3. Don Juan.

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3. Don Juan.
Benjamín Peret
“El ultimo don Juan de la noche.”
El Gran Juego, 1919.
Paul Morand
“Don Juan.”
Feuilles de Temperáture, 1920.
Cesar González Ruano
“Don Juan”
POESÍA (Sin fecha)
José Bergamín
“Variación y fuga de una sombra.”
Enemigo que huye, 1924.
Antonio Nuñez de Herrera
“Introducción a proposito de un libro.”
Teoría y realidad de la Semana Santa, 1934.
Ernesto Giménez Caballero
“La infancia de don Juan.”
Yo, inspector de alcantarillas, 1928.
George Bataille
“La conjura sagrada.”
ACÉPHALE, 1, 1936.
(Ilustraciones de André Masson)
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Benjamín Péret
EL ULTIMO DON JUAN DE LA NOCHE
El cuadragésimo segundo deja su orina en el sofá
Danzad revolotead por las dobles rutas
Apresúrate tengo ganas de dormir
EDMOND ROSTAND
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Paul Morand
A Marie Laurencin
DON JUAN
Se sienta en las butacas del Círculo Conservador.
Usa calzado con tiras de crudillo gris.
Barba de cacique, sombrero cordobés.
Los ojos de antracita con bolsas por debajo.
Por haber vendido sus mulos al ejército americano,
guarda los billetes de mil pesetas en el mismo bolsillo que
guarda su revólver.
Hacia el lado del Palacio de los Duques de Montpensier
va a media noche a oler los azahares de los naranjos.
Las caballerías resbalan y frecuentemente caen
porque las procesiones han llenado de cera las piedras del
pavimento.
El chófer tiene la orden de evitar
el Guadalquivir y su humedad
porque Don Juan tiene la próstata muy padecida.
En tanto que una gruesa dama, en kimono, desde su balcón,
—en el dedo índice una sortija con el primer diente de su niñez—
le invita a subir,
unos religiosos que están en un banco del paseo,
se inclinan hasta poner sus cabellos cerca de los pies
de Don Juan.
(Sevilla, 1918)
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César González Ruano
DON JUAN
El español sale de las 71/2 de la tarde
con el mediodía en la corbata. Vagos
azahares andaluces protestan al asfalto
de París. Son las ocho menos cuarto.
El español busca algo digno de su sexo
quizá su propio sexo sin saberlo
en cualquier otro sexo.
Se toca el pantalón por las esquinas
que se dan el codo cuando pasa.
Quiere poner los cuernos al Presidente de la República
aunque solo sean las ocho menos cinco.
Hay que reconocer que es hermoso un hombre así
tocándose la entrepierna ansioso y a la vez despectivo
y negándose a conceder una palabra en francés.
Su pene largo y ancho, cartaginés, severo,
proteje la vida de París.
El asfalto se ablanda a su paso
Junio humano y sol sin caderas.
El aire, este aire denso, urbano
suspira al notario pasar.
Los urinarios le llaman inútilmente.
¡Menudo hombre para dejarse convencer!
Los dioses le conocen por la forma del pelo,
por el movimiento de sus manos morenas
por la graciosa manera de escupir.
Hay que reconocer que es impresionante
un español así.
Convida a las mujeres de l´Etoile
el español. Él quisiera, aunque muy vagamente
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acostarse con ellas. Luego imperiosamente
quiere acostarse con ellas. Después
vomita y se marea. Es mucho hombre
para que haga las cosas así como así.
Lo acuestan a las cinco treinta y cuatro, hora alemana
y en realidad, hermoso como un dios desenterrado
peludo y desnudado
en la cama de un hotel de París
no hay modo de negar que con su pene
entre las flacas piernas indecisas
es tremendo un español así,
solo, digno, dormido
a las once y cuarenta de un hotel.
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José Bergamín
VARIACIÓN
Y FUGA DE UNA SOMBRA
A José Luis Barros
A humo de pajas.
El laboratorio gótico del Doctor Fausto, con todo el ajuar medioeval de retortas, alambiques, etc... En las paredes, enormes librerías y vitrinas con esqueletos de animales, minerales, frascos inmensos, etc... —como en un gabinete o museo de ciencias físicas y naturales—. En el centro hay un gigantesco aparato de Rayos X; y, por todos lados, tubos, cables, etc... Los altísimos ventanales están cerrados a la luz exterior; el laboratorio está iluminado,
muy débilmente, por una sola lamparita encendida, sobre la mesita de trabajo de Fausto,
que aparece sentado ante ella, leyendo en una enorme Biblia.
FAUSTO. (solo.)
F. (Leyendo.)
En el principio era el Nombre, y el Nombre se hizo Hombre, y el Hombre
se hizo Fantasma...
(Suenan unos golpecitos en la puerta que se repiten por tres veces. Después, la puerta se abre y entra WAGNER.)
WAGNER. ¡Profesor!
F. ¿No te tengo mandado que no me interrumpas cuando trabajo?
W. Perdón, Profesor, pero es que un visitante inoportuno se empeña en
verle y afirma con tanta impertinencia que lo ha de conseguir, que he querido advertírselo.
F. ¿No te ha dicho su nombre?
W. Me ha dicho que no tiene nombre.
(Entra DON JUAN y se queda parado en la puerta con actitud jactanciosa y
decidida, sin decir nada)
W. ¿Quiere decirme lo que desea?
DON JUAN. No.
W. ¿Por qué?
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D. J. Porque no lo sé.
W. Entonces...
(Fausto hace una seña a WAGNER para que se marche, y éste sale.)
