dios interrumpe la historia

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LIEVEN BOEVE
DIOS INTERRUMPE LA HISTORIA
La literatura apocalíptica es una literatura que suscita muchas cuestiones y parece contener enigmas difíciles de desvelar. Sin embargo,
éste es sólo un aspecto del problema: esta literatura es una literatura
de resistencia, se hace la voz del clamor de las víctimas ante sus opresores. Así ha sido revalorizada últimamente por teólogos de la talla de
J. B. Metz, por ejemplo. En este artículo se contextualiza dicha literatura y, al mismo tiempo, se hace ver su relevancia para el mundo de hoy.
God interrupts History. Apocalyptism as an Indispensable Theological
Conceptual Strategy, Louvain Studies 26 (2001) 195-216
La apocalíptica cristiana es el
resultado de dos anhelos judíos: la
venida de un Mesías terrenal que
establecería un reino de paz y justicia y la llegada del juicio final de
Dios al fin de la historia. Estas dos
ideas han resonado ampliamente
en los dos precedentes milenios,
expresándose tanto en el ámbito
religioso como en el secular. La
apocalíptica significaba salvación
de los escogidos, purificación de la
iniquidad y destrucción de las fuerzas del mal, todo lo cual formaba
parte de la consumación definitiva, y, por lo tanto, de la disolución
de la historia. La fiebre apocalíptica fue acogida, sobre todo, en movimientos sectarios y milenaristas.
Un cierto número de Padres de la
Iglesia, entre ellos Ireneo de Lión,
se planteó el despertar de un dominio de mil años, como una interrupción en el curso de la historia. Una fuerte crecida de la fiebre
apocalíptica dio lugar a figuras
como Joaquín de Fiore en el siglo
XII, y al movimiento “schwärmer”,
la izquierda reformista del siglo
XVI (Tomás Müntzer, Hans Hut).
En este caso la apocalíptica se daba
la mano con una significativa insatisfacción por la situación real y
con una llamada a un cambio radical. Podemos encontrar, aún en
nuestro tiempo, un cierto quiliasmo, término alternativo de milenarismo, entre los adventistas y
testigos de Jehová.
La imaginación apocalíptica
también ha dejado sus huellas en
la filosofía política moderna (recordemos la esperanza de Lessing
y Kant de una era de consumación
y paz eterna) y en la historia política (véase la retórica político-religiosa norteamericana, la utopía
marxista de una sociedad sin clases o el Tercer Reich).
Hoy día nos enfrentamos a una
remarcable paradoja. Por una parte, vivimos en un tiempo en que
las ideas apocalípticas han desaparecido de la tradición cristiana, a
menudo como resultado de un
diálogo entre fe cristiana y modernidad. Pero, por otra parte, nos
vemos enfrentados a un ambiente cultural “post-cristiano” en el
que la apocalíptica surge bajo la
forma de un “sentimiento apocalíptico” que se expresa, entre otras
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cosas, en un miedo de un final físico del mundo, del colapso moral
de la raza humana, de un sin sentido radical de la existencia humana y de cada anhelo y pensamien-
to humano. Las antiguas imágenes
bíblicas son ahora como metáforas de sensibilidades culturales
contemporáneas.
APOCALIPSIS AHORA:
¿SÍNTOMA DE UNA CULTURA A LA DERIVA?
La apocalíptica entre el pesimismo cultural y la reafirmación de la esperanza
Las raíces de lo que entendemos hoy día por apocalíptica son
las de siempre: terremotos, desastres ambientales, caos y guerra. La
ansiedad acerca del calentamiento global, la sanidad en la alimentación y sus efectos en nuestra
salud pueden, con toda tranquilidad, añadirse a la lista anterior.
Añadamos que la tecnología de los
nuevos medios de información
han cambiado nuestra percepción
del tiempo, con toda la oleada de
insoportables mensajes ominosos.
