Lindezas del despotismo. - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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FERNANDO GARRIDO
LINDEZAS
DEL
DESPOTISMO
Biblioteca Saavedra Fajardo, 2011
Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico Fernando Garrido,
Lindezas del despotismo.
Transcripción y revisión ortográfica de Miguel Andúgar Miñarro.
Edición realizada a partir de: Garrido, Fernando. Lindezas del despotismo.
Barcelona: Librería de Salvador Manero, 1860.
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Lindezas del despotismo.
ÍNDICE
La invención de la casaca, los granaderos del rey Guillermo I de Prusia y la leva femenina ........ 4 Spielberg ...................................................................................................................................... 13 El tocador de Luis XV ................................................................................................................... 27 Cartas selladas ............................................................................................................................. 32 La clemencia de Luis XV .............................................................................................................. 39 El rey Herodes y la carne de cañón ............................................................................................. 45 3 Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
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Lindezas del despotismo.
CAPÍTULO PRIMERO.
La invención de la casaca, los granaderos del rey Guillermo I de
Prusia y la leva femenina.
I.
El rey Guillermo, primero de este nombre en Prusia, no reinó sino para
amontonar un tesoro y organizar la mejor infantería de su época. Sin embargo, S. M.
prusiana no era guerrero, ni el olor de la pólvora, ni la ambición de conquistas lo
entusiasmaban. Militar platónico, se daba por contento con pasar revista a sus tropas,
una vez cada semana, en el campo de maniobras.
Jamás monarca ni usurero judío, célebres por su avaricia, llevaron tan lejos
como el rey Guillermo de Prusia, el exceso de la economía en su persona y en cuanto le
rodeaba.
Luis XIV, solemne caricatura de la grandeza levantada sobre un tacón
encarnado, había hecho de la peluca real, una verdadera crin, rizada y ondeante que, de
cascada en cascada, descendía hasta cerca de la cintura. Su vecino, el rey Guillermo,
encontraba una herejía, para una nación bien administrada, en esta profusión de
cabellos; y de reducción en reducción achicó la desordenada peluca de Versalles, hasta
cubrir solamente la coronilla, como el bonete de un doctor de la Sorbona, inventando la
coleta en que liándolos con una cinta, reunía sobre la espalda los cabellos que
descendían del occipucio.
El rey Guillermo llevaba siempre una casaca azul, abrochada con una hilera de
botones de cobre, y cuando el uniforme real había cumplido los años de servicio que S.
M. le tenía asignados, otro igual le reemplazaba, teniendo cuidado de colocar en la
nueva casaca, los mismos botones de la jubilada, con lo cual S. M. prusiana no gastó
durante todo su reinado, más que siete botones de cobre. Las crónicas de la familia real
de Prusia no hacen mención, al menos que nosotros sepamos, de si algún botón de la
casaca de S. M. tuvo necesidad de otro que le reemplazara en las mil contingencias a
que están expuestos los botones.
Guillermo I, que no inventó la pólvora, tuvo la gloria de inventar la casaca o
frac,-y pedimos perdón a nuestros lectores, de haber dicho en otra parte que no
recordábamos entre los nombres de los grandes inventores, el de ningún personaje
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aristocrático. ¡El rey de Prusia inventó la casaca, chaqueta con cola, especie de vicio
ostensible que no fue ni pudo ser en su origen, otra cosa que un rasgo del genio de la
avaricia!
Al advenimiento al trono del famoso inventor, se usaba en Europa, una especie
de levita con faldones anchos; y para que estos no estorbasen en las marchas a la tropa,
tenían un ojal en cada una de las puntas delanteras para sujetarlas a dos botones
colocados a la espalda, a la altura del talle. Pues bien: el célebre Guillermo, inclinado
siempre a recortar y a reducir , encontró en la parte delantera de los faldones, que se
suspendía de la cintura, por detrás, una maravillosa ocasión de economizar el paño y
cortando sin piedad, suprimió los dos triángulos delanteros de la levita; y como la Prusia
era de moda en aquella época, las demás naciones la imitaron, pasando así la Europa
entera, por un tijeretazo de S. M. Prusiana, de la levita a la casaca; innovación que la
plebe, o por antipatía al origen aristocrático de la nueva moda o por buen gusto, lejos de
adoptarla, la ha rechazado haciéndola siempre en todas partes, objeto de su justa
rechifla.
La clase media y la aristocracia, por el contrario, hicieron de la casaca su vestido
de gala; y a la hora en que escribimos, mas de cien años después de su invención, en
procesiones y en saraos, en templos y en salones, arrastran todavía por detrás, como un
anatema, la cola de ganso o de avestruz que les regalara la sórdida avaricia del rey
Guillermo.
II.
Y sin embargo, aquel rey tan mezquino, tan sobrio, tan parsimonioso para abrir
la bolsa, tan dispuesto a cortar por aquí y a roer por allá, también tenía su lujo, su
Aranjuez, su Versalles, su Escorial, su demonio tentador, su amor al que nada negaba.
Este capricho, este gusto, este amor, era el de los hermosos granaderos,
El rey Guillermo los adoraba, buscándolos con afán en toda Europa, formando
una colección de buenos mozos, como si solo aspirara, para ilustrar su reinado, a
alcanzar la más alta elevación posible de pompones y plumeros.
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Donde quiera que olfateaba un hombre de venta, a condición de pasar de seis
pies, lo compraba a cualquier precio, dinero contante, sin parar mientes en las
condiciones.
El rey Ricardo de Inglaterra había dicho:
-«Mi reino, por un caballo.»
Guillermo no hubiera tenido dificultad en decir:
-«Mi reino, por un tambor mayor.»
Por un irlandés llamado Jacobo Rirhlam, pagó sin pestañear, ciento veinte mil
reales; y ochenta mil, sin contar los gastos de comisión, por un fraile italiano, llamado el
gran José.
Quizás lo que vamos a decir, parecerá increíble; sin embargo, es positivo; son
hechos consignados en la historia.
Cuando Guillermo no podía adquirir amigablemente una de estas magníficas
muestras de la raza humana, nacida en algún reino vecino, sin pararse en barras ni en
barreras, se apoderaba de ellas por debajo mano o a viva fuerza. Para esto mantenía con
grande dispendio, todo un ejército de espías, de corredores, de filibusteros, gentes de
palabra melosa, o de saco y cuerda, que corrían de día y noche la campiña, de frontera
en frontera olfateando y despistando sin cesar, por cuenta, del rey de Prusia, esta caza
mayor, de nueva especie.
¡Desgraciado el habitante de este mundo que media seis pies desde el talón,
hasta el forro de la peluca! Quien quiera que fuese, naciera en Polonia o en Italia, en las
orillas del Rhin o en las del Danubio, sin que le valieran su nombre, ni su estado,
nuestro hombre podía darse por perdido, es decir: por granadero de la guardia del rey de
Prusia; y quieras que no quieras por instalado en el cuartel de Potsdam.
Desde el día en que la elevación de su talle lo había puesto al descubierto,
designándole en el espacio, a la mirada de ave de rapiña del rey Guillermo ya no se
pertenecía a sí mismo; el rey Guillermo lo veía; el rey Guillermo lo miraba, lo
fascinaba, lo seguía paso a paso, en la mesa, en la iglesia, en el hogar, en la taberna, en
el jardín; y cuando el infeliz tenía una vez puesta en la puerta de su casa, la marca
misteriosa, aunque se escondiera en el fondo del desierto, o en algún rincón de Europa,
en lo más alto de una montaña o en lo más espeso de un bosque, ya no podía dormir en
paz. El no podía ya, ir, venir, cavar el campo, ni recoger su cosecha, sin hallar en todas
partes, en torno suyo, un lazo bajo su pié, una red en su camino, una mano sobre su
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hombro, un espectro a sus talones, hasta que al fin, una noche desaparecía todo entero,
como si un temblor de tierra se lo hubiese tragado, o un Macallister lo hubiera
escamoteado en el espacio.
Algún tiempo después, a las altas horas de la noche, se veía llegar al palacio de
Potsdam, un carruaje equívoco, cerrado con más llaves y cadenas que la poterna de un
castillo. A la luz de un hachón abrían esta especie de jaula de fieras y sacaban con
misterio un fardo informe, perfectamente amarrado. A medida que desataban las
cuerdas, el fardo se movía, gemía, se alargaba, primero extendía un apéndice, después
otro, y tomaba poco a poco, la forma de un ser humano. El futuro granadero era
conducido al cuartel, atónito y sin saber lo que le pasaba. Una vez, era un carpintero de
una aldea de Lorena: otra un hidalgo de una baronía de Bohemia: otra era un fraile de
un convento de la Lombardía llamado Andrés Capra. El rey Guillermo para formar su
magnífica guardia real, lo mismo cobraba el diezmo en el taller que en el palacio o en la
iglesia. El abate Bastiani fue robado, por su cuenta, al Señor a quien había consagrado
su vida, en el momento mismo en que decía misa en una capilla del Tirol: lo arrojaron
en el fondo de un carruaje, con la hostia todavía sobre los labios y salieron a escape,
camino de Potsdam.
III.
Cuando esta caza de hombres altos llegó a cierta altura, las gentes concluyeron
por familiarizarse con ella, pasando a encarnarse en las costumbres, como cosa corriente
y recibida, hasta el punto de que cada uno, grande o pequeño, soldado o ciudadano,
cazaba espontáneamente los granaderos, como aficionado, por cuenta de S. M.,
arrestando sin necesidad de autorización y seguro de la impunidad y de la recompensa, a
cualquiera que tuviera la audacia de crecer una pulgada más de la talla ordinaria, sobre
el territorio de S. M. prusiana.
Un hombre de noble aspecto entraba un día en posta en la ciudad de Berlín, y
confiado en la dignidad de su título no traía pasaporte. En la puerta de la ciudad, el
centinela detuvo al carruaje, y viendo dentro de él un extranjero que por sus colosales
dimensiones podía ser el orgullo de Potsdam, llamó en su auxilio a la guardia, y con
voluntad o sin ella se apoderaron del viajero y lo llevaron al cuartel.
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Pusiéronle su capote y su gorra de pelo y, media vuelta a la derecha, media
vuelta a la izquierda, el caballero que entraba tan orondo en su silla de posta, hételo
transformado en granadero, y aprendiendo el ejercicio.
En vano protesta, grita e invoca los derechos del imperio, diciendo:
-Yo pertenezco al emperador.
El cabo hace orejas de mercader o le dice, amenazándole con la vara:
-¿Qué estás diciendo ahí del emperador? Eres un tagarote de seis pies, y por lo
tanto perteneces al rey Guillermo: con que firmes, o te enseño la obediencia con la vara.
….
El granadero improvisado era, sin embargo, nada menos que un embajador
extraordinario que el emperador de Austria enviaba a la corte de Berlín.
Por esta vez el rey de Prusia tuvo que restituir el objeto secuestrado.
La primera vez que el señor embajador se presentó en palacio, S. M. le dijo:
-Mi primer regimiento de granaderos ha perdido en vos, un bocado de rey. Sois
una admirable muestra de la grandeza de la raza húngara que crece en Bohemia.
IV.
El rey Guillermo era un hombre prudente que no perdía de vista el porvenir y
que tenia, allá a su modo, siempre fija en el magín la idea de la posteridad.
Cuando a cualquier precio y sin reparar en pelillos, tuvo reunida la flor de los
hombres altos de Europa, naturalmente le ocurrió el deseo de conservar y reproducir la
semilla, dando a la tierra una nueva edición de la raza patagónica.
El rango de los pueblos se mide por la talla, decía él entre sí. Era hombre
piadoso, y en su cualidad de protestante, aficionado a las sagradas escrituras. El Génesis
dice, creced: ¿pero ordena esto solo, añadía el rey? No: también nos impone el deber de
multiplicarnos. Manos, pues, a la obra: cumplamos con la segunda parte del precepto.
Pero para multiplicarse de una manera digna y conveniente, los colosales
granaderos del rey de Prusia, debían casarse con mujeres cortadas poco más o menos,
por los mismos moldes.
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Después de haber practicado el comercio y el robo del género masculino, el rey
Guillermo, emprendió el comercio y el robo del femenino, concluyendo por ordenar en
las diversas provincias de su reino una leva general de todas las Sabinas, dignas de ser
parejas de sus granaderos.
A medida que sus oficiales de remonta le traían una moza de las dimensiones
requeridas, la casaba por número de orden, con el soldado a quien correspondía.
De esta manera había ya hecho casar a los soldados de la primera compañía de
granaderos de su guardia real, desde el n.º 1 hasta el 13 inclusive.
El n.º 14 esperaba su desconocida Clorinda, cuando un día, paseando por delante
de su palacio, vio el rey Guillermo pasar una labradora a caballo sobre una yegua
Mecklemburguesa. La rústica amazona llevaba al trote su cabalgadura, montaba como
un hombre, y le pareció a S. M. una verdadera Juana de Arco; gran modelo que tiene
conciencia de su vigor.
En cualquiera otra circunstancia, el rey Guillermo hubiera hecho justicia del
poco recato de aquella hija de Eva que, tan sin aprensión, ostentaba las robustas
pantorrillas con que oprimía los ijares de su yegua; pero en esta ocasión, por el
contrario, S. M; procuró sonreírse, e interpelando con un gesto agridulce a la villana, le
dijo parando la yegua.
-¿A dónde vas con esa hacanea, digna de una princesa de Mecklemburgo?
-A Dresde, señor, para serviros,
-Pues entonces te cojo la palabra, muchacha. Dime: ¿eres casada o soltera?
-Soltera, señor; pero por san Miguel, espero casarme con mi primo Fritz, colono
del señor conde de Kayserling.
-Espera un momento. Potsdam está en el camino que llevas; voy a escribir una
carta para el gobernador, y se la entregarás al pasar.
