Mística Negativa y Exilio en Defensa del ídolo de Omar Cáceres.

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UNIVERSIDAD AUSTRAL DE CHILE
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y HUMANIDADES
ESCUELA DE GRADUADOS
Mística Negativa y Exilio en Defensa del ídolo de Omar
Cáceres.
Tesis para optar al grado de Magíster en Literatura Hispanoamericana
Contemporánea
Profesor Patrocinante:
Dr. Óscar Galindo Villarroel
MANUEL EDUARDO NARANJO IGARTIBURU
VALDIVIA
2015
AGRADECIMIENTOS
Agradezco profundamente a mi familia, a Natalia, mi esposa, a Lucas y
Pedro, mis dos hijos, y a Maitetxu, Sergio y Begoña, mi madre, padre y
hermana, su comprensión y apoyo incondicional durante el largo proceso que
supuso la preparación y escritura de este trabajo. Su amor fue la fuerza que me
permitió sortear cada obstáculo, que impidió que me rindiera.
A mi profesor patrocinante, el Dr. Óscar Galindo, por sus agudos consejos y
sobre todo por creer desde el primer minuto en esta arriesgada propuesta. Sin
esa confianza y libertad ésta no sólo no habría podido llevarse a cabo, sino que
ni siquiera imaginarse.
Al Dr. Iñaki Ceberio por facilitarme, generosamente, los principales textos
teóricos que utilicé en esta investigación.
A los Dres. Sergio Mansilla y Rodrigo Browne por su aliento e infinita
paciencia.
A mis amigos Manuel Illanes, Juan Manuel Silva y Rodrigo Verdugo por
estar siempre ahí, pese a la distancia y el silencio.
A la ciudad de Valdivia cuyo influjo, sin lugar a dudas, favoreció este tipo de
reflexiones.
Y a Defensa del ídolo por no permitirme comprenderlo, salvaguardando así
lo que constituye su mayor tesoro: su radical indeterminación, su irreductible
Misterio.
RESUMEN
Esta investigación tiene como objetivo principal demostrar e interpretar la
conexión que existe entre el pensamiento de Pseudo Dionisio Areopagita
(padre de la llamada “Mística Negativa”) y las ideas del cabalista Isaac Luria (a
partir de las cuales Harold Bloom elabora el Mito del Exilio) con la búsqueda de
lo trascendente desplegada por Omar Cáceres en Defensa del ídolo (1934),
importante texto que a pesar de prefigurar las características de lo que se
conocería después como Segunda Vanguardia Poética Chilena, ha sido
escasamente analizado y valorado por los estudios literarios debido a la
“oscuridad” de su temática y expresión.
Dicha ligazón (que no sólo ofrecería una explicación para su cuestionado
hermetismo, sino que relativizaría también la supuesta ruptura con la tradición
llevada a cabo por las vanguardias) se manifiesta de distintas maneras, entre
éstas, la misma visión de Dios como lo radicalmente Otro, como aquello que
rebasa cualquier concepto e intento de representación; el uso continuo de la
negación, la paradoja y la contradicción, que enfatizan la inadecuación de todo
lenguaje para capturar la trascendencia divina; y la progresiva disolución del
sujeto del discurso como reflejo de su inmersión o descenso en lo incierto, que
es donde se halla el verdadero sentido de las cosas.
Lo anterior no puede evitar, sin embargo, que este deseo incesante pero
fallido por aprehender y verbalizar aquello que no puede tener ni concepto, ni
forma, ni unidad origine en el texto una tensa relación entre la presencia y la
ausencia
que
provoca
el
enfrentamiento
de
dos
interpretaciones
irreconciliables. Así, dicha imposibilidad podría ser entendida al mismo tiempo
como la constatación de la “muerte” de Dios y del exilio del sentido o como un
nuevo pensar según el cual la presencia de lo divino luciría paradójicamente
sobre un fondo de ausencia.
ÍNDICE
1. Umbral ........................................................................................................... 5
1.1- Introducción y ruta de viaje ...................................................................... 5
1.2- Una poética religiosa heterodoxa, y por tanto, agrietada......................... 9
1.3- Marco teórico ......................................................................................... 16
2. Un acercamiento a la Segunda Vanguardia Poética Chilena ................. 20
2.1- Algunas consideraciones generales acerca de las vanguardias ........... 22
2.2- Contexto histórico y situación de la Segunda Vanguardia dentro de la
Generación del 38 ........................................................................................ 27
2.3- Segunda Vanguardia: un intento de definición ...................................... 32
3. Dios como presencia/ausencia: la búsqueda imposible o inconclusa del
significado ...................................................................................................... 53
3.1- La muerte de Dios, el desierto y las vanguardias .................................. 53
3.2- Pseudo Dionisio Areopagita: el Dios sin verdad y la hipernegación ...... 56
3.3- Luria, Bloom y el Mito del Exilio ............................................................. 63
4. Defensa del ídolo: una renuncia de lo conocido para sumergirse en lo
incierto ............................................................................................................ 77
4.1- “Yo, viejas y nuevas palabras”............................................................... 77
4.2- Aniquilación del sujeto, apertura del Misterio ........................................ 83
5. Habitar la incertidumbre (la imposible conclusión) .............................. 133
6. Bibliografía citada .................................................................................... 137
1. Umbral
1.1- Introducción y ruta de viaje
Las razones por las cuales una voz escritural o un determinado grupo
poético importante no trascienden su tiempo o contexto de producción, siendo
posteriormente olvidados o ignorados tanto por los estudios literarios como por
los lectores, son variadas y complejas. Sin profundizar demasiado en el tema
de la recepción de la poesía chilena durante el siglo XX (que ya de por sí
podría dar pie a una investigación independiente), es posible explicar estas
sistemáticas exclusiones, sin jerarquizar y pretender abarcar todo el fenómeno,
por el excesivo realce que la crítica literaria y el mercado editorial han hecho de
ciertas figuras consagradas (el caso de Neruda es paradigmático en ese
sentido), al papel social y político (extrapoético, por cierto) que estos autores
han desempeñado en la sociedad lo que les ha dado una gran visibilidad
pública (Neruda y Huidobro, por ejemplo), a la visión y al talento que éstos han
tenido para interpretar y reflejar en sus textos las ideas y los sentimientos que
la gente ha experimentado en un momento determinado de la historia (a
diferencia de otros autores que han preferido el repliegue interior), a los
obstáculos existentes para acceder a textos publicados por editoriales
independientes de limitado tiraje o simplemente a la dificultad para decodificar
poesías de carácter más transgresor o intelectual que demandarían a los
lectores el conocimiento de un marco teórico previo para su adecuada
comprensión.
Más perturbadora resultaría la idea de que en la constitución de un
canon literario chileno, cuya primera aproximación metodológica serían las
antologías, aún subsistiría la noción clásica de que éste sólo debe estar
constituido por un corpus excluyente de obras y autores; por una dinámica de
selección que perpetuará los valores culturales, políticos, sociales y religiosos
de las clases letradas o simplemente de poder; por una estética del equilibrio y
la armonía, un tono sublime y una metafísica de la verdad; por un modelo digno
de imitación y de estudio para los iniciados culturales; por una disciplina
interpretativa-exegética a la cual sólo se puede acceder mediante los
5
conductos iniciáticos, es decir, las instituciones que controlan la interpretación y
por una episteme racional que dispusiera las reglas para transmitir los valores
canonizados a través de la noción de clásico, a saber, lo que es necesario
aprender en las aulas, lo que debe ser enseñado en las clases, dejando afuera
los
discursos
considerados
extraños,
disonantes,
peligrosos
o
desestabilizadores, ya sea por su transgresión de los valores antes señalados
o por su resistencia para ser comprendidos, interpretados, clasificados (y
domesticados) de acuerdo a los marcos teóricos e institucionales aceptados y
establecidos.
Esta reflexión inicial surge a partir de la poética de Luis Omar Cáceres
(1904-1943), un poeta casi olvidado de un período de la historia literaria chilena
denominado por algunos académicos como Naín Nómez, Federico Schopf y
Óscar Galindo
como
“Segunda
Vanguardia” o
“Segunda Generación
Vanguardista”, cuya obra ha tenido escasos estudios académicos sistemáticos
y que históricamente ha sido calificada como “impenetrable”, “secreta” y
“oscura” sin ahondar a qué obedece esto (situación que ha contribuido a su
desconocimiento e incomprensión, entre otras razones que veremos más
adelante). El presente trabajo pretende justamente ofrecer una explicación a su
cuestionado hermetismo por medio de la constatación e interpretación del
vínculo que ésta establece con algunos lenguajes religiosos tradicionales no
ortodoxos –en especial con la llamada Teología y/o Mística Negativa de
Pseudo Dionisio Areopagita y con la Cábala de Isaac Luria– conexión que no
sólo relativizaría la supuesta ruptura con la tradición llevada a cabo por las
vanguardias (cuestionando, ampliando y/o destruyendo este concepto), sino
que daría cuenta también de una inédita y subversiva concepción de lo divino
dentro de la historia literaria chilena tras la cual subyacen hondas implicaciones
filosóficas, religiosas y por cierto, literarias.
Ahora bien, un trabajo de estas características supone una serie de
dificultades para el analista que hacen que éste se asemeje a un viaje por un
sendero desolado y árido conducente hacia un incierto final. Estos problemas
radican principalmente en la escasez de estudios críticos sobre la obra de este
poeta –comprendida únicamente por Defensa del ídolo de 1934– la que ha
tenido mayor recepción por parte de algunos medios masivos de comunicación
escritos (diarios y revistas) a través de una serie de breves notas y reseñas
6
periodísticas (igualmente escasas); a que si no fuera por la valiosa reedición de
esta obra que la editorial LOM realizó el año 1996 este libro sería
prácticamente ilocalizable (hecho provocado en gran medida por el propio
Cáceres, quien furioso por la serie de erratas contenidas en la primera edición,
juntó todos los ejemplares y los convirtió en una inmensa hoguera, de la que
sólo sobrevivieron un par que hoy están en la Biblioteca Nacional de Santiago);
a que ni siquiera hay un consenso entre los críticos y los mismos autores
respecto de si referirse a este momento histórico-literario como “Segunda
Vanguardia”, “Segunda Generación Vanguardista” o “Generación del 38”,
ambigüedad nominal que también se manifiesta en las características
generales que éstos le atribuyen (pero en menor grado); y a que la particular
búsqueda de Cáceres obliga a considerar y repensar conceptos tan amplios y
complejos como los de poesía moderna, vanguardia, lenguaje poético, mística,
entre otros.
Para transitar por estos “escollos” sin caerse o perderse, el análisis se
realizará por medio de diferentes vías que van progresivamente desde lo más
general a lo más específico. Para situar la desconocida poesía de este autor
dentro de la historia literaria chilena y de esta manera conocer sus
coordenadas históricas y culturales (imprescindibles para comprender su
poética), se intentará describir en primer lugar qué es lo que se entiende por
“Segunda Vanguardia” de acuerdo con los estudios existentes considerando
sus principales características, cuál era su situación dentro de la heterogénea
Generación del 38 de la que forma parte, aparte de describir brevemente el
convulso contexto histórico tanto nacional como internacional y el proceso de
modernización que en ese momento se estaba llevando a cabo en el país para
tener una noción de conjunto del fenómeno. Recordemos que “las
manifestaciones vanguardistas responden a impulsos que surgen de las
propias fuerzas sociales que entonces se abren paso en la sociedad
latinoamericana” (Osorio: 27) y más ampliamente que “toda literatura debe
leerse como una meditación simbólica sobre el destino de la comunidad”
(Jameson: 57).
En segundo lugar, se analizará su conflictiva relación con la Primera
Vanguardia (representada especialmente por Huidobro, de Rokha y Neruda)
para comprender por qué los poetas de la Segunda Vanguardia, frente al
7
proceso modernizador que se estaba desarrollando en el país y a los graves
acontecimientos internacionales, desarrollaron una poesía deliberadamente
marginal, intransigente e ensimismada (que “buscó la renovación y el refugio
en un lenguaje que remedó la modernidad sin asumirla”, según Nómez en
Antología Crítica Tomo III: 11), a diferencia de los “patriarcas” de la Primera
Vanguardia que en esos años elaboraron contrariamente textos de búsqueda
hacia un acercamiento popular y de clausura del retraimiento con un gran
compromiso con lo estaba sucediendo en el mundo como España en el
corazón de Neruda, Carta magna del continente de De Rokha o Mio Cid
Campeador de Huidobro.
Una vez hecha esa visión panorámica o general de la “Segunda
Vanguardia”, se procederá a describir el estado de la cuestión en torno a la
crítica sobre la obra de Cáceres específicamente para comenzar la
investigación a partir de sus aproximaciones. A continuación, se verá, en una
breve discusión, qué grado de participación en las vanguardias, tanto europeas
como latinoamericanas, tiene la poética de este autor. En ese sentido, son
indispensables las categorías propuestas por Bürger acerca del arte
vanguardista (en especial los “requisitos” para que éste pueda ser catalogado
como tal) y las de autores como Octavio Paz, Saúl Yurkievich, Naín Nómez,
Ismael Gavilán, Federico Schopf, Klaus Meyer-Minnemann y Sergio Vergara
(entre otros) respecto de las características propias que el vanguardismo
adquirió en América Latina y en particular en Chile (que a diferencia del
europeo tendió a buscar un “nuevo humanismo”).
Posteriormente,
se
describirá
la
poesía
de
Cáceres
en
su
funcionamiento, para lo que categorías como la imagen poética (Bachelard y
Durand) y el lenguaje poético (Heidegger y Benjamin) son de gran importancia
para interpretar semióticamente el texto. Finalmente, el comprobar que la
dialéctica interna de la poesía compromete un nivel anterior, intertextual,
implica establecer los niveles tradicionales como ámbitos literarios y estéticos
que entran en pugna con valores trascendentales y religiosos. En ese punto es
necesario mencionar a Harold Bloom y su análisis de la poesía moderna, al
proponer categorías como influencia, retardo y exilio, relacionando dichas
teorizaciones con la Cábala y una teoría de la escritura y la lectura del acervo
judío. Desde Gershom Scholem, describir el Mito del Exilio (extraído de las
8
ideas de Isaac Luria) y la presencia/ausencia de Dios en la escritura, aclara
ciertas propuestas en la poesía de este poeta frente al lenguaje, el destierro y
la extinción. En este último punto, aparece el concepto de revelación implicado
como otra categoría escatológica en la producción de Cáceres. Ya sea utópicamesiánica o declaradamente pesimista y catastrófica la lectura que se quiera
dar de sus textos, es la vacilación entre ambas la oscilante realidad de su
escritura. La fragmentariedad y el carácter prosaico de sus textos se enfocan
en esa revelación que se ve acallada, en ese Apocalipsis que implica un
sacrificio. Tal sacrificio es profundamente similar al de la revelación heterodoxa
de la Teología Negativa y de ciertas corrientes de la Cábala, en las que la
extinción es una categoría fundante de la incapacidad de acceder en vida a la
revelación total. La extinción se transforma en un ahogarse y volver al océano
de Dios, al acceso de la muerte poéticamente como un límite en el que no
existe testimonio de unición.
De esta manera, el paso del ámbito poético a la descripción de sus
poemas, para llegar al vínculo de su quehacer poético con formas tradicionales
de comprender esta incapacidad de acceder a un conocimiento o revelación
subterránea, que permita unificar los planos de la existencia en un lenguaje
verbal y una escritura, es el desarrollo que propone esta investigación crítica
para desentrañar una poesía tan singular y excéntrica.
1.2- Una poética religiosa heterodoxa, y por tanto, agrietada
Pero, ¿sobre la base de qué se fundamenta lo anterior, es decir, que la
oscuridad de Defensa del ídolo obedece a que en éste se rescatan –y
actualizan– ciertos elementos provenientes de la Mística Negativa y la Cábala
(dos
antiguas
y
misteriosas
tradiciones
espirituales
calificadas
como
“esotéricas” por las mismas religiones de las que surgieron, el Cristianismo y el
Judaísmo, respectivamente)? A partir de la observación de una serie de ideas y
procedimientos que las caracterizan operando bajo la superficie de una
textualidad que prefigurará el tipo de discurso y de mundo que desarrollarán los
poetas de la Segunda Vanguardia 1, tales como la misma visión de Dios como
1
Si bien se ahondará extensamente sobre este punto en el segundo capítulo de esta
investigación, podemos adelantar respecto a lo primero que éste se caracteriza por una
9
lo radicalmente Otro, como aquello que rebasa cualquier concepto e intento de
representación; el uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción,
que enfatizan la inadecuación de todo lenguaje para capturar la trascendencia
divina; y el progresivo borramiento del sujeto del discurso como reflejo del
deseo imposible de acceder a lo innominable, verdadero no-lugar de lo
sagrado; entre otras2.
Pero esta ligazón no sólo puede apreciarse en el ámbito de lo poético.
Aunque de manera indirecta y no concluyente también es posible rastrearla
extratextualmente a partir de las recientes informaciones dadas a conocer por
el investigador Luis G. de Mussy –específicamente a través de un artículo
publicado en el diario La Nación el año 2005 que lleva por título “El violín del
fantasma”– quien tuvo acceso a textos y documentos desconocidos del autor,
los cuales estuvieron todo este tiempo en manos del poeta y coleccionista
César Soto, propietario de la desaparecida librería y editorial América del Sur.
De todos ellos, hay dos particularmente importantes y reveladores para lo que
plantea esta investigación: la existencia de una dedicatoria en el manuscrito
original de Defensa del ídolo –no incluida en ninguna de sus ediciones– en la
que se hace alusión a un Dios Desconocido 3 (término con el que los teólogos
particular utilización del lenguaje que privilegia, entre otras cosas, una metaforización personal
de difícil interpretación; por el uso de imágenes puras y originales totalmente distanciadas del
mundo real (pero con los ecos de su dimensión más dolorosa); y por un ritmo intenso, pero
fragmentado que se manifiesta por versos que se alargan y acortan abruptamente. En cuanto a
lo segundo, plantea una visión binaria o dicotómica del mundo en la que la existencia no puede
ser aprehendida por medio del intelecto, ya que existe en ella una dimensión desconocida,
oculta e incontrolable que influye misteriosamente en la vida racional –lo cual explica la
posterior profusión de sujetos poéticos que, desde distintas perspectivas, intentaron descender
en ella con tal de hallar la verdad y recuperar (o reconstruir) una identidad original que se creía
olvidada o perdida.
2 Estos puntos en común no evitan, sin embargo, que estas dos tradiciones espirituales difieran
completamente en su interpretación de la imposibilidad de representar o hacer presente por
medio de lenguaje a lo sagrado, a lo radicalmente Otro: mientras la Teología Negativa
considera que esta imposibilidad es paradójicamente la mejor manera de dar cuenta de éste al
ser aquello que trasciende todo pensamiento, concepto o verdad, la Cábala de Luria (más bien
la reinterpretación que Bloom hace de ésta) estima al contrario que esta incapacidad es la
demostración de la diáspora y ausencia del sentido, de la impotencia del lenguaje humano para
llenar el vacío que supone su irremediable pérdida (situación que origina en el texto de Cáceres
el enfrentamiento de dos interpretaciones antagónicas que imposibilitan la obtención de una
síntesis final que pueda aunarlas: así su propuesta puede ser leída al mismo tiempo como una
nueva forma de percibir a lo divino o como la constatación de la ausencia definitiva del
significado trascendental, de la “muerte” de Dios).
3
La dedicatoria literalmente es la siguiente: “A los que, como Nietzsche, saben que milagro
incomprensiblemente elevado es un amigo, y que, si son idólatras, tendrán que elevar, ante
todo, un altar al desconocido dios que les creó”.
10
negativos se referían a la divinidad), así como una serie de cartas dirigidas a la
Orden de los Rosacruces, lo que junto con develar su interés por buscar la
sabiduría a través del esoterismo tradicional e iniciático, podría constituir una
prueba (más bien un indicio) de que él tuvo conocimiento de estos
planteamientos 4.
Lo anterior –que Cáceres sea un buscador de Dios y la poesía una
forma de conocimiento o revelación, el vehículo que permite dicha búsqueda–
no es, sin embargo, algo nuevo. Similares casos o propuestas se encuentran
en Chile, América y en Occidente. Lo particularmente extraño, es que no son
muchos quienes se han enfrascado en estas batallas en Chile. Si bien Gabriela
Mistral y Eduardo Anguita pueden ser considerados poetas religiosos, son
poetas de una religión, o bien, con un imaginario condicionado por la labor
poética o por los marcos del Cristianismo en América. No es el caso de
Cáceres. Emparentado con los arrojados buscadores de ciertas corrientes de la
Cábala (fundamentalmente con la de Isaac Luria y la de los “místicos nihilistas”
descritos por Gershom Scholem 5) y con los teólogos de la Mística Negativa (en
especial con su fundador, Pseudo Dionisio Areopagita), su búsqueda a veces
parece herejía, pero a diferencia de ellos, no hay una tradición de la que sea
estandarte, ni menos una convención religiosa que lo ampare. Su navegación
es libre. Pareciera buscar aquello que supera a todas las divinidades
identificadas en las religiones; así su heterodoxia parece haber llevado su
búsqueda a la poesía como medio de comunicación con ese mundo
desconocido: donde todas las creencias convergen. Bebe de variadas fuentes6
4
Recordemos que dicha orden, una fraternidad de orígenes difusos (la leyenda señala que fue
fundada en el siglo XV por Christian Rosenkreuz, un personaje más ficticio que real), es
considerada por distintos estudios como una derivación de la Cábala Cristiana, movimiento
surgido en el Renacimiento que propuso interpretar místicamente el Cristianismo a partir de
ciertos elementos del esoterismo judaico, en un intento por conciliar ambas religiones (véase al
respecto Carmen Silva: 114).
5
“El místico nihilista no sólo desciende al abismo en el que nace la libertad de lo vivo. No sólo
recorre todas las figuras y formas exteriores, tal como se le presentan, sin ligarse a ellas; no
sólo niega valores y leyes, sino que los pisotea, los profana con el fin de obtener el elixir de la
vida” (Scholem, La Cábala y su simbolismo: 32). De esta forma, el místico nihilista sería un
sujeto fuera de la convención religiosa, que en su deseo de llegar a Dios, se arroja sin
maestros a la experiencia de lo desconocido, ignorando que en esa senda lo único que
encontrará es su propia autodestrucción.
6
Entre éstas de la misma tradición literaria chilena, en particular de la vinculación trascendental
de El llamado del mundo de Pedro Prado, del poder generador de la palabra de Altazor de
11
y es esta particular y contradictoria creencia en un orden previo, que baraja la
ausencia, el desgarro y la devastación humana, la razón que lo lleva a
internarse en dichos misterios.
La poesía de este autor por lo tanto puede considerarse como la bisagra
o el tenso punto de encuentro de dos realidades: la ruptura y la tradición (al
igual que el Modernism anglosajón de Pound, Eliot y Yeats). La primera puede
detectarse principalmente en el plano de la utilización de ciertos procedimientos
textuales o formales propiamente vanguardistas y la segunda en un mundo
espiritual intuido, un imaginario tradicional y simbólico occidental que se
manifiesta subterráneamente por medio de una serie de marcas textuales que
crean una atemporalidad que dibújase a veces de manera mítica, y otras veces
místicamente, aunque nunca dejando de vincularse con la materialidad. Sin
embargo, Cáceres no llega a ser ninguno de los caminos propuestos, quizás
por su corto paso por la Tierra, o quizás por la voluntad de hacer una estética
que involucre territorios subterráneos. En un tiempo en que la poesía jurábase
la potestad de cantar y pregonar elegías, él se hospeda en ella para intentar
transmitir aquello callado, la espiritualidad que se mantiene velada a la razón y
a la metafísica. Como otros grandes poetas (Nerval, Hölderlin, Novalis, Rilke y
Celan), lleva los problemas de Dios al hombre para mostrar qué podría ser
aquello que se cree bajo ese nombre. Su asunto y morada es el lenguaje, la
nominación. Y su poética es esa búsqueda de decir aquello que se ignora, pero
que se intuye. No es un poeta crédulo o seguidor de una ideología
determinada. El camino de él es solitario y así también su poesía. Por eso, el
interés surge, causalmente, de esa fresca antigüedad que sólo lo excelso
puede tener: vino nuevo en odres viejos.
Nada de lo señalado ha sido descrito, sin embargo, por los escasos
estudios y notas periodísticas que han intentado situar e interpretar la poesía
de Cáceres. Quizás por desconocimiento o por la desconfianza (y desprecio)
que este tipo de ideas tan lejanas de la moderna racionalidad despierta, las
opiniones desde un comienzo sólo se han encargado de recalcar la dificultad
Vicente Huidobro, de la amenaza oscura de las dos primeras Residencias de Pablo Neruda y
de la búsqueda angustiosa de Dios de Los cantos de la montaña de Olga Acevedo. Bebe
además del críptico lirismo de Rosamel del Valle y Humberto Díaz-Casanueva, y comparte la
fascinación tradicional religiosa con Eduardo Anguita. Esto demuestra que la excentricidad de
su proyecto no evita que éste sea parte o se sitúe en la poesía chilena.
12
de su escritura. La labor crítica no ha intentado aproximarse a ella más que por
elogiosos comentarios o por cacofónica expresión, símil de poesía. Salvo
excepciones7, la reflexión acerca de la poesía de este autor ha sido por lo
general pobre y perezosa, al centrarse más en sus aspectos biográficos 8 que
en su propuesta literaria propiamente tal. Si se pudieran trazar ejes de
discusión entre los críticos, serían éstos, generalizando:
1- Omar Cáceres es un poeta marginal, una leyenda para minorías.
“Omar Cáceres es una leyenda para minorías. Evasiva, como si él estuviera
desvaneciéndose en el aire. Los raros que lo invocan como un gran poeta
desconocido lo divisan partiendo siempre y de inmediato, entre la niebla,
hacia un destino desconocido, que no tardaría en ser la muerte.”
(Teitelboim, “Un poeta fantasmal”: 46)
2- La condición elusiva o espectral de la persona de Omar Cáceres como factor
determinante de su poesía.
“(Omar Cáceres) tenía una manera extraña de recitar, de pronunciar las
palabras, saboreándolas, paladeándoselas casi. Y el aura angustiosa que lo
rodeaba era tan impenetrable o irrespirable como los espacios gélidos del
cosmos. Estaba envuelto en una atmósfera de muerte y soledad total.”
(Serrano: 72)
7
Destacables son por ejemplo los trabajos de Miguel Gomes y María José Cabezas Corcione.
El primero describe en “El viaje interior de la vanguardia: Defensa del ídolo de Omar Cáceres”
una esclarecedora ruta pseudo narrativa a partir de ciertas categorías extraídas del
psicoanálisis de Carl Jung de acuerdo a la cual el sujeto poético se desprendería
progresivamente de la “falsa identidad del ‘yo’ consciente” (29) para hallar el centro oculto del
ser, lo que el psiquiatra suizo llama el Sí Mismo. La segunda por su parte en la tesis titulada
Omar Cáceres: el vanguardismo secreto y olvidado propone a este autor como el único
seguidor chileno del Creacionismo de Vicente Huidobro.
8
Lo paradójico de esta situación radica en que a pesar de la abundancia de testimonios que
existen sobre él (la mayoría de ellos más interesados en acrecentar su leyenda que en dilucidar
su vida verdadera, aquellos que por ejemplo señalaron que fue violinista en una orquesta de
ciegos o que “casi” fue candidato a diputado –hechos nunca comprobados hasta el día de hoy,
seguramente porque fueron inventados), en realidad no se sabe casi nada sobre la persona de
Cáceres. Los únicos datos que podríamos catalogar como “fidedignos” son los siguientes: que
nació en Cauquenes en 1904 y que murió asesinado el año 1943 en circunstancias nunca
aclaradas (fue encontrado en una zanja rural de Renca con la cabeza rota y los bolsillos
vacíos).
13
3- La oscuridad de la expresión de Cáceres, la que se atribuye a su videncia, a
su capacidad de ver y transmitir un mundo más allá del nuestro.
“Estamos ante una poesía que presenta una mirada metafísica de la
realidad. Versos impregnados de oscuras visiones; versos cargados de
soledad y dramatismo; a los que hay que sumarle la impronta trágica de su
existencia real, con lo que Omar Cáceres ha pasado a ser parte del linaje de
los poetas secretos, es decir, es uno más de la cofradía de los videntes.”
(Ahumada: 3)
4- La primacía del dolor y la angustia en su poesía por una vida torturada en
búsquedas existenciales.
“Omar Cáceres fue un trágico del espíritu, consumido en los delirios y en su
despiadado hurgar en sí mismo. Y los dioses no se lo perdonaron. Pero nos
dejó sus visiones de hombre escrutador y para sus pares, un yo iluminador.”
(Carrión: 3)
5- La búsqueda emprendida por Cáceres a través de la poesía fue peligrosa, la
causa de sus delirios y trágico final.
“El poeta Omar Cáceres buscó la omnipresencia de su yo en el universo; de
esa actividad creadora fluyó su verdadera desintegración y sobrevino el
caos en que se debatió el poeta con sus ídolos e imágenes, detenidas,
borradas en el camino, por la súbita muerte.”
(Correa: 220)
Luego de enumerar estas principales tendencias, son remarcables las
continuas variaciones en estos focos de atención, llegando a explicar la poesía
de Cáceres, no desde la poesía misma, sino que desde el prejuicio o la
superficie de la misma, debido en gran parte a la imagen de poeta maldito que
lo acompañó durante toda su vida (imagen, que como se puede apreciar, ha
predispuesto a investigadores y comentadores a centrarse más en esos
14
aspectos extraliterarios al analizarlo que en observar lo que éste decía por sí
solo, planteando un problema a la crítica actual que quiera descifrarlo). Miguel
Gomes, a propósito de esto y de la anteriormente mencionada reedición de
Defensa del ídolo, se hacía las siguientes preguntas que también hacemos
nuestras:
“¿Cómo abordar con cierta objetividad analítica un poemario cuyo rastro,
desde hace decenios, viene imbuido en la imagen de un Cáceres
kafkianamente
autodestructivo,
excéntrico,
‘impenetrable’,
‘fantasmal’,
‘leyenda para minorías’ (…)? ¿Cómo evitar en nuestra tarea circunscribirnos
a esa aura romántica y al mismo tiempo hacerle justicia a una escritura que,
a través de su ‘hermetismo’ –ya recalcado por Huidobro en el prólogo a la
edición de 1934–, de alguna manera convoca en su poética esos mismos
marcos extratextuales?” (20).
La solución para semejante dilema consiste, tal como lo hemos indicado
previamente, en conciliar un entendimiento entre la situación histórica-literaria
en la que se amalgamó su obra junto con una exploración atenta de su
discurso por medio de una lectura crítica que se diferencie de las precedentes,
centrada por lo tanto no en la figura de Cáceres y en los testimonios y
comentarios que sobre ella existen (ya que, ¿qué nueva luz podría arrojar
sobre Defensa del ídolo señalar nuevamente que su autor fue considerado un
“animal de la luna”, un “alucinado” que vivió la “zozobra de los delirios” 9, entre
otras calificaciones del mismo tipo?), sino que en observar cómo operan en su
interior las características propias de la Segunda Vanguardia que él inauguró,
en especial una esencial que hasta el momento no ha sido considerada por los
estudios literarios y culturales: la presencia subyacente de una serie de
conceptos y estructuras tradicionales antiguas (provenientes en su caso de la
Teología Negativa y de la Cábala) que se actualizan en sus versos bajo un
ropaje moderno. Esto no significa que no consideraremos su vida (cuyo silencio
y anonimato –seguramente buscado con deliberación por parte de él– se
amolda a la perfección a su obra marcada por la auto-anulación del sujeto para
dar cabida a lo inefable, a lo radicalmente Otro) ni a ciertos estudios que se han
9
Expresiones de Teófilo Cid, Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita respectivamente (véase
Nómez, Antología Crítica Tomo III: 25-26).
15
atrevido a pasar por alto su enigmática personalidad para sumergirse
directamente en las páginas de Defensa del ídolo con tal de entenderlo, los que
entregan interesantes claves para interpretarlo (pensamos especialmente en
“Cáceres y Neruda. Estudio sobre poesía en clave metafísica” de Juan Ignacio
Arias, además del ya citado artículo de Miguel Gomes).
1.3- Marco teórico
Respecto al marco teórico que se utilizará en esta investigación, es
necesario aclarar que éste no consistirá solamente en las ideas de Pseudo
Dionisio e Isaac Luria, para lo cual se utilizará en el primer caso sus Obras
Completas editadas en 1995 por B.A.C. además de diversos estudios sobre la
constitución e influencia de su pensamiento (siendo especialmente importante
el notable Figuras de lo imposible de Zenia Yébenes) y en el caso del cabalista
de Safed, quien no dejó ningún escrito, de textos que rehacen su sistema a
partir de las notas de sus discípulos como Las Grandes Tendencias de la
Mística Judía e Historia de las creencias y las ideas religiosas (de Gershom
Scholem y Mircea Eliade respectivamente), así como la reinterpretación que
Harold Bloom hace de éste en La Cábala y la Crítica para estudiar el fenómeno
poético moderno, al que entiende –consecuentemente– como la bisagra en la
que resuenan y se actualizan conocimientos y teorizaciones del mundo antiguo.
No, antes de llegar a ese punto o nivel de análisis es indispensable comprender
primero lo que se señaló más atrás, es decir, las razones por las cuales este
poeta reactualiza conflictivamente estas remotas ideas en sus textos (o dicho
de otra forma, las circunstancias que influyeron, permitieron y/o provocaron su
obra), situación por la cual no sólo habrá que “reconstruir” a la Segunda
Vanguardia ante la inexistencia de un estudio específico sobre ella, sino que a
raíz de esto mismo ahondar en sus antecedentes, desde el propio concepto de
“vanguardia” hasta su particular desarrollo previo en Chile. En ese sentido, se
recurrirá –respecto al primer punto– tanto a lo que académicos como Naín
Nómez
(Antología
crítica
de
la
poesía
chilena),
Ismael
Gavilán
(“Caracterización de la Generación del 38. Tres poéticas y contexto”) o
Federico Schopf (Del vanguardismo a la antipoesía) han dicho sobre ella (entre
varios otros), así como a lo que han señalado sus mismos protagonistas (los
16
testimonios
de
Eduardo
Anguita
y
Volodia
Teitelboim
–expresados
respectivamente en Páginas de la memoria y “La generación del 38 en busca
de la realidad chilena”– son esclarecedores al respecto). En cuanto a lo
segundo, serán de gran ayuda los planteamientos de Peter Bürger (Teoría de
la vanguardia) y Octavio Paz (Los hijos del limo) para hacer ciertas
consideraciones generales acerca de las vanguardias, los de Saúl Yurkievich
(A través de la trama: sobre vanguardias literarias y otras concomitancias) para
dar cuenta de la especial expresión que éstas tuvieron en América Latina y los
de Klaus Meyer-Minnemann y Sergio Vergara (“La revista Mandrágora:
vanguardismo y contexto chileno en 1938”) para tener una visión de conjunto
de su estado y desenvolvimiento en Chile, considerando el difícil momento
histórico por el que estaba pasando el país (y el mundo).
Por otro lado, al comprobar que la manifiesta e infructuosa intención de
este autor por aprehender y representar lo que por definición es inasible e
indescriptible se traduce en un discurso poético que se estructura a partir de
paradojas, antítesis, oxímoros y otras figuras contradictorias que desafían el
pensamiento lógico-racional, se utilizarán también otros conceptos de alto
interés teórico que explican tal enfrentamiento (que es propio de la poesía
moderna), pese a que éstos se fundan en perspectivas diferentes (aunque no
excluyentes). Así, se emplearán por ejemplo los conceptos de “analogía” e
“ironía” de Octavio Paz, la contraposición entre las imágenes “apocalípticas” y
del “cobijo” de Gastón Bachelard, los símbolos del “Régimen Nocturno del
Imaginario” de Gilbert Durand y la distinción que Walter Benjamin hace entre la
lengua “adánica” y el lenguaje humano propiamente tal.
Asimismo, comprendiendo que la nueva y subversiva búsqueda y
concepción de lo sagrado que este poeta plantea en sus textos a partir de la
conflictiva reactualización de las ideas y procedimientos de la Mística Negativa
y la Cábala no obedece a una aislada búsqueda personal, sino que es producto
de de una radical desilusión respecto del proyecto de la Modernidad así como
una reacción a la proclama nietzscheana de la “muerte” de Dios (tan en boga
en su tiempo), se ahondará además en dicho horizonte filosófico-religioso que
es clave para comprender los verdaderos –y radicales– alcances de su
propuesta. De esta forma, se profundizará en los planteamientos de autores
como Martin Heidegger, Amador Vega o de los ya mencionados Harold Bloom
17
y Zenia Yébenes, quienes desde distintas perspectivas explican que esta
permanente tensión entre el escepticismo y la fe, entre lo nuevo y lo tradicional,
entre la negación y la afirmación (que tan bien refleja esta poética) se debe no
sólo a que la razón rompió la alianza con lo sagrado al negar cualquier tipo de
trascendencia (con la consiguiente mutilación de la percepción de la totalidad y
la a veces desesperada búsqueda –y rescate– de elementos religiosos
procedentes de distintas tradiciones espirituales que permitan llenar ese vacío,
saciar esa sed de infinito), sino que también a la crisis y/o desestabilización de
la hegemonía del pensamiento racional en cuanto organizador del conocer y a
una subversión epistemológica mediante la cual el acceso al sentido sólo se
puede realizar por medio de la contradicción y no a través de conceptos
unívocos que puedan categorizarse de acuerdo a sistemas determinados.
Finalmente, es necesario señalar respecto al plano específico del tipo de
divinidad
que
Cáceres
vislumbra
y
convoca
en
sus
poemas
(algo
inaprehensible e irrepresentable que rebasa cualquier dialéctica y antinomia, y
que por lo tanto, no redime ni consuela, y se presenta mejor en la
desertificación –o muerte– de toda idea o concepto) que a pesar de que ésta se
interpretará principalmente a partir de las categorías propuestas por Pseudo
Dionisio e Isaac Luria, esto no será impedimento para que en determinados
momentos se recurra a las proposiciones de otros autores con tal de enriquecer
el análisis y de demostrar la asombrosa profundidad –y actualidad– de lo
expresado en Defensa del ídolo. Reveladores serán en ese sentido los aportes
de algunos de sus más reconocidos herederos como Angelus Silesius (en el
caso del Areopagita) y Edmond Jabès (respecto al rabí de Safed), así como los
de ciertos pensadores contemporáneos que también han arribado (por
influencia o intuición) a la misma radical visión y/o comprensión de lo sagrado.
En este punto hay que destacar especialmente a Rudolf Otto (Lo santo) y su
descripción de la experiencia de lo “numinoso”; a Michel de Certeau (La fábula
mística, La debilidad de creer) y su investigación en torno al deseo infinito o
siempre insatisfecho de los místicos por aprehender a Dios (quien,
análogamente, se mueve de manera incomprensible entre la presencia y la
sustracción); a Vincenzo Vitiello (“Desierto, Ethos, Abandono: Contribución a
una topología de lo religioso”, Cristianismo sin redención) y su controvertida
interpretación de esa religión en la que rescata –o más bien concuerda, ya que
18
no lo explicita– con varias de las ideas del Pseudo Dionisio; y a Jean-Luc
Marion (El ídolo y la distancia, Dios sin el ser), quien retomando la senda del
pensamiento del último Heidegger, plantea –al igual que Cáceres– una nueva
experiencia/percepción de lo divino que trasciende la metafísica, distinguiendo
para ello las nociones de “ídolo” (para referirse a la comprensión de Dios bajo
conceptos, sean éstos antropomórficos o metafísicos) y la de “ícono” (para
referirse a lo contrario, al entendimiento de Éste sin preconcepciones o teorías,
así como para aludir a las manifestaciones que intentan evocarlo o acogerlo sin
mutilar –o amortiguar– su radical diferencia o alteridad).
19
2. Un acercamiento a la Segunda Vanguardia Poética Chilena
“Todo texto es texto en un contexto”
(Haas, “Mística en contexto”: 63)
El período de la historia de la literatura chilena denominado actualmente
como “Segunda Vanguardia” es uno de los menos analizados por los estudios
literarios y culturales. Si bien existen valiosos trabajos en torno a la obra de sus
más conocidos exponentes como Humberto Díaz-Casanueva, Rosamel del
Valle, Eduardo Anguita, Gonzalo Rojas y el grupo surrealista de La
Mandrágora 10, no existe aún una investigación que dé cuenta de ésta en su
heterogéneo conjunto y que considere además las voces de autores más
marginales de ese tiempo que sin embargo desarrollaron interesantes
búsquedas poéticas todavía casi inexploradas (entre éstos se pueden señalar –
aparte de Cáceres– a Gustavo Ossorio, Jaime Rayo, Juan Negro, Heriberto
Rocuant, Winétt de Rokha, Boris Calderón, Hugo Goldsack, Victoriano Vicario,
Antonio de Undurraga, entre muchos otros).
Las razones de esta sistemática exclusión son difíciles de establecer por
su variedad y complejidad. Aparte de las ya insinuadas en el primer capítulo de
este trabajo, se pueden agregar el hecho de que ésta ha recibido distintas
denominaciones a lo largo del tiempo (hasta el día de hoy los analistas se
refieren a ella indiscriminadamente como “Generación del 38”, “Segunda
Generación Vanguardista” o “Segunda Vanguardia” como si estos términos
fueran homologables), problema metodológico grave, ya que esta ambigüedad
nominal aparte de provocar confusión y de dificultar su aprehensión, tiene una
serie de implicancias conceptuales importantes si se elige un determinado
nombre y no otro, las que por lo general se pasan por alto; a que ha sido
considerada por la mayoría de los académicos como un grupo de poetas que
continua casi sumisamente los preceptos establecidos por la Primera
Vanguardia, pero sin sostener la radicalidad de ésta, seguramente por ser
“segunda”, situación que le ha restado interés crítico (simplificación no sólo
10
Sólo por dar algunos ejemplos podríamos señalar Rosamel del Valle, poeta órfico de María
Eugenia Urrutia, La poesía de Humberto Díaz-Casanueva de Evelyne Minard y Mandrágora: la
raíz de la protesta o el refugio inconcluso de Luis G. de Mussy.