El resultado es un sentimiento,
cada vez más intenso, de malestar,
que se expresa en una falta de
seguridad y de perspectiva de futuro. Los críticos de la cultura, tanto conservadores como progresistas, proclaman el mismo mensaje, aunque con distinta terminología: vivimos una cultura de muerte, drogas, sida y sexo. Hay ejemplos en abundancia en el mundo
del cine. Nos hallamos ante una
fascinante ansiedad frente a los límites humanos y la transgresión
de los mismos, frente a amenazas
de toda clase. Además de tales
amenazas, a menudo encontramos,
por más que sea de inspiración
“hollywoodiense”, una reafirma230
Lieven Boeve
ción de nuestra fe en la bondad,
en la misma vida y en nosotros; al
final siempre gana el bueno y nuestra omnipotencia queda de nuevo
asegurada: lo que parecía conducirnos a un final lleno de muerte
y destrucción, se transforma en
una historia victoriosa. Estas películas, con todo, siguen presentando el otro lado de la imagen: nuestro miedo de ser dominados por
algo que nosotros mismos hemos
creado, máquinas y robots que dirigen nuestra vida y que nos tocan en un nivel profundo. La batalla definitiva entre el bien y el mal
también la encontramos en la vida
real; recordemos por ejemplo, el
asedio por el FBI de Waco, Tejas,
en 1993 con 81 miembros de la
secta muertos, el suicidio masivo
(¿o fue asesinato?) en la Guayana,
en 1978, en el que murieron 912
seguidores, los suicidios rituales
del Templo del Sol, la bomba de
Oklahoma en 1995, el gas serín en
Tokio en 1999.
Tres características de la actual sensibilidad apocalíptica
Un examen más detenido de
este fenómeno social y cultural
nos permite discernir tres características específicas que tipifican
nuestra comprensión de la apocalíptica actual.
Miedo al juicio que hemos
provocado
En primer lugar, nuestra comprensión de la apocalíptica incluye un juicio sobre las desilusiones
de la grandeza de la humanidad.
Hemos emprendido, en nuestro
deseo por dominar y controlar la
naturaleza, un proceso que ya es
imparable. Ejemplos los tenemos:
holocausto judío, Gulags, campos
de exterminio, y el miedo a un
Apocalipsis nuclear que no acaba
de desaparecer. Esto por no hablar
de desastres químicos, urbanizaciones sobre estercoleros químicos, escándalos en la alimentación,
el efecto invernadero, el apocalipsis económico (el abismo cada vez
más amplio entre ricos y pobres).
Se da la sensación de que ya no
podemos dominar la situación, de
que hemos creado monstruos que
no controlamos. La humanidad se
ha sobre-valorado en exceso, tanto a nivel de planificación de una
sociedad perfecta como en la aplicación de una visión funcional y
tecnológica del mundo: la reducción de la naturaleza y su entorno a lo que satisface nuestras necesidades y ayuda a nuestros proyectos. La apocalíptica se ha convertido en metáfora de lo que los
pensadores postmodernos llaman
el final de los grandes relatos por
su pérdida de plausibilidad.
El catastrofismo como excusa para los chutes (*)
Con el final de los grandes relatos, la búsqueda colectiva e indi-
vidual de sentido se ha convertido en una actividad de primera, en
una cuestión de opciones, de construcción de la propia identidad,
situado todo ello en una compleja pluralidad que cuestiona, reta y
enriquece las opciones fundamentales de vida y los relatos. Cuando uno rehúsa atarse a algo con
sentido, la búsqueda de sentido y
de identidad personal se convierte, a menudo, en búsqueda sin fin
de estímulos para lograr una efímera conciencia de intensidad vital. No hay nada malo en disfrutar
de un “chute” inocente, pero,
cuando el “chute” se convierte en
la única fuente de sentido, se corre el riesgo de ser absorbido por
una espiral sin fin de “chutes” cada
vez más fuertes, de los que ya no
hay escape.
Los “chutes” están muy unidos
a la trasgresión de fronteras. El
aspecto más característico del
estímulo es la intensificación del
“Yo”, experiencia buscada como
respuesta a un deseo de sentido
que, en última instancia, se nos
escapa; y esto nos lleva a buscar
experiencias más fuertes en nuestras trasgresiones. El “chute” busca hacerme diferente de los otros,
la huida de una existencia incolora. Este deseo de mayores trasgresiones nos puede llevar demasiado lejos, tan lejos como flirtear
con la muerte y con el suicidio. Lo
extraordinario y lo fuera de lo
común se convierten en la única
fuente de sentido.
La mentalidad apocalíptica es,
por lo tanto, una búsqueda de lo
que rompe la rutina. En definitiva,
——————
(*) La palabra “chute” traduce la palabra inglesa “kick” y que podríamos traducir por puntapié,
patada, marcar un gol (en el vocabulario futbolístico) etc. [Nota de la Redacción]
Dios interrumpe la historia
231
es un escapismo de la experiencia
de estar encerrado en un insignificante “aquí y ahora”. La apocalíptica nos ofrece un lenguaje emocional, imágenes y experiencias
que rompen el discurso instrumentalista, técnico, racional, burocrático, económico que nos impide salir de nosotros mismos; es la
metáfora del estímulo definitivo, de
la trasgresión final de los límites.
