Huellas 69 - 70.pmd - Universidad del Norte

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CUENTO
Huevos revueltos para el desayuno
Gerardo Ferro Rojas*
“Todo su cuerpo con espinas
y a mí me siguen las moscas.”
Fito Páez
„Track 1: Bill Evans, “What are you doing the
rest of your life?”
Apago el computador. No puedo seguir escribiendo,
no logro concentrarme. El ruido de allá afuera no
me deja pensar bien. He cerrado las ventanas pero
aún así sigo escuchando las detonaciones. Las bombas siguen estallando. La ciudad entera se derrumba. De algún lugar no muy remoto proviene todo el
ruido.
Enciendo el televisor. Sólo he visto las noticias
estas últimas semanas. La señal no es muy buena. Voy hasta la cocina y abro la nevera. Bebo un
vaso de agua. Compruebo que no hay huevos para
el desayuno. Debo comprar huevos para el desayuno. Suena el teléfono. Obviamente es Mariana.
Vuelve a sonar. Debo contestarlo pero lo pienso
primero. Es inútil pensarlo. De tres zancadas llego
al teléfono.
—Hola, soy yo.
—Lo imaginé. ¿Cómo estuvo el viaje?
—Acabo de llegar... Todo esto está terrible, me
da miedo. No puedo creer que siguas viviendo en
esta ciudad.
Nacido en Cartagena, 1979. Comunicador Social y Periodista, Universidad del Norte. Finalista, X Concurso Nacional de Cuento, Universidad de Antioquia, 2002. Ganador
en el Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá, categoría jovenes, 2003. Ha publicado en la Revista de la Universidad de Antioquia, El Malpensante y Número. Ha sido parte de
antologías de narrativa jóven, Tinta fresca (Ed. Uninorte, 2001)
y De 1 a 10 (IDCT, Bogotá, 2003). Primer lugar en la 3a Convocatoria de Premios Literarios del Instituto de Patrimonio
Cultural de Cartagena de Indias, 2003. Su primer libro de
cuentos fue Un día de lluvia, 1996. Cadáveres exquisitos, otro
libro de cuentos, está en prensa. Trabaja en su primera novela. Realizador de videos argumentales y documentales para
televisión y guinista de una serie infantil animada, es productor del canal de televisión de la Universidad del Norte.
—Deberías apurarte, más tarde las cosas son
peores.
—OK, entonces nos vemos en un rato.
—¡Espera, no cuelgues!!!
—¿Qué?
—¿Puedes comprar algunos huevos en el camino?
—¿Huevos?
—Sí, huevos para el desayuno.
—OK.
Me gusta comer huevos revueltos con cebolla y mucha mantequilla. Los acompaño con pan y un buen
café negro. Listo. El mejor desayuno del mundo.
Me asomo al balcón. El horizonte está incendiado. Hay bocanadas de fuego irradiando a lo lejos. La ciudad solloza, grita, se desgarra. El sonido
de una ráfaga de metralla me saca de mi contemplación. Ahora trato de concentrarme en ella.
Mariana está a punto de entrar por la puerta de
este apartamento. Después de cinco años ha regresado. Y en el peor momento de todos. Yo estoy
hecho añicos y la ciudad también. En tres días
recibiré un premio otorgado por la respetabilísima
Sociedad de Escritores de Autosuperación del país.
¿A quién se le ocurre entregar premios en esta
época? Es cosa de locos. En todo caso, a la única
persona que podría invitar era a Mariana. Reviso
en mi mente y no encuentro otro nombre posible
para la lista. Nadie más se merece como ella ver
mi último destello. La última cuchillada. Por eso
me atreví a llamarla. Soy un masoquista.
Vuelvo al estudio. Enciendo el computador. Me
sirvo un trago mientras el aparato se enciende.
Regreso a la sala. Agarro el control remoto. El noticiero da cifras extraoficiales de los muertos. Aterrador. Desastroso. Terrorífico. Podría mencionar
miles de adjetivos. Coloco algo de Bill Evans para
ambientar. El contraste del piano con el ruido de
las detonaciones es hermoso. Miro la pantalla del
Huellas 69 y 70. Uninorte. Barranquilla
pp. 105-111. 12/MMIII-04/MMIV. ISSN 0120-2537
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computador. Las manos me
tiemblan. Mis dedos apenas rozan el teclado.
