destruyó miles de vidas, dejó centenares de huérfanos. Niños que vieron morir a sus padres, niños abandonados, huérfanos y solitarios. A su vez la estructura feudal del latifundio multiplicó la población con hijos ilegítimos. Cuando Juan Preciado encuentra a Abundio al comienzo de Pedro Páramo, éste le dirá: todos «éramos hijos de Pedro Páramo». El caciquismo, la vida nómada –que durante años constituyó el único modo de vivir para el mexicano– y el despoblamiento del campo, entre otros factores, dieron el relieve a un tema poderoso: la ausencia del padre. Dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad: «La Virgen (...) es la madre de los huérfanos. Todos los hombres nacimos desheredados y nuestra condición verdadera es la orfandad, pero esto es particularmente cierto para los indios y los pobres de México». Sobre la imagen del Padre: « 22 » Colección Prólogos «En todas las civilizaciones la imagen del Dios Padre se presenta como una figura ambivalente. Por una parte, ya sea Jehová, Dios Creador, o Zeus, dios de la Creación, regulador cósmico, el Padre encarna el poder genésico, origen de la vida; por la otra es el principio anterior, el Uno, de donde todo nace y adonde todo desemboca. Pero, además, es el dueño del rayo y del látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida». El llano en llamas y Pedro Páramo ilustran involuntariamente esta ambivalencia ubicándola en sus seres concretos; pero más allá de una pretendida universalidad, este desamparo, esta orfandad, esta soledad, como lo dice el propio Paz, son más ciertos para los indios y los pobres que para los otros sectores sociales de México; la ausencia del Padre, en su caso, no es sólo la del progenitor, es también la del Estado, la del sistema que los protege al mismo tiempo que los expolia. El tema del padre es algo más que un tema en la narrativa de Rulfo: es un eje sobre el cual giran sus historias y personajes hasta hacerse significativos por esa propia imagen, la de una presencia odiada o la de una nostálgica ausencia. La idea del Estado paternal (la concentración del poder que se iniciara con Calles en 1924) entra en crisis por la ironía amarga con que a ella se refiere Rulfo –mediante sus personajes– en Pedro Páramo o en un cuento como «Luvina». O en «Nos han dado la tierra», que puede leerse, en clave sociológica y política, como un alegato contra la reforma agraria y la burla que ésta significó para miles de campesinos. El narrador de «Luvina», un viejo maestro que monologa casi incoherentemente su experiencia ante el «aprendiz» pronto a partir hacia el infierno del cual él regresó, es claro cuando integra a su desánimo existencial el provocado por la impotencia individual frente a la injusticia. «¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno?», evoca, reconstruyendo el diálogo con los campesinos del lugar: «Les dije que sí». «También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad». A lo cual añaden uno de los peores agravios según el mexicano: «De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno». La ironía campea en otro cuento, «Nos han dado la tierra», desde su mismo título, ya que la tierra otorgada por el Gobierno no es más que árido desierto, una «costra de Jorge Ruffinelli « 23 » tepetate» en la que nada puede crecer. Tras una débil protesta ante el delegado, los campesinos «beneficiados» sólo obtienen esta respuesta: «Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que deben atacar, no al Gobierno que les da la tierra». Burocracia –papeles, oficios, sellos, inutilidad– y corrupción administrativa son tal vez los males que Rulfo revela en estos cuentos, mostrándolos con la filosa ironía que detrás de la demagogia oficial exhibe la palmaria injusticia dedicada a los pobres. El Estado-Padre no es viable sino como una excusa para las propias clases dominantes. No es socialismo, es burguesía paternalista que organiza su modo de producción; indios, mestizos pobres, el gran sector mayoritario de México, obtienen así del Gobierno a un padre que los abandona aunque viva en la promesa de la protección. El paternalismo estatal es una forma del padre todopoderoso renuente a atender a sus hijos más necesitados. La figura del Padre, de todos modos, tiene muchas más variantes que la señalada. Si bien aparece también en un cuento como «El día del derrumbe» (relata la llegada del Gobernador al pueblo de Tuxcacuexco después de un derrumbe que ha dejado sin casa a muchos ciudadanos, y la demagogia de promesas se vuelca sobre los humildes), hay finalmente otro rasgo que la vincula al tema: el personaje recuerda con precisión que aquel día era el «veintiuno de setiembre... porque mi mujer tuvo ese día a nuestro hijo Merencio» y él había llegado tarde y borracho. La mujer le dejó de hablar porque «la había dejado sola en su compromiso»: la paternidad está ausente desde el momento mismo del nacimiento. Y este olvido del padre permanece en los hijos como un estigma más poderoso que la simple orfandad. En el final de «El llano en llamas», cuando la vida de bandido parece clausurarse para el Pichón y éste sale de la cárcel sin futuro cierto, una mujer que él apenas recuerda lo está esperando. «Tengo un hijo tuyo –me dijo después–. Allí está. Y apuntó con su dedo a un muchacho largo con los ojos azorados». Después le aclarará: «También a él le dicen el Pichón. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena». La figura de la madre intercesora –como Dolores Preciado en relación a su hijo Juan en Pedro Páramo– aparece muchas veces colocándose entre « 24 » Colección Prólogos padre e hijo, en un esfuerzo por evitar que la maldad del padre se transmita a sus criaturas. Una situación opuesta –que de todos modos exhibe la conflictiva separación de padres e hijos– se da en «No oyes ladrar los perros», cuento de sugestiva intensidad e imaginación plásticamente surrealista, en que un padre carga en hombros al hijo agonizante, mientras le recrimina la conducta delictiva que lo ha llevado a su desgracia. La necesidad de encontrar nuevamente el afecto negado del padre conduce trechos enteros de El llano en llamas y, más claramente, el inicio de Pedro Páramo. También el desamor y la frialdad expresiva no sólo parecen corresponder a un hieratismo de raíz indígena y mestiza, característico de todos los personajes de Rulfo, y, más ampliamente, del campesino de Jalisco, sino también a la situación básica que separa al padre –frío, inexpresivo, «machista»– de los hijos que procrea casi sin desearlos. El cuento que tal vez mejor ilustra esta situación es «Diles que no me maten». En él, un viejo que debe un antiguo asesinato y cuyo fusila­miento es inminente, le ruega a su hijo interceder ante el coronel. No sabe aún que ese coronel es a su vez hijo de la víctima que él asesinara treinta y cinco años antes. Pero su propio hijo, con razón, no quiere ir: lo reconocerían como hijo del condenado y lo matarían a él también. La cobardía del hombre viejo, convertida en la astucia que le ha permitido sobrevivir, aunque míseramente, durante tantos años, busca acomodo para salvarle la vida a costa de engañar al hijo con falsos argumentos. «Pero si de perdida me afusilan a mí también», le pregunta el muchacho, «¿quién cuidará de mi mujer y de mis hijos?». «La Providencia, Justino», contesta el viejo taimado. «Ella se encargará de ellos». Esta conducta puede atribuirse a la desesperación del hombre por el miedo a morir, pero el sacrificio de su propio hijo señala algo que va más allá de la situación: va al desafecto humano. La orfandad real o meramente afectiva es siempre un conflicto cardinal para los personajes de Rulfo. Dentro de ese continuo movimiento agónico de sus criaturas y la necesidad de respaldarse en el pasado, en la tradición, en una familia, la orfandad es un desarraigo drástico, existencial, del hombre mexicano. Al comienzo de Pedro Páramo aunque Jorge Ruffinelli « 25 » la madre de Juan Preciado exige de su hijo una venganza, los términos no son claros. ¿Acaso «Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro» no es precisamente afecto? ¿Y cómo se «cobra» el afecto? La ausencia del amor paterno desarraiga, arranca al ser de la tierra, no lo deja afincarse. Esta idea aparece dos veces en los cuentos de El llano en llamas y tiene claramente una importancia capital en el mundo afectivo de Rulfo. En «¡Diles que no me maten!», el coronel recapitula lo que ha sido su vida: «Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó». En «La herencia de Matilde Arcángel» el conflicto padre-hijo está expuesto en sus términos más crudos: la muerte de la madre –mientras intenta proteger al hijo en la caída de un caballo– es para siempre atribuida, por el padre, a aquel niño inocente. El hombre, vencido por la irracionalidad de los hechos que no puede comprender, vende todas sus propiedades y las va convirtiendo en alcohol, con un odio cerril hacia el muchacho, como si tuviera el propósito de que «no encontrara cuando creciera de dónde agarrarse para vivir». El final de este cuento permite al lector concebir el parricidio que Pedro Páramo retomará poco después como la contracara del olvido paterno: rebeldes y fuerzas del gobierno se oponen, en uno de tantos momentos de la historia mexicana, como se oponen padres e hijos. El hijo, precisamente al término de un combate, regresa cabalgando en ancas de su propia montura, «con la mano izquierda dándole duro a su flauta, mientras que con la derecha sostenía, atravesado sobre la silla, el cuerpo de su padre muerto». En «Paso del Norte», finalmente, padre e hijo se oponen en las recriminaciones recíprocas: el hijo reprocha el abandono desde la más incauta edad («Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta...»), pero el padre acusa la misma actitud de abandono por parte de los hijos («Cuando te aletié la vejez aprenderás a vivir, sabrás que los hijos se te van, que no te agradecen nada; que te comen hasta tu recuerdo»). No podría ser más clara esta polaridad, que en el fondo no hace sino descubrir la misma situación: la soledad. « 26 » Colección Prólogos Otra de las líneas matrices de la narrativa de Rulfo la constituye la idea-imagen de la muerte, con las diversas formas que ésta tiene para expresarse y constituir el universo ideológico de los cuentos y la novela. La noción de la muerte y los sentimientos y mitos en torno suyo no se corresponden, en los pueblos mexicanos de honda raíz indígena, sólo con la cultura cristiana sino con el sincretismo de ésta y las concepciones prehispánicas. Para el indígena, alejado de la modernidad española, no existe infierno ni paraíso, como tampoco una frontera nítida entre la vida y la muerte. No hay tampoco el temor cristiano al morir, que es temor al castigo, pero sí el profundo sentimiento de la culpa y al mismo tiempo su contraste, la ausencia de una conciencia moral, la posibilidad del asesinato frío y tan natural como una necesidad del cuerpo o del espíritu. Un breve inventario de situaciones nos colocaría en el vórtice de estos conceptos y sentimientos, haciéndonos apreciar la importancia que tiene la muerte en la narrativa de Rulfo. Sujeto a un mundo conflictual, Macario, en el cuento de igual título, vive los temores que implanta en él la Iglesia, y así une la superstición con las ideas de la vida posmortem. Sentado junto a una alcantarilla, esperando a que salgan las ranas ruidosas para matarlas a golpes, su acto idiota revela una impecable estructura lógica: si no estuviera allí las ranas despertarían a su madrina y ésta, furiosa, pediría a los santos que enviaran al pobre Macario «derechito al infierno». Macario trata de evitar este peligro a toda costa porque, de ejecutarse la amenaza, supondría no pasar por el purgatorio y no «ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí donde están». El angustioso y patético motivo de la orfandad se muestra aquí, junto con el concepto de la muerte, diseñando un curioso sincretismo de religión cristiana y supersticiones populares. «A los grillos nunca los mato», señala en otro momento Macario. «Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto». «Luvina» da una clara imagen de los pueblos deshabitados del centro de México. Si en «La Cuesta de las Comadres» se nos señala ese fenómeno Jorge Ruffinelli « 27 » como una especie de desaparición constante de sus habitantes, los que se quedan en «Luvina» expresan firmes razones para hacerlo: «Si nosotros nos vamos ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos». Luvina es una imagen cargada de sentido, y el primer paso, el umbral, de lo que sería Comala en Pedro Páramo. En su descripción se indica la inmovilidad del tiempo («como si se viviera en la eternidad»), o se utilizan metáforas («es el lugar donde anida la tristeza»), en una actitud notoriamente poética, entendiendo lo poético en la línea de un romanticismo gótico que se va a dar plenamente, sin la mediación de la metáfora, en Pedro Páramo. Y esa voluntad poética está toda ella dedicada a elaborar una imagen de la muerte. Luvina, para el narrador, «es el purgatorio», y lo que le augura al joven profesor que se apresta a viajar allá, es una descripción inequívoca de lo luctuoso, de lo que ya no tiene vida: «Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...». La muerte es una presencia constante en la narrativa de Rulfo. El sueño, en el cuento «En la madrugada», es un abandonarse, un entregarse «a la muerte»; en «La noche que lo dejaron solo» el personaje se duerme en el camino, exhausto, mientras los demás continúan su marcha; al día siguiente el rezagado verá a sus acompañantes ahorcados por las fuerzas federales mientras los soldados esperan a que llegue «el otro» –él–, para matarlo. En «No oyes ladrar los perros» el hombre carga sobre los hombros a su hijo herido mientras le reprocha, cansina y morosamente, por su vida de bandido; la oscuridad de la noche y las manos del hijo, agarrotadas sobre su cuello y sus oídos, le impiden ver o escuchar a los perros que indican la proximidad del pueblo. Por eso, al llegar finalmente, continúa reprochando, pero esta vez al hijo muerto: «¿Y tú no los oías, Ignacio? No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza». El relato picaresco de «Anacleto Morones» quiere ocultar –para revelar al final con el tono del «humor negro»– la realidad cruda de un asesinato; el que cometiera Lucas Lucatero con el santero Anacleto Morones, quien finalmente reposa en paz bajo un montón de piedras: «No te saldrás de aquí aunque uses de todas tus tretas». Sea con fuertes ramalazos de ese humor negro, sea con « 28 » Colección Prólogos escueto patetismo, sea con la imagen del remordimiento, siempre la muer­te y la violencia habitan estos cuentos. Si en todos los ejemplos aducidos la muerte es pulsada en tonos diversos, cuentos como «La Cuesta de las Comadres», «El hombre» y «Talpa» nos enfrentan a los extremos de la frialdad emocional y de los infiernos de la venganza y la culpa. En «La Cuesta de las Comadres» el narrador expresa claramente que él era muy buen amigo de los Torricos, pero su relato, gracias al cual sabremos paulatinamente que los acompañaba en robos y depredaciones de la comarca, nos muestra también la frialdad con que termina por matar a uno de dichos hermanos. La descripción de ese momento es ejemplar en la narrativa de Rulfo: la falta de una conciencia moral y hasta de mínimas emociones, encuentran en el cuento su mejor expresión. Para zanjar una discusión que parece ponerlo en peligro, el narrador sólo ejecuta un acto más, sencillo y limpio, entre los que realiza comúnmente (coser costales): «Al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé». Lo que podría leerse como un crimen brutal, un asesinato pasional de los que no hay pocos en la historia policial del campo mexicano, se transforma aquí en un gesto casi neutro, identificable a los actos vulgares del trabajo. El narrador continúa relatando, con su típica imperturbabilidad, que la lástima, único sentimiento que parece moverlo, lo obliga a terminar su acto: «Por eso aproveché para sacarle la aguja de arria del ombligo y metérsela más arriba, allí donde pensé que tenía el corazón». Esta frialdad desaparece en «El hombre» o en «¡Diles que no me maten!» para sustituirse por una pasión elemental: la venganza. «El hombre», hábilmente estructurado en tres perspectivas fundamentales (la del «hom­bre», la de «el que lo perseguía» y finalmente la de un testigo), narra la persecución de un asesino por el hombre a cuya familia aquél ultimó. La alternancia de las secuencias, los sucesivos retrocesos temporales, los monólogos y las descripciones del esfuerzo de la cacería (el del uno por Jorge Ruffinelli « 29 » huir, el del otro por alcanzar a su presa) crean un tempo narrativo particular, lleno de suspenso, cuya imagen final concentra la tensión en un «detalle» muy expresivo: «Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza», dice el borreguero que encuentra su cadáver. «Hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado». Esta imagen final asume en sí el motivo de la venganza y es suficiente para «imaginar» el odio del cazador al alcanzar a su víctima. Otro cuento de Rulfo termina de igual manera; en «¡Diles que no me maten!» Juvencio Nava, condenado al fusilamiento, descubrirá que el coronel que lo ha apresado es el hijo de su víctima. La violencia del relato no reside en el simple hecho del ajusticiamiento, sino en la imagen epilogal con que el relato se clausura y que identifica justicia con venganza personal: «Tu nuera y tus hijos te extrañarán», le dice al hombre muerto su propio hijo, mientras sujeta el cadáver encima del burro y le cubre la cabeza. «Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron». «Talpa», en cambio, es la historia de un crimen, y a la vez, del profundo sentimiento de culpa que lo sigue. En nítido estilo confesional (estilo que caracteriza varios relatos de Rulfo: «En la madrugada», «Macario», «Luvina», etc.), el narrador cuenta cómo él y Natalia forzaron a Tanilo a hacer un viaje agónico hasta Talpa para pedir a la Virgen que lo mejorara de su enfermedad. Esa peregrinación se convierte en un viacrucis y la astucia torturada de los dos personajes (mujer y hermano de la víctima) toma el sentido de una intencionalidad criminal pero llena de remordimiento. Como en «Anacleto Morones», la víctima es finalmente enterrada con piedras encima, cuyo peso, en directa relación con el sentimiento culposo, pretende que de esa tumba no salga ni siquiera el ánima del muerto. Todos estos cuentos hicieron que se hablara de un estilo tremendista en Rulfo, que se advirtiera el intento de sacudir al lector con crímenes brutales. Lo cierto es que si esos episodios existen nunca son narrados de una manera brutal: la estilización que como tratamiento recibe la muerte es tan notoria como los hechos mismos: en «La Cuesta de las Comadres» « 30 » Colección Prólogos toda la tensión del crimen está adelgazada por dos elementos sencillos pero fundamentales: el victimario carece de saña y el gesto de matar a su amigo es el mismo de coser un costal. El otro elemento, muy común en la prosa rulfiana, lo proporcionan las figuras del lenguaje (como la comparación y la metáfora) con una de las cuales se termina por diseñar ese momento: «dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se quedó quieto». En otros relatos también referidos, la muerte está elidida: «¡Diles que no me maten!» y «El hombre» son ejemplos. En otras palabras: el tremendismo, al que peligra constantemente caer Rulfo dada la bárbara acción de sus personajes, desaparece gracias a un sutil y magistral estilo de narración que está tan lejos del regodeo en la violencia como de mentir, por el prurito de suavizar, la dura vida del campo mexicano. La compasión del autor por sus personajes –y a través de ellos, por los habitantes de Jalisco, por sus modelos originales– es sin duda más clara en cuentos como «Es que somos muy pobres» o «Nos han dado la tierra», en que la extrema pobreza de los personajes parece significar una condición última, desnuda, del hombre, su condición más elemental, y no obstante están diciendo a la vez de su situación terrena, social, en un mundo que decididamente no pertenece a los pobres. De ahí que una verdadera lectura de El llano en llamas esté entre dos instancias: la que les da origen y hacia la que se dirigen. Si los cuentos alcanzan una significación universal como imagen de la condición desdichada, desolada, del hombre, hay que reinsertar esa condición en los hombres concretos que el narrador ha elegido contar: campesinos y hombres de pueblo, sectores productivos o marginales de la población que, merced al expolio de un sistema, nunca se benefician de su propio trabajo. En el caso de Pedro Páramo los personajes ascenderán en la escala social, pero la soledad de Pedro Páramo no es igual a la de los humildes seres de Comala. En su caso, como en un díptico, Rulfo ha querido mostrar la contracara de la explotación feudal, la barbarie del poder y finalmente su ínsita decadencia. Pedro Páramo ha sido leída en diversos registros, pero coincidiendo casi siempre en una misma reducción temática: ¿de qué trata la novela? Jorge Ruffinelli « 31 » De la búsqueda del padre por un hijo. En realidad, sólo la mitad de la novela corre por los andariveles de este motivo literario; Pedro Páramo es también una historia de amor, apasionada y romántica como Cumbres borrascosas de Brontë; es una historia de muertos y fantasmas en la misma línea gótica de la novela del siglo XVII; es un breve retablo familiar con una historia de venganza; es un fresco miniaturizado del período revolucionario en México; es la fábula de un poder que se estre­lla contra el destino, a la manera del Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. Las múltiples historias, las suertes variadas de sus personajes, parecen incluirse unas a otras como las famosas muñecas chinas [sic], merced a una estructura narrativa tan singular que si apenas publicada parecía confusa y desordenada, hoy admira por su endiablada sutileza, por la perfección de su diseño. La maestría o la intuición que guió a Rulfo en ese diseño puede advertirse, desde el comienzo, en un rasgo significativo. Un año antes de aparecer Pedro Páramo, la revista mexicana Las Letras Patrias publicó en su primer número un texto titulado «Un cuento» que no es más que el comienzo de la novela. Apareció en 1955, fechada en 1954, y, curiosamente, da como «Bibliografía» del autor sus dos libros, El llano en llamas y Pedro Páramo. Este texto, «Un cuento», abriría luego, con leves pero importantes modificaciones, Pedro Páramo. «Fui a Tuxcuacuexco», dice en su comienzo, «porque me dijeron que allí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Entonces le prometí que iría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté las manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo». En Pedro Páramo, Tuxcuacuexco (el mismo pueblo que se menciona en «El día del derrumbe») se ha convertido en Comala y la perspectiva del narrador se ha modificado completamente: ya no dice «Fui a Tuxcuacuexco» sino «Vine de Comala»; ya no dice «le prometí que iría a verlo» sino «le prometí que vendría». Las modificaciones no son de detalle, sino que lo cambian todo: la necesidad de crear una atmósfera y de envolver paulatinamente al lector en ella haciéndolo vivir las mismas peripecias que sus personajes, se hace notoria, deliberada, en la novela. Si nos preguntamos cuál es el rasgo distintivo de Pedro Páramo, « 32 » Colección Prólogos su originalidad mayor, aquel cimiento que la distingue incluso de los cuentos de El llano en llamas, no cabe duda que ese elemento es la instauración de una atmósfera, en la que cooperan el tiempo reversible y anulable, la noción de las ánimas en pena que habitan la tierra igual que los vivos, o la muerte que en vez de ser el resultado de la violencia de los hombres, es aquí el ahogo y la asfixia producida por los «murmullos» de los muertos, es decir por el relato mismo. La atmósfera en que se desarrollan las historias de Rulfo es sensible­ mente diferente ya se trate de los cuentos violentos de El llano en llamas o de la realidad-fantástica de Pedro Páramo. La diferencia puede advertirse mejor donde ambos libros se unen: en el cuento «Luvina». En «Luvina» el narrador-personaje da a su relato un tratamiento particular, buscando el efecto sobre su interlocutor, pero no se aparta de los cánones del realismo. En cambio, Pedro Páramo desplaza el nivel narrativo hacia la connotación: no vive en el significado inmediato de los hechos, ni en los más cercanos, sino, a menudo, en los más distantes y ambiguos (el episodio de los hermanos incestuosos es el que mejor instaura la ambigüedad y un lenguaje simbólico y rico en alusiones sin una significación unívoca). En otras palabras: las nociones de tiempo y lugar estallan, en Pedro Páramo, como en un juego ilusorio, y el rearmado a un código familiar, tranquilizador, es para el lector la salida más próxima aunque también la más pobre. Que la creación de una atmósfera extraña, sugestiva, es deliberada en los relatos de Rulfo, puede comprobarse en su técnica de contrastes, tan rica en «Luvina» como en Pedro Páramo. En «Luvina», mientras el hombre relata su experiencia al joven que lo sucederá, describiéndole la deprimente naturaleza de aquel pueblo, los niños «juegan en el pequeño espacio iluminado por la luz», y los comejenes rebotan en la lámpara y se escucha el «sonido del río» humedeciendo, en su creciente, las ramas de los árboles. Paralelamente, en Pedro Páramo, cuando Juan Preciado llega al pueblo fantasmal y solitario que es Comala, recuerda que «todavía ayer» en Sayula había visto revolotear a las palomas, había escuchado los gritos de los niños, mientras ahora, en el ahora de su relato, «estaba aquí en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre Jorge Ruffinelli « 33 » las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer». Si nos preguntamos a qué obedece esa tendencia –a una voluntad impresionista, a una sensibilidad turbada que todo lo ve de manera sombría o a un resurgimiento gótico–, tendremos que advertir que Pedro Páramo, incluso en su primera mitad, es el relato de un muerto; a partir de esta comprobación –así como de la creación de una atmósfera peculiar en que aparecen y desaparecen extrañas mujeres envueltas en oscuros sarapes– podría inscribirse la novela en un género que pervive a través de la literatura fantástica: el relato terrorífico. Incluso entonces, sin embargo, es posible una lectura mucho más realista y documental, como señalamos antes. Y es que Luvina, como Comala (o Tuxcuacuexco), es ejemplo palmario del campo mexicano que en pleno siglo XX sufre los mayores desplazamientos demográficos para constituir un proletariado campesino aherrojado a los cinturones de las grandes ciudades. Pedro Páramo o El llano en llamas no testimonian este aspecto pero dan de él –no importa si es su propósito principal o no– una imagen. No por azar, los personajes rulfianos pueden suscribirse a dos categorías extremas y casi intercambiables: los que se quedan para siempre en el lugar donde nacieron, y los que se marchan de ese sitio, también para siempre. El texto «La Cuesta de las Comadres» da cuenta del segundo aspecto: «... de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo». El narrador de «Luvina» explica una situación semejante: «En Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina». ¿En qué se transforma, entonces, este hecho sencillo y explicable? En imágenes. «Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza», señala el narrador haciendo un claro uso de la metáfora. Y luego: «Aque- « 34 » Colección Prólogos llo es el purgatorio». O, también: «... lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre». Considerando esta alquimia literaria –la transformación de los hechos en significaciones, o en símbolos que nos remitan en su entramado a una realidad poética–, se han mencionado muchas veces, como influencias literarias de Rulfo, autores como William Faulkner, Jean Giono, C.M. Ramuz; el primero tal vez por sus técnicas: el perspectivismo que destruye cualquier noción monolítica de lo real, el monólogo interior que no sólo revela en forma directa el torrente del pensamiento sino las maneras ideológicas de estar ante la realidad. La narrativa de Giono y Ramuz acerca a Rulfo a una temática y a una sensibilidad rural, con tonos eglógicos, líricos y trágicos: del mismo modo que el francés Giono y el suizo Ramuz encarnan y reflejan con propiedad la vida montañosa, campestre, no sólo en su faz descriptiva sino ante todo en la anímica de los personajes, Rulfo parece hacerlo respecto de los campesinos jaliscienses, como un fiel exponente de ese mundo. En rigor, la narrativa de Juan Rulfo se alimenta de la realidad de Jalisco como también se alimenta de una tradición literaria; la o las que entroncan en el cruce moderno de las literaturas extranjeras y el venero realista nacional. Podría hacerse, a modo de ejemplo, una lectura comparativa entre Pedro Páramo y Derborence, la novela de Ramuz publicada en 1936. En ésta, por ejemplo, al igual que en los pueblos deshabitados de Rulfo, la gente en edad adulta se ha marchado dejando detrás de sí la desolación y el silencio: «Delante de las casas no había nadie, pero detrás, en la callejuela, constantemente iban y venían mujeres con el rastrillo al hombro, muchachitas con cubos de agua, y solamente uno o dos hombres, pues éste es el pueblo estival de donde casi todos los que tienen la edad o la fuerza parten para la montaña, no quedando más que los lisiados, los demasiado viejos, los demasiado pobres y los idiotas». Más adelante se reitera este fenómeno: «En verano casi no hay vacas en el pueblo y, además, muy pocos hombres válidos: es un pueblo de cabras, de mujeres, de niños y de viejos». Tal vez la mayor similitud con Pedro Páramo radica en que esa paulatina desaparición de los habitantes ha acabado por afantasmar al pueblo: «... están vivos y no están en la vida: están aún en la tierra Jorge Ruffinelli « 35 » y no son de la tierra... Salen, porque nos necesitan: quizás nos ven y nos reconocen, aunque no sean más que un poco de aire... Tal vez hay uno por ahí y está enfadado conmigo... No tocan el suelo porque no tienen peso. No hacen ningún ruido; son como el humo, como una nubecilla; cambian de sitio como quieren». Las supersticiones (del país de Vaud en Ramuz; de los desiertos ja­ lis­­ciences en Rulfo) sirven a ambos narradores para componer una temática poética: la de las ánimas en pena, la de los muertos queridos –e inqueridos– que vagan por la superficie de la tierra sin hallar acomodo a sus huesos, como si se concretaran en esas supersticiones (y en la litera­ tura que las absorbe y las transforma en imagen) los remordimientos, los sentimientos de culpa, el sufrimiento de existir. A una mezcla de supersticiones y religión, de cristianismo y resabios de concepciones prehispánicas, hay que atribuir en gran medida la composición fantasmal –por no decir fantástica– del mundo de Juan Rulfo. La imagen poética lograda al fin está basada en elementos muy concretos de la comunidad mexicana de la que ha salido el autor, de la que han salido sus personajes y sus temas, y a la que vuelve con referen­cias muy claras. Así por ejemplo, la idea de la vida de los muertos es no sólo un motivo literario que viene de la antigüedad; en el caso de Rulfo obedece a las creencias prehispánicas que, venciendo la fuerza del sincretismo cristiano, no distinguen entre vida y muerte como la concepción occidental lo hace. En otros temas –el paraíso: Comala en los ojos de Dolores Preciado– hay que acudir a esa civilización judeo-cristiana para confirmar su presencia, no en la idiosincracia ni en la ideología del pueblo mexicano sino en la superposición de una cultura religiosa más fuerte. En este sentido, y ateniéndonos a afinidades literarias, no puede olvidarse al irlandés J.M. Synge, con cuya obra teatral Riders to the Sea guarda Pedro Páramo algunas equivalencias notables. También Synge, al escribir sobre los criadores de caballos en las costas de Irlanda, asume una deuda con su medio, con el entorno, con los habitantes físicos del lugar y con las creencias de éstos. Si su obra parece recalar en la fantasía, es ante todo porque se ha alimentado de un venero popular que él transforma en literario apoyándose también en la tradición culta: «Durante « 36 » Colección Prólogos mucho tiempo sentí que la poesía era de dos especies, grosso modo, la poesía de la vida real –la de Burns y Shakespeare y Villon– y la poesía de los ámbitos de la fantasía –la de Spencer, Keats y Ronsard–. Esto es bastante obvio, pero lo más alto en poesía se alcanza cuando el soñador penetra en la realidad o cuando el realista se evade de ella. De todos los poetas, los mayores poseen ambos elementos, es decir que están totalmente comprometidos con la realidad y sin embargo, en la amplitud de su fantasía, constantemente superan lo que es simple y vulgar», decía Synge. Muy probablemente es lícito asociar algunas imágenes de la fantasía rulfiana con antiguos antecedentes literarios: el motivo del caballo errante de Miguel Páramo, que Dorotea continúa escuchando galopar en la llanura, desde la tumba, parece salir de un cuento gótico de Poe («Metzengerstein»), pero su génesis se ubica tanto en este terreno de la tradición literaria como en el del folclore mexicano. La raíz folclórica es tan fuerte en Rulfo como en Ramuz o en Synge. En Riders to the Sea (1904, traducida al español por Juan Ramón Jiménez en 1920) existe también el motivo del caballo y del aparecido. En este caso el muerto, cuyo nombre es Michael (equivalente al Miguel de Pedro Páramo), se le aparece a su madre en una imagen episódica de propuesta surrealista, tan marcado es su ritmo lento, onírico, salmodiado. En la obra de Synge existe una atmósfera semifantástica, como la de Pedro Páramo, y es una atmósfera que le debe mucho a la naturaleza misma de esos pueblos del oeste de Irlanda que viven del comercio equino, y en los cuales el motivo y la imagen del caballo, como en el medio rural de Rulfo, se da de manera espontánea, sin mayor significación. La «significación» social que diferencia una y otra obra estaría en el hecho de que el caballo de Miguel lo distingue como señor, ya que campesinos y arrieros usan mulas para el tránsito y el trabajo. Dentro de la creación de una atmósfera fantástica, el silencio «que se escucha» es uno de sus elementos principales. En El llano en llamas se da el siguiente diálogo: «—¿Qué es? –me dijo. —¿Qué es qué? –le pregunté. —Eso, el ruido ese. —Es el silencio. Duérmete» («Luvina»). En Derborence de Ramuz se entrega la misma imagen: «El silencio de la alta montaña... Si se aguza el oído, sólo se oye que no se oye nada». En Jorge Ruffinelli « 37 » este silencio sepulcral de la novela, no obstante, lo que no se oye son sonidos humanos o ruidos de la naturaleza, porque precisamente los indicadores de las presencias fantasmales son los murmullos. En «Luvina», otra vez, lo que la mujer escucha es «como un aletear de murciélagos en la oscuridad». Esta imagen, la de un «murmullo sordo», es luego capitalizada en Pedro Páramo para señalar la presencia de las mujeres –ahora muertas– con sus rebozos negros, moviéndose y desapareciendo en el aire quieto hasta formar una atmósfera asfixiante: «Me mataron los murmullos», dice Juan Preciado a Dorotea, después de morir. «Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas». Los murmullos (uno de los títulos originales del libro, antes del de­ finitivo) demuestra la importancia dada a la atmósfera, como el título Pedro Páramo la da a uno de sus principales personajes. Alguna vez Rulfo negó que Pedro Páramo fuese el personaje central del libro: ése lo encarna «el pueblo», Comala, junto a la hacienda llamada Media Luna, y tan dependiente de ella como los caseríos o pueblitos mexicanos de las grandes estancias feudales. Como tantas veces sucede en la literatura, probablemente el libro de Rulfo se originó en la vivencia de esos pueblos deshabitados del campo de México, pero la formulación novelística superó la imagen original y la desvió hacia las historias personales de sus varios protagonistas. De ahí que quepa preguntarse si Pedro Páramo es una novela de atmósfera o de personajes, si puede considerarse el equivalente culto del famoso corrido jaliscience El ánima de Sayula o es una moderna Telemaquia: la búsqueda del Ulises Padre por el Telémaco Hijo, para vengar antiguos agravios o, al contrario, para dar solución a su orfandad conflictiva. Lo que nos llama la atención en Pedro Páramo está en su atmósfera pero también está en la serie de historias que se entrecruzan en el relato configurando su trama novelesca. El aparente caos narrativo, la imagen de mosaico que nos da en un principio, revela de pronto una sutil y casi perfecta estructura en la que si a veces no hay nexos obvios para el lector, tampoco hay contradicciones. La narración final orquestada en las suce- « 38 » Colección Prólogos sivas unidades narrativas –suerte de «fragmentos» de una totalidad– no depende de las relaciones causales de la novelística tradicional, y muchas veces ordena las partes de su discurso por asociaciones de ideas o por imágenes (la imagen de la lluvia que une los recuerdos y episodios de la infancia de Pedro Páramo sería un ejemplo). Sus leyes son otras que las de la novela realista, pero ello no quiere en ningún momento decir que carezca de leyes. Hay que encontrárselas. A las varias preguntas anteriores sobre Pedro Páramo no puede sino contestarse afirmativamente. La existencia misma de las preguntas indica su realidad: algún rasgo principal del libro las alude, las señala, las justifica. El gran énfasis puesto por la crítica sobre el motivo de la búsqueda del Padre obedece al hecho de que ese motivo introduce al lector en el libro y pauta la entera actividad de uno de sus personajes capitales: Juan Preciado. Pero una segunda mitad de la novela (si la dividiéramos, como parece legítimo hacerlo, en dos partes) olvida prácticamente a Juan Preciado y se concentra en las historias individuales y alternadas de otros personajes igualmente importantes: el Padre Rentería en el vórtice de un conflicto (que no fue sólo suyo sino de muchos sacerdotes durante la Revolución) entre el poder terrenal y la representatividad divina; Miguel Páramo viviendo disipadamente la violencia, marginal a toda ley o normalidad, tras los pasos de su padre; el propio Pedro Páramo y su esfuerzo por conseguir lo único que su inmenso poder no alcanza: el amor de una mujer, esquiva en su locura y en la fidelidad enfermiza al marido muerto; Susana San Juan, contrapartida de Pedro Páramo, amada inmóvil e inalcanzable, viviendo en los meandros traumáticos de un ambiguo incesto y en el febricente recuerdo erótico de su esposo. Personajes menores llevan asimismo su dolor a cuestas: Bartolomé el viudo, Dorotea la estéril, Damiana la sirvienta fiel y frustrada, Abundio el hijo abandonado –uno más– del señor feudal. Todos ellos son figuras en un paisaje, figuras que, al margen de su importancia individual en la trama, se destacan entre la masa anónima del pueblo. El pueblo, a su vez, sólo aparece directamente en algunos diálogos anónimos, o como referente del odio de Pedro Páramo cuando a la muerte de Susana San Juan, en réplica airada a los redobles de muerto que se extienden hasta los pueblos Jorge Ruffinelli « 39 » vecinos y terminan por convocar a fiesta, jura: «Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre». Precisamente ese abandono de Comala por Pedro Páramo equivale al abandono del hijo por el padre, de Juan Preciado por Pedro Páramo, y también de los humildes campesinos por el Gobierno en varios cuentos de El llano en llamas. La orfandad, y como réplica, la búsqueda del Padre, parecen trazar una línea directa que recorre toda la novela. En el ejemplo de los tres hijos nombrados en ella –Juan, Miguel y Abundio–, esta situación puede ilustrarse paradigmáticamente. El cacique político y neofeudal que es Pedro Páramo actúa en las tierras de la Media Luna, su hacienda, así como en Comala, con la impunidad que le confiere el poder. «Toda la tierra que se puede abarcar con la mirada», dice el arriero Abundio en uno de los primeros pasajes. «Es de él todo ese terrenal». Y añade: «El caso es que nuestras madres nos parieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo». En la estructura patriarcal de esta economía rural, la promiscuidad del cacique engendra hijos por doquier, convierte a las niñas en madres precoces y se precia de una prepotencia machista tolerada por esa misma ordenación social. De todos modos, si bien en la novela se alude a los muchos «hijos de Pedro Páramo», sólo aparecen tres como personajes: Juan, Miguel y Abundio, y a esos tres hay que limitarse forzosamente cuando se habla de los hijos de Pedro Páramo. Separadas sus vidas entre sí, imponen de todos modos a la novela su diseño particular: una historia de orfandad, abandono paterno, rebeldía y, finalmente, parricidio. El comienzo de Pedro Páramo nos reserva un engaño: el de la ambigüedad. Célebre es ese inicio, en que Juan Preciado informa: «Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». Sólo mediada la novela sabremos que el interlocutor de Juan Preciado no somos nosotros los lectores sino Dorotea, que él está ya muerto cuando inicia su relato y que ambos dialogan en una tumba, enterrados. El comienzo de Pedro Páramo instaura la razón básica del viaje pero no sus motivos: la explicación «porque me dijeron...» es un falso indicio, que oculta precisamente la necesidad de otras preguntas y la obligación « 40 » Colección Prólogos a otras respuestas. Por ejemplo: ¿por qué buscaba Juan Preciado a su padre? La primera respuesta sería demasiado sencilla y se cubre de otros equívocos, así también la promesa dada a la madre en su lecho de muerte es engañosamente clara. Ella le pide el cumplimiento de un cobro, que suena a venganza («El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro») y que es también una exigencia del afecto que nunca dio a su familia («No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio...»), pero todo ello se transforma en Juan Preciado perdiendo formas, convirtiéndose en «sueños», «ilusiones», «esperanza», detrás de cuyos velos expresivos se esconden –se esconderán siempre– las motivaciones profundas de su búsqueda. Miguel Páramo es todo lo que no es Juan Preciado. En Miguel los rasgos se invierten hasta crear una antítesis, y si está relacionado con Juan Preciado en el relato, pese a no haberlo visto nunca, no es sólo por el contraste entre sus imágenes, sino por un hecho más casual: Juan Preciado descansará para siempre en su tumba acompañado por otro muerto, Dorotea. Dorotea la Cuarraca, la infértil, la no-madre cuyo oficio consistía en buscar muchachas para Miguel Páramo. La aspiración de Juan Preciado era la búsqueda del padre. En Miguel Páramo no hay empresa ni aspiración: Pedro vive a su lado, y él es, sin dudarlo, la propia encarnación del padre. Se ha dicho muchas veces que Pedro Páramo es un personaje hueco que el relato va colmando desde las varias perspectivas de los otros personajes: este procedimiento es mucho más claro en Miguel, cuya muerte y recuerdo son registrados en la novela desde el punto de vista de su padre, de Dorotea, de Fulgor, del Padre Rentería, de Ana, de los personajes anónimos del pueblo. Tam­bién de Miguel Páramo cabría decir lo que enigmáticamente dice Abundio de Pedro Páramo: es un «rencor vivo». Miguel, por lo menos en el recuerdo de la mayoría de los personajes, pervive como un rencor. La identificación padre-hijo es explícita con respecto a Miguel y Pedro Páramo: no sólo el primero es «la viva imagen del padre» (según Fulgor Sedaño), no sólo la «mala sangre» parece haberse pasado a él (según el Padre Rentería), no sólo secuestra a las mujeres jóvenes y asesina a los hombres –como Pedro Páramo–, sino que su propia muerte parece aludir Jorge Ruffinelli « 41 » a esa identidad y a la necesidad de exorcizarla, como si fuera Miguel un endemoniado desesperado por liberarse de un espíritu ajeno. Leído el episodio de la muerte de Miguel en una clave simbólica (y la reiterada e insistente evocación de esa muerte parece un subrayado significativo del propio texto), esa necesidad de separarse de la propia imagen heredada se hace incontestable. «Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre», le comenta Miguel a Eduviges, ya muerto. «Hice que el colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo, pero como te digo, no había más que humo y humo y humo». Si Miguel muere intentando superar el obstáculo impuesto por su padre (obstáculo que es su padre mismo), Abundio en cambio irá directamente hacia él y lo eliminará. Abundio clausura el ciclo de los hijos de Pedro Páramo y es el único en quien la tarea del héroe –tarea que parece desplazarse de uno a otro de los hijos– llega al desenlace. De manera muy indirecta, es asimismo el único que cumple el mandato original y ejecuta el castigo del padre. La función de Abundio es significativamente servicial e instrumental: es un medio, un intermediario, un emisario y un arma, es quien conduce a Juan Preciado a las puertas de Comala a sabiendas de que el padre ya está muerto, es quien guiaba a los viajeros hasta la posada de Eduviges Dyada o traía noticias de allende los montes, y es también quien lleva a Pedro Páramo la muerte que éste, sentado en su equipal, añorando a su lejana Susana, parece estar esperando. Abundio ingresa en la novela al comienzo de la narración y se reinstala en ella al final: abre y cierra el relato con una circularidad perfecta. El desamparo y la pobreza del arriero Abundio (enfatizados por el irónico significado de su nombre) son también consecuencias del abandono del Padre. Y no parece casual que el final de la novela relate precisamente la muerte de Pedro Páramo como el resultado de su negativa a ayudar a Abundio. Borracho, muerta su mujer Refugio (nombre también significativo pues es lo último que pierde Abundio), el hombre se acerca a Pedro Páramo en actitud implorante (¿o exigente?): «Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta». La novela no nos da en ese momento « 42 » Colección Prólogos la respuesta del cacique, sino la vertiginosa narración de los hechos: los gritos de Damiana («¡Están matando a Don Pedro!») y un elíptico relato del hombre muriendo: «La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz». Sólo después, en la agonía de Pedro Páramo, ese hecho, realizado ya y convertido en historia, se transformará en vaticinio, en futuro cíclico: «Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo: hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera la voz». De esta manera, Abundio Martínez se identifica con sus hermanos y cumple una tarea interrumpida y frustrada en ellos. El último gesto de Pedro Páramo, la negativa de compasión y afecto que califica todos los actos de su vida en torno a los hijos, es el motivo del parricidio, de su destrucción. Si la línea inaugural de Pedro Páramo es la que dirige Juan Preciado en el viaje futuro hacia un padre desconocido, una segunda línea tan fundamental como ésa, la constituye la historia del personaje Pedro Páramo y su amor desgraciado por Susana San Juan. En este motivo la novela entra en un nítido terreno literario, en que los gestos del romanticismo se confunden con un nouveau frisson: el goticismo de las novelas del siglo XVIII, con sus prisiones enajenantes, con sus horribles sufrimientos, con su borrascosa naturaleza animizada. No por azar sino por una inequívoca concepción estética, la heroína, Susana San Juan, vive en las fronteras de la ensoñación y de la demencia. Mario Praz lo ha estudiado en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica: estas heroínas desdichadas, perseguidas por lo fatídico, componen toda una estirpe paradigmática: son la «belleza turbia» que convierte en una «actitud de la sensibilidad» lo que en el siglo XVIII era una «actitud intelectual». Otro de los temas señeros del romanticismo –el incesto entre hermano y hermana, la amitié fraternelle– aparece en el episodio más importante y ambiguo de Pedro Páramo: el encuentro de Juan Preciado con Donis y su hermana. En Pedro Páramo cada personaje vive grávidamente su historia personal: cada uno carga con su propia cruz, con las penas que le tocan en Jorge Ruffinelli « 43 » este (y en el otro) mundo. Por eso, Pedro Páramo y Susana San Juan no pueden encontrarse nunca: mientras ella vive febrilmente el recuerdo erótico de su marido muerto, Pedro Páramo la ansía a ella, o por lo menos la imagen de Susana que guarda de la infancia. Como el personaje de Scott Fitzgerald, Gatsby, Pedro Páramo elabora un gran imperio terrenal sobre las brasas de una pasión juvenil: «Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti». La pasión romántica, abrasadora y totalitaria, no podría encontrar mejor imagen que la expresada por el amante: satisfacer todas las necesidades, pasar todos los límites, vivir todas las vidas, para finalmente propiciar un encuentro esencial que es el encuentro amoroso alimentado sólo por sí mismo. La ironía que le depara la fatalidad a Pedro Páramo consiste en que el amor de Susana San Juan tiene otro objeto, no él, al cual arraigarse. Susana vive hacia la muerte, lo pasado, lo perdido, lo acabado. «Una mujer que no era de este mundo», se dice en un momento del texto, y ésa es la mejor definición para la heroína romántica que Pedro Páramo no podrá jamás, por mayor que sea el poderío acumulado, alcanzar. En este motivo del amor imposible, disuelto en ramalazos de recuerdos e invocaciones que cruzan constantemente la novela, Rulfo ha explorado los límites del poder y el conflicto entre la voluntad y la impotencia. Pedro Páramo es el cacique impiadoso y terrible que expolia la comarca, no se detiene ante el asesinato o la felonía para alcanzar sus más pequeños propósitos, pero es también el amante desdichado y débil. El final de la novela, y lo que se infiere son los años finales de Pedro Páramo, nos muestra la decadencia de una casta; decadencia exhibida no en términos sociales sino líricos, pero acabamiento al fin. Cuando en 1955 apareció Pedro Páramo, el reconocimiento de su valor no fue tan inmediato como había sucedido dos años antes con los cuentos de El llano en llamas. La fama de Rulfo estaba cimentada sobre una ya indiscutible maestría en la narración corta, y la publicación de una «novela» generó de inmediato la falsa idea de una «competencia», en el propio escritor, entre dos modos literarios. No sé si la crítica latinoa- « 44 » Colección Prólogos mericana ha venido abandonando su lucidez crítica, su independencia de valoración, o si una obra, a medida que la fama crece en torno suyo, empieza a transformarse en intocable y «perfecta». Por eso interesa recordar que en 1955 diversos eran los «defectos» señalados en Pedro Páramo aunque hoy nadie los recuerde. Entonces se mencionaba que la novela era una mezcla híbrida de realismo e imaginación no perfectamente disueltos uno en otro; que los personajes estaban vistos en una dimensión inusual, como paisajes, y el paisaje como personaje, anímicamente. Y, también, que Pedro Páramo era una novela demasiado sintética, sin respiración, constreñida y apretada en un lenguaje en exceso escueto. Habría que revisar hoy esas anotaciones y, en parte, reconocer su crédito, porque de todos modos la novela ha movido a tan incitantes, apasionadas y divergentes interpretaciones en veinte años de lectura, que eso sólo basta para admirarla y ubicar con justicia a su autor entre los máximos exponentes de la literatura de nuestro siglo. Nombre del Autor « 45 » D omingo Miliani Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri Prólogo a Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri. Caracas: Biblioteca Ayacucho (Colección Clásica, Nº 60), 1979, 2ª ed. 1988 (364 p.), pp. IX-LXXVII. Arturo uslar pietri pasiÓn de escritura Domingo Miliani 1. N ueva justificación Hace más de veinte años, estudiante de un Doctorado en Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, elegí para tema de tesis la cuentística de Arturo Uslar Pietri. No había entonces muchos trabajos dedicados a su obra. Yo no conocía personalmente al autor. Motivación para elegirlo fue la lectura. Resultó un libro editado después en Caracas por Monte Ávila (1969). Con la perspectiva de un decenio releí tanto la obra del escritor analizado como las cuartillas propias, nacidas de aquella circunstancia aca­dé­ mica1. Se cumplían cincuenta años de la publicación inicial de Barrabás y otros relatos. Me pidieron el prólogo para la edición conmemorativa. Acepté gustosamente. Coincidía con la redacción del presente trabajo que precedió la antología preparada por Biblioteca Ayacucho, cuya primera edición circuló en 1979. Volver sobre un texto propio es un riesgo y un dilema. La autocrítica tiende a negarlo total o parcialmente. El regodeo o la vanidad inducidos por la escritura personal obnubilan el trabajo de lector. Entonces uno justifica, defiende, repite. Además el trabajo crítico es efímero. Los modos de acometer el texto cambian dentro y fuera de uno. Tal proceso hace más arduo el reencuentro con la obra de un autor al que uno admira y respeta por su inagotable pasión de escritura. Posteriormente surgieron otras visiones frente a la obra e incluso la conducta personal de Uslar Pietri2. Lamento no compartirlas. Se prestan a polémica por su intención pero no me intereso ni me propongo entrar en ella, menos aún en un estudio preliminar cuyos objetivos son otros. Domingo Miliani « 49 » Concentro la atención preferente en la cuentística de un escri­tor a quien consideré y considero maestro en ese tipo de expresión lite­ra­ria. Reitero la afir­­mación de que en el conjunto global de la obra producida por Uslar Pietri los cuentos representan su aporte mayor a la producción intelectual venezolana, en tanto aportan capacidad renovadora, sin desconocer que se trata de un hombre y un nombre de alta jerarquía en nuestro quehacer literario del siglo XX. Constituye figura equiparable con otras de la estatura de Mariano Picón Salas, Rómulo Gallegos, muy pocos más que han logrado rebasar la escarpada frontera literaria del país. Arturo Uslar Pietri despierta asombro hasta en quienes lo combaten. Su disciplina de escritor, mantenida sin interrupciones por más de cincuenta años a partir de su primera obra lo justifica. Ha llegado a los ochenta años de edad rodeado de cariño unánime. Ha explorado terri­torios poligráficos: poesía, teatro, ensayo, novela, periodismo, historia, crítica literaria, economía, cuento. Tal vez por esa misma capa­cidad de produc­ ción y por los planteamientos ideológicos volcados en sus textos, no ajenos a contradicciones, se ha convertido en centro de elogios o blanco de ataques incesantes. Ocurrió así cuando emergió portavoz juvenil de la vanguardia y redactó el manifiesto de válvula, cuya urticante minúscula del título escamó numerosas pieles académicas en 1928. Se repitió la cadena de puntos de vista encontrados cuando intervino en la vida pública nacional a partir de los gobiernos de López Contreras y Medina Angarita. Continúa respetado y rebatido cuando formula iniciativas que inciden en el fondo de problemas nacionales incandescentes: crisis de la educación, petróleo, co­rrupción administrativa, promoción desmedida de los juegos de azar por parte del mismo Estado, contradicciones y purulencias dolorosas que padece aunque intente disimular nuestra pintoresca democracia cada vez menos representativa. Los lineamientos de la Biblioteca Ayacucho, el contenido antológico sugerido por el propio autor para integrar este volumen, la diversidad de tópicos que aborda el universo intelectual de este hombre dotado de aplastante formación cultural, privan de intentar siquiera un recuento del conjunto bibliográfico aportado por él al patrimonio nacional. No estoy en capacidad ubicua de enjuiciar su ensayística, sus ideas económicas, « 50 » Colección Prólogos históricas, políticas, expuestas a lo largo de un período que rebasa el medio siglo. Otros más capaces lo harán, seguramente. Yo me he limitado a leer sus cuentos y proponer claves de lectura a quienes con modestia acepten indicios para comprender el trabajo de construcción narrativa donde Uslar se muestra como un clásico y donde un lector que habla de esos relatos disfruta o se angustia sin pretensiones de juez inequívoco. 2. Una historia, un contexto, un problema: el gomecismo La vida de Arturo Uslar Pietri corre en isocronía con el tránsito de una Venezuela rural a una Venezuela petrolera. Nace (1906) cuando decae la gestión de Cipriano Castro. Dos años después se inicia la era de Juan Vicente Gómez (1908-1935). Infancia y juventud tienen, como marco de referencia, la más feroz dictadura que ha padecido la nación contemporánea venezolana. Sobre este período gira la atención reciente de historiadores y biógrafos de Juan Vicente Gómez, sin que a ello escape el autor de que nos ocupamos3. Así lo indica la reciente publicación de su biografía novelada: Oficio de difuntos (1977). Económicamente el gomecismo abre el subsuelo nacional a la explotación extranjera de nuestro petróleo. En lo político va poblando gradualmente el país con cárceles y campos de concentración. Se reprime todo cuanto ofrezca resistencia al paternalismo cerril del dictador. La oposición más resaltante se origina en una pequeña burguesía intelectual urbana. Particularmente son los estudiantes universitarios y algunos militares decorosos quienes concretan la protesta en acciones. La Universidad de Caracas, acicateada por la Reforma Universitaria de Córdoba (1918), hierve de inconformismo. En 1920 el poeta mexicano Carlos Pellicer visita Venezuela. Había participado activamente en la fundación de la Federación de Estudiantes de México y animó el movimiento universitario colombiano con Germán Arciniegas. En Caracas, Pellicer activó el nacimiento de un organismo estudiantil seme­jante. De regreso a México, Pellicer impulsa una campaña contra la dictadura de Domingo Miliani « 51 » Gómez, proceso que culmina con un escándalo periodístico alrededor de la posición asumida por José Vasconcelos, rector de la Universidad Autónoma de México4. Nuestros estudiantes universitarios ensayan vanguardia poética alternada con burlas al dictador. No tardará en cebarse reiteradamente sobre los claustros académicos la persecución, el silencio, la clausura que había comenzado desde 1912. Del lado del poder se oficializan inteligencias que la misma Universidad había formado en las doctrinas del Positivismo o había visto crecer como integradas en la estética del Modernismo. Esos hombres en su juventud habían constituido huestes rebeldes enfrentadas a la dictadura de Antonio Guzmán Blanco. Brillante promoción, los positivistas habían hecho nacer la ciencia moderna en Venezuela. Ahora, en la madurez, configuran un pensamiento dirigido a justificar al dictador Juan Vicente Gómez como un «gendarme necesario». Identificados en un rechazo común contra el poder, nombres nuevos se inclinan literariamente por tres vías que terminarán enfrentadas al pasar del tiempo. Un primer grupo lleva a fase culminante la línea criollista –de abolengo modernista– bajo forma de regionalismo: Rómulo Gallegos, Julio Rosales. El realismo social, como segunda tendencia, es elevado a niveles de grotesco: Miguel Eduardo Pardo, Rufino Blanco Fombona, José Rafael Pocaterra. La tercera vía apenas despunta: las vanguardias. En lo ideológico, un grupo de pensadores nacionalistas proclama principios éticos en repudio a las ejecutorias poco ejemplares del césar omnímodo. En ese orden de ideas publica Rómulo Gallegos sus primeros textos ensayísticos en La Alborada. Picón Salas, residente en Chile, madura su reflexión sobre lo venezolano inserto en contextos hispanoamericanos. Augusto Mijares afina argumentos de refutación a las interpretaciones pesimistas de la sociedad hispanoamericana, que habían impuesto como patrón conceptual los positivistas. Son éstas, sin embargo, posturas idealistas, algunas bergsonianas, débil bagaje para combatir el terror armado de «orden y progreso». También en el campo de las ideas una tercera orientación despunta entre los prisioneros. Furtivamente, en « 52 » Colección Prólogos las mazmorras se escuchan los primeros planteamientos de una reflexión marxista introducida por José Pío Tamayo. La conciencia de una transformación social profunda del país comienza a inquietar. Todo ese cuadro de corrientes y contracorrientes define una fermentación intelectual cuya fecundidad sólo podrá medirse después de la muerte del dictador: surgimiento de los partidos políticos y los sindicatos modernos, las nuevas escrituras artísticas –especialmente plástica y literaria–; la matriz común hay que buscarla en aquellos años cuya oscuridad represiva, contradictoriamente estimuló la voluntad de cambios de toda índole. El proyecto de transformación social data de entonces sin lograr realización efectiva. La palabra revolución actualiza su sentido preciso, diferenciado del de montonera, asonada o levantamiento armado con que antes se escamoteaba. Se piensa en ella sin miedo, con lucidez. Las inconsecuencias y detracciones posteriores indujeron la diáspora ideológica que mantiene atomizado al país hasta hoy, entre confusiones y búsquedas fallidas. Muchos prisioneros de aquellos días cambiaron pensamiento y conducta frente a la lucha por la trans­formación histórica integral. Numerosos reprimidos se tornaron represores. Contrariamente algunos que, por temor o ceguera política momentánea, pres­taron servicios menores al régimen, terminaron después reivindicados como conciencias críticas de extraordinario valor para el cuadro cultural subsiguiente al gomecismo. Tales fueron los casos notables de Pedro Emilio Coll, Mario Briceño Iragorry y Enrique Bernardo Núñez. Podría afirmarse que también en lo intelectual la era del gomecismo representa el paso decisivo de una Venezuela modernista y «criollista» a una renovación de los lenguajes en que se va a expresar el siglo XX. Al perder vigencia ideológica el positivismo la visión social se amplía con nuevas conceptuaciones. Si el pensamiento marxista no aportó un Mariátegui, porque la mayoría de aquellos hombres fueron más bien lectores de marxismo que marxistas convencidos, en cambio el sacudimiento mental de las conciencias enriqueció notoriamente las meditaciones sobre nuestro devenir histórico. Si los sistemas ideológicos oficializados tejieron una brillante pero deplorable corte alrededor del dictador, las aulas universitarias y las tertulias artísticas fijaron umbroso domicilio Domingo Miliani « 53 » en La Rotunda de Caracas, Las Tres Torres de Barquisimeto, el Castillo Libertador de Puerto Cabello. Allí, en papeles de estraza se escribieron novelas, cuentos, poemas destinados a revolucionar nuestra cultura. En aquellos ámbitos son leídos los realistas rusos traducidos en España y revistas llegadas de Madrid como La Gaceta Literaria y la Revista de Occidente. Guillermo de Torre, con sus Literaturas europeas de vanguardia informa sobre las recientes concepciones del arte y la literatura. Dostoiewski, Gogol, Andreiev, el francés Henri Barbuse, el norteamericano Upton Sinclair, coexisten en las manos esposadas de los rebeldes. Entretanto Gómez recibe a título de huésped distinguido al modernista José Santos Chocano, quien escribe un poema «Al uvero de playa» lleno de loas alegóricas para el cazurro gobernante. Fuera de las cárceles la resistencia activa prosperaba desde el levantamiento del 7 de abril de 1928. Llega 1929. El general José Rafael Gabaldón se subleva con unos cuantos peones y alguno de sus hijos –Joaquín Gabaldón Márquez– en la hacienda Santo Cristo de Biscucuy (estado Portuguesa) el 28 de abril. Otro grupo invadía Curazao el 8 de junio para iniciar una ofensiva desde aquella colonia holandesa. Entre ellos estaba el dirigente comunista Gustavo Machado y el poeta revolucionario Miguel Otero Silva. El ejemplo de Sandino –en Nicaragua– había calado en aquel intento liberador. Por el oriente, otro general, Román Delgado Chalbaud, secundado por una hueste de estudiantes y poetas procura una tercera rebelión infructuosa: el desembarco e invasión de Cumaná el 11 de agosto. La conciencia social de los escritores, minoría levantisca en medio de un pueblo aterrado y sometido a ignorancia, se perfilaba simultáneamente con signos ético y épico. Todo lo anterior transcurría en medio de un cambio económico del país agrario –productor de café y cacao exportados desde la colonia– al petrolero. La apariencia de prosperidad con que Gómez justificaba su permanencia en el poder, se vio ensombrecida con la gran crisis internacional desatada por la quiebra de la bolsa de Nueva York en 19295. « 54 » Colección Prólogos 3. Los de 1928. ¿Una generación? Entre los mitos acuñados por la historia literaria de nuestro tiempo adquiere relevancia especial, hacia 1925, el llamado método o teoría de las generaciones. De origen alemán, propuesto originalmente por Dilthey (1865) y parafraseado después por Jeschke y Otto Jespersen hacia 1935, fue divulgado en nuestra lengua especialmente por José Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo (1923). Pedro Salinas lo aplicó a la generación de 1898. Juan Chabás lo reiteró como esquema a propósito del mis­mo fenómeno español. Su validez fue cuestionada en Venezuela por María Rosa Alonso6. Lo cierto es que el propósito de agrupar a un conjunto de intelectuales por criterios como 1. nacimiento aproximado a una fecha común (lapsos de 15 o 30 años); 2. coincidencia de elementos formativos (comu­nidad de educación y lecturas); 3. relaciones iguales; 4. caudillismo o caudillaje intelectual (existencia de un führer literario); 5. lenguaje generacional; 6. parálisis de la generación anterior, todo ello junto constituyó la base del método. Empuñado con categoría de prejuicio histórico, dominó las manipulaciones de algunos teóricos que propugnaron en Venezuela la existencia de las generaciones de 1918 y 1928. Ambas llegaron a confluir en la integración de un frente común contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. La validez generacional de los escritores de 1918 –no la importancia de su obra– planteó hace algunos años un cruce polémico de puntos de vista entre Rafael Ángel Insausti y Mario Torrealba Lossi. Este último produjo un pequeño volumen cuestionador del concepto7. Con respecto a los hombres de 1928 aún continúa el debate y, justamente Torrealba Lossi reabre el debate con otro libro8. Con anterioridad, uno de los activistas político y poético del grupo, Miguel Otero Silva, ha sido el más contundente negador del criterio «generacional», no sólo aplicado en relación con la época de su iniciación literaria y política, sino con respecto a su eficacia instrumental. Por lo importante transcribo en extenso sus ideas expresadas en una entrevista de 1967: Domingo Miliani « 55 » Me veo obligado a repetir, casi textualmente, lo que he dicho en otro sitio: que en divergencia total con la teoría de Ortega y Gasset sobre los «hombres coetáneos» para explicar la evolución de la historia, rechazo de plano el término generación (el concepto generacional) como tabulador de los artistas, de los políticos, de los seres humanos en general. De acuerdo con su posición dentro del orden de la economía social los hombres se dividen en latifundistas, industriales, comerciantes, profesionales, artesanos, campesinos, obreros, nunca en jóvenes, maduros y viejos. Asimismo los políticos deben ser catalogados como fascistas, conservadores, liberales, socialcristianos, socialdemócratas, anarquistas, comunistas, jamás como ciudadanos de 20 años, de 40 años, de 60 años. En cuanto a la literatura dígame usted que un poeta es clásico, romántico, parnasiano, modernista, nativista, simbolista, surrealista, vanguardista, pero no me diga que pertenece a la generación del 98, del 20, del 36, o del 58, porque esos terminales no significan absolutamente nada en el lenguaje de la apreciación literaria. Hay escuelas poéticas que sobreviven durante varias generaciones y otras que no logran subsistir el transcurso de una sola. Hago hincapié en tantas perogrulladas porque aquí en Venezuela se ha puesto de moda la anticientífica clasificación generacional con consecuencias desastrosas para quienes en el campo político pretendieron substituir a la clase obrera como vanguardia de la lucha revolucionaria por la «juventud» (así, en abstracto, sin explicar qué juventud) y con yerros garrafales para quienes, en el dominio de la crítica, antes de opinar si un poeta es malo o bueno, le preguntan qué edad tiene, como si los poetas fueran caballos de carrera o mozas de bataclán.9 Con voluntad de aplicación científica, el método generacional fue reactivado en Venezuela, a propósito del fenómeno de 1928, en una tesis de grado presentada en la Universidad Católica Andrés Bello, por las licen­ciadas María de