Respuesta y síntoma de una
creciente inseguridad
En términos más generales, el
resurgimiento apocalíptico apunta a un sentimiento cada vez mayor de falta de poder y un menguante sentimiento de confianza.
Es testimonio de un vago sentido
de inseguridad, sobre todo a partir del colapso de los grandes relatos que nos ofrecían una incontrovertible certeza y estabilidad.
El anuncio de grupos de derechas es también síntoma de este
creciente sentido de vulnerabilidad. La gente busca seguridad en
medio de la inseguridad. Lo inusual,
la alteridad es una amenaza a mi
certeza, a mi narrativa, a mi estabilidad. Al mismo tiempo, mi conceptualización hostil del otro me
ayuda, por vía del mecanismo del
macho cabrío, a modelar, estabilizar y reforzar mi identidad. Desde esta perspectiva, la apocalíptica conforma un modo radical de
crítica y pesimismo cultural al que
diferentes fundamentalismos religiosos ofrecen su ayuda en forma
de soluciones medio mitológicas
por lo que se refiere al sin sentido vital, al mal, al sufrimiento y al
dolor. Dichos fundamentalismos
232
Lieven Boeve
creen que todo ello es debido a
una cultura que entienden en términos de esteticismo, inmoralidad
y amoralidad, relativismo, superficialidad, arbitrariedad e individualismo. Lo único que puede ofrecer
alguna solidez es la firme y verdadera percepción de la realidad. Así
justifican, a menudo, el milenarismo
político y hasta el poder religioso.
Problemas teológicos suscitados por la paradoja
La paradoja consistente en, por
una parte, la remoción de lo apocalíptico por la teología contemporánea y, por otra, en el hecho
de que lo apocalíptico es un aspecto importante de la cultura, suscita preguntas a los teólogos de
nuestro tiempo: el mundo conceptual de la apocalíptica contenido
en la tradición ¿es válido para
nuestra fe de hoy?, ¿revela algo
sobre la fe y el lugar de los cristianos en un mundo en el que lo que
nosotros hemos venido en llamar
sensibilidad cultural apocalíptica
está en alza?
Hay que recordar que la teología se halla siempre en un continuo proceso de recontextualización que los teólogos llaman “la fe
que busca comprender”. Supuesto que hoy día los cristianos viven
en un mundo caracterizado por la
pluralidad de opciones de vida, y
supuesto que constituyen un grupo específico en nuestras plurales
sociedades europeas, ahora mucho más que en el pasado son
conscientes del hecho de estar
ubicados dentro de su propia y
particular narrativa y de pertenecer a su propia y peculiar comu-
nidad narrativa.
En nuestra reflexión sobre la fe
cristiana y la apocalíptica, utilizaremos dos puntos de partida. En
línea con Metz, padre de la teología política, sostenemos que la
purga de la conciencia apocalíptica entra de lleno dentro de esa
misma tradición. De hecho, este
proceso de purificación ha introducido una “percepción de tiempo” que hace imposible, en principio, conceptuar auténticamente
la radicalidad de la fe cristiana; por
tanto, la apocalíptica es, ni más ni
menos, una estrategia teológica indispensable para remarcar los rasgos distintivos de la fe cristiana en
términos de su identidad e importancia para hoy. Por lo que se refiere al método, la ansiedad contemporánea (apocalíptica cultural)
nos ofrece la llave para comprender la apocalíptica bíblica. Podemos entender lo apocalíptico tanto en un sentido positivo como
negativo, al igual que podemos
entender la “ansiedad” como algo
mortal y destructivo, pero al mismo tiempo como posibilidad de
supervivencia, renovación y cambio. Desde la perspectiva negativa, la apocalíptica habla de ansiedad global; desde la positiva, intenta transformar nuestro miedo de
las catástrofes en crisis de ansiedad.