No puedo escribir nada. Hace
meses que he estado intentando escribir algo serio. Un último
cuento que me saque del hueco,
el más difícil de todos. Un cuento de amor en medio de un mundo devastado. Pero ha sido imposible. En un principio, por lo menos, los cuentos salían, aunque
nadie les prestara atención. Llegué a escribir dos libros de cuentos, una novela y varios poemarios. Todos inéditos. Nadie los
conoció. Nadie los leyó. Rechazados en todos lados. Muy pocos
saben esa parte de mi vida. Ahora ni siquiera logro hilar dos buenos párrafos. Soy un asco como
escritor serio. Mi fracaso estimuló mi genialidad para la charlatanería. Pero ahora ni siquiera esos libracos de
autoestima me interesan. Deben ser las bombas
que están estallando por todos lados. O talvez sea
porque Mariana está cada vez más cerca. En todo
caso, lo mejor es pensar que se me acabó la mecha. Ya, eso fue todo. Al final del camino, un premio absurdo en medio del absurdo. Nada para dejar al mundo. Nada valioso para recordar. Nada suficientemente grande como para evitar la corrosión. Moriré impunemente en este apartamento
sin que nadie recuerde mi nombre. Amén.
Tocan el timbre. Es Mariana, no puede ser nadie más. Miro por el ojo de la puerta y compruebo
que es ella. La observo un instante, me tomo mi
tiempo. Después de cinco años Mariana parece
más hermosa. Abro la puerta. Nos miramos sin
saber qué decirnos. No hay sonrisas. No hay besos. No hay abrazos efusivos. Somos dos partículas
de polvo en medio de una explosión. El sonido de
una bomba nos saca de nuestro estado. La invito a
seguir. Agarro su maleta pero Mariana no me lo
permite. Me dice que ella puede sola.
—¿Dónde dejo los huevos? —me pregunta mostrándome la bolsa con la compra.
—En la nevera, sigue estando en el mismo lado.
Mariana deja la maleta en la sala y va hasta la
cocina. Le pregunto si quiere beber algo. Mariana
desea un whisky. Preparo los tragos. Mariana sale
de la cocina y se sienta en el sofá. Le entrego su
whisky y me siento frente a ella. Bebemos.
—El apartamento está prácticamente igual —me
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dice tomándose el primer sorbo.
—Sí, un poco más desordenado.
Mariana ni siquiera le presta atención a mi comentario.
Nuestros rostros están algo tensos. Siento el aire viciado que
nos envuelve, nos atrapa, nos asfixia. Permanecemos callados.
No sabemos de qué hablar.
—¿Tuviste problemas para llegar? —le pregunto.
—La ciudad está horrible, no
sé cómo puedes seguir viviendo
aquí —me repite Mariana—. Pero
no, no tuve problemas. El taxista
conocía rutas alternas. Nos demoramos porque paramos a comprar tus estúpidos huevos. Me
contó que la gente está yéndose
a vivir a las azoteas y tejados.
—Sí, un éxodo masivo a las
Foto de Rafael Guerra
azoteas de la ciudad. Imagino
que se sienten más seguros allí.
—No puedo creer que a alguien se le haya ocurrido darte un premio en estos momentos.
Mariana escucha el sonido de las bombas sin
estremecerse. No me quita la mirada de encima.
Sus ojos me asustan. Se lleva el vaso a la boca y
se toma el último trago de su whisky. Mariana dice
estar cansada por el viaje. Quiere irse a dormir.
Su cuarto está al fondo del pasillo, al lado del mío.
Ella misma lleva sus maletas. Yo ni siquiera me
muevo de mi puesto. La observo atravesar la sala
y detenerse a la entrada del estudio. Observa el
computador y los papeles regados en el escritorio.
—¿Estás escribiendo algo? —me pregunta sin
dejar de mirar el computador.
No sé qué responderle. No sabría cómo
engañarla. Me aventuro:
—No, sólo estoy revisando material viejo.
Mariana sigue su camino, cruza el pasillo y se
encierra en su habitación.
Espero que la pasemos bien estos días.
„Track 2: Miles Davis, “Don’t blame me”
Yo mismo preparo el desayuno. Huevos revueltos
con cebollas, pan y café negro. El mejor desayuno
del mundo. Mariana dice que prefiere desayunar
cereal. Sospecho que ha sido un error haberla invitado. Me pregunta qué estoy escribiendo ahora. Es
una pregunta inocente para envenenar el desayuno. Mariana dice que siente mucha intriga por saberlo. Le digo que estoy trabajando en un cuento.
