PDF (Silvia, recuerdos y suspiros Memoria y retrato de Silvia Galvis)

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Silvia, recuerdos y suspiros
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Silvia, recuerdos y suspiros
Memoria y retrato de Silvia Galvis
Compilación y edición Lucía Donadío
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Silvia, recuerdos y suspiros : memoria y retrato de Silvia Galvis /
Alberto Donadio ... [et al.] ; compiladora Lucía Donadío. -Medellín : Sílaba Editores, 2010.
314 p. ; 22 cm. -- (Colección sílabas de tinta)
1. Galvis, Silvia - Biografías 2. Escritores colombianos - Biografías
3. Mujeres - Biografías I. Donadío, Alberto, 1953II. Donadío, Lucía, comp. III. Tít. IV. Serie.
920.72 cd 21 ed.
A1272020
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Silvia, recuerdos y suspiros
Memoria y retrato de Silvia Galvis
ISBN: 978-958-99552-3-9
© Alberto Donadio y otros
© Sílaba Editores
Editora: Lucía Donadío
Fotografía carátula: Holguer López
Diseño carátula: Imago Fotodiseño
Fotografías interiores: Archivo familiar y otros
Primera edición: octubre de 2010.
Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.silabaeditores.com
Carrera 25A No 38D sur-91. Medellín
[email protected]. Cel. 313-649-0459, 300-608-8925
Printed and made in Colombia / Impreso y hecho en Colombia por Editorial
Artes y Letras S.A.S., Itagüí.
Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los
titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.
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Las demostraciones de amistad acercan
y los testimonios de enemistad alejan.
Y se puede pensar lo mismo sobre
lo que constituye la sal de la vida:
amor, afecto, ternura, dulzura,
deferencia, delicadeza, indulgencia,
magnanimidad, cortesía,
entretenimiento, gentileza,
civilidad, cordialidad,
atención, buena educación,
clemencia, devoción,
y todo lo que incluye
la palabra bondad.
Michel Onfray
La fuerza de existir
Un día del año 2008,
en la casa de Ruitoque,
lánguida e inclinada
en su reclinomática,
Silvia le leyó a Alberto,
en voz alta, este párrafo,
que ella consideró admirable.
Ahora es el retrato
perdurable de Silvia Galvis.
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Silvia Galvis. Bucaramanga, 1982.
Fotografía de Holguer López.
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Contenido
Presentación
Lucía Donadío
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Fuiste Silvia y fuiste Galvis
Rosa Bernal
19
La familia y el barrio Bolarquí
Silvia Galvis Ramírez (1945-2009)
Enrique Ogliastri
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Schubert para Silvia
Sergio Acevedo
33
Ese halo que siempre irradió
Carmen Alicia Alarcón “Caramelo”
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Silvia descansó ya
Hortensia Galvis Ramírez
42
Silvia: mi amiga, mi suegra
Alexandra Zafra Durán
48
Mi comadrita
Conny Olaya
51
Silvia nos parecía divina
Gloria Camargo
55
La tía Silvia
Gisela Ruiseco Galvis
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Recuerdos de mi amiga
Patricia Hernández
67
El alma tan transparente
Deicy Carrillo Mantilla “La Chiqui”
78
Señora Silvia
Nohemy Anaya
85
Mi cuñada
Irma Villareal
90
Silvia y Alberto
Gerardo Reyes Copello
92
Una nítida estela
Oreste Donadio
96
Duelo
Lucía Donadío
98
Bogotá y los Andes
Vivió para combatir la aspereza del mundo
Ester Lozano de Rey
111
Honestidad, benevolencia y bondad
María Cecilia Navas
115
De la mano de mi amiga Silvia
Marta Galindo
118
Su dulce sonrisa
María Teresa Ronderos
123
Me voy p’al cielo con mi silla
Juan Pablo Ferro
126
Una sonrisa amplia y generosa
Nicolás Rocha
12
130
Con su pinta café y verde oliva
Camila Loboguerrero 133
Desde Vanguardia Liberal
Silvia se ha ido, así, de prisa, sin despedirse
Eduardo Durán Gómez
139
Certeza en sus principios
Carlos Guillermo Martínez 143
Corrompido por Silvia
José Luis Ramírez León 151
Su eterna sonrisa
María Adelaida Rueda
158
La honestidad y la ternura
Isabel Ortiz Pérez
160
Palabras en el homenaje a Silvia Galvis
UNAB, Bucaramanga, 22 de octubre de 2009
Eduardo Muñoz Serpa
164
La risa festiva
Óscar Humberto Gómez Gómez
175
Una larga conversación
Marbel Sandoval Ordóñez
182
Jefa, celestina y amiga
Gloria Uribe
189
Silvia Galvis y el medio ambiente
Jairo Puente Brugés
196
Pensaba con tanta claridad
Christiane Lelièvre
200
Tarde de 1993
Idania Ortiz
204
13
Silvia por Silvia
Silvia Camargo
206
Buscadora de lo esencial, aliento sin tiempo
Carlos Eduardo Gómez Navas
El “legado”
Mary Correa 211
216
Los noventa
Silvia y Alberto, ermitaños itinerantes
Marcela Lleras Puga
Sus principios liberales
Juan Guillermo Cano Busquets
Claridad y lucidez
Ricardo Camacho
221
225
231
Una amistad telefónica
Hernando Salazar Palacio
En el recuerdo perdura lo que amamos
Felipe Ossa
La calidez del afecto
Margarita Márquez
233
236
239
Una chica tierna y sencilla
Haydée Chiapero
La quise inmensamente
Clara Nieto de Ponce de León
241
250
Del Mundo
Una dama antigua
Juan José Hoyos
255
14
Encantadora, valiente, generosa y graciosa
Gerald Martin
Feliz encuentro
Boris de Greiff
261
262
Alberto la amaba profundamente
Adriana Vásquez Duarte
La vi una vez
Adalgiza Charria 263
265
Complicidad en las palabras
Luis Ricardo Paredes Mansfield y
Claudia Viviana Ruiz
Almas gemelas
Roger Foote
268
270
Una gran mujer con el corazón bello
de una niña
Jorge Armando Solano Gutiérrez
Esa mirada profunda y directa…
Carlos Gaviria Róos
Silvia Galvis, representante de la libertad
de pensamiento
Edison Marulanda Peña
Silvia
Syrma Dakeva
275
279
281
287
De Alberto
Me faltan las palabras
Alberto Donadio
299
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Presentación
Esta es la nostalgia: morar en la onda
y no tener patria en el tiempo.
Y éstos son los deseos: quedos diálogos
de las horas cotidianas con la eternidad.
Y eso es la vida. Hasta que de un ayer
suba la hora más solitaria de todas,
la que sonriendo, distinta a sus hermanas
guarde silencio en presencia de lo eterno.
Rainer Maria Rilke
N
uestra querida y admirada Silvia Galvis se nos fue
demasiado pronto. Su ausencia ha sido dolorosa e inmensa. En el corazón de cada uno de los que la conocimos estaba y está Silvia.
Como una manera de honrar su memoria y de recordarla a través de la palabra, invitamos a varias personas
a escribir sobre Silvia, desde sus corazones y sus recuerdos. Este libro reúne esos recuerdos, anécdotas, testimonios y evocaciones que la familia, los amigos y los conocidos tenemos de ella. Es por lo tanto un vivo retrato de
Silvia, de sus múltiples facetas, de su encuentro con las
personas que la rodearon y amaron. En estas páginas habitan también los que no pudieron escribir pues el dolor
del duelo lo hace difícil, pero que fueron parte de la vida
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de Silvia y que aparecen nombrados por tantos otros que
los llevamos dentro de nuestros corazones.
Los textos conservan el estilo de cada autor y fueron
corregidos solamente para mejorar su lectura y en ciertas imprecisiones o errores. Las notas de autor aparecen
algunas en primera persona, tal como fueron enviadas, y
otras en tercera persona elaboradas por nosotros.
Aquí está Silvia mujer, madre, esposa, abuela, hermana, amiga, periodista, escritora, viajera, niña del barrio
Bolarquí en Bucaramanga…con su sonrisa alegre acompañándonos.
Lucía Donadío
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Fuiste Silvia y fuiste Galvis
Rosa Bernal
We are such stuff
As dreams are made of
And our little life is rounded with sleep
Estamos hechos de la misma madera de nuestros sueños
y nuestra corta vida se cierra con un sueño
W. Shakespeare, “La Tempestad”
Silvia, seis letras y una sonrisa.
Silvia: llevas un Sí en tu nombre.
El sí del que sabe escuchar.
Un sí que acompañaba mientras se hablaba contigo. El
sí de quien se apropia del discurso del otro y lo retorna: más fino, más profundo. Silvia, campeona en el ping
pong de las palabras.
¿Frente a un Sí debería haber un No?
Pero no estaba la O en tu nombre, ni la N. Fuiste la Silvia
de tantos sí, aunque hubo muchos No en tu vida. El No
de la batalla, el No de quien sabe oponerse y denunciar.
Tu No del rigor intelectual, y más adelante, contra la
enfermedad.
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Y vuelvo a tu nombre, Silvia, que suena como livia.
Silvia liviana. Sí, cuando reías y se hablaba de las películas que te gustaban y de los libros que te apasionaron. Liviana y jamás superficial. Silvia, enamorada de los
guiones de Woody Allen, y Silvia en inglés y en español,
y en el santanderetas, ¡claro está!
Silvia fluía.
Silvia, nombre de origen latino; significaba habitante de
la selva, mujer de los bosques, salvaje. Fuiste de los bosques y de las playas solitarias.
Y salvaje firmabas tus columnas cuando fueron de luchas.
Fuiste Silvia, y además de Silvia, fuiste Galvis. Las mismas vocales y casi las mismas letras. Porque en tu nombre, además de encontrar la misma música, hubo siempre la misma unidad. Porque en Silvia Galvis, más que
en nadie, es cierta la frase del poeta: era hecha de la
misma madera de los sueños.
***
Rosa Bernal
Soy Rosa Bernal, y Silvia era algo mayor que yo. La había
conocido en los ochentas a través de mi ex marido Enrique
Ogliastri. Conexión Santander. En esos años yo trabajaba
como profesora en la Universidad de los Andes, y Silvia me
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pidió que fuera su psicóloga. La profesión no me lo habría permitido pero por fortuna uno es desobediente en la vida, y por
ese motivo nos volvimos muy amigas. Una extraña relación
psicoterapéutica. Desde esa ocasión inauguré con algunas personas la maravillosa instancia de la amigoterapia, y con Silvia
la mantuvimos por años, intercambiándonos el papel del escucha. Aunque odiaba los curas, Silvia fue mi gran confesor.
Los desaires y las fortunas de la vida me hicieron cambiar de
país y termine viviendo cerca de Venecia. Hubo momentos en
que habría preferido que fuera Soacha la que estuviera a una
hora de mi casa, y en esos años del desarraigo del emigrado
el email nos ayudo a mantener el hilo. (Y a mí, la sanidad
mental.) Ahora vivo y trabajo en Italia, y con Silvia y Alberto terminamos viéndonos más esporádicamente pero tuvimos
encuentros lindísimos en ciudades de nuestro continente. Las
cartas y la complicidad siempre fueron las vencedoras. Y ahora
que Silvia no está de carne y hueso, su presencia beligerante y
atea me ha dejado la herencia más hermosa que la vida concede: una amistad nueva —la amistad de Alberto Donadio.
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22
La familia y el barrio Bolarqui
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Silvia Galvis Ramírez (1945-2009)
Enrique Ogliastri
Silvia Galvis y yo nacimos en Bucaramanga con dos
años de diferencia (1943 y 1945), y fuimos amigos cercanos desde adolescentes. Ambos heredamos el sentido
del humor de nuestros padres: el de Alejandro y Silvia
un poco más sarcástico, el de Luis y yo más irónico (él
se burlaba de sí mismo); ese humor en complicidad nos
ayudó a sobrevivir en el austero y restrictivo entorno bumangués.
Silvia nació en una familia de clase media profesional
que venía de pueblos de Santander, y que por sus méritos
y pujanza fue llegando al liderazgo político, económico
y social de la capital del departamento. En el naciente
barrio Bolarquí y en los alrededores del Club Campestre
se habían asentado nuevos pobladores de Bucaramanga,
que por su prestancia personal y profesional asumieron
un papel predominante en la ciudad. Bucaramanga era
una pequeña capital de provincia que tenía una extensa
clase media, y donde el control social se ejercía de forma
personal, lo que se conoce como una cultura de aldea,
lo cual tiene tantas ventajas como desventajas para el
desarrollo personal. Entre los atributos considerados po25
sitivos de la mentalidad santandereana, Silvia heredó:
laboriosidad, franqueza, espíritu cívico, rebeldía ante la
injusticia, y la honestidad con apego a creencias y principios no negociables. Pero hubo algunos aspectos de la
mentalidad bumanguesa que definieron por contracultura su desarrollo personal.
La economía de la escasez, esa pobreza bien repartida tan común en Santander, generalmente lleva consigo
envidia e individualismo, rasgos abundantes en nuestro
pueblo. Es común que la clase media viva de profesiones de opinión o prestigio, de lo que digan los demás,
lo que hacía del chisme el arma predilecta de control y
desahogo de frustraciones. Lo peor es que había escasa
tolerancia con quienes fueran diferentes.
En Bucaramanga se vivía una cultura donde se podía
expresar fácilmente hostilidad, pero no eran común las
expresiones de afecto. El machismo, el autoritarismo, el
recurrir al poder para zanjar diferencias era aceptable y
normal; esto hacía permisible la expresión de cólera a
gritos, un mal humor ensalzado con la positiva característica de ser “arrecho”. El trato era duro, y de eso tienen
fama las mujeres santandereanas en el resto del país: de
ser muy buenas, pero duras. Silvia era santandereana en
lo franca y directa, en lo valiente para decir las cosas que
no le gustaban de la esfera pública, pero en lo personal
era la antítesis del trato duro: una persona suave y con
sonrisa encantadora, demasiado sensible y mal preparada para aceptar el maltrato. Silvia resintió estas características y dedicó su vida a combatirlas, a punta de palabras. En contraposición a su entorno, ella era gregaria,
generosa, afectuosa, igualitaria, de buen humor, abierta
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al diálogo y muy acendradamente contraria al machismo
y al autoritarismo.
El machismo se apreciaba, entre otras cosas, en que
los colegios de hombres eran mejores que los de mujeres, la mayoría manejados por monjas. El colegio público
para niñas era bueno, pero no el colegio de La Presentación donde se educó Silvia: los órganos sexuales desaparecían de los textos de anatomía para evitar que las niñas
se corrompieran, les decían que era pecado dormir boca
abajo y otras exquisitas invenciones de las monjas. Lucila González Aranda tenía la mejor descripción de esta
historia: “Las niñas que cambiaban de colegio lo tenían
bien difícil: en la Presentación era pecado dormir boca
abajo y en las Pachas era pecado boca arriba. No podían
dormir de la excitación”. Silvia intentó ser buena, y me
consta que se había inscrito de joven en algún movimiento mariano. Yo no hablé mucho con ella sobre estos temas religiosos, por respeto a sus convicciones, ya que mi
posición era muy crítica, hasta que por sus comentarios
me di cuenta de que había dado la vuelta y hasta el fin
de sus días detestó a los clérigos y, con especial predilección, a las monjas.
Temprano en la niñez, a Silvia la marcó el hecho
de ser de los hermanos menores y morenos (junto a
su querido Virgilio). Su tez cobriza (como decía ella)
se explicaba por ancestros en algún cacique de Curití, y
ella también llevó en su impronta una posición contra la
discriminación racial. Muchos años más tarde Silvia me
contaría que su papá había llamado a López Michelsen
para excusarse como amigo por la fuerte crítica que le
había hecho Silvia en una columna. “No se preocupe,
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Alejandro”, le respondió López, “todas las familias tienen una oveja negra”. Yo me reí estupefacto y ella se rió,
pero me di cuenta que encajó el golpe y debió devolverlo
con creces en alguna columna posterior.
Uno de los primeros recuerdos vívidos que tengo de
Silvia fue durante la época en que se interesó por la música y aprendió a tocar instrumentos folclóricos de ritmo.
Un día que fui de visita la encontré en la sala del piano
de su hermana Hortensia, con Sergio Acevedo, con quien
ella tuvo una bonita relación toda su vida. Sergio le estaba explicando sobre ritmos musicales y, luego, como
poseído, tocó un pasillo en el acordeón, para hacer más
claro el punto. Partimos de esa experiencia para ampliar
nuestras conversaciones a la música clásica y el jazz, temas sobre los que yo no tenía con quien compartir. Lo
único competitivo de esas conversaciones era a quién le
gustaba más la obra y no quién sabía más: con cultura
aprendida de leer carátulas de discos, admitíamos nuestra ignorancia y el derecho a gustarnos lo que a nadie
más parecía gustarle, como Carl Orff. En esa salita del
piano pasamos muchas veladas de domingo en la noche
con Caramelo Alarcón; conversábamos y oíamos música
mientras sus padres jugaban cartas, lo que cimentó una
amistad profunda entre los tres.
La vida social y afectiva de Silvia en la adolescencia
ocurrió en el barrio Bolarquí y aledaños. Las madres de
las muchachas organizaban grupos de comparsas para
los bailes de disfraz del Campestre y ambos hacíamos
pareja sin ser novios (no éramos los únicos). Las fotos de
la época nos mostraban con amplias sonrisas, que en Silvia no eran extrañas; lo que nadie sabía era que nuestras
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conversaciones estaban salpicadas de frases de humor
“inglés”, de ese que produce sonrisas largas. Leíamos en
esa época con mucho deleite y avidez textos de Chesterton, Neville, y especialmente de Oscar Wilde, y juntos
cultivamos un sentido del humor repleto de ironía que
nos ayudaba a sobrellevar la austeridad bumanguesa.
Nos sentíamos incómodos, no encajábamos en la ciudad, y a pesar de tener familia y amistades cercanas y
afectivas, no era este el ambiente en que queríamos vivir. Nuestra conversación era una burbuja, un mundo
diferente; el baile, y en general la vida bumanguesa se
volvían tolerables por nuestra complicidad y humor. Los
comentarios de Wilde sobre la gente y los personajes
de la vida londinense en la cual vivía su contradicción
sexual encontraban eco en nosotros: “La verdad no es
en absoluto lo que se dice a una mujer bella, agradable e
inteligente” era una de nuestras frases favoritas, que se
prestaba a muchos contextos. Creo que lo que menos le
gustaba a Silvia era la hipocresía y a mí la maledicencia.
Toda esa generación tuvo que vivir sus castos amores lo
mejor que pudo, a pesar del “volcán de sus senos” y del
ambiente tan restringido del pueblo.
Silvia y yo fuimos la prueba, o será la excepción que
confirma la regla, de que sí puede haber amistad profunda entre una mujer y un hombre. A fines de 1963,
su hermano Alejandro y yo fuimos de viaje a México y a
Nueva York, mi primera salida del país. Allí visitamos a
Silvia, que había ido a estudiar en el colegio de las Ursulinas, no muy lejos de Manhattan; ella vino a vernos el
último fin de semana, a pesar de que Alejandro se adelantó y tomó el avión el sábado y nos dejó a los dos solos
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en Nueva York. Creo recordar que esa noche fuimos al
Village Gate a escuchar a Thelonious Monk. Mamá Alicia
la llamó muy preocupada temprano en la mañana del
domingo: “Pero mamá, si es Enrique”, contestó Silvia.
Yo fui buen amigo de sus novios y ella cada vez quiso
más a mis mujeres que a mí mismo. Prueba de eso fue
una dedicatoria que me escribió en un libro que hizo con
Donadío: “A Enrique por ser el marido de X” (otra vez
una referencia al humor inglés de Shaw o Hitchcock, si
mal no recuerdo).
En 1963, Silvia le solicitó a su padre que la dejara
hacer la página literaria de los domingos en el periódico.
Ella me pidió ayuda y Alejandro nos sugirió que podríamos traer más colaboradores jóvenes, de la Universidad.
Así llegó Eberhard Correa, quien unía a su interés por el
teatro un alegre y crítico desenfado barranquillero. Escribíamos todos con seudónimo y la página se llamó ENSEB por unas semanas hasta que pasamos a ENTES (Teté
Camargo entró a trabajar con nosotros y se añadió la T).
Autocalificarnos como “entes” estaba dentro del espíritu
de lo que queríamos hacer: una crítica traviesa, transgresora de lo pacato, de lo conservador, que apoyaba la
revisión crítica del arte colombiano que estaba haciendo
Marta Traba, el teatro del absurdo en que incursionaban
Santiago García y otros, y el revolcón a las letras que
hacían los nadaístas.
Nuestro mayor aliado local fue la versión bumanguesa
del nadaísmo, la Academia, encabezada por Gonzalo Navas “Pablus Gallinazus”, quien pocos años después tuviera un gran éxito como cantautor a escala nacional (Boca
de chicle, etc.). El humor era nuestra principal arma, le
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estábamos quitando solemnidad a la “cultura” y a la vez
nos divertíamos. Cada sábado a medianoche, cuando la
ciudad se apagaba y el periódico estaba en ebullición
con la edición del domingo, nosotros llegábamos independientemente desde las cuatro esquinas de la ciudad
a revisar el levantamiento tipográfico de la página y su
diagramación; estábamos convencidos y jurábamos que
estábamos impactando positivamente en el ambiente.
Cuando volví a ver a Silvia dos o tres años más tarde
ya ambos estábamos casados y viviendo en Bogotá. Ella
entró en pleno período de maternidad y de crianza. Su
hija Alexandra me tenía cierto apego de niña, y unos
años más tarde me construyó un regalo, –para hacerlo
rompió los palitos de comida china de la casa, me dijo
Silvia– era un cubo de papel que giraba y mostraba la
escena de una gallinita que tenía amores con un cerdo y
engendraba un nuevo animalito, al cual le había inventado un nombre largo como una esdrújula. Fantástica premonición para una “china” de unos ocho años que sería
mucho más tarde toda una científica sobre la evolución
de las especies, quien descubriría su cangrejo propio, al
cual le puso el nombre con el que se le conoce en la
biología; lo puso “Petrolisthes donadio”, para inmensa
felicidad y orgullo de Alberto.
Al terminar su primer matrimonio, un día Silvia llamó
seriamente a hacerme una consulta. Nos encontramos en
un restaurante y me planteó su duda: Alberto era unos
cuantos años menor que ella. Tras saber que lo amaba
profundamente y que él también, no vacilé en aconsejarle seguir su corazón en vez de su cabeza. Yo también le
consulté, a ella y a Alberto juntos, mi decisión personal
unos años más tarde y todos felizmente acertamos.
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Silvia tuvo un largo camino en su desarrollo intelectual hasta convertirse en la gran periodista, humanista
e investigadora social que llegó a ser. Tras el colegio de
las monjas, estudió una carrera corta de periodista, después entró a Los Andes a ciencia política y finalmente
empezó a publicar las columnas que la hicieron famosa.
La cumbre llegó con el trabajo en archivos internacionales, el desafío de sus libros basados en investigación
histórica, en conjunto con Alberto. Pienso que la relación
con Alberto la estimuló al florecimiento y madurez de su
carrera.
La vida de Silvia podría interpretarse con la estructura del cuento del Patito Feo. De sentirse mal por estar en
el lugar equivocado y con una tribu que no era la suya,
Silvia fue descubriéndose y creciendo hacia un desarrollo pleno de toda su belleza, interior y exterior, hacia la
afirmación y el estrellato.
Silvia nos ha dejado, individual y colectivamente, un
legado indeleble y un vacío imposible de llenar.
***
Enrique Ogliastri
Es un profesor universitario que ya en 2010 lleva publicados
dieciocho libros (no todos malos), y quien a estas alturas todavía no ha podido realizar su sueño juvenil de dedicarse a
la literatura de ficción. Bumangués, contemporáneo y amigo
de toda la vida de Silvia Galvis. Trabajó muchos años como
profesor de Administración en la Universidad de Los Andes y
luego en el INCAE en Costa Rica.
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Schubert para Silvia
Sergio Acevedo
El recuerdo de una anécdota en la que está presente la
gran sensibilidad de Silvita y su amor por toda manifestación artística, es mi memoria en este homenaje.
Hace unos dos o tres años me contaba ella con gran
ternura y felicidad la fascinación que ejercía sobre su
nieta mayor, Mariana, de 7 años en aquel entonces, la
tercera sinfonía de Schubert. Por otro lado, y no menos
coincidencial, uno de los personajes de su penúltimo libro La mujer que sabía demasiado, Sara, tenía como segundo nombre una misteriosa inicial, R., clave que la
autora solo nos revela el final de la narración: corresponde a Rosamunda, personaje de una obra literaria de
Wilhelmine von Chézy, y a la cual Schubert le escribió
unas de sus más hermosas páginas musicales.
Por todo lo anterior es que mi evocación del grandísimo cariño y admiración por mí querida Silvita Galvis
(como siempre la llamé) sólo puedo dejarla en manos de
Franz Schubert, quien compuso uno de sus maravillosos
lieder (D.891) sobre un texto de William Shakespeare en
la traducción al alemán de Eduard von Bauernfeld:
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An Sylvia
¿Quién es Sylvia? ¿Qué es ella? que todos los enamorados la alaban
Santa, justa y sabia es ella.
El cielo la hizo agraciada y por eso la admiramos.
Es tan hermosa como justa
pues la belleza vive en la bondad,
el amor repara sus ojos
y los alivia de su ceguera
y tras ayudarlos, se quedan a vivir en ellos.
Cantemos, entonces, a Sylvia
pues Sylvia es distinguida
ella se distingue entre todo lo que es mortal
y todo lo que habita en la aburrida tierra:
llevémosle guirnaldas.
An Sylvia (Schubert/Shakespeare)
Lied
Was ist Sylvia saget an,
Dass sie die weite Flur preist?
Schön und zart seh’ich sie nah’n;
Auf Himmels Gunst und Spur weis’t,
Dass ihr alles unter than.
Ist sie schön, und gut dazu?
Reiz lasst wie milde Kindheit;
Ihrem Aug’ eilt Amor zu,
Dort heilt er seine Blindheit,
Und verweilt in süsser Ruh’.
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Darum Sylvia, tön’, o Sang,
Der holden Sylvia Ehren,
Jeden Reiz besiegt wie lang,
Den Erde kann gewähren,
Kränze ihr und Saiten klang.
***
Sergio Acevedo
Director de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma
de Bucaramanga. Se graduó en la Academia de Santa Cecilia
en Roma. Silvia lo consideraba su más querido amigo.
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Ese halo que siempre irradió
Carmen Alicia Alarcón
“Caramelo”
Silvia era mi memoria. Silvita era mi mejor amiga.
“Crecimos juntas y como nos conocemos desde muy
chiquitas yo casi no tengo recuerdos donde ella no esté
presente, parecemos como hermanas”, dice Ana Peralta
de Elena Olmedo en Sabor a mí, la novela de Silvia en la
que, llena de humor, hace una introspección sobre la sociedad bumanguesa de los años cincuenta, donde juntas
nacimos y crecimos y eso mismo lo repetíamos cada vez
que nos encontrábamos. Nos sentíamos hermanas.
Fuimos amigas desde que tengo recuerdo, es decir
desde siempre. Nos criamos y crecimos en el barrio Bolarquí. Nuestras casas, la número 54 de Silvia y la 55
mía, hacían ángulo sobre la Avenida González Valencia,
nombre que años más tarde Hortensia, su hermana mayor, junto con otras amigas, vestidas de pescadores y camiseta roja, quisieron cambiar; fue, tal vez, la primera
manifestación pública que presenciamos.
Las dos fuimos al mismo colegio de las hermanas de la
Presentación, unas monjas que llevaban hábito y un tocado en la cabeza en forma de corneta, blanco y almido-
36
nado. Eran nuestro terror. Cuando las veíamos pasar por
la Avenida en el bus del colegio, salíamos despavoridas a
escondernos detrás de un árbol o quicio; si nos veían jugar en la calle, vestidas “indecentes” con blusa de manga
sisa y pantalón corto, era motivo de pecado y confesión.
Años después recordábamos con rechazo el sentimiento de culpa que con tanta fuerza intentaron inculcar en
nuestra educación. Aprendimos con ellas a memorizar
las lecciones y recitar el catecismo del Padre Astete, día
tras día, durante los cinco años de la primaria.
Hicimos juntas la primera comunión. Silvita de nueve
años y yo de siete, vestidas iguales de traje largo, blanco
y vaporoso, y en la cabeza un velo. Era un anticipo del
vestuario que se esperaba de una niña más tarde: casarse
bien, virgen y de blanco. Las fotos del día nos muestran
partiendo con una paleta el ponqué de la fiesta, en otra
le damos biberón al cervatillo que tenían en su casa.
Fue la nuestra una infancia de juegos: la tángara, los
quemados, las ventas del mercado con productos imaginarios, las excursiones al estanque del Club Campestre
a pescar gusarapos con un colador. Allí veíamos a Senén, un hombre que cargaba todos los años del mundo, reseco de tanto sol, y que emitía unos bramidos que
asustaban. Lo mejor era encaramarnos a los árboles que
sombreaban nuestras casas, pretender vivir en las alturas
de sus ramas, sin haber oído hablar aún del Barón Rampante, hasta que las voces de Anita y Consolita, nuestras
amorosas niñeras, nos regresaban a tierra, para entrar a
almorzar.
Nuestras casas tenían jardín, pero la calle era el lugar
preferido para los juegos; un terreno propio donde sólo
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parecían transitar nuestras bicicletas y patines, aparte de
los carros de los papás y el bus del colegio. Crecimos con
nuestros vecinos de barrio, un revoltijo de niños de todas las edades. Formábamos todos una piña. Estaban los
Acevedo, los Amaya, los Ardila, los Jiménez, los Forero,
las Olaya, aunque vivían sobre la 27; más tarde llegaron los Cote, los Arenas, y ya adolescentes las Camargo.
Las casas permanecían siempre abiertas para el niño que
llegara, y yo me la pasaba metida en la de Silvita, me
sentía querida por todos. Fue su papá quien me puso
“Caramelo”; Alicia, su mamá, me parecía la más linda
mamá que uno pudiera tener. Los de Bolarquí, aun pasados los años, nos sentimos unidos por un sentimiento de
pertenencia y afecto.
Los domingos en la mañana íbamos al cine, a la sesión matinal, en el teatro Rosedal o Santander, abajo en
el centro. Nos acompañaban nuestras niñeras o la tía
abuela de Leonor y Constanza Ardila. A Silvita le encantaba el cine, y recordaba los argumentos y los actos de
sus películas preferidas. Cuando viví en su casa me pude
ver toda la colección de Woody Allen.
En las navidades hacíamos la novena, una por día en
cada casa. La familia que la celebraba escogía entre sus
hijos a San José y a la Virgen María, los vestían con sus
mantos y los paseaban por el barrio: la virgen montada
en un burro cansado de lo viejo y San José la guiaba; el
resto éramos los pastores que llevábamos faroles iluminados. Después de rezar la novena y cantar los villancicos, Genaro el celador hacía de vaca loca y nos perseguía
con sus cuernos encendidos. Una noche de novena el
vestido celeste de Silvita prendió fuego con una chispa
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de pólvora, quedó envuelta en llamas y corrió hacia la
casa y yo sin poder alcanzarla. La apagaron los mayores.
Fue muy doloroso: sufrió quemaduras de tercer grado
en el abdomen, estuvo varios meses en reposo. Yo iba a
verla a la casa.
Desde chiquita le gustó la lectura. La biblioteca de
Alejandro el papá era todo un cuarto de estantería en
madera noble, repleta de libros. La música también le
gustaba: tocaba el acordeón, la dulzaina y hacía resonancias con vasos; le gustaba el jazz y los ritmos latinos.
Fuimos creciendo, yo siempre a su patica. Adolescentes,
en las tardes de los domingos, mientras nuestros papás
jugaban canasta, nosotras bailábamos: Silvia con Aurelio Mutis, yo con Enrique Ogliastri; el disco favorito era
Instrumental Imports, sonaba la tarde entera sin tregua.
Después nos servían la comida: muslos de pollo rebozados o lasagna donde Silvia, espaghettis en mi casa.
Nos separamos temporalmente cuando se fue a estudiar a Cincinnati al colegio de las Ursulinas y después
a Alemania. En Bogotá nos reencontramos; estaban
Alexandra y Kai pequeños, y yo me acababa de casar con
Gustavo Mejía. Nuestro afecto seguía imperturbable,
fuimos inseparables aun con el Atlántico de por medio.
Contaba con ella para todo, tenía su apoyo y protección,
ese halo que siempre irradió. Al divorciarme quiso venir
a Madrid para estar conmigo.
Cuando regresé a Bogotá tuvimos la oportunidad de
compartir nuestras vidas. En una temporada que pasó
con Alberto en Montreal me prestó su casa de Santa
Ana; allí viví varios meses mientras alquilé la mía. Su
generosidad no tenía límites, me decía que contara con
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ella para lo que necesitara. Regresaba de sus viajes con
muchos regalos, cada uno escogido como si yo misma
lo hubiera hecho; me traía vestimentas completas que
me quedaban perfectas. Tengo los zapatos y las botas
Nine West, sus preferidos por lo cómodos para caminar;
la gabardina que usó en el otoño y muchos otros regalos
que no terminaría de contar. La cafetera de cerámica de
Starbucks, pintada a mano, me la dio con la delicadeza
propia de todos sus gestos, preguntando si me iba a gustar. Sí, es bellísima, le contesté.
En Victoria (Canadá), en la casa que alquilaron con
Alberto, estuvo entusiasmada sembrando flores y pintándola. Me contaba de las largas caminatas que daban,
la belleza del paisaje, el clima tan agradable. Bromeó
con el oficio de cartero que le gustaría hacer, y así recorrer todos los lugares. Aprendió a tejer; en navidad recibí
por correo una bufanda que me tejió para abrigarme en
el invierno, con gracia me dijo que era un larguero, lo
mejor que hacía tejiendo, puntada de corrido. La bufanda es muy linda.
Fue muy feliz con Alberto. En los años vividos en Ruitoque, aparte de la pasión por escribir, compartieron con
plenitud y amor a Mariana, Sofía y los dos últimos años
al pequeño Sebastián. En marzo de 2009 nos vimos en
un corto viaje que hice para visitar a mi hermana Betsy,
que estaba enferma. Todos los días nos encontrábamos.
Se preocupada porque me estaba sustrayendo de mi
hermana, como siempre conversábamos sin agotar los
temas. Todos los tiempos se conjugaban en nuestras conversaciones. No supimos que nos despedíamos.
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Gloria, mi hermana, dice que Silvita era la más bonita
entre todas las de la misma generación. Se lo decía, pero
ella en su sencillez no lo creía. Mi otra hermana, Betsy,
me decía que Silvia era una mujer excepcional, única,
tocada por todas las gracias. Así es. Vale la pena una
vida por la fortuna y la gracia de ser su buena amiga,
hermanita del alma.
***
Carmen Alicia Alarcón, “Caramelo”
Conocida desde la niñez por el apelativo de “Caramelo” que
le puso Alejandro Galvis G., fue desde siempre amiga cercana
de Silvia. Antropóloga social de la Universidad de los Andes.
Reside en Madrid y perdió con Silvia a su mejor amiga.
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Silvia descansó ya
Hortensia Galvis Ramírez
Soy la hermana mayor de Silvia. Crecimos juntas en
Bucaramanga, compartiendo la misma habitación y los
vaivenes caprichosos de alegría, dolor, preocupaciones
y esperanzas que trae la vida. De la niñez de Silvia me
llegan imágenes de una niña muy alegre, que poco participó en los juegos de muñecas y sí en los partidos de
fútbol y en los juegos al aire libre, que por entonces eran
los más populares en el barrio Bolarquí: cuclí-cuclí libertad por mí, la tangará pintada en la calle, que había
que recorrer saltando en un solo pie. Para disgusto de la
nana, a Silvia además le gustaba embarrarse y treparse
a los árboles. Al igual que más tarde en la vida, tampoco
tuvo miedo de untarse de humanidad, ni de dirigir sus
metas hacia lo más elevado.
Los días más alegres en Bolarquí eran las novenas de
diciembre, cuando a los niños, por turnos, nos disfrazaban de Virgen María, San José, o de pastores. Entonces,
en procesión, recorríamos el barrio detrás de la Virgen
de turno, quien, montada en un burrito, era guiada por
San José, mientras los pastores cantábamos villancicos
acompañados por acordeones y toda clase de instrumentos improvisados. Las casas se turnaban para darle la po42
sada al niño Dios, y, después de rezar la novena ante el
pesebre, nos permitían echar pólvora en el antejardín.
En una ocasión se repartieron las acostumbradas chispitas de luces entre los niños, y Silvia, que tendría unos
cinco años, recibió las suyas. Una chispa de fuego cayó
en su elegante vestido de organdí, que se incendió y la
convirtió en una tea humana. Ella, muy asustada, corrió hacia nuestra casa, pero el viento la encendió aún
más. Fue Jorge Enrique Mutis, entonces un adolescente,
quién la apagó quitándose la chaqueta y envolviéndola
en ella.
Yo siempre trato de evadir los recuerdos que me llegan del siguiente año que tuvo que soportar Silvia, por
motivo de una quemadura muy grave, de tercer grado,
en la zona del estómago. Las curaciones eran un horror,
una tortura medieval. No sé por qué tenían que arrancarle la piel sin anestesia. Todavía me espantan sus aullidos, a pesar de que en cuanto llegaba el médico yo corría
a esconderme en un closet y con fuerza me tapaba los
oídos. “Definitivamente”, pensaba yo en mis cavilaciones
infantiles, “esto es mucho peor que una inyección”.
Silvia se repuso de su quemadura, y, mirando atrás,
hubo algo muy positivo que se gestó durante su proceso
de mejoría y convalecencia. La relación con mi papá se
hizo entrañable. “Papaíto”, un hombre más bien lejano y
serio, y a quien le disgustaba mucho la bulla que hacían
los niños, se tornó en un ser compasivo y amoroso, que
le contaba cuentos hasta que ella se dormía; hacía procesiones, llevando en alto sus muñecas y cantando, y en
la “cama grande” alzaba las piernas empujando la sobre
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sábana hasta convertirla en carpa misteriosa donde cabíamos los cuatro hermanos. La debilidad que desarrolló
mi papá por Silvia tal vez marcó sus intereses, porque sin
duda ella fue, no sólo su hija favorita, sino quien con la
pluma le siguió los pasos.
También la quemadura le trajo a Silvia consecuencias
negativas insospechadas. Más tarde en la vida, comenzaron los dolores lacerantes, la abrumadora fatiga, y los
síntomas de lo que ella llamaba el “dengue”. En peregrinación donde los médicos, todos miraban con estupor
unos exámenes perfectos que no decían nada del origen
de tales síntomas. Le diagnosticaron “Fatiga crónica”,
que en idioma vernáculo quiere decir “no sabemos qué
hacer con ella, ni cómo curarla”. Después de dos décadas
de severas molestias cíclicas, la situación de malestar se
hizo permanente y los dolores se acentuaron hasta lo
insoportable. Hubo un diagnóstico, tal vez acertado: un
neurólogo, a quien ella consultó, le explicó que “muchas
veces las quemaduras graves dañan el sistema nervioso
autónomo y este comienza a enviar señales equivocadas
al cuerpo: duela aquí, duela allá, y lo peor es que ese tipo
de dolores no responden ni siquiera a la morfina”.
Silvia descansó ya. Me quedó en el alma su última expresión de profunda serenidad y paz. También quedarán
siempre en mis recuerdos, su humor y sus ocurrencias
que transformaban lo rutinario y aburrido en una explosión de risas; su imaginación prodigiosa que derrochaba
creatividad para amenizarnos la vida a quienes tuvimos
la fortuna de compartir con ella momentos inolvidables
y sorpresas llenas de su imaginación. Gracias hermana,
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porque tu forma de ser hizo de los momentos que pasamos juntas, una verdadera fiesta.
La última década de la vida de Silvia, según sus propias palabras, habría sido la más feliz de su vida, si su
estado de salud lo hubiera permitido. Tenía en Alberto
un marido que la adoraba y le daba toda la compañía y el
apoyo. Además de tres nietos preciosos y muy inquietos,
quienes con sus travesuras y palabras a media lengua la
hacían reír hasta las lágrimas. Pensando en ellos, la sala
de la casa de Alberto y Silvia se convirtió en una muy
completa estación de tren donde los niños pasaban horas
jugando con el par de abuelos complacientes.
Una de las aflicciones grandes de mi hermana fue la
enfermedad de mi mamá. A ella la habían operado de un
tumor benigno en el cerebro, y después de eso perdió la
capacidad de hablar y de razonar. Tal vez debido a su
impotencia, se convirtió en un ser muy agresivo, que,
notábamos nosotras, paulatinamente iba perdiendo una
a una sus facultades humanas, hasta caer posteriormente
en un estado vegetativo que no le permitía ni reconocer
a sus propios hijos.
Este proceso de deterioro duró aproximadamente
diez años. Y en ese tiempo nos poníamos de acuerdo con
Silvia para ir a verla frecuentemente, aun cuando ambas
teníamos que hacer un esfuerzo enorme para cumplir
con ese deber filial. Las visitas eran pesadas, no pasaban
de ser diálogos de cortesía con la enfermera y luego de
pasar la tarde en la oscuridad de su habitación, inhalando molestos vapores, salíamos ambas con el corazón
deshecho.
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Pero el talento de Silvia iba más allá de escribir libros
sensacionales y artículos que conmocionaban al país.
Ella podía convertir la nube más negra en luz radiante y
transformar las lágrimas en carcajadas. No sé de dónde
sacó la idea de reclutar a sus nietos y sobrinos pequeños
y llevarlos de paseo a ver a la “Boli” con nosotras. Con
cinco o siete niños a bordo, ya la visita no podía transcurrir en una habitación cerrada, sino en el jardín; y mi
mamá, a pesar de sí misma, tenía que hacer el esfuerzo
de bajar las escaleras para recibirnos.
Así comenzó una etapa nueva de visitas festivas. Las
reuniones, que comenzaron con juegos de niños que no
involucraban a los adultos, poco a poco, por iniciativa
de Silvia, se convirtieron en “piñatas” con bombas, sorpresas, regalos y bizcocho, donde niños y adultos participaban por igual. Toda excusa para celebrar la vida era
válida para mi hermana. Recuerdo que llegamos hasta el
extremo de celebrarle el cumpleaños al perro. Pero ahí
no paró la inventiva de Silvia. Un día resolvió preparar a
los niños para representaciones teatrales infantiles. Sus
viajes al exterior los convirtió en oportunidades ideales
para comprarles disfraces. Diego, de cuatro años, se eligió a sí mismo como la “estrella del canto”, y con todo el
sentimiento y ademanes de adulto interpretaba “Yo soy
el rey”, actuación que siempre culminaba en ojos llorosos
por la risa y explosión de aplausos. Las nietas de Silvia
tenían un repertorio más variado: interpretaron diálogos
y comedias que nos hacían reír, aunque no siempre salían ‘perfectas’, pues por ejemplo, en una ocasión, Sofía,
quien debía hacer el papel de sapo, insistió en ponerse
vestido de mariposa. Otras veces había música y baile
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que los niños pronto convertían en brincos, empujones
y porrazos que terminaban en gemidos, acusaciones y
lágrimas. Pero todo eso hacía parte de la diversión.
No recuerdo haberme reído tanto en mi vida como
en las originales visitas a la “Boli”, con libretos de Silvia.
De ñapa, el recuerdo más bello que conservo son las carcajadas de mi mamá, quien aun cuando no comprendía
lo que estaba pasando, se reía porque veía a los demás
hacerlo. Silvia me enseñó con hechos una verdad muy
grande: “En la vida no existen situaciones negativas de
adversidad, toda vivencia es simplemente lo que nosotros hagamos de ella, bien sea para generar felicidad o
desventura”.
***
Hortensia Galvis Ramírez
Pianista. Estudió Música en el Conservatorio de la Universidad
de Antioquia. Fue alumna de Badura Skoda en Viena, donde
vivió durante muchos años.
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Silvia: mi amiga, mi suegra
Alexandra Zafra Durán
Conocí a Sebastián en diciembre del año 1993; a los
tres meses decidió que debíamos ir a Bogotá a conocer a
su mamá. Fue un maravilloso encuentro lleno de amabilidad y sencillez, que con los años se fue transformando
en un gran sentimiento de dulzura y amor.
Fue gracias a Sebastián, que tuve la fortuna de tener
(y es algo que no todo el mundo puede decir) la mejor
suegra del mundo, ya que sin necesidad de esforzarse y
pese a su preocupación por no ser una suegra metida ni
cansona, se convirtió en mi suegra, mi amiga y en una
mamá.
A mí me tocó conocer otra Silvia, no la columnista
aunque sí la escritora. Yo conocí a la mamá y amiga de
Kai y Sana, para quienes su amor fue inagotable; a la
esposa y cómplice de Alberto, con quien mantenía una
relación tan dulce y sincera que muchos envidiaban; a la
abuela juguetona de Mariana, Sofía y Sebastián. Y a mi
suegra, quien contrario a muchas se preocupaba tanto
por mí como por su hijo. Siempre estaba pendiente de
mi descanso, ya que consideraba que me excedía con el
trabajo y el cuidado de los niños.
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Mi cariño creció tanto que Silvia se convirtió en alguien indispensable en mi diario vivir. Al igual que hacía
con mis papas la llamaba a las 11:30 de la mañana desde
mi oficina, hora en que calculaba ya estaba despierta. Su
voz siempre estaba cargada de tanta alegría que me encantaba oírla. Ese momento era especial, ya que hablando de sus nietos el tiempo se detenía: podíamos hablar
de tantas cosas que sólo hasta ver nuevamente el reloj
me daba cuenta de que el tiempo corría.
Pero ese no era el único momento para hablar con
ella. Afortunadamente tuve tiempo para disfrutarla, aunque no tanto como hubiera querido. En nuestros viajes
de vacaciones, durante 15 años, era un deleite oírla compartir historias de su vida, cuentos de amigas, anécdotas
y momentos importantes.
