Muerte y transfiguración, op. 24 - Orquesta y Coro de la Comunidad

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ORQUESTA Y CORO DE LA COMUNIDAD DE MADRID
JOVEN ORQUESTA DE LA COMUNIDAD DE MADRID
SOLISTAS DE LOS PEQUEÑOS CANTORES DE LA JORCAM
12 DE MAYO DE 2014
AUDITORIO NACIONAL DE MÚSICA, SALA SINFÓNICA, 19:30 HORAS
Richard Strauss
Muerte y transfiguración, op. 24
Junto a obras tan magistrales como Don Juan, Till Eulenspiegel, Así
habló Zaratustra, Don Quijote y Una vida de héroe, Muerte y transfiguración
forma parte de la culminación alcanzada por Strauss en la línea romántica del
poema sinfónico, extendida después a su colosal Sinfonía alpina. Tal línea
venía de lejos: de un siglo atrás, aproximadamente, pues me parece
incuestionable que el primer modelo de “poema sinfónico”, antes de que nadie
lo llamara así, está en las Oberturas de Beethoven. Inmediatamente
encontramos un “poematismo” más explícito (menos “puro”, si se quiere) en
tantas obras orquestales de Berlioz –muy especialmente en su Sinfonía
fantástica- y, finalmente, el género del poema sinfónico -que no la forma, pues
el poema sinfónico es una manera, una idea de música que no implica forma
alguna- se instituye con Franz Liszt. Estos modelos, enriquecidos con el
lenguaje orquestal, armónico y poemático del gran Wagner, convergen todos
en la extraordinaria floración de poemas sinfónicos que Richard Strauss
estrenó en los años finales del siglo XIX.
Tampoco faltan referencias lejanas y próximas al planteamiento
conceptual de Muerte y transfiguración. En definitiva, se trata, una vez más, de
reproducir el esquema ideal del triunfo tras la lucha, tan caro al Beethoven
heroico: véanse las Oberturas de Coriolano o Egmont o el planteamiento
expresivo de la mismísima Quinta Sinfonía. Más cerca, uno de los poemas
sinfónicos de Liszt, Tasso, lamento e trionfo se atiene a similar planteamiento.
Y, coincidiendo en el tiempo con Richard Strauss, tenemos el caso de su
doblemente colega -por compositor y por director- Gustav Mahler: en efecto, su
Segunda Sinfonía canta la Resurrección tras el formidable y mortuorio primer
tiempo (Totenfeier). Es apasionante comprobar que ambos maestros trabajaron
simultáneamente (1888-89) sobre una idea muy similar: Richard Strauss en
Muerte y transfiguración y Gustav Mahler en “Muerte y Resurrección”, o sea, en
el Totenfeier que pocos años después pasaría a ser primer tiempo de su
Segunda Sinfonía (y obra que, por cierto, estos mismos intérpretes nos
ofrecieron en un anterior y magnífico concierto de la presente temporada). Y no
deja de impresionar una coincidencia más: ambas obras parten de la tonalidad
de Do menor para resolver al final en positivo y luminoso Do mayor (como la
Obertura Coriolano y la Quinta de Beethoven, arriba mencionadas: no, no
puede ser casualidad).
La obra de Richard Strauss, cuyo estreno él mismo dirigió en Eisenach
el 21 de junio de 1890, muestra un curso continuo en el que cabe distinguir
cuatro secciones: las tres primeras tratarían de la muerte, de la lucha del
hombre contra ella y de la derrota final de aquél, mientras que la sección última
evoca el triunfo final del ideal humano, del alma, del espíritu que trasciende y
encuentra la luz. Para evocar todas estas ideas, Strauss maneja con maestría
unos cuantos temas característicos, como el molto agitato que representa el
ataque de la Muerte y la Aspiración a la vida del hombre, o el formidable tema
ascendente que representa al Ideal, todo ello en un clima armónico, melódico y
tímbrico de extraordinaria riqueza y armado con una coherencia formal propia
de lo que el jovencísimo Strauss ya era: un grandísimo compositor.
Robert Schumann
Nachtlied, op. 108
Adventlied, Beim Abschied zu singen, Der Königssohn, Des Sängers
Fluch, Vom Pagen und der Königstöchter, Das Glück von Edenhall, así como el
Nachtlied que hoy nos ocupa, son obras corales con orquesta, de corta
duración, compuestas por Schumann entre 1848 y 1853 y que están muy poco
presentes en los conciertos actuales. El Requiem für Mignon, algo más
difundido, acaso sería la excepción. Así pues, bienvenida sea la oportunidad de
escuchar en nuestros conciertos la op. 108 del gran compositor alemán y, de
este modo, poder constatar su calidad y belleza.