Anoche por fin logré sacar algo interesante. Maria-
na ha dejado de comer su cereal y ha levantado la
cabeza para mirarme. Me sonríe. Conozco su sonrisa. Mariana quiere que le cuente el argumento.
Imposible. Le digo que no pienso decirle nada hasta que esté listo. Mariana parece no estar de acuerdo pero no insiste. Sonríe y sigue desayunando su
cereal. Por primera vez en mucho tiempo he logrado atrapar una buena historia: En mi cuento
una mujer hermosa y desconocida llega por casualidad al apartamento de un psicópata. Imagino que
la presencia de Mariana tiene algo que ver con
este último intento por escribir algo importante.
Por lo menos servirá de algo su presencia.
Permanecemos un rato en el balcón. El humo
en el horizonte se confunde con el cielo gris. Hay
viento de lluvia.
—Supongo que es imposible salir a caminar —
dice Mariana.
—Es posible, pero lo mejor es que permanezcamos aquí dentro.
Empieza a llover. Volvemos a la sala. Mariana
coloca algo de Lester Young. Buena elección. Me
siento en el sofá y sintonizo el noticiero. Más cifras de muertos. Más escombros. Más éxodo hacia
las azoteas. Mariana se aburre. Camina por el apartamento revisando los cuadros. Mariana ya conoce todos y cada uno de los cuadros, ella misma los
compró y los ubicó en el apartamento. Vivimos juntos tres años y nueve meses. Suficiente tiempo.
Conocí a Mariana en una de mis conferencias a
raíz del último libro que había publicado. Se titulaba Ovejas y coyotes, un manual para encontrar el verdadero yo. En esa época, Mariana era una aspirante a actriz con problemas de autoestima. Yo era
una especie de gurú para las almas perturbadas
como ella. Fue muy fácil llevármela a la cama.
Imagino que fue igual de fácil para ella salirse de
allí tres años y nueve meses después. Dijo que se
iría a probar suerte como actriz. La he visto aparecer en un par de comerciales. Sobre todo me gusta
ese donde es la modelo de una marca de toallas
higiénicas.
—Pensé que echarías todo esto a la basura —me
dice Mariana refiriéndose a los cuadros.
—Estuve a punto de hacerlo —le contesto sin
dejar de ver el televisor—. Pero me di cuenta que
me gustaban y no me hacían daño.
Mariana no dice nada, entra al estudio y revisa
la biblioteca. Ojea algunos libros y los vuelve a dejar en su sitio.
—Anoche estuviste escribiendo, ¿no vas a decirme qué era?
—¿Me escuchaste? —le pregunto algo intrigado.
—No, pero supuse que te quedaste escribiendo.
Mariana pasa su mano por el escritorio y el computador. La observo detenidamente. Conozco sus
movimientos. Revisa algunos papeles. Anotaciones sin importancia.
—¿Entonces, no vas decirme?
—Te lo mostraré cuando esté terminado.
—Pero anoche estabas escribiendo, ¿verdad?,
quisiera leerlo.
Me molesta esta actitud de Mariana.
—No pienso mostrarte nada —le digo de la manera más tajante que encuentro.
—OK, disculpa, el señor autosuperación no puede mostrarle a nadie lo que escribe.
Odio que me llame así. Mariana sale del estudio y se encierra en su cuarto.
He vuelto a escribir en la tarde. Las palabras fluyen con soltura como en mis inicios. Es increíble.
El cuento ha tomado giros inesperados. La mujer
desconocida y el psicópata empiezan a sentirse
atraídos. Me gusta. Eso me gusta. Mariana no ha
salido de su habitación. En dos oportunidades pegué mi oreja a su puerta. Dormía. Mariana no ha
hecho otra cosa diferente a dormir y pasearse por
el apartamento como un fantasma. Tampoco hay
mucho que hacer.
Mariana sale de su cuarto y va directo a la sala.
Agarra el teléfono y marca un número. La llamada
no le entra. Vuelve a intentarlo. Imposible. Se desespera y estrella el auricular contra el aparato.
Agarra el control remoto y enciende el televisor.
El noticiero sigue dando cifras.
—¿No sirve el teléfono? —le pregunto desde el
estudio.
—Algo debe estar pasando con las líneas. Mi
celular tampoco tiene señal.
—¿Con quién necesitas hablar?
