37 Alcina Georg Friedrich Händel (1685-1759) ÓPERA SERIA EN TRES ACTOS. LIBRETO ANÓNIMO BASADO EN L’ISOLA D’ALCINA (1728) DE RICCARDO BROSCHI, A PARTIR DE LOS CANTOS VI Y VII DEL POEMA ÉPICO ORLANDO FURIOSO (1516) DE LUDOVICO ARIOSTO. ESTRENADA EN LA ROYAL OPERA HOUSE COVENT GARDEN DE LONDRES, EL 16 DE ABRIL DE 1735 ESTRENO EN MADRID. NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL, EN COPRODUCCIÓN CON EL GRAND THÉÂTRE DE BORDEAUX. Director musical: Christopher Moulds Director de escena: David Alden Escenógrafo: Gideon Davey Iluminador: Simon Mills Coreógrafa: Beate Vollack Director del coro: Pedro Teixeira Alcina: Karina Gauvin (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Sofia Soloviy ( 30 de octubre, 1, 3 de noviembre) Morgana: Ana Christy (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Maria José Moreno (30 de octubre, 1, 3 de noviembre) Ruggiero: Malena Ernman (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Josè María Lo Monaco ( 30 de octubre, 1, 3 de noviembre) Bradamante: Sonia Prina Melisso: Luca Tittoto (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Johannes Weisser (30 de octubre, 1, 3 de noviembre) Oronte: Allan Clayton (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Anthony Gregory (30 de octubre, 1, 3 de noviembre) Oberto: Erika escribà (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Francesca Lombardi (30 de octubre, 1, 3 de noviembre) Coro de la Comunidad de Madrid Orquesta Titular del Teatro Real 27, 30, 31 de octubre, 1, 2, 3, 4, 6, 8, 10 de noviembre de 2015 20:00 horas; domingos, 18:00 horas Salida a la venta al público 16 de junio de 2015 38 Argumento Alcina Fernando Fraga El jovencito Oberto, hijo del paladín Astolfo, se halla también en la isla en continua búsqueda de su padre desaparecido, interrogando en este sentido a los dos recién llegados (Aria de Oberto: Chi m’insegna il caro padre). Acto I. Bradamante, acompañada por su preceptor Melisso, llega a la isla de Alcina en busca de su prometido Ruggiero. Vestida de hombre adquiere la apariencia de su hermano Ricciardo. Al llegar a la isla, un lugar de aspecto desolado y hostil, se encuentran con Morgana. Ésta se queda prendada de inmediato de los encantos del supuesto Ricciardo y, a requerimiento de los recién llegados, les informa de que se hallan en el reino de su hermana Alcina (Aria de Morgana: Or s’apre il riso). Ruggiero confiesa a Bradamante-Ricciardo y burlándose de él que no tiene ojos nada más que para su amada Alcina (Aria de Ruggiero: Di te mi rido). Por su lado Oronte, general de las fuerzas de la maga, se siente muy incómodo por la atención que Morgana, a la que ama, dedica a Bradamante- Ricciardo (Aria de Bradamante: È gelosia, forza è d’amore). Le reprocha en consecuencia tal inconstancia al mismo tiempo que, para minar la confianza de Ruggiero (Aria: Bramo di trionfar) inventa una estratagema, la de despertar sus celos haciéndole ver que Ricciardo es el nuevo amante de Alcina (Aria de Oronte: Semplicetto, a donna credi?). De pronto la apariencia del lugar cambia por completa de fisonomía. Se abre una montaña y se vislumbra el suntuoso palacio de Alcina en el que los viajeros son recibidos con grandes muestras de satisfacción por parte de unos cortesanos (Coro y bailes: Questo è il cielo di contenti). Los poderes mágicos de Alcina le han permitido ese cambio, igual que su propio aspecto personal. Vieja y fea, ofrece la imagen de una joven hermosa que atrae a los visitantes a los que, tras disfrutarlos como amantes, los convierte en rocas, arroyos o fieras. Picado por la incertidumbre, Ruggiero acusa de infidelidad a la maga que se defiende acusándole a su vez de no amarla (Aria de Alcina: Sì, son quella, non più bella). Consecuentemente cuando Ruggiero se reencuentra con quien sigue creyendo que es Ricciardo (Aria de Ruggiero: La bocca vaga), cegado por los celos, no da crédito cuando éste le revela su verdadera identidad. Alcina recibe con afecto a los actuales visitantes y pide a su enamorado Ruggiero, del que está sinceramente enamorada, que les muestre las delicias del entorno (Aria de Alcina: Dì cor mio). 