Lourdes Acedo de Sucre y Carmen Margarita Nones Mendoza10. Ellas realizan un interesante recuento metodológico e incorporan los aportes de Karl Mannheim. Luego los proyectan al grupo del 28 con énfasis en los acontecimientos estudiantiles, políticos y militares que lo congregarían en un nivel de respuesta momentánea. Remito « 56 » Colección Prólogos a esa obra, muy útil por su excelente documentación. No obstante, si partimos de otros supuestos y se analizan los constituyentes históricos, ideológicos –políticos y estéticos– y los demás ingredientes señalados como factores de integración del método, en el caso de 1928 seguimos pensando que el resultado es bastante ambiguo. Nadie pone en duda que el año 1928 tiene importancia particular en el proceso de formación de las vanguardias literarias que pugnaban por el derecho a existir en América Latina desde finales de la Primera Guerra Mundial y forcejeaban por emerger del aplastamiento que significó el regionalismo institucionalizado como estilo dominante. De otra parte, lo que caracterizó al vanguardismo fue precisamente su heterogeneidad de búsquedas, lenguajes, proposiciones teóricas difundidas en manifiestos, posiciones adoptadas frente al proceso social de cada país y ante el convulsionado mundo que presenciaba el primer enfrentamiento mundial, pero también el surgimiento de la primera revolución socialista en el país de los soviets. Uno de los rasgos comunes de las vanguardias literarias hispano­ americanas fue la ruptura iconoclasta con el modernismo o el «rubendarismo» como lo lapidó Jorge Luis Borges. Es decir, el rechazo no sólo de aquella corriente o «generación anterior» –que por lo demás no estaba completamente paralizada– sino el repudio al papel caudillesco (de führer literario, según la denominación de Jeschke y Petersen) jugado por el poeta nicaragüense. Pero el modo de enfrentar la cuestión varió de uno a otro grupo. Todos los «ismos» pugnaron por diferenciarse entre sí y el conjunto expresa el propósito unánime de sepultar un pasado normativista. Así cundió lo que Octavio Paz ha denominado tradición de ruptura. Es la época en que comienza a hablarse de crisis de las «escuelas», «muer­te de los estilos», «decadencia de los géneros», sobre todo a partir del grito irreverente de Dada. En el caso venezolano, la coexistencia de las vanguardias se produce no sólo con respecto al Modernismo y el Positivismo (este último insurgente desde 1866, dominante en 1928, como la corriente dariana lo había sido desde 1892). El Modernismo compartía en lo literario el favor de estética oficializada y academizada. A ambos se Domingo Miliani « 57 » venía oponiendo una actitud regionalista en la narrativa –La Alborada–, plástico-musical –Círculo de Bellas Artes– y postmodernista –escritores de 1918. La Alborada irrumpe en 1909. Varios de sus exponentes coinciden con la vanguardia en una misma actitud de respuesta opositora a la dictadura de Gómez, pero estética e ideológicamente implicó una posición refractaria tanto al marxismo como a la estética vanguardista. De ahí que un primer motivo induzca a poner en duda la eficacia del método generacional como caracterizador genérico de las vanguardias y singularmente de nuestra vanguardia, que no puede reducirse a un solo año (1928) en detrimento del proceso extendido en el tiempo hasta por lo menos 1935. Los acontecimientos políticos ocurridos en 1928 (Semana del Estudiante, en febrero y alzamiento cuartelario del 7 de abril) congregaron a algunos jóvenes revolucionarios marxistas más avanzados y a militares de indiscutible dignidad. Incluso las mujeres desempeñaron un papel activo: Josefina Juliac, Beatriz Peña, María Teresa Castillo, Antonia Palacios, entre otras. La memorable Semana del Estudiante dejó como saldo el gesto romántico del encarcelamiento de 214 jóvenes solidarizados con los primeros líderes detenidos: Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba, Pío Tamayo, Guillermo Prince Lara. Esa primera detención, de apenas 11 días, generó nexos de amistad y solidaridad que, por sobre las diferencias políticas posteriores, cohesionaron a muchos de los dirigentes y adictos. Debe señalarse que en esos actos no participaron todos los que se oponían a la dictadura, pero el no haber tomado parte activa en dichas manifestaciones tampoco puede esgrimirse como adhesión al régimen dictatorial. La detención masiva de estudiantes y líderes revolucionarios a raíz de los actos de octubre de 1928 tiene en cambio la importancia de haber producido una momentánea identificación con la ideología marxista sobre la cual sentaron cátedra en las mazmorras, hombres como Pío Tamayo, Rafael Arévalo González, Carlos y Jesús Corao y Alberto Ravell. Sin embargo, no puede colegirse que efímeros contactos de oyentes y lectores de marxismo provocaran una comunidad de ideas entre todos los allí hacinados. Como tampoco el hecho de haber estado presos fue garantía « 58 » Colección Prólogos de comportamiento revolucionario en la praxis posterior de numerosos individuos. Basta revisar los nombres más resaltantes en la historia de los últimos cincuenta años para observar las enormes distancias, la tremenda heterogeneidad que desde sus comienzos mostró el conglomerado humano conocido como «generación». Las ideologías estéticas y políticas en su diversidad hallarán expresión escrita sólo después de la muerte del dictador. Esto permitió a sus autores la modificación a posteriori de su textualidad. Por último, la reclusión en cárcel no mejoró la calidad de escritura literaria, como el haber permanecido en libertad aparente, fuera de rejas, no anuló la conducta consecuente con principios marcados por una honda sensibilidad social. En la nómina de los detenidos en febrero y octubre de 1928 y en otra de los no detenidos, se observa: 1. Estuvieron presos en los diferentes campos penitenciarios de la dictadura: Miguel Acosta Saignes, Esteban Agudo Freytes, Luis Álvarez Marca­ no, Luis Castro, Rafael Domínguez Sisco, Carlos Eduardo Frías, Juan Bautista Fuenmayor, Simón Gómez Malaret, Luis Emilio Gómez Ruiz, Nelson Himiob, Pedro Juliac, Fernando Key Sánchez, José Andrés López Octavio, Augusto Márquez Cañizales, Felipe Massiani, Guillermo Meneses, Alejandro Oropeza Castillo, Inocente Palacios, Isaac J. Pardo, Rodolfo Quintero, Pablo Rojas Guardia, Gerardo Sansón, Germán Suárez Flamerich, Luis Villalba Villalba. De ellos, sólo Rojas Guardia, Luis Castro, Carlos Eduardo Frías, Guillermo Meneses y –en menor intensidad– Felipe Massiani, adoptaron lo que podría considerarse una estética vanguardista. Rojas Guardia y Nelson Himiob produjeron testimonios literarios del proceso represivo en años subsiguientes. En lo ideológico sólo mantuvieron una identificación política de pen­samiento y praxis con el marxismo Miguel Acosta Saignes, Juan Bautista Fuenmayor, Pedro Juliac, Fernando Key Sánchez, Rodolfo Quintero. Otros, paradojalmente, en el devenir político se integraron en gabinetes de nuevas dictaduras como la de Pérez Jiménez, por ejemplo, o participaron con decoro indiscutible en los procesos de afirmación democrática, no necesariamente en identidad militante con agrupaciones políticas. Domingo Miliani « 59 » 2. No estuvieron presos pero participaron en los incidentes de aquel año, o al menos sufrieron prisiones de muy corta duración en fe­brero: Antonio Arráiz, Rómulo Betancourt, Alfredo Conde Jahn, Joaquín Gabaldón Márquez, Carlos Irazábal, José Tomás Jiménez Arráiz, Raúl Leoni, Juan Oropesa, Miguel Otero Silva, Guillermo Prince Lara, Ernesto Silva Tellería, Rafael Vegas, Jóvito Villalba, Armando Zuloaga Blanco, etc. No se requiere ojo zahorí para notar los abismos ideológicos que en materia política muestran el comportamiento y la expresión de este segundo grupo, entre quienes están justamente tres de los más significati­ vos valores literarios de un arte comprometido con la protesta social y el lenguaje de vanguardia: Antonio Arráiz, Miguel Otero Silva y Gabaldón Márquez11. Si en lo literario los escritores señalados en esta lista –y otros no incluidos– constituyeron diáspora estética más que comunidad de ideas, en lo ideológico político aquel grupo no logró cristalizar un proyecto social acorde con un pensamiento supuestamente dominante como contrasistema conceptual que adversa el positivismo. La praxis los alejó en posiciones y adopciones de partidos políticos polarizados. La inconsecuencia con el país y una vocación de caudillismo intelectual no alcanzado plenamente por ninguno sobre su generación los relaciona por analogía. Los integrantes de aquel contingente actuaron y siguen actuando en los cincuenta años posteriores de la vida venezolana desde posiciones encontradas. Tanto, que se plantea lo que ya habíamos mencionado antes: muchos exrevolucionarios terminaron represores de sus propios hermanos de acción en 1928, en coyunturas muy diversas. Muerto Gómez, los dirigentes de la Federación de Estudiantes que encabezaron los acontecimientos del 28 comenzaron a formar una constelación de grupos enfrentados ideológicamente. De la división, más que de la coincidencia, nacieron los partidos políticos venezolanos contemporáneos en muy alta proporción. En el conjunto se pueden observar por lo menos tres bloques diferenciables desde el punto de vista de sus sistemas de pensamiento: socialdemocracia, en varios matices; socialcristianismo y marxismo12. « 60 » Colección Prólogos En plena dictadura, desde el exilio, algunos líderes habían conforma­ do plataformas de partidos. Vale mencionar algunos: La Nueva Venezuela (1918); la Unión Patriótica y la Sociedad Patriótica (1920); el Partido Republicano y la Unión Revolucionaria Venezolana (1922). En 1926 se constituye el Partido Revolucionario Venezolano, definidamente marxista. En él figuran nombres de quienes serán activistas en 1928: Gustavo Machado, Salvador de la Plaza, Eduardo Machado, Ricardo Martínez, etc. Su programa, redactado en México, se conoció en 1928. Sus ideas orientaron el asalto a Curazao y la frustrada invasión por las costas corianas13. En cambio la invasión de Cumaná se rigió por los principios del Partido de Liberación Nacional, gestado alrededor del general Román Delgado Chalbaud. Entre los intelectuales comprometidos con este último mo­ vimiento se hallaban hombres de promociones literarias muy anteriores y alejadas de la vanguardia: Rufino Blanco Fombona, José Rafael Po­ caterra. Una tercera organización inició sus actividades el mismo año 1928: ARDI (Agrupación Revolucionaria de Izquierda). Incorporó marxistas y no marxistas. Destacan como dirigentes Rómulo Betancourt, Gonzalo Barrios, Carlos D’Ascoli, Alfredo Conde Jahn, Simón Gómez Malaret, Nelson Himiob, J.T. Jiménez Arráiz, Juan Oropesa, Isaac J. Pardo. El programa o «Plan de Barranquilla», redactado por Rómulo Betancourt, era un intento de interpretación marxista «sui géneris» de la realidad venezolana. El proyecto de acción inmediata (su táctica) era reformista, inspirado en el APRA peruano; tuvo inmediata respuesta por parte de otros marxistas que aspiraban a cambios más profundos en nuestra realidad. Uno de los críticos más enfáticos fue Miguel Otero Silva. Es ésta la etapa llamada de ARDI en el exilio. Después de la muerte de Gómez la Federación de Estudiantes resurge con inusitado poder político bajo la presidencia de Jóvito Villalba. Durante el gobierno de López Contreras la Federación emerge consultora hasta para la designación de altos funcionarios. Si en 1928 los estudiantes universitarios habían constituido mecanismo de estallido para expresar el descontento popular y aglutinaron simpatías que se hicieron ostensibles incluso en la calle, en 1935 el auge de masas del proletariado industrial Domingo Miliani « 61 » –que había madurado a la sombra de las industrias imperialistas– rebasó la prudencia intelectual de muchos líderes. El 3 de enero de 1936 un memorable manifiesto de los fevistas y de algunos intelectuales iniciaba públicamente la crítica a la «calma y cordura» con que Eleazar López Contreras buscaba atenuar el descontento y las demandas sociales. La represión no se hizo esperar y descargó su presencia contra manifestantes esporádicos. La Federación de Estudiantes se veía reforzada con numerosos líderes que habían regresado del exilio. Ahora congregaba en torno a su presidente Jóvito Villalba, destacadas figuras como Humberto García Arocha, Luis Emilio Gómez Ruiz, Luis Lander, Ernesto Silva Tellería y otros. En junio de 1936, a raíz de una huelga de empleados públicos, Jóvi­ to Villalba y García Arocha renuncian a sus cargos en una asamblea. La presidencia es detentada por el dirigente marxista Jesús González Cabrera. Villalba y García Arocha emprenden la organización de otro grupo político de igual nombre: FEV, pero con intención de partido. La intensificación de sus actividades y su notoria tendencia de izquierda llevaron a que también esa Federación de Estudiantes cayera en la norma presidencial que disolvió los partidos de izquierda en 1937. Esa regresión indujo el proceso formativo de organizaciones que se cuidaban de ser identificadas como «partidos» y a las cuales guiaba una misma voluntad de liquidar las supervivencias del gomecismo. Surgen así la Unión Nacional Republicana y ORVE (Movimiento de Organización Venezolana). Esta última de nuevo aglutinaba nombres con ideologías divergentes: Rómulo Betancourt, Joaquín Gabaldón Márquez, Luis Beltrán Prieto, Alberto Adriani, Raúl Leoni, Alberto Ravell, Guillermo Meneses, Mariano Picón Salas, Luis Álvarez Marcano, entre los más conocidos por su trayectoria anterior. Despuntaban, además, Víctor Manuel Rivas, Leopoldo García Maldonado, Carmelo Lauría (padre), Pablo Rojas Guardia, Pastor Oropeza y un descollante grupo de mujeres intelectuales: Lucila Palacios, Luisa de Jiménez Arráiz, Clara Vivas Briceño. De otro lado, en el sector marxista más radical se proyectaban grupos disidentes como el Partido Revolucionario Progresista de Salvador de la « 62 » Colección Prólogos Plaza, Miguel Acosta Saignes, Juan Bautista Fuenmayor, fundadores. Y en la base intencionalmente proletaria se observaban entre otros los nombres de un veterano luchador revolucionario como Ernesto Silva Tellería junto a Augusto Malavé Villalba. En polo opuesto, escisión de la Federación de Estudiantes, surgía la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) de orientación socialcristiana. De los antiguos miembros de la FEV figuraban en esta agrupación Rafael Caldera, Pedro J. Lara Peña, Francisco Alfonso Ravard, Francisco Vera Izquierdo, Hugo Pérez la Salvia, César Tinoco Richter, Héctor Santaella, Eduardo Acosta Hermoso, Marcel Granier, Gustavo Díaz Solís, etc. No hemos querido sino recalcar un hecho: la carencia de una comunidad o siquiera de una armonía de ideas entre los integrantes de aquella «generación» que, por lo demás, jugó un irrebatible papel histórico en las luchas contra la dictadura de Gómez y en los procesos de afianzamiento de nuestra democracia. Uno de los protagonistas de aquella época, en años maduros ha dejado escrito un valioso testimonio de conjunto desde su perspectiva ideológica de marxista polémico. Es Juan Bautista Fuenmayor. En su libro 1928-1948. Veinte años de política14 expone conceptos de sumo interés por la actitud desmitificadora del principio generacional aplicado a los hombres de 1928: En la literatura corriente, el conjunto o núcleo fundamental estudiantil de esta época ha recibido el nombre de «Generación del 28». Mucho se ha hablado de ella y siempre en forma ditirámbica, señalándola como una «generación predestinada», excepcional; algo así como un fenómeno extraordinario de nuestra historia, sin precedente alguno y sin causas políticas y económicas que lo expliquen. Para quienes han elaborado estos conceptos metafísicos sobre la juventud estudiantil de 1928, se trataría de un fenómeno síquico o estado de conciencia, que produjo hombres excepcionales, no como resultado de las condiciones materiales entonces existentes en la sociedad venezolana, sino como algo desvinculado de ellas, como si esa juventud hubiese recibido un soplo divino o un aliento ultraterreno y estuviese integrada por hombres diferentes a los conocidos hasta entonces en Venezuela, con la única excepción de los Libertadores. Algo así co- Domingo Miliani « 63 » mo hombres providenciales, escogidos por el cielo para cumplir una determinada misión.15 Esa concepción iluminista o mesiánica del fenómeno sociopolítico venezolano ha hecho ya bastante daño en la interpretación de fondo de nuestra realidad, no sólo cuando se ha aplicado como mitología de la gesta emancipadora, sino como nueva mitología de la vida política del país, donde la historia parecieran moverla superhombres –en realidad magnificaciones inducidas de los caudillos– y la gran mayoría de la sociedad queda reducida a un mal pintado telón de fondo. Con la misma óptica se resuelven las grandes contradicciones que en el seno de cualquier proceso social –económico, político, literario– fijan las grandes líneas de transformación, la dialéctica de los movimientos. Fuenmayor insiste en el papel que jugaron los sectores populares y en especial el proletariado incipiente, como factores sin los cuales el acto romántico de los estudiantes, en sus protestas de febrero y octubre, no habría tenido la resonancia y el valor de sacudida tanto entonces como después. A este respecto añade que: ... la fortaleza de las acciones estudiantiles y populares de 1928 estuvo también en que fueron la expresión de un gran frente unido de clases, logrado por primera vez en la historia contemporánea de Venezuela. El año de 1928 marcó el comienzo del movimiento democrático y popular de Venezuela. Allí tuvieron nacimiento los hombres que más tarde, al madurar, organizaron y encabezaron los partidos políticos actuales, empezando por el Partido Comunista y terminando en Acción Democrática y Unión Republicana Democrática. El movimiento de 1928 engendró a muchos de los fundadores del Partido Comunista; pero engendró también a la mayoría de los principales dirigentes burgueses que, en el futuro, disputarían las masas a dicha organización, para entregarlas al capital extranjero, traicionando así la gloriosa tradición de lucha que arranca de 1928.16 Se puede comprobar pues que hay bases ideológico-políticas documentadas para demostrar que no hubo «comunidad» de ideas generacionales. En lo literario puede apuntarse un hecho similar. Antes vale « 64 » Colección Prólogos la pena una observación: por la marcada tendencia histórica a valorar nuestros fenómenos literarios desde un ángulo político exclusivista, muchos escritores de resaltante producción literaria en aquella época han sido juzgados más por su respuesta –positiva o negativa– con respecto a las acciones políticas de calle. Se llega así a extremos de exaltar obras cuya significación para la historia literaria perdió vigencia en forma casi inmediata, o no trascendieron el momento de su producción. Se niega o silencia otras por el hecho de que sus autores no integraron la élite política del antigomecismo en conducta pública. Hacia 1928 coexistieron en su producción y contacto intelectual, sin ruptura o enfrentamiento, más bien con analogías y afinidades, escritores cronológicamente alejados como Leopoldo Landaeta, Fernando Paz Castillo, Pedro Sotillo, Antonio Arráiz, Julio Garmendia, Leoncio Martínez, junto a casi adolescentes que empezaban a producir sus primeros textos: Joaquín Gabaldón Márquez, Miguel Otero Silva, Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob y casi niños como Guillermo Meneses. No sólo en edad sino en concepciones de su obra convergieron, guardando distancias, vanguardistas confesos como Frías y Uslar Pietri, junto a neocriollistas como Julián Padrón, escritores de tendencias marcadamente social-revolucionarias en su temática aunque con adopción parcial de lenguaje vanguardista, como Pío Tamayo, Miguel Otero Silva, Antonio Arráiz, Gabriel Bracho Montiel, el primer Díaz Sánchez, Luis Castro, entre otros. Si en lo político ninguno logró descollar figura conductora, en función de führer generacional, sino que los caudillismos más que las diferencias de fondo acicatearon la diáspora de grupos en que se disolvió el conjunto de 1928, en lo literario tampoco llegó a resaltar una figura capaz de constituir el centro de atracción centrípeta. En lo político, Betancourt y Villalba pugnaron por erigirse cabezas caudillescas de la conducción. En lo ideológico, por respeto, cariño y valentía, destacó el ejemplo de poeta y combatiente de José Pío Tamayo. En lo literario hubo jóvenes con clara conciencia estética de las vanguardias, a pesar de las precarias informaciones que llegaban a sus manos. Entre ellos, Arturo Uslar Pietri fue impulsor y redactor de los primeros manifiestos donde cristalizaba la inquietud general de los jóvenes. Pero ninguno es susceptible de ser Domingo Miliani « 65 » abstraído como inductor único. Tal vez no los haya. Su invención forma parte de las mitologías troqueladas por el iluminismo o mesianismo metodológico, en lo histórico-político igual que en lo histórico-literario. Las revistas donde fueron despuntando las nuevas vocaciones de vanguardia, Cultura Venezolana, Élite y particularmente válvula (vocero teórico específico) congregaron escrituras afines, sin duda. Esas escrituras, sin embargo, convivían junto a otras cuyos códigos entraban en inexorable desgaste. Así había sucedido también con El Cojo Ilustrado quince años antes, cuando modernistas y positivistas institucionalizados alternaban con jóvenes regionalistas que estrenaban primeras letras para constituirse luego en el grupo de La Alborada: Julio Rosales, Rómulo Gallegos. Gracias a la tolerancia de José A. Tagliaferro, Cultura Venezolana permitió en sus páginas la coexistencia de positivistas y modernistas al lado de quie­nes exploraban nuevas modalidades literarias: Julio Garmendia, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Rafael Angarita Arvelo y, en especial, aceptó colaboraciones del gran difusor español de las vanguardias: Guillermo de Torre, cuyo texto «El nuevo espíritu cosmopolita» debió encontrar atentos y numerosos lectores entre los jóvenes venezolanos de los años 20. Élite, desde sus comienzos, acogió las nuevas voces. Luego, a partir de 1930, dirigida por uno de los ideólogos literarios de las vanguardias, Carlos Eduardo Frías, asumió papel difusor de primer orden. Otros grupos, también de inclinación renovadora hallaron más grata la experiencia de fundar sus propias revistas. Ocurrió así con la revista Arquero, dirigida por Julio Morales Lara. Luego de la muerte de Gómez, tal como sucedió en lo político por la dispersión en pequeños movimientos, las vanguardias entraron en una fase de enfrentamientos y polémicas signadas por actitudes estéticas o políticas. Así se ilustra el caso de la revista El Ingenioso Hidalgo (fundada por Arturo Uslar Pietri, Alfredo Boulton, Pedro Sotillo y Julián Padrón), criticada sistemáticamente por La Gaceta de América, de franca orientación social revolucionaria, en manos de Inocente Palacios y Miguel Acosta Saignes. Un testigo de época rememora aquellos debates intelectuales así: « 66 » Colección Prólogos También es conveniente referirse a una publicación de escasa vida –como todas a las que venimos refiriéndonos– El Ingenioso Hidalgo. Para los que nos considerábamos entonces muy revolucionarios, esta revista –hecha por Arturo Uslar Pietri, Alfredo Boulton, Pedro Sotillo y Julián Padrón– resultaba reaccionaria y excesivamente artística. Boulton firmaba con el seudónimo de Bruno Pla sus primeros artículos de crítica de pintura. Padrón inició algo semejante a una polémica con Carlos Eduardo Frías, quien le respondía desde las páginas de la Gaceta de América. A tanto tiempo de distancia y a tan larga distancia como es la que la muerte impone, podemos decir que las respuestas de Padrón resultaban incómodas y fueron consideradas como implicaciones políticas muy desagradables para entonces.17 válvula (con minúscula) colocó el detonante de un nuevo comportamiento estético. Merece consideración aparte. Vale adelantar, no obstante, que ni en sus páginas estuvieron representados todos los vanguar­ distas integrantes de la supuesta «generación», ni sus postulados fueron lo suficientemente amplios como para abarcar toda la gama de diferencias ideo­lógicas –políticas o literarias. La mayoría de aquellos jóvenes estrenó armas de adopción tomadas del ultraísmo español o del creacionismo hispanoamericano. Sin embargo, las visiones del mundo subyacentes en el afán metaforizante se oponen. Así la poesía de protesta figura en contigüidad diferencial con los cuentos de aproximación joyceana (Guillermo Meneses), el universalismo temático (Uslar Pietri), el regionalismo revestido de escritura ultraísta (Julián Padrón). Por tanto, precisar un «lenguaje generacional» verificable resulta muy difícil más allá de la simple conjetura. Lo indudable es que por entonces estaba imponiéndose una nueva escritura para la poesía y la narrativa. Esa escritura fue parcial y selectivamente compartida. La dinámica de los idiolectos literarios –concretada por la lingüística– fija variaciones dentro de una misma codificación. Pero es que en el caso del 28 tampoco se podría determinar con absolu­ ta exactitud un solo código compartido o común a todos los nuevos escritores, como insinuaría el concepto de lenguaje generacional. El Domingo Miliani « 67 » realismo social difundido a través de los Clásicos de la Colección Universal de Espasa Calpe, la obra de Barbusse y Upton Sinclair, trazaban una línea muy diferente a la que proponían los ismos de vanguardia. Ambas coexistieron. En unos escritores se operó la simbiosis; en otros, las tendencias se polarizaron. Unos terceros o cuartos asumieron un eclecticismo estético, localista por la materia, vanguardista o realista por la escritura. Por lo demás aquélla es una época en que se intensifi­ ca un rasgo de la literatura hispanoamericana –y tal vez de todas las literaturas–. Se trata de que una corriente «universalizada» por criterios europocéntricos, en cada país adquiere variaciones dialectales semejantes a las de las lenguas «nacionales». Es lo que tipifica «lo nacional» de un determinado momento en la evolución de una literatura. Esa dialectalización, en nuestro caso es su alejamiento o mezcla de escrituras con respecto a las «escuelas» o «movimientos» o «estilos» europeos. Nos parece pertinente transcribir a este propósito una cita que recoge la opinión de Arturo Uslar Pietri: La literatura hispanoamericana nace mezclada e impura, e impura y mezclada alcanza sus más altas expresiones. No hay en su historia nada que se parezca a la ordenada sucesión de escuelas, tendencias y épocas que caracterizan, por ejemplo, a la literatura francesa. En ella nada termina y nada está separado. Todo tiende a superponerse y a fundirse. Lo clásico con lo romántico, lo antiguo con lo moderno, lo popular con lo refinado, lo racional con lo mágico, lo tradicional con lo exótico. Su curso es como el de un río, que acumula y arrastra aguas, troncos, cuerpos y hojas de infinitas procedencias. Es aluvial. Nada es más difícil que clasificar a un escritor hispanoamericano de acuerdo con características de estilos y escuelas. Tiende a extravasarse, a mezclar, a ser mestizo.18 Quizá se trate de un hecho de nuestra historia literaria. Clasificar al escritor como un valor fijo, inmodificable, dentro de un solo movimiento o estilo de escritura se ha convertido en hábito. Se olvida que también el escritor está sumergido en la dialéctica de las transformaciones intelectuales y, por tanto, cambia, niega, se contradice de una a otra época, « 68 » Colección Prólogos de una a otra obra, cuando no se petrifica en un código reiterado que lo agota en sí mismo. Pensamos que ahí está la mayor dificultad para establecer la «taxonomía generacional» de autores y obras, en especial cuando se trata de la heterogeneidad de escrituras producidas por las vanguardias. Desde la Primera Guerra Mundial se agudizaron los cambios de concepciones del mundo –y por tanto del arte– como expresión ideológica de los grandes cambios sociales estimulados a partir de la revolución socialista rusa. En el caso hispanoamericano, antes del Modernismo y con posterioridad a la pérdida de vigencia de los proyectos de unidad planteados por los ideólogos de la emancipación, «lo nacional» se identificó o tradujo por «lo rural», como definidor. La nueva estética dariana propuso una concepción simbólica más universal del arte, pero ésta fue interpretada globalmente por la crítica regionalista como un «exotismo» irresponsable donde no aparecía denotada la realidad socio-histórica. Nuevas investigaciones han comprobado que tales asertos carecían de base, puesto que en la obra de numerosos modernistas tildados de exotizantes, incluido el propio Darío, nuestra realidad estaba simbólicamente connotada, es decir, implicitada en el texto aunque no descrita fotográficamente con la técnica paralizadora de «lo pintoresco local», de ancestro romántico. Los años 20 encontraban a América Latina en plenitud de una toma de conciencia nacionalista frente a las reiteradas agresiones del nuevo adversario político de nuestros países: el imperialismo norteamericano. Ese fenómeno comienza a despertar mentes y brazos desde 1898, a consecuencia del incidente del «Maine», en el epílogo de las luchas de emancipación cubana frente a la dominación española. Pero la presencia imperialista yanqui en Latinoamérica es históricamente muy anterior 19. Siguió la invasión de Santo Domingo (1909), la apropiación del Canal de Panamá, la injerencia yanqui en las luchas libradas por el revolucionario Augusto César Sandino en Nicaragua, cuenta aparte de los sistemáticos hurtos de territorio perpetrados contra México desde 1835. Todo ello conformó un cuadro indignante. Abundaron ensayos y panfletos de protesta que tenían abolengo en los textos de Justo Arosemena, Hostos y Domingo Miliani « 69 » especialmente en Madre América y Nuestra América, de José Martí, El continente enfermo, de César Zumeta y el Ariel, de José Enrique Rodó. Desde entonces la voz de los intelectuales se hizo escuchar alta. A este comportamiento solidario no escapó siquiera el «cosmopolita» Rubén Darío con su famosa «Oda a Teodoro Roosevelt». La Primera Guerra Mundial (1914-1918) y el triunfo de la Revolución Socialista Soviética (1917) centraban las miradas en un destino universal común al hombre contemporáneo, fuese en el sentido de una destrucción genocida (guerra mundial) o de una liberación plena (revolución social). Buena deuda tiene América Latina con la novelística antibélica de Remarque y Henri Barbusse. Este último fue leído y citado abundantemente por nuestros jóvenes antigomecistas. Esa visión universal del mundo se manifestó literariamente en un rechazo al pintoresquismo y al neocriollismo solapados en expresión de vanguardia, aunque hubiera algunos como Padrón y Frías que intentaran conciliaciones. Otros rompieron francamente e ironizaron el color local. Sus antecedentes se hallan en dos escritores cronológicamente anteriores a la vanguardia: José Antonio Ramos Sucre y Julio Garmendia. La continuidad y actualización entre los vanguardistas tiene en Uslar Pietri su exponente más claro. Los indicios de estas rupturas y alejamientos sólo es posible captarlos y agruparlos como caracterizadores en la totalidad de la producción intelectual de aquel momento. Todo lo anterior, a nuestro juicio, induce a concluir que, tanto por lo que alude al aspecto literario como al político, entre los miembros de la supuesta generación de 1928 las brechas y oposiciones existieron desde un comienzo. Esas diferencias colocaron a sus miembros, gradualmente, en situación de extraños, tanto en actitudes literarias como políticas, y los enfrentaron en sus comportamientos frente al devenir del país durante los cincuenta años siguientes. Si se agruparon algunos fue en una misma inconsecuencia de respuesta ante grandes problemas, urgentes cuestiones sociales que, si en aquel tiempo se consideraban inaplazables, al no resolverlas desde el poder –cuando lo han ejercido– mantienen vigencia acusadora. Se conserva entre ellos, sí, una relación de amistad, « 70 » Colección Prólogos de solidaridad aun en las mismas diferencias, que abre o cierra puertas a posibilidades individuales de acceso a altas posiciones políticas y hasta financieras, pero nada más. 4. Insurgencia de vanguardias Dentro de la telaraña de corrientes y contracorrientes que confluyó en los ventisiete años de dictadura gomecista, la fuerza nueva de transformación quedó constituida, sin duda, por las vanguardias: marxistas en lo ideológico, ultraístas, futuristas, surrealistas en lo artístico. Venezuela se ubica, respecto a estas corrientes, en semejanza con el resto de Hispanoamérica. El proceso está siendo objeto de reformulaciones importantes para nuestra historia literaria, por parte de críticos e investigadores recientes. Entre ellos el crítico chileno Nelson Osorio, quien reside e investiga en nuestro país20. A raíz de la aparición de los trabajos de Raúl Agudo Freytes, la investigación de la vanguardia venezolana dejó de centrarse en una fecha única: 1928. Es un proceso que arranca y se expande a lo largo de la década de los 20. Primero, con los aportes de José Juan Tablada y, en menor medida, de Carlos Pellicer. Luego con la producción de los primeros textos de Salustio González Rincones, Fernando Paz Castillo, Julio Garmendia, quienes recibieron con entusiasmo y comentaron las nuevas propuestas estéticas. Vanguardias políticas y literarias afectan de modo directo la produc-­ ­ción intelectual que parte de los comienzos del 20, sea por aceptación o repudio, hasta hoy. Sea en función de ideologías artísticas o políticas, sea en divergencias de praxis vital y de respeto o desacato a los escritores precedentes. Sus resonancias fueron proyectándose y abriendo fisuras en las ideologías dominantes del Positivismo y el Modernismo. Curiosamente, los receptores esenciales de aquel movimiento fueron precisamente los grupos intelectuales en el poder, puesto que el país mantuvo sus índices de analfabetismo casi en 80% hasta la muerte de Gómez. Y también es de notar que, salvo el caso excepcional de Gil Fortoul, el Domingo Miliani « 71 » ataque vino de las viejas promociones contra los nuevos y no al revés. Es más, quienes cronológicamente eran mayores y se identificaron con las modalidades en germinación fueron escarnecidos duramente por los pontífices del credo imperante, como ocurrió con Leopoldo Landaeta. Lo cierto es que la vanguardia inundó el espacio intelectual y se impuso al menos en algunos rasgos de su lenguaje. Ni siquiera en los cuentistas de más acendrada convicción revolucionaria está ausente la renovación. Finalmente el proceso cristaliza en una figura inicial, una actitud, una revista y un libro. Esa figura es Arturo Uslar Pietri. La actitud, una posición iconoclasta, conciencia crítica frente a las estéticas en declive. La revista, válvula; la obra: Barrabás y otros relatos. En cuanto a figuras anteriores en las cuales pudieran hallarse antecedentes, Julio Garmendia se manifiesta como el gran decodificador. Sus primeros cuentos, antes de formar volumen, aparecieron en la revista Cultura Venezolana, al menos algunos de ellos. Estaban escritos desde 1922, antes de que su autor viajara a Europa21. Garmendia no llegó a identificarse explícitamente con los nuevos códigos de la vanguardia, aunque por la vía de un universalismo fantástico anclado en el contexto venezolano apuntaba hacia el futuro renovador. Su libro se publicó en París: La Tienda de Muñecos, 1927. En Venezuela circularon pocos ejemplares. Sobre estas referencias he sostenido la tesis de su insularidad, en el sentido de que su obra no ejerció influjo inmediato en la afirmación de nuestra vanguardia, pero en cuanto a su mensaje estético lo alejó del grupo intelectual donde estrenó sus excepcionales dotes de escritor: los autores de 1918. Otros colegas investigadores han refutado mi planteamiento. Los cito y respeto sin compartir sus argumentaciones22. Julio Garmendia escribió notas y comentarios sobre poetas «nuevos». Se refería en este caso a innovaciones menores desarrolladas por compañeros de tertulia en 1918, en quienes despuntaba alguna frase futurista apenas indicial –Pedro Sotillo– o en cuya obra aparecía cierta predisposición de alejamiento postmodernista con referencia a las corrientes imperantes, aun en autores que luego aportarían libros de interés ubicables en la vanguardia. Es el caso, por ejemplo, de Jacinto Fombona Pachano. De él puede considerarse próxima a la escritura surrealista la « 72 » Colección Prólogos expresión de su poemario Las torres desprevenidas publicado en 1940. Caso diferente fue el de Antonio Arráiz, también comentado por Garmendia, en cuyo libro Áspero eran perceptibles rupturas formales incluso con el postmodernismo. En la narrativa continuaba redundando como tendencia oficial el Moder­nismo y su variante criollista. De contraparte, los primeros relatos de un realismo social-grotesco: Pocaterra. Por último, el aporte excepcional de una novela introspectiva escrita y publicada por Teresa de la Parra en París: Ifigenia, de la cual el mismo Pocaterra había dado a conocer fragmentos en su revista La Lectura Semanal (1922). La mayor atención de lectores seguía concentrándose, no obstante, en Díaz Rodríguez y Urbaneja Achelpohl, a más de sus epígonos criollistas y cosmopolitas: Rafael Cabrera Malo, Alejandro Fernández García (Bucares en flor). Discreta pero tímidamente buscaban diferenciarse los regionalistas Julio Rosales (Aires puros, 1922) y Rómulo Gallegos (El último Solar, 1920). Las direcciones donde a mucha distancia temporal se observa una ruptura más profunda, desde la perspectiva de un lector de hoy, pueden hallarse en «El hombre de otra parte» (1925) de Ángel Miguel Queremel; en los Cuentos frívolos (1924) de Manuel Guillermo Díaz (Blas Millán) y en las «Acotaciones de un pesimista» de Joaquín González Eiris. No podría afirmarse, empero, que fueran estos autores –salvo Queremel– conscientes introductores de la vanguardia en el cuento. De ahí que en un panorama escaso en volumen de obras renovadoras, la aparición sucesiva de La Tienda de Muñecos (1927) y Barrabás y otros relatos (1928) significaran históricamente un verdadero impacto. El primer libro, lejano y destinado a dejar impronta varios decenios después; el otro, puesto a título de blanco para recibir los dardos de la reacción contra la vanguardia. Y entonces el año 1928 cobra también sentido muy particular para la historia del cuento venezolano gracias a este primer volumen editado por Arturo Uslar Pietri. Domingo Miliani « 73 » 5. válvula, detonante La primera expresión escrita de una conciencia vanguardista, preexistente a un numeroso grupo de escritores, fue la revista válvula. No sólo su manifiesto o página inicial, que comienza «Somos...» (redactada íntegramente por Arturo Uslar Pietri) sino una buena cantidad de pequeñas notas teóricas como «El bauprés en el horizonte», «Forma y vanguardia», además del «Auto de fe» lanzado por un detractor del Modernismo, Leopoldo Landaeta, arremetían frontalmente contra el academicismo intelectual de modernistas y criollistas atalayados en el poder político. La revista fue fundada por un grupo que conformaron Arturo Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob, Juan Oropesa, Joaquín Gabaldón Márquez, Miguel Otero Silva, Luis Rafael Castro, Alfonso Espinosa, José Salazar Domínguez, Pedro Sotillo, el dibujante cubista Rafael Rivero Oramas, además de dos integrantes de promociones anteriores: Fernando Paz Castillo y Leopoldo Landaeta. La decisión de renovar y crear como responsabilidad asumida en el manifiesto editorial implicaba, además, una apertura hacia el mundo, un rechazo a los conceptos de escuelas y demás rótulos literarios. La intención de sugerir, más que la de imponer nuevos cánones condenados a institucionalizarse, latía en aquella voluntad de sacudida. En ella se involucraban todas las artes, no sólo la literatura. Desde tiempos del Círculo de Bellas Artes, en Venezuela habían coincidido pintores, músicos, poetas, en reuniones donde se discutía fraternal y, a veces también, acaloradamente, sus problemas estéticos. Con otro instrumento conceptual, divergente del Círculo fundado en 1911, se abarcaba, en la brevedad de la página-manifiesto la pintura llamada a trascender en «cuatro brochazos»; una música apta a encerrar en una nota «íntegro, un estado de alma». Por lo demás había un reto a las tendencias dominantes oficializadas, contra las cuales el «puñado» de jóvenes se mostraba «sin caridad». Tampoco habrían de practicarla sus censores, especialmente el más encarnizado: Jesús Semprum, quien firmaba con el seudónimo Sagitario y arremetió furiosamente desde las páginas del semanario Fantoches. « 74 » Colección Prólogos El crítico iniciaba su nota con un irónico párrafo donde todos los nombres propios aparecen con minúscula, igual que ocurría con la tendencia neotipográfica incorporada en válvula a partir del propio título, escrito en esa forma. Omite la puntuación y los acentos, ridiculiza, en una palabra, aquella irrupción de quiebra con las normas formales de la escritura. La infeliz actitud de quien hasta entonces fuera uno de los más receptivos críticos de nuestra literatura nueva, el mismo que elogió las audacias poéticas de José Antonio Ramos Sucre y prologó la primera edición de La Tienda de Muñecos de Julio Garmendia, hace gala de un sarcasmo ambiguo donde pone en tela de juicio hasta la hombría de quienes empuñaban las consignas de vanguardia. No aportó, en cambio, argumentos ideológicos estéticos que pudieran admitirse como refutación a las ideas inaugurales de aquel movimiento que él calificó de suicida y donde se habrían inmolado, a su juicio, los nombres de Pedro Sotillo o Ramos Sucre entre quienes rompieron códigos instaurados desde 1918. Se alboroza de ver liquidado a Leopoldo Landaeta y lamenta los «extravíos» de tantos jóvenes de talento. Semprum, atado a los cánones del Modernismo y del Criollismo, perdió la visión crítica entonces. No así José Gil Fortoul. El ex encargado de la presidencia de la República, ideólogo de la dictadura, manifestó abierta simpatía por las nuevas orientaciones. Había prometido una conferencia sobre la vanguardia para los festejos de la Semana del Estudiante. El rumbo que tomó aquel acontecimiento lo llevó a enfermarse prudentemente con lo que Joaquín Gabaldón Márquez llama «una gripecilla diplomá­tica»23. El texto de lo que habría sido aquella disertación puede leerse en Sinfonía inacabada. Por cierto, Gil Fortoul no sólo admitió la renovación sino que atinó a filiar el movimiento venezolano dentro de los ismos vigentes en Europa e Hispanoamérica. Expuso con discreción el propósito básico de los escritores de válvula: «En primer lugar no se trata de pintar o describir la realidad tal como ella aparece al vulgo, sino tal como el pintor y el poeta pretenden verla, con la mayor sobriedad y la mayor sugestión»24. Aquella reacción contra el realismo y, en particular contra el principio parroquiano de la literatura «criollista» había sido propuesta por la van- Domingo Miliani « 75 » guardia como un imperativo: «Nos juzgamos llamados al cumplimiento de un tremendo deber, insinuado e impuesto por nosotros mismos, el de renovar y crear. La razón de nuestra obra la dará el tiempo. Trabajaremos compréndasenos o no»25. Nativismo y criollismo como expresiones únicas de una «literatura nacional» obnubilaron las sensibilidades modernistas y postmodernistas. Regionalistas fueron la poesía y la prosa narrativa escritas por los grupos de La Alborada y del 18. Paisajista fue la pintura llamada de la escuela del Ávila, derivación del Círculo de Bellas Artes. El semanario Fantoches, de ejemplar valentía en su lucha humorística contra la dictadura de Gómez, mantuvo su adhesión a la estética del criollismo, durante la dirección de Leoncio Martínez y bajo la orientación ideológica de su crítico oficial Jesús Semprum. Un antiguo dilema vino a plantearse en otros términos distintos al cosmopolitismo de los modernistas. Para las vanguardias el reto consistía en oponer el universalismo al nacionalismo rural. Ductor estético de las vanguardias venezolanas había sido Guillermo de Torre. En el «Frontispicio» de sus Literaturas europeas de vanguardia (1925) había señalado: «Mas estamos desposeídos totalmente de todo espíritu nacionalista: nuestra mirada perfora las fronteras y enlaza plurales horizontes»26. Se intentaba, pues, romper con la tradición académica dominante, no sólo en la literatura, sino también en el poder político. El manifiesto aludía explícitamente a las «pomposas escuelas difuntas» y propugnaba universalidad de temas y lenguajes, para lo cual «el ritmo y el corazón del mundo nos dará la pauta». Los aferrados a viejos moldes entendieron bien la provocación, aunque no el lenguaje en que detonaba. Y justamente en el lenguaje, en los temas, en la anarquía de las imágenes, en la libre asociación de las metáforas autónomas, en la neotipografía germinaban los corrosivos más poderosos contra el método siglo XIX que seguía tiranizando las técnicas del cuento y la novela. Más urticante que el propio manifiesto debió parecer a los académicos el zumbón «Auto de fe» escrito por un hombre de las viejas huestes literarias: Leopoldo Landaeta. La enfática manera de aconsejar a los jóvenes era un guante lanzado al mismo rostro de los modernistas y criollis- « 76 » Colección Prólogos tas entronizados. «El pasado no les ofrece sino retórica: declamaciones y perifollos de una literatura artificiosa, ajena a la realidad venezolana: echen todo eso a la hoguera, sin temor de cometer injusticia, que si allí existe algo valioso, resistirá a la prueba del fuego, y ustedes mismos se encargarán de recoger entre las escorias el oro de buena ley. Por mi parte, a ejemplo de Boticcelli con sus cuadros, echaré en el fuego mi carga de falsa literatura»27. Con semejantes andanadas dirigidas a la intencional ruptura estética, que era también cuestionamiento político de las posiciones oficiales, aquel mes de enero de 1928 terminó convertido en un campo de batalla literario sobre o contra la vanguardia, víspera de la arremetida burlesca en lo político, desplegada en la Semana del Estudiante del mes siguiente. Semprum abrió los fuegos en contra. Uslar Pietri replicó en prosa de ironías equivalentes, pero añadió una nota conceptual importante: «el desligamiento de la tradición» y reiteró la idea de la vanguardia como el arte de sugerir. Finalmente insiste en la tremenda ignorancia con que fue recibido el impacto ideológico que significó aquella efervescencia intelectual dentro de un clima de dictadura estética por parte de modernistas y positivistas oficializados, o los sobrevivientes de un romanticismo católico atrincherado en la Academia de la Lengua desde los días de don Julio Calcaño. Semprum estableció la modalidad de escribir sin puntuación y con minúscula como burla. Y terminó implorando: «Que Dios tenga piedad de la válvula y de los hombres que por ahí se desahogan. La caridad es lo único divino que hay en el podrido barro humano. ¿Pueden tener fe ni esperanza estos jóvenes que se despojan de la caridad y se quedan desnudos a pleno sol, escandalosos de vergüenza?»28. Uslar, en su réplica insistía en la idea de que «... la vanguardia ha necesitado de una forma exterior aparatosa para significar su desligamiento de la tradición, para que al simple golpe de vista se dé cuenta el lector de que se trata de una cosa distinta, pero, lo gritamos, y lo sostenemos, no constituye ello lo esencial de su credo, se trata sólo de un fenómeno de formas exteriores del que no vacilaremos en despojarnos cuando seamos comprendidos». Y en el párrafo final apuntaba que «... la piedra liminar Domingo Miliani « 77 » de nuestro credo es la absoluta libertad personal del artista dentro de su emoción, con la sola consigna de sugerir lo más posible en el sentido de lo hondo, de lo alto y de lo amplio»29. Pese a todos los propósitos de clarificación manifestados por los vanguardistas, la sorna continuó cebada en el aspecto neotipográfico. Otros salieron en defensa de la tradición bajo pretexto de amplificar el vanguardismo; entre ellos Lino Sutil, seudónimo de Rafael Silva30. En dirección distinta se orientó Antonio Planchart Burguillos, quien intentaba la identificación del proceso vanguardista de producción de textos con la fabricación serial de productos manufacturados. Premeditadamente ligaba el fenómeno de la «rusofilia» de seudónimos terminados en ich o en iev con la vanguardia. Sobre todo persistía en considerar la eclosión a partir de válvula como una simple moda que, en verdad, no produjo obra tan al «por mayor» como él pronosticaba. En el fondo, toda su argumentación, apoyada en Gabriel Tarde, entraba furtivamente a defender el «autoctonismo» de la norma literaria contra la apertura universalizante que propugnó la vanguardia31. Una defensa más abierta de los cánones modernistas, de las reglas «racionales» del arte, del impresionismo, como supremo ideal del escritor, aflora de otro texto escrito contra la vanguardia por Avelino Martínez, quien considera a los nuevos escritores vacíos de inspiración, hilvanadores de perífrasis carentes de sentido, «snobistas»; en fin, entiende la autonomía y el automatismo del lenguaje como algo que «sugiérenos un jardín cultivado por loco con la manía de arrancar los rosales y resembrarlos con las raíces para arriba»32. Expediente parecido al de Semprum, de utilizar la minúscula inicial en nombres propios aplicó Tulio Martínez, un mes más tarde de la aparición de válvula, para embestir contra Leopoldo Landaeta y salir igualmente en defensa de la institucionalidad modernista33. En posición más equilibrada, dotado de extraordinaria cultura, el filósofo venezolano Gabriel Espinoza dedicó tres notas al tema de «El vanguardismo, sus extravagancias y sus límites»34. Hombre esencialmente racionalista, no aceptó la posibilidad de que una lógica poética utilizara recursos de exigencias mayores al lector, como el automatismo de « 78 » Colección Prólogos la escritura, la supresión de signos de puntuación, la autonomía de la imagen respecto a la realidad –planteamiento extremo del creacionismo que luego fue rectificado por las vanguardias–; en cambio comprendió e ilustró con penetración la conquista de la libertad rítmica, la polifonía del verso y otros aspectos que fueron la base sustentadora de una estética nueva. Entre los implicados de una u otra manera en válvula, Rafael Angarita Arvelo, Fernando Paz Castillo y Uslar Pietri aportaron los argumentos de defensa. Uslar Pietri refutó una nota bastante insustancial escrita por Carlos L. Capriles35. El texto es interesante porque el joven redactor del manifiesto hace justo alarde de una formación cultural temprana. Atribuye la apertura necesaria hacia nuevos lenguajes al proceso de sacudida que significó en todos los órdenes la Primera Guerra Mundial. Añade la idea de que «El arte de las vanguardias no es de atrevimiento y tropel», sino de mesura y busca responsable de nuevos itinerarios estéticos. Finaliza con dos planteamientos de enorme importancia: «La vanguardia no se propone levantar estatuas sino desnudar ideas. Es más lógico y más de hombres». Se trata, pues, de ir «a la busca de una estética más sincera»36. Angarita Arvelo puso el acento en el espíritu futurista de la vanguardia; hizo señalamientos a los escritores del 18 y apuntó sus consecuencias inmediatas en la Primera Guerra. La nota era aún juvenilmente confusa. Glosaba versos de Byeli y proclamaba simpatías por la Revolución Soviética, muy entre líneas37. Fernando Paz Castillo, maduro y dueño de una cultura literaria más decantada venía de los contingentes de 1918 y se incorporó con entusiasmo a la vanguardia, pero también con mesura y serenidad reflexiva. En una nota sobre el tema comenzaba afirmando: «No hay vanguardismo. Hay muchas formas nuevas de expresión que producen una aparente anarquía entre los escritores, y digo aparente, porque en el fondo todos están de acuerdo en una cosa: en darle al arte autonomía, en hacerlo puro, sin llegar por ello al concepto desinteresado del arte por el arte»38. Insistía en que «lo que hay es un espíritu nuevo», expandido a otras actividades más allá del arte, incluso de la ciencia y la reflexión: Spengler, Einstein. Y dentro de ese espíritu nuevo, con notable penetración seña- Domingo Miliani « 79 » laba la existencia de una heterogeneidad de muchos ismos implicados en el término vanguardia. Su nota aludía críticamente a las observaciones de Gil Fortoul y de Febres Cordero (¿Tulio?) sobre las vanguardias, entendidas por este último como «desorden». En conclusión, a semejanza de lo que políticamente fue la Semana del Estudiante de 1928, la insurgencia de vanguardia en Venezuela tuvo un primer punto de impacto, un detonante, en la aparición del primer y único número de válvula. Ataques y defensas fueron tejiéndose desde aquel enero de 1928 hasta septiembre del mismo año, cuando circuló el primer libro claramente inserto en la nueva estética: los cuentos de Barrabás y otros relatos. En ambos acontecimientos, la figura de Arturo Uslar Pietri ocupó primera fila literaria, aunque en lo político no tuviera participación equiparable. 6. Evolución intelectual de Uslar Pietri Arturo Uslar Pietri nació en Caracas el 16 de mayo de 1906, hijo mayor del matrimonio entre el general Arturo Uslar y la señora Helena Pietri. Su infancia y adolescencia estuvieron enmarcadas por la provincia venezolana: Los Teques, Maracay, Cagua. Desde 1915 conoció a un compañero que ejercería en él influjo importante y con quien habría de compartir el crecimiento intelectual: Carlos Eduardo Frías. Hay una incidencia particular que podría explicar en cierto modo la actitud de Arturo Uslar Pietri en sus días juveniles, con respecto a los acontecimientos políticos encabezados por los universitarios contra Juan Vicente Gómez. Su abuelo materno, el médico y general Juan Pietri fue amigo personal del dictador. Estuvo entre quienes lo impulsaron a actuar contra Cipriano Castro, en 1908. Cuando Gómez asumió la Presidencia, el general Pietri formó parte del Consejo de Gobierno, primero como ministro de Hacienda y luego como vicepresidente de la República, en el desempeño de cuya responsabilidad murió en 191139. Uslar era entonces un niño de 5 años; sin embargo, esos vínculos de familia y la condición militar de su padre debieron pesar sobre el joven que desde 1923 cursaba « 80 » Colección Prólogos Ciencias Políticas en la Universidad Central. Su conducta en las acciones estudiantiles fue, pues, muy discreta, de modo particular en las protestas de 1928, cuando estaba apenas a un año de obtener su título de Abogado. En cambio, desde temprano se definió en él la vocación literaria. Como alumno de secundaria en el Colegio San José de Los Teques empezó a escribir primeras páginas. Ya en 1922 había publicado un texto, «La lucha» en Billiken. Sus colaboraciones se hicieron frecuentes también en El Universal y El Nuevo Diario40. Lector temprano de modernistas y simbolistas, Eugenio de Castro, Gómez Carrillo, Remy de Gourmont, Darío, Lugones, Herrera y Reissig, Horacio Quiroga, Valle Inclán, su escritura inicial estuvo señalada por esas tendencias. A partir de 1925 cambian las perspectivas: contactos intelectuales con otros jóvenes universitarios, nuevas fuentes de lectura: los realistas rusos: Andreiev, Gogol, en especial el libro común de aquellos estudiantes: Sashka Yegulev. Además la Revista de Occidente, editada en Madrid por Ortega y Gasset, y una especie de breviario para el aprendizaje de las nuevas estéticas: Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo de Torre41. De 1925 en adelante se incrementa la producción y publicación de textos. Fue abundante la escritura de poemas que sólo recogería en libro ya en plenitud de su carrera literaria: Manoa (1972). Los primeros cuentos empiezan a difundirse por la misma época42. La vida de aquel escritor de 20 años estaba delimitada. Antes de que estallase la pequeña escaramuza intelectual contra válvula, Uslar había publicado un texto dramático reimpreso luego en la revista: «E ultreja»43. En 1927, un año antes de redactar el manifiesto editorial de válvula había publicado un ensayo teórico sobre vanguardismo44. El intelectual ostentaba familiaridad con principios de la filosofía de Spengler. Estrenaba prosa enérgica y el poder dialéctico de argumentación que no ha abandonado al ensayista. Cita a Góngora junto a Goya, Whitman, Mallarmé, Wilde, Lautréamont, Rimbaud, Marinetti, Cocteau, Picasso, Tzara, Huidobro. No le es ajena la inclinación hacia los problemas de la plástica, tan palpable en el conjunto de su obra. Lo más sorprendente es que aquel ensayo de juventud Domingo Miliani « 81 » está escrito para refutar puntos de vista reticentes sobre las vanguardias, expuestos nada menos que por César Vallejo. Cobra relieve singular una cita extensa, si se piensa que fue esgrimida como argumento en aquellos días de agrio debate a lo largo de toda América: Pero ha habido sin embargo hombres superficiales que han tomado la vanguardia como una excentricidad de artistas ociosos, como un aspec­to de la antigua manía bohemia de epatar a los burgueses, localizándola como propia del grupo que por mayores facilidades de medio y ubicación ha podido vocearla más; colocados sobre esta falsa base han intentado gritar que las nuevas generaciones de América son plagiarias del arte moderno europeo. Uno de éstos es César Vallejo, sudamericano, quien enrostra a las gentes jóvenes del continente tamaña vaciedad. Bien se ve que no se ha tomado el trabajo de saber que pertenecemos a una cultura, en todo el ancho sentido que encierra el puñado de letras, y que un fenómeno de ella ha de arropar a todos los hombres que la constituyen con las necesidades de las fuerzas fisiológicas, sin que puedan decirse plagiarios los unos de los otros, pero sí con el derecho de llamar desertores o rezagados a los que no tienen el valor de colocarse en su momento histórico. La vanguardia no es ni individual, ni nacional, es un fenómeno de nuestra cultura que cae sobre todos y que estamos en el deber de ponerle los hombros para que se apoye.45 Así de maduramente razonaba quien apenas unas semanas después asumiría el papel de ductor ideológico-literario del famoso manifiesto con que se abría válvula. Pero más que en esta última página de combate, en el ensayo de 1927 existe y se exhibe un conocimiento preciso del acontecer literario hispanoamericano por parte de Uslar Pietri. Así consideraba precursores de las nuevas modalidades a Darío y Herrera y Reissig, afirmación que la crítica más reciente ha corroborado. Sabía también de la trascendencia que la obra de José Juan Tablada tuvo para el momento germinal de nuestra vanguardia, «cuyos entretenimientos no palidecen ante los Caligrammes de Apollinaire». En otros párrafos recuenta su familiaridad con la evolución de las vanguardias hispano- « 82 » Colección Prólogos americanas, de las cuales menciona: estridentismo mexicano, vedrinismo antillano, nativismo uruguayo de Silva Valdés, creacionismo de Huidobro y la polémica de éste con Reverdy. Semejantes evidencias en un ensayo previo a la aparición de válvula plantean una rectificación. El propio Uslar Pietri, en repetidas ocasiones ha sostenido que por aquellos años de su iniciación literaria era muy poca y fragmentaria la información manejada por él y sus compañeros46. De ser así, no por fragmentaria puede colegirse que dicha información estética no hubiera conectado claramente el movimiento venezolano con lo que estaba sucediendo en otras partes del continente. El mejor testimonio lo aporta Uslar. De los textos polémicos reseñados antes a propósito de válvula, si se excluyen las tres notas bien meditadas que publicó Ga­briel Espinosa, no se halla ninguna otra página tan medulosa y con manejo más rico de conceptos que el ensayo de Uslar Pietri, producido, insistimos, antes de que se publicara la revista. Con lo anterior creemos que puedan disiparse las sospechas de parcialidad por preferencias personales cuando se afirma que fue Arturo Uslar Pietri la figura decisiva, por conciencia y actuación en lo que a estremecimiento literario representó el año 1928 en la vanguardia venezolana. Y más: su papel intelectual estuvo en todo caso a la altura de quienes en otro terreno, el político, desplegaron un frente capaz de conmocionar un país aletargado por represiones de toda especie. Entre enero y septiembre de 1928 Arturo Uslar Pietri llena un indisputable primer plano intelectual, tanto por sus intervenciones en el escándalo y la polémica de válvula como por la aparición de su primer libro de cuentos. En 1929, doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad Central de Venezuela, se marcha a Europa. Lleva investidura de funcionario diplomático en la Legación de Venezuela ante el gobierno francés y representante ad honorem en la Sociedad de Naciones. Se le ha encargado innu­merables veces el desempeño de esas funciones cuando sus compañeros de aulas universitarias estaban prisioneros o en el exilio. Seguimos creyendo que este criterio puede tener validez histórica para juzgar su conducta política de juventud, pero no como expediente para negar su obra. Además, vistos los hechos desde una perspectiva contem- Domingo Miliani « 83 » poránea y en contraste con la actitud posterior de muchos protagonistas estudiantiles de 1928 se pueden considerar los hechos sin que medien resentimientos de grupo. Para efectos de la historia literaria, aun así, este criterio resulta estrecho a la hora de valorar obras. En esos mismos años, Julio Garmendia desempeñaba también modestísimos cargos diplomáticos y otro tanto ocurría con Enrique Bernardo Núñez, para citar sólo a aquéllos no involucrados en la cohorte oficial de modernistas y positivistas, plegados incondicionalmente al régimen. En los casos de Garmendia y Núñez, como en el de Uslar, la excepcional calidad de la obra legada diferencia campos. Se hace innegable. En Europa, Uslar Pietri tuvo oportunidad de afirmar como experiencia lo que en Caracas había sido vislumbre asimilado en páginas de libros y revistas donde se hablaba de nuevas modalidades culturales. El gusto por la pintura se acentúa. Lee con avidez a Bretón, Eluard, Maurois, Mauriac, Giono, Michaux, Céline. Frecuenta las tertulias surrealistas de La Coupole. Se actualiza en las controversias generadas a partir del Segundo Manifiesto Surrealista y las ácidas disensiones provocadas entre Bretón y sus seguidores, que terminan en detractores. No hace, pues, ni más ni menos, que otros hispanoamericanos con quienes entabla contacto inmediato: Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Luis Cardoza y Aragón, Max Jiménez. Conoce a intelectuales europeos que estaban en primera línea de las transformaciones literarias: Rafael Alberti, Robert Desnos, Max Darieux, Jean Cassou, Adolphe de Falgairolles, George Pillement, Curzio Malaparte, Massimo Pontempelli y otros47. Continuos viajes amplían su visión de Europa. Recorre Italia, España, Inglaterra. Lo estimulante para él, sin embargo, sigue siendo la convivencia con la capital francesa: Hace veinte años yo era muy joven y vivía en París. Estaba entregado a esa ciudad como con una fascinación mágica. Su color, su olor, las formas de su vida, me parecían el solo color, el solo olor, las únicas formas de vida apetecibles y dignas de un hombre verdaderamente culto. A veces me ocurría soñar que me había marchado y me despertaba, en mitad de la noche, con el sobresalto de una pesadilla. Cuando salía a algún corto viaje, el regreso me parecía una maravillosa fiesta.48 « 84 » Colección Prólogos En cuanto a escritura, el cambio más notable operado en el novel cuentista de Barrabás y otros relatos fue su incursión afortunada en la novela, quizá la más afortunada. Fue inducido tal vez por la amistad de dos latinoamericanos que lo animaron, con quienes intercambió experiencias y lecturas de originales: Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias. Este último residía en Europa desde 1923. Luego de un corto paso de cinco meses por Inglaterra se había radicado en París. Cursaba con George Reynaud algunas materias relacionadas con las culturas mayenses de Mesoamérica. Tomaba conciencia a fondo del contexto cultural de su propio ámbito nativo, irónicamente desde Francia. Es la famosa búsqueda de una perspectiva de distancia, que los novelistas contemporáneos latinoamericanos han revivido. Asturias ampliaba un cuento, «Los mendigos políticos», para convertirlo en El señor Presidente. En 1930 había publicado en Madrid sus Leyendas de Guatemala, que tanto admiraron a Paul Valéry. Carpentier, por su parte, se ocupaba de preferencia en asuntos musicales y de radiodifusión en la emisora francesa, mientras escribía su novela Ecue-yamba-O, editada en Madrid en 1933. En los tres escritores había común preocupación por las nuevas técnicas literarias, particularmente algunas aportadas por el surrealismo, notoria presencia en la obra producida por ellos en aquellos años parisinos. Además, había un común desvelo por estremecer los gastados esquemas académicos del español: En esa época hablábamos de un modo inagotable de literatura, de lo que estábamos haciendo, de lo que había que hacer, de lo que estaban haciendo los demás, con un verdadero amor delirante de la palabra, que era muy curioso. A veces nos daban las dos de la mañana elucubrando sobre palabras y dándole vueltas a giros idiomáticos. Yo me acuerdo, anecdóticamente de una cosa... ¿Usted recuerda la frase con que comienza El señor Presidente? Yo me la sé de memoria porque se la oí a Miguel Ángel ochocientas veces. Dice: «¡Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!». Y después añade «maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz». Ese «maldoblestar» es producto de algo muy gracioso. Un día estábamos hablando del empobrecimiento general del español; se había Domingo Miliani « 85 » empobrecido pero había sido muy rico en los comienzos. Luego había caído en una pobreza retórica y dramática muy grande. Yo le decía que una de las cosas que revelaban la riqueza inicial del castellano y de la libertad con que lo usaban, algo que luego se perdió, eran los libros que hizo publicar Alfonso X El Sabio y, particularmente, la General Estoria y las Siete Partidas. Leyendo las Siete Partidas uno se quedaba asombrado de cómo usaban la lengua; la riqueza, variedad y propiedad con que la usaban de una manera creadora, espontánea, con una especie de juego del valor de las palabras y le decía yo a Miguel Ángel una frase que había encontrado leyendo las Siete Partidas –ya no recuerdo en qué punto–; allí, en lugar de decir «de cualquier naturaleza que fuese», dice: «de cualnaturaquier que fuese». Miguel Ángel se impresionó mucho y de ahí salió el «maldoblestar» que escribió luego en El señor Presidente.49 Con la fruición de penetrar la raíz misma de su instrumento expresivo, el intelectual de 24 años emprende la redacción de Las lanzas coloradas. Un modo de ir a los orígenes de la conciencia nacional en agraz, en el período emancipador, sin caer en los esquemas de la novela histórica galdosiana. Nuestro parecer es que en las tres novelas nombradas –Ecue-yambaO, Las lanzas coloradas y El señor Presidente– se estaba operando una verdadera transformación en la narrativa hispanoamericana de los 30. De ellas, la primera en ser editada fue la de Uslar Pietri; la de más tardía aparición, El señor Presidente. En las tres se hallan delineados los rasgos que posteriormente se darían en llamar «realismo mágico», término introducido en la teoría literaria hispanoamericana por el mismo Uslar Pietri, como se verá. Los tres autores, asiduos partícipes en las tertulias del surrealismo francés, procuraban alejarse de aquellos códigos, sin desconocer sus aportes, más bien estudiaban sus postulados para proyectarlos sobre la realidad artística de Hispanoamérica. Con los años, Alejo Carpentier hablará de «lo real maravilloso americano», como nivel diferencial del maravilloso surrealista50. Y Uslar, parafraseando la expresión aplicada por Franz Roh al campo de las artes plásticas de los años 20, pondrá a circular el concepto de «realismo mágico»51. « 86 » Colección Prólogos En París, Uslar no sólo maduró con la asimilación de nuevas técnicas que se imponían a través de Bretón y que tuvieron largo expediente de antecesores, sino que también reafirmó sus convicciones hispanoamericanas, al igual que sus otros dos compañeros más próximos. Un americanismo mágico fue el resultado, algo que más tarde evolucionó hasta generar la versión mágica del realismo. Esto es indicio de que la aceptación de algunos cánones surrealistas obedeció a estudio crítico, a discernimiento y reflexión. No fue un simple contagio de modas y modos de escribir. Más tarde los tres escritores –Asturias, Carpentier, Uslar– fueron