Mariana hace zapping sin detenerse.
—Con mi representante —me dice—. Después
de tu maldito premio tengo una audición para un
papel importante en una telenovela.
Levanto la mirada del computador y me concentro en los movimientos de Mariana que no logra
acomodarse en el sofá.
—Este apartamento me desespera, me asfixia.
¿A qué hora empiezan las bombas?
—No sé, como diablos voy a saberlo.
—Necesito distraerme con algo.
Mariana se levanta, va hasta el equipo y coloca
un buen tema de Miles Davis a todo volumen. Sabe
muy bien que no puedo escribir con la música a
todo volumen. Apago el computador. Mariana se
sirve un buen trago de whisky y sale al balcón.
Dentro de poco anochecerá. Yo también me sirvo
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la misma medida de whisky y me siento frente al
televisor. Los noticieros dicen las mismas porquerías a toda hora.
Las bombas empiezan con la noche. Mariana está
borracha. Cada vez que estalla una bomba se ríe a
carcajadas. Yo sigo con la mirada puesta en la pantalla del televisor. Miles Davis sigue soplando su
trompeta como un negro desquiciado. Imagino situaciones absurdas para mi cuento. También estoy borracho. Muy borracho. Me siento como hace
mucho no me sentía. Voy al balcón. Me quedo al
lado de Mariana. La observo. Ella no para de reírse
con cada bomba que estalla. Un aire perverso nos
intoxica. Hay fuego por toda la maldita ciudad. Me
atrevo a agarrarle el culo. A ella no le importa. Nos
besamos. Mariana me mira a la cara y se echa a
reír. Yo le agarro las tetas y las meto en mi boca.
Nos tiramos en el piso del balcón y lo hacemos.
Mariana tiene un orgasmo. Lo hacemos como locos en el sofá, el comedor, la cocina, el baño, el
escritorio, el pasillo, al lado del televisor, y en cualquier otro lado que se nos ocurra. Las detonaciones no paran. Las carcajadas de Mariana son cada
vez más fuertes. La trompeta de Miles Davis nos
derrite. Mariana se levanta del piso, agarra su ropa
y sale corriendo a su habitación. Está loca. Voy
detrás de ella. Cierra la puerta y le pone seguro.
Le grito que es la mujer más desquiciada que he
conocido en mi desgraciada vida. Mariana me contesta. Me grita que no debí haberla invitado a mi
insignificante premiación. Tiene razón. Ha debido quedarse en su castillo de espejismos haciendo
comerciales de toallas higiénicas. Mariana dice
que he debido suicidarme hace mucho. Dice que
soy un maniático. Le doy una patada a su puerta y
salgo directo al estudio. Trabajo en mi cuento el
resto de la noche.
„Track 3: Charlie Parker, “After you’ve gone”
Huevos revueltos con cebolla, pan y café negro. El
mejor desayuno del mundo. Mariana ni siquiera
asoma su cara por la cocina. No ha salido de su
habitación. Yo dormí sobre mi escritorio. Escribí
en la madrugada hasta que el sueño me venció. El
cuento avanza rápidamente. Parece haber algo
indescifrable entre la mujer desconocida y el psicópata, como si cada uno conociera los secretos
del otro y no se atrevieran a decirlos.
La mañana amanece nublada. No sé realmente qué pasó anoche pero la presencia de Mariana
en la habitación es una tentación constante. Me
acerco a su puerta. Continúa durmiendo. El noticiero da un resumen sobre las últimas noticias de
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la semana. Sé que es demasiado temprano para
beber pero no me importa. Me sirvo un baso de
whisky. Coloco un CD con las mejores cantantes
de jazz. Me siento en el sofá a escuchar la voz
cabaretera de Billie Holiday. Mariana sale de la
habitación. Está espelucada y desaliñada. Se ve
horrible. Agarra el teléfono y vuelve a marcar
un número. Las líneas
siguen muertas. Le pregunto si quiere huevos
revueltos para el desayuno. Mariana no me
responde, va a la nevera y se sirve una taza de
cereal. Regresa a su habitación y se encierra.
Será mejor así.
