La soledad de la compasión Estaban sentados contra la puerta de

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La soledad de la compasión
Estaban sentados contra la puerta de la estación. No
sabían qué hacer, mientras miraban la diligencia y
luego la carretera aceitada de lluvia. La tarde de invierno estaba allí, en el lodo blanco y plano como un
trapo caído de un tendedero.
El más gordo de los dos se levantó. Rebuscó en los
bolsillos de los dos lados de su gran abrigo de terciopelo estilo húsar, y luego hurgó con la punta de los
dedos en el pequeño bolsillo de carpintero. El cochero trepó al asiento. Ya hacía chasquear la lengua y
los caballos alzaban las orejas. El hombre gritó: «Espere». Y luego, a su compañero: «Ven», y éste vino.
Flotaba, muy flaco, en una gruesa capa de pastor muy
gastada. El cuello le salía del sayal, descarnado como
una trenza de hierro.
–¿Adónde vas? –preguntó el gordo.
–A la ciudad.
–¿Cuánto es?
–Cincuenta céntimos.
–Sube –dijo el gordo.
Se agachó, le separó los faldones de la capa y levantó la pierna del otro hasta el estribo.
–Sube –le dijo–; haz un esfuerzo, viejo.
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La señorita que estaba sentada dentro tardó un poco
en recoger sus cosas y hacer sitio. Tenía una nariz afi11
lada muy blanca y de perfil muy marcado, y sabía que
ésta se veía bajo los polvos de arroz, así que siempre
miraba un poco de soslayo, con una expresión como
enfadada, y por eso el gordo le dijo: «Perdón, señorita». Enfrente, había una señora regordeta y delicada,
envuelta en un abrigo con piel en el cuello y las mangas, y un viajante de comercio que se apretaba contra
la señora y, para tocarle mejor la parte de abajo de los
senos con el codo, puso el pulgar en la sisa de su chaleco.
–Apóyate aquí –dijo el gordo, alzando el hombro.
El otro ladeó la cabeza y la apoyó.
Tenía unos hermosos ojos azules inmóviles como el
agua muerta.
Iban al paso porque era cuesta arriba. El azul de los
ojos acompañaba el paso de los árboles. Sin cesar, como
si quisiera contarlos. Luego atravesaron unos campos
llanos y la ventanilla ya sólo mostraba un cielo de un
gris uniforme. Su mirada se quedó fija como un clavo.
Parecía que fuera a caerse encima de la señora regordeta, pero su mirada la atravesaba, miraba más allá, era
una mirada muy triste, como la de un cordero.
La señora se ciñó el cuello de piel. El viajante de
comercio se tocó la parte delantera del pantalón para
ver si estaba bien abrochado. La señorita tiró de su
falda como si quisiera alargarla.
Su mirada seguía clavada en el mismo lugar. Lo
desgarraba y le hacía pus como una espina.
La señora se enjugó los labios con la piel del guante;
se secó los labios, que brillaban por una fina capa de
saliva. El viajante de comercio volvió a tocarse la pernera, y a continuación estiró el brazo doblado como si
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tuviera un calambre. Trató de mirar al frente, a esa
mirada de agua muerta, pero agachó los ojos y luego
se puso la mano encima del corazón. Su cartera seguía
allí. De todas maneras, la palpó en todo su contorno y
su grosor.
Una sombra invadió el coche; la pequeña ciudad
acogía la avenida de la estación con sus dos brazos de
casas cubiertas de desconchados. Presentaba, por un
lado, una Cámara del Comercio y Jardines y, por otro,
tres colmados que se hacían amargamente la competencia.
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El señor cura vació la pipa en el cuenco de las ofrendas; el cenicero estaba en el reborde del reclinatorio.
Guardó la pipa caliente en el estuche. Le tocaba clasificar por calles y casas los números de Veladas Religiosas
que iba a distribuir a los suscriptores. Le faltaban tres
entregas. Levantó los libros y un número desplegado
de La Cruz. Al final estaban allí, debajo del paquete de
tripas de cerdo que acababa de traerle su hermano.
«Ya no tiene remedio...» Una de las portadas se había
manchado. La inclinó bajo la luz gris de la ventana
para ver si se veía, si, dándola de lado..., si no, bastaba
con dársela, por ejemplo, a la señora Puret, la lamparera: apenas veía, y siempre tenía los dedos manchados de petróleo, así que pensaría que había sido ella.
También había, allí, en el suelo, y dejado también
por Adolphe, un montoncillo de estiércol de cuadra
con la huella de un talón. El señor cura se levantó y,
dando unas pataditas con la punta del zapato, empujó
la porquería hasta la chimenea.
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–Marthe, han llamado.
–¿Qué? –preguntó Marthe, entreabriendo la puerta
de la cocina.
–Han llamado, digo.