39 Por su parte, Alcina está dispuesta a convertir a Ricciardo en una bestia salvaje, decisión que encuentra algo de reservas en su amante Ruggiero y mucha mayor oposición en Morgana (Aria de Morgana: Ama, sospira). Morgana que se ha puesto incondicionalmente de parte de Bradamante-Ricciardo le informa de las intenciones de Alcina de convertirlo en bestia para quitárselo de encima. El joven no tiene otra salida que dejarse llevar por las atenciones de Morgana para que esta interceda ante su hermana. Alcina encuentra a Ruggiero distante pese a que éste sigue confesándole su amor. Su declaración amorosa aunque dirigida a ella directamente, sin embargo, está destinada claramente a Bradamante (Aria de Ruggiero: Mio bel tesoro). La felicidad de Morgana es, entonces, completa (Aria de Morgana: Tornami a vagheggiar). Acto II. Ruggiero se deja llevar por su pasión hacia Alcina (Arioso de Ruggiero: Col celarvi a chi v’ama). Intentando devolverle la realidad, Melisso que asimismo es poseedor de arte mágicas, bajo el aspecto de su preceptor Atlante le hace ver a Alcina tal como es en realidad. Ruggiero es así liberado del encantamiento y desea poner las cosas claras con su amada Bradamante (Aria de Ruggiero: Quel portento mi richiama). Melisso le aconseja que siga fingiendo atracción por Alcina y que aproveche con motivo de una jornada dedicada a la caza, para poder escaparse (Aria de Melisso: Pensa a chi geme). Oberto sigue el rastro de su desaparecido padre; Alcina le consuela prometiéndole que pronto le encontrará (Aria de Oberto: Tra speme e timore). Oronte comunica a Alcina que durante la caza, Ruggiero tiene previsto huir en compañía de Ricciardo y Melisso. Alcina está desesperada (Aria de Alcina: Ah, mio cor, schernito sei). Aunque Oronte se regocija por la traición de Ricciardo (Aria de Oronte: È un folle, un vile affetto), Morgana no le sigue el juego. Bradamante incita a Ruggiero a la huida; éste, aún indeciso, se entusiasma recordando las bellezas del lugar de las que tanto ha disfrutado (Aria de Ruggiero: Verdi prati, selve amene). Pero cuando Ricciardo le dice que es ella precisamente Bradamante bajo la apariencia de su hermano, Ruggiero cree que se trata de un nuevo encantamiento de Alcina. Bradamante siente deseos de venganza aunque en su interior se ve más inclinada a la clemencia (Aria de Bradamante: Vorrei vendicarmi). Alcina se lamenta de la crueldad de Ruggiero e invoca a las fuerzas del mal para que acudan en su socorro. Pero no obtiene respuesta y la maga, enfurecida, rompe su varita mágica (Recitativo acompañado y Aria de Alcina: Ah, Ruggiero crudel. Ombre pallide). Ruggiero sigue perplejo, preguntándose si Ricciardo es en verdad su amada Bradamante (Aria de Ruggiero: Mi lusinga il dolce afetto) y no un producto de las estrategias mágicas de Alcina. 40 Alcina, en el colmo de su desesperación, intenta de nuevo retener a Ruggiero sacando a la luz todos los recursos de sus maleficios pero no lo consigue (Terceto de Alcina, Ruggiero y Bradamante: Non è amor ne gelosia). Acto III En una de las estancias palaciegas, Morgana al sentirse abandonada por Ricciardo suplica a Oronte que recuerde el amor que antaño los unió (Aria de Morgana: Credete al mio dolore). Él se hace un poco el duro, pero acaba por rendirse a la evidencia (Aria de Oronte: Un momento di contento). Los dos jóvenes, Bradamante y Ruggero, rompen la urna donde se concentran todos los poderes de Alcina. Ésta y Morgana huyen despavoridas, al tiempo que todas las fieras recobran su apariencia humana (Coro: Dall’orror di notte cieca). Alcina y Ruggiero se vuelven a encontrar fortuitamente. Ella intenta de nuevo seducirle (Aria de Alcina: Ma quando tornerai), pero él le confiesa su intención de abandonarla pese a las amenazas con terribles castigos que recibe por parte de la maga (Aria de Ruggiero: Sta nell’Ircana). Todos celebran el buen resultado de los acontecimientos (Bailes y Coro: Dopo t a n t e amere pene). Ruggiero y Bradamante se reconcilian definitivamente (Aria de Bradamante: All’alma fedel). Melisso anuncia la batalla contra la resistencia de Alcina. Es Oronte quien le comunica a Alcina su derrota y la intención de Ruggiero de no abandonar la isla hasta que las víctimas no recobren su identidad humana (Aria de Alcina: Mi restano le lagrime). Frente al palacio varias fieras van y vienen dentro de sus jaulas (Coro: Sin per le vie del sole). Alcina, furiosa, le entrega a Oberto una lanza inwcitándole a que ataque a un dócil león enjaulado, pero el joven se niega sospechando que se trata de su padre (aria de Oberto: Barbara! Io ben lo so). 