El premio que me darán
mañana sólo reafirmaMABG
rá mi condición de escritor frustrado. Mariana tiene razón. Pienso en
eso cuando la veo salir de su cuarto y sentarse en
el sofá a ver televisión. Tiene el mismo aspecto
desastroso de esa primera vez, cuando la vi sentada entre las últimas filas del auditorio escuchando mi conferencia. Por más que queramos no somos más que estúpidas ovejitas devoradas por siniestros e indomables coyotes. ¿Quienes son las
ovejas y quienes los coyotes? Siempre hay intercambio de roles. Recuerdo que esperé hasta el final y luego la abordé en la cafetería del hotel. Algo
en ella me atrajo. Quizá fueron sus ojeras y su
bajo perfil. Le pregunté si le había gustado la charla. Mariana me miró con cara de ovejita desquiciada y yo afilé mis dientes de coyote. Supongo que
Mariana entendió a la perfección el mensaje de
aquella conferencia ridícula. Toda ovejita tiene
complejo de coyote.
Mariana se levanta y pone algo de Nina Simone.
Al menos aún conserva el buen gusto. Me siento
orgulloso de eso. Fui yo quien le enseñó a escuchar jazz. Antes sólo tenía oídos para las baladas
románticas en inglés y las retahílas de Silvio
Rodríguez que le enseñaron sus amigos de Arte
Dramático. Apago el computador y salgo a la sala.
Nos miramos con odio sin decirnos nada. Me siento a una distancia prudente. Mariana quiere saber exactamente por qué razón la invité. No lo sé.
Mariana se agarra la cabeza con desespero. Dice
que estar en este apartamento siempre la ha asfixiado. Yo le recuerdo que ha estado asfixiada desde antes de conocerme. Mariana se levanta y se
prepara un buen trago. Yo hago lo mismo. Revisa
su reloj y mira por el balcón. Aún faltan algunas
horas para que empiecen las explosiones. Le pregunto el nombre de la telenovela en que actuará.
Mariana no responde, se sienta en el sofá y encoge su cuerpo. Dice que su agente le conseguirá
trabajo en la mejor
telenovela de todas. Me
la quedo mirando.
—No lo dudo, estoy
seguro que será la mejor telenovela de todas.
Mariana me observa. Sus ojos están llenos de lágrimas. Yo conozco sus lágrimas. Me
río en su cara. Mariana
me tira su vaso de
whisky. Me golpea en el
ojo. La herida me saca
sangre. Mariana se me
Mujer de Miguel Á. Berdugo Galezo, 2004
tira encima como una
bestia y me coge a patadas. Le agarro una pierna y
logro tirarla al piso. Mariana grita como una desesperada.
—¡ERES UN EGOÍSTA!!!!
Le tapo la boca. Le arranco la blusa y le agarro
las tetas. Mariana me muerde uno de mis dedos.
Me muerde con mucha fuerza. Su boca se llena
con mi sangre. La agarro del cabello y la golpeo
contra el piso. Mariana logra zafarse. Se me monta encima y me inmoviliza los brazos con sus muslos. Me da un beso profundo y me arranca una parte del labio. En poco tiempo quedamos desnudos y
llenos de sangre. Lo hacemos con rabia, con odio,
con todo el desenfreno posible.
Pasamos el resto de la tarde desnudos, bebiendo y escuchando un CD en vivo de Charlie Parker.
Mariana insiste en que le muestre mi cuento. Yo
no pienso mostrarle nada. Le pido a Mariana que
me recite uno de los parlamentos de su próxima
telenovela. Quiero escucharla en su estado más
natural y salvaje. Mariana no me presta atención.
Se pasea por los pasillos del apartamento manchando las paredes con la sangre que brota de su
cabeza por el golpe que le di. Luego corre y vomita
en la cocina. Yo busco un canal que me distraiga
mientras llegan las bombas. Nada. Tengo los huevos revueltos como mis desayunos. Mi dedo está
hinchado por el mordisco de Mariana. Me he amarrado un trapo para detener la hemorragia. Mariana regresa de la cocina con más licor. Ahora está
destrozando uno a uno los cuadros de las paredes.
Dice que tiene todo el derecho de hacerlo.
—Tiene toda la razón, nena, puedes destrozar
esos malditos cuadros si se te da la gana.
Me río. Detengo mi zapping en el noticiero. Más
cifras. Más escombros. Más personas huyendo a
las azoteas. Más mierda por todos lados. Mariana
ha pasado a destrozar los adornos de la sala, el estudio y el comedor. En ese preciso instante suena
un primer estallido. Mariana salta de felicidad. Sale
corriendo al balcón y yo voy detrás de ella. La ciudad se ve hermosa en medio del fuego y las bombas. Gente volando en pedazos. Edificios destruidos por todos lados. Sangre en las paredes. Huevos
revueltos. Mariana está desnuda y es hermosa.