En mis estadías en la Florida con Silvia y Alberto
mientras estaba embarazada de mis dos primeras hijas,
Mariana y Sofía, pude compartir un estilo de vida diferente en donde los horarios no existían. Me acuerdo
levantarme a las 3:30 de la mañana porque el bebé no
me dejaba dormir, y encontrarme a Silvia sentada en la
reclinomática viendo la serie Golden Girls y tejiendo algún suéter para las niñas. Me sentaba con ella y la acompañaba a comerse su naranja.
Las salidas en carro eran especiales, pues Silvia siempre tenía una historia para contar. Le preocupaba olvidar
datos y fechas, por lo que siempre le pedía a Alberto que
le preguntara cosas que la hicieran recordar.
Nos podíamos sentar en la cocina y durar hablando horas seguidas, o en su sala viendo cómo sus nie-
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tos se transformaban en cada personaje que quería
enseñarles.
Con sus nietas y nieto –como ella siempre aclaraba–
compartían un amor especial. Con Alberto cualquier
idea que se les ocurriera era motivo para estar con ellos;
creaban juegos que sólo ellos conocían, y la imaginación
los llevaba a disfrazarse, hacer títeres, y hasta escribir un
libro ilustrado por Mariana, regalo que recibió Sebastián
el día de su cumpleaños.
Quiero pensar que Silvia esta aquí. Eso hace que mis
días se llenen de imágenes de ella, por ahora no quiero
hacer nada diferente a recordarla.
Hablando con Sebastián el otro día le dije: “Gracias
por haberme dado la oportunidad de haber tenido a Silvia como suegra y abuela de mis hijos, es el mejor regalo
que me has podido dar”.
***
Alexandra Zafra Durán
Estudió Administración en la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Durante más de 10 años fue gerente de una oficina
bancaria del Banco de Occidente.
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Mi comadrita
Conny Olaya
Son muchos los recuerdos, porque desde que tengo
memoria está mi querida “comadrita” en mi vida, unas
épocas más cerca y otras más lejos. Y como no soy muy
hilvanada, voy contando recuerdos. Como cuando salíamos del colegio en primero de primaria, teníamos 5 ó 6
años, y nos metíamos en los bambúes del campo de golf
del Campestre, que quedaban frente a la casa de Jaime
y Leonorcita Ardila; allá teníamos nuestras casas de muñecas con cortinas y pasábamos el tiempo jugando, bailábamos ballet y nos reventábamos de la risa. Teníamos
un club de enemigas de los hombres, nos reuníamos con
las del barrio Bolarquí y el único hombre era Virgilio, y lo
mandábamos a hacernos mandados en el triciclo, como
en el cuento de Toby y Lulú. Muchas veces me levantaba
y estaba Silvia sentada en la sala de mi casa, y le decía:
“¿qué hace, comadrita?”, “yo aquí, leyendo la Vanguardia”. En esa época uno podía salir por el barrio sin peligro, nuestro territorio eran unas 3 por 5 cuadras, y venían algunas amigas de Sotomayor (a 8 cuadras) como
Gloria Camargo, con quien éramos amigas de familias.
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Los programas eran o en el jardín de la casa de ella,
subidas en los palos de mango, o en el solar de mi casa,
como decían las mamás. Allí teníamos ya instalada nuestra cocina, que eran 3 piedras grandes; le metíamos palos
y candela, y preparábamos nuestros cocinados. A veces
mamá nos daba pedazos de yuca y papa, y cuando era
muy especial una presa de pollo; cuando no nos daban
nada los hacíamos con hojas y cosas que teníamos en el
solar. Pero lo que más nos gustaba era que, mientras estaba listo el cocinado, nos quedábamos en calzones y nos
bañábamos con manguera; nos parecía delicioso, mejor
que bañarnos en la piscina de mi comadre, que era muy
oscura y fría. Así pasó nuestra infancia, sin ningún tipo
de encontrón. Esa era mi comadrita, porque yo con otras
amigas sí tenía mis desencuentros.
Luego empezó la adolescencia, que también empezaba rápido; hablo de los 13 años, en donde nos interesaban más los muchachos que las muñecas, aunque a
Silvia le interesaban más los libros, a pesar de que la
mamá quería que se maquillara y saliera como las otras.
Alicia siempre me daba un lápiz de labios para que Silvia
se pintara, pero a ella no le gustaba; a mí me parecía
divino, y la comadre decía: “pues píntese usted”. Gloria
Camargo, Silvia y yo ya teníamos un trío para siempre
en amistad, cariño y confianza. Digo esto porque en esa
época lo que nos enseñaron las mamás fue a aparentar, a
decir que todo estaba perfecto y a competir; por eso era
difícil la amistad y nula la confianza. Nosotras logramos
lo que muy poca gente de esa época tenía: ser amigas.
Yo fui la primera en casarme. Cuando llegué de la
luna de miel nos parecía que no íbamos a reunirnos las
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tres a comentar y a carcajearnos brincando en el sofá.
Éramos muy ignorantes, y de sexo no se hablaba.
Por esa época empezamos a coger caminos diferentes:
Gloria vivía en U.S.A, Silvia estuvo en Alemania, después
se casó y nos alejamos. Los maridos no eran amigos, a mi
comadrita le gustaba la vida intelectual y a mí la social;
yo sentía que no sabía de todo lo que ella sí; después entendimos que ella era más humana que intelectual.
Cuando teníamos como 35 años ya estaban Silvia y
Gloria viviendo en Bogotá, y yo en Bucaramanga, y tenía
que ir a Bogotá todos los meses a un tratamiento para
los dolores de cabeza, y las reuní y prometimos no dejar
de vernos ni de compartir nunca. Y así lo hicimos, siendo ese el momento cuando volvimos a experimentar el
sentimiento inigualable de la amistad, donde no había
cabida para nadie más. Yo las llamaba tres días antes de
llegar y nos reuníamos una noche, siempre en la casa de
Silvia, y Alberto, tan especial, nunca intervino.
Esa fue la época de la vida más importante para la
relación de las tres; hablábamos de todo –hasta de chismes–, podíamos contarnos las situaciones de cada una,
hasta las que “no se cuentan”. Gloria nos ayudaba con
las cosas de medicina, pues era la enfermera, y la comadrita le creía a pie juntillas, con los muchos problemas
que tenía de salud.
Después Gloria se fue a vivir a Arabia, Silvia a Bucaramanga y, para ironías, yo a Bogotá. Nosotras decíamos
que éramos como matas de plátano que trasplantan ya
viejas, y las hojas se empiezan a secar; yo nunca me he
podido desprender de mi tierra. Y seguíamos hablando y
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viéndonos más que nunca; las charlas por teléfono eran
tan largas, que a veces decíamos: “tenemos como hambre, vamos a prepararnos algo” y la otra volvía a marcar:
“¿qué come, comadrita? Yo ‘mestiza’*, ¿y usted?”. Y nos
moríamos de risa y seguíamos por otras horas. Cuando
nos veíamos, salíamos a caminar, a tomar onces, a comentar las preocupaciones de los hijos, a reírnos de las
ocurrencias de los nietos, que para fortuna de las dos los
disfrutamos a morir. También nos reíamos del abuelo
Betococo, que fue uno de los sentimientos que Silvia más
amó de Alberto y que más admiramos ambas.
Puedo decir que hablar con Silvia era como hablar
con un espejo, sin tapujos, y así se lo decía a ella, pero
contando con la comprensión, sin la crítica, sin imposiciones, y con la parte humana que era tan absolutamente
maravillosa. Qué felicidad y que privilegio haber podido
contar con MI COMADRITA.
***
Conny Olaya
Bumanguesa de principio a fin. Ha trabajado durante muchos
años en el ramo de seguros.
* Mestiza es una mogolla o tipo de pan que hacen en Santander.
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Silvia nos parecía divina
Gloria Camargo
No recuerdo mi niñez sin ella. Silvia siempre aparece
en todos mis recuerdos relacionados con la vida escolar
y con las piñatas. Siempre vivieron en esa casa de Bolarquí y yo en Sotomayor, lo que impedía que fuera una
relación cotidiana. Me invitaban a su casa a oír por radio
la novela El derecho de nacer, que los papás nos tenían
prohibida, pero que allá, Anita la muchacha, nos dejaba
oír. Anita la quería muchísimo y vivía pendiente de ella,
lo que le pidiera lo hacía. No entendíamos nada de la
radio-novela, porque ni siquiera sabíamos cómo nacían
los niños, pero nos encantaba oírla.
La casa de Silvia era deliciosa y siempre estaba llena
de amigos del barrio. Me gustaba la biblioteca, y Silvia
me decía que su papá se había leído todos los libros.
Creo que desde muy pequeña ella leía mucho, y por eso
su vida intelectual empezó a muy temprana edad. Alejandro le daba permiso de leer los libros del índice, que
era una lista de textos prohibidos por la iglesia. En las
piñatas, Silvia hablaba de lo bonitas que eran sus amigas. Lo curioso es que a todas ella nos parecía divina.
Todo el mundo la quería y se llevaba bien con ella, pero
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sus amigas cercanas no eran muchas. Tengo un recuerdo
vago de que muy pequeña la internaron en el colegio
porque hubo un atentado contra Alejandro. No conozco
detalles, ya que en esa época los papás no le contaban
nada a uno. Yo sabía que él era una persona muy importante en la política, pero nada más. Silvia siempre fue
una persona tímida, pero a pesar de esto en clase era
crítica y hacía preguntas que cuestionaban todo lo que
las monjas decían.
Desde muy pequeña era liberal y defendía esos ideales; me imagino que eso era lo que ella oía en su casa.
Como estaban tan divididos el partido conservador y el
liberal, en los recreos ella tenía discusiones fuertes con
Gloria Soto, y Silvia, con elocuencia e intensidad, les argumentaba las bondades del liberalismo y lo triste que
era ser godo. Ella no era de pelear sino de sentar sus
puntos de vista. Era buena estudiante y no tenía que
esforzarse mucho para sacar notas altas. En historia y
literatura era muy buena. Era mala para la gimnasia, la
costura, y en religión era rebelde.
Ella hacía todo los rituales católicos que mandaban
las monjas pero había momentos en que discutía porque no se comía el cuento completo. Eran demasiadas
misas, rezar el rosario, había clase de religión formal y
nos enseñaban la historia sagrada. El contexto religioso
era penetrante, y para las monjas todo era pecado y todo
era infierno. En eso nos criamos. Ella no era buena para
la costura y nunca pudo con el dechado, en donde le
enseñaban a uno a hacer todas las puntadas y todas las
cosas que toda niña debía saber para pegar las medias y
hacer dobladillos. Entonces negoció con algunas de las
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compañeras para que le hicieran ese trabajo manual, y
a cambio ella las ayudaba en las tareas de matemáticas.
Conmigo hicimos el trato de que me ayudaba en inglés
porque yo era negada.
Me acuerdo de que íbamos a cine voladas del colegio
y nos metíamos por el campo de golf del Club Campestre. A nosotras nos castigaban mucho pero no recuerdo
qué era lo que hacíamos para merecerlo. Tal vez indisciplina. Uno de los recuerdos especiales, sucedió un día en
que un grupo de jóvenes del barrio construyó un pequeño muro en la Avenida González Valencia y le cambiaron
el nombre por Avenida Uribe Uribe, porque aquel era
un godo regodo, y este era liberal. Pero esta anécdota la
cuentan mejor los Ardila.
En los años de la adolescencia, Silvia y yo nos fuimos
internas, para estudiar con más concentración en lograr
la meta académica. Había varias camas por dormitorio y
había que ir a misa todos los días a las seis de la mañana.
Nos aguantábamos todo eso, pero pasábamos contentas.
Ella tenía mucho éxito con los muchachos, o al menos
la visitaban mucho. Pienso que se debía a que era muy
agradable, con buen sentido del humor, tenía una sonrisa especial y el don de la palabra, con esa facilidad para
expresarse que ninguna de nosotras tenía.
Empezaron las fiestas de quince años. Todas las niñas nos vestíamos muy lindas. Íbamos a unas fiestas muy
grandes, con orquestas, y el éxito era no comer pavo y
bailar toda la noche. Las mejores fueron las fiestas de Silvia en su casa, las de Polita Sorzano y las de Leonorcita
Ardila. Durante todo nuestro paso por el colegio fuimos
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puritanas, no sabíamos nada de nada y no preguntábamos, porque todo era pecado y éramos ignorantes; las
mamás no hablaban de la vida en pareja, y cuando empezamos a salir con los muchachos nos moríamos del
susto de estar cogidos de la mano.
A Silvia las convenciones sociales y los compromisos
nunca le importaron, eso no hacía parte de sus intereses.
Ella cuando chiquita iba a las piñatas porque le tocaba,
pero en la medida en que pudo deshacerse del compromiso social lo hizo. En quinto de bachillerato ella se fue
para Cincinnati, Estados Unidos, por dos años, interna a
un colegio de las Ursulinas con la Nena Camargo y Totoa
Liévano. En esa época me separé de ella. Fue la época de
transición, ya la mujer iba a la universidad, pero muchas
aún se casaban temprano. La primera fue Conny, que se
casó cuando salimos del colegio.
Una vez, cuando Silvia ya había regresado graduada de High School en Estados Unidos fuimos a visitar a
Conny, que había llegado de su luna de miel. No veíamos
la hora de preguntarle cómo era la luna de miel, pero
llegamos allá y no fuimos capaces de preguntar nada,
y Conny tampoco pudo contarnos nada en detalle. Nos
quedamos sin saber. Después de Estados Unidos, Silvia
llegó en una onda intelectual. Ella escribía en Vanguardia con Enrique Ogliastri y un grupo de amigos, y dentro
de ese período hicieron hasta teatro con títeres. En esa
época le perdí el hilo porque me fui para Estados Unidos
a estudiar enfermería. Nos hablábamos, pero teníamos
vidas distintas.
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Pero nunca nos dejamos de ver. Cuando ella se casó
me mandó una foto de su novio y cuando nació Kai, su
primer hijo, me habló muy lindo de la maternidad. Nunca le había escuchado a nadie unas palabras tan bellas
sobre lo que es ser madre. Nos volvimos a ver en Bogotá
cuando ella estudiaba Ciencias Políticas en Los Andes,
vivía en la 26 y tenía un bebé. Nos reuníamos para ir a
cine y a comer. Podían pasar ocho meses sin vernos o
hablarnos, pero cuando finalmente nos encontrábamos
era como si no hubiera pasado el tiempo. Uno siempre la
admiraba porque era una persona muy culta, pero podía
estar al nivel de uno.
Durante los últimos 30 años nos acercamos, y para mí
lo importante fue que la amistad se volvió más sincera,
honesta y abierta. Hablábamos de asuntos íntimos, de
cosas que nunca mencionamos antes sobre la niñez y la
adolescencia, como los traumas causados por la imposición religiosa de los padres por el medio en que vivíamos,
de lo que sentíamos, de los hijos. Ella nunca criticaba;
sus comentarios eran tan racionales pero siempre respetaba lo que uno pensara. Lo único que le preocupaba era
que una estuviera contenta e hiciera lo que quisiera. Y
hablábamos del país y de política, porque ella siempre
estaba enterada de todo. En cada reunión nos actualizábamos de la vida de cada una. La separación de Conny
fue dura, y le dábamos consejo. Y otro día la del problema era otra. Yo era reservada. Leíamos los artículos de
Silvia y la admirábamos mucho porque ella decía lo que
pensaba y nunca le vendió el alma al diablo. Ella vivió
feliz con Alberto. La primera vez que hablamos de Alberto, se refería a él como la persona que le había devuel-
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to la ilusión en la vida, el amor. Luego lo conocimos, y
nos parecía una delicia también estar con él. Ahí entendí
porque Silvia lo adoraba: él vivía pendiente de ella.
Silvia valoraba en nosotras el profundo cariño y respeto por cada una. En toda la época de sus enfermedades,
cuando se hospitalizaba, yo le ayudaba a conseguir médico y la aconsejaba. Siento que fui una gran compañía
para ella, y ella me admiraba por lo que yo hacía. Yo me
sentía admirada, y ella me hacía sentir importante en mi
campo. Ella decía: “yo hubiera querido hacer lo que ustedes hacen”. A Conny la admiró por haberse superado,
por haber trabajado luego del divorcio. Las cartas de ella
eran una delicia, porque así como hablaba así escribía.
En los nueve años de vivir en Arabia, siempre que
vine a Colombia nos encontrábamos. Una vez fui a verla
en la casa de Ruitoque. Fue la última vez que la vi y me
dijo: “mucha machera tener unas amigas tan lindas que
se meten un viaje para vernos”.
***
Gloria Camargo
Fue Enfermera Jefe en la Clínica Santafé en Bogotá. Radicada
desde hace varios años en Arabia Saudita y Bahrain.
60
La tía Silvia
Gisela Ruiseco Galvis
La relación cercana con mi tía Silvia debió comenzar
muy temprano, en mi niñez. Por fotos sé que era una
niña muy pequeñita cuando me mandaban de visita a
donde los tíos en Bogotá, cuando todavía vivían en un
apartamento. Mis primeros recuerdos de Bogotá con
ella, sin embargo, son de la casa en Usaquén. Me alegraba el corazón cuando me mandaban a pasar temporadas allá, y esto sucedía frecuentemente, hasta entrada
la adolescencia. Me acuerdo, en una muy tierna edad,
de haber buscado su compañía; me sentía bien con ella.
De esa época me queda el recuerdo de los paseos por los
cerros de Usaquén, el olor de los pinos, el Volkswagen
(¿blanco?) de la tía Silvia, la casa fría y el peso del cerro
de cobijas, las duchas de noche, la nana (quien ayudó a
criar a toda la familia) dándonos Corn Flakes con leche
caliente, algo exótico para una paisita como yo.
Jugábamos, con mi primo Kai, a construir casas con
lego, o con arena en el jardín; alguna vez me dediqué a
hacer velas con ayuda de la tía Silvia, a derretir pedazos
de velas vertiendo la cera en frascos y seguramente haciendo un reguero considerable. Me encantaba estar ahí.
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Tal vez sentía ya, desde esa edad, que con mi tía había
una afinidad especial que hacía que una niña retraída
como yo me sintiera a mis anchas.
Fue en una de estas estadías en Bogotá, ya entrada
en la pubertad, en una salida al centro acompañando a
mi tía a hacer algún mandado, que sucedió un incidente. Uno de esos que lo van formando a uno porque le
muestran una manera nueva de interpretar, de reaccionar. Nos bajábamos del carro ella y yo, cuando un señor
“bien”, de saco y corbata, también bajándose de un carro
y a unos cuantos metros de distancia lanzó un par de comentarios bastante soeces sobre mi anatomía cambiante
de esos años. No me acuerdo cómo me sentí, pero sí me
acuerdo de la reacción de mi tía, que se puso furiosa
e inmediatamente le respondió algo bastante subido de
tono, y como este señor no se callaba, ella caminó hacia
donde él estaba, poniendo muy en claro lo que pensaba
de su comportamiento. Me impactó este incidente. Supongo que al entender la posibilidad, la necesidad, de
enfrentarse a atropellos como ese, me sentí muy pronto
combatiente en ese sentido, y seguro ella sintió que su
ejemplo y sus reflexiones caían en terreno fértil conmigo.
No sé qué tanto le debo a mi tía mi conciencia feminista.
Más tarde ella me regaló los dos tomos de El segundo sexo
de Simone de Beauvoir, que todavía conservo.
Durante mi niñez y adolescencia pasaba largas temporadas con mis primos en la finca que teníamos en la
Mesa de los Santos, cerca a Bucaramanga. Para nosotros,
los niños, lo mejor que nos podía pasar era que nuestros
respectivos progenitores nos mandaran allá a pasar las
vacaciones. Nos depositaban al cuidado de la abuela Ali-
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cia, y eran ella, el abuelo Alejandro y la tía Silvia los que
se pasaban un mes, dos meses, con nosotros. A la tía Silvia le encantaba estar en el campo y fueron muchos los
días que pasamos con ella. Era una figura principal en la
planeación de obras de teatro: nos ayudaba a disfrazarnos, a practicar coplas y canciones; especialmente por
navidades nos dedicábamos a hacer música. La tía Silvia era uno de los adultos que más nos animaban a que
nos pusiéramos a tocar y a cantar, con instrumentos tan
curiosos y que no he vuelto a ver, como por ejemplo, la
“quijada de burro”. Era también asidua asistente a las cabalgatas en la que nos íbamos de excursión por la Mesa,
a veces un montón de niños acompañados solamente por
ella y la abuela. Y por las noches había fiestas, nos comprábamos sabajón en una de las tiendas de al lado (cada
niño se tomaba una copita y eso nos parecía lo máximo),
y a bailar... Me acuerdo que alguna vez la tía Silvia nos
enseñó en una de estas fiestas a bailar ¡el twist!
Era en esta época en que yo escuchaba a la tía Silvia
lo que contaba de los temas que estaba investigando (no
me acuerdo a quién se lo contaba, pero yo no me quería
perder nada). La oía seguramente boquiabierta, pues yo
ya en aquel entonces empezaba a percibir y reflexionar
sobre los problemas sociales del país, y en ella tenía a
alguien tan cercano que luchaba por la justicia, contra
los corruptos, que entraba en lugares sórdidos y para mí
lejanísimos. Mi imaginación infantil absorbía todas sus
descripciones y tomaba nota de una realidad muy distinta a la que yo conocía. Fue haciendo una investigación
en uno de estos lugares, un bar de mala muerte si no
recuerdo mal, que recogió a un niño que estaba siendo
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explotado y se lo llevó, simplemente, consiguiéndole un
hogar donde lo cuidaron, proporcionando ella misma los
costos de su manutención. El después fue nuestro compañero de juegos. Me impresionó mucho el valor de su
intervención en una situación en la que la mayoría de las
personas solo volverían la cabeza, apenadas.
Cuando tenía once o doce años, en el colegio nos preguntaron un día si teníamos algún héroe en particular.
Me acuerdo de una compañera que dijo que su héroe era
Carolina de Mónaco. No lo dudé: mi héroe era mi tía Silvia. Esto nunca se lo dije, pero supongo que ella sí sabía
lo importante que fue su influencia para mí.
Me acuerdo de una conversación que tuvimos, debió
ser ya más entrada en mis años adolescentes, en que ella
me preguntaba si sabía en qué momento había tomado conciencia de que yo pensaba distinto a la gente que
me rodeaba, de que iba a contracorriente. Le conté una
anécdota: una vez en el programa de televisión “Cita con
Pacheco”, salieron unos gamines a los que Pacheco entrevistó. Contaban cómo vivían, cómo a veces robaban
carteras, en fin, se daba una imagen de su dura vida en
la calle. Me impresionó este reportaje, no tendría más de
10 años, al conocer una realidad bastante alejada de la
mía pero al tiempo tan cercana. Al otro día en el colegio comentamos el programa con los compañeros, y me
sorprendió el darme cuenta de que nadie había vivido el
reportaje como yo. Los comentarios iban en otra dirección, algo así como: “es el colmo, los tendrían que haber
detenido ahí mismo”. Al protestar me respondieron que
seguramente a mí nunca me habían robado nada.
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Y bien, al contarle este episodio, la tía Silvia comentó
que yo tenía una sensibilidad social distinta a la de los
que me rodeaban en ese entonces, y que con estas experiencias me daba cuenta de ello. En mi niñez y juventud
me sentía como el patito feo de la historia, y fue en gran
parte gracias a ella que tomé conciencia de que no estaba sola en mi modo distinto de ver las cosas. La tía Silvia
fue para mí un faro, que me permitió crecer un poco más
en paz conmigo misma.
He vivido toda mi edad adulta fuera de Colombia, y
los encuentros con mi tía en estos años se dieron muchas
veces en viajes, o en visitas a Bucaramanga cuando coincidíamos, lo cual no se daba tan a menudo como hubiera
querido. Me gusta acordarme especialmente de un viaje
que hice a Italia a finales de 1995 con el trío: Alberto,
Tía Silvia y mi prima Alexandra. Viajar con la tía Silvia
significaba acoplarse a su ritmo nocturno, con mañanas
perezosas en la casa, pues sus rituales matutinos requerían buenas dosis de tiempo. Además, este trío funcionaba de tal manera que cada cual se sentía muy libre de
hacer lo que le inspirara más en cada momento; si cada
cual comía a una hora distinta esto no era un problema para nadie. Y así, estos viajes se convertían en algo
que fluía lentamente, espontáneamente, muy relajados,
y si logramos llegar a Florencia en algún momento (nos
estábamos quedando cerca de Génova), fue para ver a
“Florencia de noche”, como después bromeábamos.
Mi tía en los últimos años estaba muy malita, tuvimos
menos contacto de lo que me hubiera gustado. Pero a
pesar de la distancia una que otra vez acudí a ella para
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algún consejo puntual, pues la seguí sintiendo como una
guía en causas y filosofías comunes, admirando especialmente el valor que tenía para defender sus convicciones
contra viento y marea, dar la cara por lo que creía que
era lo correcto. Como la digna heredera de mi abuelo
Alejandro que fue ella.
***
Gisela Ruiseco
Nacida en Colombia en 1966, se muda a los 15 años con su
familia para Viena, Austria. Ceramista, ha participado en numerosas exposiciones en Europa. También es psicóloga de la
Universidad de Viena. Desde el año 2005 vive en Barcelona,
España.
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Recuerdos de mi amiga
Patricia Hernández
Cuando empecé a hacer el análisis literario de la nove-
la detectivesca o del género de novela negra La mujer que
sabía demasiado, de Silvia Galvis Ramírez, para el libro
que publicaré titulado Análisis literario de libros escritos
por mujeres (el título puede variar), me sentí bastante
confundida e intimidada, y me referí a este sentimiento
en la introducción: “Creo que de las misiones difíciles
es hacer un análisis literario a un libro escrito por una
persona considerada como una gran amiga y apreciada
inmensamente como escritora. Creo que por el tiempo
que dure este análisis me debo olvidar de estas características y sentimientos y ser lo más objetiva que pueda.
¡Ardua tarea!” (Montreal, 2008).
En una ocasión le pregunté a Silvia cuál era el libro
suyo que más le gustaba. Me respondió que Vida mía, libro de entrevistas, guiadas obviamente por ella, en donde
aparecen una serie de “encuentros” con mujeres colombianas que por uno u otro motivo se habían distinguido
en el ámbito nacional, y que, aunque “no están todas las
que son, también sé que las que están sí son”, escribe la
autora. Su modestia y austeridad sorprende viniendo de
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una autora que ha escrito libros de la calidad e importancia histórica de Soledad, conspiraciones y suspiros una
novela histórica de casi mil páginas con un discurso y
diálogos similares al escritor portugués José Saramago.
En el libro la autora hace una investigación exhaustiva
(documentada, entre otras fuentes, por la visita asidua
a la biblioteca The Library Of Congress in Washington
D.C.) de la vida colombiana de la década de 1887, en
donde los protagonistas son el presidente Rafael Núñez
y su compañera, sin nupcias, Soledad Román Polanco.
El propósito de Silvia en Soledad es ante todo mostrar la
intervención de la iglesia en la ‘cosa política’. Núñez firma el Concordato en 1887, a cambio de que la iglesia le
conceda el divorcio a Soledad Román, con un matrimonio previo, para poderse casar con ella. Este Concordato
fue semisepultado por la Corte Constitucional en 1993
(y ahora casi revivido en el gobierno de Álvaro Uribe por
el ‘inquisidor’ Ordóñez).
Transcribo lo que he escrito en mi ensayo literario sobre el libro de Silvia Galvis, La mujer que sabía demasiado, cuando quedé impactada por la muerte súbita de la
autora:
No sé cómo hubiese sido este análisis literario de una
obra de Silvia Galvis si hubiese sabido que iba a morir tan pronto, antes de tiempo, diría yo, su amiga de
siempre, y a la que le hará tanta falta, porque ella no
sabía, ni sabrá, de la influencia que tenía sobre mí.
Si tenía algo trascendental en mi vida la llamaba, si
iba a tomar alguna decisión grave le escribía para
oír -por fortuna mía- su implacable interpretación de
los hechos que siempre eran sometidos a su verdad,
severidad y a su interpretación racional, dejando un
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poco de lado el sentimiento subjetivo y emocional de
quien preguntaba. Lamentablemente, en los últimos
años Silvia sentía fastidio por el correo electrónico, la
sobreabundancia de los e-mail (algunos inútiles) la
agobiaban. En cambio, por teléfono hablábamos por
horas enteras en Montreal, en donde nos poníamos
al día de los acontecimientos familiares y de amigos
y temas que compartíamos. ¡Siempre voy a añorar su
palabra!
Silvia murió este domingo 20 de septiembre de
2009, a las 12 del medio día; creo yo que aprovechó
la ida por diez minutos de su vigilante y amoroso esposo, para descansar de su insufrible dolor físico que
la dejó sin aliento para siempre. ¡Dejándoles a ellos,
sus hijos Sebastián y Alexandra, sus nietas Mariana y
Sofía, su nuera Alexandra, su hermano Virgilio y especialmente a Alberto, inconsolables para siempre!
No había sido capaz de escribir desde ese 20 de septiembre, y hoy, 15 de diciembre de 2009, en Bogotá,
vuelvo a trabajar, ¡sigue la función! Le he escrito tantas cosas en mi mente y todo me sonaba a hueco o a
repetición…
Es que no es sólo mi admiración como escritora y
como periodista, con sus implacables denuncias a la
corrupción en Vanguardia Liberal y El Espectador; su
obsesión por la búsqueda de la verdad (en el epígrafe
de La mujer que sabía demasiado Silvia transcribe de
la obra de Tristano muere: ‘¿Sabes que le ocurrió a
la verdad? Murió sin encontrar marido’), es recordar su fuerza de voluntad para continuar escribiendo
aun bajo el dolor de su enfermedad, que la consumió.
Son otros recuerdos: de la niñez, de Sotomayor, de la
Avenida 27 con 48, donde vivíamos en Bucaramanga, de los árboles de almendro con sus ‘chicharras’,
que chillaban hasta reventarse y se disecaban al sol.
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Recuerdos de esa Nochebuena cuando ardió su vestido de organdí y se quemó con pólvora. Éramos
chiquitas (ella más chiquita, me veía más con Cuco
en el bus del colegio, y con Hortensia las monjas de
la Presentación nos sacaban retratos disfrazadas de
ángeles...), yo no estaba en su casa, pero la conocía porque papá y mamá eran amigos de Alejandro y
Alicia, pero corrió la noticia como pólvora a la otra
cuadra de mi casa. Tal vez esos dolores que sentía
ahora eran una prolongación de esa quemadura de
la infancia.
En la novela de Silvia Galvis, La mujer que sabía demasiado, analizo los hechos ficticios que son un
reflejo de la realidad sucedida en Colombia en el
gobierno de Ernesto Samper Pizano 1994-1998, y
especialmente lo acontecido en el llamado ‘Proceso
ocho mil’. La novela también narra el crimen de una
mujer, que en la realidad es Elizabeth Montoya de
Sarriá, apodada por Samper con su dañino humor ‘La
Monita Retrechera’. Esta mujer en la realidad dona
dinero del narcotráfico a la campaña presidencial de
Samper, y es asesinada en la realidad y en la novela
porque ‘sabía demasiado’.
Como análisis personal pienso que el personaje del
fiscal en la novela, Bruno Nolano, y su compañera
Sara Montiel, hacen una pareja que representan o
encubren el pensamiento intelectual y los valores de
su autora Silvia Galvis: su honorabilidad, su crítica
implacable a la corrupción que le acarrearon fastidios sociales y aún amenazas, su ética inalterable y
esa búsqueda incansable de la verdad.
Bruno Nolano es una interesante creación literaria,
y diría que representa en la realidad a alguien admirado y querido por la autora, alguien que escribe
también: Me atrevería a sugerir que el personaje ha
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tomado las características y algo de la personalidad
de Alberto Donadio Copello, su esposo. Bruno Nolano es también de ascendencia italiana, y posee una
gran dosis de ironía y humor negro, y se le observa
constantemente en un sucesivo y continuo pensar e
indagar. Silencios que le caracterizan hasta descubrir
la verdad.
En una ocasión, en una notaria en Montreal Silvia me
comento que Alberto tenía una maravillosa memoria; que poseía el don de casi copiar en su mente un
documento que acababa de ver. En La mujer que sabía demasiado, el personaje del fiscal, Bruno Nolano,
posee el mismo don: ‘En los años de estudiante universitario, un neurólogo a quien le consulta el caso
le había diagnosticado hipermnesia o sobreactividad
enfermiza de la memoria. ¡Felices los amnésicos!
piensa Bruno Nolano’ (La mujer que sabía demasiado,
p. 192).
El personaje del fiscal Bruno Nolano se caracteriza
por su tremendo pesimismo, que le causa sucesivas
depresiones: piensa que el crimen en Colombia no
sólo sucede en el bajo mundo, sino que vuela muy
alto. Al manifestar este pesimismo su médico le diagnostica depresión y el fiscal responde: ‘¿No será que
eso que los médicos llaman depresión es sólo el resultado de una lucidez plena?’ (p. 158)”.
Esta conclusión era típica de Silvia Galvis, ¡me parece
estar oyendo sus palabras!
En los últimos capítulos, específicamente en el VIII,
Nolano va exponiendo su pensamiento (para mí el de
la autora): ‘Nolano alimentaba la certidumbre de que
la vida era una cadena de azares, algunos felices, los
mas, desdichados. Las coincidencias afortunadas resuelven las cosas a nuestro favor; las infelices representan nuestras desgracias. El problema es que como
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el azar es impredecible, incalculable, inmensurable,
no puede ser objeto de la estadística’ (p. 182). ‘Al
fiscal el pensamiento de la muerte lo hizo estremecer
y se preguntaba si sentía miedo o estaba deprimido...
para el fiscal un PESIMISTA NO ERA SINO UN OPTIMISTA BIEN INFORMADO...’ (pp. 185-186).
Me atrevería a decir que la escenografía, el ambiente físico del entorno de Bruno y Sara en la novela,
hacen parte de los recuerdos de Silvia cuando era
joven: Cuando nace su hijo Sebastián (‘Kai’): el apartamento lo visité yo, cerca de la Ciudad Universitaria.
En la novela en el capítulo 3 se lee una localización y
descripción del apartamento donde viven los personajes Bruno y Sara R. en Bogotá: ‘Vivían en un sexto
piso en la esquina de la calle veintiséis con la carrera
treinta, cerca de la Ciudad Universitaria’. ‘Un apartamento pequeño y luminoso, con... y un estudio, en
cuyas paredes las repisas de caoba estaban abarrotadas de libros, dispuestos por temas... El ventanal de
la sala era lo mejor de todo, porque ofrecía el paisaje
soberbio de los cerros de Guadalupe y Monserrate’
(p. 59)”.
A excepción de “las repisas de caoba... abarrotadas de
libros del género policiaco”, este era indudablemente
el apartamento de Silvia en aquella época (1968), y
en vez de repisas de caoba, había muchos juguetes
alrededor y un ‘corral’ donde jugaba un hermoso y
robusto niño.
Hubo un período en que Silvia y yo no nos volvimos a
ver, fueron los años de la adolescencia. Creo que a ella la
enviaron a estudiar a Estados Unidos a un High School,
y nosotros nos fuimos a vivir a Bogotá, entre otras “para
darles a los niños (mi hermano y yo) una mejor educación”, dijo papá...
72
Pero tanto Silvia como yo regresamos a Bucaramanga,
al colegio de La Presentación. En esa época no fuimos
amigas, apenas nos saludábamos en los patios de geranios en el corto tiempo del recreo. Pero hay un recuerdo
lejano pero nítido de ella: con sus ojos que todo lo observaban, fue la única que alzó su voz (bastante apagada y tímida) para defenderme en esa ocasión en que el
cura Montoya, sacerdote del colegio que daba la misa y
confesaba, me acusó de “insubordinada” y rebelde. El
“padre” Montoya era guapo y parecía tener unos ojos
sinceros que me engañaron: en una reunión de Acción
Católica, grupo al que debíamos pertenecer para que no
nos tildaran de “descreídas”, y además que repercutiría
en nuestro nivel académico (que a mí me interesaba mucho), el cura preguntó: “qué niña del colegio había oído
–por radio– a un grupo existencialista que anunciaba
una obra de teatro que se presentaría en la Universidad
Industrial de Santander... que esos eran seres ‘descarriados y perdidos’, y que era un pecado siquiera oírlos... que
se levantara la niña que los había escuchado y que si decía la verdad no la expulsarían de la Acción Católica...”
Entre ingenua y provocadora, confiando en su palabra,
me he levantado y dije: “Yo los he oído, y me pareció interesante lo que decían” (ya le había preguntado a papá
–libre pensador en esa sociedad mojigata– qué significaba el existencialismo...). “Pues queda usted expulsada de la Acción Católica, grupo al que usted no merece
pertenecer...”, gritó el cura, colorado hasta la raíz del
pelo. Silvia alza tímidamente la mano y dice: “Pero usted
acaba de decir que no la expulsaría del grupo si decía la
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verdad...” “¡Cállese usted, niñita insolente!”, concluyó el
cura Montoya.
En los años de rebeldía en Bucaramanga nos unió el
deseo de estudiar, de leer, de pensar, de ser diferentes
en esa sociedad en donde las niñas que salían del colegio
sólo pensaban en pescar a su futuro marido ¡Nada más!
Recuerdo que Silvia, junto con nuestro amigo Enrique
Ogliastri y otros colaboradores comenzaron el suplemento literario; no recuerdo el nombre exacto de la parte
cultural que aparecía en Vanguardia Liberal, el periódico
de Alejandro Galvis Galvis, padre de Silvia, que era una
sección especial esperada el domingo por algunos de nosotros.
En ese tiempo, a mis diecisiete años, en vez de separarnos nos unió, más tarde, un romance en común. Ella
se casaría y yo viajaría a Bogotá a estudiar Antropología
en la universidad de Los Andes. Esa común circunstancia nos llevaría, luego, cuando algunos de nuestros hijos
eran adolescentes, a tener largas conversaciones.
Pasaron años sin vernos, ella con su talento se hizo
una famosa escritora, yo apenas trato de serlo -sin lo
de ‘famosa’-pero siempre continuábamos en contacto
por nuestras visitas a Bogotá cuando mi familia y yo vivíamos por fuera de Colombia, a través del teléfono, y
por el memorable e-mail. Emigramos conjuntamente a
Canadá, y en Montreal nos veíamos unas dos veces al
año: encuentros en Índigo –la librería café–, en el Musee
de Beaux-Arts de Montreal, en compañía de los “apple
pies” en Rockaberry en St. Denis (muy cerca del apartamento de Silvia y Alberto), y ante todo en el Forum, en
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las salas de cine, en donde Alberto y Silvia se veían casi
todas las películas de la temporada de primavera o de
otoño, tiempo en el que preferíamos ir a cine para evitar
congelarnos.
En Rockaberry-Tartes-Montreal, 4275, rue St-Denis
(tengo la tarjeta en mis manos), ocurrió algo que es, para
mí, hoy en día, que Silvia ha muerto, como la premonición que tuvo de una desgracia, de la separación de ella
y Alberto: creo que ellos se querían demasiado (si es que
hay un ‘demasiado’). Cuando pienso en los amores de
tantos de nosotros sus contemporáneos, me pregunto si
existe el amor entre seres adultos. Pienso que para Silvia
y Alberto fue una bendición, un favor de la vida haberse
conocido y haber vivido juntos más de 25 años.
Pero sigo con mi relato: en ese abril de 2009, Silvia
y Alberto viajaron a Montreal. Nosotros también, creo
que viajamos el jueves 16 de abril (lo estoy viendo en
mi agenda de McGill U., donde trato de apuntarlo casi
todo). Tal vez el jueves 23 de abril, en un día nublado
pero que en Montreal es primavera, veníamos Hernando
y yo del supermercado “El Metro”, en Sherbrooke East
con Victoria St., y al entrar al apartamento de nuestro
hijo Rene Andrés, (en Simpson St.) sonó el teléfono: era
Silvia, quien con voz alarmada pero contenida me contó
que Alberto y ella habían estado caminando por Saint
Denis para ir a Rockaberry, y que en el camino Alberto
se había sentido indispuesto y se había devuelto en taxi
para el apartamento de ellos, situado en 285 Avenue
Laurier East. Traté de calmarla y decirle que, tal vez,
estaría en camino. A los 10 minutos volvió a llamar: esta
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vez no disfrazó su voz angustiada y me dijo rotundamente “que a Alberto le había pasado algo, que hacía ya más
de una hora que se habían quedado en encontrar... que
en un principio había llamado a casa y que nadie contestaba... que no tenían celular... que qué le pudo haber
pasado... que si había sufrido un desmayo en el taxi...”
Le dije que el taxista lo llevaría a un hospital... “Pero si
ya han pasado 2 horas y Alberto está desaparecido...” Ya
su voz tenía tonalidades de pánico... que “qué sería de
ella sola en Montreal... en la vida”. “Bueno, Silvia, para
eso son los amigos... nos vamos para tu casa inmediatamente en un taxi...” Su voz se suavizó, y esperanzada
colgamos el teléfono. Puse las “viandas” en el congelador
y Hernando y yo íbamos a pedir un taxi cuando sonó el
teléfono otra vez, con voz agradecida pero no por eso
temblorosa Silvia me dijo que Alberto había aparecido...
“que se había tardado caminando a casa...” Él caminaba
más lento que Silvia, que parecía una atleta caminando
(desde su casa llegaba al Forum en un cuarto de hora,
unas 45 calles... más aún cuando llegaba Alexandra, su
hija, de Alemania, y caminaban las dos...) El 29 de abril,
Silvia nos llamó a despedirse: Regresaban a Colombia,
el choque de la “desaparición” de Alberto había sido un
impacto para ella, se había sentido ¡abandonada y perdida!
Allí en Montreal, en el Forum, un mes después de su
muerte, el 20 de octubre de 2009, la “vi” en mi mente (digamos “mi mente” para evitar la mirada de Silvia
–entre severa e irónica– burlándose de mi poca racionalidad...). Esa tarde estaba yo sentada en ese café esperando a Hernando para entrar a cine, cuando la “ví” con
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un bastón, dirigiéndose a mí. Mentalmente impedí (no
era miedo lo que sentía sino asombro y prevención) que
se me acercara, y ella entonces se dirigió a la puerta de
la calle Atwater. Al voltearme a mirarla ¡había desaparecido! Todo esto sucedió en “mi mente”, ¡naturalmente!
¡Cuanta falta me vas a hacer, Silvia!
En su memoria y para su esposo Alberto, transcribo
el verso del poema de Hesse que la autora Silvia Galvis
pone en boca de Bruno Nolano, antes de morir, y dirigido a su amada Sara, en su novela La mujer que sabía
demasiado (p. 191): En el caso de Silvia, murió ella primero, no como lo creyó en Montreal, en abril del 2009,
que Alberto iba a morir pronto ¡dejándola a ella sola!
No me dejes en la noche, en el dolor,
Mi adorada, mi claro de luna.
Oh tu, mi lucero, mi lámpara,
Mi sol, mi rayo de luz.
***
Patricia Hernández Febres-Cordero
Universidad de los Andes; Bogotá, Colombia. Estudios de Antropología y Arte.
Bachelor of Arts (en Literatura y Artes) y el programa especial
de “Latin American & Caribbean Studies” en State University
of New York at Binghamton, New York, 1971-74.
Master of Arts, with ‘Honors’, en Spanish and Latin American Literature en McGill University, Montreal, Canada: 19751979.
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El alma tan transparente
Deicy Carrillo Mantilla
“La Chiqui”
Recordar a Doña Silvia y pensar en ella es plasmar una
gran sonrisa en mí; sonrisa de ternura, de amor. Ella,
una mujer tan dulce que se ganaba el corazón de quienes
la conocíamos.
Muchas anécdotas vivíamos cada vez que ella venía a
Bucaramanga, su mirada sincera lo decía todo. Jamás la
vi de mal genio; al contrario, siempre tenía una sonrisa y
una palabra para suavizar la situación. Era una persona
cariñosa y entregada a los demás. Miraba a su alrededor
para que personas como Socorrito, Rosa y Gonzalo, que
fueron mis compañeros de trabajo, estuviéramos siempre bien.
Cada vez que llegaban las vacaciones de los colegios
era para mí algo especial. Me alegraba porque llegarían
los niños, y con ellos un tiempo para dedicarles a ellos.
Alexandra, una niña muy dulce y tranquila. Jugábamos
a la tienda, y yo les hacía los billetes para que compraran lo que ellos deseaban. Alexandra siempre le decía a
Doña Silvia que jugaba con La Chiqui, y Doña Silvia era
feliz de verla feliz conmigo.
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Doña Silvia siempre me preguntaba: “¿mi mamá la
regañó?”. Yo le comentaba que a veces, pero que eso era
pasajero. Ella, pensando siempre para que yo no fuera a
sentirme triste, porque ella sabía que Doña Alicia siempre regañaba para que las cosas se hicieran muy bien.
Doña Silvia era la persona que se preocupaba porque
los chóferes, celadores y demás personas que los acompañaban estuvieran bien, que comieran aunque tocara
seguir trabajando, pero antes que ellos era que los demás estuvieran contentos.
Doña Silvia, tan sencilla siempre. Su dulzura irradiaba de felicidad todos los espacios.
Recuerdo que un día llegó a Vanguardia Liberal un ex
presidente de la república; ella llegó, saludó a su mamá
y ella le dijo “Silvia, échate un poco de maquillaje”, y
ella le dijo “mamá, eso no es importante”, y le sonrió.
Me miró y me hizo una cara de “eso no vale la pena”,
y me tocó el brazo. Ella siempre supo que es mejor el
alma transparente como la de ella, que otra cosa como
un maquillaje.