20
injusta sino que equivocada como se verá cuando analicemos la poética de
Cáceres); y a que ésta ha recibido duras críticas de parte de variados poetas,
críticos y antologadores provenientes de distintas trincheras literarias por su
aparente falta de compromiso frente al convulso contexto histórico nacional e
internacional que en ese tiempo se estaba desarrollando al elaborar una poesía
deliberadamente personal, intransigente y replegada en el lenguaje que exigía
a sus potenciales lectores un compromiso total con lo que ésta intentaba
expresar (cuestionamiento ético que terminó por sepultarla).
Ubicada en un momento histórico clave (entre 1933 y 1953, según Naín
Nómez) la Segunda Vanguardia representa en Chile el último estertor de las
llamadas “vanguardias históricas”. Después de ésta las vanguardias se
desintegrarán para dar paso a una poesía que “vuelve a cauces más concretos,
ligándose en forma evidente a sus raíces más populares y sociales, en una
nueva imbricación con los vertiginosos cambios que se producen en el mundo
urbano nacional y continental” (Nómez, Antología Crítica Tomo III: 21), la que
se concretará especialmente en los trabajos de Parra, Arteche, Lihn y Teillier,
entre otros11.
Pero, ¿por qué las vanguardias dejaron de hegemonizar el canon
literario chileno? ¿Qué papel desempeña la Segunda Vanguardia en esta
debacle? ¿Este fracaso se debió al agotamiento histórico de sus principales
referentes –el surrealismo francés por ejemplo– o más bien a razones internas,
propias? ¿Por qué luego de una primera década de relativa estabilidad –la
comprendida entre 1933 y 1943, el período “dorado” de la Segunda
Vanguardia– los discursos de sus exponentes se fueron haciendo cada vez
más fragmentarios, “herméticos” y desolados hasta llegar a un súbito e
inquietante silencio? (la obra de Gustavo Ossorio es un buen ejemplo de esta
última etapa).
Para responder a estas preguntas (alguna de ellas ya pueden intuirse
con lo dicho hasta ahora y otras sólo se podrán vislumbrar al final de esta
investigación), es necesario hacer ciertas consideraciones acerca de las
vanguardias en general, describir brevemente el turbulento contexto histórico
11
Esto no evitará, no obstante, que en este período surjan minoritarios proyectos escriturales
que reactualizarán de una manera muy personal los presupuestos vanguardistas (un ejemplo
de ello es la obra de David Rosenmann-Taub).
21
tanto nacional como internacional y el proceso de modernización que en ese
momento se estaba llevando a cabo en el país, aparte de referirse a qué es lo
que se entiende por “Segunda Vanguardia” considerando sus principales
características, cuál era su situación dentro de la heterogénea Generación del
38 de la que forma parte y cómo fue su relación con la Primera Vanguardia,
todo esto para obtener una noción de conjunto del fenómeno la que nos dará
importantes luces acerca de las motivaciones y alcances de la búsqueda
poética del autor que estamos estudiando.
2.1- Algunas consideraciones generales acerca de las vanguardias
Desde su mismo origen militar el concepto de “vanguardia” (término que
designa a la parte más adelantada del ejército, aquella que encabeza la
exploración y el combate en el campo enemigo) concibe en su interior la noción
de choque y ruptura. Ahora bien, en el caso de ésta su contrario es “el estado
de cosas establecido dentro de una cultura objetivada que recibe el nombre de
tradición” (Subirats: 24) a la que debe acabar y superar. Su naturaleza
polémica y destructiva que afirma y niega el pasado al mismo tiempo se puede
relacionar con “el logos de la civilización burguesa, al serle inherente una idea
de progreso que conlleva una permanente renovación entre lo nuevo y lo viejo,
entre lo que era y lo que será” (Gavilán, sin paginar). Octavio Paz sostiene en
ese sentido que el carácter transgresor del arte y la poesía de la época
Moderna o de la “tradición de la ruptura” de la cual las vanguardias son su
cierre, obedece a un despliegue y a una crítica a la vez de la noción de
progreso, derivada ésta de una concepción temporal enraizada en el
Cristianismo, pero que se ha secularizado gracias a los presupuestos de la
Ilustración propios de la razón crítica. Según éste las vanguardias son la
consumación de esa tradición por cuanto llevan a su conclusión lógica las
premisas establecidas en los albores de la Modernidad (desde el Romanticismo
en adelante), las que pueden resumirse en el siguiente axioma: unir arte y vida
para transfigurar esta última. Es por esta razón que Paz señala que las
vanguardias “no solamente fueron una estética o un lenguaje, sino también una
erótica, una política, una visión del mundo, una acción: un estilo de vida” (Paz,
Los hijos del limo: 148) cuyo propósito final era transformar la alienante y
22
deteriorada realidad delineada por la sociedad burguesa la que se expresaba
literariamente por medio del realismo y el naturalismo.
Complementando
esta
reflexión,
Peter
Bürger
señala
que
las
vanguardias, al ser la cúspide de la “tradición de la ruptura” (utilizando el
término de Paz), pueden observar retrospectiva y polémicamente su
pertenencia a la Modernidad de la que, al fin y al cabo, son su consumación
imaginativa. Éste señala que “sólo cuando el arte alcanza el estadio de
autocrítica, es posible la comprensión objetiva de épocas anteriores en el
desarrollo artístico” (Bürger: 60). Para él las vanguardias representan y
expresan justamente ese instante de autocrítica del arte moderno que se ha
desplegado en un proceso de virtual autoconciencia de sí mismo y que logra, a
fines del siglo XIX, su maduración, puesto que lo que critica ahora no es sólo la
institucionalidad literaria, sino que la institucionalidad en general (en ese
sentido las vanguardias no son un estilo, sino que la crítica de todos los estilos,
incluyendo la propia autocrítica del presente). Por ello, la autonomía de las
esferas del saber, la fe y la política respecto al sujeto inmerso en su
desenvolvimiento histórico no sólo acontece en estos ámbitos, sino que
además acontece en el arte, en el interior de un mundo que no posee
referentes trascendentes al quedar éstos vaciados de significado 12. Esta
instancia, propia de una Modernidad caracterizada socialmente por el
predominio de la burguesía, se convierte en el objeto de crítica privilegiado de
la vanguardia, pues “ésta muestra y denuncia con su violencia la pertenencia
de la autonomía a un sistema de nivelación y dominio del cual se desea
sustraer al arte, aminorando o sublimando la capacidad emancipadora que
posee” (Gavilán, sin paginar). Esa violencia se traduce en una protesta por
devolver el arte al mundo de la praxis vital (en un intento para que éste volviese
a ser práctico), protesta que al asumirse como crítica cultural, subvierte y
cuestiona las vinculaciones habidas entre sus preceptos teóricos y su eventual
recepción por parte de un público atónito y despectivo.
Ahora bien, todas estas consideraciones generales no deben obviar
finalmente a la que es, quizás, la principal preocupación de las vanguardias: el
12
“El arte sólo se establece como autónomo en la medida en que, con el surgimiento de la
sociedad burguesa, el sistema económico y el político se desligan del [sistema] cultural, y las
imágenes tradicionales del mundo, infiltradas por la ideología básica del intercambio justo,
separan las artes del contexto de prácticas rituales” (Jürgen Habermas citado por Bürger: 65).
23
lenguaje. Como muy bien lo señala Ismael Gavilán en “Caracterización de la
Generación del 38. Tres poéticas y contexto”, toda revolución que pretenda
trastocar los sentidos de la sociedad en la que se articula debe poner a prueba
su fundamentación axiológica y gneosológica en un examen detallado y crítico
de los usos del lenguaje. Las vanguardias no son la excepción ya que éstas
heredan “la premisa originada en Nietzsche en torno a la crítica del lenguaje: al
desvelar el significado de ciertas palabras sagradas e inmutables –aquellas
sobre las que descansaba el edificio de la metafísica occidental– el autor de La
genealogía de la moral socavó los cimientos de esa metafísica” (Gavilán, sin
paginar). Es así que la confiada actitud del ser humano del siglo XIX ante el
lenguaje (confianza establecida en la ingenua creencia de que signo y objeto
se vinculaban sin un cuestionamiento mayor) entra en crisis al momento de
asumirse como una autoconciencia que ve invalidada su capacidad creativa y
de representación. Es por eso que uno de los puntos programáticos más
importantes de los distintos movimientos vanguardistas fuera la reivindicación
de un lenguaje depurado de sus cargas sociales e históricas y que tuviera
nuevamente la capacidad de conocer y recrear críticamente a la realidad. Sólo
por mencionar ejemplos relevantes basta referirse a la profunda destrucción del
lenguaje representacional (tanto en lo pictórico como en lo poético) por parte
del Dadaísmo y las investigaciones, basadas en el psicoanálisis, que llevan a
cabo los surrealistas y que desembocan esencialmente en la noción de
escritura automática (un método que no sólo pretendía lograr la expresión total
del yo al liberarlo de cualquier influjo represivo y castrante, sino que también de
desautomatizar al lenguaje cotidiano –convencional, colectivo y socializado– el
gran responsable de las limitantes concepciones y representaciones del mundo
que existían en ese momento).
De esta manera, es importante destacar que la radical ruptura que las
vanguardias establecen con el sistema de arte anterior a ellas, no obedece
únicamente a la conciencia de una crisis epocal cuyo contexto es la Primera
Guerra Mundial y sus consecuencias como se ha querido ver muchas veces,
sino que también a una crisis de los usos del lenguaje nacida de un
vaciamiento semántico de los referentes tradicionales que hasta ese entonces
explicaban y sostenían el mundo y de la necesidad de dotar al lenguaje de un
24
poder emancipador que permitiera la expresión (y creación) de un hombre
nuevo.
Por último, es importante destacar que si bien el vanguardismo es un
fenómeno universal, éste adquiere ciertas características específicas en
América Latina que obligan a estudiarlo como un movimiento desigual, pero
con correspondencias a nivel continental que se enfatizan en ciertos espacios
(Ciudad de México, La Habana, Sao Paulo, Lima, Buenos Aires, Montevideo,
Santiago y otros centros urbanos) y se diluyen en otros. En la empresa
vanguardista
latinoamericana
se
da
particularmente
una
progresiva
desublimación del poeta y su trascendencia, estudiada en profundidad por
Federico Schopf, que condujo a una gran amplificación de la realidad al
hacerse cargo de dimensiones hasta ese entonces desconocidas en el arte
(esto sin embargo no siempre ocurre como en el caso de los tardíos poetas
surrealistas nacionales). Estos autores “ampliaron el tiempo y el espacio (…),
penetraron en las profundidades del inconsciente y de los sueños, liberaron la
realidad estética de su realismo decimonónico y se comprometieron con la
realidad social, incluyeron el juego y la actividad lúdica, la arbitrariedad del
lenguaje y la hibridez de los materiales de creación” (Nómez, Antología Crítica
Tomo II: 8), junto con desdecir las fronteras entre lo concreto y lo fantástico, lo
verdadero y lo falso, relativizando así los límites de la realidad. Si bien el
vanguardismo latinoamericano también busca la destrucción de la literatura
anterior como el europeo, éste no es deshumanizado como señalaba Ortega y
Gasset, sino que todo lo contrario, ya que tiende a buscar un “nuevo
humanismo, una nueva sensibilidad, una transformación de la realidad social
represora para los seres humanos del continente (…) que inquiere por una
nueva forma de ver que ilumine zonas desconocidas de la naturaleza y de la
historia” (Nómez, Antología Crítica Tomo II: 11)13, el que se vería
especialmente reflejado según este autor en los planteamientos de Vallejo,
Guillén, Neruda, De Rokha, Huidobro, Borges, Mariátegui, Hidalgo y Guimaraes
Rosa (es decir, los principales representantes de la Primera Vanguardia de
cada país).
13
“Nuevo humanismo”, es importante aclararlo desde ya, que no debe interpretarse como un
re-ensalzamiento del limitado y pretensioso concepto de sujeto que propone la Modernidad,
sino de uno que intentará, contrariamente, socavarlo y superarlo.
25
Estas características traerán una serie de consecuencias tanto en la
configuración de los mismos discursos vanguardistas como en la manifestación
del sujeto que aparece en ellos. Respecto al primer punto, los poetas
vanguardistas utilizarán todos los recursos y materiales que les parezcan
adecuados, desde recortes de diarios, conversaciones, frases de textos
científicos, neologismos, imágenes creadas, espacios en blanco, etc. hasta
antítesis, paradojas y sinestesias. La obra de esta forma se hace inacabada,
“abierta” (concepto que después popularizará Umberto Eco) y los receptores
son convocados para asumir un papel activo en su lectura. En cuanto al
segundo punto, el sujeto se representa en permanente transformación o tiende
a borrarse de la superficie discursiva. Paradigmáticos en ese sentido son los
casos de Altazor (1931) de Vicente Huidobro, Residencia en la tierra (1933) de
Pablo Neruda y Suramérica (1927) de Pablo de Rokha, si consideramos
solamente la Primera Vanguardia nacional. En el primer texto, la expresión más
lograda del creacionismo, el sujeto luego de “alcanzar su máxima potencialidad
como productor y producto del texto” se diluye al final del poema “en el intento
adánico del nombrar primigenio” (Nómez, Antología Crítica Tomo II: 11) cuando
éste
se
transforma
en
sonidos
que
rehuyen
toda
significación
y
correspondencia con la realidad. Este retroceso a los orígenes del lenguaje,
que muestra un sujeto que “salta al vacío témporo-espacial para retirarse de la
historia y desintegrarse en una nada que es tal vez el inicio de otro sujeto y otro
mundo” (Nómez, Antología Crítica Tomo II: 12), tiene grandes similitudes con
las obras de Neruda y de Rokha recién nombradas, célebres expresiones del
surrealismo de nuestro país. En éstas las imágenes intentan fusionar objeto y
sujeto en una tentativa radical por suprimir el abismo y la contradicción que los
distancia, pero disolviéndolos en un discurso productor de imágenes gratuitas e
inexplicables, única posibilidad de dar cuenta efectivamente del inconsciente.
Sin embargo, lo más interesante de esta búsqueda, mediante la cual sujeto y
objeto fueron uno, radicó no tanto en la transcripción de los dictados del
subconsciente tal como lo hicieron los surrealistas europeos, sino en que ésta
persiguió una respuesta poética que iluminara el discurso poético por medio de
“imágenes visionarias que muestran un movimiento hacia abajo para luego
tender hacia lo alto” (Nómez, Antología Crítica Tomo II: 12; las cursivas son
mías). Cabe señalar que este “movimiento” descendente-ascendente (de claras
26
resonancias iniciáticas y místicas) junto con la utilización de imágenes
“visionarias” (por medio de las cuales se quería evocar el mundo invisible, ya
sea el inconsciente personal o dimensiones ocultas de la realidad) serán dos
elementos en los que ahondarán profusamente Cáceres y los demás poetas de
la Segunda Vanguardia, siendo quizás la principal herencia de los patriarcas de
la Primera Vanguardia.
Ahora bien, independiente de esto (en lo que profundizaremos a lo largo
de este trabajo) y de las diferencias que puedan existir entre las búsquedas del
creacionismo y el surrealismo nacional, es necesario decir por ahora que los
discursos vanguardistas en general expresan un despliegue de un sujeto que
actúa bajo una racionalidad absoluta con el fin de lograr el texto total, pero que
simultáneamente rompe con esa racionalidad por medio del montaje, la
fragmentación, etc. negándose de esta forma a la reducción estética y social.
2.2- Contexto histórico y situación de la Segunda Vanguardia dentro de la
Generación del 38
Sin perder de vista los conceptos recién aludidos corresponde describir
ahora brevemente el agitado contexto histórico de la Segunda Vanguardia,
imprescindible para comprender ciertas características de la poética de
Cáceres.
Chile durante los años treinta y cuarenta estaba experimentando una
segunda modernización con la consolidación del sistema de partidos de masas,
el crecimiento del Estado y el proceso de industrialización nacional dentro del
marco de una economía capitalista dependiente (proceso que se venía
gestando desde 1920 cuando Arturo Alessandri Palma asumió la presidencia
de la república). Entre ese momento y 1938 cuando triunfa el Frente Popular
con Pedro Aguirre Cerda como presidente, en Chile ocurren una serie de
transformaciones políticas, sociales, y culturales de primer orden que indicarían
la entrada conflictiva de nuestro país al discurso de la Modernidad y por ende a
la vanguardia.
Los principales acontecimientos que se suceden en el país en ese lapso
de tiempo son, como lo señala Sergio Vergara en Vanguardia literaria: ruptura y
restauración en los años 30, la disolución paulatina del poder político de la
27
antigua oligarquía a raíz de la elección presidencial de Alessandri Palma en
1920, los conflictos de poderes al final de su gobierno (1924), su exilio y retorno
que desemboca en la constitución de 1925, el interregno de Emiliano Figueroa
Larraín (1925-1927), la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo entre 1927 y
1931, la crisis económica mundial de 1929 que afecta dramáticamente a Chile
especialmente en el ámbito minero del salitre y el cobre, la creación de los
partidos comunista y socialista, el período anárquico de 1931-1932, el segundo
gobierno de Alessandri (1932-1938) en el que se perpetra la Masacre del
Seguro Obrero, la fundación de la Alianza de Intelectuales de Chile por la
Defensa de la Cultura en 1937 por Pablo Neruda (organización que entre otras
cosas juega un importante papel en el desarrollo de la solidaridad con los
republicanos españoles), la consolidación en la década del 30 del Frente
Popular que desemboca en las elecciones de 1938, y la presidencia de Pedro
Aguirre Cerda (1938-1944) cuyo gobierno no sólo fomenta fuertemente la
educación y la industrialización con la creación de la CORFO (Corporación de
Fomento de la Producción), sino que también establece políticas de
nacionalización y de apoyo a las capas medias, las que favorecerán la
sedimentación de fuertes movimientos partidistas, gremiales y sindicales.
En esta fase también es necesario tener en cuenta hechos
internacionales trascendentales como la constitución de la república española y
la posterior guerra civil con su millón de muertos; la recién señalada crisis
económica de 1929 (la primera crisis central del capitalismo); el inicio de la
Segunda Guerra Mundial; la cada vez más fuerte articulación de América
Latina al capitalismo mundial; el sistema económico de sustitución de
importaciones; y las nuevas dicotomías políticas a nivel internacional (nazismo,
comunismo, fascismo, anarquismo). Aparte de lo anterior hay que señalar que
en esos años hubo en el país un enorme aumento del número de estudiantes
de enseñanza primaria provocando un gran incremento en la tasa de
alfabetización, se elevó considerablemente el número de personas con derecho
a inscribirse en el registro electoral y se experimentó un notable fenómeno
migratorio desde el campo a los centros urbanos lo que se tradujo en el
crecimiento de las grandes ciudades, en especial de Santiago, el que “acentúa
la condición de extrañamiento del poeta, reproduce su repliegue hacia una
interioridad que se aliena de la idea positivista del progreso y lo compromete
28
cada vez más con la experimentación del lenguaje” (Nómez, Antología Crítica
Tomo III: 5). En ese sentido no es casualidad el hecho de que la mayoría de los
poetas vanguardistas provinieran de regiones, como es el caso de Cáceres que
es originario de la ciudad de Cauquenes14.
Con todo, hay que destacar que ante esta serie de profundas
transformaciones políticas, sociales y económicas en Chile se generaron
variados tipos de discurso que respondieron de distinta manera al proceso
modernizador que se estaba desarrollando en el país y a cómo conciliar el arte
y la vida dentro del turbulento contexto histórico nacional e internacional recién
descrito, siendo la Segunda Vanguardia sólo uno de los múltiples y
contradictorios conjuntos de voces escriturales que durante los años treinta y
cuarenta intentaron hegemonizar el canon poético chileno (todos los cuales han
sido tradicionalmente englobados bajo el nombre de Generación del 38).
Aparte del discurso de los poetas de la Segunda Vanguardia que “prosiguen
con gran maestría la retórica vanguardista, simbólica y parasurrealista” pero
que paradójicamente también “buscan la renovación y el refugio en un lenguaje
que remeda la modernidad, pero sin asumirla, al extremo de asfixiar el mundo
exterior y llevar su propio saber a los límites del hermetismo” (Nómez,
Antología Crítica Tomo III: 11), afloran por ejemplo los discursos políticosociales de poetas como Andrés Sabella, Alberto Baeza Flores, Julio Moncada
y Luis Merino Reyes, las voces de poetas mujeres que continúan el largo
periplo de búsqueda de su “espacio propio” siempre negado y reprimido (como
es el caso de Stella Corvalán, Mila Oyarzún y María Cristina Menares), la
nueva poesía social de los “patriarcas” de la Primera Vanguardia (Neruda y De
Rokha especialmente) que abandonan sus antiguas búsquedas con el
propósito de alinearse con el sentir del mundo popular, los discursos
continuistas y antimodernos de poetas como Pedro Prado, Daniel de la Vega y
Juan Guzmán Cruchaga que buscan reinsertar la tradición nostálgica de un
mundo que lentamente desaparece como mito idílico y los discursos también
14
“La vanguardia es un fenómeno de las capitales relacionadas con el intercambio
internacional, la modernolatría es una devoción ciudadana (…) La vanguardia aparece como
índice de actualidad generado por los centros metropolitanos en su proceso de modernización”
(Yurkievich: 8). De esta manera, tanto la Primera como la Segunda Vanguardia asumen “el
rasgo de un discurso que entra en conflicto con una visión ruralizada del ser nacional
fomentada por el Criollismo y cuyo contraste polémico sembrará divergencias ideológicas de
importancia” (Vergara: 36).
29
antimodernos, pero renovados de los “Poetas de la Claridad” (Óscar Castro,
Luis Oyarzún y Nicanor Parra, entre otros) que ante la poesía “negra”,
“subjetiva” y “hermética” de los poetas de la Segunda Vanguardia (varios de los
cuales fueron seleccionados en la polémica Antología de poesía chilena nueva
llevada a cabo por Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita en 1935), propusieron
una poesía de “luz” de carácter antivanguardista y de utilidad social que
estuviera “al alcance del grueso del público” (Parra: 46) que permitiera la
comunicación de representaciones válidas para toda la comunidad y no sólo
para algunos “iniciados” pertenecientes a “elitistas cofradías secretas”.
Este complejo contexto de cambio y continuidad, de transformaciones y
clausuras (en el que los discursos vanguardistas siguen siendo dominantes
aunque nunca totalmente canónicos) se ve reflejado por su efervescencia
crítica y antológica. Variadas voces polemizan en revistas, diarios y libros.
Entre las primeras destacan Atenea, Ariel, Zig Zag, Vital, Multitud, Mguillatún,
Leit Motiv, La Revista de la Sociedad de Escritores y Mandrágora. Entre los
críticos sobresalen Raúl Silva Castro, Luis Enrique Délano, Ricardo Latcham,
Jorge Elliott, Armando Donoso y Fernando Alegría, entre otros, sin dejar de
lado la “voz tradicional, pero siempre efectista de Hernán Díaz-Arrieta, Alone”
(Nómez, Antología Crítica Tomo III: 9). La época estuvo marcada, además, por
la publicación de un gran número de antologías poéticas de gran trascendencia
por su notable capacidad de avizorar la poesía del porvenir. Entre ellas se
pueden nombrar La poesía chilena moderna (1931) de Rubén Azócar, a la ya
mencionada Antología de poesía chilena nueva (1935) de Teitelboim y Anguita,
8 nuevos poetas chilenos (1939) de Tomás Lago (que nació como respuesta a
la anterior al agrupar a todos los “Poetas de la Claridad”), Exposición de la
poesía chilena (1941) de Carlos Poblete, 41 poetas jóvenes de Chile (1943) de
Pablo de Rokha, Poetas chilenos 1577- 1944 (1944) de Carlos René Correa,
13 poetas chilenos (1948) de Hugo Zambelli, Poesía nueva de Chile (1953) de
Víctor Castro y Antología crítica de la nueva poesía chilena (1957) de Jorge
Elliott.
Si bien todas estas antologías son relevantes porque en su conjunto
ofrecen una mirada del constante y contradictorio despliegue de fuerzas
escriturales que existieron durante ese tiempo (un reflejo del complejo proceso
de consolidación, crisis y rearticulación de la modernidad en la sociedad
30
chilena) y porque éstas nos permiten conocer los criterios (muchas veces
divergentes 15) con los cuales se entendió a la poesía de nuestro país de la
primera mitad del siglo XX, desempeñando así un papel fundamental en la
constitución del canon literario chileno al señalar qué autores son dignos de ser
conservados y cuáles no (iniciándose así un nuevo capítulo de la inevitable
historia
de
los
“sobrevivientes” y los
“rechazados” con sus
graves
consecuencias), existe una en particular que tiene gran importancia en el
desarrollo y en la consolidación de las vanguardias de nuestro país,
convirtiéndose en un evento cultural decisivo: me refiero a la conocida
Antología de poesía chilena nueva de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim
(los "preciosos ridículos" como los definió Alone) en la que se publicaron
poemas de Vicente Huidobro, Ángel Cruchaga, Pablo de Rokha, Rosamel del
Valle, Pablo Neruda, Humberto Díaz-Casanueva, Juvencio Valle, Omar
Cáceres y de los mismos antologadores.
Más allá de las encendidas polémicas que este texto generó en el
momento de su publicación (como la exclusión de Gabriela Mistral o la
inclusión de los propios antologadores en la selección) es indiscutible su valor
por validar públicamente los procesos vanguardistas que se estaban
desarrollando hasta ese momento en Chile (hecho inédito hasta ese instante) y
porque estableció un determinado modo de concebir a la poesía al dejar en
claro el valor peculiar del lenguaje en un afán de renovación y diferencia. Esta
antología además es fundamental para comprender el intento de una nueva
definición identitaria de la poesía chilena: aquella que quiere dialogar de igual a
igual con la poesía europea, y, especialmente, con las vanguardias. Ésta
muestra
“(…) un modelo transdiscursivo, permeable y abierto a las influencias
externas, que en este caso significa la aceptación del repertorio textual de
las vanguardias (reducidas preferentemente al surrealismo y al
creacionismo). La poesía chilena, en consecuencia, debe recurrir a la
traducción y adaptación de los ‘nuevos’ modelos provenientes de las
vanguardias europeas para encontrar su identidad y su especificidad
cultural y estética.”
15
Interesante al respecto es la polémica que se desarrolló entre Jorge Elliott y Fernando
Alegría. Mientras el primero sostuvo que la poesía chilena de la primera mitad del siglo XX
dependía casi exclusivamente del romanticismo europeo, el segundo pensaba contrariamente
que ésta bebía principalmente del movimiento modernista latinoamericano (véase al respecto
Nómez, Antología Crítica Tomo III: 10).
31
(Galindo, “Antologías e identidades en la poesía chilena hasta mediados del
siglo XX”: 83)
Cabe señalar que esta preferencia por lo universal en vez de lo local
será otra de las causas de su pugna con los “Poetas de la Claridad”, los que
con claro propósito conservador y tradicionalista, pensaban que en vez de
mirar a Europa y romper de esta manera con la tradición, era necesario “volver
atrás (…) para no perder el contacto con la vértebra terrestre, convenio o
entendimiento social donde se nutre de unidad el espíritu del hombre” (Lago:
14), esto es, recuperar modelos propios de la poesía popular hispánica (García
Lorca, Alberti, Hernández, etc.).
Finalmente, esta antología es también esencial para esta investigación
porque en ella se verbalizan por primera vez las características centrales que
tendrá la Segunda Vanguardia, específicamente en los prólogos de los
antologadores y en las artes poéticas de los mismos autores seleccionados
correspondientes a este grupo (Del Valle, Díaz-Casanueva, Cáceres). A pesar
de que éstas a veces manifiestan énfasis distintos, expresan en su conjunto
notables convergencias en cuanto a la visión de mundo, a la concepción del
propio quehacer poético y en el tipo de búsquedas realizadas, a diferencia de
las posiciones de los poetas de la Primera Vanguardia que presentan
perspectivas claramente disímiles (por ejemplo, mientras Huidobro insiste en
sus propuestas creacionistas, Pablo Neruda evidencia su rechazo de la poesía
como actividad puramente estética y Pablo de Rokha señala con fuerza la
importancia del subconsciente incorporando al mismo tiempo planteamientos
de raigambre marxista al concebir el arte como consecuencia de la
estructuración económica de la sociedad). De estas similitudes hablaremos en
el sub-capítulo que viene a continuación.
2.3- Segunda Vanguardia: un intento de definición
Pero entonces, ¿qué podemos entender por la “Segunda Vanguardia
Poética Chilena” considerando lo anterior? ¿Qué características distintivas
tiene ésta que la diferencia de la Primera?
Respecto al primer punto, lo primero que hay que señalar es que no es
32
apropiado referirse a este período de la historia literaria chilena como “Segunda
Generación Vanguardista” de acuerdo a rígidos esquemas de periodización
como el que Cedomil Goic plantea en Historia y crítica de la literatura
hispanoamericana (según el cual la primera generación vanguardista estaría
compuesta por autores nacidos entre los años 1890 y 1904 y la segunda por
autores nacidos entre 1905 y 1919), no sólo porque esos ordenamientos
generacionales tienen un carácter evolucionista que les impide aprehender
realidades singulares y considerar factores pertenecientes a la “historia
externa” de la literatura 16, sino que también porque los poetas de este período
ni siquiera comparten un programa estético común, requisito básico para
constituir una (lo mismo sucede con la heterogénea Primera Vanguardia).
Tampoco es adecuado referirse a este conjunto de voces escriturales
simplemente como “Generación del 38”, ya que este concepto, aparte de
adolecer de los mismos problemas que el anterior, abarca una inmensa
pluralidad de discursos divergentes que coexisten antagónica y dinámicamente
(desde aquellos que se caracterizaron por intentar recrear el mundo popular en
su dimensión social y humana, por un marcado regionalismo y por recuperar un
lenguaje directo anclado en la realidad, como los de Nicomedes Guzmán y
Francisco Coloane por ejemplo, hasta aquellos que pretendieron transformar la
realidad por medio de la creación de un lenguaje nuevo teniendo por lo tanto
una mayor preocupación por el ámbito estético de sus obras, como el autor que
estamos estudiando aquí), lo que dificulta su aprehensión y le resta
especificidad. En ese sentido, consideramos que el término más adecuado
para definir el discurso de este conjunto de poetas que, independiente de la
fecha de su nacimiento, profundizaron ciertas búsquedas iniciadas por los
poetas de la Primera Vanguardia que posteriormente fueron abandonadas por
éstos (las que analizaremos a continuación) y que publica sus principales
textos en las décadas del 30 y del 40, es el de “Segunda Vanguardia” o
“Segundo grupo poético vanguardista”, tal como se ha estado utilizando hasta
el momento. No obstante lo anterior, en esta investigación se seguirá haciendo
16
De esta manera, esta investigación contradice deliberadamente la idea predominante en la
teoría de la poesía del siglo XX (expresada por ejemplo en las propuestas de los formalistas
rusos, de Jakobson, de Riffaterre, etc.) de que la investigación estrictamente poética debe
entender al texto en cuanto tal, con prescindencia de toda relación extrapoética.
33
referencia a la “Generación del 38” a pesar de los reparos que genera su
nombre, no sólo porque es un concepto altamente reconocido dentro de los
estudios literarios sino porque también éste permite dar cuenta que la obra de
los autores de la Segunda Vanguardia se inserta en un contexto mayor
determinado por un momento histórico que de una u otra forma marcó la vida y
el propio quehacer literario de sus protagonistas, los que desde distintas
trincheras generaron una pluralidad de propuestas poéticas para interpretarlo
como hemos visto. Si bien existen abundantes testimonios de que los poetas
de la Segunda Vanguardia en particular se sentían fuertemente ligados a esa
“generación” 17, hay que señalar que esa ligazón obedece más a un sentimiento
epocal de cambio compartido por todos los artistas de ese tiempo
(independiente de sus propuestas estéticas) que a una misma concepción de la
poesía y de su función en la sociedad. De esta forma, utilizar el nombre de
“Segunda Vanguardia” no representa ningún tipo de problema o contradicción;
al contrario permite identificar un tipo de discurso particular que convive con
muchos otros en un momento crítico y movedizo determinado por las
contradicciones de la modernidad, lo que favorece su estudio y comprensión.
Tomada una posición respecto a la nominación de este grupo poético,
corresponde ahora señalar qué características generales tiene éste que lo
diferencian de la Primera Vanguardia (y de paso del resto de las producciones
literarias de su tiempo). Si nos atenemos únicamente a las opiniones que éste
ha suscitado y a los estudios existentes (nunca referidos a la Segunda
Vanguardia directamente), nos quedaremos con una visión muy superficial y
desfavorable debido en gran parte a que sus búsquedas fueron consideradas
anacrónicas y retrógradas, especialmente a partir de la década del 50 cuando
la poesía mayoritariamente quiso establecer un fuerte vínculo con la realidad
social (vínculo que las vanguardias supuestamente habían roto por su excesiva
subjetividad y hermetismo). Las críticas en ese sentido son copiosas y
17
“(…) sería tal vez más significativo y ubicador denominar a nuestra generación como de 1938
o del 38 a secas. La mayoría de los componentes frisaba entonces los veinte años y se
precipitó a la vida civil y literaria, bajo el torbellino sonoro del Frente Popular” (Teitelboim, “La
generación del 38 en busca de la realidad chilena”: 106) o “(…) considero significativo que se
nos haya bautizado así (…) aunque el año 38 nos aglutinó, en verdad fue el año 36 el primer
aguijonazo: la Guerra Civil Española. Todos, escritores y artistas, mayores que nosotros o los
de nuestra edad, nos alineamos junto a la España Republicana” (Anguita, Páginas de la
memoria: 35).
34
lapidarias. Junto a las ya señaladas a lo largo de este trabajo (como las de
Naín Nómez y las de los Poetas de la Claridad), podemos agregar por ejemplo
las de Nicanor Parra quien calificó peyorativamente a estos poetas como
“versolibristas, herméticos, oníricos, sacerdotales” (Parra: 47) situándolos en
las antípodas de su visión desmitificadora y antiépica de la poesía no sin reírse
de su propia posición y de reconocer la gran influencia que tuvieron en su
propio trabajo 18, las de Jorge Teillier quien señaló que la mayor parte de éstos
“se amparan en la facilidad de expresar en renglones malamente cortados la
dispersión mental, la a–lógica, o que vacían sus delicuescencias adolescentes,
su trasnochado vanguardismo” (Teillier: 23)19 o las de Miguel Arteche quien les
dedicó los siguientes versos en el poema “Los que llamaron a la muerte”: “(…)
Devorados serán los que ejercieron la noche,/ ahogadas sus lenguas./
Creyeron que vivirían para mirar mil soles,/ y ahora yacen en tinieblas” (178),
destacando que el fracaso de su proyecto poético se debió a su ambición
imposible por representar aquello que excede la comprensión humana, junto a
un misantrópico y trasnochado “malditismo”.
Pero los cuestionamientos más dolorosos y devastadores fueron los que
profirieron destacados integrantes de la misma Segunda Vanguardia que
abjurando de sus principios iniciales evolucionaron hacia una poesía social o
declaradamente militante. El caso más recordado es el de Volodia Teitelboim,
antes paladín de la poesía “nueva”. Éste último realizó una brutal autocrítica de
las vanguardias en el Primer Encuentro de Escritores Chilenos convocado por
Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción en 1958, evento cultural de
primera importancia porque en él se realizó un profundo diagnóstico de la
situación de la literatura chilena en general, estableciéndose las bases de lo
que posteriormente se conocería como “Generación del 50”. Según él el error
de la vanguardia chilena radicaría principalmente en el hermetismo de su
expresión (sumándose de esta forma al reproche más habitual esgrimido en
contra de ella), ya que en un momento en el que se experimentaba una grave
crisis social, política y económica “(…) el pueblo no escuchaba nuestros
18
“El antipoema (…) no es otra cosa que el poema tradicional enriquecido con savia
surrealista” (Parra: 48).
19
Exceptuando explícitamente de este cuestionamiento a Rosamel del Valle, Omar Cáceres,
Humberto Díaz-Casanueva, Gustavo Ossorio y Braulio Arenas.
35
incomprensibles cantos” debido a que “nos alejábamos de las realidades
próximas so pretexto de tomar contacto con las realidades remotas y
profundas, que por remotas y profundas dejan de ser realidades o nadie sabe
exactamente si lo son” (Teitelboim, “La generación del 38 en busca de la
realidad chilena”: 114). Como muy bien lo subraya Óscar Galindo en “Poesía
chilena de mediados de siglo. Tres poéticas de la crisis de la vanguardia
(Arteche, Lihn, Teillier)”, Teitelboim llega a hablar del “espejismo de la
vanguardia” y define a sus representantes (él mismo entre otros) como
“ruidosamente europeizantes, sobre todo afrancesados y último grito” (595).
De esta manera, si aceptamos estas observaciones tendríamos que
decir que la Segunda Vanguardia es un grupo poético menor que se
caracterizó por continuar, con total desfase o anacronismo, los planteamientos
de las vanguardias históricas (en especial del surrealismo y el creacionismo) en
un momento en el que el país necesitaba contrariamente otro tipo de
representaciones más conectadas con la realidad y sus vertiginosos cambios,
por ser un grupo sin identidad propia que imitó ideas y procedimientos foráneos
sin considerar la tradición literaria nacional y latinoamericana (particularmente
el modernismo), un grupo que se caracterizó por su expresión hermética y
oscura fruto de estériles batallas metafísicas que aparte de asfixiar el mundo
exterior no condujeron a ningún lado, en fin un grupo que llevó a cabo un
vanguardismo menor, de museo que fracasó en su intento por romper las
fronteras entre el arte y la vida al dejar de ser crítico e instalarse como un hito
histórico más de una tradición que es “consumada y consumida por un público
lector mayoritario, el cual no puede distinguir la moda de la radicalidad de la
ruptura” (Nómez, Antología Crítica Tomo III: 6). En ese sentido, las sistemáticas
exclusiones que este grupo ha sufrido tanto de los estudios literarios como de
los culturales no sólo se entienden sino que estarían plenamente justificadas.
Pero, ¿estas consideraciones son adecuadas y justas? ¿Dan cuenta
efectivamente del fenómeno en su conjunto? Probablemente sí, en especial si
están dirigidas a La Mandrágora, grupo que tardíamente se articuló a un
surrealismo ya en retirada en torno al cual se gestaron ásperas polémicas que
aún subsisten 20. Sin profundizar demasiado en este tema, hay que señalar que
20
Críticas y panegíricos abundan por doquier. A modo de ejemplo destacar simplemente las
palabras de Eduardo Anguita en pleno apogeo del movimiento: “Quiero hablar de Mandrágora
36
La Mandrágora, por su gran visibilidad dentro del panorama literario de esa
época producto de sus polémicas afirmaciones expresadas en la revista
“Mandrágora” (1938-1942), es en gran medida la principal responsable de los
clichés que hasta hoy existen acerca de la Segunda Vanguardia, sin dejar de
reconocer que fue un proyecto válido que reflejó la diversidad de ese tiempo y
que algunos de sus exponentes escribieran una gran poesía, especialmente
Teófilo Cid y Jorge Cáceres. Su propósito de realizar un surrealismo ortodoxo
hasta las últimas consecuencias en pos de los ideales de sus maestros
franceses (Breton, Artaud, Eluard, Péret, etc.) sin tener una actitud resolutiva
frente a los conflictos socio-políticos que la realidad social chilena de fines de
los años 30 exigía (provocando que su proyecto se quedara en lo estrictamente
literario y que por lo tanto fracasara en su intento de integrar el arte con la
vida 21) hizo pensar, con un reduccionismo evidente, que todas las obras de los
poetas de la Segunda Vanguardia compartían esas características: todas ellas
son la expresión de un vanguardismo desfasado, deslavado, ingenuo,
intransigente y de segunda mano que careció de visión epocal y de verdadera
capacidad para llevar a cabo sus planteamientos subversivos ya inofensivos
y/o domesticados. Por lo demás, su defensa de lo que ellos llamaron “poesía
negra” (término con el que no sólo autodenominaron su propia propuesta
literaria sino que también utilizaron para nombrar a la poesía que ellos
consideraban como verdadera independiente de su tiempo 22, es decir, aquella
(…) No han logrado nada de lo que se han propuesto como surrealistas (…) se advierte
siempre en sus poemas una complacencia estética (…) que revela una vejez desoladora y una
pertinacia simpática e ineficaz” (citado por Nómez en Antología Crítica Tomo III: 20) o las de
Jorge Elliott quien señaló que “es justo reconocer que los poetas chilenos que aceptaron los
postulados de dicha escuela se distinguen por su seriedad ante los problemas que plantean. La
mayoría ha escrito cuentos de innegable calidad y la poesía de Arenas, Cáceres, Cid y GómezCorrea, contiene siempre elementos que germinan con mucho vigor en nuestra imaginación”
(78).
21
Ismael Gavilán señala con gran lucidez al respecto que el principal problema de los poetas
de La Mandrágora consistió en ver al discurso poético como una finalidad y no como un medio
para lograr la transformación de lo real que la época demandaba y que ellos mismos buscaban
al pretender transformar el mundo y la vida siguiendo los preceptos de Marx y Rimbaud
respectivamente, dos de sus principales referentes al lado de los autores ya nombrados.
Apoyando esta idea, Klaus Meyer-Minnemann y Sergio Vergara sostienen que “en vez del
compromiso social preconizado por la Alianza de Intelectuales de Chile por la Defensa de la
Cultura, en el cual la poesía sólo serviría de medio para el programa de transformación de la
sociedad, Mandrágora exaltaba la expresión poética como manifestación máxima de libertad,
una libertad desvinculadota de todas las trabas sociales, morales e imaginativas posibles” (66).