TEOLOGÍA CRISTIANA Y APOCALÍPTICA:
UNA TRADICIÓN EMOCIONANTE
El género apocalíptico
En sentido estricto “apocalipsis” se refiere al género literario
que nos es conocido por el Apocalipsis de Juan. El género también
lo encontramos en otros libros de
la Biblia, sobre todo, en la literatura intertestamentaria judía. Lo
podríamos definir como “género
de literatura de revelación con una
estructura narrativa en la que un
ser sobrenatural hace una revelación a un receptor humano. Se
abre, así, una realidad trascendente que posee un aspecto temporal por su referencia a una salvación escatológica, y otro espacial,
ya que está referida a un mundo
sobrenatural, distinto del nuestro.
Su finalidad es dar esperanza a un
grupo que tiene problemas mediante la interpretación de su situación terrena actual a la luz de
una existencia sobrenatural y de
futuro, para influir en el conocimiento y conducta de su auditorio mediante la autoridad divina”.
El apocalipsis se refiere, por consiguiente, a una especie de revelación de parte de Dios, Cristo o un
ángel, tomando, a veces, la forma
de visión, sueño, epifanía, voces
(diálogo y oración), viaje al cielo,
adquisición de un documento celestial. Al receptor humano se le
identifica a menudo con prominentes figuras del pasado (Henoc,
Abraham). La revelación presenta,
a menudo, la historia del mundo
bajo un modelo de calamidad, crisis, destrucción y salvación; insiste en el carácter crucial del momento actual, el “ahora”: en este
preciso momento, se está dando
una división definitiva entre lo que
conduce a la salvación y a un futuro nuevo y lo que conduce a la
Dios interrumpe la historia
233
condenación y a la destrucción.
El Sitz-im-Leben de estos documentos hay que situarlo en una
atmósfera de crisis: invasión, persecución y destrucción.
La frustración de la expectativa cristiana primitiva
En el NT hallamos rastros de
la apocalíptica, además del libro de
Juan; por ejemplo, la predicación
de Juan Bautista (Lc 3), el discurso apocalíptico (Mc 13), la presentación de Jesús, como juez definitivo, que separa las ovejas de las
cabras (Mt 25,31). Numerosas
imágenes y metáforas dan color a
páginas del NT que nos hablan de
los gestos y palabras de Jesús, de
su muerte y resurrección: del título de “Hijo del Hombre”, el tema
del juicio final, el fuego eterno, la
vida eterna, la aparición del Reinado de Dios, las categorías de la
resurrección y segunda venida, los
ángeles junto a la tumba, los relatos de aparición y otros muchos.
Que la primera generación de
cristianos estaba convencida de
que la segunda venida del Señor
estaba al caer, es evidente en muchos escritos de Pablo (1Co 7,19). De hecho, los discípulos no sólo
creyeron que “Jesús resucitó y está
sentado a la derecha del Padre”,
sino que también volvería pronto
“para juzgar a vivos y muertos”. La
fórmula litúrgica “Maranatha” nos
ofrece una clara evocación de la
irrupción de Jesús en la historia
para establecer de manera definitiva el Reino de Dios en la tierra
(1Co 16,22,Ap 22,20, Didajé 10,6),
lo mismo que las fórmulas del Padre nuestro: “Venga a nosotros tu
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Lieven Boeve
Reino”, “Hágase tu voluntad en la
tierra como en el cielo”.
Pero esta primera expectativa
nunca se realizó y tuvo que ser
reinterpretada: a medida que la
Parusia se retardaba, se dio una
institucionalización y una eclesialización de las comunidades (cfr.
Cartas pastorales); al mismo tiempo los sacramentos adquieren relieve como signos que anticipan el
Reinado de Dios aquí y ahora.
Un tercer elemento de esta
espera lo tenemos en un cambio
de acento: ya no es la espera inmediata del Señor lo que hay que
subrayar, sino lo inesperado de su
retorno. Todo esto va acompañado de una fuerte moralización: al
retrasar su venida, el Dios de la
misericordia nos ofrece nuevas
posibilidades de conversión, aunque el juicio final puede llegar en
cualquier momento. En un último
análisis, la tensión apocalíptica se
disolvió entre un presente que ya
participa de la salvación escatológica y un futuro aún por venir. Y
aquí empieza la primera “desapocaliptización”.