Socorrito estuvo en la casa de los Galvis desde los 15
años de edad, se casó y luego Doña Alicia la llevó a trabajar en el Almacén Galicia, luego se retiró y se fue para
la Clínica Ardila Lulle, se pensionó y después de varios
años se enfermó de diabetes. Un día que me encontré
con Doña Silvia le conté, se puso muy triste y me preguntó que dónde vivía Socorrito; yo le conté que ella no
podía hacer esa dieta porque era muy cara; después de
unos meses me enteré de que ellos le estaban mandando mercado de frutas y verduras todas las semanas. Así
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actuaba ella, con mucho amor, y todo lo hacía callada,
sin que nadie supiera lo que su mano derecha hacía por
los demás.
Doña Silvia siempre tenía amor para todos, especialmente para su familia. Para sus hijos siempre fue una
Super Madre, la mejor, y con quien ellos podían contar
siempre. Con mucha emoción hablaba de los suyos.
Varias veces nos veíamos cuando venía a visitar al
médico; yo la acompañaba para que no se perdiera, –eso
me decía ella, que en la Clínica se perdía–. Me contaba de sus dolores, pero como siempre ella bien firme y
fuerte; claro que la última consulta me dijo que estaba
pensando por qué los médicos no le encontraban lo que
tenía; esto era preocupante para ella. Yo le dije que eso
no era nada, de pronto un dolor pasajero pero que no era
para que se afanara. Y hoy pienso que ella tenía razón
en preocuparse.
Un día nos sentamos en la habitación 924, cuando
Doña Alicia estaba hospitalizada. Me preguntaba Doña
Silvia qué hacíamos con Doña Alicia y yo le contaba que
ella en el almacén me enseñaba a hacer collares, a tejer
los collares, a cuadrar inventarios; bueno, que yo había
aprendido de ella todo, que ella era todo para mí en esa
época, y ella me decía con los ojos en lágrimas que yo
había disfrutado de su mamá más que los hijos, que ella
había compartido todo el tiempo conmigo y no con ellas.
Bueno, yo al verla un poco triste le cambié el tema porque no podía permitir que Doña Silvia se sintiera así.
Con el amor que yo le he tenido a la familia Galvis, esto
no lo podía permitir. Y menos que Doña Silvia se sintiera
triste por algo que no era tan importante.
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Otro día llegó a mi puesto para que la acompañara
al consultorio del Dr. Tovar; yo la acompañé, y cuando
llegamos iba a realizar una llamada y se dio cuenta que
no traía billetera. Me dijo que si el doctor le fiaba la consulta, y yo me reí porque qué tal, que a la familia Galvis
no se le pudiera fiar. También tenía ganas de una botella
de agua, y me pidió el favor que si se la podía comprar,
y cuando llegó el Doctor Alberto le dijo que me pagara la
botella, y yo sonriendo le dije que cómo se le ocurre y me
dijo que no, que esta era la plata de pago y yo le contesté
que a la próxima me la devolviera con unos ceros al lado
y ella me dijo sonriendo “Ay Chiqui, usted tan chistosa.”
Nos reímos, y ella mirándome con dulzura me repitió:
“ay Chiqui, ay Chiqui”.
Todo esto al recordarlo me duele mucho, porque ella
no debió morir tan temprano. Yo le pregunté a Dios esto
y me contestó: “Yo quiero tener las mejores compañías,
y sé que ella era una de esas”. Pero el vacío que dejó en
nosotros fue y será muy duro.
Ese día que me levanté para irme a trabajar mi padre
me dijo que me tenía una noticia muy triste, que había
fallecido Doña Silvia Galvis R. Y yo con piel achinada me
senté y lloré con un dolor en mi corazón, y preguntando qué pasó, porque ella estaba muy bien, pero también
recordé que Dios es el único que busca a sus angelitos y
eso era ella: un Ángel.
Al ver a sus hijitos y al Doctor tan tristes más dolor
sentí, porque ante esto uno queda desarmado y sin saber
qué hacer.
81
La acompañé hasta que emprendió su viaje a la felicidad; bueno, a la verdadera felicidad. Porque aquí, mientras Dios nos la prestó, estuvimos muy felices. Las personas que pudimos compartir con ella, con su sonrisa, con
su alegría y con su amistad.
Yo me siento muy orgullosa por compartir un espacio
junto a Ella, persona noble, caritativa, amorosa y de mucho valor humano, ejemplo para todos. Lo que a la gente
le preocupa, tener y tener, a ella nunca le importó.
El último día que la vi junto a mí, recuerdo que me
preguntó que cómo iba y yo le dije que estábamos estudiando para que nos acreditaran, y ella me preguntó:
“¿Chiqui, y cuántas hojas tiene el libro?” Yo le dije que
62 páginas, y sonriendo me dijo: “Chiqui eso lo lee en
poco tiempo”, y yo le contesté: Doña Silvia, usted sí lo
lee en un ratico pero yo tengo que leer y leer para poder
aprenderlo. Hoy cómo me alegro de haber estudiado con
dedicación ese libro porque nos acreditaron y es un orgullo para uno como empleado de la Foscal. Este triunfo
se lo dedico a Ella con todo mi Amor. “Para Usted, Doña
Silvia”.
Esa noche que llegué de la despedida de Doña Silvia soñé con Ella, se sentó al lado de la Señora Alicia y
se sonrieron y se miraron con ternura. Ella me dijo que
estaba preocupada por el niño, y yo mirando a Doña Alicia me pregunté cuál niño, porque pensaba que no era
prudente esta pregunta. Al otro día soñé nuevamente lo
mismo pero me dijo a mí aparte que su preocupación era
el niño y yo pensaba: ¿cuál niño será? Bueno, después
de varios días de soñar con la misma preocupación que
82
vivía Doña Silvia me decidí a llamar a la Niña Alexandra
-bueno a mi consentida porque esta niña será siempre
mi niña-, y le comenté lo sucedido. Ella me preguntó que
si no me había dicho cuál niño y yo le respondí que no
le había preguntado. Ella me contó quién era el bebé, y
desde ese momento Alexandra quedó con mi tarea; después soñé con ellas –bueno, con Doña Silvia y Doña Alicia–; subían una cantidad de escaleras, y sonriendo Doña
Alicia me decía que yo ya no podía subir más porque me
iba a cansar, que ellas estaban felices y sus rostros reflejaban lo que me decían. Se sonreían felices, y subieron y
subieron y hasta el día de hoy no las he vuelto a ver.
Sus sonrisas y rostros no los podré olvidar, porque
ellas han plasmado en mí sus caras de satisfacción y felicidad.
En diciembre, cuando vino el Doctor a la Foscal diciéndome que por favor escribiera mis pensamientos
para Doña Silvia yo sentí un orgullo único, pero dentro
de mí un gran dolor me envolvió, y tuve que llorar y llorar para poder continuar mi trabajo.
Yo le dije al Doctor que no soy buena para escribir,
pero que trataría de escribir quién es Doña Silvia para
mí.
Qué orgullo ver cómo ella me envió el mensaje para
su familia, porque supe que yo también fui importante
para ella.
Yo siempre la amé y la seguiré amando, porque en
ella encontré una amistad verdadera, un amor sincero,
unas palabras de confianza, una sonrisa de felicidad y
una voz llena de conocimiento y seguridad.
83
Doña Silvia: gracias por permitir que una persona
como yo, La Chiqui, estuviera unos momentos junto a
Usted compartiendo sus alegrías y su vida.
A Alexandra y a Sebastián quiero que sepan que su
mamita siempre los está viendo y protegiendo; es un angelito que los está acompañando, y cada movimiento de
Ustedes está guiado por Ella.
***
Deicy Carrillo Mantilla
Empezó a trabajar con Alicia de Galvis en 1977 en el Almacén
Galicia en Bucaramanga. Cuando se cerró el almacén La Chiqui se fue a trabajar en 1991 en la Fundación Oftalmológica
de Santander (FOS).
84
Señora Silvia
Nohemy Anaya
En el año 1979 empecé a trabajar en la casa del doc-
tor Alejandro y la señora Alicia. Tuve la gran fortuna de
conocer a la señora Silvia. Desde ese momento empecé
a admirar todas sus capacidades, su sencillez, y la consagración al trabajo. Era una mujer valiente, que a pesar de
todas las dificultades siempre salía adelante con sus investigaciones para su columna en el periódico Vanguardia Liberal. Salía a altas horas de la madrugada en uno
de los carros del periódico. Dos o tres cuadras antes de
llegar a la casa anunciaba su llegada haciendo sonar el
pito para abrirle el garaje. No usaba escoltas.
Era una persona alegre, sencilla y descomplicada.
Nunca la vi de mal genio. Era tan sencilla que no le interesaban los lujos, el maquillaje y nada parecido; para
ella había cosas más importantes, como ayudar a la gente, escucharla, se preocupaba por el bienestar de todos,
estaba en contra de las injusticias. Eran muchas las cualidades lindas que ella tenía.
Siempre mi deseo fue trabajar con ella. Soñaba con
esa oportunidad. Sueño que se hizo realidad, después de
unos meses de fallecido el doctor Alejandro. Estaban de
vacaciones Kai y Sanita, unos niños encantadores. Ella
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me dijo: “Nohemy, ¿quiere irse conmigo para Bogotá?
Porque como yo vengo cada semana de por medio entonces necesito una persona de confianza que se quede
con los niños, y me gustaría que usted fuera”. Sin pensarlo le dije: “Sí señora”, porque sabía que me iba con la
persona más maravillosa.
Viajamos ese fin de semana. Recuerdo tanto que Sanita se quería sentar conmigo en el avión, pero como la
señora Silvia siempre pensaba en la comodidad de las
personas dijo: “Yo me siento con Nohemy para que no
le de miedo, porque ella no ha viajado en avión”. Fue
un viaje muy bonito, inolvidable; fue tanta la alegría de
compartir el viaje con ella que, efectivamente, no me dio
miedo.
Desde aquel día comenzamos una amistad muy bonita, en la que se sentía un verdadero calor de familia. Veníamos a Bucaramanga a pasar vacaciones, y tan pronto
se diera la oportunidad nos íbamos para la Mesa de los
Santos. Eran las vacaciones más bonitas y agradables.
Nos divertíamos mucho, y en algunas oportunidades bailábamos la música de Los Carrangueros, especialmente
la canción Silvita la condenada; luego jugábamos a las
escondidas y nos divertíamos mucho. Regresábamos a
Bogotá, y esperábamos ansiosos que pronto llegaran las
nuevas vacaciones. Mientras tanto, Sanita en sus tiempos libres se dedicaba a preparar tortas y pudines; claro,
que era más lo que regaba que lo que echaba al horno,
pero ella disfrutaba mucho preparando esas cosas, así su
hermano la molestara.
Doña Silvia para mí fue mi segunda mamá. Las enseñanzas y consejos que ella me daba me fortalecían y ayu-
86
daban bastante. Ella me aconsejaba que no me casara,
porque ella veía que la mía no era una relación madura,
era más una ilusión, y no recibí sus consejos. Tal y como
ella me lo dijo me salieron las cosas. Nuevamente regresé a trabajar con ella y don Alberto, y seguí admirando
la relación tan bonita de ellos.
Doña Silvia como madre era la mamá más linda, tierna, y amorosa; dialogaba mucho, compartía su valioso
tiempo con ellos, era muy entregada a sus dos hijos adorables, y a raíz de su ejemplo ellos eran unos niños amables, cariñosos, muy bien educados e inteligentes, y así
siguió su entrega, dedicación y preocupación por ellos.
Como abuela sus nietas eran muy importantes en su
vida. Ellas eran su adoración, y disfrutaba mucho cuando ellas subían a Ruitoque, porque doña Silvia jugaba
con ellas en el tren y a todos los juguetes les ponía nombres. Con sus risotadas hacía notar lo que disfrutaba con
sus adorables nietas.
Doña Silvia para mí era mi gran amiga, compartíamos a diario nuestras vivencias y también dolencias, y
muchas veces reíamos cuando yo le contaba experiencias
que me sucedían y ella me decía: “Ay, Nohemy, sólo a
usted le pasan esas cosas”. Y reíamos cuando yo le decía:
“Señora Silvia, hoy es jueves”. Reíamos escuchando las
historias de Paola y su compañera, las dos señoras que
trabajaban en la cabaña del lado. Recuerdo también una
anécdota que ella me contó un día. Salía de jugar tenis,
y no cerró el bolsillo del forro de la raqueta donde guardaba la plata, y por donde pasaba ella dejaba billetes, y
el profesor la venía siguiendo y recogiendo los billetes.
Cuando llegó a la portería la alcanzó el profesor y le dijo:
87
“Qué bueno es seguir a doña Silvia que por donde pasa
deja plata”.
Con respecto a las comidas ella me decía que de las
tres comidas la que más le gustaba era el desayuno, el
cual me pedía muy amablemente, y me decía que así
fuera una pinche arepa me quedaba rica.
En uno de esos momentos en que hablábamos me
contaba de los niños de la vereda que trabajan como
caddies. Yo le comenté acerca de mis sobrinos y ella muy
amablemente habló para que tuvieran la oportunidad de
trabajar los fines de semana. Afortunadamente todavía
están trabajando, y es una ayuda muy importante para
ellos.
Yo sé que las oportunidades llegan una sola vez. Gracias a Dios tuve la suerte de compartir grandes momentos con ella, aunque siempre deseé tener muchísimo más
tiempo. Ahí fue donde no tuve esa suerte.
Tanto ustedes como yo hemos perdido una persona
muy importante, sabia, inteligente, de aquellas que escuchan a la gente, ayudan, aconsejan, hacen sentir importante y agradable, al igual que don Alberto, y con
toda su sencillez formaron una linda familia. Para mí es
inolvidable, siempre permanecerá en mi corazón. Gracias Doña Silvia por tan buena e importante que fue y
será para mí. Don Alberto, muchas gracias por permitirme escribir algunas cosas, porque en realidad son tantos
los recuerdos lindos de ella que jamás terminaría de decirlos. Don Alberto, muchas gracias por ser tan bueno y
generoso conmigo. Siempre le pido a Dios para que nos
de mucha fortaleza en este vacío tan terrible que nos
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dejó, el sentimiento de impotencia ante esta pérdida tan
dolorosa, inesperada; y a pesar de todo mi deseo es poder colaborar y ser útil en lo mejor que yo pueda. Gracias
don Alberto.
***
Nohemy Anaya
Trabajó en la casa de Silvia en Bogotá de 1980 a 1985 y luego
en la casa de Ruitoque a partir del 2004. Fue siempre la persona de confianza de Silvia.
89
Mi cuñada
Irma Villareal
Silvia fue mi cuñada y una entrañable y verdadera ami-
ga. Vivimos tantos momentos juntas... aconteceres sencillos de la vida diaria y sucesos importantes que impactaron nuestra existencia. Las características relevantes de
la personalidad de Silvia eran su sencillez, autenticidad,
un gran sentido del humor y su posición implacable para
lo que ella consideraba injusticia.
Compartimos también nuestra mutua facilidad para
comunicarnos con los niños; esto nos ayudó a gozar inmensamente con nuestros hijos, sobrinos y nietos; con su
lenguaje de palabras a media lengua que no corregíamos
para disfrutar de sus ocurrencias.
Recuerdo con alegría las temporadas de vacaciones
en la finca de la Mesa de los Santos, con Alejandro y
Alicia (los abuelos) y toda la familia, la búsqueda de los
huevos de Pascua hechos de chocolate, los disfraces en
Navidad, la creación del muñeco Carrancio o Año Viejo
que se quemaba los 31 de Diciembre.
Las cabalgatas con “Centella”, un caballo manso, y
que según los niños era el más veloz e intrépido como
el del Llanero Solitario, los paseos al establo, al lago a
90
esquiar, los más pequeños recogían frambuesas que se
comían por el camino y las más grandes naranjas, limones y mangos.
Con Silvia compartimos también el gusto por el saber
cultural y la idiosincrasia de la gente con sus dichos característicos, sus creencias e historias; hicimos un compendio donde escribíamos cada expresión o historia que
después fue de gran utilidad para su libro Sabor a mí.
La Nana (Anita) fue un dulce personaje quien vivió un
tiempo con Silvia y su familia y pasó los últimos 10 años
a vivir con nosotros. Fue una gran ayuda y compañía en
la crianza de nuestros hijos. Sus anécdotas y expresiones
también hicieron parte de éste libro.
Silvia y yo realmente agradecimos la oportunidad que
nos dio la vida de disfrutar nuestros nietos, vivimos cada
momento con inmensa alegría. Son ángeles que poseen
la magia de contagiarnos su paz, inocencia y optimismo.
Hay tanto compartido con Silvia que hace su recuerdo
enriquecedor y perenne en mí. Doy gracias a Dios por
haberla hecho parte de mi vida.
***
Irma Villareal
Madre de Andrea, Daniela, Carolina e Irma Galvis Villareal.
91
Silvia y Alberto
Gerardo Reyes Copello
Pocas veces vi a Silvia en los últimos años. Me consuela
que, aunque pasaba volando por Miami con Alberto en
su migración semestral a Canadá, esos encuentros intensos de tres a cuatro horas en la sala de mi casa, parecían suficientes para ponernos al día en lo fundamental
y dejar discutida una lista de temas pendientes que iba
guardando en mi mala memoria bajo el supuesto, siempre correcto, de que serían ideales para conversarlos con
ella.
Me gustaba comprobar que por fin encontraba con
quien hablar sin recitar antecedentes, una pesada costumbre de vivir en ciudades ajenas, al ver su sonrisa de
medio lado y los ojos bien abiertos preparándose para el
primer jueldiablo con el que celebraba la novedad.
Lamento que la última vez que vino me dediqué a
atender a los demás invitados. Todavía escucho su protesta por no haber cumplido con la charla. Al despedirse
me reclamó que había venido a hablar conmigo y la había abandonado.
Hablar con Silvia tenía ese encanto en extinción de
sentirse con una persona que sabe escuchar además de
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ser una extraordinaria conversadora, una virtud que demostraba, sin intención de impresionar, cuando meses o
quizás años después lo sorprendía a uno recordando un
comentario que soltó desprevenidamente frente a ella.
Me gustaba ese canturriado santandereano que le ponía a los insultos, las voces campechanas de sus comentarios y el tono impío de sus arremetidas a la religión
católica, imitando las largas retahílas de los personajes
beatos, camanduleros e hipócritas que asediaron a Soledad Román, la seductora rebelde a quien le dedicó 888
páginas de conspiraciones y suspiros.
Al tocar el tema religioso, la Silvia apóstata tenía todos los argumentos más demoledores para desbaratar
los principios de la educación religiosa, pues no era una
experiencia lejana ni una convicción derivada de la lectura, sino una colección de traumas perennes que había
sufrido con las monjas del colegio en el que estudió.
En su migración de primavera a Canadá, Silvia y Alberto veían más cine que realidad. Se metían en matiné,
vespertina y nocturna de películas que no llegarían a Colombia, y antes de dormirse terminaban de ver varios videos alquilados. Al regresar por Miami, entre ambos me
ponían al día en lo mejor del cine que yo prometía, en
vano, verlo. No era raro entonces que Silvia acudiera a
escenas fascinantes de las películas que más quería, para
evocar algunas comedias de lo absurdo que se le habían
cruzado en su lente implacable de la vida real.
Al hablar con Silvia pude entender la razón por la
que su subconsciente de escritora la llevó a usar con
frecuencia el verbo asordinar en sus obras de ficción y
93
periodísticas. A Silvia le encantaba ese término musical
que alude a la acción de quitarle toda o parte del sonido
a un instrumento para dárselo a otro que se impone y
domina. Ahora me pongo a pensar y se me ocurre que es
justamente esa acción, la de acallar, la de restarle fuerza
a la palabra o silenciarla, lo que más molestaba a Silvia
en la vida; que no se dijeran las cosas como son sino emperifolladas con la falsa ecuanimidad colombiana, o que
fueran enmudecidas por la llamada al periódico de un
anunciante, un candidato o un presidente.
Silvia nunca se asordinó, y sus escritos no ocultan el
gusto de denunciar lo que otros omitieron. Como el gran
periodista rastrillador de Estados Unidos de principios
del siglo pasado, Lincoln Steffens, ella tenía claro que
los primeros brocados del entramado de la corrupción a
escala nacional se tejían en los pasillos de las gobernaciones departamentales y en las alianzas siniestras de los
políticos locales con la delincuencia municipal.
A Silvia la conocí por el periodismo. El departamento
de investigaciones de Vanguardia Liberal, que ella dirigía, fue el segundo equipo de este tipo que se creó después de la Unidad Investigativa de El Tiempo. Fundada
en 1977 por Daniel Samper y Alberto Donadio, la unidad
fue mi primera estación en el periodismo. Con frecuencia nos hablábamos con ella para compartir temas, o nos
llamaba para conocer nuestra opinión sobre su próximo
proyecto. Alberto, primo mío, parecía ser el más voluntarioso a la hora de compartir experiencias con el grupo
de Bucaramanga. A los pocos meses me enteré de que
la afinidad con Silvia no era solo detectivesca. Un día
94
Donadio, que era tan serio y reservado, me confesó de la
forma más objetiva, sin utilizar ningún término romántico, que se había enamorado de Silvia.
En los meses que siguieron, durante nuestras largas
comidas los viernes en “O Sole Mío’’ de la calle 72 en
compañía de Silvia, mi hoy esposa Ivonne y Alberto,
comprendí la claudicación subjetiva de mi primo por una
mujer encantadora, inteligente, irremplazable.
***
Gerardo Reyes Copello
Periodista y abogado. Nació en 1958. Empezó su carrera en
la Unidad Investigativa del diario El Tiempo en 1980. Trabaja
desde 1989 en El Nuevo Herald de Miami donde ha ocupado
varias posiciones. Ha publicado numerosos artículos relacionados con la corrupción en América Latina y ha cubierto extensamente el tema del narcotráfico y las grandes fortunas de
la región. Al mismo tiempo ha cultivado el género de la crónica a través de las semblanzas de personajes de la delincuencia
organizada, la política y las finanzas.
Es autor de los libros Don Julio Mario. Biografía no autorizada
del hombre más rico de Colombia; Nuestro hombre en la DEA; Periodismo de Investigación; y es coautor/editor de Los dueños de
América Latina, biografías de los hombres más ricos y poderosos de la región.
En 2004 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Universidad de Columbia por su cobertura de América Latina y en
2007 el Premio de Periodismo Planeta de Colombia.
95
Una nítida estela
Oreste Donadío
Durante veintiséis años Silvia y Alberto fueron pareja,
y en todo ese tiempo, referirse a uno de ellos sin aludir
al otro parecía imposible. Por eso ahora, al evocarla, no
puedo dejar de nombrar el duelo de mi hermano, devastado ante su muerte.
El año pasado, a finales de agosto, resolví no postergar más un viaje que muchas veces había planeado
y fui a Ruitoque a saludarlos y a conocer la casa donde vivían por temporadas. No veía a Silvia hacía mucho
tiempo, pero sabía de su larga enfermedad y de su lucha
por continuar escribiendo. La encontré muy débil y cansada, visiblemente quebrantada de salud. Sin embargo
hablamos durante algunas horas sobre su último libro,
que estaba próximo a publicarse, sobre viajes, personas
y lugares que ambos conocíamos, recuerdos… Y en la
conversación ella volvió a recobrar ímpetu y esplendor.
Nunca pensé al despedirme que no la volvería a ver.
Me alegra haberla visitado un mes antes de su partida.
Me alegra tener de ella ese último recuerdo. Con el pasar del tiempo, los muertos van dejando en nosotros una
nítida estela: la imagen de su más hondo y verdadero
96
semblante. Es la imagen de Silvia que ahora tengo, es la
imagen que las palabras de Alberto, en estos meses de
dolor, me han transmitido: la de una mujer triste, dulce,
frágil y valiente.
***
Oreste Donadío
Pintor y poeta. Se graduó en 1992 en la Academia de Bellas
Artes de Florencia. Vive en Santa Helena en las afueras de
Medellín, en su finca “Providencia”.
97
Duelo
Lucía Donadío
En memoria de Silvia y desde
el corazón de Alberto
a quien he acompañado
con todo mi amor
en este duelo.
La primera palabra de cada mañana es tu nombre en-
vuelto entre las brumas del día. Tu nombre se desliza
entre la cama y el día. Tu nombre que ya no escuchas
pero que ahora digo y repito en silencio a lo largo del día
y de la noche.
Decir tu nombre es el oficio del duelo. Repetirlo de la
mañana a la noche en tu ausencia profunda. Marcar con
cada una de las letras de tu nombre el inagotable camino
de veintiséis años de vida en común.
Ya no estás para prepararte el jugo de naranja, ni el
café, ni saborear la lectura compartida de la página de algún libro. Sólo tu nombre y recuerdos brumosos que van
escapándose entre los bordes de mi cuerpo. De lo queda
de mi cuerpo, pues siento que con tu cuerpo se fue una
parte del mío… una parte que ya no soy y que era tuya.
Este cuerpo mío lleva tu ausencia en cada poro. Respira
98
tu nombre que es lo único que tengo de ti. Tu nombre y
tu olor que busco entre tu ropa que está en el armario.
Tus vestidos y faldas largas, son testigos de que tuviste
una vida a mi lado, ellos hablan desde lugares donde los
compramos: Lisboa donde la falda azul de flores abrazo
los pasos de tu amado Saramago, o desde tantos otros
rincones del mundo que fueron nuestros.
Digo tu nombre en silencio y el desfile de los muertos
se niega a acompañarte. Ellos, los otros muertos, están
enterrados y selladas sus historias… Tu nombre es una
historia que no se agota… Tu nombre abarca el día y la
noche y el universo entero dentro de mí.
Junto a tu nombre estaba tu vida que ya no está. Hoy
queda tu nombre palpitando entre mis manos, como un
corazón que se niega a morir.
¿Qué es morir? Dejar de decir tu nombre… Tu nombre seguirá diciendo dentro de mí. Tu nombre inagotable. Tu nombre fuente. Tu nombre siempre.
***
Lucía Donadío
Antropóloga. Editora de publicaciones culturales. Escribe poesía y prosa. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio y Alfabeto de infancia.
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100
Alicia Ramírez de Galvis y sus hijos. Bucaramanga, hacia 1950.
Alejandro, Alicia, Virgilio, Hortensia y Silvia.
Padre, madre e hijas. Bucaramanga, hacia 1953.
Alicia de Galvis, Silvia y Hortensia Galvis reciben a Alejandro
Galvis Galvis en el aeropuerto Gómez Niño de Bucaramanga.
101
Padre e hija. Bucaramanga, enero 5 de 1965.
Silvia Galvis, de 19 años, y Alejandro Galvis Galvis, de 73 años.
102
Padre, hijas y nietos. Bucaramanga, 1969.
Hortensia Galvis R., Alejandro Galvis G. y Silvia Galvis R.
En brazos: Gisela Ruiseco Galvis y Sebastián Hiller Galvis.
103
Silvia. La Mesa de Los Santos, 1980.
En la finca “El Cortijo” de la familia Galvis Ramírez.
104
Silvia en Galvisia. Vía Bucaramanga-Pamplona, 1982.
Finca de su padre y donde Silvia pasó vacaciones de niña,
jugando siempre con su hermano Virgilio.
Fotografía de José Luis Muñoz. Cortesía de Oscar Monsalve.
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106
Los Galvis con Luis Carlos Galán. Bucaramanga, 1982.
Silvia, Alicia de Galvis, Luis Carlos Galán y Virgilio Galvis Ramírez.
107
Silvia con Mario Vargas Llosa. Bogotá, 1982.
Silvia recibe “Mención por trabajo de investigación periodístico sobre La educación pública en Bucaramanga”,
en la ceremonia del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolivar.
108
Bogotá y Los Andes
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Vivió para combatir la aspereza
del mundo
Ester Lozano de Rey
Conocí a Silvia Galvis en la Universidad de los Andes
hace más de treinta años, cuando estudiábamos Ciencia
Política. Éramos jóvenes, casadas, con hijos en el colegio,
y, claro, mayores que el común de nuestros compañeros.
Silvia era menor que yo; sin embargo, la empatía fue inmediata, lo que llevó a que siempre pasábamos momentos muy agradables, tanto en la universidad, como fuera
de ella, salpicados todos de grandes dosis de humor. Disfrutábamos cualquier actividad, inclusive con las ocasionales dificultades que no podían faltar en el estudio. Los
apuntes de Silvia eran una maravilla.
En aquellos años, mediados de los setentas, en Colombia aún no era muy conocida esta disciplina, y la
pregunta recurrente de familiares y amigos era por qué
la habíamos escogido. Día a día adquirió un mayor reconocimiento, y hoy vemos que nuestro país cuenta con
cientos de politólogos, quienes trabajan en muy diversas
instituciones y se dedican a muy variadas actividades,
con éxito.
111
Silvia sí tenía muy claro, que la había elegido como
un complemento perfecto para la labor a la cual quería
dedicarse al terminar su carrera: a escribir.
Yo, en cambio, cuando resolví escogerla, no tenía
todavía muy definido a qué me dedicaría al finalizarla.
Pero, eso sí, desde el momento en que leí el programa
me atrajo, justamente, porque me pareció que ofrecía la
oportunidad de desempeñarse en muy diversos campos.
Cuando se llegó la hora de la tesis, me incliné por las
relaciones internacionales, y afortunadamente ese fue el
camino por el que transité desde que me gradué.
Las envidiables dotes literarias de Silvia las aprecié
fácilmente desde el comienzo de la carrera, pues cada
vez que alguno de nuestros profesores nos pedía sacar
una hoja de papel para realizarnos algún “quiz” o comprobación de lectura, mientras yo entregaba una o dos
hojas escritas casi telegráficamente, Silvia en cambio,
escribía y escribía, por lo menos cuatro o cinco. Estoy
segura de que el profesor se deleitaba leyéndolas, como
nos sucedería posteriormente a todos nosotros, con sus
magníficas publicaciones y artículos periodísticos.
No ocurría lo mismo a la hora de conversar, para lo
cual sí éramos incansables las dos. Se nos atropellaban
los temas, y nunca fue suficiente el tiempo para tratar
todos los que teníamos en mente. De igual forma sucedía
cuando organizábamos nuestras reuniones de politólogas, llamadas así pero que, dicho sea de paso, acogían
también a politólogos queridísimos, compañeros de estudio y profesores. Duraban largas horas, y nunca alcanzamos tampoco a redondear todas las ideas. Fueron
112
muchas las conversaciones que quedaron sin finalizar.
Sobra decir que Silvia, con su agudo sentido del humor
y su risa inolvidable, fue siempre el centro de estos agradables encuentros.
Como estudiantes escribimos juntas algunos trabajos
en los cuales, valga la verdad, no nos fue nada mal. De
ellos se me viene ahora a la memoria, en plena época
electoral en nuestro país, particularmente el que hicimos para un curso dictado por el profesor Mario Latorre.
Escogimos nada menos que al personaje de la política
mexicana, Porfirio Díaz, quien a pesar de su conocido
lema de “sufragio efectivo, no reelección”, duró 35 años
en el poder… Leímos cuanto libro conseguimos, y verdaderamente nos apasionamos con el tema.
En 2002 Silvia publicó Soledad, conspiraciones y suspiros y como siempre, realizó una prolongada y muy
prolija investigación. Cuando ya tenía una gran cantidad
de material acumulado empezó la redacción de la obra.
Feliz de armar su novela histórica, y con el ánimo de no
incurrir en ninguna inexactitud, me llamó para pedirme
el favor de que fuéramos un día al palacio de San Carlos
para ubicar, in situ, los sitios por los cuales se había paseado doña Soledad Román.
Como yo había trabajado cuatro años allí, en la Cancillería, conocía bastante bien las instalaciones; pero este
recorrido con Silvia no fue el rutinario de mi época de
funcionaria, sino que, claro está, resultó algo muy especial. Por cada salón que pasábamos ella trataba de ubicar
cuáles hechos habían ocurrido en cada uno de ellos, cuándo y con qué personajes. Con el interés que le despertó
113
la personalidad de doña Soledad y la sociedad de aquel
entonces, ella me iba narrando la historia y recreándola
con gran entusiasmo. El sitio que más despertó su imaginación y en donde nos detuvimos más tiempo fue el
gran salón de banquetes, en donde ella veía cómo habría
sido la noche del 28 de septiembre de 1885, cuando el
Arzobispo de Bogotá, don José Telésforo Paul, desfiló
del brazo de doña Soledad durante la memorable cena
de gala, para conmemorar el triunfo conservador en la
guerra civil de ese año.
“Silvia vivió para combatir la aspereza del mundo, y
lo hizo, en público, a punta de palabras, diciendo las cosas como son, hablando contra las injusticias, haciendo
gala de su humor político, y de su sarcasmo cáustico, y
en privado, también a punta de palabras, del bálsamo de
sus palabras y con su encanto flagrante y con la caricia
de su voz”.
Con este párrafo que escribió Alberto Donadío sobre
Silvia, en un magnífico artículo publicado por El Espectador hace apenas unos días, el cual llegó muy oportunamente a mis manos, cierro estos sencillos recuerdos
salidos de mi corazón.
***
Ester Lozano de Rey
Directora de la Biblioteca Carlos Lleras Restrepo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano en Bogotá. Desempeñó varios
cargos en la Cancillería.
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Honestidad, benevolencia y bondad
María Cecilia Navas
El tema de los libros vino de segundas, pero rápida-
mente pasó al primer lugar durante las adorables e interminables charlas con Silvia. Nos conocimos en Ciencia
Política en los Andes, en una clase de Historia Económica de Colombia, que yo tomaba tal vez más por disciplina e interés, mientras que Silvia lo hacía, creo yo, por su
fascinación con la Historia o las historias del país, de la
gente y de la vida.
Coincidimos por esos días en una conferencia extracurricular, ella de participante, yo de intérprete; y de allí
en adelante siguió una amistad maravillosa que continuamos en tertulias con “las politólogas”, grupo que incluía de vez en cuando uno que otro politólogo de sexo
masculino. Aunque nunca las consideramos como verdaderas tertulias, allí hablábamos de política, por supuesto, de literatura, de cine, de viajes que nadie alcanzaba a
contar de principio a fin porque el tema cambiaba rápidamente, de los profesores y las anécdotas de la Universidad, de intereses, preocupaciones y hasta de los nietos
cuando empezaron a llegar. Cuando Silvia y Alberto se
fueron a Bucaramanga, las tertulias se convirtieron en
115
llamadas telefónicas que inmediatamente referíamos a
las demás, pues no aguantábamos las ganas de contarles
lo que cada cual había hablado con ella.
Alberto me contó hace poco que esas conversaciones
también las compartía con él, creándose una especie de
“tertulia virtual” que sólo ahora hemos venido a descubrir existió durante años. A las supuestas tertulias llegábamos también con un cargamento de sugerencias sobre
libros “imprescindibles”. Por ahí en el año 1990, cautivada por la Historia del Cerco de Lisboa de Saramago, llegué
a rogar a todas que lo leyeran. Sólo Silvia me hizo caso
en ese momento, y de ahí en adelante se convirtió en
devota seguidora de Saramago, al punto de colgar en
su apartamento un afiche tamaño natural para poderlo
“reverenciar” todos los días. Cada vez que nos llegaba un
libro nuevo de Saramago lo devorábamos con fruición
y lo comentábamos ad infinitum. Cómo se hubiera reído
con el último, Caín, en el que Saramago reta al señor dios
en forma impávida y pícara, como a ella le gustaba.
Yo siempre me sentí feliz de ser su amiga, porque me
parecía una persona humana superior, en todo sentido.
Con esa honestidad, benevolencia y bondad combinadas, con esa claridad mental ante cuestiones cruciales y
un sentido del humor “genial” en sus charlas y escritos;
pocas veces van juntas esas cosas. Comentábamos con
Marta Galindo que Silvia tenia la virtud de hacerlo a uno
sentir mucho más capaz, brillante, valiente y más “todo”,
cuando era ella quien tenía esas virtudes.
Hoy, a nuestras charlas les hace mucha falta el humor
picante de Silvia, su erudición, sus noticias sobre los que
116
estaba empezando o acabando de escribir, sus ponderaciones constantes e interés por todo lo que cada cual
estaba haciendo en la vida, y sus cargamentos de libros
de regalo para todas.
Voy a usar el término brasileño saudade: esa nostalgia mezclada con una gran sonrisa para describir lo que
siento hoy al escribir estas líneas.
***
María Cecilia Navas
Estudié Traducción Simultánea y después Ciencia Política,
gracias a lo cual conocí a nuestra amiga Silvia. No obstante,
siempre he trabajado como intérprete, y ha sido un oficio que
me apasiona, me divierte, me permite no caer en la rutina,
me fuerza a estar actualizada, y me permite aprender de mil
temas, ideologías y lugares que de otra forma jamás conocería. Por este oficio he podido viajar mucho, cosa que también
he disfrutado enormemente. He podido leer cuanto he querido, en parte gracias a esos viajes por las largas esperas en
aeropuertos y salas de conferencia y porque soy una “lectófila”
de tiempo completo. Soy “solterona”, a mucho honor, lo cual
también me ha permitido una gran libertad, pero tengo una
familia muy extendida de 4 hermanos, 4 cuñadas, 12 sobrinos y 13 sobrinos nietos, todos ellos muy cercanos gracias a
que hemos compartido un edificio en el que vivimos todos los
hermanos y cuñadas, y una finca a donde podemos ir los 35
Navas.
117
De la mano de mi amiga Silvia
Marta Galindo Peña
Mil novecientos setenta y seis… Año de un encuentro
que marcaría mi vida para siempre y la de muchas compañeras y amigas del Programa de Ciencia Política de la
Universidad de los Andes, en Bogotá. Clases comunes
con Silvia, y de allí a su casa bellísima en los cerros del
norte de la ciudad. Allí estudiábamos; ella renegaba de
su alergia a la humedad y al frío, y pasábamos tardes
enteras devorándonos el libro de ideas políticas de Ebbenstein, que no se conseguía en el mercado, pero que
ella había conseguido en la biblioteca de su papá, Don
Alejandro Galvis; o tratando de dilucidar el modelo de
Eaton para la clase Proceso Político, del Profesor Murillo; o pretendiendo entender al Maestro Pacho Leal, y
sus Elecciones y Partidos Políticos en Colombia. Y entre el
aprendizaje de los conceptos “libertad, democracia, gobierno, partidos y otros”, iniciábamos de la mano de Silvia el recorrido por la vida, en la cual su sola presencia,
charla y tertulia, enriquecieron a su grupo de amigos de
manera especial e inolvidable.
En esa casa que hoy recuerdo estudiábamos, mientras Kai, recostado al lado nuestro leía Miguel Strogoff
118
y Alexandra correteaba a la sombra de los árboles del
patio. Y recibía las clases de matemáticas, que a ella le
parecían “ciencias ocultas”, con mi hermano Bernardo,
en esa época estudiante de Ingeniería en los Andes. Esa
es mi primera imagen. Silvia me contaba de sus estudios
en Nueva York en los sesenta; de su moda de vestirse de
negro, del existencialismo francés. Y yo fascinada la oía
contarme sus vivencias tan sencillamente que me contagiaba y me hacía sentir que podrían ser también las
mías.
De la mano de Silvia, íbamos a los conciertos en el
Colón para escuchar la Sinfónica, y me codeaba cuando entraban los cobres, el liderazgo del primer violín, la
existencia de la viola de gamba. Y así, sucesivamente, terminamos nuestros estudios y consolidamos una amistad
que recorrió diferentes caminos y trayectorias, pero que
siempre estuvieron marcados por ese sello inconfundible
del afecto, y, sin ella proponérselo, de sus enseñanzas.
Aquí quiero resaltar la definición que, a mi juicio, fue Silvia para todos nosotros: Ella, la más inteligente, la más
brillante, la más segura, la mejor de la mejor, siempre
nos hizo creer a través de nuestras eternas conversaciones, que nosotros sus amigos, éramos los más inteligentes, los más brillantes, los más seguros, los mejores. Ese
don de su generosidad lo sentimos y lo recibimos todos
los que tuvimos el privilegio de compartir con ella horas
larguísimas, interminables; pero que cuando finalizaban
se convertían en tan solo unos pocos minutos.
A mí me correspondió su maravillosa compañía cuando nació mi primer hijo. Me trajo de Estados Unidos las
119
piyamas para recibirlo. Luego, cuando llegó mi hija, le
regaló el vestido más bello que yo hubiese visto hasta ese
día para una bebé. En esas épocas, y de la mano de Silvia,
me explicó la entrega de lo que sería nuestro norte común en la vida: Kai y Alexandra, y Felipe y Martamaría;
nuestros hijos.
El paso por la universidad le dejó a Silvia el incondicional afecto por Nicolás Rocha, Paulo Laserna, y la
amistad profunda por nuestro grupo de amigas a quienes, repito, nos tenía convencidas de que éramos tan
inteligentes y maravillosas; cuando, como lo sabemos
todas, era Ella ese ser inteligente y maravilloso que proyectó sobre nosotras.
De la mano de Silvia, todos nosotros aprendimos el
rigor de la investigación de la historia, aprendimos el
humor que toda situación, por formal y rigurosa que sea,
contiene, y la transparencia de la vida sencilla pero llena de conocimiento profundo. Aprendimos y viajamos
con ella a la Biblioteca Vaticana en Roma, a la Biblioteca
del Congreso en Washington, al Archivo general y a la
Luis Ángel Arango en Bogotá; y también a la Costa Caribe colombiana, en búsqueda de los hermanos de Gabo.
Siempre nos hizo partícipe de sus recorridos y, por ello,
siempre nos hacía parte de los escritos para sus libros.
De la mano de Silvia, yo conocí a Jorge Amado; me regaló Doña Flor y sus dos maridos y Gabriela Clavo y Canela
y me decía: “Para que goces leyendo las maravillas de
Salvador de Bahía, y bailes samba con Vadinho”. Conocí
a L. Durrell y su Cuarteto de Alejandria; me explicó Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, de Miller. Sería im-
120
posible citar páginas enteras de sus enseñanzas: en cine,
literatura, música e historia. Nuestra común amiga, María Cecilia Navas, nos embarcó algún día en Saramago, y
a Silvia sólo le faltó hacerle el altar de homenaje a María
Cecilia, por descubrirlo, por presentárnoslo, por convencernos de su obra, cuando aún Saramago era un autor
desconocido en Colombia. Y su afiche de Saramago de
esos días, con el humor que la caracterizaba, era motivo
de saludo con venia cuando llegábamos a su casa.
De la mano de Silvia, cuando por largo tiempo me fui
a vivir fuera de Colombia, recorrí con ella sus vivencias
en Washington, en Italia y en Canadá. Había llegado a su
vida, su gran amigo, compañero, confidente, cómplice;
su esposo: Alberto Donadio. Llegó su alma gemela, su
media naranja, su otro yo. Yo le preguntaba: “¿Te vas a
casar con Alberto?” Y me respondía: “¿Sabes qué? Nos
hemos casado no sé cuántas veces, ya perdí la cuenta: En
Miami, en Roma, en Vancouver…”. Ese, su sentido del
humor que siempre la acompañó, hacía de cualquiera de
nuestras preguntas un motivo para “sacarle los pelos a
la calavera”.
Podría extenderme tanto para seguir contando anécdotas de nuestra amistad, que están muy presentes en mi
memoria y en mi alma porque fueron tan importantes y
tan sólidas para mi vida, que no terminaría. Contarles
también cómo cada vez que nos veíamos y nos reencontrábamos, ella tenía un interés distinto. De la mano de
Silvia también escuché las óperas cantadas por María
Callas; entendí por qué y cómo se cargó una ballesta renacentista italiana que colgó contra viento y marea en
121
la chimenea de su casa (casi no se la dejan montar al
avión; menos mal fue antes del trágico septiembre 11);
aprendí el gusto por sus largas caminatas con Alberto, a
través de los pueblos más hermosos de este planeta, en
la Toscana.
Y para terminar, mi mejor homenaje a Silvia lo recuerdo hoy, cuando mi esposo Fernando Carrillo, quien
partió de este mundo exactamente a la misma edad de
ella, hace cinco años; igual de jóvenes, iguales de gocetas de la vida, igual de transparentes y cálidos, sin reservas e incondicionales, me dijo el día que la conoció
en esa casa de los montes de Bogotá: “De esa mujer se
enamora cualquier hombre a los diez minutos de escucharla; yo sería el primero”. Ojala estén juntos en el más
allá, riéndose de los que todavía y solamente por un rato
más, estamos hoy acá.
***
Marta Galindo Peña
Economista y Politóloga; con estudios de postgrado en Relaciones Internacionales. Su experiencia profesional ha estado
dedicada al estudio y la gestión de la internacionalización de
Colombia en diversos frentes.
122
Su dulce sonrisa
María Teresa Ronderos
Las imágenes de Silvia Galvis que me quedan en la me-
moria son de diversos días; una caminata que hicimos
con nuestro amigo común, Nicolás Rocha, por un camino de tierra de Subachoque; una cena con los colegas de
Ciencia Política y Horacio mi esposo, que fue por quien
yo me acerqué a ella, pues fue su compañero de estudios, en la que todos hablamos de las mamás y Silvia nos
hizo reír con los cuentos disparatados de la suya; una
cena de pasta y vino con Alberto en su cálido apartamento de Santa Ana; un encuentro maravilloso en Paipa, de
inmensa alegría, y otro antes de eso en Buenos Aires con
su pinta de jovencita, de trenza y pantalones de pana.
Y por más que trato de escarbar a ver si alguna vez la
vi posuda, si la sentí pontificando sobre algo, como tantas veces lo he hecho yo, o imponiendo sus ideas sobre
los demás, no encuentro el recuerdo. No debió suceder
nunca. Sólo me acuerdo de su sonrisa, su dulce y entrañable sonrisa porque es lo que más extraño. Silvia se reía
del país, de la grandilocuencia de sus personajes vacíos,
pero no con ese tono superior con el que suelen ironizar
quienes sufren de importancia en la pequeña hoguera
123
de las vanidades criollas, sino que se reía con una gran
personalidad, pero siempre amable.