22
Eso explica la inclusión de textos de autores como Hölderlin, Swift y Jarry en algunos
37
que tenía el poder de disolver las categorías racionales de la percepción y que
podía aprehender lo inasible de lo real) junto con su fascinación por el concepto
de “terror” 23, favorecieron sin querer (principalmente por la pésima lectura que
sus detractores hicieron de estas nociones) el prejuicio que bordea la caricatura
de que los poetas de la Segunda Vanguardia tenían además una predilección
vana y casi enfermiza por todo lo que pudiera recibir los calificativos de oscuro,
misterioso, desesperado y tortuoso, pero sin tener ésta un fundamento sólido y
coherente que se base en experiencias profundas que la justifiquen, sino que
se funda solamente en la frustración por la imposibilidad de crear una poesía
que verdaderamente interprete y se haga cargo de los problemas de una
sociedad que estaba sufriendo profundos cambios.
Pero, ¿qué pasa con los otros poetas de la Segunda Vanguardia? ¿Con
aquellos que desarrollaron en silencio interesantes búsquedas poéticas (la
mayor parte de ellas aún inexploradas) alejadas de grupos determinados y de
las polémicas? ¿Merecen también estas históricas calificaciones? ¿Son
pertinentes para referirse por ejemplo a la profunda indagación de los orígenes
del ser que realiza Humberto Díaz-Casanueva en Vigilia por dentro (1931), a la
concepción del poder cabalístico que Rosamel del Valle le otorga a las
palabras para recordar “la memoria que está más allá de los orígenes y más
allá de la muerte” (Díaz-Casanueva, La violencia creadora: 32) o a la
autoconsciente exploración del lenguaje, aún sin parangón, que lleva a cabo
Eduardo Anguita? Sin caer en la majadería es necesario preguntarse de nuevo,
¿son realmente adecuadas estas opiniones para referirse por ejemplo a la
búsqueda de la verdad que Juan Negro emprende en Vasto ser (1945) a pesar
de estar plenamente consciente de que ésta destruiría todas sus creencias y
convicciones (incluso su cordura), al intento que Victoriano Vicario realiza en El
lamparero alucinado (1936) de transfigurar la materia por medio del lenguaje
poético para sublimar nuestro mundo degradado o al descenso sin retorno que
números de la Revista Mandrágora.
23 “(…) yo amo a los que el tormento de un enigma obligó a preferir las encantaciones, la
poesía o el sobrenatural terror, como medios simples para conseguir arribar a los primeros
atisbos de su verdadero ser. Más allá de eso existe el límite infranqueable del silencio y la
palabra” (Arenas: 2). Cabe señalar que el concepto de “terror” sin duda se relaciona con el de
“shock”. Recordemos que éste último es parte inalienable de toda concepción vanguardista que
desee poner en cuestionamiento la pasividad receptora de los productos que realiza (véase
Bürger: 111-123).
38
Gustavo Ossorio hace en El sentido sombrío (1947) hacia las zonas más
ocultas y profundas del ser hasta llegar a los límites de la representación con
tal de testimoniar lo que hay allí (siendo de esta manera el principal heredero
de Cáceres)?
Esta investigación quiere demostrar que no. Si bien todas éstas tienen
razón desde sus distintas trincheras estéticas e ideológicas, creemos que aquí
ha primado un análisis simplista y acomodaticio (por todas las razones que
hemos planteado a lo largo de este trabajo) que ha perjudicado la comprensión
e interpretación de estas poéticas, lo que ha tenido como consecuencia un
silenciamiento de las mismas que hay que revertir no sólo para demostrar el
enorme valor que éstas tienen en sí mismas sino que también para comprender
el importante rol que éstas han desempeñado dentro de la historia de la
literatura chilena, tanto en el desarrollo y disolución de las vanguardias
históricas nacionales, como en la constitución de la poesía inmediatamente
posterior que no pudo haber existido sin la influencia de ellas, por lo menos tal
como la conocemos 24.
Es innegable que muchas de las características que los críticos y
antologadores le han atribuido a la Segunda Vanguardia son ciertas. El
problema radica en la valoración negativa que éstos le han dado, debido a que
mayoritariamente las interpretan desde posiciones contrarias. Para revalorar
estas poéticas es necesario, por tanto, cuestionar esas estimaciones para dejar
que sus textos se “desoculten” (según el decir de Heidegger) de acuerdo con
sus propias lógicas internas y no desde preconcepciones arbitrarias que se
repiten acríticamente.
Ahora bien, independiente de estos desfavorables juicios de valor, es
posible señalar a modo de síntesis que lo que distingue a la Segunda
Vanguardia chilena del resto de las producciones literarias de su tiempo, más
allá de los matices que cada poética tiene en particular, es su concepción de la
24
Esta idea cobra aún más fuerza si aceptamos la tesis que Federico Schopf plantea en Del
vanguardismo a la antipoesía según la cual el proyecto poético de Nicanor Parra (una de las
voces escriturales más influyentes de los años que vendrán después) lleva a su conclusión
lógica los presupuestos vanguardistas más relevantes en el contexto chileno. De esta manera,
éste no sólo dialogaría con la poesía anglosajona (Eliot, Pound, etc.), el minimalismo y el arte
objetual para crear la antipoesía como se ha querido ver muchas veces, sino que también con
los proyectos que se originaron durante las décadas del 30 y 40 en Chile, entre los que la
Segunda Vanguardia cumple un papel fundamental.
39
poesía como una forma de conocimiento o revelación 25; la percepción de un
mundo velado y desconocido al que sólo es posible acceder mediante la
utilización de alegorías, símbolos e imágenes visionarias (y tradicionales en
varios casos); la exploración de ese mundo invisible a través de la indagación
del yo profundo y de dimensiones desconocidas de la realidad (la noción de
éste, sin embargo, es sumamente variable: mientras los poetas mandragóricos
le niegan cualquier trascendentalismo al concebirlo simplemente como el
inconsciente personal26, otros poetas como Cáceres y Ossorio lo ven como una
dimensión espiritual inefable e inaccesible, por ejemplo); la permanente
preocupación y/o reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades para
representar justamente aquel “mundo” que no se conoce, pero que se intuye; la
manifestación en el discurso de sujetos que tienden a fragmentarse y a
desaparecer a medida que se internan en dicho misterio; la progresiva
disolución de la realidad que sufre un proceso de “simbolización”, el que es
lógico teniendo en cuenta que el propósito último de la Segunda Vanguardia es
nombrar justamente lo que está más allá de lo que entendemos por “real”, es
decir, aquello que se ubica en el límite de lo pensable, lo indecible, sea esto
sagrado o no 27; el quiebre textual que se expresa por medio de metáforas
audaces y originales, la versificación libre y una transformación tipográfica que
se da en varios casos (como en algunos poemas de Omar Cáceres, por
ejemplo); y el intento de sus integrantes de aunar arte y vida, poesía y
existencia como salida “al impasse de una Modernidad a tientas y el
25
“La poesía por antonomasia, no es la lucería ni el malabar: es el ejercicio de la revelación del
trasmundo por el hombre, la que ilumina a signos los contenidos incognoscibles y la patética
máxima de la existencia” (Teitelboim, Antología de poesía chilena nueva, sin paginar).
26 “Nada de metafísica, nada de recurrir a Dios para explicar la fenomenología desesperada del
alma. Freud ha dado al hombre un medio suficientemente serio para discernir sus antinomias,
sin caer en las interpretaciones cristianas que detentaban la solución de esos problemas”
(Teófilo Cid citado por Meyer-Minnemann y Vergara: 57). Esta explícita alusión al psicoanálisis
–una teoría y práctica terapéutica con claras pretensiones cientificistas/naturalistas– demuestra
que la Mandrágora entiende a la poesía como un instrumento de investigación de índole
exclusivamente materialista.
27 “Cuando el significado no es de ninguna manera ’presentable’, el signo, la figura o metáfora
conducen lo sensible de lo figurado al significado, siendo este significado –por naturaleza
inaccesible, según Gilbert Durand– una epifanía o aparición de lo indecible, inaccesible; una
representación que hace aparecer un sentido secreto, epifanía de un misterio” (Franzone: 122;
las cursivas son suyas). Cabe señalar que esa realidad anhelada, pero indefinible que está
más allá de las palabras tiene grandes concordancias con los conceptos del Dios sin verdad
del Pseudo Dionisio, lo indestructible de Kafka, lo abierto de Rilke, el continuum de Bataille, el
afuera de Blanchot y la visión abierta de Victoria Cirlot, entre otros.
40
enfrentamiento con la chatura de la sociedad chilena de la época” (Gavilán, sin
paginar).
Viendo estas características generales es innegable apreciar que la
Segunda Vanguardia tomó muchos elementos que la Primera Vanguardia
utilizó cuando ésta adscribía a los postulados del creacionismo y el surrealismo
antes de que derivara en una poesía social y comprometida (como la
indagación de los pliegues existenciales y las huellas de la memoria personal y
colectiva, la fragmentación de los sujetos poéticos, la disolución del mundo
exterior, etc.) siendo de esta forma la continuadora de ese primer legado que
fue abandonado por sus mismos creadores. ¿Esto hace a la Segunda
Vanguardia menos valiosa y retrógrada? De ninguna manera por varias
razones: en primer lugar, porque ésta permitió consolidar una comunidad de
pensamiento de vanguardia en el imaginario poético-estético chileno que se
había empezado a formar a partir de la década del 20 con la actividad del grupo
Runrunista y la publicación de un conjunto de obras importantes como Los
gemidos (1922) y Suramérica (1927) de Pablo de Rokha, Tentativa del hombre
infinito (1926) y Residencia en la tierra (1933) de Pablo Neruda, El aventurero
de Saba (1926) y Vigilia por dentro (1931) de Humberto Díaz-Casanueva, País
blanco y negro (1929) de Rosamel del Valle, Altazor y Temblor de cielo (ambas
de 1931) de Vicente Huidobro, entre otras. Y en segundo lugar, porque los
poetas de la Segunda Vanguardia, si bien iniciaron sus búsquedas a partir de
las que realizaron los patriarcas de la Primera Vanguardia, no las repitieron o
imitaron vacuamente, sino que las profundizaron llevándolas a límites y
espacios no vislumbrados por ellos (como se verá en la misma poética de
Cáceres, por ejemplo), lo que aparte de ampliar la mirada sobre los problemas
abordados, enriqueció a la poesía chilena en general (en ese sentido la
Segunda Vanguardia sería más bien una progresión que un retroceso). Por lo
demás, su abierta oposición a los nuevos derroteros poéticos tomados por sus
precursores caracterizados por reincorporar el “canto nacional y continental, en
diálogo con el repertorio ideológico de la época (…) apelando e integrando a
sectores populares y de capas medias” (Nómez, Antología Crítica Tomo III: 19),
demostró no sólo su independencia y diferencia estética/filosófica sino que
también la contradictoria relación que establecieron con ellos basada en la
admiración por el trabajo realizado anteriormente y en el rechazo por el
41
ejecutado en el presente 28. Esta disparidad de pareceres no debe considerarse
sin embargo como una lucha entre “vanguardistas renovados” (Primera
Vanguardia) y “vanguardistas recalcitrantes” (Segunda Vanguardia) como falsa
o equivocadamente se ha querido ver muchas veces, sino más bien a dos
momentos que se produjeron en todas las vanguardias latinoamericanas: el de
la “exteriorización” de las nuevas tendencias artístico-literarias provenientes de
Francia y Centroeuropa por parte de poetas “implantadores-transmisores” (los
“fundadores” de la nueva poesía, según Saúl Yurkiévich)
y el de la
“asimilación” de las mismas llevada a cabo por poetas inmediatamente
posteriores que conformarían la “segunda” vanguardia (idea defendida también
por Octavio Paz en Los hijos del limo: 200-201). El supuesto anacronismo de
ésta última quedaría entonces en entredicho 29.
Otras imputaciones comunes a este grupo poético son, como hemos visto, la
oscuridad de sus temas y el hermetismo de su expresión producto de un
incomprensible ensimismamiento, su fracaso en su intento por romper las
fronteras entre el arte y la vida al dejar de ser un vanguardismo realmente
crítico y su falta de visión epocal para crear una poesía que verdaderamente
interprete y se haga cargo de los problemas de una sociedad que estaba
experimentando profundos cambios. Respecto al primer punto, simplemente
señalar que no cabe ninguna duda de que la poesía que proponen estos
28 Respecto a este punto hay que señalar que de todos los poetas de la Primera Vanguardia es
Vicente Huidobro quien tuvo una mayor influencia en la Segunda Vanguardia, siendo ésta
fundamental para su desarrollo. Esto se debió a que éste no sólo legitimó los postulados
vanguardistas en Chile desde que regresó a Santiago en 1933 por medio de una serie de
polémicos artículos divulgados en diarios como La Opinión o Frente Popular, sino que a través
de tertulias organizadas en su casa (a las que asistieron poetas como Eduardo Anguita,
Humberto Díaz-Casanueva, Gonzalo Rojas y posteriormente los integrantes del grupo La
Mandrágora) intentó crear un movimiento que insertara las diversas manifestaciones del
“espíritu nuevo” en el estrecho campo cultural chileno con el propósito final de transformar al
arte y a la realidad. Más allá de los logros o fracasos obtenidos con esta iniciativa, Huidobro se
convirtió en un referente importantísimo para este grupo de poetas, ya que aparte de
cohesionarlos y de compartir con ellos la utopía de crear un hombre y una sociedad nueva, su
influencia en el plano estético y discursivo se hizo sentir fuertemente en sus obras,
especialmente en la concepción de la poesía como creación de un objeto nuevo y autónomo, y
en la utilización de imágenes novedosas y distanciadas del mundo “real” (eso explica el hecho
de que fuera el autor con más poemas seleccionados en la Antología de poesía chilena nueva).
29
Todo esto, claro está, si aceptamos la idea de que o no existía una tradición
hispanoamericana propia o ésta no era lo suficientemente fuerte; planteamiento polémico, que
a falta de mayor espacio, tendremos que aceptar no sin expresar nuestras aprensiones
(¿acaso Pedro Prado no escribió, por ejemplo, en el poema “Lázaro” de 1913 versos que ya
anticipaban la obra de Cáceres: “¡Oh recia muralla impenetrable/ que nadie escala si no
renuncia/ a su saber antiguo!”?).
42
autores es compleja y de difícil comprensión, tanto por la temática que abordan
como por la forma en cómo la representan. En su defensa cabría hacerse las
siguientes preguntas: ¿cómo expresar con palabras aquello que justamente no
puede ser descrito por ellas? ¿Cómo nombrar lo indecible si no es a través de
imágenes, símbolos y otras figuras indirectas 30? ¿Cómo dar cuenta de “otra”
realidad invisible si no es trastocando un lenguaje convencional que no sólo es
insuficiente para describirla sino que también la limita y racionaliza? El deseo
imposible por desentrañar los misterios que nos rodean hizo que estos poetas
trituraran el lenguaje hasta bordear la ininteligibilidad (sin llegar sin embargo a
la destrucción extrema de éste llevada a cabo por Vicente Huidobro en los
últimos cantos de Altazor), pero no por un afán exclusivista y excluyente según
el cual su poesía estaría destinada solamente a un reducido grupo de
“iniciados”, sino porque no había otra forma de hacerlo. Esta situación también
explicaría la primacía del dolor y la angustia en la poesía de estos autores la
que obedecería justamente a esa imposibilidad del lenguaje por dar cuenta de
lo indecible y no a una predilección insustancial e infantil por todo lo que
pudiera recibir los calificativos de oscuro, desesperado y tortuoso, como se ha
querido ver muchas veces. Al color negro con el que tan comúnmente se ha
calificado a estas poesías se le deben quitar por tanto sus connotaciones
negativas, ya que más que a la oscuridad y al mal, estas búsquedas
subterráneas están haciendo referencia al límite absoluto, a lo que no puede
vislumbrar y explicar nuestra razón.
La crítica según la cual la Segunda Vanguardia habría fracasado en su
intento por romper las fronteras entre el arte y la vida al realizar un
vanguardismo de tono menor y domesticado también es cuestionable, aunque
hay que reconocer que existen muchos casos dentro de ella que la
comprueban. Independiente de los resultados que cada empresa tuvo (los que
sucintamente veremos a continuación), es posible observar que por lo menos
existió la intención de que la literatura trascendiera las palabras y se convirtiera
30 Gilbert Durand señala al respecto que la conciencia tiene dos maneras de representarse el
mundo: la directa cuando la “cosa misma” se hace presente en la mente, en la percepción o la
sensación. La otra es indirecta, cuando –por una u otra razón– la “cosa” no puede presentarse
en carne y hueso a nuestra sensibilidad (como los recuerdos de infancia o la representación de
otra vida más allá de la muerte, por ejemplo). En todos los casos de representación indirecta el
objeto ausente llega a nosotros por una imagen (véase La imaginación simbólica: 8).
43
en acción a través de una serie de hechos y testimonios (una meta compartida
por todas las voces escriturales de la llamada “Generación del 38” más allá de
sus tendencias estéticas e ideológicas 31). Ismael Gavilán, quien investigó en
profundidad este tema, señala que esta voluntad de querer cambiar el mundo
se demostró, por lo menos exteriormente en:
“(…) la decidida actitud del joven escritor Héctor Barreto como militante
socialista y su muerte violenta, en el suicidio del joven poeta Jaime Rayo
ante la ‘ineficacia de nuestra palabra poética’ según el decir de Eduardo
Anguita; en el misterioso asesinato del poeta Omar Cáceres; en la simbólica
decisión de Miguel Serrano de quemar la edición de su primer libro como un
acto de liberación de lo literario en aras de una vida entregada a una
búsqueda mágica; en el alejamiento del poeta Gonzalo Rojas del ‘mundillo’
literario santiaguino en pos de un proyecto vital y poético en el Norte Chico
al hacer clases a un grupo de mineros”.
(Gavilán, sin paginar)
Junto a estas acciones irracionales e incomprensibles a modo de
ejemplo
(reflejos
de
una
rebelión
ante
una
sociedad
burguesa
autocomplaciente y opresora), habría que agregar los testimonios de Eduardo
Anguita quien aparte de señalar que lo que se proponía hacer él y el resto de
sus compañeros era intentar “desbordar la poesía escrita y la palabra mediante
una puesta en acción. Acción, conducta, ética, hechos. ¡Más allá de la palabra!”
(Páginas de la memoria: 43), constantemente citaba las siguientes palabras de
Kirilov (personaje de Los demonios de Dostoievski) para retratar el ánimo de
esa época: “Toda mi vida he querido que hubiera algo más que las palabras.
Sólo he vivido para eso. Para que las palabras tuvieran un sentido, para que
fueran actos”.
Aún así, independiente de esas declaraciones y acciones puntuales que
no demuestran nada en sí mismas si no van acompañadas por obras que
sustenten tales presupuestos, lo que corresponde saber es si realmente la
Segunda Vanguardia llevó a cabo un vanguardismo crítico y no de “museo” que
cuestionara especialmente a la naciente industria de la cultura, la que al primer
31 “El fin de los integrantes de la llamada Generación del 38 es la recuperación de la realidad.
Las transformaciones de la sociedad de la época exigirán un cambio de actitud que llevará a la
mayoría de los escritores a plantearse el problema sobre lo real. La realidad es ahora en este
contexto, la realidad social con sus contradicciones. El sujeto se entiende al interior de un
medio y contexto político concreto. Consecuentemente con ello, la literatura se compromete
socialmente al mostrar esa realidad, pero ahora de un modo ‘deliberante’, reflexivo y ya no
exclusivamente descriptivo y telúrico a la manera del viejo Criollismo” (Meyer-Minnemann y
Vergara: 65).
44
intento de negación de la producción y recepción individual (dado sobre todo
por la influencia del surrealismo y el dadaísmo) va a plantear la falsa anulación
entre el arte y la vida al restaurar la categoría de obra, los fines artísticos, la
producción individual y la recepción masiva con la reincorporación de la
institución de arte (a la cual los primeros vanguardistas combatían). Para
resolver esa interrogante, que no tiene una respuesta única, habría que
distinguir y analizar por separado los diversos proyectos escriturales que
conformaron a la Segunda Vanguardia con tal de obtener una aproximación
justa y adecuada, que no caiga en reduccionismos o juicios categóricos
apresurados. Sin profundizar demasiado en ello, ya que un estudio de esas
características rebasaría los límites de un trabajo como éste, es posible afirmar
de manera general que efectivamente hubo proyectos que realizaron un tipo de
vanguardismo que sucumbió en su intento por romper con la institucionalidad
en general al imitar procedimientos que ya habían perdido su radicalidad o al
convertirse en “laboratorios de escritura” que nunca cristalizaron a su debido
tiempo (lo que provocó que su intento de ruptura se quedara en lo
estrictamente literario y que por lo tanto fracasaran en su intento de integrar el
arte con la vida), pero que también existieron otros que lograron acercarse sin
aspavientos a esa utopía.
Dentro de los primeros, habría que señalar como ejemplo, aparte del
grupo de La Mandrágora del que ya dimos nuestra opinión más atrás, al
Movimiento David creado por el mismo Eduardo Anguita en 1938. Este
misterioso proyecto, de cuya existencia se dudó por mucho tiempo, tuvo como
propósito constituirse como un movimiento vanguardista que fuera una
alternativa tanto a la nueva poesía social y partidista de los poetas de la
Primera Vanguardia como al surrealismo ejecutado por La Mandrágora (grupo
con el que sostuvo una relación crítica y distante 32) con toda la parafernalia
correspondiente:
manifiestos,
acciones,
publicaciones,
un
“método
de
conocimiento”, etc. De acuerdo con su programa “David o una moral poética”
(publicado recién en 1957, siendo de esta forma más un homenaje postrero
32 Esta distancia crítica con La Mandrágora se debió fundamentalmente a que Anguita no
estaba de acuerdo ni con la relación de subordinación que los surrealistas establecían con el
Inconsciente ni con los métodos que éstos empleaban para aproximarse a él (como la escritura
automática, por ejemplo), debido a que creía en la supremacía de un yo consciente y creador
capaz no sólo de abolir el azar (otro punto capital del programa surrealista), sino que de
descender en lo más primigenio del ser. Su deuda con Huidobro, por tanto, es evidente.
45
que un manifiesto propiamente tal), esta nueva vanguardia pretendía “vaciar la
realidad, primero, y, luego, mediante la progresiva proyección voluntariosa de
la visión sobre el vacío, crear el estilo de objetos y de actos que funcionen
orgánicamente (…) en cuyo espacio esté el hombre mismo incorporado y
proyectado permanentemente tanto en su consumación como en su
acrecentamiento” (Anguita citado por Morales: 161). Pero como toda
vanguardia que se precie de tal este movimiento también ambicionó
transformar la realidad, en este caso por medio de una nietzscheana
“transmutación de los valores”: “(…) Entiéndase bien que lo que nosotros
buscábamos era una moral pura, absolutamente exenta de mentira y de temor,
para lo cual se impone un profundo análisis, un tocar fondo en nuestros actos”
(Anguita citado por Morales: 163), llegando incluso a pensar en realizar actos
licenciosos y delictivos como secuestrar a un connotado magnate chileno
reconocido por su avaricia (idea que fue finalmente rechazada por los
integrantes del grupo por estar determinada por un criterio ético). Años
después Anguita diría, con gran auto-sarcasmo, que “por suerte, David no
realizó nada semejante. Decididamente, no estábamos hechos para el
terrorismo” (Páginas de la memoria: 57).
Lamentablemente este interesante movimiento nunca logró desarrollarse
cuando debía hacerlo debido a la falta de compromiso de sus integrantes o a la
indecisión de éstos mismos para llevar a cabo un programa tan ambicioso
(como lo revelan sus propios artículos retrospectivos), convirtiéndose de esta
forma en otro intento más que fracasó durante aquellos efervescentes años en
su tentativa por constituirse en un proyecto que efectivamente combatiera el
status quo institucional (creado incluso por las mismas vanguardias ya
enraizadas en la tradición y por lo tanto en proceso de fosilización) y en su
anhelo de transformar la vida y el mundo por medio de la literatura 33.
Pero entonces, ¿qué proyectos se acercaron a ese sueño de fundir la
poesía y la existencia? Justamente los que propusieron autores como Omar
33 “Aunque el Movimiento David –iniciado hacia 1938– puede leerse como un intento de
Eduardo Anguita por crear una nueva vanguardia, no es posible hablar con propiedad de una
escuela o una corriente estético-literaria que haya prosperado. Si bien se trata de un intento por
integrar desde la poesía una postura moral y hacer de la escritura una práctica que apunta a
establecer primero una ruptura con lo anterior y luego una propuesta que se acerca claramente
más a lo filosófico y a lo religioso que a lo puramente estético, David ha de considerarse como
una búsqueda más que como un hallazgo” (Morales: 18).
46
Cáceres, Rosamel del Valle, Gustavo Ossorio y otros poetas de esa época que
no quisieron formar parte de ningún grupo determinado y que desarrollaron
poéticas estrictamente personales y heterodoxas. Pero si esto es así, ¿por qué
éstos apenas han sido considerados por los estudios literarios y culturales?
Porque el camino que ellos le propusieron a sus potenciales lectores y a sí
mismos contradijo deliberadamente las estrategias que utilizaron tanto sus
predecesores de la Primera Vanguardia durante ese tiempo (que como hemos
visto realizaron textos “totales” en cuya épica se logra el nivel más alto de
relación entre lo estético y lo político) como las que ejecutaron sus crédulos
compañeros de ruta (Mandrágora, David, etc.), que deslumbrados por los
hallazgos y procedimientos de las vanguardias europeas (y de la apropiación
que de ellos hicieron los poetas nacionales anteriores), los repitieron o
emularon sin cuestionarlos, creyendo que éstos aún podían interpretar y
transformar un mundo que ya había cambiado.
A diferencia de ellos, estos poetas llevaron a cabo lo aquí llamaremos
una “épica de la marginalidad”, la que es producto de una radical desilusión
respecto al proyecto de la Modernidad (del que son expresión de su última
etapa), la que los hace sospechar y desconfiar de prácticamente todo, desde la
capacidad de la razón para dar cuenta y comprender las distintas dimensiones
de la realidad hasta la fe en la noción del progreso, pasando por las ideologías,
las religiones, los partidos políticos, los movimientos sociales, las escuelas
artísticas (incluidas las vanguardias históricas de las que toman distintos
elementos, pero sin “militar” en ninguna de ellas) e incluso el propio discurso
poético que por sus limitaciones inherentes devela y oculta a la vez aquello que
quieren comunicar en una paradoja indisoluble, siendo a pesar de lo anterior el
único medio que tienen para testimoniar su paso por la Tierra (demostrando así
la precariedad de un mundo que no tiene ni fundamentos sólidos ni
expresiones adecuadas para representarlo).
Esta certeza consciente o inconsciente del fracaso del pensamiento
occidental (que por medio de la razón no sólo rompió la alianza con lo divino,
sino que también originó la división sujeto-objeto que redujo considerablemente
las conexiones entre las cosas y las redes de correspondencia o de similitudes
simbólicas que se establecen entre ellas, con la consiguiente mutilación de la
percepción de la totalidad y la comprensión del Otro, como lo diría Lévinas en
47
Totalidad e Infinito), junto con el deseo de expresar una dimensión desconocida
y paralela a la realidad en la que se hallan los últimos vestigios de lo sagrado
(que pese a los materialismos y racionalismos imperantes aún es percibida o
intuida), hizo que estos poetas, contraviniendo la ideología de la época y el
sentido común, se internaran de manera heroica y sacrificial en territorios
hostiles e inexplorados (tanto existenciales como metafísicos y espirituales) con
tal de alcanzarla y describirla, acaso para contribuir a la “salvación” de un
mundo desacralizado y en crisis que no podía ofrecer respuestas satisfactorias
ante las preguntas más elementales. El trabajo poético de estos autores por
tanto rebasó lo meramente literario para convertirse en un proyecto de vida
radical y subversivo que más allá de querer constituirse como una nueva
vanguardia (un efecto colateral) quiso revelar los verdaderos fundamentos del
mundo 34, pero sin guías ni maestros definidos, sin “manifiestos”, sin “métodos”,
sin polémicas, en el más completo silencio, ya que éstos comprendieron
tempranamente que sólo en el interior de cada hombre se libran las batallas de
las que surge la verdad al ser éste un microcosmos del universo 35.
En estos proyectos escriturales sin embargo se presentaron dos
paradojas que los fisuraron irremediablemente, frustrando sus intentos por
develar los misterios que nos rodean, por lo menos tal como ellos los intuían o
experimentaban (situación que hizo que sus propuestas fueran aún más
radicales, al contrario de lo que podría pensarse inicialmente). La primera de
ellas radicó en el hecho de que mientras más profundamente estos poetas se
sumergían en lo desconocido o incierto más se hacían presentes en sus
discursos
imágenes,
alegorías,
símbolos
y
elementos
escatológicos
34
Federico Schopf también comparte esta opinión al señalar que “esta poesía continuaba
representando (o sugiriendo, refiriendo, expresando) algo, a saber, y dicho muy en general,
dimensiones de la experiencia que no habían sido suficientemente imaginadas y concebidas en
los niveles ya institucionalizados o socializados del discurso poético (…) en este sentido, es
una poesía cuya existencia –cuya forma y contenido– surge y se elabora en contradicción con
las formas de vida y la ideología de la sociedad establecida (revelando paradójicamente sus
verdaderos fundamentos)” (118).
35
Actitud que recuerda la siguiente reflexión de Kafka: “No es necesario que salgas de casa.
Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes,
quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar,
no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies” (33). El modo adecuado de
acercarse a la verdad no es, por consiguiente, un intencionar conociendo, sino un adelantarse
y desaparecer en ella. Como diría Benjamin, “la verdad es la muerte de la intención” (El origen
del drama barroco alemán: 216).
48
tradicionales, convirtiendo a sus textos en verdaderos campos de batalla entre
imaginarios modernos y antiguos 36 (proceso que se manifiesta claramente en la
obra de Cáceres). La segunda se manifiesta en el momento inmediatamente
posterior a ese intento de representar aquello que justamente no se puede
expresar con palabras, lo indecible: cuando estos autores parecen conseguir su
cometido por medio de la utilización de imágenes visionarias y la anulación del
sujeto (entre otros procedimientos), en sus discursos afloran en seguida una
serie
de
marcas
textuales
que
desmienten
lo
anteriormente
dicho,
desestabilizando tanto la estructura misma de los poemas como el mensaje
que éstos quieren transmitir, con la consiguiente desorientación de sus lectores
que no pueden establecer con exactitud si lo que leen corresponde a una
revelación o a una broma cruel y sofisticada. Esta permanente autodestrucción
que se actualiza en cada lectura, esta dicotomía indisoluble entre la fe más
absoluta con el escepticismo más desolador, no obedece sin embargo a una
falta de manejo del material poético que se desborda caóticamente sino a la
concepción de la poesía como el lugar en donde se hospeda la ausencia y el
advenimiento a la vez, a una subversión epistemológica mediante la cual el
acceso al sentido sólo se puede realizar por medio de paradojas, antítesis,
oxímoros y otras figuras contradictorias que desafían el pensamiento lógicoracional, ya que la experiencia de Dios o del Misterio no puede expresarse a
través de conceptos unívocos que puedan categorizarse de acuerdo a sistemas
determinados. A pesar de esto, es posible percibir permanentemente en sus
textos una angustia, un desconsuelo por no poder desembarazarse por
completo de las limitaciones del lenguaje y crear uno verdaderamente nuevo
que acceda y dé cuenta de otra realidad (después de todo la escritura siempre
simboliza una pérdida de presencia: ésta llega cuando la palabra se retira),
situación que convierte a sus poéticas más en desgarrados umbrales entre dos
mundos (el conocido y el desconocido) que en la representación plena de este
36
Contradicción que puede tener múltiples lecturas, desde la deliberada actualización de
conceptos pretéritos con el propósito de recuperar o recordar ciertas verdades eternas e
inmutables que son comunes a todos los pueblos y culturas, pasando por el natural proceso
psicológico que poseen los seres humanos de nombrar y describir aquello que no se
comprende o se desconoce utilizando analogías y comparaciones con algo conocido, hasta la
comprobación del concepto junguiano del “inconsciente colectivo”, por dar algunos ejemplos.
Más allá de tomar partido por alguna de estas interpretaciones, lo que se quiere hacer aquí es
constatar la existencia de esta tensión, de esta fractura, de esta oscilación que es la
característica central de estas poéticas.
49
último, debido a que para llevar a cabo una empresa de esa envergadura sería
necesario utilizar otra lengua que supere las barreras del lenguaje humano
(caracterizado por la interrupción absoluta que establece entre las palabras y
las cosas), por una utópica lengua que no presente esa inadecuación entre el
ser y el lenguaje (pues cada cosa es inmediatamente su nombre) que algunos
autores como Benjamin han denominado como “divina” o “adánica”, justamente
para destacar su inaccesibilidad, su irremediable pérdida 37.
El resultado
de
todo
esto
son
discursos extraños,
exigentes,
desconcertantes, fracturados, “disonantes” (utilizando la terminología de Hugo
Friedrich) y resistentes a interpretaciones simplificadoras que con su radical
repliegue interno mediante el cual reactualizaron un imaginario tradicional y
simbólico subyacente (producto de la desconfianza que el racionalismo les
suscitaba y de las exigencias que un camino de estas características les
demandaba, nada menos que intentar dar cuenta del “orden secreto de las
cosas”), desafiaron silenciosamente tanto a su época caracterizada por
profundas transformaciones políticas, sociales y económicas (ante la cual había
que realizar supuestamente una poesía políticamente “comprometida” que
diera cuenta de todo aquello), como a la conservadora institucionalidad literaria
de ese tiempo que a duras penas aceptaba los presupuestos vanguardistas
promoviendo en cambio manifestaciones más convencionales y antimodernas,
e incluso a muchos de sus compañeros de la Segunda Vanguardia que
siguieron empleando procedimientos que ya estaban perdiendo su capacidad
de romper con lo establecido al ser integrados lentamente dentro de la tradición
más inmediata, convirtiéndose de esta forma en una paradójica, pero auténtica
37 En este punto hay que señalar a grosso modo que Benjamin en su particular teoría del
lenguaje (que expuso especialmente en los ensayos “Sobre el lenguaje en general y sobre el
lenguaje de los hombres” de 1916 y “La tarea del traductor” de 1923) distinguió básicamente
dos tipos de lengua: la lengua de Dios o adánica que es la lengua pura nominativa y la lengua
humana que es la lengua de la caída por antonomasia. Según él la primera, que era una y
perfecta y que existió en el principio u origen de todo, se fragmentó en una multiplicidad de
lenguas frágiles e incompletas (las lenguas humanas propiamente tales), luego de que el
mismo Dios las creara como castigo a la insolencia de los hombres que pretendieron rivalizar
con él y suplantarlo por medio de la construcción de la torre de Babel. Explicada de este modo,
la diversidad de las lenguas adquiere el estatuto de una segunda Caída (la primera es la
expulsión del hombre del paraíso) en la que la pérdida de la unidad lingüística original, edénica,
trae consigo no sólo la necesidad de la traducción sino que también el hecho de que el nombre
intacto sólo puede pensarse ahora y desde siempre como pérdida, como un "ya no", como una
desaparición, lo que explica el dolor que se expresa en la palabra poética de estos autores
cuya pretensión final es justamente revelarlo.
50
vanguardia (sin “ismos”, sin nombre) que rebasó las definiciones y
características más clásicas (y limitantes) de este concepto, como la ya
canónica de Bürger 38.
Es por esto que la última crítica de la que dábamos cuenta más atrás,
aquella que señalaba que la Segunda Vanguardia careció de visión epocal y
que por lo mismo no realizó una poesía que verdaderamente interpretara a una
sociedad que estaba experimentando profundos cambios, carece de sentido
(especialmente en el caso de los poetas de la “épica de la marginalidad”). Más
allá del éxito o fracaso de sus distintas y heterogéneas propuestas que sin
embargo compartieron una serie de características generales distintivas (ya
señaladas), todas ellas experimentan y reflejan de una u otra forma el conflicto
nacido de su crítica a la realidad como una experiencia crítica del lenguaje
(realidad que se cierne sobre ellas del modo más violento y cambiante), lo que
las convierte en valiosos testimonios de una época clave y convulsa. Por lo
demás, detrás de su cuestionado hermetismo y aparente desinterés por la
contingencia (cuyos fundamentos hemos tratado de explicar a lo largo de este
capítulo) se esconde el profundo deseo de transformar la vida y la realidad (en
ese orden) por medio de la búsqueda de un conocimiento que amplíe la
limitada y represora visión del universo existente, por lo que estos proyectos
poéticos, contrariamente a lo que podría pensarse haciendo una lectura
superficial de ellos, manifiestan un compromiso total, no sólo con lo que estaba
sucediendo en Chile y en el mundo, sino que con intentar desentrañar las más
38
Recordemos que Peter Bürger en su texto Teoría de la vanguardia (1974) señaló que toda
vanguardia que pretenda ser “auténtica” debe cumplir con tres condiciones. En primer lugar,
debe rebelarse contra la institución del Arte (esto significa no sólo irse en contra de las
instituciones que lo detentan sino que también en contra de las ideas dominantes que sobre él
hay en una época dada). En segundo lugar, debe romper absolutamente con la tradición. Y en
tercer lugar, debe reinscribir el arte en la praxis vital, poniendo fin a su condición escindida del
resto de la experiencia. Como se puede apreciar, si aplicáramos estas exigencias de manera
estricta, llegaríamos a la conclusión de que ni estos proyectos escriturales conformarían una
auténtica vanguardia (principalmente por el no cumplimiento del segundo punto), ni ninguna de
las vanguardias latinoamericanas, debido a que éstas emergieron en condiciones históricas
muy distintas de las europeas y a que muchos de nuestros primeros vanguardistas no sólo no
se enfrentaron a las instituciones, sino que incluso fueron activos partícipes de su creación,
entre otras razones de las que hablaremos en los capítulos siguientes. Ahora bien, este
“incumplimiento” de los requisitos expuestos por Bürger de ningún modo le resta valor a estas
expresiones, al contrario demuestra que la concepción que éste tiene del fenómeno es
extremadamente estrecha y europeizante (Hal Foster le hizo duras críticas al respecto en su
libro El retorno de lo real) y a que algunas manifestaciones vanguardistas latinoamericanas
llevaron a cabo búsquedas de características propias que no por no seguir fielmente los
preceptos y procedimientos de sus maestros europeos dejaron de tener la misma radicalidad y
capacidad de romper con lo establecido de acuerdo a sus particulares contextos.
51
hondas preocupaciones de los seres humanos, siendo así otros ejemplos del
“nuevo humanismo” del que Naín Nómez hablara más atrás. Asimismo, el
momento histórico que los ubica en el último eslabón de la tradición de la
ruptura, permite que éstos puedan observar retrospectiva y polémicamente su
pertenencia a la Modernidad, lo que convierte a sus discursos en una especie
de “súmmum” de ésta al confluir en ellos elementos del pasado y del presente,
en una contradictoria dialéctica cuya síntesis o resolución final ofrece más
interrogantes que respuestas, marcando el fin de un ciclo y el comienzo de otro
(circunstancia que hace que sus poéticas, verdaderas bisagras, sean
extremadamente interesantes, reveladoras y dignas de estudio).
Situada la poesía de Omar Cáceres dentro de la historia literaria chilena
(un camino no exento de dificultades, pero indispensable e ineludible para
empezar a comprenderla) corresponde ahora adentrarse en lo que constituye el
núcleo de este trabajo, la conflictiva actualización que este poeta hace en sus
textos de las ideas de Pseudo Dionisio e Isaac Luria, para lo cual no sólo habrá
que dar cuenta de ellas, sino que previamente hacer algunas consideraciones
acerca de la conexión que existe entre ciertos lenguajes religiosos tradicionales
y algunas manifestaciones del arte y pensamiento contemporáneo.
52
3. Dios como presencia/ausencia: la búsqueda imposible o inconclusa del
significado
3.1- La muerte de Dios, el desierto y las vanguardias
“La huida de los dioses tiene que ser experimentada y soportada”
(Heidegger, Aportes a la filosofía: 40)
A lo largo del siglo XX, el retorno, más o menos enmascarado, de lo
sagrado se ha dejado sentir de manera insistente en el arte y en el
pensamiento. Como numerosos estudios provenientes de distintos campos del
conocimiento lo han demostrado en el último tiempo 39, en muchas de estas
expresiones habitan de manera soterrada y fragmentaria una serie de
elementos religiosos (imágenes, alegorías, etc.) procedentes de distintas
tradiciones espirituales, sin los cuales no podrían haberse configurado ni
tampoco comprenderse (sean éstos reactualizados en clave irónica o no). Esta
situación, que puede darse de manera consciente o inconsciente, obedece
principalmente al profundo proceso de secularización que la cultura occidental
ha venido experimentando los últimos siglos producto del hipercriticismo de la
razón, el que, entre otras cosas, ha desterrado la dimensión de lo sagrado y
roto los puentes con el más allá, con la consiguiente “muerte” de Dios y
desacralización de todo. Sin embargo, la persistencia de estos elementos
sacros, de estos vestigios o restos de lo divino en diversas expresiones del
pensamiento y el arte contemporáneo, demuestran que aún no ha penetrado
en ellas (y en nosotros) la “hazaña” del deicidio, que seguimos sin ser capaces
de experimentar verdaderamente la ausencia de Dios como ausencia (pese a
que conozcamos el dato de su muerte), que todavía no podemos pensar
nuestro universo sin la hipótesis de su existencia 40. Así, su “desaparición” ha
39
Véase por ejemplo La visión abierta. Del mito del Grial al surrealismo de Victoria Cirlot,
Cábala y poesía. Ejemplos hispánicos de Elisa Martín Ortega, Viento de lo absoluto. ¿Existe
una sabiduría mística de la posmodernidad? de Alois M. Haas y Mística y creación en el siglo
XX de Victoria Cirlot y Amador Vega (eds.).