desechando la cadena de prejuicios –favorables o adversos– sobre el regionalismo y volvieron los ojos a la realidad neocontinental con otra óptica más moderna, en busca de temas propios que permitieran un tratamiento nuevo o maravilloso de lo real, como reiteradamente lo ha venido proponiendo Carpentier. Los tres escritores radicados en el París de 1931 no estaban ajenos, por lo demás, a la fuerte manifestación de un antiimperialismo literario e ideológico que estaba vigente entre los escritores de toda América y que estimulaba en Europa la incansable combatividad de Henri Barbusse. La literatura de combate fue más violenta en Asturias, más doctrinaria en Carpentier, atenuada por una visión artística del mundo en Uslar. Asturias había fundado en París la Asociación General de Estudiantes Latinoamericanos junto con el uruguayo Carlos Quijano. En diversas formas exteriorizaban su solidaridad con las luchas antiimperialistas de Sandino en Nicaragua52. Carpentier funda y es jefe de redacción de la revista Imán, patrocinada por Elvira de Alvear. Ya para entonces, el novelista cubano escribía en la revista Carteles de La Habana sobre la nueva visión –maravillosa– de lo americano53. Aquel año de 1931, Uslar Pietri había concluido Las lanzas coloradas. Viaja a Madrid para editar la novela en las prensas de Zeus. Con ella alcanzaría consagración en el ámbito de la lengua española. La obra es seleccionada entre las mejores del mes en Madrid, por un jurado que integraban Azorín, Ramón Pérez de Ayala, José María Salaverría, Enrique Diez-Canedo, Pedro Sáinz Rodríguez y Ricardo Baeza. Los años siguientes transcurren entre viajes. Periódicamente va a Domingo Miliani « 87 » Gi­nebra, como Delegado de Venezuela ante la Sociedad de Naciones. Co­noce Marruecos acompañado por Miguel Ángel Asturias. En febrero de 1934 emprende regreso a Venezuela. El país vivía entonces los estertores de la dictadura gomecista. El viejo cacique andino había reasumido directamente la presidencia en 1932. La bonanza fiscal procedente del auge petrolero había permanecido y se incrementaba año tras año. El país se había remozado materialmente en algunos aspectos. El 17 de diciembre de 1935 muere Juan Vicente Gómez. El país grita y desborda su júbilo. Eleazar López Contreras asume provisionalmente la Presidencia. Quedaba cerrado así el siniestro período de 27 años de dictadura, que Eustoquio Gómez –hermano del dictador– y el coronel Tarazona habían pretendido alargar mediante la liquidación física de López Contreras, en una conjura que resultó fallida. El Presidente de transición termina contando con el apoyo de la mayoría y la adhesión casi inmediata de numerosos intelectuales. Uslar se incorpora, desde el momento de su regreso, a la vida cultural del país. Ingresa en la Facultad de Derecho de la Universidad Central como profesor de la primera cátedra de Economía Política. En lo literario, ya afirmado, tanto por la consagración que le valió Las lanzas coloradas, como por la traducción de algunos cuentos suyos a otras lenguas, rápidamente volvió a entrar en contacto con antiguos compañeros de faenas intelectuales. Seguido por Pedro Sotillo, Julián Padrón, el fotógrafo Alfredo Boulton (Bruno Pla) funda la revista El Ingenioso Hidalgo. El primer número circuló en marzo de 1935. Allí publicó su ensayo «Pies horadados», donde se interna en la reflexión sobre el mito y su proyección literaria. Ideológica y estéticamente, otra revista entró en polémica con El Ingenioso Hidalgo. Se trataba de La Gaceta de América, dirigida por Inocente Palacios y donde colaboraron, entre otros, escritores marxistas como Miguel Acosta Saignes. La Gaceta consideró la revista donde escribía Uslar, como un tanto arte-purista en materia intelectual. El señalamiento se originó a propósito de ciertos artículos firmados por Julián Padrón. Uslar sale a responder en una apostilla titulada «Asteriscos». Allí la prosa se muestra madura, ponderada en la adjetivación. Expone sus « 88 » Colección Prólogos ideas discrepantes con discreta lucidez. En el texto vuelve a insistir sobre la idea del conocimiento mágico, en tanto categoría válida del arte, más allá de su utilitarismo: El conocimiento no es sino la noción de nuevas relaciones entre las cosas. A él se llega por los métodos científicos, pero hay cierta categoría de fenómenos, de parentescos, de aproximaciones, a los que el científico aún hoy no puede aspirar. Este es el dominio del poeta. Un conocimiento mágico, una iluminación inesperada; en la materia de los más bellos versos se vislumbra una noción que todavía no podemos catalogar, ni definir, pero por donde el espíritu, en cierto modo, entra en posesión de un reino que está casi más allá de nuestros medios. Es en este sentido que todo verdadero poeta es metafísico.54 Uslar estaba, pues, inserto ya en la nueva tradición de una estética del mito y de lo mágico, cuyas elaboraciones posteriores al surrealismo invadían el escenario intelectual de Europa y América Latina. No es fortuito que el propio Gallegos, tan aferrado al realismo, produjera y editara aquel año una novela arraigada en la sustancia mítica de nuestra región guayanesa: Canaima (1935), como tampoco el que la atmósfera literaria venezolana se fuera impregnando de aires metafísicos abrevados en los poetas alemanes –particularmente Hölderlin y Novalis– cuyas lecturas están presentes en el grupo Viernes, que irrumpirá con clara actitud surrealista a partir de 1936. En agosto del mismo 1935 circuló el tercero y último número de El Inge­nioso Hidalgo. En él aparece otro ensayo importante de Uslar: «Interlu­dio a la novela». Su teoría del conocimiento mágico queda reiterada: «... el arte es muy otra cosa que una receta eficaz, es más bien un equilibrio inverosímil, una calidad que se revela a la intuición, un conocimiento adventicio e inesperado, una relación mágica»55. Por ello estima que la novela difícilmente logra esa jerarquía artística. Su conceptuación apunta posiblemente a un hecho: su inclinación dominante hacia el cuento, vocación inicial ratificada con los años y de cuya producción su novelística llega a distar abismos en calidad y elaboración. Transcribo sus ideas por parecerme de enorme vigencia, próximo a cuanto en aquellos Domingo Miliani « 89 » años planteaba Malraux, a propósito de la novela y de las formulaciones teóricas de Vladimir Weidlé –Les abeilles d’Aristé (1935)– a propósito del realismo mágico o realismo del mito. Son planteamientos que numerosos teóricos han reactualizado en nuestros días. En la novela caben, y sobre todo deben caber, todas las partes y maneras del hombre: el sexo y el sueño, el lirismo y la matemática, el estudio y la aventura, la construcción y el delirio. Tiene de su abuelo el poema épico la manía de relatar alguna ejemplar aventura, de la ciencia, su compañera e instigadora, el prurito de la observación exacta de la realidad; de la vida, su materia, el riesgo de caer en lo trivial o en lo absurdo; de la palabra, su vehículo, el peligro de estancarse en literatura vacua. Por todo ello si no es el género más artístico, es, sin duda, el género más difícil de lograr artísticamente. Según tal concepción, el arte se introduce en la novela «subrepticiamente» por caminos «ordinarios», como una carnada que el lector debe aceptar dentro del juego que se le propone. El sentido lúdico del arte es tal vez lo de mayor originalidad en aquella breve nota: Toda obra de arte se inicia con un gesto que tiene mucho de pueril. El autor se propone y propone a sabiendas o no, armar momentáneamente un juego que distraiga al espectador de la circunstancia viva que lo rodea naturalmente. Su gloria y su desgracia residen en ese juego que ha de hacer aceptar para tornarlo luego en más que vida. Muchos se le rezagan en el embobamiento infantil que cubre lo profundo de la obra. Para el novelista esa condición es mucho más cruel y precisa por estar más ligado a lo ordinario y absurdo que ningún otro, y por tener que alzar el vuelo con mayor lastre de realidad. Recuérdese que quien reflexionaba de este modo era un escritor de 29 años. Recién llegado de París, entraba en la vida literaria venezolana con una densidad cultural que no ha dejado de aportar, desde entonces, valiosos planteamientos aun en sus contradicciones. Si su vocación dominante era la literatura, el reconocimiento nacional a la calidad del cuentista se presentó ese año 1935, cuando obtuvo con su texto «La « 90 » Colección Prólogos lluvia», el primer premio de un concurso promovido por la revista Élite. Se trata de uno de sus trabajos narrativos más antologados y traducidos. Unos meses después editó su tercer libro: Red. Cuentos (1936). Cuando el país superaba a medias las convulsiones sociales surgidas a raíz de la muerte de Gómez y el régimen de López Contreras, ya afianzado, se orientaba hacia una persecución sistemática contra organizaciones populares de izquierda, Uslar desempeñó modestos cargos en el Ministerio de Relaciones Exteriores, mientras dedicaba la mayor parte de su tiempo a la docencia universitaria. En 1938 figura, al lado de otros catedráticos, entre los fundadores de la Facultad de Economía de la Universidad Central. Para entonces era director de Política en el Ministerio de Relaciones Exteriores, cargo que deja para desempeñar el de director del Instituto de Inmigración y Colonización. Había ingresado en la vida pública. Y también en la política. En el seno del poder alternaban posiciones paradójicas. De una parte se había configurado un sector eminentemente cerrado, proclive a un gomecismo residual. De la otra, un sector liberal más progresista. El segundo se aglutinó en torno al Partido Agrario Nacional, que proclamaba pequeñas reformas. Entre los fundadores estaba el nombre de Arturo Uslar Pietri, al lado de personalidades políticas relevantes que desempeñarían, después de López Contreras, funciones de importancia. Entre ellas destacaban Manuel R. Egaña, J. González Gorrondona, e intelectuales como Ramón Díaz Sánchez, Manuel Felipe Rugeles, Julio Morales Lara y el eminente pediatra Pastor Oropeza. Representaban todos inteligencias de la burguesía progresista liberal. Sus buenas intenciones duraron poco. En medio de una nueva conmoción bélica que puso en expectativa al mundo entero, la situación política de Venezuela se complicaba. La ilegalización de las fuerzas de izquierda y el clima general de descontento ocupaban el escenario nacional. En el poder, el gabinete de Eleazar López Contreras hacía crisis. El afamado científico venezolano, Enrique Tejera, renunció al Ministerio de Educación. Fue reemplazado por Uslar Pietri, quien se convirtió en el ministro más joven del nuevo equipo ejecutivo. Su actuación fue brillante y se le reconoció una voluntad de mo- Domingo Miliani « 91 » dernizar las anticuadas estructuras pedagógicas del país, a pesar de que aún eran exiguos los recursos asignados a esta área vital de la nación. En el desempeño de sus funciones redactó una Ley de Educación conocida como Ley Uslar Pietri o Ley del 40, cuya modernidad fue indiscutible. En 1941 asume la Presidencia de la República el general Isaías Medina Angarita. Hay unanimidad en admitir que se trató de un régimen de amplias libertades, caracterizado por el libre juego de opiniones y de organizaciones políticas. En el gabinete del nuevo gobernante, Arturo Uslar Pietri tuvo figuración desde el comienzo. Primero, fue secretario de la Presidencia de la República y se le atribuyeron condiciones de ser el gran consejero presidencial en las medidas de distensión política. Luego actuó como ministro de Hacienda y, finalmente, para el momento en que fue derrocado aquel militar admirable en su respeto de la libertad, Uslar sería su ministro de Relaciones Interiores. Medina introdujo medidas de liberalización ideológica, legalizó las organizaciones de izquierda, mantuvo un amplio clima de amnistía. En el momento de ser derrocado no había un solo prisionero político en las cárceles venezolanas. La importancia de Uslar como figura descollante en esos momentos en que se liquidaban las ejecutorias del caudillismo andino en nuestra política, la significa Ramón J. Velásquez en la siguiente forma: Por otra parte, Arturo Uslar Pietri ya para 1942 se ha convertido en la gran figura del régimen. A Uslar Pietri se le asigna entonces el papel de sumo inspirador de los grandes cambios de estilo en el gobierno, al tiempo que sus enemigos lo acusan de atizar la división entre los generales López Contreras y Medina Angarita. Para los ya reducidos grupos regionalistas, Uslar es antiandino y para los conservadores es un peligroso aliado de los comunistas. Correspondan o no estos elogios y estas acusaciones a la verdad, es lo cierto que Uslar Pietri, desde Miraflores, tendió un puente entre la mayoría de los escritores, poetas y artistas y el gobierno, y abrió el camino de los representativos de la generación del año 28 que no quisieron aceptar la jefatura de Rómulo Betancourt.56 « 92 » Colección Prólogos En realidad, a partir de aquella época, la equidad demostrada por Uslar Pietri en materia política le ha granjeado respeto hasta de sus más encarnizados adversarios. El 18 de octubre de 1945, Medina Angarita fue derrocado por un golpe cívico-militar al que se le quiso imprimir nuevamente el sentido de una «Revolución». En él se habían confabulado políticos como Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Luis Augusto Dubuc, Luis Lander, Alejandro Ávila Chacín, en connivencia con militares de graduación intermedia: Mario Vargas, Carlos Delgado Chalbaud, Luis Felipe Llovera Páez, Marcos Pérez Jiménez y otros. Se constituyó en seguida una Junta «Revolucionaria» de Gobierno presidida por Rómulo Betancourt. Los funcionarios del medinismo son hechos prisioneros. Entre ellos Arturo Uslar Pietri, quien comparte una celda de la Escuela Militar con el general Eleazar López Contreras. Entonces el escritor sabe del exilio, de la persecución, de la enajenación de sus bienes, medida ésta adoptada por un Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa que gozaba de poderes extraordinarios otorgados por la Junta Revolucionaria de Gobierno. A fines de noviembre Uslar es «extrañado» del país con los ex presidentes López Contreras, Medina Angarita y otros altos representantes del régimen depuesto. Reside en Estados Unidos. En ausencia se le juzga bajo acusación de haberse apropiado 1.400.000 bolívares. Le son confiscados sus bienes57. Desde Nueva York, en marzo de 1946, escribe una carta pública a Rómulo Betancourt, donde se defiende por el atropello contra su dignidad, puesta en entredicho en un juicio que, por lo demás, fue arbitrario, como lo demostró el tiempo. En Estados Unidos, Uslar Pietri se dedica al ejercicio de la docencia en la Universidad de Columbia. Enseña nuestra literatura a los estudiantes de español. Producto de sus cursos es el volumen Letras y hombres de Venezuela. Colabora, además, semanalmente en el diario El Nacional de Caracas, actividad que mantiene en forma ininterrumpida hasta hoy. Por aquellos años sostiene una valiente posición crítica sobre asuntos políticos y económicos, desde su perspectiva ideológica. Mientras tanto, Venezuela se abocaba a un proceso de elecciones po­ Domingo Miliani « 93 » pulares directas, las primeras del presente siglo, la única reivindi­cación permanente concedida por la Junta de Rómulo Betancourt. Rómulo Gallegos es electo presidente de la República. Su mandato será efímero. Los mismos militares que habían echado del poder a Medina Angarita, acechaban en la sombra. El 24 de noviembre el novelista fue derrocado, puesto en prisión y lanzado fuera del país. La conjura se expandía en un corto mandato de Carlos Delgado Chalbaud quien sería asesinado por sus propios compañeros para abrir cauce sangriento a otra dictadura: la de Marcos Pérez Jiménez. En Norteamérica, la actividad intelectual de Uslar se intensifica. Concluye su segunda novela: El camino de El Dorado (1948) con la cual le es concedido en Venezuela el Premio Arístides Rojas. Era el reconocimiento nacional a un gran ausente. Además termina y publica un tercer volumen de cuentos: Treinta hombres y sus sombras (1949), conjunto de extraordinaria calidad renovadora. Por último, concluye y edita en Chile una serie de ensayos bajo el título de Las nubes, cuyas páginas están cargadas de inquietantes reflexiones sobre nuestro devenir cultural. La plenitud llegaba. En julio de 1950 regresa a Caracas. Se integra en la docencia superior, en la Universidad Central de Venezuela y el Instituto Pedagógico Nacional. La brillantez de sus exposiciones sobre Literatura Venezolana no demoró en granjearle prestigio y simpatía. Combina esta labor con actividades de la empresa privada. Con su amigo de infancia, Carlos Eduardo Frías, funda una compañía publicitaria, que dirige hasta 1963. Dirige también el «Papel Literario» de El Nacional, en cuya tarea destacó por su receptividad y amplitud frente a nuevos valores literarios. El asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, perpetrado en 1950, había sumido a Venezuela en umbrosa situación política. Gradualmente cesó el libre juego de los partidos. Los sindicatos, clausurados primero, se oficializaron bajo el control de la dictadura. Una inmigración anárquica provoca el desempleo y el descontento general. La ciudad sufre una metamorfosis endemoniada dentro de una improvisación arquitectónica que desfigura su ya maltrecho rostro. Uslar mantiene una conducta discreta. No obstante, en su columna periodística deja traslucir, entre líneas, « 94 » Colección Prólogos observaciones críticas valiosas. La censura de prensa no permitía que nadie fuera más explícito. Quien lo intentaba estaba expuesto a sufrir la misma suerte de una figura que por la valentía de sus mensajes debió salir expulsada y terminó padeciendo atropellos físicos en el exilio: Mario Briceño Iragorry. El proceso represivo se agudizó a partir del desconocimiento de elecciones libres convocadas y realizadas en noviembre de 1952. El ganador había sido el partido URD, donde convergía todo el descontento y el rechazo unánime contra el régimen de Pérez Jiménez. Los campos de concentración y las cárceles, la tortura y la persecución, los atentados y las liquidaciones físicas de dirigentes democráticos campean nuevamente en la escena venezolana. La labor cultural de Uslar Pietri comienza a difundirse desde 1952 a través de un programa de televisión denominado Valores Humanos. Su marginamiento de la vida política del país será prolongado, casi hasta vísperas de la caída de Pérez Jiménez. El régimen dictatorial entra en descomposición y crisis a mediados de 1957. La resistencia clandestina se organiza de manera unitaria. Insurge una Junta Patriótica donde convergen sectores políticos y clases sociales sin excepción. Las protestas estudiantiles y sindicales se intensifican. El 1 de enero de 1958 emerge un primer movimiento militar de la Fuerza Aérea. Los grupos económicos y religiosos apoyan las sacudidas que desde distintos ángulos cristalizan en un gran movimiento nacional. El 10 de enero aparece en la prensa un manifiesto firmado por numerosos intelectuales. Entre ellos está Uslar Pietri. Los firmantes son detenidos en la Cárcel Modelo de Caracas. El 23 de enero de ese año el país queda liberado del dictador y se restituyen las libertades públicas. En el quinquenio de 1952 a 1957 la tarea de escritura es fecunda para Uslar. Desde 1950 en que editó De una a otra Venezuela sus ideas liberales, proclives a la defensa de la libre empresa, son discutidas con calor pero también con respeto hacia un hombre consolidado ya de manera indiscutible en la historia intelectual. Alterna la crítica con los ensayos de temas económicos, sociales o literarios. Así van sucediéndose ininterrumpidamente sus libros: Apuntes para retratos (1952), Arístides Domingo Miliani « 95 » Rojas (1953), Breve historia de la novela hispanoamericana (1954), El otoño en Europa (1954), Pizarrón (1955). Las academias lo incorporan como Individuo de Número: en 1955, la de Ciencias Políticas y Sociales. Su discurso relativo al problema petrolero hace recordar al hombre que muchos años antes había acuñado una frase: «Hay que sembrar el petróleo». La polémica no se hace esperar. En 1958 es sucesivamente recibido por las Academias de la Lengua y de la Historia. El retorno a la normalidad política del país lo inserta nuevamente en actividades públicas. En 1958 es electo senador independiente. Llegó a constituir la inteligencia parlamentaria llamada a la toma de grandes decisiones. Es la década de los 60, de turbulencia política inusitada. En efecto, entre 1959 y 1964, durante el ejercicio presidencial de Rómulo Betancourt, Venezuela vive una de sus más tremendas crisis político-sociales. La división de Acción Democrática y la aparición del Movimiento de Izquierda Revolucionaria como desprendimiento de aquella organización en el poder, señalan una tormenta política inminente. En 1961, el Partido Comunista de Venezuela emite, a través de su secretario general, Jesús Faría, la tesis de que hay que prepararse para la toma del poder por cualquier vía, sin descartar la lucha armada. La Revolución Cubana ilumina de esperanzas transformadoras con su ejemplo insoslayable. Se veía entonces la vía armada como salida para solucionar en forma revolucionaria los problemas sociales y económicos, la dependencia, económica y política, vigentes a lo largo de todo el siglo. La respuesta oficial del partido de gobierno fue la persecución y las provocaciones contra los grupos de izquierda. Aquello generó una cadena de convulsos movimientos que culminaron con el allanamiento de inmunidad parlamentaria ejercido contra los líderes del Partido Comunista y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Las guerrillas proliferaron en la ciudad y el campo. Dos levantamientos armados de carácter militar tuvieron como escenario las ciudades de Carúpano y Puerto Cabello. Esta última fue teatro de una masacre ordenada personalmente por el presidente constitucional y comandante en jefe del Ejército: Rómulo Betancourt. En 1963, dentro de un clima de gran agitación, el país se preparaba para una nueva contienda electoral. Las coaliciones de partidos y los « 96 » Colección Prólogos frentes originan numerosas fórmulas. El nombre de Arturo Uslar Pietri, respaldado por su enorme prestigio intelectual y por su irreductible opo­sición contra Acción Democrática participará en la campaña como candidato a la Presidencia de la República. Inicialmente se le consideró como el más llamado a constituir una candidatura de unidad nacional. Ramón J. Velásquez refiere así aquella circunstancia: Además de su nombre como literato y humanista había sido la principal figura política en el gobierno de Medina Angarita. (...) Además había sido el primer político que utilizó la televisión como medio para llegar al gran público con el sistema semanal de charlas sobre los grandes personajes del mundo. Y era un vocero del más duro e intransigente antiacciondemocratismo. El AVI desilusionado por la respuesta de Acción Democrática podría respaldar su empresa, así como los numerosos sectores nacionales que simpatizaron con Medina Angarita y también el Partido Comunista que recordaba las excelentes relaciones mantenidas durante su gestión como consejero político del presidente Medina. En su primera presentación como posible candidato presidencial de la oposición, Uslar criticó severamente al gobierno de Betancourt por «no haber sabido liberar al país del proceso de divisionismo y violencia imperante y por no resolver ninguno de los problemas nacionales, poniendo en peligro la estabilidad del sistema democrático».58 El sectarismo de unos, la soberbia de otros y el señalamiento de las izquierdas de que Uslar Pietri era un representante de las oligarquías financieras nacionales y transnacionales hicieron fracasar la posibilidad de un entendimiento en torno a una candidatura unificadora de los sectores más progresistas del país, en aquellas circunstancias de una democracia que, de representativa se había tornado represiva. Frustrada la idea de una candidatura única de oposición, coyuntura propicia a la derrota de Acción Democrática, Uslar mantiene su condición de candidato respaldado por un movimiento que organizara Ramón Escovar Salom bajo el nombre de Frente de Unificación Nacional (FUN), de donde saldría más tarde el partido FDN (Frente Democrático Nacional). Sectores independientes, el movimiento agrarista de Ramón Quija- Domingo Miliani « 97 » da (grupo disidente de Acción Democrática y de una subdivisión llamada ARS) y algunos otros grupos reiteraron el apoyo a Uslar Pietri. Ese mismo año, dentro de las acciones insurreccionales, un grupo guerrillero urbano asalta el Museo de Bellas Artes. Roba unos valiosos cuadros que formaban parte de la exposición Cien años de pintura francesa. La acción, que procuraba efectos publicitarios para el diezmado movimiento guerrillero venezolano, manifestó la voluntad de entregar dichas obras en manos de una persona de comprobada honradez. Eligió, justamente, a Arturo Uslar Pietri. Aquel gesto dejó disipada, de una vez por todas, cualquier sospecha de apropiación indebida con que se le había acusado a raíz del derrocamiento de Medina Angarita. Concluidas las elecciones del 1 de diciembre de 1963, Uslar Pietri resultaba favorecido con una alta cifra de votos (469.240), por sobre la figura de Wolfgang Larrazábal, quien había sido el carismático líder del retorno a la democracia en 1958. Alcanzó, pues, un cuarto lugar, superado sólo por el candidato triunfante –Raúl Leoni–, Rafael Caldera y Jóvito Villalba. Era además un tenso proceso donde las izquierdas insurrectas habían proclamado una fallida política de abstención militante. Por lo demás, Uslar logró aglutinar electores de clases contrapuestas: los sectores marginales de la capital, la clase media y los grupos económicamente más fuertes de Caracas. Triunfante Raúl Leoni, para el ejercicio de su mandato buscó y logró una alianza triple en el poder: Acción Democrática –su partido– URD y los sectores que habían apoyado a Uslar Pietri. Este fenómeno se conoce históricamente como gobierno de Amplia Base. Uslar invita a los distintos grupos que lo habían secundado en su campaña electoral, para que se unifiquen. Funda un nuevo partido, del cual será presidente: Frente Nacional Democrático. Por primera vez su nombre asume públicamente una connotación de líder partidista. Esta actitud le fue recriminada por el hecho de que su candidatura presidencial había nacido con signo independiente. Su comportamiento amplio y tolerante, sus esfuerzos por lograr una política de pacificación y de retorno a la legalidad para los grupos de izquierda, fueron el balance en favor de aquella participación breve en el gobierno de amplia base. Esto le fue reconocido unánimemente, al « 98 » Colección Prólogos igual que sus sinceras gestiones por conseguir la inmediata libertad de los numerosos prisioneros políticos que Betancourt había legado al gobierno de Leoni como lastre muy incómodo. Solicitaba, además, la revisión de cuantiosos juicios militares seguidos a civiles que habían participado en las luchas insurreccionales. Poco éxito habrían de obtener sus planteamientos. Las guerrillas prosiguieron sus actividades, por lo menos en tres estados del país: Lara, Falcón y Trujillo. Del lado oficial, las torturas y la represión se mantuvieron inmodificadas; el enorme aparato represivo montado por Betancourt, permaneció incólume. Sólo a fines de 1964 se atenuó el enfrentamiento con la medida de conmutación de penas de prisión por exilio, para los dirigentes revolucionarios en armas. Aquel experimento tripartita de gobierno duró poco tiempo. En marzo de 1966 Uslar Pietri anuncia públicamente el retiro de su partido político, en carta al presidente Leoni. ¿Razones? El poco éxito alcanzado en el cumplimiento del programa común y la carencia de consenso en las decisiones políticas. En realidad, su propio partido estaba conmovido por contradicciones y divergencias internas que habrían de concluir con la disolución de la militancia en varios grupos. El primero de ellos acompañó a Ramón Escovar Salom. Se avecinaba un nuevo proceso electoral. Uslar entra en alianza con otras fuerzas dentro de un Amplio Frente de Oposición promovido por Miguel Ángel Capriles, secundado por Wolf­ gang Larrazábal y Jorge Dáger, entre otros. El amplio frente resultó estrecho. Un sector era partidario de lanzar la candidatura presidencial de Miguel Ángel Capriles. El otro, dentro del cual se insertó Uslar, proponía respaldar la candidatura de Rafael Caldera, quien habría de resultar el nuevo triunfador. Posteriormente, Uslar, Miguel Otero Silva y otros integraron un nuevo frente llamado de la victoria, que respaldó la candidatura de Miguel Ángel Burelli Rivas. Eran momentos dramáticos para el partido de gobierno, que nuevamente se escindió por divergencias en la elección de su candidato. De un lado afloró el Movimiento Electoral del Pueblo, cuyo candidato presidencial fue Luis Beltrán Prieto Figueroa. Lo que restaba de Acción Democrática acompañó en la derrota la candidatura de Gonzalo Barrios. Las nuevas elecciones expresaron el eclipse político de Arturo Uslar Pietri. Volvería a ser electo al Congreso Nacional, Domingo Miliani « 99 » pero su partido entraba en franco declive hasta la disolución posterior. Uslar renuncia a la Secretaría General de su grupo, cargo que entrega a Pedro Segnini La Cruz. Queda como asesor político, solamente. Retorna de manera predominante a su labor intelectual que, por lo demás, en los últimos cinco años, había quedado reducida a una mínima producción. En efecto, si se revisa su bibliografía entre 1962 y 1967, se observará que publica dos novelas integrantes de una trilogía titulada El laberinto de fortuna. Ellas fueron: Un retrato en la geografía (1962) y Estación de máscaras (1964). Ambas novelas dejaron mucho que desear en lectores acostumbrados a la impecable escritura literaria del autor. No ocurrió así, en cambio, con el cuarto volumen de cuentos, Pasos y pasajeros (1966) de excelente elaboración. En la ensayística, entre 1958 y 1962, aportó tres libros de importancia: Venezuela, un país en transformación (1958), Materiales para la construcción de Venezuela (1959), Del hacer y deshacer de Venezuela (1962). Publicó además una serie de textos sobre la educación, bajo título La universidad y el país (1961) destinado a encender polémicas un tanto ácidas. Como se ve, los años de mayor actividad en la vida política fueron de escaso incremento literario para su obra. En 1969, Caldera toma posesión de la Presidencia de la República. Uslar actúa como parlamentario. La política de pacificación del nuevo gobernante fue recibida con alguna reticencia por ciertos sectores parlamentarios, especialmente el derrotado partido Acción Democrática. La legalización de los partidos de izquierda comienza con el retorno a la vida abierta de un maltrecho Partido Comunista. El MIR propone acogerse a la legalidad y pide que sea Uslar Pietri el vocero de su decisión ante el Gobierno. Nuevamente su nombre está señalado por el respeto a la amplitud de ideas y la tolerancia de puntos de vista contrarios al suyo. En el mismo período de gobierno de Rafael Caldera, Uslar Pietri pasa de la vida política al periodismo, como director del diario El Nacional. Mantiene el prestigioso periódico en una línea de eclecticismo y objetividad informativa y continúa escribiendo semanalmente su columna. De esa labor sólo habría de retirarse con otro cambio de poder, operado con el triunfo aplastante de Carlos Andrés Pérez para la Presidencia de « 100 » Colección Prólogos la República. En ese mismo tiempo se retira del Congreso con un memorable discurso. Publica dos nuevos volúmenes de ensayos: En busca del nuevo mundo (1969) y La vuelta al mundo en diez trancos (1971). Durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez es designado representante de Venezuela ante la UNESCO, un organismo donde la claridad de ideas, la asombrosa cultura y, sobre todo gran ponderación lo llevaron a de­ sempeñar altí­simas responsabilidades. Regresa al país, para continuar incansablemente su trabajo de escritor, sin desligarse de la institución internacional donde han transcurrido sus últimos años. Desde el punto de vista de la evolución de sus ideas literarias, aquel joven escritor que había convulsionado el ambiente intelectual venezolano de los años 20 con sus textos doctrinarios sobre la vanguardia, particularmente a través de válvula y de su muy meditado ensayo de 1927, mantuvo a lo largo del tiempo una definida voluntad de universalizar nuestros temas contextuales. No fue la suya una prolongación de cosmopolitismos asimilados de la estética modernista. La diferencia entre ambos conceptos fue aprendida por Uslar en sus lecturas de Guillermo de Torre, quien dedicó unas líneas de clarificación del problema en sus Literaturas europeas de vanguardia: Mientras lo cosmopolita es solamente general, lo universal es general y local; y esta característica es lo que hace (...) que una obra literaria (...) de valor universal pueda ser gustada con plenitud de entusiasmo tanto en su medio nativo, por virtud de las cualidades locales que posee, como por un medio exótico, merced al valor de amplia universalidad que irradia.59 Esa conciencia de universalidad le permitió reelaborar la materia local para proyectarla más allá de su ámbito, especialmente en sus cuentos y en Las lanzas coloradas. La difusión que su obra narrativa llegó a alcanzar entre los países de América Latina y la gran acogida que ha tenido en España, se complementa con las numerosas traducciones a otras lenguas, que esas obras han conquistado por derecho propio. No obstante, en el momento en que aquellas ideas y propósitos incursionaban en el estrecho cauce literario del país, sonaron a provocación e irreverencia contra la mitificación del criollismo. Hasta su tercer libro de cuentos, esa Domingo Miliani « 101 » posición ideológico-estética rigió la escritura narrativa de Uslar. El cambio de perspectiva hubo de producirse por la década de los 60. En 1967, Caracas congregó un numeroso conjunto de escritores y críticos, quienes se reunían en un Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, convocado en la capital venezolana con motivo de ser concedido por primera vez el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos al escritor peruano Mario Vargas Llosa. Por esos días, Uslar es centro de polémica literaria por dos planteamientos, uno sobre «La muerte de la crítica», otro, relativo al «vasallaje intelectual» de Venezuela, donde pareció que regresaba intencionalmente a un nacionalismo estético, antítesis conceptual de sus posiciones a lo largo de todo un camino luminoso de creación universalista. Sin embargo, la repercusión en su obra narrativa no fue tan absoluta. Su libro Pasos y pasajeros (1966) mantenía la misma línea de expansión temática y expresiva donde hábilmente se escamotea el localismo. No es que la materia estuviese ubicada en un ámbito geográfico diferente al nacional. Por el contrario, su arraigo histórico y espacial continuaba bien fincado en nuestros contextos. Pero la destreza del narrador supo ubicar el desarrollo en una dimensión válida para cualquier marco referencial de sus lectores y ese es uno de los grandes secretos de su éxito internacional como cuentista, reiterado luego en 1980 con un quinto volumen: Los ganadores, donde la temática amplia y la sobriedad de escritura lo proyectan ya como un clásico del relato hispanoamericano. 7. Barrabás y otros relatos El primer libro de Arturo Uslar Pietri, un escritor de apenas 22 años, había nacido en una coyuntura histórico-literaria y política a la que nos hemos referido ya extensamente. Pero vale insistir en un aspecto: si válvula fue el detonante para el estallido de una nueva estética implantada por las vanguardias venezolanas, Barrabás fue la cristalización de una voluntad de alejamiento frente a los mellados códigos narracionales del criollismo y de los últimos vestigios de un modernismo cosmopolita. Ya en « 102 » Colección Prólogos años distantes a aquella primera aventura del cuentista, el autor evocaba la intención que rigió la escritura de su primer libro y decía a propósito: Hace veinticinco años, algunos de los que éramos jóvenes escritores venezolanos sentíamos la necesidad de traer un cambio a nuestras letras. La escena literaria del mundo estaba entonces llena de invitaciones a la insurrección y nuestro país nos parecía estagnado, lleno de esfinges que buscaban Edipos, y necesitado en todos los aspectos de una verdadera renovación. Con una información demasiado rápida, fragmentaria y superficial, comenzamos a hacer «vanguardia» y a pedir cambios. Pero un día advertimos que no bastaba con discutir y proclamar, sino que había que realizar una obra que reflejara, en su condición nueva, la presencia de una nueva conciencia no sólo de la literatura, sino de la condición venezolana. Fui uno de los que se puso a esa esperanzada tarea. De ella nació Barrabás y otros relatos, el primero de mis libros, que apareció a fines del año 1928. Eran unos cuentos que buscaban no parecerse a los cuentos que hasta entonces se venían escribiendo en Venezuela. El primero y más obvio de sus propósitos era el de reaccionar contra el costumbrismo pintoresco. Se empezaba por Barrabás, que no era un personaje costumbrista, sino la posibilidad de un conflicto humano válido y profundo: el hombre oscuro que participa decisivamente, y sin darse cuenta, en el momento más importante de una gran religión universal que va a nacer.60 Aquel volumen, integrado por 16 relatos, algunos de los cuales ya se habían difundido en revistas y periódicos61, estaba destinado a establecer una diferencia, a trazar una línea divisoria en nuestro arte de narrar. Sin embargo, el carácter innovador del volumen no bastó para dar homogeneidad al contenido global. En muchos relatos, es cierto, existen concesiones de lenguaje, tema y estructura a las corrientes literarias dominantes para entonces: modernismo y criollismo. No se podía exigir más. La formación intelectual del joven escritor y las condiciones histórico-culturales tampoco lo permitían. Pero esa intención innovadora fue el primer acto realizado a conciencia plena. Y cincuenta años después de publicado, el libro conserva su frescura inicial. Tiene actualidad para lectores que están por encima de las controversias parroquianas. Domingo Miliani « 103 » Trascendió, pues, el momento de su aparición. Se proyectó, con otros libros de su autor, más allá de la geografía nacional. La asombrosa madurez de oficio en su autor, la destacaba Pedro Sotillo en el mismo año de aparición de aquel libro memorable. Pertenece A.U.P. al grupo esencialmente representativo de su tiempo. No va a la literatura por el asalto injustamente generalizador que denunció un renombrado intelectual endiosador de su época y de la labor realizada en su época. Tampoco lo va por la palabra consagratoria de un escritor anterior, pues ya sólo los interesados se atreven a creer en tales consagraciones. Va por un imperativo vocacional al que ha estado dándole firme basamento cultural. La literatura que realiza Uslar Pietri escapará siempre a los improvisadores. No basta leer, escribir y el soplo divino. Ya pasó la edad de oro de los inspirados, y vivimos una hora áspera en que el arte es una grave responsabilidad. Y este descubrimiento dista mucho de ser viejo en Venezuela, pese al desdén entre olímpico y rencoroso de algunos y a la ignorancia integral de los otros.62 Aquella primera salida pública del escritor en un libro, no podía estar cimentada en el espaldarazo de algún escritor consagrado, porque la ruptura estética había venido, justamente de los más apegados a la tradición impuesta por modernistas y criollistas. Los jóvenes que comenzaban carrera literaria fueron, en su mayoría, respetuosos del trabajo aportado por sus antecesores63. El pequeño volumen resalta aún más en su apertura de rutas no holladas, si se recuerda que las condiciones culturales de Venezuela, cuando la obra circuló, no eran precisamente óptimas. La literatura oficializada del Modernismo ejercía una especie de represión intelectual cónsona con la que políticamente esos mismos intelectuales modernistas y positivistas contribuían a sostener. El país apenas si contaba con una minoría urbana lectora. Un libro que estaba irrumpiendo contra los cánones estéticos dominantes no pudo ser muy bien visto. En su comentario, Pedro Sotillo agrega: Es necesario insistir en que quizás es la primera vez que un escritor tan joven como A.U.P. produce y publica un libro tan densamente «literario» co- « 104 » Colección Prólogos mo el que nos ocupa. Uslar Pietri no es una aspiración, una posibilidad más que mañana pueda ser sumada a las que duermen en nuestro inmenso «carnero» literario. Este muchacho es una realidad intelectual, y una realidad nueva que lamentamos vaya a interrumpir el baile de momias que divierte a la gran mayoría de la tribu literaria. No tenemos la culpa: que traten de no leer. Por demás de eso, de no leer, han hecho casi su oficio. Quien tenga la curiosidad de revisar una cronología del cuento venezolano en la década del 20 podrá observar cómo la producción en este tipo de escritura narrativa era muy pobre. No podía hablarse de una decadencia. El cuento estaba apenas comenzando a adquirir caracteres y perfiles nacionales definidos. Vivía una etapa de letargo producido por el ya señalado desgaste de los códigos modernistas y criollistas, reiterados hasta la fatiga. Entre 1920 y 1930 se publican en Venezuela poco más de una treintena de volúmenes de cuentos. De ellos, apenas si marcaron momentos de impacto los Cuentos grotescos (1922) de José Rafael Pocaterra, antídoto contra la especie arquetípica ridiculizada por el autor como de llaneros encobijados que minaban la literatura del criollismo para transitar por un paisaje idílico e inauténtico. Pocaterra despejó la vía hacia una suerte de antiliteratura del realismo: el grotesco narrativo con buenos indicios de expresionismo. Julio Rosales insistía con Aires puros (1922) en valores que ya había expresado sólidamente en libros anteriores: Bajo el cielo dorado (1915). Otros nombres intentaban salir del marasmo: Manuel Guillermo Díaz (Blas Millán) legaba finas páginas de relato humorístico en sus dos volúmenes de Cuentos frívolos (1924) y Otros cuentos frívolos (1925). Algo similar se propuso José Ramírez, con sus olvidados Muñecos de barro (1926). Así, un libro hito tenía que ser La Tienda de Muñecos (1927) de Julio Garmendia, cuya influencia inmediata, como se hizo notar antes, fue casi imperceptible. Todo ello intensifica, pues, la importancia histórica del primer libro de Uslar, el cual debió constituir un acontecimiento insólito, aunque no un milagro literario. Ante Barrabás y otros relatos, como antes, frente a válvula, impacto y escándalo anduvieron en pareja. La acogida del libro fue excepcional entre los jóvenes y entre lectores mayores como Pedro Sotillo, hombre Domingo Miliani « 105 » del 18 incorporado con sinceridad en la vanguardia. Si el crítico oficial del Modernismo y el Criollismo, Jesús Semprum, se mostró sordo a los ecos de ambas presencias, libro y revista, no pasó igual con otro crítico que entonces despuntaba en identidad con el nuevo movimiento. Rafael Angarita Arvelo supo leer con certera modernidad el mensaje implícito en aquellos dieciséis relatos. Y así calificó a Barrabás como «el libro de las separaciones y de las revelaciones». En su comentario hacía resaltar lo siguiente: Construye en la literatura venezolana de todos los tiempos su andamiaje divisorio el volumen Barrabás y otros relatos. Es el adiós al paisaje superficial y plástico, adiós al vernaculismo, adiós al nativismo ­–glosa infecunda, mar de plata para corsarios palabreros.64 Barrabás se levantó entonces como estandarte de nuevas aspiraciones colectivas que emergían, no contra nombres propios de escritores, sino contra códigos intelectuales que, en fase de agonía, luchaban por mantener un predominio político-literario inexorable. En el año mismo de aparición del volumen, sólo se registraron en la bibliografía del cuento vene­zolano las voces ya legendarias del disidente modernista Rufino Blanco Fombona, quien publicó Tragedias grotescas; un cuento aislado de Juan Oropesa, «El traje a cuadros» y, marcado por las trazas criollistas, Lámpara de arcilla de Rafael Briceño Ortega. Mayores razones aún para que los fuegos cruzados de partidarios y oponentes de las vanguardias centraran su atención, tanto en válvula como en Barrabás. Angarita Arvelo, en su comentario registra aquella atmósfera tormentosa: Algunos impugnan nuestra promoción hasta la mala fe. Nos tildan de negadores, de iconoclastas y de vacíos. Nuestro cartel es otro. Continuamos pura, sencilla y patrióticamente la tradición literaria del país mientras otros se disputan el afearla y desmerecerla, ajenos a la justicia y a las virtudes ciudadanas. Cuando esos otros escurrieron el homenaje a lo mejor de nuestra literatura, al nombre más alto de un ciclo literario de treinta años (Díaz Rodríguez), nosotros fuimos a la oblada alegres y confiados, cumplidores del deber. Pedimos la Academia para Urbaneja Achelpohl cuando sus propios contemporáneos se la negaban. Nos adentramos en todo el historial artís- « 106 » Colección Prólogos tico venezolano, divulgándolo y esparciéndolo, sin adulterarlo para nuestras conveniencias personales, sin acomodarlo a nuestra ideología particular. Lo grave de esta promoción consiste en que ha de decir la verdad y –al decirla– demolerá estatuas de azúcar y de sal, de cera y de barro, respetadas sin razón por nuestros predecesores. Nada nos importa el que salgan dragones y fieras. Nunca hemos protestado contra ello, ni contra los que –presuntuosamente– nos impiden surgir. Tenemos conciencia de nosotros mismos y más de nuestro agrado son los inconvenientes que las rosas. Vamos en automóvil. Vamos en aeroplano, por los caminos del aire. Gritamos, gritamos, gritamos hasta aturdir. Nos escuchan los que vienen detrás. Pocas veces –hay que gritarlo, gritarlo–, Venezuela ha contado con una promoción artística tan culta, trascendental y esforzada. Tan culta y universal. El momento histórico que nos señala la postguerra, la voz de la sangre y el tiempo que nos exulta como en las epifanías diluyen electricidades raramente maravillosas. Somos la vanguardia (juventud, frescura, limpidez de propósitos, propósito del arte y de la patria). Somos los dueños de nuestra literatura, menospreciada por las mayorías derechistas. Y los revisores. Gritamos. La hora actual en el mundo acusa un definitivo meridiano de juventud. Gritamos. Para los espíritus de la mañana, los nuestros, los de aquellos que nos comprendan y los que hayan de seguirnos. Gritamos. Y hacemos crítica. A cada cual lo suyo. La vehemencia juvenil de esta prosa, un tanto barroca, impregnada con esencias de manifiesto, comentaba el libro, pero lanzaba una abierta provocación a los refractarios oficiantes de las viejas escuelas. En el libro de Uslar, los vanguardistas vieron la cristalización de un propósito renovador. Y los criollistas, un peligroso acto de inhumación estética. Sin embargo, en sus páginas puede notarse que no todo estaba plenamente deslastrado de la tradición narrativa inmediata. En efecto, una relectura serena, permitirá ver a los lectores una serie de supervivencias modernistas y regionalistas en cuentos como «Zumurrud», «Apólogo del buen vino» y «El gato con botas». O bien, notas e indicios filiables dentro del criollismo, en «El ensalmo», «La burbuja», «La tarde en el campo», «El idiota», «Miralejos». Domingo Miliani « 107 » En descargo del autor conviene admitir que las corrientes europeas de la vanguardia arremetieron principalmente contra las concepciones de la lírica modernista o postmodernista, en cambio no se preocuparon mucho por los aspectos concernientes a la prosa de ficción. La novela, para Breton, por ejemplo, sólo tenía interés en sus caracteres feéricos, cuyo arquetipo señalado por el sumo sacerdote del surrealismo sería El monje, de Lewis. Nada fácil era entonces la renovación del cuento, cuando había pocos antecedentes en nuestra lengua y mientras el ambiente de la vanguardia seguía manteniendo un apego de colonización mental frente a la producción intelectual europea. Los conatos innovadores en Hispanoamérica había que buscarlos, incluso, en ciertos narradores aún filiados al modernismo y el regionalismo. Así ocurre con algunos cuentos de Darío y Lugones, como en buena parte de la producción de Horacio Quiroga, un autor a quien los vanguardistas argentinos, en especial Borges, habían escarnecido hasta la crueldad. Sería prolijo ilustrar aquí la serie de rasgos de expresión donde pervive la escritura modernista. En lo temático, es justo señalar que ya en los cuentos de Uslar el aluvión modernista ha sedimentado. El erotismo idílico infaltable, la tragicidad dentro de un ambiente bucólico descrito estáticamente, cierto naturalismo, tan comunes a Díaz Rodríguez, Urbaneja y Blanco Fombona, apenas si tienen aún representantes en cuentos como «El idiota». Uslar eludió tales tentaciones con habilidad, particularmente en la utilización dinámica de atmósferas más que ambientes y composiciones de lugares. En cuanto a una segunda tendencia dominante de la época, el realismo, también Uslar Pietri adoptó una posición de alejamiento notorio. Los llamados tradicionalmente escritores realistas fueron –al menos en Venezuela– quienes adoptaron como objetivo la denotación mimética de nuestra geografía, exaltada en tono épico, lo mismo en la novela que en el cuento. Dieron del hombre sólo la visión exterior: el color de la piel o de cuanto cubría la piel. Las formas de vida rurales erigidas en patrón nacional de existencia, presentadas morosamente o a través de una escritura sensualista elaborada para contrastar con los giros dialectológicos de las criaturas de ficción. Fue la explotación del alma, como lo señala « 108 » Colección Prólogos Jorge Enrique Adoum65. El mundo interior, los conflictos psicológicos pocas veces interesaron, salvo excepciones como la de Díaz Rodríguez. Se preocuparon mucho por expresar «lo verdadero» y dejaron escapar la más terrible verdad: esa que surge de las intimidades consternadas, de las conciencias retorcidas, de las soledades inconscientes. El concepto de realismo aplicado por Uslar –y antes de él por José Rafael Pocaterra, aunque en éste con otra perspectiva– fue el de que la realidad no era susceptible de ser vertida intacta en la obra literaria; no fue la mimesis de la realidad sino su transmutación sugerida a través de la cara oculta de los objetos, lo que años después el propio autor enunciaría como «realismo mágico», la «intuición o negación poética de la realidad». El realismo y su versión regionalista habían fabricado un venezolano para consumo literario, de carácter jovial, aunque a veces triste y melodramático por cierta genética literaria del romanticismo. Se le mos­traba coplero y folklórico, supersticioso y fatalista, pintoresco en el lenguaje y calcado en su fisonomía de cierto pesimismo cuasi racista acuñado sociológicamente por los positivistas como demostración de la tesis del determinismo geográfico, del tropicalismo y el mestizaje. Otras veces erigió símbolos redentores en lo moral, que no se compadecían con las auténticas luchas de un pueblo en busca de su destino histórico. Así, de tanto idealizar la realidad concluyeron distorsionándola a grados de lo irreconocible. En sus años de iniciación como cuentista, Uslar debió vivir a conciencia el dilema que planteaba la utilización de recursos aportados por un medio físico irrenunciable y por una tradición literaria exhausta e ineficaz. Dosificó entonces sus innovaciones. Su primer reto era esquivar la frase hecha, el lugar común de los popularismos y la tradición refranesca, decretada desde los tiempos del costumbrismo como manera de expresar «lo criollo». Así, no es raro hallar en sus cuentos, al lado de las metáforas «de nuevo tipo», una discreta utilización de giros locales, sin que ellos invadan toda la estructura verbal. De otra parte, es clara su intención de escarmenar detrás de las apariencias físicas de sus personajes, hasta encontrar el otro hombre, el reverso facial de sus criaturas, llenas de riquezas interiores, dignas de ser contadas en lenguaje menos local. Para Domingo Miliani « 109 » ello debía educar al personaje. Enseñarlo a hablar de sus vivencias, de su mundo íntimo, a mirarse por dentro. Y en tal dimensión, el propio autor se veía conminado a la renuncia de su afán descriptivo exterior, suerte de prestidigitación verbal para el lucimiento, tras de la cual era más fácil escamotear el enfrentamiento de los conflictos narrativos. La nueva óptica del narrador permitió que en Barrabás y otros relatos se desarrollaran cuentos de legítima elaboración mágica: «El ensalmo» y «La voz» lo comprueban. En ambos hay una consciente búsqueda de lo enigmático o mágico, herencia de las nuevas estéticas que, a partir del surrealismo, habían proclamado un retorno al mundo primitivo, a estados anímicos derivados de situaciones como el delirio y el conjunto conocido por la vía de la intuición poética. En «El ensalmo» se promueve una confrontación entre lo real y lo fantástico o mágico, o sobrenatural, pero el autor mantiene una actitud presentativa; no se decide por ninguno de los dos polos ni explica al segundo por el primero. El cuento se mantiene hasta el final en la misma atmósfera de misterio con que se inicia. Hay un tercer grupo de cuentos en Barrabás y otros relatos, integrado por narraciones cuya temática se despoja ya de toda vinculación a un contexto geográfico local. El más notable es el que titula todo el volumen. Otros son «La bestia» y «La caja». Este último aún denomina al personaje con un tipo de nombre que podría tener relaciones regionales: Federico Sumercé. Sin embargo, todo el conflicto –antibélico– remite a otros espacios geográficos. Indicios como el hecho de que la figura base milite en la Legión Extranjera, conducen a pensar más en Francia o sus colonias. Pero la acción en sí tiene lugar en el espacio interior del personaje que sueña desde la habitación de un hotel cualquiera, con figuras e imágenes a través de las cuales se alegoriza un sentimiento condenatorio de la guerra. Otro cuento donde el mundo onírico significa ya el espacio vital para el desarrollo del relato es «El camino». Y la locura, como estado límite, signa el proceso conflictivo de «S.S. San Juan de Dios». Por los temas, por la incidencia constante de metáforas vanguardistas, por la utilización de puntos de vista orientados a independizar a los personajes de la omnisciencia tiránica de un narrador autor, aquel libro introdujo en el arte de narrar en Venezuela, procedimientos técnicos y « 110 » Colección Prólogos expresivos que no se habían intentado con anterioridad. Hubo de transcurrir mucho tiempo para que lectores más modernos captaran el hondo mensaje artístico que el cuentista de 22 años dejaba inscrito en la historia de nuestra narrativa. Históricamente, tales concepciones y procedimientos contribuyeron dentro de la narrativa venezolana a darle mayor importancia al mundo subjetivo de los tipos humanos y a limitar el ambiente exterior para colocarlo en su verdadero sitio: el de un espacio requerido para el desarrollo de una acción y no el pretexto para debilitar o esquivar un conflicto accional. Con Uslar Pietri los ambientes dejaron de ser lienzos paisajísticos; adquirieron una proporción justa. El cuentista asumió los espacios interiores: el convento, el barco y hasta el simple camarote –no descrito– de un navío, la torre de una iglesia, un campanario, una cárcel de tiempos bíblicos, fueron ahora indicios de localización, recintos minúsculos donde un hombre agoniza, delira o enloquece, sueña o grita, actúa. El lector se puede centrar más ahora en las acciones que se le proponen, sin preocuparse de la excursión turística hiperbolizada en los paisajes. Así fue su arte inicial. 8. Red. Cuentos El regreso de Uslar Pietri desde Europa no es sólo físico, sino también mental. Es el retorno a la tierra y a su hombre como sustancias que alimentan los nuevos propósitos creadores. Esa conciencia no fue privativa del escritor venezolano. La compartió como idea y proyecto con Alejo Carpentier, quien estaba empeñado en hallar en la realidad hispanoamericana una más auténtica presencia de lo «maravilloso» proclamado e inventado por el surrealismo. Este movimiento, desgastado ideológicamente en la polémica entre trotskistas y comunistas, había entrado en la era lujosa. La revista Minotaure circulaba en sus primeras entregas. La obsesión de hurgar en los infiernos interiores de la conciencia y la de alcanzar como reto los estados límites, salvo los casos trágicos de Artaud y dos o tres más, habían concluido en un enunciado retórico de experimentación en los talleres de los artistas. Luego de la famosa Domingo Miliani « 111 » exposición de París se entonó el requiem por el movimiento. La Cuarta Internacional trotskista diseminó a los discípulos de Breton, quien escribiría ya el epitafio de su escuela. Las vísperas de otra guerra, iniciada con la injerencia nazi en España promovía indignaciones y emplazaba a los hombres de izquierda ante un reclamo de solidaridad que iría más allá de las expresiones verbales de simpatía con la República. Las teorías existencialistas, preexistentes desde la primera posguerra recobran energías y se empeñan en conquistar un lugar ideológico en una Europa saturada intelectualmente por el desencanto, el pesimismo, la soledad, el nihilismo. La novela norteamericana que testimo­niaba la gran crisis de los años 30 en su versión documental y neonaturalista, iniciaba su influjo en los narradores italianos y franceses. Mientras tanto, en Hispanoamérica el sentimiento antiimperialista cre­cía y desarrollaba un realismo social protestatario en la literatura. La Venezuela que encuentra Uslar Pietri a su vuelta salía del marasmo dictatorial. La mayor producción intelectual que veía formas de libro era la que databa de los años del gomecismo, de una vanguardia que el mismo Uslar Pietri había contribuido a engendrar. En el cuento, desde 1930 apenas si descollaban libros como Canícula (1930), de Carlos Eduardo Frías, editado en un solo conjunto con Giros de mi hélice, de Nelson Himiob. La mayoría mantuvo una inquebrantable adhesión a formas del realismo impuesto por Leoncio Martínez y sus compañeros del semanario Fantoches. El mismo Leo, mejor en la caricatura que en el relato, había recogido sus textos bajo el título Mis otros Fantoches (1932). Entre los nuevos valores, Guillermo Meneses comenzaba a obtener éxito con sus primeras páginas narrativas: «Juan del cine» (1930) y «La balandra Isabel llegó esta tarde» (1934). En la novela, por contraste, circulaban obras llamadas a conservar su calidad para lectores de otros días más cercanos a nosotros. Gallegos se había consagrado internacionalmente con Doña Bárbara (1929) y continuaba en constante actividad: Cantaclaro (1934), Canaima (1935). Otro tanto había logrado Uslar Pietri con Las lanzas coloradas (1931), su novela escrita en París. Julián Padrón se afianzaba como cultor de una narrativa neocriollista expresada con lenguaje racionado de vanguardismo metafórico, en textos como « 112 » Colección Prólogos La guaricha (1934). Enrique Bernardo Núñez publicaba uno de sus más hermosos textos novelísticos, orientado ya en una escritura mítica o del realismo mágico: Cubagua (1931). Finalmente, un escritor formado en la vanguardia de la provincia venezolana, Ramón Díaz Sánchez, introducía en la novela otras modalidades temáticas y expresivas llamadas a perdurar. Así su novela Mene (1936) constituyó uno de los momentos más luminosos de la producción narrativa posterior a la muerte de Gómez. Dentro de ese contexto intelectual aparece el segundo libro de cuentos de Arturo Uslar Pietri: Red (1936). La sencillez hasta en el nombre anunciaba una síntesis del relato de nuevas características. Su contacto parisino con Asturias y Carpentier daba frutos. Comprendió que existían materiales mucho más legítimos y acordes con las concepciones teóricas del surrealismo, en especial respecto al sentido mágico o maravilloso de la realidad, dentro de los ámbitos hispanoamericanos. Descubrirlos y relatarlos era la tarea vital del regreso. El nuevo libro quedó integrado con trece cuentos: «La lluvia», «La noche en el puerto», «La siembra de ajos», «El baile del conde de Orgaz», «Humo en el paisaje», «El viajero», «Gavilán colorao», «El patio del manicomio», «El día séptimo», «El fuego fatuo», «La pipa», «Cuento de camino» y «La negramenta». En todos la madurez de oficio, la destreza en el manejo de las técnicas modernas en el arte de narrar y, sobre todo, una gran sobriedad de lenguaje, convirtieron rápidamente el volumen en un clásico de la cuentística venezolana. La mayoría de los relatos vuelve a asuntos regionales. Una excepción sería «El baile del conde de Orgaz». Tres de ellos abordan materiales históricos, pero no como planteamiento documental sino como aproximación reconstructiva de modos de ser venezolanos, a los cuales había llevado lejos en la maestría de su novela Las lanzas coloradas. Sólo en dos de ellos se observaría una tendencia a los materiales preferidos por el surrealismo: locura y delirio. Contrariamente a lo que sucede por regla general con el escritor que vuel­ve de Europa lleno de novedades, ganoso de escándalo y un poco excéntrico en opiniones, criterios y trabajos de creación, el Uslar Pietri que París devolvió a Venezuela fue un cuentista que reapareció por vía Domingo Miliani « 113 » de la discreción madura, de la destreza sin ostentaciones, en postura de verdadero reencuentro con su medio telúrico en cuyas raíces buscaba penetrar ahora para extraerle su misterio en instantáneas trágicas y expresarlo directamente, en relatos donde importa la acción, la construcción interior, el drama sustantivo, superada ya la euforia de originalidad en una metáfora de más o menos riesgo. Ahora las técnicas del relato se han afinado. Sondea posibilidades no intentadas como el mundo de las sensaciones («La siembra de ajos»), despojadas de sinestesias; los diálogos sin identificación de interlocutores, como recurso de construcción de atmósferas míticas adquieren una eficacia narrativa inusitada, más allá de las digresiones explicativas; así ocurre en un cuento mítico y poemático donde se va erigiendo la figura del Tirano Aguirre a través del coloquio de las viejas («El fuego fatuo»). Otras veces, la sincronización entre los dramas interiores y el dinamismo del paisaje permiten la edificación de un misterio de lo cotidiano, como sucede en una pequeña obra maestra: «La lluvia». Allí los monólogos interiores permiten el contrapunto de los dos personajes ancianos (Usebia y Jesuso), contrastados con el ensimismamiento simbólico del niño-lluvia: Cacique. En «La siembra de ajos», la atmósfera misteriosa de un eros queda disuelta en el mundo de las sensaciones olfativas: el olor afrodisíaco del ajo. Si en Barrabás y otros relatos aún prevalecían los finales de relato cerrados por la muerte, en Red predominan las situaciones misteriosas, la ambigüedad de los conflictos y los finales abiertos. En cuanto al punto de vista, la utilización de monólogos interiores o de narraciones directas, el encadenamiento de historias en un mismo cuento, constituyeron avances notables hacia la independencia de los personajes, hacia la autonomía de la narración, hacia la exigencia de una complicidad de lectores enfrentados a conflictos y situaciones sugeridas, cuyo proceso le es entregado y presentado sin la consabida tendencia a las explicaciones o a las moralejas ejemplarizantes. Red a nuestro juicio es el primer libro venezolano que inscribe una nueva tendencia del cuento en Hispanoamérica: la del realismo mágico, cuyas primeras teorizaciones abordaba Uslar Pietri en los ensayos escritos por aquellos años para la revista El Ingenioso Hidalgo, como se hizo notar en su oportunidad. « 114 » Colección Prólogos 9. Treinta hombres y sus sombras Durante los años de residencia en Nueva York, en los descansos del trabajo universitario, Uslar Pietri había organizado su tercer volumen de cuentos. Eran los mismos días en que el autor reflexionaba, en función de cátedra, alrededor de un problema teórico que venía inquietándole desde 1935: la caracterización del cuento venezolano a partir de la vanguardia. Así nació el famoso ensayo que, incluido en Letras y hombres de Venezuela (1948), daría lugar a que el crítico mexicano Luis Leal considerase a Uslar como el primer autor que en Hispanoamérica aplicaba el concepto de realismo mágico a la literatura66. El juicio de Uslar era muy conciso. Evocaba los años de sus comienzos literarios y decía: Lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse realismo mágico. Este rumbo que se afirma desde 1928 ha llegado a ser el que ha caracterizado el cuento venezolano en los últimos veinte años. A él se incorporan en mayor o menor grado los cuentistas posteriores a Pocaterra. Varía de unos a otros el grado de acercamiento a la realidad. Pero ninguno se resigna ni a copiarla ni a ignorarla.67 Si la tendencia era apenas, «enunciado que flotaba en el ambiente»68, como el propio Uslar afirmaba en 1976 y no era aún modelo de escritura narrativa, para el momento de publicar su tercer libro de cuentos, ya el relato hispanoamericano andaba inmerso a todo cuerpo en la exploración de estos códigos que resultaron más cónsonos dentro de la tradición narrativa del continente. Novás Calvo, Labrador Ruiz, José de la Cuadra, Pablo Palacio, José Revueltas, Agustín Yáñez, primero; y luego Juan Rulfo, Antonio Márquez Salas, el primer García Márquez, etc., desde distintos países imprimían al nuevo modo del relato una categoría de corriente. Treinta hombres y sus sombras fue así la culminación de un proceso evolutivo en el que su autor venía aportando piezas fundamentales para la consolidación de esa transfiguración del realismo narrativo hispanoamericano. Domingo Miliani « 115 » En la década de los 40 el cuento venezolano atravesaba por una época de abundancia y renovación, era una línea de continuidad con el auge postgomecista de las vanguardias. La aparición del grupo Contrapunto liquidaba los últimos vestigios del criollismo y proyectaba la narrativa venezolana en un contexto de universalidad que ya dejaba de ser tentativa aislada de un autor. Las lecturas de William Faulkner, Huxley, Proust, Kafka, se hacían palpables en los nuevos cultores de la novela y el cuento. Antonio Márquez Salas, Oswaldo Trejo, Alfredo Armas Alfonzo, descollaban entre los valores jóvenes mejor dotados para ese cambio de visiones narrativas. Lo mismo Gustavo Díaz Solís, tan impregnado de las técnicas aportadas por los nuevos narradores norteamericanos. Entre los anteriores, Guillermo Meneses adquiría la jerarquía de un gran maestro del cuento. Un concurso anual auspiciado por el diario El Nacional estimulaba particularmente la nueva producción. Así, entre 1940 y 1948 circularon libros definitivos para la historia del cuento venezolano: Marejada (1940) de Díaz Solís, el mismo año en que Antonio Arráiz difundía en revistas los primeros cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, donde se rescataba la tradición de la conseja popular venezolana para incorporarla como recurso técnico al relato intelectual-político más elaborado. El libro Tío Tigre y Tío Conejo apareció en 1945. Ramón Díaz Sánchez editaba sus Caminos del amanecer (1941); Humberto Rivas Mijares aplicaba las nuevas técnicas a la materia rural tan explotada por los regionalistas, en su libro Gleba (1942); el mismo Díaz Solís proseguía su camino ascendente por el relato lírico-mágico en otro volumen: Llueve sobre el mar (1943). Pedro Berroeta aportaba narraciones misteriosas y de suspenso en su libro Marianik (1945). Andrés Mariño Palacio se destacaba como un excepcional explorador del mundo existencial con El límite del hastío (1946), el mismo año en que Díaz Sánchez obtenía premio en el concurso de El Nacional, con su discutido cuento «La virgen no tiene cara», germen primario de su novela Cumboto. El año 1947 puede considerarse como otro de los momentos estelares en la historia de nuestra cuentística. La razón es que el ya consagratorio concurso de El Nacional, revela a Antonio Márquez Salas como uno de los más originales y recios cuentistas del país. El texto premiado fue «El « 116 » Colección Prólogos hombre y su verde caballo»; el segundo premio recaía en Gustavo Díaz Solís, por «Arco secreto». Con aquella cosecha inusitada de libros y autores parecían sepultados para siempre el realismo tradicional y las últimas arborescencias del criollismo. No era, pues, fácil, aportar mucho de nuevo en la cuentística. Y es justamente en esas condiciones como circula el más intenso de los libros narrativos escritos por Arturo Uslar Pietri. Esa visión mágica y misteriosa de la realidad nacional; un sondeo en los repertorios de la tradición oral del cuento, que inquietaban al autor desde 1936, ahora cuajaban en un haz de relatos. La conseja popular le había parecido un tesoro temático inhollado. Esa era una de las materias que el tercer libro abordaba. En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su humo en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones, Tío Conejo, Tío Tigre y otros animales parecidos a los hombres. Lo cuentan los peones que regresan de las tareas, lo cuentan las mujeres campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes. Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llene de estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que ya han llegado a saber enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas.69 Así comienza, con tono ensayístico, simple y afectuoso, uno de los cuentos que forman el libro: «El conuco de Tío Conejo». Casi podrían tenerse esos párrafos como una especie de manifiesto oculto en el relato, prólogo furtivo, que revela a los lectores la nueva riqueza temática, constante a lo largo de quince cuentos y una novela corta («Mai-chak»). Junto a la tradición hispano-arábiga de los fabularios con personajes animales en su fisonomía, humanos en su comportamiento narrativo, Uslar exploró otro filón escasamente transitado en la narrativa venezolana: el pícaro. Comenzó con la pareja de personajes heredados de la tradición oral pre-picaresca: Pedro de Urdemales, Urdemales o Rimales y Juan Domingo Miliani « 117 » Bobo. El primero, español de nacimiento, abuelo de Lázaro de Tormes o de Guzmán de Alfarache, trashumante desde el Viaje de Turquía de Villalón, emigrado a América en calidad de pasajero furtivo en la conciencia de los conquistadores. «La fiesta de Juan Bobo» deja testimonio del personaje como tal. Pero la perspectiva del narrador es puesta por Uslar en Calancha, borrachito de pulpería, que deja el trabajo para contar historias. Y transmutado, reaparece ya con personalidad narrativa propia como personaje de dos cuentos: «La mosca azul» y «El gallo». Ahora se llamará José Gabino, «ladrón de caminos». En el primero de los cuentos, se yuxtaponen las secuencias del aventurero con la misma técnica tradicional de la picaresca (Lazarillo). En «El gallo», el personaje es un accidente en su carácter picaresco. La estructura lo fragmenta en tres planos de relato signados por tres puntos de vista: un yo de monólogo interior; un tú supeditado al plano de primera persona, como conciencia acusadora y burlona del mismo José Gabino; y una tercera persona de la narración exterior. La novedosa concepción de este cuento lo convirtió en una obra maestra. Su recurso de perspectivas múltiples sería luego utilizado por Carlos Fuentes (La muerte de Artemio Cruz) y Roa Bastos (Yo, el Supremo) lo cual hace de «El gallo» una pieza clave en la evolución de las técnicas del arte de narrar en Hispanoamérica. Esa combinación de los procedimientos más modernos con la sustancia popular de las narraciones orales se mantiene a lo largo del libro; le imprime su coherencia. La esencia de lo popular fue certeramente exprimida por Uslar Pietri dentro del mundo narrativo de las tradiciones orales y no en los falsificados y artificiosos argumentos de la literatura criollista. La materia de estos cuentos es de pueblo, pero la técnica con que elaboró esmeradamente cada cuento se mantuvo a la altura de las más acabadas expresiones de la narrativa hispanoamericana, hasta alcanzar momentos culminantes como el cuento «El venado». Treinta hombres y sus sombras ratificaba la condición excepcional de un gran maestro universal de nuestra cuentística. « 118 » Colección Prólogos 10. Pasos y pasajeros Transcurrieron dieciocho años a partir de la aparición de Treinta hombres y sus sombras, para que Uslar Pietri publicara un cuarto volumen de cuentos: Pasos y pasajeros (1966). En casi una veintena de años, la narrativa nacional e hispanoamericana había operado cambios sustanciales. En el continente, desde 1962, estalla lo que se ha conocido como el boom de la novela y de la narrativa en general. Mario Vargas Llosa, al obtener en España el Premio Biblioteca Breve de Seix-Barral, por La ciudad y los perros (1962), llamaba de nuevo la atención de la crítica internacional sobre la producción ficcional de nuestros países. No es que antes no se hubieran escrito y publicado obras fundamentales en su renovación técnica y discursiva; sino que aquella incidencia, recaída sobre un escritor prácticamente desconocido y en una juventud rebelde, sacudía y asombraba. Tras él fueron descubriéndose veteranos escritores que hasta entonces sólo tenían renombre entre los lectores del continente y en tirajes exiguos de sus obras: Agustín Yáñez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, comienzan a hacerse familiares. A poco tiempo, Gabriel García Márquez inaugura el fenómeno de los tirajes millonarios de nuestras obras narrativas e inicia un fenómeno de profesionalización que para muchos observadores constituyó acto de «venalidad» intelectual. Venezuela permanecería al margen del proceso hasta 1967, cuando Vargas Llosa obtuvo en Caracas el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con La casa verde y el otorgamiento atrajo más de un centenar de críticos y creadores reunidos en el ya mencionado Congreso del Instituto Internacional de Literatura Hispanoamericana. En 1967, Adriano González León recibiría también el Premio Biblioteca Breve, por País portátil. No obstante, el boom estuvo lejos de adicionar muchos nombres venezolanos a ese estallido de industrialización latinoamericana de la narrativa. En el contexto interno del cuento y la novela venezolanos, la década de 1950, enmarcada por la represión dictatorial de Marcos Pérez Jiménez, fue muy pobre tanto en volumen de obras como en la aparición de nuevos valores. Nombres que venían afirmados de procesos y movimientos Domingo Miliani « 119 » precedentes, reafirmaron su calidad creativa. Entre ellos, Alfredo Armas Alfonzo apareció en 1951 como una de las más promisorias cifras de más reciente labor cuentística: La cresta del cangrejo (1951). Guillermo Meneses lograba producir uno de sus más acabados relatos, ceñido a la instantaneidad existencial de una agonía relatada con vigorosa y poética escritura: «La mano junto al muro». Ramón Díaz Sánchez editaba en volumen La virgen no tiene cara y otros cuentos (1951). El sorprendente y misterioso Julio Garmendia publicaba su segundo libro de cuentos, a 24 años de su primera obra. El nuevo libro era La Tuna de Oro (1951). Con él obtendría el Premio Municipal de Prosa y empezaría a ser reconocido y leído con mayor atención. Las líneas del cuento inscrito en el realismo mágico alcanzaban elevaciones excepcionales en un gran maestro ecuatoriano que se hizo nuestro hasta en su espantosa muerte: César Dávila Andrade. En perfiles semejantes se imponía la reciedumbre de Oswaldo Trejo con su libro Cuentos de la primera esquina (1952), a partir del cual ha sostenido una inagotable voluntad renovadora, autocrítica y experimental. El cuento-poema tuvo su más original labrador en Oscar Guaramato: Por el río de la calle (1953). Los imitadores proliferaron; no lo igualan aún en su excelente capacidad lírica. Antonio Márquez Salas siguió su ascendente trayectoria de maestro críptico en la narración breve: Las hormigas viajan de noche (1956) y en especial su cuento «Como Dios». Sólo en 1957, en los estertores de la dictadura perezjimenista, se inaugura un nuevo movimiento iconoclasta, integrado por jóvenes de implacable humor negro, gente afincada en nuevas lecturas y en una posición revisora del pasado inmediato, no sólo de la narración sino también de la poesía. La universalidad vuelve a ser el ideal común. Los maestros están ahora en Francia, Norteamérica, Italia, Inglaterra. Se lee y discute ávidamente a Huxley, Proust, Camus, Sartre, Dylan Thomas, Faulkner, Thomas Wolfe, Virginia Woolf, pero también se reivindican dos grandes solitarios venezolanos: José Antonio Ramos Sucre y Julio Garmendia. El nuevo movimiento se congrega en los altos de una librería bautizada a plena intención con el nombre de «Ulises». El grupo se llama Sardio. Entre sus más nerviosos animadores está Adriano González León; con él trabajan y discuten, escriben y cuestionan, poetas como Francisco « 120 » Colección Prólogos Pérez Perdomo, Guillermo Sucre, Luis García Morales, Ramón Palomares, Edmundo Aray. Pero el nombre de más continuada proyección será Salvador Garmendia. Desde Las hogueras más altas (1957) primer libro de cuentos de Adriano González León y a partir de ciertas modalidades existencialistas, maduradas primero en la narrativa de Guillermo Meneses y luego en algunos narradores del grupo Contrapunto, la cuentística venezolana se había hecho menos anecdótica, más situacional en sus tramas, sobria en la escritura, abismal en sus finales de historia que ya no tenían por qué concluir siempre en muertes trágicas. Las experimentaciones con el tiempo psicológico, la apertura plena de los espacios interiores, los ambientes sustituidos por atmósferas narracionales, se habían hecho recursos dirigidos a reeducar la pupila observadora de los lectores. Los problemas de una clase media urbana, pero sobre todo el conflicto del hombre, habían conquistado definitivamente la preocupación fundamental para los artistas de la ficción. No obstante, esa renovación y sacudida iniciada con Sardio y pro­longada en El Techo de la Ballena, salvo el caso del infatigable Salvador Garmendia, fue absorbiéndose en el apremio de una lucha insurreccional contra la democracia represiva instaurada por Rómulo Betancourt y expandida en toda la década de los 60. El impulso inicial no tuvo una continuidad plena de nombres y de obras, al menos en el cuento. En esas circunstancias se presentaba el cuarto volumen de Uslar Pietri. De otra parte, el desarrollo del nouveau roman francés, iniciado en el juego de las simultaneidades y las situaciones condensadas desde los Tropismes (1938) de Nathalie Sarraute, hasta las novelas axiomáticas de Robbe-Grillet, habían trazado un proyecto de dignificación de los objetos, una vuelta a la fría descripción de espacios saturados por entornos que aplastaban la estatura humana y la tensión de sus conflictos. Ya para los años sesenta, ese movimiento había perdido el prestigio iconoclasta de la anti-novela para convertirse en un nuevo clasicismo que reivindicaba ciertas modalidades de la omnisciencia narrativa cuyo abolengo estaba en los grandes maestros del realismo del siglo XIX, particularmente Flaubert. Domingo Miliani « 121 » Si se toman en cuenta estas coordenadas contextuales para leer los 13 relatos que conforman Pasos y pasajeros, podrá observarse cómo Uslar Pietri estaba renovando sus propios mecanismos de escritura cuentística una vez más70. Vistos en conjunto, la mayoría de los textos conservan una constante: son narraciones en torno a personajes sin identidad, o con identidad nebulosa, cuyo conflicto está precisamente en la búsqueda de un ser más allá de las situaciones instantáneas en las que se mueven. Los finales son todos abiertos. El lector se queda siempre suspendido en un «qué sucedió después». La temática se despoja de toda referencia localista, salvo contados casos. Pueden ser individuos ubicables en cualquier latitud habitada por el ser humano. Una latitud poblada apenas de pasos que resuenan un momento, que alteran la quietud de una atmósfera donde los objetos se mitifican y adquieren dimensión decisiva de unos destinos a la deriva. No importa que la anécdota apunte a conflictos de nuestras conspiraciones, violencias y sacudidas políticas: «El novillo amarrado al botalón», «El rey zamuro», «La segunda muerte de don Emilio», «El enemigo», «Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte», «La mula»; en ese caso, la anécdota histórica es trascendida en la temporalidad del suceso por las particularidades de una trama que desemboca en finales no esperados; la frialdad, casi aséptica de la prosa, deshistoriza y desespacializa una situación que pudo haber sucedido o repetirse en cualquier lugar y a cualquier persona. Esa clave personas más que personajes, como sugería E.M. Forster, delinea las sombras de unos pasajeros del tiempo reducidos a unos minutos de angustioso acontecer. Lo mismo sucede con relatos enmarcados en las vivencias de una infancia en crecimiento hacia la adolescencia, donde una muchacha que jugaba con «varones» y rompía el tabú de su condición de «la hembra», deviene en una turgente mujer que ha crecido a los ojos de la pandilla, cuyos miembros terminan todos vindicando una figura femenina mitificada, al saberla en camino de pérdida cuando se oficializa novia de un tendero: «La hembra»; o las incomodidades y trajines mentales que ocasiona una gata adoptada por un niño, rechazada, mientras está próxima, por los padres, añorada cuando se extravía, reinsertada con aceptación unánime cuando regresa en preñez luego de su fuga («La gata negra»). « 122 » Colección Prólogos Incluso las angustias y los miedos a los procesos represivos o las esperas conspirativas, se remiten a la conflictiva dimensión interior de hombres ubicados en momentos extremos: así ocurre con el monólogo interior que soporta la historia de «El novillo amarrado al botalón», donde el isocronismo entre el beneficio del novillo y la conspiración frustrada en la que va a participar el ser monologante, magnifica los objetos que circundan una soledad fugitiva por mundos de evocaciones o de posibilidades imaginadas. El mismo recurso invade todo el desarrollo de la mente, conmovida por el primer cadáver entregado a la mano inexperta de un estudiante de medicina, quien termina construyéndole una vida al muerto desconocido «Simeón Calamaris», de quien acaba sintiéndose un gran amigo. El miedo a la represión dictatorial de Gómez, lleva justamente a don Lope Leporino hasta la cárcel tan temida, donde purgará el único delito de rehuir hasta los corrillos de grupo y limitarse a murmurar su inconformismo, en voz susurrante, dentro de la oreja gacha de «La mula» que lo conduce a su hacienda. Otras veces es el simple juego de la memoria, o la desmemoria, con la que lucha en vano un personaje por descifrar quién es el remoto conocido que lo saluda en la calle, le revela un solo indicio «Yo soy Martín» y lo despeña en los abismos olvidados de vivencias donde algún homónimo pudo cruzarle inadvertido un solo instante. La intención de utilizar recursos de las consejas populares conservadas en la memoria de los pueblos, dentro del relato oral, dotó la materia para uno de los cuentos más curiosos del volumen: el desdoblamiento de Checho y Chucho, el primero culpable del asesinato de una esposa adúltera, perseguido a lo largo de la selva diamantífera de Guayana –una de las pocas referencias de ubicación geográfica en el libro–, por un doble suyo en quien se van repitiendo, como en espejo hasta sus pensamientos, para concluir todo en la doble muerte de los personajes trabados en duelo. De temática más contemporánea es «Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte», cuento de las luchas insurreccionales de los años 60, por las referencias al terrorismo urbano, donde una insinuada posibilidad de relación amorosa sorpresiva, es desviada con la huida de una hermosa Domingo Miliani « 123 » mujer dinamitera, que se refugia en la habitación de un hombre solitario a quien deja un estuche de violín cargado de dinamita. Aquí el objeto, su transferencia y la angustia por deshacerse de él, aglutinan las rápidas secuencias de la historia. No es caso único; los objetos se mitifican o adquieren valor mágico –al igual que en las viejas historias míticas. Así pasa con una historia de sirenas: «El hombre de la isla», donde una bella mujer extranjera recibe de un leproso el donativo de una perla que finalmente es lanzada al mar como tabú o portadora de maleficio; igual ocurre con el legado de una casa rural poblada de innumerables objetos refinados, con que don Emilio dotó a su ex amante, para que viviera en holgura durante el matrimonio con don José, tahúr que prefiere el embargo de bienes, como un modo de liberarse de aquella memoria de amantes, que no lo deja ser feliz con su mujer. Los objetos, «presencia de recuerdos», son el blanco a través del cual don José logra vengar su condición de marido humillado en la abundancia; pero también ocurre cuando una constelación de objetos desechados en los basureros urbanos, circundan y construyen el mundo de humo, donde Juan, hijo de soldado, sirviente de General, amante de la hija de aquel jefe, implacable en la venganza de la afrenta, desata la persecución, el castigo de cárcel y de saña cebada en despidos de trabajos subsidiarios, conduce a su ex servidor a la condición de un marginal estupidizado que habita entre humaredas malolientes y pasa su último tramo existencial removiendo latas y trapos inútiles. Con su cuarto volumen, escrito en una prosa austera, Uslar entraba al nivel de un narrador clásico, por el dominio de sus recursos y por la helada maestría con que va sumergiendo a los lectores en un mundo de tensiones instantáneas, administradas con sabiduría de prestidigitador. En uno de los cuentos, casi como escondido, el gran maestro del relato venezolano dejó caer un párrafo que es casi una poética de su última etapa como cuentista: Mientras contaban aquel cuento, la extranjera se iba llenando de misterio y atractivo para todos. El misterio de los seres no consiste en lo aparente, sino en todo lo que puede haber de maravilloso o de desco­nocido bajo lo aparente. En las presencias invisibles que pueden haber bajo la presencia visible. En el inesperado acompañante que surge en un camino y resulta « 124 » Colección Prólogos más luego ser el Arcángel Azrael. En la presencia del comensal sobrenatural que apenas se vislumbra por la manera de partir el pan. En el hombre que ha pasado largos años conviviendo en rutinarias tareas, y luego, sin que nadie de los que lo conocieron pueda explicárselo, se transforma en el criminal aterrador e inencontrable o en el que lleva una doble vida distinta de conspirador o de rebelde.71 En esta forma, el primer teorizador de «realismo mágico», que enunciaba primeros postulados en 1935, los reiteraba y generalizaba al cuento venezolano de vanguardia en 1948, llegaba a los 60 años de edad dentro de una consecuente actitud de sondeo y búsqueda creadora que lo había emparentado en su juventud, y lo reencontraba en su madurez, con otro gran maestro de la renovación narrativa: Alejo Carpentier. Las analogías conceptuales entre ambos narradores parecen ahora más notorias. Si Uslar mantuvo y mantiene una sobria técnica de hilvanar lo misterioso o lo extraño en una prosa directa y a veces lineal, ese es el rasgo de una escritura labrada en materia recia de arte narrativo, hecho a perdurar en la historia literaria. 11. Los ganadores En 1980, la Biblioteca Breve de Seix-Barral, editó en Barcelona el quinto libro de cuentos de Uslar Pietri. Se llamó Los ganadores, pero también podría haberse titulado «Pasión y muerte de José Gabino». Ese personaje donde Uslar cristalizó la picardía criolla de nuestro hombre de pueblo se le convirtió realmente en una pasión. Si «El gallo» y «La mosca azul» perfilaban al tipo humano condensado en el apodo «ladrón de caminos», en Los ganadores, dos nuevos cuentos están dedicados al personaje. El lector que hubiera sentido la empatía de los dos primeros cuentos incluidos en Treinta hombres y sus sombras, siente con el autor ese desgarramiento del personaje que, sin perder su condición de mentiroso irredento, deviene en guerrillero o, por lo menos en amigo que conoció al famoso comandante de una montonera, por cuya persecución José Domingo Miliani « 125 » Gabino es torturado y mal herido, abandonado en un camino. María Chucena, la de «La mosca azul» reaparece también en «El camino desandado». Pero no hay nada que hacer. José Gabino ha muerto. Su periplo parece concluido. Pero sólo parece, por razones de ubicación del relato como tercer texto narrativo de Los ganadores. Y cuando el lector cree haber acompañado al simpático hombre con «ojos de roedor» y hábil inventor de historias en la aventura final, los juegos del libro en su distribución vuelven a presentarlo en otro relato presagiante: «Una fosa abierta». José Gabino, en el parecer narrativo, es buscador de tesoros ocultos, ante los ojos de quienes se acercan a observarlo. Pero en el ser del acontecimiento, realmente cava su propia fosa, que desde la primera línea del relato «ya le ocultaba medio cuerpo». Una fosa que prevalecerá abierta y vacía, cuando comprendemos, a posteriori, que como Rilke, el simpático agente de cuatro cuentos, morirá en tierra ignorada al ser destrozado por la tortura de los perseguidores del guerrillero. Una intertextualidad válida que sumerge al lector casi en la protesta de una desaparición que carga de nostalgia a quien haya seguido de cerca esa infatigable urdimbre narrativa del cuentista. En Los ganadores alcanza la sobriedad discursiva del clásico y la universalidad depurada que organiza el volumen en situaciones cuyo espacio es interior, donde la topografía se hace inasible para quien busca raíces regionalistas, pero donde el conjunto, por obra de una escritura que nació y creció para sugerir y no para explicar, está anclado en las esencias de un latinoamericanismo englobante. Hasta cuentos que se inscriben en la mitología universal de la lectura, como «Las aventuras de Telémaco» y «Toro Sentado», pueden ocurrir en la conciencia de cualquier ser humano donde operen las sincronicidades junguianas entre la vida de afuera y la que subyace en un libro que estamos leyendo en el propio relato y tal vez en la simbiosis también leamos un poco de nuestra propia vivencialidad cultural. Otras narraciones, como «El espejo roto», «Otra cara, otro nombre», «El milagro», parecieran regresar a las líneas conceptuales de relatos escritos por Uslar cuarenta años antes (Red, 1936), por las cargas indiciales de los desdoblamientos, las fragmentaciones de la figura, el oniris- « 126 » Colección Prólogos mo, la sensación de un misterio apenas vislumbrado a través de unas rendijas que la realidad concede, (¿realismo mágico?). Sólo que el maestro, en plenitud, maneja con una discreción y una economía ejemplares, los recursos técnicos del tejido narracional para hacerlos deslizarse sobre una escritura desnuda de metáforas, turgente de connotaciones simbólicas que exigen un trabajo de comprensión más hacia lo hondo del texto en el lector desafiado a perder la partida con cualquier distracción, por pequeña que sea. Aquí Uslar Pietri ha llegado, entonces, a la perfección de nuestros grandes maestros del cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el cuento. En cinco instancias lentamente maceradas, puede reiterarse la afirmación de que la escritura de Uslar fue madurando para llegar a las vetas más esquivas del cuento, tal vez la expresión tipológica más compleja, pero también más completa por lo inquietante de su hermetismo estructural. Nombre del Autor « 127 » Notas 1. En esta reedición he introducido leves modificaciones, sobre todo de actualización y erratas aparecidas en la anterior. 2. Específicamente el trabajo de Mario Szichman: Uslar, cultura y dependencia, Caracas, Vadell Hnos., 1975. 3. Entre las investigaciones más recientes destacan las realizadas por Luis Cipriano Rodríguez, Yolanda Segnini y Yolanda de Lecuna, todas producto de un trabajo en equipo que adelanta el Instituto de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad Central de Venezuela. 4. Sobre la visita de Pellicer a Caracas y los incidentes diplomáticos posteriores, cfr. Raúl Agudo Freytes: Pío Tamayo y la vanguardia; particularmente, pp. 54-57. 5. Cfr. Juan Bautista Fuenmayor: Historia de la Venezuela política contemporánea (1976), t. II, pp. 133 y ss. 6. María Rosa Alonso, «¿Es el de las generaciones un método comprobado?», Revista Nacional de Cultura, Nº 128, pp. 92 y ss. 7. Mario Torrealba Lossi, Los poetas venezolanos de 1918, Caracas, Edit. Simón Rodríguez, 1955. 8. Idem, Los años de la ira, Caracas, Edics. del Ateneo de Caracas, 1979. 9. «Contrapunto de las generaciones». Entrevista con Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses, Juan Liscano, Arturo Croce, Miguel Otero Silva (S. Fma.), Papeles, Revista del Ateneo de Caracas, feb.-mar.-abr. 1967, Nº 3, pp. 83-98. La respuesta de Otero Silva en p. 95. 10. La generación venezolana de 1928. Estudio de una élite política. (Memoria presentada ante la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello para optar al título de Licenciado en Sociología por María de L. « 128 » Colección Prólogos Acedo de Sucre y Carmen M. Nones Mendoza), Barcelona (España), Ariel, 1967; 182 p. 11. La selección de nombres la hemos hecho sobre la lista más completa que incluye el citado libro de María de L. Acedo y Carmen M. Nones (cfr. nota 10). Los comentarios marginales sobre aspectos políticos y literarios son nuestros. 12. El cuadro descriptivo más completo del proceso formativo de nuestros partidos políticos lo ha realizado Manuel Vicente Magallanes: Los partidos políticos en la evolución histórica venezolana, Caracas (Madrid), Edit. Mediterráneo, 1973. De esta obra se obtuvieron los datos citados a continuación. 13. Pedro Felipe Ledezma, historiador y educador distinguido, publicó un excelente estudio sobre los programas políticos de estas primeras agrupaciones de la izquierda venezolana: Marxismo y programas en la lucha antigomecista. 1926-1936, Caracas, Edics. de la Asociación de Profesores del Instituto Universitario Pedagógico de Caracas, 1978; 193 p. 14. Caracas (Madrid), Edit. Mediterráneo, 1968. 15. Op. cit., pp. 21-22. 16. Ibid., p. 23. 17. Guillermo Meneses, «Nuestra generación literaria», El Farol, Caracas, nov.-dic. 1961, Nº 197, pp. 33-36. 18. «Lo criollo en la literatura». Obras selectas, p. 1061. 19. Una muy completa cronología de las intervenciones norteamericanas en Latinoamérica puede leerse en el folleto Estados Unidos contra América Latina. Dos siglos de agresiones, La Habana, Casa de las Américas, Col. Nuestros Países, Serie Resumen, 1978 (comp. de Sergio Guerra y Alberto Prieto). 20. Nelson Osorio, investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Galle- gos, desarrolló un estudio sobre la vanguardia venezolana en el contexto hispanoamericano. Razones de compañerismo me inhiben de tocar aspectos que el mismo Osorio me había comunicado en conversaciones fraternales. Dejo constancia de agradecimiento a este colega, por haberme suministrado copias de materiales hemerográficos localizados y acopiados por él y su equipo de la Sección de Investigaciones Literarias del Centro. Algunos de ellos pueden ser consultados en el volumen que Osorio publicó recientemente: La formación de la vanguardia en Venezuela (Antecedentes y documentos), Caracas, Academia Nacional de la Historia (Estudios, Monografías y Ensayos), 1985. 21. Con posterioridad a la muerte de Garmendia han sido editados textos narrativos suyos, escritos y publicados en la prensa periódica desde 1918. Oscar Sambrano Urdaneta compiló y editó un volumen de dicho autor con el título La hoja que no había caído en su otoño. Néstor Tablante ha hecho un exhaustivo arqueo hemerográfico aún inédito. 22. Cfr. Actualidades, Rev. del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Nº 3-4. En especial los trabajos de Nelson Osorio («La Tienda de Muñecos de Julio Garmendia en la narrativa de vanguardia hispanoamericana», pp. 11-36) y Beatriz González («La obra de Julio Garmendia en las historias de la narrativa venezolana», pp. 37-62). 23. Memoria y cuento de la generación del 28, Caracas, s.e., 1958. 24. «Vanguardismo poético», Sinfonía inacabada. Obras completas, v. 7, pp. 389-399. 25. Manifiesto editorial de válvula. 26. Literaturas europeas de vanguardia, p. 10. 27. L. Landaeta: «Auto de fe», válvula, pp. 38-39. 28. «La revista de la vanguardia», Fantoches, año V, Nº 33, Caracas, 11-1-1928. 29. A. Uslar Pietri, «Una flecha en válvula», Mundial, Caracas, 11 de enero de 1928, mes XII, Nº 297, p. 1. Nota: Este y otros textos citados los debo a copias facilitadas fraternalmente por Nelson Osorio, quien los localizó y acopió para su trabajo sobre las vanguardias. Dejo constancia de mi agradecimiento. 30. «Música celestial», El Universal, 15 de enero de 1928, año XIX, Nº 6.709. 31. «Vanguardismo criollo», Mundial, Caracas, 14-1-28, año XII, Nº 300. 32. Avelino Martínez, «El vanguardismo», El Universal, Caracas, 2-2-1928, año XIX, Nº 6.727. 33. «La ‘válvula’ de la vanguardia», Mundial, Caracas, 23-2-1928; Nº 332. 34. El Universal, Caracas, 28, 29 y 30 de enero de 1928, Nos 6.722, 6.723 y 6.724 respectivamente. 35. Carlos L. Capriles, «El vanguardismo aquí es un mero pasatiempo de muchachos principiantes», El Universal, Caracas, 2 de septiembre de 1928, Nº 6.936. 36. A. Uslar Pietri, «El crítico Capriles ignora qué son las escuelas de vanguardia», El Universal, Caracas, 6 de septiembre de 1928, Nº 6.940. 37. Rafael Angarita Arvelo, «Panorama de vanguardia», El Nuevo Diario, Caracas, 24-1-1928; año XVI, Nº 5.402. 38. Fernando Paz Castillo, «Sobre el tema del vanguardismo», El Universal, Caracas, 1 de julio de 1928, año XX, Nº 6.893. 39. Sobre este y otros aspectos de la vida política de Uslar cfr. Alfredo Peña: Conversaciones con Uslar Pietri, Caracas, Editorial del Ateneo de Caracas, 1978. 40. Alfredo Peña menciona este primer artículo pu­blicado el 22 de marzo de 1922, año V, Nº 19 de Billiken. Igualmente cita como aparecidos en 1923 los siguientes trabajos: «El silencio del desierto», «El retorno de Pan», en El Universal; Nombre del Autor « 129 » «Las casonas», en el mismo diario y un poema titulado «Nada es». 41. Datos suministrados por el propio autor en cuestionario que le remití desde México en 1965. 42. Alfredo Peña enumera una amplia lista de los primeros trabajos publicados entre 1925 y 1927. 43. Apareció primero en Cultura Venezolana, Nº 83, sept. de 1927; luego fue reproducido en el único número de válvula. 44. «La vanguardia, fenómeno cultural», El Universal, 10 de diciembre de 1927, Nº 6.674, p. 5. Además, sobre el Futurismo, Nelson Osorio rescató e insertó en su libro un texto de Uslar, fechado en 1927, con el título de «El Futurismo»; cfr. Osorio, op. cit., pp. 229-231. 45. El texto completo está reproducido por Osorio (op. cit.) 12, cita, en p. 242. 46. Remito especialmente a la entrevista publicada en El Nacional de Caracas, el 16 de mayo de 1976, con motivo de los 70 años del nacimiento del escritor. Esas mismas ideas las reitera en su texto «Mi primer libro», que precede al volumen conmemorativo de Barrabás y otros relatos, Caracas, Monte Ávila, 1978; cfr. particularmente las pp. 28-29. 47. Las informaciones sobre estos contactos intelectuales fueron referidas por Uslar Pietri en el cuestionario citado antes (v. nota 41 de este trabajo) y utilizadas en el libro Uslar Pietri, renovador del cuento venezolano. Algunas fueron reiteradas o ampliadas por él en la entrevista del 16 de mayo de 1976 (v. nota 46). 48. «El faro de la Torre Eiffel», Obras selectas, p. 888. 49. Entrevista en El Nacional del 16-5-76. 50. Cfr. Tientos y diferencias, México, UNAM, 1964. Especialmente el ensayo «De lo real ma­ra­ « 130 » Colección Prólogos villoso americano». Alexis Márquez Rodríguez se ha ocupado con perseverancia de este tópico en dos libros consagrados a Alejo Carpentier. 51. El crítico alemán Franz Roh había publicado en 1925 una obra titulada Nach Expresionismus. Fue vertida al español, el mismo año, por Fernando Vela y editada bajo sello de la Revista de Occidente con el título Realismo mágico. Postexpresionismo. El término «realismo mágico» fue utilizado por Arturo Uslar Pietri para caracterizar el cuento venezolano de vanguardia en su ensayo «El cuento venezolano», inserto en su libro Letras y hombres de Venezuela. La primera edición es de México, Fondo de Cultura Económica, 1948. Luis Leal considera que ésta fue la primera vez que la designación se aplicó a la literatura hispanoamericana. Cfr. su ensayo: «El realismo mágico en la literatura hispanoamericana», Cuadernos americanos, México, jul.-ago., 1967, Nº 4, pp. 230-235. 52. Cfr. Giuseppe Bellini, La narrativa de Miguel Ángel Asturias, Buenos Aires, Losada, 1969, p. 20. 53. Cfr. Klaus Müller-Bergh, Alejo Carpentier. Estudio biográfico-crítico, Nueva York-Madrid, Las Américas / Anaya, 1972, p. 26. 54. «Asteriscos», El Ingenioso Hidalgo, junio de 1935, Nº 2, p. 2. 55. «Interludio a la novela», ibid., agosto, 1935, Nº 3, p. 1. 56. Ramón J. Velásquez, «La evolución política de Venezuela en el último medio siglo», Venezuela moderna. Medio siglo de historia. 19261976, Caracas, Fundación Eugenio Mendoza, 1976, p. 44. 57. Cfr. al respecto Alfredo Peña, op. cit., donde Uslar, por primera vez, rememora con detalles aquel incidente. 58. Op. cit., p. 240. 59. G. de Torre, op. cit., pp. 369-370. 60. Presentación a Obras selectas (1956), pp. XII-XIII. 61. Había publicado «El gato con botas» y «Zumurrud» en Élite; «La voz», en Fantoches; «Miralejos» en El Universal; «La caja» en La Universidad, revista de la Federación de Estudiantes de Venezuela. Todos a lo largo de 1926 y 1927. 70. Esos trece títulos de relatos son: «El novillo amarrado al botalón», «La hembra», «El rey zamuro», «Simeón Calamaris», «La segunda muerte de don Emilio», «El prójimo», «El hombre de la isla», «El enemigo», «Yo soy Martín», «La gata negra», «Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte», «La mula» y «Un mundo de humo». 71. «El hombre de la isla», p. 169. 62. P. Sotillo, «Comentarios bibliográficos: Barrabás y otros relatos», El Universal, Caracas, 8 de septiembre de 1928. 63. Esa actitud de respeto a los escritores de promociones anteriores fue enfatizada por Leopoldo Landaeta en su «Auto de fe», publicado en válvula. Uslar, en su entrevista de El Nacional, en mayo de 1976, rememora también el comportamiento de grupo que ellos, a conciencia, asumieron. 64. «El libro de las separaciones y de las revelaciones», Barrabás y otros relatos, El Universal, Caracas, 12 (16) de septiembre de 1928. 65. Cfr. «El realismo de la otra realidad», América Latina en su literatura, México, Siglo XXI / UNESCO, 1972, pp. 204-218. 66. Cfr. nota 46 de este trabajo. 67. La cita se transcribe de Obras selectas, Caracas, Edime, 1977, p. 960. 68. Entrevista con Uslar Pietri, El Nacional, 16 de mayo de 1976. En ella expone ampliamente sus criterios sobre el tema. 69. «El conuco de Tío Conejo», Treinta hombres y sus sombras. La cita en Obras selectas (1977), p. 541. El desarrollo teórico sobre las posibilidades artísticas de estas consejas, fue desarrollado por Uslar en «La conseja popular venezolana», en Bitácora, Caracas, marzo de 1943, Nº 1, pp. 15-20. Luego lo recogió en su libro Letras y hombres de Venezuela (1948), bajo título «Tío Tigre y Juan Bobo». Nombre del Autor « 131 » J aime Alazraki Rayuela de Julio Cortázar Introito a Rayuela de Julio Cortázar. Caracas: Biblioteca Ayacucho (Colección Clásica, Nº 77), 2004 (652 p.), pp. IX-XCVIII. Rayuela: El planteamiento de una tesis y de una antítesis Jaime Alazraki C uando hacia el final del volumen primero de la novela de Robert Musil El hombre sin cualidades, Diotima pregunta a su primo qué haría si por un día él fuera el soberano del mundo, Ulrich responde: «Supongo que no tendría otra alternativa sino abolir la realidad»1. «Abolir la realidad» ha sido siempre tarea del mago y no del soberano, empresa del poeta y no del filósofo. Es el artista quien pacientemente tiende puen­­tes hacia lo que Nietzsche llamó «la verdadera realidad»2 para distinguirla de la otra fabricada por el intelecto. Pe­ro para tocar esa otra orilla es necesario llegar al borde de ésta, después de haber recorrido su agotado territorio, hasta alcanzar ese punto «donde terminan las fronteras y los caminos se borran»3, donde un espacio nuevo comienza y una realidad segunda emerge de las cenizas de la otra. Muy pocos son los es­critores hispanoamericanos que se aventuran por ese sendero sinuoso y de des­tino incierto, pero los pocos que lo han intentado forman el fundamento más sólido de nuestra literatura: Borges, Paz, Cortázar (¿algún otro?). Poetas, en el sentido más amplio de poiesis (hacedor, creador), para quienes la literatu­ra es menos un testimonio de la realidad que su cuestionamiento, menos un reflejo de la realidad que un vehículo epistemológico: reflexión poética sobre las grandes preguntas. «Rayuela –ha dicho Cortázar– es un poco una síntesis de mis diez años de vida en París, más los años anteriores. Allí hice la tentativa más a fondo de que era capaz en ese momento para plantearme en términos de novela lo que otros, los filósofos, se plantean en términos metafísicos. Es decir, los grandes inte­rrogantes, las grandes preguntas»4. No es casualidad que el Ulrich de Musil sea para Cortázar uno de sus héroes literarios. Como Horacio Oliveira, Ulrich siente la urgente compulsión, escribe Jaime Alazraki « 135 » Musil, «de modificar las formas funda­mentales de una moralidad que por dos mil años se ha ajustado a los cambios de gusto en pequeños detalles y de cambiarla por otra que se adecue más estrecha y elásticamente a la movilidad de los hechos (...) Había algo en la na­turaleza de Ulrich que actuaba de manera azarosa, paralizante, cautivante, con­tra la sistematización lógica, contra la voluntad unidi­men­sional, contra los im­pulsos terminantemente dirigidos de la ambición»5. Como Ho­ra­cio, «Ulrich no era filósofo: los filósofos son per­sonas violentas y agresivas que, al no tener ejércitos a su disposición, someten al mundo a sus deseos encerrándolo en un sistema»6. De esa desconfianza hacia la filosofía emerge la preferencia de Ulrich por el ensayo definido como «la forma única e inalterable que asume la vida interior de una persona en un pensamiento decisivo: dominio que se abre entre la religión y el conocimiento, entre el ejemplo y la doctrina, entre el amor in­telectualis y la poesía»7. Pero ensayo que, como en Rayuela, se plantea en términos novelísticos: ideas que más que razonarse intelectualmente se viven apasionadamente, y más que probarse en la abstracción se realizan en el diálogo vivo. Finalmente, así como Ulrich es profundamente austriaco, Horacio es profundamente argentino. Este último aserto puede sorprender a más de un latinoamericano. Rayuela no es novela argentina en lo que Argentina tiene de accidental y efímero; lo es en esa dimensión intrínseca desde la cual todo argentino, que piensa, se reco­noce. Hace algunos años, García Márquez co­men­taba que él «también com­partía un poco la idea bastante generalizada de que Cortázar no es un escritor latinoamericano». Y agregaba: Y esta idea un poco «guardada» que tenía la rectifiqué por completo ahora que estuve en Buenos Aires, en 1967. Conocien­do Buenos ­Aires, esa inmensa ciudad europea entre la selva y el océano, des­pués del Mato Grosso y antes del Polo Sur, se tiene la impresión de estar viviendo dentro de un libro de Cortázar, es decir, lo que parecía europeizante en Cortázar es lo europeo, la influencia europea que tiene Buenos Aires. Aho­ra, yo tuve la impresión en Buenos Aires de que los personajes de Cortázar se encuentran por la calle en todas partes. Allí me di cuenta de que Cortázar es profundamente latinoamericano.8 « 136 » Colección Prólogos Más analíticamente, Carlos Fuen­­tes ha escrito: Novela latinoamericana, Rayuela lo es porque participa de una atmós­fera mágica de peregrinación inconclusa. América, antes de ser descubierta, ya había sido inventada en el sueño de una búsqueda utópica, en la necesidad europea de encontrar un là bas, una isla feliz, una ciudad de oro. ¿Es de extra­ñar que uno de los rasgos más significativos de la imaginación literaria lati­noamericana sea la aventura en pos de Eldorado (Carpentier), del paraíso pa­triarcal (Rulfo y García Már­quez), de una identidad original (Asturias), o de una helada mitificación (Borges), que se encuentra más allá de la pesadilla his­tórica y de la es­qui­zofrenia cultural?9 Pero Rayuela no es la postulación de una utopía fuera de la historia o de una isla de la cultura en el vacío. Tampoco la búsqueda de una sociedad rege­nerada o un país redimido hic et nunc: «Puede ser que haya otro mundo den­tro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fa­buloso de los días y las vidas, no lo encon­ tra­remos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix»10. Rayuela no es la búsqueda de un modelo político, cultural o social, sino la articulación de una nostalgia por esa inocencia primera en que el hombre vivió conciliado con el mundo. Pero para tocar esa armonía primordial Rayuela desanda todos los caminos en cuyo curso se ha formado el hombre occidental tal como hoy lo conocemos y en cuyo curso ha perdido su dirección origi­naria. Mu­cha de la literatura de este siglo traza el mapa de ese extravío o comunica el grito des­garrado del hombre perdido en la selva de sus propias fabricaciones. Basta pensar en Camus, Musil o Beckett para comprobar de inmediato que la desna­turalización y alienación del hombre moderno es la preocupación dominante de un buen segmento de la ficción contemporánea. En un mundo electrónica­mente controlado y gobernado por una creencia ciega en el automatismo y po­derío de las máquinas, no hay lugar para los sueños. Musil decía que los ­sue­ños primordiales de la imaginación humana habían sido de repente realizados por las ciencias pero de manera diferente a como una vez los había soñado el hombre. Y agregaba: Jaime Alazraki « 137 » El clarín del barón Münch­hausen era más hermoso que la mú­sica envasada en producción masiva; las Botas de Siete Leguas eran más hermosas que el automóvil; el dominio del rey-enano Laurin, más hermoso que el túnel ferroviario; la raíz mágica de la mandrágora, más hermosa que el cuadro telegrafiado; comerse el corazón de su propia madre y así comprender el lenguaje de los pájaros, más hermoso que el estudio de los valores expresi­vos del canto de un pájaro hecho por un psicólogo de animales. Hemos ganado en términos de la realidad y perdido en términos del sueño. Ya no podemos acostarnos bajo un árbol mirando el cielo a través del espacio entre los dos de­dos del pie; estamos demasiado ocupados trabajando. Y no conviene perderse en los sueños y andar hambriento si uno quiere ser eficiente; hay que alimentarse y seguir adelante.11 Michel, el personaje de Gide en El inmoralista, después de haberlo esperado todo del intelecto, enrostra a la cultura: La masa miscelánea de conocimien­to adquirido de toda clase que ha cubierto la mente se descascara en algunos lugares como una máscara de pintura, poniendo al descubierto la piel desnuda: la carne misma de la criatura auténtica que yacía debajo escondida. Ella era a quien yo desde entonces me propuse descubrir: la auténtica criatura, «el viejo Adán» a quien el Evangelio había repudiado, a quien todo lo que yo era –li­bros, maestros, padres, y yo mismo– había intentado suprimir. Y ya comenzaba a apa­­recer, todavía en bruto y difícil de descubrir debido a todo lo que lo recubría, pero por eso mismo mucho más digno de ser descubierto, mucho más valioso. Desde entonces desprecié a la criatura secundaria, a la criatura que se debía a la enseñanza, a quien la educación había pintado en la superficie. Había que sacudir esas capas agregadas. Y me comparé a mí mismo a un pa­limpsesto; experimenté la alegría del investigador cuando descubre debajo de la escritura más reciente, y en el mismo papel, un texto muy antiguo e infinita­mente más precioso. ¿Qué era este texto oculto? Para leerlo, ¿no era primero que todo ne­cesario borrar el más reciente?... En mis conferencias expuse la cultura, nacida de la vida, como la destructora de la vida.12 « 138 » Colección Prólogos De manera seme­jante Cortázar ha dicho: El problema central para el personaje de Rayuela, con el que yo me identifico en este caso, es que él tiene una visión que podríamos lla­mar maravillosa de la realidad. Maravillosa en el sentido de que él cree que la realidad cotidiana enmascara una segunda realidad que no es ni misteriosa, ni trascendente, ni teológica, sino que es profundamente hu­ma­na, pero que por una serie de equivocaciones ha quedado como enmascarada detrás de una reali­dad prefabricada con muchos años de cultura, una cultura en la que hay maravillas pero también profundas abe­rraciones, profundas tergiversaciones. Pa­ra el personaje de Rayuela habría que proceder por bruscas irrupciones en una realidad más auténtica.13 Con Rayuela, Cortázar se sitúa en el bulbo de una preocupación cardinal en el pensamiento del Occidente. Jung la define en términos inequívocos cuando hablando de Freud dice que: sus teorías han dado expresión al hecho de que el hombre occidental está en peligro de perder por completo su sombra, de identificarse él mismo con su personalidad ficticia y de identificar el mundo con el cuadro abstracto pintado por el racionalismo científico. El hombre se ha convertido en el esclavo de su propia ficción y un mundo puramente con­ceptual reemplaza gradualmente la realidad.14 Es lo que en términos novelísti­cos decían Musil y Gide y a veces usando hasta las mismas palabras. Es el tema de Rayuela. Es el gran tema de una buena parte de la literatura contem­poránea preocupada por el naufragio de la cultura y el extravío del hombre. Lionel Trilling ha observado que «una de las características más salientes de la cultura de nuestro tiempo es la intensa, podría decirse obsesiva, preo­cu­pa­ción con la autenticidad de la vida personal como criterio del arte»15. Y el pro­pio Cortázar anota en una página de Morelliana: «¿Qué es en el fondo esa his­toria de encontrar un reino milenario, un edén, un otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiem­pos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostal­gia. Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, back to Adam, le bon sau­vage...»16. Jaime Alazraki « 139 » Cortázar es tal vez el primer novelista hispanoamericano que, sin conce­sio­nes, sin desertar de su condición de escritor latinoamericano, entra erguido y con paso seguro en esta tradición de la literatura occidental que se centra en la búsqueda de un hombre más auténtico y de una realidad más real. Es una tradición que culmina en Europa con el surrealismo pero cuya versión más inci­piente aparece ya con el romanticismo. No es casualidad que Cortázar haya dedicado un libro a Keats17 y haya dicho del surrealismo, todavía en 1949, que es «la más alta empresa del hombre contemporáneo como previsión y tentati­va de un humanismo integrado»18. Como Paz, respecto a la poesía, Cortázar absorbe lo más memorable de la ficción contemporánea y lo hace ingresar como contexto de su obra narrativa. Si, como decía el viejo Borges, «una lite­ratura difiere de otra menos por el texto que por la manera de ser leída»19, se comprende que una obra que se enclava en una tradición literaria emerja de la lectura de los textos más perdurables de esa tradición. Y si, como decía Ray­mond Queneau, «toda obra literaria es una Ilíada o una Odisea» es ilusorio pensar que un texto nace por generación espontánea del magín del escritor. Cortázar reescribe la odisea del Ulrich de Musil, pero su circunstancia es inexo­rablemente latinoameri­cana, su voz, genuinamente argentina, su tiempo dista leguas del período entre las dos guerras, y entre la Austria imperial de Musil y la Argentina golpista de Cortázar hay un abismo que ahonda diferencias de manera definitiva. Si con Darío entra en la poesía en lengua española una mú­sica desconocida hasta entonces para el lector hispánico, con Cortázar la novela hispanoamericana entra de cabeza en el espacio de la ficción contemporánea. No sin sobrada razón decía el crítico y novelista norteamericano C.D.B. Bryan que Rayuela es «la más poderosa enciclopedia de emociones y visiones que ha­ya producido la generación internacional de escritores de la posguerra...»20. Con Rayuela tenemos los latinoamericanos lo que el Quijote había sido para Espa­ña en el siglo xvii. « 140 » Colección Prólogos Inicios: poesía La prehistoria literaria de Cortázar se remonta a sus años adolescentes. Como todo muchacho que descubre la fascinación y el poder mági­co de la palabra es­crita, comprende muy tempranamente que leer y escribir son funciones de un mismo acto. «Como todos los niños –cuen­­ta– que se apasionan por la lec­tura, muy pronto intenté escribir. Mi primera novela la terminé a los nueve años. Ya pueden imaginarse... Y poemas inspirados por Poe, naturalmente. A los doce años escribía poemas de amor a una condiscípula... Pero sólo mucho más tarde, cuando tenía ya 30 o 32 años –aparte de una gran cantidad de poemas que andan por ahí, perdidos o quemados– empecé a escribir cuen­tos»21. Pero además de esos versos de amor que a todo adolescente «le brotan por todas partes» y sus primeros cuentos publicados en revistas hacia 1946, Cortázar escribe una larga tirada de sonetos que publica bajo el seudónimo Julio Denis. Presencia (1938) aparece en esa Argentina de entonces donde (son palabras del propio Cortá­zar) «un jovencito de veinte años que había escrito un puñado de sonetos se precipita a publicarlos; si un editor no los aceptaba, él pagaba la edición»22. Esta evocación de los años treinta es una alusión, veladamente oblicua, a su propio apresuramiento. Que Cortázar lo con­sidera así lo prueba el hecho de que no ha vuelto a publicar ese primer poe­mario. Los pocos ejemplares de esa limi­ta­dísíma edición privada circulan entre amigos como libro raro de coleccionista. Así lo querían, entonces, sus autores, como lo ha recordado Borges a quien le asombraba y, no sin cierta perversión, deleitaba que no se hubieran vendido más allá de la docena de ejemplares de la edición de cualquiera de sus primeros libros. ¿Quiénes eran los lectores-amigos de los sonetos de Julio Denis? Un grupo de poetas conocido como la generación del 40. Aunque entre 1951 y 1953 apareció una publicación con ese nombre, El 40. Revista literaria de una genera­ción, el primer vehículo literario del grupo fue Canto, publicada por Miguel Antonio Gómez, Julio Marsagot y Eduardo Ca­la­maro, y de la que sólo apa­recieron dos números en junio y julio de 1940. Al año siguiente la reemplazó Huella que, como su pre­decesora, publicó solamente dos números que apare­cieron en 1941. Daniel Devoto comenta Jaime Alazraki « 141 » sobre Huella: «Sus colaboradores eran prácticamente los mismos que Canto: Enrique Molina, Juan R. Wilcock, Ro­ber­to Paine, Alfonso Sola González, Carlos Alberto Álvarez, Olga Orozco, Al­berto Pon­ce de León; deben sumarse para que nada falte, la presencia activa y anónima de Eduardo Jorge Bosco y la colaboración de Julio Denis»23. Tam­bién habría que agregar los nombres de León Benarós, César Fer­nández More­no y el propio Devoto. En 1949 David Martínez publica la antología del grupo: Poesía argentina, 1940-1949. La impresión que deja la lectura de este libro, suerte de resumen del talante poético de esa generación, es de signo opuesto al espíritu que animaba a la generación ul­traísta-martinfierrista que la precede. Si ésta era una generación despreocupada, trape­cista de la metáfora, y dada al experimento verbal, aquélla se presentó con la gravedad de una generación que hace sus primeras armas cuando toda Europa se destrozaba en su propia car­nicería, aunque el horror de la guerra llegara a Argentina asor­dinado por el insularismo y un neutralismo equívoco (léase: deliberadamente cómplice). Si los martinfierristas fueron, en la frase de Carlos Mastronardi, «la última gene­ración argentina de hombres felices», la generación del 40 vivió en una Ar­gentina desilusionada y angustiada cuyas frustraciones ya habían anticipado el pesimismo de Martínez Estrada y las pesadillas de Roberto Arlt durante los primeros años de la década de los 30. También los estímulos literarios habían si­do diferentes. El ultraísmo fue la versión latinoamericana del vanguardismo europeo en lo que éste tenía de exterior y clownesco: un circo donde se pro­baban nuevos números y destrezas verbales. Los poetas del 40, en cambio, vieron en Rilke y en el Neruda de Residencia en la tierra a sus sibilinos gurúes. En 1941 se publicó en Buenos Aires Cartas a un joven poeta de Rilke y sus advertencias y exhortaciones se convirtieron para esa generación en su guía de descarriados: «Un poeta lírico será el que haya sufrido dolores, el que haya visto agonizar a un ­hombre, el que haya escuchado el quejido de los heri­dos, el que sepa el aullido lúgubre de los perros, de los gritos tremendos de una parturienta en el momento supremo, el que haya experimentado el aban­dono y el desen­canto, el que conozca el fracaso, el que haya paseado por hos­pitales y cementerios»24, ingredientes todos que no figuraban en los receta­rios ultraístas. « 142 » Colección Prólogos Residencia en la tierra se había publicado en Chile en 1933 y en Madrid en 1935, pero a partir de 1944 se publica en ­Buenos Aires en la edición de Losada que es la más difundida y la que continúa circulando hasta hoy. La poesía elegíaca y ensimismada de Neruda ­recogía lo más perdurable del vanguardismo europeo (el surrealismo incluido) y dejó su marca en los poetas argentinos del 40. En el primer número de Huella, escribía León Be­narós: «Nosotros, desde nuestro mundo personal, buscamos lo esencial del verbo más en el acontecer interior que en el deslumbrante artificio de la fácil y desmontable metáfora (la alusión a los ultraístas es obvia y cáustica) (...) Nosotros somos graves, porque nacimos a la literatura bajo el signo de un mundo en que nada podía reír. De ahí, pues, que casi toda nuestra poesía sea elegíaca»25. Pero el ámbito literario de esta generación está muy lejos de reducirse a esos dos escritores. Por el contrario, sus lecturas no omiten ningún poeta que en mayor o menor medida gravita en la poesía moderna. Se vuelven a los poetas-oráculos del siglo xix: Nerval, Baudelaire, Lautré­ amont, Ma­llar­mé, Rim­baud, Hölderlin, Blake, Poe, Novalis y a los poetas españoles de la generación de 1927. Entran de lleno en la poesía surrealista encabezada por Apolli­naire y leen concentradamente a Valéry, Saint-John Perse y T.S. Eliot. Des­de las páginas de Huella, Cor­tázar escribe una nota sobre Rimbaud que pue­de leerse como un manifiesto de su generación: Ahora sabemos que Arthur Rimbaud es un punto de partida, una de las fuentes por donde se lanza al espacio líquido el árbol de esta poesía nuestra... La obra del surrealismo reconoce francamente su filiación a la que agrega la pro­veniente de Lautréamont, tan poco su­mergido en nuestro avizorar america­no y tan merecedor de él... Ocurre que Rimbaud (y de ahí su diferencia bá­sica con Mallarmé) es ante todo un hombre. Su problema no fue un problema poético sino el de una ambiciosa realización humana para la cual el Poema, la Obra, debían constituir las llaves. Eso lo acerca más que todo a los que ve­mos a la poesía como un desatarse total del ser, como su presentación abso­luta, su entelequia. E intuimos además en ese logro una recompensa trascen­dente, una gracia que replica a la necesidad inevitable de unos pocos corazo­nes humanos.26 Jaime Alazraki « 143 » Lo que los sonetos de Presencia muestran, sin embargo, es, más que «un desatarse total del ser», un deslumbramiento muy natural por esos mo­de­los demasiado poderosos y cautivantes como para no obstruir la ex­presión perso­nal de su autor. En las pocas ocasiones en que Cortázar ha hablado de esos sonetos los ha descartado como «muy mallar­mea­ nos», y en verdad lo son en el sentido de que al intentar quintaesenciar sus medios expresivos, al armar­los con geométrica precisión, suprime también la realidad poética que los pro­mueve. John Barth decía que «la Sexta Sinfonía de Beethoven o la Catedral de Char­tres creadas hoy avergonzarían a sus autores»; lo que Cortázar comprende en su escueto juicio sobre Presencia es que si la obra de Mallarmé representa un momento luminoso de la poesía moderna no se la puede convertir en ma­triz de serialización sin cari­ca­turizarla, y si las influencias son an­da­do­ res inse­parables de todo proceso de aprendizaje, puesto que escribir es reescribir unos pocos textos, su valor no puede medirse en la fidelidad o exactitud de su imi­tación sino en términos de estímulo y posibilidad. Por supuesto, Mallarmé no fue el único modelo. Baudelaire, Rosetti y Coc­ teau se citan en tres epígrafes y dos so­ne­tos tienen como tema a Gón­gora y Neruda. Pero más allá de estas influencias, lo que este libro temprano revela es un raro y habilísimo don ver­bal que en sus mejores momentos se resuelve en precoz virtuosismo y en un lenguaje que por debajo de la afectación descubre al poeta nato que hay en Cortázar. Se ha querido ver en este libro juvenil «un adelanto, no conceptual pero sí poético, de todos los temas que se despliegan en su obra»27. Jui­cio excesivo que por cierto no compartimos y que nace de un empeño muy comprensible por avalar la unidad literaria en la obra de un autor. Se ha dicho lo mismo respecto a Crepusculario en relación con las preo­cu­pa­ ciones mucho más tardías de Neruda por lo social y político. Presencia adelanta, sí, el interés de Cortázar por la música y en particular por el jazz, y testimonia algunas de las preocu­paciones cardinales de su generación: la poesía como exploración del ser, la vida como misterio insoluble, la autenticidad como la prueba última y prime­ra de la literatura, el tiempo, la soledad y la muerte. Descubre también un in­terés, germinal todavía, por ese reverso de la realidad que el tiempo irá con­virtiendo en « 144 » Colección Prólogos uno de los fundamentos más firmes de su obra: su inclinación hacia lo fantástico, como este terceto que cierra el soneto número VI de la serie «So­netos a mí mismo»: Y ya no es cierto aquello que era cierto, y entra la noche por los ventanales abiertos al dominio de lo incierto.28 El autor anónimo del comentario impreso en la contratapa de su segundo libro de poesía, Pameos y meopas (1971), afirma, audazmente y no sin razón, que «Cortázar es, por encima de todo, un poeta que desvela un mundo per­sonal de gran riqueza, un infatigable creador de realidades poéticas»29. Y así es. Con algunos intervalos, unos más prolongados que otros, Cortázar no dejó nunca de escribir poesía. Durante muchos años guardó en las gavetas de su escritorio los manuscritos de dos volúmenes de poesía –Preludios y sonetos (1944) y Razones de la cólera (1950-1956)– de los cuales dio cuenta por primera vez Graciela de Sola30. Había tenido acceso a los manuscritos y daba breve noticia sobre los mismos, pero de sus comentarios y de los pocos frag­mentos citados era imposible inferir la envergadura y el vuelo de su nueva poe­sía. Fueron incluidos en Pameos y meopas con cuatro secciones más: «Larga dis­tancia», «Cantos italianos», «Grandes máquinas» y «Circunstancias». En la nota que introduce el volumen, Cortázar cuenta las dos circunstancias que fi­nalmente lo decidieron a lanzar el libro: la observación de un lector y traduc­tor italiano durante el Congreso Cultural de La Habana en 1968 («De todo lo que has escrito, lo que a mí realmente me gusta es tu poesía») y las instancias a publicar el volumen de dos miembros del consejo de redacción de OCNOS (Joaquín Marco y José Agustín Goytisolo). Respecto a sus propias reser­vas y reticencias, explica en el mismo prólogo: Tengo algo que decir sobre lo que sigue. Primero, que mis poemas no son como esos hijos adulterinos a los que se reconoce in articulo mortis, sino que nunca creí demasiado en la necesidad de publicarlos; excesivamente perso­nales, herbario para los días de lluvia, se me fueron quedando en los bolsillos del tiempo sin que por eso los olvidara o los creyera menos míos que las novelas o los cuentos... Es natural que estos poemas que Jaime Alazraki « 145 » siguen me parez­can demasiado marginales y que a la vez no lamente haberlos escrito; hom­bre entre dos aguas del siglo, habré tenido el privilegio agridulce de asistir a la deca­dencia de una cosmovisión y al alumbramiento de otra muy diferen­te; y si mis últimos años están y estarán dedicados a ese hombre nuevo que queremos crear, nada podrá impedirme volver la mirada hacia una región de sombras queridas, pasearme con Aquiles en el Hades, murmurando esos nom­bres que ya tantos jóvenes olvidan porque tienen que olvidarlos, Hölderlin, Keats, Leopardi, Mallarmé, Darío, Salinas, sombras entre tantas sombras en la vida de un argentino que todo quiso leer, todo quiso abrazar.31 Algunos de esos poemas habían sido ya incluidos en sus dos libros-collage, La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969), y prueban que Cortázar no había dejado de escribir aun ­durante sus años más prolíferos de narrador. Aunque entre los sonetos de Presencia y esta poesía de madurez hay la distancia que separa al poeta que todavía gesticula y al escritor que con cada palabra se juega una carta de ese ser que busca desatar, hay entre uno y otro una continuidad dis­tin­guible sobre todo en los poemas más altamente líricos de Pameos y meopas. Son los poemas que siguen una tradición literaria de la que Cortázar se sabe parte inexorable, las «sombras queridas» de cuya estofa está hilada la materia de su propia voz. Es la tradición del poeta vidente, del iluminado, del mago que cree en la alquimia del verbo como ruta de retorno al ser. En ese sentido su poesía es de una sola pieza con su bús­queda de una realidad segunda que motiva y anima gran parte de su ficción. Pero si en su narrativa se cuenta una historia o se reflexiona sobre un pro­blema, en su poesía no hay ni anécdotas ni fábulas, solamente el discurrir de las imágenes con cuyos espejos y transparencias el poema levanta su arquitec­tura de significaciones musicales. Cortázar sabe que trabaja con un medio muy diferente y, si la prueba de todo arte es la comprensión y dominio de su medio, sus poemas dan cuenta inequívoca de su vocación poética. Un solo ejemplo bastará para mostrar cómo un tema muy reconocible en su ficción –el doble, el otro– se resuelve en el poema en meditación genuinamente lírica: « 146 » Colección Prólogos ¿De dónde viene esa mirada que a veces sube hasta mis ojos cuando los dejo sobre un rostro descansar de tantas distancias? Es como un agua de cisterna que brota de su misterio, profundidad fuera del tiempo donde el recuerdo oscuro tiembla. Metamorfosis, doble rapto que me descubre el ser distinto tras esa identidad que finjo con el mirar enajenado (p. 61). En relación con Presencia, su voz se ha aclarado, aligerado de retórica, para alcanzar un timbre más neto, desnudez que potencia la palabra. Hablo sobre todo de los poemas de Sonetos y preludios donde el vuelo lírico es más acen­drado y aéreo. Es difícil trazar temas y definir motivos en esta poesía, por­que tanto en «Recado a Garcilaso» como en «Tom­beau de Ma­llar­mé» o co­mo en aquellos que Cortázar simplemente titula «Poema», el tema cede a una música de significados res­ca­tables solamente desde las imágenes. Tumbas, catedrales, vitrales, vasos griegos, la mujer, los amigos, una estatua, el poeta o una paloma muerta, son como los títulos de esos poemas sinfónicos cuya so­la función es suministrar un punto de partida, una explanada para que el poe­ma levante vuelo: más allá de ese punto tangencial el poema se debe a sí mis­mo. «Lo que el poema no dice es lo que dice»: el verso es de «Lec­tura de John Cage» de Octavio Paz y alude a esa condición de silencio expresivo de la poesía. Así la entiende Cortázar en estos poemas cuyo territorio es un espa­cio extraterritorial donde las palabras se ahogan y traspasan, contienen la res­piración, para que hable ese intersticio desde cuyas cris­talizaciones la poesía transmite su mensaje más poderoso: Jaime Alazraki « 147 » [...] oh recinto del silencio donde propones tu música (p. 51). Muy diferente es el tono y la intensión poética de Razones de la cólera y de los demás poemas de ese tenor incluidos en sus libros-collage. Poesía que se define ajustadamente desde una línea de su ensayo dedicado a Gardel: «Cuan­do Gardel canta un tango, su estilo expresa el del pueblo que lo amó»32. Poemas como «1950 Año del Libertador, etc.», «Fauna y flo­ra del río» y los demás de la colección se esfuerzan por recobrar ese estilo «hablado» con que el argentino da la mejor me­dida de su ingenio y la nota más destacada de su humor sardónico. Poe­sía que se desengomina y despeina para dejar oír no el color local o la boleadora («al poncho te lo dejo folklorista infeliz») sino esa voz sin falsete con que se habla a un amigo o se reflexiona sobre un mismo destino. Muy próxima al acento porteño de Misas herejes y Fervor de Buenos Aires pero sin el arrabalismo cursi del Ca­rriego y sin el manie­rismo ultraísta del primer Borges. Esta poesía de Cor­tázar es una evocación y una nostalgia («Al hombre desterrado/ no le ha­blés de su casa») pero que desde la dis­tancia y el exilio redescubre la patria con una intensidad que no tenían ni el Palermo de Carriego ni la Buenos Aires mítica de Borges. Pienso en un poe­ma como «La patria» en el que, parafraseando a Nabokov, «el texto es la tex­tura». Cada verso se apoya en palabras cargadas de resonancias, en algún lun­ fardismo, en un nom­bre-mito, en dos o tres lugares queridos que otorgan al poema el tono íntimo de una confidencia, una tristeza muy argentina, el senti­miento de una patria constantemente perdida para ser otra vez recuperada desde la ternura de una calle y un zaguán. No creo exagerar si digo que «La patria» es para los argentinos lo que «La suave patria» había sido para los mexicanos. Pienso también en otro poema, «Las tejedoras», que resume apre­ta­da­men­te casi todos los temas y gestos (la hipérbole es obvia) de la narrativa de Manuel Puig. En sus últimos poemas, los incluidos en Último round, Cortázar combina el vuelo lírico de «Preludios y sonetos» y el acento deliberadamente desgarba­do de «Razones de la cólera». Escritos en verso libre, constituyen « 148 » Colección Prólogos lo más ori­ginal de su producción poética: un esfuerzo por trenzar una tradición de la cual él se sabe parte aunque diga estar de punta con ella y una poesía que tran­sita y se escribe «cada vez más en la calle, en ciertas formas de acción reno­vadora, en el hallazgo anónimo y sin pretensión de las canciones populares»33. «El cenotafio» ilustra esta poética de simbiosis con que Cortázar, siempre despierto a su aleatoria realidad, intenta expresar a ese «hombre entre dos aguas del siglo»: Hermano de mí mismo, espía sin halago, pero al final cediendo a la dulce moneda de la sangre, al falso centinela del espejo. No estoy aquí del todo donde me hablo. Creo que me dejé en Chile y en Roma, en Stevenson, en músicas y voces, en un sauce de Banfield, en los ojos de una perra que quise, en dos o tres amigos muertos. Esto que me queda vive, pero sabe que la urna está vacía.34 Finalmente, en la noticia a su «Poesía permanente» incluida en Último round, Cortázar habla de la poesía como un juego, pero, dice, «Juego con la gravedad con que lo dicen los niños», para luego explicar: «Toda poesía que merezca ese nombre es un juego, y sólo una tradición romántica ya inoperante persistirá en atribuir a una inspiración mal definible y a un privilegio mesiánico del poeta, productos en los que las técnicas y las fatalidades de la mentalidad mágica y lúdica se aplican naturalmente a una ruptura del condicionamiento corriente»35. Juego pues en el mejor y único sentido de esa palabra: como actividad en que jugar es vivir plenamente, más allá del hábito y la rutina, más allá de las más­caras de «la realidad y el deseo». Juego, entonces, decía Heidegger, como la esencia del ser. Ya dentro de ese juego grave, Cortázar no acepta compromisos. Poesía es, como creían los surrealistas y como el propio Cortázar recordaba en un artículo juvenil, la forma más alta de vivir: «Jugar poesía es jugar Jaime Alazraki « 149 » a pleno, echar hasta el último centavo sobre el tapete para arruinarse o hacer saltar la banca»36. Su poesía permutante, como los discos visuales de Paz, es ejemplo de poesía aleatoria, mobiles en verso, versión poética del modelo abierto presen­tado en Rayuela. Comenzada en Delhi en casa de Octavio Paz, es parte de ese juego en el que Cortázar cree y en el que la poesía se define como «la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre»37. Juego, entonces, dentro del juego, camino de destino incierto, puente tendido hacia el reverso del espejo: y el juego en el que cada espejo miente otra vez lo ya mentido y con los ecos del vacío tañe la música del tiempo.38 Cuento Entre Presencia y su primer volumen de cuentos, Cortázar publicó Los reyes (1949) en una hermosa edición al cuidado de Daniel Devoto y con dibujo de Capristo coloreado a mano por el pintor (en los cien primeros ejem­plares). Es un poema