También me quedaron grabadas en la memoria nuestras eternas llamadas telefónicas. Nos poníamos al día de
los hijos y las familias rápidamente, y después arrancaba
la catarata de comentarios, reflexiones, apuntes sobre las
debilidades colombianas: la incapacidad para entendernos en el mundo, la injusticia, la miopía de los dirigentes, el machismo. Todas cosas que nos dolían siempre, y
contra las que Silvia arremetía, al igual que en sus novelas y sus escritos periodísticos, con algún comentario tan
burlón como demoledor.
Me acuerdo de frases sueltas. “¿Cómo vas?”, le pregunté casual, cuando estaba escribiendo su gran novela, Soledad. “¿Cómo me va a ir?, te imaginas… Mate mi
felicidad de poder haberme dedicado tantos años a hablar mal de los curas y de los godos”. Otro día, muy al
principio del gobierno de Ernesto Samper, antes de que
se empezara a conocer públicamente la dimensión de la
infiltración de dineros del cartel de Cali en su campaña,
me llegó el mensaje de que me querían ofrecer un cargo
en Washington. Yo no sabía qué hacer porque me gustaba mucho mi carrera y no quería cambiarla por la diplomática, pero quería salir del país por unos uno o dos
años con mi familia y la oportunidad parecía perfecta.
Como admiraba tanto a Silvia, su claridad en distinguir lo que está bien de lo que está mal, su verticalidad
porque no transaba con aguas tintas ni disculpitas de
monja frente a dilemas morales, la llamé a consultarle. Me dijo con su sentido del humor de siempre: “¡Ay!
124
Mate, a tí y a mí nos pueden comprar el cuerpo, pero no
el alma”. Como me quedé dudando qué era lo que estaba
vendiendo nunca fui a la cita a la Presidencia para escuchar la oferta formal.
Esa es la Silvia que recuerdo, siempre sonriente, irreverente, de independencia indómita y un carácter tan
recio para decir lo que pensaba, como suave con la gente
que quería. Me dejó Silvia una herencia silenciosa. Cada
vez que tengo alguna duda ética sobre cómo resolver un
problema en mi oficio, pienso en su gesto, y sólo decido
aquello que hubiera despertado en ella una de sus lindas
sonrisas.
***
María Teresa Ronderos
Ha sido editora de varios medios de prensa escrita y televisión,
reportera y maestra de la Fundación Nuevo Periodismo. Es
autora de los libros Punch una experiencia en televisión (1990),
Retrato del Poder (2002) y 5 en Humor (2007).
125
Me voy p’al cielo con mi silla
Juan Pablo Ferro
Todos los días la veo, y la siento. Me acompaña. Está
ahí, pegada al gran sillón que utilizó durante 80 años mi
padre, un contador público limpio, como a ella le gustaban las cosas.
¡Y claro que recuerdo cuánto admiró a Silvia Galvis
y todos sus escritos! Una vez aparecía un nuevo libro
y yo llegaba al segundo piso de la casa paterna con el
ejemplar, mi padre suspendía inmediatamente sus labores –que tanto le ayudaron a ricos y pobres del país–, y se
sentaba, juicioso y sin poder pensar en la siesta, a subrayar líneas y trozos sobre tantos “gallinos que hay en este
país”. Eran esos textos, sopesados, investigados e interpretados los que le parecían buenos. Y luego, al final de
la tarde, me llamaba a mi casa para decirme: “¡Uff, esta
historia política sí que vale la pena”. Y así fue con todos
y cada uno de los libros que Silvia Galvis escribió.
Como yo, Jorge, mi padre, estaba pendiente siempre
de las notas dominicales de Silvia. Claro que yo tenía
una pequeña gran ventaja y es que seis días antes había
oído las exquisitas sandeces y verdades que anunciaban
el tema, o que le daban la vuelta al enfoque del periódi-
126
co de la siguiente semana. Cada martes, durante varios
años, Silvia nos acompañó y guió a quienes hacíamos
parte del Comité Editorial de la edición dominical de El
Espectador, “del de antes, sumercé”. Y repetía: “Eso sí,
al Comité llego tardecito”, porque “ni de vainas puedo
hacerlo temprano”. Y esa fue la gran razón por la que no
pudo asistir al Comité Editorial del periódico, un ofrecimiento que le hicieron en varias ocasiones los dos directores de esa época.
Hoy no tengo duda alguna de que Silvia me habría
preguntado sobre mi padre: “¿Es liberal de cuáles, sumercé?”. A lo que le habría respondido: “De los de principios, buenos, limpios, honestos y verticales como usted, mi vida”.
No hay un hecho que más haya calado en el devenir de mi futura vida periodística que la conversación
sostenida en su confortable apartamento del norte de
Bogotá, antes de una cena llena de viandas abundantes y deliciosas. “Lo primero que hicieron fue ponerse
sueldos fabulosos”, le conté; dicen que “acorde con sus
responsabilidades; y la razón: porque los periodistas no
pueden seguir viviendo de limosnas”. Y ella, irrefutable,
respondió: eso los amarrará para siempre al poder. Y poder, conglomerado y periodismo, no van en la misma
dirección. Se empezaban a vivir tiempos distintos en el
periodismo colombiano.
Una segunda imagen de mi amiga Silvia tiene que ver
con el día en que me contó que sería abuela. Estaba feliz pero insegura, algo extraño en la Silvia Galvis que
yo conocí. Sin embargo, a los pocos meses de asumir su
127
papel y enfrentar la responsabilidad –yo la saludaba: “¿y
cómo va la abuela?”–, resultaba complejo atraerla. Vivía
pegada a sus nietos –como ocurría con su inseparable
Alberto–, y ahora, creo, convencida de que ellos sí serían
capaces de vivir en un país mejor… “Porque el de ahora,
sumercé, da pena y risa”. Y entonces abría sus ojos, soltaba una carcajada y, claro, volvía a preguntar…
Tres instantes de felicidad quiero traer ahora. Primero, al verla por las empinadas escaleras de la Universidad de los Andes, subiendo lenta, entre los pinos, conversando y auscultando hasta el último detalle del tema
de su interés. Segundo, el día en que le dije que estaba
pensando en dedicarme a hacer una historia del país de
forma paralela a la historia de El Espectador (“Incumplí,
mi adorada amiga”); y el otro, cuando llegó a mi casa
con la silla forrada con un texto impreso de su novela
Soledad, conspiraciones y suspiros. Esa fue la manera que
encontró para pagar mi labor en los medios, “la de mi
agente”, como me dijo desde entonces.
Ahora confieso que no fue difícil promocionar el libro: por lo que representó Silvia Galvis para la investigación y el periodismo en Colombia; porque todo lo que
escribió era combativo y removía cimientos, y porque
Soledad es una gran novela. Como su obra: realidad y actualidad primero, y después, un toque de ficción. “Hasta
salimos en El Catolicismo, sumercé”, y allí calificaban el
libro como “una delicia y fuente para conocer cómo era
nuestra sociedad a finales del siglo XIX”.
Hoy, cuando nos han dejado varios amigos de El Espectador, me atrevo a dar las gracias de su parte: Por la
128
manera como asumió, entendió y explicó el cambio en
el periódico; por la forma como nos animó a buscar caminos ante circunstancias difíciles, porque ella -como lo
demuestra en Soledad, conspiraciones y suspiros- se arropó con los más profundos principios que defendió ese
diario en la última década del siglo XX, “y antes también,
sumercé”.
Pienso en Silvia y me vienen a la cabeza plantas y
parques, olores, mis alumnos de la Universidad oyéndola
–perplejos–, ciertas voces, caminos, risas, miles de ideas
y mundos conversados, solidaridades, transparencia, libertades, tejido, malicia, horror, burlas, sarcasmo, asombro, libros, días y noches. Pero ante todo conservo en mi
cabeza la imagen de mi silla de director de cine, con la
lona que lleva impreso título y textos de Soledad, conspiraciones y suspiros, en “un mundo tranquilo y discreto, de
virtud y obras pías”.
Mi silla me acompaña en el estudio y el trabajo. “Con
ella me voy p’al cielo sumercé”, en donde no me perderé
nuestra cena de gala –sin curas invitados–, cuando volveremos a dudar de este mundo que nos quieren vender,
y que no es el que soñamos, “sumercé”.
***
Juan Pablo Ferro
Compañero de estudios de Silvia en Ciencia Política en la Universidad de los Andes. Fue por muchos años Jefe de Información en El Espectador.
129
Una sonrisa amplia y generosa
Nicolás Rocha
Dora Rothlisberger fue la artífice de nuestra relación.
Quien sabe por qué, un buen día se le ocurrió a nuestra
querida profesora de política internacional que Silvia y
yo dedicaríamos el semestre a investigar el conflicto árabe-israelí. Yo acepté de inmediato. No conocía a Silvia,
pero su sonrisa amplia y generosa no me había pasado
inadvertida. La había visto muchas veces tomando tinto
en la cafetería de la universidad con el grupo de señoras
que por esos días constituía el grueso del Departamento de Ciencia Política. Pasaban las horas discutiendo los
temas más álgidos y también las minucias de la vida familiar. Para mí, un estudiante recién salido del colegio,
me parecía admirable que pudieran combinar con tanto
éxito el estudio con los trajines propios de toda madre
joven.
Nunca llegué a imaginarme que la investigación sobre
judíos y palestinos se convertiría en una lección invaluable de ética y rigor profesional, y muchos menos en que
sería la primera piedra de una amistad que perduraría
más de treinta años, casi todos ellos separados por miles
de kilómetros de distancia. Pero desde mi punto de vista
130
era inevitable que así sucediera. ¿Cómo no caer rendido
ante su sencillez, su modestia, su encanto? Una mañana
cualquiera tomé coraje y me presenté al grupo; al fin y al
cabo, podía achacar a Dora mi atrevimiento. Pero Silvia
ya estaba sobre aviso: me acogió con esa sonrisa que desarmaba hasta al más valiente y me ganó para siempre.
Trabajamos duro y parejo, y nos divertimos en igual
medida. Ella le robaba tiempo a Kai y a Alexandra, que
por ese entonces no tenían ni diez años, y yo descubría
a una persona de principios sólidos que acometía el trabajo con la misma dedicación y entrega con que criaba a
sus hijos. No era preciso compartir sus convicciones para
reconocer que se estaba ante una mujer de un talante
muy especial. Cuando terminamos, tres o cuatro meses
después, Silvia ocupaba un lugar muy importante en mi
vida.
La voy a extrañar muchísimo. Nos quedaron pendientes muchos temas por discutir, muchos libros por comentar. Nuestras conversaciones telefónicas eran esporádicas
y casi siempre en horarios inconvenientes, pero servían
para renovar ese afecto que siempre le tuve. Después de
nuestras charlas, largas y divertidas, terminaba con la
oreja recalentada, pero me sentía lleno de ese calor humano que ella transmitía desde el otro lado del océano.
Era difícil no contagiarse de su pasión por la justicia o
permanecer indiferente ante su entusiasmo por la historia o su devoción por Saramago. Difícil también habría
sido no compartir su animadversión por el clero, e injusto no alabar su consideración por el prójimo. Yo nunca
pude dejar de admirar la forma como manejaba su baga-
131
je familiar y me sorprendió hasta el último momento su
entusiasmo tardío por el tenis.
Esa fue la Silvia que yo conocí. No me sorprendería
que Dora, con toda su sabiduría, haya querido darme
un ejemplo de vida cuando le sugirió que trabajáramos
juntos. Le sonó la flauta.
***
Nicolás Rocha
Nací en Bogotá y estudié Ciencia Política en la Universidad
de los Andes de 1975 a 1981, la misma época en que estudio
Silvia. Allá, en la universidad, fue que la conocí y que nos hicimos amigos.
En 1983, cuando todavía no sabía muy bien que iba a hacer
con mi vida, conseguí un puesto en Londres con la BBC. El
contrato inicial fue por 3 años con el Servicio Latinoamericano, pero se fue extendiendo, conseguí otros puestos con la
misma BBC y acá sigo.
A Bogotá he tratado de ir por lo menos una vez cada 12-18
meses, y fue así como seguí en contacto con Silvia y otros muchos compañeros de la universidad. Además de ver a Silvia
cuando iba de vacaciones, hablábamos de vez en cuando por
teléfono. Sólo hasta que ella cerró su casa en Bogotá y se fue a
Bucaramanga se me hizo imposible volver a verla.
132
Con su pinta café y verde oliva
Camila Loboguerrero
Conocí a Silvia por allá en los setentas, cuando ambas
estrenábamos maternidad y ella vivía en “La Bella Suiza”,
en una casa que miraba hacia la sabana de Bogotá. Me
acuerdo de su risa, de las mil historias de Bucaramanga
que competían por contar ella y Rafael, mi marido. Grandes narradores, ambos eran dueños de un sentido del
humor no muy común en su tierra.
Pero más a fondo, comencé a conocerla y admirarla
a través de sus libros, muchos de ellos escritos a cuatro
manos con Donadio. Ellos dos eran para mí una pareja
modelo. Su vida me resultaba envidiable: investigadores
profundos, iban a Washington, o al archivo de otras ciudades o a donde fuera, por el tiempo que se necesitara,
a estudiar documentos, cartas o manuscritos que sustentaran esos textos aún tan pertinentes de Colombia Nazi,
o las trapisondas de mi general Rojas, El Jefe Supremo,
entre muchos otros.
Pero no nos veíamos mucho. Era una amistad construida más a través de la lectura. Quizás nos volvimos
realmente amigas gracias a María Cano, el personaje
histórico que Silvia admiraba tanto. Cuando hice una
133
película sobre esta mujer tan apasionante, me acuerdo
que le regalé un afiche y ella tuvo a bien ponerlo en el
hall de su edificio, para vergüenza mía por tal grado de
exhibicionismo con sus vecinos, uno de ellos también director de cine.
Y luego, haciendo una serie de documentales sobre
inmigrantes, tuve la fortuna de contar para la investigación con un libro tan valioso como Colombia Nazi. Libro
en mano, salí a buscar a los judíos, a grabar sus testimonios. Silvia y Donadio me habían mostrado una historia,
para mí desconocida, sobre la llegada de los inmigrantes a Colombia: la de los inmigrantes pobres. El libro de
ellos fue mi guión de partida…
Pero más, más amigas, nos hicimos gracias a la loca
ocurrencia que tuvo de meterme junto con otras cinco
mujeres, a cual más de dispares, en su libro de reportajes: Vida Mía. Fueron muchas tardes las que pasé en su
casa de Santa Ana, sentada, de espaldas al cerro. La recuerdo frente a mí, escudriñándome, hurgando sin opinar. Mirándome con sus enormes ojeras color café, como
sus ojos, inteligentes y atentos. No necesitaba preguntar,
con su sola mirada yo entendía que no estaba siendo clara, que no era del todo cierto lo que contaba, que tenía
que ir más a fondo…
Después, no sé por qué extrañas coincidencias, compartimos un final de año en la Florida. Fueron varios
días de charlas infinitas, de carcajadas y de sonrisas,
pero también de debates y discusiones, de eso tan delicioso que era hablar con ella. Y luego, para celebrar
la navidad, terminamos apropiándonos de los jardines
134
de un hotel, con equipos de música, asadores y neveras
que compramos la víspera con el propósito de devolverlos al día siguiente y pedir que nos repusieran la plata,
comiendo y bebiendo como Heliogábalos. Desde sus habitaciones, los pobres gringos huéspedes del hotel nos
miraban, sin entender porqué éramos tan felices.
Una de las últimas imágenes que tengo de ella también es riéndose, llena de alegría. Estaba de jurado en
una convocatoria de teoría y crítica del cine colombiano
que yo había abierto en mi paso por el Ministerio de Cultura. Y había descubierto un trabajo excelente sobre “La
Presencia de la Mujer en el Cine Colombiano”. Estuvimos felices, esa tarde, pensando que si el trabajo ganaba
sería publicado. Y ganó. Y se publicó.
Todavía no me acostumbro a la idea de que ya no esté
más. Aún me la imagino por ahí, silenciosa, con su pinta
café y verde oliva. Sonriente, mostrando su amplia dentadura que le ilumina la cara. Leyendo las pendejadas
que se le pueden ocurrir a una de sus amigas…
***
Camila Loboguerrero
Directora de cine nacida en Bogotá. Considerada como la primera mujer en Colombia que incursionó en la dirección del
largometraje. Ha recibido muchos premios, entre los cuales se
destacan la medalla de oro Bilbao 1973; y el tercer premio en
el Festival de Cartagena 1974, con el documental Llano y contaminación (1973); el primer premio del Festival de Cine de
135
Arquitectura y el tercer premio del Festival Super 8 mm. de la
Cinemateca Distrital, con Arquitectura republicana (1976); y el
primer premio Colcultura 1980, con Debe haber pero no hay.
De su película María Cano (1990), biografía histórica, Loboguerrero ha dicho: “No pretendía hacer una película apologética de la vida de una luchadora social; no quería hacer otra
historia oficial. Al contrario, me importaba mucho esa parte
cotidiana, endeble y humana de un personaje como ella”. María Cano participó en el Festival Joseph Papp en 1990 y formó
parte del grupo de filmes colombianos que se exhibieron por
primera vez comercialmente en Estados Unidos.
136
Desde Vanguardia Liberal
137
138
Silvia se ha ido, así, de prisa,
sin despedirse
Eduardo Durán Gómez
Una charla amena, sincera y cordial, que aflora ideas,
enciende ilusiones y que a la vez produce emociones
frente a los escenarios que escruta, deja sin dudas un
sentimiento de satisfacción que lleva a valorar en el interlocutor una serie de situaciones que vienen desde el
instinto de amistad hasta la dimensión de las ideas y el
talento de la personalidad.
En esta descripción podría enmarcarse la primera
charla que tuve con Silvia Galvis, por allá en 1978, cuando regresaba a Bucaramanga para vincularse al diario de
su padre en una labor periodística que la ocupó durante
largas jornadas y que la proyectó como fundadora del
Departamento Investigativo, columnista y más tarde Directora, título con el cual nunca estuvo conforme.
Fue una afinidad que surgió, tal vez por la manera de
apreciar las cosas, o acaso por la forma como le dábamos
el sentido a la interpretación de los acontecimientos que
abordábamos.
Allí me sugirió que le colaborara con una investigación que estaba haciendo para la Universidad de los
139
Andes sobre los colombianos residentes en Venezuela,
y ese fue el punto de partida para iniciar una serie de
reuniones de evaluación de información que se prolongaron por más de tres meses, y que sirvieron para sellar
una fecunda relación de amistad que perduró siempre
y se enriqueció a través del tiempo, por la forma como
los valores que la fundaron y la sostuvieron se fueron
haciendo cada vez más grandes, hasta permear hondos
sentimientos que generan el afecto y la lealtad.
Y es que cuando una amistad crece con el cariño pegado a la admiración y al respeto, uno va sintiendo a esa
persona parte integral de su propia existencia, algo grandioso que le da sentido a la vida a través de la amistad.
Como alguien decía con mucho acierto: “Un buen amigo,
es un tesoro sin precio”.
Por eso era que la personalidad de Silvia estaba hecha
para maravillarse: inteligente y vivaz, transparente en su
pensamiento y en su acción, de una capacidad de trabajo
y de un sentido de responsabilidad en el mismo, que uno
podría afirmar que la perfección estaba cerca en cada
cosa que creaba; bastaba observarla cuando en medio de
documentos y elucubraciones analizaba una de sus investigaciones, y ya cuando estaba próxima a publicarse,
si le llegaba a aflorar una duda frente a la cual no obtenía una respuesta precisa, a manera de conclusión irreversible sentenciaba: “Esto no sale”. Allí aprendía uno a
admirar con intensidad a la persona y a la escritora.
Fue así como la vimos crecer en su vida profesional,
llegando a ser columnista de medios nacionales, obteniendo galardones de prestigiosos concursos de perio-
140
dismo y dedicada a producir apasionantes libros, fruto
de profundas investigaciones que le merecieron el sello
de las más importantes casas editoriales, en donde la crítica siempre supo valorar el talento y la capacidad de
esta creadora, cuya inspiración para descifrar historias
acapararon, y continúan acaparando, el interés de los
lectores inquietos.
Un encuentro con Silvia producía muchas sensaciones
agradables: su conocimiento de hechos y personajes, su
acaudalado acerbo académico, su facilidad para interrelacionar situaciones, su humor para describir episodios
y calificar actitudes, y su sonrisa plena que le ofrecía al
interlocutor el encanto de su personalidad y el tributo de
su amistad. Su vida era completamente armónica con lo
que pensaba, y cada acto reflejaba el sentido de sus principios: ajena a la fortuna material, recia en sus convicciones, franca en sus expresiones y decidida en su acción,
jamás antepuso nada para defender lo que creía justo y
se atenía a la razón; por eso la coherencia de su pensamiento fue para ella una bandera limpia y sin mácula.
Qué tristeza tan grande nos produjo la noticia de su
temprana partida, aquella mañana de domingo cuando
apenas escrutábamos la razón del día que comenzaba y
cuando jamás pensábamos en que el destino nos señalara ese siniestro episodio. Cuando un amigo de verdad, de
aquellos que han copado el alma y la admiración muere,
sentimos que algo muy grande en nuestro interior también se extingue. Silvia se ha ido, así, de prisa, sin despedirse, sin dejarnos siquiera un guiño de su partida, pero
así era ella, discreta y sin pretensiones, lo que nos lleva a
141
decir que no hace falta la advertencia de su éxodo definitivo para saber que ese sentimiento grandioso permanecerá en la entraña en donde siempre nos acompañará el
significado de su afortunada y fecunda existencia.
***
Eduardo Durán Gómez
Abogado con especialización en Derecho Público y Dirección
de Empresas.
Periodista del Departamento Investigativo de Vanguardia Liberal, bajo la dirección de Silvia Galvis. Columnista durante 25
años. Fue director de Vanguardia Liberal.
Profesor universitario. Historiador y escritor. Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia.
142
Certeza en sus principios
Carlos Guillermo Martínez
La madrugada del 11 de agosto de 1984, una o dos
horas después de la medianoche, estaba recorriendo despacio algunas calles de Bucaramanga, en un carro que
Silvia conducía con destreza mientras comentaba las históricas y convulsionadas horas que acabábamos de vivir.
Yo la oía, no con toda la atención que hubiera querido
hacerlo, ya que no podía dejar de vigilar al camión del
ejército que el Comandante de la Quinta Brigada había
encargado para que nos acompañara en el corto recorrido desde el periódico hasta el edificio donde vivía, y en
donde Silvia me dejó y siguió su camino sólo al verme
tras la puerta de vidrio de la entrada. En el camino ella
misma bromeó con la ironía de esa insólita escolta de
cuanto menos 20 soldados, de la que no pudo deshacerse a pesar de haberse negado durante varias horas a salir
acompañada de semejante despliegue militar. El vehículo era uno de los tantos que a esa hora transportaban
soldados por las calles de Bucaramanga, para neutralizar
una amenaza de disturbios de la que se había hablado
durante el día.
Dos años atrás, con dos golpes en el hombro para llamar mi atención y hacerme una propuesta que sabía im143
posible de rechazar, mi profesor de prensa del segundo
semestre, me condujo una tarde hasta Vanguardia Liberal, y me dejó dentro de la oficina y frente a la figura
amable y sonriente de Silvia Galvis. Ella quería probar si
alguno de los estudiantes de la naciente carrera de Comunicación Social podría trabajar en su Departamento
Investigativo, y yo había sido elegido para esa primera
prueba. Un poco antes de la cinco de la tarde la conversación había terminado, y desde ese momento mi vida
tomó un rumbo inmodificable ya que, nunca más, ni por
un día, dejaría de ser un periodista.
Para ese entonces, septiembre de 1982, Silvia Galvis era una persona que en Bucaramanga tenía gran impacto. La contundencia de sus informes periodísticos y
la magia literaria de sus columnas de opinión, no sólo
habían hecho el milagro de sacar del marasmo a la adormilada comunidad bumanguesa, sino que había logrado
sacudir a la retraída, envidiosa y mañosa clase política
local, a la que expuso en toda su escandalosa realidad.
Con aquella mujer era con la que, como pude saberlo
en la mañana, tendría la sorpresiva cita de esa tarde.
Al entrar en su oficina me sorprendió el orden riguroso de cada elemento allí dispuesto, así como el tono
sobrio, tanto de los objetos como de la música clásica
que suavemente se apropiaba del espacio y que constituía el elemento central, que definía todo lo demás: los
cuadros de pintores santandereanos, el sofá, los papeles
cuidadosamente ubicados en dos pequeñas pilas sobre el
escritorio, el computador, el teléfono. Silvia, en medio
de todo aquello, era, sin duda, una figura principal pero
144
no protagónica en sí misma, porque ella siempre, incluso
en una circunstancia tan personal como una entrevista
laboral, trataba de pasar desapercibida. Pero no lo lograba, y, como en el caso de muchos de los que trabajamos
con ella en Vanguardia, terminaba, por el contrario, convertida en el origen, la razón misma de ser de nuestras
carreras.
Cuatro semanas antes del fatal 10 de agosto de 1984,
el ex guerrillero Carlos Toledo Plata, un masón, natural
de Zapatoca, hombre altruista y fundador e ideólogo del
M-19, había visitado la oficina de Silvia para hablar con
ella sobre el proceso de paz que ese grupo insurgente
adelantaba con el gobierno de Belisario Betancur. Ella
estuvo esperando con gran interés la visita de Toledo,
y quienes tuvimos acceso a esa conversación pudimos
medir el tamaño moral de esos dos seres que fueron lo
suficientemente demócratas como para permitirse la libertad de expresar sus desacuerdos, y fueron también lo
suficientemente generosos como para celebrar sus coincidencias, que eran varias y todas confluían en el mismo
sueño de paz que había sacado a este hombre de la selva
y lo tenía de vuelta en Bucaramanga, organizando un
encuentro nacional del M-19, en su camino hacia la participación democrática.
Por varios días, Silvia comentó la visita en la que conoció a Toledo Plata. La impactó la sencillez, la verticalidad y, paradójicamente, la inocencia de este hombre,
considerado un estandarte de la lucha armada en Colombia. Ella, al igual que muchos colombianos por esos
días, comenzó a creer fervientemente en que la paz era
posible.
145
Pero sería ahí mismo, en Bucaramanga, donde se
asestaría un golpe que pudo ser mortal para el proceso
de paz.
El 10 de agosto de 1984, al comenzar apenas el día,
Carlos Toledo Plata moría en una clínica, asesinado por
desconocidos que le dispararon al frente de su casa. En
minutos, la ciudad se convirtió en el centro de una noticia mundial de amplio cubrimiento en esos tiempos.
Vanguardia Liberal fue, entonces, para las agencias de
prensa y medios nacionales e internacionales, la fuente
principal de información, y Silvia tuvo que ocuparse, por
ese día, de liderar a los periodistas que cubrían una crisis
que amenazaba al país entero.
De las puertas de la clínica Bucaramanga, donde recibí el parte médico con la confirmación de la muerte de
Toledo y presencié las expresiones radicales de los seguidores del ex guerrillero que habían alcanzado a llegar
hasta allí, salí para el periódico sin imaginar la proporción que tomarían los acontecimientos con el pasar de
las horas de ese día. Al llegar me dijeron que Silvia nos
esperaba en su despacho. En dos saltos alcancé el pasillo
del tercer piso y en segundos estaba en su oficina.
La encontré verdaderamente conmovida. Había tomado el control total de la redacción del periódico, pues
del manejo que se hiciera de toda la información que se
produjera podría depender incluso la suerte del proceso
de paz en marcha. Esta responsabilidad, más el horror
que le producía la muerte de aquel hombre y la rabia
por ver atacada la posibilidad de paz, le dieron a Silvia
un aire adusto que por primera vez le veía. Reunió a los
146
periodistas en quienes más confiaba y a cada uno le encargó una misión. Le dije que había estado en la clínica
Bucaramanga, y ella me contó que quien había trasladado a Toledo herido era un empleado del periódico, y
me encomendó como primer trabajo del día, hacer una
entrevista con este personaje.
Con el paso de los minutos la presión creció exponencialmente. Silvia volvió a reunirnos. El presidente Betancur estaba fuera del país, en Quito; la cúpula del M-19
estaba en Bucaramanga porque esa noche se instalaba su
congreso nacional; los rumores hablaban de una revuelta que se organizaba en la periferia de la ciudad y podría
paralizarla en cualquier momento; las fuerzas del orden
también presionaban con informaciones contradictorias
y veladas sugerencias de cómo presentar la noticia. En
medio de todo esto, Silvia mostraba ese carácter recio,
esa certeza en sus principios y el tino en las decisiones
que iba tomando y que derivaba a toda la redacción a la
que dirigió ese día como una verdadera maestra en ese
arte y oficio que es el periodismo.
Al ver la seguridad en sus palabras y decisiones, la claridad en sus conceptos y la determinación en su propósito de informar el acontecimiento tal y como se presentó,
sin dejarse manipular por las presiones de uno u otro
lado, los periodistas fuimos asumiendo nuestras tareas,
estimulados por la confianza y el valor que Silvia mostraba. Esa mujer pequeña, de apariencia frágil y siempre
iluminada por una sonrisa amplia y contundente; ese día
nos enseñó cómo se puede ser firme y aguerrido, sin que
para ello sea necesario atropellar ni a la razón ni a las
personas.
147
Lo que para todos los redactores, novatos o experimentados, era una situación poco comprensible, al menos en su total magnitud, para Silvia era un asunto serio,
sí; crítico, sí; conflictivo, sí; peligroso, por supuesto; pero
todas esas variables de fuego se evaporaban rápidamente
al pasar por su impecable razonamiento. Tras una gran
taza de café y sin perder su gesto amable y su mirada
pacífica, en pocos minutos ella desentrañaba los peligros
y los enigmas de cada situación y trazaba, sin titubeos,
una línea de acción. Estábamos haciendo una edición de
Vanguardia Liberal que, por la cantidad y gravedad de
la información que conocíamos, podía ser determinante
para las intenciones de reconciliación del gobierno y el
M-19 y, claro, las de otros sectores que eran las de mantener un estado de confrontación, que era lo que intentaban quienes por esos días el comisionado de paz Otto Morales Benítez había llamado ‘enemigos ocultos de la paz’.
Llegada la noche, Silvia tenía en sus manos, a veces a
un mismo tiempo, llamadas del Gobierno Central, de la
Quinta Brigada y de la comandancia del M-19, pero con
todos habló sin faltar un segundo ni a sus convicciones
de persona y de periodista, ni a la verdad de los hechos
conocidos, ni a la prudencia que la situación ameritaba.
Su capacidad de trabajo, que siempre admirábamos, ese
día se multiplicó por cien. No se dio tiempo para otra
actividad que no fuera la de tomar decisiones y revisar
palabra por palabra cada uno de los textos de la edición del 11 de agosto. Le alcanzó el tiempo, incluso, para
atender los temas de la fotografía y la diagramación del
periódico, y hasta redactó su columna de opinión que se
publicó también al día siguiente.
148
Al acercarnos a la medianoche, sólo sus más cercanos
colaboradores quedábamos con ella, y aunque el material periodístico estaba concluido casi en su totalidad,
la rotativa dependía de la orden de Silvia para comenzar a imprimir. Pero ella esperaba, porque los rumores
de revueltas y bloqueos en algunos barrios de la ciudad
crecían. La tensión no había disminuido un ápice y las
presiones de todas partes se mantenían. Pero Silvia mantenía la calma. Era difícil entender cómo podía mantener
al mismo tiempo una gran intensidad en el trabajo en sí
de hacer el periódico de ese día, y una serenidad absoluta frente a la situación de indescriptible tensión que se
vivía y que, incluso, en algunos momentos había llevado
a varios grupos de gente a las puertas de Vanguardia en
actitud francamente agresiva. Nosotros, por entonces los
más jóvenes, nos sentíamos cansados y atemorizados por
las consecuencias que podría tener al día siguiente todo
lo que había sucedido, pero, sobre todo, nos preocupaba
el impacto de todo lo que habíamos escrito.
Alrededor de otra taza de café y cerca de la una de la
mañana, Silvia oyó nuestras preocupaciones y nos tranquilizó con sus explicaciones a la vez serenas y concluyentes sobre cada decisión que se había tomado, cada
palabra que se había escrito y cada enfoque definido
para dejar a los lectores un cuadro amplio y claro de
todo lo que había ocurrido.
Fue una exposición magistral que terminó al tiempo
que ordenó el arranque de la rotativa y comenzó así el
epílogo de un día, convulsionado en lo político e inolvidable en lo periodístico. El azar de esa triste noticia y la
149
maestría demostrada por Silvia en cada uno de sus pasos
de ese día, me hicieron ver esa noche, luego de sus palabras, que había tenido mi iniciación en el periodismo.
Ese día, sin aspavientos ni obviedades, Silvia me había
revelado casi todos los secretos que tiene este oficio.
Al terminar el café y la exposición sólo quedábamos
tres. El otro reportero tomó su propio transporte, y Silvia
insistió en llevarme a la casa, luego de que aceptara a
regañadientes irse protegida por un camión del ejército. Dos horas después de la medianoche abandonamos
el periódico con la incómoda escolta y dejamos atrás el
avance irreversible de la rotativa. Recuerdo que al llegar
al edificio y antes de bajar del carro le pregunte:
–Silvia, ¿usted cree que hasta aquí llegó el proceso
de paz?
Y sin agitación alguna me dijo:
–Ay, Gaso, eso lo sabremos mañana mismo.
***
Carlos Guillermo Martínez
Egresado de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Ha sido periodista de
Vanguardia Liberal.
150
Corrompido por Silvia
José Luis Ramírez León
El viernes santo de 1983 fuimos con un grupo de ami-
gos bogotanos a ver una procesión en el centro de Bucaramanga. Como llovía entramos a la Catedral en el momento en que el Monseñor mencionaba a la columnista
de Vanguardia Liberal, que “corrompía mentes jóvenes
con sus escritos...”. Ahí me di cuenta, con profundo orgullo, que por aquellas paradojas de la vida, Silvia, que
había hecho de la lucha contra la injusticia y la corrupción un apostolado, cumplía una labor más importante:
abrir los ojos al mundo a jóvenes santandereanos que la
leíamos con devoción y la admirábamos profundamente.
En pocas palabras, “corrompernos” para la vida.
Dos años antes, y gracias a Eduardo Durán, querido
amigo y compañero de estudios de Derecho, se me abrió
la puerta para entrar al Departamento Investigativo, DI,
de Vanguardia. Detrás de la puerta estaba Silvia, quien
me esperaba para la “entrevista” de rigor. Lo primero
que recuerdo de ella fue una sonrisa plena y acogedora
que casi no cabía en una cara mucho más joven de lo que
yo me imaginaba. En el fondo sonaba una suave melodía
clásica que se integraba perfecta al ambiente. Se trataba,
según me dijo, del Quinteto “La Trucha”, que escucho
151
de nuevo al escribir estas líneas. Yo, formalote y muerto
de los nervios, luego de darle la mano y sentarme le dije
“doctora Silvia”, unas diez veces, en los siguientes cinco
minutos. Ella, cálida, me dijo sonriendo que si le volvía
a decir “doctora”, y no Silvia, no volvería a pisar el periódico. Desde ese momento Silvia se convirtió para mí
en demasiadas cosas difíciles de englobar en una sola
palabra: mamá espiritual, amiga, confidente, cómplice,
maestra de todas las manifestaciones de la cultura, guía
ideológica… en fin, la promotora de tantas cosas buenas
que me pasaron en la vida. Desde ese día iniciamos una
larga conversación que nos quedó trunca, para siempre,
hace unos meses.
Silvia pasó a ser mi “Jefa querida”, pues para “apropiármela” le puse ese sobrenombre dado que era lo único que ella nunca fue para ninguno de los que tuvimos
el privilegio de trabajar a su lado. Jamás nos dio una
orden. Dentro de la camaradería que nos caracterizaba
como equipo investigativo, y el infinito respeto que le teníamos con Eduardo, y más adelante con Carlos Gómez,
Carlos Guillermo Martínez, “Gaso”, y Pastor Virviescas,
todo se conversaba, analizaba y decidía bajo su amable
supervisión dentro de la natural complicidad de quienes
nos enorgullecíamos de contribuir a formar una sociedad más justa.
Nunca publicamos un informe que no hubiera sido
probado y corroborado hasta la última letra. Siempre se
buscó la declaración de aquellos que aparecían involucrados en los hechos objeto de denuncia. Nuestra máxima interna era que si nos desmentían una sola línea de
un informe nos íbamos “pa’ la casa”, pues no tendríamos
152
credibilidad frente a nuestros lectores. Su oficina tenía
pegada en la pared una frase que era como un credo.
Alguna vez debieron preguntarle a Albert Camus cómo
justificaba el hecho de ser periodista. El, inmenso, respondió “… y nuestra única justificación, si es que hay
alguna, es hablar mientras podamos, en nombre de los
que no pueden”. Así era ella.
Kai y Alexandra eran su todo, y la mortificaba enormemente el no poder acompañarlos más tiempo. Hablaba de ellos con mucha frecuencia y vivía pendiente de
cómo estaban. La Jefa llegaba a Bucaramanga un lunes
en el primer vuelo y, normalmente, regresaba el sábado
siguiente a Bogotá para estar allá toda la semana. Cada
entrada a su oficina, para revisar algún tema de trabajo,
se convertía en un delicioso y prolongado momento para
conversar de lo divino y de lo humano. Literatura, cine,
música, politología, sus consejos siempre inteligentes
para maltrechas relaciones afectivas y un largo etcétera.
Era una fuente inagotable que nos recargaba de energía, de gusto por la vida. Es curioso cómo alguien que lo
embobaba a uno con su conversación cautivadora y con
esas historias llenas de un humor impecable e implacable, se convertía en un ser tímido frente a un grupo de
personas que no conocía. Daniel Samper decía que Silvia
parecía la Mamá Gallina y nosotros sus pollitos. No estaba muy equivocado, pues nos “cuidaba” de una forma
tan especial que hacía que nuestro compromiso con ella,
con la ética y la responsabilidad periodística, fuera total.
Nunca fue dogmática, y, por el contrario, siempre nos
invitaba a romper esquemas, a cuestionar, a dudar.
153
Una noche, yendo a Piedecuesta a presentar un video
del DI, me contó cómo se había desarrollado en ella el
rechazo a las injusticias. Siendo niña una monja del colegio La Presentación la había visto leyendo un diccionario
que le había regalado el Dr. Galvis Galvis y se lo quitó
bruscamente diciéndole delante de toda la clase que si
estaba buscando palabras vulgares. Aprendió entonces
dos lecciones: qué es la injusticia y que en el diccionario
había palabras “vulgares”.
Cierta gente, en especial los políticos corruptos a los
que fustigó sin piedad, tenían de ella la imagen estereotipada de señora amargada y desagradable. Nada que
ver con ese ser humano al que no le cabía el corazón,
siempre dispuesta a ayudar a quien pudiera, lo que le
valió llevarse una que otra desagradable sorpresa por la
condición humana de ciertas personas que recibieron su
mano desinteresada y luego quisieron agarrarle el codo.
Muy pocas veces la vi de mal genio. Sin embargo, la indignación y la rabia, que se le subían a la cabeza con las
injusticias, tuvieron su pico el día en que un grupo de
fascistas trasnochados invadieron la Biblioteca Gabriel
Turbay y casi infartan al Gordo Valderrama, su director.
De inmediato nos fuimos con ella a hacer acto de presencia solidaria. De los días inolvidables de carcajadas
fue el de la elaboración de una columna burlándose del
Presidente Turbay Ayala y un viaje a Brasil, que tituló:
“Notizia da ultima Orinha”. Magistral.
Recuerdo sus especiales gestos de generosidad permanente. En 1984, cuando nos dieron por tercera vez
una mención en el Premio Simón Bolívar, ella me delegó
154
para recibirlo en nombre del DI. Otra vez, y conociendo
mi fervor por Les Luthiers, me cedió una entrada para ir
a verlos la primera vez que visitaron Bogotá. Tampoco
olvido que gracias a ella tuve la oportunidad de ir a Israel en 1982, pues conociendo la pasión que tenía por el
tema me pasó la invitación que le habían hecho para participar allí en un curso de un mes. Poco después, y frente
a mis temores, fue la principal impulsora de un viaje de
casi dos años, interior y exterior, que me llevó como mochilero por el mundo. Su admonición al despedirme fue
perentoria: “Jose, despelótate”.
Los hados del destino y la sincronicidad, al decir de
Jung, que me habían llevado a su lado como aprendiz
de brujo, también me tenían deparado ser una especie
de Hermes conector. En una visita que hice a la Unidad
Investigativa de El Tiempo invité a Alberto Donadio para
que fuera a darnos una charla en Bucaramanga. Alberto, quien me recordó recientemente este episodio, tenía
ya varios compromisos adquiridos, pero dice que yo le
insistí tanto que él, por amabilidad, al final aceptó. A
las pocas semanas fue a Bucaramanga, nos dio el taller,
conoció a Silvia y el resto es una historia de amor de
esas que tan sólo están reservadas a dos seres tan maravillosos. Alberto pasaría a ser, desde entonces, el Galileo
Bellatesta de mi Jefa querida en la propia novela de sus
vidas. Alberto la hizo inmensamente feliz. No hay más
que agregar.
Pero la misma vida se las cobra, y con creces. Siete
años después, ella, Celestina incorregible, sería la encargada de “tenderme” una celada para que yo pidiera
155
un permiso de un mes en Bogotá, donde vivía entonces,
para asumir la Dirección del periódico en su reemplazo
y allí conocer a Gloria, la joven, inteligente y hermosa
periodista que estaba destinada a ser lo mejor que me ha
dado la vida. Mi Jefa lo intuía, y a los pocos meses aceptó ser nuestra madrina en el matrimonio civil. Más adelante estaríamos algo más de tres años en Washington,
cuando ella hacía la investigación para Soledad. Los cuatro compartimos tantas cosas juntos, como las eternas
idas a Ikea donde a Alberto se le volaba la piedra porque
no almorzábamos a tiempo. Las comidas en Cheesecake
Factory y ella que nos pedía silencio mientras probaba
golosa un pedazo de torta y cerrando los ojos nos decía:
“Es que esto es un placer orgásmico”. Por ese entonces
incorporamos al grupo de amigos cercanos a Hernando
Salazar y a Marcela Lleras. Marbel Sandoval ya lo era
desde nuestra época en Vanguardia. También compartimos en varias ocasiones con la inolvidable Aída Martínez
y Julio Carrizosa, así como con Julio Londoño, mi jefe y
embajador ante la OEA y Constanza, su querida esposa.
Luego, con el tiempo, esa misma vida terminó distanciándonos por diversos motivos. Conversábamos mucho
menos de lo que yo hubiera querido. En un viaje a Bucaramanga tuvimos oportunidad, con Gloria, de llevar a
Pablo y María José, nuestros hijos, para estar con ella y
Alberto. Era diciembre, y Alexandra los acompañaba en
Ruitoque. Fue una tarde deliciosa. Antes de irnos pude
decirle, mientras caminábamos hacia el carro, que no
sabía todo lo que yo la quería. Ella, con esa sonrisa de
mamá cariñosa, me dijo con la mirada que lo sabía muy
bien. No la volví a ver desde entonces. Su energía vital,
156
que en buena medida nos alimentaba a todos, se estaba agotando sin que nosotros lo supiéramos con certeza,
pues ella misma no quiso incomodarnos con sus propios
problemas de salud.
Y esa misma vida que tantas cosas buenas nos había entregado, me privó demasiado pronto de mi Jefa
querida, de mi mamá espiritual. Me la había gozado, a
distancia, a través de sus libros que me devoraba insaciable. Guardo un largo escrito que le tenía preparado
hace unos años y que nunca le envié. Ahora, afortunadamente, nos queda Alberto para continuar con esa conversación eterna y mantener, junto a él, vivo ese afecto
de todos aquellos que tuvimos el infinito privilegio de
ser amigos de Silvia. En mi caso personal, por el hecho
adicional de haber sido “corrompido” por un ser humano
inolvidable que marcó mi vida con tinta indeleble, por
los siglos de los siglos.
***
Jose Luis Ramírez León
Abogado, ha trabajado en periodismo, diplomacia y como académico. Hizo parte del Departamento Investigativo de Vanguardia Liberal entre 1981 y 1984. En la actualidad es Asesor del
Secretario de Asuntos Políticos de la OEA, en Washington, DC.
157
Su eterna sonrisa
María Adelaida Rueda
Entre las muchas cosas que identificaban a Silvia, no
olvidaré jamás dos de ellas: su eterna sonrisa, amplia y
generosa, y su pulso firme para decir las cosas y ejercer
un periodismo independiente en un país que predica la
libertad de opinión, pero practica la servidumbre con la
sofocación publicitaria. Con su sonrisa cálida me estrellé
felizmente la primera vez que entré a su oficina, cuando
pensé que iba a encontrarme con una persona acartonada, y me seguí estrellando cada vez que la veía, salvo
en contadas excepciones, cuando la excesiva estupidez
humana lograba borrarla.
Su lucha diaria por ejercer un periodismo independiente y digno la vi evidenciada, en ese primer encuentro
en los años ochenta, en dos cuadros colgados al frente
de su escritorio, que llamaban la atención: uno de ellos
era el negativo de una página de Vanguardia Liberal denunciando una de tantas salvajadas del Ejército sobre
la inerme población civil, información que no alcanzó a
publicarse porque alguien impidió su impresión a última
hora. El otro era una frase del escritor Albert Camus que
decía: “Debemos comprender que no podemos escaparnos
del dolor común y que nuestra única justificación si hay al158
guna, es hablar mientras podamos en nombre de los que no
pueden”. Algo así como un mandamiento del periodismo.
La última vez que la vi como directora del periódico, en los años noventa, antes de irse, me comentó con
enorme ironía: “Ahora sí va a ser una verdadera ‘Unidad’
Investigativa, María Adelaida...” “Y eso Silvia, ¿por qué,
cómo así?” le pregunté sorprendida, “Porqué se quedó
usted sola”, afirmó.
Esas fueron la primera y última vez que la vi en el periódico, gracias a Dios no en la vida, y no sé por qué me
marcaron y no las olvidaré nunca.