Yo también estoy desnudo pero soy feo y gordo y
patético y soy nada. Somos dos pájaros en medio
de las explosiones. Empiezo a tener una erección
fuerte, alucinante, maravillosa. Imagino a Mariana surgiendo de los escombros bañada de fuego y
luz. Me excito al verla con ese fondo de la ciudad
en llamas. Reímos a carcajadas con cada estallido. Mariana se agarra a mi cuello y me aprieta.
Está ahorcándome. La muy sucia está ahorcándome. Le doy un golpe en la barriga. Mariana cae de
rodillas. Nota mi erección y me agarra la verga. La
baña de whisky y la mete en su boca. Me arde.
Mariana pasa sus dientes como si fueran rastrillos. Le doy una cachetada y deja de chuparme.
Nos tiramos en el balcón y volvemos a hacerlo.
Mariana tiene un orgasmo con cada bomba que
explota. Nuestros cuerpos se mezclan como dos fluidos venenosos, sanguinolentos, ácidos. Terminamos rendidos en el piso, sedientos, boquiabiertos,
como dos pájaros degollados. Mariana se arrastra
por el piso y logra llegar al sofá. Yo vomito boca
arriba y por poco me ahogo en mi propio vómito. La
ciudad sigue derrumbándose. Charlie nos escupe
dardos desde su maldito saxofón. Mañana recibiré
ese puto premio de una buena vez.
„Track 4: Ornette Coleman, “The duel”
Huevos revueltos. Café negro. Mucho café negro.
Mi cabeza estalla como las bombas de anoche.
Mariana ha debido entrar a su cuarto en la madrugada porque no la veo en el sofá. Pego mi oreja
a la puerta. Ronca con gusto y tranquilidad. Coloco
Ornette Coleman a todo volumen para que se levante. Mariana sale más desaliñada que ayer. Creo
que no nos hemos bañado en todos estos días. Me
dice que soy un psicópata por haberla levantado de
esa forma. Sí, talvez sea como el psicópata de mi
cuento. Talvez ella sea la mujer desconocida que
entra al apartamento. ¿Cómo terminará todo? Seguiré escribiendo el resto de la mañana.
Ha sido difícil escribir con el dedo como lo ten-
109
go. Sin embargo me acerco cada vez más al final.
Espero tener listo el cuento esta noche antes de
salir a la ceremonia de premiación. Mariana ha
pasado bebiendo sin levantarse del sofá. Desde ahí
me grita las cifras de los muertos que dictan los
noticieros. El éxodo masivo a las azoteas continúa.
Yo no he salido del estudio, aunque a veces sólo
mire la pantalla del computador sin atreverme a
presionar una sola tecla. No puedo. Pero sigo luchando y empujando el cuento hacia adelante.
También tengo mi provisión personal de whisky a
la mano. Necesito estar bajo un estado alterado de
conciencia si quiero recibir el premio que tan
honrosamente me otorga la Sociedad de Escritores de Autosuperación del país. Me doy asco.
Mariana entra al estudio. Ronda la biblioteca.
Sé que algo se trae entre manos. Puedo olerlo. Intenta revisar lo que escribo pero soy más rápido y
apago el monitor del computador.
—Tengo que leer lo que estás escribiendo, maldito psicópata enfermo.
—No hasta que me recites desnuda una de tus
líneas, puta actriz de pacotilla.
Mariana me muestra sus dientes. Yo le muestro los míos. ¿Qué significa todo esto? ¿Dónde diablos estamos metidos? ¿Qué hormigas nos han picado el cerebro? Mariana busca entre los libros de
la biblioteca y saca uno del estante. Se trata de
uno de los primeros libros de autosuperación que
escribí. Lo único que me gusta de ese libro es su
título: Dile a mamá que ya no me orino en la cama.
Mariana empieza a deshojarlo sin ningún cuidado. Luego agarra las hojas y sale del estudio.
—Voy al baño a echar una cagada —me dice sin
ni siquiera mirarme.
La espero en el sofá hasta que sale del baño. La
observo entrar al estudio y sacar uno a uno todos
mis libros. Los lleva a la cocina y los tira en el
piso. Voy detrás de ella, no quiero perderme un
solo momento del espectáculo. Mariana se desnuda. Se sienta en el piso y empieza a arrancar cada
hoja para hacer una hoguera con ellas. Maravilloso. La dejo allí. Bajo el volumen al CD de Ornette
Coleman y me siento a escribir.