Alguna vez, en sus tristes últimos días, mostró Schumann especial
apego a su Canto nocturno (Nachtlied), obra compuesta en noviembre de 1849,
inspirada y basada en un poema de Friedrich Hebbel (1813-1863), uno de los
escritores coetáneos a los que Schumann admiró. Schumann no fue
correspondido en la misma medida, como pudo comprobar unos años después,
cuando decidió dedicar su única ópera a la figura de Genoveva de Brabante y,
para el libreto, manejó, entre otras fuentes, la obra teatral de Hebbel sobre este
personaje. El caso es que la partitura del Nachtlied de Schumann está
“dedicada al poeta” y que Hebbel correspondería más tarde al detalle
dedicando a Schumann su obra Michelangelo. (Como nota al margen,
recordemos que también Wagner acudiría a Hebbel, concretamente a su
versión teatral de la leyenda de los nibelungos, a la hora de construir su Anillo).
El mismo Robert Schumann dirigiría el estreno de su Nachtlied en
Düsseldorf, el 13 de marzo de 1851. La obra se estructura en forma tripartita,
apoyándose con lógica en la forma del poema, que se presenta en tres
estrofas. Comienza con una introducción orquestal serena y meditativa, como
corresponde al ambiente expresivo del nocturno. Esta expresividad, así como
la dinámica, se tensan en la segunda estrofa, en donde la música alcanza su
clímax sonoro. En la tercera estrofa se recupera la serenidad y la música
camina poéticamente hacia el final en un curso en el que el canto coral se
enriquece con abundantes intervenciones solistas de las maderas de la
orquesta: será precisamente el clarinete quien, en breve y bella introducción,
dé fin a la obra.
Johannes Brahms
Concierto para piano y orquesta núm. 1, en Re menor, op. 15
Veinticuatro años de edad contaba Johannes Brahms cuando concluyó
esta auténtica obra maestra en la que el ímpetu juvenil está presente en forma
de pasión y de pujanza vital, pero en la cual el lenguaje muestra una madurez
que es a todas luces inhabitual, incluso diríamos impropia, de un joven en
período formativo. La realización última de la obra se llevó a cabo en la
temporada 1857-58, pero la gestación de una partitura tan amplia y densa
como ésta fue lenta y con considerables dudas y altibajos, lo que hace aún más
admirable la redondez del resultado final. En efecto, Brahms comenzó a
trabajar con y para el instrumento que dominaba –el piano-, con la primera idea
de componer una gran sonata pianística. La densidad y poderío sonoro del
material que fraguaba aconsejó pronto la ampliación instrumental a dos pianos
y una primera redacción –o borrador- de esta obra, presentada como Sonata
para dos pianos, sería presentada por Brahms a su venerados Schumann:
Robert, el maestro, y Clara, su esposa. Schumann, viendo que aquella ideación
musical rebasaba los límites naturales del piano, sugirió a su joven discípulo la
posibilidad de llevar a cabo con este material una Sinfonía, y a ello se puso
Brahms. Pero aquello no cuajaba. Según propia confesión, tan sincera como
los hechos demostraron, Brahms no se consideraba por entonces preparado
para abordar con solvencia el género sinfónico puro. Finalmente, vio con
claridad una vía intermedia y, así, en carta a Clara Schumann, nuestro
compositor se refería al día 7 de febrero de 1855 como la fecha precisa en que
su frustrada Sinfonía “se le aparecía” como Concierto para piano y orquesta.
Efectivamente, éste fue el vehículo idóneo, y la obra, en su definitivo estado, es
un Concierto pianístico en el que el solista, aún siendo su parte abundante,
compleja y esencial, aparece integrado en el todo orquestal de manera
completamente inusitada en la época. Cabe hablar, realmente, de un “concierto
sinfónico” para piano y orquesta llamado a abrir una nueva vía en un género
tan clásico.
El arranque del Allegro maestoso, con el piano y la orquesta fundidos, es
de vehemencia sonora y pujanza sinfónica inigualables. Al primer tema, tan
energético y quebrado, se opone un segundo tema extremadamente cantable,
de curso suavemente ondulante, que ofrece un contraste riquísimo para el
desarrollo sonatístico. El tiempo lento, Adagio, durante su elaboración fue
vivido por el compositor como una especie de retrato musical de Clara
Schumann, y así se lo hizo ver a la interesada. En un primer momento, Brahms
había escrito en el encabezamiento del fragmento la frase latina “Benedictus
qui venit in nomine Domine”, lo que ha servido de base a conjeturas según las
cuales habría una dimensión religiosa en esta música de expresividad
manifiestamente lírica y amorosa. Por su parte, el movimiento que clausura la
obra con enorme vigor, y para cuya redacción contó Brahms con la asesoría
del gran violinista y solvente músico Joseph Joachim, es un Rondó – Allegro
non troppo en el que, según el modelo beethoveniano, el esquema del rondó se
enriquece con el elemento más característico de la forma sonata: el desarrollo.
El mismo Brahms defendió la parte de piano en el estreno de la obra,
que tuvo lugar en Hannover el 22 de enero de 1859, con Joachim dirigiendo a
la Orquesta de la Corte. La obra fue moderadamente bien acogida: no así en
Leipzig, cuando la interpretaron cinco días después y la obra fue cuestionada
por un público incapaz de digerir sus novedades.
José Luis García del Busto
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