41 Alcina: Magia e invención Luis Suñén convierte en el mucho más duro de la no menos dura vida cotidiana en el Londres casi preindustrial. La pieza de Gay, por cierto, ha continuado su carrera como armazón para diversas ediciones y escenificaciones que llegan hasta, nada menos, Benjamin Britten. El gran poeta cubano Gastón Baquero tituló su poesía completa Magias e invenciones. Los títulos son unas veces más inocentes que otras pero en aquel caso predominaba al fin lo definidor frente a lo retórico –el peor enemigo del arte de titular. Y traigo a colación aquella ocurrencia baqueriana porque me parece que, igual que para su poesía, sirve muy bien para definir una obra como Alcina y a su autor, es decir, una ópera que va de magia y un compositor que inventa: su amiga Mary Granville –Mrs. Pendarves-, después de un ensayo de Alcina, describió a Haendel como “un nigromante en medio de sus propios encantamientos”. Añadamos a eso las circunstancias económicas y profesionales de un autor que a la altura del estreno de su ópera –1735- se encuentra con un doble problema. El otro problema del Haendel de aquellos años era el tener que lidiar con la Opera de la Nobleza, es decir, con la competencia que desde la cercanía de la corte se le empieza a hacer a quien es su propio empresario en un momento en el que ya ha comenzado el fin de la dependencia de la música respecto de una aristocracia que la había tenido siempre en nómina. Pero el compositor, a diferencia de los gestores de la otra compañía, conoce el percal, sabe acudir a los mejores cantantes o a sus alternativas-, guarda fidelidades que le rendirán réditos en forma de apoyo a sus propuestas en los teatros de la capital que todavía controla. Y es que, tras el cierre de la Academia, bajo cuya ala estrenaba sus obras pero por cuyo encargo acudía al continente para atraer a Londres a aquellos cantantes, advertirá la necesidad de convertirse en una suerte de empresario más o menos agresivo. La Opera de la Nobleza, impulsada nada menos que por el Príncipe de Gales y con Porpora –un claro representante de la casi agonizante ópera seria- como maître à penser, se basa en el apoyo “oficial” y en un elenco de cantantes insuperable fichado al precio que se merece quien por su nombre y su clase llena Por una parte, el ascenso ya entonces irrefrenable de lo que podríamos llamar –para entendernos- la ópera cómica inglesa, ejemplificada por The Biggar’s Opera (1728) de John Gay a lo que acompaña el agotamiento inevitable del esquema de la ópera seria que aún triunfaba en Londres –Porpora, por ejemplo. En The Biggar’s Opera –La ópera del mendigo- los pobres y los desheredados son los protagonistas –es una especie de puesta en música del protagonismo que aquellos tienen en el universo sórdido y sarcástico de Hogart- y no ya la solemnidad de los argumentos más o menos históricos o hasta el humor leve de la peripecia clásica a que apela la ópera seria se 42 43 los teatros: Senesino, Cuzzoni, Montagnana, Farinelli… Solo Carestini se quedará con Haendel y, aunque en principio se negara a cantar en Alcina, luego bisará el aria Verdi prati en todas las representaciones. Sin embargo Haendel aprovechó en los años de competencia con la Opera de la Nobleza la baza que el calendario le ofrecía en Cuaresma: como no se podían representar óperas, él ofrecía sus oratorios –Esther, Deborah, Athaliah- los miércoles y los viernes. no deja indiferente a nadie, como cuenta Charles Burney en sus memorias de cuando