He terminado el cuento justo a tiempo. Calculo que
en media hora anochecerá. Mariana ha seguido con
sus hogueras. Las ha ido haciendo por todo el apartamento. Ha reventado los bombillos con un palo de
escoba para permanecer a oscuras. A mí me gusta
escribir a oscuras. Me siento en mi estado natural
en medio de la oscuridad y rodeado por hogueras
hechas con mis estúpidos libros. He terminado el
cuento. Apago el computador y voy a mi cuarto a cam-
110
biarme. Mariana también se ha encerrado en el
suyo. En un par de horas tenemos que estar en el
centro de convenciones donde se llevará a cabo la
premiación de la Sociedad de Escritores de
Autosuperación, que este año me honra entregándome un premio por toda una vida dedicada al fracaso y las mentiras. Me coloco el único esmoquin que
tengo. Salgo a la sala y enciendo el televisor. Ornette
Coleman aún sigue sonando, es perfecto para este
caos. Mariana sale al rato y sube el volumen de la
música al máximo. Trae un vestido rojo muy ajustado y elegante. Tiene la cara tiznada con el humo de
sus hogueras y el cabello desordenado. Me da risa de
sólo verla. Se sienta a mi lado. No nos decimos nada.
Dejamos que el humo de las hogueras termine de
infectarnos. Miramos por el balcón esperando a que
la diversión empiece. La primera bomba estalla.
Mariana se me tira encima y me abre la bragueta.
Yo le subo la falda hasta la cintura. Lo hacemos en
el sofá, frente al televisor y con todas esas explosiones al fondo. Es maravilloso. La ciudad entera se viene abajo y a nosotros no nos importa. Mariana me
quita la chaqueta y me abre la camisa. Me muerde
los hombros, los brazos y el pecho. Mi cuerpo chorrea sangre. Estoy a punto de venirme. Estoy a punto de tener mi mejor orgasmo en mucho tiempo.
Entonces Mariana se detiene. Se levanta del sofá y
se alisa la falda. No entiendo. En realidad no entiendo nada de lo que ha ocurrido estos últimos tres días.
Me siento en el sofá. Nos miramos. Mariana bebe
un largo sorbo directamente de la botella, la agarra
con fuerza y me la parte en la cabeza. Caigo en el
piso totalmente inconsciente.
Me levanto cinco o diez minutos después. Toda
mi cara está bañada en sangre. Busco a Mariana
por la sala. No la encuentro. Entonces me doy cuenta
de lo que ha pasado. La muy puta se ha encerrado
en mi estudio con llave. Desde este lado logro ver la
luz del computador encendido. No puedo caminar
bien. Agarro uno de los muebles de la sala y lo estrello contra la puerta de vidrio del estudio. Los cristales estallan en mil pedazos. Mariana se me tira
encima con el palo de escoba. La tiro a un lado y
corro hasta el computador. Es demasiado tarde, ha
logrado leer lo que he escrito.
—¡HAS LEÍDO LO QUE ESTABA ESCRIBIENDO, MALDITA BRUJA!!!
—¡Eres un enfermo... un psicópata... un egoísta
y un mentiroso! Sabes muy bien que no has escrito ¡NADA! Te has pasado todos estos días viendo la
pantalla blanca del computador. De tu cerebro sólo
salen cucarachas, imbécil.
Está bien. Mariana tiene toda la razón. De mi
cerebro sólo salen cucarachas y libritos insulsos de
autosuperación. Nada más. Me le acerco con sigilo.
Poco a poco. Con cuidado. Mariana alista el palo de
la escoba para pegarme. Podríamos matarnos y nadie lo sabría. Dos muertos más para aumentar la
cifra. Nada importante. Las bombas estallan una tras
otra sin tregua. Los violines de Ornette Coleman nos
rayan el cerebro. Presiento que esta noche todo se
terminará de venir abajo. Todo se acabará. Estoy a
punto de lanzarme contra Mariana cuando escuchamos una noticia que nos paraliza. El presentador del
noticiero dice que el centro de convenciones donde
iba a llevarse a cabo esta noche la entrega del premio de la Sociedad de Escritores de Autosuperación
del país acaba de ser destruido por una bomba. Hasta el momento no se registran muertos. El golpe seco
del palo de escoba en mi cabeza me saca
del estupor. Me tambaleo. Mariana se ríe.