Entró el rey en el palacio, después de advertir al centinela que no dejara marchar
a la paisana, y volvió a salir al cabo de un instante con un pliego cerrado y sellado con
las armas de la casa de Brandembourg.
-Toma, dijo a la mensajera, dándole el pliego y un florín, el coronel Bredow,
gobernador de Potsdam, te dará otro florín. Así se lo digo en la posdata de la carta que
llevas. Si se le olvida, recuérdaselo.
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La joven sajona tomó el pliego y el florín y partió a galope, como un correo que,
porque lleva las órdenes de un rey, se cree con derecho para atropellar a los caminantes
y para que nadie le detenga en el camino.
De pié sobre el último escalón del pórtico de su palacio, con la barba apoyada
sobre el puño de su bastón, el rey Guillermo, siguió con la vista la fogosa carrera de la
aldeana, que pronto desapareció entre una nube de polvo.
Verdaderamente, dijo Guillermo, entrando en el palacio, el rey de Sajonia, está
bien ajeno del regalo que me hace. Esa muchacha en caso de necesidad, podría muy
bien cargar a la cabeza de un regimiento de caballería.
V.
La mensajera atravesó Berlín con la rapidez del viento; pero cuando se encontró
en el campo y se refrescó su imaginación, reflexionó sobre la extraña misión que el rey
acababa de darle, a ella pobre labradora, desconocida y extranjera en el marquesado de
Brandembourg. Sin saber cómo ni por qué, por una misteriosa intuición, presentía que
aquella carta era un peligro para ella. Pensaba en su primo, el arrendatario del conde de
Kayserling, y el pliego real que llevaba en la bolsa del delantal, le quemaba la mano con
que instintivamente lo tocaba.
El sol empezaba a declinar; apercibió el castillo de Potsdam, a través de los
olmos del camino, y a las rojas tintas con que lo coloraba el sol poniente, le pareció una
llama que se escapaba de un antro maldito y que parecía decirle: ¡No entres aquí! ¡Huye
desdichada!
La joven sajona paró su yegua y reflexionó: mientras deliberaba consigo misma,
pasó junto a ella una vieja mendiga y le pidió limosna.
-Estoy salvada, dijo para sí la labradora, he aquí mi providencia.
-Abuela, dijo a la vieja, ¿quieres ganar dos florines?
La vieja que era gitana, levantó la cabeza, con esa expresión de doble
inteligencia de una mujer de experiencia, y dijo:
-Sin vanidad; otras veces, Sarah Gotter hubiera podido ganar algo más.
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-Bueno: toma esta carta, y llévala al gobernador del castillo. Aquí tienes un
florín y el coronel Bredow te dará otro. Así está escrito aquí dentro ¿entiendes? aquí
dentro, de puño y letra de su majestad.
Así diciendo, la experta labradora dio a Sarah Gotter el florín y el pliego, y a su
yegua con la espuela.
VI.
La vieja mendiga cumplió religiosamente entregando la misiva del rey
Guillermo al gobernador de Potsdam.
El coronel Bredow leyó el despacho, con el recogimiento propio de un
funcionario público colocado en presencia de la firma de su soberano.
¿Qué edad tenéis buena mujer? dijo a la vieja, después de la lectura.
-Sesenta años cumplidos. ‘
-¿Supongo que habréis perdido ya la esperanza de tener hijos?
-Bien podéis burlaros, señor gobernador: sin embargo, si Sarah Gotter hubiese
querido escuchar las pretensiones de todos los mozos de su época ...
Y así diciendo, tomó su báculo y echó á andar.
-Poco a poco, comadre, que la ceremonia aun no ha concluido; dijo el coronel,
tocando una campanilla a cuyo sonido entró el sargento de la guardia.
-Sargento, dijo el gobernador, vaya usted a buscar el n.º 14 de la primera
compañía.
Salió el sargento y volvió al instante, con un magnífico granadero.
-Vaya usted ahora y traiga al capellán del regimiento, advirtiendo que venga con
todos sus ornamentos.
Un momento después, el pastor Muller entraba en el despacho del señor
gobernador, llevando la biblia debajo del brazo, y dispuesto a oficiar.
El coronel dijo al granadero:
-Mira bien a esta mendiga.
El granadero dio media vuelta a la izquierda y dijo, llevando la mano a la frente
para saludar:
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-Ya está, mi coronel.
- Esta mendiga es desde ahora tu mujer.
-Perdón, mi comandante; pero no he entendido…
-Que te vas a casar con ella, torpe.
-Está bien, mi coronel.
Y el granadero hizo de nuevo el saludo militar, añadiendo:
-¿Sin vestirme de sala?
-No. Ahora, señor capellán, vais a celebrar el matrimonio entre este granadero y
esta mujer: el sargento y yo firmaremos el contrato como testigos.
Al oír estas palabras, la vieja quiso protestar, en conciencia, contra un
matrimonio verificado por sorpresa; pero el coronel le impuso silencio, diciendo:
-Cállese, buena mujer, que su opinión no hace aquí falta para nada.
-El pastor Muller bendijo la unión de Sarah Gotter con el granadero de la
primera compañía n.º 14.
El recién casado juró sobre el evangelio fidelidad a aquella esposa improvisada y
recogida de entre el polvo del camino real, con todo el sentimiento religioso de que eran
susceptibles la disciplina militar y la obediencia pasiva, reavivadas de cuando en cuando
en su mente, con el temor de una carrera de baquetas.
VII.
Después de echada la bendición por el pastor al nuevo matrimonio, el marido de
la vieja gitana se acercó respetuosamente al coronel Bredow y le dijo:
-Perdón, mi coronel; pero si me lo permite, quisiera hacer a usía una pregunta.
-Habla.
-¿Por qué me he casado yo con esa vieja bruja?
-Por orden de S. M.
Y tomando el despacho real que estaba sobre su bufete, añadió con tono
solemne:
-Escucha con atención:
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«Señor coronel Bredow: al recibo de la presente, haréis comparecer a vuestra
presencia al n.º 14 de la primera compañía, y lo haréis casar incontinenti con la persona
encargada de llevaros este mensaje.
Con esto, señor coronel, yo suplico a Dios que os conserve en su santa gracia.»
La carta, como se ve, no hacía mención del florín prometido. El rey había girado
una falsa letra de cambio, contra el gobernador, pensando sin duda que un granadero de
la catadura del n.º 14, era una propina suficiente para pago de tal comisión.
-La persona encargada de traeros ese mensaje, dijo con viveza la mendiga,
galopa en este momento por el camino de Dresde. Vamos, buen mozo, añadió
dirigiéndose al granadero, os han cambiado la boleta de alojamiento. Abrazadme, en
castigo de haberme llamado vieja y bruja, y en seguida os devuelvo la libertad.
Cuando el rey Guillermo supo la farsa de que había sido autor sin pensarlo, se
vio un instante dominado por la tentación de declarar la guerra al rey de Sajonia y de ir
a reconquistar a la fugitiva amazona a la cabeza de un ejército; pero reflexionándolo
bien, comprendió que valía más, dar el chasco por no ocurrido, y relevar al n.º 14 de su
juramento de fidelidad a Sarah Gotter.
CAPITULO SEGUNDO.
Spielberg.
I.
En el corazón de la Moravia, a una extremidad del valle.de Brunn, se elevan
sobre un monte las fortificaciones de la villa que lleva el nombre del valle.
Un negro gigante de piedra corona la montaña, extendiéndose sobre ella en
forma de paralelogramo, en cuyos sombríos lienzos se abren algunas ventanas altas y
estrechas, que más parecen rendijas que ventanas.
Este gigante, este castillo, negro espantajo del imperio austríaco, fortaleza que
en la edad media habitaban los marqueses de Moravia, después de haber servido de
baluarte contra los enemigos extranjeros y de refugio al feudalismo, sirve hoy a los
déspotas para mantener a sus vasallos en la esclavitud.
Spielberg es hace doscientos años una prisión de estado del imperio austríaco.
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Lindezas del despotismo.
En Austria, en Italia, en Hungría, en todos los rincones del vasto y heterogéneo
imperio, cuyo soberano reside en Viena, y se llama César, los pueblos tiemblan al
pronunciar el nombre de Spielberg. ¿Quién ignora que dentro de sus negros muros, la
vida se extingue sorda y lentamente a voluntad del atormentador, nombrado por el
soberano? ¿Quién del Mincio al Danubio, ignora que sus calabozos impenetrables a
toda curiosidad, a toda solicitud, absorben la agonía del preso, en beneficio del César,
único que goza, porque cobardemente se venga?
Spielberg es la mansión de los presidarios condenados por crímenes comunes, y
a ellos está confiado el servicio y custodia de los presos políticos. ¡Qué no son capaces
de inventar los déspotas, para martirizar a sus víctimas!
Según la justicia de los emperadores de Austria, los que han robado, violado,
asesinado y ultrajado la moral, son menos culpables y por consecuencia mucho mejor
tratados, que el poeta que ha escrito una letrilla contra el gobierno: que el patriota que se
ha atrevido a soñar en la libertad e independencia de su patria.
¡Cuán difícil y larga de escribir sería la historia de Spielberg! Larga por el
número de los presos: difícil por la oscuridad de que un despotismo, no interrumpido en
tanto tiempo, ha podido rodear todos sus actos.
Algunas revelaciones de presos contemporáneos nos dan a propósito de
Spielberg, algunos detalles de sumo interés y bastante auténticos sobre todo, para que
no vacilemos en referirlos.
Esta débil luz arrojada por algunos escritores valerosos, nos guiará al través de
los sombríos corredores de Spielberg, y como hombre paciente, habituado a leer en las
paredes de los calabozos, los nombres de las víctimas de la opresión, medio borradas
por las lágrimas, contaremos a nuestros compatriotas amantes de la libertad, los dolores,
que en otros países han sufrido y sufren nuestros desventurados hermanos y
correligionarios políticos.
Cuando en cualquier punto de Europa estallaba una revolución en sentido
liberal, los gobiernos despóticos temblaban, mirando hundirse el edificio de la opresión
a tanta costa levantado sobre los hombros de la esclavitud. Los pueblos de la oprimida
Italia que gemían bajo el yugo del águila austríaca, despertaban de su letargo, en cuanto
llegaba a ellos el eco de los cánticos de la libertad, y el gobierno austríaco los aplastaba
bajo la implacable furia de su cólera, levantando cadalsos para unos, y abriendo para
otros, los calabozos de Spielberg.
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Lindezas del despotismo.
Así sucedió cuando en 1820 se proclamó la constitución de 1812 en nuestra
patria; y el resultado de las tentativas italianas, para conquistar su libertad, no fue otro
que aumentar el catálogo de las víctimas, condenadas a muerte por las comisiones
militares y de los que gemían encerrados en la Bastilla austríaca.
II.
El 4-de febrero de 1824, Confalonieri, Andryane, Pietro Borsieri, Palavinci y
Castillia salieron de las cárceles de Milán para Spielberg, en carros bien cerrados, y con
una escolta de 70 hombres de ambas armas.
Antes de su salida, les habían cargado de cadenas: a su llegada a Spielberg se las
quitaron, pero fue para ponerles otras más pesadas todavía. Les quitaron la ropa que
llevaban y les obligaron a ponerse el uniforme de los presidiarios.
El cancerbero de este infierno, después de inscribir sus nombres en el registro,
mezclados con los de los bandidos condenados por los crímenes más horribles, les dijo:
-Ustedes solamente están condenados a carcere duro.
¡Solamente! Esta palabra reanimó a los presos, pues les revelaba que en aquel
abismo había varios grados de sufrimiento, y que el magnánimo emperador no los
condenaba al más cruel.
-¿Y qué quiere decir carcere duro? preguntaron.
-Vais a verlo, señores.
Recibieron en seguida orden de despedirse unos de otros, y cada cual fue
conducido al calabozo que lo esperaba.
Podría decirse que se parecen todos los calabozos construidos por el despotismo.
En efecto; el calabozo es en todas partes un pozo de piedra en que el aire, la luz se
reducen a las más exiguas proporciones. Sus variedades consisten en el mayor o menor
número de insectos o reptiles asquerosos: en tener más o menos humedad; pero la
piedra, el hierro, son dos elementos dominantes, y las tinieblas, el frio, el terror y la
pérdida de la salud, las consecuencias inevitables.
Los calabozos de Spielberg tienen de ocho a diez pies de largo y de cinco a seis
de ancho. La luz penetra por una claraboya abierta en el techo, y los presos están sujetos
a la pared por una cadena, y sus muebles se reducen a una tarima, un cántaro y un
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barreño. La tarima está desprovista de todo colchón, jergón, o cosa que se le parezca.
Algunos presos, temblando a la idea de dormir sobre las duras tablas se quejaron.
-¿Pues qué seria, les respondieron, si hubieseis sido condenados a carcere
durissimo?
Pronto les trajeron el rancho: y ¡qué rancho! Habichuelas cocidas con agua, cuyo
solo olor revolvía el estómago, y un pan negro que debía durar dos días. Los primeros
días ningún preso podía comer: solo el hambre podía obligarles a comer unos alimentos,
que rehusaran hasta los animales más inmundos.
La igualdad empezaba en Spielberg para los presos, antes de la hora de la
muerte. El enfermo agonizante, el joven vigoroso y lleno de apetito estaban sometidos a
una ración que cuando más bastaría para un niño.
-Es preciso no desagradar al emperador, respondían al que se quejaba.
Los pesados grillos empiezan por caer sobre los tobillos, machacando carne y
hueso; pero la ingeniosa previsión de los carceleros libra a los presos de este martirio,
proveyéndolos de una correa con que suspenden a la cintura la cadena unida al grillo.
Tal es el carcere duro para los presos políticos que el emperador de Austria
encierra en Spielberg.