F. (A DON JUAN con amabilidad.)
Pase y siéntese.
(DON JUAN lo hace.)
F. ¿Quiere decirme a quién... o con quién... o cómo he de llamarle?
D. J. Todo el mundo me llama Don Juan, porque no tengo nombre.
F. No tiene otro nombre, querrá decir.
D. J. No tengo ninguno; el mío no es un nombre, aunque he tomado la precaución de registrarlo como si lo fuera.
F. ¿Para su identificación?
D. J. Para mi identidad, como es lógico.
F. Y siendo Don Juan un nombre registrado, ¿por qué no saca patente de él?
Enemigo que, huye
D. J. Porque no quieren aceptarlo como una invención mía.
F. ¿Y no lo ha inventado?
D.J. Eso es lo que vengo a consultarle: si lo he inventado yo o lo han inventado los demás; si me he inventado o me han inventado.
F. Cuestión de personalidad.
D. J. ¿De falta o de sobra?
F. Para saberlo tendré necesidad de desentrañarle.
D. J. ¿Cómo?
F. Muy fácilmente y sin dolor ninguno. Bastará con que se coloque ante esta pantalla.
(DON JUAN se coloca ante la pantalla de los Rayos X en, una postura gallarda y presumida, como si fuera a retratarse.)
D. J. ¿Así?
F. No, todavía no tiene que ser desnudo; y antes, necesita beber una preparación que voy a darle.
(FAUSTO llama y entra WAGNER.)
W. ¿Qué manda, Profesor?
F. Prepararlo todo.
D. J. (Alarmado.)
¿Para qué?
F. ¿Es supersticioso?
D. J. Según; soy andaluz.
(FAUSTO coge una enorme mano de yeso que le enseña a DON JUAN.)
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F. Esta mano procede de un enterramiento; es lo único que me queda ya
de la estatua de un magnífico comendador de escayola. ¿Tendría inconveniente
en tragársela?
D. J. ¿Yo?...
F. Sí; pero no entera y de pronto sino poco a poco, conforme yo le diga; y
habiéndola disuelto en agua previamente.
(Coge un inmenso vaso de cristal lleno de agua y disuelve dentro la enorme mano, como un azucarillo.)
D. J. ¡Ah!
F. Ahora tendremos que permanecer en la oscuridad.
(Apaga la lamparita y todo queda a oscuras.)
F. La más superficial oscuridad, primero; luego, la más profunda. Puede ir
desnudándose mientras.
(FAUSTO y WAGNER manipulan en las tinieblas, preparándolo todo, mientras DON JUAN se desnuda. Suena el rumor característico del transformador en
movimiento. Luego, FAUSTO coloca a DON JUAN desnudo ante la pantalla, con
el gran vaso de cristal, que contiene la escayola diluída, en la mano.)
F. Cuando yo le diga, empezará a beber.
(FAUSTO y WAGNER se sientan ante él, con la cabeza entre las manos tapándose los ojos, en actitud de místico recogimiento. Saltan chispas azuladas, oyéndose
un fino silbido como un siseo y sintiéndose un sutil olor a ozono muy penetrante. La
lámpara de Rayos X se ilumina con azulada fluorescencia.)
LOS ANGELES DE RAYOS X
¡Pureza! ¡Pureza! ¡Pureza!
Por algo se empieza.
Contrición
y absorción
del corazón
por la ciencia.
La observación
es experiencia.
¡Cantemos el Cántico de la Fluorescencia!
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CANTICO DE LA FLUORESCENCIA
Ciencia con paciencia
se aprende y se olvida;
paciencia sin ciencia,
paciencia perdida.
A ciencia y conciencia
se sabe y se olvida;
a ciencia y paciencia
se pierde la vida.
Yo soy inocencia
en su fluorescencia:
el alma perdida.
LA VOZ DEL CARRETE DE RUHMKORF
Era una cabra ética perlética pelimpelambrética pelúa pelimpelambrúa cornúa con el morro ozicúa. Y tuvo un hijo ético perlético pelimpelambrético
pelúo pelimpelambrúo cornúo con el morro ozicúo. Si la cabra no hubiera
sido ética perlética pelimpelambrética pelúa pelimpelambrúa cornúa con el
morro ozicúa, no hubiera tenido un hijo ético perlético pelimpelambrético
pelúo pelimpelambrúo cornúo con el morro ozicúo.
LA VOZ DE LA CORRIENTE DE INDUCCION
Yo induzco científicamente,
deduzco sin ser maldiciente:
no hago más que seguir la corriente.
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LA VOZ DEL CONTACTO TURNANTE
Con tacto,
sin tacto,
intacto, —
—el sueño y el acto—.
Voluntariedad:
(nocturna deidad)
voluta voluble volubilidad.
LOS ANGELES DE RAYOS CATODICOS
Inconstancia, olvido, inconsecuencia;
vida sin ciencia y ciencia sin conciencia.
¡Intermitencia!
Cantemos el Cántico de la Fluorescencia.
CANTICO DE LA FLUORESCENCIA
Ausencia y presencia,
causa y consecuencia;
si todo se olvida,
se pierde la vida.
Yo soy inocencia
—presencia y ausencia—
la vida con ciencia,
la ciencia sin vida;
el alma perdida.
(FAUSTO y WAGNER se levantan para observar en la pantalla.)
F. (A DON JUAN.)
Vaya bebiendo lentamente.
(DON JUAN se bebe todo el líquido de un trago.)
F. ¡No, así no!
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(Van apareciendo en la pantalla las formas en sombra de los órganos de DON
JUAN, pero agrandados monstruosamente.)
