1 2 Silvia, recuerdos y suspiros 3 4 Silvia, recuerdos y suspiros Memoria y retrato de Silvia Galvis Compilación y edición Lucía Donadío 5 Silvia, recuerdos y suspiros : memoria y retrato de Silvia Galvis / Alberto Donadio ... [et al.] ; compiladora Lucía Donadío. -Medellín : Sílaba Editores, 2010. 314 p. ; 22 cm. -- (Colección sílabas de tinta) 1. Galvis, Silvia - Biografías 2. Escritores colombianos - Biografías 3. Mujeres - Biografías I. Donadío, Alberto, 1953II. Donadío, Lucía, comp. III. Tít. IV. Serie. 920.72 cd 21 ed. A1272020 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango Silvia, recuerdos y suspiros Memoria y retrato de Silvia Galvis ISBN: 978-958-99552-3-9 © Alberto Donadio y otros © Sílaba Editores Editora: Lucía Donadío Fotografía carátula: Holguer López Diseño carátula: Imago Fotodiseño Fotografías interiores: Archivo familiar y otros Primera edición: octubre de 2010. Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.silabaeditores.com Carrera 25A No 38D sur-91. Medellín [email protected]. Cel. 313-649-0459, 300-608-8925 Printed and made in Colombia / Impreso y hecho en Colombia por Editorial Artes y Letras S.A.S., Itagüí. Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento. 6 Las demostraciones de amistad acercan y los testimonios de enemistad alejan. Y se puede pensar lo mismo sobre lo que constituye la sal de la vida: amor, afecto, ternura, dulzura, deferencia, delicadeza, indulgencia, magnanimidad, cortesía, entretenimiento, gentileza, civilidad, cordialidad, atención, buena educación, clemencia, devoción, y todo lo que incluye la palabra bondad. Michel Onfray La fuerza de existir Un día del año 2008, en la casa de Ruitoque, lánguida e inclinada en su reclinomática, Silvia le leyó a Alberto, en voz alta, este párrafo, que ella consideró admirable. Ahora es el retrato perdurable de Silvia Galvis. 7 8 Silvia Galvis. Bucaramanga, 1982. Fotografía de Holguer López. 9 10 Contenido Presentación Lucía Donadío 17 Fuiste Silvia y fuiste Galvis Rosa Bernal 19 La familia y el barrio Bolarquí Silvia Galvis Ramírez (1945-2009) Enrique Ogliastri 25 Schubert para Silvia Sergio Acevedo 33 Ese halo que siempre irradió Carmen Alicia Alarcón “Caramelo” 36 Silvia descansó ya Hortensia Galvis Ramírez 42 Silvia: mi amiga, mi suegra Alexandra Zafra Durán 48 Mi comadrita Conny Olaya 51 Silvia nos parecía divina Gloria Camargo 55 La tía Silvia Gisela Ruiseco Galvis 61 11 Recuerdos de mi amiga Patricia Hernández 67 El alma tan transparente Deicy Carrillo Mantilla “La Chiqui” 78 Señora Silvia Nohemy Anaya 85 Mi cuñada Irma Villareal 90 Silvia y Alberto Gerardo Reyes Copello 92 Una nítida estela Oreste Donadio 96 Duelo Lucía Donadío 98 Bogotá y los Andes Vivió para combatir la aspereza del mundo Ester Lozano de Rey 111 Honestidad, benevolencia y bondad María Cecilia Navas 115 De la mano de mi amiga Silvia Marta Galindo 118 Su dulce sonrisa María Teresa Ronderos 123 Me voy p’al cielo con mi silla Juan Pablo Ferro 126 Una sonrisa amplia y generosa Nicolás Rocha 12 130 Con su pinta café y verde oliva Camila Loboguerrero 133 Desde Vanguardia Liberal Silvia se ha ido, así, de prisa, sin despedirse Eduardo Durán Gómez 139 Certeza en sus principios Carlos Guillermo Martínez 143 Corrompido por Silvia José Luis Ramírez León 151 Su eterna sonrisa María Adelaida Rueda 158 La honestidad y la ternura Isabel Ortiz Pérez 160 Palabras en el homenaje a Silvia Galvis UNAB, Bucaramanga, 22 de octubre de 2009 Eduardo Muñoz Serpa 164 La risa festiva Óscar Humberto Gómez Gómez 175 Una larga conversación Marbel Sandoval Ordóñez 182 Jefa, celestina y amiga Gloria Uribe 189 Silvia Galvis y el medio ambiente Jairo Puente Brugés 196 Pensaba con tanta claridad Christiane Lelièvre 200 Tarde de 1993 Idania Ortiz 204 13 Silvia por Silvia Silvia Camargo 206 Buscadora de lo esencial, aliento sin tiempo Carlos Eduardo Gómez Navas El “legado” Mary Correa 211 216 Los noventa Silvia y Alberto, ermitaños itinerantes Marcela Lleras Puga Sus principios liberales Juan Guillermo Cano Busquets Claridad y lucidez Ricardo Camacho 221 225 231 Una amistad telefónica Hernando Salazar Palacio En el recuerdo perdura lo que amamos Felipe Ossa La calidez del afecto Margarita Márquez 233 236 239 Una chica tierna y sencilla Haydée Chiapero La quise inmensamente Clara Nieto de Ponce de León 241 250 Del Mundo Una dama antigua Juan José Hoyos 255 14 Encantadora, valiente, generosa y graciosa Gerald Martin Feliz encuentro Boris de Greiff 261 262 Alberto la amaba profundamente Adriana Vásquez Duarte La vi una vez Adalgiza Charria 263 265 Complicidad en las palabras Luis Ricardo Paredes Mansfield y Claudia Viviana Ruiz Almas gemelas Roger Foote 268 270 Una gran mujer con el corazón bello de una niña Jorge Armando Solano Gutiérrez Esa mirada profunda y directa… Carlos Gaviria Róos Silvia Galvis, representante de la libertad de pensamiento Edison Marulanda Peña Silvia Syrma Dakeva 275 279 281 287 De Alberto Me faltan las palabras Alberto Donadio 299 15 16 Presentación Esta es la nostalgia: morar en la onda y no tener patria en el tiempo. Y éstos son los deseos: quedos diálogos de las horas cotidianas con la eternidad. Y eso es la vida. Hasta que de un ayer suba la hora más solitaria de todas, la que sonriendo, distinta a sus hermanas guarde silencio en presencia de lo eterno. Rainer Maria Rilke N uestra querida y admirada Silvia Galvis se nos fue demasiado pronto. Su ausencia ha sido dolorosa e inmensa. En el corazón de cada uno de los que la conocimos estaba y está Silvia. Como una manera de honrar su memoria y de recordarla a través de la palabra, invitamos a varias personas a escribir sobre Silvia, desde sus corazones y sus recuerdos. Este libro reúne esos recuerdos, anécdotas, testimonios y evocaciones que la familia, los amigos y los conocidos tenemos de ella. Es por lo tanto un vivo retrato de Silvia, de sus múltiples facetas, de su encuentro con las personas que la rodearon y amaron. En estas páginas habitan también los que no pudieron escribir pues el dolor del duelo lo hace difícil, pero que fueron parte de la vida 17 de Silvia y que aparecen nombrados por tantos otros que los llevamos dentro de nuestros corazones. Los textos conservan el estilo de cada autor y fueron corregidos solamente para mejorar su lectura y en ciertas imprecisiones o errores. Las notas de autor aparecen algunas en primera persona, tal como fueron enviadas, y otras en tercera persona elaboradas por nosotros. Aquí está Silvia mujer, madre, esposa, abuela, hermana, amiga, periodista, escritora, viajera, niña del barrio Bolarquí en Bucaramanga…con su sonrisa alegre acompañándonos. Lucía Donadío 18 Fuiste Silvia y fuiste Galvis Rosa Bernal We are such stuff As dreams are made of And our little life is rounded with sleep Estamos hechos de la misma madera de nuestros sueños y nuestra corta vida se cierra con un sueño W. Shakespeare, “La Tempestad” Silvia, seis letras y una sonrisa. Silvia: llevas un Sí en tu nombre. El sí del que sabe escuchar. Un sí que acompañaba mientras se hablaba contigo. El sí de quien se apropia del discurso del otro y lo retorna: más fino, más profundo. Silvia, campeona en el ping pong de las palabras. ¿Frente a un Sí debería haber un No? Pero no estaba la O en tu nombre, ni la N. Fuiste la Silvia de tantos sí, aunque hubo muchos No en tu vida. El No de la batalla, el No de quien sabe oponerse y denunciar. Tu No del rigor intelectual, y más adelante, contra la enfermedad. 19 Y vuelvo a tu nombre, Silvia, que suena como livia. Silvia liviana. Sí, cuando reías y se hablaba de las películas que te gustaban y de los libros que te apasionaron. Liviana y jamás superficial. Silvia, enamorada de los guiones de Woody Allen, y Silvia en inglés y en español, y en el santanderetas, ¡claro está! Silvia fluía. Silvia, nombre de origen latino; significaba habitante de la selva, mujer de los bosques, salvaje. Fuiste de los bosques y de las playas solitarias. Y salvaje firmabas tus columnas cuando fueron de luchas. Fuiste Silvia, y además de Silvia, fuiste Galvis. Las mismas vocales y casi las mismas letras. Porque en tu nombre, además de encontrar la misma música, hubo siempre la misma unidad. Porque en Silvia Galvis, más que en nadie, es cierta la frase del poeta: era hecha de la misma madera de los sueños. *** Rosa Bernal Soy Rosa Bernal, y Silvia era algo mayor que yo. La había conocido en los ochentas a través de mi ex marido Enrique Ogliastri. Conexión Santander. En esos años yo trabajaba como profesora en la Universidad de los Andes, y Silvia me 20 pidió que fuera su psicóloga. La profesión no me lo habría permitido pero por fortuna uno es desobediente en la vida, y por ese motivo nos volvimos muy amigas. Una extraña relación psicoterapéutica. Desde esa ocasión inauguré con algunas personas la maravillosa instancia de la amigoterapia, y con Silvia la mantuvimos por años, intercambiándonos el papel del escucha. Aunque odiaba los curas, Silvia fue mi gran confesor. Los desaires y las fortunas de la vida me hicieron cambiar de país y termine viviendo cerca de Venecia. Hubo momentos en que habría preferido que fuera Soacha la que estuviera a una hora de mi casa, y en esos años del desarraigo del emigrado el email nos ayudo a mantener el hilo. (Y a mí, la sanidad mental.) Ahora vivo y trabajo en Italia, y con Silvia y Alberto terminamos viéndonos más esporádicamente pero tuvimos encuentros lindísimos en ciudades de nuestro continente. Las cartas y la complicidad siempre fueron las vencedoras. Y ahora que Silvia no está de carne y hueso, su presencia beligerante y atea me ha dejado la herencia más hermosa que la vida concede: una amistad nueva —la amistad de Alberto Donadio. 21 22 La familia y el barrio Bolarqui 23 24 Silvia Galvis Ramírez (1945-2009) Enrique Ogliastri Silvia Galvis y yo nacimos en Bucaramanga con dos años de diferencia (1943 y 1945), y fuimos amigos cercanos desde adolescentes. Ambos heredamos el sentido del humor de nuestros padres: el de Alejandro y Silvia un poco más sarcástico, el de Luis y yo más irónico (él se burlaba de sí mismo); ese humor en complicidad nos ayudó a sobrevivir en el austero y restrictivo entorno bumangués. Silvia nació en una familia de clase media profesional que venía de pueblos de Santander, y que por sus méritos y pujanza fue llegando al liderazgo político, económico y social de la capital del departamento. En el naciente barrio Bolarquí y en los alrededores del Club Campestre se habían asentado nuevos pobladores de Bucaramanga, que por su prestancia personal y profesional asumieron un papel predominante en la ciudad. Bucaramanga era una pequeña capital de provincia que tenía una extensa clase media, y donde el control social se ejercía de forma personal, lo que se conoce como una cultura de aldea, lo cual tiene tantas ventajas como desventajas para el desarrollo personal. Entre los atributos considerados po25 sitivos de la mentalidad santandereana, Silvia heredó: laboriosidad, franqueza, espíritu cívico, rebeldía ante la injusticia, y la honestidad con apego a creencias y principios no negociables. Pero hubo algunos aspectos de la mentalidad bumanguesa que definieron por contracultura su desarrollo personal. La economía de la escasez, esa pobreza bien repartida tan común en Santander, generalmente lleva consigo envidia e individualismo, rasgos abundantes en nuestro pueblo. Es común que la clase media viva de profesiones de opinión o prestigio, de lo que digan los demás, lo que hacía del chisme el arma predilecta de control y desahogo de frustraciones. Lo peor es que había escasa tolerancia con quienes fueran diferentes. En Bucaramanga se vivía una cultura donde se podía expresar fácilmente hostilidad, pero no eran común las expresiones de afecto. El machismo, el autoritarismo, el recurrir al poder para zanjar diferencias era aceptable y normal; esto hacía permisible la expresión de cólera a gritos, un mal humor ensalzado con la positiva característica de ser “arrecho”. El trato era duro, y de eso tienen fama las mujeres santandereanas en el resto del país: de ser muy buenas, pero duras. Silvia era santandereana en lo franca y directa, en lo valiente para decir las cosas que no le gustaban de la esfera pública, pero en lo personal era la antítesis del trato duro: una persona suave y con sonrisa encantadora, demasiado sensible y mal preparada para aceptar el maltrato. Silvia resintió estas características y dedicó su vida a combatirlas, a punta de palabras. En contraposición a su entorno, ella era gregaria, generosa, afectuosa, igualitaria, de buen humor, abierta 26 al diálogo y muy acendradamente contraria al machismo y al autoritarismo. El machismo se apreciaba, entre otras cosas, en que los colegios de hombres eran mejores que los de mujeres, la mayoría manejados por monjas. El colegio público para niñas era bueno, pero no el colegio de La Presentación donde se educó Silvia: los órganos sexuales desaparecían de los textos de anatomía para evitar que las niñas se corrompieran, les decían que era pecado dormir boca abajo y otras exquisitas invenciones de las monjas. Lucila González Aranda tenía la mejor descripción de esta historia: “Las niñas que cambiaban de colegio lo tenían bien difícil: en la Presentación era pecado dormir boca abajo y en las Pachas era pecado boca arriba. No podían dormir de la excitación”. Silvia intentó ser buena, y me consta que se había inscrito de joven en algún movimiento mariano. Yo no hablé mucho con ella sobre estos temas religiosos, por respeto a sus convicciones, ya que mi posición era muy crítica, hasta que por sus comentarios me di cuenta de que había dado la vuelta y hasta el fin de sus días detestó a los clérigos y, con especial predilección, a las monjas. Temprano en la niñez, a Silvia la marcó el hecho de ser de los hermanos menores y morenos (junto a su querido Virgilio). Su tez cobriza (como decía ella) se explicaba por ancestros en algún cacique de Curití, y ella también llevó en su impronta una posición contra la discriminación racial. Muchos años más tarde Silvia me contaría que su papá había llamado a López Michelsen para excusarse como amigo por la fuerte crítica que le había hecho Silvia en una columna. “No se preocupe, 27 Alejandro”, le respondió López, “todas las familias tienen una oveja negra”. Yo me reí estupefacto y ella se rió, pero me di cuenta que encajó el golpe y debió devolverlo con creces en alguna columna posterior. Uno de los primeros recuerdos vívidos que tengo de Silvia fue durante la época en que se interesó por la música y aprendió a tocar instrumentos folclóricos de ritmo. Un día que fui de visita la encontré en la sala del piano de su hermana Hortensia, con Sergio Acevedo, con quien ella tuvo una bonita relación toda su vida. Sergio le estaba explicando sobre ritmos musicales y, luego, como poseído, tocó un pasillo en el acordeón, para hacer más claro el punto. Partimos de esa experiencia para ampliar nuestras conversaciones a la música clásica y el jazz, temas sobre los que yo no tenía con quien compartir. Lo único competitivo de esas conversaciones era a quién le gustaba más la obra y no quién sabía más: con cultura aprendida de leer carátulas de discos, admitíamos nuestra ignorancia y el derecho a gustarnos lo que a nadie más parecía gustarle, como Carl Orff. En esa salita del piano pasamos muchas veladas de domingo en la noche con Caramelo Alarcón; conversábamos y oíamos música mientras sus padres jugaban cartas, lo que cimentó una amistad profunda entre los tres. La vida social y afectiva de Silvia en la adolescencia ocurrió en el barrio Bolarquí y aledaños. Las madres de las muchachas organizaban grupos de comparsas para los bailes de disfraz del Campestre y ambos hacíamos pareja sin ser novios (no éramos los únicos). Las fotos de la época nos mostraban con amplias sonrisas, que en Silvia no eran extrañas; lo que nadie sabía era que nuestras 28 conversaciones estaban salpicadas de frases de humor “inglés”, de ese que produce sonrisas largas. Leíamos en esa época con mucho deleite y avidez textos de Chesterton, Neville, y especialmente de Oscar Wilde, y juntos cultivamos un sentido del humor repleto de ironía que nos ayudaba a sobrellevar la austeridad bumanguesa. Nos sentíamos incómodos, no encajábamos en la ciudad, y a pesar de tener familia y amistades cercanas y afectivas, no era este el ambiente en que queríamos vivir. Nuestra conversación era una burbuja, un mundo diferente; el baile, y en general la vida bumanguesa se volvían tolerables por nuestra complicidad y humor. Los comentarios de Wilde sobre la gente y los personajes de la vida londinense en la cual vivía su contradicción sexual encontraban eco en nosotros: “La verdad no es en absoluto lo que se dice a una mujer bella, agradable e inteligente” era una de nuestras frases favoritas, que se prestaba a muchos contextos. Creo que lo que menos le gustaba a Silvia era la hipocresía y a mí la maledicencia. Toda esa generación tuvo que vivir sus castos amores lo mejor que pudo, a pesar del “volcán de sus senos” y del ambiente tan restringido del pueblo. Silvia y yo fuimos la prueba, o será la excepción que confirma la regla, de que sí puede haber amistad profunda entre una mujer y un hombre. A fines de 1963, su hermano Alejandro y yo fuimos de viaje a México y a Nueva York, mi primera salida del país. Allí visitamos a Silvia, que había ido a estudiar en el colegio de las Ursulinas, no muy lejos de Manhattan; ella vino a vernos el último fin de semana, a pesar de que Alejandro se adelantó y tomó el avión el sábado y nos dejó a los dos solos 29 en Nueva York. Creo recordar que esa noche fuimos al Village Gate a escuchar a Thelonious Monk. Mamá Alicia la llamó muy preocupada temprano en la mañana del domingo: “Pero mamá, si es Enrique”, contestó Silvia. Yo fui buen amigo de sus novios y ella cada vez quiso más a mis mujeres que a mí mismo. Prueba de eso fue una dedicatoria que me escribió en un libro que hizo con Donadío: “A Enrique por ser el marido de X” (otra vez una referencia al humor inglés de Shaw o Hitchcock, si mal no recuerdo). En 1963, Silvia le solicitó a su padre que la dejara hacer la página literaria de los domingos en el periódico. Ella me pidió ayuda y Alejandro nos sugirió que podríamos traer más colaboradores jóvenes, de la Universidad. Así llegó Eberhard Correa, quien unía a su interés por el teatro un alegre y crítico desenfado barranquillero. Escribíamos todos con seudónimo y la página se llamó ENSEB por unas semanas hasta que pasamos a ENTES (Teté Camargo entró a trabajar con nosotros y se añadió la T). Autocalificarnos como “entes” estaba dentro del espíritu de lo que queríamos hacer: una crítica traviesa, transgresora de lo pacato, de lo conservador, que apoyaba la revisión crítica del arte colombiano que estaba haciendo Marta Traba, el teatro del absurdo en que incursionaban Santiago García y otros, y el revolcón a las letras que hacían los nadaístas. Nuestro mayor aliado local fue la versión bumanguesa del nadaísmo, la Academia, encabezada por Gonzalo Navas “Pablus Gallinazus”, quien pocos años después tuviera un gran éxito como cantautor a escala nacional (Boca de chicle, etc.). El humor era nuestra principal arma, le 30 estábamos quitando solemnidad a la “cultura” y a la vez nos divertíamos. Cada sábado a medianoche, cuando la ciudad se apagaba y el periódico estaba en ebullición con la edición del domingo, nosotros llegábamos independientemente desde las cuatro esquinas de la ciudad a revisar el levantamiento tipográfico de la página y su diagramación; estábamos convencidos y jurábamos que estábamos impactando positivamente en el ambiente. Cuando volví a ver a Silvia dos o tres años más tarde ya ambos estábamos casados y viviendo en Bogotá. Ella entró en pleno período de maternidad y de crianza. Su hija Alexandra me tenía cierto apego de niña, y unos años más tarde me construyó un regalo, –para hacerlo rompió los palitos de comida china de la casa, me dijo Silvia– era un cubo de papel que giraba y mostraba la escena de una gallinita que tenía amores con un cerdo y engendraba un nuevo animalito, al cual le había inventado un nombre largo como una esdrújula. Fantástica premonición para una “china” de unos ocho años que sería mucho más tarde toda una científica sobre la evolución de las especies, quien descubriría su cangrejo propio, al cual le puso el nombre con el que se le conoce en la biología; lo puso “Petrolisthes donadio”, para inmensa felicidad y orgullo de Alberto. Al terminar su primer matrimonio, un día Silvia llamó seriamente a hacerme una consulta. Nos encontramos en un restaurante y me planteó su duda: Alberto era unos cuantos años menor que ella. Tras saber que lo amaba profundamente y que él también, no vacilé en aconsejarle seguir su corazón en vez de su cabeza. Yo también le consulté, a ella y a Alberto juntos, mi decisión personal unos años más tarde y todos felizmente acertamos. 31 Silvia tuvo un largo camino en su desarrollo intelectual hasta convertirse en la gran periodista, humanista e investigadora social que llegó a ser. Tras el colegio de las monjas, estudió una carrera corta de periodista, después entró a Los Andes a ciencia política y finalmente empezó a publicar las columnas que la hicieron famosa. La cumbre llegó con el trabajo en archivos internacionales, el desafío de sus libros basados en investigación histórica, en conjunto con Alberto. Pienso que la relación con Alberto la estimuló al florecimiento y madurez de su carrera. La vida de Silvia podría interpretarse con la estructura del cuento del Patito Feo. De sentirse mal por estar en el lugar equivocado y con una tribu que no era la suya, Silvia fue descubriéndose y creciendo hacia un desarrollo pleno de toda su belleza, interior y exterior, hacia la afirmación y el estrellato. Silvia nos ha dejado, individual y colectivamente, un legado indeleble y un vacío imposible de llenar. *** Enrique Ogliastri Es un profesor universitario que ya en 2010 lleva publicados dieciocho libros (no todos malos), y quien a estas alturas todavía no ha podido realizar su sueño juvenil de dedicarse a la literatura de ficción. Bumangués, contemporáneo y amigo de toda la vida de Silvia Galvis. Trabajó muchos años como profesor de Administración en la Universidad de Los Andes y luego en el INCAE en Costa Rica. 32 Schubert para Silvia Sergio Acevedo El recuerdo de una anécdota en la que está presente la gran sensibilidad de Silvita y su amor por toda manifestación artística, es mi memoria en este homenaje. Hace unos dos o tres años me contaba ella con gran ternura y felicidad la fascinación que ejercía sobre su nieta mayor, Mariana, de 7 años en aquel entonces, la tercera sinfonía de Schubert. Por otro lado, y no menos coincidencial, uno de los personajes de su penúltimo libro La mujer que sabía demasiado, Sara, tenía como segundo nombre una misteriosa inicial, R., clave que la autora solo nos revela el final de la narración: corresponde a Rosamunda, personaje de una obra literaria de Wilhelmine von Chézy, y a la cual Schubert le escribió unas de sus más hermosas páginas musicales. Por todo lo anterior es que mi evocación del grandísimo cariño y admiración por mí querida Silvita Galvis (como siempre la llamé) sólo puedo dejarla en manos de Franz Schubert, quien compuso uno de sus maravillosos lieder (D.891) sobre un texto de William Shakespeare en la traducción al alemán de Eduard von Bauernfeld: 33 An Sylvia ¿Quién es Sylvia? ¿Qué es ella? que todos los enamorados la alaban Santa, justa y sabia es ella. El cielo la hizo agraciada y por eso la admiramos. Es tan hermosa como justa pues la belleza vive en la bondad, el amor repara sus ojos y los alivia de su ceguera y tras ayudarlos, se quedan a vivir en ellos. Cantemos, entonces, a Sylvia pues Sylvia es distinguida ella se distingue entre todo lo que es mortal y todo lo que habita en la aburrida tierra: llevémosle guirnaldas. An Sylvia (Schubert/Shakespeare) Lied Was ist Sylvia saget an, Dass sie die weite Flur preist? Schön und zart seh’ich sie nah’n; Auf Himmels Gunst und Spur weis’t, Dass ihr alles unter than. Ist sie schön, und gut dazu? Reiz lasst wie milde Kindheit; Ihrem Aug’ eilt Amor zu, Dort heilt er seine Blindheit, Und verweilt in süsser Ruh’. 34 Darum Sylvia, tön’, o Sang, Der holden Sylvia Ehren, Jeden Reiz besiegt wie lang, Den Erde kann gewähren, Kränze ihr und Saiten klang. *** Sergio Acevedo Director de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Se graduó en la Academia de Santa Cecilia en Roma. Silvia lo consideraba su más querido amigo. 35 Ese halo que siempre irradió Carmen Alicia Alarcón “Caramelo” Silvia era mi memoria. Silvita era mi mejor amiga. “Crecimos juntas y como nos conocemos desde muy chiquitas yo casi no tengo recuerdos donde ella no esté presente, parecemos como hermanas”, dice Ana Peralta de Elena Olmedo en Sabor a mí, la novela de Silvia en la que, llena de humor, hace una introspección sobre la sociedad bumanguesa de los años cincuenta, donde juntas nacimos y crecimos y eso mismo lo repetíamos cada vez que nos encontrábamos. Nos sentíamos hermanas. Fuimos amigas desde que tengo recuerdo, es decir desde siempre. Nos criamos y crecimos en el barrio Bolarquí. Nuestras casas, la número 54 de Silvia y la 55 mía, hacían ángulo sobre la Avenida González Valencia, nombre que años más tarde Hortensia, su hermana mayor, junto con otras amigas, vestidas de pescadores y camiseta roja, quisieron cambiar; fue, tal vez, la primera manifestación pública que presenciamos. Las dos fuimos al mismo colegio de las hermanas de la Presentación, unas monjas que llevaban hábito y un tocado en la cabeza en forma de corneta, blanco y almido- 36 nado. Eran nuestro terror. Cuando las veíamos pasar por la Avenida en el bus del colegio, salíamos despavoridas a escondernos detrás de un árbol o quicio; si nos veían jugar en la calle, vestidas “indecentes” con blusa de manga sisa y pantalón corto, era motivo de pecado y confesión. Años después recordábamos con rechazo el sentimiento de culpa que con tanta fuerza intentaron inculcar en nuestra educación. Aprendimos con ellas a memorizar las lecciones y recitar el catecismo del Padre Astete, día tras día, durante los cinco años de la primaria. Hicimos juntas la primera comunión. Silvita de nueve años y yo de siete, vestidas iguales de traje largo, blanco y vaporoso, y en la cabeza un velo. Era un anticipo del vestuario que se esperaba de una niña más tarde: casarse bien, virgen y de blanco. Las fotos del día nos muestran partiendo con una paleta el ponqué de la fiesta, en otra le damos biberón al cervatillo que tenían en su casa. Fue la nuestra una infancia de juegos: la tángara, los quemados, las ventas del mercado con productos imaginarios, las excursiones al estanque del Club Campestre a pescar gusarapos con un colador. Allí veíamos a Senén, un hombre que cargaba todos los años del mundo, reseco de tanto sol, y que emitía unos bramidos que asustaban. Lo mejor era encaramarnos a los árboles que sombreaban nuestras casas, pretender vivir en las alturas de sus ramas, sin haber oído hablar aún del Barón Rampante, hasta que las voces de Anita y Consolita, nuestras amorosas niñeras, nos regresaban a tierra, para entrar a almorzar. Nuestras casas tenían jardín, pero la calle era el lugar preferido para los juegos; un terreno propio donde sólo 37 parecían transitar nuestras bicicletas y patines, aparte de los carros de los papás y el bus del colegio. Crecimos con nuestros vecinos de barrio, un revoltijo de niños de todas las edades. Formábamos todos una piña. Estaban los Acevedo, los Amaya, los Ardila, los Jiménez, los Forero, las Olaya, aunque vivían sobre la 27; más tarde llegaron los Cote, los Arenas, y ya adolescentes las Camargo. Las casas permanecían siempre abiertas para el niño que llegara, y yo me la pasaba metida en la de Silvita, me sentía querida por todos. Fue su papá quien me puso “Caramelo”; Alicia, su mamá, me parecía la más linda mamá que uno pudiera tener. Los de Bolarquí, aun pasados los años, nos sentimos unidos por un sentimiento de pertenencia y afecto. Los domingos en la mañana íbamos al cine, a la sesión matinal, en el teatro Rosedal o Santander, abajo en el centro. Nos acompañaban nuestras niñeras o la tía abuela de Leonor y Constanza Ardila. A Silvita le encantaba el cine, y recordaba los argumentos y los actos de sus películas preferidas. Cuando viví en su casa me pude ver toda la colección de Woody Allen. En las navidades hacíamos la novena, una por día en cada casa. La familia que la celebraba escogía entre sus hijos a San José y a la Virgen María, los vestían con sus mantos y los paseaban por el barrio: la virgen montada en un burro cansado de lo viejo y San José la guiaba; el resto éramos los pastores que llevábamos faroles iluminados. Después de rezar la novena y cantar los villancicos, Genaro el celador hacía de vaca loca y nos perseguía con sus cuernos encendidos. Una noche de novena el vestido celeste de Silvita prendió fuego con una chispa 38 de pólvora, quedó envuelta en llamas y corrió hacia la casa y yo sin poder alcanzarla. La apagaron los mayores. Fue muy doloroso: sufrió quemaduras de tercer grado en el abdomen, estuvo varios meses en reposo. Yo iba a verla a la casa. Desde chiquita le gustó la lectura. La biblioteca de Alejandro el papá era todo un cuarto de estantería en madera noble, repleta de libros. La música también le gustaba: tocaba el acordeón, la dulzaina y hacía resonancias con vasos; le gustaba el jazz y los ritmos latinos. Fuimos creciendo, yo siempre a su patica. Adolescentes, en las tardes de los domingos, mientras nuestros papás jugaban canasta, nosotras bailábamos: Silvia con Aurelio Mutis, yo con Enrique Ogliastri; el disco favorito era Instrumental Imports, sonaba la tarde entera sin tregua. Después nos servían la comida: muslos de pollo rebozados o lasagna donde Silvia, espaghettis en mi casa. Nos separamos temporalmente cuando se fue a estudiar a Cincinnati al colegio de las Ursulinas y después a Alemania. En Bogotá nos reencontramos; estaban Alexandra y Kai pequeños, y yo me acababa de casar con Gustavo Mejía. Nuestro afecto seguía imperturbable, fuimos inseparables aun con el Atlántico de por medio. Contaba con ella para todo, tenía su apoyo y protección, ese halo que siempre irradió. Al divorciarme quiso venir a Madrid para estar conmigo. Cuando regresé a Bogotá tuvimos la oportunidad de compartir nuestras vidas. En una temporada que pasó con Alberto en Montreal me prestó su casa de Santa Ana; allí viví varios meses mientras alquilé la mía. Su generosidad no tenía límites, me decía que contara con 39 ella para lo que necesitara. Regresaba de sus viajes con muchos regalos, cada uno escogido como si yo misma lo hubiera hecho; me traía vestimentas completas que me quedaban perfectas. Tengo los zapatos y las botas Nine West, sus preferidos por lo cómodos para caminar; la gabardina que usó en el otoño y muchos otros regalos que no terminaría de contar. La cafetera de cerámica de Starbucks, pintada a mano, me la dio con la delicadeza propia de todos sus gestos, preguntando si me iba a gustar. Sí, es bellísima, le contesté. En Victoria (Canadá), en la casa que alquilaron con Alberto, estuvo entusiasmada sembrando flores y pintándola. Me contaba de las largas caminatas que daban, la belleza del paisaje, el clima tan agradable. Bromeó con el oficio de cartero que le gustaría hacer, y así recorrer todos los lugares. Aprendió a tejer; en navidad recibí por correo una bufanda que me tejió para abrigarme en el invierno, con gracia me dijo que era un larguero, lo mejor que hacía tejiendo, puntada de corrido. La bufanda es muy linda. Fue muy feliz con Alberto. En los años vividos en Ruitoque, aparte de la pasión por escribir, compartieron con plenitud y amor a Mariana, Sofía y los dos últimos años al pequeño Sebastián. En marzo de 2009 nos vimos en un corto viaje que hice para visitar a mi hermana Betsy, que estaba enferma. Todos los días nos encontrábamos. Se preocupada porque me estaba sustrayendo de mi hermana, como siempre conversábamos sin agotar los temas. Todos los tiempos se conjugaban en nuestras conversaciones. No supimos que nos despedíamos. 40 Gloria, mi hermana, dice que Silvita era la más bonita entre todas las de la misma generación. Se lo decía, pero ella en su sencillez no lo creía. Mi otra hermana, Betsy, me decía que Silvia era una mujer excepcional, única, tocada por todas las gracias. Así es. Vale la pena una vida por la fortuna y la gracia de ser su buena amiga, hermanita del alma. *** Carmen Alicia Alarcón, “Caramelo” Conocida desde la niñez por el apelativo de “Caramelo” que le puso Alejandro Galvis G., fue desde siempre amiga cercana de Silvia. Antropóloga social de la Universidad de los Andes. Reside en Madrid y perdió con Silvia a su mejor amiga. 41 Silvia descansó ya Hortensia Galvis Ramírez Soy la hermana mayor de Silvia. Crecimos juntas en Bucaramanga, compartiendo la misma habitación y los vaivenes caprichosos de alegría, dolor, preocupaciones y esperanzas que trae la vida. De la niñez de Silvia me llegan imágenes de una niña muy alegre, que poco participó en los juegos de muñecas y sí en los partidos de fútbol y en los juegos al aire libre, que por entonces eran los más populares en el barrio Bolarquí: cuclí-cuclí libertad por mí, la tangará pintada en la calle, que había que recorrer saltando en un solo pie. Para disgusto de la nana, a Silvia además le gustaba embarrarse y treparse a los árboles. Al igual que más tarde en la vida, tampoco tuvo miedo de untarse de humanidad, ni de dirigir sus metas hacia lo más elevado. Los días más alegres en Bolarquí eran las novenas de diciembre, cuando a los niños, por turnos, nos disfrazaban de Virgen María, San José, o de pastores. Entonces, en procesión, recorríamos el barrio detrás de la Virgen de turno, quien, montada en un burrito, era guiada por San José, mientras los pastores cantábamos villancicos acompañados por acordeones y toda clase de instrumentos improvisados. Las casas se turnaban para darle la po42 sada al niño Dios, y, después de rezar la novena ante el pesebre, nos permitían echar pólvora en el antejardín. En una ocasión se repartieron las acostumbradas chispitas de luces entre los niños, y Silvia, que tendría unos cinco años, recibió las suyas. Una chispa de fuego cayó en su elegante vestido de organdí, que se incendió y la convirtió en una tea humana. Ella, muy asustada, corrió hacia nuestra casa, pero el viento la encendió aún más. Fue Jorge Enrique Mutis, entonces un adolescente, quién la apagó quitándose la chaqueta y envolviéndola en ella. Yo siempre trato de evadir los recuerdos que me llegan del siguiente año que tuvo que soportar Silvia, por motivo de una quemadura muy grave, de tercer grado, en la zona del estómago. Las curaciones eran un horror, una tortura medieval. No sé por qué tenían que arrancarle la piel sin anestesia. Todavía me espantan sus aullidos, a pesar de que en cuanto llegaba el médico yo corría a esconderme en un closet y con fuerza me tapaba los oídos. “Definitivamente”, pensaba yo en mis cavilaciones infantiles, “esto es mucho peor que una inyección”. Silvia se repuso de su quemadura, y, mirando atrás, hubo algo muy positivo que se gestó durante su proceso de mejoría y convalecencia. La relación con mi papá se hizo entrañable. “Papaíto”, un hombre más bien lejano y serio, y a quien le disgustaba mucho la bulla que hacían los niños, se tornó en un ser compasivo y amoroso, que le contaba cuentos hasta que ella se dormía; hacía procesiones, llevando en alto sus muñecas y cantando, y en la “cama grande” alzaba las piernas empujando la sobre 43 sábana hasta convertirla en carpa misteriosa donde cabíamos los cuatro hermanos. La debilidad que desarrolló mi papá por Silvia tal vez marcó sus intereses, porque sin duda ella fue, no sólo su hija favorita, sino quien con la pluma le siguió los pasos. También la quemadura le trajo a Silvia consecuencias negativas insospechadas. Más tarde en la vida, comenzaron los dolores lacerantes, la abrumadora fatiga, y los síntomas de lo que ella llamaba el “dengue”. En peregrinación donde los médicos, todos miraban con estupor unos exámenes perfectos que no decían nada del origen de tales síntomas. Le diagnosticaron “Fatiga crónica”, que en idioma vernáculo quiere decir “no sabemos qué hacer con ella, ni cómo curarla”. Después de dos décadas de severas molestias cíclicas, la situación de malestar se hizo permanente y los dolores se acentuaron hasta lo insoportable. Hubo un diagnóstico, tal vez acertado: un neurólogo, a quien ella consultó, le explicó que “muchas veces las quemaduras graves dañan el sistema nervioso autónomo y este comienza a enviar señales equivocadas al cuerpo: duela aquí, duela allá, y lo peor es que ese tipo de dolores no responden ni siquiera a la morfina”. Silvia descansó ya. Me quedó en el alma su última expresión de profunda serenidad y paz. También quedarán siempre en mis recuerdos, su humor y sus ocurrencias que transformaban lo rutinario y aburrido en una explosión de risas; su imaginación prodigiosa que derrochaba creatividad para amenizarnos la vida a quienes tuvimos la fortuna de compartir con ella momentos inolvidables y sorpresas llenas de su imaginación. Gracias hermana, 44 porque tu forma de ser hizo de los momentos que pasamos juntas, una verdadera fiesta. La última década de la vida de Silvia, según sus propias palabras, habría sido la más feliz de su vida, si su estado de salud lo hubiera permitido. Tenía en Alberto un marido que la adoraba y le daba toda la compañía y el apoyo. Además de tres nietos preciosos y muy inquietos, quienes con sus travesuras y palabras a media lengua la hacían reír hasta las lágrimas. Pensando en ellos, la sala de la casa de Alberto y Silvia se convirtió en una muy completa estación de tren donde los niños pasaban horas jugando con el par de abuelos complacientes. Una de las aflicciones grandes de mi hermana fue la enfermedad de mi mamá. A ella la habían operado de un tumor benigno en el cerebro, y después de eso perdió la capacidad de hablar y de razonar. Tal vez debido a su impotencia, se convirtió en un ser muy agresivo, que, notábamos nosotras, paulatinamente iba perdiendo una a una sus facultades humanas, hasta caer posteriormente en un estado vegetativo que no le permitía ni reconocer a sus propios hijos. Este proceso de deterioro duró aproximadamente diez años. Y en ese tiempo nos poníamos de acuerdo con Silvia para ir a verla frecuentemente, aun cuando ambas teníamos que hacer un esfuerzo enorme para cumplir con ese deber filial. Las visitas eran pesadas, no pasaban de ser diálogos de cortesía con la enfermera y luego de pasar la tarde en la oscuridad de su habitación, inhalando molestos vapores, salíamos ambas con el corazón deshecho. 45 Pero el talento de Silvia iba más allá de escribir libros sensacionales y artículos que conmocionaban al país. Ella podía convertir la nube más negra en luz radiante y transformar las lágrimas en carcajadas. No sé de dónde sacó la idea de reclutar a sus nietos y sobrinos pequeños y llevarlos de paseo a ver a la “Boli” con nosotras. Con cinco o siete niños a bordo, ya la visita no podía transcurrir en una habitación cerrada, sino en el jardín; y mi mamá, a pesar de sí misma, tenía que hacer el esfuerzo de bajar las escaleras para recibirnos. Así comenzó una etapa nueva de visitas festivas. Las reuniones, que comenzaron con juegos de niños que no involucraban a los adultos, poco a poco, por iniciativa de Silvia, se convirtieron en “piñatas” con bombas, sorpresas, regalos y bizcocho, donde niños y adultos participaban por igual. Toda excusa para celebrar la vida era válida para mi hermana. Recuerdo que llegamos hasta el extremo de celebrarle el cumpleaños al perro. Pero ahí no paró la inventiva de Silvia. Un día resolvió preparar a los niños para representaciones teatrales infantiles. Sus viajes al exterior los convirtió en oportunidades ideales para comprarles disfraces. Diego, de cuatro años, se eligió a sí mismo como la “estrella del canto”, y con todo el sentimiento y ademanes de adulto interpretaba “Yo soy el rey”, actuación que siempre culminaba en ojos llorosos por la risa y explosión de aplausos. Las nietas de Silvia tenían un repertorio más variado: interpretaron diálogos y comedias que nos hacían reír, aunque no siempre salían ‘perfectas’, pues por ejemplo, en una ocasión, Sofía, quien debía hacer el papel de sapo, insistió en ponerse vestido de mariposa. Otras veces había música y baile 46 que los niños pronto convertían en brincos, empujones y porrazos que terminaban en gemidos, acusaciones y lágrimas. Pero todo eso hacía parte de la diversión. No recuerdo haberme reído tanto en mi vida como en las originales visitas a la “Boli”, con libretos de Silvia. De ñapa, el recuerdo más bello que conservo son las carcajadas de mi mamá, quien aun cuando no comprendía lo que estaba pasando, se reía porque veía a los demás hacerlo. Silvia me enseñó con hechos una verdad muy grande: “En la vida no existen situaciones negativas de adversidad, toda vivencia es simplemente lo que nosotros hagamos de ella, bien sea para generar felicidad o desventura”. *** Hortensia Galvis Ramírez Pianista. Estudió Música en el Conservatorio de la Universidad de Antioquia. Fue alumna de Badura Skoda en Viena, donde vivió durante muchos años. 47 Silvia: mi amiga, mi suegra Alexandra Zafra Durán Conocí a Sebastián en diciembre del año 1993; a los tres meses decidió que debíamos ir a Bogotá a conocer a su mamá. Fue un maravilloso encuentro lleno de amabilidad y sencillez, que con los años se fue transformando en un gran sentimiento de dulzura y amor. Fue gracias a Sebastián, que tuve la fortuna de tener (y es algo que no todo el mundo puede decir) la mejor suegra del mundo, ya que sin necesidad de esforzarse y pese a su preocupación por no ser una suegra metida ni cansona, se convirtió en mi suegra, mi amiga y en una mamá. A mí me tocó conocer otra Silvia, no la columnista aunque sí la escritora. Yo conocí a la mamá y amiga de Kai y Sana, para quienes su amor fue inagotable; a la esposa y cómplice de Alberto, con quien mantenía una relación tan dulce y sincera que muchos envidiaban; a la abuela juguetona de Mariana, Sofía y Sebastián. Y a mi suegra, quien contrario a muchas se preocupaba tanto por mí como por su hijo. Siempre estaba pendiente de mi descanso, ya que consideraba que me excedía con el trabajo y el cuidado de los niños. 48 Mi cariño creció tanto que Silvia se convirtió en alguien indispensable en mi diario vivir. Al igual que hacía con mis papas la llamaba a las 11:30 de la mañana desde mi oficina, hora en que calculaba ya estaba despierta. Su voz siempre estaba cargada de tanta alegría que me encantaba oírla. Ese momento era especial, ya que hablando de sus nietos el tiempo se detenía: podíamos hablar de tantas cosas que sólo hasta ver nuevamente el reloj me daba cuenta de que el tiempo corría. Pero ese no era el único momento para hablar con ella. Afortunadamente tuve tiempo para disfrutarla, aunque no tanto como hubiera querido. En nuestros viajes de vacaciones, durante 15 años, era un deleite oírla compartir historias de su vida, cuentos de amigas, anécdotas y momentos importantes. En mis estadías en la Florida con Silvia y Alberto mientras estaba embarazada de mis dos primeras hijas, Mariana y Sofía, pude compartir un estilo de vida diferente en donde los horarios no existían. Me acuerdo levantarme a las 3:30 de la mañana porque el bebé no me dejaba dormir, y encontrarme a Silvia sentada en la reclinomática viendo la serie Golden Girls y tejiendo algún suéter para las niñas. Me sentaba con ella y la acompañaba a comerse su naranja. Las salidas en carro eran especiales, pues Silvia siempre tenía una historia para contar. Le preocupaba olvidar datos y fechas, por lo que siempre le pedía a Alberto que le preguntara cosas que la hicieran recordar. Nos podíamos sentar en la cocina y durar hablando horas seguidas, o en su sala viendo cómo sus nie- 49 tos se transformaban en cada personaje que quería enseñarles. Con sus nietas y nieto –como ella siempre aclaraba– compartían un amor especial. Con Alberto cualquier idea que se les ocurriera era motivo para estar con ellos; creaban juegos que sólo ellos conocían, y la imaginación los llevaba a disfrazarse, hacer títeres, y hasta escribir un libro ilustrado por Mariana, regalo que recibió Sebastián el día de su cumpleaños. Quiero pensar que Silvia esta aquí. Eso hace que mis días se llenen de imágenes de ella, por ahora no quiero hacer nada diferente a recordarla. Hablando con Sebastián el otro día le dije: “Gracias por haberme dado la oportunidad de haber tenido a Silvia como suegra y abuela de mis hijos, es el mejor regalo que me has podido dar”. *** Alexandra Zafra Durán Estudió Administración en la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Durante más de 10 años fue gerente de una oficina bancaria del Banco de Occidente. 