en prosa cuyo tema es una variación sobre el mito del minotauro; dos años antes, Borges había publicado «La casa de Asterión». El motivo co­mún indica simpatías y a su vez subraya diferencias. Que dos escritores argenti­nos, separados por una generación, escojan la vieja fábula de Apolodoro como materia de sus textos es prueba de la capacidad de supervivencia de los mitos literarios: como los signos del lenguaje, también los mitos son significantes siempre abiertos y en busca de nuevos significados; pero la coincidencia temá­tica es además el índice más patente de las diferencias que separan a los dos autores. Si en literatura la originalidad temática es ilusoria, si la única originalidad posible es el tratamiento personal que un autor confiere a un tema ya tratado por sus predecesores, es indispensable medir la necesidad de un texto, su justificación literaria, a través de su capacidad de generar nuevos sentidos desde los viejos signos de los cuales parte. Los formalistas rusos comprendieron muy bien que la tarea del escritor reside en «la acumulación « 150 » Colección Prólogos y revelación de nue­vos procedimientos para disponer y elaborar el material verbal, en la dis­po­si­ción de las imágenes más que en su creación»39. En Borges el mito se convierte en adivinanza que replantea su visión de la realidad como una creación de la cultura; por boca de Asterión habla el filósofo40. El minotauro de Cortázar es el poeta. Su tratamiento del mito es poético no solamente por la forma («una mezcla de Valéry y Saint-John Perse» ha dicho el propio Cortázar), lo es también por la cosmovisión que lo sostiene. Si el filósofo apresa la rea­lidad en los reticulados de sus sistemas, el poeta rompe esquemas y busca un contacto directo con el mundo. En Los reyes, el texto rompe el esquema tradi­cional del mito: el minotauro es el monstruo pero es también el ser privile­giado que habla con sus «doloridos monólogos y con su gusto por las nomencla­turas celestes y el catálogo de las hierbas»41, el verdadero héroe, el poeta. Teseo, en cambio, es el verdugo que con una mano levanta la espada y con la otra busca ya la prebenda que lo espera en el otro cabo del hilo: mujer y poder. Y si Minos representa el orden, el statu quo, «el buen burgués» de los ro­mánticos, Ariana es «el camino de la sangre», la revuelta, el amor loco: su ovillo no es un pacto con Teseo, es el último puente para llegar al hermano-­amante. Aunque Los reyes no corrió mejor suerte que Pre­sencia como aconte­cimiento editorial («fue recibido con un silencio absoluto y cavernoso» comenta Cortázar), define una dirección que su obra posterior continuará y profun­dizará; Los reyes es, dentro de la obra de Cortázar, uno de los hilos primeros que conducen al corazón de su mundo narrativo: la búsqueda de ese ser pri­mordial y perdido, despojado de los grillos de la cultura y de vuelta hacia su libertad primera. Durante esos mismos años, Cortázar comenzó a escribir sus primeros cuentos dentro de un medio en que el magisterio de Borges era el eje de la vida litera­ria en Buenos Aires, verdadero minotauro de las letras porteñas: todos los caminos iban a dar al centro de ese laberinto intelectual que el autor de Ficciones había tejido desde los años veinte con el rigor y la paciencia dedálica de un arquitecto. En 1970, Cortázar decía en una entrevista para la revista francesa La Quinzaine Littéraire: «Borges ha dejado su marca profunda en los escritores de mi generación. Él fue quien nos mostró las posibilidades inauditas de lo fantástico. En la Argentina Jaime Alazraki « 151 » se escribía una literatura más bien romántica, realista, un poco popular a veces. Solamente con Borges lo fantástico alcanzó un alto nivel»42. Aunque la literatura de proclive fantástico tu­vo sus comienzos en la Argentina a partir de la llamada generación de 1880 –Juana Manuela Gorriti, Eduardo Wilde, Miguel Cané, Eduar­do Holmberg, Carlos Olivera, Carlos Monsalve, Martín Gar­cía Merou, Carlos Oc­ta­vio Bunge–43 y ya había dado con Leopoldo Lu­go­nes y Ho­ra­cio Quiroga dos maestros indiscutidos, solamente con Borges adquiere una fisonomía nueva y se convierte en estímulo de toda una generación. En este grupo hay que incluir, junto a Cortázar, a Adolfo Bioy Casares, Silvina O­cam­po, Santiago Dabove, Enrique Anderson-Imbert, Manuel Pey­rou, Manuel Mujica Láinez y al uruguayo Felis­berto Her­nández. A tal punto esta generación está ligada al nombre de Borges que el primer cuento publicado por Cortázar, «Casa tomada», apareció en Los Anales de Buenos Aires, revista que Borges dirigía y que por esos años representaba, junto con Sur y Realidad, una de las tribunas literarias más influyentes. Sobre las circunstancias de la publicación, año 1946, de este primer cuento, comenta el ­propio Borges: «Conozco poco la obra de Cor­tázar, pero lo poco que ­conoz­co, algunos cuentos, me parecen admirables. Además tengo el orgullo de haber sido el primero que publicó uno de sus trabajos. Yo dirigía una revista, Los Anales de Buenos Aires, y recuerdo que se presentó a la redacción un muchacho alto que traía un manuscrito. Le dije que iba a leerlo. Volvió al cabo de una se­mana. El cuento se llamaba ‘Casa tomada’. Le dije que era admirable, y mi hermana Nora lo ilustró»44. Al año siguiente apareció su segundo cuento, «Bestiario», en el número 17/18 de la misma revista (agosto/set. 1947) y un tercero, «Leja­na», fue pu­blicado un año más tarde en la revista mensual de artes y letras Cabalgata con ilustraciones de J. Battle-Planas. Tenía escritos otros que no aparecieron hasta la publicación de su primera colección, Bestiario, en 1951, el mismo año de su partida a Francia donde inicia su exilio voluntario. Cortázar no se apresura. Comprendí instin­tivamente –explica– que mis primeros cuentos no debían ser publicados. Tenía clara conciencia de un alto nivel literario y estaba dis­ puesto a alcanzarlo antes de publicar nada. Los cuentos eran lo mejor que « 152 » Colección Prólogos podía escribir en ese entonces, pero no me parecían lo bastante buenos (...) Me vi madurar sin prisa. En un momento dado supe que lo que estaba escribiendo valía bastante más que lo que publicaban las gentes de mi edad en la Argen­tina (...) A partir de un momento dado, digamos 1947, yo estaba completamente seguro de que casi todas las cosas que mantenía inéditas eran buenas. Me refiero a uno o dos de los cuentos de Bestiario. Yo sabía que cuentos así no se habían escrito en español. Había otros. Estaban los admirables cuentos de Borges. Pero yo hacía otra cosa.45 Y así era. A pesar de algunas semejanzas de superficie –preferencia por el elemento fantástico, meticulosa construcción del argumento, regusto por uno que otro tema común–, las narraciones de Borges y las de Cortázar son mar­cadamente diferentes en cosmovisión, en estilo, en tratamiento narrativo, hasta cuando escriben sobre un mismo asunto. Si en algún caso los dos escogen un mismo tema, ese tema común es el índice más patente de sus diferencias. Un ejemplo bastará para ilustrar este hecho: «Hombre de la esquina rosada» de Borges y «El móvil» de Cortázar. Los dos cuentos tra­tan de un personaje semejante (el compadre, portador en la ciudad de ese mismo sentido del honor y del coraje que alguna vez fue atributo del gaucho en la llanura), los dos presentan un argumento similar (un oprobio que debe ser vengado) y los dos sorprenden al lector con un giro inesperado en la secuen­cia de los hechos narrados y que luego el desenlace explica y resuelve. Sin embargo, el tratamiento de Cortázar difiere considerable­mente del adoptado por Borges. Mientras éste presenta el conflicto siguiendo una trayectoria lineal en cuanto a la estructura narrativa, en el cuento de Cortázar el argumento se ramifica en un doble conflicto que bifurca el espacio narrativo en dos niveles: el lector debe descubrir el segundo nivel como un doble fondo oculto. Al final de su cuento, Borges revela literal­mente al lector lo que estaba apenas insinuado a lo largo del relato (técnica de adivinanza resuelta); en el cuento de Cortázar no hay compromisos: el lector debe recoger las pistas que el relato va dejando inadvertidamente y con ellas reconstruir el argumento para resolverlo (técnica de anagrama). Desde el punto de vista del estilo, Borges ha fundido elementos del habla del compa­dre con Jaime Alazraki « 153 » un lenguaje en el que el lector reconoce algunos rasgos distintivos del estilo travieso del autor de Ficciones; esta hibridación deliberada funciona porque, al recrear el habla del compadre, Borges procede con la certeza de que su tarea no es reproducir la voz de sus personajes con la fidelidad de una cinta magnetofónica sino la de producir la ilusión de su voz y esa ilusión está fundada en una convención literaria. La solución estilística de Cortázar es dife­rente. Puesto que su personaje-narrador vive en una Argentina contemporánea a la suya, rechaza el uso de un habla exclusiva y adopta en su lugar el habla del porteño de hoy no muy diferente a la suya: un español que mejor se aviene al ambiente de la narración, que mejor se ajusta al tono y al tema del cuento y que, por eso mismo, se convierte en el mejor vehículo de caracterización. Esta so­lución estilística tipifica, en mayor o menor grado, su actitud narrativa res­pecto al uso del lenguaje en casi todos sus relatos. Él mismo ha señalado que «en todo gran estilo el lenguaje cesa de ser un vehículo para la expresión de ideas y sentimientos y accede a ese estado límite en que ya no cuenta como mero lenguaje porque todo él es presencia de lo expresado». Para explicar luego con una cita de Foucault: «Lo que se cuenta debe indicar por sí mismo quién habla, a qué distancia, desde qué perspectiva y según qué modo de discurso. La obra no se define tanto por los elementos de la fábula o su ordenación como por los dos modos de la ficción, indicados tangencialmente por el enunciado mismo de la fábula»46. Y así es. La fábula de sus cuentos pareciera organizarse según un or­ den que emana del tono preciso y ambiguo con que aquélla se va enunciando. Muchos de sus cuentos pueden definirse como la búsqueda de una voz libre de falsetes, como la modulación de una voz desen­golada a través de la cual sus personajes se corporizan para alcan­zar esa verosímil realidad con la cual se nos imponen. Una de las claves del arte de Cortá­ zar es su capacidad ca­maleónica respecto a sus personajes: el autor se calla para que la narración pueda hablar por sí misma hasta alcanzar el lenguaje que de manera más na­tural y libre se ajuste a sus necesidades y propósitos. Mimesis en el más alto sentido que esa palabra tiene des­de Auer­bach, Cortázar induce al relato a una paradójica inmanencia des­de la cual los personajes de sus cuentos le prestan la voz al autor. « 154 » Colección Prólogos También ha sido una operación cómoda meter a Borges y Cortázar en un mismo saco torpemente rotulado como literatura fantástica. La verdad es que ninguno de los dos tiene mucho en común con los escritores europeos y ameri­canos que entre 1820 y 1850 produjeron las obras maestras del género fan­tástico. Cortázar, consciente de la imprecisión de esta designación respecto a su ficción breve, ha dicho: «Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre»47, para explicar luego, en una reflexión sobre ese tema con el entrevistador de La Quinzaine Littéraire: «Lo fantástico puro, lo fantástico que ha dado los mejores cuentos, está rara­mente centrado en la alegría, el humor, las cosas positivas. Lo fantástico es ne­gativo, se aproxima siempre a lo horrible, a lo espantoso. Eso ha dado la novela ‘gótica’, con sus cadenas, sus fantasmas, etc. Además ha dado a Edgar Allan Poe que es el verdadero inventor del cuento fantástico moderno, siempre horri­ble también. No he llegado a comprender por qué lo fantástico está centrado en el costado nocturno del hombre y no en su lado diurno»48. Más recientemente, en sus conferencias en la Universidad de Oklahoma durante el mes de noviembre de 1975, Cortázar aclaró más todavía las diferencias que distinguen al gé­ne­ro fantástico puro tal como se cultivó en el siglo xix de su propia con­cep­­ción de una li­teratura antirrealista: Las huellas de escritores tales como Poe están indudablemente en los niveles más profundos de muchos de mis cuentos, y creo que sin «Ligeia», sin «La caída de la casa Usher», no hubiera tenido esa disposición hacia lo fantás­tico que me asalta en los momentos más inesperados y que me lanza a escribir como la única manera de cruzar ciertos límites, de instalarme en el territorio de lo otro. Pero, y en esto hay completa unanimidad entre los escritores de este género en el Río de la Plata, algo me indicó desde el comienzo que el camino hacia esa otredad no estaba, en cuanto a la f­orma, en los trucos literarios de los cuales depende la literatura fantástica tradicional para su celebrado «patos», que no se encontraba en la escenografía verbal que consiste en desorientar al lector desde el comienzo, condi­ cionándolo con un clima mórbido para obligarlo a acceder dó­cil­mente al misterio y al miedo (...) La irrupción de lo otro ocurre en mi caso de una ma­nera marcadamente trivial y prosaica, sin advertencias premo­ni­to­rias, Jaime Alazraki « 155 » tramas ad hoc y atmósferas apropiadas como en la literatura gótica o en los cuentos fantásticos actuales de mala calidad (...) Así llegamos a un punto en que es posible reconocer mi idea de lo fantástico dentro de un registro más amplio y más abierto que el pre­do­­minante en la era de las novelas góticas y de los cuentos cuyos atributos eran los fantasmas, los lobo-­ humanos y los vampiros.49 Cortázar es suficientemente claro: ni él ni Borges están interesados en asaltar al lector con los miedos y horrores que han sido definidos como los rasgos distintivos de lo fantástico puro o tradicional50. Y, sin embargo, hay que reco­nocer que en sus cuentos hay una dimensión fantástica que corre a contrapelo con las narraciones de tipo realista o psicológico y que genera situaciones «sobrenaturales» intolerables dentro de un código realista. Aceptando este hecho y reconociendo al mismo tiempo que la definición de «fantástico» para este tipo de relato es incongruente con sus propósitos, he sugerido en otro lugar la desig­nación de neofantástico para distinguir estas narraciones de sus distantes predecesores del siglo xix51. No creo que este sea el lugar para desarrollar una poética de lo neofantástico, pero es razonable ver ciertas narraciones de Kafka, Blanchot, Borges, Cortázar y otros escritores hispanoamericanos como expresio­nes de este nuevo género. En lugar de «jugar con los miedos del lector», tal como fue cometido de lo fantástico, lo neofantástico busca, según definición del propio Cor­tá­zar respecto a su ficción breve, una alternativa a «ese falso rea­lismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo xviii, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien carto­gra­fiadas». Para concluir: «En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descu­brimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo»52. « 156 » Colección Prólogos A pesar de que Borges y Cortázar recurren a la dimensión fantásti­ca no para aterrorizar al lector sino para sacudir sus premisas epis­temológicas, para enfrentarlo con esos fugaces instantes en que lo «irreal» socava lo real, la rea­lidad cede y una fisura abierta en su materia nos deja entrever lo otro, sus cuentos pueden describirse como el anverso y el reverso de un esfuerzo, aunque semejante, motivado por propósitos muy diferentes. Borges ha dicho que todo lo que le ha ocurrido a lo largo de su vida es ilusorio y que lo único real es una biblioteca. Esta sería una aserción dudosa si no fuera porque el mundo, tal como lo conocemos, es una creación de la cultura, un universo artificial en el que, según LéviStrauss, el hombre vive como miembro de un grupo social53. Definida la cultura como una fabricación del intelecto, la conclusión de Borges es insoslayable: «Nosotros hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resis­tente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso»54. Borges penetra esos intersticios de sinrazón para destejer el prolijo laberinto de razón tejido por la cultura y para finalmente comprobar que el arte y el lenguaje (y para el caso, la ciencia) son, pueden ser, solamente símbolos, pero símbolos, como explica Cassirer, «no en el sentido de meras figuras que se re­fieren a cierta realidad por medio de sugestiones y traducciones alegóricas, sino en el sentido de fuerzas que producen y postulan, cada una de ellas, su propio mundo; el conocimiento, al igual que el mito, el lenguaje y el arte, ha sido reducido a una suerte de ficción –a una ficción recomendable por su utilidad, pero que no debe medirse en estrictos criterios de verdad si no queremos que se disipe en la nada»55. Motivado por esta conclusión, Borges en­cuentra la ruta que lleva al universo de su ficción: «Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrea­li­da­des que confirmen ese carácter»56. Borges encuentra esas irrealidades no en el ámbito de lo sobrenatural o de lo maravilloso sino en esos símbolos y sistemas que definen nuestra realidad, en filosofías y teologías que de alguna manera constituyen el meollo de nuestra cultura. De allí las innumerables referencias en sus cuentos a autores y libros, a teorías y doc- Jaime Alazraki « 157 » trinas, y de allí su constante insistencia en que todo lo que él ha escrito estaba ya escrito. En 1946 Borges publicó en Los Anales de Buenos Aires, en el mismo número en el que apareció el primer ­cuento de Cortázar, un fragmento del libro de Schopenhauer Parerga und Para­lipo­mena que llevaba por título «Fantasía metafísica» e in­sertaba la siguiente nota en la que su estilo es fácilmente reconocible: «Si nos avenimos a considerar la filosofía como una rama de la literatura fantástica (la más vasta, ya que su materia es el universo; la más dramática, ya que nosotros mismos somos el tema de sus revelaciones), fuerza es reconocer que ni Wells ni Kafka, ni los egipcios de las 1001 No­ches jamás urdieron una idea más asombrosa que la de este tratado»57. «Fantasías metafísicas» ha llamado Bioy Casares a los cuentos de Bor­ges, y lo son en el sentido de que las irrealidades con las cuales la filosofía ha construido el mundo se convierten en lo que esencialmente son, en mera ficción. En este juego del hechicero hechizado, del cual Borges es maestro, reside gran parte de su magia. El mundo narrativo de Cortázar, en cambio, más que la aceptación de la cul­tura representa su desafío: un desafío a «treinta siglos de dialéctica judeo-cris­tiana», al «criterio griego de verdad y error», a «la lógica aristo­télica y al prin­cipio de razón suficiente», al homo sapiens y, en general, a lo que él llama la gran costumbre. Si las fantasías de Borges son oblicuas alusiones a la situación del hombre inmerso en un mundo impenetrable, en un orden creado por él como sustituto al orden de los dioses, los relatos de Cortázar intentan trascen­der las construcciones de la cultura y buscan, precisamente, tocar ese fondo que Borges considera demasiado abstruso para ser comprendido por el hombre. El primer obstáculo que Cortázar encuentra en esa búsqueda es el lenguaje: «Siempre me ha parecido absurdo –dice– hablar de transformar al hombre si a la vez o previamente el hombre no transforma sus instrumentos de conoci­ miento. ¿Cómo transformarse si se sigue empleando el lenguaje que ya empleaba Platón»58. Una primera respuesta a este problema la encontró en el surrealis­mo. Entre 1948 y 1949 Cortázar publicó tres artículos dedicados al surrea­lismo: «Muerte de Antonin Artaud», «Un cadáver viviente» e «Irracionalismo y eficacia». Su encuentro con el surrealismo significó la confir­mación de sus intui­ciones juveniles, de ahí el entusiasmo con que « 158 » Colección Prólogos lo defendió y difundió: «La poesía –escribe en el último de los tres artículos–, la más vigilada prisione­ra de la razón, acaba de romper las redes con ayuda de Dadá, y entra en el vasto experimento surrealista, que me parece la más alta empresa del hombre contemporáneo como previsión y tentativa de un humanismo integrado»59. El surrealismo que Cortázar suscribe y defiende no es una mera técnica sino una cosmovisión inte­ gra­dora, un movimiento de liberación total. En la nota sobre Artaud reacciona violentamente contra todo intento de reducirlo a un fe­nómeno puramente literario: «Da asco advertir la violenta presión de raíz esté­tica y profesoral que se esmera por integrar con el surrealismo un capítulo más de la historia literaria, y que se cierra a su legítimo sentido»60. Para Cortázar, en estos años, el surrealismo era «cosmo­visión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón y piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal con­quistado (lo con­quistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teología) y no la meta prosecución, dialéc­ticamente antitética, del viejo orden supuestamente pro­gresivo»61. Si la prosa de Cortá­zar ostenta muy poco de la utilería surrealista es porque su adhesión al surrea­lismo rebasa el hecho mera­mente estético para abrazarlo como camino que conduce al gran salto, como una cos­movisión con cuya asistencia el hombre re­encuentra la ruta para salir de su extravío y retornar al otro. En este contexto debe comprenderse su preferencia por lo neofantástico como vehículo de sus narraciones breves. Cuando el surrealismo renunció, a sabiendas o no, a esa «empresa de con­quista de la realidad», Cortázar confronta sus inconsecuencias desde las páginas de Rayuela: Los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con cáscara. Los su­rrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas. Fanáticos del verbo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras Jaime Alazraki « 159 » no pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de todo un len­gua­je, aunque termine traicionando su sentido, muestra irre­­futa­ble­mente la estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja. Lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no re-animarlo (pp. 502-503). Si el surrealismo intentó descubrir y explorar «una realidad más real que el mundo real, cruzando las fronteras de lo real», hay que comprender este pasaje de Rayuela como una alusión a esa etapa del surrealismo en que deja de ser una cosmovisión para convertirse en recetario, en que el gran salto es reem­plazado por piruetas de saltimbanqui a través de las argollas del lenguaje. El lenguaje tronchado de la vida, parece decir Cortázar, es un salto no en el abso­luto sino en paracaídas y que no lleva más allá del lenguaje mismo. «Emplea­mos un lenguaje –explica– completamente marginal con relación a cierto tipo de realidades más hondas, a las que quizá podríamos acceder si no nos dejáramos engañar por la facilidad con que el lenguaje todo lo explica o pretende explicarlo. Hay una paradoja terrible en que el escritor, hombre de palabras, luche contra la palabra. Tiene algo de suicidio. Sin embargo, yo no me ato contra el lenguaje en su totalidad o su esencia. Me rebelo contra un cierto uso, un determinado lenguaje que me parece falso, bastardeado, aplicado a fines innobles. Desde luego, esta lucha debo librarla desde la palabra misma»62. Ya en sus cuentos es posible detectar una prosa que sin mayores rupturas y tirones alcanza la agilidad y precisión de un lenguaje purgado del lastre retórico y libre de «esas momias de vendaje hispánico» que han convertido al español en museo cuando no en mausoleo: «Nosotros estamos forzados –escribe en un ensayo dedicado a ese problema– a crearnos un lenguaje que primero deje atrás a Don Ramiro y otras momias de vendaje hispánico, que vuelva a descubrir el español que dio a Quevedo o Cervantes y que nos dio Martín Fierro y Recuer­dos de provincia, que sepa inventar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar, que sepa matar a diestra y siniestra como toda lengua realmente viva, « 160 » Colección Prólogos y sobre todo que se libere por fin del journalese y del translatese, para que esa liqui­dación general de inopias y facilidades nos lleve algún día a un estilo nacido de una lenta y ardua meditación de nuestra realidad y nuestra palabra»63. Pero es en Rayuela donde al lenguaje de Cortázar le espera su prueba de fuego y es allí donde intentará sacudir la norma para establecer nuevas posibilidades y aperturas. El segundo obstáculo con el que tropieza para llegar a esa «realidad se­gunda» o «maravillosa», como también la llamaban los surrea­listas, es el uso de categorías lógicas de conocimiento y de instrumentos racionales con los cuales aprehendemos la realidad. Cortázar se detiene, en particular, en dos de los engranajes más poderosos de esa máquina intelectual, el tiempo y el espacio –suerte de abscisa y ordenada de nuestro esquema de la realidad–: «Las nocio­nes del tiempo y del espacio –dice– como las concibió el espíritu griego, y tras él casi todo el Occidente, carecen de sentido en el Vedanta. En cierto modo el hombre se equivocó al inventar el tiempo; por eso bastaría realmente renunciar a la mortalidad para saltar fuera del tiempo, desde luego en un plano que no sería el de la vida cotidiana. Pienso en el fenómeno de la muerte, que para el pensamiento occidental es el gran escándalo, como tan bien lo vieron Kierkegaard y Unamuno; ese fenómeno no tiene nada de escandaloso en el Oriente, es una metamorfosis y no un fin»64. Pero Cortázar sabe que la alter­nativa del Oriente a sus preocupaciones con el tiempo y el espacio no puede constituir una respuesta para el hombre occidental que es el producto de una tradición muy diferente, una tradición que no se puede simplemente abolir para reemplazarla por otra. Si hay una respuesta al problema del tiempo y el espacio, ella radica en su confrontación implacable, en una batalla denodada que Una­muno representó memorablemente en el episodio bíblico de la lucha entre Jacobo y el Ángel. Y así lo comprende Cortázar: «Rayuela peca, como tantas cosas mías, de hiperintelectualismo. No puedo ni quiero renunciar a esa intelec­tualidad en la medida en que pueda entroncarla con la vida, hacerla latir a cada palabra y a cada idea. La utilizo a la manera de un guerrillero, tirando siempre desde los ángulos más insólitos posibles. No puedo ni debo renunciar a lo que sé, por una especie de prejuicio, en favor de lo que meramente vivo. El pro- Jaime Alazraki « 161 » blema está en multiplicar las artes combinatorias, en conseguir nuevas aperturas»65. De esta tensión entre dos fuerzas opuestas –una que nace del plano tempo­ral, otra que la niega; una que agota el espacio en la geometría, otra que la trasciende– deriva lo que podría definirse como la espina dorsal de su ficción neofantástica. Un plano presenta la versión realista y natural de los hechos narrativos y un segundo plano transmite, con idéntica naturalidad, una versión sobrenatural de esos mismos hechos. La narración se apoya con idéntica certe­za en la dimensión histórica como en la dimensión fantástica: una y otra pro­porcionan los rieles parejos por los que el relato se desliza hacia un destino que no es ni lo fantástico puro ni lo histó­ri­co-realista sino apenas un intersticio a través del cual el escritor se asoma a sus entrevisiones que, en última instancia, son el verdadero destino hacia el cual enfila el cuento. La men­­diga que el personaje de «Lejana» encuentra en el centro de un puente en Bu­da­ pest, los ruidos que expulsan a los dos hermanos de su «Casa tomada», los conejos que el narrador de «Carta a una señorita en París» vomita, el tigre que se pasea campantemente por las habitaciones de una casa de la clase media en «Bestia­rio», el personaje muerto pero más vivo que los vi­vos en «Cartas de mamá», el soñador que se convierte en sueño de su propio sueño en «La noche boca arriba», el lector que entra en la ficción que lee para morir en ella en «Con­ti­nuidad de los parques» son algunos ejemplos memorables de ese canje en que el código realista cede a un código que ya no responde a nuestras categorías causales de tiempo y espacio. En estos cuentos se busca el reverso de nuestra realidad fenomenal, un orden escandalosamente en conflicto con el orden construido por nuestro pensamiento lógico. El hábito nos ha acostumbrado a llamar a esas incoherencias narraciones fantásticas, pero el hecho fantástico en estos cuentos no se propone, como sí se propuso en el siglo xix, asaltar y ho­rrorizar al lector. Desde el comienzo mismo del relato, la escala realista se yuxtapone a la escala fantástica, cada una gobernada por una clave diferente, como en cualquier partitura en la que la música es el resultado de la coordina­ción de dos claves. En el primer párrafo de «Axolotl» se lee: «Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotls. Iba a verlos « 162 » Colección Prólogos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscu­ros movimientos. Ahora soy un axolotl». En este cuento, como en casi toda la ficción neofantástica, no hay un proceso gradual de presentación de la realidad para finalmente abrir en ella una fisura de irrealidad. En contraste con la na­rración fantástica del siglo xix en que el texto se mueve de lo familiar y natu­ral hacia lo no familiar y sobrenatural, como un viaje a través de un territorio conocido que gradualmente conduce a un territorio desconocido y espantoso, el escritor de lo neo­fan­tástico otorga igual validez y verosimilitud a los dos órde­nes y sin ninguna dificultad se mueve con igual libertad y sosiego en ambos. Esta actitud imparcial es en sí misma una profesión de fe. El supuesto, no expresado, declara que el nivel fantástico es tan real como el nivel realista y que ambos gozan del mismo derecho de ciudad dentro de la narración. Si uno de ellos produce en el lector un sentimiento irreal o surreal (que conven­cio­nal­mente llamamos «fantástico») es porque en nuestra vida diaria procedemos con nociones lógicas semejantes a las que gobiernan el código realista de la narración. El escritor neofantástico, en cambio, ignora estas distinciones y se aproxi­ma a los dos niveles con el mismo sentimiento de realidad (o de irrealidad, si se prefiere). El lector percibe, sin embargo, que el axolotl de Cortázar es una metáfora (una metáfora y no un símbolo, hay que insistir) que comunica sen­tidos incomunicables por medio de las con­ceptualiza­ ciones a que nos obliga el lenguaje y nuestra comprensión lógica de la realidad, una metáfora que busca expresar mensajes inex­pre­sables por medio del código realista. Esta metáfora (conejos, tigre, ruidos, mendiga, axolotl, etc.) provee una estructura capaz de nuevos referentes, aun cuando las referencias a que alude no puedan estable­cerse de inmediato; o, empleando la terminología acuñada por I.A. Richards, los vehículos con que estas metáforas nos confrontan apuntan hacia tenores no formulados, inéditos. Sabemos que se trata de vehículos metafóricos porque sugieren sentidos que exceden su acepción literal, pero corresponde al lector percibir esos sentidos y definir el tenor significado en la metáfora. Cuando a Cortázar se le preguntó sobre los sentidos implícitos en las metá­foras de sus cuentos, respondió: «Yo sé tanto como el lector». La Jaime Alazraki « 163 » respuesta no es un subterfugio. En otro lugar ha dicho al respecto: «La mayoría de mis cuentos fueron escritos –cómo decirlo– al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razo­nante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena»66. Y puede creérsele: algunos nacieron como sueños o pesadillas. Cortázar explica: Mu­chos de mis cuentos fantásticos nacieron en un territorio onírico y yo tuve la buena fortuna que en algunos casos el censor de la conciencia no fue despia­dado y me permitió registrar con palabras el contenido de mis sueños (...) Puede decirse que lo fantástico que contienen viene de regiones arquetípicas que de una u otra manera todos compartimos, y que en el acto de leer esos cuen­tos el lector es testigo o descubre algo de sí mismo. He comprobado muchas veces este fenómeno con un viejo cuento mío titulado «Casa tomada» que yo soñé con todos los detalles que figuran en el texto y que escribí al saltar de la cama, todavía envuelto en la horrible náusea de su final.67 Pero si la interpretación de cualquiera de esos cuentos es una función inhe­rente al acto de su lectura, no puede constituir un criterio de estudio. Tal vez el primer paso hacia su comprensión sea la aceptación, como en el caso de algu­nas parábolas de Kafka, de su carácter de «sucesos narrativos que permanecen profundamente impenetrables y que son capaces de tantas interpretaciones que en última instancia las desafían a todas»68. Esta conclusión es inevitable y no debería sorprendernos puesto que, como ha sido observado, «Kafka fue pro­bablemente el primer escritor en enunciar la insoluble paradoja del destino hu­mano usando esta paradoja como el mensaje de sus parábolas»69. Su mensaje descansa, pues, no en el número ilimitado de interpretaciones a que invita el relato sino en el principio del cual parte Kafka para configurar­lo. Se trata de un principio de indeterminación fundado en la ambigüe­dad y que funciona como el eje estructurador del relato. La indeterminación no es sino una advertencia a toda forma de conceptuación como limitación inevitable a nuestra capa­cidad de conocer, y la ambigüedad, la respuesta de la literatura y del arte en general a esa limitación humana. El resultado es una me­táfora que escapa « 164 » Colección Prólogos a toda interpretación unívoca para proponer sus propias imágenes como el único men­saje a que accede el texto. Ese mensaje no puede expresarse sino a través de esa metáfora que, como en el caso de lo místico que «expresa lo inexpresable» ­según la observación de Wittgenstein, puede «transmitir el mis­terio de la exis­tencia pero se resiste a ser traducida a la lógica y a la gramática del lenguaje coherente»70. Toda traducción resulta así una mutilación o de­for­mación: la coherencia del lenguaje forzando a esas metáforas a su lecho de Procusto. Un solo ejemplo bastará para ilustrar hasta qué punto la interpretación de estas metáforas ha conducido a resultados fútiles cuando no descabellados. «Casa tomada» ha sido traducida como una alegoría del peronismo: los herma­nos ociosos representan las clases parasitarias y los ruidos que terminan expul­sándolos de la casa simbolizan la irrupción de las clases trabajadoras en el esce­nario de la Historia71. Otros, han decidido que el cuento revela el aislamiento de Latinoamérica des­ pués de la Segunda Guerra Mundial o, tal vez, la sole­dad nacional de la Argentina durante esos mismos años. Para algunos es la historia de una pareja incestuosa: la oligarquía decadente matando el tiempo en una casa que excede sus nece­sidades. Más aún: el cuento ha sido leído como «un cuadro de la vida conventual: los hermanos son devotos sacerdotes que viven bajo un celibato impuesto y que son de pronto expulsados de su templo»72. También se ha sugerido que el relato es una recreación del mito del minotauro: Isabel, Ariadna infeliz, sujeta el tejido no para escapar de la casa-laberinto sino para retener en un último esfuerzo su paraíso perdido73. Finalmente, «Casa tomada» ha sido interpretada como una radiografía de la vida fetal: los ruidos representan los dolores del parto, la expulsión de los hermanos es el parto mismo y el hilo de lana de Isabel, el cordón umbilical74. El valor de estas interpretaciones residiría, como el conocido test Rorschach, no en lo que nos dicen sobre el cuento sino en lo que revelan respecto al intérprete. Habría así tantas interpretaciones como lectores. Antón Arrufat vio claramente esta dificultad cuando en el prólogo a la antología de los cuentos de Cortázar publi­cada por Casa de las Américas advirtió: «Estos cuentos significan algo, pero el lector puede disfrutarlos sin descubrir su significado, que es múltiple e inagota­ble. Jaime Alazraki « 165 » Se trata de ficciones, es decir, ejercen sobre el lector la seducción. Lo demás, este prólogo inclusive, son meras especulaciones»75. El placer y la seducción, sin embargo, se producen porque el texto emite señales, invita significados, funciona como un preciso artefacto literario. Definir sus mensajes es mera es­peculación porque carecemos de un código de la ambigüedad que nos permita reconstruir su semántica. Pero disponemos, en cambio, del texto como realiza­ción impecable de una sintaxis y en ella operan leyes que hacen posible el texto y cuya formulación es tarea, tal vez la única, de la crítica. Puesto que las metáforas de lo neo­fan­tástico se resisten a ser traducidas al lenguaje de la comunicación ya que representan una alternativa a sus insuficiencias, su traduc­ción equivale a pedirles a los números irracionales que se conduzcan como nú­meros racionales, o reducir proposiciones que solamente pueden formularse a tra­vés de una geome­tría no euclidiana a los términos de la geometría euclidiana. La necesidad de un nivel de abstracción mayor se justifica porque lo que es into­­lerable en el plano de los números racionales encuentra expresión en el plano de los números irracionales, una operación impracticable en el primer sistema se resuelve en el segundo. La perplejidad del joven Törless, en la primera novela de Musil, ante las implicaciones que plantean los números imaginarios no es sino la perplejidad que provocó en los científicos de su tiempo la existencia de estos números que escandalosamente no encajaban en los esquemas matemáti­cos de ese entonces. Cassirer ha observado que para los grandes matemáticos del siglo XVII los números imagi­narios no eran considerados instrumentos del conocimiento ma­temático sino un tipo especial de objetos con los cuales el conocimiento había tropezado en el curso de su desarrollo y que contenían algo que no solamente resultaba misterioso sino virtualmente impenetrable (...) Y sin embargo, esos mismos números que habían sido considerados en sus albores como algo imposible o como una mera adivinanza que uno miraba con asombro sin poder comprender y, menos aún, resolver, se convirtieron con el tiempo en uno de los instrumentos más importantes de las matemáticas. Como en el caso de las varias geometrías que ofrecen diferentes planos de orden espacial, los números imaginarios han perdido el misterio metafísico que se « 166 » Colección Prólogos buscó en ellos desde su descubrimiento para convertirse en nuevos símbolos ope­ra­cio­na­les.76 El paralelo con las metáforas de lo neofantástico es demasiado evidente para ser ignorado. Si no podemos, y no debemos, tratarlas como adivinanzas puesto que carecen de una solución unívoca, si una crítica de la traducción es del todo inaplicable puesto que cada lector dispone de la suya con igual derecho y va­lidez, y porque tal traducción restable­ce un orden que el texto busca tras­cen­der, la reconstrucción y definición de su código es tal vez la única alternativa de estudios y una posible vía de acceso a su sentido: ¿cómo están hechos estos relatos?, ¿es posible de­rivar de su sintaxis una gramática que en última instancia nos permita comprenderlos no desde su lenguaje primero sino desde el lenguaje segundo troquelado por el texto?, y, finalmente, ¿es posible alcanzar desde la forma, desde el orden en que se dispone el texto para enun­ciarse, sentidos ausentes en el lenguaje primero? Estos son algunos interrogantes que, considero, debe plantearse una posible poética del género y solamente a partir de ella estas metáforas «absurdas», como los sueños, definirán un nuevo orden espacial en cuyo plano funcionan como nuevos instrumentos operacionales, como vías de acceso a esa realidad segunda que intentan tocar. Novela: lecturas Todo lector de Rayuela percibe de inmediato el acaudalado bagaje de lecturas que forma el andamio intelectual con cuya ayuda Cortázar levanta su novela. Esas lecturas aparecen a lo largo del libro a veces como puntos de apoyo sobre los cuales hace palanca la obra, otras, sim­ple­mente como nervaduras invisibles o semivisibles que alimentan o sostienen sus páginas. No podía ser de otra forma en el caso de una novela que se propone desandar caminos y «reconquistar territorios mal conquistados o conquistados a me­dias». Para revisar esa cultura cuyo producto es el hombre contemporáneo, para reflexionar sobre sus yerros y extravíos, era primero necesario conocerla profundamente y conocerla, sobre todo, Jaime Alazraki « 167 » desde la literatura. De muy pocos escritores de nuestro tiempo se puede decir como de Cortázar que han penetrado tan a fondo en las galerías y ante­cámaras de su cultura. Cortázar se entregó de lleno a sus lecturas después de dejar la universidad en 1936: «Al terminar mis estudios –cuenta– me fui al campo, viví completamente aislado y solitario. Siempre fui muy metido para adentro. Vivía en pequeñas ciudades donde había muy poca gente interesante, prácticamente nadie. Me pasaba el día en mi habitación de hotel o de la pensión donde vivía, leyendo y estudiando. Eso me fue útil y al mismo tiempo peligroso. Fue útil en el sentido de que devoré millares de libros. Toda la información libresca que pueda tener la fundé en esos años. Y fue peligroso en el sentido de que me quité probablemente una buena dosis de experiencia vital»77. Continuará leyendo y no ha dejado de leer hasta hoy con implacable voracidad. Si esas lecturas durante los años de 1937 a 1944 se irán reflejando luego en sus trabajos críticos desperdigados en revistas argentinas, sus lecturas de los años subsiguientes, el período en Buenos Aires entre 1946 y 1951, están registradas, al menos parcialmente, en reseñas aparecidas en Los Anales de Buenos Aires, Realidad y Sur. En Realidad aparecieron sus notas sobre The Heart of the Matter de Graham Greene y Adán Buenos­ ayres de Marechal; en Sur se publi­caron las reseñas sobre Libertad bajo palabra de Octavio Paz y La tumba sin sosiego de Cyril Connolly. Pero estos pocos testimonios son apenas agujas en el pajar de sus lecturas por esos años. El grueso quedaba en sus alforjas y sola­mente con el tiempo, a lo largo de sus libros, se irían descubriendo sus lecturas como el suelo intelectual en el que crece la obra de todo escritor. En 1971, yo buscaba en Buenos Aires algún relato anterior a los cuentos de Bestiario publicado en una revista local de Chivilcoy. No lo encontré. Encontré en cambio, como compensación del azar la revista Cabalgata en cuyas páginas Cortázar publicó «Lejana» en febrero de 1948. Cabalgata ha sido ignorada de manera inexplicable por todos los bibliógrafos de Cor­tázar. Para que no me acusaran de pergeñar una revista apócrifa que nadie había visto y que no fi­guraba ni en los catálogos de las bibliotecas argentinas ni en las bibliografías al uso, traje conmigo, con la asistencia de un viejo librero español, toda la colección que comprende « 168 » Colección Prólogos 24 números publi­cados entre junio de 1946 y julio de 1948. Mi sorpresa fue enorme cuando descubrí que, además de «Lejana», Cortázar había publicado en esa revista, entre noviembre de 1947 y abril de 1948, la friolera de 42 reseñas. El número puede parecer insignificante si se piensa en los «millares de libros» leídos por Cor­tá­zar durante los años inme­diatamente anteriores y sobre los cuales nada sabremos de manera directa, pero no lo es si se tiene en cuenta que esos 42 libros fueron leídos y reseñados en menos de un año y medio y que representan algo así como la vértebra a partir de la cual el paleon­tó­logo puede reconstruir todo el esqueleto de sus lecturas durante esos años for­ma­tivos y claves para su futuro de escritor. A pesar de su corta vida y aunque Cabalgata no entró en el aparato biblio­gráfico que pudo haberla preservado para lectores futuros, un balance del ma­terial publicado en sus páginas permite comprobar que su importancia litera­ria y cultural no es menor que la de sus compañeras de ese mismo período. No tenía un director-adalid como Los Anales de Buenos Aires (Bor­ges), o Realidad (Francisco Romero), o Sur (Victoria Ocampo) que le abrie­ra ca­mino y la protegiera. A juzgar por el formato, tampoco los medios y fondos de que disponían esas revistas. El formato mismo (semejante al del diario Clarín) y el nombre anticipaban una publicación más popular que las ante­riores («Quincenario popular» anunciaba el formulario de suscripción). Sin un director de fuste y sin un prestigioso consejo de redacción que lo respal­dara, Cabalgata tuvo, evidentemente, una circulación mayor y debió recurrir a los avisos comerciales para sobrevivir. Aunque tenía secciones dedicadas al cine, teatro, modas, arte y ciencias, su fuerte fue la sección de letras. El pri­mer número declaraba que «la idea que anima a Cabalgata es hacer en la Ar­gentina una gran revista para todo el continente, una revista que sea expre­sión de todas las actividades de la cultura americana y universal». Lo ameri­cano y lo universal aparecieron en proporción semejante. Junto a artículos de Ezequiel Martínez Estrada, Francisco Ayala, Alfonso Reyes, Eduardo Mallea y Guillermo de Torre, se publicaron en el primer número ensayos de Bernard Shaw y André Gide, un cuento de Lord Dunsany y poemas de W.H. Auden y T.S. Eliot. Cabalgata no fue entonces periodismo popular Jaime Alazraki « 169 » sino órgano de difusión cultural más amplio. El material que publicaba, aunque misceláneo y más periodístico, estaba a la altura de lo que por esos años hacían Sur o Rea­lidad. Las reseñas de Cortázar empezaron a publicarse a partir del número 13 (noviembre de 1947). Estaban firmadas con sus iniciales pero algunas, las más lar­gas, aparecieron con su nombre completo. El valor de estas breves notas (de 200 a 500 palabras aproximadamente) es vario y desigual. Su importancia más inmediata radica en su valor informativo. Es posible que los libros re­señados no siempre respondieran a su elección, pero aun aquellos reseñados por encargo constituyen un valioso testimonio de sus preferencias. Un simple re­gistro de los títulos reseñados indica que sus intereses no se reducían a las literaturas europeas; hay notas que anticipan lo que luego Cortázar definiría como «el descubrimiento brusco de nuestra propia tradición». A sus reseñas sobre Paz, Marechal, González Lanuza y Victoria Ocampo publicadas en Rea­lidad y Sur, hay que agregar ahora comentarios sobre libros de Enrique Wer­nicke, Rafael Alberti, Cervantes, Gómez de la Serna, Martínez Estrada, Mar­tín Alberto Boneo, Luis Cer­nu­da, Carmen R.L. de Gándara, Lu­go­nes, Girri, Aleixandre, Alberto Ve­nas­co, Uslar Pietri, Jorge Enrique Mó­bili. Si la breve noticia permite apenas informar sobre lo más básico de estos libros, hay ca­sos en que Cortázar inserta perspectivas y enfoques que trascienden los estre­chos límites de la reseña periodística. En la nota sobre la novela de Venasco, por ejemplo, dice: «En la Argentina empezamos a salir del pozo románti­ co-rea­lis­ta-naturalista-verista, etc. (No hay varios pozos, es uno solo y negro). A la labor solitaria de Borges, de Macedonio Fernández, de Juan Filloy, principia a sumarse la creación de novelistas y cuentistas jóvenes»78. En sus escuetos comentarios sobre Cernuda y Aleixandre muestra, sin embargo, un conoci­mien­to a fondo de los poetas de la generación de 1927. En la reseña del cuento de Carmen de Gándara, «La habitada», cita a la autora: «Cuando un país no tiene literatura que refleje su vida no es un país, sino un conjunto de mojo­nes humanos. ¿Cómo voy a saber yo qué gente vive en esas casas si no me lo ha dicho ninguna novela...?», y responde: «Para decirnos eso han creado su obra Güiraldes, Arlt, Mallea, y Juan Goyanarte; la autora de ‘La habitada’ prueba hoy sus títulos para « 170 » Colección Prólogos sumarse a ellos»79. Leído hoy, con una distancia de treinta años, este juicio no deja sospechar todavía al autor de Rayuela pero pone al descubierto el interés de Cortázar por esos años en la situación y el rumbo de la novela argentina. Más reveladoras aún son sus reseñas sobre literaturas no hispánicas. Hay reseñas dedicadas a Gide, Eden Phillpotts, Hermann Kesten, Aldous Huxley, Mary Webb, Portner Koehler, Carter Dickson, Tagore, Jean-Louis Bory, O’Ne­ill y Damon Runyon. Algunos de estos autores han sido olvidados, otros han sido desplazados a los márgenes de la literatura, pero respecto a Cortázar re­velan una curiosidad insaciable y libre de prejuicios académicos. Cortázar lee como otros respiran y aunque la brevedad de las notas apenas permite una descripción sumaria del libro reseñado, se las ingenia para otorgar a sus co­mentarios un relieve crítico que, si no trasciende las limitaciones de la re­seña, pro­­yecta una perspectiva desde la cual es posible escudriñar otras lec­turas y algunos de sus puntos de vista respecto a la ficción. Hay dos reseñas sobre dos novelas de André Gide; su preferencia temprana por este autor apa­rece registrada en escritos posteriores, pero lo que estas reseñas descubren es una lectura en ancho y profundidad del novelista francés. Las novelas reseña­das son Sinfonía pastoral y La puerta estrecha pero a través de sus reseñas Cortázar manifiesta un vasto conocimiento de la narrativa de Gide. Alude, por ejemplo, a sus novelas del período «artista»: Paludes, Les nourritures terres­­tres, L’inmoralist, Les caves du Vatican; y define a Sinfonía pastoral y La puerta estrecha como expresiones de «una línea ascética que conduce a la sal­vación por el camino del renunciamiento». Significativas son también sus ob­serva­ciones sobre la forma y el sentido último de la obra de Gide; de Sinfonía pastoral dice: «El relato de la pasión de Alissa, narrado con una admirable prosa de severo rigor formal, contiene esa virtud que Gide, en todos los mo­mentos y los terrenos de su obra, ha fundido con la belleza hasta hacer de ambas una sola razón de vida: la valentía moral»80. De La puerta estrecha advierte que con la publicación en español de esta novela «tendrán sus lectores una visión más dialéctica del espíritu gideano, balanceándose en los extremos de dos experiencias vitales: la aceptación y el rechazo. Es de desear que a Jaime Alazraki « 171 » esa visión dialéctica se suceda el conocimiento de la síntesis, que creo está en Los monederos falsos»81. El bulbo de su valoración de la obra de Gide aparece a mitad de la reseña: No me creo autorizado para exceder la mera alusión a La puerta estrecha, en la que nunca he querido (o podido) ver una obra afirmativa; me sigue pa­reciendo –en su forma más sutil y corrosiva– una crítica al renunciamiento, su denuncia y rechazo. Prefiero entonces limitarme a su valor como construc­ción estética, señalar la severa victoria de Gide sobre sí mismo (repetida en La sinfonía pastoral), el logro de una unidad formal, una arquitectura narra­tiva que falta en su obra anterior y en mucho de la posterior, donde se la ve reemplazada voluntariamente por un juego sucesivo y hasta anárquico de los elementos del relato. En El inmoralista, un tono oral deliberado con lo que supone de vaguedad y aliñado desaliño; en Las cuevas del Vaticano, un falso orden desmentido por la lección de su corrosivo personaje; en Los monederos falsos... pero aquí es mejor remitirse a Jean Hytier, que ha disecado como nadie ese libro en su estudio sobre Gide, y que lo define como «una obra que avanza hacia la novela».82 Además de conocer a fondo la obra de Gide, Cortázar ha leído también a sus críticos más importantes como lo indican sus referencias a Albert Thi­baudet y Jean Hytier, este último autor de uno de los primeros y más sólidos estudios sobre el novelista francés. El valor de estas reseñas estriba entonces no tanto en su condición de barómetro de preferencias como en abrirnos el cajón de sastre donde Cortázar guardó sus utensilios y materiales de apren­dizaje. Léase, por ejemplo, esta última observación con que concluye su re­seña: «En el diario de Los monederos falsos, Gide afirmó: ‘El mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace hablar; el novelista verdadero los escucha, los mira actuar’»83. También la reseña de La filosofía perenne de Huxley participa de una fami­liaridad semejante respecto al escritor inglés: «El joven Huxley prefería re­ferir su asombroso acopio de información a las opiniones, teorías y conductas de personajes que vicariamente lo representaban en sus novelas (¿Qué otra cosa hacen los personajes del Club de la Serpiente respecto a su autor?); nos dio así obras que señalan los ápices intelectua- « 172 » Colección Prólogos les de nuestras cuatro primeras dé­cadas: Contrapunto, Un mundo feliz, Con los esclavos en la noria»84. Si se piensa en Huxley como el crítico escéptico de la sociedad decadente de su tiem­po y como un espíritu vastamente cultivado e interesado también en las gran­des preguntas, se explica el entusiasmo de Cortá­zar por su obra: «En plena madurez, la inteligencia de Huxley parece preferir la manifestación directa, el ingreso a los órdenes fundamentales del conocimiento del hombre por vía de intuición y meditación. Todo su saber busca comunicarse sin rodeos ni máscaras, en un mensaje donde la esperanza combate y se apoya en la angus­tia: así se ha generado esta su nueva obra, La filosofía perenne, itinerario de despojamiento espiritual, de ascenso severo y claro al mismo tiempo, nueva ruta dantesca a un paraíso de lucidez interior y posesión del ser»85. El lector de Rayuela reconoce en este comentario una síntesis apretada del itinerario de Horacio Oliveira. Una antología que «va desde textos hindúes y chinos a la metafísica y ética modernas, pasando por místicos y santos medievales», como es el libro misceláneo de Huxley, recuerda de inmediato los libros-co­llage de Cortázar. Recuerda también su manía por los recortes, citas y fragmentos memorables, su curiosidad enciclopédica, su vastedad intelectual, su lucidez li­teraria y sus búsquedas metafísicas. Casi veinte años más tarde, Oliveira re­flexiona: «Teoría de la comunicación, uno de esos temas fascinantes que la literatura no había pescado todavía por su cuenta hasta que aparecieran los Huxley o los Borges de la nueva generación» (p. 182). Llama la atención el gusto de Cortázar por la novela policial, no tanto por el número de novelas reseñadas –Los rojos Redmayne de Eden Phill­potts, Cadáver en el viento de R. Portner Koehler, Murió como una dama de Carter Dickson– como por sus alusiones a otras novelas y sus comentarios sobre ese género. En la primera de estas reseñas dice: «En los últimos años, la no­vela policial ha llegado a una perfección formal que, paradójicamente, la ame­naza seriamente; lo que constituía lectura sedativa y de fin de semana se torna difícil y comprometida tarea cuando se acude a autores de la talla de Dickson Carr, Black, Dashiell Ham­mett, Quentin, Innes y Agatha Christie. De ahí un claro deslinde entre la novela detectivesca de corte tradicional (Stan­ley Gard­ner, por ejemplo) y las de Jaime Alazraki « 173 » los autores citados, donde implicaciones de alta cultura, retóricas muy finas y ambientes nada accesibles las reducen a un círculo decreciente de lectores. Los rojos Redmayne puede ser incluida en el primer grupo»86. Hay que recordar la popularidad de ese género durante esos años. Borges dirigía la colección El Séptimo Círculo que alcanzó a pu­blicar ciento cincuenta títulos de ficción policial; en 1943 apareció la prime­ra edición de la antología Los mejores cuentos policiales compilada por el mis­mo Borges y Bioy Casares. La difusión y el arraigo del género detectivesco in­fluyeron en la producción literaria de varios escritores argentinos; en 1953 fue posible publicar una antología de Diez cuentos policiales argentinos. El interés de Cortázar por el relato policial durante esa época, además de reflejar el entusiasmo que ese género había despertado en la Argentina, anticipa algu­nas huellas que esas lecturas dejarán en su obra. No solamente en relación con «la perfección formal» que Cortázar define como atributo de las mejores no­velas de este tipo y que es de una sola pieza con la puntillosa precisión con que él construye sus cuentos, sino respecto a la armazón de algunos de sus relatos breves y por lo menos de dos de sus novelas. «Después del almuerzo» y «El móvil» son buenos ejemplos de cuentos en que el lector es invitado a poner a prueba sus dotes de detective. En Los premios, llegar a la popa representa, desde el punto de vista de la trama, resolver un misterio semejante al que propone el perpetrador de un crimen; 62 modelo para armar está cons­truida con la destreza de una novela policial en que el lector debe atar cabos y con esos episodios dislocados rearmar la historia de sus inauditas relaciones. La reseña dedicada a Los papeles de Aspern de Henry James es signi­ ficati­va por dos motivos. Primero, porque en la anécdota que Somerset Maugham cuenta sobre James, reproducida en la reseña de Cortázar, estaría el embrión de uno de sus cuentos más perplejos, «Ómnibus». El impulso esencial del cuento está anticipado en la reseña: En su breve ensayo sobre Henry James, Somerset Maugham relata un encuentro en Boston con el novelista, y la agita­ción casi frenética de éste ante las posibilidades de muerte, mutilación o aplas­tamiento que podía correr su visitante en el acto de ascender al ómnibus de vuelta. «Le aseguré que estaba perfectamente habituado a subir al ómnibus –cuenta Somerset « 174 » Colección Prólogos Maugham– a lo que me replicó que no era ése el caso tratándose de un ómnibus americano; a éstos los distinguía un salvajismo, una inhumanidad, una violencia que excedía lo concebible. Me sentí tan contagia­do por su ansiedad, que cuando el ómnibus se detuvo y salté a él, tuve casi la sensación de que había escapado milagrosamente de una horrible muerte».87 No hay salvajismo en el «Ómnibus» de Cortázar, pero hay una tensión narra­tiva semejante que convierte una situación trivial y cotidiana en acontecimiento espeluznante. Su comentario a la historia de Mau­gham es ya un adelanto y una explicación a lo que ocurre en sus cuentos: «Si la anécdota muestra un Ja­mes tenso y azorado ante una situación cotidiana como la narrada, vale simbólicamente para recordar hasta qué punto la tensión interna de su labor creadora se propaga y contagia del mismo modo al lector menos dispuesto»88. La reseña es también importante porque en ella se reconoce a The Turn of the Screw como «una experiencia poco igualada en la li­teratura», pero se enjuicia, a su vez, a Los papeles de Aspern como un tipo de novela que ha dado ya toda su medida y que como tal representa el agotamiento de un estilo y de una época. Hacia el final de la nota, Cortázar agrega una coda que anticipa su aversión a la novela-rollo y su postulación de un lector-cómplice: «En el ensayo antes citado, Somerset Maugham sentencia que James ‘no llegó a ser un gran escritor porque su experiencia era inadecuada y sus simpatías imper­fectas’; de esas simpatías y experiencias incompletas nace siempre lo mejor de la literatura –que es ansiedad infinita por completarlas y volverlas per­fectas»89. Merecen también especial referencia sus tres reseñas dedicadas a libros de tema filosófico-existencial: Temor y temblor de Kierkegaard, La náusea de Sar­tre y el libro de León Chestov Kierkegaard y la filosofía existencial. El existencialismo, primero, y el surrealismo, después, ofrecieron a Cortázar alternativas para salir del atolladero racionalista, vías para ahondar la crisis del pensa­miento moderno. La importancia de esas tres notas reside en su carácter de primeros bosquejos del ensayo que sobre el tema publicará un año más tarde en la revista Realidad bajo el título «Irracionalismo y eficacia». No nos ocu­paremos de la deuda de Cortázar Jaime Alazraki « 175 » con el existencialismo; aquí solamente señalare­mos que algunos planteamientos del ensayo de 1949 están ya anticipados en estas tres reseñas al igual que algunas ideas seminales que Rayuela desarrolla­rá y profundizará. El párrafo inicial de la reseña sobre el libro de Chestov recuerda en algo el tono y la materia de algunas conversaciones y reflexiones de los miembros del Club de la Serpiente: «Para quien avance en este libro aferrándose obstinado al esquema que el promedio de la cultura occidental propone y cimenta como explicación de la realidad y del puesto que el hombre ocupa en ella, la lectura del estudio de Chestov tendrá esa consistencia inde­cible de las pesadillas en las que toda relación, toda jerarquía, todo canon aceptado en la vigilia se deshacen o alteran monstruosamente»90. Y más ade­lante: «A nuestra necesidad de lucidez, Kierkegaard responde con el grito irra­cional de la fe, con la demanda de la suspensión de todo orden... Y a las estructuras que la razón defiende y la filosofía jerarquiza, se contesta con las deducciones de la pasión, ‘las únicas seguras, las únicas convincentes’»91. La reseña de La náusea, por otro lado, condensa algunas de las ideas centrales que desarrollará dos años más tarde en su artículo «Irracionalismo y eficacia» en el que asume una defensa del existencialismo. En el ensayo Cortázar escri­be: «Llevará tiempo comprender que el existencialismo no traiciona al Occi­dente sino que procura rescatarlo de un trágico desequilibrio en la funda­mentación metafísica de su historia, dando a lo irracional su puesto necesa­rio en una humanidad desconcertada por el estrepitoso fracaso del ‘progreso’ se­gún la razón»92. Y en la reseña: Hoy que sólo las formas abe­rrantes de la reacción y la cobardía pueden continuar subestimando la tremenda presenta­ción del existencialismo en la escena de esta posguerra, y su influencia sobre la generación en plena actividad creadora, la versión al español de la primera novela de Sartre mostrará a multitud de descon­certados y ansiosos lectores la iniciación hacia lo que el autor llamó posteriormente «los caminos de la liber­tad»; caminos que liquidan vertiginosamente todas las formas provisorias de la libertad, y que ponen al hombre comprometido existencialmente en la du­ra y espléndida tarea de renacer, si es capaz, sobre la ceniza de su yo históri­ co, su yo conformado, su yo conformista.93 « 176 » Colección Prólogos Desde una oscura y telegráfica reseña, quince años antes de la aparición de Rayuela, Cortázar formula ya la médula de algunos de los interrogantes que constituyen los agarraderos de su gran novela. Lo que estas reseñas prueban es el largo y paciente proceso de incubación de su novela. Como la gran novela de Musil, El hombre sin cuali­dades, Rayuela es el producto de una vida de vastas lecturas y largas refle­xiones y estas reseñas muestran que preci­samente durante los años en que Cortázar escribe sus primeros cuentos comienza también a gestarse su novela. Una teoría incipiente de la novela Para completar este escrutinio de lecturas y derivar de él algunas con­ clusio­nes respecto a su visión de la novela, es indispensable examinar dos ensayos publicados respectivamente en 1948 y 1950: «Notas sobre la novela contem­poránea» y «Situación de la novela»94. Los premios no aparece hasta 1960, lo cual quiere decir que a diez años de su primera novela Cortázar traza ya una posible poética del género y a través de ella define un gran trecho de su pro­pia ruta de novelista. El primero de los dos artículos se concentra en las relaciones entre poe­sía y narración, entre percepción poética y percepción novelística, en­tre el verbo enunciativo y el verbo poético. Para Cortázar «no existe el len­guaje novelesco puro, desde que no existe la novela pura». ¿Qué es la novela? Su respuesta: «Un monstruo, uno de esos monstruos que el hombre acepta, alimenta, man­tiene a su lado; mezcla de hetero­genei­dades, grifo convertido en animal do­méstico» (p. 241). Por eso «toda narración comporta el empleo de un len­guaje científico, nominativo, con el que se alterna imbricándose inextricable­mente un lenguaje poético, simbólico, producto intuitivo donde la palabra, la base, la pausa y el silencio valen tras­cen­den­temente a su significación idio­mática directa» (p. 241). La evolución de la novela se definiría así en la propor­ción y en el modo en que se combinan esos dos lenguajes. En la novela realista, por ejemplo, el lenguaje poético es apenas un adorno con el que el novelista embellece el lenguaje enunciativo que es el que predomina; en la novela «artística», Jaime Alazraki « 177 » en cambio, la proporción de esos lenguajes está invertida. Esta primera distinción es un punto de apoyo para introducir lo poético en la novela no como un mero lenguaje exterior sino como «un aura, una atmósfera que se desprende de la situación en sí, aunque se la formule prosaicamente, de los movimientos aní­micos y acciones físicas de los personajes, del ritmo narrativo, las estructuras argumentales» (p. 242). Ejemplo de ese tipo de novela en que lo poético es­tá comprendido no exterior sino interiormente y «la poesía es presencia extraverbal»: Le secret professionnel de Cocteau y Adolphe de Constant. Pero antes de llegar a esa síntesis, la novela pasa por períodos en que la propor­ción entre el lenguaje enunciativo y el poético cambia cuando se pasa del neo­cla­sicismo (Prévost y Defoe), a los comienzos del romanticismo (Ri­chard­­son, Rousseau, Goethe) y de allí a los maestros del realismo (Di­ckens, Sten­dhal, Balzac) hasta Flaubert. «Lo que no varía –concluye Cortázar– es el mantenimiento del orden estético según el cual los valores enunciativos rigen y estructuran la novela, mientras los poéticos se entrelazan con la trama rec­tora y le imprimen su rasgo específicamente ‘literario’» (p. 242). Hasta este momento, el desarrollo de la novela estaría definido por la dosis en que se daban esos dos elementos: «La variedad posible en la dosificación y la yuxta­posición es lo que matiza de manera prodigiosa el itinera­rio histórico de la novela y obliga a considerar la obra de cada gran nove­lista como un mundo cerrado y concluido, con clima, legislación, costumbres y bellas artes propias y singulares» (p. 243). ¿Qué distingue y separa a la novela contemporánea de sus predecesoras? «El elemento poético, que de pronto se agita en ciertas novelas contem­poráneas y muestra creciente voluntad imperialista, asume con­tra el canon tradicional una función rectora en la novela y procura ­desalojar el elemento enunciativo que gobernaba en la ciudad literaria. ­­­­Lo poético irrum­pe en la novela porque ahora la novela será una instancia de lo poético; por­que la dicotomía forma y fondo marcha hacia su anulación, desde que la poe­sía es, como la música, su forma. Hallamos ya concretamente dado el tránsito; el orden estético cae porque el escritor no acepta otra posibilidad de crea­ción que la de orden poético» (p. 244). No se trata, por supuesto, de la no­vela de arte al modo de los Goncourt, sino de obras en que «su mundo no­velesco es ya sólo poesía». « 178 » Colección Prólogos El paso del orden estético al poético –concluye Cortázar– entraña y significa la liquidación del distingo genérico Novela-Poe­ma (...) En nuestro tiempo se concibe la novela como una manifestación poé­tica total, que abraza simultáneamente formas aparentes como el poema, el teatro, la narración, y eso porque la realidad, sea cual fuere, sólo se revela poéticamente. Abolida la frontera preceptiva de lo poe­mático y lo novelesco, sólo un prejuicio que no es ni será fácil superar impide reunir en una sola concepción espiritual y verbal empresas en apariencia tan disímiles como The Waves, Duineser Elegien, Sobre los ángeles, Nadja, Der Prozess, Residencia en la Tierra, Ulysses y Der Tod des Virgil (p. 246). Esta definición de la novela como una instancia de lo poético y como un género híbrido que absorbe libremente lo que otros géneros pueden proporcio­narle como vías de acceso a esa visión poética, constituye el atributo más dis­tintivo de la novela contemporánea y representa una primera estrategia no­velística que Cortázar pondrá a prueba en Los premios. No solamente a través de los monólogos de Persio –suerte de filtro poético por medio del cual son percibidos y comprendidos en su significación última (y poética, en el sen­tido que tiene para Cortázar) los hechos de la narración–, sino desde el sen­tido mismo que la novela propone como relato. La significación de la muerte de Medrano no debe buscarse en el plano histórico de la narración, en la cau­salidad del argumento; no es la comunicación a Buenos Aires que Medrano consigue finalmente enviar desde la cabina de radio lo que justifica su incur­sión por la popa del barco. De otra manera cómo entender la reflexión de Raúl mientras vela el cuerpo todavía caliente de Medrano: «¿Pero qué había al fin y al cabo en la popa? ‘Y a mí qué más me da’, pensó encogiéndose de hom­bros»95. Además, el mismo Medrano repite, frente a la popa, como para eli­minar toda duda respecto a una solución en términos meramente enunciativos: «Pero hombre, la popa enteramente vacía, era un hecho». Y agrega: «en fin, qué importaba» (p. 381). Lo que importaba no era tanto llegar a la popa co­mo entidad física sino a la popa