F. ¡Qué horror! Habrá que intentar reducirlo a su tamaño humano.
(Coge un enorme guante de boxeo que coloca a WAGNER y éste aporrea
con él a DON JUAN en diferentes partes del cuerpo, según las sombras que se
dibujan en la pantalla.)
D. J. ¡Ay! ¡ay! ¡ay! ¡ay! ...
(A cada golpe, las formas negras en la pantalla cambian de estructura como las figuras en un kaleidoscopio. Al fin, cae DON JUAN al suelo como muerto de la paliza y
entre FAUSTO y WAGNER te recogen endiéndole sobre la mesa donde vuelven a aplicarle la pantalla, horizontalmente, para continuar observando. Mientras están inclinados sobre la pantalla estudiando con gran atención, la oscuridad del laboratorio se puebla
de llamaradas azules que aparecen y desaparecen y en medio de ellas se dibuja el ESPECTRO de DON JUAN recortado en luz y sombra, formando una gran X.)
LOS FUEGOS FATUOS
Don Juan Andaluz
apagó la luz.
UN FUEGO FATUO
Don Juan, empedernido.
OTRO
Don Juan, petrificado.
OTRO
Don Juan, perdido,
ganador y colocado.
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TODOS
Don Juan, rito
de amor infinito.
Don Juan, mito
de hermafrodito.
Don Juan, fuego de fatuidad:
dinos la verdad.
EL ESPECTRO
Soy el incógnito y la incógnita de la sexualidad.
(Desaparecen.)
F. Se ha blanqueado como un sepulcro, sólo que al revés; se ha endurecido de
un golpe, o de tantos golpes; no sé si ha muerto o está paralizado.
(WAGNER intenta reanimarle con agua fría y abanicándole con una toalla.)
LOS ANGELES INVISIBLES
(Cantando.)
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
El Arca de Noé se hizo tan vieja
que naufragó con la última pareja.
¡Aleluya! ¡Aleluya!
Cada uno con la suya.
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
(De pronto, DON JUAN se levanta, rígido, y sale andando como un sonámbulo.)
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Ernesto Giménez Caballero
INFANCIA DE DON JUAN
(Cuadernos de un jesuita)
Desde mi ventana oí el tumulto. Ascendente por entre los árboles de hojas
nuevas, verdelimón.
Apliqué el oído sobre el torso del jardín para tactar el foco de las voces. En seguida, la atención posó sus pestañas apercibientes en el sector de la izquierda, tras el
estanque: la capilla.
Eran las siete y veinte de la tarde. Hacía calor. (Abril.) Olía el aire a azahar. Los
naranjos de la huerta anulaban, con esencia absoluta, todos los accidentales perfumes
de las restantes vegetaciones. Bajé despacio a enterarme. No quería constatar lo que
yo ya sabía. Ya sabía yo lo que iba a constatar.
En la escalera, junto al locutorio, fue el padre Luis quien me avanzó la primera
noticia, con su aire maligno y elíptico: «Su amigo... ¿eh? ... »
Cuando llegué a la capilla, apenas si me dio tiempo a cambiar una mirada con
él. Le llevaban a empellones, en un corrillo de muchachos y de padres. El se defendía como un choto bravo.
En su mirada creí adivinar un júbilo magnífico. Que a mí, de repente, me hundió en lo hondo de mí mismo. Aquella mirada cortando la soga que me mantenía
fuera del brocal, al aire azul y libre, me hizo caer con el desvencijamiento de un
cubo de latón, destañándome por las paredes, hasta tocar la obscuridad abisal, sin
remedio y licuefacta del fondo. (¿Pero encontré fondo?)
Entré en el dormitorio con la conciencia parada, ausente, evanescida. Con
un hueco de mí mismo. Como si no fuera yo quien entraba. Pero tampoco otro.
Es decir, entonces —única y débil sensación que tuve— es de que era verdaderamente yo quien entraba, yo, desligado de un molde ajeno, deshenchido de un viento extraño, con una extirpación radical de no sabía qué, como si me hubiesen sacado toda la dentadura del alma.
Al pasar a lo largo del dormitorio mis ojos debían tener la matidez estúpida
del plomo, sin más expresión que la falsa y fugaz del reflejo de lamparilla que les
cayó sobre la esclerótica frente al altar de la Purísima. Y era que existía tal debate
—lento, turbio, laborioso y secreto— dentro de mí, que en la superficie (pupilas,
movimientos, labios), todo tenía que resultar neutro, insignificante.
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En decisión oblicua, con una voluntad reflexa, casi abúlica —producto automático de algo consuetudinario—, me acodé en la ventana, sobre el jardín.
Aquel acto ciego tuvo un efecto deshilvanador de mi conciencia. Su mecanicidad misma provocó otra mecanicidad. Pero ésta ya más liberada, más recobrada, más útil al servicio de mí mismo. Como un rompan filas de colegio ante una
chasca, los jirones de recuerdos, las asociaciones de cosas, la voluntad de divagación
y de ideas, comenzaron a extenderse y corretear por mi ánimo como por un recreo.