Durante el tiempo que duró su dirección en el periódico, siempre me llamó la atención que todas y cada una
de las noches, cuando estaba en Bucaramanga, la mamá
le enviaba en una canastilla como la que uno ve en el
cuento de Caperucita Roja, una comida frugal que llegaba con Francisco Naranjo, el fiel chofer, entre 7:30 y
8:00 de la noche. ¡Todas las noches!
***
María Adelaida Rueda
Fue periodista investigativa de Vanguardia Liberal.
159
La honestidad y la ternura
Isabel Ortiz Pérez
Para ser grande, sé entero: nada
tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas
Por eso la luna brilla toda
en cada lago, porque alta vive.
Fernando Pessoa
¿Por dónde empezar para escribir sobre Silvia Galvis
y mi historia con ella? Son muchos años de encuentros,
de conversaciones y de coincidencias, en los cuales se
fue construyendo una amistad sólida y profunda, que
hace que su muerte me atraviese el alma de soledad y
de vacío. Hablábamos en los últimos años varias veces
a la semana, y hablábamos de la vida de todos los días.
De sus nietas amadas, Mariana y Sofía, luego de la llegada del bebé Sebastián y de mi nieta Rafaela. Nos hacíamos promesas de salir más con las niñas, pero no era
fácil. Silvia tenía desde hace rato una enfermedad que la
agobiaba, que le producía un enorme cansancio físico, y
yo usualmente trabajaba mucho, así que esa promesa de
hacer programas juntas como abuelas felices se cumplió
solo unas tres veces, quizás.
160
Pero Silvia era, como dice Alberto, su esposo, un ser
de palabras, y eso era ella para mí, porque sus palabras
me acompañaban en mi trabajo en la Fundación Mujer y
Futuro, siendo ella la escucha atenta de múltiples historias de esa dura realidad que viven las mujeres en este
país, sabiendo que recibía la atención y la confidencialidad, la palabra animada, la palabra comprensiva y analítica, para entender y tener aun más convicción por lo
que hacíamos. Las injusticias la enfurecían, y esas historias de mujeres abusadas, maltratadas o simplemente
pobres la indignaban de tal forma, que su actitud y sus
reflexiones alimentaban y fortalecían mi compromiso arcaico de trabajar con estos problemas sociales.
En esto hubo siempre coincidencias. Una vocación por
la lucha contra las cosas injustas y abusivas, y ella era de
una valentía extraordinaria para ponerle palabras a eso
que yo vivía en mi trabajo diario, para escarbar en las
raíces de las desigualdades, para ahondar en las causas
históricas, y encontrar explicaciones a tantas ignominias
y ver así, con su inteligencia, el caos de este país que
nos dolía tanto. En mi caso, Silvia siempre fue un apoyo
constante para denunciar y poner frente a la opinión pública situaciones graves de injusticia contra las mujeres.
Quiero recordar su compromiso frente a Alba Lucía
Rodríguez, la joven campesina que había sido condenada a 40 años de cárcel acusada del asesinato de su hijo
muerto en un parto sin atención médica. Cuando Silvia
conoció la situación de atropello que había vivido Alba
Lucía, estudió con detenimiento todo el expediente, y
con todo el rigor que la caracterizaba al hacer sus in-
161
vestigaciones, escribió una columna inolvidable en la
revista Cambio, en la cual puso al descubierto todas las
arbitrariedades e injusticias, y el caso de Alba Lucía se
conoció a nivel nacional y se produjo una convocatoria
masiva para reclamar justicia y una actuación jurídica
que respaldara la inocencia de la joven. Alba Lucía estuvo presa por cinco años, y luego de un largo proceso,
finalmente fue declarada inocente en un fallo de la Corte
Suprema de Justicia.
Silvia se caracterizó por una manera peculiar de escribir con fortaleza y sarcasmo, manifestando con vehemencia y valentía todo lo que para ella era denigrante,
corrupto, antiético. La riqueza del manejo del idioma
y su inteligencia para decir las cosas a su manera, tan
especial, tan brillante, se unían dando lugar a esas columnas de opinión que hicieron historia en la vida periodística de este país. Cuánta falta nos hacen sus escritos.
Pero a mí cuánta falta me hace la amiga atenta, sus risas, sus preguntas para pensar más sobre mi vida y mi
trabajo. Sus palabras de desconcierto cuando a veces le
refería tragedias de mujeres víctimas de violencia y sus
recomendaciones para tener más cuidado de mi salud,
sus llamados de “Isa, querida, descansa, cuídate, toma
tiempo para tí, ese trabajo te puede enfermar, descansa
por favor”.
Son tantos los momentos lindos vividos que me cuesta
mucho escoger lo más significativo. Nuestra amistad se
construyó sobre la palabra y la atención recíproca, en la
que la sinceridad, el respeto, la aceptación y, como digo,
montones de coincidencias de principios, de rechazos,
y pensamientos comunes, nos fueron acercando cada
162
vez más para llegar a ser amigas del alma. Llamábamos
nuestros encuentros las terapias mutuas, y es quizás eso
lo que extraño tanto ahora que no está físicamente. Porque le sigo hablando, le sigo contando mis dolores, mis
preocupaciones y mis alegrías, y su ser excepcional, sus
ojos y sus risas me acompañan, en esa magia misteriosa
y profunda que es la amistad entre mujeres, que con ella
fue toda hecha realidad.
Silvia fue eso, la amiga entrañable, la hermana, la
compañera, la maestra, y su memoria, sus pasiones y
claridades de una vida conducida desde la honestidad
y la ternura están aquí, y el corazón tarda en sanar y
en aceptar su ausencia. Tengo sí, una sensación intensa
de agradecimiento, por haberla tenido tantas veces tan
cerca, tan cómplice, tan solidaria, y esa sensación me
alienta y me da fortaleza.
***
Isabel Ortiz Pérez
Santandereana que ha dedicado muchos años de su vida al
trabajo de defensa de la infancia y los derechos de las mujeres. Una de las fundadoras de la Fundación Mujer y Futuro
en Bucaramanga en el año 1989. Psicopedagoga de profesión,
es más una activista que defiende en su región posturas feministas que apoyan la equidad entre los géneros y el liderazgo
de las mujeres. Desde 1983 conoció a Silvia Galvis, con quien
mantuvo una larga y profunda amistad. Desde 1989 es columnista de opinión en Vanguardia Liberal, posicionando ideas
sobre equidad, justicia, feminismo, liderazgo y respeto por los
derechos humanos.
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Palabras en el homenaje a
Silvia Galvis
UNAB, Bucaramanga, 22 de octubre de 2009
Eduardo Muñoz Serpa
Señoras y señores:
Ha caído ya la noche. Es un jueves que semeja ser un
día más en nuestras vidas, de esos que semana a semana
y mes a mes vivimos, de aquellos en los que cada cual se
dedica a lo suyo, pero algo tiene éste que lo hace distinto a los otros jueves, algo que cual imán nos ha atraído
a este auditorio académico en una universidad entrañable, esa que los santandereanos de mediados del siglo
XX hicieron posible para que en nuestro terruño tuviera
alojamiento el libre examen de las ideas y en sus aulas se
debatieran todos los conceptos, tesis y teorías, para que
hallara nicho la libertad de pensamiento y por sus prados y salones –erguida cual bandera al viento– estuviera
siempre desplegada la tolerancia. Coincidencialmente,
uno de aquellos que puso su óbolo para que se fundara
este que en su momento fue un proyecto descabellado,
fue Alejandro Galvis Galvis, la más importante figura en
la vida y pensamiento de quien nos reúne hoy aquí.
164
Luego estamos en el lugar apropiado para aquello que
nos congrega: traer a la memoria a Silvia Galvis, no dejar
que su huella sea borrada, para lograr que su vida siga
siendo parte del presente y nos acompañe, para que sus
ejecutorias, su hermosa sonrisa y su modestia sigan entre nosotros y no se hunda ella en el olvido.
Por eso ustedes y yo estamos reunidos hoy aquí, con
gusto, en esta hora, un mes después de que llegó a su
final su ciclo vital; ustedes, con generosidad oyendo y
yo, por gentileza y deferencia inmerecida de los suyos,
en especial de Alberto Donadio y Sebastián Hiller, volviendo expresión oral estas vivencias, no sin antes dejar
constancia de que ningún título tengo para hablar de alguien tan cercano a los afectos de quienes hoy estamos
acá como no sean los de haber sido un modesto amigo
suyo, un admirador de su entereza, alguien que siempre
sintió fascinación por su valor civil, por sus cualidades
literarias, por su prosa, por su capacidad de denuncia,
alguien para quien ella fue una sinfonía, mezcla de suavidad de carácter y temple radical en la defensa de su
ideario.
Esta es pues la hora de recordar a Silvia Galvis. Y lo
hacemos con deleite y calidez.
Ella perteneció a la generación de aquellos a quienes
los norteamericanos llamaron los “Baby boom”, esa que
conforman quienes nacieron poco después de haber sido
lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki las bombas atómicas que cambiaron el sentido de la historia del siglo XX.
Y vio la luz en una pequeña ciudad de la Colombia de
entonces, Bucaramanga, la que en poco tiempo comen-
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zaría a enfrentar turbulencias políticas y grandes dificultades pues con su pequeña economía y los precarios recursos públicos que tenía, estaba signada por el destino
para enfrentar la cada vez más numerosa inmigración
que empujada por el desplazamiento de miles y miles de
seres que eran violentamente lanzados de todos los poblados y campos de la región, convergían a ella para resguardarse del odio y las insanas pasiones que despertaba
el sectarismo político, ese que a sangre y fuego buscaba
borrar del mapa a quienes eran contradictores de la versión confesional y reaccionaria de la sociedad, aquella
que trataba de ser plasmada hasta en la Constitución,
como si no acabara de provocar en Europa esa hecatombe demencial que fue la Segunda Guerra Mundial.
Fue ese el entorno histórico el que moldeó la infancia
y el carácter de Silvia. Ella fue criada en una familia en
la que borbotaba a diario una febril actividad política.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos bumangueses, se formó en un hogar donde la frontera entre
la vida familiar y la vida política era inexistente. Desde
siempre estuvo en contacto con lo más sobresaliente de
la política regional y nacional y se acostumbró a oír a sus
mayores citar con familiaridad los nombres y actitudes
públicas de lo más granado de la política de entonces.
Pero también desde siempre, allí, en su casa paterna,
tomó conciencia de que defender un ideario es una actitud de vida, así se ponga en juego el sosiego de la familia
y en peligro las vidas de todos los que le rodean. Eso lo
vio y lo vivió en carne propia Silvia pues su personaje
favorito, su padre, el doctor Alejandro Galvis Galvis, entendió la vida y el compromiso político como algo que
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formaban una ligazón perenne, como un reto del destino
al que no hay que volverle la espalda.
Por eso ella aprendió en su casa valores y conceptos
que serían fundamentales para su forma de entender la
vida, el medio y cuál debía ser su destino. Valores tales
como el querer este fascinante y contradictorio país, defender la concepción que se tiene de la vida y la sociedad, el ser librepensadora, el ser íntegra, tolerante, tener
la certeza de que el dinero no lo es todo en la vida, el
saber que en Colombia todo es difícil, que aquí siempre
todo está en juego y en peligro, que todos los días pasa
algo grave pero que nada es definitivo, que la política es
hermosa y tiene seres que a ella se dedican desprendidamente pero también siempre hay en ella quienes están
tejiendo conjeturas, maniobras, zancadillas, mientras
otros no pierden un ápice de tiempo para rendirle pleitesía a quien está en el poder, sea quien fuese. Y, de
contera, que aquí todo gira en torno a la política porque
las oportunidades son pocas y la política es para muchos
la clave del éxito personal. De contera, que en este país
no hemos acabado de darle cimiento a las instituciones
y por eso sus gentes corren presurosas tras el caudillo de
turno echando a la basura los valores superiores, obnubilados por un talante.
Silvia creció en Bucaramanga, ciudad que para ella
era un eje formado por su casa, el periódico de su padre,
la finca de recreo que su familia tenía en El Mortiño,
el colegio donde cursó estudios y un pequeño grupo de
amigas con quienes encontraba un lenguaje común de lo
que era la vida.
167
Silvia pudo haber optado por una vida plácida, prepararse para ser señora de sociedad, llevar una existencia
llana en provincia, ser como esas mujeres que describe
“El Tuerto” López en sus poemas, saber de las consejas
de la aldea, hablar con sus amigas de sus amigas y posar
de tener mundo. Pero no, si por eso hubiera optado, no
habría sido Silvia Galvis.
A no dudarlo, ella fue producto de la Bucaramanga
de los años 40 y 50 pero no fue una bumanguesa típica.
En esa aldea de nostalgia vivían entonces su niñez otros
santandereanos que, por increíble coincidencia histórica,
serían más tarde, cada cual en su universo político, las
unidades más destacadas de la generación que tuvo contacto con las ideas cuando comenzó el Frente Nacional.
Si. En las calles angostas de esa pequeña ciudad que
luchaba por poblar la meseta, nacieron en los años 40,
dieron sus primeros pasos aquí y crecieron mientras las
cigarras entonaban su repetitivo canto de árbol en árbol
y aprendieron lo que es la vida mientras oían el grito de
sus vendedores ambulantes, supieron que el mundo es
ancho y ajeno mientras veían pasar por sus calles aquellos buses urbanos de motor estridente y vientre ancho;
en esa Bucaramanga nacieron y forjaron su carácter Luis
Carlos Galán Sarmiento, Jaime Arenas Reyes y Francisco
Mosquera Sánchez, probablemente tres de los colombianos que más incidieron en el diseño de lo que ha sido la
Colombia política de la segunda mitad del siglo XX. Y a
ellos se suma una exquisita mujer de letras, Aida Martínez Carreño.
Mientras los tres primeros propusieron construir una
Colombia con menos inequidades y Aida se adentró en
168
la investigación histórica, Silvia Galvis dedicó su vida a
denunciar el rostro putrefacto del sistema, a mostrar los
muñones de la corrupción, a poner en evidencia las llagas de la podredumbre política. En su lucha ni dio ni
pidió cuartel. No supo arrodillarse ante nadie, ni bajar la
frente cuando le hacían encerronas. Cada vez que tenía
que decir algo, tomaba su pluma, señalaba y desnudaba
con certeza y lucidez la lacra social que fuera. Todo ello
hecho por alguien de suaves ademanes, de sonrisa hermosa, femenina y feminista, tímida a morir, ajena al ditirambo. ¡Qué hermoso contraste con su pluma acerada y
señalante! Silvia fue la voz crítica de su generación.
El Mahatma Gandhi dijo: “Cada vez que das un paso
adelante, estás destinado a perturbar algo. Agitas el
aire mientras avanzas, levantas polvo, alteras el suelo”. ¡Cuántos pasos adelante dio Silvia, cómo perturbó
la tranquilidad de muchos que creen que el país es su
propia hacienda, cómo agitó el aire, cuánta polvareda
levantó, cuánto alteró el suelo que pisó!
Alejandro Galvis Galvis y Alicia Ramírez de Galvis
matricularon a Silvia en el Colegio de la Presentación.
Ella, poco locuaz salvo cuando entraba en confianza con
sus interlocutores, se hizo merecedora de todas las medallas y distinciones que el colegio tenía instituidas para
sus más sobresalientes alumnas. En sus patios de recreo
y salones de clase hizo amigas, puso de relieve su infinita modestia, su aversión a todo lo que fuera oropel y su
independencia frente a las ideas confesionales.
El futuro de Silvia lo cincelaron la concepción del
mundo de Alejandro Galvis Galvis y todo lo que ha significado y entraña Vanguardia Liberal, periódico que en
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vieja y lenta imprenta veía la luz en la casona de la calle
34 y que fue la mágica caja de sorpresas que permitió
que Silvia se encontrara consigo misma. En él aprendió a
amar la letra escrita, las crónicas, el redactar noticias, el
comunicar ideas, el defender una concepción de la vida
y la sociedad.
En sus añosas instalaciones recibió, poro a poro, las
lecciones más grandes de lo que debía ser su futuro, las
letras. Allí, en el medio de comunicación que con dificultades y de persecuciones sin fin logró volver realidad su
padre, tomó conciencia de que hacer noticias, comentar
hechos, difundir conceptos no es un oficio, es un arte
exigente y hermoso. A eso dedicaría sus días desde distintos ángulos y en ese ajetreo la encontraría la muerte.
Silvia fue una periodista integral. Sabía hacer las noticias. Sabía describir los hechos y la forma como ellos
debían transmitirse a los lectores. Tenía certeza de que
la magia del papel no tiene sustituto y que la letra impresa no tiene igual.
La rigidez y seriedad con que dirigió a Vanguardia Liberal, la lucidez como enfocó la labor de la Unidad Investigativa, los servicios que le prestó a Bucaramanga en los
años 80 y a principios de los 90, tienen página propia en
los anales de la historia del periodismo santandereano.
Sus columnas de opinión en el periódico de su familia,
en El Espectador y en la revista Cambio, pusieron de presente que esta mujer de enorme sencillez fue una de las
mejores periodistas de Colombia.
Silvia fue una mujer de actitudes y decisiones. A ella
le dolió demasiado la parte más innoble de la política
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y del ejercicio del poder, aquella que se traduce en corrupción, triquiñuelas, maridaje con el crimen. Al estar
en contacto diario con la forma sucia como en Colombia
se hacen tantas cosas y las explicaciones cínicas que se
emiten desde el poder, la forma como los diversos sectores de la comunidad se “tragan todo entero”, el voraz
apetito de dinero de muchos, sintió hastío de esa cara de
Colombia y decidió no seguir escribiendo columnas de
opinión, no luchar más desde los periódicos, para tomar
como trinchera la investigación periodística, la narrativa, el mundo de los reportajes y mezclar mucho de esa
ficción que es nuestra vida real para volverla literatura.
Comienza así el ciclo de narrativa de Silvia. Es una
faceta tan apasionante en ella como lo fue su trabajo
en la Unidad Investigativa, como lo fueron sus columnas
de opinión, sus editoriales, como fueron las noticias que
maceró e indicó a los redactores y les guió sobre cómo
enfocarlas y volverlas letra escrita.
De esta faceta quedan para las generaciones futuras
importantes textos de una periodista dedicada a la narrativa: Colombia Nazi, El Jefe Supremo, Viva Cristo Rey,
Vida mía, Sabor a mí, Los García Márquez, De parte de los
infieles, Soledad, conspiraciones y suspiros, La mujer que
sabía demasiado, De la caída de un ángel puro por culpa de
un beso apasionado y su última obra, Un mal asunto.
¿Por qué Silvia se volcó hacia la novela y la narrativa?
Porque no hay ficción más grande que la vida diaria en
América Latina. Además, porque éste es un medio más
libre y menos vigilado que la prensa diaria. Porque Colombia es una novela de 200 años donde la ficción se
queda corta ante tantas inequidades y estropicios.
171
¿Acaso no parece sacado de una novela el que una
congresista y su esposo sean los cerebros de un desfalco
al Estado de más de 100 mil millones de pesos de su época y luego esa parlamentaria sea asesinada por órdenes
impartidas por su propia hermana?
En Colombia los hechos no sirven de base y materia
prima para crear las novelas; aquí las novelas se vuelven
realidades.
Un Mal asunto es una novela apasionante. En ella
encontramos la pluma de la redactora que fue Silvia
cuando describe hechos y personajes. La narradora que
utiliza los recursos periodísticos al mejor estilo de los
reporteros judiciales de la época dorada, los recursos de
la novelista y la desgarradora forma como en Colombia
ocurren las cosas.
Nadie imaginó, ni ella misma, que esta sería su última
obra. Pero qué buen aporte a la narrativa colombiana es
todo lo que ocurre en torno a Elsy Walkers, el personaje
que creó Silvia para volver ficción un terrible hecho de
corrupción colombiana.
Gabriel García Márquez más de una vez se ha lamentado de lo solitario que es el oficio del escritor. Otros
no pensamos que el silencio y el aislamiento del escritor
sean su faceta más molesta. Probablemente lo sea para
alguien sociable, como él lo es. Silvia no tenía esa faceta. Adoraba su vida familiar, el haber sido abuela, el
prodigar a sus nietos el amor por la vida, el llevar una
existencia sin sobresaltos con su entrañable compañero
de vida y sueños, Alberto Donadío, el ver cómo juega el
sol con las nubes mientras se oculta tras de Palonegro, el
172
recibir cotidianas clases de tenis, el hablar mil y más veces por teléfono con quienes estaban más cercanos a sus
afectos, el vivir sin ruido, el degustar la vida sencilla, el
jazz, la música clásica, el hacer caso a su reloj biológico,
así él anduviera al revés del que tienen en su yo el resto
de los mortales.
Silvia fue periodista y escritora, amiga, sencilla, tímida, prudente, radical en sus ideas, alguien que huyó del
oropel, la fama y la popularidad, pero su mejor faceta
fue ser abuela. Querendona, desprendida, alcahueta con
sus nietos, gozó como la que más viendo ese milagro que
es la vida en los niños.
Ya ha avanzado más la noche de este jueves y está
llegando otro día a su final. Quisiéramos que todo estuviera como era entonces, como cuando Silvia era niña, o
cuando llegó a la adolescencia. La casa, la calle, el árbol,
la vecindad, el colegio, el sosiego, la ciudad. Que nada
hubiera cambiado. Pero el mundo ya es otro. La vida
espera nuevos seres. Han pasado los años. Ya llevamos
arrugas en la frente y el cabello emblanquecido. El corazón noble de Silvia, altivo, le abrió las puertas al mundo
de las sombras y nos ha dejado a nosotros en medio de
una densa bruma. ¡Qué corta es la vida, que amarga es
la añoranza, qué triste es ver que nuestra voz es sorda
y honda cuando mencionamos a los seres idos, qué soledad queda tras su marcha pues al fin y al cabo cada
amigo que se va es ver morir un sueño…!
Los minutos han seguido avanzando para liquidar
para siempre las pocas horas que quedan para que termine este jueves. Ya todos debemos regresar al seno de
173
nuestros hogares, llevando en nuestras mentes las vivencias de Silvia mientras la noche arropa la ciudad. Ojalá el
pabilo de ellas no se apague y por siempre nos acompañe
para que nuevas generaciones sepan quien fue esta maravillosa santandereana, esta mujer, este carácter, esta
vida, este ejemplo.
Muchas gracias.
***
Eduardo Muñoz Serpa
Nació en San Gil en diciembre de 1946. Se crió en Bucaramanga donde estudió en el colegio de San Pedro Claver. Cursó bachillerato en el Colegio de Ramírez en Bogotá. Estudió Derecho en la Universidad Externado de Colombia, donde también
adelantó estudio de posgrado.
Fue juez de la República, director administrativo de la Cámara
de Comercio de Bucaramanga, ha ejercido el Derecho en Bucaramanga durante más de 30 años.
Desde 1973 es docente universitario. Ha dictado cátedra en
pregrado y en posgrado en la Universidad Externado de Colombia, en la Unab, en la Universidad Santo Tomás de Aquino
y en la Universidad Industrial de Santander, donde desde hace
varios años regenta asignaturas en la Escuela de Derecho.
Ha sido colaborador de Vanguardia Liberal desde hace cerca
de 30 años. Perteneció a la redacción de ese periódico por un
espacio de 8 años, y desde hace cerca de 20 años es columnista.
174
La risa festiva
Oscar Humberto Gómez Gómez
Mis imágenes de Silvia Galvis son tan puntuales y tan
nítidas que a veces me lamento de no tener habilidad
con el pincel. Si la tuviera, podría dibujarlas de memoria. Está riéndose a carcajadas, el día en que la conocí,
en su oficina de Vanguardia Liberal, cuando le acabamos
de contar que al preguntar por ella, la recepcionista nos
replicó: “¿Los señores de dónde son?”, y mi acompañante le contestó: “De dónde somos qué, señorita... ¿oriundos?... Yo, de Barichara”. Se rió tanto, pero tanto, que
desde entonces tuve la impresión de que ella no encajaba en el ambiente serio y formal que yo percibía dentro
del diario.
Jamás he olvidado su risa festiva de aquella mañana. Cuando los años pasen, creo que debería definirse
a Silvia Galvis como una mujer que fue capaz de reír a
pesar de haber vivido en un medio acartonado e hipócrita, donde casi nadie reía. Claro que también podría
ser definida de otras maneras: por ejemplo, como una
mujer que teniéndolo todo para haber llenado su casa
de porcelanas, cristales, lámparas y tapetes finos prefirió
llenarla de libros. También, la veo llorando, tratando
inútilmente de ocultar los ojos detrás de unas gafas os175
curas, cuando yo la saludo desde la recepción del diario,
donde me estoy identificando para ingresar, el día en que
acaba de morir su padre. Tuvo la deferencia de publicar
mi carta de pésame en su leída columna “Vía Libre”. Sólo
publicaría dos: la mía y la del médico ortopedista, político y guerrillero Carlos Toledo Plata, éste ya por entonces
líder visible, y preso además, del M-19.
Está sentada frente a su máquina de escribir riéndose
a carcajadas de mi apunte: ella me ha dicho que no encuentra cómo rematar la columna que está escribiendo.
Yo le he preguntado de qué trata y me ha explicado que
hace cincuenta años Vanguardia publicaba que los habitantes de San Vicente de Chucurí le estaban clamando a
gritos al gobernador de Santander de entonces, sin que
éste los escuchara, por la solución de unos problemas
que ahora, cincuenta años después, son exactamente
los mismos por cuya solución están otra vez clamando
a gritos los sanvicentanos actuales ante el actual gobernador de Santander, sin que éste tampoco dé señales de
estarlos escuchando. “O sea, –le digo yo– que cincuenta
años después el gobernador de Santander sigue necesitando un otorrino”. Silvia rematará, entre carcajadas, su
columna con mi apunte. A partir de ahí lo hará una que
otra vez, sin dejar de reírse de mis ocasionales ocurrencias.
Está de pie, frente a los escombros de Vanguardia
Liberal el día en que, prácticamente sobre sus ruinas,
asume la dirección del periódico. En ese momento le
está diciendo a la televisión que “No somos una brigada militar” y que “Nos han destruido físicamente, pero
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los principios permanecen intactos”. Un carrobomba ha
estallado frente a la puerta del periódico, ha matado a
varios de sus trabajadores y ha dejado en la calle a sus
vecinos. Está ingresando a mi oficina, acompañada de su
esposo, Alberto Donadio, portando en una de sus manos
un voluminoso libro que me lleva de regalo. Es su novela
histórica Soledad, conspiraciones y suspiros, cuyas ochocientos ochenta y ocho páginas habré de leerme en los
tres días siguientes.
Está, finalmente, sola, ausente, triste, distante de
nuestra vida, sin la explosión de su risa, sin su valor civil, sin su punzante pluma, sin su crítica mordaz, sin su
buen humor, sin su acelere. Está dentro de una caja de
madera y me dice no sé quién que su funeral comenzará
a no sé qué hora del día siguiente. Yo acabo de llegar
al lugar y lo he encontrado casi solo. Es posible que me
haya aumentado esa sensación de soledad inmensa el no
haber visto por ahí a Alberto. Poco después él aparecerá
y entonces entenderé por qué dicen que hay muchos golpes duros en la vida, pero que el más duro de todos es
cuando uno pierde a su compañera.
¿Que cómo la conocí? Gracias a una de mis tantas
locuras. En efecto, recién graduado de abogado, yo sólo
tenía como capital el vestido del grado, un diploma y
muchas ideas rondándome la cabeza, entre ellas la de
crear una fundación que velara por la dignidad del recluso colombiano. La corta experiencia que como defensor de presos, me había dado mi paso por el consultorio
jurídico de la universidad me permitió conocer de cerca
las condiciones de hacinamiento, olvido y hastío que rodeaban nuestras prisiones.
177
Hasta nombre le tenía a la inexistente fundación,
cuando caí en la cuenta de que el único miembro de ella
era yo. Fue entonces cuando busqué a un abogado que
era juez, y a él le planteé el proyecto. De inmediato le
llamó la atención y me propuso ir a ver a alguien a quien
era posible que también le interesara, con la enorme
ventaja de que si ello ocurría tendríamos de nuestro lado
el poder comunicador de la prensa. Esa persona era la
nueva columnista de la página editorial de Vanguardia
Liberal, quien, evidentemente, con una pluma ágil y un
sorprendente valor civil, estaba logrando refrescar la tediosa monotonía de una página que, en puridad de verdad, cada vez yo sentía más lejana y, además, tenía la
convicción íntima de que cada vez le interesaba menos
a la gente.
Antes de ir al periódico, pasamos a comentarle la idea
a un médico psiquiatra, a quien yo había conocido cuando era Director del Hospital Psiquiátrico San Camilo. Lo
busqué en esa ocasión para que me colaborara con sus
conceptos acerca de mi tesis de grado, referida a la problemática del juzgamiento penal de los indígenas. Los
tres llegamos a las instalaciones del diario. “Señorita,
buenos días –saludó mi amigo el juez–. ¿La doctora Silvia Galvis, por favor?”. La recepcionista replicó: “¿Los señores de dónde son?”. Nuestro vocero repuso: “De dónde
somos, qué, señorita: ¿oriundos?... Yo, de Barichara”.
Esta anécdota fue lo primero que le contamos a Silvia Galvis, ya en la amplia oficina donde nos recibió. Se
rió tanto, pero tanto, que, como lo anoté atrás, desde
entonces reconocí en ella a una de las pocas personas
que todavía eran capaces de reír en este medio invete178
radamente carente del sentido del humor. Pero no fue
eso lo único anecdótico que sucedió aquella mañana:
cuando, después de presentarme, mi amigo me dio la
palabra para que le explicara a ella el proyecto, comencé
diciéndole: “A ver, doctora Silvia...” Ella me interrumpió
en seguida: “Llámame Silvia, Óscar Humberto, llámame
Silvia. Verás que así hablamos más rápido”. Desde antes
de abandonar el periódico, yo ya tenía claro, pues, que
Silvia Galvis no sólo era sencilla. También, que era acelerada. Acelerada no sólo por lo de hablar rápido, sino
porque ya para ese momento había encargado personalmente a Luis Daniel Vera López para que redactara la
nota sobre nuestra fundación.
Al día siguiente, Vanguardia Liberal informaba a sus
lectores que un grupo de personas encabezadas por Óscar Humberto Gómez Gómez, y del cual formaban parte un juez, un médico y Silvia Galvis habían creado la
Fundación John Howard. Muchos años después, cuando
Luis Daniel Vera López había desaparecido, víctima de
una banda de ladrones asesinos que lo mató a mansalva;
cuando Vanguardia Liberal había sido reducida a escombros, víctima de esa violencia enceguecida que ahora es
exaltada por nuestra televisión: la de narcotraficantes,
sicarios y terroristas; cuando también el médico siquiatra
había partido al Oriente Eterno, víctima de la soledad;
cuando de Silvia Galvis no había vuelto a saber nada
diferente del contenido de sus libros; y, en fin, cuando
lo único que se sabía por estos lares de John Howard era
que así se llamaba un político de Australia, recibí en mi
residencia una llamada telefónica.
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Era Guillermo Rodríguez Navas quien me llamaba
desde su cuartel general en el Almacén Leo, el principal
distribuidor de mis discos. “Doctor –me dijo–. Doña Silvia
Galvis lo quiere saludar”. Para entonces mucha gente me
llamaba porque quería felicitarme o manifestarme algo
acerca de mi música. Increíblemente, yo no relacioné ese
nombre con la ex directora de Vanguardia Liberal. No
creí que volviera a verla. La voz femenina al otro lado de
la línea me saludó: “Hola, Óscar Humberto, con Silvia”.
“¿Silvia... la periodista?”, pregunté sorprendido. “Sí señor, la misma”. “¡Hola, Silvia!”, le dije sin poder ocultar
la alegría y la extrañeza. Y entonces volví a encontrarme
con el pasado que un día cualquiera dejé atrás. Ella me
invitó a que fuera hasta allá, porque quería presentarme
a su esposo, a su hija Alexandra y a dos señoras que la
acompañaban. Yo fui, por supuesto. Alberto Donadio me
recibió con la anchurosa sonrisa de las personas transparentes. Sabía de él por su tarea como cofundador y
miembro de la Unidad Investigativa de El Tiempo, por
sus libros y porque era, en mi memoria, uno de los más
respetados periodistas del país al lado de Daniel Samper
Pizano y Gerardo Reyes.
Ninguno de nosotros había comido y las dos señoras,
una de ella argentina, querían ir a un restaurante del
cual sabían que era propiedad de un compatriota suyo.
El compatriota se apellidaba Janiot. “Claro, les dije. Es
La Carreta. Vamos allá”. Silvia se subió a mi camioneta
y su esposo se dirigió al otro carro junto con las dos señoras. No recuerdo en dónde se fue Alexandra. Lo cierto
es que yo pité suavemente, para que Alberto Donadio se
180
acercara a la camioneta, con el fin de que definiéramos
qué ruta tomaríamos, y cuando él lo estaba haciendo le
dije: “Doctor Alberto, bajemos por la calle 45 y crucemos
por la carrera 27 hacia el norte. “Ay, no, Óscar Humberto –me reclamó Silvia–. Dile Alberto, dile Alberto. No te
pongas a decirle doctor porque hasta le da un patatús,
me dejas viuda y ahí sí me perjudicas”. Su esposo no alcanzó a escucharla. “Alberto es un buen hombre -me dijo
después, cuando ya nos dirigíamos hacia el restaurante-.
Me gustaría mucho que ambos fueran amigos”. Yo asentí
con mi cabeza y mi sonrisa.
Esa noche Alberto Donadio me regaló su libro Los farsantes. Un par de días después yo ya lo había leído. Desde entonces sentí siempre que, aunque no nos viéramos
seguido, él y yo éramos buenos amigos. Hoy, cuando
Silvia ya no está, y aunque nos veamos todavía menos,
siento que lo somos más. Siento que Alberto es lo único
que me quedó de ella, aparte del recuerdo de su risa,
su inteligencia, su sencillez y su acelere. A veces pienso
que Silvia Galvis pasó por mi vida demasiado aprisa. Y a
ratos me parece que cualquier día, cuando menos me lo
imagine, voy a escuchar otra vez su voz en el teléfono.
***
Oscar Humberto Gómez Gómez
Abogado de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Ejerce su profesión en Bucaramanga. Compositor e intérprete.
181
Una larga conversación
Marbel Sandoval Ordóñez
Durante algo más de un cuarto de siglo, Silvia y yo sostuvimos una conversación que empezó un día de enero
de 1984 en la sala de redacción de Vanguardia Liberal y
que aún hoy continúa, aunque ya no esté presente. Alberto Donadio, luego su esposo, y quien se encontraba
al frente de la jefatura de redacción del periódico, me
había ofrecido la coordinación de la oficina de Barrancabermeja, a donde empezaba a desplazarse todo el conflicto del Magdalena Medio, iniciado en poblaciones a
orillas del río Grande de la Magdalena: Puerto Boyacá y
Puerto Berrío.
Así que llegué a Santander a mis 24 años con un morral color café en el que metí ropa y algunos libros; y la
promesa firme de que sería trasladada a Bucaramanga
tan pronto la corresponsalía tuviera un equipo periodístico organizado y neutro, es decir, atenido ante todo a
los hechos y no a las intrigas de poder de la región.
Ese día de enero, Alberto me habló de las prioridades
del periódico en la corresponsalía: cubrimiento imparcial de los acontecimientos relevantes que afectaban la
vida de la ciudad y participación de todos los grupos po-
182
líticos, sin importar su ideología. En realidad nada que
yo no considerara que era parte del ejercicio de un buen
periodismo.
Al salir de la jefatura di una vuelta por el segundo
piso. Creo que aún no era la hora del almuerzo. El hecho
es que de una de las oficinas laterales, que daba sobre los
módulos de la redacción, salió Silvia, a quien ahora veo
con su pelo cogido en una trenza, pero no lo juro, porque
tal vez la llevó antes y con toda seguridad, sí, después.
Fue la primera vez que oí en su voz el invariable saludo,
cálido, afectuoso: “hola Marbel”. Sólo que ese día era
saludo y presentación.
Se inició allí esa conversación que mantuvimos durante años que medimos en un quinto de siglo –como me
escribió en la dedicatoria de uno de sus libros– y luego
en un cuarto de siglo que nos hubiera alegrado continuar, porque nuestras charlas fueron siempre fluidas,
sencillas, cotidianas, afectuosas y familiares; siempre sin
arrogancias, sin prepotencias, sin descrestes, llenas de
respeto, porque Silvia, aunque nunca hablamos de ello,
entendía como yo misma ese valor: la delicadeza para no
entrar en el otro sin su permiso.
De esas conversaciones puedo decir que el humor y la
chispa las aportaba ella, aunque luego de algunos años y
de mi propio camino, contagiada por esa facilidad para
reírse, fui yo quien terminó llamando el crimen de la
“monita retrechera” como un “monicidio”, calificación
que Silvia usó en La mujer que sabía demasiado.
Ese mediodía de enero de 1984, Silvia me preguntó
por la camiseta que llevaba puesta. La había comprado
183
seis meses antes en Lima, durante el Segundo Encuentro
Feminista Latinoamericano. Recuerdo que era amarilla
y llevaba impresa una figura en negro, que no sé porqué ahora, con los años, veo como el símbolo del yin y el
yang, la representación de los contrarios en el ideograma chino, aunque dudo de la autenticidad de la imagen,
porque ese era un feminismo menos equilibrado que el
que pienso que se ha dado con la maduración del movimiento. Pero fue el tema de la mujer el que nos unió en
ese primer encuentro.
Partí al día siguiente hacia Barrancabermeja a asumir
un trabajo en el que en escasos cuatro meses estuve inmersa en una vorágine de la que quedan impresos tres
hechos, cada uno de los cuales me acercó más a Silvia en
aquel tiempo y en los recientes: una columna de la época que ella escribió y tituló “Prohibido para retardados
mentales”, en la cual defendía el trabajo periodístico que
se hacía en la región al publicar las muertes y masacres
del Magdalena Medio y denunciar la corrupción de la
clase política; una novela que escribí más de veinte años
después, cuya presentación escribió ella, y un recuerdo
contado por un periodista en el lanzamiento de la misma
en el 2006 en Barrancabermeja.
Del correo que le escribí a Silvia en ese momento trascribo aquí lo concerniente, para que la memoria no me
traicione: “Querida Silvia, este es un correo a dos manos, para cuatro ojos, es decir para tí y para Alberto”.
Luego de contarle cómo fue el acto, continúo: “Y viene
entonces aquí algo que te corresponde. Un señor, luego
supe que su nombre es Jorge Núñez, y lo ubiqué porque
hace unos diez años escribió un libro que se llama Papá
184
petróleo, intervino para contar lo siguiente: hace algún
tiempo (no precisó cuánto) fue a la Serranía de San Lucas para entrevistarse con un comandante guerrillero de
un frente de las Farc. Entendí que iba a escribir un texto
sobre algún tema determinado. El comandante lo recibió, hablaron y se tomaron una botella de whisky. Al
calor del licor el hombre, cuyo nombre de combate es
Pastor (¡no Virviescas!), Pastor Alape, contó por qué se
hizo guerrillero. Él y su hermano, hoy otro comandante, eran militantes de la Juventud Comunista en Puerto
Berrío en esos años ochenta (en mi cabeza algo me dice
que habría sido imposible que sobrevivieran porque recuerdo que desde Puerto Boyacá se habían encargado
de borrar todo lo que fuera comunista). El hecho es que
ejercían una actividad política legal hasta que en Vuelta
Acuña mataron a parte de su familia (¡las mujeres!). El
comandante recordó los detalles: los vientres abiertos,
la adolescente cuyo cuerpo nunca se encontró. Luego
de eso él y su hermano decidieron irse para las Farc.
Pero la historia no termina ahí, en lo que te concierne.
El hombre, luego de revivir esto que te cuento, dijo que
la única voz que se había levantado para denunciar lo
que allí estaba pasando era la tuya, y le pidió a uno de
sus ayudantes que le trajera su maletín donde guarda su
computador portátil. Una vez se lo llevaron lo abrió y de
uno de sus bolsillos sacó un recorte que, por lo que contó
Jorge Núñez, correspondía a una columna tuya. El comandante cerró la conversación diciendo: ‘si alguna vez
ve a esta mujer, dele un beso en mi nombre’. (Me atengo
a lo que oí). Núñez contaba con reiteración lo del recorte porque, es un entendido mío, el papel había resistido
185
con toda seguridad muchos años y había acompañado
a este hombre en sus travesía de guerrillero, es decir,
de monte, de agua, de selva, de miedos, y seguramente
también de añoranzas, llantos e ilusiones… Quería que
lo supieras porque tu texto ha debido ser un consuelo
y la confirmación para este hombre de que sí hay seres
humanos que, por encima de los intereses, creen en la
justicia y ayudan a que la haya”.
La justicia, apenas uno de los innumerables temas en
este cuarto de siglo de conversaciones, aunque ella viajara y se desplazara de ciudad y de país, porque existen seres que al encontrarse pueden seguir conversando toda
la vida, y eso fue lo que nos pasó. Lo hacíamos mucho,
muchísimo, por teléfono. O yo llamaba o ella lo hacía a
las diez de la noche, hora inusual en mí, sueño interrumpido sólo para la amiga a la que los insomnios apenas la
dejaban conciliar el sueño en la madrugada, motivo por
el cual sus ojeras, hermosas ojeras, se marcaban cada
vez más.
Pero también conversábamos personalmente mientras caminábamos por los alrededores de su casa, en
Santa Ana en Bogotá; camino a la biblioteca Luis Ángel
Arango, donde fuimos varias veces cuando estaba escribiendo Soledad, Conspiraciones y Suspiros; cerca de los
cines, cuando nos encontrábamos para disfrutar de alguna película; en San Francisco, bajando a La Vega, en una
casa que alquiló Alberto cuando la altura ya no le permitía estar mucho tiempo en Bogotá; en Ruitoque; y en
Subachoque, a donde fuimos para sembrar ese hermoso
guayacán, cuyo tronco sigue creciendo y robusteciendo,
a pesar de sequías y lluvias. Un arbusto en ese entonces
186
para el cual ella misma se empecinó –a pesar de mi sugerencia de que dejara que lo hiciera un campesino en su
nombre– en romper el vientre de la tierra con el azadón
y horadarla hasta la profundidad suficiente para que albergara a Silvia, como lo llamó. “Pero si es nombre de
mujer y esta especie es masculina”, dije. “¿Y quién te dijo
que por ser una especie masculina tenía que tener nombre de hombre?”, me contestó Silvia, mirando orgullosa
al pequeño Silvia.
Hablábamos de todo, pero en el último decenio se
unieron de manera progresiva tres pequeños seres a
nuestras conversaciones: sus nietos y sus anécdotas. Escuchaba las observaciones ingeniosas que iba haciendo
“Siva”, como sé que la llaman ellos, acerca de su crecimiento. Le encantaba escuchar a Mariana decir palabras
de difícil pronunciación cuando apenas empezaba a hablar. Mariana hubiera sido con los años otra interlocutora fiel de la abuela. Veía crecer a Sofía como una tromba.
Se rió con el sindicato que armaron las dos pequeñas
cuando nació Sebastián al sentirse destronadas o creer
que lo estaban.
Nuestras conversaciones pasaban por todo. Gracias a
ellas pude descubrir a José Saramago mucho antes de
que el mundo lo hiciera. Cuando fue Nobel ya había leído gran parte de su obra luego de que Silvia me hiciera
el regalo de su descubrimiento, al igual que el de otros
textos y autores.
En septiembre, cuando murió, terminaba presurosa
una biografía de La Pasionaria, que me había enviado
desde Canadá, y digo que la terminaba presurosa porque
me preparaba para la larga y sabrosa conversación con
187
Silvia, en la que seguramente abordaríamos el tema. Yo
le diría que la biografía fue una excusa para hacer una
historia del partido comunista español, que no sería el
mismo sin La Pasionaria, y ella me diría muy seguramente que es cierto, porque fue ella quien me dijo alguna vez
que escribía literatura sólo como una excusa para hacer
historia: una de sus pasiones. Si no sabemos quiénes somos y de dónde venimos escasamente podremos vislumbrar quiénes seremos.
Un cuarto de siglo de conversaciones que aún hoy
continuo. Cuando Alberto cerró el apartamento en Canadá puso al correo algunos libros que pensó que ella
querría que yo tuviera. Uno de ellos, una novela situada
en el Madrid del siglo XIX, me permite recorrer el Barrio
Salamanca, donde vivo, todavía de su mano y de su voz,
así me llegue a través de otros como Olózaga, un personaje que me va contando quiénes eran y qué hicieron los
personajes con cuyos nombres bautizaron cada calle de
las que recorro. Es que Silvia sigue aquí, caminando a mi
lado, inmersas en la conversación, porque la verdadera
muerte sólo llega con el olvido, y ella vive en mí y en
quienes le queremos.
***
Marbel Sandoval Ordóñez
1959. Periodista y escritora. Trabajó como periodista en El Tiempo y Vanguardia Liberal y en la Agencia de Noticias Colprensa.
Ha publicado los libros: Gloria Cuartas por qué no tiene miedo,
Petróleo colombiano más futuro que pasado en coautoría con Alberto Calderón Z. y la hermosa novela En el brazo del río.
188
Jefa, celestina y amiga
Gloria Uribe
El pánico a la hoja en blanco. Fue Silvia quien me lo
mencionó, cuando, en una de tantas conversaciones interminables y deliciosas, me contó cómo cada vez que se
disponía a comenzar alguno de sus textos periodísticos o
literarios se levantaba con cualquier excusa tratando de
evitar el terror que suponía enfrentarse a una página en
blanco, o, en su defecto, a la pantalla en blanco del computador. Desde ese momento, soy consciente de esa sensación, la he experimentado muchas veces, y, siempre, al
vencerla, la recuerdo. Esta semana la volví a sentir. Cada
vez que me proponía plasmar los recuerdos que tengo de
Silvia, el miedo y el dolor de su partida me paralizaban.
Creo que con este párrafo, que aún no sé si será el definitivo, lo acabo de vencer, una vez más.