40
Precisamente George Steiner ha señalado que uno de los rasgos más definitorios del arte (y
del espíritu) de esa época es la “remitificación”, esto es, la necesidad de rescatar o crear
nuevos mitos en los que creer tras la “huida” o “muerte” de Dios (véase Presencias reales:
268).
53
extendido la sombra y el desierto por el mundo mas ésta no ha podido evitar su
recuerdo y el deseo de reencontrarse con Él, por más que ahora sea huella,
nada y silencio 41.
No es de extrañar entonces que aquellas reflexiones filosóficas o
artísticas, que por una u otra razón, han intentado referirse a tal centro vaciado
o abismo (como la poética del autor que estamos analizando) tengan una
estrecha relación con las operaciones “negativas” del lenguaje y la
representación (referentes tanto a Dios como al sujeto) empleadas por las
tradiciones, decididamente premodernas, de la mística apofática y de ciertas
corrientes de la Cábala, las cuales, más allá de sus diferencias, tienen en
común la tentativa de llevar el pensamiento hasta el límite, hasta una zona
ciega donde la razón se pone en cuestión a sí misma con tal de expresar lo
inefable, lo radicalmente otro.
En el caso de las vanguardias y particularmente del surrealismo, la
permanente preocupación y/o reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades
para representar aquello que se ubica en el límite de lo pensable por medio de
imágenes paradójicas y la manifestación en el discurso de sujetos que tienden
a fragmentarse y a desaparecer a medida que se internan en dicha frontera, no
están demasiado lejos de la desposesión, de la desubjetivización de la lengua,
del radical abandono de sí que postula una tradición mística para acercarse a
Dios. Es este hecho el que ha llevado a afirmar a distintos investigadores,
como Victoria Cirlot y Amador Vega, que en un contexto en que las religiones
históricas estaban sumidas en una profunda crisis de representatividad y de
significación no muy distinto del actual (producto del proceso de secularización
antes señalado), ha sido el arte de las vanguardias el que ha asumido la
naturaleza predicativa de los símbolos sagrados, el único que ha sido “capaz
de preservar, en el interior de sus formas profanas, el elemento religioso de la
conciencia humana” (Vega: 265) por medio de su lenguaje nihilista de la
destrucción y la negatividad (tan similar al que propone el Areopagita para
referirse a la Divinidad), el que paradójicamente muestra una asombrosa
capacidad simbólica y sacramental para acoger al Misterio (antes exclusivo
41
“El pensamiento contemporáneo parece caminar en medio del desierto, y el desierto es un
lugar caro a la tradición espiritual judeocristiana. El desierto es también el lugar de deserción
de los dioses” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 12).
54
derecho de los discursos religiosos 42). El reto para los analistas consistirá en
determinar si esta experiencia estética de lo sagrado que proponen estas obras
se trata de un camino que reconduce a lo divino, como un seguimiento del
rastro de los dioses huidos del mundo, es decir, “una sacralidad sin santidad y
que podría albergar en su seno la semilla de lo demoníaco, de la pérdida”
(Vega: 264) o si, por el contrario, se trata de un nuevo horizonte de
comprensión en el que la destrucción de las concepciones metafísicas de Dios
y de todos los muros de la racionalidad abriría la posibilidad de pensar la
inefabilidad y trascendencia de éste por medio de una dolorosa desconexión
entre el decir y el saber, a través de una infinita separación de sí, de una
ausencia de lo Uno.
Ahora bien, para efectos de esta investigación nos centraremos
especialmente en tres conceptos, que a pesar de sus importantes diferencias
de fondo, comparten, al igual que la obra de Cáceres, una voluntad de cierre,
un deseo hacia lo imposible semejante a la pulsión de la muerte, como si se
tratara de destruir el itinerario en una desolación que es aprendizaje de lo otro:
el Dios sin verdad y la hipernegación de Pseudo Dionisio Areopagita, así como
el Mito del Exilio de Isaac Luria que Harold Bloom reinterpreta en La Cábala y
la Crítica (1975) para sistematizar la presencia velada de los postulados
cabalísticos en la teoría post-estructural, antitética y psicoanalítica que él
mismo propone como modelo de comprensión de un canon o historia literaria.
42 Idea compartida también por Mario Rodríguez quien en “Algunas (re)visiones del
surrealismo” sostiene que la influencia que ejerció en la vanguardia la proclama nietzscheana
de que “Dios ha muerto” habría repercutido a favor de una concepción y función de la poesía y
del arte como algo que podía llenar el hueco dejado por la religión, sobre todo a través de la
afirmación de la palabra como reveladora de lo oculto. La misma afirmación puede encontrarse
en Los hijos del limo de Octavio Paz, donde éste sostiene que desde el Romanticismo, “el
poeta desaloja al sacerdote y la poesía se convierte en una revelación rival de la escritura
religiosa” (75).
55
3.2- Pseudo Dionisio Areopagita: el Dios sin verdad y la hipernegación
“Renunciemos a toda visión y conocimiento para ver y conocer lo invisible y lo incognoscible”
(Pseudo Dionisio Areopagita: 374)
Pero, ¿quién es Pseudo Dionisio Areopagita y cuáles son los
planteamientos de la Teología Negativa que Cáceres reactualizaría en su obra
bajo ropajes modernos? Respecto al primer punto, señalar que el misterioso
Pseudo Dionisio (probablemente un monje de origen sirio que vivió en torno al
siglo VI d.C. y que adoptó su identidad de aquel ateniense convertido por San
Pablo en el Areópago, allá donde se adoraba al Dios Desconocido, tal y como
se narra en el cap. 17 de los Hechos de los Apóstoles) es el padre de la
llamada mística y/o teología “negativa” o “apofática”. Su sorprendente y
singular obra (consistente en los tratados La jerarquía espiritual, La jerarquía
eclesial, Los nombres de Dios y Teología mística, además de un total de diez
cartas) ha sido últimamente “redescubierta” y valorada por importantes estudios
que no sólo han demostrado la gran influencia que ha ejercido en la mística
cristiana
(desde
Juan
Escoto
Eriúgena a
Thomas
Merton,
pasando
evidentemente por Meister Eckhart, San Juan de la Cruz y Angelus Silesius),
sino
que
también
en
la
constitución
del
pensamiento
de
filósofos
contemporáneos de la talla de Heidegger, Bataille, Blanchot, Lévinas, Derrida,
Foucault, Marion, Vitiello y Nancy, entre otros, con los cuales ésta establece
notables conexiones no siempre explicitadas o reconocidas43. Respecto a las
vanguardias, desconocemos hasta el momento si existe una investigación que
analice específicamente la evidente ligazón que existe entre ellas y el discurso
dionisiano.
En cuanto a lo segundo, decir que la Teología Negativa se refiere a una
tradición teológica que reflexiona sobre Dios e insiste en que lo divino, al ser
radicalmente trascendente, no debe ser aproximado a través de un lenguaje
positivo sino que a través del uso continuo de la negación, la paradoja y la
contradicción, que enfatizan la inadecuación de todo lenguaje para capturar la
43
Dos notables estudios que demuestran, analizan e interpretan la ligazón que existe entre el
pensamiento de Pseudo Dionisio y el de estos autores son Figuras de lo imposible: Trayectos
desde la mística, la estética y el pensamiento contemporáneo de Zenia Yébenes Escardó y
Flight of the Gods: Philosophical Perspectives on Negative Theology de Ilse N. Bulhof y
Laurens ten Kate (eds.), por ejemplo.
56
trascendencia divina. Si bien el platonismo introduce algunos elementos clave
en la teología negativa (como el concepto de conocimiento a través de la
abstracción y la purificación) es en el neoplatonismo que la vía negativa se
articula de manera más explícita. Dice Zenia Yébenes al respecto que:
“La noción del Uno —un origen absolutamente trascendente que trasciende
todo ser pero del cual dependen los seres para sobrevivir— lleva a Plotino a
introducir la idea de que las fórmulas negativas constituyen una forma
superior de conocimiento y que la negación puede ser utilizada para afirmar
su trascendencia. Proclo radicalizará aún más esta tendencia al señalar que
las negaciones mismas deberán ser negadas porque en tanto producto de
la lógica y del lenguaje no revelan nada del Uno. Si ni la afirmación ni la
negación pueden darnos acceso a la realidad —será su conclusión— su
única misión habrá de ser conducirnos al silencio. La clave no radicará
entonces, señalará Damascio, en profesar conocimiento o ignorancia acerca
del Uno sino en adquirir un estado de ʻhiperignorancia epistemológicaʼ
donde se pueda reconocer el límite de lo que se puede saber y de lo que
no”.
(“¿Salvar el nombre de Dios?: más allá del corpus teológico”: 177-178)
La mística negativa emergerá, como tradición distintiva, en el encuentro
entre este concepto neoplatónico de trascendencia del Uno y el concepto
cristiano de la revelación de Cristo. El neoplatonismo cristiano oscila entre un
Dios que se ha revelado al hombre a través de las Escrituras y de su
encarnación; y un Dios neoplatónico, más allá del ser y del cual emana,
jerárquicamente, la creación entera. En el neoplatonismo cristiano Dios es
revelado como visible, legible, repetible (a través de la Escritura y la liturgia) y
al mismo tiempo como el Uno trascendente, inefable e irreductible. Si Dios es
simultáneamente revelado y trascendente, hay por lo menos dos maneras de
referirse a Él: la catafática o positiva, que subraya lo que podemos decir de
Dios a través de las Escrituras, de la liturgia y del estudio de la creación; y
la apofática o negativa que subraya su absoluta trascendencia. Por un lado,
Dios es inefable y, por otro lado, tiene muchos nombres; Dios es la afirmación
de todas las cosas y simultáneamente su negación.
57
Es en este punto que el pensamiento de Pseudo Dionisio, que es la
culminación de esta tradición, cobra importancia, especialmente porque
estableció una tercera manera para referirse a Dios con el propósito de lograr
una verdadera unión con Él, la que supuso una superación de la anterior
aporía: la “hipernegación”. Si bien varios son los aportes que el Areopagita ha
hecho a la teología cristiana (como el haber sido el primer autor en exponer
una concepción jerárquica de la realidad, profundamente neoplatónica, donde
ésta es vista como un movimiento divino de procesión y retorno 44), ha sido este
modo de revelar lo inefable el que mayor impacto ha tenido en la historia de las
religiones, trascendiendo incluso dicho ámbito para instalarse en cierta filosofía
y en cierto arte que cuestiona permanentemente los límites del lenguaje y su
capacidad para representar las experiencias de la alteridad.
Pero, ¿qué es la “negación de la negación” o “hipernegación”? Conforme
a lo expuesto en Los nombres de Dios y Teología mística existen tres modos
para referirse o nombrar a Dios, a los que hay que observar como enlazándose
continuamente: el modo afirmativo o catafático, el modo negativo o apofático y
finalmente el modo místico o hipernegación, los que respectivamente
responden a su vez a tres estadios del progreso o ascenso del alma en su
regreso hacia Dios: la purgación de la materialidad de los símbolos, la
iluminación de la significación de los símbolos y la perfección por el abandono
de la significación en ascensión a la próxima jerarquía, a un símbolo más alto.
44
Según ésta Dios está en el centro de todo. Pero de Él no se puede decir nada. Éste es
absolutamente trascendente, inexpresable, palabra más allá del discurso. La total
trascendencia indica no sólo que está sobre la creación sino que sobre la misma noción de
grandeza. Es completamente lo otro y por lo tanto está fuera del alcance de todo proceso
racional. Es luz increada y creadora, y de ella participan todas las cosas. Teniendo su origen en
la irradiación de la luz primera, la naturaleza es como una cascada o corriente de luz que
desciende de la luz primera y se refleja en todos los seres creados. La creación es un acto de
iluminación que jerárquica y progresivamente se derrama por todo el universo, y hay un retorno
de grado en grado de todo el universo hacia su fuente. Las jerarquías (celestial, eclesiástica y
legal) se subdividen a su vez en varios órdenes que están descritos en las obras de Dionisio.
Cada orden no tiene poder por sí mismo sino que es un agente del poder de Dios, y como tal
participa en el poder divino. Todos los órdenes vienen de Dios y a Él retornan. Esta estructura
jerárquica constituye la naturaleza de la realidad (estructura ontológica) e indica cómo llegar al
conocimiento de ese universo (estructura epistemológica) en un proceso de procesión y
regreso. En la procesión, Dios está comprometido como autorrevelación, mientras que en el
regreso los seres humanos están comprometidos como seres que vuelven al origen. A través
de la participación en la emanación de la autorrevelación de Dios se demuestra que las
jerarquías son naturalmente simbólicas. Como símbolos, las jerarquías representan el lugar de
donde vienen y anagógicamente ascienden o nos ascienden hacia la próxima jerarquía.
Gracias a su participación de lo divino, el símbolo es también teofanía o manifestación divina
que rodea a todas las criaturas. En las jerarquías está en forma de símbolo la presencia de lo
divino sin ser lo divino.
58
Cabe señalar que cada estadio está relacionado con la estructura
epistemológica, de modo que la purgación es la remoción de la ignorancia, la
iluminación es la recepción del nuevo conocimiento y la perfección es el
abandono del conocimiento presente para progresar hacia la unión con Aquél
que está más allá de todo lo concebible.
De acuerdo a este esquema, el lenguaje catafático es el que nombra o
afirma algo de Dios mediante el uso de imágenes, símbolos y metáforas
(provenientes especialmente de la Biblia) con el fin de unificar al hombre con
los principios más elevados via analogiae. Este modo, que corresponde a “un
momento de salida de sí y procesión de lo divino en el cosmos, y señalaría el
éxtasis divino” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 54), afirma que Dios se ha
auto-revelado en la historia y en todas las cosas que Él ha creado (siendo su
punto cúlmine la persona de Jesucristo) y que por lo tanto las imágenes y
símbolos (que no son simples reflejos de la realidad sino que son un acceso
profundo al misterio de ésta) pueden ser la clave para descubrir su presencia.
Esta confianza, plenamente vigente, en el potencial evocador, religador y
revelador del lenguaje y específicamente del símbolo religioso se demuestra
por ejemplo en estas palabras proferidas quince siglos después: ““El símbolo
es epifanía de un misterio presente ausente, puesto que produce un secreto
sentido de un orden ausente, presenta una fuerte carga creativa: es energía de
descubrimiento y develación de lo oculto y de lo lejano en el misterio de lo
inaccesible” (Mardones: 97).
El lenguaje apofático por otro lado “articula y promueve el movimiento de
regreso del alma creada más allá de sí (hacia la trascendencia divina) y señala
el éxtasis de la criatura” (Figuras de lo imposible: 54). Contrariamente a la vía
catafática, este modo (que niega lo que ha sido afirmado previamente) enfatiza
el misterio inefable e inabarcable de Dios. Valora la experiencia de Dios por
sobre el conocimiento. Puesto que Dios trasciende a cualquier cosa creada por
Él, la mejor forma de conocerlo es mediante la negación y la tachadura. Al
hablar de Dios, por ejemplo, es más apropiado decir “qué no es Dios” en lugar
de “qué es Dios”. Por lo demás, usar conceptos e imágenes para representar lo
divino conlleva una serie de riesgos: conduce fácilmente a la idolatría, a la
veneración de un Dios “falso” creado a imagen y semejanza del hombre; la
interpretación de los símbolos puede caer fácilmente en el “univocismo” o en el
59
“equivocismo” (utilizando la terminología de Mauricio Beuchot 45) con la
consiguiente distorsión del significado; etc.
Finalmente, el lenguaje místico
o hipernegación apunta “a
la
consumación inefable de una unión en la que la criatura se abandona a sí
misma en el Dios que está más allá del Ser; señalando así el momento en el
que el éxtasis divino (que llama a ser a todas las criaturas) y el éxtasis humano
(que responde a dicha llamada) son uno” (Figuras de lo imposible: 54). Este
modo por lo tanto es el último estadio del movimiento anagógico que se venía
gestando anteriormente, es la expresión conceptual y lingüística del
reencuentro de Dios con el hombre, de su unión inenarrable. Pero, ¿cómo es
posible hablar y pensar acerca de una trascendencia que se mostrará, por
definición, inconcebible e inefable? ¿Cómo es posible superar la dialéctica
positiva-negativa que establecían los anteriores métodos para hablar de Dios?
Por medio de una negación de todo lo que ha sido negado, a través del
abandono de todos los conceptos interpretativos, de un desconocimiento, de
una kénosis, de un no-saber:
“Cuando libre el espíritu, y despojado de todo cuanto ve y es visto, penetra
en las misteriosas Tinieblas del no-saber. Allí, renunciando a todo lo que
pueda la mente concebir, abismado totalmente en lo que no percibe ni
comprende, se abandona por completo en aquel que está más allá de todo
ser. Allí, sin pertenecerse a sí mismo ni a nadie, renunciando a todo
conocimiento, queda unido por lo más noble de su ser con Aquel que es
totalmente incognoscible”.
(Pseudo Dionisio Areopagita: 373)
La negación dionisiana por lo tanto no es un simple reverso de la
afirmación. La negación
de
la negación
(que
aquí hemos
llamado
“hipernegación” siguiendo a Zenia Yébenes que utiliza el prefijo híper para dar
45
Según lo que plantea Beuchot en Perfiles esenciales de la hermenéutica, el univocismo o
hermenéutica positivista “busca el significado unificado o la reducción al máximo de la
polisemia (…) de modo que se pueda llegar lo más posible a la unicidad de comprensión: de un
texto, habrá una única interpretación válida” (49). El equivocismo o “hermenéutica romántica”
en cambio “permite el flujo vertiginoso de significados de tal forma que no se espere recuperar
el significado del autor o del hablante, sino que el lector o intérprete estará completamente recreando el significado del texto o del mensaje a cada momento, sin objetividad posible, dando
completa cabida a la propia subjetividad distorsionadora o, por lo menos, modificadora: casi
cualquier interpretación resultaría válida” (49).
60
énfasis a la naturaleza trascendente de lo divino y para subrayar que ésta se
trata de una segunda negación que escapa de convertirse en una doble
negación –y en una síntesis– como sucedería en el caso de Hegel: 29) tratará
de apuntar a un Dios que es la causa de todas las cosas, pero no una cosa
entre las cosas; a la fuente de todo ser, que sin embargo está más allá del ser
y del no ser. Este radical abandono de toda operación intelectual, esta
inmersión en las tinieblas que están más allá de todo lo que es concebible por
el pensamiento humano, no debe interpretarse por consiguiente en sentido
negativo, como si ésta fuera sólo privación o anulación. Al contrario, la
hipernegación o no-saber constituye el conocimiento más adecuado para
referirse y unirse a un Dios trascendente que muestra su irreductibilidad ante
nuestras categorías de “verdad”. Si la teología catafática opera a través de las
afirmaciones que se derivan de los seres causados, y si la teología apofática
opera negando estas afirmaciones en un movimiento más allá de los seres
creados, la teología mística “opera a través de una hipernegación que pretende
ir más allá de la alternativa afirmación-negación. Este más allá apunta a lo que
está radicalmente antes, indica la prioridad irreductible de la Causa frente a
todo pensamiento, lenguaje o verdad” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 68;
las cursivas son suyas). Esta anterioridad de la Causa trascendente ante
cualquier oposición categórica y binaria entre la afirmación y la negación queda
claramente establecida cuando el Areopagita señala que ésta:
“No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad. No es divinidad, ni bondad, ni
espíritu en el sentido que nosotros lo entendemos (…) No tiene razón, ni
nombre, ni conocimiento. No es tiniebla ni luz, ni error ni verdad.
Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de ella. Cuando afirmamos o
negamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni
le quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y
única Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante la
trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda
limitación. Nada puede alcanzarlo”.
(Pseudo Dionisio Areopagita: 379-380)
A modo de conclusión, podemos decir entonces que la hipernegación
dionisiana supondrá no sólo una ruptura radical con uno mismo, producto del
61
abandono del yo y de toda operación intelectual para ver y conocer lo invisible
y lo incognoscible (lo que hace que su discurso teológico vaya de la mano con
una antropología negativa 46), sino que también una puesta en juego incesante
del lenguaje para representar a un Dios que se mueve de manera
incomprensible entre la presencia y la sustracción (al igual que el ser humano
que se halla suspendido entre su inmersión en lo imaginario y su movimiento
hacia lo inimaginable). Como la trascendencia de los seres y el conocimiento
(imposible) de Dios sólo se logra a través de la negación y del abandono del
yo, la plenitud del lenguaje falla al tratar de capturar aquello que lo funda. El
“yo” como el ser hablante, pensante y deseante que es, no está ahí para
experimentar la unión mística, que solamente puede darse en la muerte. Como
lo señala Zenia Yébenes “la unión mística que me consagraría, me priva, sin
embargo, del poder de decir ‘yo’ y me sumerge en el anonimato radical de una
trascendencia irreductible” (Figuras de lo imposible: 70) que obliga a volverse
nómada del lenguaje sin poder encontrar domicilio en el desierto, lo que
recuerda las siguientes palabras de Dios cuando Moisés le pidió que se
revelara en todo su esplendor: “No puedes verme y seguir con vida” (Éxodo
33:20).
Esta ligazón implícita entre la comprensión dionisiana de la negatividad y
la muerte obedece a que esta última es, como el Dios sin verdad, lo
radicalmente Otro, la pura alteridad. El deseo de conocerlo y de fundirse con Él
es por lo tanto siempre un deseo de morir, de atravesar la distancia, de cruzar
el último límite. Pero como la muerte y Dios rebasan cualquier tentativa de
comprensión y de descripción (ya que ello supondría acceder a una realidad
que está más allá de las palabras que la asedian) este deseo será siempre un
agónico e imposible “morir sin morir”, será siempre un anhelo que nunca se
podrá experimentar como un presente, ni en la conciencia, ni en el
conocimiento, ni en el lenguaje, ni en la expresión: el desconocimiento místico
de un Dios que es nada nos arroja hacia esa unidad imposible donde el yo no
46 Esto se demuestra en los consejos que éste le brinda a Timoteo en la Teología mística:
“Renuncia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a lo inteligible.
Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado tu entender y
esfuérzate por subir lo más alto que puedas hasta unirte con aquel que está más allá de todo
ser y de todo saber. Porque por el libre, absoluto y puro alejamiento de ti mismo, arrojándolo
todo y del todo, serás elevado espiritualmente hasta el divino Rayo de tinieblas de la divina
Supraesencia” (Pseudo Dionisio Areopagita: 371; las cursivas son mías).
62
se reconoce al no ser el mismo, pero tampoco otro, permaneciendo
interminablemente y devorado por un deseo inagotable en “la muerte misma,
privado de la muerte” (Blanchot, Thomas el oscuro: 31).
De esta manera, la esencia de la mística dionisiana consistiría en pasar
del lenguaje a lo indecible que se dice, en hacer visible por medio de la
escritura la oscuridad de lo elemental, de testimoniar la presencia de la
ausencia. Y sin embargo, esto no supone la dialéctica, porque de esta
alternancia de contrarios en la que uno sumerge al otro, no se despeja ya un
plan de pensamiento donde dicha alternancia se remonte y donde la
contradicción se atenúe. Si el pensamiento tuviera que despejar este plan o
elevarse a una síntesis, todavía permaneceríamos en el mundo, sobre el
terreno de las posibilidades y de las iniciativas humanas, en la acción y la
sensatez. El Areopagita nos arroja, sin embargo, a un margen donde ningún
pensamiento puede arribar, nos arroja a lo impensable, a ese divino “Rayo de
tinieblas”, oxímoron infranqueable que crea una fisura en el lenguaje,
recortando en él el lugar de un indecible.
3.3- Luria, Bloom y el Mito del Exilio
“Dios es el primer exiliado de la creación”
(Martín: 66)
El
siguiente
concepto
que
utilizaremos
en
esta
investigación
corresponde al Mito del Exilio que Harold Bloom elabora a partir del esquema
de la creación o doctrina del Tzimtzum del rabino y cabalista Isaac Luria
(Jerusalén 1534 – Safed 1572) para articular, por medio de la analogía de sus
tres fases, un modelo de los procesos de producción de la poesía moderna,
con el propósito de desarrollar una nueva teoría de la interpretación de la
misma que no sólo permita comprender mejor su historia, sino que también
explique con mayor profundidad la “oscuridad” de su sentido. Esta propuesta
que bebe por consiguiente tanto de la Cábala como del horizonte filosóficoreligioso de la “ausencia” o “muerte” de Dios, ofrecerá, como contrapunto, otra
explicación al mismo fenómeno del que da cuenta la mística dionisiana
63
(explicación que será clave para comprender en su verdadera dimensión la
obra de Cáceres): la imposibilidad de representar a Dios como significado 47.
Sin ahondar en los orígenes y en el desarrollo de la Cábala (lo que
rebasaría los límites de un trabajo como éste) es necesario sin embargo aclarar
antes brevemente ciertos puntos para comprender en toda su magnitud el
impacto que supuso el pensamiento luriánico dentro de ella, aparte de entender
las razones por las que Bloom lo utilizó en su propia propuesta.
En primer lugar, que no existe univocidad ni centrismos bajo ese
nombre: Cábala. Esto, pues desde la aparición del Bahir (primer texto
autónomo cabalístico del siglo XII), han sido múltiples la bifurcaciones y
diferencias entre escuelas, doctrinas y prácticas. Como lo señala Gershom
Scholem, el más eminente de los estudiosos de esta tradición:
“La Cábala (...) es el movimiento en el que las tendencias místicas del
judaísmo, principalmente entre los siglos XII y XVII, han encontrado su
sedimentación religiosa en forma de múltiples ramificaciones y con
frecuencia en el curso de un desarrollo accidentado. El complejo que aquí
se nos presenta no es, en absoluto, como muchas veces se escucha, un
sistema unitario de ideas místicas y en especial teosóficas. Un concepto
como, por ejemplo, ‘la doctrina de los cabalistas’ no existe. En lugar de esto,
tenemos que habérnoslas aquí con un proceso frecuentemente asombroso
por la multiplicidad y abundancia de sus motivos, el cual se ha decantado en
sistemas o semisistemas totalmente diferentes. Alimentado por fuentes
subterráneas de muy probable origen oriental, la Cábala vio por primera vez
la luz en el sur de Francia, en las mismas regiones y en el mismo tiempo en
que el mundo no judío contemplaba el apogeo de movimiento de los cátaros
o neomaniqueísmo”.
(La Cábala y su simbolismo: 97-98)
47
Cabe señalar que este trabajo de Bloom no es el único en revisar ciertas categorías o
procedimientos del discurso literario moderno desde la tradición cabalística, como lo
demuestran diversos estudios sobre la materia realizados por autores como Maurice Blanchot,
Edmond Jabès y Jacques Derrida, entre otros. Ya en “Una vindicación de la Cábala” (1932)
Jorge Luis Borges señalaba por ejemplo que no buscaba "vindicar la doctrina, sino los
procedimientos hermenéuticos o criptográficos que a ella conducen” (209). Esto revela que la
Cábala hace tiempo dejó de ser vista solamente como una doctrina devocional, teológica y
mítica, para comprenderse también como una teorización del lenguaje, de la escritura y en este
caso, de la poesía.
64
Si bien esta diferenciación dificulta el análisis, su etimología nos permite
llegar a un consenso: Cábala en hebreo significa “Tradición”, “Transmisión” y
“Recepción”, es decir, el proceso histórico y espiritual que ha seguido el
mensaje que entregó Dios a Moisés en el Sinaí hasta llegar a la actualidad. De
acuerdo a esto, la Cábala sería tanto una "cadena" que une el presente con el
pasado, como también la determinación de una "dirección" que, a través de la
sucesión de los tiempos, orienta al ciclo hacia su fin y une éste con su origen.
En segundo lugar, que dicho proceso cifrado en la expresividad del
nombre divino, aunque esotérico, no estaría totalmente preñado del exceso
místico iluminativo de otras tradiciones espirituales (como el sufismo o la
mística cristiana); por el contrario, la Cábala más que una mística arrobada, es
un método-doctrina de exégesis y reflexión acerca de la escritura (lo que
explica el creciente interés que los pensadores contemporáneos manifiestan
por ella). Así, aunque ligados prácticamente a la ascensión espiritual mística,
los cabalistas "lo que pretenden es describir el reino de la Divinidad y los
demás objetos de contemplación de una manera impersonal" (Scholem, Las
Grandes Tendencias de la Mística Judía: 26), hecho que los lleva a
concentrarse más en construir un discurso teórico acerca del sistema divino
que en expresar su propia unión con lo inefable.
Y en tercer lugar, que por sus diferentes escuelas y múltiples
ramificaciones (cada una de ellas reflejo de un particular momento histórico)
existen distintas teorías para explicar el origen del universo dentro de ella,
siendo quizás la más conocida la que se describe en el Zohar o Libro del
Esplendor, texto que fue escrito por Moisés de León (según Scholem) y que
apareció poco después del año 1275 en España. De acuerdo con esta obra
gigantesca, que tuvo un éxito inigualado en la historia de la Cábala y que fue
durante muchos siglos el único texto considerado canónico (ocupando un
puesto junto a la Biblia y el Talmud), la creación del mundo es básicamente el
resultado del deseo del En-Sof (es decir, el “Infinito”, el “Sin Fin”) por revelarse
a Sí mismo y liberar sus poderes ocultos (en ese sentido la creación sería el
espejo que Dios se hizo para poder contemplarse). Ahora bien, esta
“autorrevelación”, que es al mismo tiempo un acto de apertura de la Voluntad
divina y el reflejo de una revolución interior en el seno de la existencia
imperturbable del En-Sof, se produce mediante la emanación de rayos de luz
65
que salen de su ocultación y que se presentan a través de diez sephiroth,
atributos fundamentales de Dios que constituyen, a la vez, diez estadios por los
cuales va y viene la vida divina 48. Los nombres de estas diez sephiroth
(Hokhma o “Sabiduría”, Bina o “Inteligencia”, Hessed o “Misericordia”, etc.)
representan los distintos modos de la manifestación divina. En su conjunto, las
sephiroth constituyen el “universo unificado” de la vida divina y se conciben en
forma de un árbol (el árbol místico de Dios) o de un hombre (Adam Kadmon, el
“hombre primordial”). Así, de acuerdo al Zohar, la creación “tiene lugar en Dios;
se trata del movimiento del En-Sof oculto, que pasa del reposo a la
cosmogonía y a la autorrevelación. Este acto transforma el En-Sof, la plenitud
inefable, en la “nada” mística de la que emanan las sephiroth” (Eliade, Historia
de las creencias y las ideas religiosas: 222).
De esta concepción es posible distinguir entonces dos mundos que
representan a Dios: por una parte, un mundo primero, que es el más
profundamente oculto de todos, imperceptible e ininteligible para todos salvo
para Dios: el mundo del En-Sof; y por otra parte, otro mundo, ligado al primero,
que posibilita el conocimiento de Dios: el mundo de los atributos y de la
creación propiamente tal (el mundo de la emanación o Sephiroth). Estos dos
mundos, sin embargo, no están separados, sino que profundamente unidos, al
igual que el carbón y la llama: aunque el carbón (mundo del En- Sof) existe
también sin la llama, su poder latente sólo se manifiesta en la luz de ésta
(mundo de las sephiroth); así pues, los atributos místicos de Dios son como
mundos de luz en los que se manifiesta la naturaleza oscura del En-Sof.
Expuestos
estos
puntos
es
posible
ahora
adentrarnos
en
el
revolucionario pensamiento de Isaac Luria, quien elaboró una interpretación
personal de la Cábala, especialmente a partir del Zohar (al que muchas veces
complementa y otras veces contradice abiertamente) y de un hecho
trascendental en la historia de la misma: la expulsión de los judíos de España
en 1492, acontecimiento que hizo que la Cábala dejara de ser solamente una
48 Es importante destacar que estas sephiroth no son como las “etapas intermedias” de los
neoplatónicos –lo cual supondría que estas emanaciones son entidades existentes fuera de
Dios– sino que éstas forman parte tanto de la propia esencia de la Divinidad como de los
mundos y realidades que posteriormente surgirán de ellas. Dicho de otra forma: el Zohar no
considera a las sephiroth como eslabones de una escalera entre Dios y el mundo, sino que
como las sucesivas fases de la manifestación del primero.
66
doctrina esotérica para convertirse en una doctrina popular (siendo Luria el
principal exponente de esa “nueva” Cábala). Como lo señala Mircea Eliade:
“Hasta la catástrofe de 1492 los cabalistas centraban su interés en la
creación más que en la redención; quien conociera la historia del mundo y
del hombre podría retornar en su momento a la perfección original. A
consecuencia de la expulsión, la nueva Cábala se llena de pathos
mesiánico; el ‘comienzo’ y el ‘fin’ aparecen fuertemente vinculados. La
catástrofe adquiere un valor de redención y viene a significar los dolores del
alumbramiento de la era mesiánica. A partir de ahí, la vida se entendió como
existencia en el exilio, y los dolores del exilio fueron el tema central de
ciertas teorías audaces acerca de Dios y del hombre.”
(Historia de las creencias y las ideas religiosas: 224)
Para la nueva Cábala (representada también por cabalistas como
Joseph Karo y Moisés Ben Jacob Cordovero), los tres grandes acontecimientos
capaces de elevar al hombre hacia una unión beatífica con Dios son la muerte,
el arrepentimiento y el renacimiento. La humanidad está amenazada no sólo
por su propia corrupción, sino también por la corrupción del mundo, provocada
por la primera fisura que se produjo en la creación, cuando el “sujeto” se
separó del “objeto” 49. Al insistir sobre el morir y el renacer (entendido como una
reencarnación o un renacimiento espiritual obtenido como fruto de la
penitencia), la propaganda de los cabalistas (a través de la cual trataba de
abrirse camino el nuevo mesianismo) obtuvo una gran popularidad.
En cuanto al caso particular de la teología de Isaac Luria (quien no dejó
ningún escrito, por lo que su sistema se conoce solamente a través de las
notas y libros de sus discípulos, especialmente el voluminoso tratado de Hayim
Vital) hay que señalar que ésta se fundamenta especialmente sobre la doctrina
del Tzimtzum o Zimzum, en la que Luria propone una nueva teoría sobre el
origen del universo al que concibe como una catástrofe que puede ser
enmendada por el hombre (teniendo éste en consecuencia un rol clave en la
49
“Originalmente, todas las cosas formaban un gran todo, y la vida del creador latía en la vida
de sus criaturas. Sólo después de la caída se hizo Dios «trascendente»” (Scholem, Las
Grandes Tendencias de la Mística Judía: 224).
67
restauración del orden ideal), teoría que se articula en tres movimientos
sucesivos que estructuran la creación: Tzimtzum, Shevirat ha-Kelim y Tikkun.
Según Luria, la existencia del universo se hizo posible en primer lugar en
virtud de un proceso de “contracción” de Dios. En efecto, ¿podría existir el
mundo si Dios estuviera en todas partes? ¿Cómo podría crear Dios el mundo
ex nihilo de no existir la nada? Dios, por consiguiente, “hubo de hacer sitio para
el mundo, abandonando, por así decirlo, una región dentro de sí mismo, una
especie de espacio místico del que se retiró para retornar a él en el acto de la
creación y de la revelación” (Scholem, Las Grandes Tendencias de la Mística
Judía: 261). En consecuencia, el primer acto del ser infinito (el En-Sof) no fue
un movimiento hacia fuera como lo señaló el Zohar, sino que un proceso de
retirada hacia dentro de sí mismo. El acto fundacional no es así un acto de
revelación o de emanación, sino un acto de auto-limitación, de auto-destrucción
o de auto-ocultamiento. Como lo observa Gershom Scholem, el tzimtzum es el
símbolo más profundo del exilio y hasta puede considerarse como el exilio de
Dios en sí mismo 50.
Esta "retención de aliento" de Dios mediante la cual éste se contrae a sí
mismo para crear un espacio para la creación se completa por medio de dos
concepciones igualmente profundas y audaces: el “quebrantamiento de los
vasos o recipientes” (Shevirat ha-Kelim) y el Tikkun, término que significa la
reparación de un defecto o “restitución”. Según Luria, los destellos emanados
progresivamente de los ojos del En-Sof eran recibidos y conservados en unos
“vasos” que correspondían a las sephiroth. Sin embargo, cuando les llegó el
turno a las seis últimas sephiroth, la luz divina brotó de golpe y los “vasos” se
rompieron en mil fragmentos. Esta situación le permite explicar a Luria, por un
lado, la mezcla de los destellos de las sephiroth con las “conchas” (qlipoths), es
decir, las fuerzas del mal (que hacen que nada esté en su lugar, que todo esté
revuelto y exiliado), y, por otro, la necesidad de purificar los elementos de las
50 “Me siento tentado de interpretar ese retraimiento de Dios dentro de su propio ser en
términos de un Exilio, de un desterrarse a sí mismo de su totalidad a una profunda reclusión”
(Las Grandes Tendencias de la Mística Judía: 215). Este autoexilio de Dios implica por tanto
que todas las cosas creadas por Él (incluido el hombre) están en un lugar distinto al que
pertenecen, son en sí exiliadas.
68
sephiroth, eliminando las “conchas”, para conferir una entidad separada al
mal51.
Finalmente, el Tikkun corresponde a la posibilidad que tiene el hombre
de reunir las chispas de luz que quedaron atrapadas en la materia, a la
oportunidad que tiene éste para “restituir” el orden ideal (justamente en ello
consiste el fin secreto de la existencia humana o, dicho de otro modo, de la
salvación 52). Para Luria, el cabalista debe realizar actos piadosos y justos,
además de prácticas textuales-religiosas para lograr restituir y reparar la
catástrofe de la creación. Creación que, por cierto, no ha concluido, pues la
responsabilidad que pesa sobre los hombres, es la de recordar (otro sentido
del Tikkun) que la creación aún no está terminada, y que para realizarla
plenamente hay que modificar su trama, es decir, el hombre puede y debe recrear o ayudar a crear verazmente la creación. De esta manera, los tres
movimientos de la creación no son exclusivos de un único momento, sino que
están en una continua reestructuración. Como lo señala nuevamente Scholem:
“El tikkun, presentado simbólicamente como emergencia de la personalidad de
Dios, corresponde al proceso de la historia. La aparición del Mesías es la
consumación del tikkun” (Las Grandes Tendencias de la Mística Judía: 274).
Así, el elemento místico y el elemento mesiánico quedan perfectamente
enlazados entre sí.
Es a partir de esta particular concepción de la creación como catástrofe
y como resultado indirecto de una acción “negativa” (el retraimiento de Dios)
que Harold Bloom elaborará el Mito del Exilio, una teoría que pretende explicar
la historia y los procesos de producción de la poesía moderna, en especial su
infructuosa búsqueda de un significado trascendental (significado que, al igual
que el Dios de Luria, está exiliado). Fiel a su planteamiento de que la Cábala es
una teoría del lenguaje y la escritura, además de una doctrina del exilio 53,
51
Scholem ha subrayado el carácter gnóstico y en especial maniqueo –las centellas de luz
dispersas por el mundo– de esta doctrina (véase Las Grandes Tendencias de la Mística Judía:
267).
52 Es por este papel central del hombre en el proceso de la definitiva entronización de Dios en
su reino celeste por el que Scholem afirma que “estas secciones de la Cábala de Luria
representan la mayor victoria que el pensamiento antropomórfico haya jamás conseguido en la
historia de la mística judía” (Las Grandes Tendencias de la Mística Judía: 268).
53
“La Cábala es una doctrina del Exilio, una teoría de la influencia que se elabora para explicar
el Exilio” (Bloom, La Cábala y la Crítica: 82).
69
considerará que los tres movimientos sucesivos que estructuran la creación del
universo según Luria, es decir, la contracción (tzimtzum), la rotura de los vasos
(shevirat ha-Kelim) y la restitución (tikkun) corresponden más que a procesos
humanos, a procesos de lenguaje análogos a la limitación, a la sustitución y a
la representación respectivamente, tanto como procesos de influencia entre
textos o discursos, como etapas de la producción poética. Según este
esquema, estos conceptos serían a la vez una ampliación y un complemento a
las categorías que Bloom utilizara en su polémico y célebre ensayo La angustia
de las influencias (1973), texto donde éste propuso una teoría de la poesía por
medio de una descripción de la influencia poética, o sea, de las relaciones
intrapoéticas 54.
Recordemos, antes de abordar esas concepciones basadas en la
teología luriánica, que en ese escrito el crítico norteamericano planteó seis
“cocientes revisionistas” o formas de lectura por medio de las cuales un poeta
“fuerte” lograba apartarse de su precursor 55: el Clinamen (el poeta repite el
recorrido del precursor hasta cierto punto donde se separa de la obra del
mismo, corrigiéndola), la Tésera (el poeta completa el texto de su precursor a
través de la prolongación o la complementariedad antitética, al añadir algo que
juzga en falta en el modelo previo), la Kenosis (mecanismo análogo a los
mecanismos psicológicos de defensa con los que la mente se protege contra la
repetición compulsiva: el poeta revisa y se deshace de los procedimientos
poéticos heredados del precursor, admitiendo la naturaleza falible de éstos), la
Demonización o Contrasublimación (procedimiento por el cual el poeta en su
lectura desviada de la obra del precursor intenta adscribir su poética a una
influencia más general, previa y no idéntica a la obra de éste), la Ascesis
(movimiento de autopurgación, que tiene como meta lograr un estado de
54
Esa historia de la poesía postula que las grandes figuras, los poetas “fuertes”, creadores de
obras inmejorables, deben sus esfuerzos a “malas interpretaciones”, malas lecturas mutuas
con la intención de despejar un espacio imaginativo para sí mismos. Ello genera una gran
tensión entre los creadores, implica inmensas angustias al sentirse deudores de alguien. Esa
ansiedad significa también apartarse del precursor, buscar mayor originalidad. Sólo los poetas
“débiles” se someten a las influencias del más fuerte. ¿Qué es, entonces, la poesía, y por
extensión, la literatura toda, según Bloom? Es un campo de lucha, un campo agonístico, en el
que cada poeta combate por pertenecer al canon, busca ser reconocido. El canon es la
culminación, el reino donde se despliega lo Sublime agonístico.