III.
El comandante y los inspectores visitan tres veces al día cada calabozo: registran
todos los rincones del cuarto, y la ropa del preso; y dando martillazos sobre los hierros,
se aseguran de que no han sido rotos. Después les hacen las preguntas que les parecen
mejor, y solo a los que han dado largas pruebas de docilidad, o a los enfermos, cuando
el médico lo manda, les conceden el permiso, media hora en cada veinticuatro, de salir
del calabozo.
Este pequeño paseo se verifica sobre un terrado de diez pasos de largo, y ocho
de ancho, desde el cual se descubre una de las vistas más pintorescas que puedan
imaginarse. Pero el gobierno austríaco creyó excesivo el placer de contemplarla, para
sus infelices víctimas, y construyó una pared delante del terrado, bastante alta para que
los presos no pudiesen ver más que el cielo.
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Lindezas del despotismo.
¡Parece imposible que los tiranos lleven hasta tal extremo, su espíritu de
venganza!
A pesar de tantas precauciones, los presos encontraron medios de comunicarse.
Se hablaban de un calabozo a otro, por las claraboyas; y a pesar de las amenazas de los
centinelas, una canción, el acento o la entonación de la voz, revelaban la existencia de
un amigo, a pocos pasos de allí.
De este modo Confalonieri reconoció a Silvio Pellico, en un calabozo vecino;
del mismo modo que éste había conocido al conde Oroboni, mártir como él de la
libertad italiana.
«Después de haber sufrido mucho durante el invierno y la primavera de 1822,
dice Silvio Pellico, Oroboni se agravó, desarrollándose en sus entrañas dos terribles
enfermedades: la tisis y la hidropesía. Dejo al lector el pensar cuán grande seria nuestra
aflicción al verlo agonizar tan cerca de nosotros, sin poder derribar el odioso muro que
nos impedía volar a socorrerlo. Oroboni murió el 13 de junio de 1823.»
A Maroncelli, compañero de Pellico, se le declaró gangrena en la pierna por no
querer quitarle la cadena, y hubo de amputársele.
Para comunicar con alguno de sus compañeros de prisión, tuvo Silvio Pellico
que hacer tinta de su sangre, pues bien puede suponerse que los objetos de escritorio
serian contrabando en la ciudadela de Spielberg,
IV.
Cuando un condenado había merecido el insigne favor de recibir noticias de su
familia, el intendente de la fortaleza le decía con énfasis:
-Felicitaos: ya empezáis a entrar en la gracia del emperador: S. M. permite a
vuestra familia, que os escriba.
Inmensa era entonces la alegría del preso. ¡Una carta! Es cuasi una visita; es una
voz que acaricia y consuela.
-¿Ya ha llegado la carta?¡ Dádmela, señor, dádmela! exclamaba el preso.
-Aquí está, decía el delegado del emperador de Austria, enseñándosela.
El preso alargaba la mano temblorosa; pero el intendente le respondía:
-Vos no podéis leerla: si queréis, os la leeré yo.
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Lindezas del despotismo.
-¡Cómo! ¿No puedo yo verla?
-Es la voluntad del emperador: no seáis ingrato a sus favores.
-¡Leed! ¡Leed!
Y en efecto, el intendente leía estas o semejantes palabras: «Vuestro padre os
anuncia que goza de perfecta salud...
-¡Gracias a Dios !Pero, continuad!
El lector doblaba la carta, y se la guardaba.
-Pero, señor, ¡por piedad! ¡Si yo he visto que tenía cuatro páginas escritas!
-El reglamento es terminante.
S. M. os permite recibir noticias de vuestra familia. Ya las tenéis, debéis estar
satisfecho, puesto que sabéis, cuanto os interesa.
-¡Dejadme al menos, ver la firma de mi querido padre!
-El reglamento se opone.
-¡En nombre del cielo, dejad que tan solo bese este papel que ha venido de mi
país y sobre el cual mi padre ha puesto su venerable mano!
-Sois muy exigente; queréis abusar de los beneficios que os dispensa la
magnanimidad del soberano. Sed prudente, y no obliguéis al emperador a arrepentirse
de haber sido tan misericordioso con vos.
¡Las lágrimas ahogan la voz de la víctima!
….
Escuchemos la relación hecha por un preso de Spielberg de un reconocimiento
verificado en su calabozo:
«Apenas tuve tiempo de sentarme en la tarima, al sentir el ruido de llaves y
cerrojos, cuando abriéndose la puerta, entraron el director de policía, el intendente de
Spielberg y seis individuos más que apenas cabían en el calabozo.
-Yo lo siento mucho, dijo el director; pero S. M. lo manda y debo registraros.
Entonces se acercó a mí, un caballero bien vestido que reconoció mis bolsillos, y
todos los forros y dobleces de mi vestido. Palpó todas las partes de mi cuerpo, mientras
que los calaboceros iban deshaciendo la tarima y presentando las tablas al director de
policía, el cual las examinaba atentamente. Tomó luego los banquillos de la tarima, uno
a uno, y con manos y ojos los examinó sin dejar clavo ni rendija, que no fuese objeto de
la más escrupulosa y severa requisa.
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Lindezas del despotismo.
Concluida esta operación policiaca que además de sorprenderme, me produjo un
sentimiento de disgusto y repugnancia, el director se encaró conmigo y me dijo:
-Ahora es preciso que os desnudéis.
- ¡Con este frio! le contesté.
-Así está mandado.
No tuve otro remedio que quitarme mi traje de presidario, cuyas piezas iban
examinando a medida que las dejaba. Era preciso quitarme los zapatos, las medias y la
camisa.
Exasperado por tal mandato y próximo a perder la paciencia, le dije:
-Pero, señor: ¡Qué puedo sustraer a vuestras pesquisas, con los pies y manos
cargadas de hierro?
El director se contentó con encogerse de hombros, movimiento con que parecía
decirme: ¿Qué queréis? Yo no mando aquí. A pesar de todo, permitió que me quedase
con la camisa puesta y sacaron fuera la cama y el vestido.
- ¡Cómo! exclamé yo; ¿quedar desnudo, así… con este frio… delante de todo el
mundo!
-Así está mandado; volvió á responder.
Parecía terminada ya la requisa, y hasta se habían marchado de mi calabozo
algunos de los que habían venido con él; pero el severo director de policía mandó le
trajesen para examinarlos, no solo el cántaro y el barreño que servía para lavarnos; sí
que también el infecto y mal tapado orinal, del cual se exhalaban fétidos miasmas,
supuesto que no se vaciaba sino una vez al día. No interesando a nadie más que a él este
desagradable examen, aquel alto funcionario bajó la cabeza, y lo contempló cuidadoso
después de haber agitado lo que un basurero no se hubiera atrevido a mirar, sin temor de
ser reputado por sus compañeros, como el último y más despreciable de los hombres.
Tanta abyección en aquel elevado funcionario produjo en mí tal impresión de
lástima, que no pude menos de decirle en contestación a las excusas que me daba:
-¡Sois aun más digno de compasión que yo!»
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Lindezas del despotismo.
VI.
. En la plataforma sobre la cual, como ya hemos dicho, se paseaban algunos
presos, había tres pequeños rosales que, con el color y el aroma de sus flores,
recordaban a aquellos infelices las bellezas de la naturaleza, de cuya vista se les había
privado con el levantamiento de la pared. Un inspector, enviado por S. M. imperial, en
cuanto los vio, los hizo arrancar por ver en la existencia de los tres rosales, una
infracción del reglamento.
Desde algunos de los calabozos altos de Spielberg, podían recrearse los presos
que los habitaban, en la vista de aquel magnífico paisaje que antes se percibía desde la
plataforma; pero un día aquellos desgraciados vieron llegar albañiles que tapiaron sus
ventanas y ya no pudieron gozar de la bella y consoladora perspectiva del cielo y de la
campiña.
Entonces pidieron que, supuesto estaban condenados a trabajos forzados, que se
les hiciese trabajar en cualquier cosa, pues preferían esto a consumirse lentamente en
aquellas oscuras cavernas. Mucho tiempo transcurrió antes que el director abriera las
puertas de Spielberg a esta demanda; pero al fin llegó a las gradas del trono imperial.
-Señores, dijo un día a los presos el gobernador de la fortaleza, regocijaos: hoy
es para vosotros un día de júbilo: se os ha concedido una señalada merced. S.M.
haciendo justicia a vuestra petición, permite que os dediquéis al trabajo.
Inexplicable es la alegría que esta noticia produjo en aquellos infortunados. El
movimiento dará fuerza a nuestras piernas y a nuestros brazos, se decían entre sí:
veremos el cielo, los campos y las montañas: aspiraremos hasta saciarnos su purísimo
aire; y aun cuando cargados de cadenas, recobraremos la salud, el apetito… El pan
negro, y el agua turbia de Spielberg la apuraremos como si fuesen sabrosos manjares y
vinos exquisitos...
-Veamos, dijeron los presos al gobernador, ¿ s el trabajo de desmonte o el de
albañil, el que nos quiere hacer aprender su majestad el emperador?
El gobernador sorprendido, no sabía de qué manera darles cuenta de su
comisión.
-No, señores, no: contestó, esforzándose en dar a sus palabras cierto tono de
piedad, para consolar el infortunio de aquellos infelices; S.M. os ordena trabajar; pero
no en lo que presumís.
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Lindezas del despotismo.
-¿Qué debemos hacer, pues?
-Hilas.
-¡Hilas! ¿Y el ejercicio... el aire?
-Tal es la orden del emperador. Cada uno de vosotros recibirá todos los días, una
cantidad de lienzo que devolveréis convertida en hilas, y que se os dará y recibirá al
peso.
-Esto es un suplicio más para nosotros, y no un favor: dijeron, consternados los
presos. Sin embargo, aún no sabían hasta dónde llegaba la clemencia del emperador.
Los trapos que debían convertir en hilas estaban tan sumamente sucios, que solo su vista
les revolvía el estómago.
-¿De dónde proceden tales inmundicias? Preguntaron.
-Del hospital, señores.
-Entonces, nosotros rehusamos; porque si esto es una gracia, estamos en nuestro
derecho, no aceptándola… no aprovechándonos de ella.
-No, señores: vosotros no tenéis derecho para rehusar las gracias del monarca.
Y en efecto: se les obligó á aquel trabajo tan repugnante, y tuvieron que implorar
de nuevo, con no menores instancias, para que se les dispensase del favor que les había
concedido el emperador Francisco. Verdad es que bien pronto su majestad les acordó
otra gracia. Ellos habían solicitado poder leer y en particular habían pedido la Biblia.
-¡Oh no!, respondió el emperador: yo he meditado mucho respecto a lo que
piden los presos: esto es muy delicado… ¡la Biblia!... la Biblia, es una lectura peligrosa.
Lo he consultado con mi confesor y le he encargado que elija un libro bueno para que
puedan distraerse. Él lo ha hecho, y he aquí los tres tomos que al efecto les concedo.
Eran estos, las Oraciones para cada día del año, por el padre Chapuis, de la
compañía de Jesús.
Al emperador de Austria le habían parecido inmorales y revolucionarios,
Bossuet y Fenelon.
-Ah! Me olvidaba... añadió su clemente majestad: No se dará más que un solo
tomo a cada preso! No quiero que abusen de la lectura.
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Lindezas del despotismo.
VII.
En tanto, los pobres presos italianos, que no podían ver en Spielberg más que un
vasto cementerio poblado por sus amigos, y, cosa natural en hombres jóvenes de
ardiente corazón y ávidos de libertad como todo preso, pensaban en buscar un medio
para escapar de tan horribles sufrimientos. Pero, ¿cómo salir por una ventana cerrada
por fuertes y espesas rejas, ni como bajar a la terraza del primer piso situada a más de
sesenta pies? Y aún logrado todo esto, ¿cómo saltar doscientos pies mas, para llegar a
las orillas del pequeño riachuelo que corre al pié de la montaña?
La suspicacia de los déspotas se ha equivocado algunas veces en la elección de
carceleros. Las historias están llenas de carceleros sensibles que han aliviado la suerte
de los presos confiados a su vigilancia, o que algunas veces les han facilitado los
medios de recobrar la libertad.
También había uno en Spielberg que llegó a inspirar completa confianza a los
presos, y al cual manifestaron sin rebozo su deseo de evadirse.
-No hay ejemplo de que en Spielberg se haya escapado un solo preso, dijo el
calabocero.
Uno de los que le escuchaban era francés, y le respondió:
Eso consiste en que los presos han sido alemanes o italianos; hombres valientes,
sin duda, pero que tienen mucha paciencia y son demasiado melancólicos. Si hubieran
sido franceses, no tendría el gobernador de Spielberg la vanagloria de que ningún preso
haya salido de aquí sin su permiso.
El viejo guardián de aquella fortaleza meneó tristemente la cabeza y dijo al
francés:
-Os equivocáis. Cuando haya más claridad, buscad y encontraréis en las paredes
de vuestro calabozo, los nombres de algunos franceses que no pudieron escapar, aunque
lo intentaron. Cuando los encontréis, yo os contaré la historia de su prisión.
A fuerza de investigaciones, pudieron leer aunque con gran dificultad, la palabra
República, en la pared del calabozo; pero estaban tan borradas las letras, que
necesitaron una hora para leer la siguiente frase:
Drouet sufre aquí por la República francesa, única e indivisible.
-Buscad, dijo el viejo carcelero.
- ¿Pues, cuántos franceses ha habido aquí presos?
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-Cuatro.
Y en efecto: a fuerza de buscar, encontraron los nombres de Lamarque, Quinette
y Foucauld.
-Los cuatro fueron miembros de la Convención y Drouet fue célebre por el
arresto de Luis XVI en Varennes, ¿Pero cómo vinieron a Spielberg! ¿Quién los prendió?