Le encantaba el rol de Celestina. Le gustaba saber a
otros enamorados, o en la búsqueda de la pareja perfecta. Hace 20 años decidió al conocerme que yo podría ser
la compañera de Jose, a quien ella quería y apreciaba.
Dos décadas de una relación maravillosa le han dado la
razón. Pasó de ser mi columnista preferida, cuando era
una colegiala, inspirándome a estudiar periodismo, a
jefa durante un año, celestina, madrina de matrimonio,
189
amiga entrañable y consejera durante mis primeros años
de casada, cuando en Washington escuchaba y compartía mis momentos de felicidad e inseguridad.
Al confesarle que su candidato me agradaba, cumplió
a cabalidad su rol de Celestina. Llegó al punto de escribir una carta en papel membreteado y firmado por
ella como directora de Vanguardia Liberal, en la que me
designaba para asistir a un evento en Bogotá durante
un fin de semana de mediados del año 1990. Todo fue
un invento, pero fue su solución al inconveniente que le
planteé cuando, ante su insistencia de que visitara “al
elegido” en Bogotá, le confesé que mi papá no me dejaba ir. Con picardía y emoción me dijo: “pues, entonces,
nos inventamos algo a lo que yo le ordeno ir, y a eso su
papá no le puede decir que no”. Gracias a su carta tuve
un excelente fin de semana. Luego, me dio el empujón
que necesitaba para decir sí a una propuesta que terminó
en matrimonio. Ella por supuesto hubiera preferido el sí
sin ataduras formales; sin embargo, en la escritura pública de nuestro matrimonio civil está su inconfundible
rúbrica.
En Washington, a donde llegué recién casada, dejando la Bucaramanga natal, caminábamos y conversábamos, tomábamos café, cocinábamos o veíamos a Alberto
cocinar. Con Silvia se podía hablar de libros, de cine, de
música, de actualidad, de malestares físicos y emocionales, etc. Además de buena conversadora era excelente
oyente. En nuestros recorridos por la ciudad me contaba
de sus hijos, de su niñez en Bucaramanga, de su épo-
190
ca de colegiala, de sus años como estudiante en Estados Unidos, de su paso por los Andes, etc. De todo tenía
una buena historia, con sus detalladas descripciones y
sus francas y pegajosas carcajadas, el tiempo pasaba sin
darnos cuenta.
Casi siembre terminábamos en un restaurante donde comíamos un cheesecake, al que ella decidió bautizar
“Cheesecake Orgásmico”. Comerlo era todo un ritual. Veníamos cansadas de caminar y conversar, y entonces con
el manjar en frente, decía: “bueno, silencio porque esto
es orgásmico”. Y poco a poco, como midiendo cada ración que llevaba a su boca, lo saboreaba, hacía gestos de
agrado y, por supuesto, seguía con la historia, para luego
hacer una nueva pausa y disfrutar de otro bocado. Hace
poco, entré al sitio y me reí en silencio al recordarla.
Silvia me mostró la Biblioteca del Congreso de Washington y los Archivos Nacionales. En compañía de Alberto, su compañero inseparable, me enseñaron a moverme por ese lugar maravilloso. Mientras realizaba la
investigación para Soledad, fuimos varias veces, y, como
siempre, cada paseo estaba acompañado de historias,
anécdotas, cuentos y hallazgos que le agregaban a ese
lugar monumental los ingredientes que lo hacen para mí
inolvidable.
En una de tantas noches de conversación, junto con
Alberto, Aída Martínez, Julio Carrizosa y Marcela Lleras,
Silvia nos contó que la noche antes había soñado cómo
una esfera gigante que representaba el mundo se le venía encima y la aplastaba. Rápidamente Aída Martínez
191
le señaló que hasta sus sueños eran inteligentes y trascendentales, mientras que los de ella eran tan sosos que
podía pasar toda la noche revolviendo una olla de yuca
hirviendo. Una vez más reímos a carcajadas. Silvia decía
que si Aída escribiera con el mismo humor con el que
hablaba, leerla sería además una divertida experiencia.
Sin proponérselo Silvia fue mi maestra, no solamente
de periodismo, ética y responsabilidad profesional, sino
en aspectos básicos de la cotidianidad. Todavía recuerdo que cuando le comenté el miedo que me producía
manejar en Bogotá, me dijo: “al principio, váyase detrás
de los buses por la séptima, que así llega sin problema”.
Cada vez que manejo en una ciudad que no conozco, me
acuerdo de su consejo y lo aplico.
Antes de viajar a Washington me dijo cómo cada viaje y cada nueva ciudad debían aprovecharse al máximo,
con mente y corazón abierto, sin ataduras al terruño,
dispuestos a explorar, conocer, averiguar y probar. Sentada frente a ella en su escritorio en la dirección de Vanguardia me dijo que viajar era como abrir una ventana y
ver con otros ojos el paisaje. Cada vez que comienzo una
nueva vida en otro lugar sus palabras me han servido
para sacar lo mejor de cada experiencia.
Por ser ante todo una mamá, fue solidaria conmigo en
mis momentos difíciles. Con una preocupación genuina
me preguntaba por mis hijos, quería saber lo que estaba
pasando, y sin necesidad de que me lo dijera yo sabía
que sufría con mi sufrimiento. Disfrutaba su rol de madre. Hablaba de Alexandra y Sebastián constantemente
192
y con un estilo tan particular, que eso de criar hijos lucía
como tarea fácil. Hace 25 años quería ser una periodista
como ella; hoy en día quiero, además, emularla como
madre.
Al saber que regresaba a Vanguardia Liberal como directora en el año 1989, dejé San Gil, donde hacía mi
práctica periodística y decidí que trabajar con ella era
todo lo que necesitaba para renunciar y volver a Bucaramanga. Sus columnas me habían hecho escoger el
periodismo como carrera profesional, y las referencias
constantes que Gaso, Carlos Guillermo Martínez, hacía
de Silvia durante mis años como estudiante en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, hicieron del sueño
de trabajar con ella, una realidad. Entrar a su oficina era
delicioso. Se sabía a qué horas se entraba pero no a qué
horas se salía. Empezábamos hablando de la nota o de
la tarea en particular que me había encargado y terminábamos hablando de la vida, de los sentimientos, de los
amigos, de los sueños.
Con faldas largas y frescas para el calor de Bucaramanga, su cabello recogido en una trenza y su inolvidable sonrisa, Silvia llegaba, a media mañana, caminando
lentamente, saludaba cariñosamente a quien se encontrara en el camino. Su presencia se sentía todo el tiempo,
así sólo la viéramos a través del cristal que separaba su
oficina de la redacción. Creo que nunca la vi regañar a
nadie; sus comentarios sobre el trabajo eran tan claros
y firmes que no había necesidad de nada más. Nos protegía, le aterraba que por nuestro trabajo pudiéramos
193
arriesgarnos. Recuerdo cuando se le ocurrió con muy
poco tiempo que hiciéramos una separata por el cambio
de década: quería hechos positivos, la hicimos a contra
reloj, y como siempre, nos transmitió su agradecimiento.
Valoraba el esfuerzo y la dedicación.
Junto con Alberto, Pastor Virviescas y Carlos Ibarra,
constituyó un equipo de lujo para coordinar el trabajo
de la redacción. El periódico cambió, y durante su dirección, los que tuvimos la suerte de estar en esa etapa hicimos un postgrado práctico en donde la responsabilidad
era nuestra máxima. Con su particular forma de dirigir
(no parecía jefe), Silvia era firme y exigente en cuanto
a la precisión de las cifras, la consulta de las fuentes, la
escritura clara, los buenos titulares.
Cuando escribo un artículo o cualquier documento, lo
reviso más de una vez, lo dejo en remojo, y lo vuelvo a
leer, tratando de encontrar incoherencias o errores que
pudieran dar pie a una rectificación, algo que Silvia nos
enseñó a temer, pues, como ella nos lo recordaba, era
imprescindible cuidar la credibilidad.
Hace seis meses el destino nos trajo nuevamente a
Washington. Ahora nos acompañan Pablo y María José,
a quienes Silvia vio un par de veces en su casa de Ruitoque, donde a pesar de vérsele mermada físicamente tuvimos la suerte de disfrutar de sus historias y de su sonrisa.
Cada calle de Washington me la recuerda.
Sus enseñanzas, consejos, recomendaciones, ocurrencias e historias seguirán manteniéndola viva entre
quienes tuvimos la suerte de conocerla. Además de un
194
inmenso cariño y de una profunda admiración, siempre
le estaré eternamente agradecida. Otras hojas en blanco
me la recordarán.
***
Gloria I. Uribe Serrano
Nacida en Bucaramanga. Obtuve mi título como Comunicador
Social-Periodista. He trabajado como reportera en Vanguardia Liberal y en Veneconomía, publicación mensual venezolana.
Combinando siempre mi rol de madre, he trabajado en relaciones públicas y comunicaciones internas. Actualmente soy
consultora y facilitadora en el fortalecimiento de competencias gerenciales.
195
Silvia Galvis y el medio ambiente
Jairo Puente Brugés
En el segundo semestre de 1981, un grupo de profesores y estudiantes de la Universidad Industrial de Santander (entre los que me contaba) creó el Grupo Ecológico
de la UIS. En ese momento, ya existía el Grupo Ecológico
Yariguíes de San Vicente de Chucurí, promotores originales de la idea de crear una zona protegida en la Serranía de los Yariguíes, también llamada de Los Cobardes.
Los integrantes de estos grupos de loquitos ambientalistas empezamos a producir modestos boletines y a
dictar cursos, en los que alertábamos sobre los ya visibles
problemas de deterioro del agua, de los bosques y de
los suelos en el departamento de Santander. Seguíamos
los pasos del Grupo Ecológico del Tolima, liderado por
el veterano Gonzalo Palomino, precursor tal vez de este
tipo de actividades en Colombia.
Estos llamados a proteger el medio natural y humano fueron acogidos con entusiasmo por periodistas de
Vanguardia Liberal, e incluso por columnistas como Don
Próspero Rueda, gran señor y periodista fallecido hace
varios años, pionero de estos temas en las columnas editoriales del periódico. Con igual o mayor entusiasmo fuimos apoyados por la directora –en ese momento– de la
196
Unidad Investigativa de Vanguardia Liberal, nuestra inolvidable amiga Silvia Galvis.
Como si fuera hoy, recuerdo la primera vez que entré
a su pequeña oficina de Vanguardia (hace unos 30 años)
y la saludé algo intimidado, pues ya conocía su muy leída
columna “Vía Libre “ y su condición de hija del gran patricio liberal Alejandro Galvis Galvis. Sin embargo, para
mi sorpresa, estreché la mano de una mujer sencillamente encantadora: por su sencillez, inteligencia y sentido
del humor. Su dulce sonrisa me cautivó para siempre,
a mí, y a otros miembros de los grupos ecológicos. Es el
caso de mi viejo amigo Jaime Ardila de San Vicente, que
guarda como un tesoro un mensaje de felicitación que le
envió Silvia cuando él se graduó de Ingeniero hace más
de 25 años.
Desde entonces desarrollamos con Silvia una amistad
que no ha terminado, pues tengo la certeza de que sigue
arrancándole sonrisas y pensamientos a sus compañeros
de la estancia celestial donde se encuentra.
Uno de los temas ambientales que Silvia abordó –en
esos años ya lejanos– fue el relacionado con la calidad
del agua potable en Barrancabermeja. En ese momento, la calidad del agua en el puerto petrolero era una
vergüenza: muy turbia, de apariencia grasosa y de mal
sabor y olor. Los problemas se agravaban por la llegada
de residuos de las instalaciones petroleras de Ecopetrol a
la Ciénaga San Silvestre y otras corrientes de agua, que
circulan en las inmediaciones de la ciudad petrolera.
La mala calidad del agua había provocado varios paros cívicos en la ciudad, lo que motivó la investigación
197
de Silvia y la publicación de un contundente informe que
confirmaba que la ciudadanía tenía la razón al protestar. Y que las autoridades o estaban mal informadas o
se hacían los locos. Sin lugar a dudas, estos informes de
Vanguardia tuvieron una influencia sobre decisiones que
se tomaron más tarde. Siempre recuerdo este incidente,
pues me permitió conocer de cerca a Silvia: su entereza,
rectitud y sentido social.
A partir de este episodio nos reuníamos y hablábamos
con frecuencia sobre los problemas ambientales del departamento y del país, tema que le apasionaba. En 1985
me fui a trabajar con el Inderena en Cartagena, regresé a
la entonces llamada ciudad de los parques en 1989. Ese
mismo año, y luego del feroz atentado terrorista, Silvia
asumió la dirección de Vanguardia Liberal.
Un día me llamó a su oficina y me ofreció escribir una
columna sobre temas ambientales. Recuerdo que escribí
mi primera columna sobre los problemas de contaminación de las playas de Cartagena, tema que conocía muy
bien ya que había trabajado sobre el mismo en los últimos años. Desde entonces, y hasta la fecha, he continuado escribiendo la columna que publico los miércoles.
De muchas de estas columnas surgió mi libro Venenos
en el hogar. Por supuesto, Silvia es la autora del prólogo,
aunque su nombre no aparece por un error en la impresión. Silvia no le dio ninguna importancia al error. Allí
estaba en primera fila el día del lanzamiento de un libro
en el que ella tuvo más influencia de la que pensaba,
como lo expreso en la introducción del texto.
En los últimos años, cuando nos reuníamos, seguíamos hablando de política y del ambiente, pero también
198
de los hijos y nietos. Y también de los achaques que llegan cuando la gente nos empieza a considerar “adultos
mayores”.
Unos días antes de su inesperado fallecimiento le había enviado un mensaje preguntándole por su salud, ya
que sabíamos -en el círculo de amigos- que no estaba
muy bien. Me inquietó un poco no tener ninguna respuesta. Por ello, el día de su muerte, cuando pasamos
por la entrada a su condominio en la vía a Piedecuesta,
cerca al mediodía, le comenté a mi esposa Christiane que
teníamos que llamar a Silvia para ver como seguía.
En la tarde nos enteramos de su fallecimiento. Poco
después me llamó un periodista de Vanguardia solicitando mis impresiones. No me fue posible decirle gran cosa,
ya que el llanto me lo impidió. No soy de lágrima fácil,
pero sin lugar a dudas la partida prematura de Silvia
dejó en sus amigos un vacío que todavía resulta difícil
de llenar.
***
Jairo Puente Brugés
Ingeniero Químico de la Universidad del Atlántico con especialización en Tecnologías de Procesamiento de Petróleo y Gas
del Instituto de Petróleos de Rumania (1974-1976). Actualmente es Decano de la facultad de Química Ambiental de la
Universidad Santo Tomás. Fundador y ex-coordinador de la
Especialización de Química Ambiental (1996-2007) de la Universidad Industrial de Santander (1996-2005). Ex-director y
cofundador del Centro de Investigaciones Ambientales de la
UIS. Profesor universitario de Ecología, Química Ambiental y
Agrícola y Tratamiento de Aguas desde hace 22 años.
199
Pensaba con tanta claridad
Christiane Lelièvre
Conocí a Silvia bien antes de conocerla. Supe de ella
como “personaje público” por sus escritos y sus opiniones
expresadas con claridad y siempre sustentadas. Para mí
era una periodista seria y valiente “pero” respaldada por
sus apellidos y su cuna. Luego la conocí más, a través de
dos personas muy queridas e importantes para mí, quienes la conocían, trabajaban con ella, la apreciaban y me
hicieron apreciarla y quererla sin haberla visto jamás.
Jairo Puente, mi esposo y en ese entonces coordinador
del Grupo Ecológico UIS, luego funcionario del Inderena
y columnista de Vanguardia Liberal, me hablaba mucho
de Silvia, de su curiosidad y coherencia investigativa, de
su fuerza y coraje, de su independencia y espíritu crítico;
una mujer excepcional y querida. Isabel Ortiz, feminista,
fundadora y directora de la Fundación Mujer y Futuro,
amiga, también me hablaba de ella: una mujer “de familia” pero independiente, comprometida y sencilla al
extremo, inteligente y que valía conocer, y con la que
había iniciado amistad desde el momento que se habían
encontrado cuando Isa todavía trabajaba con el ICBF. Le
dije –poco más o menos–: “te admiro, tú haces amistad
fácilmente, así de simple”, a lo que me contestó más o
200
menos: “espera a verla y conocerla, también te gustará;
es excepcional…”
Y creo que pasaron años antes de que nos encontráramos de frente y de verdad. Entre tanto, Silvia –quien
también me conocía sólo por “referencia” de Jairo e
Isa– me había llamado para ofrecerme y animarme a
ser columnista de Vanguardia Liberal. No había sino una
mujer, Beatriz Mejía, y Silvia quería que fuéramos más
mujeres para escribir en la página editorial del periódico. Ella también confió en mí, sin conocerme, sólo por lo
que le habían dicho de mí Jairo Puente e Isabel Ortiz. Le
hice llegar un texto de muestra que había escrito para la
revista Manglaria del Inderena de Cartagena. Hablamos
por teléfono, recuerdo que le dije algo como: “está bien,
voy a intentarlo, y me avisa si voy bien o no; pero sólo
cada quince días porque no quiero estresarme con un
compromiso semanal”.
Entonces le pidió a Isa animarse para que cada una
escribiera una columna quincenal y así “cubrir” un espacio los jueves. Han pasado veinte años. Silvia dejó Vanguardia, o Vanguardia la dejó. Presentamos entonces una
“renuncia protocolaria y de solidaridad” que no se hizo
efectiva. Y agradezco tener, gracias a ella que me buscó
y animó, este espacio que trato de aprovechar para informar, opinar y defender la causa de las mujeres y aportar
críticas que ayuden a abrir los ojos de las personas que
me leen.
Un día al fin, la conocí en vivo y en directo; nos vimos, nos encontramos, nos dimos un abrazo. Fue simple,
fácil, interesante, alegre, como si nos conociéramos des-
201
de hace mucho; tal vez desde que Jairo me comentaba
las investigaciones y charlas con ella, desde que Isa me
hablaba de sus conversaciones y salidas a cine; tal vez
desde que Jairo o Isa le hablaban a veces de mí, tal vez
leía mis columnas. Era tan enriquecedor conocer y compartir con una mujer que sabía tanto, pensaba con tanta
claridad y se expresaba de manera tan sencilla; que se
reía a carcajada y se enfadaba contra las injusticias y las
torpezas y la estupidez de los políticos y dirigentes.
Hubiera podido ser intimidante para mí compartir
con una persona tan famosa, periodista polémica, brillante investigadora, escritora de éxito, pero no. Silvia
nunca me intimidó; al contrario, siempre me sentí muy
en conexión con ella, como mujeres y feministas; como
madres de hijas mayores, quienes buscaban sus caminos
profesionales y sentimentales; como hijas de madres
hundidas en una vejez interminable. Ella dudaba como
yo, me preguntaba mis opiniones y sobre mis experiencias y miradas de europea radicada en Colombia. Hasta
compartimos esta experiencia desconocida para mí de
ser abuela.
Me sentía en confianza con ella para hablar de “lo que
sea” y escuchar también “lo que sea”. Todo nos acercaba, y recuerdo algunas conversaciones telefónicas de
casi una hora, o más, que terminaban muy a la colombiana con un “bueno, un abrazo grande y… ¡hablamos
luego!” Yo no la llamé muchas veces porque antes de la
una de la tarde era casi una grosería hacerlo, y después
de las diez de la noche yo ya no estoy muy despierta.
Todos recordamos cómo Silvia vivía “al revés” y a veces
202
envidiaba su capacidad de trasnochar y pensar, escribir
y ser tan productiva mientras el común de los mortales
está dormido.
No me veía a menudo con Silvia Galvis; aún así nos
sentíamos amigas, y siento un privilegio el poder recordar cada uno de nuestros encuentros o conferencias telefónicas. Cuando la conversación fluía como si se hubiera
interrumpido el día anterior, cuando se hablaba de todo,
como lo sabemos hacer las mujeres, mezclando en orden
y desorden, lo personal con lo político, las esperanzas
con el desespero, las críticas con las loas, el realismo con
el optimismo, la risa con la rabia. No nos veíamos con
frecuencia pero me hacen falta estos encuentros con la
inteligencia, la crítica, la risa y la franca amistad. Añoro
las salidas a cine que no hicimos, las comidas que quedaron en veremos. Añoro a Silvia.
***
Christiane Lelièvre
Sicóloga, socia de Fundación Mujer y Futuro en Bucaramanga,
columnista de Vanguardia Liberal.
203
Tarde de 1993
Idania Ortiz
A Silvia Galvis
Sobre su tumba
mi jardín,
sendero de confesiones
que floreció alegre
bajo su mirada cómplice.
Secretos de mi corazón ebrio
que revoloteaba cruel
espantando fríos.
La tarde jugaba destinos
el sello de la escritura,
el pacto tácito,
la absolución pagana.
204
Sobre su tumba
un jardín de silencios,
y entre mis manos
crisálidas que no reventaron.
***
Idania Ortiz Muñoz
Nació en Bucaramanga en 1965. Es Comunicadora SocialPeriodista de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, con
Magíster en Semiótica de la Universidad Industrial de Santander. De 1990 a 1992 fue redactora del diario Vanguardia
Liberal.
Se desempeñó desde 1992 y durante 7 años como Directora
de la Casa de la Cultura “Piedra del Sol” en Floridablanca,
Santander. Actualmente ejerce el periodismo cultural, es productora y coordinadora de programación de la Emisora UIS
AM, de la Universidad Industrial de Santander.
Cofundadora y correalizadora del programa radial “El Jardín
de la Poesía: Radio en vivo”, programa que se emite semanalmente y que cada fin de mes cuenta con poetas del orden regional y nacional en el Patio Español de la sede UIS-Bucarica.
205
Silvia por Silvia
Silvia Camargo
Casi siempre que pienso en escribir un libro, un li-
breto o una historia cualquiera hay un personaje que llega a mi mente. Es una mujer de unos 40 años, profesional, apasionada por lo que hace, con un claro sentido de
la justicia y con buenos cimientos éticos. Es divorciada
pero no está sola. Tiene el pelo un poco ensortijado, es
atractiva y se viste de manera casual pero con un sello
propio. Me la imagino en mis historias como una jefe
valiente que es capaz de echarse al hombro toda una empresa, que tiene discusiones inteligentes con sus interlocutores y pone a pensar a la gente. Creo que la heroína
de mis historias nació de mi contacto con Silvia Galvis, a
quien conocí en 1982.
Yo era una estudiante de comunicación social, y ya
desde esa época ella era una figura que me atraía por su
temple, su capacidad de decir las cosas y enfrentarse a
grupos poderosos de Santander, no sólo a través de sus
columnas sino con su unidad investigativa. Aunque se
trataba de una persona muy cercana a mi familia (mi
hermana Gloria estudió con ella) nunca la había visto en
mi vida, pero si la había leído y sabía de ella, en parte
también gracias a Gaso, mi compañero de universidad.
206
En aquel entonces, él, que era toda una figura para nosotras las primíparas de esa promoción que veníamos de
colegio católico de sólo mujeres, ya trabajaba con ella en
la unidad investigativa que ella había creado con José
Luis Ramírez.
El día que la vi por primera vez fue una mañana en
que ella estaba en Bucaramanga y Gaso me llevó al periódico para saludarla. Yo estaba nerviosísima, algo que
todavía me suele pasar cuando conozco gente que admiro. Me sentía intimidada y me daba miedo abrir la boca
y defraudarla diciendo una tontería. No me acuerdo de
qué hablamos. Sólo que ella me preguntó por una foto
que yo había tomado para la clase y que había salido en
la página Buenos Días de Vanguardia. Me dijo algo así
como “ojalá que no sea simple suerte de principiantes y
sea una buena fotógrafa”.
En ese entonces había una serie brasilera que se llamaba Malú Mulher, protagonizada por Regina Duarte.
Yo también asociaba a ese personaje con Silvia. Incluso
creía que Malú era una periodista, pero José Luis Ramírez me aclaró que era socióloga. Probablemente ese lapsus fue la manera en que mi mente acomodó las historias
de cada una para que saliera el personaje de la Silvia que
siempre me invento en mis historias.
Muchos años después la volví a ver. Esta vez fue en
circunstancias más bien trágicas. Fue el lunes luego de
la explosión de la bomba en Vanguardia Liberal, donde
yo ya llevaba un par de años trabajando. Ella llegó con
Alberto Donadio a ver los destrozos de la redacción. Todos estábamos allí esperando órdenes sin saber si íbamos
a sacar una edición al día siguiente. Ellos de una vez
207
asumieron el papel de líderes de esa redacción, un cargo
que tal vez ocuparon durante dos o tres años y que fue
crucial para conocerla, o, mejor, para conocerlos, porque desde entonces ellos dos, Silvia y Alberto, siempre
fueron como un dúo inseparable para mí. Yo los siento
como una especie de mentores.
En aquella época yo ni siquiera sabía si lo mío era el
periodismo y posiblemente habría dejado de trabajar en
este campo porque no me gustaban los temas judiciales
ni la política, que aquí se consideran la razón de ser de
esta profesión. Por lo tanto, esa oportunidad de trabajar
bajo su dirección fue crucial para encontrarle el sentido
a este oficio. Siento que ellos valoraban los temas cotidianos, que son los que más me apasionan y me dieron
espacio y apoyo para desarrollarlos. Incluso bajo la dirección de Silvia se creó la página Ola verde, que creo,
todavía está en pie.
Los recuerdos que tengo de ella de esa época son
muchos: Silvia sentada escribiendo en la dirección o paseando por algún corredor del periódico, saludando con
su sonrisa amplia. Para mí era una mujer muy linda físicamente. Me encantaba como se vestía, con ropa que
coordinaba, muy casual pero también muy bien seleccionada. Oírla hablar era delicioso. Yo pienso que era
un don; siempre tenía alguna cita de un libro que era
pertinente para la conversación. Pero también, y aunque
suene a cliché, era linda por dentro. Aun para asignar
tareas, uno no la sentía dando órdenes porque era muy
suave y me encantaba que me guiara en momentos difíciles. A mí no me gustaba la gente arrogante, ni la lucha
por el poder, ni siquiera me entusiasmaba ser famosa
208
ni reconocida socialmente. Quería hacer mi trabajo más
bien en el anonimato, y ella un día me dijo: “no somos
manada”, algo que me repito cada vez que estoy en situaciones similares.
Desde que dejé de trabajar en Vanguardia y me mudé
a Bogotá, ella siempre estuvo en momentos importantes
de mi vida, en las buenas y en las malas. Cuando nació
mi hijo Manuel, cuando fallecieron mis papás, cuando
me daban un reconocimiento. Aunque dejara de escribir
o de hablar con ellos por un tiempo la siguiente llamada
o carta era tan cariñosa como la anterior.
En una oportunidad la ayudé a desgrabar unas entrevistas para uno de sus libros. Ese fue uno de los momentos que más recuerdo con alegría de mi relación con
Silvia y Alberto. Como vivíamos muy cerca iba todas las
mañana y me sentaba en su Mac a copiar entrevistas
mientras ella hablaba con gente o salía a hacer algunas
vueltas con Alberto. El ambiente de esa casa era delicioso. Me enseñaron a tomar té, me hablaban de cine, de
música, de cocina. Silvia me hablaba de Alexandra y de
Kai, quien en esa época ya vivía en Bucaramanga. Incluso tratamos de hacer de celestinas para que él saliera
con mi hermana Mariángeles, pero fracasamos. Por esos
días Alberto la había invitado a un viaje a Hawaii para
celebrar un aniversario importante de su relación, que
me parecía ideal. Se notaba a leguas que sus vidas encajaban. Viajaban, salían, trabajaban juntos, caminaban.
Eran dos personas muy inteligentes, de gran humor. No
sé si fue en ese momento cuando ella me confesó que
cuando estuvo casada creía que los matrimonios eran
“así”, pero que cuando conoció a Alberto se había dado
209
cuenta de que esa primera relación suya no había sido
buena.
Más tarde Silvia propuso mi nombre en el comité de
editorial Planeta para hacer un libro de derecho de familia. Alberto me llevó una tarde de compras por las librerías del centro para buscar los códigos que iba a necesitar para ese trabajo. Hasta me prestó plata porque yo no
tenía un peso en ese momento. Yo me sentía caminando
con mi hermano mayor, ese que lo apoya a uno en todo,
de una generosidad impresionante, y con una confianza
en mí que ni yo misma tenía. El nunca pensó que ese
trabajo me quedaría grande, y tal vez fue eso lo que hizo
que yo lo lograra, a pesar de que en el camino encontré
a muchos abogados que me decían que no creían que
una periodista fuera a ser capaz de hacer un libro sobre
derecho. Sin saberlo, al proponerme ese trabajo, Silvia y
Alberto me estaban matriculando en una especialización
en el tema, pues al final el libro fue eso: una especie de
maestría en la que aprendí mucho sobre derecho.
Así podría seguir horas y horas, hablando de una visita, de una llamada. Pero tal vez lo importante es decir
que ellos dos han sido y siguen siendo una influencia en
mi vida. Ahora que ella no está, la sigo pensando como si
estuviera en algún lado, en Canadá, Miami, en su casa de
Ruitoque, escribiendo, caminando, leyendo hasta convertirse en una linda viejita con su pelo trenzado.
***
Silvia Camargo
Periodista de la revista Semana.
210
Buscadora de lo esencial,
aliento sin tiempo
Carlos Eduardo Gómez Navas
Silvia siempre ha sido una presencia mucho más
allá de sí misma: su voz se extiende para afirmar las voces de muchos, su pensamiento pregunta por las necesidades de otras muchas voces, de otros muchos dolores
enmudecidos, de otros tantos pies empujados a la fuerza
a errar su ruta.
Silvia no se preocupa, se ocupa por ser buscadora de
lo esencial, del fundamento de ser persona, construye
una incesante búsqueda de un verdadero ser y además
humano; y entonces, es en consecuencia navegante de
ríos turbulentos en busca de la honestidad, con la creencia de que era parte de la naturaleza del ser persona, que
la honradez era fácil hallarla expuesta como pieza clave y franca en el compartir con otros, para tantas veces
terminar plantada ante el asombro, sentirse defraudada
por lo difícil de hallar la honestidad, y al contrario, tener
que experimentarla cual pieza exótica, aquilatada joya
refundida entre lodos e intereses mezquinos de muchos
en la contemporaneidad.
Ocupada, no preocupada de las voces ocultas de las
mujeres de todas partes, –ella misma encarna tantas–,
igual alza la voz por la mujer que cocina para convocar
211
al ritual inaplazable e irremplazable, como alza su queja
ante la opresión de tantas a manos de muchos.
Ahora, adquiere mucho más sentido su frecuente pregunta en los encuentros cotidianos: ¿algo nuevo bajo el
sol? Porque ahora, ante su presencia no sólo de recuerdos y nostalgias puedo calcular con mayor precisión que
su interrogante no era preguntando por una novedad, ni
por un cambio, ni siquiera por una revelación. Todo eso
podría ser del común y usual talante en el devenir de
siglos; pero su cuestionamiento era más profundo, algo
realmente nuevo bajo el sol… algo que fuera capaz de
transformar, de cambiar estructuras, de generar evolución en medio de un ir y venir ordinario de seres en la
búsqueda de su humanidad, una pregunta que sigue formulando Silvia y una respuesta que aun no satisface.
Todo lo que debía conjugarse se hizo con prontitud
en Silvia para alcanzar reflexiones y ocupaciones que
ya nada tenían que ver con ella misma; reflexiones que
rebasaban las suyas propias del egocentrismo, que iban
más allá de sus más cercanos congéneres, traspasando
el sociocentrismo, y nada tenían por qué ceñirse exclusivamente a su pueblo, desbordando el etnocentrismo.
Las ideas que rondaban su mente acusaban el dolor de
los desvalidos de cualquier parte del mundo, asimilaban
la angustia de los perseguidos por cualquier atropello
sin importar latitudes exactas, percibían la crueldad defendida por razones poderosas hechas fraudulentamente
tantas veces por conveniencia de los ostentosos a nombre
de Dios, del gamonal o del monarca, electo o impuesto.
Sin ficción ni fingimiento –que a nadie debía– dejó el
dolor para sí misma, y ya lo sostienen los entendidos: que
212
cuando esta percepción y esta experimentación del mundo se hace propia el cuerpo no miente, y como ella misma lo describe: “la mitad de mi cabeza se derrite como
una vela encendida, y esta migraña con nada pasa”. Pero
aun en la oscuridad de su privacidad se atragantaba de
la fétida evidencia cotidiana en los gobiernos locales y
de las descarnadas tragedias nacionales remozadas por
farsantes del poder republicano, y en los dramas desfachatados del mundo.
Quizá por eso, fueron tornándose sus letras que investigaron, sus palabras que no temblaron cuando denunciaron, que se hicieron transparentes cuando descubrieron, a las letras certeras que narraron y luego dialogaron
en teatro, cuando ya, contando la historia, podía abarcar
sin temores a tantos en ella misma, en ese diálogo exigente del teatro que en la síntesis precisa y particulariza
lo que a su vez se multiplica en universalidad, en ese
teatro que de la vida hizo poética dialogada de la mujer
en su propia matrioshca de lo femenino.
Pocos, como Silvia, tienen una mirada integral sobre
los vastos componentes del mundo, y así mismo son para
ella tan importantes (y por eso la ocupan tanto unos
como otros), los recursos naturales arrasados como la
producción artística inquietante o la actividad industrial
insensible, al igual que la controversia del acaecer intelectual; por lo cual su grito sobre la podredumbre de los
ríos fue la suma de los tantos que aún hoy no gritamos;
su asfixia por los caídos en las cámaras nazis no puede
olvidársele cuando sin cámaras aún hoy son tantos los
caídos; y el reclamo de un campesino aislado de su horizonte le sugiere volver en surco fértil su mano tendi-
213
da en letras. Y aquí, en esta esquina de Suramérica, aró
Silvia la tierra con dientes y palabras y dedos laboriosos
ante esta patria mutilada por gobernantes comerciantes,
tantas veces masacrada por militares de todos los colores
y tantas veces dolida por la suma de injusticias.
Dando vuelta a la esquina de la carrera quinta con
avenida Jiménez en Bogotá, en temporada de algún festival de teatro, nos acompañaron las sorpresas de no vernos desde hace años, de encontrarla ahora escritora de
teatro, y ella de ver como la comunicación se me había
vuelto actuación en el teatro, y tras años de distancia me
repetía al despedirnos:... “sigámonos la pista”... como
exactamente creo que tantos quisiéramos, seguir la pista
de su honestidad, seguir la pista de su creación, seguir
en la búsqueda de una vida mejor para todos, seguir pretendiendo un mundo mejor para la humanidad.
Que Silvia esté en esta o en cualquier latitud es un
aliento sin tiempo y una garantía para la vida; es un trazo de una dibujante de nuevos amaneceres. Su voz es la
talla de una palabra esculpida con certeza; es una acción
expresa en la escena del altruismo; es una melodía de
corear en multitudes: un paso en la danza de la eternidad, de su presencia que no nos abandona.
***
Carlos Eduardo Gómez Navas
Es actor, dramaturgo y director de teatro, luego de haber sido
junto a Silvia Galvis periodista de la Unidad Investigativa en
Vanguardia Liberal. Es asesor-consultor para programas de
214
arte y cultura de varias organizaciones como la ACNUR y UNFPA, Hemisferic Institut, Fundación Santo Domingo, Fundación
Huellas, Corporación Nieto Arteta y múltiples entidades gubernamentales.
215
El “legado”
Mary Correa
Yo soy la que menos compartió con Silvia de todos sus
amigos, porque me tocó trabajar más poquito tiempo
con ella; pero aún así recuerdo sus maneras especiales
de ver la vida, y sobre todo, conservo la vivencia de su
real interés por el otro, por el más “llevado”, por el que
menos voz y oportunidades tenía para defenderse de las
injusticias humanas.
Silvia me dejó por años un “legado”: un viejito al que
ayudó en todo lo que pudo, incluso con escritos en su
columna, para conseguir su pensión de jubilación. Pero
antes de ella irse abruptamente del periódico Vanguardia
Liberal, la segunda vez que estaba de directora y yo trabajaba en la Sección Económica en el tema laboral, me
llamó a su oficina y me lo recomendó como algo muy especial, porque era necesario encontrar la forma de que el
Seguro Social respondiera por este buen hombre, y por
eso había que ver cómo lográbamos sacarle la pensión de
jubilación que él se merecía.
Pues al fin, de tanto hacer, primero ella con sus escritos y luego yo con mis insistencias ante las oficinas
del Seguro, se logró que el abuelo Luis Felipe Buitrago
216
Chanagá tuviera su pensión y viviera sus últimos años de
forma más decorosa. Y es que cuando Silvia me lo recomendó con tanto afecto para ayudarlo, el abuelo, a sus
70 años, dormía en la calle, pues ya no tenía ahorros y
le negaban la pensión porque una empresa donde había
trabajado por 12 años como celador, dejó de pagar las
cotizaciones que en justicia le correspondían al abuelo.
Don Luis Felipe ya debió morir de viejo, pero seguro
se habrá encontrado feliz con Silvia en otros caminos
para darle las gracias porque, en vida, él siempre tuvo en
la mente a “esa buena Señora Doctora que me empezó
a ayudar con sus escritos y que luego me dijo que usted
seguiría con mi caso”.
***
Mary Correa Jaramillo
Comunicadora Social-Periodista de la Universidad Pontificia
Bolivariana, UPB, de Medellín, con Especialización en Educación con Nuevas Tecnologías de Información de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, UNAB. Trabajé durante 13
años en el periódico Vanguardia Liberal, en sus sedes de Bucaramanga y Barrancabermeja. También fui docente de periodismo de la Facultad de Comunicación de la UNAB y directora
del periódico universitario 15. En la actualidad soy docente y
coordino el Área de Periodismo de la Facultad de Comunicación de la UPB en Medellín.
217
218
Los Noventa
219
220
Silvia y Alberto, ermitaños itinerantes
Marcela Lleras Puga
Conocí a Silvia Galvis y a Alberto Donadio en el in-
vierno del año de 1991, en la ciudad de Washington, a
través de varios amigos comunes de Bucaramanga.
Estos amigos, jóvenes periodistas, que trabajaron
con Silvia cuando era directora de Vanguardia Liberal,
y también una historiadora y escritora, muy amiga de
ella, santandereana y con el mismo gusto por los temas
decimonónicos, la querían inmensamente y se regodeaban con sus anécdotas, con su sentido del humor, con
su inteligencia fina que le daba la facultad de reírse de
ella misma. Por lo que ellos me contaban, me formé una
imagen de Silvia en todas sus facetas: como periodista
íntegra, como columnista avezada, como escritora e investigadora minuciosa y como aficionada a bailar mambo. Precisamente, cuando la conocí, en 1991, estaba haciendo investigaciones en la Biblioteca del Congreso en
Washington y en los Archivos Nacionales para buscar,
durante horas enteras, con lupa, cualquier detalle, cualquier frase, cualquier fecha, para atar cabos dentro de su
amplio conocimiento, que después redundaría en el libro
que tenía en mente hacer.
221
A medida que la fui conociendo me encontré, paradójicamente, con una persona de una fragilidad física
y de una timidez que no concordaban con la fuerza y
vehemencia que tenían sus columnas periodísticas. Y no
es que Silvia no sostuviera y defendiera sus ideas. Y no
es que no fuera apasionada: lo era -y mucho-, y no se
transaba en materia de ética. Así lo sentía, así llevaba
su vida, así lo hacía saber, pero con un tono de voz casi
inaudible.
No la veía mucho, porque Silvia y Alberto eran itinerantes y además disfrutaban inmensamente estar el uno
con el otro, o con los hijos de Silvia y después con los
nietos. Ellos se acomodaban durante un tiempo en algún
lugar del mundo donde hubiera una biblioteca importante o un archivo, buen cine –otra pasión compartida–,
sitios bonitos para caminar y buena comida, y ambos se
dedicaban a esculcar todos los archivos existentes.
Cuando veía a Silvia o, mejor, cuando hablaba por
teléfono con ella, cosa para la cual había que disponer de
muchísimo tiempo, se podían explorar, fácilmente, los
acontecimientos de los últimos años del país, incluyendo
los más recientes. También su salud, que le preocupaba
tremendamente y eso hacía que siempre se acordara de
algún dolor de espalda o, alguna indigestión de la que
uno le había hablado meses o años atrás, era uno de los
temas presentes. Otro eran los últimos libros que se devoraba en sus largas jornadas de insomnio.
Yo me sentía muy a gusto con Silvia porque cuando
la oía hablar, con su marcado dejo y localismos santandereanos y su sonrisa característica y agradable, lograba
222
que mi imaginación fluyera sobre los diferentes temas:
política, música clásica, historia, los curas, a los cuales
Silvia no quería y su abominación se había exacerbado
con el cura de Ruitoque y sus novenas cantadas por altoparlante en las épocas de Navidad. Ciertamente, Dios no
fue su amigo, ni tampoco el partido conservador. A los
godos no les daba el beneficio de la duda, porque Silvia
era una liberal radical como lo fue su padre, don Alejandro Galvis Galvis, liberal del centenario, y de él, creo yo,
aprendió a ser así.
A través del tiempo formamos con varios amigos un
club tácito de entusiastas de Silvia. Después de saludarnos venía la consabida pregunta: ¿Qué se sabe de Silvia
y Alberto? ¿En qué parte del mundo están? ¿Cuándo vienen a Colombia? ¿Ha hablado con ellos?
Yo fui dos veces a Ruitoque, el último refugio de ellos
dos. Allí estaban en su ermitañismo envidiable, en compañía de las nietas. Silvia ya no viajaba como antes, se
sentía cansada de los aeropuertos, de las largas horas
en un avión. También había abandonado, hacía mucho
rato, sus famosas columnas periodísticas donde se daba
el lujo de ir diciendo las cosas por su nombre, sin tapujos, logrando espantar a este país farisaico.
En los últimos años escribió dos historias noveladas
sobre casos verdaderos en Colombia. En una, su protagonista es un Presidente de la República, y en la última,
que fue su novela póstuma, una senadora. Iba relatando
los acontecimientos, por lo demás investigados juiciosamente por ella en los expedientes de la fiscalía, como
la trama de una novela policíaca, con mucho suspenso,
223
entretenida, ágil y deliciosamente bien escrita, con un
fondo absoluto de verdad. El que los haya leído no tiene
la menor duda sobre quiénes son los personajes.
Ya se me estaba haciendo hora de volver a Ruitoque
para visitar a Silvia y a Alberto e irrumpir, aunque fuera
por unas horas, por lo demás muy amenas, en su ermitañismo, pero no llegué.
Qué afortunados fuimos los amigos a los que nos dejó
Silvia acercarnos y conocerla. Yo siento como si nos hubiera quedado una impronta grabada, tanto que hoy la
veo, con su pelo largo recogido, y sé qué está pensando
y sé cómo lo va a decir.
***
Marcela Lleras Puga
Amiga y contemporánea de Silvia. Columnista de El Espectador.
224
Sus principios liberales
Juan Guillermo Cano Busquet
Tuve la oportunidad de verla y hablar pocas veces con
ella cuando pasaba por el diario. Tenía mayor contacto
con Marisol y Fernando, ambos como directores del Magazín Dominical donde presentaba sus novedades literarias, sus investigaciones con Alberto en la biblioteca del
congreso de los Estados Unidos, y las grandes revelaciones históricas y noticiosas.
Más de una vez aportó luces en el consejo editorial
de El Espectador. Escribió un artículo fabuloso sobre mi
padre, donde ella no sólo demuestra su gran análisis periodístico sino también sus principios liberales que tanto
la enfrentaban en Vanguardia, así como su rigor histórico al presentar a un personaje, en este caso Guillermo
Cano, y el contexto del momento y el espacio donde se
revelan su vida y su carácter. Silvia aparece también en
ese artículo con la gran fuerza que tenía como persona,
y con los sentimientos –no las pasiones– que la hacían
escribir.
Nota del editor: En homenaje a Silvia, a Don Guillermo Cano y a El Espectador, que Silvia tanto admiró y
quiso, transcribimos el artículo.
225
Don Guillermo Cano
Por Silvia Galvis
Diciembre 17, 2006
No sería justo recordar a don Guillermo Cano solamente como una víctima del narcotráfico. Como director de El Espectador desde 1952 hasta 1986 él fue
el más veraz defensor del interés general. En los años
setenta y ochenta, en un gobierno o en otro, bastaba leer el editorial de El Espectador para encontrar
el diagnóstico certero de lo que pasaba en Colombia. El ciudadano corriente se identificaba más con
los editoriales de don Guillermo Cano que con los de
cualquier otro diario por una razón que fue tradición
en el periódico fundado por su abuelo: El Espectador
se mantuvo alejado de los conciliábulos políticos o de
las urgencias electorales que con frecuencia convertían a los otros periódicos en cajas de resonancia de
los partidos.
El Espectador se mantuvo distante de estos y otros focos de poder y cumplió así, mejor que cualquier otro
vocero de la opinión, con la misión que según Napoleón corresponde a un periodista, la de gruñón y censor, la de regente de soberanos y tutor de naciones.
En El Espectador de don Guillermo Cano tuvieron cabida las protestas y las críticas y las noticias que en
otros medios oficialistas se trataban con pinzas o se
presentaban en un formato más a gusto con las pretensiones gubernamentales o los intereses de los poderosos. En El Espectador prevalecía la defensa del interés
público y de la ley.
En 1955 el periódico, entonces vespertino, acusó a
Sendas de vender los juguetes que importaba con di-
226
neros oficiales y sin arancel y que debían repartirse a
los niños pobres en Navidad. La directora de Sendas
era María Eugenia Rojas de Moreno Díaz, hija del Teniente General Jefe Supremo Gustavo Rojas Pinilla,
el mismo a quien Alberto Lleras llamaba mediocre de
ánimo.