Ulterior “desapocaliptización” mediante la helenización y modernización
Bajo el influjo del pensamiento griego, la expectación llevó a un
interés creciente por el destino
del alma individual. Surgió la idea
del juicio personal tras la muerte
y la reflexión sobre la situación del
alma, una vez desprendida del
cuerpo, y sobre la inmortalidad
personal. Dicha individualización y
espiritualización (con el acento en
el alma) planteó cuestiones sobre
la situación del alma, mientras llegaba el juicio universal al final. Así
surgió la “escatología individual”
(muerte, juicio y purgatorio). La
diferencia entre escatología final e
individual duró hasta bien entrado el siglo veinte. Las imágenes
apocalípticas se reservaron para el
juicio final colectivo: vuelta triunfante del Señor, arreglo de cuentas definitivo con el mal, plenitud
(nuevos cielos y tierras) y resurrección de los muertos. Como
consecuencia de esto el tratado de
la escatología se convirtió en una
“cronología de la vida eterna” y en
una “geografía del más allá”.
A este respecto es también
importante la tensión entre el
concepto de tiempo judío y griego. El judío postula una comprensión lineal del tiempo con un principio y un fin: una historia en la que
Dios está activamente comprometido. El concepto griego, a su vez,
mantiene una dualidad asimétrica
entre tiempo y eternidad. De donde se sigue que el tiempo sólo se
puede conceptuar en relación con
la eternidad, es decir, más bien
como un “continuum” y, así, la Iglesia ya participa en la eternidad por
medio de los sacramentos.
En el período moderno, el
tiempo seguía concibiéndose en
términos de “continuidad”, con el
sentido de progreso o desarrollo
continuo: la historia es un proceso en camino constante hacia su
plenitud. Se argüía que el descubrimiento de la razón (plasmado en
las ciencias y en la tecnología) y de
la libertad (origen de muchos
movimientos de liberación) habilitaría a la humanidad a comprender mejor el mundo y su capaci-
dad de manejarlo según sus deseos. En la modernidad la realidad
se entendía como un movimiento
dinámico en un empeño hacia el
“más” y lo “mejor”, en el que uno
tenía que comprometerse, si quería lograr la propia y personal plenitud. Se olvidó por completo la
conciencia apocalíptica temporal,
en otro tiempo tan importante. Sin
embargo, la sensibilidad apocalíptica cultural, de la que hablamos
anteriormente, tiende a reaccionar contra esa percepción moderna del tiempo.
El diálogo entre teología, ciencia moderna y filosofía también llevó a cuestionar todavía más la
expectación apocalíptica. La crítica moderna de la religión y de la
tradición vio que la apocalíptica
era un objetivo rechazable como
superstición y mito. Ésta es la razón por la que muchos teólogos
modernos postulan la desmitologización de los elementos apocalípticos, como ya hicieron con lo
“milagroso” de los milagros. La
apocalíptica, con su discurso sobre
los poderes demoníacos, los ángeles y la lucha final entre el bien y
el mal, fue rechazada como una
cosmovisión ya obsoleta. Algunos
teólogos argumentaron que el
mensaje de los evangelios no coincide con la terminología mitológica en la que están escritos. Las
imágenes de Jesús, en la investigación del siglo diecinueve sobre el
“Jesús histórico”, son radicalmente purificadas de elementos apocalípticos y tienden a presentar a
Jesús como un gran sabio religioso o como un ejemplo ético.
La interpretación existencial
de Rudolf Bultmann constituyó el
Dios interrumpe la historia
235
primer pistoletazo de salida en el
proceso de desapocaliptización o
desmitologización. “La mitología
del NT no hay que cuestionarla a
nivel del contenido objetivo de su
presentación, sino, más bien, a nivel de la comprensión existencial
humana que se da en esas presentaciones”. El “ésjaton” no es una
especie de momento dramático
asociado con el futuro, es un acontecimiento del “aquí” y del “ahora”. Jesús está ya aquí, en las opciones fundamentales que la gente realiza respecto a su orientación existencial: creer y, consecuentemente, aceptar las omisiones y la debilidad pecadora de cada
uno de nosotros. Karl Rahner definía la palabra “apocalíptico”
como formulación de una escatología pobremente entendida: predicción de eventos que tendrán
lugar al final de la historia. La escatología auténtica no tiene nada
que ver con las predicciones; más
bien invita al ser humano a mirar
hacia delante, aceptando su existencia presente “como su futuro
definitivo, escondido en el presente y ofreciéndole ya desde ahora
la salvación, si se acepta como la
acción de Dios un presente cuyo
tiempo y modo son incalculables”.