La fina tira del delantal de la sirvienta le separaba
los enormes senos del vientre.
–Otra vez. Señor, también, podría usted ir a echar
un vistazo de vez en cuando. Tener que subir y bajar
siempre, yo, con mis piernas..., mi enfisema... Ya verá
usted cómo acabo, al final.
Volvieron a llamar.
–Vaya usted a echar un vistazo. Si no es nada importante, despáchelo abajo. Con este tiempo, si suben me
lo ensucian todo.
La mujer tenía la cara empapada de grasa.
–Ha sido guardando las lonjas de tocino –dijo–. La
despensa está demasiado arriba. Se ha caído una y la
he parado con la mejilla.
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–Voy –gritó el cura por el pasillo.
Luego quitó el cerrojo y abrió la puerta.
–Buenas tardes, señor –dijo el gordo.
El flaco de ojos azules estaba detrás, tiritando en su
abrigo.
–No podemos dar nada –dijo el cura al verlos.
El gordo se quitó el sombrero. El flaco alzó la mano
y le clavó la mirada al cura.
–¿No tendría usted algún trabajillo? –dijo el gordo.
–¿Un trabajillo?
Y el cura pareció reflexionar, pero al mismo tiempo
cerraba la puerta suavemente.
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–Un trabajillo.
Abrió la puerta de par en par.
–Pasen –dijo.
El gordo, que se había vuelto a poner el sombrero,
se lo quitó otra vez de forma precipitada.
–Muchas gracias, señor cura, muchas gracias.
Y se frotó los zapatos en el felpudo, y entró encorvando
un poco el espinazo, a pesar de la altura de la puerta.
El otro no dijo nada, entró, erguido y con los pies
sucios; seguía los gestos del cura con la fría tristeza de
sus ojos azules.
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Se entraba por un pasillo para carros porque en tiempos la rectoría había sido una casa de señores terratenientes. A continuación había un patio cuadrado; del
patio salían las escaleras, que luego subían a grandes
tramos cuadrados, como el patio.
–Espérenme aquí –se acordó de decir el cura al ver
sus pies llenos de barro.
Subió.
El gordo esbozó una sonrisa en silencio.
–Ya lo ves, saldrá bien –dijo–. Con el franco que
hemos gastado...
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–Marthe... –dijo el cura al entrar, y enseguida–:
¿Qué haces ahí?
En la mesa de madera blanca había una sartén caliente y en su interior chisporroteaba la fritura de higado y tripas como flores violetas y tallos de arroz.
–Es picoche –dijo Marthe.
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Y se puso a verter un hilillo de vino espeso con perfume de cepa. La grasa hirviente se calló.
–¿Es para cenar? –preguntó el cura.
–Sí.
–¿Sabes qué he pensado, Marthe? ¿Y si aprovecháramos para hacer arreglar el tubo de la bomba?
–Habría que bajar al pozo –dijo Marthe, que graduaba el hilo de vino.
–Pues sí –dijo el cura.
Ella no dijo nada; luego levantó el gollete con un
golpe seco y puso la sartén en el fuego.
–¿Y va usted a encontrar a alguien que baje? Ya sabe
lo que dijo el fontanero. Que no quería matarse. Es un
pozo viejo, y además, con este tiempo, ¿va usted a encontrar a alguien?...
–Escucha: hay dos hombres, abajo, que piden algo
que hacer. Parecen gente necesitada.
–Entonces hay que aprovechar –dijo Marthe–, porque, ¿sabe usted?, el fontanero no bajará nunca, me lo
dijo. Si están necesitados, hay que aprovechar.
–Se trata de lo siguiente –dijo el cura–. Tenemos
una bomba, y el tubo de plomo estaba enganchando
a la pared del pozo. El gancho o los ganchos se habrán
aflojado. El tubo se ha despegado, por así decirlo, y
serpentea en el vacío. Cuelga de los pernos de arriba
y se podría arrancar de cuajo. De hecho, tengo más
ganchos de ésos. Habría que bajar...
–¿Es profundo el pozo? –preguntó el gordo.
–No –dijo el cura–, no..., sí, en fin, no demasiado,
ya sabe, es un pozo casero: quince o veinte metros
como máximo.
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–¿Está lejos?
–No, está ahí.
El cura se dirigió hacia un lado del patio y el gordo
lo siguió, mientras el otro seguía envuelto en su abrigo.
Había una puerta en la pared y, debajo, un comedero
de piedra vieja repleto de agua. Abrió la puerta, los
goznes chirriaron y dos o tres cáscaras de herrumbre
cayeron sobre las losas.
–Aquí está, ¿ven?
Pareció querer excusarse.
–Como son dos –dijo.