Se veía que mi uso de acodarme todas las noches temperadas sobre este alféizar para descoser —en soledad— hilvanes de todo el día (sueños y represiones,
ardores y exhaustamientos, caricias de llagas viejas, ansias de objetos inasibles y
rezos sin sentido) había creado en mi organismo un otro hábito de fluencia psíquica, de derrame sentimental. La manivela de la ventana ponía en marcha mi motor. Me conectaba. Fue una gran ventaja poseer este enchufe automático y así poder salir, sin gran esfuerzo, de la inercia asfixiante en que me había sumido la mirada de él, en la capilla. ¡Qué última y gran noche aquella, asomado al vacío de la
noche! Final y definitiva velada, donde me sepulté quizá para siempre, con ese resplandor más claro y feliz del fuego a punto de extinguirse. Nunca mi ánimo alcanzó
tales tensiones de altitud, de fervor y de espasmo, de insomnia frenética y dulce.
¡Cuánto agradecí al padre Suárez que intercediera esa noche para que me dejaran
en la ventana, sin bajar a cenar, sin acostarme hasta la madrugada! ¡Y para que no
me rompieran aquel permiso, tan tenazmente adquirido! (Cosa que ocurrió ya al
siguiente día.)
Por mi carácter, concentrado y pálido, creían en el colegio un deber favorecer mis soledades, vigiladas. Yo ya había insinuado la posibilidad de un noviciado
próximo. Mi mayor fruición era esa de la noche, a la hora en que todos dormían,
inclinarme sobre el jardín, hacia la noche cuajada, hacia el rodar de las regueras por
entre los árboles y el salpiqueo nutrido del surtidor en la alberquilla, donde la Virgen —las palmas de las manos en pronación de rayos— dardeaba un festón de agua.
Migas de pan la cosían en torno peces rojos, amarillos.
Desaparecido él, aquello desaparecería —lo pensaba muchas noches.
Por eso aquélla, la del suceso, álgida y aguda, fue mi última en todos los sentidos.
Aún la reedifico... Mis posibilidades de exaltación se distendieron locamente, con una agilidad que semejaba la del animal olfateando el venablo occisivo. Saltaba sobre los recuerdos y las emociones antiguas, como queriendo hacer con todo
ello una presa perenne, un petate de camino, una alforja quintesenciada y constante, un epítome febril de amistad, un sumario de acontecimientos cordiales... Un
paquete de esencias, del que, ahora todavía, al manosearlo —sucio y desteñido como está— se me impregnan los dedos de evocaciones...
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Puedo precisar que el tema de que partí esa noche, junto a la ventana, para
aquel recorrido fundamental de mi ánimo, para aquel verdadero —y primero y último— examen de mi conciencia, fue, naturalmente, el tremendo caso que acaba
de acaecer en la capilla.
Caso tremendo que, a mí —como ya he dicho—, no podía sorprenderme.
Previsto como lo tenía. Antes, al contrario, parecerme la cosa más sencilla y menos
complicada del mundo.
Claro que a los demás no podía ocurrirles lo mismo. Yo era su íntimo, y yo
le admiraba. Y, por tanto, yo no hubiera podido nunca enjuiciarle, atreverme a verter la menor crítica sobre el menor de sus actos.
Es decir... Como enjuiciarle, como desmenuzar su conducta, su...
—entonces no sabía de qué modo calificarlo: hoy diría su determinismo—
ya lo creo que lo hacía yo.
Y constantemente. ¿Se creerá que no pensaba en otra cosa más que en él cuando me acodaba por las noches sobre el jardín?
¡Qué revolución constante y qué tenaz subversión la de aquella conducta sobre la mía! ¡Delicias, asombro, tristezas diarias! ¡Aquel chaparrón de extrañas confidencias embriagadoras que solía regalarme (mentirme, sin duda) por las tardes en
la galería de junto al locutorio, donde nos paseábamos o nos sentábamos mientras los demás jugaban!
Pero, ¡cuidado!, mi reiterado análisis (en las horas de soledad) sobre aquel
ser, sobre toda aquella figura alucinante de mi amigo, no comportaba juicios de
valoración positiva ni negativa. Jamás me dije: Fulano es un tal, es un cual... Siempre eran conclusiones comparativas las que yo sacaba. Comparativas conmigo mismo, egolátricas...
Por eso me atraía irresistiblemente aquel muchacho, por eso. Porque veía en
él como el colmo de mí mismo, el relleno de mi personalidad, el exceso opulento de
lo que a mí me faltaba. Hablando, hablando con él, yo sentía saturarme de calidades embrujadamente deseables; yo me confundía con él, me transubstanciaba.
Ahora pienso (lo que me produce todavía intensa delicia) que él debía buscar
en mí algo semejante a lo que yo postulaba de él. Pienso ahora que él debió ser (lo
que nunca imaginara yo entonces) también un incompleto, un insatisfecho, un desarmónico, un poco miserable. No se comprendería de otro modo —si no— aquel
asentimiento placentero que acordaba a mi compañía y a mi intimidad... Aquella sosegadez de que se impregnaba junto a mí, aquel cambiazo suave que yo le proporcionaba a los pocos momentos de confidenciar conmigo... Sí... Sí. Yo también le influía, no me cabe ya ninguna incertidumbre ... No era la vanidad meramente lo
que le soldaba a mí ... Porque por vanidad... por vanidad exclusiva, como único ele-
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mento fundidor y atraccional, no hubiera podido resistir mi larga amistad. Por hallar en mí solo la hucha de barro donde percibir el gustazo de ir echando sus monedas de oro y oírlas argentinear al roce de las paredes de la alcancía.... no. Y no. Había
algo más que le ataba a mí. Algo más que la vanidad, que la exaltación de sí mismo.
Aun cuando ésta se la provocara yo abundantemente con mis silencios cuajados de
fervor, con mis justificaciones entusiastas —y aun poéticas, radicalmente poéticas— de su conducta. (Aquella conducta que tantas molestias le causaba y le iba a
causar en su vida de colegio.)