lo vio por vez primera a los quince años y, como Bach en su tiempo o Haydn más adelante, su nombre es sinónimo de lo más sólido de la música de su presente, elegido como tal, cada vez más, por un público que se suscribe a sus temporadas. Un público que acepta o no –no como nosotros que sólo aparentamos la opción del rechazo- lo que le ofrecen sus contemporáneos. Durante la competencia con la Opera de la Nobleza, Haendel seguirá estrenando en el renovado Covent Garden o en su ya conocido King’s Theater. Por otra parte, la casa real le mantendrá el subsidio de 1.000 libras que recibía y ordenará que le sea entregado directamente a él. La Opera de la Nobleza durará cuatro años, hasta 1737, el año en el que una parálisis reumática hará que Haendel pierda el uso de la mano derecha y se vaya a tomar las aguas a Aquisgrán para encontrarse al regresar con la muerte de la Reina Catalina, a la que dedicará la correspondiente Oda. Haendel será partícipe, el año siguiente, de la creación de la Fundación para el Apoyo de los Músicos que, como no podía ser de otra manera, se funda en una taberna, la Crown & Anchor –Corona y Ancla. Por cierto, donde estaba la taberna, hoy se alza el edificio del HSBC Bank –The Hong Kong and Shanghai Banking Corporation-, el de las cuentas en Suiza. Ya a esas alturas se le ha erigido una estatua en Vauxhall Gardens, tiene privilegio de derechos de autor y sus obras tienen un editor, digamos, serio y, desde luego, con experiencia, como John Walsh. Haendel es conocido en todo el mundo, su presencia Una pregunta frecuente al hablar de Haendel es si con él se cierra una época, y si no lo hace de modo tan irrevocable como sucederá con el fin del Antiguo Régimen en el que se inserta. Seguramente, como en el caso de Bach, como sucederá con Mozart o hasta con Haydn, la respuesta debiera ser afirmativa. Pero tengamos en cuenta que los dos con su influencia alumbran el futuro desde sus propios logros. En el caso de Bach, la suma de forma y emoción, la matemática aplicada al orden musical. En el caso de Haendel, la puesta en música de los afectos más allá de aquello que mandaba el tó, la caracterización humana de los personajes divinos o heroicos a través de una música que conoce los registros de su propio significado. ¿Fue un conservador como Bach, cuyo genio le lleva a superar cualquier calificativo de esa clase? No olvidemos que el arte no es la ciencia y que, por tanto, resulta especialmente difícil de aplicar –aunque siempre habrá quien presuma de que lo entiende porque presuntamente lo ejemplifica- el concepto de progreso. El fin del antiguo régimen, el ascenso de la burguesía, la revolución industrial, que llegarán poco después, sí son progreso. Y como la propia sociedad, la músi44 45 Göttingen. Es decir, 166 años de silencio operístico. Poco después, el nazismo quiso adueñarse del genio haendeliano, diciendo que su Mesías no era judío sino alemán o cambiando los libretos de sus óperas, convirtiendo Judas Macabeo en Guillermo de Nasau o Israel en Egipto en Furia mongólica. ca no podía ser la misma. Por cierto, que esa misma sociedad tuvo olvidadas sus óperas desde el 6 de abril de 1754, en que se representó por última vez Admeto en el King’s Theater de Londres, hasta que el 26 de junio de 1920 se recuperó Rodelinda en el Stadttheater de la ciudad alemana de 46 Después revivió en Inglaterra, luego en Estados Unidos y definitivamente, gracias también a los discos, en todo el mundo. antes que tras ella sólo habrá tres títulos más en el catálogo operístico de Haendel –Atalanta, Berenice y Xerxes-, y que el total se eleva a cuarenta y tres. Alcina es de 1735 y Xerxes de 1738. La distribución cronológica de las óperas y los oratorios de Haendel nos hace pensar, en efecto, en la crisis del modelo operístico, en la dificultad de seguir atrayendo al público hacia él –lo que coincidirá también con la crisis del género en el Reino Unido hasta poco menos que la llegada de Britten en pleno siglo XX, sólo mitigada por el triunfo de la Partiendo, pues, de la base de que en Haendel se produce