Me grita algo pero no le entiendo. Antes
de caer al piso saco fuerzas de donde no
las hay. Cierro mi puño y lo estrello contra la cara de Mariana que sale volando al
otro lado de la sala y se estrella contra la
pared. Yo caigo de rodillas y luego me desplomo en el centro del apartamento.
„Track 5: John Coltrane, “Spiritual”
Soy el personaje absurdo de un cuento de
autosuperación titulado Huevos revueltos
para el desayuno. Así me siento. Me despierto al
amanecer. No veo a Mariana contra la pared donde
quedó anoche. Debe estar durmiendo en su habitación. El televisor está dañado. Todos los canales
están dañados. Las bombas han debido alcanzar las
antenas retransmisoras. La cabeza aún me duele
por el golpe. La sangre de mi rostro está seca y cuarteada. Me levanto como puedo. Me agarro de las
paredes del pasillo para no caerme. Entro al baño
para orinar. Me lavo la cara. Voy hasta la cocina.
Necesito el mejor desayuno del mundo. Abro la nevera pero no encuentro ni un solo huevo. Imposible. Mariana compró suficientes para estos días. Voy
hasta la habitación de Mariana pero no está allí.
Voy a mi habitación y tampoco está. La busco por
todo el apartamento pero no la encuentro. ¿Dónde
diablos está metida? Vuelvo a la sala. Necesito pensar. Busco un CD de jazz pero tampoco los encuentro. Todos mis CD de jazz han desaparecido. La muy
bruja se robó mis huevos y mis CD de jazz. Me siento en el sofá. Estoy solo. Sólo entonces caigo en cuenta de los pasos. Al principio no los distingo bien.
Pero escucho con detenimiento y logro descifrarlos. Son los pasos de personas en el pasillo del edi-
ficio. Cientos de personas corriendo por los pasillos. Permanezco estático, inmóvil, petrificado como
una estatua corroída. Sigo escuchando los pasos
confundidos con el sonido del televisor dañado. Entonces entiendo lo que ocurre. Entiendo perfectamente. Me levanto y abro la puerta del apartamento. Toda la gente del edificio está subiendo por las
escaleras. Llevan ropa, mubles, televisores, grabadoras, estufas eléctricas y todo tipo de cosas. Nadie
parece darse cuenta de mi presencia. Es mejor así.
Cierro la puerta de mi apartamento sin mirar atrás.
No tengo nada. No me importa nada. Cualquier lugar será mejor. Me uno al éxodo de gente y subo
con ellos las escaleras.
Llego a la azotea. Muchos ya están instalados. Otros luchan por un
poco de espacio. Está amaneciendo.
El sol empieza a salir en el horizonte. Camino hasta el borde de la azotea. La ciudad entera yace destruida. El humo se levanta entre las ruinas. Allá abajo la gente huye despavorida buscando refugio. Una niña me
toca la pierna. Nunca antes la había
visto en el edificio. La niña me señala con su dedo el otro lado de la azoMABG
tea. Más allá, en un pequeño rincón,
distingo a Mariana. Me hace señas con la mano.
Tiene gafas de sol y su cara está más hinchada
que la mía. La niña se queda al borde de la azotea.
Yo camino hasta el rincón donde me espera Mariana. Ha colocado dos sillas que miran al horizonte. Tiene una grabadora con los CD al lado. Saca
uno de John Coltrane y lo coloca. Tenemos la mejor banda sonora. Me siento en la silla. Al lado nuestro, un hombre prepara unos huevos revueltos en
una estufa eléctrica.
—¿Quieres huevos revueltos?—me pregunta
Mariana.
No le digo nada. Ella sabe la respuesta. Mariana se sienta en la otra silla y contempla el horizonte a mi lado. Estoy a punto de preguntarle qué
pasará con la supuesta telenovela donde actuará.
Pero decido no hacerlo. La pregunta sobra. Yo también sé la respuesta. Nos quedamos en silencio.
Mariana y yo nos conocemos demasiado el uno al
otro como para preguntar estupideces. Sabemos
que no somos nada, que no somos nadie. Somos
dos bombas que estallan en el horizonte. Escombros. Ruinas. El aire nos acaricia, nos libera.
La de hoy será una hermosa mañana.
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