De confesarlo, he de confesarlo ya del todo. Yo no me asomaba las noches de
tierno tempero hacia el jardín únicamente por respirar constelaciones y quietud lunar, ni por concertarme conmigo mismo, ni por obedecer mandatos delicados de
soledad y de retiro...
( ... divagaciones exaltadas de las noches tranquilas, en que él representaba el
papel absoluto del contraste, en que él era mi demonio, en que yo me ponía a rezar por desecharlo, según me recomendó en el confesonario el padre Suárez cuando le conté mis grandes turbiedades... ¡Qué ansias de arrojarlo de mí, de quedarme a solas yo con mi propio yo! ¡Primeras luchas de mi vocación religiosa! Yo... yo,
que no he conocido mujer, que ahora envejezco bajo esta sotana raída y mediocre, perdido en este otro colegio, sin gloria, sin pena y sin fuerza... Maniático, insensible.... egoísta, agrio. Tan agrio con los chicos. Yo recordaré aquellas luchas primeras como mis últimas, serias, por el amor de Dios. ¡Gozos aquellos —únicos—
de mi pubertad espiritual! Ahora, ya... Desde entonces, ya... Desde que se fue del
colegio él, yo me apagué como una candileja que la tiran el aceite. Me agrisé. Me
fundí en el incolor. Me desvanecí como una sombra en la pared al quitarla el foco
que la proyectaba y delimitaba ... )
Me ordené, ingresé en la Orden, sí... Pero sólo ya por inercia, por imposibilidad de recobrarme.
Y lo que resulta extraño —tanto, que va degenerando en vicio secretísimo,
casi alcohólico— es que no logro excitarme más que con el recuerdo suyo. Su recuerdo me trae de nuevo energía, castidad, ímpetu, vocación religiosa... Su recuerdo
me renueva. Primaverezco seriamente. Me siento retornar a la zona de mi vida donde quedé interrumpido, como si volviese el maestro de obras que me empezó, y
que debió partir un día, y que un día se pusiera a proseguirme... Tan me incita y
me reanima su recuerdo, que ahora mismo me siento locuaz y noto que mi lápiz
corre por este cuaderno de clase volanderamente, sin tachar una sola palabra, relatando lo que nunca osé relatar, por creerme torpe, inhábil —y, sobre todo, cobarde— para contar una cosa así... ¿Y por qué la he de contar?... No sé. Pero noto
que se me salva algo, escribiendo esto, algo que no veo claro.
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Bueno, ¿dónde estaba?... Lo que es no tener costumbre de escribir... y
estos sucesos... Perdí el hilo, sin saber rescatarlo, arrastrado por los tirones
de los recuerdos y sorteando mal los laberintos que había de atravesar...
Releeré desde aquel párrafo... «De confesarlo, he de confesarlo ya del todo.
Yo no me asomaba las noches de tierno tempero hacia el jardín únicamente por
respirar constelaciones y quietud lunar, por concertanne conmigo mismo, por
obedecer mandatos delicados de soledad y de retiro.» (Bueno... Ya sé lo que quería decir ... )
…sino que me acodaba en la ventana para servir a alguien más que a mí mismo. A él. Para protegerle las fugas. Todas las noches se escapaba. Salía por la cocina. Se iba todo lo largo del muro en sombra. Con una agilidad y una elegancia que
yo creo las acrecentaba al saberme admirándole desde el alféizar, persiguiéndole en
la noche. La tapia teníala escalerillada, picoteados sus ladrillos. Le bastaba un instante para gatearla. Muchas veces me decía adiós. Desde las bardas, jinete.
La hora del recreo era la de nuestras conversaciones. No siempre... A lo mejor me abandonaba por intervenir en cualquier jaleo, en cualquier rebatiña de grupo. También por ganas locas de jugar, de saltar, de correr, de gritar, de reír, que
le entraban.
Pero en cuanto quería preparar alguna escapatoria me buscaba, me obligaba
a escucharle. Él se lo hablaba todo... ¡Cuánto le placía contarme las cosas! Los demás chicos le desatendían, le achuchaban con sus propias vanidades, le disputaban
los sucedidos, y él tenía que tragarse a veces sus aventuras. Pero conmigo, no. Era
yo para él todo oídos y ensimismamiento. Y él para mí el único gran espectáculo
de mi vida.
Indudablemente, poseía radical hechicería su palabra. Sus eses aspiradas, sus
diminutivos agitanados, su metaforismo chillón y lleno de salero y aquella economía
facial de sus gestos, y aquella administración perfecta de sus facciones en el relato de
cualquier acaecido. En general, no era lo que contaba —lo estremecedor—, sino el
guiño oportuno de un párpado. El esguince de los labios. El aplomo de un a mí no
me torea ni Dios, para que esa gachí... El manipuleo de los dedos con el fin de pimentonar las frases y las interjecciones. La destreza elegante de escupir repentinamente. El colocarse con descaro, o majeza y cierta liturgia estando sentado, sus partes sexuales dentro del pantalón, como seguramente hacían aquellos de que él hablaba, antes de que se pusieran a cantar con la guitarra.