En escatologías alemanas más recientes (Lohfink, Greshake y Kehl),
el proceso de desapocaliptización
va unido explícitamente con la
destemporalización de la expectativa escatológica. En la misma
muerte del individuo la salvación
expresada en nuestra esperanza
escatológica se hace realidad.
Parece que hay razones para
que la teología sistemática moderna considere la tradición apocalíptica como totalmente irrelevante.
Desde la perspectiva histórica, la
frustración de la espera de la
próxima venida de Jesús constituye, a este respecto, una experiencia definitiva. Desde la perspectiva de la historia de las religiones,
las herejías y las sectas hicieron
suya la apocalíptica. Desde el punto de vista filosófico, la percepción
apocalíptica del tiempo no se ajusta bien a la concepción greco-platónica del mismo, no siendo, además, esta última cuestionada por
la teología cristiana. Es, también,
incompatible con las teorías modernas evolucionistas de la historia. La explotación de este fenómeno tampoco es ajena al mundo
político, no sólo del nazismo, sino
también respecto a la crítica cultural conservadora de las derechas, a la formación de sectas, al
terrorismo, a la legitimación de la
violencia, etc… Finalmente, también los tratados de escatología de
la neo-escolástica han abandonado la sistematización dogmática de
la apocalíptica.
LA APOCALÍPTICA HOY:
DIOS COMO FRONTERA DEL TIEMPO
Reconsideración de la paradoja
Hay, en nuestra cultura, una
236
Lieven Boeve
forma de conciencia apocalíptica
secularizada, aunque a menudo
cuasi-religiosa, por más que la fe
cristiana y la teología la hayan
abandonado. Conciencia apocalíptica que nosotros hemos llamado
como la “cultura del ‘chute’”, algo
así como un síntoma y una respuesta a nuestro contexto de incertidumbre, que acompaña a la
construcción de nuestra identidad
en este contexto moderno plural
y sin grandes relatos que enmarquen nuestras vidas, nuestra historia y nuestro cosmos. Lo que lo
diferencia de la apocalíptica tradicional es su carácter inmanente,
sin referencia a una reconciliación
final
Lo que más llama la atención
de esta apocalíptica contemporánea es que expresa serias reservas respecto al concepto moderno del tiempo: (a) la visión moderna, evolucionista del mundo propuesta por las ideologías científicas, técnicas y sociales y la percepción del tiempo en ellas implicada
y (b) la así llamada postmoderna
ausencia de claras perspectivas y
de sentido que da pie a una especie de concepto circular del tiempo en el que de hecho nada ocurre (fuera del “chute”).
Habría que preguntarse si es
posible, en esta situación, reestablecer la relación entre apocalíptica cultural y teología. Metz, en su
teología política, ha reintroducido
la apocalíptica como una estrategia conceptual en sus reflexiones
sobre la fe cristiana. Para Metz, la
apocalíptica establece una clara
exigencia de la relación intrínseca
entre Dios y el tiempo: Dios interrumpe el tiempo. Ésta es la razón
por la que la percepción apocalíptica cristiana del tiempo se opone
a la perspectiva moderna evolucionista y a la perspectiva postmo-
derna cíclica del tiempo. El redescubrimiento de esta estrategia
conceptual ha hecho recordar a
los creyentes cristianos que la
apocalíptica no es un asunto de
predicciones ingenuas, sino un grito de angustia y una expresión llena de esperanza de nuestra confianza en Dios. La apocalíptica cristiana pide cambiar el horizonte.
No se trata de agorar catástrofes,
sino de una crisis de pensamiento: descubrimiento y revelación,
palabras que nos hacen pensar en
el significado original de la palabra
griega apocalipsis.
En resumen: la estrategia conceptual apocalíptica percibe las
fronteras del tiempo como algo
querido por Dios. Dentro este
tiempo limitado, las crisis son el
lugar en el que Dios se auto-revela como el que interrumpe el
tiempo y como el único que lo
juzga. La revelación como interrupción tiene sus exigencias propias y llama al compromiso: no se
puede ser neutral, no podemos
mantenernos indiferentes a lo que
ocurre. Se nos pide una praxis crítica, pero esperanzada. La perspectiva cristiana sobre el tiempo requiere sumisión al juicio de Dios
y a la promesa de Dios respecto
al mundo y a la humanidad, tal
como se nos revela en Jesucristo.