55
Cabe señalar que Bloom elaboró estas categorías a partir de distintos conceptos utilizados
por autores clásicos, como Lucrecio, Empédocles y San Pablo, entre otros.
70
soledad; el poeta posterior no sufre, como en la Kenosis, un movimiento
revisionista de vaciamiento, sino que de privación; renuncia a una parte de sus
dotes humanas e imaginativas, con el objeto de separarse de los demás,
incluso de su precursor, y hace esto en su poema colocándose en relación con
el poema-padre de tal modo que el poema sufra también una ascesis) y el
Apofrades o “retorno de los muertos” (última etapa del ciclo de la influencia en
la que el poeta posterior, ya liberado de la sombra del precursor, lo invoca
ahora con orgullo y respeto; el nuevo poema causa la misteriosa impresión de
que el poeta posterior hubiera escrito la obra de su precursor).
Estas categorías demuestran que para Bloom ningún poema se
mantiene por sí solo. Ningún poema podría leerse por sí solo, ya que siempre
está en relación con otros, que cada poeta lucha para leer mal, es decir, para
leer de modo creativo inscribiendo su propio nombre y a la vez borrando en
cierta medida el nombre del predecesor admirado. Bloom pide por lo tanto que
se deje de pensar en cualquier poeta como si fuera un ego autónomo debido a
que “todo poeta es un ser atrapado en una relación dialéctica (transferencia,
repetición, error, comunicación) con otro u otros poetas” (La angustia de las
influencias: 106). Así, la historia de la poesía vendría a ser la historia de cómo
unos poetas han sufrido la influencia de unos poetas-padres, fuertes o sólidos.
La interpretación de esa obra (en general, de toda obra), de un poema, sería la
historia errónea de esa interpretación. Con un poema no se superaría la
angustia, sino que él mismo sería la expresión de esa ansiedad:
“Las influencias poéticas –cuando tienen que ver con dos poetas fuertes y
auténticos– siempre surgen de una lectura errónea del poeta anterior,
gracias a un acto de corrección creadora que es, en realidad y
necesariamente, una mala interpretación (...) La poesía es la angustia de las
influencias, es la interpretación errónea, es una perversidad disciplinada. La
poesía es un malentendido, es una mala interpretación y un casamiento
desigual.”
(La angustia de las influencias: 41)
De esta manera, los poetas siempre hacen lecturas equívocas,
distorsionadas, de la tradición. Y cuando se trata de grandes poetas, de poetas
71
verdaderamente “fuertes”, sus lecturas dan a su vez lugar a otras, por lo que la
historia de la poesía se convierte en la sucesión de “interpretación sobre
interpretación”, en una cadena de eslabones perdidos y reemplazados en la
que todos se esfuerzan por no develar (o al menos no por completo) sus
armas. Cualquier creación es un trabajo interpretativo, pues nunca escapa de
la relación con una tradición, leída directamente o no, pero que late en el
lenguaje y en la evolución del quehacer poético.
Con el propósito dual de perfeccionar esta teoría y de llevarla a nuevos
horizontes interpretativos (no vislumbrados en La angustia de las influencias),
Bloom propondrá en su siguiente libro, es decir La Cábala y la crítica, otro
sistema complementario para explicar los procesos de influencia entre los
textos y las etapas de la producción poética, esta vez basado en las tres fases
de la creación del universo según Luria (simplificando de esta forma los seis
“cocientes revisionistas” antes descritos). De acuerdo a este nuevo esquema,
Bloom señalará que todo intento de creación poética, que no es más que un
pálido reflejo del primer impulso fundador, se recorre el mismo camino que
realizó Dios al autoexiliarse para dejar un espacio a la creación: cada nuevo
acto de “emanación” o de escritura, va precedido de un retraimiento, de una
limitación, al igual que el tzimtzum luriánico. La primera labor del poeta es pues
la creación de un espacio vacío, fuera de sí, en el que pueda aparecer su
obra 56. Para lograr esto el poeta debe contraer e interiorizar a su precursor,
efectuando de esta forma un retardo, un ir hacia atrás, un autoexilio en el que
se une con él 57. La poesía así no se presenta en un tiempo histórico
determinado sino que es un acontecimiento correlativo, de contigüidad
transhistórica donde se unen los dos creadores. La destrucción del pasado
(poético) conlleva la del mismo presente y la del alma pues el poeta “es
obligado a dejar vacante parte de sí mismo” (Bloom, La Cábala y la Crítica: 79)
creándose un vacío esencial y luego una lucha para llenar el lugar que dejaron
las reacciones defensivas. La creación poética se asimila de este modo al don
56
Idea que recuerda la siguiente reflexión de T. S. Eliot: "Lo que tiene lugar es una continua
renuncia de sí mismo, tal como se es en el momento, en favor de algo más valioso. El progreso
de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad” (16).
57
La limitación de esta manera es una ampliación del concepto de clinamen o “corrección
creadora”, fundición de “la identidad del pasado y el presente en una sola cosa con la identidad
social de todos los objetos” (Bloom, La angustia de las influencias: 197).
72
de la Torá, en tanto voluntad divina de reintegración del significado primordial a
través de la escritura. Entonces, cada nuevo gran poeta inicia su camino con el
reconocimiento de una restricción: debe aprender su identidad poética en
relación con la renuncia a su precursor. Escribir, después de esta reflexión, es
un acto de renuncia de sí mismo y de un texto anterior, es suspender
momentáneamente el aliento.
Pero Bloom no se quedará solamente con esa interpretación del
tzimtzum luriánico con la que refuerza lo ya dicho en La angustia de las
influencias. Yendo más allá de esa lectura, que podríamos catalogar como
“inicial”, señalará que éste, como tropo poético de limitación, implica también
una pérdida progresiva de significado, una carencia de sentido que impone por
ello un exceso de interpretación y escritura. Es decir: reemplazando al Dios que
describe Luria (aquel que se contrajo para darle espacio a la creación, aquel
que por lo tanto se convirtió en una isla, en un hueco inaccesible debido a que
lo creado dejó de pertenecerle 58) por un significado trascendente, dirá que toda
escritura, que toda poesía, como reflejo de ese drama divino, es el testimonio
del exilio y de la ausencia del sentido, es la manifestación de la imposibilidad
de acceder a su Nombre por estar éste radical e irremediablemente oculto,
replegado 59. La sustitución (la fase que sigue a la limitación y que reinterpreta
la “rotura de los vasos” o shevirat ha-Kelim del mito luriánico, junto con el
cociente revisionista denominado como ascesis) correspondería en ese sentido
a la visión de la creación poética como una catástrofe, es decir, como un
proceso incesante, pero fallido por sustituir la ausencia del significado original,
por llenar el vacío que supone su pérdida; correspondería al deseo imposible
por restituir el Nombre, que saliéndose de sí, se ha fragmentado, originando de
esta forma la diáspora del sentido y por consecuencia un itinerario sin fin de
interpretaciones, de reescrituras que intentan, infructuosamente, completarlo,
rearmarlo (cada poema sería desde esta perspectiva una lucha interminable y
frustrada por reunir los pedazos de los vasos o recipientes que debieron haber
58 Quizá así podría entenderse mejor una célebre cita talmúdica: “Él [Dios] es el lugar del
mundo, pero el mundo no es su lugar” (Martín: 65).
59
“Si escribir es una respuesta a la nada que nace en el corazón de nuestra existencia, cada
escrito es, para su autor, la distancia que lo separa de su obra, la que lo separa de su muerte.
El escritor vive en la experiencia de una radical imposibilidad: la de culminar la constitución del
sentido. Ello supondría acceder a una realidad más allá de las palabras que lo asedian”
(Yébenes, Figuras de lo imposible: 28; las cursivas son suyas).
73
contenido la Luz Divina, o dicho en términos más profanos, por restablecer los
puentes a través de los cuales el hombre podría conocer el Nombre de Dios, el
sentido de todas las cosas).
La representación por último, como traducción estética del tikkun
luriánico (y ampliación del concepto de kenosis), es desde el punto de vista de
Bloom un proceso de restitución, de enmienda, pero en clave negativa: a
diferencia de la visión “optimista” de Luria que lo considera como la posibilidad
concreta y real que tiene el hombre para restituir y reparar la catástrofe de la
creación (siendo de esta forma el único que puede redimir a Dios de su
fracasado intento), el crítico estadounidense lo interpretará, dentro del campo
poético, como un intento vano por restituir aquello que no puede tener ni
presencia, ni forma, ni unidad, por restaurar la presencia de aquello que se
oculta y se fractura en cada representación: el significado. Por ello concluye
que:
"La gran lección que la Cábala puede enseñarle a la interpretación
contemporánea consiste en que el significado de los textos del retardo es
siempre un significado errante, tal como los judíos del retardo fueron un
pueblo errante. Va errante el significado, como la humana tribulación o el
error, de texto en texto, y, dentro de un texto, de figura en figura.”
(La Cábala y la Crítica: 82)
Este intento por restituir el significado a través de la creación de
enunciados o textos en una catástrofe no debe crear, sin embargo, la falsa
ilusión de que el propósito de la poesía sería el construir oraciones de perfecta
comunicación; al contrario, el significado trascendental, en este caso, estaría
vinculado con la tentativa imposible por recrear el irrecuperable lenguaje
adánico (que ya abordamos a propósito del pensamiento de Benjamin), en el
que la palabra es la cosa y viceversa. El fin de la poesía sería en ese sentido
para Bloom la aspiración por dar cuenta de lo que está (y estará) por siempre
exiliado, replegado y cerrado; sería la infatigable búsqueda del significado-cosa
en tanto Dios o presencia (asedio que paradójicamente no hace más que
74
reforzar su ausencia y retardar su advenimiento), junto con la búsquedaconstrucción de un texto original-canónico mediante la glosa 60.
Ahora bien, esta utopía por representar o hacer presente aquello que no
puede ser nombrado (ya sea el origen, el significado o Dios) se relaciona,
según Bloom, con la particular concepción que los cabalistas tienen acerca de
la escritura, la que entre otras cosas, niega la diferencia absoluta entre ésta y el
habla inspirada, así como la distinción entre ausencia y presencia (concepción,
que dicho sea de paso, se anticipa a las teorías post-estructuralistas de autores
como Jacques Derrida, por ejemplo):
“La Cábala es una teoría de las escritura, pero se trata de una teoría que
niega la diferencia absoluta entre la escritura y el habla inspirada, tanto
como niega los distingos humanos entre la presencia y la ausencia. La
Cábala habla de una escritura anterior a la escritura (el ‘rastro’ de Derrida),
pero igualmente de un habla anterior al habla, de una Instrucción Primordial
que precede a todos los rasgos del habla. Derrida, en la brillantez de
su Gramatología, argumenta que la escritura es a la vez externa e interna al
habla, porque la escritura no es una imagen del habla, mientras que el habla
en sí ya es escritura. (...) La Cábala piensa además según modos que no le
están permitidos a los metafísicos occidentales, ya que Dios es al mismo
tiempo En-Sof y Ayin, presencia total y total ausencia, y todos sus interiores
contienen exteriores, a la vez que todos sus efectos determinan sus
causas.”
(La Cábala y la Crítica: 52-53)
Esta noción de la escritura como presencia/ausencia, por medio de la
cual el significado trascendente se anuncia pero nunca acontece (aplazándose
indefinidamente), tiene estrecha relación con el tikkun luriánico, cuya
permanente suspensión, determinaría el exilio del sentido y por ende de la
plenitud, según Bloom. Como lo señala Silva Barandica:
60
“El retardo es la búsqueda o huida de un significado lesivo, que en su estatuto de ausencia
en los libros del canon (Torá), sólo puede ser soportado con el comentario o la glosa y el
poema, en un sentido moderno. Entonces, sólo la escritura (la ley de Moisés) y sus
traducciones o glosas canónicas pueden sobrevivir como la presencia más fuerte en el tiempo”
(Silva Barandica, sin paginar).
75
“Si los hombres están implicados en la historia catastrófica, y la historia es
escritura, y ya el mundo es escritura para los cabalistas, a saber, la Torá, la
imposibilidad dual de acceder a la presencia de un Dios que se presenta en
la escritura como promesa o como vacío, es un nudo ciego, literario y que
se amolda a la perfección al hiato entre paraíso y utopía que plantea la
modernidad” (sin paginar; las cursivas son mías).
La representación frustrada de Dios como significado obedecería de esta
manera a que el paraíso como plenitud es borrado en este modelo por un Autor
divino retraído, del que los hombres son escribas de un texto incompleto y aún
por acabar. El mundo como escritura inacabada u oculta en partes,
transformaría tanto a los cabalistas como a los poetas en meros glosadores de
un texto aún no revelado, de un texto que siempre estará por venir. Así, el
proceso luriánico de la creación conduce a considerar, en términos de Bloom,
que la poesía moderna es un interminable tráfago de influencias en el que los
poemas y los poetas son sólo reescrituras y escribas de un texto original
ausente que adviene en el significado fugitivo entre los poemas y su intento de
rehacerse al volver al comercio del recién señalado modelo 61. Al cabo, el exilio
de Bloom, es el del poema que busca consolidarse en la historia como original
a sabiendas que el original está velado, en tanto sentido de la poesía,
significado de la misma y reversión de la causalidad histórica, así como la
incapacidad de llenar los hiatos y ambigüedades del poema moderno pudiendo
decir la cosa, ser la comunicabilidad del Nombre Divino. La poesía en ese
sentido sería el tránsito de una nada a otra, en la que sólo es presente su
misma condición de existencia: su pasar. En ésta ninguna presencia se revela,
más que la huella que ha quedado de su paso. La poesía misma es ese paso y
la huella que queda.
61
"Los textos no tienen significados, salvo en sus relaciones con otros textos, de modo que hay
algo inquietantemente dialéctico en lo que atañe al significado literario. Un texto único sólo
tiene un significado parcial; es, de por sí, la sinécdoque de una totalidad más amplia que
incluye otros textos. Un texto es un acontecimiento correlativo y no una substancia que ha de
ser sometida a análisis” (Bloom, La Cábala y la Crítica: 105).
76
4. Defensa del ídolo: una renuncia de lo conocido para sumergirse en lo
incierto
4.1- “Yo, viejas y nuevas palabras”
Expuestas las principales ideas de Pseudo Dionisio y del tándem
Luria/Bloom corresponde ahora ver cómo éstas se actualizan y/u operan –
conflictivamente– en el interior de Defensa del ídolo, para lo cual es ineludible y
fundamental detenerse primero en las palabras que el mismo Cáceres emitió
para explicar su poética, palabras que se encuentran en el texto titulado “Yo,
viejas y nuevas palabras” –especie de auto-prólogo o arte poética que
antecedió los poemas que fueron seleccionados en la célebre y polémica
Antología de poesía chilena nueva ya numerosas veces mencionada a lo largo
de esta investigación 62. Este texto es particularmente valioso no sólo porque es
el único conocido donde Cáceres reflexiona acerca de su propio quehacer
poético, sino porque en él se manifiestan con claridad el tipo de búsquedas que
caracterizarán tanto a su trabajo como a la poesía de toda la Segunda
Vanguardia. De éste son especialmente significativos los siguientes pasajes:
“Se trata de una selección de mis primeros trabajos, selección que el tiempo
y una mayor conciencia literaria han ido restringiendo; y que, demasiado
solo para oponerme a la impura diversidad del mundo, no pude publicar con
la acentuada y natural distribución de su orden cronológico (…)
Mi actitud no es, sin embargo, la de un nihilista, la de un ególatra, o la de un
deshumanizante…
No.
Es la de aquel que fue demasiado lejos en el corazón de los hombres y en
su propio corazón; la de aquel orgulloso de las soberbias esperanzas que,
de súbito, creyendo disponer del universo en una enumeración insólita,
tropieza, en cambio, con la omnipresencia lacerada de su yo, mientras un
índice de revelación señala esa fijeza con su fuego individual.
62 Uno de los principales aportes de esta antología (aún no lo suficientemente destacado por la
crítica literaria) consistió justamente en la presencia de estos textos donde los autores
seleccionados explicaron sus poéticas (una petición explícita de los antologadores). Éstos no
sólo permitieron conocer sus particulares ideas acerca de la poesía en ese determinado
momento (posibilitando la observación de su evolución estética, en el caso de los poetas que
publicaron antes y después de 1935, año de la aparición de la antología), sino que
proporcionaron una invaluable mirada del convulso momento histórico-literario en el que
estaban inmersos.
77
He ahí mi pavoroso problema.
Aquellos que han amado mucho, y que han meditado en el POR QUE de su
sufrir al perder para siempre lo que amaron, esos, tendrán que
comprenderme.
No he escrito, pues, como se lo dije un día a un poeta, ‘llevado del afán de
HACER LITERATURA, achaque tan común en nuestra tierra, sino
obedeciendo a irresistibles impulsos; a la necesidad, más bien, de definir
por medio de la expresión de mis estados interiores, la VERDADERA
situación de mi yo en el espacio y en el tiempo’…
Una nueva modalidad ético-estética debe alcanzar, necesariamente, aquel
que parte en línea extrema de sí mismo.
No pretendo haber alcanzado ni alcanzar tan soberano éxito.
Hay, lo sé, en estos poemas, influencias que aun los condicionan a aquello
que tan arbitrariamente han dado en llamar ‘el fondo y la forma’ (…)
Y ese es el punto de partida desde el cual y a través de esfuerzos mejores,
los jóvenes que verdaderamente odiamos el pasado y el presente, a fuerza
de amar el porvenir, lograremos, si no alcanzar, por lo menos preparar,
aquel vasto equilibrio que habrá de liberar a la humanidad, haciéndola
revelarse a sí misma en su esencia más íntima.”
(Cáceres, Antología de poesía chilena nueva, sin paginar)
En estos extractos queda de manifiesto en primer lugar la clara vocación
vanguardista de Cáceres al concebir su proyecto poético (que según sus
propias palabras rebasa lo meramente literario para transformase en un
proyecto vital) como la expresión de una nueva forma de ver, comprender y
reflejar el universo, con tal de develar sus verdaderos fundamentos y así liberar
a la humanidad de las limitadas y represoras concepciones que existen sobre
sí misma. Esto demuestra, tal como lo señalamos en el segundo capítulo de
este trabajo, que detrás de su cuestionado hermetismo y aparente desinterés
por la contingencia (del cual el propio Cáceres es consciente al subrayar que
no es un “nihilista” o un “deshumanizante”) se esconde el profundo deseo de
transformar la vida y la realidad (así, su ruptura con la literatura anterior 63 y con
las concepciones imperantes acerca del hombre y el universo no se debe a una
rebelión vacua, sino a la búsqueda auténtica de un “nuevo humanismo”, de una
63
“Modernidad de las palabras por un lado y distanciamiento del mundo real, por otro: huellas
de una crítica a las líneas del criollismo y del oropel formal, que en otros ámbitos hacían furor
en la literatura nacional” (Nómez, Antología Crítica Tomo III: 27).
78
nueva forma de ver las cosas que ilumine los aspectos desconocidos o
ignorados de éstas para cambiar la percepción de todo). La poesía es
concebida desde esta perspectiva como una forma de conocimiento y
revelación de una dimensión oculta y trascendente de la realidad, siendo el
poeta de esta manera como una especie de hierofante iniciador de los
Misterios o como un vidente que verbaliza aquello que está velado, ausente.
En segundo lugar, que este intento por sacar a la superficie lo escondido
hospedándolo en el lenguaje, se realiza por medio de la búsqueda y
exploración del yo profundo, espacio utópico que no sólo hace referencia a la
máxima conciencia, sino que también al centro invisible del ser, símbolo que
representa tanto a Dios en última instancia (“el Centro es ante todo el Principio,
lo Real absoluto; el centro de los centros únicamente puede ser Dios”,
Chevalier: 272); al eje del mundo (por ser éste el punto de unión de todas las
dimensiones de la realidad, lo que une el cielo, la tierra y el infierno); así como
a la totalidad del hombre, al ser éste un microcosmos que contiene dentro de sí
todas las virtualidades del universo, lo que lo emparenta con el concepto de SíMismo de Jung 64. La búsqueda del “yo” abisal y subyacente a que alude
Cáceres puede considerarse entonces como el intento incesante por dar
cuenta de ese centro sagrado 65 (“un lugar de pasaje, el cenáculo de las
iniciaciones, la vía entre los planos celeste, terreno e infernal del mundo, el
umbral de liberación y en consecuencia de ruptura”, Chevalier: 273), no sólo
para restituir su propia coherencia interna y psicológica –como lo ha querido
64
Jung en su descripción de la psique humana hace la siguiente diferenciación entre el Ego y
el Sí-Mismo: “Distingo entre Ego y Sí-Mismo porque el primero es únicamente el sujeto de mi
conciencia, mientras que el segundo gobierna mi totalidad, incluso el inconsciente (...). Desde
el punto de vista intelectual, el Sí-Mismo no deja de ser un concepto psicológico, una estructura
verbal que sirve para expresar una esencia que no puede conocerse y asimilarse, ya que por
definición va más allá de nuestra comprensión. El Sí-Mismo perfectamente podría ser también
llamado «el Dios en el centro de nosotros»” (citado por Gomes: 23-24; las cursivas son mías).
65
Los estudios más interesantes que han analizado e interpretado Defensa del ídolo, es decir
los de Gomes y Arias antes mencionados, concuerdan en señalar (pese a sus disímiles
perspectivas metodológicas, el primero basado en la teoría de las vanguardias y en el
psicoanálisis de Jung, y el segundo en los planteamientos filosóficos de Fichte y Schelling) que
este texto se articula justamente por el seguimiento de ese centro: “Me atrevería a sugerir que
el discurso de Defensa del ídolo se articula gracias a un mitologema: la búsqueda del centro”
(Gomes: 21); “Así, con diversos matices y con diferentes características, se comenzó a
concretar una búsqueda centrada sobre el yo, como fuente y centro de donde emana toda la
construcción poética. Característico de dicho fenómeno y quien asumió con mayor intensidad
ese descenso a la intimidad, plasmándolo en su obra, fue el poeta Omar Cáceres, quien
caracterizó ese yo prometeico con el nombre de «Ídolo»” (Arias: 11).
79
ver Gomes– sino que para representar y revelar su presencia, su significado,
con tal de restaurar aquel “vasto equilibrio” que posibilitará, por medio de su
definitivo esclarecimiento, la liberación de la humanidad entera (las similitudes
entre este propósito final y el tikkun luriánico son evidentes). Cabe destacar
que este interés por develar los “verdaderos cimientos” del universo –interés
que rebasa por tanto la mera descripción del mundo interno– pronto fue
advertido con gran lucidez por Vicente Huidobro en el prólogo que le dedicó al
libro (el único, es importante destacarlo, que aceptó hacer para un poeta):
“Estamos en presencia de un descubridor, un descubridor del mundo y de
su mundo interno. Un hombre que vive oyendo su alma y oyendo el alma
del mundo. Esto significa un hombre que oye en profundidad, no en
superficie (…)
El hombre cuyas células tienen una preciencia y un recuerdo milenario.
No olvidéis que el verso representa una larga suma de experiencias
humanas. Y aquí radica su importancia y su trascendentalidad, en esa voz
reveladora de lo íntimo del Todo y que por eso parece a los profanos,
incomprensible. Lo trascendental no es grandeza hacia afuera, sino
grandeza hacia adentro. La poesía no es inconsciencia, es estado de
conciencia cósmica. La poesía es clarificadora de los fenómenos del mundo,
por eso trascendental. La poesía eleva la idea y las sensaciones a una
potencia X, coloca el mundo en un plano en el cual adquiere su verdadero
valor espiritual.”
(Defensa del ídolo: 5-6; las cursivas son mías)
Pero esta concepción mesiánica de la palabra y de la poesía
(concepción que estaría estrechamente ligada con el pensamiento de
Heidegger y Benjamin 66) es desestimada o saboteada con brutal escepticismo
66
Recordemos que para Heidegger la poesía como palabra logra crear mundo e historia,
mientras que como re-veladora (aletheia) del ser que se esconde, es también el acto de
nombrar a los dioses y nombrar a las cosas en lo que son, en su realidad de verdad. La poesía
en ese sentido sería tanto el fundamento como la acción de recrear las cosas y al poeta mismo
desde su ser y su verdad gracias al don de la palabra: es el devolver o revelar el hospicio y el
hogar, la ubicación en el mundo y sus leyes. La poesía recrea el mundo para que el hombre
vuelva del destierro, en un proceso similar al tikkun luriánico. En concordancia con estos
presupuestos, Benjamin irá aún más lejos al señalar que el lenguaje (y la poesía) es el lugar
donde se revela el contenido espiritual de todas las cosas y en última instancia de Dios,
hospedaje de lo divino en la palabra que se realiza mediante la traducción de los lenguajes
mudos de las cosas circundantes. Según él todas las entidades del mundo poseen un lenguaje
que comunica su contenido espiritual en tanto contenido espiritual lingüístico comunicable. Así,
sin ser las entidades en sí ese contenido espiritual, comunican en su lenguaje su ser espiritual,
80
e ironía 67 por el mismo Cáceres (una constante de su poesía también) no sólo
porque en el texto hay una serie de marcas que indican su desazón por no
haber podido llevar a cabo este proyecto poético tal como él lo hubiera querido
(desazón que se refleja por ejemplo en las dudas que tuvo al seleccionar los
poemas y en su infructuosa intención por ordenarlos cronológicamente), sino
que, más profundamente, porque es consciente de que realizar una empresa
de esa envergadura (nada menos que revelar el “orden secreto de las cosas”)
es una tarea imposible pese a los esfuerzos desplegados, debido tanto a las
limitaciones del lenguaje humano (marcado por la dolorosa desconexión entre
el decir y aquello que pretende representar 68), como a la infinita separación que
existe entre las cosas (incluido el hombre) y lo que no puede ser nombrado, es
decir, la pura alteridad (sea el significado, el origen o Dios). De ahí el “tropiezo”
y el “pavoroso problema” de Cáceres, de ahí la traba para dar cuenta de la
“omnipresencia del yo”, ya irremediablemente lacerado y distanciado de una
plenitud mítica contaminada por la ausencia. La poesía en ese sentido no sería
su esencia, su alma. A diferencia de las otras entidades del mundo, el lenguaje humano
deviene del acto nombrador-creador divino, la onomatésis genésica. Dios no subyuga al
hombre poniéndolo bajo el lenguaje; más bien, Dios otorga el don del lenguaje nominador al
hombre para que éste pueda comprender a las cosas y comprenderse, pues en el nombrar el
hombre comunica a su ser en el lenguaje: "La lengua de un ser es el medio en el cual se
comunica su ser espiritual. El río ininterrumpido de esta comunicación atraviesa toda la
naturaleza, desde el ínfimo existente hasta el hombre y desde el hombre hasta Dios. El hombre
se comunica con Dios mediante el nombre que da a la naturaleza y a sus semejantes (en el
nombre propio) y da a la naturaleza el nombre según la comunicación que recibe de ella,
porque incluso la entera naturaleza se halla atravesada por una lengua muda y sin nombre,
residuo del verbo creador de Dios, que se ha conservado en el hombre como nombre
conocedor y –sobre el hombre– como sentencia juzgadora. La lengua de la naturaleza puede
ser comparada con una consigna secreta que cada puesto transmite al otro en su propia
lengua, aunque el contenido de la consigna es la lengua del puesto mismo. Toda lengua
superior es traducción de la inferior, hasta que se despliega, en la última claridad, la palabra de
Dios, que es la unidad de este movimiento lingüístico” (Benjamin, “Sobre el lenguaje en general
y sobre el lenguaje de los humanos”: 74).
67
“La ironía es la herida por la que se desangra la analogía; es la excepción, el accidente fatal,
en el doble sentido del término: lo necesario y lo infausto. La ironía muestra que, si el universo
es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que el concierto de las
correspondencias es un galimatías babélico. La palabra poética termina en aullido o silencio: la
ironía no es una palabra ni un discurso, sino el reverso de la palabra, la no-comunicación. El
universo, dice la ironía, no es una escritura; si lo fuese, sus signos serían incomprensibles para
el hombre porque en ella no figura la palabra muerte, y el hombre es mortal” (Paz, Obras
Completas, 1. La casa de la presencia: 157).
68 “Desde Benveniste, sabemos que el sujeto de la enunciación está hecho íntegramente de
discurso y por el discurso. Yo, con respecto al individuo que le presta la voz, es siempre otro;
pero este yo-otro –en cuanto se sostiene únicamente en el puro acontecimiento del lenguaje
con independencia de cualquier significado– se encuentra más bien en la imposibilidad de
hablar, de decir cualquier cosa” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 13-14; las cursivas son
suyas).
81
aquello que hace saltar de la entraña de la tierra a la superficie lo escondido
para mostrarlo en su realidad de verdad tal como lo planteara Heidegger en
Hölderlin y la esencia de la poesía, sino que sería la inminencia de una
revelación que nunca se produce, la falsa promesa del advenimiento del
significado que jamás podrá comprenderse y asimilarse ya sea por su
inefabilidad (Pseudo Dionisio Areopagita) o por su auto-exilio (Luria/Bloom).
Así, la poesía para Cáceres sería más que la manifestación de lo otro, la
representación del vacío de su presencia, sentido de pérdida que intenta
reemplazar por medio de sus poemas (poemas que a fin de cuentas, no son
más que reescrituras de un texto original ausente, al igual que los discursos de
los cabalistas y los místicos con los que conforma una larga tradición que se
pierde en los tiempos, tradición del retardo –según el decir de Bloom– de la que
es plenamente consciente tanto él –al señalar que sus palabras son “viejas” y
“nuevas” a la vez– como Huidobro que advierte el “recuerdo milenario” que se
trasluce en sus versos).
Pero ese deseo imposible por encarnar o representar el más allá en el
aquí y el ahora (que condenaría a la poética de Cáceres a la reactivación
incesante de una dinámica condenada al fracaso y a lo inconcluso), no será un
impedimento para que éste en Defensa del ídolo se interne o descienda en
zonas desconocidas para el hombre con tal de evocar ese centro huidizo o
vaciado, ese misterio inaprensible (aunque sea imperfectamente), acaso
porque sabe o intuye que lo que cuenta es la trayectoria, el camino, y no tanto
el objetivo, que sigue siendo inaccesible. Se trata, entonces, de “no poder dejar
de caminar y de, con la certeza de lo que falta, saber de cada lugar y de cada
objeto que no es eso, que no se puede residir allí ni contentarse con aquello”
(de Certeau, La fábula mística: 352-353). Así Cáceres, contrariamente al
proceder que consiste en asignar un lugar a un fenómeno mutilándole de esta
manera su parte de alteridad para asignarle un lugar estable e identificable,
trata de dejar libre curso a su surgimiento, con la fuerza de la sacudida. Lo Otro
es peligroso, hiere al que no se defiende. Fundamentalmente, es el rostro de la
muerte: “Lo que me viene con el otro es mi muerte, porque apunta hacia
aquello que no soy yo. Las experiencias de la alteridad, ¿qué nos anuncian
sino nuestra desaparición?” (de Certeau y Domenach: 37).
82
4.2- Aniquilación del sujeto, apertura del Misterio
“Todo descenso en el yo, toda mirada hacia el interior, es al mismo tiempo ascensión,
asunción, mirada hacia la verdadera realidad exterior”
(Novalis citado por Béguin: 256)
“Bajé desde mí mismo
hasta tu centro, dios, hasta tu rostro
que nadie puede ver y sólo
en esta cegadora, en esta oscura
explosión de la luz se manifiesta”
(Valente: 53)
La búsqueda del centro (espacio del significado, de lo real, de lo
radicalmente Otro) como motivo configurador de Defensa del ídolo hará que
este texto presente una marcada ruta pseudo narrativa, un camino claramente
definido de principio a fin, tal como lo señalara Miguel Gomes:
“La enunciación de los quince poemas que componen Defensa del ídolo,
pese a algún aparente desvío que ha de considerarse más bien como
componente catalítico, forjador de suspenso, posee una continuidad
seminarrativa y una dirección bastante precisa. El primer poema ya nos
anuncia una trayectoria que veremos concluir claramente en el último,
cerrándose así lo que podríamos llamar (…) un itinerario, una ruta o un
desplazamiento” (24).
El recorrido de este sendero desde el “afuera” (lugar del mundo, del
exilio, de la desprotección y la intemperie) hacia el “adentro” o luz que se halla
en las profundidades (luz, centro o verdad que Cáceres representará a través
del concepto de “Ídolo ignoto”) supondrá, como veremos a continuación, no
sólo un progresivo descenso, una inmersión gradual en las tinieblas que están
más allá de todo lo que es concebible por el pensamiento humano, sino que a
raíz de eso un paulatino abandono del yo racional (limitado y castrante) que se
desdoblará y desintegrará para finalmente desaparecer con tal de expandir sus
propios límites y así poder dar cabida a lo invisible e incognoscible (realizando
de esta manera un camino similar a la hipernegación dionisiana y al tzimtzum
83
luriánico 69). La “dirección precisa” a la que hace referencia Gomes
correspondería entonces al surco que deja el siempre insatisfecho deseo del
sujeto del discurso de Defensa del ídolo por ver y comprender lo que por
definición no tiene referente, por representar aquello que se abre detrás de las
fisuras de la realidad, deseo que dadas las características de lo anhelado (la
pura alteridad) implicará para él una total ruptura consigo mismo y con todo lo
que conoce, renuncia que se asemejará a un autosacrificio simbólico 70, a una
muerte ritual, a un regreso al no-saber, a la infancia, al silencio, al misterio, que
literalmente
significa
quedarse
mudo
ante
lo
inefable,
la
absoluta
transcendencia de lo humano inscrita en el corazón del hombre (después de
todo, “la vida no es otra cosa que la separación de las entrañas de la tierra, la
69
El replanteamiento de la construcción del “yo” poético mediante el descenso a las
profundidades donde se encuentra lo “verdadero”, lo “trascendente” no es ni lejanamente una
empresa novedosa, sino que ancestral (dentro de la tradición literaria occidental los ejemplos
abundan: la Noche oscura de San Juan de la Cruz, los Himnos a la noche de Novalis o los
trabajos de William Blake, reflejan el mismo patrón “descendente” aunque surgieron en
distintos contextos de producción; en el caso de la tradición literaria nacional, las Residencias
en la tierra de Pablo Neruda, Vigilia por dentro de Humberto Díaz-Casanueva y Orfeo de
Rosamel del Valle también se mueven en coordenadas similares, a pesar a sus matices). Esta
concepción del descenso como un camino hacia lo absoluto (concepción que puede rastrearse
desde los gnósticos para quienes subir o descender equivale a lo mismo) ha sido interpretada
desde variadas perspectivas. Por ejemplo, Aldous Huxley en La filosofía perenne señala que la
búsqueda del “Yo Interno” en las honduras del alma (“Yo” que se diferencia del yo del
raciocinio, de la voluntad y del sentimiento) obedece, en el fondo, a la búsqueda de la Base
inmanente y trascendente de todo ser o Dios que subyace tras todas las cosas, Base o Dios
que pese a estar presente en todo, “sólo es presente a ti en la parte más honda y más central
de tu alma” (William Law citado por Huxley: 10). Gilbert Durand por su parte dice en Las
estructuras antropológicas del imaginario que el descenso es uno de los símbolos
fundamentales de lo que él denomina como Régimen Nocturno de la imagen, y dentro de él, de
los “símbolos de la inversión” (entre los que se cuentan también la noche, el vientre, etc.).
Éstos últimos realizan, mediante un proceso de eufemización y de doble negación que
detallaremos a continuación, una transmutación directa de los valores del imaginario al invertir
la visión tradicional del universo y por lo tanto del lugar donde se halla lo sagrado (es decir,
aquello que puede exorcizar los terrores que produce la muerte): éste ya no se encuentra en el
“cielo” o en las alturas como en el Régimen Diurno de la Imagen, sino que en las antípodas del
sol, en un centro íntimo y frágil ubicado en lo profundo, centro que es lentamente penetrado
para “remontar el tiempo y encontrar las quietudes prenatales” (211).
70
Esta predisposición para el autosacrificio en nombre de valores futuros o de la trascendencia
(tan propia de las tradiciones mistéricas o iniciáticas) es también uno de los cuatro rasgos
principales que Poggioli en The Theory of the Avant-Garde le atribuirá a las vanguardias,
inclinación por la muerte que denominará como agonismo. Las restantes características serán
el activismo, o sea, entusiasmo agitador típicamente juvenil; el antagonismo o agresividad
sistemática, espíritu de lucha; y finalmente el nihilismo o inclinación destructiva, aniquiladora de
todo obstáculo. El agonismo es desde nuestra perspectiva otra muestra de cómo el pasado es
reactualizado bajo ropajes modernos, de cómo las vanguardias se conectan en ciertos puntos
con algunos lenguajes religiosos tradicionales, particularmente en su dimensión esotérica o
mística.
84
muerte se reduce a un retorno a uno", Eliade citado por Durand en Las
estructuras antropológicas del imaginario: 244).
Lo anterior queda plenamente establecido en el poema que abre el libro,
poema que bajo el título de “Mansión de Espuma” inicia este viaje sin retorno,
este descenso en lo incierto que es donde se halla el verdadero sentido de las
cosas, paradójicamente:
Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada,
apaciento los bríos absolutos de estas estampas - perdurable;
huyendo de su vida, pienso, el que parte limpia el mundo,
y así le es dado reflejar su imagen dulcemente terrestre.
Un pueblo (Azul), trabajosamente inundado.
Va a pasar la dura estación equilibrando sus paisajes.
Tiempo caído de los árboles, cualquier cielo podría ser mi cielo.
El blanco camino cruza su inmóvil tempestad.
Muda voz que habita debajo de mis sueños,
mi amiga me instruye en el acento desnudo de sus brazos,
junto al balcón de luz disciplinada, tumultuosa,
y desde donde se advierte la aún no soñada desventura.
Revestido de distancias, entre hombre a hombre – magro,
todo naufraga bajo el pendón de su “postrer adiós”;
dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo,
porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.
Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.
(9-10)
La configuración ficticia de esta expedición determinada por la experiencia
de lo numinoso 71 se perfila nítidamente en estos memorables versos iniciales,
71
Rudolf Otto explica que lo “santo” (término que en su obra es equivalente a lo sagrado)
contiene un excedente de significación que se sustrae a la razón y que es inefable, lo que
85
los que no sólo anuncian los principales rasgos que caracterizarán a Defensa
del ídolo y su posterior derrotero, sino que también la incertidumbre con que la
que el sujeto del discurso se referirá a lo innombrable, a lo que rebasa
cualquier categoría de pensamiento. La manifiesta e infructuosa intención de
éste por aprehender y representar lo que por definición es inasible e
indescriptible (intención que por lo tanto se transforma en vacilación y
desasosiego, en una constante lucha contra el vacío, que como tal, siempre
termina escurriéndose) se refleja tanto en el plano de lo meramente discursivo
(a través de la estructura fragmentaria del poema y de la desarticulación
sintáctica de una puntuación cortante que intensifica un ritmo extrañamente
abrupto, intenso y disonante, ritmo que acentúa la dislocación del decir del
sujeto, que distanciándose de la falsa estabilidad que ofrece el lenguaje
convencional, intenta decir lo indecible) como en el plano de las imágenes,
cuya permanente contradicción (que se manifiesta desde el título del poema),
aparte de revelar un tenso enfrentamiento entre la presencia y la ausencia,
entre la fe y el escepticismo, establecen una sistemática ruptura con nuestros
parámetros no sólo espaciales, sino que temporales de captación de lo real
(característica típica de los discursos vanguardistas): “Todos los tropos que se
encuentran en la segunda estrofa, por ejemplo, infringen la norma semántica
de estabilidad, quietud o unicidad que asociamos con referentes como el
paisaje, el cielo, los caminos o el tiempo” (Gomes: 24). Este desmoronamiento
de la imagen usual del mundo que se presenta como un espacio terminal,
desolado y catastrófico, como un lugar apocalíptico y tempestuoso de “tiempo
caído” donde “todo naufraga” por el influjo de una inundación permanente que
adquiere por lo tanto los rasgos de un diluvio de resonancias bíblicas 72, es
requiere de una categoría explicativa y valorativa especial: la categoría de lo numinoso
(neologismo a partir de la palabra latina “numen” que significa “presencia” y que Otto reutiliza
para describir al ser sagrado supremo a quien todas las religiones intentan conocer). Según él
la experiencia de lo numinoso, vinculada a lo más hondo e íntimo de toda conmoción religiosa
intensa, es básicamente una experiencia no-racional o el presentimiento cuyo centro principal e
inmediato está fuera de la identidad. Esta concepción de Dios como lo otro inexplicable para la
razón, pero perceptible por los sentimientos y por la intuición hace que la experiencia de lo
numinoso sea una experiencia de “misterio tremendo”, misterio que es a la vez terrorífico y
fascinante: “De este sentimiento y de sus primeras explosiones en el ánimo del hombre
primitivo ha salido toda la evolución histórica de la religión” (25).
72
La significación simbólica del diluvio (que se presenta reiteradamente a lo largo de este texto
por medio de una lluvia implacable) mantiene en Defensa del ídolo el mismo carácter ambiguo
o no definitivo que tradicionalmente se le otorga. Si bien es un símbolo de regeneración y de
86
contrarrestado sin embargo por una serie de imágenes o espacios del “cobijo”
(según el decir de Bachelard en La poética del espacio) en las que el sujeto del
discurso intenta refugiarse o resguardarse de la confusión y el caos imperante
(confusión que alcanza su punto culminante en la expresión “cualquier cielo
podría ser mi cielo”), intento que no logra sin embargo conciliar la dicotomía
que se establece entre la devastación y lo que puede restaurar el orden perdido
debido a que ambos movimientos o “pulsiones” (la de la vida y la de la muerte)
se auto-anulan mutuamente, imposibilitando una síntesis que pueda atenuar la
contradicción, al igual que la hipernegación dionisiana.