Tampoco eran mi superior asombro sus hechos de mujeres, de vino y de
desplantes. Me obsesionaban, sí. ¡Ya lo creo! Luego mis sueños respondían de tal
obsesión. (¡Cuántas de aquellas mujeres que me describía entrecortadamente
—con recuerdos agudos, espasmódicos, castañueleando la lengua en la cara in-
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terior de los dientes—, más tarde las veía yo mezclarse en mi cotidianismo, imprecisas, casi grotescas, como pingajos dulces de un banquete, y yo tirarme como un perro a su caza, a mordisquear el desperdicio, con toda la morbidez de
un solitario adolescente, recluso, perturbado! ... )
Pero no, ya digo: ni sus juergas en la taberna del Manco, ni en la del Chiribiya, ni sus amores con la Marina y la Peinetas y la Jacinta, y con la Paca, la criada del médico, y con la novia aquella que quitó a Manolo, el de la segunda división, me abrumaban, me encandilaban, me enhechizaban como sus continuos
alardes de rebelión, de guapeza, de pasárselo todo —como él decía— por debajo
de sus piernas.
Poseía un repertorio de blasfemias unipersonal. Para él toda creencia era un
salto de torero. Para él no había nada ni nadie respetable. Negaba porque sí. Yo, a
veces, le rogaba que me contara sus confesiones con el padre Suárez. Pero esto, ¡qué
extraño!, él que me desembocaba todo, nunca, nunca me lo confió. ¿Por qué? No
he logrado ponérmelo en claro todavía.
Su rebeldía constante y cálida me hacía un bien enorme, sin darme yo cuenta. (Ahora sí que me la doy ... ) Mi alma, enferma y blanduzca, ribeteada de misticismos, de cobardías, de amores absurdos, de turbaciones repugnantes, de rosas
y de basura, encontraba en aquellas protestas enérgicas, secas, soleadas, una higiene exquisita, una temperatura ideal para convalecer... «Yo me ensucio en Dios y en
la Virgen, su madre, y en el Copón divino» —me decía de pronto, serenamente,
sólo por exponerme eso como un criterio maduramente fijado—. Uno —mientras
le hacía un leve ademán hipócrita— se regodeaba por dentro, queriendo, sin conseguirlo, formular un tímido «Y yo también».
Por eso no me sorprendió nada aquel escándalo del anochecido en la capilla.
¡Cómo me iba a sorprender! ¿Cómo me iba a sorprender si había yo asistido una
vez al mismo sacrilegio? Y siempre justificándole todo. ¡Hasta aquello!...
Claro que si los demás le hubiesen conocido por dentro su estructura moral,
aquella fidelidad de este ser consigo mismo, sus imperativos leales y admirables
de conducta, le hubiesen también absuelto y tal vez, ¿por qué no?, felicitado...
Llevaba ya una semana de castigo, perseguido de cerca por la vigilancia dura del padre Astolfi. —A media ración, en el cuarto obscuro, barriendo los dormitorios y a confesión diaria todas las tardes.
Yo no había podido acercarme más que un minuto el día antes, subiendo
las escaleras, después del recreo... Le vi frenético. «¡Estoy así, así y así!» —me dijo
congestionado, accionando terriblemente con la mano derecha, cuyos dedos colocó simbólicamente en un jeroglífico sexual.
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Fue el padre Astolfi el que le descubrió. Y el que, sigiloso, hizo venir apresuradamente a los otros frailes que andaban por allí cerca. (Tras los que se deslizaron
algunos chicos, y éstos fueron los que armaron el griterío y aquel escándalo medio
jubiloso.) Los chicos me lo refirieron luego. Se lo habían supuesto más que otra
cosa. Sólo le vieron ya abrochándose la pretina de los pantalones, tranquilamente,
ante los mismos frailes, sin levantarse del reclinatorio en que se había sentado, frente al altar del Sagrado Corazón, el rostro encendido de violencia, —de ardimiento,
de ira. (Y de ese jadeo especial de un agudo placer satisfecho.)
Yo —como he dicho— apenas si pude cambiar con él una mirada. (Aquella
mirada suya de triunfo y de dominio, que a mí me hundió en el anonadamiento.)
Hablaron de vicio secreto, del demonio en su cuerpo, de qué sé yo cuántas cosas...
Nadie había comprendido aquel acto enorme de protesta, de rebeldía, de soledad enérgica, de perturbación, que no de masturbación, frente a la divinidad, que
simbolízaba para él la opresión de todo el colegio sobre su vida.
Nadie, nadie comprendió aquella afirmación de poder a poder, de radicalismo místico. Sacrilegio que era, en rigor, un sacrificio...
¡Cómo me aturde reconstruir la motivación causal —espléndida— de aquella escena atroz e inolvidable!
Al salir él de la capilla, yo sabía que no le volvería a ver...
No tuve valor de seguirle... Quizá me hubiese yo salvado... ¡Sin duda!
Pero débil fui, y lo seré siempre... Y así vivo yo... Y el caso es que, ahora, cuando sorprendo a alguno de los chicos de mi clase con alguna querencia insólita, extraordinaria, irrespetuosa, soy implacable. Si es preciso, le pego, le martirizo con
una rabia que yo mismo no me sé explicar... ¿Por qué? Todos aquí me tienen odio.
Soy, no lo dudo, un odíoso... Ya me lo sentía entonces... Pero él me salvaba... me
empujaba con su brutalidad clara, con su instinto virgen, a unos estados francos de
conciencia, una elegancia entrañable que no he vuelto a sentir... Mis acercamientos a Dios me eran perceptibles... Todo yo me notaba en un arrobo potenciado...
Con su ausencia vino mi nulidad, mi paro. ¿Por qué ocurrirán estos aluviones y estos estancamientos como geológicos dentro de uno? Es muy difícil buscar explicaciones a ciertas cosas del alma. Yo se las preguntaría a mis superiores si los estimase... Pero sé que nadie aquí me entiende... Mi único consuelo —solución previsoria— es ponerme, como hoy, después de la clase, a dejar correr el lápiz sobre
este cuaderno de hule.