50 Mi comadrita Conny Olaya Son muchos los recuerdos, porque desde que tengo memoria está mi querida “comadrita” en mi vida, unas épocas más cerca y otras más lejos. Y como no soy muy hilvanada, voy contando recuerdos. Como cuando salíamos del colegio en primero de primaria, teníamos 5 ó 6 años, y nos metíamos en los bambúes del campo de golf del Campestre, que quedaban frente a la casa de Jaime y Leonorcita Ardila; allá teníamos nuestras casas de muñecas con cortinas y pasábamos el tiempo jugando, bailábamos ballet y nos reventábamos de la risa. Teníamos un club de enemigas de los hombres, nos reuníamos con las del barrio Bolarquí y el único hombre era Virgilio, y lo mandábamos a hacernos mandados en el triciclo, como en el cuento de Toby y Lulú. Muchas veces me levantaba y estaba Silvia sentada en la sala de mi casa, y le decía: “¿qué hace, comadrita?”, “yo aquí, leyendo la Vanguardia”. En esa época uno podía salir por el barrio sin peligro, nuestro territorio eran unas 3 por 5 cuadras, y venían algunas amigas de Sotomayor (a 8 cuadras) como Gloria Camargo, con quien éramos amigas de familias. 51 Los programas eran o en el jardín de la casa de ella, subidas en los palos de mango, o en el solar de mi casa, como decían las mamás. Allí teníamos ya instalada nuestra cocina, que eran 3 piedras grandes; le metíamos palos y candela, y preparábamos nuestros cocinados. A veces mamá nos daba pedazos de yuca y papa, y cuando era muy especial una presa de pollo; cuando no nos daban nada los hacíamos con hojas y cosas que teníamos en el solar. Pero lo que más nos gustaba era que, mientras estaba listo el cocinado, nos quedábamos en calzones y nos bañábamos con manguera; nos parecía delicioso, mejor que bañarnos en la piscina de mi comadre, que era muy oscura y fría. Así pasó nuestra infancia, sin ningún tipo de encontrón. Esa era mi comadrita, porque yo con otras amigas sí tenía mis desencuentros. Luego empezó la adolescencia, que también empezaba rápido; hablo de los 13 años, en donde nos interesaban más los muchachos que las muñecas, aunque a Silvia le interesaban más los libros, a pesar de que la mamá quería que se maquillara y saliera como las otras. Alicia siempre me daba un lápiz de labios para que Silvia se pintara, pero a ella no le gustaba; a mí me parecía divino, y la comadre decía: “pues píntese usted”. Gloria Camargo, Silvia y yo ya teníamos un trío para siempre en amistad, cariño y confianza. Digo esto porque en esa época lo que nos enseñaron las mamás fue a aparentar, a decir que todo estaba perfecto y a competir; por eso era difícil la amistad y nula la confianza. Nosotras logramos lo que muy poca gente de esa época tenía: ser amigas. Yo fui la primera en casarme. Cuando llegué de la luna de miel nos parecía que no íbamos a reunirnos las 52 tres a comentar y a carcajearnos brincando en el sofá. Éramos muy ignorantes, y de sexo no se hablaba. Por esa época empezamos a coger caminos diferentes: Gloria vivía en U.S.A, Silvia estuvo en Alemania, después se casó y nos alejamos. Los maridos no eran amigos, a mi comadrita le gustaba la vida intelectual y a mí la social; yo sentía que no sabía de todo lo que ella sí; después entendimos que ella era más humana que intelectual. Cuando teníamos como 35 años ya estaban Silvia y Gloria viviendo en Bogotá, y yo en Bucaramanga, y tenía que ir a Bogotá todos los meses a un tratamiento para los dolores de cabeza, y las reuní y prometimos no dejar de vernos ni de compartir nunca. Y así lo hicimos, siendo ese el momento cuando volvimos a experimentar el sentimiento inigualable de la amistad, donde no había cabida para nadie más. Yo las llamaba tres días antes de llegar y nos reuníamos una noche, siempre en la casa de Silvia, y Alberto, tan especial, nunca intervino. Esa fue la época de la vida más importante para la relación de las tres; hablábamos de todo –hasta de chismes–, podíamos contarnos las situaciones de cada una, hasta las que “no se cuentan”. Gloria nos ayudaba con las cosas de medicina, pues era la enfermera, y la comadrita le creía a pie juntillas, con los muchos problemas que tenía de salud. Después Gloria se fue a vivir a Arabia, Silvia a Bucaramanga y, para ironías, yo a Bogotá. Nosotras decíamos que éramos como matas de plátano que trasplantan ya viejas, y las hojas se empiezan a secar; yo nunca me he podido desprender de mi tierra. Y seguíamos hablando y 53 viéndonos más que nunca; las charlas por teléfono eran tan largas, que a veces decíamos: “tenemos como hambre, vamos a prepararnos algo” y la otra volvía a marcar: “¿qué come, comadrita? Yo ‘mestiza’*, ¿y usted?”. Y nos moríamos de risa y seguíamos por otras horas. Cuando nos veíamos, salíamos a caminar, a tomar onces, a comentar las preocupaciones de los hijos, a reírnos de las ocurrencias de los nietos, que para fortuna de las dos los disfrutamos a morir. También nos reíamos del abuelo Betococo, que fue uno de los sentimientos que Silvia más amó de Alberto y que más admiramos ambas. Puedo decir que hablar con Silvia era como hablar con un espejo, sin tapujos, y así se lo decía a ella, pero contando con la comprensión, sin la crítica, sin imposiciones, y con la parte humana que era tan absolutamente maravillosa. Qué felicidad y que privilegio haber podido contar con MI COMADRITA. *** Conny Olaya Bumanguesa de principio a fin. Ha trabajado durante muchos años en el ramo de seguros. * Mestiza es una mogolla o tipo de pan que hacen en Santander. 54 Silvia nos parecía divina Gloria Camargo No recuerdo mi niñez sin ella. Silvia siempre aparece en todos mis recuerdos relacionados con la vida escolar y con las piñatas. Siempre vivieron en esa casa de Bolarquí y yo en Sotomayor, lo que impedía que fuera una relación cotidiana. Me invitaban a su casa a oír por radio la novela El derecho de nacer, que los papás nos tenían prohibida, pero que allá, Anita la muchacha, nos dejaba oír. Anita la quería muchísimo y vivía pendiente de ella, lo que le pidiera lo hacía. No entendíamos nada de la radio-novela, porque ni siquiera sabíamos cómo nacían los niños, pero nos encantaba oírla. La casa de Silvia era deliciosa y siempre estaba llena de amigos del barrio. Me gustaba la biblioteca, y Silvia me decía que su papá se había leído todos los libros. Creo que desde muy pequeña ella leía mucho, y por eso su vida intelectual empezó a muy temprana edad. Alejandro le daba permiso de leer los libros del índice, que era una lista de textos prohibidos por la iglesia. En las piñatas, Silvia hablaba de lo bonitas que eran sus amigas. Lo curioso es que a todas ella nos parecía divina. Todo el mundo la quería y se llevaba bien con ella, pero 55 sus amigas cercanas no eran muchas. Tengo un recuerdo vago de que muy pequeña la internaron en el colegio porque hubo un atentado contra Alejandro. No conozco detalles, ya que en esa época los papás no le contaban nada a uno. Yo sabía que él era una persona muy importante en la política, pero nada más. Silvia siempre fue una persona tímida, pero a pesar de esto en clase era crítica y hacía preguntas que cuestionaban todo lo que las monjas decían. Desde muy pequeña era liberal y defendía esos ideales; me imagino que eso era lo que ella oía en su casa. Como estaban tan divididos el partido conservador y el liberal, en los recreos ella tenía discusiones fuertes con Gloria Soto, y Silvia, con elocuencia e intensidad, les argumentaba las bondades del liberalismo y lo triste que era ser godo. Ella no era de pelear sino de sentar sus puntos de vista. Era buena estudiante y no tenía que esforzarse mucho para sacar notas altas. En historia y literatura era muy buena. Era mala para la gimnasia, la costura, y en religión era rebelde. Ella hacía todo los rituales católicos que mandaban las monjas pero había momentos en que discutía porque no se comía el cuento completo. Eran demasiadas misas, rezar el rosario, había clase de religión formal y nos enseñaban la historia sagrada. El contexto religioso era penetrante, y para las monjas todo era pecado y todo era infierno. En eso nos criamos. Ella no era buena para la costura y nunca pudo con el dechado, en donde le enseñaban a uno a hacer todas las puntadas y todas las cosas que toda niña debía saber para pegar las medias y hacer dobladillos. Entonces negoció con algunas de las 56 compañeras para que le hicieran ese trabajo manual, y a cambio ella las ayudaba en las tareas de matemáticas. Conmigo hicimos el trato de que me ayudaba en inglés porque yo era negada. Me acuerdo de que íbamos a cine voladas del colegio y nos metíamos por el campo de golf del Club Campestre. A nosotras nos castigaban mucho pero no recuerdo qué era lo que hacíamos para merecerlo. Tal vez indisciplina. Uno de los recuerdos especiales, sucedió un día en que un grupo de jóvenes del barrio construyó un pequeño muro en la Avenida González Valencia y le cambiaron el nombre por Avenida Uribe Uribe, porque aquel era un godo regodo, y este era liberal. Pero esta anécdota la cuentan mejor los Ardila. En los años de la adolescencia, Silvia y yo nos fuimos internas, para estudiar con más concentración en lograr la meta académica. Había varias camas por dormitorio y había que ir a misa todos los días a las seis de la mañana. Nos aguantábamos todo eso, pero pasábamos contentas. Ella tenía mucho éxito con los muchachos, o al menos la visitaban mucho. Pienso que se debía a que era muy agradable, con buen sentido del humor, tenía una sonrisa especial y el don de la palabra, con esa facilidad para expresarse que ninguna de nosotras tenía. Empezaron las fiestas de quince años. Todas las niñas nos vestíamos muy lindas. Íbamos a unas fiestas muy grandes, con orquestas, y el éxito era no comer pavo y bailar toda la noche. Las mejores fueron las fiestas de Silvia en su casa, las de Polita Sorzano y las de Leonorcita Ardila. Durante todo nuestro paso por el colegio fuimos 57 puritanas, no sabíamos nada de nada y no preguntábamos, porque todo era pecado y éramos ignorantes; las mamás no hablaban de la vida en pareja, y cuando empezamos a salir con los muchachos nos moríamos del susto de estar cogidos de la mano. A Silvia las convenciones sociales y los compromisos nunca le importaron, eso no hacía parte de sus intereses. Ella cuando chiquita iba a las piñatas porque le tocaba, pero en la medida en que pudo deshacerse del compromiso social lo hizo. En quinto de bachillerato ella se fue para Cincinnati, Estados Unidos, por dos años, interna a un colegio de las Ursulinas con la Nena Camargo y Totoa Liévano. En esa época me separé de ella. Fue la época de transición, ya la mujer iba a la universidad, pero muchas aún se casaban temprano. La primera fue Conny, que se casó cuando salimos del colegio. Una vez, cuando Silvia ya había regresado graduada de High School en Estados Unidos fuimos a visitar a Conny, que había llegado de su luna de miel. No veíamos la hora de preguntarle cómo era la luna de miel, pero llegamos allá y no fuimos capaces de preguntar nada, y Conny tampoco pudo contarnos nada en detalle. Nos quedamos sin saber. Después de Estados Unidos, Silvia llegó en una onda intelectual. Ella escribía en Vanguardia con Enrique Ogliastri y un grupo de amigos, y dentro de ese período hicieron hasta teatro con títeres. En esa época le perdí el hilo porque me fui para Estados Unidos a estudiar enfermería. Nos hablábamos, pero teníamos vidas distintas. 58 Pero nunca nos dejamos de ver. Cuando ella se casó me mandó una foto de su novio y cuando nació Kai, su primer hijo, me habló muy lindo de la maternidad. Nunca le había escuchado a nadie unas palabras tan bellas sobre lo que es ser madre. Nos volvimos a ver en Bogotá cuando ella estudiaba Ciencias Políticas en Los Andes, vivía en la 26 y tenía un bebé. Nos reuníamos para ir a cine y a comer. Podían pasar ocho meses sin vernos o hablarnos, pero cuando finalmente nos encontrábamos era como si no hubiera pasado el tiempo. Uno siempre la admiraba porque era una persona muy culta, pero podía estar al nivel de uno. Durante los últimos 30 años nos acercamos, y para mí lo importante fue que la amistad se volvió más sincera, honesta y abierta. Hablábamos de asuntos íntimos, de cosas que nunca mencionamos antes sobre la niñez y la adolescencia, como los traumas causados por la imposición religiosa de los padres por el medio en que vivíamos, de lo que sentíamos, de los hijos. Ella nunca criticaba; sus comentarios eran tan racionales pero siempre respetaba lo que uno pensara. Lo único que le preocupaba era que una estuviera contenta e hiciera lo que quisiera. Y hablábamos del país y de política, porque ella siempre estaba enterada de todo. En cada reunión nos actualizábamos de la vida de cada una. La separación de Conny fue dura, y le dábamos consejo. Y otro día la del problema era otra. Yo era reservada. Leíamos los artículos de Silvia y la admirábamos mucho porque ella decía lo que pensaba y nunca le vendió el alma al diablo. Ella vivió feliz con Alberto. La primera vez que hablamos de Alberto, se refería a él como la persona que le había devuel- 59 to la ilusión en la vida, el amor. Luego lo conocimos, y nos parecía una delicia también estar con él. Ahí entendí porque Silvia lo adoraba: él vivía pendiente de ella. Silvia valoraba en nosotras el profundo cariño y respeto por cada una. En toda la época de sus enfermedades, cuando se hospitalizaba, yo le ayudaba a conseguir médico y la aconsejaba. Siento que fui una gran compañía para ella, y ella me admiraba por lo que yo hacía. Yo me sentía admirada, y ella me hacía sentir importante en mi campo. Ella decía: “yo hubiera querido hacer lo que ustedes hacen”. A Conny la admiró por haberse superado, por haber trabajado luego del divorcio. Las cartas de ella eran una delicia, porque así como hablaba así escribía. En los nueve años de vivir en Arabia, siempre que vine a Colombia nos encontrábamos. Una vez fui a verla en la casa de Ruitoque. Fue la última vez que la vi y me dijo: “mucha machera tener unas amigas tan lindas que se meten un viaje para vernos”. *** Gloria Camargo Fue Enfermera Jefe en la Clínica Santafé en Bogotá. Radicada desde hace varios años en Arabia Saudita y Bahrain. 60 La tía Silvia Gisela Ruiseco Galvis La relación cercana con mi tía Silvia debió comenzar muy temprano, en mi niñez. Por fotos sé que era una niña muy pequeñita cuando me mandaban de visita a donde los tíos en Bogotá, cuando todavía vivían en un apartamento. Mis primeros recuerdos de Bogotá con ella, sin embargo, son de la casa en Usaquén. Me alegraba el corazón cuando me mandaban a pasar temporadas allá, y esto sucedía frecuentemente, hasta entrada la adolescencia. Me acuerdo, en una muy tierna edad, de haber buscado su compañía; me sentía bien con ella. De esa época me queda el recuerdo de los paseos por los cerros de Usaquén, el olor de los pinos, el Volkswagen (¿blanco?) de la tía Silvia, la casa fría y el peso del cerro de cobijas, las duchas de noche, la nana (quien ayudó a criar a toda la familia) dándonos Corn Flakes con leche caliente, algo exótico para una paisita como yo. Jugábamos, con mi primo Kai, a construir casas con lego, o con arena en el jardín; alguna vez me dediqué a hacer velas con ayuda de la tía Silvia, a derretir pedazos de velas vertiendo la cera en frascos y seguramente haciendo un reguero considerable. Me encantaba estar ahí. 61 Tal vez sentía ya, desde esa edad, que con mi tía había una afinidad especial que hacía que una niña retraída como yo me sintiera a mis anchas. Fue en una de estas estadías en Bogotá, ya entrada en la pubertad, en una salida al centro acompañando a mi tía a hacer algún mandado, que sucedió un incidente. Uno de esos que lo van formando a uno porque le muestran una manera nueva de interpretar, de reaccionar. Nos bajábamos del carro ella y yo, cuando un señor “bien”, de saco y corbata, también bajándose de un carro y a unos cuantos metros de distancia lanzó un par de comentarios bastante soeces sobre mi anatomía cambiante de esos años. No me acuerdo cómo me sentí, pero sí me acuerdo de la reacción de mi tía, que se puso furiosa e inmediatamente le respondió algo bastante subido de tono, y como este señor no se callaba, ella caminó hacia donde él estaba, poniendo muy en claro lo que pensaba de su comportamiento. Me impactó este incidente. Supongo que al entender la posibilidad, la necesidad, de enfrentarse a atropellos como ese, me sentí muy pronto combatiente en ese sentido, y seguro ella sintió que su ejemplo y sus reflexiones caían en terreno fértil conmigo. No sé qué tanto le debo a mi tía mi conciencia feminista. Más tarde ella me regaló los dos tomos de El segundo sexo de Simone de Beauvoir, que todavía conservo. Durante mi niñez y adolescencia pasaba largas temporadas con mis primos en la finca que teníamos en la Mesa de los Santos, cerca a Bucaramanga. Para nosotros, los niños, lo mejor que nos podía pasar era que nuestros respectivos progenitores nos mandaran allá a pasar las vacaciones. Nos depositaban al cuidado de la abuela Ali- 62 cia, y eran ella, el abuelo Alejandro y la tía Silvia los que se pasaban un mes, dos meses, con nosotros. A la tía Silvia le encantaba estar en el campo y fueron muchos los días que pasamos con ella. Era una figura principal en la planeación de obras de teatro: nos ayudaba a disfrazarnos, a practicar coplas y canciones; especialmente por navidades nos dedicábamos a hacer música. La tía Silvia era uno de los adultos que más nos animaban a que nos pusiéramos a tocar y a cantar, con instrumentos tan curiosos y que no he vuelto a ver, como por ejemplo, la “quijada de burro”. Era también asidua asistente a las cabalgatas en la que nos íbamos de excursión por la Mesa, a veces un montón de niños acompañados solamente por ella y la abuela. Y por las noches había fiestas, nos comprábamos sabajón en una de las tiendas de al lado (cada niño se tomaba una copita y eso nos parecía lo máximo), y a bailar... Me acuerdo que alguna vez la tía Silvia nos enseñó en una de estas fiestas a bailar ¡el twist! Era en esta época en que yo escuchaba a la tía Silvia lo que contaba de los temas que estaba investigando (no me acuerdo a quién se lo contaba, pero yo no me quería perder nada). La oía seguramente boquiabierta, pues yo ya en aquel entonces empezaba a percibir y reflexionar sobre los problemas sociales del país, y en ella tenía a alguien tan cercano que luchaba por la justicia, contra los corruptos, que entraba en lugares sórdidos y para mí lejanísimos. Mi imaginación infantil absorbía todas sus descripciones y tomaba nota de una realidad muy distinta a la que yo conocía. Fue haciendo una investigación en uno de estos lugares, un bar de mala muerte si no recuerdo mal, que recogió a un niño que estaba siendo 63 explotado y se lo llevó, simplemente, consiguiéndole un hogar donde lo cuidaron, proporcionando ella misma los costos de su manutención. El después fue nuestro compañero de juegos. Me impresionó mucho el valor de su intervención en una situación en la que la mayoría de las personas solo volverían la cabeza, apenadas. Cuando tenía once o doce años, en el colegio nos preguntaron un día si teníamos algún héroe en particular. Me acuerdo de una compañera que dijo que su héroe era Carolina de Mónaco. No lo dudé: mi héroe era mi tía Silvia. Esto nunca se lo dije, pero supongo que ella sí sabía lo importante que fue su influencia para mí. Me acuerdo de una conversación que tuvimos, debió ser ya más entrada en mis años adolescentes, en que ella me preguntaba si sabía en qué momento había tomado conciencia de que yo pensaba distinto a la gente que me rodeaba, de que iba a contracorriente. Le conté una anécdota: una vez en el programa de televisión “Cita con Pacheco”, salieron unos gamines a los que Pacheco entrevistó. Contaban cómo vivían, cómo a veces robaban carteras, en fin, se daba una imagen de su dura vida en la calle. Me impresionó este reportaje, no tendría más de 10 años, al conocer una realidad bastante alejada de la mía pero al tiempo tan cercana. Al otro día en el colegio comentamos el programa con los compañeros, y me sorprendió el darme cuenta de que nadie había vivido el reportaje como yo. Los comentarios iban en otra dirección, algo así como: “es el colmo, los tendrían que haber detenido ahí mismo”. Al protestar me respondieron que seguramente a mí nunca me habían robado nada. 64 Y bien, al contarle este episodio, la tía Silvia comentó que yo tenía una sensibilidad social distinta a la de los que me rodeaban en ese entonces, y que con estas experiencias me daba cuenta de ello. En mi niñez y juventud me sentía como el patito feo de la historia, y fue en gran parte gracias a ella que tomé conciencia de que no estaba sola en mi modo distinto de ver las cosas. La tía Silvia fue para mí un faro, que me permitió crecer un poco más en paz conmigo misma. He vivido toda mi edad adulta fuera de Colombia, y los encuentros con mi tía en estos años se dieron muchas veces en viajes, o en visitas a Bucaramanga cuando coincidíamos, lo cual no se daba tan a menudo como hubiera querido. Me gusta acordarme especialmente de un viaje que hice a Italia a finales de 1995 con el trío: Alberto, Tía Silvia y mi prima Alexandra. Viajar con la tía Silvia significaba acoplarse a su ritmo nocturno, con mañanas perezosas en la casa, pues sus rituales matutinos requerían buenas dosis de tiempo. Además, este trío funcionaba de tal manera que cada cual se sentía muy libre de hacer lo que le inspirara más en cada momento; si cada cual comía a una hora distinta esto no era un problema para nadie. Y así, estos viajes se convertían en algo que fluía lentamente, espontáneamente, muy relajados, y si logramos llegar a Florencia en algún momento (nos estábamos quedando cerca de Génova), fue para ver a “Florencia de noche”, como después bromeábamos. Mi tía en los últimos años estaba muy malita, tuvimos menos contacto de lo que me hubiera gustado. Pero a pesar de la distancia una que otra vez acudí a ella para 65 algún consejo puntual, pues la seguí sintiendo como una guía en causas y filosofías comunes, admirando especialmente el valor que tenía para defender sus convicciones contra viento y marea, dar la cara por lo que creía que era lo correcto. Como la digna heredera de mi abuelo Alejandro que fue ella. *** Gisela Ruiseco Nacida en Colombia en 1966, se muda a los 15 años con su familia para Viena, Austria. Ceramista, ha participado en numerosas exposiciones en Europa. También es psicóloga de la Universidad de Viena. Desde el año 2005 vive en Barcelona, España. 66 Recuerdos de mi amiga Patricia Hernández Cuando empecé a hacer el análisis literario de la nove- la detectivesca o del género de novela negra La mujer que sabía demasiado, de Silvia Galvis Ramírez, para el libro que publicaré titulado Análisis literario de libros escritos por mujeres (el título puede variar), me sentí bastante confundida e intimidada, y me referí a este sentimiento en la introducción: “Creo que de las misiones difíciles es hacer un análisis literario a un libro escrito por una persona considerada como una gran amiga y apreciada inmensamente como escritora. Creo que por el tiempo que dure este análisis me debo olvidar de estas características y sentimientos y ser lo más objetiva que pueda. ¡Ardua tarea!” (Montreal, 2008). En una ocasión le pregunté a Silvia cuál era el libro suyo que más le gustaba. Me respondió que Vida mía, libro de entrevistas, guiadas obviamente por ella, en donde aparecen una serie de “encuentros” con mujeres colombianas que por uno u otro motivo se habían distinguido en el ámbito nacional, y que, aunque “no están todas las que son, también sé que las que están sí son”, escribe la autora. Su modestia y austeridad sorprende viniendo de 67 una autora que ha escrito libros de la calidad e importancia histórica de Soledad, conspiraciones y suspiros una novela histórica de casi mil páginas con un discurso y diálogos similares al escritor portugués José Saramago. En el libro la autora hace una investigación exhaustiva (documentada, entre otras fuentes, por la visita asidua a la biblioteca The Library Of Congress in Washington D.C.) de la vida colombiana de la década de 1887, en donde los protagonistas son el presidente Rafael Núñez y su compañera, sin nupcias, Soledad Román Polanco. El propósito de Silvia en Soledad es ante todo mostrar la intervención de la iglesia en la ‘cosa política’. Núñez firma el Concordato en 1887, a cambio de que la iglesia le conceda el divorcio a Soledad Román, con un matrimonio previo, para poderse casar con ella. Este Concordato fue semisepultado por la Corte Constitucional en 1993 (y ahora casi revivido en el gobierno de Álvaro Uribe por el ‘inquisidor’ Ordóñez). Transcribo lo que he escrito en mi ensayo literario sobre el libro de Silvia Galvis, La mujer que sabía demasiado, cuando quedé impactada por la muerte súbita de la autora: No sé cómo hubiese sido este análisis literario de una obra de Silvia Galvis si hubiese sabido que iba a morir tan pronto, antes de tiempo, diría yo, su amiga de siempre, y a la que le hará tanta falta, porque ella no sabía, ni sabrá, de la influencia que tenía sobre mí. Si tenía algo trascendental en mi vida la llamaba, si iba a tomar alguna decisión grave le escribía para oír -por fortuna mía- su implacable interpretación de los hechos que siempre eran sometidos a su verdad, severidad y a su interpretación racional, dejando un 68 poco de lado el sentimiento subjetivo y emocional de quien preguntaba. Lamentablemente, en los últimos años Silvia sentía fastidio por el correo electrónico, la sobreabundancia de los e-mail (algunos inútiles) la agobiaban. En cambio, por teléfono hablábamos por horas enteras en Montreal, en donde nos poníamos al día de los acontecimientos familiares y de amigos y temas que compartíamos. ¡Siempre voy a añorar su palabra! Silvia murió este domingo 20 de septiembre de 2009, a las 12 del medio día; creo yo que aprovechó la ida por diez minutos de su vigilante y amoroso esposo, para descansar de su insufrible dolor físico que la dejó sin aliento para siempre. ¡Dejándoles a ellos, sus hijos Sebastián y Alexandra, sus nietas Mariana y Sofía, su nuera Alexandra, su hermano Virgilio y especialmente a Alberto, inconsolables para siempre! No había sido capaz de escribir desde ese 20 de septiembre, y hoy, 15 de diciembre de 2009, en Bogotá, vuelvo a trabajar, ¡sigue la función! Le he escrito tantas cosas en mi mente y todo me sonaba a hueco o a repetición… Es que no es sólo mi admiración como escritora y como periodista, con sus implacables denuncias a la corrupción en Vanguardia Liberal y El Espectador; su obsesión por la búsqueda de la verdad (en el epígrafe de La mujer que sabía demasiado Silvia transcribe de la obra de Tristano muere: ‘¿Sabes que le ocurrió a la verdad? Murió sin encontrar marido’), es recordar su fuerza de voluntad para continuar escribiendo aun bajo el dolor de su enfermedad, que la consumió. Son otros recuerdos: de la niñez, de Sotomayor, de la Avenida 27 con 48, donde vivíamos en Bucaramanga, de los árboles de almendro con sus ‘chicharras’, que chillaban hasta reventarse y se disecaban al sol. 69 Recuerdos de esa Nochebuena cuando ardió su vestido de organdí y se quemó con pólvora. Éramos chiquitas (ella más chiquita, me veía más con Cuco en el bus del colegio, y con Hortensia las monjas de la Presentación nos sacaban retratos disfrazadas de ángeles...), yo no estaba en su casa, pero la conocía porque papá y mamá eran amigos de Alejandro y Alicia, pero corrió la noticia como pólvora a la otra cuadra de mi casa. Tal vez esos dolores que sentía ahora eran una prolongación de esa quemadura de la infancia. En la novela de Silvia Galvis, La mujer que sabía demasiado, analizo los hechos ficticios que son un reflejo de la realidad sucedida en Colombia en el gobierno de Ernesto Samper Pizano 1994-1998, y especialmente lo acontecido en el llamado ‘Proceso ocho mil’. La novela también narra el crimen de una mujer, que en la realidad es Elizabeth Montoya de Sarriá, apodada por Samper con su dañino humor ‘La Monita Retrechera’. Esta mujer en la realidad dona dinero del narcotráfico a la campaña presidencial de Samper, y es asesinada en la realidad y en la novela porque ‘sabía demasiado’. Como análisis personal pienso que el personaje del fiscal en la novela, Bruno Nolano, y su compañera Sara Montiel, hacen una pareja que representan o encubren el pensamiento intelectual y los valores de su autora Silvia Galvis: su honorabilidad, su crítica implacable a la corrupción que le acarrearon fastidios sociales y aún amenazas, su ética inalterable y esa búsqueda incansable de la verdad. Bruno Nolano es una interesante creación literaria, y diría que representa en la realidad a alguien admirado y querido por la autora, alguien que escribe también: Me atrevería a sugerir que el personaje ha 70 tomado las características y algo de la personalidad de Alberto Donadio Copello, su esposo. Bruno Nolano es también de ascendencia italiana, y posee una gran dosis de ironía y humor negro, y se le observa constantemente en un sucesivo y continuo pensar e indagar. Silencios que le caracterizan hasta descubrir la verdad. En una ocasión, en una notaria en Montreal Silvia me comento que Alberto tenía una maravillosa memoria; que poseía el don de casi copiar en su mente un documento que acababa de ver. En La mujer que sabía demasiado, el personaje del fiscal, Bruno Nolano, posee el mismo don: ‘En los años de estudiante universitario, un neurólogo a quien le consulta el caso le había diagnosticado hipermnesia o sobreactividad enfermiza de la memoria. ¡Felices los amnésicos! piensa Bruno Nolano’ (La mujer que sabía demasiado, p. 192). El personaje del fiscal Bruno Nolano se caracteriza por su tremendo pesimismo, que le causa sucesivas depresiones: piensa que el crimen en Colombia no sólo sucede en el bajo mundo, sino que vuela muy alto. Al manifestar este pesimismo su médico le diagnostica depresión y el fiscal responde: ‘¿No será que eso que los médicos llaman depresión es sólo el resultado de una lucidez plena?’ (p. 158)”. Esta conclusión era típica de Silvia Galvis, ¡me parece estar oyendo sus palabras! En los últimos capítulos, específicamente en el VIII, Nolano va exponiendo su pensamiento (para mí el de la autora): ‘Nolano alimentaba la certidumbre de que la vida era una cadena de azares, algunos felices, los mas, desdichados. Las coincidencias afortunadas resuelven las cosas a nuestro favor; las infelices representan nuestras desgracias. El problema es que como 71 el azar es impredecible, incalculable, inmensurable, no puede ser objeto de la estadística’ (p. 182). ‘Al fiscal el pensamiento de la muerte lo hizo estremecer y se preguntaba si sentía miedo o estaba deprimido... para el fiscal un PESIMISTA NO ERA SINO UN OPTIMISTA BIEN INFORMADO...’ (pp. 185-186). Me atrevería a decir que la escenografía, el ambiente físico del entorno de Bruno y Sara en la novela, hacen parte de los recuerdos de Silvia cuando era joven: Cuando nace su hijo Sebastián (‘Kai’): el apartamento lo visité yo, cerca de la Ciudad Universitaria. En la novela en el capítulo 3 se lee una localización y descripción del apartamento donde viven los personajes Bruno y Sara R. en Bogotá: ‘Vivían en un sexto piso en la esquina de la calle veintiséis con la carrera treinta, cerca de la Ciudad Universitaria’. ‘Un apartamento pequeño y luminoso, con... y un estudio, en cuyas paredes las repisas de caoba estaban abarrotadas de libros, dispuestos por temas... El ventanal de la sala era lo mejor de todo, porque ofrecía el paisaje soberbio de los cerros de Guadalupe y Monserrate’ (p. 59)”. A excepción de “las repisas de caoba... abarrotadas de libros del género policiaco”, este era indudablemente el apartamento de Silvia en aquella época (1968), y en vez de repisas de caoba, había muchos juguetes alrededor y un ‘corral’ donde jugaba un hermoso y robusto niño. Hubo un período en que Silvia y yo no nos volvimos a ver, fueron los años de la adolescencia. Creo que a ella la enviaron a estudiar a Estados Unidos a un High School, y nosotros nos fuimos a vivir a Bogotá, entre otras “para darles a los niños (mi hermano y yo) una mejor educación”, dijo papá... 72 Pero tanto Silvia como yo regresamos a Bucaramanga, al colegio de La Presentación. En esa época no fuimos amigas, apenas nos saludábamos en los patios de geranios en el corto tiempo del recreo. Pero hay un recuerdo lejano pero nítido de ella: con sus ojos que todo lo observaban, fue la única que alzó su voz (bastante apagada y tímida) para defenderme en esa ocasión en que el cura Montoya, sacerdote del colegio que daba la misa y confesaba, me acusó de “insubordinada” y rebelde. El “padre” Montoya era guapo y parecía tener unos ojos sinceros que me engañaron: en una reunión de Acción Católica, grupo al que debíamos pertenecer para que no nos tildaran de “descreídas”, y además que repercutiría en nuestro nivel académico (que a mí me interesaba mucho), el cura preguntó: “qué niña del colegio había oído –por radio– a un grupo existencialista que anunciaba una obra de teatro que se presentaría en la Universidad Industrial de Santander... que esos eran seres ‘descarriados y perdidos’, y que era un pecado siquiera oírlos... que se levantara la niña que los había escuchado y que si decía la verdad no la expulsarían de la Acción Católica...” Entre ingenua y provocadora, confiando en su palabra, me he levantado y dije: “Yo los he oído, y me pareció interesante lo que decían” (ya le había preguntado a papá –libre pensador en esa sociedad mojigata– qué significaba el existencialismo...). “Pues queda usted expulsada de la Acción Católica, grupo al que usted no merece pertenecer...”, gritó el cura, colorado hasta la raíz del pelo. Silvia alza tímidamente la mano y dice: “Pero usted acaba de decir que no la expulsaría del grupo si decía la 73 verdad...” “¡Cállese usted, niñita insolente!”, concluyó el cura Montoya. En los años de rebeldía en Bucaramanga nos unió el deseo de estudiar, de leer, de pensar, de ser diferentes en esa sociedad en donde las niñas que salían del colegio sólo pensaban en pescar a su futuro marido ¡Nada más! Recuerdo que Silvia, junto con nuestro amigo Enrique Ogliastri y otros colaboradores comenzaron el suplemento literario; no recuerdo el nombre exacto de la parte cultural que aparecía en Vanguardia Liberal, el periódico de Alejandro Galvis Galvis, padre de Silvia, que era una sección especial esperada el domingo por algunos de nosotros. En ese tiempo, a mis diecisiete años, en vez de separarnos nos unió, más tarde, un romance en común. Ella se casaría y yo viajaría a Bogotá a estudiar Antropología en la universidad de Los Andes. Esa común circunstancia nos llevaría, luego, cuando algunos de nuestros hijos eran adolescentes, a tener largas conversaciones. Pasaron años sin vernos, ella con su talento se hizo una famosa escritora, yo apenas trato de serlo -sin lo de ‘famosa’-pero siempre continuábamos en contacto por nuestras visitas a Bogotá cuando mi familia y yo vivíamos por fuera de Colombia, a través del teléfono, y por el memorable e-mail. Emigramos conjuntamente a Canadá, y en Montreal nos veíamos unas dos veces al año: encuentros en Índigo –la librería café–, en el Musee de Beaux-Arts de Montreal, en compañía de los “apple pies” en Rockaberry en St. Denis (muy cerca del apartamento de Silvia y Alberto), y ante todo en el Forum, en 74 las salas de cine, en donde Alberto y Silvia se veían casi todas las películas de la temporada de primavera o de otoño, tiempo en el que preferíamos ir a cine para evitar congelarnos. En Rockaberry-Tartes-Montreal, 4275, rue St-Denis (tengo la tarjeta en mis manos), ocurrió algo que es, para mí, hoy en día, que Silvia ha muerto, como la premonición que tuvo de una desgracia, de la separación de ella y Alberto: creo que ellos se querían demasiado (si es que hay un ‘demasiado’). Cuando pienso en los amores de tantos de nosotros sus contemporáneos, me pregunto si existe el amor entre seres adultos. Pienso que para Silvia y Alberto fue una bendición, un favor de la vida haberse conocido y haber vivido juntos más de 25 años. Pero sigo con mi relato: en ese abril de 2009, Silvia y Alberto viajaron a Montreal. Nosotros también, creo que viajamos el jueves 16 de abril (lo estoy viendo en mi agenda de McGill U., donde trato de apuntarlo casi todo). Tal vez el jueves 23 de abril, en un día nublado pero que en Montreal es primavera, veníamos Hernando y yo del supermercado “El Metro”, en Sherbrooke East con Victoria St., y al entrar al apartamento de nuestro hijo Rene Andrés, (en Simpson St.) sonó el teléfono: era Silvia, quien con voz alarmada pero contenida me contó que Alberto y ella habían estado caminando por Saint Denis para ir a Rockaberry, y que en el camino Alberto se había sentido indispuesto y se había devuelto en taxi para el apartamento de ellos, situado en 285 Avenue Laurier East. Traté de calmarla y decirle que, tal vez, estaría en camino. A los 10 minutos volvió a llamar: esta 75 vez no disfrazó su voz angustiada y me dijo rotundamente “que a Alberto le había pasado algo, que hacía ya más de una hora que se habían quedado en encontrar... que en un principio había llamado a casa y que nadie contestaba... que no tenían celular... que qué le pudo haber pasado... que si había sufrido un desmayo en el taxi...” Le dije que el taxista lo llevaría a un hospital... “Pero si ya han pasado 2 horas y Alberto está desaparecido...” Ya su voz tenía tonalidades de pánico... que “qué sería de ella sola en Montreal... en la vida”. “Bueno, Silvia, para eso son los amigos... nos vamos para tu casa inmediatamente en un taxi...” Su voz se suavizó, y esperanzada colgamos el teléfono. Puse las “viandas” en el congelador y Hernando y yo íbamos a pedir un taxi cuando sonó el teléfono otra vez, con voz agradecida pero no por eso temblorosa Silvia me dijo que Alberto había aparecido... “que se había tardado caminando a casa...” Él caminaba más lento que Silvia, que parecía una atleta caminando (desde su casa llegaba al Forum en un cuarto de hora, unas 45 calles... más aún cuando llegaba Alexandra, su hija, de Alemania, y caminaban las dos...) El 29 de abril, Silvia nos llamó a despedirse: Regresaban a Colombia, el choque de la “desaparición” de Alberto había sido un impacto para ella, se había sentido ¡abandonada y perdida! Allí en Montreal, en el Forum, un mes después de su muerte, el 20 de octubre de 2009, la “vi” en mi mente (digamos “mi mente” para evitar la mirada de Silvia –entre severa e irónica– burlándose de mi poca racionalidad...). Esa tarde estaba yo sentada en ese café esperando a Hernando para entrar a cine, cuando la “ví” con 76 un bastón, dirigiéndose a mí. Mentalmente impedí (no era miedo lo que sentía sino asombro y prevención) que se me acercara, y ella entonces se dirigió a la puerta de la calle Atwater. Al voltearme a mirarla ¡había desaparecido! Todo esto sucedió en “mi mente”, ¡naturalmente! ¡Cuanta falta me vas a hacer, Silvia! En su memoria y para su esposo Alberto, transcribo el verso del poema de Hesse que la autora Silvia Galvis pone en boca de Bruno Nolano, antes de morir, y dirigido a su amada Sara, en su novela La mujer que sabía demasiado (p. 191): En el caso de Silvia, murió ella primero, no como lo creyó en Montreal, en abril del 2009, que Alberto iba a morir pronto ¡dejándola a ella sola! No me dejes en la noche, en el dolor, Mi adorada, mi claro de luna. Oh tu, mi lucero, mi lámpara, Mi sol, mi rayo de luz. *** Patricia Hernández Febres-Cordero Universidad de los Andes; Bogotá, Colombia. Estudios de Antropología y Arte. Bachelor of Arts (en Literatura y Artes) y el programa especial de “Latin American & Caribbean Studies” en State University of New York at Binghamton, New York, 1971-74. Master of Arts, with ‘Honors’, en Spanish and Latin American Literature en McGill University, Montreal, Canada: 19751979. 77 El alma tan transparente Deicy Carrillo Mantilla “La Chiqui” Recordar a Doña Silvia y pensar en ella es plasmar una gran sonrisa en mí; sonrisa de ternura, de amor. Ella, una mujer tan dulce que se ganaba el corazón de quienes la conocíamos. Muchas anécdotas vivíamos cada vez que ella venía a Bucaramanga, su mirada sincera lo decía todo. Jamás la vi de mal genio; al contrario, siempre tenía una sonrisa y una palabra para suavizar la situación. Era una persona cariñosa y entregada a los demás. Miraba a su alrededor para que personas como Socorrito, Rosa y Gonzalo, que fueron mis compañeros de trabajo, estuviéramos siempre bien. Cada vez que llegaban las vacaciones de los colegios era para mí algo especial. Me alegraba porque llegarían los niños, y con ellos un tiempo para dedicarles a ellos. Alexandra, una niña muy dulce y tranquila. Jugábamos a la tienda, y yo les hacía los billetes para que compraran lo que ellos deseaban. Alexandra siempre le decía a Doña Silvia que jugaba con La Chiqui, y Doña Silvia era feliz de verla feliz conmigo. 78 Doña Silvia siempre me preguntaba: “¿mi mamá la regañó?”. Yo le comentaba que a veces, pero que eso era pasajero. Ella, pensando siempre para que yo no fuera a sentirme triste, porque ella sabía que Doña Alicia siempre regañaba para que las cosas se hicieran muy bien. Doña Silvia era la persona que se preocupaba porque los chóferes, celadores y demás personas que los acompañaban estuvieran bien, que comieran aunque tocara seguir trabajando, pero antes que ellos era que los demás estuvieran contentos. Doña Silvia, tan sencilla siempre. Su dulzura irradiaba de felicidad todos los espacios. Recuerdo que un día llegó a Vanguardia Liberal un ex presidente de la república; ella llegó, saludó a su mamá y ella le dijo “Silvia, échate un poco de maquillaje”, y ella le dijo “mamá, eso no es importante”, y le sonrió. Me miró y me hizo una cara de “eso no vale la pena”, y me tocó el brazo. Ella siempre supo que es mejor el alma transparente como la de ella, que otra cosa como un maquillaje. Socorrito estuvo en la casa de los Galvis desde los 15 años de edad, se casó y luego Doña Alicia la llevó a trabajar en el Almacén Galicia, luego se retiró y se fue para la Clínica Ardila Lulle, se pensionó y después de varios años se enfermó de diabetes. Un día que me encontré con Doña Silvia le conté, se puso muy triste y me preguntó que dónde vivía Socorrito; yo le conté que ella no podía hacer esa dieta porque era muy cara; después de unos meses me enteré de que ellos le estaban mandando mercado de frutas y verduras todas las semanas. Así 79 actuaba ella, con mucho amor, y todo lo hacía callada, sin que nadie supiera lo que su mano derecha hacía por los demás. Doña Silvia siempre tenía amor para todos, especialmente para su familia. Para sus hijos siempre fue una Super Madre, la mejor, y con quien ellos podían contar siempre. Con mucha emoción hablaba de los suyos. Varias veces nos veíamos cuando venía a visitar al médico; yo la acompañaba para que no se perdiera, –eso me decía ella, que en la Clínica se perdía–. Me contaba de sus dolores, pero como siempre ella bien firme y fuerte; claro que la última consulta me dijo que estaba pensando por qué los médicos no le encontraban lo que tenía; esto era preocupante para ella. Yo le dije que eso no era nada, de pronto un dolor pasajero pero que no era para que se afanara. Y hoy pienso que ella tenía razón en preocuparse. Un día nos sentamos en la habitación 924, cuando Doña Alicia estaba hospitalizada. Me preguntaba Doña Silvia qué hacíamos con Doña Alicia y yo le contaba que ella en el almacén me enseñaba a hacer collares, a tejer los collares, a cuadrar inventarios; bueno, que yo había aprendido de ella todo, que ella era todo para mí en esa época, y ella me decía con los ojos en lágrimas que yo había disfrutado de su mamá más que los hijos, que ella había compartido todo el tiempo conmigo y no con ellas. Bueno, yo al verla un poco triste le cambié el tema porque no podía permitir que Doña Silvia se sintiera así. Con el amor que yo le he tenido a la familia Galvis, esto no lo podía permitir. Y menos que Doña Silvia se sintiera triste por algo que no era tan importante. 