El elixir perdido

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El elixir perdido
Omar S. Diago
Armando Tidanza era uno de los científicos más afamados de su país. Sus investigaciones
y descubrimientos a lo largo de setenta años de trabajo le habían otorgado gran prestigio
y una alta categoría social y económica.
Cuando todavía rondaba los treinta años, compró la que sería su vivienda hasta el
fin de sus días, una majestuosa mansión de estilo victoriano, rodeada de jardines y setos
exquisitamente podados.
Sus ansias de estudio le impidieron mantener relaciones de amistad o amorosas;
siempre estaba demasiado ocupado para perder el tiempo en causas tan banales, y su
escasa compañía se redujo, con el paso de los años, a los sirvientes de su mansión. De
vez en cuando, hacía un hueco en su ocupada vida y mantenía charlas con ellos,
enseñándoles los avances que realizaba y respondiendo a las dudas que pudieran tener
sobre cualquier tema.
Pese a todo, arrastraba una tormentosa ansia que le oprimía más y más el pecho a
medida que avanzaban los días y caían las hojas del calendario. Su gran anhelo, el motivo
que le empujó a dedicarse a la investigación, seguía sin resolverse. En secreto devoró
durante décadas cientos de libros sobre las ciencias ocultas y practicó innumerables
experimentos alquímicos, buscando en vano el elixir de la vida eterna. Su pelo blanqueó
como la plata y su piel se marchitó con cada uno de los fracasos. Ninguno de sus éxitos
científicos, entre los que se encontraban un tónico crecepelo efectivo y un cubito de hielo
que nunca se deshacía, aplacó la tristeza de no haber conseguido su verdadera meta.
Ya le rondaba la muerte cuando llegó a su morada un inesperado familiar del que
desconocía su existencia. Vino acompañado de una señora, que le entregó una carta.
Según pudo ojear con desgana en la carta, la firmaba el hijo de su sobrino desde el lecho
de muerte, suplicando que se hiciera cargo del muchacho porque no le quedaba ningún
familiar a parte de él. Armando aceptó a regañadientes, más por obligación que por lazos
de sangre, hacerse cargo del muchacho. No hizo ninguna pregunta, no le interesaba nada
más sobre el asunto y se apresuró a despedir a la señora; esta le indicó que el muchacho
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se llamaba Nicolás y que no era demasiado listo, pero que era un ángel. Armando explicó
lo ocurrido a su mayordomo y desapareció de nuevo en su laboratorio.
El muchacho no tardó en hacerse de querer, a todos les encantó la ternura y el
cariño que desprendía el nuevo invitado, a todos menos al científico, que lo veía más un
estorbo que otra cosa. Siempre estaba riendo y jugando, era imposible concentrase en los
arcaicos estudios, pero por otra parte, no le disgustó la alegría que pareció inundar su
hogar con la llegada de Nicolás.
Al cabo de los días, Armando tomó el hábito de espiarlo por la ventana de su
laboratorio. Lo espiaba mientras el muchacho jugaba con los perros en el jardín, o cuando
jugaba al escondite con las criadas y el ama de llaves, o cuando simplemente se sentaba
en las escaleras de la entrada mirando las nubes durante horas y horas, y cuanto más lo
observaba, más extrañado se sentía. No podía concebir que ese ser fuera tan feliz. Lo
poco que había hablado con él demostró que no sabía demasiado de nada; no entendía de
donde provenía tanta alegría con tan pocos conocimientos.
Un día, mientras Nicolás contemplaba fascinado unas plantas, sentado en las
escaleras de la entrada, Armando salió por la puerta principal y se sentó a su lado.
–¿Qué haces? –preguntó interesado.
–Miro las flores, son muy hermosas –respondió sonriente Nicolás.
–¿Pero tú sabes como nacen las flores, sabes algo al respecto?
–Sé que son bellas y algunas huelen estupendamente, con eso me basta.
–No sé como puede gustarte algo que no entiendes, ni sabes de donde viene, ni
nada de nada.
–También me gustan mucho las nubes y también los perros, son muy simpáticos.
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–Eso son pamplinas, perros, nubes, plantas… Voy a explicarte un secreto. ¿Sabes
cuál es el descubrimiento que estoy a punto de conseguir?
El muchacho le miró impaciente.
–El elixir de la vida eterna. Es un líquido que permite vivir para siempre.
¿Comprendes lo fantástico que sería eso? Olvidarse de la muerte, vivir eternamente, es el
sueño de la humanidad.
–¿Y para qué quieres vivir siempre, si no hay nada que te guste?
–¿A qué te refieres? –preguntó Armando verdaderamente intrigado.
–Nunca sales de tu laboratorio y te pierdes las cosas que ocurren aquí fuera.
Armando iba a replicar cuando, de pronto, enmudeció. Un sudor frío le recorrió el
cuerpo y un pensamiento se clavó como un afilado puñal en su mente: «He perdido el
tiempo».
El científico besó la frente de Nicolás, se levantó lentamente y marchó a su
dormitorio. Aquella noche lloró todas las lágrimas que contuvo en vida, recordando cada
uno de los años desde que era un niño. Cambió su testamento y escribió una carta para
Nicolás. A la mañana siguiente ya no despertó, lo encontraron con un frasco de cianuro en
sus manos. Repartió una parte de su herencia entre sus sirvientes, y la mansión y el resto
se lo dejó al muchacho. Cuando Nicolás abrió la carta sólo encontró escrita una simple
frase: «Disfruta de todo lo que me he perdido».
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