Crítica del concepto moderno de tiempo evolutivo
Las filosofías modernas de la
historia y las ideologías actuales no
han prestado demasiada atención
a la integración de lo particular en
el desarrollo de la historia, como
proceso sistemático. El despliegue
Dios interrumpe la historia
237
concreto de los acontecimientos
(y de sus correlatos: dolor, sufrimiento, destrucción...) en el espacio y el tiempo se omite tranquilamente o se integra en el objetivo final. Una y otra vez esta perspectiva es la de los ganadores. Las
víctimas se olvidan, o se reducen
a simples casos del proceso evolutivo. Aquí es donde el modelo
conceptual teológico de la apocalíptica encuentra su punto de entronque, es decir, en las víctimas y
en los que sufren.
Esto significa que toda historia
o ideología moderna ha de ser
corregida en un doble aspecto fundamental. En primer lugar, el sujeto portador de sentido de la historia no ha de ser un principio
abstracto o un indeterminado “espíritu del mundo” o “naturaleza”.
No puede ser reducido a un sujeto abstracto, tal como el proletariado, nacionalismo, raza..., o a un
modelo abstracto, como “persona
humana”. Para los cristianos el
sujeto de la historia es Dios en su
acción escatológica, un Dios que
se ha hecho divinidad conocida en
Jesús, defensor del pobre, del débil, del rechazado, de las víctimas.
En segundo lugar, no podemos
considerar el despliegue de la historia y los conceptos de reconciliación y plenitud como simple
material de teoría, sino más bien
como material de la praxis. Esto
implica que los cristianos, en su
concreta historia y enraizados en
el recuerdo de la predicación de
Jesús del Reinado de Dios, han de
prestar seria atención a todo
aquello que puede producir víctimas, y han de ser capaces de detectarlas.
238
Lieven Boeve
Desde la perspectiva histórica,
la apocalíptica no tiene nada que
ver ni con un escapismo, ni con
una retirada, ni con un olvido de
la temporalidad.Todo lo contrario:
la apocalíptica postula una radical
temporalidad del mundo, con una
conciencia radical de lo que está
ocurriendo aquí y ahora.Al subrayar el carácter catastrófico, la apocalíptica arroja luz sobre dos acentos íntimamente entrelazados. El
tiempo, en primer lugar, es concebido como discontinuidad, interrupción, final. La historia se convierte en historia real y el futuro
deviene futuro real y no se identifica con una continuidad inconsútil
o con un infinito sin fin. La apocalíptica rechaza toda conciencia
evolutiva que no tenga en cuenta
la unicidad, la individualidad y la
particularidad, y se integra incansablemente en un dinamismo hacia un objetivo pretendido. El carácter dramático de crisis, catástrofes, injusticia, queda dinamitado
por la falsa idea de un progreso
evolutivo. Aquí se pone de manifiesto el segundo momento implicado en la perspectiva catastrofista
Una revalorización de la tensión apocalíptica exige redescubrir
el carácter de proximidad de la
parusia del Señor que la teología
histórica y sistemática ha desdibujado mediante una expectativa
permanente y un juicio pospuesto al final de los tiempos. La recuperación de una segunda venida
inminente liberaría a la historia de
su tranquilidad y aumentaría la
tensión. En vez de paralizar, fundamentaría la seriedad de una praxis
liberadora. El discipulado de Jesús
ha de aceptar la expectativa de una
inminente segunda venida: Dios
puede irrumpir en la historia en
cualquier momento.
La conciencia apocalíptica hace
ver a los cristianos que Dios no
es sólo distinto del tiempo, sino
que es también y simultáneamente la frontera del tiempo: el fin del
tiempo y, por tanto, su garantía de
posibilidad. Cuando se elimina a
Dios como el que interrumpe, ya
no puede haber nada más que un
infinito des-temporalizado. Una
conciencia apocalíptica de Dios
como el que establece las fronteras del tiempo no puede armonizarse a nivel teológico con un uso
meramente simbólico del término
con el objeto de subrayar visiones
de desastres ecológicos o nucleares, por ejemplo, como escenarios
de la auto-destrucción humana.
De la misma manera que el riesgo
constituye una categoría básica en
nuestra comprensión de la vida y
mensaje de Jesús, también el riesgo es una categoría básica en la
formación de nuestra identidad
cristiana. La desmitologización de
las imágenes apocalípticas nos ha
llevado con frecuencia a abandonar este elemento de peligro con
la finalidad de hacer más fácil y
soportable la fe cristiana.