80 Otro día llegó a mi puesto para que la acompañara al consultorio del Dr. Tovar; yo la acompañé, y cuando llegamos iba a realizar una llamada y se dio cuenta que no traía billetera. Me dijo que si el doctor le fiaba la consulta, y yo me reí porque qué tal, que a la familia Galvis no se le pudiera fiar. También tenía ganas de una botella de agua, y me pidió el favor que si se la podía comprar, y cuando llegó el Doctor Alberto le dijo que me pagara la botella, y yo sonriendo le dije que cómo se le ocurre y me dijo que no, que esta era la plata de pago y yo le contesté que a la próxima me la devolviera con unos ceros al lado y ella me dijo sonriendo “Ay Chiqui, usted tan chistosa.” Nos reímos, y ella mirándome con dulzura me repitió: “ay Chiqui, ay Chiqui”. Todo esto al recordarlo me duele mucho, porque ella no debió morir tan temprano. Yo le pregunté a Dios esto y me contestó: “Yo quiero tener las mejores compañías, y sé que ella era una de esas”. Pero el vacío que dejó en nosotros fue y será muy duro. Ese día que me levanté para irme a trabajar mi padre me dijo que me tenía una noticia muy triste, que había fallecido Doña Silvia Galvis R. Y yo con piel achinada me senté y lloré con un dolor en mi corazón, y preguntando qué pasó, porque ella estaba muy bien, pero también recordé que Dios es el único que busca a sus angelitos y eso era ella: un Ángel. Al ver a sus hijitos y al Doctor tan tristes más dolor sentí, porque ante esto uno queda desarmado y sin saber qué hacer. 81 La acompañé hasta que emprendió su viaje a la felicidad; bueno, a la verdadera felicidad. Porque aquí, mientras Dios nos la prestó, estuvimos muy felices. Las personas que pudimos compartir con ella, con su sonrisa, con su alegría y con su amistad. Yo me siento muy orgullosa por compartir un espacio junto a Ella, persona noble, caritativa, amorosa y de mucho valor humano, ejemplo para todos. Lo que a la gente le preocupa, tener y tener, a ella nunca le importó. El último día que la vi junto a mí, recuerdo que me preguntó que cómo iba y yo le dije que estábamos estudiando para que nos acreditaran, y ella me preguntó: “¿Chiqui, y cuántas hojas tiene el libro?” Yo le dije que 62 páginas, y sonriendo me dijo: “Chiqui eso lo lee en poco tiempo”, y yo le contesté: Doña Silvia, usted sí lo lee en un ratico pero yo tengo que leer y leer para poder aprenderlo. Hoy cómo me alegro de haber estudiado con dedicación ese libro porque nos acreditaron y es un orgullo para uno como empleado de la Foscal. Este triunfo se lo dedico a Ella con todo mi Amor. “Para Usted, Doña Silvia”. Esa noche que llegué de la despedida de Doña Silvia soñé con Ella, se sentó al lado de la Señora Alicia y se sonrieron y se miraron con ternura. Ella me dijo que estaba preocupada por el niño, y yo mirando a Doña Alicia me pregunté cuál niño, porque pensaba que no era prudente esta pregunta. Al otro día soñé nuevamente lo mismo pero me dijo a mí aparte que su preocupación era el niño y yo pensaba: ¿cuál niño será? Bueno, después de varios días de soñar con la misma preocupación que 82 vivía Doña Silvia me decidí a llamar a la Niña Alexandra -bueno a mi consentida porque esta niña será siempre mi niña-, y le comenté lo sucedido. Ella me preguntó que si no me había dicho cuál niño y yo le respondí que no le había preguntado. Ella me contó quién era el bebé, y desde ese momento Alexandra quedó con mi tarea; después soñé con ellas –bueno, con Doña Silvia y Doña Alicia–; subían una cantidad de escaleras, y sonriendo Doña Alicia me decía que yo ya no podía subir más porque me iba a cansar, que ellas estaban felices y sus rostros reflejaban lo que me decían. Se sonreían felices, y subieron y subieron y hasta el día de hoy no las he vuelto a ver. Sus sonrisas y rostros no los podré olvidar, porque ellas han plasmado en mí sus caras de satisfacción y felicidad. En diciembre, cuando vino el Doctor a la Foscal diciéndome que por favor escribiera mis pensamientos para Doña Silvia yo sentí un orgullo único, pero dentro de mí un gran dolor me envolvió, y tuve que llorar y llorar para poder continuar mi trabajo. Yo le dije al Doctor que no soy buena para escribir, pero que trataría de escribir quién es Doña Silvia para mí. Qué orgullo ver cómo ella me envió el mensaje para su familia, porque supe que yo también fui importante para ella. Yo siempre la amé y la seguiré amando, porque en ella encontré una amistad verdadera, un amor sincero, unas palabras de confianza, una sonrisa de felicidad y una voz llena de conocimiento y seguridad. 83 Doña Silvia: gracias por permitir que una persona como yo, La Chiqui, estuviera unos momentos junto a Usted compartiendo sus alegrías y su vida. A Alexandra y a Sebastián quiero que sepan que su mamita siempre los está viendo y protegiendo; es un angelito que los está acompañando, y cada movimiento de Ustedes está guiado por Ella. *** Deicy Carrillo Mantilla Empezó a trabajar con Alicia de Galvis en 1977 en el Almacén Galicia en Bucaramanga. Cuando se cerró el almacén La Chiqui se fue a trabajar en 1991 en la Fundación Oftalmológica de Santander (FOS). 84 Señora Silvia Nohemy Anaya En el año 1979 empecé a trabajar en la casa del doc- tor Alejandro y la señora Alicia. Tuve la gran fortuna de conocer a la señora Silvia. Desde ese momento empecé a admirar todas sus capacidades, su sencillez, y la consagración al trabajo. Era una mujer valiente, que a pesar de todas las dificultades siempre salía adelante con sus investigaciones para su columna en el periódico Vanguardia Liberal. Salía a altas horas de la madrugada en uno de los carros del periódico. Dos o tres cuadras antes de llegar a la casa anunciaba su llegada haciendo sonar el pito para abrirle el garaje. No usaba escoltas. Era una persona alegre, sencilla y descomplicada. Nunca la vi de mal genio. Era tan sencilla que no le interesaban los lujos, el maquillaje y nada parecido; para ella había cosas más importantes, como ayudar a la gente, escucharla, se preocupaba por el bienestar de todos, estaba en contra de las injusticias. Eran muchas las cualidades lindas que ella tenía. Siempre mi deseo fue trabajar con ella. Soñaba con esa oportunidad. Sueño que se hizo realidad, después de unos meses de fallecido el doctor Alejandro. Estaban de vacaciones Kai y Sanita, unos niños encantadores. Ella 85 me dijo: “Nohemy, ¿quiere irse conmigo para Bogotá? Porque como yo vengo cada semana de por medio entonces necesito una persona de confianza que se quede con los niños, y me gustaría que usted fuera”. Sin pensarlo le dije: “Sí señora”, porque sabía que me iba con la persona más maravillosa. Viajamos ese fin de semana. Recuerdo tanto que Sanita se quería sentar conmigo en el avión, pero como la señora Silvia siempre pensaba en la comodidad de las personas dijo: “Yo me siento con Nohemy para que no le de miedo, porque ella no ha viajado en avión”. Fue un viaje muy bonito, inolvidable; fue tanta la alegría de compartir el viaje con ella que, efectivamente, no me dio miedo. Desde aquel día comenzamos una amistad muy bonita, en la que se sentía un verdadero calor de familia. Veníamos a Bucaramanga a pasar vacaciones, y tan pronto se diera la oportunidad nos íbamos para la Mesa de los Santos. Eran las vacaciones más bonitas y agradables. Nos divertíamos mucho, y en algunas oportunidades bailábamos la música de Los Carrangueros, especialmente la canción Silvita la condenada; luego jugábamos a las escondidas y nos divertíamos mucho. Regresábamos a Bogotá, y esperábamos ansiosos que pronto llegaran las nuevas vacaciones. Mientras tanto, Sanita en sus tiempos libres se dedicaba a preparar tortas y pudines; claro, que era más lo que regaba que lo que echaba al horno, pero ella disfrutaba mucho preparando esas cosas, así su hermano la molestara. Doña Silvia para mí fue mi segunda mamá. Las enseñanzas y consejos que ella me daba me fortalecían y ayu- 86 daban bastante. Ella me aconsejaba que no me casara, porque ella veía que la mía no era una relación madura, era más una ilusión, y no recibí sus consejos. Tal y como ella me lo dijo me salieron las cosas. Nuevamente regresé a trabajar con ella y don Alberto, y seguí admirando la relación tan bonita de ellos. Doña Silvia como madre era la mamá más linda, tierna, y amorosa; dialogaba mucho, compartía su valioso tiempo con ellos, era muy entregada a sus dos hijos adorables, y a raíz de su ejemplo ellos eran unos niños amables, cariñosos, muy bien educados e inteligentes, y así siguió su entrega, dedicación y preocupación por ellos. Como abuela sus nietas eran muy importantes en su vida. Ellas eran su adoración, y disfrutaba mucho cuando ellas subían a Ruitoque, porque doña Silvia jugaba con ellas en el tren y a todos los juguetes les ponía nombres. Con sus risotadas hacía notar lo que disfrutaba con sus adorables nietas. Doña Silvia para mí era mi gran amiga, compartíamos a diario nuestras vivencias y también dolencias, y muchas veces reíamos cuando yo le contaba experiencias que me sucedían y ella me decía: “Ay, Nohemy, sólo a usted le pasan esas cosas”. Y reíamos cuando yo le decía: “Señora Silvia, hoy es jueves”. Reíamos escuchando las historias de Paola y su compañera, las dos señoras que trabajaban en la cabaña del lado. Recuerdo también una anécdota que ella me contó un día. Salía de jugar tenis, y no cerró el bolsillo del forro de la raqueta donde guardaba la plata, y por donde pasaba ella dejaba billetes, y el profesor la venía siguiendo y recogiendo los billetes. Cuando llegó a la portería la alcanzó el profesor y le dijo: 87 “Qué bueno es seguir a doña Silvia que por donde pasa deja plata”. Con respecto a las comidas ella me decía que de las tres comidas la que más le gustaba era el desayuno, el cual me pedía muy amablemente, y me decía que así fuera una pinche arepa me quedaba rica. En uno de esos momentos en que hablábamos me contaba de los niños de la vereda que trabajan como caddies. Yo le comenté acerca de mis sobrinos y ella muy amablemente habló para que tuvieran la oportunidad de trabajar los fines de semana. Afortunadamente todavía están trabajando, y es una ayuda muy importante para ellos. Yo sé que las oportunidades llegan una sola vez. Gracias a Dios tuve la suerte de compartir grandes momentos con ella, aunque siempre deseé tener muchísimo más tiempo. Ahí fue donde no tuve esa suerte. Tanto ustedes como yo hemos perdido una persona muy importante, sabia, inteligente, de aquellas que escuchan a la gente, ayudan, aconsejan, hacen sentir importante y agradable, al igual que don Alberto, y con toda su sencillez formaron una linda familia. Para mí es inolvidable, siempre permanecerá en mi corazón. Gracias Doña Silvia por tan buena e importante que fue y será para mí. Don Alberto, muchas gracias por permitirme escribir algunas cosas, porque en realidad son tantos los recuerdos lindos de ella que jamás terminaría de decirlos. Don Alberto, muchas gracias por ser tan bueno y generoso conmigo. Siempre le pido a Dios para que nos de mucha fortaleza en este vacío tan terrible que nos 88 dejó, el sentimiento de impotencia ante esta pérdida tan dolorosa, inesperada; y a pesar de todo mi deseo es poder colaborar y ser útil en lo mejor que yo pueda. Gracias don Alberto. *** Nohemy Anaya Trabajó en la casa de Silvia en Bogotá de 1980 a 1985 y luego en la casa de Ruitoque a partir del 2004. Fue siempre la persona de confianza de Silvia. 89 Mi cuñada Irma Villareal Silvia fue mi cuñada y una entrañable y verdadera ami- ga. Vivimos tantos momentos juntas... aconteceres sencillos de la vida diaria y sucesos importantes que impactaron nuestra existencia. Las características relevantes de la personalidad de Silvia eran su sencillez, autenticidad, un gran sentido del humor y su posición implacable para lo que ella consideraba injusticia. Compartimos también nuestra mutua facilidad para comunicarnos con los niños; esto nos ayudó a gozar inmensamente con nuestros hijos, sobrinos y nietos; con su lenguaje de palabras a media lengua que no corregíamos para disfrutar de sus ocurrencias. Recuerdo con alegría las temporadas de vacaciones en la finca de la Mesa de los Santos, con Alejandro y Alicia (los abuelos) y toda la familia, la búsqueda de los huevos de Pascua hechos de chocolate, los disfraces en Navidad, la creación del muñeco Carrancio o Año Viejo que se quemaba los 31 de Diciembre. Las cabalgatas con “Centella”, un caballo manso, y que según los niños era el más veloz e intrépido como el del Llanero Solitario, los paseos al establo, al lago a 90 esquiar, los más pequeños recogían frambuesas que se comían por el camino y las más grandes naranjas, limones y mangos. Con Silvia compartimos también el gusto por el saber cultural y la idiosincrasia de la gente con sus dichos característicos, sus creencias e historias; hicimos un compendio donde escribíamos cada expresión o historia que después fue de gran utilidad para su libro Sabor a mí. La Nana (Anita) fue un dulce personaje quien vivió un tiempo con Silvia y su familia y pasó los últimos 10 años a vivir con nosotros. Fue una gran ayuda y compañía en la crianza de nuestros hijos. Sus anécdotas y expresiones también hicieron parte de éste libro. Silvia y yo realmente agradecimos la oportunidad que nos dio la vida de disfrutar nuestros nietos, vivimos cada momento con inmensa alegría. Son ángeles que poseen la magia de contagiarnos su paz, inocencia y optimismo. Hay tanto compartido con Silvia que hace su recuerdo enriquecedor y perenne en mí. Doy gracias a Dios por haberla hecho parte de mi vida. *** Irma Villareal Madre de Andrea, Daniela, Carolina e Irma Galvis Villareal. 91 Silvia y Alberto Gerardo Reyes Copello Pocas veces vi a Silvia en los últimos años. Me consuela que, aunque pasaba volando por Miami con Alberto en su migración semestral a Canadá, esos encuentros intensos de tres a cuatro horas en la sala de mi casa, parecían suficientes para ponernos al día en lo fundamental y dejar discutida una lista de temas pendientes que iba guardando en mi mala memoria bajo el supuesto, siempre correcto, de que serían ideales para conversarlos con ella. Me gustaba comprobar que por fin encontraba con quien hablar sin recitar antecedentes, una pesada costumbre de vivir en ciudades ajenas, al ver su sonrisa de medio lado y los ojos bien abiertos preparándose para el primer jueldiablo con el que celebraba la novedad. Lamento que la última vez que vino me dediqué a atender a los demás invitados. Todavía escucho su protesta por no haber cumplido con la charla. Al despedirse me reclamó que había venido a hablar conmigo y la había abandonado. Hablar con Silvia tenía ese encanto en extinción de sentirse con una persona que sabe escuchar además de 92 ser una extraordinaria conversadora, una virtud que demostraba, sin intención de impresionar, cuando meses o quizás años después lo sorprendía a uno recordando un comentario que soltó desprevenidamente frente a ella. Me gustaba ese canturriado santandereano que le ponía a los insultos, las voces campechanas de sus comentarios y el tono impío de sus arremetidas a la religión católica, imitando las largas retahílas de los personajes beatos, camanduleros e hipócritas que asediaron a Soledad Román, la seductora rebelde a quien le dedicó 888 páginas de conspiraciones y suspiros. Al tocar el tema religioso, la Silvia apóstata tenía todos los argumentos más demoledores para desbaratar los principios de la educación religiosa, pues no era una experiencia lejana ni una convicción derivada de la lectura, sino una colección de traumas perennes que había sufrido con las monjas del colegio en el que estudió. En su migración de primavera a Canadá, Silvia y Alberto veían más cine que realidad. Se metían en matiné, vespertina y nocturna de películas que no llegarían a Colombia, y antes de dormirse terminaban de ver varios videos alquilados. Al regresar por Miami, entre ambos me ponían al día en lo mejor del cine que yo prometía, en vano, verlo. No era raro entonces que Silvia acudiera a escenas fascinantes de las películas que más quería, para evocar algunas comedias de lo absurdo que se le habían cruzado en su lente implacable de la vida real. Al hablar con Silvia pude entender la razón por la que su subconsciente de escritora la llevó a usar con frecuencia el verbo asordinar en sus obras de ficción y 93 periodísticas. A Silvia le encantaba ese término musical que alude a la acción de quitarle toda o parte del sonido a un instrumento para dárselo a otro que se impone y domina. Ahora me pongo a pensar y se me ocurre que es justamente esa acción, la de acallar, la de restarle fuerza a la palabra o silenciarla, lo que más molestaba a Silvia en la vida; que no se dijeran las cosas como son sino emperifolladas con la falsa ecuanimidad colombiana, o que fueran enmudecidas por la llamada al periódico de un anunciante, un candidato o un presidente. Silvia nunca se asordinó, y sus escritos no ocultan el gusto de denunciar lo que otros omitieron. Como el gran periodista rastrillador de Estados Unidos de principios del siglo pasado, Lincoln Steffens, ella tenía claro que los primeros brocados del entramado de la corrupción a escala nacional se tejían en los pasillos de las gobernaciones departamentales y en las alianzas siniestras de los políticos locales con la delincuencia municipal. A Silvia la conocí por el periodismo. El departamento de investigaciones de Vanguardia Liberal, que ella dirigía, fue el segundo equipo de este tipo que se creó después de la Unidad Investigativa de El Tiempo. Fundada en 1977 por Daniel Samper y Alberto Donadio, la unidad fue mi primera estación en el periodismo. Con frecuencia nos hablábamos con ella para compartir temas, o nos llamaba para conocer nuestra opinión sobre su próximo proyecto. Alberto, primo mío, parecía ser el más voluntarioso a la hora de compartir experiencias con el grupo de Bucaramanga. A los pocos meses me enteré de que la afinidad con Silvia no era solo detectivesca. Un día 94 Donadio, que era tan serio y reservado, me confesó de la forma más objetiva, sin utilizar ningún término romántico, que se había enamorado de Silvia. En los meses que siguieron, durante nuestras largas comidas los viernes en “O Sole Mío’’ de la calle 72 en compañía de Silvia, mi hoy esposa Ivonne y Alberto, comprendí la claudicación subjetiva de mi primo por una mujer encantadora, inteligente, irremplazable. *** Gerardo Reyes Copello Periodista y abogado. Nació en 1958. Empezó su carrera en la Unidad Investigativa del diario El Tiempo en 1980. Trabaja desde 1989 en El Nuevo Herald de Miami donde ha ocupado varias posiciones. Ha publicado numerosos artículos relacionados con la corrupción en América Latina y ha cubierto extensamente el tema del narcotráfico y las grandes fortunas de la región. Al mismo tiempo ha cultivado el género de la crónica a través de las semblanzas de personajes de la delincuencia organizada, la política y las finanzas. Es autor de los libros Don Julio Mario. Biografía no autorizada del hombre más rico de Colombia; Nuestro hombre en la DEA; Periodismo de Investigación; y es coautor/editor de Los dueños de América Latina, biografías de los hombres más ricos y poderosos de la región. En 2004 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Universidad de Columbia por su cobertura de América Latina y en 2007 el Premio de Periodismo Planeta de Colombia. 95 Una nítida estela Oreste Donadío Durante veintiséis años Silvia y Alberto fueron pareja, y en todo ese tiempo, referirse a uno de ellos sin aludir al otro parecía imposible. Por eso ahora, al evocarla, no puedo dejar de nombrar el duelo de mi hermano, devastado ante su muerte. El año pasado, a finales de agosto, resolví no postergar más un viaje que muchas veces había planeado y fui a Ruitoque a saludarlos y a conocer la casa donde vivían por temporadas. No veía a Silvia hacía mucho tiempo, pero sabía de su larga enfermedad y de su lucha por continuar escribiendo. La encontré muy débil y cansada, visiblemente quebrantada de salud. Sin embargo hablamos durante algunas horas sobre su último libro, que estaba próximo a publicarse, sobre viajes, personas y lugares que ambos conocíamos, recuerdos… Y en la conversación ella volvió a recobrar ímpetu y esplendor. Nunca pensé al despedirme que no la volvería a ver. Me alegra haberla visitado un mes antes de su partida. Me alegra tener de ella ese último recuerdo. Con el pasar del tiempo, los muertos van dejando en nosotros una nítida estela: la imagen de su más hondo y verdadero 96 semblante. Es la imagen de Silvia que ahora tengo, es la imagen que las palabras de Alberto, en estos meses de dolor, me han transmitido: la de una mujer triste, dulce, frágil y valiente. *** Oreste Donadío Pintor y poeta. Se graduó en 1992 en la Academia de Bellas Artes de Florencia. Vive en Santa Helena en las afueras de Medellín, en su finca “Providencia”. 97 Duelo Lucía Donadío En memoria de Silvia y desde el corazón de Alberto a quien he acompañado con todo mi amor en este duelo. La primera palabra de cada mañana es tu nombre en- vuelto entre las brumas del día. Tu nombre se desliza entre la cama y el día. Tu nombre que ya no escuchas pero que ahora digo y repito en silencio a lo largo del día y de la noche. Decir tu nombre es el oficio del duelo. Repetirlo de la mañana a la noche en tu ausencia profunda. Marcar con cada una de las letras de tu nombre el inagotable camino de veintiséis años de vida en común. Ya no estás para prepararte el jugo de naranja, ni el café, ni saborear la lectura compartida de la página de algún libro. Sólo tu nombre y recuerdos brumosos que van escapándose entre los bordes de mi cuerpo. De lo queda de mi cuerpo, pues siento que con tu cuerpo se fue una parte del mío… una parte que ya no soy y que era tuya. Este cuerpo mío lleva tu ausencia en cada poro. Respira 98 tu nombre que es lo único que tengo de ti. Tu nombre y tu olor que busco entre tu ropa que está en el armario. Tus vestidos y faldas largas, son testigos de que tuviste una vida a mi lado, ellos hablan desde lugares donde los compramos: Lisboa donde la falda azul de flores abrazo los pasos de tu amado Saramago, o desde tantos otros rincones del mundo que fueron nuestros. Digo tu nombre en silencio y el desfile de los muertos se niega a acompañarte. Ellos, los otros muertos, están enterrados y selladas sus historias… Tu nombre es una historia que no se agota… Tu nombre abarca el día y la noche y el universo entero dentro de mí. Junto a tu nombre estaba tu vida que ya no está. Hoy queda tu nombre palpitando entre mis manos, como un corazón que se niega a morir. ¿Qué es morir? Dejar de decir tu nombre… Tu nombre seguirá diciendo dentro de mí. Tu nombre inagotable. Tu nombre fuente. Tu nombre siempre. *** Lucía Donadío Antropóloga. Editora de publicaciones culturales. Escribe poesía y prosa. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio y Alfabeto de infancia. 99 100 Alicia Ramírez de Galvis y sus hijos. Bucaramanga, hacia 1950. Alejandro, Alicia, Virgilio, Hortensia y Silvia. Padre, madre e hijas. Bucaramanga, hacia 1953. Alicia de Galvis, Silvia y Hortensia Galvis reciben a Alejandro Galvis Galvis en el aeropuerto Gómez Niño de Bucaramanga. 101 Padre e hija. Bucaramanga, enero 5 de 1965. Silvia Galvis, de 19 años, y Alejandro Galvis Galvis, de 73 años. 102 Padre, hijas y nietos. Bucaramanga, 1969. Hortensia Galvis R., Alejandro Galvis G. y Silvia Galvis R. En brazos: Gisela Ruiseco Galvis y Sebastián Hiller Galvis. 103 Silvia. La Mesa de Los Santos, 1980. En la finca “El Cortijo” de la familia Galvis Ramírez. 104 Silvia en Galvisia. Vía Bucaramanga-Pamplona, 1982. Finca de su padre y donde Silvia pasó vacaciones de niña, jugando siempre con su hermano Virgilio. Fotografía de José Luis Muñoz. Cortesía de Oscar Monsalve. 105 106 Los Galvis con Luis Carlos Galán. Bucaramanga, 1982. Silvia, Alicia de Galvis, Luis Carlos Galán y Virgilio Galvis Ramírez. 107 Silvia con Mario Vargas Llosa. Bogotá, 1982. Silvia recibe “Mención por trabajo de investigación periodístico sobre La educación pública en Bucaramanga”, en la ceremonia del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolivar. 108 Bogotá y Los Andes 109 110 Vivió para combatir la aspereza del mundo Ester Lozano de Rey Conocí a Silvia Galvis en la Universidad de los Andes hace más de treinta años, cuando estudiábamos Ciencia Política. Éramos jóvenes, casadas, con hijos en el colegio, y, claro, mayores que el común de nuestros compañeros. Silvia era menor que yo; sin embargo, la empatía fue inmediata, lo que llevó a que siempre pasábamos momentos muy agradables, tanto en la universidad, como fuera de ella, salpicados todos de grandes dosis de humor. Disfrutábamos cualquier actividad, inclusive con las ocasionales dificultades que no podían faltar en el estudio. Los apuntes de Silvia eran una maravilla. En aquellos años, mediados de los setentas, en Colombia aún no era muy conocida esta disciplina, y la pregunta recurrente de familiares y amigos era por qué la habíamos escogido. Día a día adquirió un mayor reconocimiento, y hoy vemos que nuestro país cuenta con cientos de politólogos, quienes trabajan en muy diversas instituciones y se dedican a muy variadas actividades, con éxito. 111 Silvia sí tenía muy claro, que la había elegido como un complemento perfecto para la labor a la cual quería dedicarse al terminar su carrera: a escribir. Yo, en cambio, cuando resolví escogerla, no tenía todavía muy definido a qué me dedicaría al finalizarla. Pero, eso sí, desde el momento en que leí el programa me atrajo, justamente, porque me pareció que ofrecía la oportunidad de desempeñarse en muy diversos campos. Cuando se llegó la hora de la tesis, me incliné por las relaciones internacionales, y afortunadamente ese fue el camino por el que transité desde que me gradué. Las envidiables dotes literarias de Silvia las aprecié fácilmente desde el comienzo de la carrera, pues cada vez que alguno de nuestros profesores nos pedía sacar una hoja de papel para realizarnos algún “quiz” o comprobación de lectura, mientras yo entregaba una o dos hojas escritas casi telegráficamente, Silvia en cambio, escribía y escribía, por lo menos cuatro o cinco. Estoy segura de que el profesor se deleitaba leyéndolas, como nos sucedería posteriormente a todos nosotros, con sus magníficas publicaciones y artículos periodísticos. No ocurría lo mismo a la hora de conversar, para lo cual sí éramos incansables las dos. Se nos atropellaban los temas, y nunca fue suficiente el tiempo para tratar todos los que teníamos en mente. De igual forma sucedía cuando organizábamos nuestras reuniones de politólogas, llamadas así pero que, dicho sea de paso, acogían también a politólogos queridísimos, compañeros de estudio y profesores. Duraban largas horas, y nunca alcanzamos tampoco a redondear todas las ideas. Fueron 112 muchas las conversaciones que quedaron sin finalizar. Sobra decir que Silvia, con su agudo sentido del humor y su risa inolvidable, fue siempre el centro de estos agradables encuentros. Como estudiantes escribimos juntas algunos trabajos en los cuales, valga la verdad, no nos fue nada mal. De ellos se me viene ahora a la memoria, en plena época electoral en nuestro país, particularmente el que hicimos para un curso dictado por el profesor Mario Latorre. Escogimos nada menos que al personaje de la política mexicana, Porfirio Díaz, quien a pesar de su conocido lema de “sufragio efectivo, no reelección”, duró 35 años en el poder… Leímos cuanto libro conseguimos, y verdaderamente nos apasionamos con el tema. En 2002 Silvia publicó Soledad, conspiraciones y suspiros y como siempre, realizó una prolongada y muy prolija investigación. Cuando ya tenía una gran cantidad de material acumulado empezó la redacción de la obra. Feliz de armar su novela histórica, y con el ánimo de no incurrir en ninguna inexactitud, me llamó para pedirme el favor de que fuéramos un día al palacio de San Carlos para ubicar, in situ, los sitios por los cuales se había paseado doña Soledad Román. Como yo había trabajado cuatro años allí, en la Cancillería, conocía bastante bien las instalaciones; pero este recorrido con Silvia no fue el rutinario de mi época de funcionaria, sino que, claro está, resultó algo muy especial. Por cada salón que pasábamos ella trataba de ubicar cuáles hechos habían ocurrido en cada uno de ellos, cuándo y con qué personajes. Con el interés que le despertó 113 la personalidad de doña Soledad y la sociedad de aquel entonces, ella me iba narrando la historia y recreándola con gran entusiasmo. El sitio que más despertó su imaginación y en donde nos detuvimos más tiempo fue el gran salón de banquetes, en donde ella veía cómo habría sido la noche del 28 de septiembre de 1885, cuando el Arzobispo de Bogotá, don José Telésforo Paul, desfiló del brazo de doña Soledad durante la memorable cena de gala, para conmemorar el triunfo conservador en la guerra civil de ese año. “Silvia vivió para combatir la aspereza del mundo, y lo hizo, en público, a punta de palabras, diciendo las cosas como son, hablando contra las injusticias, haciendo gala de su humor político, y de su sarcasmo cáustico, y en privado, también a punta de palabras, del bálsamo de sus palabras y con su encanto flagrante y con la caricia de su voz”. Con este párrafo que escribió Alberto Donadío sobre Silvia, en un magnífico artículo publicado por El Espectador hace apenas unos días, el cual llegó muy oportunamente a mis manos, cierro estos sencillos recuerdos salidos de mi corazón. *** Ester Lozano de Rey Directora de la Biblioteca Carlos Lleras Restrepo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano en Bogotá. Desempeñó varios cargos en la Cancillería. 114 Honestidad, benevolencia y bondad María Cecilia Navas El tema de los libros vino de segundas, pero rápida- mente pasó al primer lugar durante las adorables e interminables charlas con Silvia. Nos conocimos en Ciencia Política en los Andes, en una clase de Historia Económica de Colombia, que yo tomaba tal vez más por disciplina e interés, mientras que Silvia lo hacía, creo yo, por su fascinación con la Historia o las historias del país, de la gente y de la vida. Coincidimos por esos días en una conferencia extracurricular, ella de participante, yo de intérprete; y de allí en adelante siguió una amistad maravillosa que continuamos en tertulias con “las politólogas”, grupo que incluía de vez en cuando uno que otro politólogo de sexo masculino. Aunque nunca las consideramos como verdaderas tertulias, allí hablábamos de política, por supuesto, de literatura, de cine, de viajes que nadie alcanzaba a contar de principio a fin porque el tema cambiaba rápidamente, de los profesores y las anécdotas de la Universidad, de intereses, preocupaciones y hasta de los nietos cuando empezaron a llegar. Cuando Silvia y Alberto se fueron a Bucaramanga, las tertulias se convirtieron en 115 llamadas telefónicas que inmediatamente referíamos a las demás, pues no aguantábamos las ganas de contarles lo que cada cual había hablado con ella. Alberto me contó hace poco que esas conversaciones también las compartía con él, creándose una especie de “tertulia virtual” que sólo ahora hemos venido a descubrir existió durante años. A las supuestas tertulias llegábamos también con un cargamento de sugerencias sobre libros “imprescindibles”. Por ahí en el año 1990, cautivada por la Historia del Cerco de Lisboa de Saramago, llegué a rogar a todas que lo leyeran. Sólo Silvia me hizo caso en ese momento, y de ahí en adelante se convirtió en devota seguidora de Saramago, al punto de colgar en su apartamento un afiche tamaño natural para poderlo “reverenciar” todos los días. Cada vez que nos llegaba un libro nuevo de Saramago lo devorábamos con fruición y lo comentábamos ad infinitum. Cómo se hubiera reído con el último, Caín, en el que Saramago reta al señor dios en forma impávida y pícara, como a ella le gustaba. Yo siempre me sentí feliz de ser su amiga, porque me parecía una persona humana superior, en todo sentido. Con esa honestidad, benevolencia y bondad combinadas, con esa claridad mental ante cuestiones cruciales y un sentido del humor “genial” en sus charlas y escritos; pocas veces van juntas esas cosas. Comentábamos con Marta Galindo que Silvia tenia la virtud de hacerlo a uno sentir mucho más capaz, brillante, valiente y más “todo”, cuando era ella quien tenía esas virtudes. Hoy, a nuestras charlas les hace mucha falta el humor picante de Silvia, su erudición, sus noticias sobre los que 116 estaba empezando o acabando de escribir, sus ponderaciones constantes e interés por todo lo que cada cual estaba haciendo en la vida, y sus cargamentos de libros de regalo para todas. Voy a usar el término brasileño saudade: esa nostalgia mezclada con una gran sonrisa para describir lo que siento hoy al escribir estas líneas. *** María Cecilia Navas Estudié Traducción Simultánea y después Ciencia Política, gracias a lo cual conocí a nuestra amiga Silvia. No obstante, siempre he trabajado como intérprete, y ha sido un oficio que me apasiona, me divierte, me permite no caer en la rutina, me fuerza a estar actualizada, y me permite aprender de mil temas, ideologías y lugares que de otra forma jamás conocería. Por este oficio he podido viajar mucho, cosa que también he disfrutado enormemente. He podido leer cuanto he querido, en parte gracias a esos viajes por las largas esperas en aeropuertos y salas de conferencia y porque soy una “lectófila” de tiempo completo. Soy “solterona”, a mucho honor, lo cual también me ha permitido una gran libertad, pero tengo una familia muy extendida de 4 hermanos, 4 cuñadas, 12 sobrinos y 13 sobrinos nietos, todos ellos muy cercanos gracias a que hemos compartido un edificio en el que vivimos todos los hermanos y cuñadas, y una finca a donde podemos ir los 35 Navas. 117 De la mano de mi amiga Silvia Marta Galindo Peña Mil novecientos setenta y seis… Año de un encuentro que marcaría mi vida para siempre y la de muchas compañeras y amigas del Programa de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, en Bogotá. Clases comunes con Silvia, y de allí a su casa bellísima en los cerros del norte de la ciudad. Allí estudiábamos; ella renegaba de su alergia a la humedad y al frío, y pasábamos tardes enteras devorándonos el libro de ideas políticas de Ebbenstein, que no se conseguía en el mercado, pero que ella había conseguido en la biblioteca de su papá, Don Alejandro Galvis; o tratando de dilucidar el modelo de Eaton para la clase Proceso Político, del Profesor Murillo; o pretendiendo entender al Maestro Pacho Leal, y sus Elecciones y Partidos Políticos en Colombia. Y entre el aprendizaje de los conceptos “libertad, democracia, gobierno, partidos y otros”, iniciábamos de la mano de Silvia el recorrido por la vida, en la cual su sola presencia, charla y tertulia, enriquecieron a su grupo de amigos de manera especial e inolvidable. En esa casa que hoy recuerdo estudiábamos, mientras Kai, recostado al lado nuestro leía Miguel Strogoff 118 y Alexandra correteaba a la sombra de los árboles del patio. Y recibía las clases de matemáticas, que a ella le parecían “ciencias ocultas”, con mi hermano Bernardo, en esa época estudiante de Ingeniería en los Andes. Esa es mi primera imagen. Silvia me contaba de sus estudios en Nueva York en los sesenta; de su moda de vestirse de negro, del existencialismo francés. Y yo fascinada la oía contarme sus vivencias tan sencillamente que me contagiaba y me hacía sentir que podrían ser también las mías. De la mano de Silvia, íbamos a los conciertos en el Colón para escuchar la Sinfónica, y me codeaba cuando entraban los cobres, el liderazgo del primer violín, la existencia de la viola de gamba. Y así, sucesivamente, terminamos nuestros estudios y consolidamos una amistad que recorrió diferentes caminos y trayectorias, pero que siempre estuvieron marcados por ese sello inconfundible del afecto, y, sin ella proponérselo, de sus enseñanzas. Aquí quiero resaltar la definición que, a mi juicio, fue Silvia para todos nosotros: Ella, la más inteligente, la más brillante, la más segura, la mejor de la mejor, siempre nos hizo creer a través de nuestras eternas conversaciones, que nosotros sus amigos, éramos los más inteligentes, los más brillantes, los más seguros, los mejores. Ese don de su generosidad lo sentimos y lo recibimos todos los que tuvimos el privilegio de compartir con ella horas larguísimas, interminables; pero que cuando finalizaban se convertían en tan solo unos pocos minutos. A mí me correspondió su maravillosa compañía cuando nació mi primer hijo. Me trajo de Estados Unidos las 119 piyamas para recibirlo. Luego, cuando llegó mi hija, le regaló el vestido más bello que yo hubiese visto hasta ese día para una bebé. En esas épocas, y de la mano de Silvia, me explicó la entrega de lo que sería nuestro norte común en la vida: Kai y Alexandra, y Felipe y Martamaría; nuestros hijos. El paso por la universidad le dejó a Silvia el incondicional afecto por Nicolás Rocha, Paulo Laserna, y la amistad profunda por nuestro grupo de amigas a quienes, repito, nos tenía convencidas de que éramos tan inteligentes y maravillosas; cuando, como lo sabemos todas, era Ella ese ser inteligente y maravilloso que proyectó sobre nosotras. De la mano de Silvia, todos nosotros aprendimos el rigor de la investigación de la historia, aprendimos el humor que toda situación, por formal y rigurosa que sea, contiene, y la transparencia de la vida sencilla pero llena de conocimiento profundo. Aprendimos y viajamos con ella a la Biblioteca Vaticana en Roma, a la Biblioteca del Congreso en Washington, al Archivo general y a la Luis Ángel Arango en Bogotá; y también a la Costa Caribe colombiana, en búsqueda de los hermanos de Gabo. Siempre nos hizo partícipe de sus recorridos y, por ello, siempre nos hacía parte de los escritos para sus libros. De la mano de Silvia, yo conocí a Jorge Amado; me regaló Doña Flor y sus dos maridos y Gabriela Clavo y Canela y me decía: “Para que goces leyendo las maravillas de Salvador de Bahía, y bailes samba con Vadinho”. Conocí a L. Durrell y su Cuarteto de Alejandria; me explicó Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, de Miller. Sería im- 120 posible citar páginas enteras de sus enseñanzas: en cine, literatura, música e historia. Nuestra común amiga, María Cecilia Navas, nos embarcó algún día en Saramago, y a Silvia sólo le faltó hacerle el altar de homenaje a María Cecilia, por descubrirlo, por presentárnoslo, por convencernos de su obra, cuando aún Saramago era un autor desconocido en Colombia. Y su afiche de Saramago de esos días, con el humor que la caracterizaba, era motivo de saludo con venia cuando llegábamos a su casa. De la mano de Silvia, cuando por largo tiempo me fui a vivir fuera de Colombia, recorrí con ella sus vivencias en Washington, en Italia y en Canadá. Había llegado a su vida, su gran amigo, compañero, confidente, cómplice; su esposo: Alberto Donadio. Llegó su alma gemela, su media naranja, su otro yo. Yo le preguntaba: “¿Te vas a casar con Alberto?” Y me respondía: “¿Sabes qué? Nos hemos casado no sé cuántas veces, ya perdí la cuenta: En Miami, en Roma, en Vancouver…”. Ese, su sentido del humor que siempre la acompañó, hacía de cualquiera de nuestras preguntas un motivo para “sacarle los pelos a la calavera”. Podría extenderme tanto para seguir contando anécdotas de nuestra amistad, que están muy presentes en mi memoria y en mi alma porque fueron tan importantes y tan sólidas para mi vida, que no terminaría. Contarles también cómo cada vez que nos veíamos y nos reencontrábamos, ella tenía un interés distinto. De la mano de Silvia también escuché las óperas cantadas por María Callas; entendí por qué y cómo se cargó una ballesta renacentista italiana que colgó contra viento y marea en 121 la chimenea de su casa (casi no se la dejan montar al avión; menos mal fue antes del trágico septiembre 11); aprendí el gusto por sus largas caminatas con Alberto, a través de los pueblos más hermosos de este planeta, en la Toscana. Y para terminar, mi mejor homenaje a Silvia lo recuerdo hoy, cuando mi esposo Fernando Carrillo, quien partió de este mundo exactamente a la misma edad de ella, hace cinco años; igual de jóvenes, iguales de gocetas de la vida, igual de transparentes y cálidos, sin reservas e incondicionales, me dijo el día que la conoció en esa casa de los montes de Bogotá: “De esa mujer se enamora cualquier hombre a los diez minutos de escucharla; yo sería el primero”. Ojala estén juntos en el más allá, riéndose de los que todavía y solamente por un rato más, estamos hoy acá. *** Marta Galindo Peña Economista y Politóloga; con estudios de postgrado en Relaciones Internacionales. Su experiencia profesional ha estado dedicada al estudio y la gestión de la internacionalización de Colombia en diversos frentes. 122 Su dulce sonrisa María Teresa Ronderos Las imágenes de Silvia Galvis que me quedan en la me- moria son de diversos días; una caminata que hicimos con nuestro amigo común, Nicolás Rocha, por un camino de tierra de Subachoque; una cena con los colegas de Ciencia Política y Horacio mi esposo, que fue por quien yo me acerqué a ella, pues fue su compañero de estudios, en la que todos hablamos de las mamás y Silvia nos hizo reír con los cuentos disparatados de la suya; una cena de pasta y vino con Alberto en su cálido apartamento de Santa Ana; un encuentro maravilloso en Paipa, de inmensa alegría, y otro antes de eso en Buenos Aires con su pinta de jovencita, de trenza y pantalones de pana. Y por más que trato de escarbar a ver si alguna vez la vi posuda, si la sentí pontificando sobre algo, como tantas veces lo he hecho yo, o imponiendo sus ideas sobre los demás, no encuentro el recuerdo. No debió suceder nunca. Sólo me acuerdo de su sonrisa, su dulce y entrañable sonrisa porque es lo que más extraño. Silvia se reía del país, de la grandilocuencia de sus personajes vacíos, pero no con ese tono superior con el que suelen ironizar quienes sufren de importancia en la pequeña hoguera 123 de las vanidades criollas, sino que se reía con una gran personalidad, pero siempre amable. También me quedaron grabadas en la memoria nuestras eternas llamadas telefónicas. Nos poníamos al día de los hijos y las familias rápidamente, y después arrancaba la catarata de comentarios, reflexiones, apuntes sobre las debilidades colombianas: la incapacidad para entendernos en el mundo, la injusticia, la miopía de los dirigentes, el machismo. Todas cosas que nos dolían siempre, y contra las que Silvia arremetía, al igual que en sus novelas y sus escritos periodísticos, con algún comentario tan burlón como demoledor. Me acuerdo de frases sueltas. “¿Cómo vas?”, le pregunté casual, cuando estaba escribiendo su gran novela, Soledad. “¿Cómo me va a ir?, te imaginas… Mate mi felicidad de poder haberme dedicado tantos años a hablar mal de los curas y de los godos”. Otro día, muy al principio del gobierno de Ernesto Samper, antes de que se empezara a conocer públicamente la dimensión de la infiltración de dineros del cartel de Cali en su campaña, me llegó el mensaje de que me querían ofrecer un cargo en Washington. Yo no sabía qué hacer porque me gustaba mucho mi carrera y no quería cambiarla por la diplomática, pero quería salir del país por unos uno o dos años con mi familia y la oportunidad parecía perfecta. Como admiraba tanto a Silvia, su claridad en distinguir lo que está bien de lo que está mal, su verticalidad porque no transaba con aguas tintas ni disculpitas de monja frente a dilemas morales, la llamé a consultarle. Me dijo con su sentido del humor de siempre: “¡Ay! 124 Mate, a tí y a mí nos pueden comprar el cuerpo, pero no el alma”. Como me quedé dudando qué era lo que estaba vendiendo nunca fui a la cita a la Presidencia para escuchar la oferta formal. Esa es la Silvia que recuerdo, siempre sonriente, irreverente, de independencia indómita y un carácter tan recio para decir lo que pensaba, como suave con la gente que quería. Me dejó Silvia una herencia silenciosa. Cada vez que tengo alguna duda ética sobre cómo resolver un problema en mi oficio, pienso en su gesto, y sólo decido aquello que hubiera despertado en ella una de sus lindas sonrisas. *** María Teresa Ronderos Ha sido editora de varios medios de prensa escrita y televisión, reportera y maestra de la Fundación Nuevo Periodismo. Es autora de los libros Punch una experiencia en televisión (1990), Retrato del Poder (2002) y 5 en Humor (2007). 