La primera de ellas es la “sombra ilimitada”, imagen recurrente a lo largo de
este poemario, en la que el sujeto del discurso “apacienta sus bríos” e intenta
encontrar consuelo ante la catástrofe antes descrita. Ésta (que prefigura al
“Ídolo ignoto” que interpretaremos más adelante) es interesante no sólo porque
da cuenta de una dimensión trascendente, pero desconocida y oculta que se
sustrae del accidentado devenir del mundo exterior (dimensión a la que por
tanto es necesario descender para primero encontrar respuestas y luego hallar
la tan esquiva paz), sino porque sus características suponen una directa
inversión de los valores del imaginario, junto con un evidente paralelismo con el
Dios sin verdad del Pseudo Dionisio. La transmutación aludida se produce por
el hecho de que la usual connotación negativa que tiene este símbolo por ser
aquello que se opone a la luz (tradicional símbolo del conocimiento y de lo
divino de acuerdo al Régimen Diurno de la imagen explicado por Durand) es
subvertida en este texto al ser considerada como una entidad positiva que
puede cumplir la misma función de aquello que se contrapone a ella. Esta total
inversión de la actitud representativa en la que la inmersión en la oscuridad es
también un camino hacia lo sagrado, es decir, hacia aquello que puede
purificación que augura una nueva conciencia, una nueva era (“Un diluvio no destruye sino
porque las formas están usadas y agotadas, pero lo sucede siempre una nueva humanidad y
una nueva historia (…) El diluvio purifica y regenera como el bautismo, es un inmenso bautismo
colectivo, decidido, no por una conciencia humana, sino que por una conciencia superior y
soberana”, Chevalier: 419), es también un símbolo de destrucción y castigo que remarca la
fragilidad y precariedad de la condición humana cuyo desamparo se acentúa aún más al ser
éste una manifestación de los inescrutables designios de Dios, supuesto fundamento de la
vida. La indeterminación que Cáceres muestra entre estas dos concepciones opuestas (en la
que el diluvio es advenimiento y exterminio a la vez) es otra muestra de que su decir se ubica
en un intersticio o no-lugar que intenta rebasar los binarismos en los que se asienta la cultura
occidental con tal de dar cabida a lo inimaginable, a lo que está más allá de la razón
(paradójica raíz de todo).
87
aminorar el terror y la angustia que provoca el devorador paso del tiempo y la
inminencia de la muerte (que ya anunciamos en una anterior nota al pie) es
propia de lo que Durand denomina el Régimen Nocturno de la imagen, el que
es indicativo de toda una mentalidad, o sea, de “todo un arsenal de procesos
lógicos y símbolos que se opone radicalmente a la actitud diairética, al
fariseísmo y el catarismo intelectual y moral del intransigente Régimen Diurno
de la imagen” (Las estructuras antropológicas del imaginario: 211). A diferencia
de esta última constelación del imaginario que busca mediante la antítesis, el
contraste y la separación exorcizar el inevitable fluir del tiempo y la muerte
basándose en un juego de imágenes antagónicas (luz-oscuridad, día-noche,
bueno-malo,
alma-cuerpo,
etc.),
el
Régimen
Nocturno
enfrentará
las
tenebrosas caras del tiempo a través de otra actitud imaginativa consistente en
transmutar los ídolos mortíferos de Cronos en talismanes benéficos por medio
de un proceso de eufemización (constituido por la inversión del valor afectivo
atribuido a las caras del tiempo que dejan de ser amenazantes, pese a que de
igual modo conservan un resto de su origen aterrador) y de doble negación
(procedimiento en que lo positivo se reconstituye a través de lo negativo o en el
que por una negación o un acto negativo se destruye el efecto de la primera
negatividad, realizándose así un verdadero vuelco dialéctico en el que “ligo al
ligador, mato a la muerte, utilizo las propias armas del adversario (..) y de este
modo, simpatizo con la totalidad, o una parte, del comportamiento del
adversario”, Las estructuras antropológicas del imaginario: 211) 73. De esta
manera, el antídoto que utilizará el Régimen Nocturno para combatir el tiempo
no será ya buscado en el nivel sobrehumano de la trascendencia y de la pureza
de las esencias como lo hace el Régimen Diurno, sino que en la cálida
intimidad de la sustancia, en las propias profundidades del ser, donde la noche
reemplaza al día y la caída se eufemiza en descenso (lo que hace que las
técnicas ascensionales sean reemplazadas por técnicas de excavación). La
“sombra” a la que alude Cáceres (el primero de una serie de símbolos
nocturnos que aparecerán en Defensa del ídolo) debe interpretarse entonces
73
Las coincidencias (mas no igualdad ya que aquí, como en la mística, no hay conciliación
posible) entre este procedimiento consistente en negar lo negativo para instalarse en una
quietud cósmica de valores invertidos, de terrores exorcizados y la hipernegación dionisiana
son sorprendentes, en especial si se considera que Durand en ningún momento cita la obra del
Areopagita para elaborar su arquetipología general.
88
como parte de una espeleología espiritual enmarcada en estas coordenadas y
no como la expresión de un malditismo hermético y maniqueo que glorifica lo
“tenebroso” en vez de lo “claro” (sea esto Dios, el sentido o la conciencia), de lo
que supuestamente se excluye (achaque recurrente de la crítica). Al revés, una
búsqueda como ésta centrada en dar cuenta de lo radicalmente Otro para
fundirse en él por medio del deslizamiento en las honduras de la tierra (que es
concebida como la matriz del mundo) y de la domesticación del devenir supone
no sólo una armonización de los contrarios (que permite superar la visión
dicotómica de la realidad y estrechar por tanto el abismo que existe entre el yo
y la alteridad), sino que también una asimilación identificativa con el cosmos,
asimilación que posibilita, por lo menos en teoría, un estado de plenitud en
donde lo plural no se individualiza y segrega sino que se concibe como parte
de lo único múltiple (en el caso del texto de Cáceres esta concreción se
anuncia y anhela, pero nunca acontece o se materializa, lo que explica la
permanente angustia del sujeto del discurso siempre “revestido de distancias”).
En ese sentido, que esta “sombra” en la que se busca refugio y consuelo sea
“ilimitada” no indica, en consecuencia, una sumisión a un orden oscuro,
inconmensurable y negativo que reniega de la luz, sino que lo desconocido,
que lo Otro es y será inaprensible para cualquier categoría de pensamiento por
su ausencia de fronteras y referentes, situación que demanda, tal como lo
señalamos
anteriormente,
un
auto-sacrificio,
un
vaciamiento,
una
transformación interior basada en la renuncia de lo conocido (similar a la
entrada en las Tinieblas del no-saber descritas por el Pseudo Dionisio) en la
que el “yo” aislado y racional debe morir para reintegrarse o unirse en la
otredad, en el flujo ininterrumpido del continuum 74, donde las discontinuidades
y diferencias se disuelven.
74
Si bien el continuum es un término que Bataille utiliza profusamente en distintas obras
(particularmente en El erotismo), no es una categoría que resulta fácil de definir y de simplificar:
éste puede ser tanto la corriente vital en la que están inmersas todas las cosas y que nuestra
racionalidad discontinua no logra apresar, como la ruptura del principio bipolar de la
contradicción. Para comprender esto mejor es necesario tener en cuenta que Bataille parte del
siguiente supuesto: somos individuos “discontinuos”, lo que se explica porque tenemos un
cuerpo que habita un cierto tiempo y espacio, pero también porque somos poseedores de una
racionalidad, una moralidad, una personalidad, etc. que crea una individualidad que está a su
vez protegida por normas y tabúes. Todo ello demarca límites que nos hacen ser únicos y
exclusivos, indivisibles. Pero esta inclinación a la diferenciación nos causa alienación,
sufrimiento y una sensación de vacío, según Bataille. Es por esta razón que permanentemente
experimentamos un transgresor anhelo de otredad, un querer salirse de nuestra discontinuidad
89
Lo anterior queda claramente establecido en las dos últimas estrofas del
poema en las que el sujeto del discurso manifiesta explícitamente este anhelo
de prolongarse más allá de su ser, de trascender sus propios límites (aunque
esto implique la muerte o el abandono de su antiguo “yo” y sus
correspondientes seguridades y certezas), tanto para crecer interiormente
como para conocer y fusionarse con lo otro que concibe como el verdadero
fundamento de todo, objetivo dual, pero interrelacionado por medio del cual
éste no sólo pretende lograr su propia salvación sino que también la de un
mundo desacralizado y fragmentado que no puede ofrecer respuestas
satisfactorias. En la primera de ellas Cáceres presenta al sujeto del discurso
distanciado entre dos espacios en los que habita, a los que tienden uno al otro,
pero que aún no reconcilia. La distancia que va del “hombre a hombre-magro”
no es otra cosa que el viaje emprendido hacia un lugar verdadero, hacia una
verdadera identidad. Como lo señala Juan Ignacio Arias este espacio
intermedio es “la distancia entre un yo puro, auténtico, a otro, a un yo empírico
y, por ello, sometido al tenor de la experiencia, alejado de la pureza de ese
centro de donde procedería la conciencia poética” (Arias: 12-13). Es por ello
que este hombre tendría una naturaleza incompleta, finita, menguante o
“magra”, sin reconciliación consigo mismo ni con el mundo, si no se volviera a
ese otro hombre, separado, pero unido a él, en un espacio velado para su
propia conciencia, situación que recalca al señalar que “el hombre ama su
propia y oscura vida solamente”, es decir, que éste, sintiendo su existencia
actual como ajena y falsa, aspira a su existencia “real” y subyacente que intuye,
pero que no conoce (de ahí su “oscuridad”), lo que no le evita experimentar una
sensación de angustia y vértigo al dejar de ser lo que es hasta ese momento
(sentir común de las experiencias iniciáticas 75): “todo naufraga bajo el pendón
de su “postrer adiós”;/ dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo”
(constatación de la primera manifestación de la fisura interna y desdoblamiento
individual para reinsertarnos en el continuum del universo, deseo que se sacia particularmente
en el orgasmo y en la vivencia mística, ya que en ambas experiencias radicales se produce una
fusión casi total con el otro, un compartir cercano a la plenitud, una zozobra entre la vida y la
muerte en la que “queremos acceder al más allá sin franquear el paso, manteniéndonos
prudentemente más acá” (Bataille, El erotismo: 195; las cursivas son suyas).
75
Después de todo, como diversos estudiosos de las religiones y de los símbolos lo han
destacado, la semejanza de la iniciación y el sentimiento de la vecindad de la muerte es
notable (véase Chevalier: 593 y Muerte e iniciaciones místicas de Mircea Eliade, por ejemplo).
90
del sujeto de Defensa del ídolo, un rasgo central de su discurso que
caracterizará su búsqueda).
Pero es en la siguiente y última estrofa del poema donde se revela con
mayor precisión quién es o cómo se denominará definitivamente a ese ser
auténtico anhelado que ya se venía anunciando por medio de las imágenes de
la “sombra ilimitada” y el yo “oscuro” (con quien se intentará establecer un
diálogo a partir de ese instante), junto con la voluntad de extinguirse o morir
con tal de comprenderlo y ser parte de él: “Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para
besarlo?/ Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso, / confieso mi
autocrimen porque quiero comprenderlo”. Estos versos finales, que podríamos
catalogar como capitales debido a que en ellos se sintetizan con absoluta
claridad las razones que detonan este descenso en lo desconocido junto con
sus alcances, confirman, tal como el propio Cáceres ya lo insinuó en “Yo, viejas
y nuevas palabras” y como nosotros mismos lo hemos venido diciendo a lo
largo de este trabajo, que el viaje propuesto en Defensa del ídolo es una
peregrinación o trayecto mediante el cual se pretende restablecer el vínculo
roto o interrumpido con Dios o lo sagrado (un ídolo es en su definición más
simple la imagen de una deidad a la que se adora puesto que contiene una
verdad), intento de reunificación o religación que no se afinca en ninguna
convención religiosa en particular que pudiera condicionar la visión y
comprensión de lo trascendente 76 y que es fruto de una introspección radical y
libre en la que se hace evidente la escisión del hombre de lo Único, la “Divina
Realidad” o “Base inmanente” (según el decir de Huxley) que constituye su
verdadero hogar, situación que lo condena a la muerte y al desarraigo si no
elimina las imágenes e ilusiones que lo ocultan y regresa a él (desde esa
perspectiva la ruta seguida por el sujeto de Defensa del ídolo –y con él sus
lectores– correspondería más a un éxodo que a un exilio, debido a que el
76
Actitud que no debe interpretarse simplemente como un cuestionamiento a la ortodoxia de
las instituciones religiosas, sino que a una profunda crítica hacia las representaciones y al
deseo siempre insatisfecho por lograr una mayor veracidad (postura que lo relaciona con el
trabajo de los místicos quienes siempre van más allá de lo que se ha encontrado). Lo anterior
recuerda la siguiente reflexión de Bataille: “Si yo dijese decididamente: «He visto a Dios», lo
que veo cambiaría. En lugar de lo desconocido inconcebible -salvajemente libre ante mí,
dejándome ante él salvaje y libre- habría un objeto muerto -a lo que lo desconocido estaría
sometido, pues, bajo la especie de Dios, lo desconocido oscuro que el éxtasis revela estaría
esclavizado a esclavizarme" (La experiencia interior: 14).
91
primero es un viaje de regreso hacia la “tierra prometida” –lugar simbólico de la
genuina patria del hombre, del centro perdido o del significado–, a diferencia
del segundo, que en un sentido completamente inverso, da cuenta de la
traumática y dolorosa separación de los seres de esa plenitud mítica por una u
otra razón; así, el éxodo relataría la historia de un reencuentro y el exilio de una
expulsión).
Pero, ¿por qué el sujeto del discurso decide utilizar finalmente un
concepto “estable” y “cerrado” como el de “ídolo” para referirse a lo divino y no
otro que diese mejor cuenta de su radical otredad o de su capacidad para ser
una ventana abierta entre la tierra y el cielo? Esta elección en una primera
lectura no deja de sorprender, en especial si se considera que el ídolo es
literalmente comprendido como “lo que se ve” (eidôlon), como lo representado
y fijado por la mirada misma y por ello el fin de toda transparencia, de todo
desbordamiento de lo visible hacia un más allá. ¿Por qué no usó por ejemplo el
concepto de “ícono” que contrariamente acomete su representación de lo divino
intentando volver visible lo invisible, en la medida en que “convoca la mirada a
sobrepasarse sin fijarse jamás sobre algo visible, pues lo visible no se presenta
sino como paso a lo invisible” (Marion, Dios sin el ser: 37)? Respuesta: porque
esta “idolización” conceptual de Dios (propia por ejemplo de aquella “ciencia”
teológica cristiana –como la de Tomás de Aquino– que cree que éste es
representable como objeto de la metafísica 77), le permite a través de su
posterior negación o destrucción socavar esa concepción racional y
pretenciosa de lo sagrado y demostrar la imposibilidad de reducir a Dios a
nuestros esquemas de comprensión metafísica bajo la forma de una
representación concreta y lógicamente establecida (realizando así un
procedimiento similar a la hipernegación dionisiana). Es decir: el sujeto del
discurso primero nombra o se refiere a Dios a través del concepto de “ídolo”
(modo catafático), a continuación niega o anula las características recién
expuestas de éste por medio del adjetivo “ignoto” que lo acompaña 78 (modo
77 Resulta revelador, sin embargo, saber que Tomás de Aquino en el umbral de la muerte haya
declarado que “todo lo que he escrito no es más que paja” (citado por de Courcelles: 151)
como si sus ojos se hubieran clavado, de súbito, en la invisible presencia.
78
El “ídolo”, al ser una imagen específica y delimitada de lo divino, es un fin en sí mismo; si
bien su esplendor fascina y cautiva la mirada precisamente porque en él no se encuentra nada
que no se deba exponer a la mirada, hace que su contemplación se detenga y agote en él,
92
apofático), tensión irreconciliable entre ambas maneras de dar cuenta de lo
divino que hace imposible llegar a una síntesis final y que invita a pensar en un
Dios inconcebible e inefable, que si bien es la causa y fuente de todo, se
muestra irreductible ante nuestras categorías de pensamiento al estar más allá
de la afirmación y la negación, de la presencia y la ausencia (modo místico o
hipernegación) 79.
De esta manera, el deseo imposible del sujeto del discurso de Defensa
del ídolo por intentar presentar a través de la escritura un Dios inaprehensible e
irrepresentable que rebasa cualquier dialéctica y antinomia –Neti neti: “ni esto
ni eso”, enseñaron los Vedas subrayando que nada se puede afirmar acerca de
la divinidad; “ni eso, ni esotro” escribió miles de años después San Juan de la
Cruz en el dibujo que hizo de la Subida del Monte Carmelo– no sólo desliza
una crítica velada a la vanidad de querer captar a lo radicalmente Otro bajo las
estructuras de lo conceptualizable 80, sino que más profundamente y a raíz de la
anterior deconstrucción de la noción de “ídolo”, propone o avizora otra forma de
entender la “muerte de Dios” tan en boga en su tiempo (y cuyas consecuencias
todavía se experimentan en el nuestro). Al contrario de la interpretación nihilista
(y hegemónica) de esa frase de Nietzsche que se ha entendido como el
declinar o el ocaso de lo divino, lo que el sujeto del discurso estaría insinuando
aquí (y a través de él Cáceres) sería que la captación de la desaparición de
Dios no es producto de su fallecimiento, sino que a un momento peculiar de su
impidiendo que la mirada “penetre ya las cosas ni las vea en su transparencia” (Marion, Dios
sin el ser: 29). En ese sentido, que este “ídolo” sea “ignoto”, o sea desconocido y por tanto
invisible, contradice y desbarata tal concepción, relativizándola. Así, esta figura operaría igual
que un oxímoron.
79
“Toda la tensión entre la teología catafática y apofática recorre la teología simbólica, como
enfatiza continuamente Dionisio, porque en el símbolo sensible, en su necesidad e
imposibilidad, no sólo se expone la dialéctica de la doctrina de Dios, puesto que Dios es y debe
ser todo en todo y nada en ninguna cosa, sino también la doctrina del hombre (…) Es su
grandeza y su tragedia estar inmerso en la estética del mundo de las imágenes y, al mismo
tiempo, tener irresistiblemente que disolver toda imagen a la luz de lo inimaginable y tener que
abrazar ambas sin poder llegar a una síntesis final” (Von Balthasar citado por Yébenes en
Figuras de lo imposible: 55).
80
Crítica compartida por Gregorio de Nisa y Derrida: “Todo concepto formado por el
entendimiento con el fin de alcanzar y poner cerco a la naturaleza divina, no sería más que un
ídolo de Dios, incapaz de darlo a conocer” (de Nisa: 105); “El concepto supone una
anticipación, un horizonte en el que la alteridad se amortigua al enunciarse, y dejarse prever.
Lo infinitamente-otro no se enlaza en un concepto, no se piensa a partir de un horizonte que es
siempre horizonte de lo mismo, la unidad elemental en la que los surgimientos y las sorpresas
vienen a ser acogidos siempre por una comprensión, son reconocidos” (Derrida, La escritura y
la diferencia: 129).
93
manifestación basado en una especie de juego recíproco entre la plenitud y la
vacuidad, en el que la presencia de lo divino luciría paradójicamente sobre un
fondo de ausencia (intuición o visión que recuerda la antigua concepción
cabalista de Éste como “presencia total y total ausencia” a la vez). De este
modo, la “muerte de Dios” para el sujeto caceriano, contrariamente a la
experiencia moderna, escondería tras de sí la posibilidad de volver a formular a
Dios como cuestión, lo que no sólo lo relacionaría directamente con el
pensamiento tardío de Heidegger, quien afirma que el pensar sobre el Ser es la
apertura verdadera para una nueva experiencia de lo divino y que para
incorporarse totalmente a dicho pensar es preciso apartarse de toda seguridad
metafísica y abandonándose a lo sin fundamento, a la nada, “librarse de los
ídolos que todos tenemos y en los que solemos evadirnos” (¿Qué es
metafísica?: 13), sino que también anticiparía las ideas de pensadores más
contemporáneos como Jean-Luc Marion quien declara que “la ausencia de lo
divino llega a constituir el centro mismo de la pregunta por su manifestación”
(El ídolo y la distancia: 32) 81.
Ahora bien, lo anterior no evita que esta intuición persistente acerca de
Dios como algo de lo que no hay evidencias, sino huellas82 (un presentimiento
viejo y nuevo, como hemos visto) sea una experiencia incierta y numinosa
plagada de riesgos e incertezas (recordemos que lo Otro es peligroso,
fundamentalmente porque es el rostro de la muerte). Ésta convierte al discurso
de Defensa del ídolo en particular y a todo discurso que pretenda abarcarlo o
nombrarlo en una tarea destinada a la paradoja y a la indeterminación desde
un principio, con la consiguiente angustia del sujeto, que no sólo es consciente
de la infinita distancia que lo separa de Él, sino que también intuye que la
81
Para ahondar en la reinterpretación que estos dos autores le dan a esa controvertida frase
nietzscheana, ver el excelente artículo de Carlos Enrique Restrepo titulado “La muerte de Dios
y la constitución onto-teológica de la metafísica”.
82
“La vida se protege a sí misma mediante la repetición, la huella, la diferencia (…) es
necesario pensar la vida como huella” (Derrida, La escritura y la diferencia: 280). Hay por lo
tanto una diferencia en el origen, un retraso que es originario (tal como lo planteara también
Harold Bloom a propósito de la tradición del retardo). Pensar en consecuencia la escritura
como huella, como ceniza, es “pensar la vida como escritura de la muerte y preceder y
deshacer la determinación que constituye el presupuesto de fondo de la metafísica occidental:
el ser como presencia. La presencia está siempre afectada por la ausencia, la vida es texto, es
decir, postergación y no inmediatez. Es huellas, no presencia plena” (Yébenes, Figuras de lo
imposible: 20).
94
alteridad no se ofrece “como una presencia positiva –como una cosa iluminada
desde el interior por la certidumbre de su propia existencia– sino únicamente
como la ausencia que se retira lo más lejos posible de sí misma y se abisma en
la señal que emite, para que se avance hacia ella como si fuera posible
alcanzarla” (Foucault: 34). De esta manera, la tentativa de captar la
trascendencia (esa “cosa sublime y terrible” según de Certeau en La debilidad
de creer: 316) sin reducirla o suprimirla por medio de la hipernegación es la
expresión de una tensión extrema hacia una exterioridad que se desvela
incansablemente irreductible, es iniciar un viaje hacia el lugar de “ninguna
parte” (como lo diría Thomas Merton en su extenso poema Cables to the
Ace 83), donde se instaura un lenguaje “en el que ni el no ni el sí son la primera
palabra, sino la interrogación. Interrogación no teórica, sin embargo, cuestión
total, desamparo e indigencia, súplica” (Derrida, La escritura y la diferencia:
130). La desgarrada pregunta que se hace el sujeto del discurso al final del
poema (“¿Qué he de hacer para besarlo?”) sería en ese sentido una clara
constatación de lo anterior: ésta no sólo revelaría la radical soledad y orfandad
en la que se encuentra éste y su deseo (forzosamente inconcluso) de sortear el
abismo infranqueable que lo separa de lo divino para así fusionar ambos
“espacios”, sino que también demostraría la imposibilidad de asir y besar esa
nada desconocida, ese cuerpo ausente 84 por medio de la escritura debido a
que el referente aludido permanece, estrictamente hablando, “más allá del
pensamiento y del lenguaje, más allá de la experiencia ordinaria, más allá, en
pocas palabras, de la verdad del sujeto presente a sí mismo en el pensamiento
y el lenguaje” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 17).
Esta
inadecuación
del
lenguaje
referencial,
esta
“herida
del
pensamiento” (Blanchot, Thomas el oscuro: 15) que se observa en el discurso
83
“Desierto y vacío (…) Pobreza absoluta del Creador. No obstante de esta pobreza emerge
todo (…) Todas las cosas nacen de esta Nada desierta. Todas ellas quieren regresar a ella y
no pueden. Porque ¿quién puede volver a «ninguna parte»? No obstante, en cada uno de
nosotros hay un lugar que es un no lugar en medio del movimiento, una nada en el centro del
Ser (…) Si buscas este lugar, no lo encuentras. Si cesas de buscarlo, está ahí (…) Si te
contentas en perderte te encontrarás sin saberlo, precisamente porque te has extraviado,
porque estás, finalmente, en ninguna parte” (citado por de Pascual: 34).
84
La erótica del Cuerpo-Dios que se presenta recurrentemente en los textos de los místicos no
es simple coincidencia: tanto la mística como la erótica se “refieren a la «nostalgia» que
responde a la desaparición progresiva de Dios como único objeto de amor. También son los
efectos de una separación” (de Certeau, La fábula mística: 14).
95
caceriano comprobaría entonces lo señalado anteriormente por Harold Bloom:
que toda escritura, que toda poesía, como reflejo de la catástrofe que supone el
auto-exilio de Dios, es un proceso incesante, pero fallido por restituir aquello
que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad, por sustituir la ausencia
del significado original. Y sin embargo, esta interpretación aún reposa sobre la
certidumbre –quizás algo acomodaticia y simplificadora– de la imposibilidad
(entendiéndola como nihilismo, esa “apertura obstruida y colmada por ella
misma”, Nancy: 10). La radical indeterminación en la que se funda este texto (la
que se explicita en el último verso del poema cuando el sujeto del discurso
señala que despliega sus palabras en “las rompientes de su alcohol de piedra”,
es decir, en un espacio intersticial donde el elemento ígneo y líquido
representado por el alcohol85 se une y se separa a la vez del elemento sólido
que simboliza la piedra, espacio u orilla que por lo tanto no le pertenece ni a
uno ni a otro y en el que sólo queda el eco de un estruendo que surge y
desaparece fugazmente) obliga a considerar, tal vez, que este éxodo
inconcluso, que este intento aparentemente fracasado por representar o hacer
presente por medio del lenguaje aquello que no puede ser nombrado (ya sea el
significado o Dios), es, paradójicamente, la mejor manera de dar cuenta de Él
al ser Éste el Abandono y el Olvido, la Retracción misma 86. Así, el permanente
enfrentamiento entre conceptos e imágenes irreconciliables que se plasma en
el texto 87, junto con la progresiva pérdida del sujeto y la supresión del objeto,
85
El alcohol simboliza “la energía vital, que procede de la unión de los dos elementos de signo
contrario, el agua y el fuego” (Chevalier: 72).
86
Dios no sería en ese sentido “Vida y Eternidad (pues que la ortodoxia cristiana parece
escamotear la muerte al verla espacialmente como un Más Allá), sino Muerte: acción de dar
muerte, cortando abruptamente el tiempo y los tiempos: línea retenida en segmento, en
sección. Sin posibilidad ulterior de extensión y expansión: cortocircuito del tiempo” (Duque:
175).
87
Enfrentamiento que también se observa en el título del poema cuya imagen puede
interpretarse de dos maneras completamente opuestas al mismo tiempo. En una lectura
“positiva”, ésta sería una figura esperanzadora y tranquilizadora debido a que la “mansión” (una
hiperbolización del concepto de “casa”) es un símbolo que ha sido entendido tradicionalmente
como un espacio de protección ante las amenazas del mundo (la “casa” es, tanto para
Bachelard como para Durand, una de las imágenes más importantes de lo que ellos han
llamado “espacios del cobijo” y “símbolos de la intimidad”, respectivamente). La relación que
esta “mansión” establece con el elemento líquido que representa la “espuma” hace que esta
figura sea además isomorfa con el símbolo del “barco” que para Durand es una “morada sobre
el agua” (Durand, Las estructuras antropológicas del imaginario: 257), por lo que este espacio
cerrado e íntimo se transformaría también en un medio que le permitiría al sujeto del discurso
navegar a través de las aguas provocadas por el diluvio antes analizado, sobreviviéndolo. Sin
96
obedecería entonces a un intento deliberado por crear un hueco, una fisura, un
espacio vacío en el lenguaje para que la “muda voz” de lo indecible hable o se
exprese
a
través de
él (proceso abierto
que
sólo
se consumaría
extratextualmente en el interior de sus potenciales lectores, quienes
enfrentados a esta propuesta límite que pretende ir más allá de la presencia y
la ausencia, de la afirmación y la negación, deben perderse para completar el
inaudito sentido faltante que se encuentra entre o por encima de ambas
opciones, experiencia incierta que no sólo les haría padecer la misma tensión
que siente el sujeto del discurso, sino que también les permitiría vislumbrar o
presentir, sin imágenes ni palabras, lo inconcebible e inefable, el Misterio). La
intensa originalidad de Defensa del ídolo (por lo menos dentro del ámbito
poético chileno, ya que tentativas como ésta ya se habían realizado
previamente en otras partes del mundo; baste recordar el Libro de Mallarmé,
por ejemplo) radicaría por lo tanto en que el foco de su atención no estaría
puesto tanto en lo que se dice sino en lo que no se dice o entrevé a través de la
apertura que genera la auto-anulación de las imágenes y la negación del propio
discurso. Invitación al abismo y al vacío, sí, pero a un vacío lleno semejante a
un éxtasis oscuro 88.
En los poemas inmediatamente posteriores a “Mansión de Espuma” esta
búsqueda incitada por el deseo de hallar la garantía del significado y la
estabilidad del ser (búsqueda que paradójicamente evocaría los pasos del
sujeto del discurso hacia el extremo contrario: hacia la aniquilación y la nada)
embargo, esta figura puede ser igualmente interpretada desde un punto de vista catastrófico,
en especial si se toma en su sentido literal. En efecto, que una “mansión” (un espacio de
resguardo, como hemos visto) sea de “espuma”, es decir, de un conjunto de burbujas que se
forman y se desvanecen rápidamente en la superficie de un líquido, no sólo pone en duda su
capacidad para resistir los embates del exterior, sino que contradice su misma condición de
refugio (el cual sólo sería aparente). Así, en este título la seguridad y la incertidumbre
cohabitan simultáneamente en una tensa dialéctica que imposibilita llegar a una síntesis final y
que invita a pensar en el hiato que se produce entre ellas, espacio en blanco donde reside el
verdadero sentido.
88 “La mística oscila entre la pasión del éxtasis y el horror del vacío. No se puede conocer la
primera sin haber conocido el segundo. Ambos suponen una ardua voluntad de «tabla rasa», un
esfuerzo hacia una vaciedad psíquica... El alma, una vez madura para una vacuidad duradera y
fecunda, se eleva hasta la desaparición total. La conciencia se dilata más allá de los límites
cósmicos. La condición indispensable del estado de éxtasis y de la existencia del vacío es una
conciencia privada de todas las imágenes. No se ve ya nada fuera de la nada, y esa nada es todo.
El éxtasis es una presencia total sin objeto, un vacío lleno. Un estremecimiento atraviesa la nada,
una invasión de ser en la ausencia absoluta. El vacío es la condición del éxtasis, como el éxtasis
es la condición del vacío” (Cioran: 15; las cursivas son suyas).
97
se intensifica por medio de un progresivo descenso en lo desconocido que se
traduce tanto en una creciente fragmentación y anulación del sujeto (que cada
vez va perdiendo toda certeza, todo saber, en un proceso similar a la muerte en
el que le es imposible no expresar temor y angustia 89) como en un paulatino
desplome de la imagen usual del mundo, que gradualmente se hace menos
reconocible (ratificando lo señalado anteriormente). Estos dos aspectos se ven
claramente reflejados por ejemplo en el segundo poema del volumen titulado
“Insomnio junto al Alba”, texto en el que el sujeto del discurso no sólo declara
que las sombras “tambalean como un carro mortuorio” e “inexplicablemente
crujen todas las cosas” (12), sino que también le pide al sueño que lo
aniquile 90, lo cual concuerda plenamente con el “autocrimen” mencionado en
“Mansión de Espuma”, confirmando que esta búsqueda, consistente en abrir un
espacio para que el sujeto del deseo (en este caso, Dios o lo radicalmente Otro
con mayúsculas) hable silenciosamente, es una experiencia que exige cruzar
una secreta desolación sin nombre, en la que tanto el “yo” como el mundo
deben desvanecerse o extinguirse para que Éste se revele o manifieste,
manteniendo pese a esto su inaccesible misterio 91.
En “Palabras a un Espejo”, el poema más antologado de Defensa del
ídolo presumiblemente por ser éste un soneto (tradicional forma poética
rescatada por los modernistas que supuestamente haría más fácil la
comprensión de su “extraño” contenido, el que sin embargo sigue intacto), la
infinita distancia que separa al sujeto del discurso (aquel ser ávido de sueño)
89
Después de todo es muy difícil abandonar o dejar en suspenso al “yo” para darle cabida a lo
otro, básicamente porque “necesitamos una identidad a lo largo del tiempo, no podemos
metamorfosearnos radicalmente en forma permanente; nuestra estabilidad psíquica se apoya
así en el yo, su solidez y persistencia” (Holzapfel, Lecturas del amor: 22). Las experiencias de
“inserción en el continuum” (según el decir de Bataille) o místicas irían de esta manera en
contra de esa construcción mental (seguramente necesaria e inevitable), con todo el riesgo que
eso conlleva.
90
“Volcó la luna sobre su piel el viento. Suave/ fulguración de nieve resbala en los balcones; / y
al suplicarle al sueño me aniquile, los pájaros/ dispersan un manojo de luz en sus acordes”
(12). Cabe señalar que el sueño, un símbolo nocturno profusamente utilizado por los
románticos y los surrealistas, se adecúa a la perfección a este viaje espiritual en el que el
encuentro con lo Otro se concibe como una salida de sí mismo, debido a que éste oblitera la
conciencia de las realidades y aliena el sentimiento de identidad, disolviéndolo.
91
“El supraesencial salió de su misterio y se nos ha manifestado tomando naturaleza humana.
Sin embargo, continúa oculto incluso después de esta revelación o, por decirlo con mayor
propiedad sigue siendo misterio dentro de la misma revelación” (Pseudo Dionisio Areopagita:
384; las cursivas son mías).
98
de lo que se halla detrás del Ídolo se manifiesta dramáticamente por medio de
una apelación directa dirigida hacia Él o Aquello, llamamiento que subraya
tanto su vocación por encontrar el verdadero sentido de las cosas que se oculta
tras lo aparente y superficial 92, como la incertidumbre que una búsqueda de
estas características le genera:
Hermano, yo jamás llegaré a comprenderte;
veo en ti tan profundo y extraño fatalismo,
que bien puede que fueras un ojo del Abismo,
o una lágrima muerta que llorara la Muerte.
En mis manos te adueñas del mundo sin moverte,
con el hondo estupor de un hondo paroxismo;
e impasible me dices: “conócete a ti mismo”,
como si alguna vez dejara de creerte!...
De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;
nadie deja de amarte, todo rostro afligido
derrama su amargura dentro de tu fuente clara.
Dime, tú, que en constante desvelo permaneces:
¿se ha acercado hasta ti, cuando el cuerpo perece,
algún alma desnuda a conocer su cara?
(13-14)
Este intento de diálogo que el sujeto del discurso pretende establecer
con lo indecible e inabordable frente a un espejo (diálogo que queda inconcluso
debido a que la única respuesta que obtiene es un silencio atronador lleno de
sentido que puede ser interpretado, nuevamente, de dos maneras contrarias:
como la constatación de la ausencia definitiva de lo divino o como la paradójica
manifestación de Dios como vacío o desencuentro), es revelador porque esta
superficie, que actúa como un instrumento de iluminación, sabiduría y
conocimiento al tener la facultad de reflectar la verdad del microcosmos y del
92
El espejo refleja simbólicamente “la verdad, la sinceridad, el contenido del corazón y de la
conciencia” (Chevalier: 474), entre otras ricas significaciones –a veces contradictorias– en las
que ahondaremos a continuación.
99
macrocosmos al mismo tiempo (otra de las acepciones de este símbolo
destacadas tanto por Chevalier: 477 como por Durand 93), le permite no sólo
conocer, sin máscaras ni mentiras, en una introspección radical, sus propios
límites y el verdadero estado en el que se encuentra (un estado de
“paroxismo”, aflicción y agonía cercano a la muerte simbólica que ocurrirá más
adelante), sino que también le posibilita tener una visión de lo Otro frente al
cual tomará, pese a su ambigüedad inherente, una actitud bien definida que
decidirá su definitiva inmersión en lo incierto, inquietante territorio de umbrales
y orillas donde la única certeza posible radica en el mismo hecho de transitar
de un lugar a otro 94.
Respecto a este último punto, es notable observar que la percepción que
tiene el sujeto del discurso de aquello que se cree bajo el nombre de Dios se va
modificando a medida que lo reflejado por el espejo, que actúa como la
superficie de las aguas, se va “clarificando” progresivamente 95. En una primera
instancia éste le devuelve, como es de esperar, una imagen familiar: la de él
mismo, situación que explica la razón por lo cual éste lo denomina inicialmente
como “hermano”. Sin embargo, esta figura cercana y accesible pronto se
difumina y contradice en el discurso tanto por la inmediata declaración del
sujeto que señala que jamás llegará a comprenderlo (negación que no sólo
cuestionaría su propia capacidad para percibir lo Otro y por ende la posibilidad
93
Para Durand el espejo, como símbolo de la inversión, duplica la imagen del universo de
manera invertida, por lo que éste estaría íntimamente ligado a las imágenes del descenso y la
profundidad donde lo trascendente se concibe como un abismo. Para ejemplificar lo anterior
cita el siguiente fragmento de Víctor Hugo: “cosa inaudita, es adentro de uno donde hay que
mirar el afuera. El profundo espejo sombrío está en el fondo del hombre. Allí está el claroscuro
terrible (…) Al inclinarnos sobre ese pozo (…) percibimos a una distancia abismal, en un círculo
estrecho, el mundo inmenso” (Las estructuras antropológicas del imaginario: 217).
94
Esta visión de lo Otro que experimenta el sujeto del discurso en este punto del texto es un
indicativo también de la etapa en la que se encuentra su viaje: ésta correspondería, de acuerdo
a los planteamientos del Pseudo Dionisio, al segundo estadio del progreso del alma en su
regreso hacia Dios, es decir, a la iluminación de la significación de los símbolos mediante la
cual el arrojado buscador de lo infinito recibe el nuevo conocimiento (la primera fase, la
“remoción de la ignorancia”, de la comprensión de lo sagrado bajo las limitadas estructuras de
lo conceptualizable, ya aconteció, como se intentó demostrar, en “Mansión de Espuma”). El
siguiente y último nivel –la etapa mística propiamente tal– le exigirá, tal como lo hemos visto
anteriormente, no sólo la negación de este conocimiento recién adquirido, sino que de todo
saber para lograr la tan anhelada unión con lo que está más allá de todo lo concebible.
95
La analogía agua-espejo también es tratada por Chevalier. Éste señala al respecto que “el
espejo, lo mismo que la superficie de las aguas, se utiliza en adivinación para interrogar a los
espíritus. Su respuesta a las preguntas realizadas se inscriben en él por reflexión” (476).
100
de representarlo a través del discurso, sino que también la misma facultad del
espejo de reflejar la verdad, relativizando lo dicho anteriormente, a no ser que
Éste sea justamente lo No-Identificable por antonomasia 96), como por el
posterior surgimiento de una serie de imágenes que van en contra de esa
noción que minimiza, ilusoriamente, las incertidumbres. Lo anterior se produce
específicamente a través de dos figuras que transfiguran abruptamente su
propio reflejo, el que adquiere de un momento a otro extrañas características
que hacen que éste pierda sus rasgos humanos, dando paso a lo indefinido
(repitiéndose así el mismo proceso deconstructivo que se viera en “Mansión de
Espuma” en torno al concepto de Ídolo, pero en este caso aplicado a la
representación del “yo”). Estas figuras, que fragmentan y borran el reflejo del
sujeto entreabriendo a partir de sus despojos una grieta que proporciona una
visión del inconmensurable Misterio, se explicitan en el siguiente pasaje: “veo
en ti tan profundo y extraño fatalismo, / que bien puede que fueras un ojo del
Abismo, / o una lágrima muerta que llorara la Muerte”. Esta visión de lo Otro
cuya inaudita profundidad y “fatalismo”97 hacen que el sujeto del discurso lo
compare con el abismo y la muerte (quizás de todas las palabras que ofrece el
lenguaje las más apropiadas para referirse a lo que no puede tener ni
presencia, ni forma, ni unidad) es particularmente significativa no sólo porque
en ésta se manifiesta de manera expresa la vacilación que experimenta el
sujeto al tratar de comprender y de verbalizar aquello que precisamente no
puede serlo (vacilación que se subraya por la conjugación del verbo ser en un
tiempo especialmente ambiguo, este es el pretérito imperfecto del modo
subjuntivo), sino que también porque estas figuras “extrañas” y “oscuras” que
delinean o configuran indirectamente la visión de lo que está afuera o más allá
96 Cabe señalar que el espejo en ciertas tradiciones (como la hindú, por ejemplo),
contrariamente a lo que se ha señalado hasta el momento, no refleja la verdad sino que lo
ilusorio, es decir, la sucesión de las formas, la duración limitada y siempre cambiante de los
seres (“la luz se refleja en el agua, pero de hecho no la penetra; así hace Shiva”, Chevalier:
475). La proyección que éste haría de la luz o de la realidad entrañaría, por tanto, un cierto
aspecto de ilusión, de mentira con respecto al Principio. El hecho de que Cáceres juegue
simultáneamente con estas dos significaciones contrapuestas (de acuerdo a las cuales el
espejo sería a la vez un instrumento de revelación y ocultamiento) demuestra, una vez más,
que la totalidad del discurso de Defensa del ídolo se estructura sobre la base de paradojas y
contradicciones en un intento por vislumbrar lo que se encuentra entre ellas: el irreductible e
indecible murmullo del afuera.
97
Aspecto decreciente o menguante que puede relacionarse con lo que se “ensombrece”, con
lo que se presenta fugazmente para luego desaparecer (dejando sólo sus huellas).
101
del propio ser, le confirman (pese a que éstas son sólo aproximaciones de algo
que permanece inalterablemente aparte u oculto) que la única vía para acceder
a lo que por definición no tiene referente consiste en abandonarse en la pura
indeterminación, sacrificando por ello no sólo todo saber sino que la vida
misma (por lo menos tal como era ésta hasta entonces).