Oficialmente Sendas era el Secretariado Nacional de
Asistencia Social pero la imaginación popular convirtió la sigla en Sueldo En Dólares A Samuel, en referencia a Samuel Moreno Díaz, el yerno del general. El régimen impuso una multa de 10 mil pesos al
vespertino, que la contestó en su editorial del 22 de
diciembre titulado “El Tesoro del Pirata”: “Si hemos
de referirnos y lo hacemos con repugnancia gástrica a este minúsculo incidente, es tan solo porque lo
consideramos como un nuevo y no el último eslabón
de la cadena de persecuciones y de agravios atada al
cuello de la prensa independiente de Colombia por
los gobiernos que se han sucedido en el país desde
el 9 de noviembre de 1949, aunque haya habido uno
–el actual– que derrocó los de sus inmediatos antecesores dizque para restablecer la legalidad proscrita, la justicia conculcada y la libertad oprimida. Y es
difícilmente creíble aunque ciertísimo, que los sistemas de represión de la imprenta implantados por el
doctor Ospina, continuados por el doctor Laureano
Gómez y perfeccionados por el doctor Urdaneta, resultan de una lenidad franciscana, con todo y los criminales atentados del 6 de septiembre, cuando los
comparamos con los que ha establecido el general
Rojas del 8 y 9 de junio para acá. A partir de estas dos
fechas de luto incancelables en el calendario histórico de Colombia –y únicamente porque después de
ellas y a la vista y consideración de ellas nos hallamos
227
los periodistas independientes ante la obligación de
restringirle al gobierno de las Fuerzas Armadas y a
su jefe el crédito de confianza que con plazo indefinido pero en ninguna manera ilimitado le abrimos
patriótica, generosa y un poco temerariamente el 14
de junio de 1953– han sido escasos los días en que
no hayamos recibido de las autoridades un agravio,
sufrido un perjuicio, soportado en cualquier forma
una persecución, desde la censura hasta el ultraje,
el decomiso por mano militar, la amenaza de cárcel
por decreto, la multa por resolución, el destierro por
obra de misericordia, la expropiación por calanchín y
la clausura por discurso”.
Más de un cuarto de siglo más tarde la firmeza del
periódico del Canódromo brilló una vez más cuando el Grupo Grancolombiano retiró los avisos en represalia por las denuncias de El Espectador sobre las
trapisondas y maniobras de Jaime Michelsen Uribe,
entonces el hombre más poderoso del empresariado
nacional.
Michelsen pretendía doblegar el diario desconociendo la tradición que había inaugurado el fundador, de
quien dijo el profesor López de Mesa: “Cuando combatió hombres y regímenes fue por el bien común, y
con perfecto señorío de equidad”. Para recordar estos
sucesos nada supera las propias palabras de don Guillermo Cano.
El editorial de El Espectador del domingo 16 de mayo
de 1982 mantiene la vigencia de cuando fue escrito.
Titulado “Que los periódicos callen…”, afirmaba: “El
Tiempo pidió en su editorial del martes pasado que las
investigaciones contra el Grupo Grancolombiano ‘se
saquen de las páginas de los periódicos’. Esa solicitud
228
de El Tiempo va dirigida, obviamente, a El Espectador,
porque ellos saben que la delictuosa operación de los
Fondos Bolivariano y Grancolombiano nunca ha estado realmente en la mayoría de la prensa. Saben
que la radio, la televisión e importantes periódicos
están participando, con la boca llena, en la conjura
del silencio encabezada por ‘El Grupo’ para ponerse a
salvo con el botín”. [...]
¿Qué hubiera sucedido si –en lugar de denunciar hechos tan graves– este periódico hubiera guardado silencio, como aconseja El Tiempo, dizque por razones
de “elemental conveniencia”? ¿Conveniencia para
quién? No para Colombia; no para la opinión pública, cuyo escepticismo crece, y cuya fe en la libertad
desaparece, viendo que los poderosos y los prepotentes se apoderan del país con el silencio de quienes
tienen obligación moral de defenderla.
Cuando han pasado más de veinte años de estos episodios, no cabe sombra de duda.
El periódico de los Cano obró según la inscripción
que llevaban los gavilanes de las espadas toledanas,
inscripción que solía recordar el doctor Eduardo Santos: No la saques sin razón ni la guardes sin honor.
Cuando don Guillermo Cano se oponía a los narcotraficantes, se dijo que el país dejó solo a El Espectador.
Fue así solamente en apariencia. El terror impuesto
por las hordas de asesinos les permitía incendiar y
confiscar los ejemplares del periódico en Medellín,
pero la solidaridad de la gente estaba del lado de los
Cano, si bien no se expresaba abiertamente.
El país conocía y reconoce hoy el valor de don Guillermo Cano, que nunca se reunió con los capos en
hoteles de cadena ni transigió con el delito. Indefen-
229
so escribía, con las únicas armas de la buena fe, la
nobleza de espíritu y el sentido de la justicia, armas
todas legítimas pero que fueron vencidas por el horror de la barbarie y la impunidad cómplice.
***
Juan Guillermo Cano Busquets.
Con Fernando Cano Busquets fue codirector de El Espectador
de 1987 a 1997.
230
Claridad y lucidez
Ricardo Camacho
La vitalidad y curiosidad de Silvia Galvis eran casi ani-
males. Su obra abarca investigaciones, ensayos, novelas,
obras teatrales, artículos periodísticos, sin contar con los
inéditos y proyectos que dejó. En un país en el que se
trafica con los principios en mucha mayor escala que con
las sustancias sicotrópicas, la honestidad personal e intelectual de Silvia es refrescante y ejemplar. Aunque hubiera podido acceder a los más altos círculos dominantes,
como que venía de una familia con enormes tradición y
poder, no dudó en optar por la independencia de la crítica sin concesiones. Pero, contrariamente a muchos de
los niños terribles de la burguesía que se sublevan contra
su clase, nunca su rebeldía se expresó de manera estridente o inelegante.
Su postura obedecía, por una parte, a que su sensibilidad, como la de cualquier persona medianamente decente, estaba profundamente afectada por la corrupción,
el cinismo y la estupidez de quienes desde siempre han
gobernado a este país, y, por otra, a la solidez de su formación como investigadora, lo que le permitía, muchas
veces, en asocio con Alberto, su marido, darle piso pro-
231
batorio, como dirían los abogados, a su indignación. Y
así produjo libros fundamentales del periodismo investigativo como Colombia Nazi, El Jefe Supremo y novelas
llenas de investigación como Viva Cristo Rey. Pero a la
severidad y disciplina de su rigor, vino a juntársele su
amor por la literatura y el teatro, lo que, en este último
caso, fue una afición atípica dado lo incipiente de este
arte en Colombia.
Y así, produjo novelas y piezas escritas en una prosa
exuberante, rociada por un humor vitriólico, que desmitificaban implacablemente el entorno en el que creció y
vivió -sin que faltara, claro, su dejo de nostalgia-, pero
que no cayeron en la trampa del costumbrismo y adquirieron, personajes y situaciones, la dignidad de la literatura. En el caso de Silvia no se cumplía el sino de tantos
críticos de la sociedad en los que el contraste entre la
claridad y lucidez de sus manifestaciones públicas y la
oscuridad de sus vidas forma un dramático contraste,
porque Silvia era cálida en el trato, genuinamente discreta y modesta, proverbialmente generosa, imaginativa
y graciosa, amiga incondicional. No una buena persona:
una inmejorable persona.
***
Ricardo Camacho
Fundador del Teatro Libre de Bogotá. Director de teatro.
232
Una amistad telefónica
Hernando Salazar Palacio
Esta es una defensa vehemente del teléfono como vehículo que une a los amigos, y que, contrario a los prejuicios, le pone calidez a las relaciones humanas. Sí.
Esta también es una defensa vehemente de las amistades telefónicas, que muchos desdeñan por frías y lejanas.
Gracias al teléfono, tuve una amistad de dos décadas
con Silvia Galvis Ramírez, de quien guardo muy amenos
recuerdos.
El teléfono me permitió hablar incontables horas con
ella, a pesar de que casi no nos veíamos personalmente,
porque Silvia estaba viajando, porque no coincidíamos
en la misma ciudad o por cualquier otra razón.
Por eso, de vez en cuando teníamos conversaciones
intensas, pero relajadas. Aunque habláramos de las cosas más serias, casi siempre terminábamos muertos de la
risa, porque nos burlábamos de alguien o de algo, porque hacíamos comentarios insolentes, por lo que fuera.
El teléfono nos permitía, cada cierto tiempo, hacer un
extenso repaso de lo que había sucedido en nuestras vidas personales, pero también de la realidad nacional, de
la política y los políticos, de los libros, de los proyectos
que teníamos en la cabeza y de otros asuntos.
233
La jornada telefónica con Silvia era respetable, por lo
agotadora, pero, gracias a la risa, terminaba siendo una
especie de terapia para los dos.
En los últimos años, la rutina de la conversación con
Silvia había cambiado sustancialmente. Y no era porque
evitáramos temas, sino porque el primer asunto del que
siempre hablábamos era de sus nietas y de mi hija Mariana, que se llama como la primogénita de Kai.
Recuerdo mucho la vez que Silvia y Alberto fueron a
mi casa, a visitar a mi esposa María Claudia, al orgulloso
papá, y, sobre todo, a conocer a Mariana. Desde entonces, a Silvia se le metió en la cabeza que Mariana Salazar
tenía los ojos iguales a los de Penélope Cruz. Y siempre
que tenía la oportunidad, me lo repetía y yo me sentía
orgulloso de tener una niña tan linda como Penélope.
Como nuestras conversaciones eran tan largas, en
algunas ocasiones había que programar las llamadas a
Silvia y calcular los tiempos de ella y los de uno.
“No la puedo llamar por la noche, porque Silvia debe
estar trabajando, no la puedo llamar en la mañana porque estará durmiendo, así que hay que apuntarle a la
tarde”, pensaba yo.
De pronto, me daba el arranque y me acomodaba en
el sofá o en una silla donde podía estirar las piernas y
la llamaba. La conversación iba in crescendo y al final,
ya cansados, optábamos por llamarnos en otra oportunidad.
Aunque siempre hablábamos de la salud de ella y de la
mía, nunca quise preguntarle mucho sobre sus dolencias.
Un día de 2009 la llamé y la noté triste. Resulta que
le acababan de avisar de la muerte de su amiga del alma,
234
Aída Martínez. Fue una conversación corta, donde traté
de darle ánimos frente a lo único que no tiene solución:
la muerte.
Recordé entonces el día en que ella me había llamado
por celular a Ibagué, cuando se había muerto mi mamá
y yo estaba en medio del llanto, y Silvia, sin aspavientos,
trató de darme consuelo telefónico.
A comienzos de septiembre de 2009 le dije a nuestra común amiga Marcela Lleras que estaba pensando en
llamar a Silvia por esos días, pero que tenía que sacarle
un tiempito, porque las conversaciones con ella no eran
breves.
Pero esa tarea se quedó pendiente para siempre, porque un domingo en la tarde, cuando estaba en el cumpleaños de una vieja prima que tiene el alma más joven
del mundo, me sorprendió la noticia del fallecimiento de
Silvia.
***
Hernando Salazar
Nací en Ibagué en octubre de 1961. Desde muy joven me dedico al periodismo y declaro, sin sonrojos, que este oficio me
sigue apasionando. He pasado por muchos medios, desde la
agencia Colprensa hasta la BBC y Caracol Radio, donde trabajo
hoy gracias a eso que llaman el pluriempleo. También enseño
ética periodística en la universidad, doy talleres e irregularmente escribo una columna de opinión para El Nuevo Día. He
escrito dos libros: La Guerra Secreta del Cardenal López Trujillo
y Desaparecidos. Tengo otros en mente y espero tener el tiempo suficiente para escribirlos.
235
En el recuerdo perdura
lo que amamos
Felipe Ossa
Gentil, amable, tímida. Poseía la noble elegancia de la
prudencia, en la vida social y en la amistad. Pero la audacia y el valor civil, en sus denuncias y en sus ataques
a la corrupción y a la bellaquería de los políticos colombianos. Una carta, elogiando sus artículos periodísticos
en El Espectador, fue el inicio de nuestra amistad. Una
visita a mi librería, en donde nos reunimos en compañía
de mi querida amiga Haydeé, también su admiradora,
fue la manera de conocernos más. Hablamos de libros,
de autores, de lecturas inolvidables. De Colombia y su
historia, tema favorito de Silvia, y de sus proyectos literarios. No voy a hablar de Silvia Galvis la escritora, con
quien, por lo demás, colaboré entusiasta en varios de sus
libros, alentándola a escribir, a no decaer, a seguir adelante cuando el peso de sus exhaustivas investigaciones
parecía abrumarla.
Es esa otra Silvia, la amiga admirada y admirable,
la que evoca hoy mi memoria. Hay quienes no nacen
para la vida práctica, para desenvolverse con más o menos éxito en todo aquello que constituye el manejo de
los elementos de la rutina diaria: preparar alimentos,
236
encontrar una dirección, tomar un bus y no perderse,
arreglar los utensilios hogareños, utilizar aparatos electrónicos de última generación... Silvia era una de esas
personas. Desvalida total en este aspecto, necesitaba a su
lado la certeza y la destreza de alguien que le resolviera
todos estos pequeños inconvenientes de la vida cotidiana. Afortunadamente, ella tenía su ángel tutelar: Alberto, su esposo.
Mientras tanto, Silvia practicaba desde la aristocracia
del espíritu, el noble y olvidado arte de pensar y soñar,
de imaginar historias y recrear personajes. Su ocio era
creativo, no vacío y banal. Los libros, la lectura, eran
para ella, alimentos del alma, necesarios como el pan
del yantar. Se recreaba y deleitaba en su rico mundo
interior, lejos de la pompa y las circunstancias. No se
afanaba por honores y glorias efímeras. Allí estaba en su
entorno, protegida y feliz. El cine, la música, el teatro:
todas las cosas bellas que nos ha dado el genio de los
grandes creadores, eran su placer y su gozo.
Un ser de recio y corajudo carácter. Un alma poderosa, en un cuerpo de frágil salud. Tenía un maravilloso
sentido del humor, cargado de ironía y agudeza. Una
mujer de pensamiento libre, ajena a fanatismos y fundamentalismos, le indignaban la injusticia, la arbitrariedad, la explotación de la miseria humana. Sus ideales
eran los de los grandes libertarios: los que con sus luces
despejaron el mundo de las tinieblas de la ignorancia
y del fetichismo religioso. Muchas veces, que ahora me
parecen pocas, departí, en compañía de amigos y seres
entrañables, amables y divertidas reuniones en donde se
237
hablaba de todo lo divino y lo humano. Silvia iluminaba
estas veladas, con su chispa y su ingenio. Con ese desparpajado hablar santandereano, franco y directo.
¡Ah de la vida breve y la fugaz alegría! Como recuerdo
hoy este tiempo, como algo único. Un titilar de estrellas,
que brillan un momento para luego perderse en el negro
infinito del abismo insondable. Pero sólo en el recuerdo
perdura lo que amamos. Allí estará siempre Silvia: En la
memoria de quienes la conocimos. Y en sus obras, donde
puso su genio literario y su anhelo de justicia y verdad.
***
Felipe Ossa
Gerente de la Librería Nacional. Con estos versos de Antonio
Machado se identifica:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un
huerto claro donde madura el limonero
mi juventud veinte años en campos de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
238
La calidez del afecto
Margarita Márquez
Conocí a Silvia Galvis en casa de Eligio García Már-
quez, mi primo, quien era muy amigo de ella. De aquel
día hasta el momento en que ella dejó de existir pasaron
muchos años. No puedo entender que ya no esté con nosotros. Para mí es imposible aceptar la idea de no llamarla por teléfono, ahora que repaso en la agenda personal
registrada en mi computador: “Silvia casa, Silvia celular,
Silvia Canadá”, que no he podido borrar. Veo esos números y vuelvo a recordarla, a ella y nuestras largas charlas,
hasta cuando el celular se descargaba, como pasó en algunas ocasiones en que dejábamos el final de la conversación para el día siguiente. Hablábamos de libros, de
nuevos títulos. Recuerdo que por recomendación de ella
leí La Marcha de Radetzky de Joseph Roth. El último libro
que me regaló fue una bella edición de Wu, la emperatriz
china que intrigó, sedujo y asesinó para convertirse en una
diosa viviente.
Pero también hablábamos de enfermedades, las cuales comentábamos sin el pudor que produce el comentario de la fulana que va a contar de sus dolores. Pues sí,
Silvia tenía sus dolores propios y yo sigo con los míos, y
239
ahora no tengo a quien contárselos ni a quién decirle que
me recomendaron una medicina maravillosa y que se la
puedo enviar.
La visité en Bucaramanga, y esa estancia fue una confirmación de afectos. La última vez que la vi creo que fue
también su último viaje a Bogotá. Sentía muchos dolores, estaba cansada y muy triste por la muerte de su entrañable amiga, la historiadora Aída Martínez Carreño.
Desde que dejé de verla me quedó el vacío que deja la
ausencia de una persona que ha brindado una verdadera amistad. Siempre sentiré su ausencia y siempre, también, recordaré la verticalidad de su pensamiento y la
calidez de su afecto.
Margarita Márquez
Nació en Santa Marta y desde pequeña vive en Bogotá. Estudió Música con énfasis en canto y Comunicación Social en
Caracas. También estudio Locución y trabajó en periodismo
cultural radial en la Radiodifusora Nacional de Colombia. Trabaja con Gabriel García Márquez como asistente personal desde hace 20 años.
240
Una chica tierna y sencilla
Haydée Chiapero
No me fue para nada indiferente el día en que Silvia
Galvis llegó a mí vida; al contrario, lo consideré un privilegio. Hacía años la seguía por medio de sus columnas, y
precisamente por expresar mi admiración hacia su pluma
a través de mis cartas a los medios donde ella escribía,
es que tuve la oportunidad de conocerla. Una carta mía
dirigida a ella y publicada por El Espectador en septiembre de 1996 produjo el milagro con otra carta que ella a
su vez me escribió: “Generosa Haydée: Infinitas gracias
por hacerme sentir tan bien en un país donde tantos,
y tan frecuentemente, nos sentimos mal. Me estaba haciendo falta, sobre todo porque en este oficio tiende uno
a sentirse en un interminable monólogo de ermitaño. Su
carta la voy a enmarcar. Gracias.” Generosidad la suya,
la de considerarme su amiga a lo largo de los años que
se sucedieron después, gracias al encuentro que propició
Felipe Ossa, gerente de la Librería Nacional y entrañable
amigo, por esas casualidades con que la vida a veces nos
privilegia.
Es muy difícil hablar de Silvia haciendo abstracción
de su condición de exquisita escritora y prolija investigadora, de la valentía y pulcritud con que ejerció el pe-
241
riodismo y la pasión con la que defendió sus ideas, pero
intentaré traer a mi recuerdo su esencia como ser humano, como amiga en la cotidianidad.
Era una chica tierna y sencilla, con su larga trenza
que caía sobre su espalda, sus zapatos bajitos, su sonrisa
encantadora y su risa fácil, que gustaba caminar horas y
horas mientras contaba anécdotas llenas de humor e ingenio que convertían las caminatas en largos e interesantes coloquios donde se tocaban temas de toda índole.
Me escribió alguna vez desde Washington: “Washington está precioso, el clima muy bogotano, esto es, frío sin
exageraciones, hemos caminado dos y tres horas diarias,
para no perder el entrenamiento del Parque del Virrey,
que tanto echo de menos, que esta amiga tuya te extraña
mucho”. La extrañaba yo mucho más, que me tenía que
privar de esas deliciosas jornadas deportivas donde podía disfrutar de su chispa mientras cumplíamos con “el
santo deber de mover el esqueleto”, como ella decía.
Compartíamos con Silvia la falta de no sé qué líquido
de la ubicación que deben tener en el cerebro los seres
humanos y del que las dos carecíamos. Nos perdíamos
con mucha frecuencia y hasta en la esquina de nuestras
propias casas. Con sus múltiples anécdotas referidas a
cada vez que se había perdido en distintas partes del
mundo, a sus amigos nos hacía morir de la risa, como se
dice coloquialmente. Acerca de su sentido de la orientación me escribe un día: “Sigo contenta en lo que ya sabes1, juiciosa y esperanzada, que si no pongo esperanza
1
Escribiendo Soledad.
242
en esto, pierdo definitivamente el norte (o el sur, que
con mi brújula nunca se sabe)”. Era ingeniosa y graciosa
hasta para burlarse de sí misma.
Entre tantos sucesos a lo largo de los más de 13 años
en que tuve la suerte de estar relativamente cerca de
Silvia, he vivido a su lado su desvinculación de la revista Cambio; su parto para dar a luz a Soledad después
de 10 años de exhaustiva investigación; sus dudas y sus
miedos cuando escribió La mujer que sabía demasiado; su
ilusión de ver publicado Un mal asunto; sus problemas
de salud y su sensibilidad hacia la enfermedad y muerte
de sus amigos; el deplorable asesinato de Jaime Garzón;
sus “autoexilios” y su permanente dolor de patria, entre
otros.
Nos cruzamos muchos correos por el tema de Cambio, que tanto le dolió. La costumbre de comunicarnos
por email no era solamente porque a veces no coincidíamos en los horarios para hablarnos por teléfonos (ella se
acostaba en la mañana cuando yo me levantaba, y casi
viceversa), sino también porque viajaba con frecuencia.
Rescato parte de los dos últimos, cuando ya la situación
en la revista le resultaba insostenible:
“Te tengo buena crónica de lo que me ha pasado la
última semana en Cambio, pero te anticipo que ya he renunciado dos veces, una por el hermano ministro y otra
por dignidad, que aunque dicen que no engorda, sí alimenta.” Era fina en la ironía.
Y cuando finalmente salió de Cambio, y justamente en
esos días de agosto de 1998 esa revista había publicado
una carta mía donde me refería al asombro que me pro-
243
ducían algunas diatribas en contra de la mejor y más valiente columnista que tenían, ella me escribió: “Gracias
por tu apoyo póstumo. Y gracias también por aclararle a
la gente torpe que cuando uno ataca a los corrompidos
no es una vieja amargada sino una ciudadana que quiere
vivir en un país limpio.” Su honestidad y su valentía por
denunciar a los corruptos no tenían límites, pero para ser
como ella y no ser lastimada hubiera tenido que vivir en
un país de ángeles. Y ese país no existe.
Le dolía Colombia en las entrañas, y aunque se alejó
de su tierra los últimos años no dejaba de estar pendiente, siempre con angustia: “De la realidad nacional, ni
hablemos, de sólo pensar entro en pánico, ya sabes que
aunque diga y repita que no quiero saber, termino sabiendo, que este bendito internet tiene ese maldito lado
oscuro”.
Soledad, conspiraciones y suspiros, ese estupendo libro
que todos los colombianos deberían leer, le costó años
de profunda investigación y muchos meses de dolorosa
gestación. “He descubierto que estoy hasta la coronilla
con la historia de misiá Sola, voy a cumplir dos años de
escritura y por lo menos ocho de trajinar el tema, creo
que si no termino ya, no termino nunca, porque ya estoy ansiosa de comenzar algo distinto.” Felipe Ossa, ese
amigo del alma que compartimos por tantos años, solía
mofarse de ella, en un principio por sus continuos aplazamientos en abordar el libro y luego por la demora en
terminarlo. Alguna vez que puso como pretexto el clima
cálido del lugar donde residía en ese momento para no
comenzar la obra, pues decía que era el frío el que le
despejaba el cerebro, Felipe le mandó a decir conmigo
244
que el clima nunca había sido pretexto para dejar de escribir una obra maestra, y que Hemingway había escrito
en la ardiente África y Dostoievski en la gélida Siberia,
de modo que ella podría escribir aun cuando el aire era
tibio en ese paraje de Canadá.
Esos mensajes, decía ella, la llenaban de humor y de
entusiasmo y la motivaban a seguir escribiendo. De vez
en cuando mandaba unas frases para tranquilizarnos
“Soledad va bien, está a punto de matrimonio, ya te enviará invitación a la boda en París”. Valió la pena la espera. Quien no haya leído esta estupenda obra, producto
de una titánica labor de investigación, de interés para todos los colombianos y un exquisito bocado para literatos,
periodistas y políticos, debería ocuparse en conseguirla y
comenzar ya su lectura. Tal vez les ayudaría a comprender por qué estamos como estamos en este país.
Escribir La mujer que sabía demasiado no sólo le costó
muchísimas horas de lectura de expedientes y de investigación en distintos y escabrosos escenarios, sino que
también le trajo aparejado vivir horas de zozobra y de
dudas por las infamias que iba encontrando día a día
y de temor e inquietud hasta por su propia integridad.
Por fin esta historia novelada apareció en el mercado y
nos dejó ese otro legado de las infamias no reveladas,
que ocurren por desgracia tan seguido en el mundo de
la política. Y ella descansó después de dejar en sus páginas lo que sentía su deber como inquieta investigadora y
sensible ciudadana que era.
Siempre me decía que Colombia era el país ideal para
un periodista porque eran tantos los sucesos diarios que
245
no les quedaba ni un minuto para aburrirse, a diferencia
de los tediosos días que tendrían que sufrir, por ejemplo,
si vivieran en Canadá, donde los titulares más inquietantes eran el retraso de la aparición de los osos polares
por la demora en la llegada del invierno. Y tenía toda la
razón: en este país, por su alta frecuencia, nos hemos
acostumbrado tanto a leer y escuchar hechos de homicidios, magnicidios y atropellos de toda índole que no
nos damos cuenta de su magnitud. El terrible asesinato
de Jaime Garzón aquel 19 de agosto de 1999 le produjo
una gran desazón, como a todos los colombianos, y muy
angustiada se preguntaba: “¿Será que van a empezar la
matazón de la gente que le gusta reírse y hacer reír?
¡Qué difícil es encontrar humor en esta vida, y que fácil
masacrarlo! ¡Cuánta falta nos va a hacer Garzón, cuanta
infamia en esa muerte! Queda uno con la garganta anudada, a la espera de quien sabe qué nuevo horror pueda
pasar y vaya a pasar”. Eran los momentos en los que se
le ensombrecía la mirada y era muy difícil arrancarle esa
sonrisa que le iluminaba la cara y la hacía ver tan juvenil
y tan bella.
Pero sentía saudades por no vivir en Bogotá. Amaba
sus montañas, su clima, sus gentes, las caminatas, las
idas a cine, su entorno cultural (al menos mucho más
rico que lo que podía ver en Bucaramanga). Pero a la
vez sentía una gran alegría de poder disfrutar de la tranquilidad y la paz de Victoria en Canadá o del regocijo
que le daba poder ver con Alberto las últimas y mejores
películas en Montreal o de las delicias de caminar por el
parque Mont Royal hasta las nueve de la noche o más, si
les antojaba, con un clima tibio y unas calles seguras.
246
Tenía mucha sensibilidad hacia el tema de las enfermedades. Ella misma sufría de varias deficiencias en su
organismo que afectaban su diario vivir y le ponían límites a sus deseos de viajar, de distraerse o de comer algún plato que le apetecía. Sus tan frecuentes dolores de
cabeza muchas veces la obligaban a dejar de escribir por
muchos días, porque, decía: “¿Quién es capaz de juntar
dos frases con sindéresis y dolor?” Yo admiraba mucho
su capacidad de resistencia y a la vez de mofarse de sus
quebrantos de salud. Alguna vez le conté que tenía una
gripa muy fuerte y me contestó: “Ahí tienes, me duelen
las rodillas, la cabeza se me desbarata de jaqueca, sufro
de enloquecedores neuralgias y lumbagos, el insomnio y
la colitis me torturan, pero de gripa, no. Así es la vida.”
La enfermedad del Premio Nobel de Literatura Gabriel
García Márquez le preocupó mucho y estuvo pendiente
de su estado de salud en el correr de los días. Cuando se
enteró de su mejoría me envió una nota: “Muchísimo me
alegra la noticia de Gabo. Esperemos que esté bien y que
no abuse más de sus fuerzas...” Como autora del libro
Los García Márquez conocía muy de cerca y estimaba a la
familia. La enfermedad y la muerte de Eligio, el querido
Yiyo, fue otro duro golpe que sufrimos en compañía.
Cuando terminó su novela Un mal asunto, prometió
telefónicamente enviarme por un correo rápido un original del que resultó ser su último libro. Poco después,
al llegar a mi apartamento, el portero me entrega un paquete cuyo contenido era una novela negra, género que
no es de mi gusto, con una carta dirigida a alguien de
nombre Gloria, en donde le decía que le mandaba este
247
libro para que se lo leyera en el viaje que emprendería en
esos días. De inmediato la llamé para hacerle saber que
había trocado los sobres pero de todos modos el original
nunca llegó a mis manos ni la novela a manos de Gloria,
pues Silvia no quiso que al día siguiente yo intentara
hacer el cambio ya que al parecer la destinataria de la
novela negra ya había partido para un viaje muy largo
y seguramente el paquete que era para mí había quedado encerrado en su apartamento. Lo hubiera conservado
como un tesoro como guardo ahora el libro editado que
apareció un día después de su muerte. Da dolor pensar lo
mucho que ella había esperado que su última obra viera
la luz. La vida no respetó su deseo y dejó que la muerte
se la llevara con esa ilusión en el alma, sin cumplir.
Era una mujer más bien tímida, que guardaba a sus
amigos “en exclusiva” y con todo celo. Alguna vez la invité por email a una reunión en mi casa con su marido
Alberto (su adorable cascabel, como lo llamaba entre
amigos), donde iba a estar también un personaje muy
querido (e inteligente le decía yo, porque sabía que le
interesaba ese dato), a lo que, a pesar de todo, me respondió: “Los intrusos a mí me suelen poner nerviosa y
porque un quinto siempre sobra cuando se trata de despotricar a gusto. En otras palabras soy muy renuente a
conocer gente nueva, así sean expertos en la bomba atómica.” Su humor y su ironía eran admirables.
Cuando emprendió el camino hacia el adiós, su hija,
Alexandra Hiller Galvis, me escribió: “No sé cómo vamos
a seguir sin ella. Era mi Norte.” No es para menos esa
sensación de orfandad cuando nos deja quien nos dió
248
la vida y nos cuidó con amor. Benditos sean sus hijos
que tuvieron una madre cuyo don de gentes revelaba
su cuna, y que a lo largo de su corta vida hizo siempre
honor a su estirpe.
Silvia Galvis fue para mí una amiga entrañable a la
que quise mucho como ser humano y admiré como periodista y escritora. Seres como ella no desaparecen, siguen
viviendo en su ejemplo, en su legado, en el recuerdo de
sus seres queridos y en el homenaje permanente que le
hacen sus colegas y compatriotas. Aunque se fue muy
temprano, deja valores inclaudicables de una verdadera
gladiadora de este siglo.
***
Haydee Chiapero
Nacida en Argentina. Vive en Colombia hace 38 años. Se ha
dedicado siempre a los libros. Primero en Argentina como bibliotecóloga empírica y luego, en Colombia, donde ha pasado
la mayor parte de su vida. Maneja una editorial médica desde
hace 30 años.
249
La quise inmensamente
Clara Nieto de Ponce de León
A Silvia aprendí a admirarla en la distancia, a través
de sus maravillosas columnas en El Espectador. La admiraba como escritora y quería conocerla, pues era hija del
doctor Alejandro Galvis Galvis, un gran liberal, amigo
de mi padre, Luis Eduardo Nieto Caballero, quien habló
siempre de él con respeto, admiración y afecto. Conocí al
doctor Galvis Galvis y a su bellísima esposa, la mamá de
Silvia, en casa de mis padres en Bogotá, en almuerzos o
en cenas más bien íntimas.
Lo increíble con Silvia, cuando nos conocimos en una
cena donde María Teresa Herrán, fue la empatía inmediata que nos unió en una gran amistad hasta que su
muerte nos separó y la lloro con mi alma. Con frecuencia
nos reuníamos María Teresa, Silvia y yo en Oma, para
tomar café y rondar entre libros, o en cualquier cafetín
sólo para conversar. También íbamos juntas a museos y
a exposiciones. Nuestros encuentros eran inolvidables.
Nos contábamos todo sin reticencias ni dobleces, que te
gustó, que no te gustó, y sobre todo el qué te dijo y tú
qué le dijiste.
250
Comentábamos todo y hablábamos de política y de
políticos, identificadas hasta donde más. Eran conversaciones largas, muchas veces a larga distancia, de Nueva
York a Canadá, donde estuvieron viviendo con Alberto;
o a Fort Lauderdale, donde pasaban temporadas, o de
Bogotá a Bucaramanga. Silvia era un ser divino en el
más amplio sentido: bonita, inteligente, culta, espléndida escritora. Yo amaba su trato tan dulce y admiraba
su personalidad fuerte y recta. Me fascinaba su sentido
del humor, su sarcasmo para tratar temas del país que
nos ardían a ambas. Leí varios de sus libros, investigaciones exhaustivas que convertía en apasionantes novelas;
otros que ella llamada light, como Sabor a mí que evoca
la novela El Derecho de Nacer, programa radial que marca
una época, en la que Silvia, con agudeza y finura hace
una radiografía de esa ridícula sociedad. Era un ser único y lleno de carisma. La quise inmensamente y me hace
muchísima falta.
***
Clara Nieto de Ponce de León
Diplomática y escritora. Fue embajadora de Colombia en
Cuba.
251
252
Del Mundo
253
254
Una dama antigua
Juan José Hoyos
No soy capaz de imaginar a Silvia muerta. Tal vez no
he podido elaborar el duelo, como dicen los médicos y
los psicólogos. La siento viva en mi memoria, la siento
viva cuando la leo. La siento viva cuando hablo de ella
con los amigos que la conocieron. Tampoco soy capaz de
imaginarla llorando. Sobre todo, no soy capaz de imaginarla muerta cuando la leo. Porque la primera imagen
que tuve de ella fue la que se formó en mi mente leyendo sus artículos implacables, y luego sus novelas y sus
crónicas.
Las demás imágenes son como las de un portarretratos. Me parecía lo que llamaban en los sainetes españoles una “dama antigua”. Me impresionaban su belleza y
su melancolía. Su temple como de acero. Pero sobre todo
sus ojeras. Sufre de insomnio, pensé, cuando la vi cara a
cara, sin retoques ni maquillajes. También pensé: sufre
de tristeza. De sufrimiento.
Hablé con ella por primera vez en una casa en el norte
de Bogotá. Una casa demasiado grande, demasiado sola.
Me pareció que había tenido que atravesar un desierto
para llegar hasta ella. Su cuerpo, a primera vista, parecía
255
frágil, de un material duro y resistente, pero ultraliviano, como los usados hoy para fabricar aviones. Tenía la
misma cara de las fotos. Sin embargo, cuando escuché
su voz sentí que era una mujer hecha de una sola pieza,
indoblegable, como las mujeres de Santander, su tierra.
Después de conversar con ella durante un par de horas
tuve la impresión, al despedirme, de que en esa casa no
había nadie más. Ni siquiera un perrito. Ella estaba escribiendo su primer libro. Me impresionaron mucho su
belleza dulce y apacible y su inteligencia despiadada.
Esa noche me contó varias historias sobre lo que los
colombianos de mi generación llamamos La Violencia
como si habláramos de las guerras civiles del siglo XIX.
Me dijo que uno de los recuerdos infantiles que más la
atormentaba era más o menos así: metida debajo de una
cama, escondida con su madre y sus hermanas de los
godos. Así los llamó siempre hasta que murió. En su memoria escuchaba gritos, rezos en voz alta y disparos. Tal
vez desde esa época estaba obsesionada por La Violencia, esta sí con mayúsculas: la de nuestras inacabables
guerras civiles del siglo XIX que engendraron nuestra
intolerancia y nuestras guerras del XX. Habló de la Revolución de Los Supremos; de las guerras que dirigió sable
en mano y fusilando a los vencidos el General Tomás
Cipriano de Mosquera. Y habló sobre todo de las guerras
de finales de ese siglo entre los Estados soberanos de
Santander, Antioquia, Bolívar, Cauca, Cundinamarca, en
las cuales Rafael Núñez figura con letras esculpidas en
las placas de mármol y de bronce de nuestros cementerios. Él fue otra de sus obsesiones junto con su última es-
256
posa, doña Soledad Román, la misteriosa dama cartagenera de la que se enamoró locamente. Sobre ella escribió
un libro inolvidable, mitad ficción, mitad historia, pero
verdadero desde la primera hasta la última página. Creo
que es su mejor obra.
Nuestro encuentro en la enorme y solitaria casa fue
posible gracias a una amiga común que también era periodista, y que trabajaba, como yo, en El Tiempo. Para
ella Silvia era una especie de Santa Evita. No Perón, sino
Galvis.
Nuestro siguiente encuentro fue con su segundo esposo, Alberto Donadio. Alberto era mi amigo desde los años
en que trabajamos juntos en El Tiempo. Yo, en la oficina
de redacción de Medellín. Él, en la Unidad Investigativa,
en Bogotá, que fundó con Daniel Samper Pizano. Silvia
y Alberto se habían casado hacía poco. Estaban felices.
Charlamos largo rato en “O Sole mío”, un restaurante
italiano del norte de Bogotá donde Alberto siempre comía spaghettis, yo alguna carne preparada con hierbas
al estilo del sur de Italia, y ella casi nada. Se alimentaba
como un pájaro, pero comía prójimo y sobre todo políticos como si fuera la redactora estrella de una revista de
farándula.
Luego nos encontramos en Bucaramanga, la tierra de
su familia. Había aceptado dirigir Vanguardia Liberal. Por
esa época, estaban de moda las bombas contra los periódicos por cuenta de la guerra de los narcotraficantes
contra el Estado rechazando el Tratado de extradición
de colombianos a Estados Unidos. Al periódico fundado por su padre, Alejandro Galvis, le pusieron una que
257
destruyó buena parte del edificio. En Vanguardia, Silvia
puso en marcha un bello experimento. Con la ayuda de
Alberto Donadio, uno de los pioneros del periodismo investigativo en Colombia, convirtió la totalidad de la redacción del periódico en una unidad investigativa. Bajo
su dirección, Vanguardia fue uno de los pocos diarios
de Colombia que denunció los primeros crímenes de los
grupos paramilitares en la región del Magdalena Medio.
El periódico también se dedicó a investigar la corrupción
política y administrativa de los gobiernos de Bucaramanga y Santander.
Los demás recuerdos que tengo de Silvia Galvis son
como postales de un álbum:
Largas caminatas de noche por las calles de Bucaramanga, en compañía de Alberto. La luz de su cuarto encendida, casi hasta la madrugada, porque era una lectora febril y además no podía dormir. Conversaciones de
horas y horas sobre los libros que estaba leyendo.
Horas interminables en los sótanos del Ministerio de
Relaciones Exteriores, con guantes de cirugía, una mascarilla y gafas, como una médica en una sala de operaciones, abriendo costales llenos de documentos. Era tal
vez la primera vez que un periodista entraba a ese sótano buscando documentos de nuestra historia diplomática. Ella, que era alérgica al polvo. Estaba escribiendo con
Alberto otro de sus mejores libros: Colombia Nazi. Horas
interminables en la Biblioteca del Congreso de Estados
Unidos investigando documentos desclasificados recientemente, sobre todo cartas enviadas a su gobierno por
258
los embajadores de Estados Unidos en Colombia durante
la primera mitad del siglo XX.
Después de su retiro de la revista Cambio y del periódico El Espectador, donde escribió algunas de sus mejores columnas, mis diálogos con ella fueron cada vez más
escasos. Me enteraba de algunas cosas de su vida por las
noticias que me traían los amigos. Por ejemplo, que estaba escribiendo su magnífico libro sobre Los García Márquez, una de las mejores historias que he leído sobre la
familia de nuestro más grande escritor vivo. Que por fin
estaba acabando su novela sobre doña Soledad Román.
Que estaba escribiendo una novela policíaca.
La última vez que la vi fue en una de sus escasas visitas a Medellín. No le gustaban algunos recuerdos familiares que tal vez le revivían estas montañas. Vino a la
presentación del libro de las cartas de su padre, Alejandro Galvis, compiladas por su esposo Alberto Donadio y
publicadas por Hombre Nuevo Editores.
Me contaron que por esa época ya viajaba muy poco.
Cada año, iba a su casa en Canadá. Era una casa que
amaba y que pintó con sus propias manos. Visitaba a
alguna amiga suya, como la historiadora Aída Martínez
de Carreño, quien estaba enferma de cáncer y vivía en
un pueblo de la Sabana.
Su muerte fue una sorpresa difícil de aceptar. El día
que murió en su casa de Bucaramanga, donde vivió los
últimos años junto a su familia, la editorial Planeta estaba terminando de imprimir su último libro. Ella no alcanzó a tenerlo entre sus manos.
259
Aunque sé que sufrió mucho al final de su vida por
causa de una rara enfermedad, con la que luchó día tras
día escribiendo sus libros, no soy capaz de imaginar a
Silvia llorando. Y todavía sigo sintiéndome incapaz de
imaginarla muerta.
***
Juan José Hoyos
Periodista, escritor, amigo entrañable de Alberto y Lucía. Ha
publicado varios libros, entre los que se destacan: La pasión de
contar. El periodismo narrativo en Colombia, 1638-2000, El oro
y la sangre, Viendo caer las flores de los guayacanes, Tuyo es mi
corazón, El cielo que perdimos y El libro de la vida.
260
Encantadora, valiente, generosa
y graciosa
Gerald Martin
Confieso que yo sólo conocía a Silvia gracias a los mensajes electrónicos que intercambiamos y algunas llamadas telefónicas, a los comentarios (100 por 100 positivos) de segundas personas, a las entrevistas que leí y,
desde luego, a sus libros.
Fue poco pero también mucho: mi impresión fue tan
positiva que tenía un gran deseo de conocerla en persona
y estaba seguro de que nos llevaríamos bien. Me impactó
mucho su muerte y la imagen que tengo –de una persona
encantadora, valiente, generosa y graciosa– vivirá siempre conmigo. Es una pérdida trágica para Colombia.
***
Gerald Martin
Es el biógrafo de Gabriel García Márquez.
261
Feliz encuentro
Boris de Greiff
Hace unos cuantos años, fui al correo de la Hacienda
Santa Bárbara a enviar algo. Vi a una señora que me
pareció conocida y le pregunté a la empleada: “¿La señora que está ahí, no es Silvia Galvis?”. Ante su respuesta
afirmativa, me presenté, los dos comenzamos a charlar,
fuimos a tomar café. No sé cuántas horas transcurrieron. Amira mi esposa preocupada en la casa, sin saber en
dónde buscar al señor. Finalmente, aparecí y le conté del
feliz encuentro. Acababa de salir el libro de Soledad, que
generosamente nos regaló. De ahí en adelante, comenzaron unas relaciones tan agradables con Silvia y Alberto, que no sabría calificar adecuadamente. Maravillosas.
Para entonces, Silvia trabajaba en el proyecto de Amalia
Mosquera y cuánta historia nos enseñó. Hay tantos y tan
bellos recuerdos que dan tantas vueltas en la cabeza, que
no se sabe cuál de ellos es mejor. Sólo queremos dejar
nuestro testimonio del inmenso afecto que sentimos por
Silvia y Alberto y expresar, con todo nuestro corazón,
el gran vacío que se ha producido con su desaparición.
¿Alberto no llevará a cabo los proyectos que ella tenía?
Sería maravilloso.
Boris de Greiff
Hijo de León de Greiff y Matilde Bernal. El más famoso ajedrecista colombiano de todos los tiempos.
262
Alberto la amaba profundamente
Adriana Vásquez Duarte
No tuvimos la dicha de conocer a Silvia personalmen-
te, pero sí tuvimos la dicha de saber de ella a través de
Alberto, su esposo, quién nos contó sobre su vida. Era verano y Alberto invitó a mi padre, Javier Vásquez, amigo
de colegio en Medellín, al cumpleaños de su padre que
se celebró en Morano, Italia, en julio del 2006. Dado que
mi padre se encontraba en Puerto Rico y no iba a poder
llegar, mi hermana Patricia y yo, que estábamos en Europa, llegamos a Morano para compartir tan especial ocasión. Terminada la fiesta, Alberto nos ofreció a mi hermana y a mí llevarnos en auto de Morano a Caserta, un
viaje de más de seis horas. Fue en este momento cuando
conocimos a Silvia por medio de los testimonios de su
esposo. Nos contó sobre su condición, las experiencias
con los doctores y con la familia. Alberto nos hablaba de
ella con tanta ternura y amor pero al mismo tiempo se le
sentía un dolor profundo al hablar de sus enfermedades.
Recuerdo que nos contaba cómo su esposa disfrutaba de
jugar tenis, y que era de los pocos momentos del día en
los que ella se sentía bien. En mi recuerdo quedó la imagen de un esposo que amaba profundamente a su esposa
y que sufría y padecía con ella. De todo lo que Alberto
263
nos compartió, siempre recuerdo a Silvia como una mujer valiente, y que a pesar de su enfermedad buscaba
fuerzas para escribir, estar con sus nietos y jugar tenis;
una mujer luchadora y fuerte.
***
Adriana Vásquez Duarte
Nació en San Juan, Puerto Rico. Actualmente vive en Ginebra,
Suiza.
264
La vi una vez
Adalgiza Charria
Tal vez porque los aeropuertos achatan el tiempo y
hasta el más pequeño y pueblerino convierte la espera
en un juego de espejos, no me turbó que mientras yo
me dedicaba a la secreta manía de detallar narices, la
sorprendiera a ella escudriñando la mía.
Los parlantes habían anunciado un retraso de tres
horas y la vida me ponía a Silvia ahí, al frente mío, mirándome con cierto desenfado. ¿Silvia? ¿Silvia Galvis?
¿Y me mira? Que no sabe quién soy, pero yo sí que la
conozco, que Silvia, que te quiero abrazar, que he esperado años para decirte lo que has inspirado nuestras
vidas, que tu Sabor a mí, que tu valor periodístico, que tu
coherencia.
Tampoco pareció sorprendida por mi abrazo, por la
involuntaria humedad que dan las emociones a mis ojos,
pero inmediatamente me explicó que miraba mi pelo,
plateado sin tregua prematuramente. Y empezamos una
charla fluida y animada hablando de mi peluquero.