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Antonio Nuñez de Herrera
INTRODUCCIÓN A PROPÓSITO
DE UN LIBRO
EL HOMBRE EN EL REMOLINO
Un día entre los días el hombre descubrió el abismo de Sevilla: Entonces se
sintió ensartado en las líneas de fuerza de su campo magnético, succionado en vértigo por la ciudad famosa, levantado el cono de su torbellino azul y sujeto a la girola de los sucesos y los días, que rondan su revolera en torno al mástil de la flustre torre.
En verdad, quizás no era sino que el hombre hacía la rueda a la ciudad.
Que le rayaba —gallo en celo nuevo— circuitos de conquista, circunferencias enamoradas que pretendían, acaso, inscribir para siempre el difícil polígono de la
ciudad esquiva.
Más Sevilla levantaba espejismos a la sed del alma, y se desmandaba en garbos fugitivos. Y el hombre daba vueltas y suspiros sobre la rama móvil del compás.
CALIGRAFÍA TENAZ Y APASIONADA
El hombre es perseverante. Años y años traza sus líneas. Quieren ser firmes,
pero le tiembla el pulso cierta fiebre lírica.
Al paso de su ronda desfila el paisaje de Sevilla:
Ahora suenan clarines y cantares y restallan los corazones y los cirios.
¿Que es esto? Una burbuja honda le bulle por el pecho y un carámbano de
emoción ciñe su látigo al torso.
Ocurre que un pájaro mitológico bate por cielos y tierra. Un extraño pájaro
rnorado que granjea estrellas y las siembra por las calles de la ciudad en largas corrientes de luces suspensivas.
Entonces sucede que un hombre se emborrache sin saber por qué o se ponga a
escribir sobre Sevilla sin motivo ni fundamento.
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BREVE INCISO DE LA FORMALIDAD
Pero ¿es posible emborracharse según cierto régimen y cálculo previstos?
—Tantos decílitros de alcohol y de cuarto en cuarto de hora...
No sé en efecto si existe quien haya sometido sus delirios a sistema, ni quien
cronometre sus pasiones en cápsulas de tiempo de una capacidad determinada.
Sólo Don Juan, espíritu burocrático, ejemplo insigne de la seriedad. Don
Juan únicamente, que volvía locas a las mujeres porque no lograban entenderle. No
fué, en efecto, que las conquistara. Era que las desconcertaba. Nada más.
Un día para enamorarlas,
otro para conseguirlas,
otro para abandonarlas,
dos para substituirlas,
y una hora para olvidarlas.
Así se explicaba todo. Don Juan fué lo que fuera gracias al método y a la disciplina. Tenía sus horas. Ni gallardo ni calavera: un técnico. La avería final del apuesto norteamericano fue la de su reloj de arena.
PRÓTASIS DE LAS COSAS RAZONABLES
Ante Sevilla ¿qué actitud? ¿El doble decimetro y el cálculo integral? Es decir
¿Don Juan Tenorio?
Todavía el hombre voltea en el remolino y fija la otra punta del compás. El
querría, él bien quisiera...
Pero ¿es posible el perfecto silogismo de la ciudad? Mejor es soñar teorías. Porque quizás no habría sistema para entender la Semana Santa según una hermenéutica precisa, de acuerdo con determinado procedimiento empírico o por cierto método discursivo. Difícil sorites el que pretenda hacer pareja a las filas de nazarenos.
Y, sin embargo, ¡qué emocionada obra la de extraerle sus zumos secretos a
la Semana Santa, la de explicarse el hombre esa misteriosa esencia que la salva de
la espuerta general, que contiene la serie de los acontecimientos mostrencos, sin cédula ni estilo, denominados cosas razonables!
EL REMOLINO EN EL HOMBRE
El hombre quería... Su compás, su amor, sus notas... Pero imposible trabajo el
de trazar la historia funcional de la mudable maravilla. Y grave profanación — el au-
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téntico sacrilegio, —delito insigne el de encristalar en los quirófanos de la lógica ese trozo virgen de la naturaleza, el de enjaular ese gran pájaro morado que cruza siete días el
cielo de Sevilla. Mejor sería, quizás, seguir su vuelo de milagros: cuando aletea en las
esquinas, cuando anida bajo los “pasos”, cuando es el ruiseñor de las tabernas y la paloma de la Trinidad... Mejor eso que arrancarse el corazón y ponerlo sobre las cuartillas como un pisapapeles mientras se presume, en vano, de tener un raciocinio insobornable.
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Georges Bataille
LA CONJURA SAGRADA
Una nación ya vieja y corrompida que se sacuda valientemente el yugo de su gobierno
monárquico para adoptar uno republicano, sólo conseguiría mantenerse por medio de numerosos crímenes, puesto que se encuentra ya inmersa en el crimen, y si quisiese pasar del crimen a
la virtud, es decir, de un estado violento a un estado blanco, caería en una inercia cuyo resultado sería enseguida la ruina segura.
SADE
Lo que aparentaba ser política e imaginaba ser política quedará desenmascarado algún
día como movimiento religioso.
KIERKEGAARD
Solitarios hoy, los que vivís separados seréis algún día un pueblo. Los autodesignados formarán algún día un pueblo designado, y de ese pueblo nacerá la existencia que supera al hombre.
NIETZSCHE
Lo que hemos emprendido no debe confundirse con otra cosa, no puede limitarse a la expresión de un pensamiento ni mucho menos a lo que justamente se
ha considerado arte.