Este arriesgado salto al vacío, que no asegura nada y que va en contra
de cualquier lógica racional, se sustenta sin embargo en la frágil y paradójica
apuesta de que en las honduras de ese centro o espacio velado (que ni
siquiera puede establecerse con exactitud si existe o no al rebasar la clásica
distinción presencia/ausencia), se encuentra el verdadero sentido de las cosas,
es decir, aquello que puede explicar lo inexplicable y que puede aminorar el
dolor que supone estar separado de la plenitud al permitir el reencuentro con
ella: “De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;/ nadie deja de amarte,
todo rostro afligido/ derrama su amargura dentro de tu fuente clara”. Frente a
esta “promesa” de reintegración con el cosmos (promesa que sin embargo se
funda en nada) el sujeto del discurso manifestará en la última parte del poema
su definitiva decisión de cruzar el umbral que lo llevará al encuentro con lo
incierto mediante la expresión de la máxima entrega y renuncia: la desnudez.
Este estado iniciático, que se anuncia específicamente en el texto cuando el
sujeto señala que su cuerpo ha perecido para que su “alma desnuda” pueda
conocer su verdadero rostro, no sólo revela su irrevocable deseo de otredad,
sino que está preparado para cumplir con el mandato tácito que este extraño
sendero le demanda en este punto de extrema tensión: morir, es decir,
abandonar su anterior vida (y con ello sus creencias, saberes y hasta su propia
identidad) para nacer nuevamente, sin trabas ni distancias, en el mismo
Misterio, que concibe como su auténtico origen 98. La aniquilación del último
vestigio de su “yo” (la remoción total de cualquier concepto e imagen asociado
98
“En la óptica tradicional, la desnudez del cuerpo es una suerte de retorno al estado
primordial, a la perspectiva central: esto ocurre a los sacerdotes del Shintō que purifican su
cuerpo desnudo al aire puro y glacial del invierno; a los ascetas hindúes vestidos de espacio; a
los sacerdotes hebreos que penetran desnudos en el Santo de los Santos, para significar su
despojo ante la proximidad de los misterios divinos; es la abolición de la separación entre el
hombre y el mundo que lo rodea, en función del cual las energías naturales pasan de uno a
otro sin pantallas” (Chevalier: 412). Los gnósticos por su parte ven a la desnudez como un
símbolo del ideal a alcanzar. Se trata en este caso de una desnudez del alma que rechaza el
cuerpo, su vestidura y su prisión, para hallar de nuevo su estado primitivo y ascender a sus
orígenes divinos (véase el Evangelio según Tomás, sentencias 21-27).
102
a lo divino, o dicho de otra forma, el abandono de Dios por Dios) será la marca
concluyente que determinará si este anhelado y temido paso final (que puede
denominarse como una “segunda muerte”) es llevado a cabo o no por parte de
él.
En los dos poemas siguientes (aquellos que llevan por nombre
“Decoración de la Lluvia” y “Nocturno”), este anunciado salto a lo desconocido
parece posponerse para más adelante, lo que puede interpretarse de dos
maneras: como un aparente desvío del texto a modo de forjar mayor suspenso
en los lectores o como la manifestación del inmenso (y comprensible) temor
que el sujeto del discurso experimenta antes de ejecutar esa acción que, como
hemos visto, implica dejarlo todo (pues en la nada o en la deriva se encuentra
paradójicamente
lo
absoluto).
En
ambos
casos
el
sujeto
intenta
infructuosamente resguardarse de esta revelación, que lo atrae y horroriza al
mismo tiempo, en un lugar que Durand ha catalogado como íntimo y sagrado:
el bosque (situación que recuerda, con el riesgo de sobredeterminar al texto, a
la tristeza agónica que padeció Cristo en el huerto de Getsemaní, sitio donde
éste oró la última noche antes de ser arrestado y que por lo tanto inició el
proceso que determinaría su muerte y posterior renacimiento). En el primero de
ellos, la tranquilizadora quietud de los árboles no logra calmar o contener la
exaltada aflicción que siente en su interior, la que asemejándose a un dique
roto, lo arrastra hacia su inevitable transformación:
Revoloteos de hojas muertas. Primavera
que estalla entre los surcos de una honda fatiga,
humos de lentitud, claridades en calma,
y, en mi alma?
una onda de ardientes campanadas!
(16)
En “Nocturno” el devastador desasosiego interno que experimenta el
sujeto del discurso llega a tal punto que éste modifica por completo al espacio
“cerrado” y “amniótico” que representa el bosque 99, el que de un momento a
99
“(…) Es por estas razones uterinas que aquello que sacraliza un lugar ante todo es su cierre:
islas con un simbolismo amniótico, o incluso bosque cuyo horizonte se cierra él mismo. El
103
otro se torna borrascoso e inhóspito, lo que no sólo supone el levantamiento de
las defensas que éste proporcionara ante las amenazas externas (situación
que hace que el sujeto quede indefenso y entregado a las innombrables
fuerzas del afuera –afuera que sin embargo es el verdadero centro– con las
cuales debe relacionarse sin apoyos, con el rostro descubierto), sino que
evidencia también que éste comenzó a sufrir el mismo proceso de depuración y
asfixia, indicador fehaciente de la inminencia de su aniquilamiento y por lo tanto
del cumplimiento del otro requerimiento para lograr que la pura alteridad o Dios
se exprese o manifieste: la destrucción y supresión de los aspectos ilusorios
del mundo:
Están ebrios los árboles, de las luces nocturnas,
y sus sombras arrastran, nerviosos y crispados.
Sus sombras, que estrangulan los vientos de la noche,
me albergan y sacuden, como si fuera un pájaro.
(…)
Las hojas, que dilatan las sombras compartidas,
retornan como barcas deshechas a su árbol.
No pueden, ay, ganar las sólidas riberas
que anuncian desde el cielo las puntas de los astros,
(…)
Y en los nocturnos árboles que abrazan a la tierra,
hallo olvido y piedad, si estoy desesperado,
mientras delgada y diáfana se escurre la luz…
en sus ramajes, COMO EL AGUA ENTRE MIS MANOS!
(17-18)
La tan esperada consumación de la muerte simbólica del sujeto (y por
ende de su iniciación al Misterio) se efectúa, finalmente, en el siguiente poema,
bosque es centro de intimidad como puede serlo la casa, la gruta o la catedral. El paisaje
cerrado de la selva es constitutivo del lugar sagrado. Todo lugar sagrado comienza por el
«bosque sagrado». El lugar sagrado realmente es una cosmización, más amplia que el
microcosmos de la morada, del arquetipo de la intimidad feminoide” (Durand, Las estructuras
antropológicas del imaginario: 254).
104
es decir, en aquel que se titula “Anclas Opuestas”. En éste la representación de
su inexorable desplazamiento al reino interior donde habita lo indecible e
inabarcable se expresa mediante un discurso entrecortado y desestructurado
que trastorna el tiempo y el espacio, el que no sólo acentúa la vertiginosidad de
su descenso (que en este punto se asemeja a una caída libre), sino que revela
también las dificultades y contradicciones que se presentan en el lenguaje al
tratar de transmitir esa experiencia imposible 100:
Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros
[mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
oh, amigos infinitos.
(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez.)
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros
[propios muertos;
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos
[y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
100
La experiencia de la muerte es irrealizable e irrepresentable debido a que ésta es “una
experiencia de la no experiencia, en tanto que se trata de una conciencia extrema, la
conciencia de que no se puede salir de la conciencia, de que la conciencia es sin salida. La
experiencia es desde aquí lo imposible, la presencia nunca presente sino siempre
desaparecida y convertida en ausencia, para el conocimiento que querría captarla” (Yébenes,
Figuras de lo imposible: 42; las cursivas son suyas).
105
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante
de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada
[de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí…
(19-20)
La manifiesta intención del sujeto del discurso por expresar en este
poema nada menos que su muerte y posterior segundo nacimiento en lo
infinitamente-otro (ambas experiencias que por definición son inalcanzables e
inenarrables en vida) hace que en este texto la tensa y permanente tensión
presencia/ausencia que hemos venido observando e interpretando a lo largo de
esta obra se muestre en su máxima expresión, la que, como es de esperar,
saca de quicio al discurso no sólo porque éste es despojado en todo momento
de lo dicho, sino que del mismo poder de enunciarlo (situación que convierte a
esta representación más que en un extático reingreso a la raíz de todo, en un
salto hacia el vacío, a la pura incertidumbre –acaso el verdadero indicador de la
entrada a lo que no puede tener ni concepto ni identidad). Desde el escueto,
pero rotundo anuncio de que “el camino ha muerto” que encabeza el texto
(señal inequívoca de que el sujeto del discurso ha traspasado el límite que lo
separaba de lo trascendente por medio de su propio deceso, el cual le permite,
paradójicamente, relacionarse directamente con aquello e iniciar de este modo
una nueva vida desprendida de “los atuendos más externos de su ser”, Gomes:
27) estas contradicciones se hacen presentes: la conjugación verbal con la que
está estructurada esta oración (en pretérito perfecto) indica que esta acción,
que este cruce a lo insondable, ya sucedió, y que por lo tanto estas palabras
forman parte de un instante inmediatamente posterior, que como tal, no da
cuenta del momento exacto en que ambos “espacios” se fusionaron, sino que
revela los efectos que este hecho le genera al sujeto en el presente o “ahora”,
los cuales pueden sintetizarse por la angustiosa sensación de estar perdiendo
106
la identidad para convertirse en otro (sensación de vértigo que se explicita y
desarrolla a continuación a través de la figura de un automóvil que se interna a
velocidades impensables en el “helado camino de las ánimas” 101). Este
obligado paso ulterior, este desfase que hace que el momento preciso en que
acontece la unión del sujeto con la absoluta alteridad o Dios sea inaccesible
para el lenguaje origina, nuevamente, el enfrentamiento de dos interpretaciones
antagónicas que imposibilitan la obtención de una síntesis final que pueda
aunarlas, indefinición que no sólo acrecienta la ambigüedad del texto al no
encontrarse en éste un sentido unívoco en el que se pueda sostener una
certidumbre, sino que también el desamparo del propio sujeto del discurso,
quien, pese a señalar que ha atravesado el umbral que le permitirá
reencontrarse con el objeto de su deseo, se siente “estrechamente solo”.
De acuerdo a la primera, este retardo comprobaría lo que planteara más
atrás Harold Bloom, es decir, que toda creación poética es un proceso
incesante, pero fallido por verbalizar aquello que no puede tener ni presencia,
ni forma, ni unidad, por restaurar la presencia de aquello que se oculta y se
fractura en cada representación como resultado de su propio auto-exilio: el
significado trascendente u original que en última instancia es Dios. Esta
omisión (hábilmente sorteada en el texto) sería entonces un testimonio más de
la diáspora y ausencia del sentido, de la incapacidad del lenguaje humano para
llenar el vacío que supone su irremediable pérdida, de la permanente
suspensión de la plenitud que se anuncia pero nunca acontece. Para la
segunda lectura en cambio, este silencio, esta imposibilidad de dar cuenta por
medio de las palabras del momento y del espacio donde se da la unición del
sujeto con lo divino, no es la manifestación de un fracaso o de una catástrofe,
sino que sería, contraria y paradójicamente, la manera más adecuada para
expresar dicho encuentro con lo absolutamente Otro, con aquello que está
101
La elección de este moderno medio de transporte no debe interpretarse sin embargo
simplemente como un resabio de la fascinación de los futuristas por las nuevas máquinas
creadas por el hombre (embelesamiento que el sujeto del discurso innegablemente comparte
hasta cierto punto, particularmente por la velocidad que este vehículo alcanza), ya que detrás
de él se esconde un profundo simbolismo que se enlaza con arcanas representaciones. Como
lo señala Durand, en “la conciencia contemporánea modernizada por el progreso técnico, a
menudo la barca es remplazada por el automóvil, o incluso el avión (…) El automóvil es un
equivalente, en cuanto refugio y abrigo, de la navecilla romántica” (Durand, Las estructuras
antropológicas del imaginario: 259). El automóvil sería, de esta manera, un símbolo de la
intimidad que no sólo garantizaría la seguridad en un viaje peligroso, sino que representaría
también la “evolución en marcha” (otro aspecto destacado por Chevalier: 153).
107
radicalmente antes de todo pensamiento, lenguaje o verdad. La indecibilidad de
tal misterio obedecería desde esta perspectiva a una renuncia deliberada por
intentar captar (y reducir) ese más allá previo e inimaginable bajo las pobres
estructuras de lo conceptualizable y al consiguiente deseo de que éste emerja
sin mutilaciones a través del único recurso que puede evocar su invisible
visibilidad, su absoluta ausencia de límites: el espacio en blanco. Esta máxima
expresión de anulación y despojo indicaría por lo tanto que el desistimiento de
revelar en el texto el señalado encuentro con lo desconocido correspondería
más que a una imposibilidad, a un intento por “describirlo” con mayor veracidad
a través de la creación de una fisura infranqueable que no sólo conciliaría
cualquier dicotomía o contradicción 102, sino que permitiría atisbar sin develar a
un Dios que no se inscribe en ningún horizonte representable 103. Aún así, la
inaudita confluencia en el texto de dos puntos de vistas tan radicalmente
opuestos para interpretar un mismo fenómeno hace que ni siquiera esta lectura
que ofrece una nueva percepción de lo trascendente pueda ser aceptada sin
dudar (incluso si ésta se genera a partir de la auto-conciencia de la indigencia
de la comprensión y del lenguaje). De lo Otro no sabemos nada, de aquello no
tenemos conciencia alguna. Todas las tentativas que pretendan apresar y
explicar su irreductible alteridad, su infinita desmesura (incluidas aquellas que
bordean los límites de lo inteligible) serán precisamente eso: intentos o
aproximaciones, que como tales, siempre ignorarán o escamotearán alguno de
sus elementos. La única certeza que podría extraerse de este incierto salto al
vacío sería entonces que la búsqueda del sentido, del significado o Dios es una
tarea que está abocada desde el comienzo a la paradoja y a la incompletitud, al
incesante enfrentamiento de ideas e imágenes contrarias, a la desgarrada
constatación de que en medio de ellas siempre habrá algo que se escapará a
toda determinación. Ni apertura ni cerrazón: la lacerante cuestión que hiere al
intelecto y a la escritura de los místicos no sería por lo tanto solamente que su
meta, es decir, ese Dios sin verdad, ese Ídolo ignoto no puede ser identificado,
102
“La blancura, más allá de todo color, diluye el dilema entre lo visible y lo invisible” (Cirlot, “La
visibilidad de lo invisible: teofanía e interioridad”, sin paginar).
103
Lo Otro “viene de otra parte y siempre está en parte distinta de esa donde estamos, pues no
pertenece a nuestro horizonte ni se inscribe en ningún horizonte representable, de modo que lo
invisible sería su «jugar», a condición de entender con esto: todo lo que se desvía de lo visible
y lo invisible” (Blanchot, El diálogo inconcluso: 185).
108
sino que esa misma circunstancia hace que su itinerario desestabilice y
favorezca las orillas, los umbrales, los momentos de tránsito, en fin, lo que no
es ni lo uno ni lo otro, siendo este cruce, intersticio o no-lugar lo único
verificable y/o revelable, tal como el sujeto del discurso lo expresara al final del
poema cuando señalara que la ruta seguida por el automóvil (figura con la que
representa su entrada al Misterio mas no su develamiento) atestigua “las
súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí”, evidenciándose que él se
encuentra en un punto incierto donde lo humano y lo divino conceptualizable se
une y se separa a la vez, no perteneciendo a ninguno de estos dos espacios
(idea ya planteada desde el título del texto). Lo anterior confirmaría lo dicho
más atrás, es decir, que el propósito de Cáceres (y el de todos sus temerarios
predecesores) sería lanzarse y lanzarnos a un inquietante territorio donde se
está sin estar y del que nada se sabe y puede decirse con tal de que
experimentemos la extrañeza sin poder reducirla o suprimirla, radical
experiencia de sustracción y desligamiento que sería paradójicamente el
verdadero camino que nos reconduciría a Dios, a lo que está más allá de
todo 104.
La intensidad alcanzada en este texto se aminora, de algún modo, en la
serie de poemas que lo suceden inmediatamente y que anteceden a los cuatro
finales (donde se alcanzará otro pináculo, el último y más alto, como reflejo de
la disolución total del sujeto y de su traspaso a lo desconocido no-simbolizable
que está incluso más allá de la misma muerte), lo que puede interpretarse,
nuevamente, de dos maneras (esta vez complementarias): como una estrategia
deliberada para incrementar el estado de incertidumbre de los lectores, junto
con su interés por saber cuál será el desenlace que tendrá este viaje o
descenso hacia lo Otro o como muestra de un respiro, de una tregua que el
propio sujeto del discurso se da en medio del camino para reflexionar acerca
de su recién acontecida muerte simbólica, de las consecuencias que este acto
de renuncia y apertura conlleva, así como de lo que implica transitar por un
104
Experiencia del des-ligarse que reactualizaría lo ya señalado por el Pseudo Dionisio: “(…) Y
luego se desliga él de todo lo que puede ocurrir y lo que ve –hundiéndose en la verdadera
oscuridad mística del no-conocer, en la que se cierra el ojo interno a toda aprehensión
cognoscente, entrando en lo completamente inaprehensible, completamente invisible,
perteneciendo al que está más allá de todo, sin pertenecer a nadie más, ni a sí mismo, ni a
otro, unido a lo más alto de él, a lo totalmente incognoscible (en la más elevada forma)– a
través de la suspensión de todo conocimiento, conociendo sobre-espiritualmente y guiándose
por lo que no conoce” (citado por Holzapfel en Deus Absconditus: 86).
109
espacio intermedio que trasciende la vida, pero en el que aún no puede
hallarse lo buscado (estado transitorio de purificación y expiación que se
asemeja al purgatorio cristiano y al bardo tibetano). En consonancia con lo
anterior, estos poemas pueden agruparse en dos sub-ejes temáticos: aquellos
en donde el sujeto medita metapoéticamente sobre las características y
alcances de su discurso (el que no es distinguible de la naturaleza misma de su
viaje y/o descenso) y aquellos donde éste expresa con gran dramatismo dos
“movimientos” contradictorios que dan cuenta de su agónica lucha interna: por
un lado, la persistencia de su “yo” que se niega a desaparecer y que se
manifiesta a través de una dolorosa nostalgia por todas las cosas que ha
debido dejar atrás para llegar a este punto, y por otro lado, el deseo simultáneo
de aniquilarlo para liberarse de las ataduras que aún lo unen al mundo de lo
conocido y perderse así en la pura indeterminación, en la noche más oscura,
con tal de reencontrarse y/o fundirse con lo que no tiene límites ni identidad 105.
Dentro de los primeros, el texto más significativo es “Ángel de Silencio”,
un extenso poema que se subdivide en cinco partes independientes, siendo de
esta forma el único que posee dicha estructura en Defensa del ídolo. Éste es
particularmente interesante no sólo porque resume y reafirma gran parte de los
planteamientos ya expuestos en el libro –como la firme, pero no exenta de
105
Cabe señalar que el aferramiento del “yo” a todo aquello que lo constituyó en vida después
de haber muerto físicamente ha sido descrito e interpretado por distintas tradiciones
espirituales antiguas. Por ejemplo, para el Libro Tibetano de los Muertos o Bardo-Thodol (una
guía de instrucciones para los moribundos y fallecidos, cuya escritura ha sido atribuida a
Padmasambhava, el fundador del lamaísmo tibetano) este momento de vacilación corresponde
a los primeros instantes de la misma cuando el difunto aún se encuentra bajo la ilusión de que
está vivo (primer Bardo, llamado Chikhai o “Estado Transitorio del Momento de la Muerte”). Una
vez que éste es consciente de su cambio de estado empieza a experimentar el segundo Bardo,
denominado Chonyid o “Estado Transitorio de la Realidad”, en el que pese a lo anterior todavía
cree poseer un cuerpo de carne, huesos y sangre. En el momento en que el fallecido se
percata de que en realidad no tiene un cuerpo físico real empieza a desarrollar un irrefrenable
deseo de poseer uno y, al hacerlo, entra inmediatamente en el tercer Bardo, denominado Sidpa
o “Estado Transitorio del Renacimiento”, que finaliza cuando el principio de la conciencia
renace en el mundo humano o en algún otro de los diversos mundos de renacimiento. Estas
tres fases revelarían en consecuencia que la muerte para esta tradición no sería un apacible
cese de todo, sino que un peligroso e inestable umbral o espacio intermedio que será similar al
que expondrán estos poemas: en ambos casos su transitar supondrá enfrentar una serie de
pruebas que determinarán el acceso o no a dimensiones superiores de la existencia. En ese
sentido, el apego que el sujeto del discurso siente por su antigua identidad no debe
considerarse como una regresión, sino que como parte de un proceso gradual de depuración y
transformación que va paradójicamente hacia la dirección contraria: hacia la superación del
terror que supone dejar de ser uno y la consiguiente aniquilación del “yo”, la última barrera que
lo separa de aquello que se ha denominado con el nombre de “Dios” (un pseudónimo de lo
innombrable).
110
temor determinación del sujeto de descender o desplazarse hacia lo que no es
accesible para los sentidos y la razón: “Saltó, pues, la velocidad más allá del
horizonte oculto de las cosas” (24); la contradictoria fe de que en ese centro
velado, de que en esa noche indeterminable que presiente en su interior
(interior que paradójicamente es la puerta que lo conecta con el afuera) se halla
el verdadero sentido de las cosas: “Pienso en la noche sin vacilar un ruido/ y
apoyo mis ojos en mi propio horizonte/ (…) porque mi corazón se defiende con
todas sus banderas:/ sólo ahí está lo que verdaderamente vive!” (25-26); la
reutilización de símbolos e imágenes, como las aguas provocadas por el diluvio
descrito anteriormente en “Mansión de Espuma” (las que ahora se han
convertido en un mar), para dar cuenta de la creciente disolución de los
márgenes que definen (y separan) a los objetos del flujo desintegrador y
emancipador de lo otro: “¿De dónde llega el mar? Su arribo,/ constelación de
brazos que libertan;/ su hospitalidad sin sueño, barco,/ rehúye en las
mandíbulas del puerto una acechanza extrarreal” (29); como la paradójica
construcción de figuras que se auto-anulan (hipernegación) para confirmar la
irrepresentabilidad de lo divino que sólo puede atisbarse, sin imágenes ni
palabras, a través de la fisura que este enfrentamiento genera (idea planteada
desde el mismo título del poema 106)– sino porque en él el sujeto del discurso se
detiene a pensar además acerca de lo que significa esta radical inmersión en lo
incierto, junto con las implicancias que ésta tiene para su discurso, ofreciendo
de esta forma una valiosa reflexión metapoética que demuestra gran parte de
las contradictorias intuiciones que hemos venido desarrollando hasta el
momento:
Pizarra del silencio, soy un punto caminante;
106
La principal función del ángel, en tanto intermediario de lo divino y lo mundano, ha sido
tradicionalmente la de manifestar o comunicar a los hombres los misterios de la verdad de Dios
(la misma palabra española “ángel” procede del latín angĕlus que significa “mensajero”). Ahora
bien, que este portavoz de lo sagrado sea “de silencio” contradice abiertamente esta
concepción, dando pie a tres inquietantes interpretaciones: que éste ha perdido el contacto con
su Creador siendo de esta forma más un instrumento de ocultamiento que de revelación; que el
puente que éste establecía entre los hombres y lo trascendente se ha roto, imposibilitando el
conocimiento del Nombre de Dios, el sentido de todas las cosas (idea que recuerda tanto a la
planteada por Kafka en “Un mensaje imperial” como a la “sustitución” de Bloom); o la “peor” de
todas: que Dios es simplemente ausencia, vacío, silencio. Independiente de lo anterior, la
estructura oximorónica de la figura hace que ninguna de estas lecturas sea completamente
válida, situación que hace que el lector se vea impulsado a considerar lo que trasciende este
binarismo, a experimentar lo que se dice sin decirse: el irreductible Misterio.
111
eslabones herméticos hablándose al oído;
la hora nueva en el tic-tac de las palabras;
ah, cómo traer hasta aquí los cantos atrasados!
(27)
La importancia de esta auto-reflexión radica no sólo porque ésta
confirma explícitamente, a través de la figura de los “eslabones herméticos”,
que Defensa del ídolo es la expresión de un viaje iniciático al otro mundo
(recordemos que Hermes no sólo es el dios de las fronteras y de los viajeros
que las cruzan, sino que también es el guía que conduce a los muertos en su
descenso al inframundo; de esta última función deriva el nombre de Hermes
Psicopompo, el “acompañante de almas”, tal como lo señala Chevalier: 558),
sino porque ésta manifiesta en su conjunto la clara, pero desolada conciencia
de que el medio que permite esta ardua tentativa de aprehensión de lo
sagrado, es decir, el propio discurso, se muestra impotente para desocultar o
hacer presente a un Dios que paradójicamente se sustrae a medida que más
se lo busca, evidenciándose de esta forma que éste se sabe destinado al
fracaso o a lo inconcluso. Pero entonces, ¿a qué obedece esta persistencia en
la escritura y en especial en el discurso poético? ¿Por qué el sujeto sigue
empleando el lenguaje si sabe que éste es un instrumento limitado y
degradado, que a diferencia de la irrecuperable lengua adánica de la que
hablara Benjamin, está imposibilitado de dar cuenta de la plenitud por la
interrupción que establece entre las palabras y las cosas, por el desfase que
provoca entre lo dicho y el ser? (idea que se manifiesta a través de la
desgarrada añoranza “por traer hasta aquí los cantos atrasados”, es decir,
aquellas míticas expresiones previas a la Caída donde esa inadecuación no
existía). Respuesta: porque éste permite a través de su posterior negación la
creación de una fisura, de una apertura, en fin, de un espacio inabordable –
incluso para el mismo discurso que lo genera– por medio del cual lo
infinitamente Otro puede evocarse (y experimentarse) sin palabras, imágenes o
conceptos que lo condicionen, siendo por lo tanto un paradójico recurso que a
partir de su propia destrucción permite la entrada del ser humano a la pura
alteridad, situación que lo hace “defendible” pese a todas sus deficiencias y a
que esta socavación del lenguaje implica renunciar a la misma capacidad de
112
representación que tiene éste, con la consiguiente intraducibilidad de la
experiencia mistérica (precio que sin embargo el sujeto conoce y asume al
señalar que su discurso –y por lo tanto su descenso a lo desconocido– se
asemeja a un punto que camina por o hacia una “pizarra del silencio”). Así, este
fragmento revelaría que la permanente transmutación (o desertificación) del
discurso de Defensa del ídolo en vacío y silencio obedecería más que a la
imposibilidad de verbalizar lo indecible (hecho del que el sujeto está plena y
desoladamente consciente), al intento de contrarrestar tal situación por medio
de una estrategia radical, desesperada y subversiva: despojar al lenguaje de su
poder nominativo para acoger en él a la devastadora exterioridad que
trasciende cualquier designación 107. Esto confirmaría, por lo tanto, que la
intención final del libro no es comunicar verdades últimas o trascendentales a
través del lenguaje y del pensamiento articulado (una pretensión desechada
desde el primer poema tanto por la vanidad que eso conlleva como por la
misma precariedad del lenguaje humano para transmitirlas sin tergiversar,
ignorar u ocultar uno de sus elementos), sino que a partir de las cenizas de
este último vislumbrar lo que lo antecede y desborda: lo Incognoscible,
verdadera expresión de lo sagrado. La “hazaña” del texto de Cáceres
consistiría entonces no sólo en proponer un “nuevo” pensar acerca de Dios
(que explicaría y justificaría su ausencia), sino que en devolverle al lenguaje, y
en particular a la poesía, su antigua capacidad mágico-sacramental de religar
lo mundano y lo divino –que en Occidente puede rastrearse desde el mito de
Orfeo– al provocar que tanto el sujeto del discurso como nosotros los lectores
nos enfrentemos a su abismo sin nombre, al “advenimiento de la verdad, en
medio de nuestras palabras pulverizadas” (Jabès: 125) 108.
107
Idea que Edmond Jabès explicitaría ejemplarmente varias décadas después: “Dios no es
Dios. Dios no es Dios. Dios no es Dios. Es. Es antes que el signo que lo designa. Antes de la
designación. Es el vacío antes del vacío, el pensamiento antes del pensamiento; por tanto,
también lo impensado antes de lo impensado, como podría ser una nada antes de la nada. Es
el grito antes del grito, el estremecimiento antes del estremecimiento. Es la noche sin la noche,
el día sin día. La mirada antes de la mirada, la escucha antes de la escucha. Es el aire antes
de la respiración. El aire inspirado y espirado por el aire. No todavía viento, sino aire ligero,
indiferente, en su ocio primitivo. Oh, infinito vacante” (citado por Vitiello en “Desierto, Ethos,
Abandono”: 5-6).
108
A la luz de lo anterior podemos comprender el sentido profundo que esconde el título del
poemario: a diferencia de algunos analistas (como Gomes: 20) que lo han interpretado como
una demostración de la adopción de los presupuestos vanguardistas por parte de Cáceres (por
algo ha elegido un término militarista como “defensa”), éste daría cuenta más bien de la
113
Dichos logros –la posibilidad de volver a formular a Dios como cuestión a
partir de la máxima indigencia e incerteza, junto con la transformación del
discurso poético en puente o umbral hacia el impreciso territorio donde éste
mora sin estar producto de su deconstrucción, de su propia muerte– no pueden
evitar, sin embargo, que el sujeto experimente y evidencie en los poemas
correspondientes al segundo sub-eje temático descrito anteriormente un
angustioso conflicto interno que lo impulsa al mismo tiempo a querer preservar
su antigua identidad (y con ello el recuerdo de su paso por la tierra) y a borrarla
para perderse y/o sumergirse en lo no-concebible, en lo no-determinado (el
camino no trazado, no indicado seguido por los místicos). Esta vacilación –que
puede explicarse por el proceso de depuración y gradual extinción del “yo”,
pero también por el inmenso temor de abandonarlo todo por nada, de asumir
que la búsqueda de Dios se asemeja a un amor no correspondido, a una
iluminación sin conocimiento, a una embriaguez sin beber 109– da pie a textos
esquizofrénicos o declaradamente sombríos en los que predomina “la angustia,
el miedo, el horror ante la pérdida absoluta de la razón” (Gomes: 28).
Así, en “Oráculo Inconstante” por ejemplo, esta dicotomía se expresa
explícitamente a través del enfrentamiento de dos secciones antagónicas en
las que el sujeto da cuenta, respectiva y contradictoriamente, de su
desconfianza en la suerte del viaje emprendido y de que la incursión en ese
oscuro camino le permitirá saciar su sed de verdad e infinito (paradoja, que
junto con acrecentar la ambigüedad del texto, revela su agónica indecisión). En
concordancia con el desasosegante título del poema que simultáneamente
confirma y niega la posibilidad de que lo sagrado responda sus súplicas o
preguntas, el sujeto manifiesta en la primera de ellas su cansancio y desazón
ante la imposibilidad de experimentar la propia muerte (la real y concreta, no de
aquella que simbolizó su iniciación) y de esta forma acceder al misterio de
Dios, situación por la cual le pide a éste que le dé temple para soportar esta
errancia, esta noche sin fin y valor para cruzar el último límite:
señalada potencialidad de la poesía para convertirse en palabra del silencio, en un portal para
acceder al Misterio, al Ídolo ignoto (potencialidad por la que es digna de “defensa”).
109
“Los místicos crean un exceso, se exceden, pasan, y pierden los lugares (…) Están ebrios
de lo que no poseen. Ebrios de desear” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 227).
114
Recreo estelar ebrio de superiores hálitos,
frente azulada de cansancios, de apurar su doble-vida;
doblega la noche de tumbo en tumbo y dame esa fuerza clara,
serpentina de tus huesos!
(33)
Este momento de debilidad y de “desesperación del alma abandonada”
(Durand, Las estructuras antropológicas del imaginario: 226) es reemplazado
sorprendente e inmediatamente después por dos estrofas en las que la
promesa de la incomprensible comunión con lo Otro se renueva (pero sin
desembarazarse por completo de la incertidumbre generalizada) por medio de
la figura de la luna, la que despojada de sus características negativas 110, no
sólo explica el sentido de la progresiva transformación del sujeto 111, sino que
se convierte en un medio para dialogar con el principio femenino de Dios, con
la llamada Shekinah (“Divina Presencia”) de acuerdo al misticismo judío:
Encumbrando su pulmón de ceniza, luna,
suavemente intercalada entre nosotros dos;
chorrea el sueño de mi cuerpo –espérame:
hollarás conmigo la soledad en que he abierto
una nueva salida hacia las cosas.
Guiado hacia el estribo de tu sed maciza,
(penacho de olas débiles, caderas conturbadas),
110
Durand ha señalado que la luna en su aspecto nefasto –que se manifiesta especialmente
cuando ésta se presenta como “luna negra” o “luna roja”– simboliza la región de los muertos o
un poder maléfico (véase Las estructuras antropológicas del imaginario: 106-107).
111
En este punto es necesario recordar que la luna, por sus fases sucesivas y regulares, es
también un símbolo de la periodicidad (situación que hace que ésta sea por excelencia el astro
de los ritmos de la vida, del devenir cíclico, de la medición del tiempo), pero también de la
renovación, por lo que ha sido relacionada con el destino del hombre después de la muerte y
con los ritos de iniciación. Dice Chevalier al respecto: “La luna también es el primer muerto.
Durante tres noches, cada mes lunar está como muerta, desaparece… Posteriormente
reaparece y aumenta en brillo. De la misma forma se cree que los muertos adquieren una
nueva modalidad de existencia. La luna para el hombre es el símbolo de este pasaje de la vida
a la muerte y de la muerte a la vida” (658). Lo anterior es importante, ya que no sólo
confirmaría que la progresiva mutación del sujeto –como reflejo de su inmersión en lo incierto–
obedece paradójicamente a fases bien definidas (las que revelarían ser evocaciones de los
cambios lunares), sino porque daría cuenta de lo cerca que está éste de finalizar el ciclo y por
tanto de traspasar la frontera que le permitirá retornar y renacer en el origen de todo o Dios,
puesto que como también lo señalara Chevalier “la luna es la estancia de los humanos entre la
desencarnación y la segunda muerte, que preludiará el nuevo nacimiento” (663).
115
el aerolito de tu cuerpo fija las estaciones,
desde el arco vacío de su piel.
(34; las cursivas son mías)
La aparición de esta arcana y misteriosa mujer –que ya se había
insinuado antes en una parte de “Ángel de Silencio” 112 y que fue interpretada
como una expresión del Anima junguiana por parte de Gomes: 28– es
particularmente significativa, en especial si consideramos el momento en la que
ésta se desoculta. Haciendo una pequeña digresión para comprender esto, hay
que señalar que la Shekinah (palabra que deriva del verbo hebreo “shachan” –
‫ –ןכש‬que significa literalmente “morar” o “residir”) es una concepción usada con
frecuencia en el Antiguo y Nuevo Testamento, hecho que explica sus distintas
lecturas o acepciones. La más usual y exotérica de ellas la concibe como la
morada o habitación de Dios (situación por la cual ha sido relacionada con el
tabernáculo y después con el Templo de Jerusalén) o como la manifestación
física de la presencia de Éste, que, revelándose especialmente en momentos
de gran aflicción para el pueblo elegido, cambia su sino trágico y renueva su fe
(dos ejemplos paradigmáticos del influjo de esta “corporeidad espiritual” se
hallan en el libro del Éxodo: en la zarza ardiendo de Moisés y en la columna
que guió a los judíos en su huída de Egipto y posterior travesía por el
desierto 113). Sin embargo, los cabalistas en su afán por poner al descubierto los
misterios de la Escritura que se camuflan y/o ocultan detrás de la literalidad del
sentido 114, harán otra interpretación de ella. Sin discutir o ignorar lo anterior
(más bien complementándolo) dirán que la Shekinah, al ser una señal concreta
de la gloria de Dios en este mundo (lo que no debe confundirse con el
develamiento de su Ser), es la perfecta mediadora entre Éste y el ser humano,
112
“Pregunto ahora qué rayos, qué anclas invisibles,/ te traían hasta el aire,/ porque pasaste,
amiga mía, como un hilo de lluvia sus pasos aturdidos/ por los alambres que destiñen gota a
gota el color de las montañas!” (28; las cursivas son mías).
113
“Yahvé iba delante de ellos señalándoles el camino: de día iba en una columna de nube; de
noche, en una columna de fuego, iluminándolos para que anduvieran de noche como de día.
Nunca se apartó de ellos esta columna, ni de día ni de noche” (Éxodo 13:21).
114
“El místico de la Cábala se prepara en la fruición del estudio, recorriendo una y mil veces los
secretos de la Torá, intuyendo que en sus pliegues más recónditos se oculta la clave para
descifrar el Nombre impronunciable. Él tiene la certeza de que el saber nunca es directo,
transparente, que introducirse en la escritura de Dios es penetrar en un laberinto de símbolos y
alegorías que están camufladas en la literalidad del sentido” (Forster: 129).
116
debido a que los milagrosos fenómenos que la constituyen permiten atisbar su
indescriptible (e insoportable) esplendor. Es por esta razón que el libro crucial
de la Cábala, el Zohar, relacionará a la Shekinah precisamente con la luna (ya
que ésta refleja la luz del sol como la Shekinah el fulgor de Dios) y con los
atributos femeninos de Éste –el amor, la gracia y la compasión– puesto que su
presencia no sólo orienta a los peregrinos que afrontan la noche para alcanzar
el conocimiento, sino porque pone fin, aunque sea por un momento, a las
inclemencias del desierto –inhóspito y silente espacio de prueba que toda
búsqueda de lo sagrado debe atravesar pues la dureza de sus condiciones y la
uniformidad de sus contornos provoca la disolución de la identidad y por ende
la percepción de la radical indiferenciación del Centro o Principio 115.
Pero entonces, volviendo al poema, ¿por qué el sujeto del discurso no
puede dejar de experimentar una angustiante sensación de distancia y vacío si,
estando perdido, ha encontrado por fin un indicio claro de la presencia de Dios
y de la dirección que debe seguir para reencontrarse con Él? ¿Por qué en vez
de evidenciar alegría por esto hace participar a esta misma manifestación de lo
divino de la incertidumbre que lo domina, relativizándola (tal y como lo expresa
el título y la estructura antagónica del poema)? Una posible explicación a esta
situación podría ser lo que señalamos anteriormente, es decir, que estas
contradicciones serían el reflejo de la feroz lucha que acontece en su interior
producto de su deseo de abandonarse definitivamente en lo incierto y el horror
que le provoca perder su ser individual (el hecho de que el enfrentamiento
entre estas dos “pulsiones” aún no esté resuelto no sólo revelaría que su
proceso de depuración y transfiguración no ha finalizado, sino que también
explicaría su no consideración de las verdaderas implicancias que el
surgimiento de la Shekinah tiene). Sin embargo, esta interpretación, al reposar
quizás excesivamente en el sentir del sujeto, podría escamotear otra lectura
aún más inquietante que enmarca la anterior: que este deliberado juego de
oposiciones responde a un intento por crear un nuevo tipo de hipernegación
consistente no tan sólo en la acotada elaboración de figuras paradójicas (como
la del “Ídolo ignoto”), sino que en la auto-anulación de secciones completas –
estrofas en este caso, pero como veremos a continuación, de poemas enteros–
115
Para ahondar en la relación que el Zohar establece entre la Shekinah y la luna véase
Pancorbo: 38 y Gaffarel: 21.
117
con el propósito de que los lectores presientan o atisben con mayor fuerza la
progresiva cercanía de lo Otro, de “ese vacío primordial del que nació la vida”
(Forster: 30) a través de la fisura que dicha tensión genera. El paso de una
hipernegación “figurativa” a una “estructural” sería por tanto, más allá de una
adecuada estrategia para hacer sentir a los lectores la paulatina “absorción” del
sujeto por parte de las Tinieblas del No-Saber (estrategia en la que todos los
elementos del texto cumplen una función y no solamente lo dicho), una muestra
de la radicalización de la tendencia del discurso de Defensa del ídolo por autodestruirse con tal de evocar lo que no pertenece al lenguaje, para acoger en él
al Misterio sin reducirlo o limitarlo, confirmándose en consecuencia que la
“nueva salida hacia las cosas” a que hace referencia el sujeto es la renovada
capacidad del lenguaje de religar lo humano y lo divino a partir de la
sustracción de su poder nominativo, de su propia devastación, pero también la
casi intolerable aceptación de que eso implica renunciar a toda visión (y
comprensión) de lo Absoluto, a tener que “transformar el desierto en morada y
el exilio en patria” (Vitiello, “Desierto, Ethos, Abandono”: 5), puesto que sólo en
ese vacío, en ese abierto se produce “ese retiro, condición indispensable para
que ese propio ‘juego’ de la manifestación pueda tener lugar” (Cacciari: 137-8).
La dificultad del sujeto para asumir realmente lo anterior (es decir, que
para encontrar a Dios hay que aniquilarse como reflejo de una entrega total a
Él, aceptando al mismo tiempo que ese sacrificio, que ese sometimiento a la
incertidumbre y soledad más absoluta, no recompensa, no aplaca el deseo por
conocerlo pues Éste es indistintamente la Paradoja, la Muerte, el Abandono, el
Silencio, el Desierto 116) provoca a continuación la expresión más extrema de la
hipernegación “estructural” a que hacíamos referencia: la auto-anulación de
poemas completos por medio del enfrentamiento, de la contradicción de sus
sentidos. Así, tanto en “Segunda Forma” como en “Contra la Noche”, es posible
116
Contraria experiencia de lo divino que no sólo recuerda los planteamientos de la Cábala y
del Pseudo Dionisio, sino que a los del místico alemán Angelus Silesius para quien la Deidad
ES precisamente el Desierto: “¿Dónde está el fin último hacia el cual debo tender? Donde no
se encuentra ningún fin. ¿Hacia dónde debo ir? Más allá de Dios, al desierto” (64), como a los
del filósofo italiano Vincenzo Vitiello, quien en su provocador y anti-paulino análisis del
Cristianismo, afirma que el corazón de la revelación realizada por Cristo acontece en el
momento de su mayor padecimiento, en el grito de la hora nona, puesto que “en el grito del Hijo
es el Padre el que se revela. El abandono no es el castigo de una culpa: es la revelación del
Padre. Ésa es la extrema paradoja, la contradicción pura: el Padre es tal, es Padre sólo en el
abandono y por el abandono del Hijo, del Hijo del hombre, de todos los hijos, del mundo. Ésa
es la verdad que anuncia el Mesías” (“Desierto, Ethos, Abandono”: 11).