el ascenso y la caída gloriosa de la opera seria –habrá ejemplos posteriores, naturalmente, como la cada vez más valorada La clemenza di Tito de Mozart- hasta que Gluck fulmine sus restos a base de eso que alguien llamó “su incomparable y profundo color gris brillante”, Alcina es en eso un ejemplo paradigmático. Recordemos 47 opereta a lo Gilbert & Sullivan- pero también en la posibilidad de mantener las galas del oficio y de ganar dinero con él por medio de un género que requería, igualmente, buenos cantantes capaces de atraer al mismo público. De hecho, los teatros solían ser también los lugares en los que se estrenaban muchos oratorios, lo que los enemigos de Haendel argüían como una falta de respeto a su temática generalmente sacra o bíblica. Los cambios de expresión entre las óperas y los oratorios haendelianos tienen que ver más con el carácter previsible en unas y otros, con la necesidad o no de servir a un libreto en el que, centro de unas normas difícilmente cambiables, era necesario mantener dos cosas: el interés de la trama a través de la música y que la personalidad de esta no se viera constreñida por un cliché formal. Y precisamente esa habilidad era lo que diferenciaba a Haendel de toda su competencia. En los mejores de sus oratorios no deja de haber, como en sus mejores óperas y por ello muy claramente en Alcina, un desarrollo constante de los affetti, eso que, de manera convencional, debiera en el oratorio sustituir por el sentimiento piadoso, si bien sea verdad que las arias de estos poseen en muchos casos el mismo atractivo, al margen de su tema, que en las óperas mejores del autor. Sin olvidar tampoco que la estructura temática de algunos de sus oratorios no deja de responder a lo mismo que siempre se le pedía a una obra teatral y por tanto también operística: planteamiento, nudo y desenlace. Quizá la lista la encabece Alcina y tras ellas aparezcan Orlando, Julio César, Rodelinda y Ariodante, más Rinaldo –esta, aun con sus defectos de juventud y de genio todavía en agraz es irresistible- y Ezio –llena de sorpresas hasta para los mejores conocedores de la producción haendeliana, que son quienes seguramente tendrían más difícil establecer un escalafón. Alcina, decíamos, se estrenó en 1735 –el 16 de abril, una semana antes de ser concluida por Haendel- por la propia compañía del autor en el teatro del Covent Garden y fue su último gran éxito en el terreno de la ópera. Se trata seguramente, con Julio César, de una de sus óperas que mejor se defienden en lo escénico frente al paso del tiempo, y aquella en la que tras la asunción de las influencia alemana e italiana –más que influencias, fuentes en las que bebió bien directamente- y el desarrollo de un estilo crecientemente propio, culmina rutilante toda su personalidad. Se trata de una obra simplemente genial que ha atravesado los siglos fresca como una lechuga y que precisamente por esa frescura y la correcta distancia entre escena y espectador resiste formidablemente el empeño de los modernos registas de aggiornare lo que no lo necesita en absoluto. La trama es perfectamente asumible por un público de hoy que ha visto reposiciones tan soberbias como la de la Opera de Stuttgart a cargo de Jossi Wieler y Sergio Morabito. Por cierto, que la de David Alden, con la dirección musical de Christopher Moulds, que presenta el Teatro Real en su temporada 2015-2016 supone el estreno en España de la ópera en su versión escénica –en versión de concierto la habíamos visto antes, en Madrid, en la temporada que concluye con un reparto, por cierto, de verdadero ensueño. Sólo Es difícil establecer un canon de las óperas de Haendel, tratar de exponer en poco espacio y con buen criterio cuáles son las más interesantes. 