Crítica de la destemporalización posmoderna
La postmodernidad, categoría
que hemos usado para designar el
contexto de una modernidad en
crisis, está también llena de ambigüedades. Para muchos de nosotros postmodernidad es sinónimo
de cultura superficial, de relativismo, subjetivismo, eclecticismo y
esteticismo. Metz se refiere, con
frecuencia, a este lado oscuro de
nuestra cultura y lo llama “amnesia que lo abarca todo”. Habla de
una cultura del olvido, de la que ha
desaparecido totalmente el sufrimiento y su recuerdo, el tiempo y,
por tanto, la historia, Dios y, consiguientemente, la humanidad. El
tiempo llega a ser un infinito vacío y plano en el que nunca pasa
nada. Se cultiva el escapismo como
una especie de religión amical carente de Dios, y en el que la religión se ha transformado en un
mito de placer personal, sin Dios
y con Nietzsche como su máximo
profeta. La crítica de Metz es algo
unilateral, ya que olvida la conciencia crítica de hoy. Metz no es capaz de hacer llegar sus intuiciones
teológicas al diálogo con el contexto actual. Ofrece, sobre todo,
al hablar de Dios y el tiempo, elementos de inspiración que ayudan
a recuperar la dimensión apocalíptica de la fe cristiana.
Para apoyar su punto de vista,
Metz apela al pensamiento teológico judío que es temporal y moldeado por el sufrimiento. El AT describe a Israel como el pueblo que
rehúsa buscar la comodidad en
mitos, como un pueblo que rechaza huir de la realidad, por más
amenazante que sea. La fe en Dios
no aleja el sufrimiento a una distancia confortable. Israel experimenta a Dios en la historia, no
fuera de ella. Dios constituyó la
frontera de la historia por ser “el
que viene”. Esto constituye la unicidad del pensamiento teológico
bíblico y, al mismo tiempo, implica
una perspectiva igualmente única
sobre la realidad: la observación
Dios interrumpe la historia
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del mundo se encuadra en una
percepción temporal de la realidad, un horizonte de tiempo limitado que en última instancia es determinado, restringido y, por tanto, no ilimitado. La misma línea se
da el NT: la espera inminente de
la parusia demuestra que el “ha venido” de Dios solamente se puede captar desde el “aún está viniendo”. La expresión joánica
“Dios es amor” ha de interpretar-
se desde el marco de una expectación dinámica: Dios al final se nos
revelará como amor
La tarea de la Iglesia como comunidad narrativa de la “memoria
subversiva” consiste en recordar
a la sociedad (post)moderna que
la historia de la humanidad es también la historia del sufrimiento, de
la injusticia y la ausencia de reconciliación.
CONCLUSIÓN:
DIOS INTERVIENE EN LA HISTORIA
Quizás una de las más conocidas expresiones de Metz sería la
siguiente: “La definición más corta de religión es ‘interrupción’”.
Körtner no es del todo exacto
cuando dice que la conciencia cultural apocalíptica ha abierto las
puertas a la apocalíptica judeocristiana. Sí que hay una cierta conexión entre la conciencia cultural apocalíptica y el concepto de
tiempo de la apocalíptica judeocristiana. Pero hay algo más en este
último: la teología está enraizada
en la tradición narrativa particular de las comunidades de fe cristiana. Esta doble relación nos ayuda a recontextualizar la reflexión
teológica: la falta de seguridad, la
pérdida de control, la tensión entre incapacidad de control y complejidad, por una parte y, por otra,
el fundamentalismo y la banalización suavizada que tienden a ignorarlos y a evitarlos, nos sitúan cara
a cara ante la precariedad de nuestro tiempo, ante la historia y nuestra propia historicidad. Dios no se
sitúa fuera de la historia, pero tampoco es un factor de la misma.
Como reverso de la historia, Dios
interrumpe la expectación de su
“ya ha venido” en nuestros relatos.
La parábola del juicio final (Mt
25,31-46) es un relato para nuestro tiempo y no predicción de un
futuro acontecimiento. Apunta a
la seriedad de nuestra experiencia del tiempo, a nuestra participación en la atención práctica a las
víctimas de múltiples esfuerzos
por olvidar historias concretas de
sufrimiento. En nuestra interacción con la víctima, el pobre, nosotros encontramos al que confesamos Misterio amoroso. En vez
de separarnos de la historia, la
apocalíptica tiene un lugar en el
centro de la misma.
Tradujo y condensó: GERMAN AUTE
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Lieven Boeve
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