125 Me voy p’al cielo con mi silla Juan Pablo Ferro Todos los días la veo, y la siento. Me acompaña. Está ahí, pegada al gran sillón que utilizó durante 80 años mi padre, un contador público limpio, como a ella le gustaban las cosas. ¡Y claro que recuerdo cuánto admiró a Silvia Galvis y todos sus escritos! Una vez aparecía un nuevo libro y yo llegaba al segundo piso de la casa paterna con el ejemplar, mi padre suspendía inmediatamente sus labores –que tanto le ayudaron a ricos y pobres del país–, y se sentaba, juicioso y sin poder pensar en la siesta, a subrayar líneas y trozos sobre tantos “gallinos que hay en este país”. Eran esos textos, sopesados, investigados e interpretados los que le parecían buenos. Y luego, al final de la tarde, me llamaba a mi casa para decirme: “¡Uff, esta historia política sí que vale la pena”. Y así fue con todos y cada uno de los libros que Silvia Galvis escribió. Como yo, Jorge, mi padre, estaba pendiente siempre de las notas dominicales de Silvia. Claro que yo tenía una pequeña gran ventaja y es que seis días antes había oído las exquisitas sandeces y verdades que anunciaban el tema, o que le daban la vuelta al enfoque del periódi- 126 co de la siguiente semana. Cada martes, durante varios años, Silvia nos acompañó y guió a quienes hacíamos parte del Comité Editorial de la edición dominical de El Espectador, “del de antes, sumercé”. Y repetía: “Eso sí, al Comité llego tardecito”, porque “ni de vainas puedo hacerlo temprano”. Y esa fue la gran razón por la que no pudo asistir al Comité Editorial del periódico, un ofrecimiento que le hicieron en varias ocasiones los dos directores de esa época. Hoy no tengo duda alguna de que Silvia me habría preguntado sobre mi padre: “¿Es liberal de cuáles, sumercé?”. A lo que le habría respondido: “De los de principios, buenos, limpios, honestos y verticales como usted, mi vida”. No hay un hecho que más haya calado en el devenir de mi futura vida periodística que la conversación sostenida en su confortable apartamento del norte de Bogotá, antes de una cena llena de viandas abundantes y deliciosas. “Lo primero que hicieron fue ponerse sueldos fabulosos”, le conté; dicen que “acorde con sus responsabilidades; y la razón: porque los periodistas no pueden seguir viviendo de limosnas”. Y ella, irrefutable, respondió: eso los amarrará para siempre al poder. Y poder, conglomerado y periodismo, no van en la misma dirección. Se empezaban a vivir tiempos distintos en el periodismo colombiano. Una segunda imagen de mi amiga Silvia tiene que ver con el día en que me contó que sería abuela. Estaba feliz pero insegura, algo extraño en la Silvia Galvis que yo conocí. Sin embargo, a los pocos meses de asumir su 127 papel y enfrentar la responsabilidad –yo la saludaba: “¿y cómo va la abuela?”–, resultaba complejo atraerla. Vivía pegada a sus nietos –como ocurría con su inseparable Alberto–, y ahora, creo, convencida de que ellos sí serían capaces de vivir en un país mejor… “Porque el de ahora, sumercé, da pena y risa”. Y entonces abría sus ojos, soltaba una carcajada y, claro, volvía a preguntar… Tres instantes de felicidad quiero traer ahora. Primero, al verla por las empinadas escaleras de la Universidad de los Andes, subiendo lenta, entre los pinos, conversando y auscultando hasta el último detalle del tema de su interés. Segundo, el día en que le dije que estaba pensando en dedicarme a hacer una historia del país de forma paralela a la historia de El Espectador (“Incumplí, mi adorada amiga”); y el otro, cuando llegó a mi casa con la silla forrada con un texto impreso de su novela Soledad, conspiraciones y suspiros. Esa fue la manera que encontró para pagar mi labor en los medios, “la de mi agente”, como me dijo desde entonces. Ahora confieso que no fue difícil promocionar el libro: por lo que representó Silvia Galvis para la investigación y el periodismo en Colombia; porque todo lo que escribió era combativo y removía cimientos, y porque Soledad es una gran novela. Como su obra: realidad y actualidad primero, y después, un toque de ficción. “Hasta salimos en El Catolicismo, sumercé”, y allí calificaban el libro como “una delicia y fuente para conocer cómo era nuestra sociedad a finales del siglo XIX”. Hoy, cuando nos han dejado varios amigos de El Espectador, me atrevo a dar las gracias de su parte: Por la 128 manera como asumió, entendió y explicó el cambio en el periódico; por la forma como nos animó a buscar caminos ante circunstancias difíciles, porque ella -como lo demuestra en Soledad, conspiraciones y suspiros- se arropó con los más profundos principios que defendió ese diario en la última década del siglo XX, “y antes también, sumercé”. Pienso en Silvia y me vienen a la cabeza plantas y parques, olores, mis alumnos de la Universidad oyéndola –perplejos–, ciertas voces, caminos, risas, miles de ideas y mundos conversados, solidaridades, transparencia, libertades, tejido, malicia, horror, burlas, sarcasmo, asombro, libros, días y noches. Pero ante todo conservo en mi cabeza la imagen de mi silla de director de cine, con la lona que lleva impreso título y textos de Soledad, conspiraciones y suspiros, en “un mundo tranquilo y discreto, de virtud y obras pías”. Mi silla me acompaña en el estudio y el trabajo. “Con ella me voy p’al cielo sumercé”, en donde no me perderé nuestra cena de gala –sin curas invitados–, cuando volveremos a dudar de este mundo que nos quieren vender, y que no es el que soñamos, “sumercé”. *** Juan Pablo Ferro Compañero de estudios de Silvia en Ciencia Política en la Universidad de los Andes. Fue por muchos años Jefe de Información en El Espectador. 129 Una sonrisa amplia y generosa Nicolás Rocha Dora Rothlisberger fue la artífice de nuestra relación. Quien sabe por qué, un buen día se le ocurrió a nuestra querida profesora de política internacional que Silvia y yo dedicaríamos el semestre a investigar el conflicto árabe-israelí. Yo acepté de inmediato. No conocía a Silvia, pero su sonrisa amplia y generosa no me había pasado inadvertida. La había visto muchas veces tomando tinto en la cafetería de la universidad con el grupo de señoras que por esos días constituía el grueso del Departamento de Ciencia Política. Pasaban las horas discutiendo los temas más álgidos y también las minucias de la vida familiar. Para mí, un estudiante recién salido del colegio, me parecía admirable que pudieran combinar con tanto éxito el estudio con los trajines propios de toda madre joven. Nunca llegué a imaginarme que la investigación sobre judíos y palestinos se convertiría en una lección invaluable de ética y rigor profesional, y muchos menos en que sería la primera piedra de una amistad que perduraría más de treinta años, casi todos ellos separados por miles de kilómetros de distancia. Pero desde mi punto de vista 130 era inevitable que así sucediera. ¿Cómo no caer rendido ante su sencillez, su modestia, su encanto? Una mañana cualquiera tomé coraje y me presenté al grupo; al fin y al cabo, podía achacar a Dora mi atrevimiento. Pero Silvia ya estaba sobre aviso: me acogió con esa sonrisa que desarmaba hasta al más valiente y me ganó para siempre. Trabajamos duro y parejo, y nos divertimos en igual medida. Ella le robaba tiempo a Kai y a Alexandra, que por ese entonces no tenían ni diez años, y yo descubría a una persona de principios sólidos que acometía el trabajo con la misma dedicación y entrega con que criaba a sus hijos. No era preciso compartir sus convicciones para reconocer que se estaba ante una mujer de un talante muy especial. Cuando terminamos, tres o cuatro meses después, Silvia ocupaba un lugar muy importante en mi vida. La voy a extrañar muchísimo. Nos quedaron pendientes muchos temas por discutir, muchos libros por comentar. Nuestras conversaciones telefónicas eran esporádicas y casi siempre en horarios inconvenientes, pero servían para renovar ese afecto que siempre le tuve. Después de nuestras charlas, largas y divertidas, terminaba con la oreja recalentada, pero me sentía lleno de ese calor humano que ella transmitía desde el otro lado del océano. Era difícil no contagiarse de su pasión por la justicia o permanecer indiferente ante su entusiasmo por la historia o su devoción por Saramago. Difícil también habría sido no compartir su animadversión por el clero, e injusto no alabar su consideración por el prójimo. Yo nunca pude dejar de admirar la forma como manejaba su baga- 131 je familiar y me sorprendió hasta el último momento su entusiasmo tardío por el tenis. Esa fue la Silvia que yo conocí. No me sorprendería que Dora, con toda su sabiduría, haya querido darme un ejemplo de vida cuando le sugirió que trabajáramos juntos. Le sonó la flauta. *** Nicolás Rocha Nací en Bogotá y estudié Ciencia Política en la Universidad de los Andes de 1975 a 1981, la misma época en que estudio Silvia. Allá, en la universidad, fue que la conocí y que nos hicimos amigos. En 1983, cuando todavía no sabía muy bien que iba a hacer con mi vida, conseguí un puesto en Londres con la BBC. El contrato inicial fue por 3 años con el Servicio Latinoamericano, pero se fue extendiendo, conseguí otros puestos con la misma BBC y acá sigo. A Bogotá he tratado de ir por lo menos una vez cada 12-18 meses, y fue así como seguí en contacto con Silvia y otros muchos compañeros de la universidad. Además de ver a Silvia cuando iba de vacaciones, hablábamos de vez en cuando por teléfono. Sólo hasta que ella cerró su casa en Bogotá y se fue a Bucaramanga se me hizo imposible volver a verla. 132 Con su pinta café y verde oliva Camila Loboguerrero Conocí a Silvia por allá en los setentas, cuando ambas estrenábamos maternidad y ella vivía en “La Bella Suiza”, en una casa que miraba hacia la sabana de Bogotá. Me acuerdo de su risa, de las mil historias de Bucaramanga que competían por contar ella y Rafael, mi marido. Grandes narradores, ambos eran dueños de un sentido del humor no muy común en su tierra. Pero más a fondo, comencé a conocerla y admirarla a través de sus libros, muchos de ellos escritos a cuatro manos con Donadio. Ellos dos eran para mí una pareja modelo. Su vida me resultaba envidiable: investigadores profundos, iban a Washington, o al archivo de otras ciudades o a donde fuera, por el tiempo que se necesitara, a estudiar documentos, cartas o manuscritos que sustentaran esos textos aún tan pertinentes de Colombia Nazi, o las trapisondas de mi general Rojas, El Jefe Supremo, entre muchos otros. Pero no nos veíamos mucho. Era una amistad construida más a través de la lectura. Quizás nos volvimos realmente amigas gracias a María Cano, el personaje histórico que Silvia admiraba tanto. Cuando hice una 133 película sobre esta mujer tan apasionante, me acuerdo que le regalé un afiche y ella tuvo a bien ponerlo en el hall de su edificio, para vergüenza mía por tal grado de exhibicionismo con sus vecinos, uno de ellos también director de cine. Y luego, haciendo una serie de documentales sobre inmigrantes, tuve la fortuna de contar para la investigación con un libro tan valioso como Colombia Nazi. Libro en mano, salí a buscar a los judíos, a grabar sus testimonios. Silvia y Donadio me habían mostrado una historia, para mí desconocida, sobre la llegada de los inmigrantes a Colombia: la de los inmigrantes pobres. El libro de ellos fue mi guión de partida… Pero más, más amigas, nos hicimos gracias a la loca ocurrencia que tuvo de meterme junto con otras cinco mujeres, a cual más de dispares, en su libro de reportajes: Vida Mía. Fueron muchas tardes las que pasé en su casa de Santa Ana, sentada, de espaldas al cerro. La recuerdo frente a mí, escudriñándome, hurgando sin opinar. Mirándome con sus enormes ojeras color café, como sus ojos, inteligentes y atentos. No necesitaba preguntar, con su sola mirada yo entendía que no estaba siendo clara, que no era del todo cierto lo que contaba, que tenía que ir más a fondo… Después, no sé por qué extrañas coincidencias, compartimos un final de año en la Florida. Fueron varios días de charlas infinitas, de carcajadas y de sonrisas, pero también de debates y discusiones, de eso tan delicioso que era hablar con ella. Y luego, para celebrar la navidad, terminamos apropiándonos de los jardines 134 de un hotel, con equipos de música, asadores y neveras que compramos la víspera con el propósito de devolverlos al día siguiente y pedir que nos repusieran la plata, comiendo y bebiendo como Heliogábalos. Desde sus habitaciones, los pobres gringos huéspedes del hotel nos miraban, sin entender porqué éramos tan felices. Una de las últimas imágenes que tengo de ella también es riéndose, llena de alegría. Estaba de jurado en una convocatoria de teoría y crítica del cine colombiano que yo había abierto en mi paso por el Ministerio de Cultura. Y había descubierto un trabajo excelente sobre “La Presencia de la Mujer en el Cine Colombiano”. Estuvimos felices, esa tarde, pensando que si el trabajo ganaba sería publicado. Y ganó. Y se publicó. Todavía no me acostumbro a la idea de que ya no esté más. Aún me la imagino por ahí, silenciosa, con su pinta café y verde oliva. Sonriente, mostrando su amplia dentadura que le ilumina la cara. Leyendo las pendejadas que se le pueden ocurrir a una de sus amigas… *** Camila Loboguerrero Directora de cine nacida en Bogotá. Considerada como la primera mujer en Colombia que incursionó en la dirección del largometraje. Ha recibido muchos premios, entre los cuales se destacan la medalla de oro Bilbao 1973; y el tercer premio en el Festival de Cartagena 1974, con el documental Llano y contaminación (1973); el primer premio del Festival de Cine de 135 Arquitectura y el tercer premio del Festival Super 8 mm. de la Cinemateca Distrital, con Arquitectura republicana (1976); y el primer premio Colcultura 1980, con Debe haber pero no hay. De su película María Cano (1990), biografía histórica, Loboguerrero ha dicho: “No pretendía hacer una película apologética de la vida de una luchadora social; no quería hacer otra historia oficial. Al contrario, me importaba mucho esa parte cotidiana, endeble y humana de un personaje como ella”. María Cano participó en el Festival Joseph Papp en 1990 y formó parte del grupo de filmes colombianos que se exhibieron por primera vez comercialmente en Estados Unidos. 136 Desde Vanguardia Liberal 137 138 Silvia se ha ido, así, de prisa, sin despedirse Eduardo Durán Gómez Una charla amena, sincera y cordial, que aflora ideas, enciende ilusiones y que a la vez produce emociones frente a los escenarios que escruta, deja sin dudas un sentimiento de satisfacción que lleva a valorar en el interlocutor una serie de situaciones que vienen desde el instinto de amistad hasta la dimensión de las ideas y el talento de la personalidad. En esta descripción podría enmarcarse la primera charla que tuve con Silvia Galvis, por allá en 1978, cuando regresaba a Bucaramanga para vincularse al diario de su padre en una labor periodística que la ocupó durante largas jornadas y que la proyectó como fundadora del Departamento Investigativo, columnista y más tarde Directora, título con el cual nunca estuvo conforme. Fue una afinidad que surgió, tal vez por la manera de apreciar las cosas, o acaso por la forma como le dábamos el sentido a la interpretación de los acontecimientos que abordábamos. Allí me sugirió que le colaborara con una investigación que estaba haciendo para la Universidad de los 139 Andes sobre los colombianos residentes en Venezuela, y ese fue el punto de partida para iniciar una serie de reuniones de evaluación de información que se prolongaron por más de tres meses, y que sirvieron para sellar una fecunda relación de amistad que perduró siempre y se enriqueció a través del tiempo, por la forma como los valores que la fundaron y la sostuvieron se fueron haciendo cada vez más grandes, hasta permear hondos sentimientos que generan el afecto y la lealtad. Y es que cuando una amistad crece con el cariño pegado a la admiración y al respeto, uno va sintiendo a esa persona parte integral de su propia existencia, algo grandioso que le da sentido a la vida a través de la amistad. Como alguien decía con mucho acierto: “Un buen amigo, es un tesoro sin precio”. Por eso era que la personalidad de Silvia estaba hecha para maravillarse: inteligente y vivaz, transparente en su pensamiento y en su acción, de una capacidad de trabajo y de un sentido de responsabilidad en el mismo, que uno podría afirmar que la perfección estaba cerca en cada cosa que creaba; bastaba observarla cuando en medio de documentos y elucubraciones analizaba una de sus investigaciones, y ya cuando estaba próxima a publicarse, si le llegaba a aflorar una duda frente a la cual no obtenía una respuesta precisa, a manera de conclusión irreversible sentenciaba: “Esto no sale”. Allí aprendía uno a admirar con intensidad a la persona y a la escritora. Fue así como la vimos crecer en su vida profesional, llegando a ser columnista de medios nacionales, obteniendo galardones de prestigiosos concursos de perio- 140 dismo y dedicada a producir apasionantes libros, fruto de profundas investigaciones que le merecieron el sello de las más importantes casas editoriales, en donde la crítica siempre supo valorar el talento y la capacidad de esta creadora, cuya inspiración para descifrar historias acapararon, y continúan acaparando, el interés de los lectores inquietos. Un encuentro con Silvia producía muchas sensaciones agradables: su conocimiento de hechos y personajes, su acaudalado acerbo académico, su facilidad para interrelacionar situaciones, su humor para describir episodios y calificar actitudes, y su sonrisa plena que le ofrecía al interlocutor el encanto de su personalidad y el tributo de su amistad. Su vida era completamente armónica con lo que pensaba, y cada acto reflejaba el sentido de sus principios: ajena a la fortuna material, recia en sus convicciones, franca en sus expresiones y decidida en su acción, jamás antepuso nada para defender lo que creía justo y se atenía a la razón; por eso la coherencia de su pensamiento fue para ella una bandera limpia y sin mácula. Qué tristeza tan grande nos produjo la noticia de su temprana partida, aquella mañana de domingo cuando apenas escrutábamos la razón del día que comenzaba y cuando jamás pensábamos en que el destino nos señalara ese siniestro episodio. Cuando un amigo de verdad, de aquellos que han copado el alma y la admiración muere, sentimos que algo muy grande en nuestro interior también se extingue. Silvia se ha ido, así, de prisa, sin despedirse, sin dejarnos siquiera un guiño de su partida, pero así era ella, discreta y sin pretensiones, lo que nos lleva a 141 decir que no hace falta la advertencia de su éxodo definitivo para saber que ese sentimiento grandioso permanecerá en la entraña en donde siempre nos acompañará el significado de su afortunada y fecunda existencia. *** Eduardo Durán Gómez Abogado con especialización en Derecho Público y Dirección de Empresas. Periodista del Departamento Investigativo de Vanguardia Liberal, bajo la dirección de Silvia Galvis. Columnista durante 25 años. Fue director de Vanguardia Liberal. Profesor universitario. Historiador y escritor. Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia. 142 Certeza en sus principios Carlos Guillermo Martínez La madrugada del 11 de agosto de 1984, una o dos horas después de la medianoche, estaba recorriendo despacio algunas calles de Bucaramanga, en un carro que Silvia conducía con destreza mientras comentaba las históricas y convulsionadas horas que acabábamos de vivir. Yo la oía, no con toda la atención que hubiera querido hacerlo, ya que no podía dejar de vigilar al camión del ejército que el Comandante de la Quinta Brigada había encargado para que nos acompañara en el corto recorrido desde el periódico hasta el edificio donde vivía, y en donde Silvia me dejó y siguió su camino sólo al verme tras la puerta de vidrio de la entrada. En el camino ella misma bromeó con la ironía de esa insólita escolta de cuanto menos 20 soldados, de la que no pudo deshacerse a pesar de haberse negado durante varias horas a salir acompañada de semejante despliegue militar. El vehículo era uno de los tantos que a esa hora transportaban soldados por las calles de Bucaramanga, para neutralizar una amenaza de disturbios de la que se había hablado durante el día. Dos años atrás, con dos golpes en el hombro para llamar mi atención y hacerme una propuesta que sabía im143 posible de rechazar, mi profesor de prensa del segundo semestre, me condujo una tarde hasta Vanguardia Liberal, y me dejó dentro de la oficina y frente a la figura amable y sonriente de Silvia Galvis. Ella quería probar si alguno de los estudiantes de la naciente carrera de Comunicación Social podría trabajar en su Departamento Investigativo, y yo había sido elegido para esa primera prueba. Un poco antes de la cinco de la tarde la conversación había terminado, y desde ese momento mi vida tomó un rumbo inmodificable ya que, nunca más, ni por un día, dejaría de ser un periodista. Para ese entonces, septiembre de 1982, Silvia Galvis era una persona que en Bucaramanga tenía gran impacto. La contundencia de sus informes periodísticos y la magia literaria de sus columnas de opinión, no sólo habían hecho el milagro de sacar del marasmo a la adormilada comunidad bumanguesa, sino que había logrado sacudir a la retraída, envidiosa y mañosa clase política local, a la que expuso en toda su escandalosa realidad. Con aquella mujer era con la que, como pude saberlo en la mañana, tendría la sorpresiva cita de esa tarde. Al entrar en su oficina me sorprendió el orden riguroso de cada elemento allí dispuesto, así como el tono sobrio, tanto de los objetos como de la música clásica que suavemente se apropiaba del espacio y que constituía el elemento central, que definía todo lo demás: los cuadros de pintores santandereanos, el sofá, los papeles cuidadosamente ubicados en dos pequeñas pilas sobre el escritorio, el computador, el teléfono. Silvia, en medio de todo aquello, era, sin duda, una figura principal pero 144 no protagónica en sí misma, porque ella siempre, incluso en una circunstancia tan personal como una entrevista laboral, trataba de pasar desapercibida. Pero no lo lograba, y, como en el caso de muchos de los que trabajamos con ella en Vanguardia, terminaba, por el contrario, convertida en el origen, la razón misma de ser de nuestras carreras. Cuatro semanas antes del fatal 10 de agosto de 1984, el ex guerrillero Carlos Toledo Plata, un masón, natural de Zapatoca, hombre altruista y fundador e ideólogo del M-19, había visitado la oficina de Silvia para hablar con ella sobre el proceso de paz que ese grupo insurgente adelantaba con el gobierno de Belisario Betancur. Ella estuvo esperando con gran interés la visita de Toledo, y quienes tuvimos acceso a esa conversación pudimos medir el tamaño moral de esos dos seres que fueron lo suficientemente demócratas como para permitirse la libertad de expresar sus desacuerdos, y fueron también lo suficientemente generosos como para celebrar sus coincidencias, que eran varias y todas confluían en el mismo sueño de paz que había sacado a este hombre de la selva y lo tenía de vuelta en Bucaramanga, organizando un encuentro nacional del M-19, en su camino hacia la participación democrática. Por varios días, Silvia comentó la visita en la que conoció a Toledo Plata. La impactó la sencillez, la verticalidad y, paradójicamente, la inocencia de este hombre, considerado un estandarte de la lucha armada en Colombia. Ella, al igual que muchos colombianos por esos días, comenzó a creer fervientemente en que la paz era posible. 145 Pero sería ahí mismo, en Bucaramanga, donde se asestaría un golpe que pudo ser mortal para el proceso de paz. El 10 de agosto de 1984, al comenzar apenas el día, Carlos Toledo Plata moría en una clínica, asesinado por desconocidos que le dispararon al frente de su casa. En minutos, la ciudad se convirtió en el centro de una noticia mundial de amplio cubrimiento en esos tiempos. Vanguardia Liberal fue, entonces, para las agencias de prensa y medios nacionales e internacionales, la fuente principal de información, y Silvia tuvo que ocuparse, por ese día, de liderar a los periodistas que cubrían una crisis que amenazaba al país entero. De las puertas de la clínica Bucaramanga, donde recibí el parte médico con la confirmación de la muerte de Toledo y presencié las expresiones radicales de los seguidores del ex guerrillero que habían alcanzado a llegar hasta allí, salí para el periódico sin imaginar la proporción que tomarían los acontecimientos con el pasar de las horas de ese día. Al llegar me dijeron que Silvia nos esperaba en su despacho. En dos saltos alcancé el pasillo del tercer piso y en segundos estaba en su oficina. La encontré verdaderamente conmovida. Había tomado el control total de la redacción del periódico, pues del manejo que se hiciera de toda la información que se produjera podría depender incluso la suerte del proceso de paz en marcha. Esta responsabilidad, más el horror que le producía la muerte de aquel hombre y la rabia por ver atacada la posibilidad de paz, le dieron a Silvia un aire adusto que por primera vez le veía. Reunió a los 146 periodistas en quienes más confiaba y a cada uno le encargó una misión. Le dije que había estado en la clínica Bucaramanga, y ella me contó que quien había trasladado a Toledo herido era un empleado del periódico, y me encomendó como primer trabajo del día, hacer una entrevista con este personaje. Con el paso de los minutos la presión creció exponencialmente. Silvia volvió a reunirnos. El presidente Betancur estaba fuera del país, en Quito; la cúpula del M-19 estaba en Bucaramanga porque esa noche se instalaba su congreso nacional; los rumores hablaban de una revuelta que se organizaba en la periferia de la ciudad y podría paralizarla en cualquier momento; las fuerzas del orden también presionaban con informaciones contradictorias y veladas sugerencias de cómo presentar la noticia. En medio de todo esto, Silvia mostraba ese carácter recio, esa certeza en sus principios y el tino en las decisiones que iba tomando y que derivaba a toda la redacción a la que dirigió ese día como una verdadera maestra en ese arte y oficio que es el periodismo. Al ver la seguridad en sus palabras y decisiones, la claridad en sus conceptos y la determinación en su propósito de informar el acontecimiento tal y como se presentó, sin dejarse manipular por las presiones de uno u otro lado, los periodistas fuimos asumiendo nuestras tareas, estimulados por la confianza y el valor que Silvia mostraba. Esa mujer pequeña, de apariencia frágil y siempre iluminada por una sonrisa amplia y contundente; ese día nos enseñó cómo se puede ser firme y aguerrido, sin que para ello sea necesario atropellar ni a la razón ni a las personas. 147 Lo que para todos los redactores, novatos o experimentados, era una situación poco comprensible, al menos en su total magnitud, para Silvia era un asunto serio, sí; crítico, sí; conflictivo, sí; peligroso, por supuesto; pero todas esas variables de fuego se evaporaban rápidamente al pasar por su impecable razonamiento. Tras una gran taza de café y sin perder su gesto amable y su mirada pacífica, en pocos minutos ella desentrañaba los peligros y los enigmas de cada situación y trazaba, sin titubeos, una línea de acción. Estábamos haciendo una edición de Vanguardia Liberal que, por la cantidad y gravedad de la información que conocíamos, podía ser determinante para las intenciones de reconciliación del gobierno y el M-19 y, claro, las de otros sectores que eran las de mantener un estado de confrontación, que era lo que intentaban quienes por esos días el comisionado de paz Otto Morales Benítez había llamado ‘enemigos ocultos de la paz’. Llegada la noche, Silvia tenía en sus manos, a veces a un mismo tiempo, llamadas del Gobierno Central, de la Quinta Brigada y de la comandancia del M-19, pero con todos habló sin faltar un segundo ni a sus convicciones de persona y de periodista, ni a la verdad de los hechos conocidos, ni a la prudencia que la situación ameritaba. Su capacidad de trabajo, que siempre admirábamos, ese día se multiplicó por cien. No se dio tiempo para otra actividad que no fuera la de tomar decisiones y revisar palabra por palabra cada uno de los textos de la edición del 11 de agosto. Le alcanzó el tiempo, incluso, para atender los temas de la fotografía y la diagramación del periódico, y hasta redactó su columna de opinión que se publicó también al día siguiente. 148 Al acercarnos a la medianoche, sólo sus más cercanos colaboradores quedábamos con ella, y aunque el material periodístico estaba concluido casi en su totalidad, la rotativa dependía de la orden de Silvia para comenzar a imprimir. Pero ella esperaba, porque los rumores de revueltas y bloqueos en algunos barrios de la ciudad crecían. La tensión no había disminuido un ápice y las presiones de todas partes se mantenían. Pero Silvia mantenía la calma. Era difícil entender cómo podía mantener al mismo tiempo una gran intensidad en el trabajo en sí de hacer el periódico de ese día, y una serenidad absoluta frente a la situación de indescriptible tensión que se vivía y que, incluso, en algunos momentos había llevado a varios grupos de gente a las puertas de Vanguardia en actitud francamente agresiva. Nosotros, por entonces los más jóvenes, nos sentíamos cansados y atemorizados por las consecuencias que podría tener al día siguiente todo lo que había sucedido, pero, sobre todo, nos preocupaba el impacto de todo lo que habíamos escrito. Alrededor de otra taza de café y cerca de la una de la mañana, Silvia oyó nuestras preocupaciones y nos tranquilizó con sus explicaciones a la vez serenas y concluyentes sobre cada decisión que se había tomado, cada palabra que se había escrito y cada enfoque definido para dejar a los lectores un cuadro amplio y claro de todo lo que había ocurrido. Fue una exposición magistral que terminó al tiempo que ordenó el arranque de la rotativa y comenzó así el epílogo de un día, convulsionado en lo político e inolvidable en lo periodístico. El azar de esa triste noticia y la 149 maestría demostrada por Silvia en cada uno de sus pasos de ese día, me hicieron ver esa noche, luego de sus palabras, que había tenido mi iniciación en el periodismo. Ese día, sin aspavientos ni obviedades, Silvia me había revelado casi todos los secretos que tiene este oficio. Al terminar el café y la exposición sólo quedábamos tres. El otro reportero tomó su propio transporte, y Silvia insistió en llevarme a la casa, luego de que aceptara a regañadientes irse protegida por un camión del ejército. Dos horas después de la medianoche abandonamos el periódico con la incómoda escolta y dejamos atrás el avance irreversible de la rotativa. Recuerdo que al llegar al edificio y antes de bajar del carro le pregunte: –Silvia, ¿usted cree que hasta aquí llegó el proceso de paz? Y sin agitación alguna me dijo: –Ay, Gaso, eso lo sabremos mañana mismo. *** Carlos Guillermo Martínez Egresado de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Ha sido periodista de Vanguardia Liberal. 150 Corrompido por Silvia José Luis Ramírez León El viernes santo de 1983 fuimos con un grupo de ami- gos bogotanos a ver una procesión en el centro de Bucaramanga. Como llovía entramos a la Catedral en el momento en que el Monseñor mencionaba a la columnista de Vanguardia Liberal, que “corrompía mentes jóvenes con sus escritos...”. Ahí me di cuenta, con profundo orgullo, que por aquellas paradojas de la vida, Silvia, que había hecho de la lucha contra la injusticia y la corrupción un apostolado, cumplía una labor más importante: abrir los ojos al mundo a jóvenes santandereanos que la leíamos con devoción y la admirábamos profundamente. En pocas palabras, “corrompernos” para la vida. Dos años antes, y gracias a Eduardo Durán, querido amigo y compañero de estudios de Derecho, se me abrió la puerta para entrar al Departamento Investigativo, DI, de Vanguardia. Detrás de la puerta estaba Silvia, quien me esperaba para la “entrevista” de rigor. Lo primero que recuerdo de ella fue una sonrisa plena y acogedora que casi no cabía en una cara mucho más joven de lo que yo me imaginaba. En el fondo sonaba una suave melodía clásica que se integraba perfecta al ambiente. Se trataba, según me dijo, del Quinteto “La Trucha”, que escucho 151 de nuevo al escribir estas líneas. Yo, formalote y muerto de los nervios, luego de darle la mano y sentarme le dije “doctora Silvia”, unas diez veces, en los siguientes cinco minutos. Ella, cálida, me dijo sonriendo que si le volvía a decir “doctora”, y no Silvia, no volvería a pisar el periódico. Desde ese momento Silvia se convirtió para mí en demasiadas cosas difíciles de englobar en una sola palabra: mamá espiritual, amiga, confidente, cómplice, maestra de todas las manifestaciones de la cultura, guía ideológica… en fin, la promotora de tantas cosas buenas que me pasaron en la vida. Desde ese día iniciamos una larga conversación que nos quedó trunca, para siempre, hace unos meses. Silvia pasó a ser mi “Jefa querida”, pues para “apropiármela” le puse ese sobrenombre dado que era lo único que ella nunca fue para ninguno de los que tuvimos el privilegio de trabajar a su lado. Jamás nos dio una orden. Dentro de la camaradería que nos caracterizaba como equipo investigativo, y el infinito respeto que le teníamos con Eduardo, y más adelante con Carlos Gómez, Carlos Guillermo Martínez, “Gaso”, y Pastor Virviescas, todo se conversaba, analizaba y decidía bajo su amable supervisión dentro de la natural complicidad de quienes nos enorgullecíamos de contribuir a formar una sociedad más justa. Nunca publicamos un informe que no hubiera sido probado y corroborado hasta la última letra. Siempre se buscó la declaración de aquellos que aparecían involucrados en los hechos objeto de denuncia. Nuestra máxima interna era que si nos desmentían una sola línea de un informe nos íbamos “pa’ la casa”, pues no tendríamos 152 credibilidad frente a nuestros lectores. Su oficina tenía pegada en la pared una frase que era como un credo. Alguna vez debieron preguntarle a Albert Camus cómo justificaba el hecho de ser periodista. El, inmenso, respondió “… y nuestra única justificación, si es que hay alguna, es hablar mientras podamos, en nombre de los que no pueden”. Así era ella. Kai y Alexandra eran su todo, y la mortificaba enormemente el no poder acompañarlos más tiempo. Hablaba de ellos con mucha frecuencia y vivía pendiente de cómo estaban. La Jefa llegaba a Bucaramanga un lunes en el primer vuelo y, normalmente, regresaba el sábado siguiente a Bogotá para estar allá toda la semana. Cada entrada a su oficina, para revisar algún tema de trabajo, se convertía en un delicioso y prolongado momento para conversar de lo divino y de lo humano. Literatura, cine, música, politología, sus consejos siempre inteligentes para maltrechas relaciones afectivas y un largo etcétera. Era una fuente inagotable que nos recargaba de energía, de gusto por la vida. Es curioso cómo alguien que lo embobaba a uno con su conversación cautivadora y con esas historias llenas de un humor impecable e implacable, se convertía en un ser tímido frente a un grupo de personas que no conocía. Daniel Samper decía que Silvia parecía la Mamá Gallina y nosotros sus pollitos. No estaba muy equivocado, pues nos “cuidaba” de una forma tan especial que hacía que nuestro compromiso con ella, con la ética y la responsabilidad periodística, fuera total. Nunca fue dogmática, y, por el contrario, siempre nos invitaba a romper esquemas, a cuestionar, a dudar. 153 Una noche, yendo a Piedecuesta a presentar un video del DI, me contó cómo se había desarrollado en ella el rechazo a las injusticias. Siendo niña una monja del colegio La Presentación la había visto leyendo un diccionario que le había regalado el Dr. Galvis Galvis y se lo quitó bruscamente diciéndole delante de toda la clase que si estaba buscando palabras vulgares. Aprendió entonces dos lecciones: qué es la injusticia y que en el diccionario había palabras “vulgares”. Cierta gente, en especial los políticos corruptos a los que fustigó sin piedad, tenían de ella la imagen estereotipada de señora amargada y desagradable. Nada que ver con ese ser humano al que no le cabía el corazón, siempre dispuesta a ayudar a quien pudiera, lo que le valió llevarse una que otra desagradable sorpresa por la condición humana de ciertas personas que recibieron su mano desinteresada y luego quisieron agarrarle el codo. Muy pocas veces la vi de mal genio. Sin embargo, la indignación y la rabia, que se le subían a la cabeza con las injusticias, tuvieron su pico el día en que un grupo de fascistas trasnochados invadieron la Biblioteca Gabriel Turbay y casi infartan al Gordo Valderrama, su director. De inmediato nos fuimos con ella a hacer acto de presencia solidaria. De los días inolvidables de carcajadas fue el de la elaboración de una columna burlándose del Presidente Turbay Ayala y un viaje a Brasil, que tituló: “Notizia da ultima Orinha”. Magistral. Recuerdo sus especiales gestos de generosidad permanente. En 1984, cuando nos dieron por tercera vez una mención en el Premio Simón Bolívar, ella me delegó 154 para recibirlo en nombre del DI. Otra vez, y conociendo mi fervor por Les Luthiers, me cedió una entrada para ir a verlos la primera vez que visitaron Bogotá. Tampoco olvido que gracias a ella tuve la oportunidad de ir a Israel en 1982, pues conociendo la pasión que tenía por el tema me pasó la invitación que le habían hecho para participar allí en un curso de un mes. Poco después, y frente a mis temores, fue la principal impulsora de un viaje de casi dos años, interior y exterior, que me llevó como mochilero por el mundo. Su admonición al despedirme fue perentoria: “Jose, despelótate”. Los hados del destino y la sincronicidad, al decir de Jung, que me habían llevado a su lado como aprendiz de brujo, también me tenían deparado ser una especie de Hermes conector. En una visita que hice a la Unidad Investigativa de El Tiempo invité a Alberto Donadio para que fuera a darnos una charla en Bucaramanga. Alberto, quien me recordó recientemente este episodio, tenía ya varios compromisos adquiridos, pero dice que yo le insistí tanto que él, por amabilidad, al final aceptó. A las pocas semanas fue a Bucaramanga, nos dio el taller, conoció a Silvia y el resto es una historia de amor de esas que tan sólo están reservadas a dos seres tan maravillosos. Alberto pasaría a ser, desde entonces, el Galileo Bellatesta de mi Jefa querida en la propia novela de sus vidas. Alberto la hizo inmensamente feliz. No hay más que agregar. Pero la misma vida se las cobra, y con creces. Siete años después, ella, Celestina incorregible, sería la encargada de “tenderme” una celada para que yo pidiera 155 un permiso de un mes en Bogotá, donde vivía entonces, para asumir la Dirección del periódico en su reemplazo y allí conocer a Gloria, la joven, inteligente y hermosa periodista que estaba destinada a ser lo mejor que me ha dado la vida. Mi Jefa lo intuía, y a los pocos meses aceptó ser nuestra madrina en el matrimonio civil. Más adelante estaríamos algo más de tres años en Washington, cuando ella hacía la investigación para Soledad. Los cuatro compartimos tantas cosas juntos, como las eternas idas a Ikea donde a Alberto se le volaba la piedra porque no almorzábamos a tiempo. Las comidas en Cheesecake Factory y ella que nos pedía silencio mientras probaba golosa un pedazo de torta y cerrando los ojos nos decía: “Es que esto es un placer orgásmico”. Por ese entonces incorporamos al grupo de amigos cercanos a Hernando Salazar y a Marcela Lleras. Marbel Sandoval ya lo era desde nuestra época en Vanguardia. También compartimos en varias ocasiones con la inolvidable Aída Martínez y Julio Carrizosa, así como con Julio Londoño, mi jefe y embajador ante la OEA y Constanza, su querida esposa. Luego, con el tiempo, esa misma vida terminó distanciándonos por diversos motivos. Conversábamos mucho menos de lo que yo hubiera querido. En un viaje a Bucaramanga tuvimos oportunidad, con Gloria, de llevar a Pablo y María José, nuestros hijos, para estar con ella y Alberto. Era diciembre, y Alexandra los acompañaba en Ruitoque. Fue una tarde deliciosa. Antes de irnos pude decirle, mientras caminábamos hacia el carro, que no sabía todo lo que yo la quería. Ella, con esa sonrisa de mamá cariñosa, me dijo con la mirada que lo sabía muy bien. No la volví a ver desde entonces. Su energía vital, 156 que en buena medida nos alimentaba a todos, se estaba agotando sin que nosotros lo supiéramos con certeza, pues ella misma no quiso incomodarnos con sus propios problemas de salud. Y esa misma vida que tantas cosas buenas nos había entregado, me privó demasiado pronto de mi Jefa querida, de mi mamá espiritual. Me la había gozado, a distancia, a través de sus libros que me devoraba insaciable. Guardo un largo escrito que le tenía preparado hace unos años y que nunca le envié. Ahora, afortunadamente, nos queda Alberto para continuar con esa conversación eterna y mantener, junto a él, vivo ese afecto de todos aquellos que tuvimos el infinito privilegio de ser amigos de Silvia. En mi caso personal, por el hecho adicional de haber sido “corrompido” por un ser humano inolvidable que marcó mi vida con tinta indeleble, por los siglos de los siglos. *** Jose Luis Ramírez León Abogado, ha trabajado en periodismo, diplomacia y como académico. Hizo parte del Departamento Investigativo de Vanguardia Liberal entre 1981 y 1984. En la actualidad es Asesor del Secretario de Asuntos Políticos de la OEA, en Washington, DC. 157 Su eterna sonrisa María Adelaida Rueda Entre las muchas cosas que identificaban a Silvia, no olvidaré jamás dos de ellas: su eterna sonrisa, amplia y generosa, y su pulso firme para decir las cosas y ejercer un periodismo independiente en un país que predica la libertad de opinión, pero practica la servidumbre con la sofocación publicitaria. Con su sonrisa cálida me estrellé felizmente la primera vez que entré a su oficina, cuando pensé que iba a encontrarme con una persona acartonada, y me seguí estrellando cada vez que la veía, salvo en contadas excepciones, cuando la excesiva estupidez humana lograba borrarla. Su lucha diaria por ejercer un periodismo independiente y digno la vi evidenciada, en ese primer encuentro en los años ochenta, en dos cuadros colgados al frente de su escritorio, que llamaban la atención: uno de ellos era el negativo de una página de Vanguardia Liberal denunciando una de tantas salvajadas del Ejército sobre la inerme población civil, información que no alcanzó a publicarse porque alguien impidió su impresión a última hora. El otro era una frase del escritor Albert Camus que decía: “Debemos comprender que no podemos escaparnos del dolor común y que nuestra única justificación si hay al158 guna, es hablar mientras podamos en nombre de los que no pueden”. Algo así como un mandamiento del periodismo. La última vez que la vi como directora del periódico, en los años noventa, antes de irse, me comentó con enorme ironía: “Ahora sí va a ser una verdadera ‘Unidad’ Investigativa, María Adelaida...” “Y eso Silvia, ¿por qué, cómo así?” le pregunté sorprendida, “Porqué se quedó usted sola”, afirmó. Esas fueron la primera y última vez que la vi en el periódico, gracias a Dios no en la vida, y no sé por qué me marcaron y no las olvidaré nunca. Durante el tiempo que duró su dirección en el periódico, siempre me llamó la atención que todas y cada una de las noches, cuando estaba en Bucaramanga, la mamá le enviaba en una canastilla como la que uno ve en el cuento de Caperucita Roja, una comida frugal que llegaba con Francisco Naranjo, el fiel chofer, entre 7:30 y 8:00 de la noche. ¡Todas las noches! *** María Adelaida Rueda Fue periodista investigativa de Vanguardia Liberal. 159 La honestidad y la ternura Isabel Ortiz Pérez Para ser grande, sé entero: nada tuyo exageres o excluyas. Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres en lo mínimo que hagas Por eso la luna brilla toda en cada lago, porque alta vive. Fernando Pessoa ¿Por dónde empezar para escribir sobre Silvia Galvis y mi historia con ella? Son muchos años de encuentros, de conversaciones y de coincidencias, en los cuales se fue construyendo una amistad sólida y profunda, que hace que su muerte me atraviese el alma de soledad y de vacío. Hablábamos en los últimos años varias veces a la semana, y hablábamos de la vida de todos los días. De sus nietas amadas, Mariana y Sofía, luego de la llegada del bebé Sebastián y de mi nieta Rafaela. Nos hacíamos promesas de salir más con las niñas, pero no era fácil. Silvia tenía desde hace rato una enfermedad que la agobiaba, que le producía un enorme cansancio físico, y yo usualmente trabajaba mucho, así que esa promesa de hacer programas juntas como abuelas felices se cumplió solo unas tres veces, quizás. 