118
observar un intento de doblegar a la angustia y de compensar los
padecimientos vividos mediante “una afirmación de los poderes de la otredad
descubiertos en ‘Palabras a un Espejo’” (Gomes: 28) y la esperanza de que
este incierto viaje tendrá pese a todo un final feliz, respectivamente:
Delante de tu espejo no podrías suicidarte:
eres igual a mí porque me amas
y en hábil mortaja de rabia te incorporas
a la exactitud creciente de mi espíritu.
(…)
Entonces desciendo a tu exigua y extrema realidad, a tu fijeza,
desentendido de rencores y pasos de este mundo;
cruzando el pálido paisaje de los deseos olvidados,
sacudido de memorias, de inclementes y efímeros despojos,
[te enturbio de pasión.
(35-36)
Y,
Mi pensamiento rueda y se alarga hasta mi casa,
derramando sus lunas de sed en la tormenta;
burgueses y mendigos y vehículos, todo lo que a mi encuentro
[viene,
se agranda a su contacto, resplandece,
y anula su existencia, acábase, en mí mismo.
Entonces canto mis límites, mi alegría desbordada
como un collar de olvido en la extremidad de un verso;
contra el rumbo de la noche voy ganando hojas de plata,
y he de estar dormido cuando todas me pertenezcan.
(38)
No obstante, esta tentativa de derrotar a la desesperación por medio de
la renovación de la fe en la suerte del viaje iniciado es desbaratada completa y
abruptamente por “Azul Deshabitado”, poema donde el sujeto recae
nuevamente en la desolación e incertidumbre de la primera parte de “Oráculo
119
Inconstante” al constatar que todos sus esfuerzos por aprehender y develar a
Dios no han hecho más que acentuar su irreductible misterio, al percibir que su
búsqueda del centro o significado no ha conseguido más que perderlo en el
desierto, en “la aporía de un itinerario que es dado, sin principio ni final”
(Derrida, Dar (el) tiempo I, La moneda falsa: 19-20):
Y, ahora, recordando mi antiguo ser, los lugares que yo
[he habitado,
y que aún ostentan mis sagrados pensamientos,
comprendo que el sentido, el ruego con que toda soledad extraña
[nos sorprende
no es más que la evidencia de que la tristeza humana queda.
O, también, la luz de aquel que rompe su seguridad, su consecutiva
[atmósfera,
para sentir cómo, al retornar, todo su ser estalla dentro de un gran
[número,
y saber que «aún» existe, que «aún» alienta y empobrece pasos
[en la tierra,
pero que está absorto, igual, sin dirección,
solitario como una montaña diciendo la palabra entonces
de modo que ningún hombre puede consolar al que así sufre:
lo que él busca, aquellos por quienes él ahora llora,
lo que ama, se ha ido también lejos, alcanzándose!
(39-40)
La inaudita pero deliberada contraposición de sentidos divergentes que
plantean estos poemas en su conjunto, la irresoluta tensión entre la fe y el
descreimiento que provocan ellos no sólo representa la culminación del
proceso deconstructivo llevado a cabo desde los primeros versos del libro
consistente en negar y/o anular el propio discurso con tal de evocar lo que lo
trasciende, por generar otro pensamiento fuera de la representación y del
concepto, sino que marca también el término del segundo sub-eje temático
antes descrito, es decir, del período de pruebas previo a la “segunda muerte”
del sujeto, a su definitiva inmersión en el Misterio. A partir de este momento las
dudas y temores expresados en “Azul Deshabitado” (el poema más sombrío y
más acorde con los planteamientos de Bloom de todo el volumen) son
120
exorcizados y reemplazados por la consumación de aquello que según el
Pseudo Dionisio indica la última etapa del trayecto místico: la renuncia de toda
operación intelectual, de todo intento por comprender lo que recibe el nombre
de “Dios” para que en la más completa oscuridad y abandono, “allí donde el
hombre ya no es él mismo” (Arboleda Mora: 32), éste se manifieste sin
mostrarse. Dicho vuelco (que se traduce más que en una desarticulación del
discurso en una aceptación pasiva y serena de las paradojas 117, en una
desposesión de sí que asume la angustia, la distancia, la duda y la muerte
como experiencias necesarias para que el ser pueda abrirse extáticamente
hacia la nada de Dios) comienza a anunciarse en “Estampa Nativa”, texto en el
que el terror de perder la conciencia (y por tanto de “enloquecer” y de perder
todo rastro de sí mismo) empieza finalmente a ser subyugado por parte del
sujeto al entender –más allá del entendimiento– que este sacrificio, que este
darse sin condiciones le permitirá no sólo encontrar su identidad original o
“verdadera situación en el espacio y en el tiempo” (tal como el propio Cáceres
lo señalara en “Yo, viejas y nuevas palabras”), sino que a raíz de lo anterior
acceder a aquello que acontece borrando las “incongruentes llagas” de los
signos, al Innombrable Nombre que se da en silencio 118:
Hombre transparente de olvido, puro hombre,
crucificado en aguas, en fragancias, en palabras;
gastando su más duro equilibrio, ahí está sin interlocutores,
[desmedido, sin principio,
y ha de retornar cada vez para poseer enteramente lo que entonces ama.
Traspasado de sus hechos, herido de locura,
117
“La serenidad es el estado de permanecer abierto a la Apertura o consumación del total
abandono que permite la apertura del mundo a Dios en el fondo del alma” (Libera citado por
Arboleda Mora: 31-32).
118
“El nombre de Dios significa no sólo que aquello que es nombrado por este nombre no
pertenece al lenguaje en el que este nombre se inserta; sino que este nombre, de manera difícil
de determinar, sería parte de ese mismo lenguaje aunque pudiéramos excluirlo. La idolatría del
nombre, o simplemente la reverencia que lo hace impronunciable (sagrado), se relaciona con
esta desaparición del nombre que el nombre mismo hace aparecer. Fuerza al lenguaje a
elevarse por encima de sí hasta prohibirlo. Se da lugar, entonces, al puro nombre. A un nombre
que no nombra, pero que siempre está a punto de nombrar, el nombre como nombre; de esta
manera, de ninguna forma, un nombre. Sin poder nominativo, colgado en el lenguaje como por
casualidad y pasando, por lo tanto, por el poder (devastador) de la no designación que lo
relaciona consigo mismo” (Blanchot, El paso (no) más allá: 79).
121
saltando en la cuerda celeste de su propia alma,
he ahí que irrumpe de esa riente estela, el más brillante filón de
[su destino;
sobre su proeza reina; –llamaría a cada instante hacia ese imponderado
[júbilo,
(…)
Pero el crepúsculo marcha adelante del aire cívico comprometiendo
su mirada oblicua para cerrarle el paso a un asesino;
–a lo largo de su exilio se pasea una flecha consumada;
todo acero le duele, todo secreto;
hombre recíproco, solidario, aproximado a todo principio,
se hunde en su propio fuego para al fin encontrarse.
Borrando, entonces, esos signos constelados en sus incongruentes
[llagas,
océano de olas metálicas, argollas de su vida abandonada,
esas olas aun cantan al costado de su infancia (…)
(41-42)
Es, sin embargo, en los últimos tres poemas de Defensa del ídolo donde
se manifiesta y efectúa completamente este abandono, desligamiento o radical
donación de sí, situación por la cual éstos no sólo constituyen la “última etapa
del mito del descenso (…) la síntesis apoteósica de toda la historia enunciativa
que hemos visto desarrollarse a lo largo del poemario” (Gomes: 29), sino que
son la marca –o más bien la huella o indicio– del traspaso definitivo del sujeto a
lo desconocido no-simbolizable, de su inenarrable encuentro con aquello que
evoca la figura del Ídolo ignoto. Tal unión –que, insistimos, acontece
paradójicamente bajo la forma de una separación o de un desencuentro, ya
que sólo al resignarse toda completitud y toda certidumbre es posible
experimentar la radical indeterminación de lo Otro, de corresponderlo sin
tergiversarlo 119– comienza a advertirse con claridad en “Canción al Prófugo”,
texto en el que la inefabilidad y/o “ausencia” de Dios no sólo es asumida por
parte del sujeto a través de expresiones que confirman dicha inasibilidad al
referirse a Él (como la de “prófugo” o la de “sol cerrado”), sino que despojada
119
“Migrar, errar en el desierto, aceptar el exilio es el único modo en que el hombre puede
corresponder a Dios (…) El rechazo mismo de Dios es corresponder a Él, a su obra” (Vitiello,
“Desierto, Ethos, Abandono”: 5; las cursivas son suyas).
122
de su sentido negativo, convirtiendo de este modo a la pérdida en advenimiento
y al vacío en un éxtasis oscuro que se exterioriza en el entrecortado grito que
pende al final del poema:
Golpeando la aguda meta con su escudo monótono, hay,
desde que tú te fuiste, diez almas en tu porte;
rompe ese cielo inmediato, lineal, para que se junte tu vida
y dame, oh prófugo, el último oasis de ese viaje, tus pasos
desnudos por el camino único y el sol cerrado
que lava la pena de esa tierra sabia, tu frente ácida, dame
el solo sentido que ahí existe para hablar
y estaremos juntos SIEMpre!
(43-44; cursivas del autor)
La contradictoria suma de estos elementos –es decir, la aceptación de
que el encuentro con Dios es “la exaltante experiencia de la propia aniquilación
por una entrega total, por una entrega que no conoce fin” (Vitiello, “Desierto,
Ethos, Abandono”: 2) y la transmutación de ese sacrificio vano o siempre
insuficiente, de esa “herida para la cual no hay catarsis posible” (Yébenes,
Figuras de lo imposible: 227) en un paradójico modo de capturar su radical
indeterminación y por tanto de religarse con Él– le permite al sujeto atisbar y
experimentar en el siguiente poema, o sea en “Iluminación del Yo”, el solo
sentido que se encuentra tras lo caduco y/o aparente al que recientemente
hacía referencia, dando un paso más hacia la recuperación de su auténtica
identidad perdida (recuperación que ya se anunciaba en “Canción al Prófugo” a
través de la desintegración de la voz del yo escindido o “magro” de la sección
inicial del poema que súbitamente enmudece para dirigirse y abrirle un espacio
al indefinible murmullo de un “tú” ausente que representa sin fijar al totalmente
otro). En consonancia con esto, el acceso al fundamento o a lo
verdaderamente real, la entrada “en los recintos donde se halla el ídolo”
(Gomes: 30) que describe este texto no se manifiesta como una “iluminación”
convencional tal como lo señala su propio título, es decir, como un
esclarecimiento interior producto de la obtención de un nuevo conocimiento que
123
pudiera explicar conceptualmente el orden secreto de las cosas (correspondan
éstas al plano de lo natural y/o sobrenatural), sino que contrariamente mediante
la denegación de todo entendimiento, por medio de la implosión de toda verdad
y de toda falsedad, lo que se explicita y genera en el discurso a través de la
yuxtaposición de una serie de ideas e imágenes antagónicas, que más que
luchar entre sí, cohabitan desprovistas de su poder nominativo transparentando
lo impensado que las antecede y funda, exponiendo aquello que no se puede o
deja decir, pero que existe, con la fuerza del extrañamiento 120. Así, por
ejemplo, el Ídolo es paradójica y simultáneamente retratado como “monumento
de luz” y “rectitud incomparable”, pero también como “irradiación de espadas” y
“espec-tro”; su cercanía hace que el sujeto experimente un estado de plenitud o
“perfección”, pero también de desgarro y “ansiedad”; el discurso se cree
poseedor de la facultad de “decirlo todo” a raíz de esta confluencia, pero
inmediatamente después se señala que éste ha surgido “a pedazos” y que ha
sido escrito con “letras imprecisas”:
Porque ahí estoy, oh monumento de luz,
siempre hacia ti inclinado, extranjero de mí mismo,
presto a tu súbita irradiación de espadas,
fijo a tu altiva significación de espect-tro,
oh luz de soledades derechas, de inflexibles alturas y ecuatoriales
[sucesos.
Y bien,
echa a rodar esta perfección en tu llanura,
puedo ahora decirlo todo, recogerlo todo:
irrumpe, surge, de esta lámpara, a pedazos,
nocturno poema que yo he escrito con letras imprecisas,
noche de azulada tormenta, oh rectitud incomparable.
(…)
Ahora sorprendo mi rostro en el agua de esas profundas
[despedidas,
en las mamparas de esos últimos sollozos,
porque estoy detrás de cada cosa
120
“La denegación es la nobleza más alta del donar y el rasgo fundamental del ocultarse, cuya
manifestabilidad constituye la esencia originaria de la verdad del ser. Sólo así el ser deviene el
extrañamiento mismo, el paso tranquilo, fugaz, del último dios” (Heidegger, “El último dios”: 10;
las cursivas son mías).
124
llorando lo que se llevaron de mí mismo.
Y amo el calor de esta carne dolorosa que me ampara,
la sombra sensual de esta tristeza desnuda que robé a los ángeles,
el anillo de mi respiración, recién labrado…
Es todo cuanto queda, oh ansiedad.
Descuelga, pues, en mis sollozos tus profundos plomos de
[sosiego,
acelera esas llamas, esas altas disciplinas,
ese orden que sonríe en mis rodillas,
mórbida luz de todas las campanas.
Ni un solo pensamiento, oh poetas,
los poemas EXISTEN,
nos aguardan!
(46-47; las cursivas son mías)
La radical pasividad con la que el discurso de este texto se despoja de
su misma capacidad de decir y/o designar al albergar dentro de sí –sin ruido y
casi sin dolor– a ideas e imágenes irreconciliables que imposibilitan cualquier
plan de pensamiento que pueda remontar o atenuar dicha contradicción (una
muestra no sólo de la inmersión definitiva del sujeto en el flujo aniquilador de lo
desconocido y por tanto de la señalada aceptación de sus temores, sino que
también de la intención de Defensa del ídolo de hacer visible por medio de la
creación de una fisura irreductible en el lenguaje –fisura que en este punto ha
abarcado la totalidad del discurso– la oscuridad de lo elemental) se convierte
en la antesala perfecta para que en el último poema del libro, es decir en
“Extremos Visitantes”, acontezca, finalmente, lo imposible propiamente tal: la
unión mística y poética del sujeto con aquello que ni el pensamiento, ni el
lenguaje, ni el deseo pueden (y podrán) alcanzar jamás, el acceso al “Centro” o
Fundamento mediante su pérdida, clausura y/o apartamiento, o mejor aún, a
través de su asunción y develamiento como Abismo, Vacío 121 o Punto de
121
“Ya separado de la muchedumbre y acompañado de los sacerdotes escogidos, llega a la
cumbre de la santa montaña. Pero todavía no encuentra al mismo Dios. Contempla no al
Invisible sino el lugar donde Él mora” (Pseudo Dionisio Areopagita: 373; las cursivas son mías).
125
Indeterminación donde cualquier distinción –como la que diferencia la verdad
del error o la presencia de la ausencia– se desmorona, colapsa.
Pero, ¿cómo el poema traduce por medio de palabras este
“acontecimiento”, este salto mortal en lo que no posee ninguna determinación?
¿Cómo éste exterioriza concretamente lo que excede la misma contradicción
lógica, el encuentro entre los dos planos o “extremos” más divergentes y
distantes: lo divino y lo humano, el más allá y el más acá, la eternidad y el
tiempo? Por medio de lo que constituye no sólo la última y más difícil
hipernegación, la “segunda y definitiva muerte eterna” (Le Brun: 429), sino que
también la máxima paradoja: revelando a Dios ocultándolo, o más
precisamente, re-velándolo como Velo o Secreto, puesto que
“Contradiciendo
toda
expectativa
y
desgarrando
todo
horizonte,
lo
trascendente pone a un lado su trascendencia mostrándose a sí mismo,
paradójicamente, como escondido. La trascendencia de lo trascendente se da
a sí misma sustrayéndose de toda palabra y razón, de todo discurso y de todo
pensamiento. El deseo insaciable de los seres por Dios nos habla y nos
muestra este aspecto irreductible y secreto de la manifestación divina. El
deseo en la presencia de Dios sería el deseo en la presencia de aquello que
se sustrae enteramente porque así se muestra más plenamente. El exceso de
presencia se encuentra peligrosamente cercano a la más pura ausencia”.
(Yébenes, Figuras de lo imposible: 66; las cursivas son suyas)
Este des-ocultamiento ocultante, esta “eclosión de lo que, sin embargo,
se oculta y permanece cerrado” (Blanchot, El espacio literario: 235) como
reflejo de la más radical expresión de entrega, amor y desposesión de sí (no ya
el vaciamiento o aniquilamiento del yo, sino que de lo trascendente, de Dios
mismo, para que éste se manifieste en su más pura desnudez, como el
ilimitado e insondable Misterio que es122) y de lo que este extremo sacrificio –
que puede catalogarse como un renunciamiento de Dios por Dios– implica o
conlleva (aceptar que su reencuentro con Él no puede experimentarse como
122
“Si tú amas a dios como él es dios, como él es espíritu, como él es persona, como él es
imagen, todo tienes que arrojarlo… Tú debes amarlo como él es: un no-dios, un no-espíritu,
una no-persona, una no-imagen, como él es uno, pulcro, puro, claro independiente de toda
dualidad, y en este uno tenemos que hundirnos eternamente de nada en nada” (Meister
Eckhart citado por Holzapfel en Deus Absconditus: 5).
126
una unión consumada –puesto que eso supondría conocerlo, acceder a su
infranqueable Silencio– sino que como anhelo irresuelto, incertidumbre, total
desconocimiento) se manifiesta progresivamente en dos secciones bien
distintas del poema (lo que no sólo obedece a un hábil manejo del suspenso,
sino que a un intento por representar el creciente vértigo de este desligamiento, de esta confrontación con aquello que está más allá de la misma
noción de Dios, verdadero no-lugar de lo sagrado). En la primera parte de éste,
mucho más meditativa y serena, se expresa mediante la utilización de una
tradicional, pero no menos enigmática figura, el viento:
Exuberantes lejanías realizándose en mi huerto, sumergiéndose
[en mis árboles.
Lo comprendo: el viento, este viento, es el alma de las distancias:
rompiendo cielos, en todo encuentro vuelca su vida,
no se inviste de tiempo para presenciar completa la vida de las
[cosas;
su sabiduría estrena siempre, incorporándose,
reanudando todos los secretos, inundándolos, sin remover
su indócil fermento, su numerosa pasión;
semejante a un poeta unánime, solidario, cosmológico, central,
que testifica en su propio espíritu lo que en la naturaleza se confina,
que no erige temas,
porque su mirada no cabe en un solo éxtasis de aire,
sino que, ingrávida, todo lo anima y lo devuelve a su constancia.
(49-50)
La elección del viento (o para ser más riguroso de este viento 123) por
parte del sujeto del discurso para convocar en el texto al “misterio que da
hospedaje al encuentro (…) con lo enteramente Otro” (Vitiello, Genealogía de
la modernidad: 318) no es casual, sino que muy significativa tanto por su
empírica inasibilidad como por el hecho de que éste representa simbólicamente
a la persona más desconocida e incomprensible de la Trinidad cristiana, al
tercero, al Espíritu Santo (Chevalier: 1070). Pero, ¿a qué se debe esta alusión
123
Especificación que intenta remarcar a un viento otro, distinto, similar al “aire ligero” del que
hablara Edmond Jabès en una anterior nota al pie.
127
y cómo se relaciona con todo lo dicho anteriormente? A que éste es, siguiendo
a San Agustín, “una especie de inefable comunión entre Padre e Hijo” (De
Trinitate, V, 11, 12; las cursivas son mías), es decir, el punto donde se une el
Cielo y la Tierra, pero que no es ni el uno ni el otro; el horizonte que permite el
recíproco participarse de las figuras de lo divino 124, pero que él mismo es un
no-lugar, un no-tiempo, y por qué no decirlo, una no-persona. La referencia a
este incognoscible “entre” que unifica escindiéndose, a este átopon metaxy que
no-siendo es toda la revelación, comprueba, por tanto, no sólo la intención del
sujeto de Defensa del ídolo de entrever ese vacío germinal, ese impenetrable
fondo oculto de Dios (que constituye su verdadero Rostro y que habita, más
allá de cualquier binarismo, en la región de una “extrañeza tercera” 125), sino
que también –a propósito de su epifánica definición como “el alma de las
distancias”– lo recientemente señalado, es decir, la consumación de su unión
con Él mediante el “absoluto y puro apartamiento de sí mismo” (Pseudo
Dionisio Areopagita: 371), a través de la remoción de cualquier concepto e
imagen asociado a lo divino 126, puesto que despojándose de todo, aceptando el
exilio y el desierto, éste ocupa su “huerto”127 y refulge en él libremente en su
insondable opacidad, en su inaprensible e infundada nada. Lo anterior –el
develamiento de Dios como ocultamiento, como una noche que se manifiesta
en la noche y el vaciamiento o retiro de sí mismo para acogerlo sin jamás
comprenderlo ni pertenecerle al igual que una gruta o una herida abierta 128– se
expresa con mayor claridad a continuación, en los versos donde el sujeto,
124
“Si el Padre es la revelación en cuanto revelado del Hijo en el Hijo, y el Hijo es la
autorrevelación del Padre, el Espíritu Santo es la revelación en tanto horizonte del
autorrevelarse del Padre en el Hijo, y del revelarse del Hijo a sí mismo, como autorrevelación
del Padre” (Vitiello, Cristianismo sin redención: 67).
125
“El ausente que ya no está ni en el cielo ni en la tierra habita la región de una extrañeza
tercera (ni una ni otra). Su «muerte» lo ha situado en este entre-dos. A modo de aproximación,
ésta es la región que nos señalan hoy los autores místicos” (de Certeau, La fábula mística: 12).
126
“Roguemos a Dios que nos vacíe de Dios [para que así] alcancemos la verdad y la
disfrutemos eternamente” (Meister Eckhart: 77).
127
Imagen (o símbolo de la intimidad de acuerdo a los planteamientos de Durand) de extendido
uso tanto en la mística judía (El Cantar de los Cantares), en la cristiana (Santa Teresa de
Jesús, San Juan de la Cruz) como en la musulmana (Ibn Arabi, Rumi) que representa el
espacio donde el alma se une con Dios (véase al respecto López-Baralt: 65).
128
“La gruta del cuerpo está hecha para el Dios que nace en el secreto, que apacigua el deseo
sin satisfacerlo, que cautiva a todo hombre sin jamás pertenecerle” (de Certeau, La debilidad
de creer: 35; las cursivas son mías).
128
inundado de vacío, a punto de aniquilarse o de donarse completamente a lo
otro 129, describe al actuar del viento –y por tanto al accionar del espíritu de Dios
en el mundo– como una “reanudación” de los “secretos”, como un acontecer
que “anima” o insufla constantemente de vida a las cosas sin ser parte de ellas,
en fin como algo inexpugnable que acaece silenciosamente y sin razón 130, así
como –a partir de la analogía con la figura del poeta– al papel que le cabe
desempeñar a la expresión mística: “testificar”, sin “erigir temas”, “lo que en la
naturaleza se confina”, lo que traducido en términos menos metafóricos sería:
dar cuenta, mediante la renuncia de la intención y el pensamiento, de aquello
que siendo el “centro” o fundamento de todo, se esconde o auto-excluye,
revelándose en la oscuridad del desconocimiento, haciéndose presente allí
“donde Dios y la verdad faltan” (Blanchot, El espacio literario: 257).
Si la anterior sección del poema expresa y constituye el último estertor
de este arduo avanzar de negación en negación, “el oscuro entendimiento de
Dios” (Cabrera: 15) que surge ante la inminencia o vislumbre del fin, la
siguiente, la última del libro, representa la ruptura radical, el desgarramiento
que señala el salto a la ilimitación, la mors mystica propiamente tal. En ella el
sujeto, desligado ya de todos sus apegos sensibles e intelectuales (incluso del
querer de Dios y de Dios mismo), se adentra en el “fondo oscuro de la vida”
129
Experiencia del don que Carlos Arboleda Mora detalla ejemplarmente de esta manera: “En
el proceso de donación, se cuestiona que toda experiencia humana sea una interacción entre
el sujeto y el objeto. Hay la experiencia de unidad que se podría llamar de apabullamiento del
sujeto por la inmensidad del don. En el método fenomenológico tradicional, la intencionalidad
es central y asume que el sujeto y el objeto de conciencia son distintos. La premisa básica,
llamada intencionalidad, significa que el acto de pensar es un acto que afirma la unión que
existe entre el sujeto pensante y el objeto del pensamiento. Hay un esfuerzo por parte del
sujeto para poder conocer al objeto. En la experiencia del don, en cambio, no se actúa con los
métodos cualitativos o cuantitativos de la investigación científica, sino con la experiencia de lo
dado profundamente. En ésta, se abandona lo externo (epojé), y hay un sentimiento de que el
ego es trascendido. El yo queda abrumado, sin fronteras, como diluido en el universo, de tal
manera que la dualidad entre sujeto y objeto queda superada. El sujeto es agobiado por la
experiencia y como ésta no es una experiencia cognitiva, no se puede expresar en conceptos.
No hay palabras para expresar en términos de reducción fenomenológica, lo vivido. Sólo se
expresa en términos negativos: no tiempo, no espacio, no relación. La intencionalidad queda
reemplazada por unas estructuras de experiencia que se pueden expresar como sin tiempo, ni
espacio, ni conexión con algo. Es una experiencia total de pasividad, en la que no se piensa o
se elaboran conceptos” (39-40).
130 Deslumbramiento ciego que recuerda y explicaría estas enigmáticas expresiones: “La rosa
es sin porqué. Florece porque florece” (Silesius: 95); “No cómo sea el mundo es lo místico sino
que sea” (Wittgenstein: 131); “Ver a Dios, finalmente, es no ver nada, es no percibir ninguna
cosa particular, es participar en una visibilidad universal que no implica ya el recorte de las
escenas singulares, múltiples, fragmentarias y móviles de que están hechas nuestras
percepciones” (de Certeau, La debilidad de creer: 313).
129
(Zambrano: 217) por “cuya superficie atraviesan las figuras divinas” (Givone:
96), en el mismo entre o “punto inaccesible” del que todo deriva pero que
vuelve imposible cualquier identificación al no ser “ni esto ni aquello”, la
diferencia absoluta, y desde ahí, sin pertenecerse a sí mismo ni a nadie,
abismado totalmente en lo que no percibe ni comprende, lo recibe y reflecta sin
“tematizarlo”, del modo como éste se manifiesta desde sí: como un “sol
parecido a todas las sombras” que ilumina y transforma sin ofrecer respuestas
ni consuelo; como un torbellino (más bien un contra-torbellino) que hace que la
proximidad se dé en la lejanía, la palabra en el silencio, la presencia de lo
divino en la ausencia de lo divino, y viceversa; en fin, como algo que desborda
la existencia y que por lo tanto no puede contener ningún pensamiento, tal
como lo demuestra no sólo la recién señalada referencia al Sol Negro 131, sino
que también el vertiginoso entrechoque de imágenes contradictorias que
acontece en torno a ella –el sujeto es una “víctima suma” y luego inversamente
un “sobreviviente”; el lugar donde habita el Ídolo pasa de ser un “recóndito
reposo” a un “sollozo” apenas controlado sin transición alguna– impidiendo el
arribo a algún punto de anclaje o interpretación, señalando a partir de esa
fisura semántica (de esos “escombros victoriosos” según el decir del sujeto) no
ya la mera ausencia de un sentido que se escapa, sino que un vórtice donde
todo sentido vacila en una pérdida constitutiva de su ser, incluida la
determinación de la presencia o ausencia de eso que indica o rodea:
Ahí vivo, en medio de esos ímpetus, solemne en ese afán,
del viento, de ese viento, que se retuerce en mi huerto y se ostenta
[adentro de mis árboles.
No mueve una hoja solo ni besa cada flor, simultánea,
soberanamente se presenta a todas, las abraza, sin separarse de
[su yo;
es una sujeción recíproca, constante, de todas partes,
hacia un punto inaccesible de morbidez ufana,
ni requiere substancia;
ese viento es la bandera estrecha de las almas!
(…)
131
Figura (oxímoron propiamente tal) muy empleado por los místicos –recuérdese, por ejemplo,
el de las “visiones” de Santa Teresa de Jesús– tanto para resaltar la radical incognoscibilidad
de Dios como para referirse al “enceguecimiento” que su exceso de luz genera (respecto a este
último punto véase Rovatti: 126-127).
130
Coraza de tormentos, de escombros victoriosos,
invasión de altura comprobándose en mármoles de espanto,
(pierna interrena;
en medio de ese alud pasado, rodeado de fantasmas
(para poder pensar,
de presencias que me agarran desesperadamente, que se agotan,
husmeando su loza viva, el pedestal de su absoluto y soberano ídolo,
pero en quienes todo fuego, toda aptitud terrena se ha perdido;
destinado a lo indecible, víctima suma, como aquel
que sabe la sombra de un muerto porque frecuenta
el más duro suceso de sus oscuras y tardías potestades,
desempeñando, oh sol parecido a todas las sombras, tenaz,
la fortuna sagrada de ese hálito, trémulo,
de un espejo contra todas las guerras, sobreviviente,
triunfante estoy en ese recóndito reposo –como un sollozo
que bulle en su intenso plantel y anula
los bríos de su vasta emergencia a trechos traicionada
para titular sus sufrimientos!
(50-51; las cursivas son mías)
¿Exilio del sentido como paradójica forma de religarse con la
impenetrable alteridad de lo divino, de musitar el indecible nombre de Dios?
¿Atisbo y recreación del Tzimtzum, la denominación del punto en el que Éste
se retira para permitir la aparición del mundo? ¿Consecuente recuperación –o
“restitución” en la acepción luriánica del término– del orden ideal y de la
identidad originaria perdida por medio del vislumbre de su nebulosa oscuridad,
del reconocimiento de su falta de soporte o centro? ¿O por el contrario, falla del
lenguaje como testimonio de la imposibilidad –y por ende, del fracaso– de
establecer un diálogo con lo infinito y de obtener a partir de él la garantía de un
significado que dé no sólo certezas acerca de su naturaleza sino que
estabilidad al propio ser? ¿Arbitraria conversión o “remitificación” del indecible
que señala esa grieta en una frágil, pero cierta, expresión de lo sagrado, pese a
que absolutamente nada puede asegurarlo? ¿O yendo aún más lejos, esfuerzo
fallido por comprender el abismo de una existencia puramente humana bajo la
invocación de un Dios inefable? Ni lo uno ni lo otro. Movimiento de
131
desposesión, de borramiento, que imposibilita cerrar el círculo, realizar
afirmación alguna. Implosión en la que todo sentido es arrastrado hacia un
límite innominable que se presenta como tal, dejándonos aniquilados y sin
lugar, de cara a un Misterio, que como la muerte, está más allá del significado,
el pensamiento o la salvación. Y de nuevo la inquietante, más que
esclarecedora, palabra de los místicos:
“Precisamente eso sería el deslumbramiento del fin: una absorción de los
objetos y los sujetos en el acto de ver. Ninguna violencia, sino el solo
despliegue de la presencia. Ni pliegue ni agujero. Nada oculto y, por lo
tanto, nada visible. Una luz sin límites, sin diferencia, de alguna manera
neutra y continua. No es posible hablar de esto sino en referencia a
nuestras queridas actividades, que allí se aniquilan. No hay ya lectura allí
donde los signos no están alejados y privados de lo que designan. No hay
ya interpretación si ningún secreto la sostiene ni la llama. No hay ya
palabras sin ninguna ausencia funda la espera que ellas articulan. Nuestros
trabajos desaparecen suavemente en este éxtasis silencioso. Sin catástrofe
ni ruido, simplemente convertido en algo vano, nuestro mundo, inmenso
mecanismo nacido de nuestras oscuridades, termina”.
(Michel de Certeau, La debilidad de creer: 315; las cursivas son mías)
132
5. Habitar la incertidumbre (la imposible conclusión)
“Se entiende aquí por la tierra seca y desierta (…) por la tierra sin camino”
(San Juan de la Cruz: 579-580)
“Nadie nos amasará otra vez de tierra y limo,
nadie soplará palabra a nuestro polvo.
Nadie.
Alabado seas tú, Nadie”
(Celan: 63)
Y pese a quedar expuestos a la indeterminación, a que la subversión de
la lógica de la oposición binaria que sustenta el edificio del pensamiento
occidental (presencia/ausencia, plenitud/falla, visible/invisible) llevada a cabo
en Defensa del ídolo desde el primer hasta el último poema –por medio de la
permanente hipernegación de sus elementos, de aquel proceder que en lugar
de asegurar la positividad del sujeto del conocimiento, lo que hace es articular
una lógica de “ni esto ni aquello”– impide que podamos concluir con una
respuesta, con una síntesis o término de reposo que armonice sus
contradicciones, debemos, de alguna forma, terminar esta investigación
(entendiendo por “terminar” no a punto final que petrifique o borre lo indefinido
que convoca el texto en favor de la exactitud, sino a un punto suspensivo que,
enmudecido y consciente de sus limitaciones, entiende que lo que hace son
meras aproximaciones, que hay algo aquí que se resiste encarnizadamente a
cualquier tipo de análisis e interpretación).
El núcleo central del que derivan estas “aproximaciones” (verdaderos
asedios en la oscuridad que en vez de esclarecer un camino nos arrojan una y
otra vez al filo del desierto, a una noche aún más negra si cabe) es, como se
ha intentado demostrar a lo largo de este trabajo, que el incomprendido y
cuestionado hermetismo de Defensa del ídolo obedece a que éste actualiza
bajo una estética y discurso propio de las vanguardias una serie de ideas,
estructuras y procedimientos procedentes de dos antiguas, olvidadas y
contradictorias tradiciones espirituales –la Teología Negativa y la Cábala–
como expresión de una búsqueda poética-filosófica-religiosa del “yo profundo”
o “centro oculto del ser” (simbolización del significado, el fundamento del
mundo y Dios, respectivamente).
133
Dicha búsqueda, que no debe entenderse como la exteriorización de una
indagación aislada y excluyente, sino que como la reacción o respuesta a un
momento histórico-cultural particularmente convulso y de gran incertidumbre
sin el cual ésta no podría haberse configurado ni entenderse (período
caracterizado, más allá de los hechos puntuales, por la crisis del proyecto de la
Modernidad –y con ello del declive de la hegemonía del pensamiento racional y
metafísico; declive del que las vanguardias no sólo son ejemplar expresión,
sino que una de sus principales impulsoras en el ámbito del arte– así como por
el acontecimiento de la “muerte” de Dios, por la sensación de que la humanidad
ha perdido todo nexo con lo sagrado, quedando ésta abandonada a su suerte),
se traduce en un transitar discursivo y vital, que plenamente consciente de lo
anterior, intenta seguir las huellas de ese “muerto” –que “no por dejar de ser el
viviente, permite reposar a la ciudad que se erige sin él” (de Certeau, La fábula
mística: 12)– con tal de reestablecer ese vínculo roto, de calmar esa carencia –
ese duelo inaceptado– que impulsa la escritura. Intento o deseo que no sólo
trastoca la concepción tradicional y aceptada de Dios, del mundo y del hombre
–además de desertificar a lo que supuestamente lo representa y transmite, el
lenguaje– sino que imposibilita (más bien, dinamita) el establecimiento de
cualquier tipo de “certeza” o “verdad” al arribar –y lanzarnos– a un numinoso
punto donde toda dirección, todo sentido, toda dimensión es anulada por lo que
se le opone (incluyendo al vórtice mismo que también es engullido por su
propio torbellino); donde lo único verificable y/o revelable es esa irreconciliable
tensión que fisura la obra y el pensamiento, obligándonos a habitar la
incertidumbre, a regresar “a la inmensidad errante de un camino eternamente
extraviado” (Yébenes, Figuras de lo imposible: 220).
A habitar la incertidumbre, a transitar por un inquietante territorio donde
se está sin estar y del que nada se sabe y puede decirse con autoridad, porque
el radical movimiento de sustracción y desligamiento que lo indica o convoca
(movimiento que es expresión de un progresivo acto de abandono, destrucción
y/o vaciamiento de todo aquello que obstaculiza, niega o amortigua la irrupción
o llegada de ese impensable, de ese Otro que subyace tras la figura del Ídolo
ignoto: el “yo”, el pensamiento, el lenguaje convencional, el mismo concepto de
“Dios”), junto con hacer una crítica a la moderna pretensión de comprender a lo
sagrado bajo la forma de una representación concreta y lógicamente
134
establecida (y con ello, indirectamente, a las desmesuradas facultades que la
señalada Modernidad le atribuye al sujeto 132), provoca que nada permanezca
en su sitio, que inclusive –ahora podemos decirlo– las referencias y/o
coordenadas que el propio texto establece tanto dentro como fuera de sí para
su interpretación no puedan ser admitidas sino como insuficientes posibilidades
de lectura, puesto que siempre hay algo que las sobrepasa y ensombrece con
su precariedad.
Esta situación, que contradice toda expectativa y desgarra todo
horizonte, se manifiesta en el corazón de lo que hemos afirmado, en el
paradójico hecho de que Defensa del ídolo se produzca a partir de la
simultánea actualización de diversos elementos provenientes de dos
tradiciones espirituales, que si bien comparten la misma visión de Dios como
una alteridad que rebasa cualquier concepto e intento de representación,
difieren completamente en cuanto a las causas de su radical distancia e
incognoscibilidad, así como en la explicación de la consecuente imposibilidad
por aprehenderla y verbalizarla, haciendo que éste pueda ser entendido al
mismo tiempo como un testimonio del irremediable repliegue de Dios (de su
ausencia desde el punto de vista humano) y del exilio del sentido o como la
expresión de un nuevo y perturbador pensar según el cual la presencia de lo
divino reluciría precisamente en esa ausencia, imposibilidad, exilio o no-saber
(desde esta perspectiva la llamada “muerte” de Dios –que haría referencia más
al derrumbe de las concepciones metafísicas acerca de Él que al ocaso de su
existencia– no constituiría una tragedia, sino que contrariamente una
oportunidad para vislumbrar su irreductible Misterio, su verdadero Rostro Sin
Nombre).
La indisoluble paradoja anterior (que permite y desmiente a la vez el
despliegue
de
ambas
proposiciones,
haciendo
que
volquemos,
insistentemente, la mirada hacia el indecible que se escabulle a través de ellas)
132
Desmesuradas, por no decir ilusorias, facultades que quedan de manifiesto en la siguiente
definición: “(El sujeto moderno) es aquel que se atribuye cualidades intrínsecas que permiten
discernir entre el conocimiento verdadero y el falso, y entre lo real y lo aparente; que se percibe
como indisoluble en su identidad y consistente en sus convicciones; que cree conocer la
racionalidad de la historia (y de su historia personal) y deducir de allí la capacidad para guiar
esas mismas historias; y que se declara sujeto «trascendental» por cuanto se presume dotado
de una moral de validez universal, o de la facultad para remontar el conocimiento de la realidad
hasta sus razones últimas” (Hopenhayn: 11).
135
puede observarse incluso en un presupuesto, que por su aparente obviedad,
parece incuestionable: la adscripción de Defensa del ídolo a las vanguardias. Si
bien en este mismo trabajo también hemos tendido a enmarcarlo dentro de
ellas en base a múltiples indicios (desde la explícita vocación rupturista que
Cáceres expresara en “Yo, viejas y nuevas palabras”, pasando por su
participación en la Antología de poesía chilena nueva, hasta la constatación en
el propio texto de una serie de rasgos que las caracterizan como la creación –
más bien recreación en este caso– de un mundo desconocido totalmente
distanciado de lo que habitualmente se entiende por “realidad” y la disolución
del sujeto enunciador del discurso, por ejemplo) señalando que éste, aparte de
constituir una original y transgresora versión de las mismas, prefigura las
características de lo que se conocería después como Segunda Vanguardia
Poética Chilena, el hecho de que su núcleo configurador sean estos
imaginarios tradicionales-antiguos no sólo hace que los cimientos de esta
categoría tambaleen y se desmoronen, sino que ésta misma se muestre
estrecha y por tanto incapaz de dar cuenta por sí sola de los verdaderos
alcances de esta propuesta. ¿Defensa del ídolo, obra vanguardista? Ni sí ni no
en estricto rigor. ¿Dónde ubicarlo, entonces? En un desapacible espacio
intermedio que posibilita ambas opciones sin ser ninguna de las dos.
Y es que como decíamos más atrás todos los elementos de este texto
están deliberadamente dispuestos para desorientarnos, para que en el preciso
momento en que creemos haber encontrado una ruta, un horizonte de sentido,
nos demos cuenta que no es eso, reactivando así una búsqueda incesante,
una búsqueda que no tiene fin. Todo en él está hecho para que cada una de
nuestras tentativas de comprensión (y por tanto de poder) se deshaga, para
que padezcamos sin posibilidad de evasión ni resguardo alguno las paradojas
que lo constituyen (paradojas, que al contrario de la coincidentia oppositorum o
la dialéctica hegeliana, no anulan la contradicción que fagocita la diferencia por
medio de la complementariedad, sino que la soportan y expresan). La poesía
de Cáceres es la expresión, o mejor dicho, la re-velación, el murmullo –aquello
que no es ni palabra ni silencio– de esa diferencia; es, propiamente tal, ese
“entre” o no-lugar cuya extrañeza ningún plan de pensamiento puede remontar
o atenuar.
136
6. Bibliografía citada
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diario La Prensa (Curicó), 1 de septiembre de 2002.
-
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