-Un francés. El traidor Dumouriez …
VIII.
He aquí la historia. La Convención no estaba satisfecha de la conducta de
Dumouriez. El pueblo le acusaba de traición; y el 30 de marzo de 1793, la Convención
mandó que el general compareciese ante la barra; eligió cuatro miembros de su seno
para que fuesen a intimarle la orden y sellar sus papeles, nombrando interinamente
general en jefe del ejército que Dumouriez mandaba, a Beurnonville, ministro de la
guerra que salió de Paris en compañía de los cuatro convencionales.
Dumouriez recibió a los comisarios, y en cuanto le dijeron el objeto de su viaje,
hizo entrar veinticinco húsares que, a pesar de sus protestas y de su resistencia, los
desarmaron y los encerraron en una habitación.
El ministro de la guerra y su ayudante también fueron desarmados, y aquella
misma noche, con el mayor sigilo, fueron conducidos a las avanzadas austríacas que no
estaban lejos, y Dumouriez consumó su traición, pasándose al enemigo.
Considerados desde entonces como prisioneros, los austríacos quitaron a los
convencionales, los papeles, el dinero y el equipaje, y fueron conducidos a Spielberg,
tratándoles en el camino, de la manera más brutal. Si se quejaban, les respondían:
. -Vosotros sois conspiradores, asesinos del bondadoso rey Luis XVI, y S. M.
austríaca está encargado de castigaros por Dios mismo.
Beurnonville y sus ayudantes quedaron por enfermos, en otras cárceles del
camino.
En Spielberg fueron tratados los convencionales, como lo son hoy los
presidiarios. Lamarque llegó enfermo: y solo al cabo de nueve meses logró obtener el
permiso de salir tres horas por semana a tomar el aire en la terraza del primer piso; pero
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a condición de llevar siempre a su lado un oficial, y detrás un soldado con la bayoneta
armada.
Pidieron al gobernador avíos de escribir para solicitar del emperador su
traslación a una cárcel menos insalubre, y les respondieron que el reglamento prohibía
la entrada de papel y plumas en Spielberg; y que el mismo gobernador no tenía permiso
para hablar de los presos.
-Si no podemos quejarnos, ni reclamar nada; si no es escuchada nuestra voz,
podemos decir que ya no nos contamos en el número de los vivos.
-Aquí los presos son números y nada más, respondió el gobernador.
-Pero aun cuando no somos más que números, sufrimos sin embargo como
hombres. Estamos enfermos: necesitamos remedios, aire, distracciones, libros...
Los jefes de Spielberg tuvieron una consulta y poco tiempo después, los presos
recibieron un folleto impreso en Viena.
Era la lista de los convencionales que habían votado la muerte de Luis XVI. Al
margen del nombre de cada uno de los presos, había una nota que decía: éste se halla
actualmente en poder de S. M. el emperador.
El más terrible de sus males era la incomunicación; pero Lamarque inventó un
medio de ponerse en relaciones con sus compatriotas. Creyendo que el libro serviría
para los otros presos, escribió algunas palabras en sus márgenes, con la punta de un
clavo. Júzguese cuál sería su alegría al descifrar en el margen de otro libro que le
trajeron en reemplazo del primero, estas palabras marcadas con la uña o con cosa
semejante:
«Ciudadano, leí tu mensaje: nada temas: no moriremos aquí: juntos volveremos
a ver patria y familia. Nuestro destino es vivir libres.»
De esta manera se estableció una correspondencia entre los convencionales, que
nunca fue sospechada por sus carceleros.
No satisfechos con estas relaciones, de noche acercándose cuanto podían a las
claraboyas, llegaron a trocar algunas palabras a pesar de la vigilancia de los centinelas.
Una noche, Drouet que era el más inmediato al calabozo de Lamarque, dijo a éste:
-Adiós, amigo mío: yo me aburro aquí y me voy.
- ¡Qué feliz es Drouet! dijo Lamarque para sí. ¡Cuándo llegará mi turno!
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A las tres de la mañana, Lamarque oyó un ruido extraño en el corredor. Aún no
había tenido tiempo para calcular lo que podría ser, cuando se abrió la puerta de su
calabozo, en el cual hicieron el más escrupuloso registro.
IX.
Drouet había dicho a Lamarque la verdad. Se aburría en Spielberg y quería
marcharse. Había concebido el pensamiento de evadirse y por difícil que fuera, no pudo
parecer imposible a su audacia. No podía salir más que por la puerta o la ventana: por la
puerta era imposible, supuesto que detrás de aquella había una docena de ellas, muchos
centinelas y un puente levadizo. La ventana daba al campo; pero estaba a ochenta pies
de altura y además cerrada por una reja con gruesos barrotes de hierro. Era preciso,
pues, primero quitar la reja, y después bajar doscientos pies de pared perpendicular y
además saltar un foso.
Estas dificultades eran enormes comparadas con las que ofrecía la salida por la
puerta; y mucho más si se advierte que Drouet no tenía ni una aguja, ni un clavo, ni un
cuchillo, ni siquiera un tenedor; sin embargo, la ventana tenía una cortina y esta pendía
de una alcayata. A fuerza de paciencia consiguió arrancarla; de manera que cuando no
tenía necesidad de ella, la volvía a colocar en su agujero. Con esta alcayata separó el
marco de la reja incrustado en la pared, dándose bastante maña para tapar los
desconchados, que era lo más difícil de la operación.
Una vez quitada la reja, ya podía salir por la ventana; pero, ¿cómo descender de
doscientos pies de elevación sin escala ni cuerdas, y sin llamar la atención de los
centinelas que día y noche se paseaban al pie de la muralla?
Drouet se acordó de Dédalo encerrado en su torre, y como aquel pensó en
fabricar alas para escapar. El creyó que construyendo un paraguas capaz de sostenerlo,
podría descender poco a poco: que los centinelas espantados al ver volar un pájaro tan
grande, echarían a correr y le darían tiempo para llegar al Danubio, en cuya orilla veía
desde su ventana una barca, con la que podría llegar a Turquía, solo con dejarse llevar
de la corriente.
¿Pero cómo fabricar un paraguas!
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Lindezas del despotismo.
La imaginación del ex-maestro de postas era fecunda: de una hoja de
despabiladeras hizo un cuchillo; de una bisagra, una sierra; de la tarima, cortó los palos;
del hilo de sus medias, hizo cuerdas; y a pesar de las tres requisas diarias de los
carceleros, concluyó su obra, sin despertar la menor sospecha; y la noche del 5 al 6 de
julio de 1794 ensayó llevar a cabo su arriesgada empresa de la siguiente manera:
Quitó la reja, y cargado con su aparato se descolgó a un terradito que estaba
ocho pies más bajo que su ventana: abre su paraguas y dirige una inquieta mirada al
negro abismo. A pesar del instinto de conservación que lo detuvo dos veces, a la tercera
cerró los ojos y se lanzó en los aires.
Él creyó que caería lentamente; pero además del peso de su cuerpo llevaba el de
algunas provisiones y otros efectos, y el paraguas no pudo producir el efecto deseado,
Su caída fue tan rápida que el golpe le hizo perder el conocimiento; y cuando volvió en
sí, el desgraciado no podía moverse: se había roto un pié.
Drouet solo acertó en una cosa; como él había previsto, los centinelas echaron á
correr, cuando lo vieron bajar; y aunque los llamó, cuando estuvo convencido de que no
podía moverse, no salieron a reconocer el campo, hasta que el día asomé por el Oriente.
Entonces lo metieron en un calabozo, y creyéndolo muerto o medio muerto no
volvieron a acordarse de él.
En noviembre del año inmediato, Drouet y los demás convencionales presos en
Spielberg, fueron canjeados por María Teresa, hija de Luis XVI. Sin los triunfos de los
soldados de la república que imponía condiciones al emperador de Austria, los
convencionales franceses, víctimas de tan inicua traición y de tal horribles sufrimientos,
hubieran concluido su triste existencia, entre los negros y sombríos muros de Spielberg.
X.
Estos detalles de la frustrada evasión de Drouet contados a los patriotas italianos
por el viejo carcelero de Spielberg, les convencieron de que era de todo punto imposible
cualquier tentativa encaminada a aquel objeto.
Estos dignos patriotas italianos sufrieron ocho años de incomunicación en
carcere duro y dos en los que aun cuando no podían comunicar con el mundo, pedían
hacerlo entre sí.
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Unos sucumbieron en los horrores de tal cautividad y otros como Silvio Pellico,
obtuvieron su libertad en 1830. Pero Spielberg sigue todavía en pie como la casa de
Austria sirviendo de instrumento de opresión, y húngaros, vieneses, polacos e italianos
siguen y seguirán poblando los negros calabozos de Spielberg, mientras el despotismo
sea la ley del imperio austríaco.
Extracto de las cárceles de Europa, 1860.
CAPITULO TERCERO.
El tocador de Luis XV.
I.
Visitaba Voltaire un día a Federico de Prusia; el rey estaba en la cama un poco
enfermo, el filósofo tomó el pulso al rey y le dijo:
-La calentura toca a su fin y os podréis levantar.
-Cierto que sí, respondió el rey, y vos asistiréis a la ceremonia. Y a propósito; ya
que sois gentilhombre del rey de Francia, podréis darme, mi querido Voltaire, una
lección de etiqueta; porque os confieso, para mengua de mi oficio, que yo mismo me he
abrochado siempre los botones de la bragueta.
-Verdad es, dijo Voltaire, que tengo el honor poco costoso de titularme
gentilhombre de cámara; pero ¡ay! S. M. Cristianísima me ha encontrado siempre muy
torpe para autorizarme a ponerle las babuchas o la camisa. De modo que, gentilhombre
in partibus, hago mi servicio en Cirey a una marquesa que no gasta tantas ceremonias
como el rey cristianísimo para ponerse el corsé. Sin embargo, por si llegaba el caso, he
aprendido el ceremonial que emplea el rey de Francia, para levantarse.
- ¿ Podríais repetirlo de memoria!
-Cierto que sí: del alfa al omega, si esto puede divertir a vuestra majestad.
II.
He aquí pues, contadas por Voltaire, las operaciones del tocador de S. M.
cristianísima.
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Lindezas del despotismo.
-El rey de Francia dice al acostarse la hora a que se quiere levantar: en cuanto
suena la hora indicada, el primer ayuda de cámara se acerca a la cabecera de la cama
real, le dice en tono de profundis: ya es hora: y abre la puerta en seguida al gran
chambelán y al gentilhombre de cámara que está de servicio, dando en seguida orden al
gentilhombre de mesa y boca, para que haga disponer el desayuno de S. M. Entonces la
flor de la corte recibe licencia para entrar en la alcoba del rey Luis XV, por orden de
mérito.
Primero entran los príncipes de la sangre; siguen el gran chambelán y el primer
gentilhombre de cámara; luego el gran maestre del guardarropa y el primer criado de
servicio en el mismo; después el primer médico y el primer cirujano del rey, a los cuales
sigue toda la alta servidumbre y la quinta esencia de la nobleza del reino, admitida por
especialísimo favor a los misterios de la alcoba real, al sacramento del tocador de S. M.
Esta es la vanguardia del público con título.
-De modo, dijo Federico, que el rey mete a la Francia entera en la confidencia de
sus paños menores?
-Poco más o menos, dijo Voltaire sonriendo, y continuó su relato de la siguiente
manera:
Mientras que Luis XV descansa todavía en la cama entre dormido y despierto, el
primer ayuda de cámara vierte sobre las reales manos un frasco de espíritu de vino,
mientras otro criado recibe en una aljofarada palangana, el espíritu que se derrama.
Después el gran chambelán le ofrece la pila del agua bendita; S. M. moja la punta de los
dedos en el agua lustral, se santigua y reza en voz baja. Cuando la oración ha concluido,
el barbero presenta al rey una colección de pelucas de diferentes tamaños y colores. S.
M. escoja la favorita del día, y se sienta en la cama pivotando sobre su centro de
gravedad. El gran chambelán le presenta una bata, en la cual se envuelve al salir del
lecho. Una vez de pié, Luis XV vuelve a santiguarse con agua bendita y se sienta en un
sillón. Un criado del guardarropa le presenta la espada, y desde este momento empieza
el tocado de S. M., o de otro modo, empieza a salir el sol en la real alcoba.
-Yo creo al contrario, dijo Federico, que al paso que va la operación, el sol
deberá estar ya bien alto en el horizonte.
-En este solemne momento, el gran chambelán quita con respetuoso ademán, de
su puesto de honor, el gorro de dormir del rey; y el barbero se apodera inmediatamente
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de la base sobre que descansaba aquella mitra mayúscula, mientras otro barbero tiene
delante de S. M. un bonito espejo en que pueda contemplar su augusta fisono-suya.
En tal momento acostumbra Luis XV pedir la primera entrada, y el gentilhombre
de cámara repite la orden en alta voz al guardia que está de centinela en la puerta de la
antesala, el cual la repite a su vez a la multitud amontonada y que forma cola desde la
antesala, hasta el fondo del corredor, y desde el corredor, hasta el pie de la escalera.
A esta llamada, la segunda hornada de la nobleza penetra en el santuario.
Compónese esta hornada de duques y marqueses, secretarios del despacho, relatores de
cámara, contralores del guardajoyas, intendente del guardamuebles de la corona,
cirujanos ordinarios, primeros boticarios, conserjes de las tiendas reales, los portamanteos de S.H., los porta-arcabuces, los ujieres del gabinete, y en una palabra: todas
las personas que, por uno u otro título, tienen el alto privilegio de asistir al tocador del
rey de Francia.
III.