Entonces el gordo miró a su compañero. Seguía
allí, flotando en su holgado abrigo gris. No tenía rostro, salvo los ojos, los ojos azules y fríos, siempre clavados en la sotana negra del cura pero mirando, a través
y más allá, el alma triste del mundo.
Temblaba y tragaba saliva con dificultad, su nuez
subía y bajaba.
–Bueno, señor cura –dijo el gordo–, ya me las arreglaré, solo, pero ya me las arreglaré.
Marthe apareció en el balcón de la galería.
–Señor cura, ya casi es la hora de su clase de música.
En ese preciso momento, llamaron a la puerta. Fue
a abrir: era un muchacho rubio con un bonito gabán
de lana.
–Suba, señor René –dijo el cura–, enseguida me
reuniré con usted.
Volvió a dirigirse hacia los hombres.
–La pared quizás es un poco mala –dijo.
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–Ponte ahí, viejo –dijo el gordo.
Al fondo del patio había una puerta. Detrás se oía
correr y chillar de conejos.
–Ponte allí y siéntate. ¿No tienes frío, demasiado
frío…?
Luego se sentó a su lado y comenzó a desatarse los
zapatos.
–Prefiero hacerlo descalzo. Así me agarro con las
uñas...
Luego se desabotonó el pantalón de estilo húsar y
se lo quitó.
–Las piernas se mueven mejor, y además pesa mucho. Póntelo encima, así estarás abrigado.
La respiración del pozo humeaba en el aire frío del
patio.
–Si necesito algo, gritaré –dijo mientras pasaba por
encima del brocal.
Aún se agarraba con las manos y aún se le veía la
cabeza. Miraba hacia abajo en la oscuridad; se notaba
que estaba tratando de fijar los pies.
–Veo los agujeros, viejo, saldrá bien.
Desapareció.
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Se oía una melodía de armonio: una espiral de notas
ascendentes que se pegaban de tres en tres y arrojaban, al parecer hasta el cielo, el balanceo de una cabeza de serpiente.
La tocaba con bastante habilidad el señor cura y
luego, tras un silencio, las manos entumecidas del señor René.
El día se iba apagando.
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En la galería de madera, allí arriba, en el primer
piso, había una hilera de macetas de cactus y una maceta con una mata de violetas. El hombre miró las
flores. La noche goteaba en el patio como el hilo de
una fuente; al cabo de poco ya no se veían las flores; la
noche subía hasta el segundo piso.
El hombre se irguió. Se acercó al pozo y buscó la
boca a tientas. Se inclinó. Abajo se oía, al parecer, una
especie de carraspeo.
–¡Eh! –gritó.
–¡Eh! –respondió el otro, desde abajo.
Llegó al cabo de un momento, amortiguado por un
colchón de aire.
–Sujétate bien –dijo el hombre.
–Sí –respondió la voz. Luego preguntó–: ¿Y tú, ahí
arriba, estás bien?
El hombre volvió a sentarse en el momento en que
Marthe abría la puerta y aparecía en la galería del
primero, con un farol en la mano.
–¿Podrá ver, así, señor René…? Cierre la puerta.
El chico rubio cerró la puerta. Marthe echó un
vistazo al patio.
–Creo que se han marchado –dijo.
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El gordo caminaba en la oscuridad. Se oían sus pasos
fangosos sobre las losas frías.
–¿Estás ahí? –preguntó.
–Sí.
–Dame los pantalones. Ya está.
–No hace calor –le dijo cuando estuvo vestido de
nuevo.
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La casa estaba completamente silenciosa, salvo por
el chisporroteo de fritura que llegaba del primero.
Llamó:
–Señor cura.
La fritura impedía que se le oyera.
–Señor cura.
–¿Qué? –preguntó Marthe.
–Ya está –dijo el hombre.
–¿Qué? –preguntó Marthe otra vez.
–La bomba.
–¡Ah! Bueno, voy a ver.
Volvió a entrar en la cocina e intentó accionar la
bomba en el fregadero. El agua corría. El señor cura
leía junto a la estufa en el chisporroteo de la fritura.
–Sale agua –le dijo.
El señor cura apenas levantó los ojos.
–Bueno, vaya a pagarles.
–¿Cuánto les doy? Lo han hecho enseguida, a fin de
cuentas.
–... y cierren bien la puerta...
Aunque ella los acompañó, los observó salir, luego
cerró el picaporte con fuerza, pasó el cierre y atrancó
la puerta.
Caía una lluvia tenaz y fría.
Bajo la farola, el hombre gordo abrió la mano. Eran
cincuenta céntimos. Los ojos azules miraban la monedita
y la mano ennegrecida por los rasguños y el barro.
–Te vas a cansar –le dijo–. Para ti, enfermo, soy
como una cadena alrededor de tu cuello. Te vas a cansar. Déjame.
–No –dijo el gordo–. Ven.
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