como un punto de llegada óntica, pues­to que en última instancia lo que Medrano busca no es tanto un conocimiento de la mecánica del barco como un conocimiento poético Jaime Alazraki « 179 » de su propia vida. Cortázar ha dicho que «el poeta, cuando dice el ciervo es un viento oscuro, sabe perfectamente que su certidumbre poética vale en cuanto poesía y no en la técnica de vida, donde ciervos son ciervos; es así que cede a la irrupción momen­tánea de tales certidumbres, sin que ello interfiera fácticamente en sus nociones científicas del ciervo y el viento»96. Aunque la necesidad de llegar a la popa se justifique en términos narrativos (en la amenaza de una posible epi­demia de tifus y en el mensaje telegráfico para obtener ayuda médica para Jorge), es la certidumbre poética de Medrano (y de la novela) lo que im­porta. El enfrentamiento de Medrano con la popa vacía no es diferente a ese momento de Rayuela en que Horacio confronta a Traveler rodeado de un sis­tema defensivo de piolines, palanganas y rulemanes. Tampoco aquí pasa nada en términos fácticos, pero ambas escenas representan algo así como el punto vélico de las dos novelas. Si Oliveira se tira o no por la ventana y si final­mente Medrano muere es lo que menos importa desde ese plano poético que ambos personajes reconocen y aceptan como su realidad más honda. Lo que importa, precisamente, es una percepción poética que tanto Medrano como Horacio alcanzan durante esos episodios clave para las dos novelas y es ese momento de lucidez poética el que Cortázar busca captar. Ante la popa vacía, Medrano reflexiona: La popa estaba enteramente vacía pero no importaba, no tenía la más míni­ma importancia porque lo que importaba era otra cosa, algo inescapable que buscaba cada vez más. De espaldas a la puerta, cada bocanada de humo era co­mo una tibia aquiescencia, un comienzo de recon­cilia­ción que se llevaba los res­tos de ese largo malestar de dos días. No se sentía feliz, todo estaba más allá o al margen de cualquier sentimiento ordinario. Como una música entre dientes, más bien, o simplemente como un cigarrillo bien encendido y bien fu­mado. El resto –pero qué podía importar el resto ahora que empezaba a hacer las paces consigo mismo, a sentir que ese resto no se ordenaría ya nunca más con la antigua ordenación egoísta. «A lo mejor la felicidad existe y es otra cosa», pensó Medrano. No sabía por qué, pero estar ahí, con la popa a la vista (y enteramente vacía) le daba una seguridad, algo como un punto de partida. Ahora que estaba lejos de Claudia la sentía junto a él, era como si empezara a merecerla junto a « 180 » Colección Prólogos él. Todo lo anterior contaba tan poco, lo único por fin verdadero había sido esa hora de ausencia, ese balance en la sombra mientras esperaba con Raúl y Atilio, un saldo de cuentas del que salía por primera vez tranquilo, sin razones muy claras, sin méritos, simplemente reconciliándose consigo mismo, echando a rodar como un muñeco de barro al hombre viejo... (p. 382). También Horacio sale purgado de sus tensos y cargados diálogos con Tra­veler y Talita y de su larga agonía al borde de la ventana. La si­ tuación es aquí más ambigua, más compleja, menos reductible, pero es un pasaje igual­mente catártico, igualmente iluminador y poético en el sentido de que Horacio comprende, como Medrano, que lo que importa no es el manicomio, ni Fe­rraguto, ni los rulemanes, ni si se tira o no por la ventana, sino otra cosa: un estado de gracia, como una ausencia, en que el cielo de la rayuela asciende a un aquí y a un ahora: Después de lo que acababa de hacer Traveler, todo era como un maravilloso sentimiento de conciliación y no se podía violar esa armonía insensata pero ví­vida y presente, ya no se la podía falsear, en el fondo Traveler era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita imaginación, era el hom­bre del territorio, el incurable error de la especie descaminada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de territorio falso y precario, cuánta hermosura en esos ojos que se habían lle­nado de lágrimas y en esa voz que le había aconsejado: «Metele la falleba, no les tengo mucha confianza», cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintura de una mujer. «A lo mejor», pensó Oliveira mientras respondía a los gestos amistosos del doctor Ovejero y de Ferraguto (un poco menos amistoso), «la única manera de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas» (p. 402). En los dos casos se trata de una aceptación (de un territorio recon­ quista­do) o de un encuentro (consigo mismo) que se puede producir solamente ha­cia el final del camino, como un acto poético, como pose­ sión de una reali­dad al margen de signos y sistemas, como una voluntad de ser (libre de re­diles y máscaras institucionalizadas). En su ensayo «Para Jaime Alazraki « 181 » una poética», Cor­tázar comparaba la mentalidad mágica del primitivo y la percepción analógi­ca del poeta y decía: Cuando alguien afirmó bellamente que la metáfora es la forma mágica del principio de identidad, hizo evidente la concepción poéti­ca esencial de la realidad, y la afirmación de un enfoque estructural y ontoló­gico ajeno (pero sin antagonismo implícito, a lo sumo indiferencia) al entendimiento científico de aquélla. Una mera revisión antropológica muestra en seguida que tal concepción coincide (analó­gi­camente, claro) con la noción má­ gica del mundo que es propia del primitivo (...) Rozamos aquí la raíz misma de lo lírico, que es un ir hacia el ser, un avanzar en procura de ser. El poeta hereda de sus remotos ascendientes un ansia de do­minio, aunque no ya en el orden fáctico; el mago ha sido vencido en él y sólo queda el poeta, mago metafísico, evocador de esencias, an­sioso de posesión creciente de la realidad en el plano del ser.97 Es esta visión poética de la realidad la que Cortázar vindicaba para la novela en sus «Notas sobre la novela contemporánea» y la que gobierna su primera novela. Raúl, uno de los personajes de Los premios, define taxativamente esta disyuntiva entre la novela tradicional y la contem­ poránea: «En el fondo lo que vos le reprochás a las novelas es que te lleven de la punta de la nariz, o más bien que su efecto sobre el lector se cumpla de afuera para adentro, y no al revés como en la poesía» (p. 242). También Rayuela participa de esa visión, pero responde además a nuevos supuestos y estrategias; antes de entrar en este tema, examinemos el segundo ensayo de Cortázar dedicado a la novela. «Situación de la novela» profundiza y elabora la distinción presentada en el primer artículo. Es un ensayo más ambicioso en el sentido de que se pro­pone trazar la evolución del género y precisar con mayor acopio de información una posible poética de la novela contemporánea. En sus observaciones se puede entrever algunos elementos de lo que luego devendrá su propia teoría de la novela. Cortázar parte de un supuesto filosófico: la realidad no está dada a priori o si lo está sólo podemos llegar a ella por medio del lenguaje. La reali­dad es y se debe al lenguaje; con sus proposiciones, decía Wittgenstein, se construye el mundo y por « 182 » Colección Prólogos eso el lenguaje es una suerte de cuadro de la rea­lidad: de la lógica del lenguaje es posible inferir la lógica de la realidad98. Oc­tavio Paz, llevando esta premisa a sus consecuencias últimas, ha observado que «el hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del lenguaje natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje»99. También para Cortázar la literatura merece ser considerada como una empresa de conquista verbal de la realidad: «Si el lenguaje puede concebirse como un su­pe­ra­lejandro que nos usa desde hace 5.000 años para su imperialismo universal, las etapas de esta posesión se dibujan a través del nacimiento de los géneros, cada uno de los cuales tiene ciertos objetivos que revelan la toma definitiva de un sector y el paso inmediato al que le sigue»100. El ensayo explora estas etapas de pose­sión de la realidad según se cumple a través del desarrollo de la novela. Cor­tázar parte de la épica como prolegómeno de la novela; en la Ilíada («no se me negará que la Ilíada es una espléndida novela») el rapsoda dice: Canta, oh Mu­sa, la cólera del Pelida Aquiles, pero lo que se canta no es la cólera sino sus consecuencias o sus antecedentes, pero ¿qué es la cólera?, el hombre, ¿es có­lera? y, además, ¿qué oculta la cólera por debajo de sus formas aparenciales? La novela moderna comienza a hablar donde la épica callaba y a esta primera etapa de la novela que busca conocer el comportamiento psicológico humano la llama Cortázar «gnoseológica». «La novela antigua –resume– nos enseña que el hombre es; los comienzos de la contemporánea (Rousseau, Cons­tant, Prévost, Stendhal, Dickens, Balzac) indagan cómo es; la novela de hoy se pregunta su por qué y su para qué» (p. 227). Los interrogantes que se plantea la no­vela de hoy la acercan de manera natural a la poesía puesto que «lo que lla­mamos poesía comporta la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre» (p. 228). De aquí la explicable afinidad entre los dos géneros; pero mientras la poesía, como género, se mueve en un plano de absolutos, la no­vela busca «apoderarse del hombre como persona, del hombre viviendo y sin­tién­dose vivir»; mientras la primera se instala en el centro de esa esfera que es la vida humana, la segunda procura llegar a ese centro pasando por las cortezas que constituyen esa esfera. A esta nueva orientación de la novela, la llama Cortázar «vía poética de acceso». Jaime Alazraki « 183 » Al cambiar su centro de gravedad, la novela cambia también su configuración: deja de ser esa continuidad tempo­ral y espacial a que nos había acostumbrado la novela deci­mo­nó­nica para ha­cerse «poliédrica, amorfa, magnífica de coraje y des­pre­juicio; ya no hay personajes en la novela moderna, hay sólo cómplices» (p. 229). No es difícil ad­vertir en esta primera conclusión dos rasgos distintivos de la novela cortaza­riana: primero, en oposición a la novela-rollo, la noción de un libro que es muchos libros y que cada lector arma como copartícipe de su construcción; se­gundo, en oposición al lector pasivo y al personaje prolijamente delineado, lec­tores y personajes cómplices. Cortázar considera que desde Werther y Pablo y Virginia hasta Flau­ bert y las hermanas Brontë, el instrumento de la novela es «un lenguaje reflexivo que emplea técnicas racionales para expresar y traducir los sentimientos y que funciona como un producto consciente del novelista, un producto de vigilia, de lucidez» (p. 230). Si Balzac y más tarde George Meredith «logran sutilísi­mas aproximaciones a los movimientos más secretos del alma humana, su in­tención última es racionalizar esos movimientos y por eso los tratan con un lenguaje que corresponde a esa visión y a esa intención: cuentan explicando o (los mejores de ellos) explican contando» (p. 231). Solamente con obras co­mo Hyperion de Hölderlin y Aurelia de Nerval hay «una primera embestida contra el lenguaje de uso estético, contra el lenguaje me­diatizador y aparece un verbo que expresa un orden distinto de visión». Se entiende entonces que Cortázar vea en el uso del lenguaje y en el manejo de la forma la preocupa­ción central de la nueva novela. «Se diría –dice– que la novela, en los primeros treinta años del siglo, desarrolló y lanzó a fondo lo que podríamos denominar la acción de las formas; sus logros máximos fueron formales, dieron por resultado la extensión, libertad y riqueza casi infinitas del lenguaje, y no porque su objetivo fuera la forma de lo novelesco, sino porque sus finalidades sólo podían alcanzarse mediante la audaz liberación de las formas, y de ahí la batalla de Ulysses, la empresa intuitivo-analítica de Proust, el inaudito experi­mento surrealista, el fusilamiento por la espalda de Descartes» (p. 236). De Proust en adelante, el conocimiento poético reemplaza al conocimiento his­tó­ri­co­-psi­co­lógico, el lenguaje analógico al « 184 » Colección Prólogos lenguaje enunciativo, la percepción irracional a la explicación racional. De esta visión poética de la novela nace la obra de Proust, Joyce, Gide, D.H. Law­rence, Kafka, Thomas Mann, Her­mann Broch y Virginia Woolf. Lo que esta novela muestra es que «no hay fondo y forma; el fondo da la forma, es la forma» (p. 234). Cortázar define el período dominante de esta novela entre los años 1915 y 1935 y, aunque su gran impulso se prolonga hasta hoy, distingue a partir de 1930 un nuevo impulso nacido del hartazgo hacia el experimento verbal liberador y de una necesidad de obligar a la novela a la acción. Los escritores rebeldes en Francia (Malraux, Camus, Sartre, Aragon) y los tough writers en Estados Unidos buscan no tanto la acción de las formas, como sus antecesores, como las formas de la acción. Uno de sus voceros, Sartre, explica: «La literatura es, por esencia, la subjetividad de una so­ciedad en revolución permanente. En una sociedad que hubiera trascendido ese estado de cosas, la literatura superaría la antinomia de la palabra y la acción». «La plataforma de lanzamiento de estos novelistas –co­menta Cortázar– está en el deseo visible de establecer contacto directo con la problemática actual del hombre en un plano de hechos, de participación y de vida inmediata. Se tiende a descartar toda búsqueda de esencias que no se vinculen al comportamiento, a la condición y al destino del hombre y, lo que es más, al destino social y colectivo del hombre» (p. 237). Es claro que este tipo de novela de raíz existencial no debe confundirse con lo que se ha llamado «literatura social» y que consiste, explica Cortázar, «en apoyar una convicción previa con un material novelesco que la documente, ilustre y propugne; novelistas como Greene, Malraux y Camus no han buscado jamás convencer a nadie por vía persuasiva; su obra no da nada por sentado, sino que es el problema mismo mostrándose y debatiéndose» (pp. 237-238). En este tipo de novela, Cortázar ve una preocupación por el hombre que se resume en un pasaje de una carta de Camus a un amigo alemán: «Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que hay algo en él que tiene sentido, y es el hombre, porque es el único ser que exige ese sentido». El interés de Cortázar en esta novela no radica en ser, como la novela social, el complemento literario de una dialéctica Jaime Alazraki « 185 » política, histórica o sociológica, sino en su valor intrínseco como vía de acceso al hombre: «La novela social –dice– marcha detrás de la avanzada teórica; la novela existencial entraña su propia teoría, en alguna medida la crea y anula a la vez porque sus intenciones son su acción y presentación puras» (p. 238). Es un paso más hacia ese humanismo integrado que postuló el surrealismo y que Cortázar recuerda con una frase de Breton: «Es preciso que el hombre se pase, con armas y bagajes, del lado del hombre», y constituye uno de los fundamentos de ese hombre nuevo intuido en sus novelas. Al existencialismo, Cortázar debe un trecho de ese camino que lo acerca a su propia visión del hombre liberado: «El grupo existencialista europeo, los solitarios como Malraux y Graham Greene, proveen las ramas y las modalidades de esta novelística a disgusto –acción secundaria– que encubre la nostalgia y el deseo de una acción inmediata y directa que revele y cree por fin al hombre verdadero en su verdadero mundo» (p. 236). A más de trece años de Rayuela, Cortázar anticipa algunas de las búsquedas de su novela; todavía borradores esperando coagular, bocetos de la versión final, pero ya antecámaras para entrar a esa mandala en el que todos los cabos serán atados. También hay que ver en esta preocupación existencialista por el hombre y en la responsabilidad surrealista por la vida («hay que cambiar la vida»), más que en ningún compromiso de tipo político, los motivos que lo llevan a escribir una novela como Libro de Manuel. Finalmente, Cortázar ve en los tough writers norteamericanos (James Cain, Dashiell Hammett, Raymond Chandler), los escritores «duros» criados en la escuela de Hemingway, una de las direcciones más significativas de la novela contemporánea. Mucho antes que el nouveau roman se convirtiera en moda, Cortázar subrayó en la novela norteamericana rasgos como su objetivismo y antipsicologismo que luego caracterizarían a la novela francesa más reciente. La novela ha llegado a su punto extremoso –escribe–; queriendo eliminar intermediarios verbales y psicológicos, no da hechos puros; pero es que no hay hechos puros; se ve que el deseo está, no en decir el hecho, sino en encarnarlo, incorporarse e incorporarnos a la situación. Entre la cosa y nosotros hay un mínimo de lenguaje, apenas el necesario para mostrarla. « 186 » Colección Prólogos Lo curioso es que la narración de un hecho, reducida a la presentación pura del hecho, obliga a un Hammett a descomponerlo como los muchos cuadros que forman un solo movimiento cuando se recomponen en la pantalla cinematográfica. Huyendo del lujo verbal, de las esfumaduras y de las sobreimpresiones en que abunda la técnica de la novela, se cae en el lujo de la acción (p. 241). Pero lo que interesa a Cortázar de esta novela no es su lealtad a lo puramente fenomenológico o su esfuerzo por liberarse de «la tiranía de la signi­ficación», como se propuso el nouveau roman, sino lo opuesto: la profunda significación que emana de ese estilo aparentemente deshumanizado. Cortázar reconoce que «la abundancia del insulto, de la obscenidad verbal, del uso creciente del slang en esas novelas, son manifestaciones de su desprecio por la palabra en cuanto eufemismo del pensamiento y el sentimiento» (p. 240); reconoce también que «esta novelística responde claramente a una reacción contra la novela psicológica pero, además, a un oscuro designio de compartir el presente del hombre, de coexistir con su lector en un grado que jamás tuvo antes la novela» (p. 242). Ese oscuro designio humaniza la novela y le otorga una significación que la novela tradicional había perdido: En la novela del siglo xix, los héroes y sus lectores participaban de una cultura, pero no compartían sus destinos de manera entrañable; se leían novelas para escaparse o para esperanzarse, nunca para encontrarse o preverse (...): el sórdido jugador de The Glass Key, los bailarines de They Shoot Horses, don’t They?, el chico bañado en vitriolo de Bringhton Rock nos incluyen en gran medida; su culpa es la nuestra, y no que lo sepamos a través del autor, sino que lo vivimos. Tan lo vivimos que cada una de esas novelas nos enferma, nos vuelca hacia nosotros mismos, hacia nuestra culpa. Creo que la novela que hoy importa es la que no rehúye la indagación de esa culpa (pp. 242-243). El ensayo de Cortázar, entonces, es mucho más que un mero balance de la novela contemporánea. Publicado el mismo año que apareció L’ère du supçon Nathalie Sarraute, cinco años antes que «Le roman comme Jaime Alazraki « 187 » recherche» de Michel Butor y trece años antes que Pour un nouveau roman de Alain Robbe-Grillet, anticipa algunos de los problemas centrales de la novela expuestos en esos ensayos y define en la obra de los más osados posibles alternativas que luego adoptaría el nouveau roman. Si 62 modelo para armar recuerda algo de la textura de ciertas obras del nouveau roman, en su antipsicologismo, en su rechazo del dualismo forma-contenido, en su afinidad con el diseño de la novela policial, no es porque el nouveau roman le haya servido de modelo sino porque las posibilidades entrevistas en su lectura de los tough writers norteamericanos coincidieron con algunas soluciones practicadas por los novelistas del nouveau roman. Por otro lado, el mismo Cortázar, interrogado sobre sus contactos con el nouveau roman, ha advertido: «Yo creo que siempre he visto con simpatía esa tentativa muy necesaria de liquidar la novela psicológica a la manera de Mauriac que ya había dado toda su medida. Esto dicho, debo agregar que el nouveau roman como tal no ha influido en mí porque, supongo, ni en las técnicas de Robbe-Grillet ni en las de Butor hay elementos que sean verdaderamente importantes para mí»101. La respuesta de Cortázar se explica: el nouveau roman no representó ni para él ni para los demás novelistas hispanoamericanos un aporte a su visión novelística, no fue ni modelo ni siquiera estímulo, como sí lo había sido la novela francesa anterior. Se entiende: el nouveau roman se propuso, al menos en su etapa ortodoxa, crear una novela de las cosas y de los fenómenos libres de «la tiranía de la significación»; sus esfuerzos de reificación de la novela produjeron textos que se agotan en su propia maquinaria sin poner en movimiento otra cosa que no sea esa maquinaria. Para Cortázar, como para los demás novelistas hispanoamericanos, la novela como instrumento complejo, y a veces hasta alambicado, responde a un humanismo orientado a crear una nueva conciencia del hombre y de la vida. Cortázar revisa los avatares de la novela –sus rutas, logros y fracasos– para derivar de esa revisión herramientas de trabajo más precisas y eficaces, pero sus técnicas no son meros ejercicios de experimentación: sólo se justifican en su capacidad de penetrar más hondo en el mundo de sus personajes y en su posibilidad de producir un novum organum de conocimiento. En el nouveau roman, la prioridad conferida a las cosas « 188 » Colección Prólogos terminó, deliberadamente, ahogando al personaje, resabio indeseable de la novela tradicional, decían. En la novela hispanoamericana, el personaje es todavía el centro al que confluye el relato y desde el que se construye y justifica. Hasta en una novela como 62 modelo para armar, las figuras en que se asocian los personajes y la clave vampirista que los enmarca son esfuerzos por comprenderlos más allá de un psicologismo agotado, a través de una óptica nueva que los descubre en su realidad más íntima y secreta, como si de pronto se revelaran despojados de viejas y anquilosadas máscaras para mostrarse en su negada verdad. Pero si «Situación de la novela» es ya la formulación de una teoría del género que sirve de trampolín para su primera excursión (Los premios) y que nos permite definir sus novelas como resoluciones a los planteamientos allí presentados, habrá que esperar hasta Rayuela para encontrar la etapa madura de esa teoría que ahora se formula no como un juicio a priori sino par a par con la escritura misma de la novela. Rayuela: texto y metatexto Las observaciones sobre la novela incluidas en Rayuela representan su metatexto: son un comentario de la novela y ésta, a su vez, constituye la praxis de ese comentario. Esas observaciones no forman un cuerpo aparte: están imbricadas en el texto y son, consecuentemente, parte de la novela. En su mayoría están presentadas en los cuadernos de Morelli y en las conversaciones de los miembros del Club de la Serpiente sobre sus ideas acerca de la literatura y la novela, pero como Morelli es también personaje, sus comentarios son a la vez texto y metatexto, parte integral de la novela y una reflexión sobre su propio texto. Esta primera herejía hacia la continuidad u orden cerrado de la novela tradicional es en sí misma una declaración de principios; la búsqueda que emprende Horacio (de la Maga en un primer plano narrativo y de una realidad segunda como empresa metafísica) desde los significados se extiende a los significantes: la novela arquitecturada como estructura precisa y segura cede a esa condición de «monstruo poliédrico y amorfo» que Cortázar anticipaba en su ensayo de 1950. La novela como forma es también una búsqueda: Jaime Alazraki « 189 » no hay seguridades ni para Horacio ni para el género que las registra. La novela como vehículo narrativo participa del mismo proceso de revisiones y atisbos en que se embarca el personaje, por eso Morelli insiste en que «no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje» (p. 453); y en otro lugar: «La eliminación del pseudoconflicto del fondo y la forma volvía a plantearse en la medida en que el viejo denunciaba, utilizándolo a su modo, el material formal» (p. 603). Es lo que ocurre en la novela: solamente desde la forma el lector siente que sus hábitos mentales han sido sacudidos y rotos; la disposición de la novela obliga al lector a reconstruirla como su propia creación y en ese esfuerzo de reconstitución formal se pone a prueba su mensaje. La idea de un texto que se autocomenta es vieja como Valmiki, autor del poema sánscrito Ramayana (III a.C.). La emplearon con travesura y no sin cierta perversidad Moisés de León, autor del Zohar, Cervantes y Shakespeare. Borges hizo de ese artificio uno de los ejes alrededor del cual pivotea gran parte de su ficción. En Justine, «primer movimiento» de El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, se resume y comenta una novela que uno de los personajes ha escrito sobre la protagonista de la novela de Durrell. En Cien años de soledad, Melquíades escribe en sánscrito (guiño de complicidad con el poeta del Ramayana) una historia que es la historia novelada por García Márquez y en Niebla de Unamuno, el autor se hace personaje, irrumpe en el texto de la novela, polemiza y se trompea con su propio personaje. Pero en Rayuela no hay alusiones a Rayuela, ni a un autor apócrifo o desdoblado en narrador-personaje, ni a una novela paralela trenzada con la novela que la contiene. Rayuela se refleja sobre sí misma solamente de manera indirecta a través de los comentarios de Morelli que describen algunas de las coordenadas de la novela. A su vez, ninguno de los casos anteriores ofrece ejemplos de un texto que se repliega sobre sí mismo no a través de un autor personaje (Ramayana, Niebla) o un autor ficticio (Zohar, Sartor Resartus) o de una repetición especular, literal o metafórica (Hamlet, Justine, Cien años de soledad), sino a través de la maquinaria que lo pone en movimiento. Cómo se hace una novela es lo más próximo a una poética de la novela tal como la comprendía Unamuno, pero esa larga reflexión sobre el gé- « 190 » Colección Prólogos nero no está inserta en ninguno de sus relatos: es un ensayo que define y resume sus ideas sobre la novela en términos discursivos. Lo nuevo en Rayuela es que el texto se autocomenta respecto a su propia estrategia y ese autocomentario o retórica del género deviene parte integral de la novela. La implicación es clara: la materia de Rayuela es, en igual medida, la búsqueda de Horacio Oliveira y la búsqueda de Cortázar escritor; Horacio busca un «kibbutz del deseo», «una isla final», «la tierra de Hurqalyã»; y Cortázar, una posibilidad novelística que permita describir esa primera búsqueda sin traicionarla, sin congelarla, sin obligarla a un molde rígido que la mutila. Novela en movimiento, aleatoria, de múltiples caminos, de muchas puertas y ventanas, sin una partitura sacralizada; apenas apuntes cuidadosamente trazados de un tema que variará en cada lector. Narración de una búsqueda de raíz filosófica pero, en igual medida, filosofía de una búsqueda narrativa. El propio Cortázar ha definido a Rayuela como «la filosofía de mis cuentos –una indagación sobre lo que determinó a lo largo de muchos años su materia o su impulso–»102, y ya se sabe que su novela 62 modelo para armar es la puesta en práctica de las ideas de Morelli sobre un drama impersonal interpoladas en el capítulo 62 de Rayuela. Por eso sería un error tomar al pie de la letra lo de «capítulos prescindibles»; es más bien, y tan sólo, un gesto de buen humor al lector pasivo, una manera de eliminar toda sospecha de solemnidad dudosa: «No me tomen en serio, yo mismo no lo hago», pareciera decirnos, pero en ese desenfado, mezcla de humor y juego, se apoya lo más serio de su esfuerzo y lo más decisivo de su desafío. Rayuela, como las grandes novelas (Cervantes, Joyce, Beckett), es una batalla campal con su instrumento: el hijo que para ser debe primero matar al padre, la novela que para ser debe primero liberarse de todo aquello que le impide su realización plena y por eso, a través de la parodia, el exceso y la ruptura, se rebela contra sus mayores, no como mero alarde sino como condición de su crecimiento y madurez. Para los miembros del Club de la Serpiente hay que desandar la cultura para salir del extravío a que ella nos ha conducido y, en gran parte, es lo que se hace a través de la novela: «reconquistar lo conquistado a medias». Esa misma empresa tiene lugar respecto a su instrumento y por eso Rayuela además de ser «la novela de Jaime Alazraki « 191 » un novelista» es también la novela de la novela: la historia de un género que está forzado inevitablemente a renovarse para no morir. Hay que concluir, entonces, que los comentarios sobre la novela son metatexto solamente si se considera a la novela como género que no problematiza más allá de la pura narración; en cuanto novela que para ser tal debe confrontar y cuestionar las premisas del género, ese metatexto se integra al texto y se funde dialécticamente con él. Estructura aleatoria La estructura de Rayuela como un juego de piezas movibles y re­arma­bles, a la manera de esos mecanos evocados por Cortázar en alguno de sus cuentos, res­ponde a su concepción de la novela como un orden abierto y una combinatoria en la que cada lector «escogerá el libro que ha elegido leer». Si, como escribe Morelli, «el verdadero y único personaje que interesa es el lector y lo que se busca es contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extraviarlo, a enajenarlo» (p. 498), hay que inferir que la estructura aleatoria de Ra­yuela responde a una transgresión que centra la novela menos en los personajes fabulados que en ese personaje-cómplice (el lector) que se busca confabular. No­vela-puente entre el autor y el lector: el primero provee la baraja, pone las cartas sobre la mesa e invita al segundo a entrar en el juego y a ejercer su derecho de participación a través de su propia combinación. Técnica también de mandala en el sentido de que la novela despliega un diseño que puede recorrerse siguiendo múltiples sen­deros, eligiendo una ruta desde la cual cada lector asume su propia búsqueda. En las religiones del Este, el mandala es un diseño de construcción laberíntica que como una rayuela se puede dibujar en el suelo para iniciar al adepto; o bien, como en la pintura budista, puede adquirir la magnitud de una obra de arte. Con su ayuda, el iniciado va al ­encuentro de su propio «centro» (acepción de mandala en su traducción tibetana) recorriendo una ruta que es a la vez sensorial y espiritual, de contemplación visual y de meditación reflexiva; el mandala actúa así como un mapa con « 192 » Colección Prólogos cuya asistencia se explora una geografía no cartografiada y un tiempo in illo tempore. «Diseñado sobre tela –explica Mircea Eliade–, el mandala sirve de apoyo a la meditación: se utiliza como defensa contra las distrac­ciones y las tentaciones mentales. El mandala ‘concentra’ y torna al meditador invulnerable a los estímulos externos. Al penetrar mentalmente en el mandala, el meditador se acerca a su propio ‘centro’ y este ejercicio espiritual puede en­tenderse de dos formas: primero, para llegar al Centro, el yogui rehace y do­mina el proceso cósmico pues el mandala es una imago mundi; segundo, ya que se trata de una meditación y no de un ritual, el yogui puede, a partir de ese apoyo iconográfico, encontrar el mandala en su propio cuerpo»103. Cortázar ha explicado que originalmente Rayuela debió llamarse Mandala: «Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había es­tado leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana; además, había visitado la India, donde pude ver cantidad de mandalas indios y japoneses»104. Pero sólo en parte. Es evidente que esa idea original respondió asimismo al carácter de la novela de punto de apoyo, a la manera del mandala, para la travesía que cada lector elija recorrer. No hay una ruta única, como en la novela tradicional, sino por lo menos dos y muchas otras. La novela está hecha como un mandala en el sentido de que con su ayuda, siguiendo un iti­nerario posible, el lector alcanzará su propia imago mundi o, como pensaba Jung de la estructura del mandala, su propia «psiquis profunda». Morelli alude a este carácter de la novela cuando dice respecto a su hipotético libro: «Es­cribir es di­bujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación puri­fi­cándose; tarea de pobre shamán blanco en calzoncillos de nylon» (p. 458). Si el man­dala es el producto de un artista, como lo es Rayuela, su propósito trasciende su origen para convertirse en vehículo al servicio de todos; y si como creación personal responde a un «proceso de individualización», como esfuerzo de simbolización, ha explicado Jung, es expresión de un inconsciente colectivo asimilado e integrado por la conciencia. Mutatis mutandi, Rayuela es la novela de un escritor que la escribe como su propio mandala pero en la que cada lector puede encontrar también su mandala porque su materia es materia de todos y porque las preguntas Jaime Alazraki « 193 » que se plantea son preguntas que, en mayor o menor medida, nos las hemos planteado todos. No sé de muchas novelas que hayan des­pertado en sus lectores reacciones semejantes a las suscitadas por Rayuela: «He recibido muchas cartas –cuenta Cortázar–, que son siempre la misma carta, donde me dicen: Usted ha hecho el libro que yo pensaba o que yo creía que podía hacer alguna vez. Usted me ha robado mi novela. Y es un poco cierto. Es muy conmovedor porque yo tengo ahora, a posteriori, la impresión de que lo que hice con ese libro fue simplemente responder a ciertas cosas que estaban en el aire»105. Porque Rayuela se escribe como la novela de cada lector, porque representa la toma de conciencia de una «psiquis profunda», se espera del lector que sea algo más que un espectador pasivo. El escenario desa­parece (la novela en su estructura tradicional de libro-rollo), espectadores y actores se mezclan (el lector deviene copartícipe) y la obra la hacen por igual actores y espectadores. Por eso Rayuela hace del lector su verdadero personaje. La larga nota de Morelli en el capítulo 79 está dedicada a este cambio de papel del lector. Morelli habla de una escritura demótica y de una escritura hierática que responden a dos maneras de escribir un libro y a dos maneras de leerlo. La primera es «la novela usual que limita al lector a su ámbito, más definido cuanto mejor sea el novelis­ta»; la segunda apunta a «un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obli­gadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos» (p. 452). Es la manera como leían el texto bíblico los cabalistas para quienes la Escritura tenía setenta (es decir, un número infinito) rostros o niveles de significación; el simplón agota el texto en su plano más in­mediato y literal, pero el iniciado busca penetrar en las napas más profundas y se­cretas del texto para descubrir escrituras ocultas, prensadas y enclavadas en la primera como en un palimpsesto. Cortázar se niega a una escritura radicalmente hierática, a un libro como Finne­gans Wake de Joyce o Com­ment c’est de Beckett, y propone en cambio un anverso demótico y, solamente como un reverso, un tex­to hierático. El lector pasivo («que por lo demás no pasará de las primeras pági­nas») terminará la novela en el capítulo 56 y la leerá como se leían las viejas no­velas; solamente el lec­tor-­cómplice, el « 194 » Colección Prólogos lector-personaje, convertirá la novela de Horacio Oliveira en su propia novela y encontrará ese rumbo segundo interpola­do en el primero que lo define y lo transforma en el verdadero personaje. Morelli habla también de la novela como orden cerrado y de la novela como un orden abierto: dos maneras de definir dos momentos del género a través de su principio estructurador. La novela deja de ser un camino ya hecho para convertirse en camino en constante construcción y para re­co­rrerlo ya no es posible seguir la dirección unívoca y fija de la novela ce­rrada. Puesto que se trata de un orden abierto, el lector encontrará su norte participando en el tra­zado de su propia ruta, reescribiendo su propia novela; en esta operación de­viene «camarada de camino». Así simultaneizado, «podría llegar a ser copartí­cipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma» (p. 453). Esta novela, concluye Morelli, «no engaña al lector, no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención, sino que le da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de modelado, con huellas de algo que quizá sea colectivo, humano y no indivi­dual. Mejor, le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento). Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme» (p. 454). Morelli explica y defiende la novela que Cortázar escribe. Había que hacerlo porque la función de mandala de la novela y la idea de un orden abierto eran conceptos nuevos en la retórica del género aunque ya hubiera ejemplos de esa novela nueva. En 1962, un año antes de la publicación de Rayuela, apareció Opera aperta de Umberto Eco traducida al español como Obra abierta en 1965. Hay aquí un primer esfuerzo por comprender y describir ese tipo de obras aludidas como obras en movimiento –la Sequenza de Berio, el Klavierstück de Stock­hausen o los Mobiles de Pousseur– y de trazar una posible poética Jaime Alazraki « 195 » de ese orden abierto semejante al planteado en Rayuela. Apoyándose en composiciones musicales, Eco las define como obras que consisten no en un mensaje concluso y defi­nido, no en una forma organizada unívoca­men­te, sino en una posibilidad de varias organizaciones confiadas a la iniciativa del intérprete, y se presentan por consiguiente no como obras terminadas que pueden ser revividas y comprendi­ das en una dirección estructural dada, sino como «obras abiertas», que son llevadas a su término por el intérprete en el mismo momento en que las goza estéticamente (...) La obra abierta tiende a promover en el intérprete «actos de libertad consciente», a colocarlo como centro activo de una red de relaciones ina­gotables, entre las cuales él instaura la propia forma, sin estar determinado por una necesidad que le prescribe los modos definitivos de la organización de la obra.106 Aunque los ejemplos aducidos por Eco como ilustración literaria de este tipo de obra –Kafka, Joyce– difieran considerablemente de Rayuela como discurso poético, coinciden en su carácter de obras en movimiento que invitan a un tipo de lector a que las complete y realice en sus implicaciones últimas. Coin­ciden también en su carácter de obras que eluden una estructura congelada y mantienen, en cambio, una organización líquida que variará con el modo de re­construcción que adopte cada lector. Esta volubilidad de la obra abierta no quiere decir carencia de una estructura sino la asunción de una estructura en movimiento capaz de contener y permitir otras estructuras; su orden es un re­chazo de un orden singular para proponer una pluralidad de órdenes. Como en el universo einsteniano –explica Eco–, en la obra en movimiento negar que haya una única experiencia privilegiada no implica el caos de las relaciones, sino la regla que permite la organización de las relaciones. La obra en movimiento, en suma, es posibilidad de una multiplicidad de intervenciones personales pero no es una invitación amorfa a la intervención discriminada: es la invitación no necesaria ni unívoca a la intervención orientada, a insertarnos libremente en un mundo que sin embargo es siempre deseado por el autor. El autor ofrece al gozador, en suma, una obra por acabar: no sabe exactamente de qué modo la obra podrá ser « 196 » Colección Prólogos llevada a su término, pero sabe que la obra llevada a términos será no obstante siempre su obra, no otra, y al finalizar el diálogo interpreta­tivo se habrá concretado una forma que es su forma, aunque esté organizada por otro de un modo que él no podía completamente prever: puesto que él, en sus­tancia, había propuesto posibilidades ya racionalmente organizadas, orientadas y dotadas de exigencias orgánicas de desarrollo.107 Aunque Rayuela acepte una multiplicidad de lecturas y cada lectura constituya una resolución diferente del libro, esas lecturas son dimensiones y relaciones incluidas en la obra y que al articularse estructuran el orden abierto de la novela. De las obras citadas por Eco como modelos de obras en movimiento, la que más se aproxima a la estructura de Rayuela es, extrañamente, un libro no es­crito, el Livre de Mallarmé. Mallarmé no llevó a su término esta obra no obs­tante haber trabajado en ella toda la vida, pero existen los esbozos de ese Libro (...) El Livre debía ser un monumento móvil, y no sólo en el sentido en que era móvil y «abierta» una composición como el Coup de dés, donde gramática, sintaxis y disposición tipográfica del texto introducían una polifor­me pluralidad de elementos en relación no determinada. En el Livre las mis­mas páginas no habrían debido seguir un orden fijo: habrían debido ser rela­cionables en órdenes diversos según leyes de per­mutación. Tomando una serie de fascículos independientes (no reu­nidos por una encuadernación que deter­ minase la sucesión) la primera y la última página de un fascículo habría de­bido escribirse sobre una misma gran hoja plegada en dos, que marcase el prin­cipio y el fin del fascículo; en su interior jugarían hojas aisladas, simples, mó­viles, intercambiables, pero de tal modo que, en cualquier orden que se colo­caran, el discurso poseyera un sentido completo (...) El Livre deseaba devenir un mundo en constante fusión que se renueva continuamente a los ojos del lector mostrando siempre nuevos aspectos de ese carácter poliédrico de lo absoluto (¿no había Cortázar llamado a la novela «monstruo poliédrico» en su artículo de 1950?) que pretende, no diremos expresar, sino sustituir y reali­zar. En tal estructura no se habría podido encontrar ningún sentido fijo, así como no se preveía ninguna forma defini- Jaime Alazraki « 197 » tiva: ni un solo pasaje del libro hu­biera tenido un sentido definitivo, unívoco, inaccesible a las influencias del contexto permutable, este pasaje habría roto el conjunto del mecanismo.108 De manera semejante, Morelli explica su hipotético «libro» no como una continua sucesión de imágenes que recuerdan la película de cine sino como «fragmentos eleáticamente recortados» que recuerdan la fotografía: «un ál­bum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándose ante nosotros». Morelli se niega a la cohesión de esos fragmentos, a una coherencia que deja­ría al lector del otro lado, separado por un escenario y sentado pasiva y cómo­damente en su butaca de lector. La amalgama de esas imágenes sueltas y flo­tantes debía proveerla justamente el lector: «Los puentes entre una y otra instancia de esas vidas tan vagas y poco caracterizadas, debería presumirlos o inventarlos el lector, desde la manera de peinarse, si Morelli no la menciona­ba, hasta las razones de una conducta o de una inconducta, si parecía insólita y excéntrica. El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicó­logos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar ima­ginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban» (p. 533). Mo­relli esperaba que «de esa acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una realidad total». Pero Morelli, como el Libro postulado por Mallarmé, se niega a un sentido fijo y a una forma definitiva, a un producto final, a una cristalización petrificada: «Morelli parecía buscar una cristalización que, sin al­terar el desorden en que circulaban los cuerpos de su pequeño sistema plane­tario, permitiera la comprensión ubicua y total de sus razones de ser, fueran éstas el desorden mismo, la inanidad o la gratuidad. Una cristalización en la que nada quedara subsumido, pero donde un ojo lúcido pudiese asomarse al cali­dos­copio y entender la gran rosa policroma, entenderla como una figura, imago mundis que por fuera del cali­dos­copio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto de tías tomando té con galletitas Bagley» (p. 533). Cuando en el capítulo 154 Morelli dice, aludiendo a la ordenación de los cuadernillos y carpetas de su obra, «Mi libro se puede leer como « 198 » Colección Prólogos a uno le dé la gana. Lo más que hago es ponerlo como a mí me gustaría releerlo, y si se equivocan a lo mejor queda perfecto» (p. 627), tal orden puede pa­recer­nos una extravagancia pero solamente desde el punto de vista de la obra cerrada. No hay que sorprenderse, entonces, que más de un crítico haya visto en la condición de «muchos libros» de Rayuela una excentricidad y hasta una tomadura de pelo. No solamente no lo es sino que ese carácter plural consti­tuye su eje más poderoso. Solamente desde la forma, desde esa disposición en movimiento de su estructura, Rayuela ofrece algunas respuestas a los in­terrogantes planteados desde los significados. Para reemplazar la visión es­tática de la novela tradicional, no bastaba una crítica de los contenidos –aun­que esa crítica está en la novela como reflexión y premisa–; era necesario ofrecer alternativas que desde la hechura misma de la obra demostraran que el orden cerrado de la novela equivalía a esos sistemas lógicos criticados por los personajes de Rayuela y que si esos sistemas habían dado su medida y en su agotamiento habían provocado situaciones aberrantes y extravíos trági­cos, también la novela buscaba nuevas formas de percepción y nuevos con­ductos de exploración que posibilitaran ver donde el orden cerrado había fa­llado y salir del em­pantanamiento donde la novela-filme se había detenido. Eco ha mostrado que la poética de la obra abierta es la respuesta del arte a los nuevos criterios de discontinuidad e indeterminación con que trabaja la ciencia contemporánea109. A esos nuevos parámetros responde la estructura de Rayuela. La novela deja de ser un continuo narrativo para proponer frag­mentos en constante movimiento y su curso, lejos de estar determinado co­he­ren­temente, se abre en una multiplicidad de cursos para que cada lector recomponga el suyo como una condición primera de participación activa y mutación creadora. Los cuadernos de Morelli son, así, las reflexiones del pro­pio Cortázar sobre las dificultades, riesgos y peligros de esa novela que él escribe, critica y corrige, negándose a la fijación de una teoría redonda110 por­que en ella está involucrada la quietud y no el movimiento constante que bus­ca y propone su texto. Jaime Alazraki « 199 » Técnica narrativa al modo Zen Si la estructura de la novela se aplica a la disposición de las partes, al contac­to no causal de sus capítulos como fragmentos o piezas que pueden siem­­pre resultar en coagulaciones diferentes y en intersticios inesperados que en última instancia forman el verdadero espacio de la novela, ¿a qué supuestos responde la narración, «leída en forma corriente», de sus primeros 56 ca­pítulos? Es evidente que la mayor parte de los episodios narrativos están contados según una mecánica que no es el orden causal a que nos ha acostum­brado la obra cerrada. La primera impresión que nos produce la narración del concierto de Berthe Trépat, de la muerte de Rocamadour, del encuentro con la clocharde, de la larga escena del tablónpuente y de los capítulos dedica­dos al circo y a la clínica, es de situaciones resueltas por el absurdo. Esta im­presión primera está reforzada por un comentario de Horacio en el capítulo 23: «Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito» (p. 123). Pensamos en el Igitur de Ma­llar­mé y en su idea del absurdo como ruta de acceso al Absoluto; pensamos en el culto al absurdo que profesaron los surrealistas como fundamento de la creación artística y como un medio de liberar al arte de las cadenas del pensamiento racional; pensa­mos, finalmente, en situaciones institu­cio­na­lizadas por el teatro del absurdo. Sin embargo, las situaciones narradas en las primeras dos partes de la novela responden no tanto a la negación de todo sentido como a un sentido que se niega a la coherencia y están más cerca de la percepción Zen que de la filoso­ fía absurdista. Su no-sentido aparente es la búsqueda de un sentido que esca­pa al código realista. Si el eje temático más poderoso de la novela es la bús­queda de alternativas gnoseológicas a nuestra percepción cartesiana, se entien­de que a la hora de tejer su narración Cortázar evite escaleras silogísticas y escoja en cambio el camino alógico postulado por el budismo Zen. Si Oliveira entra en el concierto de madame Trépat para no empaparse, es menos claro por qué se queda hasta el final y menos aún por qué la invita a salir. Lo mis­mo puede decirse de la aparente indiferencia con que Horacio y sus amigos callan la muerte de Roca­madour. Y, sobre todo, del descabellado puente que Ho­ra­cio y Traveler construyen para pasarse « 200 » Colección Prólogos un poco de yerba y unos clavos: situaciones que lejos de resolverse causalmente desafían toda traducción en términos lógicos o simbólicos para abrir brechas en los límites intelectuales de nuestro entendimiento, para obligarle a nuestra percepción lógica a ceder hasta desfondarse y poder ver por ese agujero. No otro es el propósito del koan del budismo Zen: una anécdota, un diálogo, un juicio o una pre­gunta que el maestro presenta a sus discípulos con el fin de indicarles el camino hacia las verdades del Zen. Este juicio o pregunta o acto viola todas las re­glas del sentido común. Su intención es bloquear todas las arterias del pen­samiento racional, agotar todos los recursos intelectuales, alcanzar un pun­to-límite, callejón sin salida de la coherencia, a partir del cual puede ini­ciarse el estudio del Zen. El koan es un vehículo que asiste al discípulo pa­ra llegar a ese estado de gracia que el budismo Zen llama satori. Para alcan­zar­lo, el iniciado debe primero desmantelar las fundaciones lógicas de su en­ ten­dimiento, mutar sus hábitos mentales y aceptar como posible lo que antes constituyó una imposibilidad lógica. El koan es una primera puerta para cruzar las fronteras de la sensatez y para liberar al en­ten­dimiento de sus gri­llos racionales. D.T. Suzuki define el koan como «una muralla de hie­rro que nos obstruye el paso y que amenaza derrotar todo esfuerzo intelectual dirigido a cruzarla»111, pero una vez transpuesta el koan deviene un puente para salir de la sensatez, para despojarse de esos grillos y entrar en un territorio des­conocido, suerte de reverso de la realidad. Las afinidades de Cortázar con el budismo Zen están consignadas en el capítulo 95 de Rayuela donde se comenta una nota de Morelli en la que se alude de manera directa a su método de conocimiento su­pra­ló­gico: [Morelli] se interesaba por estudios o desestudios tales como el budismo Zen, que en esos años era la urticaria de la beat generation (...) Seguían varios ejemplos de diálogos entre maestros y discípulos, por completo ininteligibles para el oído racional y para toda lógica dualista y binaria, así como de respuestas de los maestros a las preguntas de sus discípulos, consistentes por lo común en des­cargarles un bastón en la cabeza, echarles un jarro de agua, expulsarlos a em­pellones de la casa o, en el mejor de los casos, repetirles la pregunta en la cara. Morelli parecía moverse a gusto en ese universo aparentemente demen­cial, y dar por supuesto que esas Jaime Alazraki « 201 » conductas magistrales constituían la verdade­ra lección, el único modo de abrir el ojo espiritual del discípulo y revelarle la verdad. Esa violenta irracionalidad le parecía natural, en el sentido de que abolía las estructuras que constituyen la especialidad del Occidente, los ejes donde pivotea el entendimiento histórico del hombre y que tienen en el pen­samiento discursivo (e incluso en el sentimiento estético y hasta poético) su instrumento de elección (p. 489). Que este pasaje es un comentario al modo de narrar adoptado por el propio Cortázar, resulta claro de las palabras de Morelli que vienen a continuación. Morelli, después de todo, representa la conciencia no­ ve­lística del autor, su alter ego que desde su condición de per­sonaje comen­ta y reflexiona sobre el proceso mismo de la narración, aunque entre la poética de Morelli y la narración de Cortázar no haya una con­ fron­tación directa texto/personaje a la manera cervantina: «El tono de las notas parecía indicar que Morelli estaba lanzado a una aventura análoga en la obra que penosamente había estado escribiendo y publicando en esos años. Para al­gunos de sus lectores (y para él mismo) resultaba irrisoria la intención de es­cribir una especie de novela prescindiendo de las articulaciones lógicas del dis­curso. Se acababa por adivinar como una transacción, un procedimiento» (pp. 489-490). La transacción consiste, en Rayuela, en estirar la parábola al modo Zen hasta la situación novelesca y en resolver la narración no conclu­yendo el camino sino levantando una pared a mitad de su curso contra la cual se dará de cabeza el lector: «A cambio del bastonazo en la cabeza, una novela absolutamente antinovelesca, con el escándalo y el choque consiguiente, y quizá con una apertura para los más avisados» (p. 490). La simpatía de Morelli-Cortázar hacia el modo Zen es comprensible en una novela que busca tocar ese reverso de la realidad enmascarado por nuestro pensamiento lógico. D.T. Suzuki ha observado que ... si el Zen es algo, es el antípoda de la lógica, es decir del modo dualístico de razonar. No tiene nada que enseñarnos como método de análisis intelectual; tampoco posee un cuer­po de doctrinas que sus adeptos deben aceptar. Puede parecer caótico y en cierto sentido lo es puesto que carece « 202 » Colección Prólogos de libros sagrados o principios dogmá­ticos o fórmulas simbólicas a través de las cuales puede ganarse algún acceso a su significación. Si se me preguntara, entonces, lo que el Zen enseña, contes­taría que el Zen no enseña nada. Las enseñanzas que puede impartir resultan de nuestro propio entendimiento. Es una forma de autoenseñanza y el Zen está allí solamente para guiarnos a encontrar nuestro propio camino (...) El Zen evita el camino lógico y busca encontrar una forma más alta de afirmación en la que no haya antítesis ni dualismos: los hechos últimos de la experiencia no deben esclavizarse a ninguna ley del pensamiento artificial o esquemático, ni tampoco a ninguna dicotomía de sí y no o a fórmulas epis­te­mo­ló­gicas pre­cisas.112 El budismo Zen parte del supuesto que la realidad rebasa nuestros esquemas y sistemas y por eso los koans, con sus absurdos y sinsentidos, no son sino transgresiones a nuestros esquemas racionales, violaciones a «nues­­tra prisión conceptual», un esfuerzo de unidad que desbarata y confunde nuestros prolijos dualismos y simetrías lógicas. El primer paso es liberarnos de nues­tros condicionamientos mentales: Para tocar el fondo de la vida debemos primero abandonar nuestros ca­ros si­logismos, debemos adquirir una manera nueva de observación que nos per­mita escapar de la tiranía de la lógica y de nuestra fraseología unilateral de todos los días (...) El Zen es tan vehemente en su ataque a la lógica porque la lógica ha penetrado tan a fondo en la vida hasta obligarnos a concluir que la vida es lógica y sin ella la vida ni tiene sentido. El Zen intenta asaltar ese bastión de confusión y mostrar que vivi­mos psicológica y biológicamente, no ló­gi­camente.113 Para alcanzar sus propósitos, el budismo Zen carece de una doctrina o mé­todo; su existencia equivaldría a instaurar nociones que el Zen se propone destruir. Procede por parábolas, anécdotas o acciones: El emperador Wu de la dinastía Liang pidió a Fu Daishi (507-569 a.C.) que discurriera sobre una sutra budista. Daishi acercó una silla y se sentó solemnemente pero no pronunció palabra. El emperador le dijo: «Te he pedido una exposición, ¿por qué no comienzas a hablar?». Shih, uno de los Jaime Alazraki « 203 » edecanes del emperador, re­puso: «Daishi ha concluido su exposición». Posteriormente, uno de los maes­tros Zen comentó esa respuesta diciendo: «Y qué sermón elo­cuen­te pronunció Daishi».114 Un segundo ejemplo cuenta que un monje le preguntó a Yeno, el Sexto Pa­triarca: —¿Quién ha heredado el espíritu del Quinto Patriarca? Yeno contestó: —Aquel que comprende el budismo. Entonces lo has heredado tú. —No –respondió Yeno– yo, no. —¿Por qué no? –fue naturalmente la pregunta del monje. —Porque yo no comprendo el budismo –repuso Yeno. Las respuestas del maestro Zen no son nunca lógicas, o literales o simbó­licas. Su explicación implica la imposibilidad de toda explicación y su res­puesta es un rechazo de afirmación o la negación: ni sí ni no. A la pregunta de «¿quién o qué es el Buda?», el maestro Zen evita definiciones lógicas o símbolos; algunas de las respuestas más memorables dadas por diferentes maestros: «Tres libras de lino». «El bosquecillo de bambú al pie de la sierra Chang-li». «El mejor artista no puede pintarlo». «Nada de dislates aquí». En las respuestas no hay abstracciones, representaciones, circunlo­ quios o fi­guras retóricas. En su laconismo y precisión buscan cancelar los agarraderos lógicos que sostienen nuestra prolija imagen de la realidad para lanzarnos a un vacío desde el cual el mundo se reconstituye como una experiencia no ver­bal o conceptual: El monje le preguntó a Daíju, maestro del siglo viii a.C.: «¿Son las palabras el entendimiento?». Respuesta: «No, las palabras son condiciones externas; no son el enten-­ ­di­miento». « 204 » Colección Prólogos Pregunta: «Fuera de las condiciones externas, ¿dónde se encuentra el en­ tendimiento?». Respuesta: «El entendimiento no existe independiente de las palabras». Pregunta: «Si el entendimiento no existe independiente de las palabras, ¿qué es el entendimiento?». Respuesta: «El entendimiento no tiene forma y carece de imagen. La ver­ dad es que no es ni independiente ni dependiente de las palabras. Es eterna­mente sereno y libre en su actividad. El Patriarca dice: ‘Cuando puedas com­pren­der que el entendimiento no es el entendimiento, podrás comprender el entendimiento y sus funciones’».115 Las Sutras del Prajnaparamita insisten en que el Zen no tiene «residencia» y esa libertad total y perfecta está explicada en el siguiente diálogo: Un monje preguntó: —¿Dónde reside el entendimiento? —El entendimiento –respondió el maestro– reside donde no hay re­si­ dencia. —¿Qué quiere decir «no hay residencia»? —Cuando el entendimiento no reside en ningún objeto en particular, deci­ mos que reside donde no hay residencia. —¿Qué quiere decir no reside en ningún objeto en particular? —Quiere decir que no reside en el dualismo bien-mal, ser y no-ser, pensa­ miento y materia; quiere decir que no reside en el vacío o en el no-vacío, ni en la tranquilidad ni en la no-tranquilidad, y éste es el verdadero lugar de resi­dencia del entendimiento.116 Es improbable que los secretos del Zen se encuentren en abstracciones ver­bales o en sutilezas metafísicas; si sus verdades están en algún lado, están en las cosas concretas de la vida diaria como ilustra la siguiente historia: Un mon­je le preguntó a su maestro: —Hace ya algún tiempo que te visito para ser instruido en el sendero sagrado del Buda, pero nunca me has dado ni siquiera un leve indicio de su verdad. Te ruego que seas más indulgente. Jaime Alazraki « 205 » A lo cual el maestro respondió: —¿Qué quieres decir, hijo mío? Cada mañana me saludas, ¿y no te devuel­ vo el saludo acaso? Cuando me traes una taza de té ¿no te la acepto y no gozo be­biéndola? Además de esto, ¿qué otras instrucciones esperas de mí? Se busca la verdad demasiado lejos de uno cuando en realidad está demasiado cerca.117 Para alcanzar la verdad del Zen, un estado de iluminación conocido como satori, el koan ofrece un posible sendero. Koan significa literalmente «docu­mento público» y designa una anécdota de un antiguo maestro, o una decla­ración o pregunta planteada por el maestro y destinada a iluminar el enten­dimiento del discípulo. Uno de los primeros ejemplos de este tipo de ejerci­cio es la respuesta-pregunta del Sexto Pa­triarca a la pregunta del monje Myo ¿qué es el Zen? «Cuando el en­tendimiento no reside en el dualismo del bien y del mal, ¿cuál fue tu rostro original antes de haber nacido?». Es evidente que una respuesta o pregunta semejante no puede com­prenderse en términos lógicos y que su función es despertar en el iniciado una comprensión no inte­lectiva, provocar una situación-límite en que el lenguaje, como un fusil que se convirtiera en pájaro, atente contra su propia hechura, bloquee todos los conductos de la razón hasta forzar al alumno a asomarse a un precipicio mental donde no hay otra alternativa sino saltar. Algunos ejemplos de koans memorables: 1. Un monje le preguntó a Hsing-hua: «No puedo distinguir el blanco del negro. Te ruego me ilumines». Apenas concluyó la pregunta el maestro le dio una bofetada. 2. Un monje le preguntó a Hsuan-sha: «Soy un recién llegado al monaste­ rio; te ruego me instruyas cómo iniciar mis estudios». «¿Oyes el murmullo de la corriente?». «Sí, maestro». «Pues, ahí está la entrada». 3. A la pregunta ¿qué es el Zen?, un maestro dio esta respuesta: «Hervir aceite sobre un fuego ardiendo». 4. Un monje pregunta: «¿Qué es el entendimiento, al fin y al cabo?». El maestro responde: «El entendimiento». El monje: «No comprendo». El maestro: «Yo tampoco». « 206 » Colección Prólogos 5. Un monje pregunta: «¿Cómo puedo escapar de las cadenas del na­ci­ miento y de la muerte?». El maestro contesta: «¿Dónde estás?». 6. Un monje pregunta: «¿Cuál es la enseñanza fundamental del Buda?». El maestro replica: «En este abanico hay suficiente brisa para refres­carme». 7. Un monje le preguntó a Kan que vivía en Haryo: «¿Hay alguna diferen­ cia entre las enseñanzas del Patriarca y las de las Sutras, o no?». El maes­tro respondió: «Cuando llega la estación del frío, el ave vuela a los árbo­les mientras que el pato silvestre baja al agua». Ho-yen de Gosozán co­mentó la respuesta diciendo: «El gran maestro ha expresado solamente media verdad. No lo permito. La mía es: cuando se recoge agua en el hueco de las manos la luna se refleja en ellas; cuando se lleva flores, la fragancia penetra en la ropa». 