Una vez peinada la real cabeza, S. M. procede a vestirse. Un criado del
guardarropa le presenta lo primero las babuchas: después, medias de estambre, después
medias rellenas y después medias de seda, que suman en todo, tres pares de medias a
escoger, para poner las reales pantorrillas al abrigo de las injurias de la atmósfera. El rey
se toma el trabajo de ponerse él mismo las medias, después de haber calentado sus tibias
al fuego de la chimenea, sujetándolas a la altura de las corvas con unas ligas adornadas
con hebillas cubiertas de diamantes.
El jefe de los barberos toma después posesión de la cara de S. M., y le hace la
barba, presentándole en cuanto da la última mano, el peine para el bigote. Durante esta
crítica operación, el público habla en voz baja, de amor, de guerra y de intrigas; y si por
casualidad una voz intempestiva sobresale de entre el murmullo general de la
conversación, un ujier grita: ¡Silencio! y el murmullo de las conversaciones, se vuelve
imperceptible de repente. Cuando el barbero ha pasado la esponja sobre su obra, el rey
intima la orden de que le traigan el desayuno.
Un gentilhombre de boca y mesa, presenta acto continuo a S. M. un pan y una
servilleta doblada y metida entre dos platos, y otro un vaso escoltado de dos botellas,
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una de agua y otra de vino. Tan pronto como el rey pide de beber, el gran chambelán
escancia unas gotas de agua y un dedo de vino, y hace que lo cate el gentilhombre de
boca y mesa que lo ha traído. Una vez probada la inocencia del brebaje, el rey llena su
vaso y después de apurarlo de un trago, lo deja sobre el azafate. El primer gentilhombre
de cámara da al duque de Borbón la servilleta destinada a enjugar los labios de S. M., y
el señor duque, para cumplir dignamente con el oficio de la servilleta, da su sombrero al
gran maestre del guardarropa.
IV.
-¿Pero; amigo mío, dijo Federico II: eso es más largo que una letanía. Yo
supongo que el rey de Francia tendrá la eternidad a su disposición: pues solo en el
prólogo de su tocador ha empleado medio día cuando menos.
-Paciencia, señor, que todavía no hemos llegado al introito. Después de
desayunarse, el rey se quita la bata, y el gran-maestre del guardarropa le tira de la
manga derecha de la camisa de dormir, el primer ayuda de cámara, de la manga
izquierda; y en cuanto se la han quitado, un tercer acólito lleva el sagrado despojo al
vestuario. Otro ayuda de cámara trae en seguida la camisa del rey, calentada ya a punto,
sobre una bandeja de plata y cubierta con un pañuelo de seda, y la presenta al señor
duque de Borbón, el cual se la ofrece a S. M.
A falta del ilustre duque de Borbón, la presentación de la camisa pertenece de
derecho al príncipe de Conti, y así sucesivamente por orden de parentesco, hasta el
último príncipe de sangre real. Porque solo una mano real es digna de tocar esta
bienaventurada camisa que tan cerca debe hallarse de la carne sagrada del representante
de la divinidad sobre la tierra, si se exceptúa la villana lavandera, depositaria de los
secretos íntimos que median entre el rey y su camisa, como personaje indispensable a la
renovación de la limpieza de la camisa real.
Durante la transformación de la crisálida, dos ayudas de cámara, de pié a cada
lado del sillón, sostienen una cortina que oculta la desnudez de S. M. en el acto de la
metamorfosis, a las miradas del público. De la camisa, pasa S. M. a los calzones: de los
calzones, a la chupa: de la chupa, a la espada, todo con el mismo orden y las mismas
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ceremonias. El gran maestre le cuelga al cuello, el gran cordón azul; y la casaca,
desenlace del drama, viene a completar el traje de S. M.
V.
-¡Gracias á Dios! dijo Federico: verdaderamente, vuestro amo es una pagoda, y
el meterse los calzones, un culto público.
-Se me olvidaba un detalle importante: la corbata. Después de tomar posesión de
la casaca, invención de vuestro padre, un ayudante del guardarropa del rey, le presenta
una bandeja con una docena de corbatas, adornadas de cintas de diversos colores. El
hijo mayor de S. Luis escoge el color que más le agrada y se pone, por su propia mano,
el collarín de encaje. Otro ayuda de cámara le presenta en seguida otra docena de
pañuelos de batista; S. M. escoge uno, y he aquí ya al rey Luis XV, completo y apto de
pies a cabeza para reinar.
Verdad es que aún faltan para la conclusión del ceremonial los artículos del
bastón y del sombrero; pero antes de abordarlos, va a doblar la rodilla sobre un
almohadón de terciopelo, ante un crucifijo de cuyo pie pende la pila del agua bendita, y
hace una segunda oración mental, y después de un cuarto de hora de intimidad con el
Señor, el gran limosnero del rey, murmura la oración Quæsumus omnipotens Deus.
Si ese día ha resuelto S. M. hacer una partida de caza, aumenta su traje un
sobretodo y un manguito. Entonces llegan en fila el gran-escudero, el primer escudero,
el gran picador, el gran halconero, el capitán general de las redes, de caza y de
trabilla.....
-¡Cuantas grandezas, amigo Voltaire, amontonadas las unas sobre las otras!
¡Cuántas ceremonias, cortesías y genuflexiones! En verdad, si yo fuera rey de Francia,
nombraría un suplente para que hiciese todas estas muecas en mi lugar.
-V. M. me concederá, sin embargo, que Luis XV representa muy bien su papel
de monarca.
-En efecto: no creo que lo representase tan bien el primer galán del teatro de
Berlín, aunque según veo, para ser rey, basta dejarse servir.
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Lindezas del despotismo.
CAPITULO CUARTO.
Cartas selladas.
I.
Una de las cosas más repugnantes que han caracterizado al despotismo, han sido
las prisiones arbitrarias. Por una orden del rey o de sus ministros, se encerraba en un
calabozo a quien bien les parecía, sin la intervención de jueces ni tribunales; sin tomarse
el trabajo de decirles por qué.
Gracias a este sistema, las familias aristocráticas e influyentes tenían un medio
para deshacerse de sus enemigos a poca costa, obteniendo contra ellos una orden de
prisión, y hubo épocas en Francia en que fueron tantas las que los ministros tenían que
dar, que dejando el nombre de la víctima en blanco, las hacían firmar por el rey en gran
número, para tenerlas siempre dispuestas en la cartera, llegando el abuso de tal abuso,
hasta el caso de venderse estas órdenes de prisión a veinte escudos.
El noble corrompido que quería deshacerse de un marido plebeyo, demasiado
celoso de su honra; el padre que consideraba ultrajados los rancios pergaminos de su
nobleza en el amor que su noble hija sentía por un villano; el poderoso que encontraba
un atentado a sus privilegios en las sátiras de algún escritor independiente; el aristócrata
derrochador, de mala conducta, que quería librarse de las importunidades de algún
inglés recalcitrante, tenía un medio fácil y seguro en tales órdenes de prisión, para
satisfacer su venganza o librarse de sus adversarios.
La asamblea constituyente hizo justicia de este, como de otros muchos abusos en
1789, aboliendo esas órdenes de prisión, y nombró una comisión de su seno que visitara
las cárceles y examinara las causas de cuantos presos encontrara en ellas, dándola
cuenta de su resultado.
La comisión se componía de cuatro miembros: Castellana, Freteau, Barrére y
Mirabeau.
París contaba entonces en su seno, nada menos que treinta y dos prisiones de
Estado. Y no será excusado advertir que la república no tuvo necesidad de aumentarlas,
ni aún durante la época del terror.
Dos miembros de la comisión habían sido víctimas del despotismo, sufriendo
prisiones arbitrarias; uno por odio del gobierno y otro por venganza de su familia.
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Lindezas del despotismo.
Fréteau en el castillo de las Islas de Santa Margarita, antes de 1788; y Mirabeau, en el
de Vincennes.
-¿Quién nos hubiera dicho, decía Mirabeau a sus compañeros de comisión,
cuando estábamos bajo llaves y cerrojos, que algún día nos veríamos encargados de ser
los libertadores de los que sufren en las prisiones, la injusticia de los déspotas?
II.
Pero se nos había olvidado referir la causa que provocó en la Asamblea
constituyente, la discusión sobre las prisiones arbitrarias y su abolición.
La revolución del último siglo, fue una verdadera regeneración para Francia, al
mismo tiempo que el principio de un nuevo y Glorioso período, para las demás naciones
en las vías de la civilización.
El entusiasmo que despertaban en todo el mundo las medidas patrióticas de la
Constituyente, se revelaba de mil maneras. El tesoro estaba exhausto, se manifestaba en
la Asamblea el temor de una bancarrota, y de todos los extremos del país llovían los
donativos en metálico y en especie, para atender a las necesidades del Estado. Los
pobres, la clase media y los ricos, todos llevaban sus ofrendas al altar de la patria. El
trabajador daba los exiguos ahorros de muchos años de trabajo, y la prostituta
regenerada por el patriotismo, llegaba a vender sus adornos y alhajas, para remitir a la
Asamblea su producto.
Un día se dio cuenta de la ofrenda de un sacerdote, encerrado hacia veintiséis
años en Bicetre por una de aquellas odiosas órdenes que el rey firmaba en blanco,
ofreciendo a la patria las escrituras de unas posesiones de bastante consideración que le
habían sido injustamente confiscadas y solicitando al mismo tiempo su libertad. Esta
carta produjo la abolición de las prisiones arbitrarias, y el nombramiento de la comisión
antes citada.
Cuando menos se la esperaba, la comisión se presentó en Bicetre acompañada de
algunos oficiales o secretarios. Luis XVI había ordenado la supresión de los calabozos
llamados blancos; pero en lugar de suprimirlos, se habían contentado con disminuir su
número. Los representantes de la Asamblea dijeron al director que les condujese a
dichos calabozos.
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Lindezas del despotismo.
-Ya no hay condenados a vivir en ellos, replicó el director. Según las órdenes del
ministro, no se hace uso de estos calabozos, más que para castigar a los presos de mala
conducta. Ocho días de calabozo blanco, bastan para ponerles en razón.
-Vacíos o no, dijo Mirabeau, veámoslos.
-Lo que es ahora, respondió el director, no encontraréis en ellos más que un
sacerdote de cuarenta y cinco años, hombre peligroso, castigado por la justicia, y que ha
intentado engañar a la Asamblea nacional ofreciéndole un donativo patriótico.
--¡Cómo! ¿Sería acaso el religioso que ha ofrecido su renta a la patria!
-¡Ah, señores! añadió el director; ese hombre no tiene rentas; sus bienes fueron
confiscados cuando fue condenado a presidio... Y no se atreve a firmar sus cartas con su
nombre verdadero, que está deshonrado con una condena infamante.
-¿Pero, cómo está aquí, si fue condenado a presidio!
-Le fue conmutada la pena por la clemencia de S. M.
-Enseñadnos ese hombre.
III.
Preciso fue obedecer.
Mientras bajaban. Mirabeau hacía que un joven oficial que le acompañaba le
leyera algunas notas del registro.
-No olvidéis, señor Branteau, que vuestra madre nos ha recomendado
eficazmente un preso, dijo Mirabeau al joven oficial.
-Todavía no he encontrado su nombre, respondió el oficial, y solo me faltan
examinar algunas páginas correspondientes al año 1763. Mi madre se interesa de tal
manera por ese preso, que sentiría mucho no poderle llevar una buena noticia. Varias
veces me ha dicho que era un amigo muy fiel del cual le privó el despotismo de aquellos
tiempos.
Hablando de esta manera, llegaron al oscuro corredor que conducía a los
calabozos blancos.
- ¡Qué paredes tan húmedas y sombrías! exclamó Mirabeau: el agua gotea sin
cesar de las bóvedas, y los pies se sumergen en el lodo. Una, dos, tres, cuatro puertas...
dos, tres, cuatro cerrojos... ¿Quién podría escaparse de aquí? Encerrado en tales
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mazmorras, pronto la debilidad y la muerte impedirán a los presos el pensar en los
medios de escaparse.
-En el n.º 4 se encuentra el preso a quién buscáis, dijo el calabocero.
-¡Abrid!
IV.
Se abrieron tres puertas una tras otra, y a la luz de un hachón que llevaba un
carcelero, los comisarios apercibieron en un rincón, sobre un montón de paja podrida,
un ser humano que temblaba de miedo y de frío.
-¿Cómo se llama este preso? preguntó Mirabeau.
-El hermano Luis, respondió el director.
-Nada adelantamos con el nombre si no sabemos el apellido.... Y en el registro
no hay ningún preso que se llame hermano Luis. ¿Cómo se encuentra aquí este hombre!
- ¿Cómo? Por una orden del ministro, señor; dijo el director: vedla aquí, al
margen del registro. Lleva la fecha del 20 de Abril de 1786.
-¿De modo que este preso hace cuatro años que se halla en este calabozo?
Una voz sepulcral que se abría paso entre lágrimas y sollozos, respondió:
-Hace veintiún años, señores, que estoy aquí.
-¡Veintiún años! ¿Qué crimen habéis cometido?
El preso inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.
-Preguntadle su nombre, dijo en voz baja el director a Mirabeau. Tal vez así
recordaréis los horrorosos crímenes por que fue condenado.
-¿Cómo os llamáis?
-Lafresnaye.
-¡Lafresnaye! ¿No es éste, señor de Branteau, exclamó Mirabeau sorprendido, el
nombre del preso que buscáis?
El joven oficial tuvo apenas tiempo de dirigir sus miradas hacía el preso, cuando
éste vuelto en sí de su estupor al oír el nombre de Branteau, se levantó rápidamente
haciendo gran ruido con las cadenas que le sujetaban al muro.
-¡Tened cuidado, que está furioso! dijo el director.
El pobre preso juntando las manos, dijo con voz y ademán suplicantes:
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-¡Por piedad! ¿Quién de ustedes es el señor Branteau?