48 49 las oberturas –y la de Alcina, en estilo francés, no es una excepción-, tomadas a veces de aquí y de allá por el propio Haendel o sus editores, aparecen como menos dignas de la grandeza a la que preceden. Ya sabemos que hasta Mozart y Haydn la obertura no adquirirá mayor presencia y que sólo a partir de Weber será puerta de la acción y resumen de la música que va a escucharse, pero la convención es la convención y tampoco era cuestión de darle música de primera calidad a un público ruidoso mientras armaba todavía la bulla inherente a acomodarse de una vez. Sin embargo parece definitivamente reconocido que la música para ballet que la ópera contiene está entre la mejor música instrumental que compusiera su autor. El libreto, de autor desconocido, de la Alcina haendeliana, procede, como tantos de sus óperas contemporáneas –en el caso de Haendel 50 y en otros muchos- del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto por vía de el de la ópera de Riccardo Broschi –hermano de Farinelli- L’ isola di Alcina. La obra de Ariosto, sus episodios distintos, daban en la época para muchos argumentos y Haendel aprovechó lo ya hecho con unos cuantos toques que agradaran a la audiencia londinense. La historia de la hechicera que vive en su isla mientras convierte en animales, vegetales u objetos a quienes nada más arribar se enamoran de ella perdidamente, puede ser tomada como una suerte de aspecto tragicómico de lo heroico y, por tanto, también como suavizador de las terribles cosas que suelen ocurrir en la ópera seria. Aquí sigue habiendo grandes, enormes pasiones, en las que la identidad y la suplantación, la ilusión y la amenaza conviven en lo que al fin no es sino una lucha por el amor que implica, además, el castigo y el premio. El éxito de Alcina, su condición de clásico entre los clásicos de su autor llega de su pertinencia artística pero también de la credibilidad de una trama que, por más que se aleje hacia los territorios del sueño o de una teomaquia menor, se plantea cuestiones que cualquier espectador comprende y es capaz de distanciar suficientemente en lo intelectual y en lo anímico. Y es que no hay ninguna razón para no tomar partido por una Alcina a la que el amor le juega una mala pasada y que se desconcierta desde la conciencia de que su poder no era el que ella misma suponía –el recitativo que antecede a Ombre pallide, como para que todavía haya quien diga que hay que cortarlos cuando se hace Haendel. El amor verdadero es al fin quien pugna por imponerse a los trucos de quienes lo buscan o lo han encontrado, de los que se equivocan, de los que calculan mal la resistencia del hechizo frente a la realidad del corazón. La propia Alcina se erigirá como una criatura tan poco de este mundo como desgraciada con las cosas del mismo –ay, el amor-, a la que no servirán sus propios medios y que en su aparente maldad será una víctima que perderá poder y amor. 51 ráneos, con el Veracini de Adriano, re di Siria, por ejemplo, de reciente escucha en Madrid en versión de concierto. Esa es la diferencia entre oficio y genialidad, la facultad que posee Haendel, como paralelamente la poseyeron Bach o Vivaldi, de convertir la regla en excepción permanente. Pero en el caso de Haendel hay también un indudable sentido teatral, una necesidad de que los sentimientos tengan un punto de humanidad contagiosa aunque aparezcan en una isla en la que manda una hechicera. De hecho, esa es otra de las diferencias con la mayoría de sus contemporáneos: la virtud de individualizar desde el esquema dado, para que distingamos en la expresión de los personajes, a través de su canto, los afectos que les inquietan. La magia, en todas sus acepciones, está clara en Alcina, en su libreto y en su capacidad para atraer al público de su estreno y al de hoy hacia la inverosímil. Pero esa capacidad sólo llega en el arte de la invención, de lo que hace a Haendel el más importante operista de entre sus contemporáneos, de lo que logra, en definitiva, que en la reiteración de la fórmula hallemos, más que su agotamiento, su apoteosis. Arias como Di, cor mio, Mi restano le lagrime, E gelosia u Ombre palide muestran el dominio del aria da capo pero a la vez, como sucede siempre en el autor, asombran por la forma en la que se evita la repetición de una inspiración constante, como si el molde animara en lugar de asustar. No hay más que comparar con sus contempo- 52