Es necesario producir y comer, son necesarias muchas cosas que no son todavía nada, y así ocurre también con la agitación política.
¿Quién sueña, antes de haber luchado hasta el final, con dejar paso a hombres a quienes resulta imposible mirar sin sentir la necesidad de destruirlos? Pero si
no pudiese encontrarse nada más allá de la actividad política, la avidez humana no
encontraría otra cosa que el vacío.
SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS y, en la medida en que nuestra
existencia supone la condena de cuanto se reconoce actualmente, una exigencia interior quiere que seamos igualmente imperiosos.
Lo que emprendernos es una guerra.
Es hora de abandonar el mundo de los civilizados y su luz. Ya es tarde para pretender ser razonables e instruidos, lo cual ha conducido a una vida sin ali-
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ciente. En secreto o no, es necesario que nos convirtamos en otros o que dejemos
de existir.
El mundo al que hemos pertenecido no propone nada que pueda amarse al
margen de cada insuficiencia individual: su existencia se limita a su comodidad.
Un mundo que no es posible amar hasta morir —de igual modo que un hombre
ama a una mujer— representa tan sólo el interés y la obligación del trabajo. Si se
lo compara con los mundos desaparecidos, resulta odioso y aparece como el más
fallido de todos.
En los mundos desaparecidos fue posible perderse en el éxtasis, algo que resulta imposible en el mundo de la vulgaridad instruida. Las ventajas de la civilización se compensan con la manera en que los hombres la aprovechan: los hombres
actuales la aprovechan para convertirse en los seres más degradantes que han existido nunca.
La vida siempre ha tenido lugar en un tumulto sin cohesión aparente, pero
sólo encuentra su grandeza y su realidad en el éxtasis y en el amor extático. Quien
pretende ignorar o desconocer el éxtasis es un ser incompleto cuyo pensamiento se
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reduce al análisis. La existencia no es sólo un vacío agitado, es una danza que
obliga a bailar con fanatismo. El pensamiento que no tiene por objeto un fragmento
muerto, existe interiormente del mismo modo que existen las llamas.
Hay que adquirir firmeza e inquebrantabilidad suficientes como para que la
existencia del mundo de la civilización parezca, por fin, incierta. Es inútil responder a quienes pueden creer en la existencia de ese mundo y fundarse en él: si hablan,
es posible mirarlos sin oírlos y, aunque se los mire, no «ver» sino lo que existe muy
por detrás de ellos. Hay que rechazar el tedio y vivir sólo de lo que fascina.
Al seguir ese camino, sería vano agitarse y pretender atraer a quienes tienen
veleidades, tales como pasar el tiempo, reír o volverse individualmente extraños.
Hay que avanzar sin mirar atrás y sin hacer caso de quienes no tienen fuerzas para
olvidar la realidad inmediata.
La vida humana está harta de servirle de cabeza y razón al universo. En la medida en que se convierte en esa cabeza y en esa razón, en la medida en que se hace
necesaria para el universo, acepta una servidumbre. Si no es libre, la existencia se
vuelve vacía o neutra, y si es libre, resulta un juego. Mientras la Tierra no engendraba sino cataclismos, árboles o pájaros, era un universo libre: la fascinación de la
libertad se empañó cuando la Tierra produjo un ser que exige la necesidad como
una ley situada por encima del universo. El hombre, sin embargo, ha seguido teniendo la libertad de no responder a ninguna necesidad: es libre de asemejarse a
cuanto es distinto de él en el universo. Puede descartar la idea de que es él o Dios
quien impide que las demás cosas sean absurdas.
El hombre ha escapado de su cabeza como escapa de su cárcel el condenado.
Ha encontrado más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Al margen de lo que soy, encuentro
un ser que me produce risa porque no tiene cabeza, que me colma de angustia porque está hecho de inocencia y crimen: lleva un arma de fuego en la mano izquierda y llamas semejantes al sagrado corazón en la derecha. Reúne en una misma erupción el Nacimiento y la Muerte. No es un hombre. Tampoco un dios. No soy yo,
pero es más yo que yo: su vientre es el dédalo en el que se ha extraviado él mismo, en el que me extravía de sí y en el que me veo siendo él, es decir, un monstruo.
Lo que pienso y lo que represento no lo he pensado ni representando yo solo. Escribo en una casita fría de un pueblo de pescadores. Un perro acaba de ladrar en la noche. Mi habitación se encuentra contigua a la cocina en la que André Masson se agita gozoso y canta: en el preciso momento en que escribo, él acaba de poner en el fonógrafo el disco de la obertura de Don Juan: más que cualquier
otra cosa, la obertura de Don Juan vincula lo que me ha apartado de la existencia
a un desafío que me abre a un arrobamiento fuera de mí. En ese mismo instante,
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miro a ese ser acéfalo, a ese intruso formado por dos obsesiones igualmente desbocadas, convertirse en la «Tumba de Don Juan». Hace unos días, me encontraba
sentado con Masson en esta cocina, con un vaso de vino en la mano, mientras él,
representándose de repente su propia muerte y la muerte de los suyos, con la mirada fija, sufriendo, gritaba casi que la muerte debería volverse afectuosa y apasionada, gritaba el odio que sentía por un mundo que hasta sobre la muerte hace
pesar su pata de empleado. No me cupo ya duda de que la suerte y el tumulto infinito de la vida humana no están abiertos a quienes no podrían existir más que como ojos reventados, sino como videntes arrebatados por un sueño conmovedor que
no puede pertenecerles.
Tossa, 29 abril 1936.
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