160 Pero Silvia era, como dice Alberto, su esposo, un ser de palabras, y eso era ella para mí, porque sus palabras me acompañaban en mi trabajo en la Fundación Mujer y Futuro, siendo ella la escucha atenta de múltiples historias de esa dura realidad que viven las mujeres en este país, sabiendo que recibía la atención y la confidencialidad, la palabra animada, la palabra comprensiva y analítica, para entender y tener aun más convicción por lo que hacíamos. Las injusticias la enfurecían, y esas historias de mujeres abusadas, maltratadas o simplemente pobres la indignaban de tal forma, que su actitud y sus reflexiones alimentaban y fortalecían mi compromiso arcaico de trabajar con estos problemas sociales. En esto hubo siempre coincidencias. Una vocación por la lucha contra las cosas injustas y abusivas, y ella era de una valentía extraordinaria para ponerle palabras a eso que yo vivía en mi trabajo diario, para escarbar en las raíces de las desigualdades, para ahondar en las causas históricas, y encontrar explicaciones a tantas ignominias y ver así, con su inteligencia, el caos de este país que nos dolía tanto. En mi caso, Silvia siempre fue un apoyo constante para denunciar y poner frente a la opinión pública situaciones graves de injusticia contra las mujeres. Quiero recordar su compromiso frente a Alba Lucía Rodríguez, la joven campesina que había sido condenada a 40 años de cárcel acusada del asesinato de su hijo muerto en un parto sin atención médica. Cuando Silvia conoció la situación de atropello que había vivido Alba Lucía, estudió con detenimiento todo el expediente, y con todo el rigor que la caracterizaba al hacer sus in- 161 vestigaciones, escribió una columna inolvidable en la revista Cambio, en la cual puso al descubierto todas las arbitrariedades e injusticias, y el caso de Alba Lucía se conoció a nivel nacional y se produjo una convocatoria masiva para reclamar justicia y una actuación jurídica que respaldara la inocencia de la joven. Alba Lucía estuvo presa por cinco años, y luego de un largo proceso, finalmente fue declarada inocente en un fallo de la Corte Suprema de Justicia. Silvia se caracterizó por una manera peculiar de escribir con fortaleza y sarcasmo, manifestando con vehemencia y valentía todo lo que para ella era denigrante, corrupto, antiético. La riqueza del manejo del idioma y su inteligencia para decir las cosas a su manera, tan especial, tan brillante, se unían dando lugar a esas columnas de opinión que hicieron historia en la vida periodística de este país. Cuánta falta nos hacen sus escritos. Pero a mí cuánta falta me hace la amiga atenta, sus risas, sus preguntas para pensar más sobre mi vida y mi trabajo. Sus palabras de desconcierto cuando a veces le refería tragedias de mujeres víctimas de violencia y sus recomendaciones para tener más cuidado de mi salud, sus llamados de “Isa, querida, descansa, cuídate, toma tiempo para tí, ese trabajo te puede enfermar, descansa por favor”. Son tantos los momentos lindos vividos que me cuesta mucho escoger lo más significativo. Nuestra amistad se construyó sobre la palabra y la atención recíproca, en la que la sinceridad, el respeto, la aceptación y, como digo, montones de coincidencias de principios, de rechazos, y pensamientos comunes, nos fueron acercando cada 162 vez más para llegar a ser amigas del alma. Llamábamos nuestros encuentros las terapias mutuas, y es quizás eso lo que extraño tanto ahora que no está físicamente. Porque le sigo hablando, le sigo contando mis dolores, mis preocupaciones y mis alegrías, y su ser excepcional, sus ojos y sus risas me acompañan, en esa magia misteriosa y profunda que es la amistad entre mujeres, que con ella fue toda hecha realidad. Silvia fue eso, la amiga entrañable, la hermana, la compañera, la maestra, y su memoria, sus pasiones y claridades de una vida conducida desde la honestidad y la ternura están aquí, y el corazón tarda en sanar y en aceptar su ausencia. Tengo sí, una sensación intensa de agradecimiento, por haberla tenido tantas veces tan cerca, tan cómplice, tan solidaria, y esa sensación me alienta y me da fortaleza. *** Isabel Ortiz Pérez Santandereana que ha dedicado muchos años de su vida al trabajo de defensa de la infancia y los derechos de las mujeres. Una de las fundadoras de la Fundación Mujer y Futuro en Bucaramanga en el año 1989. Psicopedagoga de profesión, es más una activista que defiende en su región posturas feministas que apoyan la equidad entre los géneros y el liderazgo de las mujeres. Desde 1983 conoció a Silvia Galvis, con quien mantuvo una larga y profunda amistad. Desde 1989 es columnista de opinión en Vanguardia Liberal, posicionando ideas sobre equidad, justicia, feminismo, liderazgo y respeto por los derechos humanos. 163 Palabras en el homenaje a Silvia Galvis UNAB, Bucaramanga, 22 de octubre de 2009 Eduardo Muñoz Serpa Señoras y señores: Ha caído ya la noche. Es un jueves que semeja ser un día más en nuestras vidas, de esos que semana a semana y mes a mes vivimos, de aquellos en los que cada cual se dedica a lo suyo, pero algo tiene éste que lo hace distinto a los otros jueves, algo que cual imán nos ha atraído a este auditorio académico en una universidad entrañable, esa que los santandereanos de mediados del siglo XX hicieron posible para que en nuestro terruño tuviera alojamiento el libre examen de las ideas y en sus aulas se debatieran todos los conceptos, tesis y teorías, para que hallara nicho la libertad de pensamiento y por sus prados y salones –erguida cual bandera al viento– estuviera siempre desplegada la tolerancia. Coincidencialmente, uno de aquellos que puso su óbolo para que se fundara este que en su momento fue un proyecto descabellado, fue Alejandro Galvis Galvis, la más importante figura en la vida y pensamiento de quien nos reúne hoy aquí. 164 Luego estamos en el lugar apropiado para aquello que nos congrega: traer a la memoria a Silvia Galvis, no dejar que su huella sea borrada, para lograr que su vida siga siendo parte del presente y nos acompañe, para que sus ejecutorias, su hermosa sonrisa y su modestia sigan entre nosotros y no se hunda ella en el olvido. Por eso ustedes y yo estamos reunidos hoy aquí, con gusto, en esta hora, un mes después de que llegó a su final su ciclo vital; ustedes, con generosidad oyendo y yo, por gentileza y deferencia inmerecida de los suyos, en especial de Alberto Donadio y Sebastián Hiller, volviendo expresión oral estas vivencias, no sin antes dejar constancia de que ningún título tengo para hablar de alguien tan cercano a los afectos de quienes hoy estamos acá como no sean los de haber sido un modesto amigo suyo, un admirador de su entereza, alguien que siempre sintió fascinación por su valor civil, por sus cualidades literarias, por su prosa, por su capacidad de denuncia, alguien para quien ella fue una sinfonía, mezcla de suavidad de carácter y temple radical en la defensa de su ideario. Esta es pues la hora de recordar a Silvia Galvis. Y lo hacemos con deleite y calidez. Ella perteneció a la generación de aquellos a quienes los norteamericanos llamaron los “Baby boom”, esa que conforman quienes nacieron poco después de haber sido lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki las bombas atómicas que cambiaron el sentido de la historia del siglo XX. Y vio la luz en una pequeña ciudad de la Colombia de entonces, Bucaramanga, la que en poco tiempo comen- 165 zaría a enfrentar turbulencias políticas y grandes dificultades pues con su pequeña economía y los precarios recursos públicos que tenía, estaba signada por el destino para enfrentar la cada vez más numerosa inmigración que empujada por el desplazamiento de miles y miles de seres que eran violentamente lanzados de todos los poblados y campos de la región, convergían a ella para resguardarse del odio y las insanas pasiones que despertaba el sectarismo político, ese que a sangre y fuego buscaba borrar del mapa a quienes eran contradictores de la versión confesional y reaccionaria de la sociedad, aquella que trataba de ser plasmada hasta en la Constitución, como si no acabara de provocar en Europa esa hecatombe demencial que fue la Segunda Guerra Mundial. Fue ese el entorno histórico el que moldeó la infancia y el carácter de Silvia. Ella fue criada en una familia en la que borbotaba a diario una febril actividad política. A diferencia de muchos de sus contemporáneos bumangueses, se formó en un hogar donde la frontera entre la vida familiar y la vida política era inexistente. Desde siempre estuvo en contacto con lo más sobresaliente de la política regional y nacional y se acostumbró a oír a sus mayores citar con familiaridad los nombres y actitudes públicas de lo más granado de la política de entonces. Pero también desde siempre, allí, en su casa paterna, tomó conciencia de que defender un ideario es una actitud de vida, así se ponga en juego el sosiego de la familia y en peligro las vidas de todos los que le rodean. Eso lo vio y lo vivió en carne propia Silvia pues su personaje favorito, su padre, el doctor Alejandro Galvis Galvis, entendió la vida y el compromiso político como algo que 166 formaban una ligazón perenne, como un reto del destino al que no hay que volverle la espalda. Por eso ella aprendió en su casa valores y conceptos que serían fundamentales para su forma de entender la vida, el medio y cuál debía ser su destino. Valores tales como el querer este fascinante y contradictorio país, defender la concepción que se tiene de la vida y la sociedad, el ser librepensadora, el ser íntegra, tolerante, tener la certeza de que el dinero no lo es todo en la vida, el saber que en Colombia todo es difícil, que aquí siempre todo está en juego y en peligro, que todos los días pasa algo grave pero que nada es definitivo, que la política es hermosa y tiene seres que a ella se dedican desprendidamente pero también siempre hay en ella quienes están tejiendo conjeturas, maniobras, zancadillas, mientras otros no pierden un ápice de tiempo para rendirle pleitesía a quien está en el poder, sea quien fuese. Y, de contera, que aquí todo gira en torno a la política porque las oportunidades son pocas y la política es para muchos la clave del éxito personal. De contera, que en este país no hemos acabado de darle cimiento a las instituciones y por eso sus gentes corren presurosas tras el caudillo de turno echando a la basura los valores superiores, obnubilados por un talante. Silvia creció en Bucaramanga, ciudad que para ella era un eje formado por su casa, el periódico de su padre, la finca de recreo que su familia tenía en El Mortiño, el colegio donde cursó estudios y un pequeño grupo de amigas con quienes encontraba un lenguaje común de lo que era la vida. 167 Silvia pudo haber optado por una vida plácida, prepararse para ser señora de sociedad, llevar una existencia llana en provincia, ser como esas mujeres que describe “El Tuerto” López en sus poemas, saber de las consejas de la aldea, hablar con sus amigas de sus amigas y posar de tener mundo. Pero no, si por eso hubiera optado, no habría sido Silvia Galvis. A no dudarlo, ella fue producto de la Bucaramanga de los años 40 y 50 pero no fue una bumanguesa típica. En esa aldea de nostalgia vivían entonces su niñez otros santandereanos que, por increíble coincidencia histórica, serían más tarde, cada cual en su universo político, las unidades más destacadas de la generación que tuvo contacto con las ideas cuando comenzó el Frente Nacional. Si. En las calles angostas de esa pequeña ciudad que luchaba por poblar la meseta, nacieron en los años 40, dieron sus primeros pasos aquí y crecieron mientras las cigarras entonaban su repetitivo canto de árbol en árbol y aprendieron lo que es la vida mientras oían el grito de sus vendedores ambulantes, supieron que el mundo es ancho y ajeno mientras veían pasar por sus calles aquellos buses urbanos de motor estridente y vientre ancho; en esa Bucaramanga nacieron y forjaron su carácter Luis Carlos Galán Sarmiento, Jaime Arenas Reyes y Francisco Mosquera Sánchez, probablemente tres de los colombianos que más incidieron en el diseño de lo que ha sido la Colombia política de la segunda mitad del siglo XX. Y a ellos se suma una exquisita mujer de letras, Aida Martínez Carreño. Mientras los tres primeros propusieron construir una Colombia con menos inequidades y Aida se adentró en 168 la investigación histórica, Silvia Galvis dedicó su vida a denunciar el rostro putrefacto del sistema, a mostrar los muñones de la corrupción, a poner en evidencia las llagas de la podredumbre política. En su lucha ni dio ni pidió cuartel. No supo arrodillarse ante nadie, ni bajar la frente cuando le hacían encerronas. Cada vez que tenía que decir algo, tomaba su pluma, señalaba y desnudaba con certeza y lucidez la lacra social que fuera. Todo ello hecho por alguien de suaves ademanes, de sonrisa hermosa, femenina y feminista, tímida a morir, ajena al ditirambo. ¡Qué hermoso contraste con su pluma acerada y señalante! Silvia fue la voz crítica de su generación. El Mahatma Gandhi dijo: “Cada vez que das un paso adelante, estás destinado a perturbar algo. Agitas el aire mientras avanzas, levantas polvo, alteras el suelo”. ¡Cuántos pasos adelante dio Silvia, cómo perturbó la tranquilidad de muchos que creen que el país es su propia hacienda, cómo agitó el aire, cuánta polvareda levantó, cuánto alteró el suelo que pisó! Alejandro Galvis Galvis y Alicia Ramírez de Galvis matricularon a Silvia en el Colegio de la Presentación. Ella, poco locuaz salvo cuando entraba en confianza con sus interlocutores, se hizo merecedora de todas las medallas y distinciones que el colegio tenía instituidas para sus más sobresalientes alumnas. En sus patios de recreo y salones de clase hizo amigas, puso de relieve su infinita modestia, su aversión a todo lo que fuera oropel y su independencia frente a las ideas confesionales. El futuro de Silvia lo cincelaron la concepción del mundo de Alejandro Galvis Galvis y todo lo que ha significado y entraña Vanguardia Liberal, periódico que en 169 vieja y lenta imprenta veía la luz en la casona de la calle 34 y que fue la mágica caja de sorpresas que permitió que Silvia se encontrara consigo misma. En él aprendió a amar la letra escrita, las crónicas, el redactar noticias, el comunicar ideas, el defender una concepción de la vida y la sociedad. En sus añosas instalaciones recibió, poro a poro, las lecciones más grandes de lo que debía ser su futuro, las letras. Allí, en el medio de comunicación que con dificultades y de persecuciones sin fin logró volver realidad su padre, tomó conciencia de que hacer noticias, comentar hechos, difundir conceptos no es un oficio, es un arte exigente y hermoso. A eso dedicaría sus días desde distintos ángulos y en ese ajetreo la encontraría la muerte. Silvia fue una periodista integral. Sabía hacer las noticias. Sabía describir los hechos y la forma como ellos debían transmitirse a los lectores. Tenía certeza de que la magia del papel no tiene sustituto y que la letra impresa no tiene igual. La rigidez y seriedad con que dirigió a Vanguardia Liberal, la lucidez como enfocó la labor de la Unidad Investigativa, los servicios que le prestó a Bucaramanga en los años 80 y a principios de los 90, tienen página propia en los anales de la historia del periodismo santandereano. Sus columnas de opinión en el periódico de su familia, en El Espectador y en la revista Cambio, pusieron de presente que esta mujer de enorme sencillez fue una de las mejores periodistas de Colombia. Silvia fue una mujer de actitudes y decisiones. A ella le dolió demasiado la parte más innoble de la política 170 y del ejercicio del poder, aquella que se traduce en corrupción, triquiñuelas, maridaje con el crimen. Al estar en contacto diario con la forma sucia como en Colombia se hacen tantas cosas y las explicaciones cínicas que se emiten desde el poder, la forma como los diversos sectores de la comunidad se “tragan todo entero”, el voraz apetito de dinero de muchos, sintió hastío de esa cara de Colombia y decidió no seguir escribiendo columnas de opinión, no luchar más desde los periódicos, para tomar como trinchera la investigación periodística, la narrativa, el mundo de los reportajes y mezclar mucho de esa ficción que es nuestra vida real para volverla literatura. Comienza así el ciclo de narrativa de Silvia. Es una faceta tan apasionante en ella como lo fue su trabajo en la Unidad Investigativa, como lo fueron sus columnas de opinión, sus editoriales, como fueron las noticias que maceró e indicó a los redactores y les guió sobre cómo enfocarlas y volverlas letra escrita. De esta faceta quedan para las generaciones futuras importantes textos de una periodista dedicada a la narrativa: Colombia Nazi, El Jefe Supremo, Viva Cristo Rey, Vida mía, Sabor a mí, Los García Márquez, De parte de los infieles, Soledad, conspiraciones y suspiros, La mujer que sabía demasiado, De la caída de un ángel puro por culpa de un beso apasionado y su última obra, Un mal asunto. ¿Por qué Silvia se volcó hacia la novela y la narrativa? Porque no hay ficción más grande que la vida diaria en América Latina. Además, porque éste es un medio más libre y menos vigilado que la prensa diaria. Porque Colombia es una novela de 200 años donde la ficción se queda corta ante tantas inequidades y estropicios. 171 ¿Acaso no parece sacado de una novela el que una congresista y su esposo sean los cerebros de un desfalco al Estado de más de 100 mil millones de pesos de su época y luego esa parlamentaria sea asesinada por órdenes impartidas por su propia hermana? En Colombia los hechos no sirven de base y materia prima para crear las novelas; aquí las novelas se vuelven realidades. Un Mal asunto es una novela apasionante. En ella encontramos la pluma de la redactora que fue Silvia cuando describe hechos y personajes. La narradora que utiliza los recursos periodísticos al mejor estilo de los reporteros judiciales de la época dorada, los recursos de la novelista y la desgarradora forma como en Colombia ocurren las cosas. Nadie imaginó, ni ella misma, que esta sería su última obra. Pero qué buen aporte a la narrativa colombiana es todo lo que ocurre en torno a Elsy Walkers, el personaje que creó Silvia para volver ficción un terrible hecho de corrupción colombiana. Gabriel García Márquez más de una vez se ha lamentado de lo solitario que es el oficio del escritor. Otros no pensamos que el silencio y el aislamiento del escritor sean su faceta más molesta. Probablemente lo sea para alguien sociable, como él lo es. Silvia no tenía esa faceta. Adoraba su vida familiar, el haber sido abuela, el prodigar a sus nietos el amor por la vida, el llevar una existencia sin sobresaltos con su entrañable compañero de vida y sueños, Alberto Donadío, el ver cómo juega el sol con las nubes mientras se oculta tras de Palonegro, el 172 recibir cotidianas clases de tenis, el hablar mil y más veces por teléfono con quienes estaban más cercanos a sus afectos, el vivir sin ruido, el degustar la vida sencilla, el jazz, la música clásica, el hacer caso a su reloj biológico, así él anduviera al revés del que tienen en su yo el resto de los mortales. Silvia fue periodista y escritora, amiga, sencilla, tímida, prudente, radical en sus ideas, alguien que huyó del oropel, la fama y la popularidad, pero su mejor faceta fue ser abuela. Querendona, desprendida, alcahueta con sus nietos, gozó como la que más viendo ese milagro que es la vida en los niños. Ya ha avanzado más la noche de este jueves y está llegando otro día a su final. Quisiéramos que todo estuviera como era entonces, como cuando Silvia era niña, o cuando llegó a la adolescencia. La casa, la calle, el árbol, la vecindad, el colegio, el sosiego, la ciudad. Que nada hubiera cambiado. Pero el mundo ya es otro. La vida espera nuevos seres. Han pasado los años. Ya llevamos arrugas en la frente y el cabello emblanquecido. El corazón noble de Silvia, altivo, le abrió las puertas al mundo de las sombras y nos ha dejado a nosotros en medio de una densa bruma. ¡Qué corta es la vida, que amarga es la añoranza, qué triste es ver que nuestra voz es sorda y honda cuando mencionamos a los seres idos, qué soledad queda tras su marcha pues al fin y al cabo cada amigo que se va es ver morir un sueño…! Los minutos han seguido avanzando para liquidar para siempre las pocas horas que quedan para que termine este jueves. Ya todos debemos regresar al seno de 173 nuestros hogares, llevando en nuestras mentes las vivencias de Silvia mientras la noche arropa la ciudad. Ojalá el pabilo de ellas no se apague y por siempre nos acompañe para que nuevas generaciones sepan quien fue esta maravillosa santandereana, esta mujer, este carácter, esta vida, este ejemplo. Muchas gracias. *** Eduardo Muñoz Serpa Nació en San Gil en diciembre de 1946. Se crió en Bucaramanga donde estudió en el colegio de San Pedro Claver. Cursó bachillerato en el Colegio de Ramírez en Bogotá. Estudió Derecho en la Universidad Externado de Colombia, donde también adelantó estudio de posgrado. Fue juez de la República, director administrativo de la Cámara de Comercio de Bucaramanga, ha ejercido el Derecho en Bucaramanga durante más de 30 años. Desde 1973 es docente universitario. Ha dictado cátedra en pregrado y en posgrado en la Universidad Externado de Colombia, en la Unab, en la Universidad Santo Tomás de Aquino y en la Universidad Industrial de Santander, donde desde hace varios años regenta asignaturas en la Escuela de Derecho. Ha sido colaborador de Vanguardia Liberal desde hace cerca de 30 años. Perteneció a la redacción de ese periódico por un espacio de 8 años, y desde hace cerca de 20 años es columnista. 174 La risa festiva Oscar Humberto Gómez Gómez Mis imágenes de Silvia Galvis son tan puntuales y tan nítidas que a veces me lamento de no tener habilidad con el pincel. Si la tuviera, podría dibujarlas de memoria. Está riéndose a carcajadas, el día en que la conocí, en su oficina de Vanguardia Liberal, cuando le acabamos de contar que al preguntar por ella, la recepcionista nos replicó: “¿Los señores de dónde son?”, y mi acompañante le contestó: “De dónde somos qué, señorita... ¿oriundos?... Yo, de Barichara”. Se rió tanto, pero tanto, que desde entonces tuve la impresión de que ella no encajaba en el ambiente serio y formal que yo percibía dentro del diario. Jamás he olvidado su risa festiva de aquella mañana. Cuando los años pasen, creo que debería definirse a Silvia Galvis como una mujer que fue capaz de reír a pesar de haber vivido en un medio acartonado e hipócrita, donde casi nadie reía. Claro que también podría ser definida de otras maneras: por ejemplo, como una mujer que teniéndolo todo para haber llenado su casa de porcelanas, cristales, lámparas y tapetes finos prefirió llenarla de libros. También, la veo llorando, tratando inútilmente de ocultar los ojos detrás de unas gafas os175 curas, cuando yo la saludo desde la recepción del diario, donde me estoy identificando para ingresar, el día en que acaba de morir su padre. Tuvo la deferencia de publicar mi carta de pésame en su leída columna “Vía Libre”. Sólo publicaría dos: la mía y la del médico ortopedista, político y guerrillero Carlos Toledo Plata, éste ya por entonces líder visible, y preso además, del M-19. Está sentada frente a su máquina de escribir riéndose a carcajadas de mi apunte: ella me ha dicho que no encuentra cómo rematar la columna que está escribiendo. Yo le he preguntado de qué trata y me ha explicado que hace cincuenta años Vanguardia publicaba que los habitantes de San Vicente de Chucurí le estaban clamando a gritos al gobernador de Santander de entonces, sin que éste los escuchara, por la solución de unos problemas que ahora, cincuenta años después, son exactamente los mismos por cuya solución están otra vez clamando a gritos los sanvicentanos actuales ante el actual gobernador de Santander, sin que éste tampoco dé señales de estarlos escuchando. “O sea, –le digo yo– que cincuenta años después el gobernador de Santander sigue necesitando un otorrino”. Silvia rematará, entre carcajadas, su columna con mi apunte. A partir de ahí lo hará una que otra vez, sin dejar de reírse de mis ocasionales ocurrencias. Está de pie, frente a los escombros de Vanguardia Liberal el día en que, prácticamente sobre sus ruinas, asume la dirección del periódico. En ese momento le está diciendo a la televisión que “No somos una brigada militar” y que “Nos han destruido físicamente, pero 176 los principios permanecen intactos”. Un carrobomba ha estallado frente a la puerta del periódico, ha matado a varios de sus trabajadores y ha dejado en la calle a sus vecinos. Está ingresando a mi oficina, acompañada de su esposo, Alberto Donadio, portando en una de sus manos un voluminoso libro que me lleva de regalo. Es su novela histórica Soledad, conspiraciones y suspiros, cuyas ochocientos ochenta y ocho páginas habré de leerme en los tres días siguientes. Está, finalmente, sola, ausente, triste, distante de nuestra vida, sin la explosión de su risa, sin su valor civil, sin su punzante pluma, sin su crítica mordaz, sin su buen humor, sin su acelere. Está dentro de una caja de madera y me dice no sé quién que su funeral comenzará a no sé qué hora del día siguiente. Yo acabo de llegar al lugar y lo he encontrado casi solo. Es posible que me haya aumentado esa sensación de soledad inmensa el no haber visto por ahí a Alberto. Poco después él aparecerá y entonces entenderé por qué dicen que hay muchos golpes duros en la vida, pero que el más duro de todos es cuando uno pierde a su compañera. ¿Que cómo la conocí? Gracias a una de mis tantas locuras. En efecto, recién graduado de abogado, yo sólo tenía como capital el vestido del grado, un diploma y muchas ideas rondándome la cabeza, entre ellas la de crear una fundación que velara por la dignidad del recluso colombiano. La corta experiencia que como defensor de presos, me había dado mi paso por el consultorio jurídico de la universidad me permitió conocer de cerca las condiciones de hacinamiento, olvido y hastío que rodeaban nuestras prisiones. 177 Hasta nombre le tenía a la inexistente fundación, cuando caí en la cuenta de que el único miembro de ella era yo. Fue entonces cuando busqué a un abogado que era juez, y a él le planteé el proyecto. De inmediato le llamó la atención y me propuso ir a ver a alguien a quien era posible que también le interesara, con la enorme ventaja de que si ello ocurría tendríamos de nuestro lado el poder comunicador de la prensa. Esa persona era la nueva columnista de la página editorial de Vanguardia Liberal, quien, evidentemente, con una pluma ágil y un sorprendente valor civil, estaba logrando refrescar la tediosa monotonía de una página que, en puridad de verdad, cada vez yo sentía más lejana y, además, tenía la convicción íntima de que cada vez le interesaba menos a la gente. Antes de ir al periódico, pasamos a comentarle la idea a un médico psiquiatra, a quien yo había conocido cuando era Director del Hospital Psiquiátrico San Camilo. Lo busqué en esa ocasión para que me colaborara con sus conceptos acerca de mi tesis de grado, referida a la problemática del juzgamiento penal de los indígenas. Los tres llegamos a las instalaciones del diario. “Señorita, buenos días –saludó mi amigo el juez–. ¿La doctora Silvia Galvis, por favor?”. La recepcionista replicó: “¿Los señores de dónde son?”. Nuestro vocero repuso: “De dónde somos, qué, señorita: ¿oriundos?... Yo, de Barichara”. Esta anécdota fue lo primero que le contamos a Silvia Galvis, ya en la amplia oficina donde nos recibió. Se rió tanto, pero tanto, que, como lo anoté atrás, desde entonces reconocí en ella a una de las pocas personas que todavía eran capaces de reír en este medio invete178 radamente carente del sentido del humor. Pero no fue eso lo único anecdótico que sucedió aquella mañana: cuando, después de presentarme, mi amigo me dio la palabra para que le explicara a ella el proyecto, comencé diciéndole: “A ver, doctora Silvia...” Ella me interrumpió en seguida: “Llámame Silvia, Óscar Humberto, llámame Silvia. Verás que así hablamos más rápido”. Desde antes de abandonar el periódico, yo ya tenía claro, pues, que Silvia Galvis no sólo era sencilla. También, que era acelerada. Acelerada no sólo por lo de hablar rápido, sino porque ya para ese momento había encargado personalmente a Luis Daniel Vera López para que redactara la nota sobre nuestra fundación. Al día siguiente, Vanguardia Liberal informaba a sus lectores que un grupo de personas encabezadas por Óscar Humberto Gómez Gómez, y del cual formaban parte un juez, un médico y Silvia Galvis habían creado la Fundación John Howard. Muchos años después, cuando Luis Daniel Vera López había desaparecido, víctima de una banda de ladrones asesinos que lo mató a mansalva; cuando Vanguardia Liberal había sido reducida a escombros, víctima de esa violencia enceguecida que ahora es exaltada por nuestra televisión: la de narcotraficantes, sicarios y terroristas; cuando también el médico siquiatra había partido al Oriente Eterno, víctima de la soledad; cuando de Silvia Galvis no había vuelto a saber nada diferente del contenido de sus libros; y, en fin, cuando lo único que se sabía por estos lares de John Howard era que así se llamaba un político de Australia, recibí en mi residencia una llamada telefónica. 179 Era Guillermo Rodríguez Navas quien me llamaba desde su cuartel general en el Almacén Leo, el principal distribuidor de mis discos. “Doctor –me dijo–. Doña Silvia Galvis lo quiere saludar”. Para entonces mucha gente me llamaba porque quería felicitarme o manifestarme algo acerca de mi música. Increíblemente, yo no relacioné ese nombre con la ex directora de Vanguardia Liberal. No creí que volviera a verla. La voz femenina al otro lado de la línea me saludó: “Hola, Óscar Humberto, con Silvia”. “¿Silvia... la periodista?”, pregunté sorprendido. “Sí señor, la misma”. “¡Hola, Silvia!”, le dije sin poder ocultar la alegría y la extrañeza. Y entonces volví a encontrarme con el pasado que un día cualquiera dejé atrás. Ella me invitó a que fuera hasta allá, porque quería presentarme a su esposo, a su hija Alexandra y a dos señoras que la acompañaban. Yo fui, por supuesto. Alberto Donadio me recibió con la anchurosa sonrisa de las personas transparentes. Sabía de él por su tarea como cofundador y miembro de la Unidad Investigativa de El Tiempo, por sus libros y porque era, en mi memoria, uno de los más respetados periodistas del país al lado de Daniel Samper Pizano y Gerardo Reyes. Ninguno de nosotros había comido y las dos señoras, una de ella argentina, querían ir a un restaurante del cual sabían que era propiedad de un compatriota suyo. El compatriota se apellidaba Janiot. “Claro, les dije. Es La Carreta. Vamos allá”. Silvia se subió a mi camioneta y su esposo se dirigió al otro carro junto con las dos señoras. No recuerdo en dónde se fue Alexandra. Lo cierto es que yo pité suavemente, para que Alberto Donadio se 180 acercara a la camioneta, con el fin de que definiéramos qué ruta tomaríamos, y cuando él lo estaba haciendo le dije: “Doctor Alberto, bajemos por la calle 45 y crucemos por la carrera 27 hacia el norte. “Ay, no, Óscar Humberto –me reclamó Silvia–. Dile Alberto, dile Alberto. No te pongas a decirle doctor porque hasta le da un patatús, me dejas viuda y ahí sí me perjudicas”. Su esposo no alcanzó a escucharla. “Alberto es un buen hombre -me dijo después, cuando ya nos dirigíamos hacia el restaurante-. Me gustaría mucho que ambos fueran amigos”. Yo asentí con mi cabeza y mi sonrisa. Esa noche Alberto Donadio me regaló su libro Los farsantes. Un par de días después yo ya lo había leído. Desde entonces sentí siempre que, aunque no nos viéramos seguido, él y yo éramos buenos amigos. Hoy, cuando Silvia ya no está, y aunque nos veamos todavía menos, siento que lo somos más. Siento que Alberto es lo único que me quedó de ella, aparte del recuerdo de su risa, su inteligencia, su sencillez y su acelere. A veces pienso que Silvia Galvis pasó por mi vida demasiado aprisa. Y a ratos me parece que cualquier día, cuando menos me lo imagine, voy a escuchar otra vez su voz en el teléfono. *** Oscar Humberto Gómez Gómez Abogado de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Ejerce su profesión en Bucaramanga. Compositor e intérprete. 181 Una larga conversación Marbel Sandoval Ordóñez Durante algo más de un cuarto de siglo, Silvia y yo sostuvimos una conversación que empezó un día de enero de 1984 en la sala de redacción de Vanguardia Liberal y que aún hoy continúa, aunque ya no esté presente. Alberto Donadio, luego su esposo, y quien se encontraba al frente de la jefatura de redacción del periódico, me había ofrecido la coordinación de la oficina de Barrancabermeja, a donde empezaba a desplazarse todo el conflicto del Magdalena Medio, iniciado en poblaciones a orillas del río Grande de la Magdalena: Puerto Boyacá y Puerto Berrío. Así que llegué a Santander a mis 24 años con un morral color café en el que metí ropa y algunos libros; y la promesa firme de que sería trasladada a Bucaramanga tan pronto la corresponsalía tuviera un equipo periodístico organizado y neutro, es decir, atenido ante todo a los hechos y no a las intrigas de poder de la región. Ese día de enero, Alberto me habló de las prioridades del periódico en la corresponsalía: cubrimiento imparcial de los acontecimientos relevantes que afectaban la vida de la ciudad y participación de todos los grupos po- 182 líticos, sin importar su ideología. En realidad nada que yo no considerara que era parte del ejercicio de un buen periodismo. Al salir de la jefatura di una vuelta por el segundo piso. Creo que aún no era la hora del almuerzo. El hecho es que de una de las oficinas laterales, que daba sobre los módulos de la redacción, salió Silvia, a quien ahora veo con su pelo cogido en una trenza, pero no lo juro, porque tal vez la llevó antes y con toda seguridad, sí, después. Fue la primera vez que oí en su voz el invariable saludo, cálido, afectuoso: “hola Marbel”. Sólo que ese día era saludo y presentación. Se inició allí esa conversación que mantuvimos durante años que medimos en un quinto de siglo –como me escribió en la dedicatoria de uno de sus libros– y luego en un cuarto de siglo que nos hubiera alegrado continuar, porque nuestras charlas fueron siempre fluidas, sencillas, cotidianas, afectuosas y familiares; siempre sin arrogancias, sin prepotencias, sin descrestes, llenas de respeto, porque Silvia, aunque nunca hablamos de ello, entendía como yo misma ese valor: la delicadeza para no entrar en el otro sin su permiso. De esas conversaciones puedo decir que el humor y la chispa las aportaba ella, aunque luego de algunos años y de mi propio camino, contagiada por esa facilidad para reírse, fui yo quien terminó llamando el crimen de la “monita retrechera” como un “monicidio”, calificación que Silvia usó en La mujer que sabía demasiado. Ese mediodía de enero de 1984, Silvia me preguntó por la camiseta que llevaba puesta. La había comprado 183 seis meses antes en Lima, durante el Segundo Encuentro Feminista Latinoamericano. Recuerdo que era amarilla y llevaba impresa una figura en negro, que no sé porqué ahora, con los años, veo como el símbolo del yin y el yang, la representación de los contrarios en el ideograma chino, aunque dudo de la autenticidad de la imagen, porque ese era un feminismo menos equilibrado que el que pienso que se ha dado con la maduración del movimiento. Pero fue el tema de la mujer el que nos unió en ese primer encuentro. Partí al día siguiente hacia Barrancabermeja a asumir un trabajo en el que en escasos cuatro meses estuve inmersa en una vorágine de la que quedan impresos tres hechos, cada uno de los cuales me acercó más a Silvia en aquel tiempo y en los recientes: una columna de la época que ella escribió y tituló “Prohibido para retardados mentales”, en la cual defendía el trabajo periodístico que se hacía en la región al publicar las muertes y masacres del Magdalena Medio y denunciar la corrupción de la clase política; una novela que escribí más de veinte años después, cuya presentación escribió ella, y un recuerdo contado por un periodista en el lanzamiento de la misma en el 2006 en Barrancabermeja. Del correo que le escribí a Silvia en ese momento trascribo aquí lo concerniente, para que la memoria no me traicione: “Querida Silvia, este es un correo a dos manos, para cuatro ojos, es decir para tí y para Alberto”. Luego de contarle cómo fue el acto, continúo: “Y viene entonces aquí algo que te corresponde. Un señor, luego supe que su nombre es Jorge Núñez, y lo ubiqué porque hace unos diez años escribió un libro que se llama Papá 184 petróleo, intervino para contar lo siguiente: hace algún tiempo (no precisó cuánto) fue a la Serranía de San Lucas para entrevistarse con un comandante guerrillero de un frente de las Farc. Entendí que iba a escribir un texto sobre algún tema determinado. El comandante lo recibió, hablaron y se tomaron una botella de whisky. Al calor del licor el hombre, cuyo nombre de combate es Pastor (¡no Virviescas!), Pastor Alape, contó por qué se hizo guerrillero. Él y su hermano, hoy otro comandante, eran militantes de la Juventud Comunista en Puerto Berrío en esos años ochenta (en mi cabeza algo me dice que habría sido imposible que sobrevivieran porque recuerdo que desde Puerto Boyacá se habían encargado de borrar todo lo que fuera comunista). El hecho es que ejercían una actividad política legal hasta que en Vuelta Acuña mataron a parte de su familia (¡las mujeres!). El comandante recordó los detalles: los vientres abiertos, la adolescente cuyo cuerpo nunca se encontró. Luego de eso él y su hermano decidieron irse para las Farc. Pero la historia no termina ahí, en lo que te concierne. El hombre, luego de revivir esto que te cuento, dijo que la única voz que se había levantado para denunciar lo que allí estaba pasando era la tuya, y le pidió a uno de sus ayudantes que le trajera su maletín donde guarda su computador portátil. Una vez se lo llevaron lo abrió y de uno de sus bolsillos sacó un recorte que, por lo que contó Jorge Núñez, correspondía a una columna tuya. El comandante cerró la conversación diciendo: ‘si alguna vez ve a esta mujer, dele un beso en mi nombre’. (Me atengo a lo que oí). Núñez contaba con reiteración lo del recorte porque, es un entendido mío, el papel había resistido 185 con toda seguridad muchos años y había acompañado a este hombre en sus travesía de guerrillero, es decir, de monte, de agua, de selva, de miedos, y seguramente también de añoranzas, llantos e ilusiones… Quería que lo supieras porque tu texto ha debido ser un consuelo y la confirmación para este hombre de que sí hay seres humanos que, por encima de los intereses, creen en la justicia y ayudan a que la haya”. La justicia, apenas uno de los innumerables temas en este cuarto de siglo de conversaciones, aunque ella viajara y se desplazara de ciudad y de país, porque existen seres que al encontrarse pueden seguir conversando toda la vida, y eso fue lo que nos pasó. Lo hacíamos mucho, muchísimo, por teléfono. O yo llamaba o ella lo hacía a las diez de la noche, hora inusual en mí, sueño interrumpido sólo para la amiga a la que los insomnios apenas la dejaban conciliar el sueño en la madrugada, motivo por el cual sus ojeras, hermosas ojeras, se marcaban cada vez más. Pero también conversábamos personalmente mientras caminábamos por los alrededores de su casa, en Santa Ana en Bogotá; camino a la biblioteca Luis Ángel Arango, donde fuimos varias veces cuando estaba escribiendo Soledad, Conspiraciones y Suspiros; cerca de los cines, cuando nos encontrábamos para disfrutar de alguna película; en San Francisco, bajando a La Vega, en una casa que alquiló Alberto cuando la altura ya no le permitía estar mucho tiempo en Bogotá; en Ruitoque; y en Subachoque, a donde fuimos para sembrar ese hermoso guayacán, cuyo tronco sigue creciendo y robusteciendo, a pesar de sequías y lluvias. Un arbusto en ese entonces 186 para el cual ella misma se empecinó –a pesar de mi sugerencia de que dejara que lo hiciera un campesino en su nombre– en romper el vientre de la tierra con el azadón y horadarla hasta la profundidad suficiente para que albergara a Silvia, como lo llamó. “Pero si es nombre de mujer y esta especie es masculina”, dije. “¿Y quién te dijo que por ser una especie masculina tenía que tener nombre de hombre?”, me contestó Silvia, mirando orgullosa al pequeño Silvia. Hablábamos de todo, pero en el último decenio se unieron de manera progresiva tres pequeños seres a nuestras conversaciones: sus nietos y sus anécdotas. Escuchaba las observaciones ingeniosas que iba haciendo “Siva”, como sé que la llaman ellos, acerca de su crecimiento. Le encantaba escuchar a Mariana decir palabras de difícil pronunciación cuando apenas empezaba a hablar. Mariana hubiera sido con los años otra interlocutora fiel de la abuela. Veía crecer a Sofía como una tromba. Se rió con el sindicato que armaron las dos pequeñas cuando nació Sebastián al sentirse destronadas o creer que lo estaban. Nuestras conversaciones pasaban por todo. Gracias a ellas pude descubrir a José Saramago mucho antes de que el mundo lo hiciera. Cuando fue Nobel ya había leído gran parte de su obra luego de que Silvia me hiciera el regalo de su descubrimiento, al igual que el de otros textos y autores. En septiembre, cuando murió, terminaba presurosa una biografía de La Pasionaria, que me había enviado desde Canadá, y digo que la terminaba presurosa porque me preparaba para la larga y sabrosa conversación con 187 Silvia, en la que seguramente abordaríamos el tema. Yo le diría que la biografía fue una excusa para hacer una historia del partido comunista español, que no sería el mismo sin La Pasionaria, y ella me diría muy seguramente que es cierto, porque fue ella quien me dijo alguna vez que escribía literatura sólo como una excusa para hacer historia: una de sus pasiones. Si no sabemos quiénes somos y de dónde venimos escasamente podremos vislumbrar quiénes seremos. Un cuarto de siglo de conversaciones que aún hoy continuo. Cuando Alberto cerró el apartamento en Canadá puso al correo algunos libros que pensó que ella querría que yo tuviera. Uno de ellos, una novela situada en el Madrid del siglo XIX, me permite recorrer el Barrio Salamanca, donde vivo, todavía de su mano y de su voz, así me llegue a través de otros como Olózaga, un personaje que me va contando quiénes eran y qué hicieron los personajes con cuyos nombres bautizaron cada calle de las que recorro. Es que Silvia sigue aquí, caminando a mi lado, inmersas en la conversación, porque la verdadera muerte sólo llega con el olvido, y ella vive en mí y en quienes le queremos. *** Marbel Sandoval Ordóñez 1959. Periodista y escritora. Trabajó como periodista en El Tiempo y Vanguardia Liberal y en la Agencia de Noticias Colprensa. Ha publicado los libros: Gloria Cuartas por qué no tiene miedo, Petróleo colombiano más futuro que pasado en coautoría con Alberto Calderón Z. y la hermosa novela En el brazo del río. 188 Jefa, celestina y amiga Gloria Uribe El pánico a la hoja en blanco. Fue Silvia quien me lo mencionó, cuando, en una de tantas conversaciones interminables y deliciosas, me contó cómo cada vez que se disponía a comenzar alguno de sus textos periodísticos o literarios se levantaba con cualquier excusa tratando de evitar el terror que suponía enfrentarse a una página en blanco, o, en su defecto, a la pantalla en blanco del computador. Desde ese momento, soy consciente de esa sensación, la he experimentado muchas veces, y, siempre, al vencerla, la recuerdo. Esta semana la volví a sentir. Cada vez que me proponía plasmar los recuerdos que tengo de Silvia, el miedo y el dolor de su partida me paralizaban. Creo que con este párrafo, que aún no sé si será el definitivo, lo acabo de vencer, una vez más. Le encantaba el rol de Celestina. Le gustaba saber a otros enamorados, o en la búsqueda de la pareja perfecta. Hace 20 años decidió al conocerme que yo podría ser la compañera de Jose, a quien ella quería y apreciaba. Dos décadas de una relación maravillosa le han dado la razón. Pasó de ser mi columnista preferida, cuando era una colegiala, inspirándome a estudiar periodismo, a jefa durante un año, celestina, madrina de matrimonio, 189 amiga entrañable y consejera durante mis primeros años de casada, cuando en Washington escuchaba y compartía mis momentos de felicidad e inseguridad. Al confesarle que su candidato me agradaba, cumplió a cabalidad su rol de Celestina. Llegó al punto de escribir una carta en papel membreteado y firmado por ella como directora de Vanguardia Liberal, en la que me designaba para asistir a un evento en Bogotá durante un fin de semana