-Este joven; dijo Mirabeau, señalando al oficial.
-¡Qué semejanza! ¡Gran Dios!
Decid: ¿vive todavía la señorita Teresa Branteau, hija del marqués de este
nombre?
-Cierto que sí, contestó el joven conmovido. ¿Seríais vos acaso el señor
Lafresnaye, a quien mi madre ha buscado durante tanto tiempo?
- ¡Vuestra madre! Luego vos sois el nieto del marqués de Branteau?
-Sí, señor.
-Preguntad a vuestra madre, dijo Lafresnaye con voz ahogada por las lágrimas,
si se acuerda del desgraciado...
-¡Ese hombre se desmaya! dijo Mirabeau. ¡Socorrámosle! Y volviéndose hacia
el director, añadió:
-¿Pero, cual es su crimen?
-Raptor... seductor... expoliador ...
-¡Yo! exclamó Lafresnaye. ¿Yo, raptor? ¿Expoliador? Señores ¡no os pido más
que una gracia: concedédmela! ¿Qué edad tiene este joven?
-Yo nací en 1769 algunos días después de la muerte de la marquesa de
Pompadour...
Un grito penetrante se escapó del pecho del preso que repitió varias veces, entre
dientes, esta fecha. Fijó sus miradas en el joven y después las elevó hacia el cielo, como
para darle gracias, y haciendo por último un violento esfuerzo sobre sí mismo, dijo:
-¡No! ¡Nada diré!
A estas palabras, el director y el calabocero que le acompañaban, dejaron
escapar una sonrisa significativa que quería decir: Ya lo veis: está loco.
-Señores, dijo Lafresnaye, repuesto un poco de su primera emoción: yo no sé si
moriré aquí; sin embargo, sabed que los vestidos asquerosos, las cadenas y la prisión
que veis, ocultan un corazón noble, que Dios no ha abandonado todavía a pesar de
tantos sufrimientos. Estaba encerrado en otro calabozo menos horrible que éste: escribí
a la Asamblea nacional, y cuando mi carta llegó a su destino, a pesar de la vigilancia de
los empleados, ellos se han vengado cargándome de cadenas y encerrándome en este
sepulcro. Yo he tenido la dicha de veros, señores, y he hablado al hijo de la señorita de
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Lindezas del despotismo.
Branteau ... He aquí ahora, mi único deseo... Decidla que el desgraciado Lafresnaye
existe, que sufre, y que nada ha dicho...
-Entretanto, añadió Mirabeau después de un silencio prolongado por la emoción,
vos no quedareis aquí. El aire de esta caverna es mortal, y nada indica que estéis
condenado a muerte. Ni siquiera vuestro nombre está en el registro.
-El entró aquí, bajo el simple nombre de fray Luis; dijo el director.
-¿Y por qué llamándose Lafresnaye, está aquí bajo el nombre de fray Luis!
-He prometido callar, dijo Lafresnaye...
El marqués de Castellane tomó la palabra, y dijo:
-Que lleven al señor a la enfermería, pues, tiene los ojos malos, y según parece,
calentura.
V.
¿Qué pensáis de todo esto, marqués! dijo por lo bajo Mirabeau a su colega.
-Esta es una historia del género de la vuestra, que oculta algún crimen de
familia. El difunto Branteau persiguió a su hija, como sabéis... Se habló mucho de un
hijo que ella tuvo, que le fue robado y luego devuelto y al cual su abuelo, a la hora de la
muerte, ha dado un nombre y una fortuna; pero no un padre. ¿Quién sabe si este
desgraciado preso habrá representado algún papel en el rapto del niño?
-Pero, estáis hablando de este joven que nos acompaña ...
-Justamente.
-Yo creo que penetro más que vos en este misterio. ¿Queréis venir esta noche, a
casa de la señorita de Branteau?
-De buena gana.
Hubiera podido decirse que la vida abandonaba a Lafresnaye, a medida que se
alejaba el joven oficial. Maquinalmente se dejó conducir por los carceleros y vestirse
con ropa más decente que mandó traer el director.
La señorita de Branteau esperaba aquella noche la vuelta de su hijo que debía
traerle aunque vagas, algunas noticias del desgraciado Lafresnaye.
-Señora, exclamó el joven al entrar en la habitación: al fin hemos sabido cual era
la suerte del desgraciado, por quien tanto os interesabais.
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Lindezas del despotismo.
-¿Ha muerto?
-¡Más le hubiera valido! ¡Ha sufrido tanto!
-¡Ah! ¡Vive! Exclamó Teresa, juntando las manos. ¡Y yo no lo sabía!
-¿Y quién podía saberlo? ¡Enterrado en un calabozo, olvidado, condenado a una
muerte horrible ...
-¿ Pero, vive? ¿No es verdad? ¿Vive? ¿Dónde está?
-En una espantosa prisión: y los comisarios van a denunciar a la Asamblea la
inaudita maldad que cometían con él ; pues por criminal que sea, nunca debe tratarse a
un hombre de un modo tan cruel e inhumano.
-Silencio, hijo mío; dijo Teresa con grave solemnidad: ese supuesto criminal
salvó el honor de tu madre. Y tan pronto como salga de su prisión, sabrás su historia.
-Ved aquí al señor marqués de Castellane y a Mirabeau. Ellos os darán los
detalles que deseáis.
VII.
Teresa despidió a su hijo, y acercándose a los dos comisarios de la Asamblea
constituyente, de quienes era amiga hacia tiempo, les dijo:
-Ya llegó el día en que os revelara mi secreto. Creía que moriría conmigo; pero
Dios no lo ha querido.
-Calma, señora, calma: le dijo Mirabeau. ¡Parece que estáis temblando...!
- Temo morir antes de hablar. ¿Es verdad que el señor Lafresnaye está vivo?
- Sí, señora: afortunadamente hemos visto un preso que se llama como vos decís.
-¿Es un hombre de vuestra edad? ¿No es verdad, marqués de Mirabeau?
-Un desgraciado que ha vivido veinte y un años en un horrible calabozo.
- ¿Y qué os ha dicho?
-«Decid a la señorita Branteau, que vivo, que sufro, y que nada he dicho. »
Un arroyo de lágrimas brotó de los ojos de la marquesa, y dijo con voz
entrecortada por los sollozos.
- ¡Ese infortunado, es mi esposo!
Es el padre de mi hijo! Es la víctima que mi padre sacrificó a su furor, y que sin
quejarse, sin acusarme, se dejó aprisionar como si fuera un raptor; un seductor infame.
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Lindezas del despotismo.
-Nosotros le salvaremos. Pero ¿cómo des pues de acaecida la muerte de vuestro
padre, no habéis implorado para él la clemencia del rey
-Ya lo he hecho, y no una vez sola; sino mil: no solo después, sino antes de su
muerte, y a pesar de sus amenazas de desheredarme y de desterrar a mi hijo.
- ¿Y el rey nada hizo!
-Hasta el día en que el padre Bidart, vino a decirme que el rey cansado de no oír
hablar más que de mí, me suplicaba que dejase de importunarle, yo dirigía un memorial
cada semana a Luis XVI, como lo hice mientras vivió su padre Luis XV. Pero en fin:
¿dónde está el infortunado Lafresnaye? ¿Qué ha sido de él?
- Ya podéis suponer que en cuanto se ha descubierto su paradero, he corrido a
ver a S. M. Vaya: tened calma, que todo se arreglará satisfactoriamente.
- ¡Oh! ¡Qué dicha! Me parece imposible...
- Tranquilizaos, señora: hemos obtenido inmediatamente su libertad.
-¿Y dónde está?
- En el piso bajo, aliado de vuestro hijo, esperando que estéis preparada para
recibirlo.
Teresa lanzó un grito y se precipitó como una insensata por la escalera.
Mirabeau y el marqués de Castellane se quedaron en la sala.
-A fe mía, que hoy podríamos dar nuestros títulos, nuestra riqueza y nuestra
popularidad, por la ventura de Lafresnaye: dijo Mirabeau.
-Sí: pero, ¿y los veintidós años pasados en los calabozos de Bicetre?
-La historia de esta víctima del despotismo, contada al pueblo, hará más
prosélitos a la causa de la libertad, que veinte discursos pronunciados por nosotros en la
Asamblea.
CAPITULO QUINTO.
La clemencia de Luis XV.
I.
Al principio de su reinado, Luis XV de Francia era saludado por el pueblo con el
dulce nombre de bien amado, y era según él mismo, tan indigno del amor que el pueblo
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Lindezas del despotismo.
francés le profesaba, que una noche en que la multitud lo rodeaba entusiasmada y en
que todos querían besar sus manos, O cuando menos los faldones de su casaca, no pudo
menos de decir a sus cortesanos:
-¿Qué he hecho yo para que mis vasallos me amen de esta manera?
Y para recompensar este amor de que él mismo se reconocía indigno, Luis XV
consagró todos sus esfuerzos a excitar en el pueblo un odio tan grande contra él, como
grande habla sido el amor que le profesara. Sus orgías, su libertinaje, sus vicios y
crímenes fueron tantos y tales, que el vulgo llegó a achacarle todos los males que sufría,
y a suponerlo cómplice de cuantos crímenes se perpetraban en aquellos tiempos en
Francia.
Mucho contribuyeron Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas a destruir las
preocupaciones en que se apoyaba la monarquía absoluta en Francia, y a sublevar a la
opinión contra las instituciones que le servían de base; pero es bien seguro que los
desórdenes de la familia real y su ineptitud como hombres de gobierno, contribuyeron
mucho más que aquellos a engendrar en el pueblo el odio profundo que tan
enérgicamente se reveló en .los grandes días de la revolución, pudiendo asegurar que los
vicios y la reconocida ineptitud del padre, influyeron más que nada, en la muerte trágica
y sangrienta de su hijo Luis XVI.
II.
No parece sino que hay una misteriosa providencia que cuando llega la hora
solemne en que deben cambiar radicalmente las instituciones de los pueblos, entontece
y ciega a los representantes de las instituciones cuya destrucción está decretada, a fin de
que ni sus virtudes ni la nobleza de su conducta puedan servir de obstáculo al
advenimiento de las nuevas que inevitablemente han de reemplazarlas; antes por el
contrario, hace servir de levadura el odio que la bajeza de su conducta inspira, y
enciende más y más en los pueblos el deseo de saludar las nuevas instituciones que han
de librarlos de tan vergonzoso yugo.
Cuando el descrédito de las instituciones y de los que imperan en su nombre
llega a echar raíces en la opinión del vulgo, instituciones y personas están perdidas.
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Para que se vea hasta donde llegaba el descrédito de Luis XV, basta decir que el
pueblo llegó a creer que cuando so pretexto de vagancia se recogían niños y mujeres
perdidos por orden del gobierno, era con el fin de degollarlos en algún rincón de
Versalles y proporcionar al rey baños de sangre humana caliente, ordenados por los
médicos a S. M. para reanimar su naturaleza, debilitada por toda clase de excesos.
Cuando un rey es acusado de semejantes horrores, su vida no puede menos de
estar pendiente de un cabello. Entonces empezaron los desórdenes y las revueltas del
pueblo indignado, que fueron comprimidos a viva fuerza por los suizos y la guardia
real. La Concerjería recibió en sus antros a muchos de los sublevados que no salieron de
ella, sino para ser ahorcados los unos, y los otros arrojados al Sena en las tinieblas de la
noche.
Cuando al rey le decían que su conducta provocaba la revolución, preguntaba:
-¿Y cuando vendrá la señora revolución?
-No tardará quince años, le respondieron una vez.
-Pues entonces, dijo S. M., ese no es asunto mío, sino de mi hijo, pues para
entonces yo habré muerto.
Y siguiendo en su desatentado camino, quitó al parlamento la mayor parte de sus
derechos, lo que produjo la dimisión de los magistrados y una conflagración tan grande,
que se temió no estallase una poderosa revolución. Entretanto Luis XV apuraba las
delicias del más refinado sibaritismo en Versalles, en Trianon y en el bosque de los
ciervos, donde iba a caza de doncellas que sus cortesanos le preparaban, ocultándolas
entre el ramaje para que fueran allí sorprendidas por S. M.
III.
El 5 de enero de 1775, en el momento en que el rey subía al coche en el patio del
palacio, un hombre se le acercó y le hizo una herida en el costado, con un arma que
guardó en su mano con la mayor tranquilidad. En el acto fue arrestado el agresor sin que
hiciera la menor demostración que revelara el designio de escaparse. Gritaron los
cortesanos ¡al asesino! y le arrancaron el arma que era... un cortaplumas.
Este hombre se llamaba Roberto Francisco Damiens, y era natural de las
inmediaciones de Arras.
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Lindezas del despotismo.
-¡Miserable! le decían: ¡Asesino! ¿Por qué has querido quitar la vida al rey? ¿No
sabías que S. M. es inviolable, que representa a Dios en la tierra?
-Yo no he querido matar al rey, respondió; pues en tal caso me hubiera servido
de un puñal o de una pistola, y le hubiera tirado al corazón o al vientre, en lugar de
hacerle un arañazo en la espalda con un cortaplumas. Lejos de matarle, yo he querido
hacerle un bien. El rey es execrado: ni las representaciones del parlamento ni las quejas
del pueblo consiguen que morigere sus costumbres, y se cuide más de la suerte de la
nación que sufre todos los horrores del hambre, excitados por la corrupción del
gobierno. Mi único objeto ha sido advertir al rey obligándole a reflexionar. Mi
cortaplumas es el precursor del puñal… ¡Ojalá que mi arañazo pueda librarle de una
muerte cruel o de la infamia!
Estas palabras pronunciadas sin énfasis y sin pretensiones, produjeron una
profundísima impresión en los servidores de Luis XV; pero como hubiera sido de muy
mal gusto admitir una advertencia dada en forma semejante, S. M. prefirió representar el
papel de un hombre asesinado, declarando que comparado con Damiens, Ravaillac era
un santo.