Mientras hilvanábamos una cosa con otra, miraba la
desnudez de sus manos, la comodidad de sus botas, la
delgadez de sus ojos. Y fueron llegando a ese encuentro
265
de mayo de 2009 nuestras amigas comunes: Isabel Ortiz y Marbel Sandoval, nuestro oficio en el periodismo,
nuestra inquietud de humanidad.
Rápidamente, y como quien encuentra una cómplice
con quien no da vergüenza la felicidad del amor, hablamos largamente de su Alberto y de mi Julio César, de la
suerte de sostener en el pecho esa ilusión, de la dicha de
una cotidianidad profunda, del privilegio de que el polvo
no hubiera caído sobre la conversación, de la holgura de
alma cuando somos amadas.
Su relato era nítido: el regreso a Bucaramanga para
experimentar de abuela, el expediente en el que se sumergió para escribir su última novela, en donde encontró la codicia de la condición humana, su intento como
guionista para historias en televisión.
Yo que a lo largo de 20 años de militancia feminista
la había llamado por teléfono un par de veces para invitarla como conferencista en diferentes causas, le hablé
de las urgencias en las que andamos las activistas: los
cambios culturales, los retos de los medios, el patriarcado tiñendo la economía, la espiritualidad, la ecología, la
política, las relaciones… Tanto oficio, me dijo, y yo que
me canso tanto.
Entonces me habló de su enfermedad con la misma
austeridad con la que vestía un suéter, un pantalón y una
gabardina gris. Ni dramatismo, ni exageración, ni auto
conmiseración. Solo un hecho cierto: se cansaba.
Me hizo contarle en detalle las intimidades de la Terapia Neural, un tipo de medicina alternativa que practica Julio César con éxito en Popayán, y que le recomendé
266
con certeza. Sí, que impulsa los procesos de auto-eco-organización del organismo, que desde el sistema nervioso
conmueve la memoria de nuestras potencias, que hace
parte de otras opciones que se explican desde las nuevas
ciencias y que retan la razón desde la misma razón. Tuve
que hacer gala de mis escasos conocimientos de complejidad, cuántica y cibernética para entusiasmar la posibilidad de su viaje a Cali y una cita médica. Al fin y al cabo
la estábamos esperando desde el siglo XX. Porque todas
las mujeres periodistas de mi generación querían conocerla, tomarse un tinto largo con ella, como yo lo hacía, y
posibilitarse esa conversación sin rumbo y sin propósito
que nos lleva inevitablemente a lo más entrañable.
Solo la vi una vez. La muerte aún no había colocado
su acento, pero ya sabía que ese encuentro anidaría en
mi memoria. Me dijo que se cansaba mucho.
***
Adalgiza Charria
Comunicadora social. Caleña. Dedicada desde hace muchos
años al trabajo comunicativo con enfoque de género. Integrante del equipo coordinador de la Agenda Mujer, que durante 15
años ha desarrollado esta hermosa publicación.
267
Complicidad en las palabras
Luis Ricardo Paredes Mansfield y
Claudia Viviana Ruiz López
S
ilvia, para nosotros, fue una persona caracterizada por su gran rectitud y sus posiciones claras. También
por su sencillez: de espíritu y de forma, las dos cosas.
Nunca fue pretenciosa, pudiéndolo haber sido. Su amor
y preocupación por el país y su cuestionamiento constante por el mismo, siempre estuvieron en su mente, como
también lo estuvo su familia.
Uno de los momentos más emocionantes para nosotros fue escuchar a Silvia en su relato de la experiencia
de escribir la biografía de Soledad Román, cuando le
tocó parar por un tiempo, porque se dio cuenta de que
se había obsesionado con el personaje. Había llegado a
sentir cómo se iba a vestir Doña Soledad, y qué iba a
tomar y a comer.
Muy divertida fue la anécdota de las campanas madrugadoras de la iglesia al pie de su casa en Ruitoque.
Con gracia, humor y crítica narró su infructuosa campaña por lograr que el párroco postergara el inicio del tañer
hasta una hora más apropiada. Inolvidable también fue
el relato de su matrimonio con Alberto, en Washington.
La descripción de la curiosa iglesia que escogieron para
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ese afortunado matrimonio nos hizo reír mucho. Los dos
se entendían, se amaban, se respetaban, se admiraban y
se apoyaban mutuamente. Había un entendimiento mutuo, hasta una complicidad, en sus palabras y miradas:
como si los secretos de uno se fueran poniendo en el
oído del otro.
Sólo pensar en Silvia nos llena de un cálido sentimiento de amistad y de admiración.
***
Luis Ricardo Paredes Mansfield
Abogado, Juris Doctor de la Universidad de Harvard.
Claudia Viviana Ruiz López
Administradora de Empresas.
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Almas gemelas
Roger W. Foote
Durante los últimos veinte años llegué a conocer a Sil-
via a través de los ojos de Alberto. La devoción de Alberto
por Silvia, y lo que la respetaba por su valía y su intelecto fueron temas frecuentes en nuestras conversaciones.
A menudo, Alberto hablaba de los escritos penetrantes,
creativos y plenos de humor a los cuales Silvia daba vida
en su trabajo.
No solamente fui testigo del amor de Alberto por Silvia, sino también del peso que significaba su sufrimiento
y de la paciente y constante dedicación de Alberto como
sostén de Silvia. No puedo recordar un comentario airado durante esos largos años de sufrimiento, solamente
derrota y aflicción. Tengo en la mente la imagen, dibujada por mi viejo amigo, de una mujer extraordinaria
y vibrante que, sin que muchos lo supieran, sufría una
casi continua angustia por la baja autoestima y padecía
implacables dolores físicos.
Uno de los recuerdos más conmovedores sucedió en
Arizona, donde Alberto y yo nos encontramos después
de muchos años de no vernos. Estábamos caminando en
un parque cerca de Sedona, tal vez en el Castillo de Montezuma. Era muy grato departir con Alberto y yo estaba
270
a gusto al aire libre en un hermoso lugar. ¡Ahora que
estábamos en la naturaleza, Alberto dijo que necesitaba
un teléfono público para llamar a Silvia! Precisó que era
la hora en que Silvia habría terminado su columna semanal. A Alberto se le veía muy animado y se reía mientras
escuchaba a Silvia que le leía la columna por teléfono.
Luego retomamos la caminata en tanto que Alberto, entusiasmado, me contaba el tema de la columna y cómo
Silvia planteaba su punto de vista de una manera elocuente, creativa y con humor. Se valía del humor, decía
Alberto, pese a la profundidad del sentimiento y a la intención seria de enmendar la inequidad, el entuerto o la
injusticia de la cual ella se ocupaba esa semana. Parecía
que Alberto estaba absorto por su Silvia y por su devoción a ella. ¿Se dio acaso cuenta de dónde estábamos?
En 1998, mi esposa Holly y yo visitamos a Silvia y Alberto en Montreal, Quebec, y años más tarde en Victoria,
British Columbia. En esas oportunidades tuve el privilegio de departir con Silvia. Me acuerdo de su vitalidad y
de lo fácil que era conversar con ella. De alguna forma
esto contrariaba la imagen de un prodigioso talento literario. Y era también reconfortante.
Estos recuerdos me sirven para resaltar algunas facetas de la personalidad de Silvia: la índole alegre, una
dedicación casi fanática a las causas justas y la fidelidad
a su alma gemela, Alberto.
***
271
Soul mates
Roger W. Foote
Over the past twenty years I have gotten to know Sil-
via through Alberto’s eyes. His devotion to her and respect for her talents and intellect were frequent topics in
our conversations. Alberto often spoke of the insightful,
humorous and creative writings that Silvia would so often bring to life in her work.
I not only was witness to Alberto’s love for Silvia, but
also the burden of her suffering and his persistent and
patient dedication to supporting her. I cannot remember an angry comment during those long suffering years,
only frustration and sadness. I have a picture, as drawn
by my long-time friend, of a brilliant and vibrant woman
who, unknown to many, suffered almost continuous anguish of low self-esteem and almost unrelenting physical
pain.
One of the most poignant memories occurred in Arizona where Alberto and I met after many years of not
seeing each other. We were walking through a park near
Sedona, probably Montezuma’s Castle. I was glad to
spend time with Alberto and was also happy to be outside in a beautiful place. Now that we were in nature, Alberto said he needed to find a public telephone in order
272
to call Silvia! He explained that this was the time that
she would have finished her weekly column. Alberto became very animated and laughed as he listened to Silvia
reading the column to him over the phone. We resumed
our walk while Alberto enthusiastically related the theme of the column and how Silvia brought home her point in such an eloquent, creative and humorous manner.
She was humorous, he explained, despite her depth of
feeling and serious intent to correct the inequity, wrong
or injustice she was tackling that week. Alberto was, it
seemed, consumed by his Silvia and his devotion to her.
Did he even notice where we were?
In 1998, my wife, Holly and I visited Silvia and Alberto in Montreal, Quebec, and years later in Victoria,
British Columbia. These were the opportunities when I
had the privilege of spending a little time with Silvia. I
remember how she was so alive and how easy it was to
talk with her. This seems, somehow, to be at odds with
the image of a prodigious literary talent. It was also refreshing.
These memories bring to focus, for me, some of
Silvia’s character: a cheerful disposition, an almost fanatical dedication to just causes, and fidelity to her soul
mate, Alberto.
***
Roger W. Foote
Soy biólogo de la Universidad de Cornell. Conocí a Alberto en
Leticia, en 1973, cuando realizaba estudios de fauna silvestre
273
como voluntario del Cuerpo de Paz. A mi primera esposa la
conocí en Leticia, y luego en 1975 me fui a vivir a su ciudad
natal, Basilea, Suiza, donde trabajé en la compañía farmacéutica Sandoz y obtuve un doctorado en distribución de receptores de opiáceos. En 1987 viajé por Asia durante más de un
año. De regreso a Suiza, con escala en mi ciudad natal, Ukiah,
California, conocí a quien es hoy mi esposa, Holly. De 1989 a
2009 trabajé en Ukiah y en 2009 me jubilé del Departamento
de Salud Ambiental del Condado.
274
Una gran mujer con el corazón
bello de una niña
Jorge Armando Solano Gutiérrez
En mis años de adolescente cuando vivía en el Soco-
rro, leía con bastante interés y curiosidad las columnas
que cada semana publicaba Silvia Galvis por esa época.
“Vieja verraca”, era el comentario sobre Silvia entre nosotros, todos pelados en aquellos tiempos, apenas creciendo como estudiantes de bachillerato, con ganas de
ver cambiar el país y padeciendo el virus del Moir y el
pensamiento de Mao en nuestras cabezas. Veía la foto de
Silvia al lado de sus columnas periodísticas y me parecía
una mujer tan atractiva como sincera. Sentí desde ese
tiempo una profunda admiración por ella que luego se
hizo extensiva a otros miembros de su familia que han
liderado proyectos que dejaron huella por siempre en
Santander, para bien de sus gentes, como lo ha hecho
el Doctor Virgilio Galvis. Silvia relataba con sinceridad
y humor los problemas que el país vivía en ese momento, que no son muy diferentes a los de ahora, como lo
comentamos con ella en las inolvidables conversaciones
que le robé cuando fue a mi consulta. Expresó sus ideas
con la misma sinceridad con la que siempre habló de
275
todo, pero con esa sinceridad verdadera del corazón, del
sentir de la gente noble y sencilla , que siempre estuvo al
lado de la ética, la rectitud, la honestidad como valores
de vida para todos. Pienso que su periodismo franco y
sincero no era más que la verdad en palabras claras, expresada con la inteligencia de una mujer de sentimientos
bellos que sólo quería protestar desde donde se puede
hacer en paz. Silvia fue una gran mujer, con el corazón
bello de una niña. Así la sentí yo desde el día que la conocí en persona.
Conocí a Silvia como un regalo que me dió la vida.
Fue una experiencia inolvidable, sí, así realmente fue y
sentí por ella un cariño fraternal muy grande. Me sorprendió su sencillez y cariño; esto hacía que todos los
que la conocíamos guardáramos su recuerdo para siempre. El día que vino a mi consultorio de odontólogo, luego de que el Dr. Javier Sorzano me llamara para pedirme
que la atendiera y de preguntarle si era Silvia Galvis la
escritora, fue un día que me llenó de verdadera emoción.
Tuve el grato placer de poder verla y conocerla en mis
consultas, de ganarme su confianza por varios años, así
que para cualquier situación relacionada con odontología Silvia llamaba y venía con prontitud. Para ella siempre estuve dispuesto, pues sabía que, además de poder
atender su necesidad, ella, con su animada conversación
que siempre era fascinante, me permitía conocerla más
y conocer acerca de su interesante trabajo. Nunca asistió
en la mañana a una cita: la noche para ella era el tiempo
de trabajo, hasta la madrugada, de manera que su día
empezaba en las primeras horas de la tarde. Supe cómo
276
estaba haciendo su novela sobre la Monita Retrechera,
cómo los hechos de la novela tenían una rara coincidencia con la verdad, con esa verdad con la que fue escrita.
La misma verdad que nadie se atrevió a contar. Igualmente su libro de las entrevistas a los García Márquez.
Me entretenía y deleitaba con su conversación minuto a
minuto porque podía conocer a esta querida mujer que
era un ícono de mi juventud.
Me encantaba preguntarle por sus escritos, por su novelas, por su próximo proyecto; disfrutaba cada minuto
de su conversación porque afloraban cosas y temas diferentes, y podía ver que Silvia era tan sencilla, tan descomplicada y con apuntes geniales para cada cosa. Con
el tiempo, y cada vez que Silvia vino a mi consultorio,
conocí un ser lleno de sentimientos sanos, una persona
con una calidez embrujadora. Su amor por la familia,
por sus hijos, por sus nietos era grande y lo disfrutaba
como madre y como abuela. Esta fue su mejor novela,
así lo sentía ella.
Silvia sabía demasiado, como en el título de su primera novela policíaca: de sinceridad, de honestidad, de ética, de rectitud, justicia, y sobre todo de sencillez. Uno de
esos días Silvia vino preocupada, realmente preocupada.
No se sentía bien desde hacía un tiempo y me contó que
no había vuelto a jugar tenis; esta práctica la mantenía
muy animada y la disfrutaba mucho, pero ahora no podía
por asuntos de salud. Llevaba asistiendo a varias consultas médicas desde varios meses atrás, muchos exámenes
le habían hecho y su preocupación era evidente. Nunca
la había visto así. Pero creo que lo que más la preocu-
277
paba era que nada de lo que le examinaban estaba mal.
Traté siempre de decirle para su tranquilidad que si no
tenía ningún examen anormal o no aparecía nada era
que estaba bien y no debía afanarse. Yo también quedé
preocupado por ella. Al despedirme ese día me dio un
abrazo que no olvido. Tres o cuatro días después Silvia
partió sin regreso. Lloré su muerte como se llora a las
personas que queremos. ¿Por qué los seres buenos y queridos como ella deben partir tan pronto? Creo que ahora
en el cielo sus padres gozan cada día la compañía de la
flor más bella del jardín.
Guardo sus libros como los más preciados regalos que
he recibido , los que nos regaló a mi esposa y a mí. Por
último, su novela final, que me hizo llegar su esposo Alberto, la que leí de un solo tajo. Cuando releo sus columnas periodísticas, en cada palabra impresa allí siento
como si estuviéramos hablando de nuevo, disfrutando de
su conversación alegre y franca, viéndola reír, hablar con
ese amor de su familia, viéndola llegar con traje blanco y
su mochila al hombro. Conocerla y poder compartir otro
espacio de su vida es algo que no podré olvidar, porque
las personas como Silvia dejan una huella imborrable en
nuestra vida, son inolvidables. Me siento feliz por haberle servido, pero aún más por haberla conocido. Que Dios
la tenga en el cielo.
***
Jorge Armando Solano Gutiérrez
Fue el último odontólogo de Silvia en Bucaramanga.
278
Esa mirada profunda y directa…
Carlos Gaviria Ríos
Toda sociedad y su cultura necesitan mirarse a sí mis-
ma para comprender y entender el camino que sigue en
su evolución. Aquel mirar es construido por quienes poseen el carácter y la fuerza de espíritu para plantear y
esgrimir en contra de oscuridades y tormentas uno de los
elementos más profundos del ser humano: La verdad…
Durante su vida, Silvia Galvis obsequió a sus lectores
un acercamiento a esa piedra de toque. Su discurso directo y sencillo junto con la honestidad que expresó en
sus ideas son sin duda sabores y colores periodísticos,
literarios e investigativos que lectores, analistas, historiadores y periodistas –entre otros– siempre recordaran.
Como el vendedor de libros que soy, tuve el privilegio
de conocer y explicar el valor y la fortaleza investigativa
que daba a sus obras al desarrollar un toque suave, femenino y directo. Gracias a la mirada que encontré en sus
investigaciones logré comprender mejor los caminos que
han transitado nuestra cultura y sociedad. Para Silvia,
que no tuve el privilegio de conocer, un agradecimiento
por fortalecer mi aprendizaje como historiador, por dar-
279
me trabajo con cada obra suya que salía de los talleres de
edición y por enseñarme que la verdad impresa siempre
será hermosa.
***
Carlos Gaviria Ríos
Historiador. Gran lector y vendedor de libros y asesor editorial
en Hombre Nuevo Editores.
280
Silvia Galvis, representante de la
libertad de pensamiento*
Edison Marulanda Peña
Ahora que la parca le arrebató para siempre a Silvia
Galvis la pluma empapada de humor ácido y sinceridad,
el tributo que vale la pena hacerle es releer sus libros.
En Colombia son pocas las escritoras y periodistas seducidas por la investigación histórica o biográfica, que
contribuyen a la depuración de la memoria colectiva. En
el supuesto de que algo así exista en este pueblo obnubilado por los fabricantes de “héroes”, de caudillos y de
historia patria. Los archivos documentales suelen contener datos que el investigador ordena, interpreta y divulga. En unos casos desnudan falacias de testimonios parcializados, o arrojan luces sobre los actos de individuos
dominantes y las luchas de una comunidad por librarse
de sus abusos, o si ésta tuvo la fortuna de contar con dirigentes capaces de señalar un rumbo intelectual y moral.
Uno de los trabajos paradigmáticos en este sentido,
es un libro voluminoso y desmitificador sobre un militar
* Una versión corta de este texto se publicó en La Tarde, domingo 27 de septiembre de 2009.
281
e ingeniero que sucumbió a la tentación de conquistar el
poder y retenerlo para beneficio personal y familiar (manera indulgente de llamar a la corrupción). Hablo de El
Jefe Supremo, Rojas Pinilla en La Violencia y en el poder, hecho a cuatro manos por Silvia Galvis y su esposo Alberto
Donadio -abogado, investigador y periodista-, publicado
en primera edición por Planeta Colombiana (1988) y en
segunda edición por Hombre Nuevo Editores (2002).
Las siete páginas del prólogo son mucho más que el contexto para ubicar el personaje y acercarse al momento
histórico; son una lección de las vicisitudes, hallazgos
y frustraciones de los escritores con espíritu investigativo. Por ejemplo, esta confesión: “No fue posible localizar
la investigación disciplinaria que en 1938 condujo a la
separación del Ejército del mayor Rojas Pinilla por indelicadezas administrativas, ni los tres procesos penales
militares que se le siguieron (…), ni la correspondencia
de las distintas guarniciones donde fue subalterno o comandante”.
Por este libro supimos todos los colombianos de una
atrocidad contra la memoria nacional: “El archivo del
ministerio de Gobierno fue incinerado deliberadamente
en 1967 cuando era ministro Misael Pastrana Borrero.
Los 79 sacos que contenían la correspondencia de los
años 1949 a 1958 despedían un olor insoportable, según
dijo la jefe de Archivo”.
Galvis investigó y escribió los capítulos que corresponden al gobierno de Rojas. Reúne las acciones represivas de la dictadura cuando adoptó la censura de prensa
y clausuró varios diarios.
282
De parte de los infieles (Hombre Nuevo Editores, 2001)
es una antología de los artículos de opinión que publicó
durante 20 años en una columna para Colprensa, en El
Espectador y la revista Cambio. Ahí están los temas nacionales de los 90 que hoy, acabando la primera década
del siglo XXI, son idénticos, verbigracia “La libélula”, que
desde el primer párrafo deja la sensación de escribirse
el día anterior: “Hay que creerle a Noemí cuando dice
que regresa a la patria para convertirse en servidora de
la verdad, obrera de la justicia, emancipadora de la moral, redentora de la política y en ejemplo de amor por
Colombia. Lo mismo dijeron Julio César, César Augusto
y Belisario y les creímos. ¿Por qué no creerle a la infalsificablemente bella Noemí?” (El Espectador, 27 de agosto
de 1995).
Y para los ciudadanos activos, “Guía para electores
que ya votaron”. La librepensadora irreverente capaz
de relacionar en “Opus Henry” dos personajes antípodas como Henry Miller y Monseñor Josemaría Escrivá
de Balaguer: “… ambos se han ganado un lugar en los
altares por sus vidas ejemplares. Escrivá, el beato de la
continencia, Miller, el santo de la incontinencia. Dos vidas paralelas que asombran por las coincidencias”. La
desmitificación de una religiosa como la Madre Teresa,
recién fallecida, en “La posición de la misionera”; el humor provocador y una tierna evocación familiar en “Lo
manda el sexto: ni fornicar ni restregarse”; tampoco se
escapaban los jerarcas de la Iglesia criolla o universal:
“La hora del báculo”, “La pesadilla del Papa”. Su mor-
283
dacidad daba en el blanco del contubernio periodismopoder político que caracteriza al diario de mayor circulación nacional y defensor a ultranza del establecimiento:
“Dicen por ahí que El Tiempo todo lo corrompe, y todo lo
transforma y que es, inclusive, capaz de transformar a un
sospechoso en santo. Será cierto, porque justo en estos
días de pasión y milagros, anda empeñado en convertir
al general Farouk Yanine Díaz, vinculado oficialmente al
asesinato de 19 personas, en el kepis más inocente de la
República” (La patraña del padrino, El Espectador, 30 de
marzo de 1997).
En “Santos sin corona” es la historiadora quien se defiende de la rabia de los herederos del ex presidente Santos, quien no salió incólume en el libro Colombia Nazi
(Galvis y Donadio, Planeta, 1986), en estos términos:
“Por segunda vez El Tiempo sostiene que hacer historia
es difamar (…). La semana pasada se reiteró la acusación de difamación a Eduardo Santos en unas Cosas del
Día. Difamar es inventar con malicia, falsear con mala
intención. Nada de eso contiene el libro que tanto irrita a los herederos de El Tiempo. Colombia Nazi se limita
a demostrar, con pruebas de archivo, la actuación del
presidente Santos durante la Segunda Guerra Mundial,
cuando accedió los requerimientos del gobierno norteamericano…”
Los escándalos o metidas de pata del gobierno de turno también eran tema predilecto de sus columnas: “Si
sabían, pero no se dieron cuenta”. La injusticia contra
los humildes y el sesgo machista de una decisión judicial
284
son denunciados en el último de los artículos —y el más
extenso— de la compilación en De parte de los infieles,
siendo evidente que es fruto de una investigación juiciosa y no mera solidaridad de género, “La condena más
larga”:
Las siguientes son cuatro condenas recientes -dice
en la entrada- dictadas por la justicia colombiana:
Miguel Rodríguez Orejuela: 32 años de prisión (narcotráfico); Helmer “Pacho” Herrera: 6 años (narcotráfico, concierto para delinquir y enriquecimiento
ilícito); Alonso de Jesús Vaquero (Negro Vladimir):
30 años (masacres: La Rochela, 14 muertos; Segovia,
50 muertos; secuestro y muerte de 19 comerciantes
en Cimitarra); Alba Lucía Rodríguez Cardona: 42
años y seis meses de prisión.
En el tercer párrafo arroja claridad sobre la injusta
decisión de quien administra justicia:
Alba Lucia Rodríguez no es responsable del pantano
de muertos que dejaron las masacres despiadadas del
Negro Vladimir; tampoco narcotraficó ni se enriqueció ilícitamente. Al contrario, es solemnemente pobre
y por eso, vivió la tragedia de un parto no asistido,
como consecuencia del cual falleció la criatura, fruto
despiadado de una violación.”
Cambio 16 Colombia, 20 de abril de 1998.
Estos y tantos otros temas siempre fueron tratados
con agudeza, ironía e independencia, por esta periodista
y escritora incomparable. Y la lista de sus libros es mayor. Incluso hay de literatura, como la novela Sabor a
mí. Ojalá una editorial decida pronto hacer reediciones
285
para que los nuevos lectores tengan una cita con Silvia
Galvis… donde se encuentre hoy.
***
Edison Marulanda Peña
Licenciado en filosofía, periodista y escritor. Catedrático auxiliar licenciatura en Comunicación e Informática de la Universidad Tecnológica de Pereira; colaborador de la Revista Número y columnista del periódico La Tarde de Pereira. Realiza el
programa semanal Cantando Historias en la Emisora Cultural
“Remigio Antonio Cañarte”.
286
Silvia
Syrma Dakeva
Silvia
Todas esas palabras que dijimos
Todas esas palabras que escribiste,
habrán volado al infinito?
Te las llevaste contigo
hacia la luz del desorden?
No...
Nada tomaste,
Dejaste todo:
todos tus escritos
y todos tus dichos,
Y volaste…
Todo lo escribiste
Y todo está dicho y cansado
Y la gota amarga de tu partida
Posada sobre mi día, me recuerda
Que tú estás aquí y que estás allá.
287
Jamás extranjera,
Estás en algún lugar
Y siempre serás,
Silvia...
Syrma Dakeva
Soy notaria en Montreal, Quebec, Canada. Conozco a Silvia y
a Alberto desde 2006. Los estimo mucho y para mi es un honor
haber tenido la oportunidad de conocer a nuestra querida Silvia y haber tenido la suerte de apreciar su valioso trabajo.
288
289
Silvia y sus amigas. Bogotá, 1997.
Emma Cecilia Ferreira, Carmen Alicia Alarcón (Caramelo) y Silvia Galvis.
290
Silvia, sus nietas y su nieto. Ruitoque, noviembre 24 del 2008.
El último cumpleaños de Silvia, con Sofía Hiller Zafra (4 años), Mariana Hiller Zafra (7 años),
y Sebastián Hiller Zafra (de 11 meses). Fotografía de Alexandra Zafra Durán.
291
Celebración del cumpleaños. Ruitoque, noviembre 24 del 2008.
Alexandra Hiller Galvis, Silvia Galvis, Sofía Hiller Zafra, Mariana Hiller Zafra, Alexandra Zafra Durán.
Fotografía de Sebastián Hiller Galvis.
292
Silvia. Ruitoque, noviembre 24 de 2008.
Su último cumpleaños con Mariana y Sebastián.
293
Aeropuerto National en Washington, DC. Diciembre, 2008.
Mariana Hiller Zafra, Alexandra Hiller Galvis, Sebastián Hiller Zafra, Sofía Hiller Zafra, Sebastián Hiller
Galvis, Alexandra Zafra Durán, Silvia Galvis. Fotografía de Alberto Donadio.
294
Silvia y Sebastián.
Madre e hijo. Bucaramanga, 2008.
295
Madre e hija. Bogotá, 1995.
Silvia y Alexandra. Fotografía de Regina Sepúlveda.
296
De Alberto
297
298
Me faltan las palabras*
Alberto Donadio
Para Alexandra adorada:
nos quedamos solas;
y para Virgilio,
cuñado y hermano.
Me faltan las palabras. Me faltan las palabras pues
tengo el alma en los talones, como decía Eduardo Santos.
Pero por sobre todas las cosas me hace falta la palabra de Silvia, su voz, la conversación inagotada e inagotable, lo que decía y cómo lo decía. Silvia era el verbo
encarnado. Si ella estuviera corrigiéndome este texto me
señalaría al rompe la alusión a las Escrituras, y me pediría que al menos dijera el verbo encarnada. El día para
Silvia no estaba dividido en mañana, tarde y noche, ni
el año empezaba en enero para cerrarse en diciembre.
Las horas y el calendario eran accidentes irrelevantes en
una vida dominada por las palabras. Silvia habitaba las
palabras y las palabras eran su día y su noche.
Sí, Silvia fue periodista, novelista e historiadora, pero
antes de la letra impresa de sus artículos y de sus libros,
* Este texto fue leído por Clara Inés Blanco de Galvis en el homenaje a Silvia
del 22 de octubre de 2009 en la UNAB, Bucaramanga.
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existía un copioso, exquisito, espléndido e infinito torrente verbal. Tenía tantas palabras en su memoria y en su
alma… Escuchándola cuando hablaba, como la escuché
durante más de veinticinco años, yo –prosaico abogado
titulado y jamás inscrito–, me sentí siempre desposeído
de palabras y deslumbrado por las suyas. Y no se trataba
de adjetivos recónditos, ni de vocablos exóticos. Eran las
palabras llanas y lozanas convertidas por ella en conversación encantadora, en habla magnética, en el embeleso
de su plática.
Silvia era incapaz de participar en la simple y mecánica transmisión de información, no era hija de telegrafista. Para ella la palabra y la urgencia no eran compatibles. La conversación dilatada, libre de la dictadura de
los minutos, era la que le permitía expresar su dulzura,
su asombro, su risa, sus agudezas, su furia, su indignación, su irreverencia, sus exageraciones y sus énfasis, sus
predilecciones y sus aversiones, su anticlericalismo –legítimamente heredado del siglo XIX y de la Bucaramanga
de mediados del siglo XX–, su humildad y su soberanía.
Sí, Silvia fue a la vez humilde y soberana.
El 25 de septiembre se publicó en Vanguardia Liberal
la carta de un lector que anotaba, refiriéndose a Silvia:
“En cada una de sus frases, de sus palabras compartidas
conmigo, sentía una fascinación absoluta”. La carta la firmaba una persona que tenía el deber de inducir a Silvia
a hablar poco: su odontólogo Jorge Armando Solano.
Silvia no sucumbió ante el correo electrónico, o por
lo menos ante los emails expeditos, breves y lacónicos, y
cuando lo utilizaba no se sometía a premuras de tiempo
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o de tamaño. En el año 2005, a una amiga que le preguntaba si se dedicaba a su trabajo académico o si participaba en un movimiento político, Silvia le contestó:
Sé exactamente de lo que me hablas, porque a tu
edad (y aun ahora, a veces) siempre he estado debatiéndome en esa sin salida. Tengo amigas que han
dedicado sus vidas a causas humanitarias, como Isa
Ortiz aquí en Búcara, fundadora de Mujer y Futuro,
comprometida con las mujeres maltratadas, y Constanza Ardila, en Bogotá, con las mujeres desplazadas
de la guerra.
Es lógico que personas con sensibilidad social y que
han sido, en muchas formas, privilegiadas, sientan
culpa por no hacer presencia material en esas nobles
causas. Pero, con el tiempo, uno llega a la conclusión de que cada quien ayuda a hacer luz desde el
faro donde lo ponga la vida. Si lo mío era escribir
columnas y libros, pues también los periodistas y los
escritores arriesgan el pellejo como bien dices. Lo importante es tener sentido de la justicia y mantenerlo
alerta. Disponer de medios de subsistencia privilegiados no es pecado ni culpa; todo lo contrario, es la
garantía para poder ‘darse el lujo’ (te lo pongo en
comillas porque esa frase la oí muchas veces: ‘Silvia,
usted puede darse el lujo de escribir lo que le dé la
gana, porque no necesita el puesto para comer’.) Primero, naturalmente, la frase me caía muy mal, pero
luego como que me di cuenta de que era verdad, y
que eso, precisamente, era lo que me creaba el compromiso. La ecuación, entonces, resulta elemental: A
mayor privilegio, más compromiso, mayor responsabilidad social.
Lo que te quiero decir es que no te sientas mal ni
culpable. Si escoges la investigación, la cátedra, lo
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que sea, lo importante es la orientación que le des, la
seriedad, la contribución que hagas. Y sobre todo, no
perder el norte, no aceptar sobornos del espíritu ni
ceder en el propósito. Encuentra tu sitio y desde allá
trabaja por lo que crees. No todos estamos llamados
a hacer lo mismo. Isa, esta amiga de Mujer y Futuro, coge bus, navega en chalupa para llegar a Puerto
Wilches, al Magdalena Medio, a asistir a un grupo de
mujeres maltratadas, hacerles terapias, etc. ¿Pero me
imaginas tú en un trabajo así? El calor me da jaqueca, no duermo bien, ni siquiera en cama cómoda, y
todo lo que como me hace daño. En cambio, a ella el
trajín físico la hace sentir bien, le gusta el contacto
con las personas y demás etcéteras.
Cuando vengas conversamos más largo. Pero, eso sí,
no se te olvide que los políticos y los partidos políticos
son todos iguales, y si no lo son al principio al final
terminan siéndolo (al menos eso enseña la historia
de Colombia). Ve con cautela, todos esos aparentes
(muy subrayado el aparentes) idealismos, terminan
en voracidades. Nunca se te olvide eso, razón por la
cual aquí se desprestigian tan rápidamente, comenzando por el MRL de López Michelsen, principal opositor del Frente Nacional que terminó cuando López
le aceptó el cargo de Ministro de Relaciones Exteriores a Lleras Restrepo, su más enconado enemigo. Y
de ahí, empieza a hacer el inventario de rebeldes con
causa pero con hambre de poder. Un consejo final:
ejercita la duda como tu culto religioso. Como decía
el doctor Murillo Toro: ‘para conservar el espíritu libre, hay que ser fanático de la duda’.
De la simbiosis permanente entre Silvia y las palabras
son testigos las familias y los amigos que nos han acompañado desde el 20 de septiembre con su cercanía afec-
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tuosa, las familias que viven el duelo con nosotros y que
tienen su propio duelo. Sus hermanas Hortensia y Tina,
su hermano Alejandro, que tuvo ese día la bondad de decirme una de las frases más tristes y finales: “Gracias por
lo mucho que la quisiste”. También su hermano Virgilio,
de quien ya diré más; su sobrina mayor, Gisela Ruiseco
Galvis, y sus otras sobrinas: Andrea, Daniela, Carolina e
Irma Galvis Villarreal; y sus sobrinos: Joaquín Ruiseco
Galvis; Aldo, Luis y Alexis Bolio Galvis; Alejandro, Ignacio y Rodolfo Galvis Blanco, los hermanos de Ernesto, el
querido sobrino desaparecido en 2002, y que fue siempre particularmente cariñoso con Silvia; sus cuñadas,
sus primas y primos. También mi papá, Fausto Donadio,
mis hermanas Lucía, María, Adelita y Silvia, mis hermanos Oreste, Mario y Álvaro, mis cuñadas y cuñados. Y
mi primo Gerardo Reyes Copello, que me ha dicho sobre Silvia: “Su virtud no sólo era la opinión exquisita y
contundente, como si la hubiera estado hilando durante
largo tiempo, sino que sabía escuchar”. Es cierto. La conversación de Silvia era en doble vía, con la receptividad
cálida y benevolente hacia los interlocutores presénciales o telefónicos, hacia los amigos de antes y hacia las
personas que eran apenas transeúntes en su vida.
También dan fe del encanto de su palabra las amigas y
amigos de Silvia, y ofrezco disculpas, pues seguramente
estoy omitiendo a muchos entre los que recuerdo rápidamente. En Bucaramanga: Sergio Acevedo, sesenta años
de memoria del barrio Bolarquí y de afectuosos encuentros, Carmen Alicia Alarcón “Caramelo”, Gloria Camargo, Conny Olaya, Patricia Hernández, Enrique Ogliastri.
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De la época en que Silvia inició, hace casi treinta años,
su columna en Vanguardia, los entonces estudiantes de
la Unab que la ayudaban en el Departamento Investigativo: Eduardo Durán, Pastor Virviescas, José Luis Ramírez,
Carlos Guillermo Martínez, Carlos Gómez, y otros.
Aída Martínez Carreño y Silvia hablaron largamente durante muchos años, frecuentemente por teléfono,
y fueron amigas inolvidables. Silvia fue a visitarla tres o
cuatro días antes de su muerte, el 28 de mayo. Aída la
recibió con el mismo sentido del humor que las mantuvo
cerca como si faltaran otros motivos: “¿Cómo te parece
que se me dio por morirme?”
No intentaré mencionar a otras personas de fuera de
Bucaramanga, por ejemplo a sus amigas de la Universidad de los Andes, pero sí traigo a cuento el nombre de
Felipe Ossa, librero mayor de Colombia. Silvia no mantuvo lazos cercanos con escritoras o escritores, salvo con
Aída Martínez; pero en cambio, por más de diez años
conversó de libros y de autores con alguien que o los había leído o los conocía de toda la vida, con ese interlocutor de afilado verbo, incisivo, culto y gran amigo nuestro
que es Felipe Ossa. No cometo ninguna indiscreción si
afirmo que fue el más ferviente admirador literario que
Silvia tuvo.
No puedo dejar de recordar a la familia Cano. Silvia
repetía que uno de los períodos más gratos de su vida
fueron los años, entre 1991 y 1997, cuando escribió una
columna dominical para El Espectador, por invitación de
Juan Pablo Ferro, Marisol Cano, y los entonces directores Fernando y Juan Guillermo Cano Busquets. Con los
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Cano, Silvia se sintió en casa y de casa. Viniendo de una
familia cuyo padre había fundado Vanguardia Liberal en
1919, Silvia escribió en otro periódico de familia, y lo
hizo hasta cuando los herederos de don Guillermo Cano,
de don Gabriel Cano, de don Luis Cano y de don Fidel
Cano se retiraron del periódico que don Fidel fundó en
1887. Es un caso único o excepcional en la historia de
los periódicos de familia en Colombia, que han sido casi
todos.
En la antigüedad de los afectos de Silvia, está primero
Virgilio. Ella y él fueron los dos hermanos menores, y
desde cuando Virgilio era Juancho Morales, el chofer de
bus, o el niño que con Silvia trataba de llevar la niebla
hacia el garaje de la finca de Galvisia; en ese crisol de la
infancia se forjó entre Silvia y Virgilio un afecto implacable e inextinguible. Heredé de Silvia ese afecto a la
vez ciego y despierto, y su admiración inclaudicable, de
todas las horas, por Virgilio. Doscientas veces me habló
Silvia de su niñez siempre referida a Virgilio, y cuatrocientas veces me deleité oyendo las historias, que en su
conversación cautivante eran las mismas y eran siempre
nuevas.
En la antigüedad de los amores de Silvia, están primero y primerísimamente sus hijos Sebastián y Alexandra
Hiller Galvis. A riesgo de que se crea que estoy idealizando, tengo que decir que jamás conocí a una mamá que
tuviera mejor comunicación y entendimiento con sus hijos: de niños, de adolescentes, de adultos. No fue nunca
una mamá anacrónica, de esas a las que se quiere pero
que, comprensiblemente, por el paso de los años, se han
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quedado en otra época. Nuestras nietas Mariana y Sofía
Hiller Zafra y nuestro nieto Sebastián Hiller Zafra, hijas e
hijo de nuestra queridísima Alexandra Zafra Durán, han
sido la más feliz conmoción emocional que Silvia y yo vivimos en los últimos años. Mariana, Sofía y Sebastián se
radicaron en nosotros, así como nosotros nos radicamos
en Bucaramanga para ser sus abuelos. Fue pensando en
niños como Mariana, Sofía y Sebastián que George Bernard Shaw escribió la frase: “La vida es una llama que
siempre se está extinguiendo, pero que se reaviva cada
vez que nace un niño”.
El humor de Silvia, el humor político, su inclinación al
humor frente a cualquier forma de jerarquía, está registrado en sus columnas de prensa y en sus páginas escritas. Pero antes ya había nacido en su conversación, en lo
que decía casualmente, en su interpretación única y divertida de las noticias, de los personajes y de los sucesos
del momento. El humor emanaba de ella con toda naturalidad: irrumpía fresco y espontáneo de su cámara de
palabras, de sus lecturas incesantes y constantes desde
cuando tenía trece años, de su agudeza consustancial.
Tal vez el único texto de humor de Silvia que tuvo
poca circulación fue su obra de teatro De la caída de un
ángel puro por culpa de un beso apasionado. Lo traigo a
cuento ahora, citando a un personaje que en la obra es
‘La Autora’ en mayúscula, y que corresponde naturalmente a la misma Silvia. Dice uno de los parlamentos:
Es más fácil derrotar a Atila con su horda de bárbaros… vencer a Alí Babá con su banda de ladrones, que
afirmar el derecho que tiene una a ser igual… que ni
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novedad es, porque hace siglos venimos con la misma historia. Es que… las desigualdades… bueno…
son los hombres… con esa maña de sentirse raza superior… y que viene desde que se descubrió el primer
fémur masculino. Siempre que se encuentra un cráneo, una mandíbula, un fémur, instantáneamente se
asume que perteneció a un hombre… y lo bautizan
Hombre… los restos encontrados en Cromagnon,
Neanderthal, Java, Heidelberg, Swanscombre, todos
hombres, como el Hombre de Pekín, el Homo Erecto y
el Homo Sapiens. ¿De mujeres? Nada… nada pese al
hallazgo del esqueleto de Lucy que resultó ser el más
antiguo de todos, incluidos los Javas, Cromagnones
y Neanderthales… y aún así no cambió la historia.
Mejor dicho, el primer vestigio de la humanidad es
mujer… pero ¿a quién le importa? Los hombres están
primero, siempre primero los hombres. ¿A quién se le
habrá ocurrido semejante cuento chino?
En La caída de un ángel puro aparece un Diablo con
marcado acento caribeño que se proclama amigo de La
Autora. Se establece entonces el siguiente diálogo:
Autora: Con que amigo… ¿no? Y por qué, entonces, no le mandó la culebra seductora a Adán… nos
habría evitado tanto problema… ¿Se da cuenta del
perjuicio que nos hizo y el prejuicio que nos creó?
Desde entonces cargamos con el estigma de ser sus
cómplices… Ya sabe la ecuación: Diablo más mujer,
igual hombre achicharrándose en el infierno…
Diablo: Oye ven acá… se ve que eres inteligente…
eso mismo es lo que te vengo diciendo… las mujeres
y el diablo… siempre juntos… por eso son tres los
enemigos del alma… Yo, el Demonio, de primero;
segundo, el mundo; y de último: la carne… ajá… el
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demonio y el mundo corren por mi cuenta… ustedes,
muñequitas, ponen la carnecita… más claro no cantó
el gallo traidor… Siempre ha sido así: las mujercitas
conmigo… en un solo costal… Gaudete in me semper,
iterum dico; gozáos siempre en mí, te digo…
Autora (para sí misma): Un diablo que parla en latín… ¿cómo se me ocurre tanta insensatez?
Diablo: ¡Eche!… pero… qué pelada tan ingrata!…
Quare tristis es, anima mea, et quare conturbas me?
¿Por qué estás triste, alma mía? ¿y por qué me llenas
de turbación?… Mamacita… entiéndeme… no fui yo
quien les dio fama de criaturas banales… tentadoras… lujuriosas… Fueron los santos padres, los profetas, los evangelistas… los judíos que escribieron las
Sagradas Escrituras, la Biblia, los Evangelios… fueron los Doctores de la Iglesia… esa mano de viejos
prostáticos… mi amor… para ellos, ustedes han sido
instrumentos de placer… mis instrumentos de lujuria
y concupiscencia… Lavabo manus mea… me lavo las
manos… que yo en eso… nada qué ver.
Autora: Claro que tuvo que ver… que por andar de
socias suyas fue como nos ganamos la fama eterna
de nacer inclinadas a la carne, a la materia… criaturas débiles, frágiles… banales…; lo contrario de
los hombres… seres espirituales, cuya alma tiende
naturalmente hacia las cosas altas del espíritu, del
intelecto…
Diablo: Cor contritum quasi cinis… el llanto baña mis
ojos… Ajá, mi amor, eso que tú dices se llama pura
moral judeocristiana… el mundo dividido entre la
potencia del bien y el imperio del mal… o sea, Dios y
el suscrito… el alma significa luz, y la materia oscuridad… Dios es belleza y armonía… el Diablo (como
quien dice yo) horror y caos… pero, ajá, esos son
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puros inventos… ni Dios es pura luz y armonía; ni yo
soy oscuridad y caos… esas son fantasías… alegorías,
metáforas de los italianos siempre tan dados a inventar historias… dramas… cielos… infiernos… ángeles
de bondad y seres malucos… La verdad única y feliz
es que el cuerpo y el alma son parte de un todo…
¿Me sigues, corazoncito de melón?
La obra concluye con la aparición de un Dios mujer,
que proclama lo que era para Silvia la filosofía de la vida:
“Que viva la humanidad feliz sin fanatismos ni cultos ni
credos, ni doctrinas…”
Pero para los seres humanos no solamente es fundamental la ausencia de imposiciones y doctrinas que
portan consigo el sufrimiento. Hace dos años, la misma
amiga que le había consultado a Silvia qué camino tomar
en la vida, se fue a vivir con su novio. Silvia le escribió
estas palabras: “Muchísimo me alegra la noticia de la
convivencia. No se te olvide que la vida es muy avara en
felicidad, así que la que estás sintiendo ahora, cuídala
con devoción de beata”.
***
Alberto Donadio
Es abogado de la Universidad de los Andes y uno de los pioneros del periodismo investigativo en Colombia. Es el precursor
del acceso a los documentos públicos en Colombia. Obtuvo el
Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y el Premio de
Periodismo del Círculo de Periodistas de Bogotá.
Ha publicado numerosos libros. Con Silvia Galvis escribió: Colombia Nazi y El jefe supremo.
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Silvia y Alberto. Italia, 1984.
In illo témpore.
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Silvia, recuerdos y suspiros
Memoria y retrato de Silvia Galvis
Se terminó de imprimir en la Editorial Artes y Letras S.A.S.
en octubre de 2010. Para su elaboración se utilizó papel
Propalibros Beige de 70 gr. y Propalmate de 90 gr. para fotos
La fuente empleada fue Charter Bt 11 pts. para texto y 16 pts. para títulos.
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