de mediados del año 1990. Todo fue un invento, pero fue su solución al inconveniente que le planteé cuando, ante su insistencia de que visitara “al elegido” en Bogotá, le confesé que mi papá no me dejaba ir. Con picardía y emoción me dijo: “pues, entonces, nos inventamos algo a lo que yo le ordeno ir, y a eso su papá no le puede decir que no”. Gracias a su carta tuve un excelente fin de semana. Luego, me dio el empujón que necesitaba para decir sí a una propuesta que terminó en matrimonio. Ella por supuesto hubiera preferido el sí sin ataduras formales; sin embargo, en la escritura pública de nuestro matrimonio civil está su inconfundible rúbrica. En Washington, a donde llegué recién casada, dejando la Bucaramanga natal, caminábamos y conversábamos, tomábamos café, cocinábamos o veíamos a Alberto cocinar. Con Silvia se podía hablar de libros, de cine, de música, de actualidad, de malestares físicos y emocionales, etc. Además de buena conversadora era excelente oyente. En nuestros recorridos por la ciudad me contaba de sus hijos, de su niñez en Bucaramanga, de su épo- 190 ca de colegiala, de sus años como estudiante en Estados Unidos, de su paso por los Andes, etc. De todo tenía una buena historia, con sus detalladas descripciones y sus francas y pegajosas carcajadas, el tiempo pasaba sin darnos cuenta. Casi siembre terminábamos en un restaurante donde comíamos un cheesecake, al que ella decidió bautizar “Cheesecake Orgásmico”. Comerlo era todo un ritual. Veníamos cansadas de caminar y conversar, y entonces con el manjar en frente, decía: “bueno, silencio porque esto es orgásmico”. Y poco a poco, como midiendo cada ración que llevaba a su boca, lo saboreaba, hacía gestos de agrado y, por supuesto, seguía con la historia, para luego hacer una nueva pausa y disfrutar de otro bocado. Hace poco, entré al sitio y me reí en silencio al recordarla. Silvia me mostró la Biblioteca del Congreso de Washington y los Archivos Nacionales. En compañía de Alberto, su compañero inseparable, me enseñaron a moverme por ese lugar maravilloso. Mientras realizaba la investigación para Soledad, fuimos varias veces, y, como siempre, cada paseo estaba acompañado de historias, anécdotas, cuentos y hallazgos que le agregaban a ese lugar monumental los ingredientes que lo hacen para mí inolvidable. En una de tantas noches de conversación, junto con Alberto, Aída Martínez, Julio Carrizosa y Marcela Lleras, Silvia nos contó que la noche antes había soñado cómo una esfera gigante que representaba el mundo se le venía encima y la aplastaba. Rápidamente Aída Martínez 191 le señaló que hasta sus sueños eran inteligentes y trascendentales, mientras que los de ella eran tan sosos que podía pasar toda la noche revolviendo una olla de yuca hirviendo. Una vez más reímos a carcajadas. Silvia decía que si Aída escribiera con el mismo humor con el que hablaba, leerla sería además una divertida experiencia. Sin proponérselo Silvia fue mi maestra, no solamente de periodismo, ética y responsabilidad profesional, sino en aspectos básicos de la cotidianidad. Todavía recuerdo que cuando le comenté el miedo que me producía manejar en Bogotá, me dijo: “al principio, váyase detrás de los buses por la séptima, que así llega sin problema”. Cada vez que manejo en una ciudad que no conozco, me acuerdo de su consejo y lo aplico. Antes de viajar a Washington me dijo cómo cada viaje y cada nueva ciudad debían aprovecharse al máximo, con mente y corazón abierto, sin ataduras al terruño, dispuestos a explorar, conocer, averiguar y probar. Sentada frente a ella en su escritorio en la dirección de Vanguardia me dijo que viajar era como abrir una ventana y ver con otros ojos el paisaje. Cada vez que comienzo una nueva vida en otro lugar sus palabras me han servido para sacar lo mejor de cada experiencia. Por ser ante todo una mamá, fue solidaria conmigo en mis momentos difíciles. Con una preocupación genuina me preguntaba por mis hijos, quería saber lo que estaba pasando, y sin necesidad de que me lo dijera yo sabía que sufría con mi sufrimiento. Disfrutaba su rol de madre. Hablaba de Alexandra y Sebastián constantemente 192 y con un estilo tan particular, que eso de criar hijos lucía como tarea fácil. Hace 25 años quería ser una periodista como ella; hoy en día quiero, además, emularla como madre. Al saber que regresaba a Vanguardia Liberal como directora en el año 1989, dejé San Gil, donde hacía mi práctica periodística y decidí que trabajar con ella era todo lo que necesitaba para renunciar y volver a Bucaramanga. Sus columnas me habían hecho escoger el periodismo como carrera profesional, y las referencias constantes que Gaso, Carlos Guillermo Martínez, hacía de Silvia durante mis años como estudiante en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, hicieron del sueño de trabajar con ella, una realidad. Entrar a su oficina era delicioso. Se sabía a qué horas se entraba pero no a qué horas se salía. Empezábamos hablando de la nota o de la tarea en particular que me había encargado y terminábamos hablando de la vida, de los sentimientos, de los amigos, de los sueños. Con faldas largas y frescas para el calor de Bucaramanga, su cabello recogido en una trenza y su inolvidable sonrisa, Silvia llegaba, a media mañana, caminando lentamente, saludaba cariñosamente a quien se encontrara en el camino. Su presencia se sentía todo el tiempo, así sólo la viéramos a través del cristal que separaba su oficina de la redacción. Creo que nunca la vi regañar a nadie; sus comentarios sobre el trabajo eran tan claros y firmes que no había necesidad de nada más. Nos protegía, le aterraba que por nuestro trabajo pudiéramos 193 arriesgarnos. Recuerdo cuando se le ocurrió con muy poco tiempo que hiciéramos una separata por el cambio de década: quería hechos positivos, la hicimos a contra reloj, y como siempre, nos transmitió su agradecimiento. Valoraba el esfuerzo y la dedicación. Junto con Alberto, Pastor Virviescas y Carlos Ibarra, constituyó un equipo de lujo para coordinar el trabajo de la redacción. El periódico cambió, y durante su dirección, los que tuvimos la suerte de estar en esa etapa hicimos un postgrado práctico en donde la responsabilidad era nuestra máxima. Con su particular forma de dirigir (no parecía jefe), Silvia era firme y exigente en cuanto a la precisión de las cifras, la consulta de las fuentes, la escritura clara, los buenos titulares. Cuando escribo un artículo o cualquier documento, lo reviso más de una vez, lo dejo en remojo, y lo vuelvo a leer, tratando de encontrar incoherencias o errores que pudieran dar pie a una rectificación, algo que Silvia nos enseñó a temer, pues, como ella nos lo recordaba, era imprescindible cuidar la credibilidad. Hace seis meses el destino nos trajo nuevamente a Washington. Ahora nos acompañan Pablo y María José, a quienes Silvia vio un par de veces en su casa de Ruitoque, donde a pesar de vérsele mermada físicamente tuvimos la suerte de disfrutar de sus historias y de su sonrisa. Cada calle de Washington me la recuerda. Sus enseñanzas, consejos, recomendaciones, ocurrencias e historias seguirán manteniéndola viva entre quienes tuvimos la suerte de conocerla. Además de un 194 inmenso cariño y de una profunda admiración, siempre le estaré eternamente agradecida. Otras hojas en blanco me la recordarán. *** Gloria I. Uribe Serrano Nacida en Bucaramanga. Obtuve mi título como Comunicador Social-Periodista. He trabajado como reportera en Vanguardia Liberal y en Veneconomía, publicación mensual venezolana. Combinando siempre mi rol de madre, he trabajado en relaciones públicas y comunicaciones internas. Actualmente soy consultora y facilitadora en el fortalecimiento de competencias gerenciales. 195 Silvia Galvis y el medio ambiente Jairo Puente Brugés En el segundo semestre de 1981, un grupo de profesores y estudiantes de la Universidad Industrial de Santander (entre los que me contaba) creó el Grupo Ecológico de la UIS. En ese momento, ya existía el Grupo Ecológico Yariguíes de San Vicente de Chucurí, promotores originales de la idea de crear una zona protegida en la Serranía de los Yariguíes, también llamada de Los Cobardes. Los integrantes de estos grupos de loquitos ambientalistas empezamos a producir modestos boletines y a dictar cursos, en los que alertábamos sobre los ya visibles problemas de deterioro del agua, de los bosques y de los suelos en el departamento de Santander. Seguíamos los pasos del Grupo Ecológico del Tolima, liderado por el veterano Gonzalo Palomino, precursor tal vez de este tipo de actividades en Colombia. Estos llamados a proteger el medio natural y humano fueron acogidos con entusiasmo por periodistas de Vanguardia Liberal, e incluso por columnistas como Don Próspero Rueda, gran señor y periodista fallecido hace varios años, pionero de estos temas en las columnas editoriales del periódico. Con igual o mayor entusiasmo fuimos apoyados por la directora –en ese momento– de la 196 Unidad Investigativa de Vanguardia Liberal, nuestra inolvidable amiga Silvia Galvis. Como si fuera hoy, recuerdo la primera vez que entré a su pequeña oficina de Vanguardia (hace unos 30 años) y la saludé algo intimidado, pues ya conocía su muy leída columna “Vía Libre “ y su condición de hija del gran patricio liberal Alejandro Galvis Galvis. Sin embargo, para mi sorpresa, estreché la mano de una mujer sencillamente encantadora: por su sencillez, inteligencia y sentido del humor. Su dulce sonrisa me cautivó para siempre, a mí, y a otros miembros de los grupos ecológicos. Es el caso de mi viejo amigo Jaime Ardila de San Vicente, que guarda como un tesoro un mensaje de felicitación que le envió Silvia cuando él se graduó de Ingeniero hace más de 25 años. Desde entonces desarrollamos con Silvia una amistad que no ha terminado, pues tengo la certeza de que sigue arrancándole sonrisas y pensamientos a sus compañeros de la estancia celestial donde se encuentra. Uno de los temas ambientales que Silvia abordó –en esos años ya lejanos– fue el relacionado con la calidad del agua potable en Barrancabermeja. En ese momento, la calidad del agua en el puerto petrolero era una vergüenza: muy turbia, de apariencia grasosa y de mal sabor y olor. Los problemas se agravaban por la llegada de residuos de las instalaciones petroleras de Ecopetrol a la Ciénaga San Silvestre y otras corrientes de agua, que circulan en las inmediaciones de la ciudad petrolera. La mala calidad del agua había provocado varios paros cívicos en la ciudad, lo que motivó la investigación 197 de Silvia y la publicación de un contundente informe que confirmaba que la ciudadanía tenía la razón al protestar. Y que las autoridades o estaban mal informadas o se hacían los locos. Sin lugar a dudas, estos informes de Vanguardia tuvieron una influencia sobre decisiones que se tomaron más tarde. Siempre recuerdo este incidente, pues me permitió conocer de cerca a Silvia: su entereza, rectitud y sentido social. A partir de este episodio nos reuníamos y hablábamos con frecuencia sobre los problemas ambientales del departamento y del país, tema que le apasionaba. En 1985 me fui a trabajar con el Inderena en Cartagena, regresé a la entonces llamada ciudad de los parques en 1989. Ese mismo año, y luego del feroz atentado terrorista, Silvia asumió la dirección de Vanguardia Liberal. Un día me llamó a su oficina y me ofreció escribir una columna sobre temas ambientales. Recuerdo que escribí mi primera columna sobre los problemas de contaminación de las playas de Cartagena, tema que conocía muy bien ya que había trabajado sobre el mismo en los últimos años. Desde entonces, y hasta la fecha, he continuado escribiendo la columna que publico los miércoles. De muchas de estas columnas surgió mi libro Venenos en el hogar. Por supuesto, Silvia es la autora del prólogo, aunque su nombre no aparece por un error en la impresión. Silvia no le dio ninguna importancia al error. Allí estaba en primera fila el día del lanzamiento de un libro en el que ella tuvo más influencia de la que pensaba, como lo expreso en la introducción del texto. En los últimos años, cuando nos reuníamos, seguíamos hablando de política y del ambiente, pero también 198 de los hijos y nietos. Y también de los achaques que llegan cuando la gente nos empieza a considerar “adultos mayores”. Unos días antes de su inesperado fallecimiento le había enviado un mensaje preguntándole por su salud, ya que sabíamos -en el círculo de amigos- que no estaba muy bien. Me inquietó un poco no tener ninguna respuesta. Por ello, el día de su muerte, cuando pasamos por la entrada a su condominio en la vía a Piedecuesta, cerca al mediodía, le comenté a mi esposa Christiane que teníamos que llamar a Silvia para ver como seguía. En la tarde nos enteramos de su fallecimiento. Poco después me llamó un periodista de Vanguardia solicitando mis impresiones. No me fue posible decirle gran cosa, ya que el llanto me lo impidió. No soy de lágrima fácil, pero sin lugar a dudas la partida prematura de Silvia dejó en sus amigos un vacío que todavía resulta difícil de llenar. *** Jairo Puente Brugés Ingeniero Químico de la Universidad del Atlántico con especialización en Tecnologías de Procesamiento de Petróleo y Gas del Instituto de Petróleos de Rumania (1974-1976). Actualmente es Decano de la facultad de Química Ambiental de la Universidad Santo Tomás. Fundador y ex-coordinador de la Especialización de Química Ambiental (1996-2007) de la Universidad Industrial de Santander (1996-2005). Ex-director y cofundador del Centro de Investigaciones Ambientales de la UIS. Profesor universitario de Ecología, Química Ambiental y Agrícola y Tratamiento de Aguas desde hace 22 años. 199 Pensaba con tanta claridad Christiane Lelièvre Conocí a Silvia bien antes de conocerla. Supe de ella como “personaje público” por sus escritos y sus opiniones expresadas con claridad y siempre sustentadas. Para mí era una periodista seria y valiente “pero” respaldada por sus apellidos y su cuna. Luego la conocí más, a través de dos personas muy queridas e importantes para mí, quienes la conocían, trabajaban con ella, la apreciaban y me hicieron apreciarla y quererla sin haberla visto jamás. Jairo Puente, mi esposo y en ese entonces coordinador del Grupo Ecológico UIS, luego funcionario del Inderena y columnista de Vanguardia Liberal, me hablaba mucho de Silvia, de su curiosidad y coherencia investigativa, de su fuerza y coraje, de su independencia y espíritu crítico; una mujer excepcional y querida. Isabel Ortiz, feminista, fundadora y directora de la Fundación Mujer y Futuro, amiga, también me hablaba de ella: una mujer “de familia” pero independiente, comprometida y sencilla al extremo, inteligente y que valía conocer, y con la que había iniciado amistad desde el momento que se habían encontrado cuando Isa todavía trabajaba con el ICBF. Le dije –poco más o menos–: “te admiro, tú haces amistad fácilmente, así de simple”, a lo que me contestó más o 200 menos: “espera a verla y conocerla, también te gustará; es excepcional…” Y creo que pasaron años antes de que nos encontráramos de frente y de verdad. Entre tanto, Silvia –quien también me conocía sólo por “referencia” de Jairo e Isa– me había llamado para ofrecerme y animarme a ser columnista de Vanguardia Liberal. No había sino una mujer, Beatriz Mejía, y Silvia quería que fuéramos más mujeres para escribir en la página editorial del periódico. Ella también confió en mí, sin conocerme, sólo por lo que le habían dicho de mí Jairo Puente e Isabel Ortiz. Le hice llegar un texto de muestra que había escrito para la revista Manglaria del Inderena de Cartagena. Hablamos por teléfono, recuerdo que le dije algo como: “está bien, voy a intentarlo, y me avisa si voy bien o no; pero sólo cada quince días porque no quiero estresarme con un compromiso semanal”. Entonces le pidió a Isa animarse para que cada una escribiera una columna quincenal y así “cubrir” un espacio los jueves. Han pasado veinte años. Silvia dejó Vanguardia, o Vanguardia la dejó. Presentamos entonces una “renuncia protocolaria y de solidaridad” que no se hizo efectiva. Y agradezco tener, gracias a ella que me buscó y animó, este espacio que trato de aprovechar para informar, opinar y defender la causa de las mujeres y aportar críticas que ayuden a abrir los ojos de las personas que me leen. Un día al fin, la conocí en vivo y en directo; nos vimos, nos encontramos, nos dimos un abrazo. Fue simple, fácil, interesante, alegre, como si nos conociéramos des- 201 de hace mucho; tal vez desde que Jairo me comentaba las investigaciones y charlas con ella, desde que Isa me hablaba de sus conversaciones y salidas a cine; tal vez desde que Jairo o Isa le hablaban a veces de mí, tal vez leía mis columnas. Era tan enriquecedor conocer y compartir con una mujer que sabía tanto, pensaba con tanta claridad y se expresaba de manera tan sencilla; que se reía a carcajada y se enfadaba contra las injusticias y las torpezas y la estupidez de los políticos y dirigentes. Hubiera podido ser intimidante para mí compartir con una persona tan famosa, periodista polémica, brillante investigadora, escritora de éxito, pero no. Silvia nunca me intimidó; al contrario, siempre me sentí muy en conexión con ella, como mujeres y feministas; como madres de hijas mayores, quienes buscaban sus caminos profesionales y sentimentales; como hijas de madres hundidas en una vejez interminable. Ella dudaba como yo, me preguntaba mis opiniones y sobre mis experiencias y miradas de europea radicada en Colombia. Hasta compartimos esta experiencia desconocida para mí de ser abuela. Me sentía en confianza con ella para hablar de “lo que sea” y escuchar también “lo que sea”. Todo nos acercaba, y recuerdo algunas conversaciones telefónicas de casi una hora, o más, que terminaban muy a la colombiana con un “bueno, un abrazo grande y… ¡hablamos luego!” Yo no la llamé muchas veces porque antes de la una de la tarde era casi una grosería hacerlo, y después de las diez de la noche yo ya no estoy muy despierta. Todos recordamos cómo Silvia vivía “al revés” y a veces 202 envidiaba su capacidad de trasnochar y pensar, escribir y ser tan productiva mientras el común de los mortales está dormido. No me veía a menudo con Silvia Galvis; aún así nos sentíamos amigas, y siento un privilegio el poder recordar cada uno de nuestros encuentros o conferencias telefónicas. Cuando la conversación fluía como si se hubiera interrumpido el día anterior, cuando se hablaba de todo, como lo sabemos hacer las mujeres, mezclando en orden y desorden, lo personal con lo político, las esperanzas con el desespero, las críticas con las loas, el realismo con el optimismo, la risa con la rabia. No nos veíamos con frecuencia pero me hacen falta estos encuentros con la inteligencia, la crítica, la risa y la franca amistad. Añoro las salidas a cine que no hicimos, las comidas que quedaron en veremos. Añoro a Silvia. *** Christiane Lelièvre Sicóloga, socia de Fundación Mujer y Futuro en Bucaramanga, columnista de Vanguardia Liberal. 203 Tarde de 1993 Idania Ortiz A Silvia Galvis Sobre su tumba mi jardín, sendero de confesiones que floreció alegre bajo su mirada cómplice. Secretos de mi corazón ebrio que revoloteaba cruel espantando fríos. La tarde jugaba destinos el sello de la escritura, el pacto tácito, la absolución pagana. 204 Sobre su tumba un jardín de silencios, y entre mis manos crisálidas que no reventaron. *** Idania Ortiz Muñoz Nació en Bucaramanga en 1965. Es Comunicadora SocialPeriodista de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, con Magíster en Semiótica de la Universidad Industrial de Santander. De 1990 a 1992 fue redactora del diario Vanguardia Liberal. Se desempeñó desde 1992 y durante 7 años como Directora de la Casa de la Cultura “Piedra del Sol” en Floridablanca, Santander. Actualmente ejerce el periodismo cultural, es productora y coordinadora de programación de la Emisora UIS AM, de la Universidad Industrial de Santander. Cofundadora y correalizadora del programa radial “El Jardín de la Poesía: Radio en vivo”, programa que se emite semanalmente y que cada fin de mes cuenta con poetas del orden regional y nacional en el Patio Español de la sede UIS-Bucarica. 205 Silvia por Silvia Silvia Camargo Casi siempre que pienso en escribir un libro, un li- breto o una historia cualquiera hay un personaje que llega a mi mente. Es una mujer de unos 40 años, profesional, apasionada por lo que hace, con un claro sentido de la justicia y con buenos cimientos éticos. Es divorciada pero no está sola. Tiene el pelo un poco ensortijado, es atractiva y se viste de manera casual pero con un sello propio. Me la imagino en mis historias como una jefe valiente que es capaz de echarse al hombro toda una empresa, que tiene discusiones inteligentes con sus interlocutores y pone a pensar a la gente. Creo que la heroína de mis historias nació de mi contacto con Silvia Galvis, a quien conocí en 1982. Yo era una estudiante de comunicación social, y ya desde esa época ella era una figura que me atraía por su temple, su capacidad de decir las cosas y enfrentarse a grupos poderosos de Santander, no sólo a través de sus columnas sino con su unidad investigativa. Aunque se trataba de una persona muy cercana a mi familia (mi hermana Gloria estudió con ella) nunca la había visto en mi vida, pero si la había leído y sabía de ella, en parte también gracias a Gaso, mi compañero de universidad. 206 En aquel entonces, él, que era toda una figura para nosotras las primíparas de esa promoción que veníamos de colegio católico de sólo mujeres, ya trabajaba con ella en la unidad investigativa que ella había creado con José Luis Ramírez. El día que la vi por primera vez fue una mañana en que ella estaba en Bucaramanga y Gaso me llevó al periódico para saludarla. Yo estaba nerviosísima, algo que todavía me suele pasar cuando conozco gente que admiro. Me sentía intimidada y me daba miedo abrir la boca y defraudarla diciendo una tontería. No me acuerdo de qué hablamos. Sólo que ella me preguntó por una foto que yo había tomado para la clase y que había salido en la página Buenos Días de Vanguardia. Me dijo algo así como “ojalá que no sea simple suerte de principiantes y sea una buena fotógrafa”. En ese entonces había una serie brasilera que se llamaba Malú Mulher, protagonizada por Regina Duarte. Yo también asociaba a ese personaje con Silvia. Incluso creía que Malú era una periodista, pero José Luis Ramírez me aclaró que era socióloga. Probablemente ese lapsus fue la manera en que mi mente acomodó las historias de cada una para que saliera el personaje de la Silvia que siempre me invento en mis historias. Muchos años después la volví a ver. Esta vez fue en circunstancias más bien trágicas. Fue el lunes luego de la explosión de la bomba en Vanguardia Liberal, donde yo ya llevaba un par de años trabajando. Ella llegó con Alberto Donadio a ver los destrozos de la redacción. Todos estábamos allí esperando órdenes sin saber si íbamos a sacar una edición al día siguiente. Ellos de una vez 207 asumieron el papel de líderes de esa redacción, un cargo que tal vez ocuparon durante dos o tres años y que fue crucial para conocerla, o, mejor, para conocerlos, porque desde entonces ellos dos, Silvia y Alberto, siempre fueron como un dúo inseparable para mí. Yo los siento como una especie de mentores. En aquella época yo ni siquiera sabía si lo mío era el periodismo y posiblemente habría dejado de trabajar en este campo porque no me gustaban los temas judiciales ni la política, que aquí se consideran la razón de ser de esta profesión. Por lo tanto, esa oportunidad de trabajar bajo su dirección fue crucial para encontrarle el sentido a este oficio. Siento que ellos valoraban los temas cotidianos, que son los que más me apasionan y me dieron espacio y apoyo para desarrollarlos. Incluso bajo la dirección de Silvia se creó la página Ola verde, que creo, todavía está en pie. Los recuerdos que tengo de ella de esa época son muchos: Silvia sentada escribiendo en la dirección o paseando por algún corredor del periódico, saludando con su sonrisa amplia. Para mí era una mujer muy linda físicamente. Me encantaba como se vestía, con ropa que coordinaba, muy casual pero también muy bien seleccionada. Oírla hablar era delicioso. Yo pienso que era un don; siempre tenía alguna cita de un libro que era pertinente para la conversación. Pero también, y aunque suene a cliché, era linda por dentro. Aun para asignar tareas, uno no la sentía dando órdenes porque era muy suave y me encantaba que me guiara en momentos difíciles. A mí no me gustaba la gente arrogante, ni la lucha por el poder, ni siquiera me entusiasmaba ser famosa 208 ni reconocida socialmente. Quería hacer mi trabajo más bien en el anonimato, y ella un día me dijo: “no somos manada”, algo que me repito cada vez que estoy en situaciones similares. Desde que dejé de trabajar en Vanguardia y me mudé a Bogotá, ella siempre estuvo en momentos importantes de mi vida, en las buenas y en las malas. Cuando nació mi hijo Manuel, cuando fallecieron mis papás, cuando me daban un reconocimiento. Aunque dejara de escribir o de hablar con ellos por un tiempo la siguiente llamada o carta era tan cariñosa como la anterior. En una oportunidad la ayudé a desgrabar unas entrevistas para uno de sus libros. Ese fue uno de los momentos que más recuerdo con alegría de mi relación con Silvia y Alberto. Como vivíamos muy cerca iba todas las mañana y me sentaba en su Mac a copiar entrevistas mientras ella hablaba con gente o salía a hacer algunas vueltas con Alberto. El ambiente de esa casa era delicioso. Me enseñaron a tomar té, me hablaban de cine, de música, de cocina. Silvia me hablaba de Alexandra y de Kai, quien en esa época ya vivía en Bucaramanga. Incluso tratamos de hacer de celestinas para que él saliera con mi hermana Mariángeles, pero fracasamos. Por esos días Alberto la había invitado a un viaje a Hawaii para celebrar un aniversario importante de su relación, que me parecía ideal. Se notaba a leguas que sus vidas encajaban. Viajaban, salían, trabajaban juntos, caminaban. Eran dos personas muy inteligentes, de gran humor. No sé si fue en ese momento cuando ella me confesó que cuando estuvo casada creía que los matrimonios eran “así”, pero que cuando conoció a Alberto se había dado 209 cuenta de que esa primera relación suya no había sido buena. Más tarde Silvia propuso mi nombre en el comité de editorial Planeta para hacer un libro de derecho de familia. Alberto me llevó una tarde de compras por las librerías del centro para buscar los códigos que iba a necesitar para ese trabajo. Hasta me prestó plata porque yo no tenía un peso en ese momento. Yo me sentía caminando con mi hermano mayor, ese que lo apoya a uno en todo, de una generosidad impresionante, y con una confianza en mí que ni yo misma tenía. El nunca pensó que ese trabajo me quedaría grande, y tal vez fue eso lo que hizo que yo lo lograra, a pesar de que en el camino encontré a muchos abogados que me decían que no creían que una periodista fuera a ser capaz de hacer un libro sobre derecho. Sin saberlo, al proponerme ese trabajo, Silvia y Alberto me estaban matriculando en una especialización en el tema, pues al final el libro fue eso: una especie de maestría en la que aprendí mucho sobre derecho. Así podría seguir horas y horas, hablando de una visita, de una llamada. Pero tal vez lo importante es decir que ellos dos han sido y siguen siendo una influencia en mi vida. Ahora que ella no está, la sigo pensando como si estuviera en algún lado, en Canadá, Miami, en su casa de Ruitoque, escribiendo, caminando, leyendo hasta convertirse en una linda viejita con su pelo trenzado. *** Silvia Camargo Periodista de la revista Semana. 210 Buscadora de lo esencial, aliento sin tiempo Carlos Eduardo Gómez Navas Silvia siempre ha sido una presencia mucho más allá de sí misma: su voz se extiende para afirmar las voces de muchos, su pensamiento pregunta por las necesidades de otras muchas voces, de otros muchos dolores enmudecidos, de otros tantos pies empujados a la fuerza a errar su ruta. Silvia no se preocupa, se ocupa por ser buscadora de lo esencial, del fundamento de ser persona, construye una incesante búsqueda de un verdadero ser y además humano; y entonces, es en consecuencia navegante de ríos turbulentos en busca de la honestidad, con la creencia de que era parte de la naturaleza del ser persona, que la honradez era fácil hallarla expuesta como pieza clave y franca en el compartir con otros, para tantas veces terminar plantada ante el asombro, sentirse defraudada por lo difícil de hallar la honestidad, y al contrario, tener que experimentarla cual pieza exótica, aquilatada joya refundida entre lodos e intereses mezquinos de muchos en la contemporaneidad. Ocupada, no preocupada de las voces ocultas de las mujeres de todas partes, –ella misma encarna tantas–, igual alza la voz por la mujer que cocina para convocar 211 al ritual inaplazable e irremplazable, como alza su queja ante la opresión de tantas a manos de muchos. Ahora, adquiere mucho más sentido su frecuente pregunta en los encuentros cotidianos: ¿algo nuevo bajo el sol? Porque ahora, ante su presencia no sólo de recuerdos y nostalgias puedo calcular con mayor precisión que su interrogante no era preguntando por una novedad, ni por un cambio, ni siquiera por una revelación. Todo eso podría ser del común y usual talante en el devenir de siglos; pero su cuestionamiento era más profundo, algo realmente nuevo bajo el sol… algo que fuera capaz de transformar, de cambiar estructuras, de generar evolución en medio de un ir y venir ordinario de seres en la búsqueda de su humanidad, una pregunta que sigue formulando Silvia y una respuesta que aun no satisface. Todo lo que debía conjugarse se hizo con prontitud en Silvia para alcanzar reflexiones y ocupaciones que ya nada tenían que ver con ella misma; reflexiones que rebasaban las suyas propias del egocentrismo, que iban más allá de sus más cercanos congéneres, traspasando el sociocentrismo, y nada tenían por qué ceñirse exclusivamente a su pueblo, desbordando el etnocentrismo. Las ideas que rondaban su mente acusaban el dolor de los desvalidos de cualquier parte del mundo, asimilaban la angustia de los perseguidos por cualquier atropello sin importar latitudes exactas, percibían la crueldad defendida por razones poderosas hechas fraudulentamente tantas veces por conveniencia de los ostentosos a nombre de Dios, del gamonal o del monarca, electo o impuesto. Sin ficción ni fingimiento –que a nadie debía– dejó el dolor para sí misma, y ya lo sostienen los entendidos: que 212 cuando esta percepción y esta experimentación del mundo se hace propia el cuerpo no miente, y como ella misma lo describe: “la mitad de mi cabeza se derrite como una vela encendida, y esta migraña con nada pasa”. Pero aun en la oscuridad de su privacidad se atragantaba de la fétida evidencia cotidiana en los gobiernos locales y de las descarnadas tragedias nacionales remozadas por farsantes del poder republicano, y en los dramas desfachatados del mundo. Quizá por eso, fueron tornándose sus letras que investigaron, sus palabras que no temblaron cuando denunciaron, que se hicieron transparentes cuando descubrieron, a las letras certeras que narraron y luego dialogaron en teatro, cuando ya, contando la historia, podía abarcar sin temores a tantos en ella misma, en ese diálogo exigente del teatro que en la síntesis precisa y particulariza lo que a su vez se multiplica en universalidad, en ese teatro que de la vida hizo poética dialogada de la mujer en su propia matrioshca de lo femenino. Pocos, como Silvia, tienen una mirada integral sobre los vastos componentes del mundo, y así mismo son para ella tan importantes (y por eso la ocupan tanto unos como otros), los recursos naturales arrasados como la producción artística inquietante o la actividad industrial insensible, al igual que la controversia del acaecer intelectual; por lo cual su grito sobre la podredumbre de los ríos fue la suma de los tantos que aún hoy no gritamos; su asfixia por los caídos en las cámaras nazis no puede olvidársele cuando sin cámaras aún hoy son tantos los caídos; y el reclamo de un campesino aislado de su horizonte le sugiere volver en surco fértil su mano tendi- 213 da en letras. Y aquí, en esta esquina de Suramérica, aró Silvia la tierra con dientes y palabras y dedos laboriosos ante esta patria mutilada por gobernantes comerciantes, tantas veces masacrada por militares de todos los colores y tantas veces dolida por la suma de injusticias. Dando vuelta a la esquina de la carrera quinta con avenida Jiménez en Bogotá, en temporada de algún festival de teatro, nos acompañaron las sorpresas de no vernos desde hace años, de encontrarla ahora escritora de teatro, y ella de ver como la comunicación se me había vuelto actuación en el teatro, y tras años de distancia me repetía al despedirnos:... “sigámonos la pista”... como exactamente creo que tantos quisiéramos, seguir la pista de su honestidad, seguir la pista de su creación, seguir en la búsqueda de una vida mejor para todos, seguir pretendiendo un mundo mejor para la humanidad. Que Silvia esté en esta o en cualquier latitud es un aliento sin tiempo y una garantía para la vida; es un trazo de una dibujante de nuevos amaneceres. Su voz es la talla de una palabra esculpida con certeza; es una acción expresa en la escena del altruismo; es una melodía de corear en multitudes: un paso en la danza de la eternidad, de su presencia que no nos abandona. *** Carlos Eduardo Gómez Navas Es actor, dramaturgo y director de teatro, luego de haber sido junto a Silvia Galvis periodista de la Unidad Investigativa en Vanguardia Liberal. Es asesor-consultor para programas de 214 arte y cultura de varias organizaciones como la ACNUR y UNFPA, Hemisferic Institut, Fundación Santo Domingo, Fundación Huellas, Corporación Nieto Arteta y múltiples entidades gubernamentales. 215 El “legado” Mary Correa Yo soy la que menos compartió con Silvia de todos sus amigos, porque me tocó trabajar más poquito tiempo con ella; pero aún así recuerdo sus maneras especiales de ver la vida, y sobre todo, conservo la vivencia de su real interés por el otro, por el más “llevado”, por el que menos voz y oportunidades tenía para defenderse de las injusticias humanas. Silvia me dejó por años un “legado”: un viejito al que ayudó en todo lo que pudo, incluso con escritos en su columna, para conseguir su pensión de jubilación. Pero antes de ella irse abruptamente del periódico Vanguardia Liberal, la segunda vez que estaba de directora y yo trabajaba en la Sección Económica en el tema laboral, me llamó a su oficina y me lo recomendó como algo muy especial, porque era necesario encontrar la forma de que el Seguro Social respondiera por este buen hombre, y por eso había que ver cómo lográbamos sacarle la pensión de jubilación que él se merecía. Pues al fin, de tanto hacer, primero ella con sus escritos y luego yo con mis insistencias ante las oficinas del Seguro, se logró que el abuelo Luis Felipe Buitrago 216 Chanagá tuviera su pensión y viviera sus últimos años de forma más decorosa. Y es que cuando Silvia me lo recomendó con tanto afecto para ayudarlo, el abuelo, a sus 70 años, dormía en la calle, pues ya no tenía ahorros y le negaban la pensión porque una empresa donde había trabajado por 12 años como celador, dejó de pagar las cotizaciones que en justicia le correspondían al abuelo. Don Luis Felipe ya debió morir de viejo, pero seguro se habrá encontrado feliz con Silvia en otros caminos para darle las gracias porque, en vida, él siempre tuvo en la mente a “esa buena Señora Doctora que me empezó a ayudar con sus escritos y que luego me dijo que usted seguiría con mi caso”. *** Mary Correa Jaramillo Comunicadora Social-Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana, UPB, de Medellín, con Especialización en Educación con Nuevas Tecnologías de Información de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, UNAB. Trabajé durante 13 años en el periódico Vanguardia Liberal, en sus sedes de Bucaramanga y Barrancabermeja. También fui docente de periodismo de la Facultad de Comunicación de la UNAB y directora del periódico universitario 15. En la actualidad soy docente y coordino el Área de Periodismo de la Facultad de Comunicación de la UPB en Medellín. 217 218 Los Noventa 219 220 Silvia y Alberto, ermitaños itinerantes Marcela Lleras Puga Conocí a Silvia Galvis y a Alberto Donadio en el in- vierno del año de 1991, en la ciudad de Washington, a través de varios amigos comunes de Bucaramanga. Estos amigos, jóvenes periodistas, que trabajaron con Silvia cuando era directora de Vanguardia Liberal, y también una historiadora y escritora, muy amiga de ella, santandereana y con el mismo gusto por los temas decimonónicos, la querían inmensamente y se regodeaban con sus anécdotas, con su sentido del humor, con su inteligencia fina que le daba la facultad de reírse de ella misma. Por lo que ellos me contaban, me formé una imagen de Silvia en todas sus facetas: como periodista íntegra, como columnista avezada, como escritora e investigadora minuciosa y como aficionada a bailar mambo. Precisamente, cuando la conocí, en 1991, estaba haciendo investigaciones en la Biblioteca del Congreso en Washington y en los Archivos Nacionales para buscar, durante horas enteras, con lupa, cualquier detalle, cualquier frase, cualquier fecha, para atar cabos dentro de su amplio conocimiento, que después redundaría en el libro que tenía en mente hacer. 221 A medida que la fui conociendo me encontré, paradójicamente, con una persona de una fragilidad física y de una timidez que no concordaban con la fuerza y vehemencia que tenían sus columnas periodísticas. Y no es que Silvia no sostuviera y defendiera sus ideas. Y no es que no fuera apasionada: lo era -y mucho-, y no se transaba en materia de ética. Así lo sentía, así llevaba su vida, así lo hacía saber, pero con un tono de voz casi inaudible. No la veía mucho, porque Silvia y Alberto eran itinerantes y además disfrutaban inmensamente estar el uno con el otro, o con los hijos de Silvia y después con los nietos. Ellos se acomodaban durante un tiempo en algún lugar del mundo donde hubiera una biblioteca importante o un archivo, buen cine –otra pasión compartida–, sitios bonitos para caminar y buena comida, y ambos se dedicaban a esculcar todos los archivos existentes. Cuando veía a Silvia o, mejor, cuando hablaba por teléfono con ella, cosa para la cual había que disponer de muchísimo tiempo, se podían explorar, fácilmente, los acontecimientos de los últimos años del país, incluyendo los más recientes. También su salud, que le preocupaba tremendamente y eso hacía que siempre se acordara de algún dolor de espalda o, alguna indigestión de la que uno le había hablado meses o años atrás, era uno de los temas presentes. Otro eran los últimos libros que se devoraba en sus largas jornadas de insomnio. Yo me sentía muy a gusto con Silvia porque cuando la oía hablar, con su marcado dejo y localismos santandereanos y su sonrisa característica y agradable, lograba 222 que mi imaginación fluyera sobre los diferentes temas: política, música clásica, historia, los curas, a los cuales Silvia no quería y su abominación se había exacerbado con el cura de Ruitoque y sus novenas cantadas por altoparlante en las épocas de Navidad. Ciertamente, Dios no fue su amigo, ni tampoco el partido conservador. A los godos no les daba el beneficio de la duda, porque Silvia era una liberal radical como lo fue su padre, don Alejandro Galvis Galvis, liberal del centenario, y de él, creo yo, aprendió a ser así. A través del tiempo formamos con varios amigos un club tácito de entusiastas de Silvia. Después de saludarnos venía la consabida pregunta: ¿Qué se sabe de Silvia y Alberto? ¿En qué parte del mundo están? ¿Cuándo vienen a Colombia? ¿Ha hablado con ellos? Yo fui dos veces a Ruitoque, el último refugio de ellos dos. Allí estaban en su ermitañismo envidiable, en compañía de las nietas. Silvia ya no viajaba como antes, se sentía cansada de los aeropuertos, de las largas horas en un avión. También había abandonado, hacía mucho rato, sus famosas columnas periodísticas donde se daba el lujo de ir diciendo las cosas por su nombre, sin tapujos, logrando espantar a este país farisaico. En los últimos años escribió dos historias noveladas sobre casos verdaderos en Colombia. En una, su protagonista es un Presidente de la República, y en la última, que fue su novela póstuma, una senadora. Iba relatando los acontecimientos, por lo demás investigados juiciosamente por ella en los expedientes de la fiscalía, como la trama de una novela policíaca, con mucho suspenso, 223 entretenida, ágil y deliciosamente bien escrita, con un fondo absoluto de verdad. El que los haya leído no tiene la menor duda sobre quiénes son los personajes. Ya se me estaba haciendo hora de volver a Ruitoque para visitar a Silvia y a Alberto e irrumpir, aunque fuera por unas horas, por lo demás muy amenas, en su ermitañismo, pero no llegué. Qué afortunados fuimos los amigos a los que nos dejó Silvia acercarnos y conocerla. Yo siento como si nos hubiera quedado una impronta grabada, tanto que hoy la veo, con su pelo largo recogido, y sé qué está pensando y sé cómo lo va a decir. *** Marcela Lleras Puga Amiga y contemporánea de Silvia. Columnista de El Espectador. 224 Sus principios liberales Juan Guillermo Cano Busquet Tuve la oportunidad de verla y hablar pocas veces con ella cuando pasaba por el diario. Tenía mayor contacto con Marisol y Fernando, ambos como directores del Magazín Dominical donde presentaba sus novedades literarias, sus investigaciones con Alberto en la biblioteca del congreso de los Estados Unidos, y las grandes revelaciones históricas y noticiosas. Más de una vez aportó luces en el consejo editorial de El Espectador. Escribió un artículo fabuloso sobre mi padre, donde ella no sólo demuestra su gran análisis periodístico sino también sus principios liberales que tanto la enfrentaban en Vanguardia, así como su rigor histórico al presentar a un personaje, en este caso Guillermo Cano, y el contexto del momento y el espacio donde se revelan su vida y su carácter. Silvia aparece también en ese artículo con la gran fuerza que tenía como persona, y con los sentimientos –no las pasiones– que la hacían escribir. Nota del editor: En homenaje a Silvia, a Don Guillermo Cano y a El Espectador, que Silvia tanto admiró y quiso, transcribimos el artículo. 