8. Un monje le preguntó a Chao-chou: «Todas las cosas son reducibles al Uno, pero ¿a qué es reducible el Uno?». Chao contestó: «Cuando visité el distrito de Ch’in me hice un traje que pesaba siete libras».118 ¿Hay alguna relación entre estos ejemplos y los episodios narrados en Ra­yuela? Una primera respuesta es la desconfianza de Cortázar hacia los modos de percepción estatuidos por la tradición racionalista: «Insisto –dice en Últi­mo round– en desconfiar de la causalidad, esa fachada de establishment on­tológico que se obstina en mantener cerradas las puertas de las más vertigino­sas aventuras humanas»119. Su desconfianza nace, entonces, no tanto de lo que esa tradición ha conquistado para el hombre como de lo que le ha impe­dido conquistar. Cortázar busca «un contacto con la realidad sin interposición de mitos, religiones, sistemas y reticulados» ( p. 558); no otra es la bús­queda del Zen que se resiste a ser definido como religión, filosofía o ética; es apenas una sabiduría que intenta abrir esas mismas puertas –«De una ma­nera u otra todos buscan la inocencia hollada, to­dos quieren abrir la puerta para ir a jugar (...) pero el homo sapiens no busca la puerta para entrar en el reino milenario...» (pp. 432- 433)– cerradas, con candados cartesianos. Se entiende que Cortázar haya encontrado en el budismo Zen no la llave maes­tra de todas las puertas cerradas sino un punto de apoyo, un agujero, un posible hilo de Ariadna para salir del atolladero. Además de compartir sus fun­damentos Jaime Alazraki « 207 » alógicos, Rayuela presenta varios puntos de contacto con el Zen. En el capítulo 62, Morelli habla de la posibilidad de un camino en lo subli­minal del hombre, «como si un tercer ojo parpadeara penosamente debajo del hueso frontal» (p. 417), y en el capítulo 147, aludiendo al mismo órga­no: «nos hace falta un Novum Or­ga­num de verdad, hay que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar tam­ bién la ventana, y nosotros con ella» (p. 616). Es el mismo tercer ojo que el maestro Zen busca abrir en su discípulo no por medio de razonamien­tos abstractos sino confrontándolo con imágenes o situaciones sin resolución lógica, dándole treinta bastonazos en la cabeza: «Toku-sa (780-865 d.C.) ha­cía girar su bastón cada vez que entraba en la sala a dar su sermón, diciendo: ‘Si pronuncian una sola palabra les daré treinta golpes; si no pronuncian pa­labra, lo mismo les daré treinta golpes en la cabeza’. El tercer ojo será abier­to bajo una lluvia de bastonazos. Una absoluta afirmación debe surgir del ardiente cráter de la vida misma»120. Esta fidelidad hacia lo que la vida tiene de visceral e irreductible es el bulbo de la sabiduría Zen: «El Zen apunta a la preservación de la vitalidad, de la libertad nativa y, sobre todo, de la integri­dad del ser. La vida, según el Zen, debe ser vivida como el pájaro hiende el aire en su vuelo, o como el pez nada en el agua. En cuanto hay signos de elaboración, el hombre está perdido y ya no es un ser libre»121. Por eso el maestro Zen hace retornar constantemente al discípulo a las cosas concretas y a las criaturas elementales: al murmullo del arroyo, a una taza de té, al bosqueci­llo de bambú, a un pájaro volando. Ecos de este retorno a lo elemental para alcanzar lo otro, porque lo otro está en esto como «el alfa está en el omega», reverberan en el capítulo 125 de Rayuela: Un hombre debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la especie misma, y optar por el perro o el pez original como punto inicial de la marcha hacia sí mismo. La noción de ser como un perro entre los hombres: materia de desganada reflexión a lo largo de dos cañas y una caminata por los suburbios (...) El tipo que ha llegado vagando hasta el puente de la Avenida San Martín y fuma en una esquina, mirando a una mujer que se ajusta una media, tiene una idea completamente in­sensata de lo que él llama realización, y no lo lamenta porque algo le dice que en la insensatez « 208 » Colección Prólogos está la semilla, que el ladrido del perro anda más cerca del omega que una tesis sobre el gerundio en Tirso de Molina (p. 560). También la larga reflexión de Horacio que cierra la aventura de las palan­ganas y los rulemanes en el manicomio concluye con una observación que recuerda las palabras de algún maestro Zen. Viendo a Talita y Traveler desde la ventana, Oliveira piensa: «A lo mejor, la única manera posible de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas», comentario que propor­ciona una clave para leer el paseo insensato con Madame Trépat porque in­mediatamente Horacio agrega: «Sabía que apenas insinuara eso iba a entrever la imagen de un hombre llevando del brazo a una vieja por unas calles lluvio­sas y heladas» (pp. 402-403). La Morelliana incluida en el capítulo 71 de­sarrolla de manera más definitiva y en términos más abstractos esta idea: Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días y las vidas, no lo en­contraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero como el agua existe en el oxígeno y en el hidrógeno, o como en las páginas 78, 457, 3, 271, 688, 75, y 456 del diccionario de la Academia Española está lo necesario para escribir un cierto ende­ca­sílabo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una fi­gura, hay que leerla (pp. 434-435). La respuesta que Cortázar sugiere es una reconciliación de lo falsa­ mente escindido, un puente que reúne el esto y el aquello, el sí y el no, este mundo y el otro que lo trasciende; el sentido del mundo (la posibilidad de la lectura de su figura) no es ajeno a ese sinsenti­do en cuyo caos se desdibuja su figura: «Si de delicadas alquimias, ósmosis y mezclas de simples palabras surge por fin Beatriz a orillas del río» (p. 435), ¿por qué no pensar en el espacio infinito contenido en éste precariamente finito? La respuesta que ofrece el budismo Zen parte de supuestos semejan­tes: A Bokuju, que vivió a fines del siglo ix, se le preguntó: «Tenemos que vestirnos y comer todos los días, ¿cómo podemos escapar de eso?». El maes­ Jaime Alazraki « 209 » tro respondió: «Nos vestimos, comemos». «No comprendo», dijo el que pregun­tó. «Si no comprendes ponte tu ropa y come tu comida», fue la respuesta. To­dos somos criaturas finitas, no podemos vivir fuera del tiempo y el espacio; puesto que estamos hechos de una arcilla imperfecta, no hay manera de com­prender el infinito y, entonces, ¿cómo podemos liberarnos de las limitaciones de la existencia? Esta es la idea a la que aludió el monje y a la que el maes­tro contestó: la salvación debe buscarse en lo finito mismo, no hay nada infinito fuera de las cosas finitas (...) Lo finito es lo infi­ nito y viceversa. No son dos entidades separadas, aunque estemos forzados a concebirlas así intelectual­mente. Tal vez sea esta idea, interpretada en términos lógicos, el sentido con­tenido en la respuesta de Bokuju al monje. El error lo cometemos al escindir en dos lo que absoluta y realmente es uno.122 Finalmente, hay que señalar que toda la obra de Cortázar comparte con el budismo Zen la afición y el gusto por la paradoja: «A es a la vez A y no A; yo soy yo y sin embargo tú eres yo; el cielo es el infierno y Dios, el diablo»123. Esta conciliación de opuestos adquiere en el Zen un carácter muy concreto y vivido. En el poema de Fudaishi se lee: Voy con las manos vacías pero en mis manos está la espada Voy a pie pero sobre el lomo de un buey monto Cuando paso por un puente, Lo, El agua no corre pero el puente sí corre.124 Hay que leer cualquiera de los cuentos de Cortázar para encontrar de inme­diato una actitud semejante: situaciones que son un mentís a nuestro dualis­mo intelectual y un asedio a nuestras coordenadas lógicas: Nico, en «Cartas de mamá», muere pero está más vivo que los demás personajes; en «Continuidad de los parques» el lector del cuento es también personaje de la novela que lee; en «La noche boca arriba» el soñador es también su sueño y viceversa. En La vuelta al día en ochenta mundos, Cortázar presenta una serie de situa­ciones «descabelladas» que recuerdan el poema de Fudaishi: Una hormiga que no cabe en un palacio « 210 » Colección Prólogos Un número 4 en el que no caben más que 3 o 5 unidades A veces soy más grande que el caballo que monto Y otros días me caigo en uno de mis zapatos.125 De esta estofa están hechos la mayor parte de los relatos breves de Histo­rias de cronopios y de famas, relatos que no son sino agilísimas zancadillas al caballero silogismo que, de pronto, pierde el equilibrio, trastabilla y aterriza en su galera, patas arriba, con la camisa sucia y su ele­gancia desarmada. Cor­tázar maneja sus cronopios y famas con un humor aplomado que recuerda al autor de las tiras de Mafalda; éste, por ejemplo, el más breve de todos: «Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta»126. Pero si los cuentos y las historias de cronopios son instancias de esas situaciones-límite que para Cortázar ilustran el principio patafísico de Jarry según el cual «lo verdaderamente interesante no son las leyes sino las excepciones», esas mismas situaciones se resuelven de manera muy diferente en Rayuela: la excepción se cumple sin rupturas, sin recurrir al hecho fantástico, sin pa­rábolas. Cortázar maneja la novela con plena concien­cia de los límites y alcan­ces del género; sabe que una situación acep­table en el cuento sería intolera­ble en la novela. Lo paradójico en Rayuela ocurre sin concesiones fáciles y sin trucos a contrapelo (como en Louis Lambert de Balzac o El golem de Meyrink), sin una violación deliberada del código realista por la parábola (como en Kafka), sino como una transgresión resuelta en el humor o en la total naturalidad con que la narración se niega al sentido común o al patetismo. «Creo que uno de los momentos de Rayuela donde esto está más logrado –ha comentado el propio Cortázar– es la escena de separación de Oliveira y la Maga. Hay allí un largo diálogo en el que se habla continuamente de una serie de cosas que poco tienen que ver aparentemente con la situación central de ellos dos, y en donde incluso en un momento dado se echan a reír como locos y se revuelven por el suelo. Pienso que allí conseguí lo que me hubiera resultado imposible transmitir si hubiese buscado el lado Jaime Alazraki « 211 » exclusivamente patético de la situación. Habría sido una escena más de ruptura, de las muchas que hay en la literatura»127. Lo común, entonces, entre el modo Zen y el tratamiento narrativo adopta­do en Rayuela es esa violación del orden reglado y cerrado, una ruptura desde la cual es posible asomarse a ese vacío que si por momentos se presenta como absurdo actúa también como el principio de sunyata (vaciedad): el ins­tante en que un tercer ojo se abre para ver allí donde nuestros dos ojos no podían ver. Lo que Cortázar ha dicho respecto al episodio de la separación entre Horacio y la Maga es aplicable a los demás episodios de la novela. Las respuestas sensatas o dramáticas han sido ya dadas y repetidas hasta la fatiga. En vez de reen­va­sarlas, ¿no sería más conducente permitir que el lector las en­cuentre?; en vez de llevar y traer al lector por aguas ya recorridas y territo­rios ya car­to­grafiados, ¿no es más eficaz confundirlo hasta que se pierda y encuentre el curso de su propia respuesta? Tal es el propósito del método Zen y no otra es la técnica narrativa empleada en Rayuela. Nadie mejor que el propio Cortázar ha definido el sentido implícito de esas situaciones extre­mas narradas en la novela: «Constituyen un medio de extrañar al lector, de co­locarlo poco a poco fuera de sí mismo, de extrapolarlo. En esas situaciones las categorías habituales del entendimiento estallan o están a punto de estallar. Los principios lógicos entran en crisis, el principio de identidad vacila. En mi caso, estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe, lo saque de sí mismo. Es decir que si los personajes están como un arco tendido al máximo, en una situación enteramente crispada y tensa, entonces allí puede haber una iluminación»128. Esta técnica recuerda hasta en su formulación el Verfremdungseffekt o «efecto de alienación» del teatro de Brecht, en el sentido de que también las técnicas adoptadas por Brecht se proponían extrañar al espectador hasta despertar en él «una duda productiva» y obligarlo a «un juicio independiente». El propio Brecht ilustró las diferencias de actitud entre el espectador del tea­tro tradicional y el espectador del teatro nuevo o «épico»: El espectador del teatro dramático dice: Sí, muy a menudo también yo me he sentido de esa manera. Así es como soy. Eso es muy natural. Siempre « 212 » Colección Prólogos es así. El sufrimiento de esta persona me perturba porque no tiene salida alguna. Esto es gran arte: todo es aquí como debe ser. Lloro con los que lloran y río con los que ríen. El espectador del teatro épico dice: Yo jamás hubiera pensado eso. Esa no es la manera como debe ser. Eso es demasiado sorprendente, casi increíble. Hay que detenerlo. El sufrimiento de esta persona me perturba porque hay una salida para ella. Esto es gran arte: nada es aquí como debería ser. Me río de los que lloran, y lloro por los que ríen.129 Se ha observado que «Brecht sintió que lo familiar y acostumbrado con­se­guía acabar con todo lo que estaba vivo en nuestra experiencia, tanto en la vida como en el teatro, y que a través del ‘efecto de alie­­na­ción’ se podía res­catar para el escenario lo olvidado o escle­ro­ti­za­do»130. Había que ver lo fa­miliar con nuevos ojos, como si contuviera algo nunca antes notado: «Newton pudo descubrir las leyes de la gravedad porque fue capaz de percibir la caída de una manzana como un fenómeno extraño y maravilloso». Como Jarry, Brecht veía la verdadera realidad en la excepción; al final de La excepción y la regla pedía de su público: Has visto lo familiar, que siempre ocurre. Pero te rogamos: Lo que no es extraño, ¡encuéntralo inquietante! Lo que es ordinario, ¡encuéntralo inexplicable! Lo que es común, ¡deja que te asombre! Lo que parece la regla, ¡reconócelo como un abuso! Y donde has reconocido abuso ¡Corrígelo!131 Oliveira plantea un extrañamiento semejante ante la regla: «El absurdo es que no parezca un absurdo. El absurdo es que salgas por la mañana a la puer­­ta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo por­que ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estanca­miento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé, che, habría que intentar otro camino» (p. 197). Ese otro camino, el camino del extrañamiento y de la excepción, es el que Cortázar intenta Jaime Alazraki « 213 » como técnica narrativa. Lo llamamos técnica al modo Zen porque para Cortázar, como para Brecht que concibió dos de sus dramas didácticos (Der Jasager y Der Neinsa­ger –El que dice sí y El que dice no) estimulado por el teatro Noh, el orien­te representa una alternativa: «La iluminación del monje Zen o del maestro Vedanta es el relámpago que lo desgaja de sí mismo y lo sitúa en un plano a partir del cual todo es liberación. El fi­lósofo racionalista diría que es un alucinado o un enfermo; pero ellos han alcanzado una reconciliación total que prueba que por un camino que no es el ra­cional han tocado fondo»132. Sin embargo, a pesar de su entusiasmo por el budismo Zen y el Oriente, Cortázar sabe que un modo de percepción semejante no se adopta una arbitraria­mente ni se asimila de buenas a primeras: es un órgano creado por funciones muy precisas durante largos siglos, es una naturaleza segunda tallada en la primera con la misma inexorable y morosa intermi­tencia con que la gota ho­rada la piedra. Una tradición cultural no se cambia como una muda de ropa. El hombre occidental, mal que le pese, es el producto de esa tradición incu­bada por el pensamiento griego y el monoteísmo judío. Todos sus logros (y fracasos) derivan de esa tradición y a ella se deben; hasta el interés del Occi­dente por culturas muy diferentes a la suya es parte de la visión de mundo que lo constituye. El Occidente es lo que es por su insobornable fe en el po­derío de la razón, lo cual no quiere decir que su historia es una línea recta; muy por el contrario, su desarrollo es una línea quebrada por constantes revi­siones y reajustes necesarios (y hasta indispensables) para preservar su vita­lidad y renovar sus valores. Cuestionar esa tradición es tal vez la única forma de aceptarla; lo opuesto ha conducido siempre a la fo­si­lización de sus valores que no es sino una forma de muerte. La fascinación que el Zen ha ejercido en el Occidente133 revela una clara afinidad entre las búsquedas del pensa­miento occidental y las respuestas ofrecidas por el budismo Zen. La fenome­nología husserliana resuena como el eco de las palabras de un maestro Zen: «Debemos remitirnos a la evidencia indiscutible de la experiencia actual, acep­tar el fluido de la vida y vivirlo antes de separarlo y fijarlo en las construccio­nes de la inteligencia, aceptándolo en la que es, como se ha dicho, ‘una complicidad primordial con el objeto’. « 214 » Colección Prólogos La filosofía como modo de sentir y como ‘cura’. Curarse, en el fondo, abandonando, limpiando el pensamiento de las preconstrucciones, encontrando la intensidad original del mundo de la vida (Lebenswelt)»134. Mer­leau-­Ponty concluye en su Phé­no­me­nologie de la per­ception que «el único Logos que preexiste es el mundo mismo». Esta analo­gía entre el Zen y el pensamiento de Occidente es solamente un cruce de cami­nos, un momento en que dos tradiciones muy diferentes se reconocen y se dan la mano para proseguir después por rumbos diferentes. Umberto Eco ha ob­servado que «el hombre occidental nunca aceptará perderse en la contempla­ción de la multiplicidad, tratará siempre de dominarla y recomponerla. Si el Zen ha confirmado, como su antiquísima voz, que el eterno orden del mundo consiste en su fecundo desorden y que todo intento de organizar la vida me­diante leyes unidireccionales es un modo de perder el verdadero sentido de las cosas, el hombre occidental aceptará críticamente reconocer la re­la­ti­vi­dad de las leyes, pero las introducirá de nuevo en la dialéctica del conocimiento y de la acción bajo forma de hipótesis de trabajo»135. No otra es la estrategia adoptada en Rayuela. Cortázar se sitúa en un inters­ticio: «En definitiva –ha dicho– me siento profundamente solo, y creo que está bien. No cuento con el peso de la mera tradición occidental como un pa­saporte válido, y estoy culturalmente muy lejos de la tradición oriental, a la que tampoco le tengo ninguna confianza fácilmente com­pen­satoria»136. Por eso, a pesar de la severa crítica a que se somete el pensamiento occidental en Rayuela, ese pensamiento está presente en el acto mismo de la crítica como búsqueda de una posible «hipótesis de trabajo» para su novela. Cortázar sabe que renunciar a esa tradición es un di­le­tan­tismo de vuelo bajo y, en el peor de los casos, una forma de suicidio cultural: «No puedo –dice– ni quiero renunciar a esa inte­lec­tualidad en la medida en que pueda entroncarla con la vida, hacerla latir a cada palabra y a cada idea. La utilizo a la manera de un guerrillero, tirando siempre desde los ángulos más insólitos posibles (...) No puedo ni debo renunciar a lo que sé por una especie de prejuicio en favor de lo que meramente vivo. El problema está en multiplicar las artes com­binato­rias, en conseguir nuevas aperturas»137. De este enfrentamiento y choque en­tre Jaime Alazraki « 215 » lo irreductible de la vida y los reduccionismos a que nos obliga la cultura emerge mucha de la tensión de la novela. Si en los episo­dios narrativos, Cor­tázar recurre a un código no realista que recuerda en su resolución alógica el modo Zen, los llamados «capítulos prescindibles» representan una reflexión intelectual a esas situaciones pro­­fun­damente vitales. Este contrapunto que en­tron­ca vida e intelecto determina la estructura de la novela como un contra­punto también en el que los 56 capítulos de las dos primeras partes alternan con los capítulos restantes de la última parte de la novela. El «tablero de di­rección» sugiere una entre muchas de las posibles combinatorias en la que se intenta desafiar el viejo dilema de Occidente, un contrapunto como puente al viejo dualismo: La teoría es gris, amigo, pero el árbol de la vida es siempre verde o Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía. Lo que Cortázar dice, desde la estructura de la novela, es que 5.000 años de cultura no pueden reemplazar lo irreductible de la vida pero, en el mismo movimiento, que la vida en su energía ciega y en su inconmen­surable intensidad no puede hacernos olvidar los 5.000 años de cultura. El sentido último de los episodios narrativos emerge solamente cuando los me­dimos contra esa cuadrícula intelectual que forma la tercera parte y de la cual buscan zafarse los personajes: movimiento de péndulo en que llegar a un extremo significa generar la energía necesaria para alcanzar el otro, yin que se realiza plenamente desde el yang. La cultura es un esfuerzo de ordenación de la realidad pero ese orden no es la realidad. La vida, en su inagotable vaivén, rebasa todas las estructuras y esquemas fabricados por el hombre para domesticarla: el perro ha aprendi­do los hábitos a que lo obliga su amo porque ins­tintivamente comprende que esos hábitos son la condición para su convivencia con el hombre, pero el ani­mal, desde su ladrido, nos recuerda que en él habita una criatura que no se debe al hombre ni a sus hábitos. Las metáforas del conocimiento son nuestros hábitos y con ayuda de ellos hemos aprendido a vivir en el mundo, hemos conseguido superar el caos y hemos sobrevivido a la contingencia, pero como el ladrido del perro algo nos recuerda desde muy abajo que la vida no se agota en esos hábitos, que si la razón es nuestro modo de vivir en el mundo, el mundo es demasiado « 216 » Colección Prólogos intrincado y vasto para acceder a una definición final. El Zen es un anticipo de esa sospecha que el Occidente empieza a manifestar desde las Confesiones de San Agustín y que solamente con Kier­ke­gaard ad­quiere estatus de franca rebelión. Desde entonces, razón y sin-razón, lógica y absurdo, intelecto y vida funcionan como dos rieles que constantemente conver­gen y divergen transmitiendo al vehículo que viaja sobre ellas (la historia, el hombre) los efectos de sus conjunciones y disyunciones: momentos de verti­ginosa velocidad, violentas sacudidas y frecuentes descarrilamientos. Un pa­ralelismo apacible y permanente es imposible. Las ruedas de la vida, para conti­nuar su viaje, están obligadas a acomodarse al flujo y reflujo de ese contrapunto inevitable. El anti-intelectualismo del Zen ha vigorizado y renovado el intelectualismo de Occidente. Para creer en Dios hay que luchar con Él, decía Una­muno; las aberraciones provocadas por un intelectualismo excesivo se curan con dosis, no excesivas, de anti-intelectualismo. Solamente a través de ese diá­logo conflictivo y permanente es posible preservar la vida. Rayuela dramatiza ese conflicto: «Allí –explica Cortázar– hice la tentativa más a fondo de que era capaz en ese momento para plantearme en términos de novela lo que otros, los filósofos, se plantean en términos metafísicos»138. Porque Rayuela es el planteamiento de una tesis y una antítesis –la confrontación de opuestos que se rechazan pero a su vez se necesitan– todos sus elementos responden a un sistema binario que proyecta desde la forma las disyuntivas del contenido: na­rración al modo Zen trenzada con el intelec­tua­lismo exacerbado de los capítu­los prescindibles y de las largas co­nver­sa­ciones de los miembros del Club de la Serpiente; his­toria-comentario de Horacio Oliveira que no puede vivir in­ten­samente sin pensar intensamente; novela que contiene una posible teoría de la novela; texto y con-texto; escribir como el arte de deses­cribir; lenguaje y anti-lenguaje; cultura y anti-cultura; ficción y metafísica. Pero donde más intensamente se da este contrapunto es al nivel de los personajes: la Maga y Horacio representan dos modos de perci­ bir el mundo que resumen el binarismo esencial de la novela. En el anti-intelectualismo de la Maga (buscando comprender su reverso) y el hiperintelectualismo de Horacio (buscando penetrar en el mundo de la Jaime Alazraki « 217 » Maga), Cortázar replantea las funciones cumplidas parcialmente desde la estructura misma de la novela. Lo que la técnica narrativa al modo Zen cumple en los episodios narrativos de la novela, lo cumple la Maga como personaje: «Oliveira se daba cuenta de que la Maga se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente» (p. 41); «Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe...» (p. 116). Pero Horacio necesita saber. «Si el Zen ha confirmado que el eterno orden del mundo consiste en su fecundo desorden», también la Maga: «no necesita saber como yo (Horacio), puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas» (p. 116) . Pero Horacio no puede ser como la Maga ni puede ver lo que ella ve. Hay, sí, una toma de conciencia que se resuelve, como respecto a ese tercer ojo que se busca abrir, en una nostalgia y en un deseo: «Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos» (p.116). La Maga vive en ese territorio privilegiado en el que habita el maestro Zen: «Cierra los ojos y da en el blanco, pensaba Oliveira: Exactamente el sistema Zen de tirar al blanco. Pero da en el blanco simplemente porque no sabe que ése es el sistema. Yo en cambio...» (p. 40). Horacio, en cambio, necesita saber, es la contrapartida de la Maga, está forzado a abrir los dos ojos que le cierran el tercero. Y así como los «capítulos prescindibles» son imprescindibles para entender el sentido último de la narración, solamente desde la per­ cepción de Horacio de la Maga entendemos lo que la Maga entiende sin entender. Estructura y personajes participan de esa lucha denodada por re­con­ciliar lo irreconciliable, por alcanzar una síntesis de opuestos que se niegan a la síntesis porque no hay síntesis y la única reconciliación posible es esa desgarradura en que goce y sufrimiento, saber y no-saber, ser y no-ser, son las dos caras de la historia del hombre. « 218 » Colección Prólogos Notas 1. Robert Musil, The Man Without Qualities, New York, Capricorn Books, 1965, p. 300. 2. Friedrich Nietzsche, The Birth of Tragedy, p. 165. 3. Octavio Paz, Libertad bajo palabra, México, Fondo de Cultura, 1968, p. 9. 4. Margarita García Flores, «Siete respuestas de Julio Cortázar», Revista de la Universidad de México, v. 11 Nº 71 (marzo de 1967), pp. 10‑11. 5. Robert Musil, op. cit., p. 300. 6. Ibid. 7. Ibid., p. 301. Keats» y publicado en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza), t. II (1946), pp. 45-91. 18. Julio Cortázar, «Irracionalismo y eficacia», Realidad; Revista de Ideas, Buenos Aires, Nos 17-18 (sept.-dic.) 1949, p. 253. 19. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1960, p. 218. 20. C.D.B. Bryan, «Cortázar’s Masterpiece», New Republic, Nº 154 (23 de abril de 1966), pp. 19-13. 21. Luis Harss, «Julio Cortázar, o la cachetada metafísica», Los nuestros, Buenos Aires, Sudamericana, 1968, p. 261. 22. Ibid., p. 262. 8. Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, La novela en América Latina; diálogo, Lima, Universidad Nacional de Ingeniería, 1967, pp. 35‑36. 23. Daniel Devoto, «D. Martínez: Poesía argentina, 1940-1949», Sur (Buenos Aires), Nº 185, 1950, pp. 67-69. 9. Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana, México, Joaquín Mortiz, 1969, pp. 67-68. 24. Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, Buenos Aires, Sociedad Editora Americana, 1941. 10. Julio Cortázar, Rayuela, Buenos Aires, Sudamericana, 1963, pp. 434-435. Citas sub­si­ guien­tes indicadas con el número de página de esta edición. 25. Canto (Buenos Aires), Nº 1 (junio de 1940). Citado por Graciela de Sola en J.C. y el hombre nuevo, Buenos Aires, Sudamericana, 1968, pp. 12-13. 11. Robert Musil, op. cit., p. 40. 26. Julio Denis, «Rimbaud», Huella (Buenos Aires), Nº 2 (1941). Citado por Graciela de Sola, op. cit., p. 14. 12. André Gide, The Immoralist, New York, Vintage Books, 1958, pp. 43, 80. 13. Margarita García Flores, op. cit., pp. 10-11. 14. C.G. Jung, The Undiscovered Self, Boston, Little, Brown & Co., 1957, p. 82. 15. Lionel Trilling, «Authenticity and the Modern Unconscious», Commentary, v. 52 Nº 3 (septiembre) 1971, p. 39. 27. Graciela de Sola, op. cit., p. 20. 28. Julio Denis, Presencia, Buenos Aires, El Bibliófilo, 1938, p. 94. 29. Julio Cortázar, Pameos y meopas, Barcelona, OCNOS, 1971 (contratapa). 30. Graciela de Sola, op. cit., pp. 26-41. 16. Julio Cortázar, Rayuela, p. 432. 31. Julio Cortázar, Pameos y meopas, pp. 10-11. 17. No publicado fuera del largo ensayo dedicado a «La urna griega en la poesía de John 32. Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos, México, Siglo XXI, 1967, p. 89. Nombre del Autor « 219 » 33. Véase «Noticias del mes de mayo», Último round, México, Siglo XXI, 1969, pp. 47-62. 34. Ibid., p. 138. 35. Ibid., pp. 65-66. 36. Ibid., p. 66. 37. Julio Cortázar, «Situación de la novela», Cuadernos Americanos (México), v. 9 Nº 4 (jul.-ago. de 1950), p. 228. 38. Julio Cortázar, Último round («Planta baja»), p. 196. 39. Boris Eichembaum, «La teoría del método formal», Tzvetan Todorov (ed.), Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Buenos Aires, Ediciones Signos, 1970, p. 31. 40. Sobre este aspecto de «La casa de Asterión» véase nuestro ensayo «Tlön y Asterión: metáforas epistemológicas» incluido en La prosa narrativa de J.L. Borges, Madrid, Gredos, 1974, pp. 275-301. 41. Julio Cortázar, Los reyes, Buenos Aires, Gulab y Aldabahor, 1949, p. 49. 42. C.G. Bjurström, «Entretien», La Quinzaine Littéraire (du 1er au 31 août 1970), p. 16. 43. Véase Haydée Flesca, Antología de la literatura fantástica argentina, Buenos Aires, Ka­pelusz, v. 1, 1970. 44. Rita Guibert, Siete voces, México, Novarro, 1974, p. 127. 45. Luis Harss, op. cit., p. 264. 46. Julio Cortázar, La vuelta al día..., p. 94. Sobre este aspecto de la ficción breve de Cortázar, véase nuestro ensayo «Dos soluciones estilísticas al tema del compadre en Borges y Cortázar» incluido en La prosa narrativa de J.L. Borges, pp. 302-322. 47. Julio Cortázar, «Algunos aspectos del cuento», Casa de las Américas (La Habana), Nos 15-16 (1961), p. 3. « 220 » Colección Prólogos 48. C.G. Bjurström, op. cit., p. 16. 49. Julio Cortázar, «The Present State of Fiction in Latin America» incluido en J. Alazraki & Ivar Ivask (eds.), The Final Island: The Fiction of Julio Cortázar, University of Oklahoma Press, 1978, pp. 28-30. 50. Para una definición de lo fantástico, véase Roger Caillois, Imágenes, imágenes... (Bue­nos Aires: Sudamericana, 1970); Louis Vax, L’art et la littérature fantastique (Paris, 1960) y Peter Penzoldt, The Supernatural in Literature (New York, 1965). 51. Véase nuestro artículo «Cortázar: entre el surrealismo y la literatura fantástica», El Urogallo (Madrid), v. 6 Nos 35-36 (nov.-dic. de 1975), pp. 103-107, o en su versión ingle­sa «The Fantastic as Surrealist Metaphors in Cortázar’s Short Fiction», Dada/Surrealism (New York), Nº 5 (1975), pp. 28-33. 52. Julio Cortázar, «Algunos aspectos del cuento», pp. 3‑4. 53. Véase Claude Lévi-Strauss, Arte, lenguaje, etnología, México, Siglo xxi, 1968, p. 132. 54. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, p. 156. 55. Ernest Cassirer, Language and Myth, New York, Dover, 1953, pp. 7-8. 56. Jorge Luis Borges, op. cit., p. 156. 57. Arthur Schopenhauer, «Fantasía metafísica», Los Anales de Buenos Aires, año I, Nº 11 (dic. de 1946). 58. Luis Harss, op. cit., p. 288. 59. Julio Cortázar, «Irracionalismo y eficacia», p. 253. 60. Julio Cortázar, «Muerte de Antonin Artaud», Sur (Buenos Aires), Nº 163 (mayo de 1948), p. 80. 61. Ibid. 62. Luis Harss, op. cit., pp. 285-286. 79. Ibid., Nº 15 (enero de 1948), p. 13. 63. Julio Cortázar, La vuelta al día..., p. 100. 80. Ibid., Nº 13 (noviembre de 1947), p. 10. 64. Luis Harss, op. cit., p. 268. 81. Ibid., Nº 18 (abril de 1948), p. 12. 65. Ibid., p. 299. 82. Ibid. 66. Julio Cortázar, «Algunos aspectos del cuento», p. 7. 83. Ibid. 67. Idem, «The Present State of Fiction...», p. 30. 68. Heinz Politzer, Franz Kafka; Parable and Paradox, Cornell University Press, 1966, pp. 17, 21. 84. Ibid., Nº 14 (diciembre de 1947), p. 10. 85. Ibid. 86. Ibid., p. 7. 87. Ibid., Nº 16 (febrero de 1948), p. 13. 69. Ibid., p. 22. 88. Ibid. 70. Ibid., p. 15. 89. Ibid. 71. Véase Juan José Sebreli, Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Buenos Aires, Si­glo Veinte, 1965, p. 104 y David Viñas, Literatura argentina y realidad política; de Sar­miento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1970, p. 119. En mayor o menor medida esta tesis ha encontrado eco en una buena parte de los comentaristas del cuento. 90. Ibid., p. 12. 72. Jean-L. Andreu, «Pour une lecture de ‘Casa tomada’ de Julio Cortázar», Caravelle; Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, Nº 10 (1968), pp. 62-63. 73. Ibid., p. 63. 74. Ibid. 75. Julio Cortázar, Cuentos (selección y prólogo de Antón Arrufat), La Habana, Casa de las Américas, 1964, p. XVI. 76. Ernest Cassirer, The Problem of Know­ledge; Philosophy, Science, and History since Hegel, Yale University Press, 1950, pp. 71-73. 77. Luis Harss, op. cit., p. 263. 78. Cabalgata; revista mensual de letras y artes (Buenos Aires), año III, Nº 18 (abril de 1948), p. 12. 91. Ibid. 92. Julio Cortázar, «Irracionalismo y eficacia», p. 259. 93. Cabalgata, Nº 15 (enero de 1948), p. 11. 94. «Notas sobre la novela contemporánea» apareció en Realidad; Revista de ideas (Buenos Aires), año II, v. 3 Nº 8 (marzo, abril de 1948), pp. 240-246 y «Situación de la novela» en Cuadernos Americanos (México), v. 90 Nº 4 (jul.-ago. de 1950), pp. 223-243. Citas subsiguientes indicadas con el número de página de estas revistas. 95. Julio Cortázar, Los premios, Buenos Aires, Sudamericana, 1960, p. 385. Citas sub­si­guien­ tes indicadas con el número de página de esta edición. 96. Julio Cortázar, «Para una poética», La Torre (Puerto Rico), año II, Nº 7 (jul.-sep. de 1954), p. 127. 97. Ibid., pp. 123-124, 133. 98. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico Philosophicus, London, 1922 (4.01, 4.001, 4.023). 99. Octavio Paz, El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica, 1967, p. 34. Nombre del Autor « 221 » 100. Julio Cortázar, «Situación de la novela», pp. 223-224. Citas subsiguientes indicadas con el número de página de esta edición. 101. C.G. Bjurström, op. cit., p. 18. 116. Ibid., pp. 86-87. 117. Ibid., p. 83. 118. Ibid., pp. 18, 49, 58, 152. 102. Julio Cortázar, La vuelta al día..., p. 25. 119. Julio Cortázar, Último round («Planta baja»), p. 70. 103. Mircea Eliade, Yoga, inmortalidad y libertad, Buenos Aires, Leviatán, 1957, p. 238. 120. D.T. Suzuki, op. cit., pp. 68-69. 104. Luis Harss, op. cit., p. 266. 121. Ibid., p. 64. 105. Margarita García Flores, op. cit., p. 12. 122. D.T. Suzuki, Zen Buddhism. Selected Writings, New York, Doubleday, 1956, pp. 14-15. 106. Umberto Eco, Obra abierta, Barcelona, Seix Barral, 1965, pp. 30-31. 123. Ibid., p. 115. 107. Ibid., pp. 50-51. 108. Ibid., pp. 41-42. En su poesía permutante incluida en Último round, Cortázar se apro­ xima al ideal del Livre de Mallarmé. En la «Noticia» que la introduce dice: «El orden en que está impreso cada poema no sigue necesariamente el de su escritura original, que no tiene importancia puesto que no es más que una de las múltiples combinaciones de estas estructuras; cualquiera que se ejercite en la técnica aleatoria verá que la única manera con­siste en trabajar con hojas sueltas y después, frente a una serie de unidades básicas, ana­lizar estrictamente todas las permutaciones posibles para verificar los puentes lógicos, sin­tácticos, rítmicos y eufónicos que aseguren la viabilidad de las múltiples secuencias posibles» («Planta baja»), p. 67. 109. Umberto Eco, op. cit., p. 49. 110. Véase el capítulo 141 de Rayuela. 111. D.T. Suzuki, An Introduction to Zen Bud­ dhism, New York, Grove, 1977, p. 109. 124. Ibid. 125. Julio Cortázar, «Del sentimiento de no estar del todo», La vuelta al día en ochenta mundos, Madrid, Siglo XXI Editores, t. 1, 1970. 126. Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, Buenos Aires, Minotauro, 1962, p. 132. 127. Luis Harss, op. cit., p. 284. 128. Ibid., pp. 294-295. 129. Julian H. Wulbern, Brecht and Ionesco; Commitment in Context, University of Illinois Press, 1971, p. 75. 130. Ibid., p. 80. 131. Martin Esslin, Bertolt Brecht, Columbia University Press, 1969, p. 13. 132. Luis Harss, op. cit., p. 268. 133. Véase «El Zen y el Occidente» en Umberto Eco, op. cit., pp. 187-208. 134. Ibid., p. 205. 135. Ibid., p. 207. 112. Ibid., pp. 38-39, 55. 136. Luis Harss, op. cit., p. 300. 113. Ibid., p. 64. 137. Ibid., p. 299. 114. Ibid., pp. 75-76. 138. Margarita García Flores, op. cit., pp. 10-11. 115. Ibid., pp. 79-80. « 222 » Colección Prólogos H ugo verani Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti Introito a Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti. Caracas: Biblioteca Ayacucho (Colección Clásica, Nº 142), 1989 (452 p.), pp. IX-XLI. Para llegar a Santa María Hugo Verani E l 23 de abril de 1981 los reyes de España hicieron entrega a Juan Carlos Onetti del Premio Miguel de Cervantes 1980, la más alta distinción de las letras hispánicas, que reconoce la labor de toda una vida dedicada a la literatura. En su discurso de aceptación, el escritor uruguayo recordó la iró­nica injusticia que rondó su vida literaria, con anterioridad a su residencia en España: es conveniente que se sepa que el Jurado del premio «Cervantes» ha tenido, en esta ocasión, la quijotesca ocurrencia de otorgar esa gran dis­tinción a alguien, que, desde su juventud, estaba acostumbrado a ser un perdedor sistemático; a un permanente segundón, que, hasta en­tonces, sólo había pagado a placé –o a colocado, como se dice en España– y que no tenía ninguna victoria en su palmarés.1 La historia de los fracasos de Onetti es bien conocida por quienes han seguido de cerca su carrera literaria: sus novelas y cuentos reciben alguna mención en concursos de narrativa o quedan de finalistas, postergaciones reiteradas durante más de cuatro décadas frente a libros que van quedando al mar­gen. Hasta mediados de los sesenta fue un escritor de cenáculos literarios, familiar sólo a un grupo reducido de admiradores montevideanos –a pesar de haber vivido casi veinte años en Buenos Aires y de publicar la mayor par­te de su obra en la Argentina, sin dejar mayor huella. La lectura de sus novelas y cuentos era un privilegio para iniciados: dispersos en editoriales rioplatenses y acompañados de escasa actividad crítica, sus libros no se vendían ni se reeditaban (la segunda edición de sus primeras novelas, El pozo y Tie­rra de nadie, no ocurre hasta 1965, a 26 y 24 años respectivamente de su publicación). Hay que Hugo Verani « 225 » esperar hasta 1970, con la edición mexicana de las Obras completas, para que su narrativa trascienda fronteras locales y logre amplia difusión en el mundo hispano. Aunque la contribución de Onetti al desarrollo de la nueva narrativa hispanoamericana había quedado firmemente establecida con El pozo (1939) y su admirable maestría era evidente ya desde La vida breve (1950), el reconocimiento de la importancia de su obra fue tardío. El horizonte de expec­tativas del receptor en el momento histórico de la aparición de esas novelas le impide aceptar y apreciar obras que transgreden normas consolidadas, y acogerlas como obras creadoras de normas, que abren nuevas posibilidades para la literatura hispanoamericana2. Por acen­tuar una realidad subjetiva, resbaladiza e inquietante, inaprehensible racionalmente, por la irreductible ambigüedad de sus relatos y la naturaleza figurada del lenguaje, su narrativa se encontraba en pugna con el gusto normativo, las tendencias naturalis­tas o psicológicas dominantes, en las cuales prevalecía la racionalidad discur­siva, el análisis lógico y causal de estados de ánimo. La fortuna literaria de Onetti comienza a modificarse –valga la paradoja– por los años en que fue encarcelado por la dictadura militar uru­ guaya. En noviembre de 1973 recibe el homenaje del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, donde lee una conferencia sobre su propia obra –la primera conferencia de un escritor poco inclinado a las manifestaciones públicas– tributo que culmina con la publicación de un voluminoso nú­mero de Cuadernos Hispanoamericanos: 750 páginas que reúnen el testi­monio crítico y poético de 64 escritores. Casi simultáneamente, el cineasta argentino Julio Jaimes filma un documental sobre su carrera literaria, «Onetti, un escritor». En forma paralela, su vida sufre un vuelco trágico y definitivo: en enero de 1974 integra un jurado literario que premia un cuento conside­rado «pornográfico» por las autoridades castrenses; se le detiene y encarcela por tres meses. En marzo de 1975 se ve forzado a emigrar y a buscar refugio en Madrid, donde reside en la actualidad. Habiéndolo perdido todo, parte hacia un destino incierto: «De hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor»3. En el exilio, sin embargo, su obra rompe todas las fronteras: co­mienzan las reparaciones culturales (reediciones, « 226 » Colección Prólogos traducciones, homenajes, etc.) y la proyección internacional de su obra es ya incuestionable. Difundida masivamente por edi­toriales españolas para un público lector cuya sensibilidad estética ha sido enriquecida por la mediación de escritores más jóvenes, que promueven la revaloración de la narrativa hispanoamericana precedente, la obra de Onetti tiene en la actualidad fervientes seguidores y recibe la entusiasta acogida de la crítica en todas sus direcciones, desde el mundo académico a la prensa diaria. Las modificaciones de los grados de conocimiento del lector, produc­to de su prolongada familiaridad con textos que responden a pautas artísti­cas y condiciones socioculturales muy diferentes, impulsan relecturas de su narrativa. «Las diferencias de interpretación no se originan a partir tanto de la estructura» de las obras, escribe Wolfgang Iser, «como por las diferentes ideas y experiencias evocadas en el repertorio»4. Esto se ve corroborado por las numerosas y divergentes interpretaciones que la narrativa de Onetti vie­ne recibiendo en las dos últimas décadas, respuestas indispensables para la revaloración crítica de una obra literaria finalmente considerada una de las mayores contribuciones al arte de la narrativa en lengua es­pañola. Nacimiento de una narrativa Durante su primera estadía en Buenos Aires (1930-1934) Onetti publi­ca sus primeros cuentos, escribe una versión de El pozo, supuestamente ex­traviada, y Tiempo de abrazar, novela inédita hasta 1974, cuando se rescata un largo fragmento de más de cien páginas y se publica inconclusa. Se trata de su aprendizaje literario, de relatos postergados por el autor, cuya publica­ción en recopilaciones de su prehistoria literaria sólo se lleva a cabo cuando el paulatino reconocimiento crítico de su obra impulsa a los especialistas a establecer la cronología de sus primeros escritos, etapa inicial que con fino criterio Onetti había destinado al olvido. Son relatos de limitado interés en sí mismos, que importan sobre todo por mostrar algunos rasgos distintivos de su narrativa, embriones que revelan que su obra tiene, desde el comien­zo, una honda coherencia Hugo Verani « 227 » interna: la libre asociación de recuerdos, evocacio­nes y deseos de un so­ litario habitante de una gran ciudad, el primer «soña­dor» onettiano, que deambula inmerso en sus fantasías y se imagina ser otro, «intento de fuga» de la realidad que lo rodea en busca de un vínculo pro­fundo («Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo»); las aventuras inve­rosímiles de un protagonista que se inventa personalidades para compensar la rutina y la so­ledad de su vida, motivo típicamente onettiano («El posible Baldi»); la con­­ciencia escindida de un hombre que se refugia en la imagina­ción y en las ensoñaciones eróticas, «por llenar la noche con cosas extraordi­narias» (Tiempo de abrazar), palabras que anticipan las aventuras de Eladio Linacero en El pozo, donde encuentran una escritura inconfundible. Estas inquietudes –y otras particularidades, el fragmentarismo tempoespacial, la dicotomía inocencia-madurez, el lenguaje lírico, la simultaneidad de planos narrativos– habrán de renovarse, desarrolladas con mayor habilidad en las novelas y cuentos posteriores de Onetti. 1939 es un año clave para comprender justamente sus presupuestos li­terarios y su camino hacia la madurez narrativa. Onetti fue el primer secre­tario de redacción y director de la sección literaria del semanario Marcha, el vocero de los círculos progresistas del Uruguay, fundado ese año por Car­los Quijano y clausurado en 1974 por las Fuerzas Armadas. En «La Piedra en el Charco», la columna literaria que escribe con el seudónimo de Periqui­to el Aguador, de 1939 a 1941, para despertar de su letargo a los intelectua­les locales, postula sus principios artísticos. Onetti sintió como propia la mi­sión de plantearse el problema del estancamiento de la literatura uruguaya («la ostensible depresión literaria que caracteriza los últimos años de la acti­vidad nacional»)5, atribuyéndose el deber de constituirse en beligerante voz crítica. Con fervor inusitado rechaza el aplastante provincianismo de un me­dio cultural desprovisto de estímulos para el nuevo escritor: «No hay aún una literatura nuestra, no tenemos un libro donde podamos encontrarnos» (p. 18); se necesita una voz «capaz de volver la espalda a un pasado artístico irremediablemente inútil» (p. 19); «vivimos la más pavorosa de las deca­dencias. [...] Estamos en pleno reino de la mediocridad» (p. 30). Son notas cáusticas que invitan la polémica y aspiran a agitar una comunidad conformista y acartonada, dominada por « 228 » Colección Prólogos epígonos del telurismo campero. Cons­ciente de las limitaciones de una narrativa que aún continuaba estrechamente vinculada a corrientes estéticas que habían completado su ciclo, Onetti defi­ne su propio contorno generacional a través de su experiencia como lector. La importancia de las notas críticas que escribe en Marcha reside en que en ellas formula su drástico cuestionamiento a la tradición in­ me­dia­­ta, ani­mado por el fervor de una nueva relación con la literatura, en una especie de dilatado manifiesto, o, más bien, de autoafirmación en cuan­­to escritor. En estas páginas inicia la lucha contra la mediocridad de un medio carente de inquietudes que renueven el curso de la literatura: «Esto induce a pensar en un país fantástico en que de pronto hubiera de­ sa­­parecido la juventud y el reloj de la vida siguiera dando siempre una idéntica hora» (p. 16). Esbo­za un credo estético que obedece al afán de vivificar las letras nacionales, imponiéndose horizontes distintos («defen­ der la necesidad de no imitar a nadie» (p. 57). Insiste en la urgencia de in­­ teriorizar las experiencias narrati­vas («que cada uno busque dentro de sí mismo» (p. 43); postula una temá­tica ciudadana y contemporánea («Este mismo momento de la ciudad que estamos viviendo es de una riqueza que pocos sospechan» (p. 28); reitera la necesidad de una renovación formal de la narrativa («expresarse con una técnica nueva, aún desconocida [...] intransferible, única» (p. 44), sin llegar a convertir la técnica en el asunto central de la creación. Son notas dedicadas casi exclusivamente a la literatura, desinteresadas de inquietudes sociales o políticas, subjetivismo individualista que dará fi­sonomía propia a su narrativa. Onetti sólo asume una responsabilidad lite­raria («El único compromiso que acepto es la persistencia de tratar de escri­bir bien y mejor»6) y defiende la autonomía de la creación literaria como fin en sí mismo: «Creemos que la literatura es un arte. Cosa sagrada, en con­secuencia: jamás un medio sino un fin»7. Por esos mismos años el credo literario de Onetti cristaliza en sus pri­­meras obras de indiscutible valía: El pozo (1939), «Un sueño realizado» (1941) y Tierra de nadie (1941). Ángel Rama afirma que «son prácticamen­ te los ma­nifiestos de una generación aislacionista, que en oposición a la entrega pú­blica y militante de los mayores reasume la subjetividad, Hugo Verani « 229 » la soledad, la aten­ción casi excluyente por el arte»8. Onetti inventa un mundo desolado de progresiva plenitud imaginativa en el que reordena las tensiones existentes en la vida contemporánea (alienación, incomunicación, corrupción moral, sordidez, etc.) en construcciones verbales autosuficientes que desmitifican la propia condición humana. La autorreflexividad y la multiplicidad de pers­pectivas narrativas que se desmienten entre sí, marcan el comienzo de una literatura que toma conciencia de sí misma. El pozo es un hito fundacional, la novela que abre caminos en la rup­tura definitiva con la narrativa tradicional, sin repercusión entre los lectores de su época. Sólo se conoce una reseña –notable por su perspicacia– del novelista Francisco Espínola, que considera que el relato aporta un «estre­mecimiento nuevo» a la narrativa uruguaya9. A veinte años de su publica­ción, Alberto Zum Felde destaca con lucidez algunas de las claves de la novela: «Por primera vez se da un relato en varios planos, alternando el orden tempoespacial de la realidad objetiva común, para trasuntar el mundo com­plejo y confuso de la vivencia interna, mezclando sensacio­nes, recuerdos, ideas, deseos, circunstancias presentes, sueños, en una simultaneidad de concien­cia personal»10. Más recientemente, Mario Vargas Llosa, en un conocido y discutido ensayo, fija el nacimiento de la nueva narrativa hispanoamericana en 1939, con El pozo, novela que «crea un mundo riguroso y coherente, que importa por sí mismo y no por el material informativo que contiene, asequi­ble a lectores de cualquier lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adquirido, en virtud de un lenguaje y una técnica funcio­nales, una dimensión universal. No se trata de un mundo artificial, pero sus raíces son humanas antes que americanas, y consiste, como toda creación novelesca perdurable, en la objetivación de una subjetividad»11. El pozo inaugura una literatura en la que prevalece una actitud lírica, la evocación de instantes de una subjetividad como experiencia impersonal, trae una interiorización del proceso narrativo sin recurrir al análisis psicológico. Se vale de un arte elíptico y reticente, fragmentario e indeterminado, de implicaciones inexpresadas, que recurre a sobrentendidos y formas de in­conexión narrativa como fuente de ambigüedad. « 230 » Colección Prólogos Mediante la libre asocia­ción de recuerdos, evocaciones y ensueños sin encadenamiento lógico se crea una simultaneidad de niveles narrativos que anulan la progresión temporal; el discurso se asimila a complejas y cambiantes experiencias subjetivas, la caótica vivencia interna de Eladio Linacero. Se crea, al mismo tiempo, un modo narrativo conversacional y espontáneo, eficaz medio de proyectarse hacia la interioridad y buscar naturalidad expresiva sin mediatizar, sin hacer literatura. Encerrado en una sofocante pieza de pensión, Eladio contempla con escepticismo casi absoluto la sórdida y miserable realidad que lo rodea («so­lo y entre la mugre»). La única salida del radical desamparo que lo agobia es refugiarse en la escritura, escribir sus memorias, el libro que leemos. Este carácter autorreflexivo –la creación artística como posibilidad de salvación­– se agudiza en la narrativa posterior de Onetti, desde La vida breve en ade­lante, problematizando progresivamen­te la noción de escritura. La confesión de Eladio está subordinada a la omnipotencia de la imaginación, al desplazamiento de las fracasadas tentativas de comunicación por los ensueños de la mente, a la invención de un mundo a imagen de sus sueños irrealizados. Roto todo vínculo humano (su mujer lo ha abandonado, no tiene amigos ni nada que hacer) transmuta fracasos, hostilidad, hastío y soledad en expe­riencias positivas que compensan las carencias de su vida, crea un mundo donde existe amor, amistad, comunicación, solidaridad. El foco generador del relato es el rechazo de Ana María, la adolescente a quien Eladio había humillado sádicamente en su juventud (cumple 40 años el día que escribe sus memorias), acto que desencadena su peculiar surtido de obsesiones. En el ensueño se invierte la circunstancia real, la afrenta se vuelve una aventura de amor inocente y natural: el ultraje se convierte en caricia, la huida de Ana María de la casita del jardinero en Capurro [barrio proletario de Mon­tevideo] en venida a su encuentro en una cabaña de troncos en Alaska, la noche de calor sofocante en noche de nieve, la luz artificial en luz natural (luna y fuego), el desprecio en entrega afectiva. Todos los demás sucesos de la novela existen como proyección de la subjetividad de Eladio, como reflejo de un yo escindido que somete la realidad degradada a un proceso imagina­tivo, inventándose Hugo Verani « 231 » aventuras con los hechos de su pasado, sueños que dan realidad a sus más hondos sentimientos y crean vínculos intersubjetivos con el lector. Cuando el torrente de imágenes –el mundo poblado de ensueños– ­se desvanece en la nada, Eladio se entrega al incontenible fluir de la vida, acepta la futilidad de la búsqueda de una comunión afectiva, de intentar salir del pozo, y se hunde definitivamente en las aguas nocturnas, las fuerzas hostiles que lo invaden y arrastran inexorablemente. El desenlace es una de las páginas más admirables de la novela, de rara riqueza sugestiva: Esta es la noche. Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gra­dual­mente, y yo nada tengo que ver con ella. Hay momentos, apenas, en que los golpes de mi sangre en las sienes se acompasan con el latido de la noche. He fumado mi cigarrillo hasta el fin, sin moverme. Las extraordinarias confesiones de Eladio Linacero. Sonrío en paz, abro la boca, hago chocar los dientes y muerdo suavemente la noche. Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos. Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mari­posa nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche abajo. Esta es la noche. Voy a tirarme en la cama, enfriado, muerto de can­sancio, buscando dormirme antes de que llegue la mañana, sin fuerzas ya para esperar el cuerpo húmedo de la muchacha en la vieja cabaña de troncos.12 Tierra de nadie y Para esta noche (1943) son las novelas de Onetti que responden más directamente a la problemática social de la realidad urbana y a contextos históricos determinados –la repercusión en el Río de la Plata de conflictos bélicos europeos. En ellas predominan destinos colectivos en lugar de destinos individuales, las aventuras personales –más intensas, con­centradas y despojadas de toda dependencia del devenir histórico– que dan la tonalidad particular a sus grandes novelas. En su autocrítica de Tierra de nadie (citada en la solapa de la primera edición y eliminada en las siguien­tes), Onetti presenta la novela como una obra « 232 » Colección Prólogos que expresa el proceso de des­composición de las relaciones humanas en la sociedad de masas: Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación; generación que, a mi juicio, reproduce veinte años después la europea de postguerra. Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y toda­vía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo del indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu de indiferencia. Esta actitud desesperanzada preside toda la novela: personajes co­ rroí­­dos por el cinismo deambulan en ámbitos sórdidos, agobiados por el fracaso de la más elemental comunicación humana. Una multitud en figuras en vías de disolución anímica y física se entrecruzan sólo casualmente, por el azar de la convivencia. Onetti intenta abarcar de modo panorámico la variada gama de experiencias simultáneas de la metrópolis, yuxtaponiendo vidas des­conectadas y ambientes diversos, como si una cámara cinematográfica filmara una sucesión de escenas, sin trama ni acción propiamente dichas. Des­compone la realidad en fragmentos, en rápidos cuadros sin transición, dislocados por el continuo cambio de situaciones y de personajes. La mecánica acumulación de fragmentos, débilmente ligados, resiente la coherencia for­mal de la novela. Tierra de nadie abre la fase del sueño compartido, como señalara Jaime Concha, la ilusión mutuamente sostenida de coexistir mediante una serie de fantasías, aspecto propiamente innovador y distintivo de la narrativa de Onetti, cuyo ejemplo más notable en este período es el cuento «Un sueño realizado»13. El impulso que sostiene al abogado Aránzuru es la persistencia imaginativa, la capacidad de ensoñación como fuente de supervivencia. Perdidas sus frágiles ilusiones de amor, tras el fracaso con cuatro mujeres, e inmerso en una vida abyecta en la grisura urbana, Arán­zuru confía en el sueño compartido para seguir viviendo, insistente hechizo que seduce a los personajes de Onetti: verificar la Hugo Verani « 233 » existencia de un refugio mítico, Faruru, una isla paradisíaca imaginada por el embalsamador Pedro Num, se convierte en su versión del «paraíso perdido», en una obsesión que renueva su existen­cia. En lengua maorí Faruru significa hacer el amor y es el oasis de paz que Gauguin había ido a buscar inútilmente a las Islas Marquesas, un reino sin tensiones, donde existe la dignidad, apartado de la desgarradora problemá­tica de la historia14. Veinte años después, reaparece Aránzuru, interpolado en otro ámbito onírico en el que encuentra refugio, el mundo ocupado por los fantasmas de El astillero, en el que toda acción es una aventura imagina­ ria, compensatoria. Con cruel ironía, Onetti lo convierte en el encargado de cuidar un monumento histórico en otra isla, próxima al puerto de la ciudad de Santa María: «se resolvió, a espaldas del destino, declarar monumento histórico el palacio de Latorre, comprarlo para la nación y dar un sueldo a un profesor suplente de historia nacional para que lo habitara e hiciera lle­gar informes regulares sobre goteras, yuyos amenazantes y la relación entre las mareas y la solidez de los cimientos. El profesor se llamaba, aunque por ahora no importa, Aránzuru. Decían que fue abogado y ya no lo era» (p. 1135). No hay refugio ni escape posible. El sentido de desolación y de fatalidad que satura Para esta noche se tiñe de una frustración políticosocial. Desde el prólogo Onetti se adjudica la conciencia culpable del intelectual, la desvinculación de causas nobles y la indiferencia ante la lucha contra el fascismo en el momento histórico en que escribe. La creación literaria es para Onetti una válvula de escape, la única forma de compartir los sufrimientos de la sociedad: En muchas partes del mundo había gente defendiendo con su cuerpo diversas convicciones del autor de esta novela, en 1942, cuando fue es­crita. La idea de que sólo aquella gente estaba cumpliendo de verdad un destino considerable, era humillante y triste de padecer. Este libro se escribió por la necesidad –satisfecha en forma mezquina y no comprometedora– de participar en dolores, angustias y heroís­mos ajenos. Es, pues, un cínico intento de liberación. La novela narra la fuga, y persecución de un hombre en una ciudad si­tiada por la guerra, sigue su deambular nocturno por una ciudad fan­ « 234 » Colección Prólogos tasma­górica, geográficamente imprecisa. Inspirada en un suceso de la guerra civil española, anticipa, no obstante, el clima de terror y el colapso social de una Buenos Aires convulsionada durante el régimen peronista. La excesiva mo­rosidad descriptiva y las largas digresiones interrumpen el fluir de la prosa, bifurcaciones que dispersan la historia de una novela anómala dentro de la narrativa del autor. Tierra de nadie y Para esta noche son novelas de transición, búsquedas de caminos experimentales que Onetti desecha de inmediato; ambas dela­tan lecturas absorbentes del momento. El entrecruzamiento de los destinos humanos y la pluralidad de historias simultáneas de Tierra de nadie están inspirados en Manhattan Transfer de John dos Passos; la pre­sentación frag­mentada de la historia, la revelación indirecta de los hechos, los focos narra­tivos opuestos, la morosa descripción de gestos y las oraciones envolventes tienen de modelo demasiado cercano a William Faulkner. Los siete años que pasan entre la publicación de esta novela y la siguiente, La vida breve, le permiten a Onetti decantar deslumbramien­ tos y establecer su fuerte originalidad, ensamblar a la perfección su desolada visión de la vida con recursos sabiamente elaborados e intransferibles. El ciclo de Santa María Las ensoñaciones de Víctor Suaid, el Dr. Baldi, Eladio Linacero, el Dr. Aránzuru y la mujer de «Un sueño realizado» se agotan dentro de las fron­teras del viaje interno. En La vida breve, la fundación de un territorio geo­gráfico propio, la ciudad de Santa María, le permite a Onetti crear un mun­do cuya realidad reside sólo en el lenguaje, que genera su propia verdad en el acto de la escritura. La vida breve es su novela más ambiciosa y apasionan­te; es la que abre más posibilidades creativas, la de mayor riqueza de temas y de procedimientos narrativos. En ella Onetti ve realizada su voluntad de crear un mundo mítico que se convertirá en un factor unificador de su na­rrativa. Brausen, el narrador-fundador, ejerce progre- Hugo Verani « 235 » sivamente su poder de demiurgo poblando un territorio imaginario de soñadores insensatos, perse­guidores de utopías que anulen el tiempo. En el origen, Santa María no es más que una ciudad informe, onírica y escurridiza que sirve de escenario a un guión cinematográfico que Brausen está escribiendo. Escribir para él es –arraigada convicción onettiana– un ejercicio compensatorio de su vida anodina y de la mezquindad que lo ro­dea, un acto liberador que implanta ilusiones en la realidad: «La palabra todo lo puede» (p. 653) dice Brausen, fe en la escritura a la cual se abando­na totalmente, hasta convertirla en su razón de ser: «Pero yo tenía entera, para salvarme, esta noche de sábado; estaría salvado si empezaba a escribir el argumento para Stein, si terminaba dos páginas, o una, siquiera, si logra­ba que la mujer entrara en el consultorio de Díaz Grey y se escondiera de­trás del biombo; si escribía una sola frase, tal vez. [...] Cualquier cosa repen­tina y simple iba a suceder y yo podría salvarme escribiendo» (p. 456). Tres historias se superponen en la novela: la vida de Brausen, inhibida por la crisis afectiva con su mujer, por la conciencia de su mediocridad y por su incapacidad de actuar; su desdoblamiento en Arce, nombre que asume al convertirse en amante de la prostituta Queca, y en el doctor Díaz Grey, médico de provincia, protagonista del guión que escribe; se yuxtaponen tres planos paralelos, regidos por sus propias leyes, sin superponerse la plurali­dad de identidades, comportamientos y circunstancias. Cada desdoblamiento le permite a Brausen imaginarse que ingresa en la intemporalidad; en el apartamento de la Queca, Brausen se movía como un vencedor en tierra con­quistada, «avanzaba buscando la armonía perdida, evocaba el antiguo orde­namiento, la atmósfera de eterno presente donde era posible abandonarse, olvidar las viejas leyes, no envejecer» (p. 598). La necesidad de refugio en el presente intemporal, que recurre obsesivamente en la novela, acentúa su afán de inventarse posibilidades de vida. Las máscaras que asume le permi­ten alterar facetas dominantes de su vida e imponerse un destino distinto; descubre, sin embargo que duplican el vacío inicial, su desolación y su fracaso. Brausen se imagina dos modos de vivir que paulatinamente van independizándose y terminan desplazándole, ficción dentro de la ficción « 236 » Colección Prólogos que in­vierte la relación de dependencia. Brausen se desvanece en su doble vida secreta –Díaz Grey y Arce– y en el último capítulo se invierte la relación existente entre ellos. Se borran los límites entre el soñador y lo soñado y Díaz Grey se convierte en un narrador independiente que narra en primera persona, tiempo gramatical reservado hasta entonces para Brausen. En for­ma paralela al guión que escribe, Brausen finge ser Arce para forjarse una nueva personalidad en un mundo de rufianes, en «el clima de la vida bre­ve», como amante de la Queca; el hombre prudente y responsable cae en la violencia y en la degradación moral, se crea otro compromiso intemporal abandonado al azar («vivir sin memoria ni previsión»), que culmina en la fuga hacia Santa María como protector de Ernesto, que había asesinado a la Queca, huida hacia un refugio donde no exista el desgaste y el acabamiento. Estas dos proyecciones de Brausen imponen una renovada imagen, una más­cara que disuelve su propia identidad. Al igual que Brausen, Díaz Grey tam­bién huye de la ley por haber matado uno de sus acompañantes a un policía –es decir, también él quiere vivir libre de responsabilidades– y el mundo creado adquiere la densidad de lo real, desplazando a la ficción originaria. El fin de la novela coincide con el último día de carnaval, refugio intempo­ral en el que se procura ser otro: «La vida aparece convertida en una fabulosa mascarada y detrás de la máscara o disfraz no hay nada: sólo la multiplici­dad y los desdoblamientos del ser, la representación de un papel tras otro»15. La profusión de máscaras exime de compromisos, subvierte exigencias de la vida ordinaria e invierte órdenes establecidos; la huida de Díaz Grey y sus cómplices, vestidos con disfraces de carnaval, conduce a plantearse aventu­ras supeditadas a hechos fortuitos, posibilidades de vivir otras vidas con ma­yor plenitud. La única defensa contra la marginalidad y el sinsentido es per­manecer abierto a todas las posibilidades imaginativas, abandonarse a los poderes de la ficción, lograr la realización personal en los dominios de la literatura. En el penúltimo capítulo de La vida breve, cuando Brausen entra en Santa María en vísperas de carnaval, se inserta una escena que desdibuja –aún más– los límites entre lo real y lo imaginario. Brausen recorre una ciu­dad que «coincidía con mis recuerdos y con los cambios que yo Hugo Verani « 237 » había impuesto al imaginar la historia del médico» (p. 68). Sin embargo comien­za a perder control sobre el mundo que él mismo ha construido: no identifi­ca a los habitantes por él inventados, como si los sueños de su imaginación lo absorbieran y anularan. Una escena enigmática y saturada de sobreenten­didos, cuyo sentido ignora Brausen (y los lectores en 1950), deja cabos sueltos que Onetti retoma catorce años después, en Juntacadáveres. Un grupo de sanmarianos se reúne en un bar de la ciudad y la conversación que escu­cha Brausen repite –con variantes, que el tiempo y el punto de vista distin­to imponen– el final de Juntacadáveres, la despedida de Larsen de los no­tables de Santa María, expulsado de la ciudad y condenado al destierro por regentar un prostíbulo16. La versión que Jorge Malabia da en el penúltimo capítulo de Juntacadáveres identifica a los parroquianos de la cervecería Berna (Larsen, María Bonita, Díaz Grey, Lanza y Medina); puede leerse en este volumen y comienza, naturalmente, «en vísperas de carnaval». De modo perturbador dos novelas se reflejan vertiginosamente entre sí, revelando la inevitable relatividad del conocimiento y la inseguridad de la realidad. En un contexto de extrema ambigüedad, se multiplican las referencias y se insinúa que todo ocurrió en un tiempo anterior y en otro lugar, que cada acto humano está condenado a repetir acciones del pasado. Díaz Grey reemplaza a Brausen como narrador privilegiado y éste, el demiurgo fundador de la ciudad, se desvaloriza; desplazamiento e inversión de papeles que testimonia el carácter intercam­biable e ilusorio de la identidad personal. Lo «real» y lo «imaginario» se anulan mutuamente, y predomina una lógica literaria, la victoria de los po­deres de la ficción. A partir de La vida breve, las novelas y cuentos de Onetti –con pocas excepciones– tejen un complejo sistema intertextual en una comunidad pri­vada, la ciudad junto al río, se imbrican unos en otros, se entrecruzan, alu­den, iluminan, completan y corrigen, como si fueran fragmentos de una totalidad. Mario Benedetti fue el primero en señalar con agudeza la elabora­ción unitaria de la narrativa de Onetti posterior a 1950: Después de leídos y releídos los doce libros de Onetti, uno tiene la impresión de que en algún día (o año incompleto o simple tempora­da) del pasado, este autor debe haber concebido no sólo la idea de una Santa María « 238 » Colección Prólogos promedial y semi-inventada, sino también la historia total de este enquistado mundo, con los respectivos pobladores y el co­rrespondiente tránsito de anécdotas. Uno tiene la impresión de que únicamente después de haber creado, distribuido, correlacionado y fi­chado, ese universo propio, Onetti pudo empezar calmosamente a es­cribir su saga. Sólo a partir de una organización y un orden casi fanáti­cos, es posible admitir la increíble capacidad del narrador para hacer que sus novelas se crucen, se complementen, y hasta recíprocamente se justifiquen.17 Paulatinamente la ciudad onírica va tomando existencia propia, va cre­ciendo y poblándose, hasta llegar a ser en «La novia robada» (1968) una «gran ciudad» moderna; en La muerte y la niña (1973) la ciudad está en ruinas y en Dejemos hablar al viento (1979), como se verá en el apartado siguiente, es arrasada por el fuego. El santuario de Brausen, fraguado como «paraíso perdido», se convierte en un microcosmos que multiplica la sordidez de una sociedad envilecida, que corroe todo ideal y desmantela los sueños. El entre­lazamiento de historias y el retorno de personajes da a la narrativa de Onetti una atmósfera familiar. Un relato puede derivar de sucesos imbricados en otro, pero el orden de publicación no coincide, como se sabe, con la crono­logía de las historias narradas. El lector que se acerque en busca de verdades a un mundo tan equívoco e indeterminado resulta siempre defraudado. Aun­que se restablezca la cronología aparente, queda la paradoja de personajes «resucitados» (el Padre Bergner en La muerte y la niña y Larsen en Dejemos hablar al viento) y otras incongruencias insolubles (Medina, comisario ya en «El perro tendrá su día», relato que narra un episodio anterior a la funda­ción del astillero de Petrus), escamoteos que exigen un diálogo con el lector. El mismo Onetti se ha referido a estas idiosincrasias en dos oportunidades: «las personas que han seguido mi obra, que me conocen desde años, saben que mañana, a lo mejor, resucito un chivo enterrado donde se me ocurra, y donde me dé la gana»; «Lo que realmente sé es que por un oscuro arreba­to maté a Larsen en El astillero y no me resigno a su muerte. Si el tiempo me lo permite estoy seguro que Larsen reaparecerá, indudablemente más viejo, posiblemente agusanado y disfrutando los triunfos de que fue despojado Hugo Verani « 239 » en las anteriores novelas»18. Es evidente que no se trata de una excentricidad estética, ni menos de un simple descuido, sino de impulsos creativos espon­táneos ante personajes por quienes siente un particular afecto, manipula­ción que contribuye a crear un mundo y un lenguaje privados, de irreducti­ble discontinuidad y ambigüedad19. La narrativa de madurez de Onetti tiene otro aspecto en común, un procedimiento creador de indiscutible eficacia artística; el modo elusivo y ambiguo de narrar, la proliferación de versiones equívocas y polivalentes de lo contado que se funden en el discurso e instauran una pluralidad de signi­ficados indeterminables, aperturas hacia lo imaginario que eluden sistemá­ticamente la reconstrucción fenomenológica de los sucesos. Esta deliberada ambigüedad adquiere progresivamente una preeminencia casi exclusiva en su narrativa; como bien ha señalado Jorge Ruffinelli, la perspectiva cambiante se acentúa a partir de La vida breve «con el fin de comprobar la relatividad de lo real»20 . Un notable ejemplo de la reconstrucción imaginativa y sospechosa de situaciones, de un narrar que propone múltiples interpretaciones posibles, se encuentra en Los adioses (1954), donde se destruye tendenciosamente to­da posibilidad de conocer la verdad de lo relatado. El narrador, dueño del almacén del pueblo, y sus dos informantes, el enfermero del hospital y la mucama del hotel, no se contentan con interpretar los hechos que presen­cian sino que llenan los huecos con conjeturas, hipótesis y chismes que mul­tiplican la incertidumbre de la historia. El asunto tratado no puede ser más sencillo –y deprimente. Un tuber­ culoso va a las montañas a seguir un tratamiento médico, pero carece de la voluntad para curarse y pone fin a su agonía con el suicidio. Nunca dice su nombre, no hace amistad con nadie, casi no habla y sólo se sabe que era un ex jugador de basquetbol. Dos mujeres se alternan en sus visitas, rivales aparentes que a primera vista forman un triángulo amoroso. Con estos datos un observador supuestamente indiferente va construyendo morosamente una historia imprecisa y equívoca que desemboca en un deliberado planteamiento estético. El almacenero se considera infalible para interpretar los hechos que observa y se enorgullece de su capacidad creadora: «Me sentía lleno de po­der, como si el hombre y la muchacha, y « 240 » Colección Prólogos también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado» (p. 769). Deduce relaciones amorosas del hombre con ambas mujeres, que serían esposa y amante, reconstruye actividades, actitudes y hábitos, forja­dos por conjeturas propias, contaminadas por su sordidez, y por versiones de los informantes, teñidas de la maledicencia pueblerina que censura y re­pudia a quienes alteran las reglas convencionales de la sociedad. Dos cartas que el narrador no le entrega al hombre y lee después de su suicidio, descu­bren una «verdad» opuesta a sus suposiciones: la mujer sería la esposa y la muchacha sería la hija de un matrimonio anterior. El narrador siente «ver­güenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado» (p. 768). Oculta el vínculo que liga a las mujeres con el hom­bre, porque reconocerlo a los otros implica compartir la equivocación con los demás, aceptar el fracaso de sus profecías, descartar una historia que ha­bía impuesto al pueblo como verdad y que repentinamente se transforma en mentira, desbaratándose su única forma de mitigar su soledad, herido en su «pequeño orgullo» de participar en la invención de una historia. Fren­te a las miserias de la vida la única victoria posible es reivindicar los placeres de la creación artística. Ahora bien, ¿qué verdad contiene la revelación final cuando los enunciados se reciben filtrados por un testigo que no tiene repa­ros en tergiversar las circunstancias y destruir las cartas para que nadie com­parta su secreto? En todo relato de Onetti queda siempre un misterio impe­netrable, una verdad profunda que no conoceremos nunca. Para una tumba sin nombre (1959) es una novela aún más radical y po­livalente, susceptible de múltiples lecturas y de infinitas modificaciones, una historia «que podría ser contada de manera distinta otras mil veces» (p. 1044). Es una novela sobre la relatividad de la verdad y de toda literatura, una ex­ploración de los límites del narrar: la verdad sólo reside en la escritura. La estrategia de la lectura gira en torno de las posibilidades de «contar un cuento», agudamente estudiadas por Josefina Ludmer: «El texto puede leerse como una suerte de gesto teórico que ilumina toda la producción de Onetti en la medida en que pone el acento en la inven- Hugo Verani « 241 » ción, el narrar, la ficción, el computar, calcular, numerar acontecimientos, y donde estalla este simple hecho verbal: lo que cuenta es el contar»21. La novela comienza con un entierro desconcertante y grotesco en Santa María: un coche fúnebre arrastrado por caballos enanos, seguido por el ado­lescente Jorge Malabia y un chivo rengo y gigantesco. La percepción visual suele establecer un contacto objetivo, rescatar lo verosímil; Onetti, por el con­trario, se sirve de la mirada para gestar el mundo de lo imaginario y desbara­tar certidumbres. Progresivamente se van elaborando versiones distintas y con­tradictorias de una historia sórdida: la vida de Rita, ex sirvienta de los Mala­bia, ex amante de Marcos Bergner, prostituta, que el lector conoce de Junta­cadáveres. La historia es modificada sucesivamente por revelaciones equívo­cas del narrador básico, el ubicuo Díaz Grey, y de dos testigos implicados, Jorge Malabia y Tito Perotti. Cada uno corrige y desmiente la variante pro­puesta por el precedente –seis capítulos, seis versiones de la realidad. Rita García o González es una pordiosera que pide limosna acompañada de un chivo para incitar la piedad o para esconder la prostitución; o tal vez la muerta no sea Rita, sino Higinia, una prima de Malabia, o una mujer sin nombre; y así sucesivamente, cuento tras cuento desplazando la historia, sin privile­giar ninguna. El relato se bifurca en infinitas ramificaciones de la vida de Rita y del origen del chivo, hipótesis divergentes que se superponen y se nie­gan entre sí. Cada narrador se impone compromisos por el placer «de la em­briaguez de ser el dios de lo que evocaba» (p. 1008). Hacia el final se revela que la historia es falsa, que ha sido fabricada por todos por la incapacidad de participar de otra forma para redimir la culpabilidad colectiva; se revela, además, que es un texto nacido de una voluntad artística. Díaz Grey cierra la novela confesando con orgullo que nada de lo contado es verdad, que ha inventado una historia, que él también ha sido tentado por la fatalidad de crear, por el placer de contar. El rechazo de la realidad –constante en Onetti– se postula aquí en forma de relato construido sobre circunstancias imaginadas: Y, más o menos, esto era todo lo que yo tenía después de las vacacio­nes. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentidos dudosos, desmentido por los mismos elementos de que yo dis- « 242 » Colección Prólogos ponía para formarlo. [...] Y cuando pasaron bastantes días de reflexión como para que yo duda­ra también de la existencia del chivo, escribí, en pocas noches, esta his­toria. La hice con algunas deliberadas mentiras; [...] Lo único que cuenta es que al terminar de escribirla me sentí en paz, seguro de haber logrado lo más importante que puede esperarse de esta clase de tarea: había aceptado un desafío, había convertido en vic­toria por lo menos una de las derrotas cotidianas (pp. 1045-1046). Otros relatos importantes de este período continúan esta línea central, el tratamiento oblicuo y deliberadamente equívoco de los hechos: «El ál­bum» (1953), «Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput» (1956), «El infierno tan temido» (1957), La cara de la des­gracia (1960), «Jacob y el otro» (1961), Tan triste como ella (1963), «La novia robada» (1968). En todos ellos se reitera –y se acentúa– una práctica na­rrativa persistente en Onetti: develar parcialmente los sucesos, recoger testi­monios dudosos, escamotear circunstancias y ocultar datos, construir histo­rias conflictivas y ambiguas que se reflejan en espejos falaces. La percepción de los sucesos no convalida la realidad, sino que la oscurece con distorsiones subjetivas: la acción surge de la complicidad entre observadores que aprehenden a otros en términos dubitativos y conjeturales, imponiendo destinos imaginarios. En La cara de la desgracia –uno de los relatos esenciales de Onetti– ­se califica este modo de narrar como «la tramposa, tal vez deliberada, defor­mación de los recuerdos» (p. 1338). Un hombre atormentado por sentirse responsable del suicidio de su hermano se encuentra fortuitamente en un balneario con una adolescente en bicicleta. Como diría Sartre, la mirada po­ne al hombre en situación: advierte ser observado insistentemente y repara en la expresión desafiante de la muchacha, como si viniera a imponer su presencia, a despojarlo de su intimidad. En el intercambio de miradas se entrevé el deseo del hombre de establecer un vínculo que lo libere de su culpabilidad, de «la incesante suciedad de la vida». La mañana siguiente a una noche de amor en la playa desierta, la jovencita de quince años apare­ce asesinada. Como es usual en Onetti, se Hugo Verani « 243 » construye una trama sobre estados anímicos complejos y se le confiere a una anécdota aparentemente simple un misterio difuso e impenetrable. Se despliega una serie de ocultamientos sumidos en una ambivalencia indescifrable: el narrador niega saber que la muchacha era sorda, pero sus reacciones en el único encuentro indican lo opuesto; se da una doble imagen de la muchacha, promiscua para los miro­nes, virginal para el narrador; éste admite haber cometido un crimen y simultáneamente lo niega, asume una responsabilidad que aparentemente no le corresponde. La deliberada ambigüedad del narrador se mantiene a lo largo de la novela, suspendiéndose la revelación de un sentido. El relato se bifurca en posibilidades irreconciliables, alternativas que revelan la naturaleza elu­siva y equívoca de los hechos, la imposibilidad de determinar la motivación de los actos humanos, su verdad última. Los otros siete relatos mencionados son historias sanmarianas. En dos de ellos, «Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput» y «La novia robada», Onetti extrema su visión de la vida como corrupción y caída, con una alta dosis de humor grotesco. Visitar o regresar a Santa María es una invitación a ser aniquilado por la sordidez o la maledicencia, a abandonar sueños que no se realizarán. «Historia del Caballero de la Rosa...» se singulariza por privilegiar las estrategias de emisión de un relato, por la importancia que adquiere la mi­rada de la comunidad –hablantes que miran y se cuentan cuentos entre sí– en la construcción de la historia. Una inverosímil pareja –un hombre altísimo y una mujer casi enana, deformada al final por un embarazo de once meses– llega a Santa María y despierta la curiosidad pueblerina: «Puede ser que alguno pase y los sienta extraños, demasiado hermosos y felices y dé la voz de alarma» (p. 1250). La historia se cuenta a través de testimonios nada confiables de un narrador (Díaz Grey) y cuatro observadores más, que distorsionan lo que ven con prejuicios y recelos, y aportan versiones conjetu­rales o imaginadas de los acontecimientos: «las mentiras que pueda acercar cada uno de nosotros, mientras que sean de primera mano y que coincidan con la verdad que los tres presentimos, serán útiles y bienvenidas» (p. 1253). El desdén sin causa de los sanmarianos se vuel­ve rencor y envidia frente a la posibilidad de que la pareja herede la fortuna « 244 » Colección Prólogos de doña Mina, en cuya casa se instalan y a quien cuidan hasta su muerte. La comicidad grotesca del de­senlace –sólo reciben 500 pesos y un perro «hediondo» y «diarreico»– es un modo de castigar a quienes subvierten las normas operantes en Santa María: la felicidad perturba el cinismo congénito y es imposible perdonarla. En «La novia robada» se intensifican la farsa y el grotesco. Nuevamente un narrador colectivo, los «notables» de Santa María, comenta los aconteci­mientos: Moncha Insaurralde –otra conocida de Juntacadáveres, que había huido de la ciudad después del fracaso del falansterio– regresa para casarse con Marcos Bergner, muerto desde hace seis meses. La trama se va constru­yendo en torno de una acción única: Moncha recorre la ciudad vestida de novia, alucinadas peregrinaciones que duran tres meses y culminan con su suicidio. La mujer sin nombre de «Un sueño realizado», Julita en Juntacadá­veres y Moncha eligen la locura como refugio y la muerte como liberación; las tres se sumergen en sus sueños para amparar un recuerdo, única forma de felicidad permitida en Santa María. La comunidad entera, refugiada en la indiferencia, es cómplice de la mentira, mantiene vivo el mundo ilusorio de Moncha: «Estado o enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo» (p. 1422). En Juntacadáveres Larsen llega a Santa María a realizar el sueño de su juventud: fundar un prostíbulo perfecto, la «casita celeste» que se convierte en símbolo de redención y de repudio a una sociedad que lo había rechaza­do y humillado. Viene acompañado de tres «cadáveres» que ha juntado («putas pobres, viejas, consumidas, desdeñadas»), cuya farsesca entrada y peregrina­ción por la ciudad descubren el tratamiento irónico y grotesco de la empresa de Larsen, el simulacro de triunfo para salvaguardar la dignidad humana. Tras un «reinado de cien días» que conmueve a la ciudad, Larsen es deste­rrado por corromper la moralidad pública. Una vez más se reiteran constan­tes onettianas –cinismo, corrosión, acabamiento, venalidad, odio, incredulidad– insertas en un marco social más abarcador, con mayor desa­rrollo de tramas y variedad de personajes, como si pretendiera escribir una crónica de la región, documentar la progresiva marginalidad social de una comunidad en decadencia. Hugo Verani « 245 » La novela desarrolla tres historias independientes, sin aparente cone­ xión estructural entre sí, pero que mantienen una sutil interdependencia con­ceptual. Una de ellas se concentra en la instalación del prostíbulo y en la resistencia que su apertura desencadena en la sociedad sanmariana, la «San­ta Cruzada» de la Liga de Decencia en defensa de la moralidad y las diversas formas de la hipocresía frente al escándalo. Una segunda trama cuenta la aventura interior de Jorge Malabia y sus amores con Julita, loca y viuda de su hermano Federico, acción que progresivamente va adquiriendo mayor en­tidad y termina desplazando al relato del prostíbulo. Una tercera historia, la del falansterio de Marcos Bergner, una comunidad cristiana basada en el altruismo y regida por la armonía social, nos traslada a un tiempo anterior, el pasado de Santa María. En todas las historias que se narran (el prostíbulo, el falansterio, la vida de Julita) se degradan ideales y normas sociales de una comunidad que se desmorona. Las tres terminan con la destrucción de toda forma de convivencia: el falansterio cae en la promiscuidad sexual, el prostí­bulo es clausurado por transgredir estatutos morales; el matrimonio y los amores de Julita son arrasados por la muerte, la locura y el suicidio. Las implicaciones profundas de la novela giran en torno de la «tan co­mún rivalidad vocacional que ha caracterizado siempre a los artistas» (p. 887), como dice el periodista Lanza, en el sentido de que toda empresa humana debe ser guiada por el afán de perfección, debe enriquecer las posibilidades de la existencia. Onetti suele identificar a Larsen como un artista: «era un hombre que sufría por su arte. Su arte era obtener una forma de la prostitu­ción perfecta»22. En un mundo degradado toda perfección es relativa, dice en otra oportunidad23. En la novela hay una deliberada voluntad de des­pojamiento del valor referencial de las acciones, de subordinarlas a diversas formas de conciencias artísticas. Larsen se construye «con destreza el simulacro de seguridad y calma correspondientes al hombre que había imaginado ser» (p. 922), se elabora a la «perfección» una imagen de regente de prostí­bulos que satisface sus ambiciones. Los demás personajes responden a un mismo impulso de autodefinición, al juego de simularse preocupaciones y obligaciones. El farmacéutico y concejal Barthé promueve durante doce años sus ideales progresistas y « 246 » Colección Prólogos representa el papel de «profeta de los prostíbulos sanmarianos». Las cruzadas moralizadoras contra el prostíbulo, bajo la tute­la del Padre Bergner, cumplen de «manera ejemplar» un rito redentor, de­fienden la moral con inalterable fe, o, como testifica el narrador, con «talen­to literario». El adolescente Jorge Malabia simula autosuficiencia y viril agresividad, modela su aprendizaje de hombre en los ejemplos que pululan en Santa María. El refugio en la locura de Julita es otra forma de restituir el espacio del ensueño. Su encierro después de la muerte de Federico es una suspensión en la intemporalidad: transforma su vacío en una serie de ritua­les y de simulacros para sustraerse a la acción corrosiva del tiempo y revivir el recuerdo desbaratado por la muerte, se inventa diariamente un mundo ideal distinto que sólo se desvanece cuando la lucidez de la impostura anula su convivencia con los sueños. En Juntacadáveres, todos los personajes se imaginan posibles modos de vivir: el poder redentor de la ficción es la única victoria posible frente a las sucesivas derrotas de la vida. La fuerza de convicción que todos padecen dis­torsiona las relaciones intersubjetivas y las despoja sistemáticamente de las trágicas circunstancias que las configuran, convirtiendo los apremios de lo inmediato en un juego estratégico sin finalidad ni posibilidad de trascen­dencia. El reconocimiento de Barthé de compartir inquietudes con Larsen –actuar lúdica y desinteresadamente, sin creer en las ganancias del juego­– le confiere al lector la posibilidad de deslindar un paradigma totalizador de la novela: «Entonces el boticario adivinó o supuso en el otro una forma de la hermandad, una vocación o manía, la necesidad de luchar por un propó­sito sin tener verdadera fe en él y sin considerarlo un fin» (p. 821). La progresiva decrepitud del mundo onettiano y el juego como último refugio alcanzan su magistral culminación en El astillero (1961). Cinco años después de su destierro Larsen regresa a una comunidad tocada por una in­contenible corrosión, en la cual la estatua ecuestre del Fundador –Brausen, naturalmente– que adorna la plaza central, chorrea verdín y mira eterna­mente hacia el sur, «como arrepentido» por darle nombre y futuro a la ciu­dad. Larsen regresa a justificar su turbio destino, a cumplir un desquite in­definido e imponer su presencia en la «ciudad maldita». Hugo Verani « 247 » En busca de una nueva responsabilidad que dé sentido a su existencia acep­ta ser Gerente Ge­neral del astillero de Jeremías Petrus, una empre­ sa corroída por la herrum­bre y en quiebra desde años atrás. Acepta el si­mulacro de la representación, «la mentira acordada» que postergue el des­­moronamiento en la nada, por­que «fuera de la farsa que había acep­ta­­­do literalmente como un empleo, no había más que el invierno, la ve­­jez, el no tener dónde ir, la misma posi­bilidad de la muerte» (p. 1105). En el astillero Larsen descubre que la única garantía de supervivencia se convierte en ominosa condena, en aventura hu­millante: «Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participa­ción dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar» (p. 1124). El deseo de venganza y de reivindicación social de Larsen lo conduce a quedar atrapado una vez más en las redes del engaño, condenado a representar sucesivos e intercambiables papeles hasta que la muerte lo rescate del sinsentido de la vida. Su refugio final en la farsa de rehabilitar un astillero en ruinas es una inquietante metáfora del desam­paro de la condición humana en un mundo alucinante, construido sobre ilusiones insensatas. Morosamente Onetti va elaborando –distorsionando– una historia en torno de las ambiciones de Larsen de aferrarse a la ilusión de sobrevivir con dignidad y de formar parte de la sociedad privilegiada, mientras se hunde en el fango y el óxido de los hierros enmohecidos y respira «el aire oloroso a humedad, papeles, invierno, letrina, lejanía, ruina y engaño» (p. 1063) del astillero. Asumir cualquier responsabilidad, aunque sea un simulacro, es preferible a reconocer la inanidad de su existencia. El consciente autoengaño le permite mantener una respetabilidad donde ya no hay nada en qué creer, postergar la aceptación definitiva de la miseria y el desamparo. Sus acciones se convierten en una parodia de actividades productivas, en reme­dos de prosperidad, fraternidad y amor que enmascaran su insignificancia: discute sueldos imaginarios que se acredita en las liquidaciones mensuales, revisa biblioratos de « 248 » Colección Prólogos cinco o diez años atrás, elabora presupuestos para la reparación de barcos inexistentes, ensaya gesticulaciones y ademanes de po­der, afecta un aire de seguridad y desdén, corteja a Angélica Inés, la idiota o loca hija de Petrus, para reconquistar el prestigio galante de su juventud. El simulacro de trabajo empresario, las ceremonias de poder o de conquistas amorosas, al borde ya de su previsible aniquilamiento, se convierten en ab­surda mascarada hasta que el «espanto de la lucidez» lo hace cobrar con­ciencia de su patético destino. De allí que la novela tenga un aire de epílo­go: una sobrevivencia fantasmal en un mundo en proceso de descomposición. El astillero es una novela de «ambigüedades inquietantes», en la que todo «es equívoco, sospechoso, polivalente» subraya José Donoso24. El sutil arte de la ambivalencia que practica Onetti obtiene aquí su versión más abierta y perturbadora. Las limitaciones del conocimiento de narradores que conje­turan y ofrecen hipótesis alternativas, los informes imprecisos de los testigos y la perspectiva dubitativa destruyen las certezas del lector. Se pretende re­construir la historia de Larsen y de la comarca como una crónica verosímil, pero es otro juego más: la incertidumbre y las contradicciones de narradores que cuestionan la validez de sus enunciados, distorsionando deliberadamente la historia, socavan las bases objetivas de la novela. Como en toda gran obra de arte, la pluralidad de niveles significativos permite diversas lecturas, pro­picia la búsqueda de símbolos o alegorías, de conexiones con un contexto determinado. Las resonancias religiosas, míticas y sociales (una religiosidad extinta y sin dios, el mito de la tierra prometida, el derrumbe mercantil del Uruguay, la decadencia del capitalismo industrial), son el resultado del ta­lento de Onetti de concentrar y diseminar sentidos. La multiplicidad de alu­siones se entrecruzan en un mundo de tensiones conflictivas sin resolver que impiden todo análisis con pretensiones de univocidad. Con mano maestra construye Onetti una novela en la que la fascinación por el proceso de la escritura es la única redención posible, la única realidad cierta. En La muerte y la niña, última novela publicada por Onetti antes de su exilio, el subtexto comienza a cobrar importancia desmesurada, a predo­minar sobre la historia que se narra. En el tercer párrafo reaparece Hugo Verani « 249 » Brausen, convertido ya definitivamente en la divinidad procreadora de los sanmaria­nos: «y es posible que noche a noche, llorando y de rodillas, rece a Padre Brausen que estás en la Nada para hacerlo cómplice obligado, para enredar­lo en su trama, sin necesidad verdadera, por un oscuro deseo de remate ar­tístico» (p. 10). Onetti acumula alusiones a sus propios mecanismos creati­vos y emprende un exasperante camino por la memoria y por recuerdos en­­vejecidos. La constante más acusada de la novela es la creciente abstracción simbólica, el discurso autorreferente que amenaza –por sus excesivas reti­cencias, inconexión y arbitrariedades en la hilación narrativa– convertir el relato en un texto inteligible –y disfrutable– sólo por los iniciados en los códigos onettianos. La novela enlaza situaciones en torno de la culpabilidad de Augusto Goerdel, que conoce el diagnóstico médico que asegura la muerte de su esposa con un nuevo embarazo, y la condena de la sociedad sanmaria­na al dar a luz Helga a la niña que la mata. El asunto que trata, sin embar­go, no es más que un pretexto para meditar sobre la identidad y la paterni­dad, para desmitificar creencias religiosas en un mundo que ha caído defi­nitivamente en la hipocresía y en la ruina. El corrosivo humor de Onetti ­–más que los síntomas del paso de los años– se trasluce en su implacable ensañamiento con los pobladores de su propio mundo novelesco, los «in­mortales» que aceptan la mentira, «la estupidez y la mugre que ofrecía la ciudad»; Jorge Malabia ya no es poeta e idealista sino un cínico y obeso terrateniente «aprendiendo a ser imbécil»; a Díaz Grey, decrépito y enrique­cido, se le condena a estar casado con la babeante Angélica Inés; el intem­poral Padre Bergner se ha convertido en cómplice en la devaluación de los valores éticos de la comu­nidad y en protector de intereses pecuniarios; la cara de bronce de Brausen, en la estatua ecuestre, «había comenzado a insi­nuar rasgos vacunos»; en su nueva –y penúltima– metamorfosis Brausen preside con indiferencia, con «una placidez de vaca solitaria y rumiante» sobre los destinos de una raza próxima al silencio. « 250 » Colección Prólogos El exilio interior La experiencia del exilio ha condicionado la orientación literaria de casi todos los escritores uruguayos que padecieron una transculturación violen­ta. «Tengo la impresión de que la mayoría de [los escritores uruguayos del exilio]», afirma Mario Benedetti, «tenemos como preocupación cardinal la conmoción política que ha tenido lugar en nuestro país en los últimos diez años»25. Es evidente que el propio Benedetti, Carlos Martínez Moreno, Eduardo Galeano y Cristina Peri Rossi, para mencionar sólo a cuatro de los más reconocidos, convierten el naufragio colectivo del Uruguay en temática esencial de su literatura; su obra en el exilio está marcada por una toma de conciencia crítica frente a la realidad sociopolítica que les ha tocado vivir. Onetti representa, en cambio, una actitud opuesta. La acción política y la reflexión social han sido siempre ajenas a él; nada ha de cambiar en Madrid. Seguirá siendo un solitario que prefiere el encanto familiar de los libros a la vida pública, anclado en su voluntario –y obstinado– exilio in­terior, indiferente a todo lo ajeno a su propia creación. Lejos de ubicarse en­tre los escritores cuyas más altas preocupaciones se vinculan a la problemáti­ca social, Onetti reclama para sí el aislamiento y la automarginación. Cuan­do en 1977 se le pregunta en Madrid cuál es su compromiso político, res­ponde de modo tajante: «Ninguno»26. En otra entrevista se cuestiona la ausencia de temas sociales en su narrativa, «teniendo en cuenta la situación trágica por la que atraviesa Uruguay desde hace tanto» y su respuesta es, de nuevo, terminante: «Se han escrito tantas malas novelas sobre el tema social que a uno ya no le quedan ganas de nada. [...] Casi todo lo que al respecto he leído no pasa de la categoría de panfleto; puedo decirle que ese tipo de literatura no me interesa, y además, no creo en ella como arma polí­tica»27. Al recibir el Premio Cervantes, resume su posición ante el acto creador: «Yo escribo por el puro placer de escribir. Nunca me ha interesado lo que hace algunos años se llamaba el mensaje en la obra literaria, así que tampoco me interesa la posible relación entre la literatura y la vida»28. Una y otra vez habrá de insistir en su inhabilidad para escribir sobre temas de actualidad, porque los temas se le imponen, Hugo Verani « 251 » no se los propone, y vive de recuerdos, creando con la memoria y la imaginación. Otra frase lapidaria, que se repite en entrevistas publicadas desde su exilio, sintetiza su escepti­cismo: «En realidad lo que soy es un indiferente»29. Su rechazo de la participación del escritor en la historia y de la función social de la literatura la comparten sus personajes, quienes desvalorizan in­sistentemente la sociedad humana y reiteran el descreimiento en la posibili­dad de transformar el mundo mediante la acción política30. A lo largo de su obra reaparecen actitudes equivalentes, casi intercambiables, desde el des­precio de Eladio Linacero por la militancia política de Lázaro en El pozo, la indiferencia de Díaz Grey por las convicciones sociales en Juntacadáveres, «me parecen cómicas todas las convicciones, todas las clases de fe de esta gente lamentable y condenada a muerte; tampoco me interesan las cosas que, objetivamente, socialmente, deberían interesarme» (p. 843), hasta la des­confianza de Medina en toda posibilidad de renovación ideológica en Deje­mos hablar al viento: Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patrio­tas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos apren­didos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la in­tensidad de sus lepras y darles siempre la razón (pp. 18-19). Onetti subordina los conflictos concretos del devenir histórico a la de­velación de una problemática íntima y a la presentación de situaciones esen­cialmente ambiguas y multifacéticas que compendian las relaciones degra­dantes de la existencia humana. Sin embargo –y contrariando, se­ gu­ramen­te, el juicio del autor– su narrativa evoluciona en forma paralela al deterio­ro y creciente desmoronamiento de la sociedad uruguaya. No sería difícil juzgar su obra como una profecía involuntaria de la descomposición social del Uruguay, como el mismo Onetti se ha visto obligado a reconocer, a rega­ñadientes: «No quise hacer con El astillero una cosa « 252 » Colección Prólogos simbólica y desgracia­damente hice una cosa profética. Porque hoy el Uruguay, mi país, es eso. Está viniéndose abajo»31. En efecto, sin establecer una correspondencia en­tre lo literario y lo social, la narrativa de Onetti testimonia la circunstancia histórica en que fue compuesta y revela su disconformidad visceral ante una existencia marginal, tocada por una incontenible degradación física, espiri­tual, moral y social. Desde su exilio, Onetti ha escrito muy poco. Salvo notas periodísti­ cas, sólo ha publicado un poema, nueve relatos (siete de ellos muy breves, nin­guno memorable), la novela Dejemos hablar al viento, que venía elaboran­do desde 1964 y anunció ya en 1967, y muy recientemente Cuando enton­­ces, novela corta32. Él mismo atribuye su largo silencio madrileño a la «si­tuación de desarraigo, de sequedad literaria, de total indiferencia»33. No es menos cierto que desde Juntacadáveres su producción empezó a disminuir vertiginosamente y a dar muestras de agotamiento. Baste recordar que a partir de La muerte y la niña se intensifica esta tendencia a encerrarse en un mun­do privado y autorreferente que Ángel Rama señaló como «fantasmal en­claustramiento de Onetti en su propia creación lite­raria»34. Más que conse­cuencia de las vicisitudes de su tiempo o de las circunstancias personales, esta obra epigonal es el resultado inevitable del aislamiento y la marginali­dad sociocultural. Sólo en el cuento «Presencia» (1978) asoma el tema polí­tico, no tratado desde Para esta noche. En este relato reaparece Jorge Mala­bia, exiliado en Madrid, y se introduce, como trasfondo, un grupo de san­marianos desarraigados que editan un fascículo de denuncia contra el golpe militar en Santa María, la tiranía, la censura y los desaparecidos. Dejemos hablar al viento es, sin duda, la obra más importante publica­ da por Onetti en el exilio. La novela es la consecuencia lógica del mundo onettiano, el libro destinado a cerrar la saga de Santa María, reelaboración autoconsciente y paródica de las convenciones de su propia narrativa. La vi­da breve es, como se sabe, el libro generador de nuevas ficciones. Desde en­tonces, la autorreferencia textual es una constante muy acusada de su narra­tiva; hacer literatura de la literatura, exponer deliberadamente el artificio de la ficción es un procedimiento que se agudiza a partir de Juntacadáveres y es llevado a sus últimos extremos en Dejemos hablar Hugo Verani « 253 » al viento, la novela de Onetti más consciente de sus propios mecanismos narrativos, un texto que no deja de aludir a su condición de texto. De hecho, la novela absorbe y reescribe historias ya contadas y presupone un lector familiarizado con los relatos escritos por el autor desde la publicación de El pozo en 1939. En Dejemos hablar al viento los modos de autorreferencialidad se dan tanto a nivel léxico, sintáctico, semántico, como estructural; abarcan la cita literal, la alusión, la reescritura de tramas anteriores, el uso de proce­di­mien­tos imaginativos usuales o sintagmas familiares que desencadenan una asi­milación metafórica entre distintas historias o personajes, un parentesco que responde a una intención lúdica y paródica. La intertextualidad principal consiste, como veremos, en la reformulación del modelo ficcional privilegia­do de la narrativa de Onetti, el de La vida breve. La cita literal es el procedimiento más explícito en la producción del relato como reminiscencia de otros textos. En Dejemos hablar al viento rea­parecen párrafos de El pozo, de La vida breve, de Juntacadáveres y el texto íntegro del cuento «Justo el treintaiuno» que en la novela recupera un con­texto previamente escamoteado35. De El pozo, foco originario del mundo novelístico de Onetti, se transcribe el primer párrafo, con una modificación significativa: el cuarto de Eladio Linacero es ahora el taller de Medina en el Mercado Viejo, lo que sugiere que las pautas del mundo ficcional onettia­no –la marginalidad y sordidez de un ámbito en desmoronamiento, sólo corregible mediante proyecciones imaginarias– fueron ya instauradas cua­renta años atrás. De La vida breve se incluye un fragmento, el acta de funda­ción de Santa María, que en manos del resucitado Larsen se convierte en un incentivo para que Medina invente su propia realidad, si cuenta con «la gra­cia de Brausen» (p. 79). Y el párrafo procedente de Juntacadáveres, la refle­xión sobre la creación de Santa María, recuerda, precisamente, que Brausen ha inventado un territorio de su propiedad y que escribir es un posible camino de salvación. La intercalación de fragmentos de su obra anterior, extemporáneos al relato, es, naturalmente, deliberada; es un paréntesis reflexivo que privile­gia el artificio de un discurso diegéticamente autoconsciente y « 254 » Colección Prólogos converge en un solo fin: subvertir la idea de la obra como un todo autosuficiente y abrir nuevas dimensiones ficcionales en el relato, en un espacio donde todo es li­teratura, como si Onetti buscara la autorreferencialidad total. Las inserciones autorreflexivas contribuyen, asimismo, a revelar una prác­tica narrativa donde se soslaya la lógica representativa y se ostenta la condi­ción de invento de un mundo sujeto a la voluntad de Brausen. La reiterada mención de Brausen nos alerta a la presencia del intertexto, invocando un contrato con el lector. La estatua de Brausen, el «Fundador» de Santa Ma­ría, rivaliza ahora con un gran letrero, mustio y pálido, a la entrada de la ciudad: «ESCRITO POR BRAUSEN» (p. 147). La aparición del cartel cuan­do Medina «entra» en Santa María postula la naturaleza palimpseica de la novela. El ubicuo Díaz Grey, consciente de su condición de personaje, nos recuerda más adelante que su única realidad es la textual: —Doctor –preguntó Medina, al despedirse–. ¿Usted conoce a un su­jeto al que llaman el Colorado? Lo he visto merodear por aquí. Y algo me di­ jeron. —Oh, historia vieja. Estuvimos un tiempo en una casa en la arena. Ti­po raro. Hace de esto muchas páginas. Cientos (p. 200). Y agrega: Varios libros atrás podría haberle dicho cosas interesantes sobre los alcaloides –dijo el médico, alzando una mano–. Ya no ahora (p. 200). Díaz Grey alude, respectivamente, a sucesos de «La casa en la arena» (1949) y La vida breve. Toda narración entreteje dos discursos, el de la historia narrada y el de otra subyacente. El discurso argumental de Dejemos hablar al viento es en­gañosamente denotativo, pero el subtexto importa más que el desarrollo de la historia factual. Onetti practica un arte de reticencias, de sobre­en­tendi­dos, de alusiones y de verdades no dichas, suspende la denotación para libe­rar lo que no admite representación. Es que, como advierte Díaz Grey en Para una tumba sin nombre, «la verdad que importa no está en lo que llaman hechos» (p. 1012), palabras que hacen eco Hugo Verani « 255 » con las de Eladio Linacero en El pozo, «los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene» (p. 64), y con otras, mu­cho más recien­tes, de «Matías, el telegrafista» (1971): «Para mí, ya lo saben, los hechos des­nudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que car­gan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo defi­nitivo que no tocaremos nunca» (p. 369). La novela privilegia una lectura transversal, requiere que el lector entre en el juego de reconocer los procesos ya elaborados, las referencias a escenas y comportamientos que reaparecen parodiados hasta integrar la historia de Medina, el último soñador, en el sis­tema literario del autor. Al reescribir tramas anteriores, Onetti parece inventariar fragmentos dis­persos de una historia total. Nos tiene acostumbrados a la repetición de su­cesos y enunciados, a la reaparición de personajes y a que su discurso narra­tivo continúe o modifique discursos anteriores, refractándose en ellos. Uno de los motivos recurrentes de su narrativa, el enfrentamiento de jóvenes y adultos, esencial en «Bienvenido, Bob» (1944) y «Jacob y el otro», adquiere en Dejemos hablar al viento una nueva y degradada variante, impregnada de cruel perversidad, pues ni los jóvenes mantienen ya ilusiones o ideales. La protección de Medina de su supuesto hijo Joaquín Seoane, unido y sepa­rado de él por Frieda, la prostituta amante de ambos, es el móvil aparente del relato, conflicto matizado de odio y violencia, que concluye en la falsa amistad y mutua degeneración. Onetti prefigura, con una alusión críptica, un guiño irónico al lector, el previsible fin de Julián cuando pone en boca de su madre estas palabras: «Por desgracia lo bauticé Julián y años después me dijeron que era nombre yeta» (p. 30). Una lectura ingenua no permite entrever la ironía de Onetti; no se asigna impor­tancia a un comentario en apariencia superfluo. El nombre trae mala suerte, en efecto, porque Julián er­a el cajero prófugo, hermano del narrador de La cara de la desgracia, la­drón y suicida, doble destino de este nuevo Julián: ladrón, por haber roba­do la pistola de reglamento del padre; y suicida, por ser el principal sospe­choso del asesinato de Frieda. Onetti reescribe otro episodio muy conocido de su narrativa, el motivo central de «El infierno tan temido», la venganza de una mujer que le envía a su marido, a quien había abandonado, fotos obscenas de sí « 256 » Colección Prólogos misma, con un hombre siempre distinto. En Dejemos hablar al viento la venganza es más refinada: Medina pinta un desnudo al óleo de Olga para enviárselo a la novia de su ex amante en el día de bodas. Otras secuencias revelan la permanencia de motivos y la importancia que les adjudica el autor en su obra. Juanina inventa y le «vende» a Medina el cuento del embarazo de la tía mal­vada que la había abandonado, como Rita inventa y «vende» su farsa diaria, el cuento de la viajera desamparada y sin dinero para regresar a casa de su tía, en Para una tumba sin nombre. Medina asume el compromiso de proteger a Juanina, como Jorge Malabia había hecho con Rita; ambos aceptan, sin verdadera convicción, la fatalidad de representar el papel que se habían impuesto, la deliberada mentira, fundamento del hombre onettiano. En Juntacadáveres Marcos Bergner va a «matar» a Larsen por regentar un prostíbu­lo, pero acaba quedándose a vivir con él; en Dejemos hablar al viento Medi­na va a «arrestar» a un poderoso contrabandista, el Pibe Manfredo, pero se fuga con él de Santa María, actos desconcertantes y aparentemente arbitra­rios que responden, sin embargo, a un mismo y recurrente impulso de los personajes de Onetti: la admiración del fracasado (Marcos había fracasado con el falansterio y Medina como comisario) por el mundo «perfecto» que Larsen y el Pibe Manfredo habían creado. La visión onettiana de la vida como una suma de brevedades y de fraca­sos y el inevitable hundimiento en la nada se sugiere por analogía con nove­las anteriores, entretejiendo sus títulos en el nuevo discurso: «comprendí que alguna cosa había terminado. La primera de las vidas breves que tuve en La­vanda» (p. 24) ; se evoca «el hierro del astillero» (p. 56) ; todos avanzan «ha­cia el pozo final, y la última palabra. Tan seguros, ordinarios, quietos, reci­tadores, imbéciles. El pozo les esperaba sin una verdadera esperanza o inte­rés» (p. 201). Reaparecen asiduos sanmarianos (Díaz Grey, Barrientos, Quin­teros, Medina, Larsen) y se recuerda a notables ciudadanos (el Padre Berg­ner, el concejal y farmacéutico Barthé, el pionero Jeremías Petrus, el Prínci­pe Orloff). No falta la boutade irónica: convertir al Brausen fundador-escritor, demiurgo responsable de la saga de Santa María, en el nombre de la moneda con que Medina paga al Colorado por la «obra de beneficencia» (p. 240), como llama Díaz Grey al Hugo Verani « 257 » incendio que arrasa a la ciudad. Se persiste en un lenguaje relacionado con la impostura (mentir, fingir, imaginar, inventar, juego, farsa), en consonancia con la construcción de mundos ilusorios. Se reiteran sintagmas significantes de otras novelas; la sonrisa torcida de Brau­sen en La vida breve (pp. 476, 624) y de Larsen en Juntacadáveres (pp. 871, 868), ha sido heredada por Julián Seoane: «Seoane estaba en el centro de la habitación, defendiéndose con una sonrisa torcida» (p. 179). Larsen, hu­millado siempre, le agradece a Medina por no haberlo tuteado en el pasado sanmariano, por tratarlo de igual a igual (p. 140), sin saber que repite pala­bras de Jorge Malabia, adolescente inseguro y humillado en Para una tumba sin nombre, cuando se dirige a Díaz Grey: «Además, tengo que darle las gracias por no tutearme» (p. 997). Medina se acomoda de perfil (p. 196), postura típica de Brausen en La vida breve y de Larsen en textos anteriores, y aun en la novela que leemos, cuando Medina y Larsen se encuentran por única vez: «Fue a sentarse en la silla que yo había usado para escribir mi carta; la hizo girar para darme el perfil» (p. 140), comenta Medina. La intro­duc­ción de ambos, al sesgo, anteponiendo la apódosis a la prótasis, usual­mente en grupos binarios de atributos, suele ser semejante36. El trabajado juego de involuciones es, hacia el final de la novela, más tendenciosamente paródico, al ponerse en contacto al lector con una ima­gen leída del autor. Onetti se ficcionaliza y se describe a sí mismo en la ver­sión que Brausen había dado en el instante preciso en que comienza a ima­ginarse el territorio sanmariano. En La vida breve Brausen había retratado, de paso, al hombre con quien compartía la oficina en la agencia de publici­dad donde trabajaba: «Se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, deja­ba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos ínti­mos [...] el hombre de la cara aburrida [...] No hubo preguntas, ningún sín­toma del deseo de intimar; Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, de burla impersonal» (p. 607). En Dejemos hablar al viento la alusión oblicua a esa escena es otro modo de afirmar que todo es invento, simulacro, mentira. Onetti –en la versión de Brausen– es ahora el Juez de Santa María llamado a investigar el crimen de Frieda y el suicidio de Julián: «Ahora estaban frente a frente y Medina recordó la imagen huidiza de alguien « 258 » Colección Prólogos visto o leído, un hombre tal vez com­pañero de oficina que no sonreía; un hombre de cara aburrida que saludaba con monosílabos, a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal» (p. 248). La presencia del implacable Juez constituye la penúltima ironía de un escritor que se desdobla y contempla su propia crea­ción. La última ocurre en el mismo capítulo, titulado «Un hijo fiel»; el lector presupone que la referencia es a Julián, que confiesa un crimen que su­puestamente no ha cometido para eximir al padre. Pero «El hijo fiel» termi­na siendo Díaz Grey, fiel alter ego del autor por las galerías de la imagina­ción: «El doctor Díaz Grey no quiere saber más de estas cosas. Estuve toda la mañana con él, con el teléfono descolgado para que nadie molestara. Ha­blamos de tantas cosas; fue como una historia de la ciudad. No recuerdo qué edad tiene. Pero lo sigo queriendo como si fuera mi hijo. Un hijo fiel» (p. 250). La construcción en abismo transgrede las fronteras del mundo novelesco para saltar al de la realidad, demostrando, una vez más, que todo ha sido manipulado, que todo es, a fin de cuentas, ficción. Como La vida breve, Dejemos hablar al viento consta de dos partes. En la primera, Medina (personaje menor de la saga de Santa María, figura anónima en La vida breve, jefe del destacamento policial en Juntacadáveres y subcomisario en El astillero), se convierte en narrador y protagonista de la novela. Es ahora ex comisario, ex profesor de dibujo, ex dibujante en una agencia de publicidad, ex falso médico, enfermero y pintor. Vive en el exilio en Lavanda (transparente alusión a la Banda Oriental, antiguo nombre del Uruguay)37, mantenido por la prostituta Frieda, consumido por la nostal­gia del exilio y un odio indefinido. En la segunda parte, Medina vuelve a ser comisario de Santa María, recupera el poder y preside sobre el destino de la estirpe sanmariana. Dos espacios que corresponden a dos modos narra­tivos: en Lavanda, Medina cuenta su propia historia en primera persona. En Santa María, un narrador no representado, especie de conciencia colectiva de la ciudad, adopta un estilo documental y distanciado, como si quisiera reconstruir fielmente la crónica de los últimos días de Santa María. En Dejemos hablar al viento se reitera el diseño dominante de la na­ rra­tiva de Onetti: la toma de conciencia del envilecimiento de la existen- Hugo Verani « 259 » cia hu­mana y la futilidad de toda tentativa de comunicación conducen al indivi­duo a proyectarse en ámbitos anhelados, a compensar su marginalidad con el desplazamiento de la «realidad» a la «ficción». Medina es el último de una larga serie de soñadores desamparados, digno epígono de la estirpe de Eladio Linacero, de Brausen, de Petrus, de Larsen y de tantos otros condena­dos a reconstruir el pasado mediante el acto de escritura, a fundar un espa­cio mental que sustituya y corrija el mundo. En la primera parte, en Lavanda, Medina vive acosado por el fracaso y comparte con los demás exiliados de Santa María la nostalgia y la obsesión del retorno a un pasado irrecuperable. La pérdida de vínculos y la evocación del pasado son visiones arraigadas en Onetti. Hostigado por la pobreza, el alcohol, la decrepitud y la sordidez, Medina se entrega al juego de simularse preocupaciones, de fingir amor, amistad y fe en la vida; se empeña, en fin, en creer en la importancia de lo que está haciendo. Pero sus actividades son una serie de actos o peregrinaciones carentes de sentido que sólo sirven para matar el tiempo. La vocación de Medina, como Larsen, su hermano mayor, es creer en «la necesidad de luchar por un propósito sin tener verdadera fe en él y sin considerarlo un fin» ( Juntacadáveres, p. 821). Sin convicción al­guna, como simple rito o costumbre, y mezclando su confuso rencor con indiferencia por las vicisitudes de la vida, Medina se fragua una misión: sal­var a su posible hijo Julián del alcoholismo, de las drogas y de su abyecta entrega a Frieda. Todo protagonista de Onetti acaba humillado, cae en una progresiva corrupción moral. Como en tantos otros relatos anteriores, Dejemos hablar al viento es una crónica de humillaciones, de desamor, de fracasos y de inco­municación. Medina es humillado por tres mujeres, tres figuras que unen pasado, presente y futuro; María Seoane, su amante de 20 años atrás, pone en duda si él es el padre de Julián; Frieda, quien lo mantiene, es amante suya y a la vez de Julián; y la adolescente Juanina, su última oportunidad de amar, basa su relación en el embarazo inexistente y termina también ella convirtiéndose en amante de Frieda, la «puta ambidextra» (p. 180); Medina es, además, despreciado por su supuesto hijo, quien destruye sus ilusiones paternales, y fracasa en los diferentes oficios que contrae: comisario, dibu­jante, médico, enfermero, pintor. Vive destinos « 260 » Colección Prólogos intercambiables; su identidad es incierta y ambigua, encubierta por fluctuantes y elusivas máscaras: «Con las insinuaciones de desnudos volví a sentir una reiterada mentira: que era otro, que pintaba de manera distinta y mejor» (p. 97). Reducido a pin­tar cuadros por encargo, Medina aspira a captar lo imposible, «la ola perfec­ta e irrepetible. Una visión así puede compensar el resto de una vida» (p. 70). Toda empresa humana debe ser presidida por el afán de perfección. Larsen, obstinado en fundar el prostíbulo modelo y sus «precursores», Ambrosio, inventor del chivo, la mentira que «perfecciona» el cuento de la prostituta Rita en Para una tumba sin nombre, y Marcos Bergner, obsesionado por ins­talar el falansterio ideal en Juntacadáveres, son, en la terminología de Onet­ti, artistas fracasados. Medina pertenece a esta genealogía. El empeño de ser otro, de asumir otra personalidad, es clave en Onetti. Incapaz de establecer un vínculo afectivo duradero, Medina se desdobla en una serie de identidades en las que predomina el simulacro. Su caracteriza­ción, tal como la practica Onetti en Dejemos hablar al viento, no difiere en lo esencial –aunque sí en logro estético– de la presentación fragmenta­da y escindida de Larsen en El astillero. Cada máscara que Larsen y Medina asumen representa una posibilidad vital, proyecta una imagen renovada, un comportamiento modelado en torno de relaciones de participación, de de­seo y de comunicación38. En cada secuencia de Dejemos hablar al viento Me­dina se disgrega en una figura siempre distinta y transitoria, en una multi­plicidad de máscaras. Como si se tratara de vidas ajenas e intercambiables, la imagen escindida y la continua proyección de ilusorias formas de vida, con diversas cuotas de miseria, invade el presente vacío y propaga la derrota. «Su desolación no viene de que el ser humano (aun un ser humano tan am­biguo como Medina) se dé por vencido», dice Mario Benedetti, «sino preci­samente de que nunca admita su derrota total, y por eso mismo sea destrui­do una y otra vez»39. El proceso destructor de todo vínculo y el retorno imposible al «paraíso perdido», constantes obsesivas de Onetti, llegan en Dejemos hablar al vien­to a su fin natural: a una múltiple y angustiada experiencia de nostalgia y desolación total. Toda posibilidad de amor o de éxito queda vedada y la vi­da no es más que rutina inútil en un mundo envilecido: «No Hugo Verani « 261 » muy encima de la pudrición, fermento agrio y el olor inquieto de las ratas, entre escaleras y pasillos, vejez, conatos de derrumbe, las voces agu­das» (p. 43). Medina había escapado de Santa María «sin permiso de Brau­sen» (p. 58): creía tener el privilegio de elegir, pero el reconocimiento de estar atrapado y condena­do a la sordidez, le hace desear el retorno a la ciudad maldita y desistir de su sueño de libertad. En el último capítulo de la primera parte, en Lavanda, Medina se re­­fu­gia con Olga («Gurisa»), su amante circunstancial, en una casa de ci­tas, cu­yo dueño es nada menos que Larsen, llamado ahora Carreño (¿ca­rroña?), re­sucitado y agusanado: «lo vi manotear los gusanos que le resbalaban de na­riz a boca, distraído y resignado» (p. 148). La presencia de Larsen destruye la verosimilitud representativa, socava certidumbres y toda noción de lími­tes. Con este encuentro la realidad se vuelve inestable y se entra en el terre­no de los sueños irrealizados. Es otra constante de Onetti: el sueño que se sabe mentira se impone como realidad textual. Observado más de cerca, sin embargo, este encuentro está matizado por la ambigüedad. Con sutil ambi­valencia, Onetti pone en duda el reconocimiento de Larsen; físicamente pa­rece otro, «un desconocido [...] flaco, bajo, confundible y domado en apa­riencia» (p. 139), pero mantiene rasgos peculiares, el balanceo al andar y el sentarse de perfil. Medina, cuando se encuentra con Larsen, «estaba un poco borracho» (p. 140) y Olga «entró recta y pasó junto al dueño sin mirar­lo [...] como si ella no viera ni escuchara a Larsen, como si él se sintiera a solas conmigo» (p. 142). El texto nos insta a considerar que todo es una fa­bricación literaria, una llamada de atención sobre el ejercicio creativo. Larsen le da a Medina un papel maltrecho, un fragmento de «uno de esos que los muertos de frío de por allá llaman los libros sagrados» (p. 141), un párrafo de La vida breve, y le incita a imitar a Brausen, a inventar su pro­pia versión de Santa María, única posibilidad de controlar el mundo, de ser otro, de que todo se cumpla: —Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y todas las historias. Está claro. —Pero yo estuve allí. También usted. —Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que lo repito: haga lo mis- « 262 » Colección Prólogos mo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucedidas (p. 142). Se reitera aquí el mensaje de Brausen: sólo es posible liberarse del presente degradado escribiendo, inventando libremente. «La única forma de res­taurar precariamente el pasado», dice José Emilio Pacheco, «de corregir lo que ya es inmodificable, consiste en el acto de la escritura»40. Todos los pro­tagonistas de Onetti se rebelan contra el mundo hostil construyendo espa­cios ilusorios, refugios contra la humillación diaria. Eladio Linacero, Aránzuru, Jorge Malabia y Díaz Grey (en Para una tumba sin nombre), el alma­cenero de Los adioses, Larsen y ahora Medina inventan aventuras compensa­torias, recogen los fragmentos de su vida y prosiguen por los territorios de la imaginación. Tendidos en la cama, Eladio sueña la aventura de la cabaña de troncos, Aránzuru fantasea con Faruru, la isla de la felicidad, y Brausen inventa San­ta María, historias y vínculos escamoteados por la vida, transforma el mun­do en imagen de su deseo. Medina también adopta la postura usual de los hombres onettianos, echarse en la cama para abandonarse a sus propios sue­ños, a «los miles de sueños simultáneos» (p. 56) que pululan el mundo de Onetti, para proponer lo imaginario como compensación a la incesante su­ciedad de la vida. Si Brausen admira a la Queca por «su capacidad de ser dios para cada intrascendente, sucio momento de la vida» (p. 556) y él mismo es el demiurgo fundador, si Díaz Grey siente «el placer, la embriaguez de ser dios de lo que evocaba» (p. 1008), Medina será «el comisario que qui­so ser Dios» (p. 177). La segunda parte de la novela pone de manifiesto lo que relatos pre­ vios de Onetti formularon reiteradamente: que el acto de escribir enriquece la posibilidad de redimirse, de ejercitar el poder de modificar, impugnar y abolir la realidad degradante, proyectarse más allá de sí mismo. El sueño de Medi­na se inserta en el relato como una historia «imaginaria» que modifica la «real». Un detalle clave, la repetición casi literal, en la segunda parte, de un breve capítulo de la primera («El camino» y «El camino II»), cuyas únicas variantes son sinónimos, subraya que el movimiento progresivo es sólo aparente e invita a reordenar la trama en dos historias superpuestas. Hugo Verani « 263 » En Santa María, Medina descubre que su búsqueda del «paraíso perdido» no ha hecho más que conducirlo a una sociedad tanto o más envilecida que la Lavanda montevideana. La Santa María que imagina es una ciudad hecha de recuerdos desvaídos, donde ya casi no quedan vestigios de la ciu­dad de Brausen (el Hotel Plaza es ahora una casa de pensión, el hospital un asilo para ancianos, etc.) y pocos habitantes conocidos, como atestigua Díaz Grey, último sobreviviente de un mundo deshabitado: «Ya no queda nadie de mi tiempo. Cada día nos sentimos más solos, como en exilio» (p. 196). El desmoronamiento de un mundo que progresivamente viene gestándose desde Juntacadáveres llega a la irreversible destrucción final: «No eran los restos de una ciudad arrasada por la tropa de un invasor. Era la carcoma, la pobreza, la irónica herencia de una generación perdida en noches sin recuerdo, en la nada» (p. 195). Santa María es ahora un ámbito de por­dioseros, niños rotosos y malnutridos, prostitutas, y drogadictos, de aire pu­trefacto y malezas que invaden las quintas abandonadas, una ciudad de humillante marginalidad social en la que todos aceptan «la desgracia como compañía, un clima habitual y soportable» (p. 164). Medina regresa a Santa María para invertir las leyes que regían su vida en Lavanda –la relación de dependencia– y para reconciliarse con su hijo, salvarlo de la influencia de Frieda y vengarse de ella. Pero el empeño nada tiene que ver con el amor o la amistad, sino que se fundamenta como es usual en Onetti– en la mentira acordada, en el juego de imponerse una responsabilidad cualquiera: «Desde que me conociste, o desde mucho an­tes, quisiste jugar a que yo era tu hijo. Nada de amor, en realidad: el placer del dominio, la pobre satisfacción orgullosa de imponer destinos y contac­tos» (p. 187). En Santa María se cumple el deseo de Medina de dominio y el placer de modificar los destinos de sus adversarios: es el todopoderoso comisario de la ciudad. Pero en Onetti todo sueño de amor y de amistad está congéni­tamente condenado al fracaso. Frieda se vuelve más poderosa que Medina (se enriquece y tiene éxito como cantante de cabaret) y Julián sigue siendo amante de ella. El fracaso de Medina en Santa María es previsible: «Todo transplante a Santa María se marchita y degenera» (p. 882), « 264 » Colección Prólogos vaticina Lanza en Juntacadáveres, y los que regresen «mascarán con placer el fracaso y las embellecidas memorias, falsificadas por necesidad» (p. 1406) . Como Mon­cha en «La novia robada» y Rita en Para una tumba sin nombre, Medina regresa a cumplir su destino sanmariano, con clara conciencia de que una fatalidad implacable controla su vida: la ciudad tiene la última palabra. No hay salida posible sin «la gracia de Brausen». «El placer del desquite o revancha, el aire de violencia y agresividad, en sus variadas formas de manifestación, son estados habituales y con­ natu­rales de la narrativa de Onetti»41. Si Casal en Tierra de nadie sentía «un odio frío, sin causa precisa» (p. 247), si Brausen vive obsesionado con la idea de matar y a Larsen «lo enfurecía y lo desconcertaba no encontrar [...] un objetivo concreto de odio» (p. 839), Medina encuentra en Santa María la oportunidad de resolver el envejecido rencor y la necesidad de vengarse que arrastran los personajes onettianos. Como si cumpliera con desinterés un ri­to preestablecido, golpea a Julián, mata a Frieda, es responsable del suicidio de su hijo y, según se insinúa, del asesinato de Olga, pero la novela termina antes. Santa María arde, devorada por el fuego purificador, irónica «opera­ción limpieza» fraguada por Medina. Reaparece el Colorado, personaje de «La casa en la arena», un idiota pelirrojo, con manías incendiarias, y en com­plicidad con Medina, Díaz Grey y los vientos del temporal de Santa Rosa (recuérdese que Santa María fue fundada por Brausen en La vida breve du­rante la tormenta de Santa Rosa), incendia la ciudad. «Esto lo quise durante años, para esto volví» (p. 254), dice Medina cuando se vislumbra el fin. Viento, fuego y noche se confabulan para suscitar por medio de la palabra la profe­cía apocalíptica. Dejemos hablar al viento es, en suma, una novela en la cual la con­ fluencia de textos, y la reescritura de situaciones específicamente onettianas (las oposiciones adolescencia-madurez y el amor-odio, la mentira y el ma­lentendido, la pérdida de ideales y la evocación del pasado) y la construc­ción del relato mediante procedimientos usuales (la perspectiva doble, la am­bigüedad, el sueño, el libre ejercicio de la imaginación), imponen una lec­tura que reconozca la deliberada estrategia intertextual, de síntesis totaliza­dora, la ambición de Onetti de recapitular lo andado. Hugo Verani « 265 » Notas 1. «Discurso de JCO», Estafeta, Nº 30 (mayo 1981), p. 108. 2. Hans Roben Jauss, «El texto poético en el cambio de horizontes de la comprensión», Maldoror (Montevideo), Nº 19 (1985), p. 36. 3. «Discurso de JCO», p. 108. 4. Wolfgang Iser, «La interacción texto-lector: algunos ejemplos hispánicos», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, v. 6 Nº 2 (1982), p. 235. 5. Réquiem por Faulkner y otros artículos, ed. de Jorge Ruffinelli Montevideo, Arca/Calicanto, 1975, p. 16. Las ocho citas siguientes se hacen de esta edición. 6. «Encuesta entre escritores nacionales», El Popular (Montevideo), (26 enero 1962), Suplemento, p. 4. 7. «Divagaciones para un secretario», Acción (Montevideo), (24 octubre 1963), p. 19. 8. Ángel Rama, La generación crítica 19391969, Montevideo, Arca, 1972, p. 123. 9. Francisco Espínola, «El pozo, de JCO», El País, (18 septiembre 1940). Recogida por Ana Inés Larre Borges. «Espínola escribe la primera valoración de El Pozo», Brecha (Montevideo), (23 octubre 1987), p. 31. 10. Alberto Zum Felde, Índice crítico de la literatura hispanoamericana: la narrativa (México, Gua­ranía, 1959), p. 463. 11. Mario Vargas Llosa, «Novela primitiva y novela de creación en América», Marcha 10 enero 1969, p. 31. 12. Obras completas, México, Aguilar, 1970, pp. 75-76. Todas las citas se hacen de esta edición, con tres excepciones: La muerte y la niña, Buenos Aires, Corregidor, 1973; «Matías el telegra­fista», Cuentos completos, Buenos Aires, « 266 » Colección Prólogos Corregidor, 1974; y Dejemos hablar al viento, Barcelona, Bruguera, 1979. 13. Jaime Concha, «Sobre Tierra de nadie de JCO», Atenea, Nº 417 (1967), p. 186. 14. Mario de Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid, Alianza, 1979, pp. 54 y 65. 15. Hugo J. Verani, El ritual de la impostura, Caracas, Monte Ávila, 1981, p. 128. 16. La escena se encuentra en las páginas 689-692 de las Obras completas. 17. Mario Benedetti, «JCO y la aventura del hombre», en Juan Carlos Onetti, ed. de H.J. Verani, Madrid, Taurus, 1987, p. 69. 18. Las citas vienen, respectivamente de Emir Rodríguez Monegal, «Conversación con JCO», Eco, Nº 119 (1970), p. 460; y «Por culpa de Fantomas», Cuadernos Hispanoamericanos, Nº 284 (1974), p. 228. 19. Véase H.J. Verani, El ritual de la impostura, pp. 247-263. 20. Jorge Ruffinelli, «Onetti antes de Onetti», en Juan Carlos 0netti, p. 39. 21. Josefina Ludmer, «Contar el cuento», Juan Carlos Onetti, p. 305. 22. María Esther Gilio, «Un monstruo sagrado y su cara de bondad», La Mañana (Montevideo), (20 agosto 1965). 23. Jorge Ruffinelli, «JCO. Creación y muerte de Santa María», Palabras en orden, Buenos Aires, Crisis, 1974, p. 77. 24. José Donoso, «Prólogo» a El astillero, Madrid, Salvat/Alianza, 1970, pp. 12-13. 25. Mario Benedetti, «Desde un lugar en el mundo», Brecha (Montevideo), Nº 3 (25 oct. 1985), sección «La Lupa», p. 2. 26. José Manuel García Ramos, «Entrevista con JCO», Camp de L’Arpa (Barcelona), No 45-46 (1977), p. 18. 27. Javier García Sánchez, «El miedo del escritor ante la muerte. Entrevista con JCO», El Viejo To­po (Barcelona), Nº 38 (1 nov. 1979), p. 63. 28. Rosa María Pereda, «Premio Cervantes de Literatura. Onetti: ‘Yo hubiera votado por Octavio Paz’», El País (Madrid), (17 dic. 1980), p. 36. 29. Magela Prego, «Con JCO. ‘Y bueno, eran muy brutos’», Jaque (Montevideo), (8 feb. 1985), pp. 10-11. 30. Véase Ángel Rama, «Origen de un novelista y de una generación literaria», en JCO, El pozo, Montevideo, Arca, 1965, pp. 84-87. 31. Isaías Peña Gutiérrez, «JCO en Cuba», Cambio (México), Nº 4 (julio-sept. 1976), p. 63. 32. El primer fragmento publi­cado de Dejemos hablar al viento fue «Justo el 31», Marcha, Nº 1220, (28 agosto 1964), 2ª sección, pp. 23-24; en otro fragmento, «Mercado viejo», Acción, (10 dic. 1967), p. 8, se indica en la nota de presentación que es un capítulo de la «novela que Onetti piensa terminar para fin de año». En líneas generales, Onetti describe la trama de Dejemos hablar al viento en Emir Rodríguez Monegal, «Conversación con Onetti», Eco, Nº 119 (1970), pp. 238-266; y en Jorge Ruffinelli, «JCO. Creación y muerte de Santa María», Palabras en orden, Buenos Aires, Crisis, 1974, pp. 69-88. 33. Eligio García Márquez, «JCO: ‘Mi nombre es Larsen’», Son así: Reportaje a nueve escritores hispanoamericanos, Bogotá, La Oveja Negra, 1982, p. 29. 34. Ángel Rama, «Onetti: el enclaustramiento del maestro», Eco (Bogotá), Nº 162 (1974), p. 661. te, en las pp. 58, 142 y 55 de Dejemos hablar al viento y proceden de las pp. 49, 444 y 911 de las Obras completas. El párrafo de La vida breve resume, en realidad, dos párrafos de la página citada. El cuento «Justo el 31» es ahora el capítulo VIII de Dejemos hablar al viento. 36. Por ejemplo, Larsen, en Juntacadáveres: «Resoplando y lustroso, perniabierto sobre los saltos del vagón en el ramal de Enduro, Junta caminó...» (p. 777); «Humillado y protector voy anun­ciando mi llegada con los suaves estallidos de los escalones...» (p. 914). Medina, en Dejemos hablar al viento: «Frenético y disimulado, entreverado con el cuerpo decepcionantemente pul­cro por deformación profesional...» (p. 55); «Aflojándose la corbata, enérgico e irritado, Medi­na contempló...» (p. 206). 37. Lavanda está descrita para que se reconozca a Montevideo. Nombres de lugares (el Cementerio Central, la Playa Ramírez, el Parque Hotel) y de calles (Isla de Flores, Carlos Gardel) de los alrededores del Barrio Sur, donde vivía Onetti, u otros lugares típicos de la ciudad (el Buceo, el restaurante Morini, la Plazoleta del Gaucho, la óptica Ferrando, la Avenida Agraciada, el Teatro Solís), están impregnados de la nostalgia de la patria perdida. En los fragmentos de la novela anticipados (véase la nota 32), la ciudad se llamaba por su nombre, Montevideo. 38. Véase H. Verani, El ritual de la impostura, pp. 196-203. 39. Mario Benedetti, «JCO: Dejemos hablar al viento», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (Lima), Nº 14 (1981), p. 165. 40. José Emilio Pacheco, «Presentación» al disco Juan Carlos Onetti, México, UNAM, 1967, p. 2. 41. H. Verani, El ritual de la impostura, p. 237. 35. Los párrafos de El pozo, La vida breve y Juntacadáveres se encuentran, respectivamen- Hugo Verani « 267 » Índice Presentación 7 Advertencia editorial 8 jorge ruffinelli Obra completa de Juan Rulfo 9 domingo miliani Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri 47 jaime alazraki Rayuela de Julio Cortázar 133 Hugo verani Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti 223 E ste volumen de la Fundación Biblioteca Ayacucho se realizo el mes de octubre de 2009, En su diseño se utilizaron caracteres ITC Adobe Garamond light, light italic, book, book italic, bold, bold italic, ultra y ultra italic; y en las capitulares Bickham Script MM Swash Capitals de Richard Lipton, Adobe Systems. www.bibliotecayacucho.gob.ve revoluciónde laconciencia Hugo Verani (Uruguay, 1941). Editor y crítico literario, se doctoró en la Universidad de Wisconsin. Entre sus publicaciones destacan: El ritual de la impos­ tura (1981); De la vanguardia a la pos­ modernidad: narra­ tiva uruguaya (1996); y Las vanguardias li­ terarias hispanoame­ ricanas (1990). R ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes desean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez intenta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el uruguayo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endiablada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estudio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del lenguaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el trabajo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lectura del importante narrador uruguayo. NARRATIVA Jaime Alazraki (Argentina, 1934). Ensayista y profesor universitario. Se doctoró en Columbia University. Entre sus publicaciones destacan: Poética y poesía de Pablo Neruda (1965); La prosa na­ rrativa de Jorge Luis Borges (1968); En busca del unicornio, los cuentos de Julio Cortázar (1983); y Hacia Cortázar, aproximaciones a su obra (1994). Colección prólogos NARRATIVA prólogos Domingo Miliani (Venezuela, 19372002). Ensayista, narrador y poeta. Profesor universitario. Se doctoró en la Universidad Autónoma de México. Director fun-­­ dador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Entre sus publicaciones figuran: Prueba de fuego. Na­ rrativa venezolana. Ensayos (1973); Trípti­ co venezolano (na­ rra­tiva, pensamiento y crítica) (1985); y País de lotófagos. En­ sayos (1992). 1 RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI Jorge Ruffinelli (Uruguay, 1943). Crítico e investigador de cine y de literatura. Profesor universitario, dirigió el Centro de Investigacio­nes Lingüístico-Literarias de la Universidad de Veracruz. Ha sido jurado de los Premios Casa de las Américas y Juan Rulfo. Entre sus publicaciones destacan: La viuda de Montiel (1979); El lu­ gar de Rulfo (1980); y La escritura invisible (1986). 1 JORGE RUFFINELLI Obra completa de Juan Rulfo DOMINGO MILIANI Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri JAIME ALAZRAKI Rayuela de Julio Cortázar HUGO VERANI Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti Biblioteca Ayacucho es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana. Creada en 1974 como homenaje a la batalla que en 1824 significó la emancipación política de nuestra América, ha estado desde su nacimiento promoviendo la necesidad de establecer una relación dinámica y constante entre lo contemporáneo y el pasado americano, a fin de revalorarlo críticamente con la perspectiva de nuestros días. En esta colección se agrupan temáticamente algunos prólogos de nuestros libros. Pretendemos con esto estimular la lectura del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y apoyar el trabajo de los especialistas y estudiosos de la cultura latinoamericana. Estos prólogos arrojan un rico legado vinculado a la obra, y muestran interpretaciones y posturas que los autonomizan y permiten leerlos como entidades literarias que configuran un todo de calidad estética, teórica y crítica. Hugo Verani (Uruguay, 1941). Editor y crítico literario, se doctoró en la Universidad de Wisconsin. Entre sus publicaciones destacan: El ritual de la impos­ tura (1981); De la vanguardia a la pos­ modernidad: narra­ tiva uruguaya (1996); y Las vanguardias li­ terarias hispanoame­ ricanas (1990). R ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes desean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez intenta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el uruguayo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endiablada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estudio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del lenguaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el trabajo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lectura del importante narrador uruguayo. NARRATIVA Jaime Alazraki (Argentina, 1934). Ensayista y profesor universitario. Se doctoró en Columbia University. Entre sus publicaciones destacan: Poética y poesía de Pablo Neruda (1965); La prosa na­ rrativa de Jorge Luis Borges (1968); En busca del unicornio, los cuentos de Julio Cortázar (1983); y Hacia Cortázar, aproximaciones a su obra (1994). Colección prólogos NARRATIVA prólogos Domingo Miliani (Venezuela, 19372002). Ensayista, narrador y poeta. Profesor universitario. Se doctoró en la Universidad Autónoma de México. Director fun-­­ dador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Entre sus publicaciones figuran: Prueba de fuego. Na­ rrativa venezolana. Ensayos (1973); Trípti­ co venezolano (na­ rra­tiva, pensamiento y crítica) (1985); y País de lotófagos. En­ sayos (1992). 1 RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI Jorge Ruffinelli (Uruguay, 1943). Crítico e investigador de cine y de literatura. Profesor universitario, dirigió el Centro de Investigacio­nes Lingüístico-Literarias de la Universidad de Veracruz. Ha sido jurado de los Premios Casa de las Américas y Juan Rulfo. Entre sus publicaciones destacan: La viuda de Montiel (1979); El lu­ gar de Rulfo (1980); y La escritura invisible (1986). 1 JORGE RUFFINELLI Obra completa de Juan Rulfo DOMINGO MILIANI Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri JAIME ALAZRAKI Rayuela de Julio Cortázar HUGO VERANI Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti Biblioteca Ayacucho es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana. Creada en 1974 como homenaje a la batalla que en 1824 significó la emancipación política de nuestra América, ha estado desde su nacimiento promoviendo la necesidad de establecer una relación dinámica y constante entre lo contemporáneo y el pasado americano, a fin de revalorarlo críticamente con la perspectiva de nuestros días. En esta colección se agrupan temáticamente algunos prólogos de nuestros libros. Pretendemos con esto estimular la lectura del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y apoyar el trabajo de los especialistas y estudiosos de la cultura latinoamericana. Estos prólogos arrojan un rico legado vinculado a la obra, y muestran interpretaciones y posturas que los autonomizan y permiten leerlos como entidades literarias que configuran un todo de calidad estética, teórica y crítica.