IV.
Su atentado fue declarado horrible, execrable y monstruoso; y por tanto, en lugar
de encerrarle como loco en Bicetre, o de perdonarlo, cosa que no debe ser difícil al que
solo es víctima de un arañazo, en vez de desterrarlo o de tomar con él cualquiera otra
medida por el estilo, el rey ordenó que se instruyera el proceso con la mayor severidad.
¡Clemencia! Un cobarde, una persona encenagada en los deleites, gastada en las orgías,
acostumbrada a no encontrar freno en la satisfacción de sus crapulosos vicios y en la
perpetración de sus crímenes, no comprende la generosidad, no puede ser capaz de esa
virtud.
El pueblo que presentía una gran revolución, se indignó por aquella caricatura de
atentado. Todos los partidos, que también entonces había partidos, se lo atribuyeron
mutuamente: y el arañazo de Damiens salvó por entonces la monarquía absoluta que,
aun cuando amenazada de muerte, pudo aplazar por espacio de algunos años, la
tremenda expiación de diez siglos del más odioso despotismo.
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Lindezas del despotismo.
Damiens compareció ante el tribunal y resultó que no había sido instrumento de
ninguna influencia extranjera, como se había dicho al principio. La historia le ha
juzgado como uno de esos fanáticos entusiastas que en las grandes crisis sociales, se
creen destinados a resolver la parte más difícil y a quienes la ocasión pone un arma en la
mano.
Damiens podía ser un loco, o un hombre que había escogido mal los medios de
dar un aviso saludable, como él decía; pero de seguro no era un asesino. Juan Chatel,
Jacobo Clemente y Ravaillac no se habían servido de un cortaplumas para cometer sus
atentados.
Damiens había heredado el calabozo de Ravaillac, de quien esperaba heredar
también los tormentos multiplicados por el miedo y por la más repugnante ferocidad.
V.
El desgraciado protagonista de este relato tenía padre, mujer, una hija, un
hermano y otros parientes en su ciudad nativa. El tribunal condenó a los tres primeros a
la expatriación perpetua, y a los demás parientes les obligó a cambiar de nombre: y no
contento aún, dispuso que se echase abajo la casa en que Damiens había nacido,
prohibiendo que fuese reedificada.
Hemos dicho que el padre, la mujer y la hija de Damiens fueron expulsados de
Francia; pero se nos había olvidado decir que antes habían sido presos en Arras,
conducidos a París y encerrados en los calabozos de la Concerjería, en la cual sufrieron
repetidas veces el tormento.
En cuanto al regicida, como temieran que quisiera sustraerse por el suicidio al
refinamiento de barbarie que meditaban contra él, lo encadenaron de manera que no
pudiera hacer el menor movimiento. En tal estado sufrió los interrogatorios y no le
quitaron las cadenas y las argollas con que estaba sujeto al suelo del calabozo, durante
los dos meses que duró la causa, sino para hacerte sufrir los más atroces tormentos.
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Lindezas del despotismo.
VI.
Cuando Damiens apareció en la plaza de la Gréve, sobre el tablado en que debía
ejecutarse la sentencia, dirigió una tímida mirada a la multitud inmensa que había
acudido a presenciar aquel horrible espectáculo. Mientras le leían en voz alta su
sentencia, le desnudaron completamente.
Después le tendieron sobre el tablado con la cara hacia el cielo. Llenáronle la
mano derecha de azufre, le amarraron a ella el cortaplumas con que había herido al rey,
pegaron fuego al azufre y la mano se fue quemando lentamente. Damiens lanzó un
rugido que estremeció a la multitud y no volvió a chistar. Con tenazas, le arrancaron
pedazos de carne de los brazos, del pecho, de las pantorrillas y de los muslos sin que
con tan horrible martirio exhalara un solo gemido de dolor. Sobre estas llagas
ensangrentadas le echaron cera liquida, aceite hirviendo y plomo derretido. Entonces
lanzó gritos espantosos que revelaban en hombre tan fuerte lo increíble de sus
sufrimientos.
Pero no había concluido su suplicio. Faltaba todavía lo principal. Trajeron cuatro
briosos caballos, y a la cola de cada uno amarraron un pié o una mano de la víctima que
aun vivía, y los lanzaron a escape en cuatro direcciones distintas. Los miembros del
paciente resistieron durante una hora. La fuerza con que tiraron los caballos no bastó
para romperlos hasta separarlos del cuerpo.
Se cuenta de una aristocrática dama que presenciaba el espectáculo desde un
balcón, que al ver los inútiles esfuerzos de los caballos para destrozar a Damiens,
exclamó:
-¡Pobres caballos!
Esta frase retrata la época.
La noche se acercaba: Damiens vivía todavía. Los inspectores del suplicio
mandaron a los verdugos, que cortaran los músculos y nervios por las articulaciones al
paciente, y los caballos arrancaron entonces cada cual en su dirección separando tan
solo dos caderas y un brazo. Damiens aun respiraba, y no murió hasta que después de
inauditos esfuerzos le arrancaron el segundo brazo.
Entretanto habían encendido una hoguera junto al cadalso, y en ella fueron
arrojados los desgarrados y palpitantes miembros del condenado.
El arañazo de Luis XV había sido curado perfectamente a los tres días.
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Lindezas del despotismo.
Los salvajes también descuartizan y asan a sus enemigos. A los verdugos de
Damiens no les faltó más que comérselo después de asado.
Los cortesanos creían de esta manera asegurada la inviolabilidad de sus
monarcas.
-¿Quién con el ejemplo del suplicio del regicida Damiens, se atreverá a poner su
sacrílega mano en la sagrada persona de un rey? Así decían.
Pocos años después, el verdugo decapitaba sobre el cadalso al hijo de Luis XV.
CAPITULO SEXTO.
El rey Herodes y la carne de cañón.
I.
Federico II de Prusia, el famoso conquistador del siglo pasado, había reunido en
torno suyo, a los escritores y filósofos más notables de su época, sin reparar en los
gastos; como suele decirse, a toda costa.
Voltaire fue el más difícil de atraer a Berlín por el rey filósofo, como le llamaron
en su tiempo. Y en efecto, sólo después de ratificado un tratado entre el rey y el escritor,
hecho en toda forma, y como de potencia a potencia, se decidió Voltaire a dejar Cirey
por Potsdam.
Es tan curioso este rasgo de previsión y revela tan bien los caracteres de ambas
partes contratantes, que aun cuando no tiene relación con el objeto de estas líneas, no
podemos resistir a la tentación de insertar sus bases más notables. Hélas aquí:
1.ª El rey de Prusia dará a Voltaire una gran cruz.
2.ª La llave de gentilhombre, con el sueldo correspondiente.
3.ª Habitación en el segundo piso del palacio.
4.ª Un coche de S. M. estará siempre a disposición del filósofo.
5.ª Una mesa de seis cubiertos.
6.ª Leña a discreción para la chimenea.
7.ª Un paquete de bujías cada semana.
8.ª Una pacotilla mensual de café, té, azúcar, chocolate, etc. etc.
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En cambio, Voltaire no podía abandonar este domicilio, mientras el rey no
faltase a lo pactado, debía ser comensal del rey en la cena, siempre que éste lo tuviere
por conveniente, sazonar los postres con epigramas, y corregir la prosa y la poesía que
S. M. se dignaba componer.
II.
Un día llamó S. M. a todos los filósofos de su casa y les dijo:
-Un Viejo cura protestante espera en la antesala para ser juzgado, por haberme
comparado en un sermón al rey Herodes. Nosotros nos vamos a constituir en tribunal
religioso, a cuyo efecto, tenéis aquí preparada una colección de sotanas, bonetes,
manteos, pelucas y toda clase de atavíos eclesiásticos.
Así diciendo, S. M. prusiana puso sobre su uniforme una sotana, y un bonete de
jesuita en la cabeza: todos le imitaron.
-Pensad, añadió con voz gangosa, y remedando el tono sentencioso y grave de
un canónigo, que ahora representáis el consistorio o sínodo mayor de todas las iglesias
del reino. El asunto es grave: vamos a juzgar a un hermano extraviado, que ha incurrido
en error y faltado a la caridad, injuriando al rey de Prusia y llamándolo segundo
Herodes enviado por la cólera del cielo, para renovar cada año, la degollación de los
inocentes.
Colocóse el rey en la silla de la presidencia, sentáronse en torno suyo los
improvisados sacerdotes; pero Formey, capellán del rey que había presenciado esta
escena, en lugar de sentarse, dijo:
-Perdón, señor; pero, la sinceridad de mi hábito me dispensa de disfrazarme.
-Ciertamente, dijo el rey, y comprendo que el elegido rehúse sentarse entre los
réprobos. Os dispenso por tanto, de asistir al juicio solemne que vamos a celebrar.
Al concluir estas palabras, el rey le hizo señal de que podía salir, y Formey se
fue a tomar el sol en la plaza del palacio.
En lugar de Biblia, había sobre la mesa del tribunal un Diccionario de Bayle,
abierto por el artículo Herodes.
Cuando todo estuvo a punto, el rey volvió la cabeza a uno y otro lado, como para
saludar a sus asesores, y tocó la campanilla.
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III.
Pælnitz, primer ministro de S. M. entró en seguida, disfrazado de sacristán,
llevando tras sí a un anciano sacerdote, cuya serena frente, firme mirada y severo
aspecto, hubieran dado lugar a que se le tomara por un puritano de los tiempos de
Cromwell.
-Invoquemos al Espíritu Santo, dijo Federico. Y de pié, con la mano levantada al
cielo, parecía murmurar sentenciosamente una invocación, y volviéndose después á
Voltaire, le dijo:
-Hermano mío: recitad la oración dominical.
Voltaire recitó la plegaria de Pope, en inglés.
-Amen: dijo el rey.
-Amen: repitieron todos.
-Hermano, acercaos, dijo Federico al anciano: el consistorio aquí presente os ha
citado para que comparezcáis a responder ante él, de cierto sermón sospechoso que
habéis predicado, según voz pública, el día de Pascua de Pentecostés; pero procedamos
por orden en vuestro interrogatorio. ¿Cómo os llamáis?
-Daniel Piffembach.
-¿Vuestra profesión?
-Ministro del Evangelio.
-¿Dónde ejercéis vuestro ministerio?
-En Greiffenberg.
-¿Juráis sobre la escritura decir verdad respecto a lo que se os pregunte?
-Lo juro; respondió el anciano poniendo la mano sobre el diccionario de Bayle,
creyendo que era la Biblia.
-Es cierto que habéis predicado el sermón antes dicho, en la parroquia de vuestro
pueblo?
-Es cierto, señor presidente.
-¿Y es cierto que en ese sermón habéis hablado contra el rey Herodes?
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-No he hablado contra el rey Herodes; pero tomé por texto de mi sermón el
versículo del Evangelio que dice: «y entonces Herodes mandando a sus gentes para
degollar a todos los niños que había en Belén.»
-¿Y qué necesidad teníais de sacar a colación al rey Herodes?
-Porque era un tirano.
-¿Y qué mal podía haceros ahora el antiguo tirano de Judea?
-Ninguno por sí mismo; pero él ha legado a la Prusia un hijo, si no de su carne,
al menos de su crueldad.
-¿Y quién es ese hijo, señor Piffembach?
-El actual rey de Prusia.
-¿Escribo esas palabras? dijo
D' Argens, que hacía de secretario.
-No; respondió Federico.
-¿Acaso el actual rey de Prusia, ha ordenado alguna nueva degollación de
inocentes? añadió el rey.
-¿Una? No una; sino dos y tres, y ciento sucesivas; porque cada año, en la época
de la primavera, echa la red y recoge la juventud más robusta del reino: le pone un fusil
en las manos, y le dice: «Marcha a la muerte.» Porque desde que este rey, para la
desolación de Israel, ha ocupado el puesto del bienaventurado Guillermo, el mundo
entero está entregado al saqueo y al pillaje: no se oye hablar más que de ciudades
incendiadas, mujeres violadas, maridos asesinados, niños aplastados, casas saqueadas, y
en fin; horrores capaces de hacer temblar el firmamento.
-¡Desgraciado! ¿Qué estáis diciendo? dijo Federico. ¿Y si el rey os estuviera
escuchando?
-Si me escuchara como lo hacéis vos, señor presidente, si me mirara con su
mirada terrible que, seguir dicen en Pomerania, es como el rayo, si metiera mi mano en
un brasero y pusiera mi cuello bajo el hacha del verdugo, yo seguiría diciendo como
ahora, que el rey Herodes había resucitado en su persona, que él es el Herodes de
Alemania, el perpetuo degollador de los inocentes.
-Tranquilizaos, hermano: el rey de Prusia no pondrá a prueba vuestro valor: vos
no debéis temer de él ni la hoguera, ni el cadalso. Pero, decidme: ¿tendríais por
casualidad a vuestra disposición un ejército de cien mil hombres?
-El señor presidente quiere burlarse sin duda, de un pobre cura de aldea.
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-Pues bien: si no disponéis de un ejército, podéis hablar como queráis del rey de
Prusia. A él no le inspira cuidado más conversación que la de la artillería. Volvamos a la
cuestión. Decidme hermano: ¿Cuando fulmináis vuestro anatema contra Herodes, de
qué Herodes habláis?
-De Herodes, rey de Judea.
-Sin duda: lo creo. Pero ¿cuál Herodes? Porque como vos debéis saber, ha
habido más de un rey de este nombre.
-¿Más de un rey de este nombre?, murmuró el cura, confuso. Yo no he oído
hablar más que de uno.
-Os equivocáis, hermano mío. Hubo en Judea, dos Herodes: padre e hijo.