225 Don Guillermo Cano Por Silvia Galvis Diciembre 17, 2006 No sería justo recordar a don Guillermo Cano solamente como una víctima del narcotráfico. Como director de El Espectador desde 1952 hasta 1986 él fue el más veraz defensor del interés general. En los años setenta y ochenta, en un gobierno o en otro, bastaba leer el editorial de El Espectador para encontrar el diagnóstico certero de lo que pasaba en Colombia. El ciudadano corriente se identificaba más con los editoriales de don Guillermo Cano que con los de cualquier otro diario por una razón que fue tradición en el periódico fundado por su abuelo: El Espectador se mantuvo alejado de los conciliábulos políticos o de las urgencias electorales que con frecuencia convertían a los otros periódicos en cajas de resonancia de los partidos. El Espectador se mantuvo distante de estos y otros focos de poder y cumplió así, mejor que cualquier otro vocero de la opinión, con la misión que según Napoleón corresponde a un periodista, la de gruñón y censor, la de regente de soberanos y tutor de naciones. En El Espectador de don Guillermo Cano tuvieron cabida las protestas y las críticas y las noticias que en otros medios oficialistas se trataban con pinzas o se presentaban en un formato más a gusto con las pretensiones gubernamentales o los intereses de los poderosos. En El Espectador prevalecía la defensa del interés público y de la ley. En 1955 el periódico, entonces vespertino, acusó a Sendas de vender los juguetes que importaba con di- 226 neros oficiales y sin arancel y que debían repartirse a los niños pobres en Navidad. La directora de Sendas era María Eugenia Rojas de Moreno Díaz, hija del Teniente General Jefe Supremo Gustavo Rojas Pinilla, el mismo a quien Alberto Lleras llamaba mediocre de ánimo. Oficialmente Sendas era el Secretariado Nacional de Asistencia Social pero la imaginación popular convirtió la sigla en Sueldo En Dólares A Samuel, en referencia a Samuel Moreno Díaz, el yerno del general. El régimen impuso una multa de 10 mil pesos al vespertino, que la contestó en su editorial del 22 de diciembre titulado “El Tesoro del Pirata”: “Si hemos de referirnos y lo hacemos con repugnancia gástrica a este minúsculo incidente, es tan solo porque lo consideramos como un nuevo y no el último eslabón de la cadena de persecuciones y de agravios atada al cuello de la prensa independiente de Colombia por los gobiernos que se han sucedido en el país desde el 9 de noviembre de 1949, aunque haya habido uno –el actual– que derrocó los de sus inmediatos antecesores dizque para restablecer la legalidad proscrita, la justicia conculcada y la libertad oprimida. Y es difícilmente creíble aunque ciertísimo, que los sistemas de represión de la imprenta implantados por el doctor Ospina, continuados por el doctor Laureano Gómez y perfeccionados por el doctor Urdaneta, resultan de una lenidad franciscana, con todo y los criminales atentados del 6 de septiembre, cuando los comparamos con los que ha establecido el general Rojas del 8 y 9 de junio para acá. A partir de estas dos fechas de luto incancelables en el calendario histórico de Colombia –y únicamente porque después de ellas y a la vista y consideración de ellas nos hallamos 227 los periodistas independientes ante la obligación de restringirle al gobierno de las Fuerzas Armadas y a su jefe el crédito de confianza que con plazo indefinido pero en ninguna manera ilimitado le abrimos patriótica, generosa y un poco temerariamente el 14 de junio de 1953– han sido escasos los días en que no hayamos recibido de las autoridades un agravio, sufrido un perjuicio, soportado en cualquier forma una persecución, desde la censura hasta el ultraje, el decomiso por mano militar, la amenaza de cárcel por decreto, la multa por resolución, el destierro por obra de misericordia, la expropiación por calanchín y la clausura por discurso”. Más de un cuarto de siglo más tarde la firmeza del periódico del Canódromo brilló una vez más cuando el Grupo Grancolombiano retiró los avisos en represalia por las denuncias de El Espectador sobre las trapisondas y maniobras de Jaime Michelsen Uribe, entonces el hombre más poderoso del empresariado nacional. Michelsen pretendía doblegar el diario desconociendo la tradición que había inaugurado el fundador, de quien dijo el profesor López de Mesa: “Cuando combatió hombres y regímenes fue por el bien común, y con perfecto señorío de equidad”. Para recordar estos sucesos nada supera las propias palabras de don Guillermo Cano. El editorial de El Espectador del domingo 16 de mayo de 1982 mantiene la vigencia de cuando fue escrito. Titulado “Que los periódicos callen…”, afirmaba: “El Tiempo pidió en su editorial del martes pasado que las investigaciones contra el Grupo Grancolombiano ‘se saquen de las páginas de los periódicos’. Esa solicitud 228 de El Tiempo va dirigida, obviamente, a El Espectador, porque ellos saben que la delictuosa operación de los Fondos Bolivariano y Grancolombiano nunca ha estado realmente en la mayoría de la prensa. Saben que la radio, la televisión e importantes periódicos están participando, con la boca llena, en la conjura del silencio encabezada por ‘El Grupo’ para ponerse a salvo con el botín”. [...] ¿Qué hubiera sucedido si –en lugar de denunciar hechos tan graves– este periódico hubiera guardado silencio, como aconseja El Tiempo, dizque por razones de “elemental conveniencia”? ¿Conveniencia para quién? No para Colombia; no para la opinión pública, cuyo escepticismo crece, y cuya fe en la libertad desaparece, viendo que los poderosos y los prepotentes se apoderan del país con el silencio de quienes tienen obligación moral de defenderla. Cuando han pasado más de veinte años de estos episodios, no cabe sombra de duda. El periódico de los Cano obró según la inscripción que llevaban los gavilanes de las espadas toledanas, inscripción que solía recordar el doctor Eduardo Santos: No la saques sin razón ni la guardes sin honor. Cuando don Guillermo Cano se oponía a los narcotraficantes, se dijo que el país dejó solo a El Espectador. Fue así solamente en apariencia. El terror impuesto por las hordas de asesinos les permitía incendiar y confiscar los ejemplares del periódico en Medellín, pero la solidaridad de la gente estaba del lado de los Cano, si bien no se expresaba abiertamente. El país conocía y reconoce hoy el valor de don Guillermo Cano, que nunca se reunió con los capos en hoteles de cadena ni transigió con el delito. Indefen- 229 so escribía, con las únicas armas de la buena fe, la nobleza de espíritu y el sentido de la justicia, armas todas legítimas pero que fueron vencidas por el horror de la barbarie y la impunidad cómplice. *** Juan Guillermo Cano Busquets. Con Fernando Cano Busquets fue codirector de El Espectador de 1987 a 1997. 230 Claridad y lucidez Ricardo Camacho La vitalidad y curiosidad de Silvia Galvis eran casi ani- males. Su obra abarca investigaciones, ensayos, novelas, obras teatrales, artículos periodísticos, sin contar con los inéditos y proyectos que dejó. En un país en el que se trafica con los principios en mucha mayor escala que con las sustancias sicotrópicas, la honestidad personal e intelectual de Silvia es refrescante y ejemplar. Aunque hubiera podido acceder a los más altos círculos dominantes, como que venía de una familia con enormes tradición y poder, no dudó en optar por la independencia de la crítica sin concesiones. Pero, contrariamente a muchos de los niños terribles de la burguesía que se sublevan contra su clase, nunca su rebeldía se expresó de manera estridente o inelegante. Su postura obedecía, por una parte, a que su sensibilidad, como la de cualquier persona medianamente decente, estaba profundamente afectada por la corrupción, el cinismo y la estupidez de quienes desde siempre han gobernado a este país, y, por otra, a la solidez de su formación como investigadora, lo que le permitía, muchas veces, en asocio con Alberto, su marido, darle piso pro- 231 batorio, como dirían los abogados, a su indignación. Y así produjo libros fundamentales del periodismo investigativo como Colombia Nazi, El Jefe Supremo y novelas llenas de investigación como Viva Cristo Rey. Pero a la severidad y disciplina de su rigor, vino a juntársele su amor por la literatura y el teatro, lo que, en este último caso, fue una afición atípica dado lo incipiente de este arte en Colombia. Y así, produjo novelas y piezas escritas en una prosa exuberante, rociada por un humor vitriólico, que desmitificaban implacablemente el entorno en el que creció y vivió -sin que faltara, claro, su dejo de nostalgia-, pero que no cayeron en la trampa del costumbrismo y adquirieron, personajes y situaciones, la dignidad de la literatura. En el caso de Silvia no se cumplía el sino de tantos críticos de la sociedad en los que el contraste entre la claridad y lucidez de sus manifestaciones públicas y la oscuridad de sus vidas forma un dramático contraste, porque Silvia era cálida en el trato, genuinamente discreta y modesta, proverbialmente generosa, imaginativa y graciosa, amiga incondicional. No una buena persona: una inmejorable persona. *** Ricardo Camacho Fundador del Teatro Libre de Bogotá. Director de teatro. 232 Una amistad telefónica Hernando Salazar Palacio Esta es una defensa vehemente del teléfono como vehículo que une a los amigos, y que, contrario a los prejuicios, le pone calidez a las relaciones humanas. Sí. Esta también es una defensa vehemente de las amistades telefónicas, que muchos desdeñan por frías y lejanas. Gracias al teléfono, tuve una amistad de dos décadas con Silvia Galvis Ramírez, de quien guardo muy amenos recuerdos. El teléfono me permitió hablar incontables horas con ella, a pesar de que casi no nos veíamos personalmente, porque Silvia estaba viajando, porque no coincidíamos en la misma ciudad o por cualquier otra razón. Por eso, de vez en cuando teníamos conversaciones intensas, pero relajadas. Aunque habláramos de las cosas más serias, casi siempre terminábamos muertos de la risa, porque nos burlábamos de alguien o de algo, porque hacíamos comentarios insolentes, por lo que fuera. El teléfono nos permitía, cada cierto tiempo, hacer un extenso repaso de lo que había sucedido en nuestras vidas personales, pero también de la realidad nacional, de la política y los políticos, de los libros, de los proyectos que teníamos en la cabeza y de otros asuntos. 233 La jornada telefónica con Silvia era respetable, por lo agotadora, pero, gracias a la risa, terminaba siendo una especie de terapia para los dos. En los últimos años, la rutina de la conversación con Silvia había cambiado sustancialmente. Y no era porque evitáramos temas, sino porque el primer asunto del que siempre hablábamos era de sus nietas y de mi hija Mariana, que se llama como la primogénita de Kai. Recuerdo mucho la vez que Silvia y Alberto fueron a mi casa, a visitar a mi esposa María Claudia, al orgulloso papá, y, sobre todo, a conocer a Mariana. Desde entonces, a Silvia se le metió en la cabeza que Mariana Salazar tenía los ojos iguales a los de Penélope Cruz. Y siempre que tenía la oportunidad, me lo repetía y yo me sentía orgulloso de tener una niña tan linda como Penélope. Como nuestras conversaciones eran tan largas, en algunas ocasiones había que programar las llamadas a Silvia y calcular los tiempos de ella y los de uno. “No la puedo llamar por la noche, porque Silvia debe estar trabajando, no la puedo llamar en la mañana porque estará durmiendo, así que hay que apuntarle a la tarde”, pensaba yo. De pronto, me daba el arranque y me acomodaba en el sofá o en una silla donde podía estirar las piernas y la llamaba. La conversación iba in crescendo y al final, ya cansados, optábamos por llamarnos en otra oportunidad. Aunque siempre hablábamos de la salud de ella y de la mía, nunca quise preguntarle mucho sobre sus dolencias. Un día de 2009 la llamé y la noté triste. Resulta que le acababan de avisar de la muerte de su amiga del alma, 234 Aída Martínez. Fue una conversación corta, donde traté de darle ánimos frente a lo único que no tiene solución: la muerte. Recordé entonces el día en que ella me había llamado por celular a Ibagué, cuando se había muerto mi mamá y yo estaba en medio del llanto, y Silvia, sin aspavientos, trató de darme consuelo telefónico. A comienzos de septiembre de 2009 le dije a nuestra común amiga Marcela Lleras que estaba pensando en llamar a Silvia por esos días, pero que tenía que sacarle un tiempito, porque las conversaciones con ella no eran breves. Pero esa tarea se quedó pendiente para siempre, porque un domingo en la tarde, cuando estaba en el cumpleaños de una vieja prima que tiene el alma más joven del mundo, me sorprendió la noticia del fallecimiento de Silvia. *** Hernando Salazar Nací en Ibagué en octubre de 1961. Desde muy joven me dedico al periodismo y declaro, sin sonrojos, que este oficio me sigue apasionando. He pasado por muchos medios, desde la agencia Colprensa hasta la BBC y Caracol Radio, donde trabajo hoy gracias a eso que llaman el pluriempleo. También enseño ética periodística en la universidad, doy talleres e irregularmente escribo una columna de opinión para El Nuevo Día. He escrito dos libros: La Guerra Secreta del Cardenal López Trujillo y Desaparecidos. Tengo otros en mente y espero tener el tiempo suficiente para escribirlos. 235 En el recuerdo perdura lo que amamos Felipe Ossa Gentil, amable, tímida. Poseía la noble elegancia de la prudencia, en la vida social y en la amistad. Pero la audacia y el valor civil, en sus denuncias y en sus ataques a la corrupción y a la bellaquería de los políticos colombianos. Una carta, elogiando sus artículos periodísticos en El Espectador, fue el inicio de nuestra amistad. Una visita a mi librería, en donde nos reunimos en compañía de mi querida amiga Haydeé, también su admiradora, fue la manera de conocernos más. Hablamos de libros, de autores, de lecturas inolvidables. De Colombia y su historia, tema favorito de Silvia, y de sus proyectos literarios. No voy a hablar de Silvia Galvis la escritora, con quien, por lo demás, colaboré entusiasta en varios de sus libros, alentándola a escribir, a no decaer, a seguir adelante cuando el peso de sus exhaustivas investigaciones parecía abrumarla. Es esa otra Silvia, la amiga admirada y admirable, la que evoca hoy mi memoria. Hay quienes no nacen para la vida práctica, para desenvolverse con más o menos éxito en todo aquello que constituye el manejo de los elementos de la rutina diaria: preparar alimentos, 236 encontrar una dirección, tomar un bus y no perderse, arreglar los utensilios hogareños, utilizar aparatos electrónicos de última generación... Silvia era una de esas personas. Desvalida total en este aspecto, necesitaba a su lado la certeza y la destreza de alguien que le resolviera todos estos pequeños inconvenientes de la vida cotidiana. Afortunadamente, ella tenía su ángel tutelar: Alberto, su esposo. Mientras tanto, Silvia practicaba desde la aristocracia del espíritu, el noble y olvidado arte de pensar y soñar, de imaginar historias y recrear personajes. Su ocio era creativo, no vacío y banal. Los libros, la lectura, eran para ella, alimentos del alma, necesarios como el pan del yantar. Se recreaba y deleitaba en su rico mundo interior, lejos de la pompa y las circunstancias. No se afanaba por honores y glorias efímeras. Allí estaba en su entorno, protegida y feliz. El cine, la música, el teatro: todas las cosas bellas que nos ha dado el genio de los grandes creadores, eran su placer y su gozo. Un ser de recio y corajudo carácter. Un alma poderosa, en un cuerpo de frágil salud. Tenía un maravilloso sentido del humor, cargado de ironía y agudeza. Una mujer de pensamiento libre, ajena a fanatismos y fundamentalismos, le indignaban la injusticia, la arbitrariedad, la explotación de la miseria humana. Sus ideales eran los de los grandes libertarios: los que con sus luces despejaron el mundo de las tinieblas de la ignorancia y del fetichismo religioso. Muchas veces, que ahora me parecen pocas, departí, en compañía de amigos y seres entrañables, amables y divertidas reuniones en donde se 237 hablaba de todo lo divino y lo humano. Silvia iluminaba estas veladas, con su chispa y su ingenio. Con ese desparpajado hablar santandereano, franco y directo. ¡Ah de la vida breve y la fugaz alegría! Como recuerdo hoy este tiempo, como algo único. Un titilar de estrellas, que brillan un momento para luego perderse en el negro infinito del abismo insondable. Pero sólo en el recuerdo perdura lo que amamos. Allí estará siempre Silvia: En la memoria de quienes la conocimos. Y en sus obras, donde puso su genio literario y su anhelo de justicia y verdad. *** Felipe Ossa Gerente de la Librería Nacional. Con estos versos de Antonio Machado se identifica: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero mi juventud veinte años en campos de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. 238 La calidez del afecto Margarita Márquez Conocí a Silvia Galvis en casa de Eligio García Már- quez, mi primo, quien era muy amigo de ella. De aquel día hasta el momento en que ella dejó de existir pasaron muchos años. No puedo entender que ya no esté con nosotros. Para mí es imposible aceptar la idea de no llamarla por teléfono, ahora que repaso en la agenda personal registrada en mi computador: “Silvia casa, Silvia celular, Silvia Canadá”, que no he podido borrar. Veo esos números y vuelvo a recordarla, a ella y nuestras largas charlas, hasta cuando el celular se descargaba, como pasó en algunas ocasiones en que dejábamos el final de la conversación para el día siguiente. Hablábamos de libros, de nuevos títulos. Recuerdo que por recomendación de ella leí La Marcha de Radetzky de Joseph Roth. El último libro que me regaló fue una bella edición de Wu, la emperatriz china que intrigó, sedujo y asesinó para convertirse en una diosa viviente. Pero también hablábamos de enfermedades, las cuales comentábamos sin el pudor que produce el comentario de la fulana que va a contar de sus dolores. Pues sí, Silvia tenía sus dolores propios y yo sigo con los míos, y 239 ahora no tengo a quien contárselos ni a quién decirle que me recomendaron una medicina maravillosa y que se la puedo enviar. La visité en Bucaramanga, y esa estancia fue una confirmación de afectos. La última vez que la vi creo que fue también su último viaje a Bogotá. Sentía muchos dolores, estaba cansada y muy triste por la muerte de su entrañable amiga, la historiadora Aída Martínez Carreño. Desde que dejé de verla me quedó el vacío que deja la ausencia de una persona que ha brindado una verdadera amistad. Siempre sentiré su ausencia y siempre, también, recordaré la verticalidad de su pensamiento y la calidez de su afecto. Margarita Márquez Nació en Santa Marta y desde pequeña vive en Bogotá. Estudió Música con énfasis en canto y Comunicación Social en Caracas. También estudio Locución y trabajó en periodismo cultural radial en la Radiodifusora Nacional de Colombia. Trabaja con Gabriel García Márquez como asistente personal desde hace 20 años. 240 Una chica tierna y sencilla Haydée Chiapero No me fue para nada indiferente el día en que Silvia Galvis llegó a mí vida; al contrario, lo consideré un privilegio. Hacía años la seguía por medio de sus columnas, y precisamente por expresar mi admiración hacia su pluma a través de mis cartas a los medios donde ella escribía, es que tuve la oportunidad de conocerla. Una carta mía dirigida a ella y publicada por El Espectador en septiembre de 1996 produjo el milagro con otra carta que ella a su vez me escribió: “Generosa Haydée: Infinitas gracias por hacerme sentir tan bien en un país donde tantos, y tan frecuentemente, nos sentimos mal. Me estaba haciendo falta, sobre todo porque en este oficio tiende uno a sentirse en un interminable monólogo de ermitaño. Su carta la voy a enmarcar. Gracias.” Generosidad la suya, la de considerarme su amiga a lo largo de los años que se sucedieron después, gracias al encuentro que propició Felipe Ossa, gerente de la Librería Nacional y entrañable amigo, por esas casualidades con que la vida a veces nos privilegia. Es muy difícil hablar de Silvia haciendo abstracción de su condición de exquisita escritora y prolija investigadora, de la valentía y pulcritud con que ejerció el pe- 241 riodismo y la pasión con la que defendió sus ideas, pero intentaré traer a mi recuerdo su esencia como ser humano, como amiga en la cotidianidad. Era una chica tierna y sencilla, con su larga trenza que caía sobre su espalda, sus zapatos bajitos, su sonrisa encantadora y su risa fácil, que gustaba caminar horas y horas mientras contaba anécdotas llenas de humor e ingenio que convertían las caminatas en largos e interesantes coloquios donde se tocaban temas de toda índole. Me escribió alguna vez desde Washington: “Washington está precioso, el clima muy bogotano, esto es, frío sin exageraciones, hemos caminado dos y tres horas diarias, para no perder el entrenamiento del Parque del Virrey, que tanto echo de menos, que esta amiga tuya te extraña mucho”. La extrañaba yo mucho más, que me tenía que privar de esas deliciosas jornadas deportivas donde podía disfrutar de su chispa mientras cumplíamos con “el santo deber de mover el esqueleto”, como ella decía. Compartíamos con Silvia la falta de no sé qué líquido de la ubicación que deben tener en el cerebro los seres humanos y del que las dos carecíamos. Nos perdíamos con mucha frecuencia y hasta en la esquina de nuestras propias casas. Con sus múltiples anécdotas referidas a cada vez que se había perdido en distintas partes del mundo, a sus amigos nos hacía morir de la risa, como se dice coloquialmente. Acerca de su sentido de la orientación me escribe un día: “Sigo contenta en lo que ya sabes1, juiciosa y esperanzada, que si no pongo esperanza 1 Escribiendo Soledad. 242 en esto, pierdo definitivamente el norte (o el sur, que con mi brújula nunca se sabe)”. Era ingeniosa y graciosa hasta para burlarse de sí misma. Entre tantos sucesos a lo largo de los más de 13 años en que tuve la suerte de estar relativamente cerca de Silvia, he vivido a su lado su desvinculación de la revista Cambio; su parto para dar a luz a Soledad después de 10 años de exhaustiva investigación; sus dudas y sus miedos cuando escribió La mujer que sabía demasiado; su ilusión de ver publicado Un mal asunto; sus problemas de salud y su sensibilidad hacia la enfermedad y muerte de sus amigos; el deplorable asesinato de Jaime Garzón; sus “autoexilios” y su permanente dolor de patria, entre otros. Nos cruzamos muchos correos por el tema de Cambio, que tanto le dolió. La costumbre de comunicarnos por email no era solamente porque a veces no coincidíamos en los horarios para hablarnos por teléfonos (ella se acostaba en la mañana cuando yo me levantaba, y casi viceversa), sino también porque viajaba con frecuencia. Rescato parte de los dos últimos, cuando ya la situación en la revista le resultaba insostenible: “Te tengo buena crónica de lo que me ha pasado la última semana en Cambio, pero te anticipo que ya he renunciado dos veces, una por el hermano ministro y otra por dignidad, que aunque dicen que no engorda, sí alimenta.” Era fina en la ironía. Y cuando finalmente salió de Cambio, y justamente en esos días de agosto de 1998 esa revista había publicado una carta mía donde me refería al asombro que me pro- 243 ducían algunas diatribas en contra de la mejor y más valiente columnista que tenían, ella me escribió: “Gracias por tu apoyo póstumo. Y gracias también por aclararle a la gente torpe que cuando uno ataca a los corrompidos no es una vieja amargada sino una ciudadana que quiere vivir en un país limpio.” Su honestidad y su valentía por denunciar a los corruptos no tenían límites, pero para ser como ella y no ser lastimada hubiera tenido que vivir en un país de ángeles. Y ese país no existe. Le dolía Colombia en las entrañas, y aunque se alejó de su tierra los últimos años no dejaba de estar pendiente, siempre con angustia: “De la realidad nacional, ni hablemos, de sólo pensar entro en pánico, ya sabes que aunque diga y repita que no quiero saber, termino sabiendo, que este bendito internet tiene ese maldito lado oscuro”. Soledad, conspiraciones y suspiros, ese estupendo libro que todos los colombianos deberían leer, le costó años de profunda investigación y muchos meses de dolorosa gestación. “He descubierto que estoy hasta la coronilla con la historia de misiá Sola, voy a cumplir dos años de escritura y por lo menos ocho de trajinar el tema, creo que si no termino ya, no termino nunca, porque ya estoy ansiosa de comenzar algo distinto.” Felipe Ossa, ese amigo del alma que compartimos por tantos años, solía mofarse de ella, en un principio por sus continuos aplazamientos en abordar el libro y luego por la demora en terminarlo. Alguna vez que puso como pretexto el clima cálido del lugar donde residía en ese momento para no comenzar la obra, pues decía que era el frío el que le despejaba el cerebro, Felipe le mandó a decir conmigo 244 que el clima nunca había sido pretexto para dejar de escribir una obra maestra, y que Hemingway había escrito en la ardiente África y Dostoievski en la gélida Siberia, de modo que ella podría escribir aun cuando el aire era tibio en ese paraje de Canadá. Esos mensajes, decía ella, la llenaban de humor y de entusiasmo y la motivaban a seguir escribiendo. De vez en cuando mandaba unas frases para tranquilizarnos “Soledad va bien, está a punto de matrimonio, ya te enviará invitación a la boda en París”. Valió la pena la espera. Quien no haya leído esta estupenda obra, producto de una titánica labor de investigación, de interés para todos los colombianos y un exquisito bocado para literatos, periodistas y políticos, debería ocuparse en conseguirla y comenzar ya su lectura. Tal vez les ayudaría a comprender por qué estamos como estamos en este país. Escribir La mujer que sabía demasiado no sólo le costó muchísimas horas de lectura de expedientes y de investigación en distintos y escabrosos escenarios, sino que también le trajo aparejado vivir horas de zozobra y de dudas por las infamias que iba encontrando día a día y de temor e inquietud hasta por su propia integridad. Por fin esta historia novelada apareció en el mercado y nos dejó ese otro legado de las infamias no reveladas, que ocurren por desgracia tan seguido en el mundo de la política. Y ella descansó después de dejar en sus páginas lo que sentía su deber como inquieta investigadora y sensible ciudadana que era. Siempre me decía que Colombia era el país ideal para un periodista porque eran tantos los sucesos diarios que 245 no les quedaba ni un minuto para aburrirse, a diferencia de los tediosos días que tendrían que sufrir, por ejemplo, si vivieran en Canadá, donde los titulares más inquietantes eran el retraso de la aparición de los osos polares por la demora en la llegada del invierno. Y tenía toda la razón: en este país, por su alta frecuencia, nos hemos acostumbrado tanto a leer y escuchar hechos de homicidios, magnicidios y atropellos de toda índole que no nos damos cuenta de su magnitud. El terrible asesinato de Jaime Garzón aquel 19 de agosto de 1999 le produjo una gran desazón, como a todos los colombianos, y muy angustiada se preguntaba: “¿Será que van a empezar la matazón de la gente que le gusta reírse y hacer reír? ¡Qué difícil es encontrar humor en esta vida, y que fácil masacrarlo! ¡Cuánta falta nos va a hacer Garzón, cuanta infamia en esa muerte! Queda uno con la garganta anudada, a la espera de quien sabe qué nuevo horror pueda pasar y vaya a pasar”. Eran los momentos en los que se le ensombrecía la mirada y era muy difícil arrancarle esa sonrisa que le iluminaba la cara y la hacía ver tan juvenil y tan bella. Pero sentía saudades por no vivir en Bogotá. Amaba sus montañas, su clima, sus gentes, las caminatas, las idas a cine, su entorno cultural (al menos mucho más rico que lo que podía ver en Bucaramanga). Pero a la vez sentía una gran alegría de poder disfrutar de la tranquilidad y la paz de Victoria en Canadá o del regocijo que le daba poder ver con Alberto las últimas y mejores películas en Montreal o de las delicias de caminar por el parque Mont Royal hasta las nueve de la noche o más, si les antojaba, con un clima tibio y unas calles seguras. 246 Tenía mucha sensibilidad hacia el tema de las enfermedades. Ella misma sufría de varias deficiencias en su organismo que afectaban su diario vivir y le ponían límites a sus deseos de viajar, de distraerse o de comer algún plato que le apetecía. Sus tan frecuentes dolores de cabeza muchas veces la obligaban a dejar de escribir por muchos días, porque, decía: “¿Quién es capaz de juntar dos frases con sindéresis y dolor?” Yo admiraba mucho su capacidad de resistencia y a la vez de mofarse de sus quebrantos de salud. Alguna vez le conté que tenía una gripa muy fuerte y me contestó: “Ahí tienes, me duelen las rodillas, la cabeza se me desbarata de jaqueca, sufro de enloquecedores neuralgias y lumbagos, el insomnio y la colitis me torturan, pero de gripa, no. Así es la vida.” La enfermedad del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez le preocupó mucho y estuvo pendiente de su estado de salud en el correr de los días. Cuando se enteró de su mejoría me envió una nota: “Muchísimo me alegra la noticia de Gabo. Esperemos que esté bien y que no abuse más de sus fuerzas...” Como autora del libro Los García Márquez conocía muy de cerca y estimaba a la familia. La enfermedad y la muerte de Eligio, el querido Yiyo, fue otro duro golpe que sufrimos en compañía. Cuando terminó su novela Un mal asunto, prometió telefónicamente enviarme por un correo rápido un original del que resultó ser su último libro. Poco después, al llegar a mi apartamento, el portero me entrega un paquete cuyo contenido era una novela negra, género que no es de mi gusto, con una carta dirigida a alguien de nombre Gloria, en donde le decía que le mandaba este 247 libro para que se lo leyera en el viaje que emprendería en esos días. De inmediato la llamé para hacerle saber que había trocado los sobres pero de todos modos el original nunca llegó a mis manos ni la novela a manos de Gloria, pues Silvia no quiso que al día siguiente yo intentara hacer el cambio ya que al parecer la destinataria de la novela negra ya había partido para un viaje muy largo y seguramente el paquete que era para mí había quedado encerrado en su apartamento. Lo hubiera conservado como un tesoro como guardo ahora el libro editado que apareció un día después de su muerte. Da dolor pensar lo mucho que ella había esperado que su última obra viera la luz. La vida no respetó su deseo y dejó que la muerte se la llevara con esa ilusión en el alma, sin cumplir. Era una mujer más bien tímida, que guardaba a sus amigos “en exclusiva” y con todo celo. Alguna vez la invité por email a una reunión en mi casa con su marido Alberto (su adorable cascabel, como lo llamaba entre amigos), donde iba a estar también un personaje muy querido (e inteligente le decía yo, porque sabía que le interesaba ese dato), a lo que, a pesar de todo, me respondió: “Los intrusos a mí me suelen poner nerviosa y porque un quinto siempre sobra cuando se trata de despotricar a gusto. En otras palabras soy muy renuente a conocer gente nueva, así sean expertos en la bomba atómica.” Su humor y su ironía eran admirables. Cuando emprendió el camino hacia el adiós, su hija, Alexandra Hiller Galvis, me escribió: “No sé cómo vamos a seguir sin ella. Era mi Norte.” No es para menos esa sensación de orfandad cuando nos deja quien nos dió 248 la vida y nos cuidó con amor. Benditos sean sus hijos que tuvieron una madre cuyo don de gentes revelaba su cuna, y que a lo largo de su corta vida hizo siempre honor a su estirpe. Silvia Galvis fue para mí una amiga entrañable a la que quise mucho como ser humano y admiré como periodista y escritora. Seres como ella no desaparecen, siguen viviendo en su ejemplo, en su legado, en el recuerdo de sus seres queridos y en el homenaje permanente que le hacen sus colegas y compatriotas. Aunque se fue muy temprano, deja valores inclaudicables de una verdadera gladiadora de este siglo. *** Haydee Chiapero Nacida en Argentina. Vive en Colombia hace 38 años. Se ha dedicado siempre a los libros. Primero en Argentina como bibliotecóloga empírica y luego, en Colombia, donde ha pasado la mayor parte de su vida. Maneja una editorial médica desde hace 30 años. 249 La quise inmensamente Clara Nieto de Ponce de León A Silvia aprendí a admirarla en la distancia, a través de sus maravillosas columnas en El Espectador. La admiraba como escritora y quería conocerla, pues era hija del doctor Alejandro Galvis Galvis, un gran liberal, amigo de mi padre, Luis Eduardo Nieto Caballero, quien habló siempre de él con respeto, admiración y afecto. Conocí al doctor Galvis Galvis y a su bellísima esposa, la mamá de Silvia, en casa de mis padres en Bogotá, en almuerzos o en cenas más bien íntimas. Lo increíble con Silvia, cuando nos conocimos en una cena donde María Teresa Herrán, fue la empatía inmediata que nos unió en una gran amistad hasta que su muerte nos separó y la lloro con mi alma. Con frecuencia nos reuníamos María Teresa, Silvia y yo en Oma, para tomar café y rondar entre libros, o en cualquier cafetín sólo para conversar. También íbamos juntas a museos y a exposiciones. Nuestros encuentros eran inolvidables. Nos contábamos todo sin reticencias ni dobleces, que te gustó, que no te gustó, y sobre todo el qué te dijo y tú qué le dijiste. 250 Comentábamos todo y hablábamos de política y de políticos, identificadas hasta donde más. Eran conversaciones largas, muchas veces a larga distancia, de Nueva York a Canadá, donde estuvieron viviendo con Alberto; o a Fort Lauderdale, donde pasaban temporadas, o de Bogotá a Bucaramanga. Silvia era un ser divino en el más amplio sentido: bonita, inteligente, culta, espléndida escritora. Yo amaba su trato tan dulce y admiraba su personalidad fuerte y recta. Me fascinaba su sentido del humor, su sarcasmo para tratar temas del país que nos ardían a ambas. Leí varios de sus libros, investigaciones exhaustivas que convertía en apasionantes novelas; otros que ella llamada light, como Sabor a mí que evoca la novela El Derecho de Nacer, programa radial que marca una época, en la que Silvia, con agudeza y finura hace una radiografía de esa ridícula sociedad. Era un ser único y lleno de carisma. La quise inmensamente y me hace muchísima falta. *** Clara Nieto de Ponce de León Diplomática y escritora. Fue embajadora de Colombia en Cuba. 251 252 Del Mundo 253 254 Una dama antigua Juan José Hoyos No soy capaz de imaginar a Silvia muerta. Tal vez no he podido elaborar el duelo, como dicen los médicos y los psicólogos. La siento viva en mi memoria, la siento viva cuando la leo. La siento viva cuando hablo de ella con los amigos que la conocieron. Tampoco soy capaz de imaginarla llorando. Sobre todo, no soy capaz de imaginarla muerta cuando la leo. Porque la primera imagen que tuve de ella fue la que se formó en mi mente leyendo sus artículos implacables, y luego sus novelas y sus crónicas. Las demás imágenes son como las de un portarretratos. Me parecía lo que llamaban en los sainetes españoles una “dama antigua”. Me impresionaban su belleza y su melancolía. Su temple como de acero. Pero sobre todo sus ojeras. Sufre de insomnio, pensé, cuando la vi cara a cara, sin retoques ni maquillajes. También pensé: sufre de tristeza. De sufrimiento. Hablé con ella por primera vez en una casa en el norte de Bogotá. Una casa demasiado grande, demasiado sola. Me pareció que había tenido que atravesar un desierto para llegar hasta ella. Su cuerpo, a primera vista, parecía 255 frágil, de un material duro y resistente, pero ultraliviano, como los usados hoy para fabricar aviones. Tenía la misma cara de las fotos. Sin embargo, cuando escuché su voz sentí que era una mujer hecha de una sola pieza, indoblegable, como las mujeres de Santander, su tierra. Después de conversar con ella durante un par de horas tuve la impresión, al despedirme, de que en esa casa no había nadie más. Ni siquiera un perrito. Ella estaba escribiendo su primer libro. Me impresionaron mucho su belleza dulce y apacible y su inteligencia despiadada. Esa noche me contó varias historias sobre lo que los colombianos de mi generación llamamos La Violencia como si habláramos de las guerras civiles del siglo XIX. Me dijo que uno de los recuerdos infantiles que más la atormentaba era más o menos así: metida debajo de una cama, escondida con su madre y sus hermanas de los godos. Así los llamó siempre hasta que murió. En su memoria escuchaba gritos, rezos en voz alta y disparos. Tal vez desde esa época estaba obsesionada por La Violencia, esta sí con mayúsculas: la de nuestras inacabables guerras civiles del siglo XIX que engendraron nuestra intolerancia y nuestras guerras del XX. Habló de la Revolución de Los Supremos; de las guerras que dirigió sable en mano y fusilando a los vencidos el General Tomás Cipriano de Mosquera. Y habló sobre todo de las guerras de finales de ese siglo entre los Estados soberanos de Santander, Antioquia, Bolívar, Cauca, Cundinamarca, en las cuales Rafael Núñez figura con letras esculpidas en las placas de mármol y de bronce de nuestros cementerios. Él fue otra de sus obsesiones junto con su última es- 256 posa, doña Soledad Román, la misteriosa dama cartagenera de la que se enamoró locamente. Sobre ella escribió un libro inolvidable, mitad ficción, mitad historia, pero verdadero desde la primera hasta la última página. Creo que es su mejor obra. Nuestro encuentro en la enorme y solitaria casa fue posible gracias a una amiga común que también era periodista, y que trabajaba, como yo, en El Tiempo. Para ella Silvia era una especie de Santa Evita. No Perón, sino Galvis. Nuestro siguiente encuentro fue con su segundo esposo, Alberto Donadio. Alberto era mi amigo desde los años en que trabajamos juntos en El Tiempo. Yo, en la oficina de redacción de Medellín. Él, en la Unidad Investigativa, en Bogotá, que fundó con Daniel Samper Pizano. Silvia y Alberto se habían casado hacía poco. Estaban felices. Charlamos largo rato en “O Sole mío”, un restaurante italiano del norte de Bogotá donde Alberto siempre comía spaghettis, yo alguna carne preparada con hierbas al estilo del sur de Italia, y ella casi nada. Se alimentaba como un pájaro, pero comía prójimo y sobre todo políticos como si fuera la redactora estrella de una revista de farándula. Luego nos encontramos en Bucaramanga, la tierra de su familia. Había aceptado dirigir Vanguardia Liberal. Por esa época, estaban de moda las bombas contra los periódicos por cuenta de la guerra de los narcotraficantes contra el Estado rechazando el Tratado de extradición de colombianos a Estados Unidos. Al periódico fundado por su padre, Alejandro Galvis, le pusieron una que 257 destruyó buena parte del edificio. En Vanguardia, Silvia puso en marcha un bello experimento. Con la ayuda de Alberto Donadio, uno de los pioneros del periodismo investigativo en Colombia, convirtió la totalidad de la redacción del periódico en una unidad investigativa. Bajo su dirección, Vanguardia fue uno de los pocos diarios de Colombia que denunció los primeros crímenes de los grupos paramilitares en la región del Magdalena Medio. El periódico también se dedicó a investigar la corrupción política y administrativa de los gobiernos de Bucaramanga y Santander. Los demás recuerdos que tengo de Silvia Galvis son como postales de un álbum: Largas caminatas de noche por las calles de Bucaramanga, en compañía de Alberto. La luz de su cuarto encendida, casi hasta la madrugada, porque era una lectora febril y además no podía dormir. Conversaciones de horas y horas sobre los libros que estaba leyendo. Horas interminables en los sótanos del Ministerio de Relaciones Exteriores, con guantes de cirugía, una mascarilla y gafas, como una médica en una sala de operaciones, abriendo costales llenos de documentos. Era tal vez la primera vez que un periodista entraba a ese sótano buscando documentos de nuestra historia diplomática. Ella, que era alérgica al polvo. Estaba escribiendo con Alberto otro de sus mejores libros: Colombia Nazi. Horas interminables en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos investigando documentos desclasificados recientemente, sobre todo cartas enviadas a su gobierno por 258 los embajadores de Estados Unidos en Colombia durante la primera mitad del siglo XX. Después de su retiro de la revista Cambio y del periódico El Espectador, donde escribió algunas de sus mejores columnas, mis diálogos con ella fueron cada vez más escasos. Me enteraba de algunas cosas de su vida por las noticias que me traían los amigos. Por ejemplo, que estaba escribiendo su magnífico libro sobre Los García Márquez, una de las mejores historias que he leído sobre la familia de nuestro más grande escritor vivo. Que por fin estaba acabando su novela sobre doña Soledad Román. Que estaba escribiendo una novela policíaca. La última vez que la vi fue en una de sus escasas visitas a Medellín. No le gustaban algunos recuerdos familiares que tal vez le revivían estas montañas. Vino a la presentación del libro de las cartas de su padre, Alejandro Galvis, compiladas por su esposo Alberto Donadio y publicadas por Hombre Nuevo Editores. Me contaron que por esa época ya viajaba muy poco. Cada año, iba a su casa en Canadá. Era una casa que amaba y que pintó con sus propias manos. Visitaba a alguna amiga suya, como la historiadora Aída Martínez de Carreño, quien estaba enferma de cáncer y vivía en un pueblo de la Sabana. Su muerte fue una sorpresa difícil de aceptar. El día que murió en su casa de Bucaramanga, donde vivió los últimos años junto a su familia, la editorial Planeta estaba terminando de imprimir su último libro. Ella no alcanzó a tenerlo entre sus manos. 259 Aunque sé que sufrió mucho al final de su vida por causa de una rara enfermedad, con la que luchó día tras día escribiendo sus libros, no soy capaz de imaginar a Silvia llorando. Y todavía sigo sintiéndome incapaz de imaginarla muerta. *** Juan José Hoyos Periodista, escritor, amigo entrañable de Alberto y Lucía. Ha publicado varios libros, entre los que se destacan: La pasión de contar. El periodismo narrativo en Colombia, 1638-2000, El oro y la sangre, Viendo caer las flores de los guayacanes, Tuyo es mi corazón, El cielo que perdimos y El libro de la vida. 260 Encantadora, valiente, generosa y graciosa Gerald Martin Confieso que yo sólo conocía a Silvia gracias a los mensajes electrónicos que intercambiamos y algunas llamadas telefónicas, a los comentarios (100 por 100 positivos) de segundas personas, a las entrevistas que leí y, desde luego, a sus libros. Fue poco pero también mucho: mi impresión fue tan positiva que tenía un gran deseo de conocerla en persona y estaba seguro de que nos llevaríamos bien. Me impactó mucho su muerte y la imagen que tengo –de una persona encantadora, valiente, generosa y graciosa– vivirá siempre conmigo. Es una pérdida trágica para Colombia. *** Gerald Martin Es el biógrafo de Gabriel García Márquez. 261 Feliz encuentro Boris de Greiff Hace unos cuantos años, fui al correo de la Hacienda Santa Bárbara a enviar algo. Vi a una señora que me pareció conocida y le pregunté a la empleada: “¿La señora que está ahí, no es Silvia Galvis?”. Ante su respuesta afirmativa, me presenté, los dos comenzamos a charlar, fuimos a tomar café. No sé cuántas horas transcurrieron. Amira mi esposa preocupada en la casa, sin saber en dónde buscar al señor. Finalmente, aparecí y le conté del feliz encuentro. Acababa de salir el libro de Soledad, que generosamente nos regaló. De ahí en adelante, comenzaron unas relaciones tan agradables con Silvia y Alberto, que no sabría calificar adecuadamente. Maravillosas. Para entonces, Silvia trabajaba en el proyecto de Amalia Mosquera y cuánta historia nos enseñó. Hay tantos y tan bellos recuerdos que dan tantas vueltas en la cabeza, que no se sabe cuál de ellos es mejor. Sólo queremos dejar nuestro testimonio del inmenso afecto que sentimos por Silvia y Alberto y expresar, con todo nuestro corazón, el gran vacío que se ha producido con su desaparición. ¿Alberto no llevará a cabo los proyectos que ella tenía? Sería maravilloso. Boris de Greiff Hijo de León de Greiff y Matilde Bernal. El más famoso ajedrecista colombiano de todos los tiempos. 262 Alberto la amaba profundamente Adriana Vásquez Duarte No tuvimos la dicha de conocer a Silvia personalmen- te, pero sí tuvimos la dicha de saber de ella a través de Alberto, su esposo, quién nos contó sobre su vida. Era verano y Alberto invitó a mi padre, Javier Vásquez, amigo de colegio en Medellín, al cumpleaños de su padre que se celebró en Morano, Italia, en julio del 2006. Dado que mi padre se encontraba en Puerto Rico y no iba a poder llegar, mi hermana Patricia y yo, que estábamos en Europa, llegamos a Morano para compartir tan especial ocasión. Terminada la fiesta, Alberto nos ofreció a mi hermana y a mí llevarnos en auto de Morano a Caserta, un viaje de más de seis horas. Fue en este momento cuando conocimos a Silvia por medio de los testimonios de su esposo. Nos contó sobre su condición, las experiencias con los doctores y con la familia. Alberto nos hablaba de ella con tanta ternura y amor pero al mismo tiempo se le sentía un dolor profundo al hablar de sus enfermedades. Recuerdo que nos contaba cómo su esposa disfrutaba de jugar tenis, y que era de los pocos momentos del día en los que ella se sentía bien. En mi recuerdo quedó la imagen de un esposo que amaba profundamente a su esposa y que sufría y padecía con ella. De todo lo que Alberto 263 nos compartió, siempre recuerdo a Silvia como una mujer valiente, y que a pesar de su enfermedad buscaba fuerzas para escribir, estar con sus nietos y jugar tenis; una mujer luchadora y fuerte. *** Adriana Vásquez Duarte Nació en San Juan, Puerto Rico. Actualmente vive en Ginebra, Suiza. 264 La vi una vez Adalgiza Charria Tal vez porque los aeropuertos achatan el tiempo y hasta el más pequeño y pueblerino convierte la espera en un juego de espejos, no me turbó que mientras yo me dedicaba a la secreta manía de detallar narices, la sorprendiera a ella escudriñando la mía. Los parlantes habían anunciado un retraso de tres horas y la vida me ponía a Silvia ahí, al frente mío, mirándome con cierto desenfado. ¿Silvia? ¿Silvia Galvis? ¿Y me mira? Que no sabe quién soy, pero yo sí que la conozco, que Silvia, que te quiero abrazar, que he esperado años para decirte lo que has inspirado nuestras vidas, que tu Sabor a mí, que tu valor periodístico, que tu coherencia. Tampoco pareció sorprendida por mi abrazo, por la involuntaria humedad que dan las emociones a mis ojos, pero inmediatamente me explicó que miraba mi pelo, plateado sin tregua prematuramente. Y empezamos una charla fluida y animada hablando de mi peluquero. Mientras hilvanábamos una cosa con otra, miraba la desnudez de sus manos, la comodidad de sus botas, la delgadez de sus ojos. Y fueron llegando a ese encuentro 265 de mayo de 2009 nuestras amigas comunes: Isabel Ortiz y Marbel Sandoval, nuestro oficio en el periodismo, nuestra inquietud de humanidad. Rápidamente, y como quien encuentra una cómplice con quien no da vergüenza la felicidad del amor, hablamos largamente de su Alberto y de mi Julio César, de la suerte de sostener en el pecho esa ilusión, de la dicha de una cotidianidad profunda, del privilegio de que el polvo no hubiera caído sobre la conversación, de la holgura de alma cuando somos amadas. Su relato era nítido: el regreso a Bucaramanga para experimentar de abuela, el expediente en el que se sumergió para escribir su última novela, en donde encontró la codicia de la condición humana, su intento como guionista para historias en televisión. Yo que a lo largo de 20 años de militancia feminista la había llamado por teléfono un par de veces para invitarla como conferencista en diferentes causas, le hablé de las urgencias en las que andamos las activistas: los cambios culturales, los retos de los medios, el patriarcado tiñendo la economía, la espiritualidad, la ecología, la política, las relaciones… Tanto oficio, me dijo, y yo que me canso tanto. Entonces me habló de su enfermedad con la misma austeridad con la que vestía un suéter, un pantalón y una gabardina gris. Ni dramatismo, ni exageración, ni auto conmiseración. Solo un hecho cierto: se cansaba. Me hizo contarle en detalle las intimidades de la Terapia Neural, un tipo de medicina alternativa que practica Julio César con éxito en Popayán, y que le recomendé 266 con certeza. Sí, que impulsa los procesos de auto-eco-organización del organismo, que desde el sistema nervioso conmueve la memoria de nuestras potencias, que hace parte de otras opciones que se explican desde las nuevas ciencias y que retan la razón desde la misma razón. Tuve que hacer gala de mis escasos conocimientos de complejidad, cuántica y cibernética para entusiasmar la posibilidad de su viaje a Cali y una cita médica. Al fin y al cabo la estábamos esperando desde el siglo XX. Porque todas las mujeres periodistas de mi generación querían conocerla, tomarse un tinto largo con ella, como yo lo hacía, y posibilitarse esa conversación sin rumbo y sin propósito que nos lleva inevitablemente a lo más entrañable. Solo la vi una vez. La muerte aún no había colocado su acento, pero ya sabía que ese encuentro anidaría en mi memoria. Me dijo que se cansaba mucho. *** Adalgiza Charria Comunicadora social. Caleña. Dedicada desde hace muchos años al trabajo comunicativo con enfoque de género. Integrante del equipo coordinador de la Agenda Mujer, que durante 15 años ha desarrollado esta hermosa publicación. 267 Complicidad en las palabras Luis Ricardo Paredes Mansfield y Claudia Viviana Ruiz López S ilvia, para nosotros, fue una persona caracterizada por su gran rectitud y sus posiciones claras. También por su sencillez: de espíritu y de forma, las dos cosas. Nunca fue pretenciosa, pudiéndolo haber sido. Su amor y preocupación por el país y su cuestionamiento constante por el mismo, siempre estuvieron en su mente, como también lo estuvo su familia. Uno de los momentos más emocionantes para nosotros fue escuchar a Silvia en su relato de la experiencia de escribir la biografía de Soledad Román, cuando le tocó parar por un tiempo, porque se dio cuenta de que se había obsesionado con el personaje. Había llegado a sentir cómo se iba a vestir Doña Soledad, y qué iba a tomar y a comer. Muy divertida fue la anécdota de las campanas madrugadoras de la iglesia al pie de su casa en Ruitoque. Con gracia, humor y crítica narró su infructuosa campaña por lograr que el párroco postergara el inicio del tañer hasta una hora más apropiada. Inolvidable también fue el relato de su matrimonio con Alberto, en Washington. La descripción de la curiosa iglesia que escogieron para 268 ese afortunado matrimonio nos hizo reír mucho. Los dos se entendían, se amaban, se respetaban, se admiraban y se apoyaban mutuamente. Había un entendimiento mutuo, hasta una complicidad, en sus palabras y miradas: como si los secretos de uno se fueran poniendo en el oído del otro. Sólo pensar en Silvia nos llena de un cálido sentimiento de amistad y de admiración. *** Luis Ricardo Paredes Mansfield Abogado, Juris Doctor de la Universidad de Harvard. Claudia Viviana Ruiz López Administradora de Empresas. 269 Almas gemelas Roger W. Foote Durante los últimos veinte años llegué a conocer a Sil- via a través de los ojos de Alberto. La devoción de Alberto por Silvia, y lo que la respetaba por su valía y su intelecto fueron temas frecuentes en nuestras conversaciones. A menudo, Alberto hablaba de los escritos penetrantes, creativos y plenos de humor a los cuales Silvia daba vida en su trabajo. No solamente fui testigo del amor de Alberto por Silvia, sino también del peso que significaba su sufrimiento y de la paciente y constante dedicación de Alberto como sostén de Silvia. No puedo recordar un comentario airado durante esos largos años de sufrimiento, solamente derrota y aflicción. Tengo en la mente la imagen, dibujada por mi viejo amigo, de una mujer extraordinaria y vibrante que, sin que muchos lo supieran, sufría una casi continua angustia por la baja autoestima y padecía implacables dolores físicos. Uno de los recuerdos más conmovedores sucedió en Arizona, donde Alberto y yo nos encontramos después de muchos años de no vernos. Estábamos caminando en un parque cerca de Sedona, tal vez en el Castillo de Montezuma. Era muy grato departir con Alberto y yo estaba 270 a gusto al aire libre en un hermoso lugar. ¡Ahora que estábamos en la naturaleza, Alberto dijo que necesitaba un teléfono público para llamar a Silvia! Precisó que era la hora en que Silvia habría terminado su columna semanal. A Alberto se le veía muy animado y se reía mientras escuchaba a Silvia que le leía la columna por teléfono. Luego retomamos la caminata en tanto que Alberto, entusiasmado, me contaba el tema de la columna y cómo Silvia planteaba su punto de vista de una manera elocuente, creativa y con humor. Se valía del humor, decía Alberto, pese a la profundidad del sentimiento y a la intención seria de enmendar la inequidad, el entuerto o la injusticia de la cual ella se ocupaba esa semana. Parecía que Alberto estaba absorto por su Silvia y por su devoción a ella. ¿Se dio acaso cuenta de dónde estábamos? En 1998, mi esposa Holly y yo visitamos a Silvia y Alberto en Montreal, Quebec, y años más tarde en Victoria, British Columbia. En esas oportunidades tuve el privilegio de departir con Silvia. Me acuerdo de su vitalidad y de lo fácil que era conversar con ella. De alguna forma esto contrariaba la imagen de un prodigioso talento literario. Y era también reconfortante. Estos recuerdos me sirven para resaltar algunas facetas de la personalidad de Silvia: la índole alegre, una dedicación casi fanática a las causas justas y la fidelidad a su alma gemela, Alberto. *** 271 Soul mates Roger W. Foote Over the past twenty years I have gotten to know Sil- via through Alberto’s eyes. His devotion to her and respect for her talents and intellect were frequent topics in our conversations. Alberto often spoke of the insightful, humorous and creative writings that Silvia would so often bring to life in her work. I not only was witness to Alberto’s love for Silvia, but also the burden of her suffering and his persistent and patient dedication to supporting her. I cannot remember an angry comment during those long suffering years, only frustration and sadness. I have a picture, as drawn by my long-time friend, of a brilliant and vibrant woman who, unknown to many, suffered almost continuous anguish of low self-esteem and almost unrelenting physical pain. One of the most poignant memories occurred in Arizona where Alberto and I met after many years of not seeing each other. We were walking through a park near Sedona, probably Montezuma’s Castle. I was glad to spend time with Alberto and was also happy to be outside in a beautiful place. Now that we were in nature, Alberto said he needed to find a public telephone in order 272 to call Silvia! He explained that this was the time that she would have finished her weekly column. Alberto became very animated and laughed as he listened to Silvia reading the column to him over the phone. We resumed our walk while Alberto enthusiastically related the theme of the column and how Silvia brought home her point in such an eloquent, creative and humorous manner. She was humorous, he explained, despite her depth of feeling and serious intent to correct the inequity, wrong or injustice she was tackling that week. Alberto was, it seemed, consumed by his Silvia and his devotion to her. Did he even notice where we were? In 1998, my wife, Holly and I visited Silvia and Alberto in Montreal, Quebec, and years later in Victoria, British Columbia. These were the opportunities when I had the privilege of spending a little time with Silvia. I remember how she was so alive and how easy it was to talk with her. This seems, somehow, to be at odds with the image of a prodigious literary talent. It was also refreshing. These memories bring to focus, for me, some of Silvia’s character: a cheerful disposition, an almost fanatical dedication to just causes, and fidelity to her soul mate, Alberto. *** Roger W. Foote Soy biólogo de la Universidad de Cornell. Conocí a Alberto en Leticia, en 1973, cuando realizaba estudios de fauna silvestre 273 como voluntario del Cuerpo de Paz. A mi primera esposa la conocí en Leticia, y luego en 1975 me fui a vivir a su ciudad natal, Basilea, Suiza, donde trabajé en la compañía farmacéutica Sandoz y obtuve un doctorado en distribución de receptores de opiáceos. En 1987 viajé por Asia durante más de un año. De regreso a Suiza, con escala en mi ciudad natal, Ukiah, California, conocí a quien es hoy mi esposa, Holly. De 1989 a 2009 trabajé en Ukiah y en 2009 me jubilé del Departamento de Salud Ambiental del Condado. 274 Una gran mujer con el corazón bello de una niña Jorge Armando Solano Gutiérrez En mis años de adolescente cuando vivía en el Soco- rro, leía con bastante interés y curiosidad las columnas que cada semana publicaba Silvia Galvis por esa época. “Vieja verraca”, era el comentario sobre Silvia entre nosotros, todos pelados en aquellos tiempos, apenas creciendo como estudiantes de bachillerato, con ganas de ver cambiar el país y padeciendo el virus del Moir y el pensamiento de Mao en nuestras cabezas. Veía la foto de Silvia al lado de sus columnas periodísticas y me parecía una mujer tan atractiva como sincera. Sentí desde ese tiempo una profunda admiración por ella que luego se hizo extensiva a otros miembros de su familia que han liderado proyectos que dejaron huella por siempre en Santander, para bien de sus gentes, como lo ha hecho el Doctor Virgilio Galvis. Silvia relataba con sinceridad y humor los problemas que el país vivía en ese momento, que no son muy diferentes a los de ahora, como lo comentamos con ella en las inolvidables conversaciones que le robé cuando fue a mi consulta. Expresó sus ideas con la misma sinceridad con la que siempre habló de 275 todo, pero con esa sinceridad verdadera del corazón, del sentir de la gente noble y sencilla , que siempre estuvo al lado de la ética, la rectitud, la honestidad como valores de vida para todos. Pienso que su periodismo franco y sincero no era más que la verdad en palabras claras, expresada con la inteligencia de una mujer de sentimientos bellos que sólo quería protestar desde donde se puede hacer en paz. Silvia fue una gran mujer, con el corazón bello de una niña. Así la sentí yo desde el día que la conocí en persona. Conocí a Silvia como un regalo que me dió la vida. Fue una experiencia inolvidable, sí, así realmente fue y sentí por ella un cariño fraternal muy grande. Me sorprendió su sencillez y cariño; esto hacía que todos los que la conocíamos guardáramos su recuerdo para siempre. El día que vino a mi consultorio de odontólogo, luego de que el Dr. Javier Sorzano me llamara para pedirme que la atendiera y de preguntarle si era Silvia Galvis la escritora, fue un día que me llenó de verdadera emoción. Tuve el grato placer de poder verla y conocerla en mis consultas, de ganarme su confianza por varios años, así que para cualquier situación relacionada con odontología Silvia llamaba y venía con prontitud. Para ella siempre estuve dispuesto, pues sabía que, además de poder atender su necesidad, ella, con su animada conversación que siempre era fascinante, me permitía conocerla más y conocer acerca de su interesante trabajo. Nunca asistió en la mañana a una cita: la noche para ella era el tiempo de trabajo, hasta la madrugada, de manera que su día empezaba en las primeras horas de la tarde. Supe cómo 276 estaba haciendo su novela sobre la Monita Retrechera, cómo los hechos de la novela tenían una rara coincidencia con la verdad, con esa verdad con la que fue escrita. La misma verdad que nadie se atrevió a contar. Igualmente su libro de las entrevistas a los García Márquez. Me entretenía y deleitaba con su conversación minuto a minuto porque podía conocer a esta querida mujer que era un ícono de mi juventud. Me encantaba preguntarle por sus escritos, por su novelas, por su próximo proyecto; disfrutaba cada minuto de su conversación porque afloraban cosas y temas diferentes, y podía ver que Silvia era tan sencilla, tan descomplicada y con apuntes geniales para cada cosa. Con el tiempo, y cada vez que Silvia vino a mi consultorio, conocí un ser lleno de sentimientos sanos, una persona con una calidez embrujadora. Su amor por la familia, por sus hijos, por sus nietos era grande y lo disfrutaba como madre y como abuela. Esta fue su mejor novela, así lo sentía ella. Silvia sabía demasiado, como en el título de su primera novela policíaca: de sinceridad, de honestidad, de ética, de rectitud, justicia, y sobre todo de sencillez. Uno de esos días Silvia vino preocupada, realmente preocupada. No se sentía bien desde hacía un tiempo y me contó que no había vuelto a jugar tenis; esta práctica la mantenía muy animada y la disfrutaba mucho, pero ahora no podía por asuntos de salud. Llevaba asistiendo a varias consultas médicas desde varios meses atrás, muchos exámenes le habían hecho y su preocupación era evidente. Nunca la había visto así. Pero creo que lo que más la preocu- 277 paba era que nada de lo que le examinaban estaba mal. Traté siempre de decirle para su tranquilidad que si no tenía ningún examen anormal o no aparecía nada era que estaba bien y no debía afanarse. Yo también quedé preocupado por ella. Al despedirme ese día me dio un abrazo que no olvido. Tres o cuatro días después Silvia partió sin regreso. Lloré su muerte como se llora a las personas que queremos. ¿Por qué los seres buenos y queridos como ella deben partir tan pronto? Creo que ahora en el cielo sus padres gozan cada día la compañía de la flor más bella del jardín. Guardo sus libros como los más preciados regalos que he recibido , los que nos regaló a mi esposa y a mí. Por último, su novela final, que me hizo llegar su esposo Alberto, la que leí de un solo tajo. Cuando releo sus columnas periodísticas, en cada palabra impresa allí siento como si estuviéramos hablando de nuevo, disfrutando de su conversación alegre y franca, viéndola reír, hablar con ese amor de su familia, viéndola llegar con traje blanco y su mochila al hombro. Conocerla y poder compartir otro espacio de su vida es algo que no podré olvidar, porque las personas como Silvia dejan una huella imborrable en nuestra vida, son inolvidables. Me siento feliz por haberle servido, pero aún más por haberla conocido. Que Dios la tenga en el cielo. *** Jorge Armando Solano Gutiérrez Fue el último odontólogo de Silvia en Bucaramanga. 278 Esa mirada profunda y directa… Carlos Gaviria Ríos Toda sociedad y su cultura necesitan mirarse a sí mis- ma para comprender y entender el camino que sigue en su evolución. Aquel mirar es construido por quienes poseen el carácter y la fuerza de espíritu para plantear y esgrimir en contra de oscuridades y tormentas uno de los elementos más profundos del ser humano: La verdad… Durante su vida, Silvia Galvis obsequió a sus lectores un acercamiento a esa piedra de toque. Su discurso directo y sencillo junto con la honestidad que expresó en sus ideas son sin duda sabores y colores periodísticos, literarios e investigativos que lectores, analistas, historiadores y periodistas –entre otros– siempre recordaran. Como el vendedor de libros que soy, tuve el privilegio de conocer y explicar el valor y la fortaleza investigativa que daba a sus obras al desarrollar un toque suave, femenino y directo. Gracias a la mirada que encontré en sus investigaciones logré comprender mejor los caminos que han transitado nuestra cultura y sociedad. Para Silvia, que no tuve el privilegio de conocer, un agradecimiento por fortalecer mi aprendizaje como historiador, por dar- 279 me trabajo con cada obra suya que salía de los talleres de edición y por enseñarme que la verdad impresa siempre será hermosa. *** Carlos Gaviria Ríos Historiador. Gran lector y vendedor de libros y asesor editorial en Hombre Nuevo Editores. 280 Silvia Galvis, representante de la libertad de pensamiento* Edison Marulanda Peña Ahora que la parca le arrebató para siempre a Silvia Galvis la pluma empapada de humor ácido y sinceridad, el tributo que vale la pena hacerle es releer sus libros. En Colombia son pocas las escritoras y periodistas seducidas por la investigación histórica o biográfica, que contribuyen a la depuración de la memoria colectiva. En el supuesto de que algo así exista en este pueblo obnubilado por los fabricantes de “héroes”, de caudillos y de historia patria. Los archivos documentales suelen contener datos que el investigador ordena, interpreta y divulga. En unos casos desnudan falacias de testimonios parcializados, o arrojan luces sobre los actos de individuos dominantes y las luchas de una comunidad por librarse de sus abusos, o si ésta tuvo la fortuna de contar con dirigentes capaces de señalar un rumbo intelectual y moral. Uno de los trabajos paradigmáticos en este sentido, es un libro voluminoso y desmitificador sobre un militar * Una versión corta de este texto se publicó en La Tarde, domingo 27 de septiembre de 2009. 281 e ingeniero que sucumbió a la tentación de conquistar el poder y retenerlo para beneficio personal y familiar (manera indulgente de llamar a la corrupción). Hablo de El Jefe Supremo, Rojas Pinilla en La Violencia y en el poder, hecho a cuatro manos por Silvia Galvis y su esposo Alberto Donadio -abogado, investigador y periodista-, publicado en primera edición por Planeta Colombiana (1988) y en segunda edición por Hombre Nuevo Editores (2002). Las siete páginas del prólogo son mucho más que el contexto para ubicar el personaje y acercarse al momento histórico; son una lección de las vicisitudes, hallazgos y frustraciones de los escritores con espíritu investigativo. Por ejemplo, esta confesión: “No fue posible localizar la investigación disciplinaria que en 1938 condujo a la separación del Ejército del mayor Rojas Pinilla por indelicadezas administrativas, ni los tres procesos penales militares que se le siguieron (…), ni la correspondencia de las distintas guarniciones donde fue subalterno o comandante”. Por este libro supimos todos los colombianos de una atrocidad contra la memoria nacional: “El archivo del ministerio de Gobierno fue incinerado deliberadamente en 1967 cuando era ministro Misael Pastrana Borrero. Los 79 sacos que contenían la correspondencia de los años 1949 a 1958 despedían un olor insoportable, según dijo la jefe de Archivo”. Galvis investigó y escribió los capítulos que corresponden al gobierno de Rojas. Reúne las acciones represivas de la dictadura cuando adoptó la censura de prensa y clausuró varios diarios. 282 De parte de los infieles (Hombre Nuevo Editores, 2001) es una antología de los artículos de opinión que publicó durante 20 años en una columna para Colprensa, en El Espectador y la revista Cambio. Ahí están los temas nacionales de los 90 que hoy, acabando la primera década del siglo XXI, son idénticos, verbigracia “La libélula”, que desde el primer párrafo deja la sensación de escribirse el día anterior: “Hay que creerle a Noemí cuando dice que regresa a la patria para convertirse en servidora de la verdad, obrera de la justicia, emancipadora de la moral, redentora de la política y en ejemplo de amor por Colombia. Lo mismo dijeron Julio César, César Augusto y Belisario y les creímos. ¿Por qué no creerle a la infalsificablemente bella Noemí?” (El Espectador, 27 de agosto de 1995). Y para los ciudadanos activos, “Guía para electores que ya votaron”. La librepensadora irreverente capaz de relacionar en “Opus Henry” dos personajes antípodas como Henry Miller y Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: “… ambos se han ganado un lugar en los altares por sus vidas ejemplares. Escrivá, el beato de la continencia, Miller, el santo de la incontinencia. Dos vidas paralelas que asombran por las coincidencias”. La desmitificación de una religiosa como la Madre Teresa, recién fallecida, en “La posición de la misionera”; el humor provocador y una tierna evocación familiar en “Lo manda el sexto: ni fornicar ni restregarse”; tampoco se escapaban los jerarcas de la Iglesia criolla o universal: “La hora del báculo”, “La pesadilla del Papa”. Su mor- 283 dacidad daba en el blanco del contubernio periodismopoder político que caracteriza al diario de mayor circulación nacional y defensor a ultranza del establecimiento: “Dicen por ahí que El Tiempo todo lo corrompe, y todo lo transforma y que es, inclusive, capaz de transformar a un sospechoso en santo. Será cierto, porque justo en estos días de pasión y milagros, anda empeñado en convertir al general Farouk Yanine Díaz, vinculado oficialmente al asesinato de 19 personas, en el kepis más inocente de la República” (La patraña del padrino, El Espectador, 30 de marzo de 1997). En “Santos sin corona” es la historiadora quien se defiende de la rabia de los herederos del ex presidente Santos, quien no salió incólume en el libro Colombia Nazi (Galvis y Donadio, Planeta, 1986), en estos términos: “Por segunda vez El Tiempo sostiene que hacer historia es difamar (…). La semana pasada se reiteró la acusación de difamación a Eduardo Santos en unas Cosas del Día. Difamar es inventar con malicia, falsear con mala intención. Nada de eso contiene el libro que tanto irrita a los herederos de El Tiempo. Colombia Nazi se limita a demostrar, con pruebas de archivo, la actuación del presidente Santos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando accedió los requerimientos del gobierno norteamericano…” Los escándalos o metidas de pata del gobierno de turno también eran tema predilecto de sus columnas: “Si sabían, pero no se dieron cuenta”. La injusticia contra los humildes y el sesgo machista de una decisión judicial 284 son denunciados en el último de los artículos —y el más extenso— de la compilación en De parte de los infieles, siendo evidente que es fruto de una investigación juiciosa y no mera solidaridad de género, “La condena más larga”: Las siguientes son cuatro condenas recientes -dice en la entrada- dictadas por la justicia colombiana: Miguel Rodríguez Orejuela: 32 años de prisión (narcotráfico); Helmer “Pacho” Herrera: 6 años (narcotráfico, concierto para delinquir y enriquecimiento ilícito); Alonso de Jesús Vaquero (Negro Vladimir): 30 años (masacres: La Rochela, 14 muertos; Segovia, 50 muertos; secuestro y muerte de 19 comerciantes en Cimitarra); Alba Lucía Rodríguez Cardona: 42 años y seis meses de prisión. En el tercer párrafo arroja claridad sobre la injusta decisión de quien administra justicia: Alba Lucia Rodríguez no es responsable del pantano de muertos que dejaron las masacres despiadadas del Negro Vladimir; tampoco narcotraficó ni se enriqueció ilícitamente. Al contrario, es solemnemente pobre y por eso, vivió la tragedia de un parto no asistido, como consecuencia del cual falleció la criatura, fruto despiadado de una violación.” Cambio 16 Colombia, 20 de abril de 1998. Estos y tantos otros temas siempre fueron tratados con agudeza, ironía e independencia, por esta periodista y escritora incomparable. Y la lista de sus libros es mayor. Incluso hay de literatura, como la novela Sabor a mí. Ojalá una editorial decida pronto hacer reediciones 285 para que los nuevos lectores tengan una cita con Silvia Galvis… donde se encuentre hoy. *** Edison Marulanda Peña Licenciado en filosofía, periodista y escritor. Catedrático auxiliar licenciatura en Comunicación e Informática de la Universidad Tecnológica de Pereira; colaborador de la Revista Número y columnista del periódico La Tarde de Pereira. Realiza el programa semanal Cantando Historias en la Emisora Cultural “Remigio Antonio Cañarte”. 286 Silvia Syrma Dakeva Silvia Todas esas palabras que dijimos Todas esas palabras que escribiste, habrán volado al infinito? Te las llevaste contigo hacia la luz del desorden? No... Nada tomaste, Dejaste todo: todos tus escritos y todos tus dichos, Y volaste… Todo lo escribiste Y todo está dicho y cansado Y la gota amarga de tu partida Posada sobre mi día, me recuerda Que tú estás aquí y que estás allá. 287 Jamás extranjera, Estás en algún lugar Y siempre serás, Silvia... Syrma Dakeva Soy notaria en Montreal, Quebec, Canada. Conozco a Silvia y a Alberto desde 2006. Los estimo mucho y para mi es un honor haber tenido la oportunidad de conocer a nuestra querida Silvia y haber tenido la suerte de apreciar su valioso trabajo. 288 289 Silvia y sus amigas. Bogotá, 1997. Emma Cecilia Ferreira, Carmen Alicia Alarcón (Caramelo) y Silvia Galvis. 290 Silvia, sus nietas y su nieto. Ruitoque, noviembre 24 del 2008. El último cumpleaños de Silvia, con Sofía Hiller Zafra (4 años), Mariana Hiller Zafra (7 años), y Sebastián Hiller Zafra (de 11 meses). Fotografía de Alexandra Zafra Durán. 291 Celebración del cumpleaños. Ruitoque, noviembre 24 del 2008. Alexandra Hiller Galvis, Silvia Galvis, Sofía Hiller Zafra, Mariana Hiller Zafra, Alexandra Zafra Durán. Fotografía de Sebastián Hiller Galvis. 292 Silvia. Ruitoque, noviembre 24 de 2008. Su último cumpleaños con Mariana y Sebastián. 293 Aeropuerto National en Washington, DC. Diciembre, 2008. Mariana Hiller Zafra, Alexandra Hiller Galvis, Sebastián Hiller Zafra, Sofía Hiller Zafra, Sebastián Hiller Galvis, Alexandra Zafra Durán, Silvia Galvis. Fotografía de Alberto Donadio. 294 Silvia y Sebastián. Madre e hijo. Bucaramanga, 2008. 295 Madre e hija. Bogotá, 1995. Silvia y Alexandra. Fotografía de Regina Sepúlveda. 296 De Alberto 297 298 Me faltan las palabras* Alberto Donadio Para Alexandra adorada: nos quedamos solas; y para Virgilio, cuñado y hermano. Me faltan las palabras. Me faltan las palabras pues tengo el alma en los talones, como decía Eduardo Santos. Pero por sobre todas las cosas me hace falta la palabra de Silvia, su voz, la conversación inagotada e inagotable, lo que decía y cómo lo decía. Silvia era el verbo encarnado. Si ella estuviera corrigiéndome este texto me señalaría al rompe la alusión a las Escrituras, y me pediría que al menos dijera el verbo encarnada. El día para Silvia no estaba dividido en mañana, tarde y noche, ni el año empezaba en enero para cerrarse en diciembre. Las horas y el calendario eran accidentes irrelevantes en una vida dominada por las palabras. Silvia habitaba las palabras y las palabras eran su día y su noche. Sí, Silvia fue periodista, novelista e historiadora, pero antes de la letra impresa de sus artículos y de sus libros, * Este texto fue leído por Clara Inés Blanco de Galvis en el homenaje a Silvia del 22 de octubre de 2009 en la UNAB, Bucaramanga. 299 existía un copioso, exquisito, espléndido e infinito torrente verbal. Tenía tantas palabras en su memoria y en su alma… Escuchándola cuando hablaba, como la escuché durante más de veinticinco años, yo –prosaico abogado titulado y jamás inscrito–, me sentí siempre desposeído de palabras y deslumbrado por las suyas. Y no se trataba de adjetivos recónditos, ni de vocablos exóticos. Eran las palabras llanas y lozanas convertidas por ella en conversación encantadora, en habla magnética, en el embeleso de su plática. Silvia era incapaz de participar en la simple y mecánica transmisión de información, no era hija de telegrafista. Para ella la palabra y la urgencia no eran compatibles. La conversación dilatada, libre de la dictadura de los minutos, era la que le permitía expresar su dulzura, su asombro, su risa, sus agudezas, su furia, su indignación, su irreverencia, sus exageraciones y sus énfasis, sus predilecciones y sus aversiones, su anticlericalismo –legítimamente heredado del siglo XIX y de la Bucaramanga de mediados del siglo XX–, su humildad y su soberanía. Sí, Silvia fue a la vez humilde y soberana. El 25 de septiembre se publicó en Vanguardia Liberal la carta de un lector que anotaba, refiriéndose a Silvia: “En cada una de sus frases, de sus palabras compartidas conmigo, sentía una fascinación absoluta”. La carta la firmaba una persona que tenía el deber de inducir a Silvia a hablar poco: su odontólogo Jorge Armando Solano. Silvia no sucumbió ante el correo electrónico, o por lo menos ante los emails expeditos, breves y lacónicos, y cuando lo utilizaba no se sometía a premuras de tiempo 300 o de tamaño. En el año 2005, a una amiga que le preguntaba si se dedicaba a su trabajo académico o si participaba en un movimiento político, Silvia le contestó: Sé exactamente de lo que me hablas, porque a tu edad (y aun ahora, a veces) siempre he estado debatiéndome en esa sin salida. Tengo amigas que han dedicado sus vidas a causas humanitarias, como Isa Ortiz aquí en Búcara, fundadora de Mujer y Futuro, comprometida con las mujeres maltratadas, y Constanza Ardila, en Bogotá, con las mujeres desplazadas de la guerra. Es lógico que personas con sensibilidad social y que han sido, en muchas formas, privilegiadas, sientan culpa por no hacer presencia material en esas nobles causas. Pero, con el tiempo, uno llega a la conclusión de que cada quien ayuda a hacer luz desde el faro donde lo ponga la vida. Si lo mío era escribir columnas y libros, pues también los periodistas y los escritores arriesgan el pellejo como bien dices. Lo importante es tener sentido de la justicia y mantenerlo alerta. Disponer de medios de subsistencia privilegiados no es pecado ni culpa; todo lo contrario, es la garantía para poder ‘darse el lujo’ (te lo pongo en comillas porque esa frase la oí muchas veces: ‘Silvia, usted puede darse el lujo de escribir lo que le dé la gana, porque no necesita el puesto para comer’.) Primero, naturalmente, la frase me caía muy mal, pero luego como que me di cuenta de que era verdad, y que eso, precisamente, era lo que me creaba el compromiso. La ecuación, entonces, resulta elemental: A mayor privilegio, más compromiso, mayor responsabilidad social. Lo que te quiero decir es que no te sientas mal ni culpable. Si escoges la investigación, la cátedra, lo 301 que sea, lo importante es la orientación que le des, la seriedad, la contribución que hagas. Y sobre todo, no perder el norte, no aceptar sobornos del espíritu ni ceder en el propósito. Encuentra tu sitio y desde allá trabaja por lo que crees. No todos estamos llamados a hacer lo mismo. Isa, esta amiga de Mujer y Futuro, coge bus, navega en chalupa para llegar a Puerto Wilches, al Magdalena Medio, a asistir a un grupo de mujeres maltratadas, hacerles terapias, etc. ¿Pero me imaginas tú en un trabajo así? El calor me da jaqueca, no duermo bien, ni siquiera en cama cómoda, y todo lo que como me hace daño. En cambio, a ella el trajín físico la hace sentir bien, le gusta el contacto con las personas y demás etcéteras. Cuando vengas conversamos más largo. Pero, eso sí, no se te olvide que los políticos y los partidos políticos son todos iguales, y si no lo son al principio al final terminan siéndolo (al menos eso enseña la historia de Colombia). Ve con cautela, todos esos aparentes (muy subrayado el aparentes) idealismos, terminan en voracidades. Nunca se te olvide eso, razón por la cual aquí se desprestigian tan rápidamente, comenzando por el MRL de López Michelsen, principal opositor del Frente Nacional que terminó cuando López le aceptó el cargo de Ministro de Relaciones Exteriores a Lleras Restrepo, su más enconado enemigo. Y de ahí, empieza a hacer el inventario de rebeldes con causa pero con hambre de poder. Un consejo final: ejercita la duda como tu culto religioso. Como decía el doctor Murillo Toro: ‘para conservar el espíritu libre, hay que ser fanático de la duda’. De la simbiosis permanente entre Silvia y las palabras son testigos las familias y los amigos que nos han acompañado desde el 20 de septiembre con su cercanía afec- 302 tuosa, las familias que viven el duelo con nosotros y que tienen su propio duelo. Sus hermanas Hortensia y Tina, su hermano Alejandro, que tuvo ese día la bondad de decirme una de las frases más tristes y finales: “Gracias por lo mucho que la quisiste”. También su hermano Virgilio, de quien ya diré más; su sobrina mayor, Gisela Ruiseco Galvis, y sus otras sobrinas: Andrea, Daniela, Carolina e Irma Galvis Villarreal; y sus sobrinos: Joaquín Ruiseco Galvis; Aldo, Luis y Alexis Bolio Galvis; Alejandro, Ignacio y Rodolfo Galvis Blanco, los hermanos de Ernesto, el querido sobrino desaparecido en 2002, y que fue siempre particularmente cariñoso con Silvia; sus cuñadas, sus primas y primos. También mi papá, Fausto Donadio, mis hermanas Lucía, María, Adelita y Silvia, mis hermanos Oreste, Mario y Álvaro, mis cuñadas y cuñados. Y mi primo Gerardo Reyes Copello, que me ha dicho sobre Silvia: “Su virtud no sólo era la opinión exquisita y contundente, como si la hubiera estado hilando durante largo tiempo, sino que sabía escuchar”. Es cierto. La conversación de Silvia era en doble vía, con la receptividad cálida y benevolente hacia los interlocutores presénciales o telefónicos, hacia los amigos de antes y hacia las personas que eran apenas transeúntes en su vida. También dan fe del encanto de su palabra las amigas y amigos de Silvia, y ofrezco disculpas, pues seguramente estoy omitiendo a muchos entre los que recuerdo rápidamente. En Bucaramanga: Sergio Acevedo, sesenta años de memoria del barrio Bolarquí y de afectuosos encuentros, Carmen Alicia Alarcón “Caramelo”, Gloria Camargo, Conny Olaya, Patricia Hernández, Enrique Ogliastri. 303 De la época en que Silvia inició, hace casi treinta años, su columna en Vanguardia, los entonces estudiantes de la Unab que la ayudaban en el Departamento Investigativo: Eduardo Durán, Pastor Virviescas, José Luis Ramírez, Carlos Guillermo Martínez, Carlos Gómez, y otros. Aída Martínez Carreño y Silvia hablaron largamente durante muchos años, frecuentemente por teléfono, y fueron amigas inolvidables. Silvia fue a visitarla tres o cuatro días antes de su muerte, el 28 de mayo. Aída la recibió con el mismo sentido del humor que las mantuvo cerca como si faltaran otros motivos: “¿Cómo te parece que se me dio por morirme?” No intentaré mencionar a otras personas de fuera de Bucaramanga, por ejemplo a sus amigas de la Universidad de los Andes, pero sí traigo a cuento el nombre de Felipe Ossa, librero mayor de Colombia. Silvia no mantuvo lazos cercanos con escritoras o escritores, salvo con Aída Martínez; pero en cambio, por más de diez años conversó de libros y de autores con alguien que o los había leído o los conocía de toda la vida, con ese interlocutor de afilado verbo, incisivo, culto y gran amigo nuestro que es Felipe Ossa. No cometo ninguna indiscreción si afirmo que fue el más ferviente admirador literario que Silvia tuvo. No puedo dejar de recordar a la familia Cano. Silvia repetía que uno de los períodos más gratos de su vida fueron los años, entre 1991 y 1997, cuando escribió una columna dominical para El Espectador, por invitación de Juan Pablo Ferro, Marisol Cano, y los entonces directores Fernando y Juan Guillermo Cano Busquets. Con los 304 Cano, Silvia se sintió en casa y de casa. Viniendo de una familia cuyo padre había fundado Vanguardia Liberal en 1919, Silvia escribió en otro periódico de familia, y lo hizo hasta cuando los herederos de don Guillermo Cano, de don Gabriel Cano, de don Luis Cano y de don Fidel Cano se retiraron del periódico que don Fidel fundó en 1887. Es un caso único o excepcional en la historia de los periódicos de familia en Colombia, que han sido casi todos. En la antigüedad de los afectos de Silvia, está primero Virgilio. Ella y él fueron los dos hermanos menores, y desde cuando Virgilio era Juancho Morales, el chofer de bus, o el niño que con Silvia trataba de llevar la niebla hacia el garaje de la finca de Galvisia; en ese crisol de la infancia se forjó entre Silvia y Virgilio un afecto implacable e inextinguible. Heredé de Silvia ese afecto a la vez ciego y despierto, y su admiración inclaudicable, de todas las horas, por Virgilio. Doscientas veces me habló Silvia de su niñez siempre referida a Virgilio, y cuatrocientas veces me deleité oyendo las historias, que en su conversación cautivante eran las mismas y eran siempre nuevas. En la antigüedad de los amores de Silvia, están primero y primerísimamente sus hijos Sebastián y Alexandra Hiller Galvis. A riesgo de que se crea que estoy idealizando, tengo que decir que jamás conocí a una mamá que tuviera mejor comunicación y entendimiento con sus hijos: de niños, de adolescentes, de adultos. No fue nunca una mamá anacrónica, de esas a las que se quiere pero que, comprensiblemente, por el paso de los años, se han 305 quedado en otra época. Nuestras nietas Mariana y Sofía Hiller Zafra y nuestro nieto Sebastián Hiller Zafra, hijas e hijo de nuestra queridísima Alexandra Zafra Durán, han sido la más feliz conmoción emocional que Silvia y yo vivimos en los últimos años. Mariana, Sofía y Sebastián se radicaron en nosotros, así como nosotros nos radicamos en Bucaramanga para ser sus abuelos. Fue pensando en niños como Mariana, Sofía y Sebastián que George Bernard Shaw escribió la frase: “La vida es una llama que siempre se está extinguiendo, pero que se reaviva cada vez que nace un niño”. El humor de Silvia, el humor político, su inclinación al humor frente a cualquier forma de jerarquía, está registrado en sus columnas de prensa y en sus páginas escritas. Pero antes ya había nacido en su conversación, en lo que decía casualmente, en su interpretación única y divertida de las noticias, de los personajes y de los sucesos del momento. El humor emanaba de ella con toda naturalidad: irrumpía fresco y espontáneo de su cámara de palabras, de sus lecturas incesantes y constantes desde cuando tenía trece años, de su agudeza consustancial. Tal vez el único texto de humor de Silvia que tuvo poca circulación fue su obra de teatro De la caída de un ángel puro por culpa de un beso apasionado. Lo traigo a cuento ahora, citando a un personaje que en la obra es ‘La Autora’ en mayúscula, y que corresponde naturalmente a la misma Silvia. Dice uno de los parlamentos: Es más fácil derrotar a Atila con su horda de bárbaros… vencer a Alí Babá con su banda de ladrones, que afirmar el derecho que tiene una a ser igual… que ni 306 novedad es, porque hace siglos venimos con la misma historia. Es que… las desigualdades… bueno… son los hombres… con esa maña de sentirse raza superior… y que viene desde que se descubrió el primer fémur masculino. Siempre que se encuentra un cráneo, una mandíbula, un fémur, instantáneamente se asume que perteneció a un hombre… y lo bautizan Hombre… los restos encontrados en Cromagnon, Neanderthal, Java, Heidelberg, Swanscombre, todos hombres, como el Hombre de Pekín, el Homo Erecto y el Homo Sapiens. ¿De mujeres? Nada… nada pese al hallazgo del esqueleto de Lucy que resultó ser el más antiguo de todos, incluidos los Javas, Cromagnones y Neanderthales… y aún así no cambió la historia. Mejor dicho, el primer vestigio de la humanidad es mujer… pero ¿a quién le importa? Los hombres están primero, siempre primero los hombres. ¿A quién se le habrá ocurrido semejante cuento chino? En La caída de un ángel puro aparece un Diablo con marcado acento caribeño que se proclama amigo de La Autora. Se establece entonces el siguiente diálogo: Autora: Con que amigo… ¿no? Y por qué, entonces, no le mandó la culebra seductora a Adán… nos habría evitado tanto problema… ¿Se da cuenta del perjuicio que nos hizo y el prejuicio que nos creó? Desde entonces cargamos con el estigma de ser sus cómplices… Ya sabe la ecuación: Diablo más mujer, igual hombre achicharrándose en el infierno… Diablo: Oye ven acá… se ve que eres inteligente… eso mismo es lo que te vengo diciendo… las mujeres y el diablo… siempre juntos… por eso son tres los enemigos del alma… Yo, el Demonio, de primero; segundo, el mundo; y de último: la carne… ajá… el 307 demonio y el mundo corren por mi cuenta… ustedes, muñequitas, ponen la carnecita… más claro no cantó el gallo traidor… Siempre ha sido así: las mujercitas conmigo… en un solo costal… Gaudete in me semper, iterum dico; gozáos siempre en mí, te digo… Autora (para sí misma): Un diablo que parla en latín… ¿cómo se me ocurre tanta insensatez? Diablo: ¡Eche!… pero… qué pelada tan ingrata!… Quare tristis es, anima mea, et quare conturbas me? ¿Por qué estás triste, alma mía? ¿y por qué me llenas de turbación?… Mamacita… entiéndeme… no fui yo quien les dio fama de criaturas banales… tentadoras… lujuriosas… Fueron los santos padres, los profetas, los evangelistas… los judíos que escribieron las Sagradas Escrituras, la Biblia, los Evangelios… fueron los Doctores de la Iglesia… esa mano de viejos prostáticos… mi amor… para ellos, ustedes han sido instrumentos de placer… mis instrumentos de lujuria y concupiscencia… Lavabo manus mea… me lavo las manos… que yo en eso… nada qué ver. Autora: Claro que tuvo que ver… que por andar de socias suyas fue como nos ganamos la fama eterna de nacer inclinadas a la carne, a la materia… criaturas débiles, frágiles… banales…; lo contrario de los hombres… seres espirituales, cuya alma tiende naturalmente hacia las cosas altas del espíritu, del intelecto… Diablo: Cor contritum quasi cinis… el llanto baña mis ojos… Ajá, mi amor, eso que tú dices se llama pura moral judeocristiana… el mundo dividido entre la potencia del bien y el imperio del mal… o sea, Dios y el suscrito… el alma significa luz, y la materia oscuridad… Dios es belleza y armonía… el Diablo (como quien dice yo) horror y caos… pero, ajá, esos son 308 puros inventos… ni Dios es pura luz y armonía; ni yo soy oscuridad y caos… esas son fantasías… alegorías, metáforas de los italianos siempre tan dados a inventar historias… dramas… cielos… infiernos… ángeles de bondad y seres malucos… La verdad única y feliz es que el cuerpo y el alma son parte de un todo… ¿Me sigues, corazoncito de melón? La obra concluye con la aparición de un Dios mujer, que proclama lo que era para Silvia la filosofía de la vida: “Que viva la humanidad feliz sin fanatismos ni cultos ni credos, ni doctrinas…” Pero para los seres humanos no solamente es fundamental la ausencia de imposiciones y doctrinas que portan consigo el sufrimiento. Hace dos años, la misma amiga que le había consultado a Silvia qué camino tomar en la vida, se fue a vivir con su novio. Silvia le escribió estas palabras: “Muchísimo me alegra la noticia de la convivencia. No se te olvide que la vida es muy avara en felicidad, así que la que estás sintiendo ahora, cuídala con devoción de beata”. *** Alberto Donadio Es abogado de la Universidad de los Andes y uno de los pioneros del periodismo investigativo en Colombia. Es el precursor del acceso a los documentos públicos en Colombia. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y el Premio de Periodismo del Círculo de Periodistas de Bogotá. Ha publicado numerosos libros. Con Silvia Galvis escribió: Colombia Nazi y El jefe supremo. 309 310 Silvia y Alberto. Italia, 1984. In illo témpore. 311 312 Silvia, recuerdos y suspiros Memoria y retrato de Silvia Galvis Se terminó de imprimir en la Editorial Artes y Letras S.A.S. en octubre de 2010. Para su elaboración se utilizó papel Propalibros Beige de 70 gr. y Propalmate de 90 gr. para fotos La fuente empleada fue Charter Bt 11 pts. para texto y 16 pts. para títulos. 313 314