Herodes el Ascalonita, y Herodes Antipas.
-Poco me importa que sea padre o hijo, Ascalonita o Antipas; respondió el buen
cura, cada vez mas turbado. El Herodes que yo he denunciado, entregándolo a la
maldición de la iglesia, es el que ordenó la degollación de los inocentes.
-¿Y hasta que edad ordenó el tal Herodes que fuesen los niños degollados?
-La sagrada Escritura no lo dice.
-¿Qué estáis diciendo? ¿Osaríais asegurarlo por vuestra salvación? En verdad
que no sé que admirar mas; si vuestra presunción o vuestra ignorancia. El consistorio
superior ve con dolor infinito, que en vuestra parroquia no se ha hecho una relación muy
exacta. Vos ignoráis hasta los primeros rudimentos de la Sagrada Escritura, que el
último muchacho de la Pomerania sabe al dedillo al salir de la escuela. ¿Cómo,
desgraciado, estando sumergido en las tinieblas de la ignorancia, habéis osado asumir
sobre vuestra cabeza la delicada tarea de conducir el rebaño al Paraíso? Si un cristiano
cualquiera peca por ignorancia, sin duda se condena; pero solo se condena él: en tanto
que vos, sacerdote, condenándoos, arrastráis en vuestra caída, al rebaño que se os ha
confiado. Vos tenéis las almas a vuestro cargo, señor Piffembach: vos responderéis ante
Dios de esas conciencias extraviadas que el día del juicio final os acusarán, diciéndoos:
¿Por qué nos engañaste? Si nosotros no escucháramos hoy más que la voz de la justicia,
deberíamos lanzar contra vos la más completa interdicción, o cuando menos
suspenderos; pero recordando que el espíritu del Evangelio es un espíritu de dulzura y
de caridad, suspendemos este acto de rigor, esperando que en adelante solo hablaréis de
las cosas que sepáis; y que para poneros en estado de enseñar, consagrareis al estudio
todas vuestras vigilias. Ahora id en paz, hermano: volved a vuestra parroquia;
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humillaos: confundíos ante el Señor, y no olvidéis que el venerable consistorio tendrá
siempre la vista fija y la mano extendida sobre vos, para despojaros de vuestra
investidura sacerdotal a la primera noticia de que perseveráis en vuestras faltas.
El pobre anciano quiso balbucear una respuesta.
-La sesión ha concluido, dijo fríamente Federico.
Pælnitz que hacía de alguacil, condujo al desgraciado hasta el pórtico de palacio.
IV.
El anciano marchaba tan deprisa como podía, lleno de confusiones y sin poder
explicarse lo que le había pasado; pero íntimamente convencido de que había sido
condenado injustamente. Vio en medio de la plaza a un sacerdote que paseaba
lentamente y se acercó a él. Era Formey.
-¿Predicáis vos el Evangelio? le dijo:
-Sí señor, respondió Formey.
-¿Podríais decirme de cuántos Herodes habla la Escritura?
-¡Qué nos importa que hable de uno o de ciento?
-¿Qué nos importa? Nada menos que tener que volver a comenzar nuestros
estudios.
-¿Y por qué razón?
-Por la salud del alma.
-¿De veras?
-Y además por la salud de nuestro rebaño.
-Ama a tu prójimo como a ti mismo: he aquí la ley y los profetas. Después de
esto, Dios nos perdonará nuestra ignorancia respecto a Herodes.
-¡Herodes! ¡Ah! Vos no sabéis que hay Herodes Asclepiades y Herodes Antipas,
y que debemos nombrarlos por, sus nombres y pronombres, bajo la pena de herejía.
-¿Y quién ha puesto ese nuevo capítulo en el catecismo?
Un simulacro del tribunal de la inquisición, llamado consistorio superior, Pronto
hará cuarenta años que distribuyo el pan de la Eucaristía, y nunca he sospechado la
existencia de semejante sínodo.
Formey se sonrió y dijo:
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-Conozco en efecto ese sínodo.
-¿Y alguna vez habéis estado vos bajo su jurisdicción?
-No.
-Os felicito por ello; pues por poco que hubieseis olvidado la genealogía de
Herodes, hubieseis tenido que pasar bajo la férula de un juececillo de cuello torcido y
cabeza inclinada, sumergida bajo una peluca de media vara; doctor seco que interroga
sin respeto, que más parece un dragón que un pastor, un iracundo visir que un hermano
cariñoso.
-Le conozco, dijo Formey: se llama Tito.
-Ese es el nombre de un emperador romano.
-Se llama así, porque acaba de añadir una nueva escena a la clemencia de Tito.
-¿Qué significa la clemencia de Tito?
-Una comedia.
. -Señor, dijo Piffembach: miradme bien la cara.
Formey miró atentamente a su interlocutor, y dijo:
- Vuestra fisonomía revela honradez.
-No es eso lo que yo pregunto. Decidme: ¿tengo yo cara de loco!
-De ninguna manera.
-Entonces debéis serlo vos; porque aquí, uno de los dos no sabe lo que se dice.
-Pues bien: para sacaros de dudas debo deciros caritativamente la verdad. Ese
pretendido consistorio superior que os ha juzgado en el palacio de S. M. no es más que
una farsa con que se han burlado de vos: y el juez de cuello torcido y gran peluca, seco
y áspero que tenía mas trazas de iracundo visir que de hermano cariñoso, es… adivinad.
-No sé…
-El rey de Prusia.
Piffembach levantó las manos al cielo, poseído de un terror pánico y
exclamando:
-¡Estoy perdido!
-¿Por qué?
-¡Le he llamado Herodes!
-¿Nada más?
-También le he llamado tirano, asesino y degollador!
-¿Y frunció el entrecejo?
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-No: se sonrió.
-Entonces estáis salvado. Pero, creedme: partid hoy mismo para Pomerania, y
cuando cualquiera os hable del rey de Prusia, poned un sello en vuestros labios, porque
él ve y oye lo que pasa en todas partes: y la primera vez que la policía le recordara
vuestro nombre, podría haceros cambiar vuestra parroquia por la ciudadela de Spandau.
-Adiós, pues: dijo Piffembach. Apretó entre las suyas afectuosamente la mano de
Formey y mirándolo con aire misterioso, añadió en voz baja:
-Después de todo, yo tengo razón: el rey de Prusia es un segundo Herodes.
-¡Callaos: desgraciado!
-Yo sé lo que digo
Y cogiendo del brazo a Formey, añadió:
-Vamos lejos de aquí: me horroriza la sombra de este palacio. Quiero contaros
una historia para descargo de mi conciencia.
-Contad pues.
V.
-Tengo en Greinffemberg, una sobrina que se llama Margarita, pobre huérfana
de padre y madre. Yo soy su padre adoptivo. Es una criatura dulce, sencilla, piadosa y
caritativa con el prójimo: todos la bendicen y la aman, porque do quiera que pasa
esparce en torno suyo un suave perfume de virtud. Cuando entra en una casa, la alegría
del Evangelio entra con ella, y cuando anda por un sendero, parece que a cada uno de
sus pasos brota una violeta, como diría un apóstol de la reforma.
Había por aquel tiempo un maestro de escuela todavía joven, y piadoso como
piadosa era ella. Todas las noches venia a leer la Biblia en el presbiterio: cuando
entraba, saludaba siempre a Margarita y también cuando salía, pero sin dirigirle nunca
la palabra. Solamente una noche, leyendo el pasaje de Jacob y de Raquel, tembló su voz
de repente, un sollozo mal ahogado interrumpió su relación, y viendo que no podía
continuar, cerró la Biblia y se fue. Yo miré a Margarita que tenía los ojos bajos. Al
siguiente día no volvió Daniel y yo leí la Biblia en lugar suyo; pero en vez de escuchar
atentamente la palabra divina, hilando entretanto el lino de su rueca, Margarita dejaba
caer el huso y seguía con una mirada distraída los movimientos de la luz de la lámpara.
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Lindezas del despotismo.
Comprendí lo que pasaba en su alma. El siguiente domingo tomé a Daniel de la mano y
lo llevé á Margarita.
-Hijos míos, les dije: Dios ha criado el hombre y la mujer para unirse. Vosotros
os amáis: confesaos el uno al otro vuestra fe y el día de Pentecostés firmareis ante Dios
vuestra unión.
Daniel palideció primero y se puso encarnado después. Margarita se tapó la cara
con las manos, como si la hubiera sorprendido cometiendo alguna falta; y yo acercando
el uno al otro suavemente, les dije:
-Miraos, hijos míos.
-Hiciéronlo aunque a hurtadillas y se sonrieron. ¡Cuán felices eran en aquel
momento! ¡Lloraron con efusión.... pero advierto que os estoy fastidiando con este
relato.
-No, continuad: respondió Formey.
VI.
Margarita preparaba su vestido de boda y me abrazaba con más frecuencia que
antes. Una mañana que cosía sentada en la ventana, oyó tocar un tambor en la calle y
lanzó un grito cayéndosele la aguja de las manos.
-¡Qué tienes? Le dije.
Ella puso la mano sobre su corazón oprimido, diciéndome:
-¿Oyes? Ese tambor viene a buscar a mi prometido.
- Tranquilízate, hija mía: ese tambor anuncia en efecto la entrada del reclutador,
pero hace mochos años que pasa por la aldea, y Daniel ha escapado siempre al peligro.
Felizmente tiene un dedo menos de estatura de la que necesitan para hacer un héroe.
Ella meneó tristemente la cabeza y lloró en silencio.
Un tibio rayo de sol de la primavera inundaba la ventana: le di un beso en la
frente y mostrándola el sol que penetraba en la jaula de su jilguero, le dije:
-Cree en este presagio. Dios te lo envía como un mensajero de felicidad.
Mas, ¡ay! el amor como el dedo de Dios puesto en otro tiempo sobre una cabeza
escogida, da también el don de profecía. Margarita había tenido un presentimiento. El
ejército prusiano sufrió mucho en la última campaña, y para cubrir las bajas, el rey
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había dado un decreto rebajando media pulgada a la talla requerida para morir
dignamente sobre un campo de batalla.
Daniel tuvo que dejar los libros de su escuela, por el fusil. Al partir apretó con
efusión la mano de Margarita, diciéndole:
-Yo volveré.
-Y yo te esperaré, respondió ella.
Le acompañamos hasta la salida de la aldea y Margarita le siguió con la vista,
hasta que desapareció por detrás de la colina. Desde entonces, todos los días iba al
mismo sitio Y pasaba un rato mirando el camino por donde Daniel se había marchado.
VII.
Daniel se condujo bizarramente en la guerra. Después de un acto heroico, el rey
le llamó y le dijo:
-¿Qué recompensa quieres?
-Mi licencia al concluir la campaña.
-La tendrás; le respondió Federico.
La campaña tocaba a su fin. Una noche para ocultar la marcha al enemigo, dio
orden el rey de apagar las luces en las tiendas; pero Daniel tenía prisa de anunciar a su
prometida la buena nueva de su pronto regreso, y encendió en secreto, a medianoche,
una linterna, teniendo cuidado de cubrirla con su capote para no ser descubierto. Por
desgracia un rayo extraviado le hizo traición, y la infracción de la disciplina fue
descubierta por el mismo rey que rondaba al frente de una patrulla. S. M. entró en la
tienda y dijo a Daniel:
- ¿ Qué estás haciendo, desgraciado!
-Escribo a mi mujer.
-Pues bien: escríbele que mañana serás fusilado.
En efecto, el día siguiente al salir la aurora, los centinelas más avanzados del
campamento oyeron un fuego de pelotón detrás de unos árboles y todo concluyó.
Daniel, el héroe del día anterior, murió a manos de sus compañeros, por orden del rey,
que acaso le debía la victoria y la corona con ella, y no hubo ni siquiera una mano
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piadosa que echara un puñado de tierra sobre su cadáver.
VIII.
Margarita continua yendo todos los días a esperar su prometido a la salida de la
aldea. La pobre niña ha perdido la razón, a Dios gracias, porque con la locura ha vuelto
a encontrar la esperanza. Con frecuencia me dice:
-¿Cuándo vendrá la pascua de Pentecostés?
Después respondiendo ella misma a su pregunta, añade:
-Es hoy.
Pónese entonces su traje de boda y va al jardín a hacer un ramo de flores.
Viéndola así, las mujeres de la aldea se enternecen y lloran. Ella las contempla admirada
y les dice:
-¿Por qué lloráis! Hoy es día de fiesta: Daniel va a venir.
La pobre loca se sonríe dulcemente y va a esperar a su prometido a la entrada de
la aldea.
-Esta sonrisa me parte el corazón, señor. Yo no puedo ya cantar más Te-Deum
por las victorias del rey. Cántelos quien quiera: levanten arcos de triunfo a los
conquistadores: yo diré eternamente que sus obras están amasadas con lágrimas y con
carne humana, con tiernas afecciones desgarradas, con tristes suspiros arrancados al
dolor.
Adiós, hermano mío; este palacio está todavía muy cerca de mí y me inspira
horror: yo tengo necesidad de huir al otro extremo del reino, voy a buscar a mi pobre
loca; pero antes de separarnos, dejad que os dé las gracias a vos, a quien no he visto más
que una vez, a quien no volveré a encontrar en mi camino, por haberme escuchado
permitiendo que desahogue los dolores que oprimen mi alma.
-Abracémonos, amigo mío, dijo Formey conmovido por la emoción del humilde
pastor de Pomerania, y pidamos a Dios que libre a las naciones de tiranos, a fin de que
los hombres vivan en paz, amándose como hermanos y como hijos de un mismo padre.
Abrazáronse, se despidieron, y puesto que sus votos no se han cumplido todavía,
repitámoslo nosotros, y no perdamos la esperanza de verlos realizados.
Extractado de varias obras, 1860.
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