marta lorente, “división de poderes y contenciosos de la

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MARTA LORENTE, “DIVISIÓN DE PODERES Y CONTENCIOSOS DE LA
ADMINISTRACIÓN: UNA BREVE HISTORIA COMPARADA”. UN BREVE
COMENTARIO
por António Manuel Hespanha
El texto que me compete comentar tiene la impronta personal característica de su autora,
constituyendo, por ello, un buen ejemplo de los caminos recorridos hoy por la mejor historia del
Derecho.
Comienzo por destacar el gran cuidado puesto en la contextualización, textual y
extratextual, de modo que se reduzca al mínimo el error común del anacronismo. Que, en la historia
del Derecho, se materializa en una aceptación familiar de las palabras y de los conceptos, como si
la historia más nos uniese con el pasado de lo que nos separase.
En este caso, se trata de celebrar las revoluciones “liberales” como momentos fundadores
de la separación de poderes y de las incertidumbres que ello provocó en el modo de dar formato al
control jurídico de los actos administrativos. Marta Lorente recuerda bien el modelo sólido de control
jurídico jurisdiccional de toda la actividad de la Corona – actividad real incluida – toda ella sujeta al
control de Parlamentos, Cancillerías o, a nivel más difuso, de los propios tribunales ordinarios. La
historia de la justicia europea está llena de historias, más o menos edificantes, más o menos reales
y habituales, de esta función verificadora de los tribunales, la cual – como muchos historiadores
anglosajones conmemorativamente pretenden – no era específica del Derecho Inglés. La práctica,
sin embargo, ha sido escasamente estudiada; sin embargo, incluso sin salir del universo de los
textos doctrinales, hay buenas razones para suponer que se orientaba en el sentido de un sistema
de control judicial de la actividad de gobierno, aunque siempre sensiblemente matizada por la
circunstancia de los equilibrios políticos contextuales. Tampoco parece arriesgado suponer que, aún
no conociendo la Península Ibérica una teorización del ordenamiento policial, semejante a la
francesa y a la alemana, este “gobierno de los jueces” sufrió una notable erosión en la segunda
mitad del siglo XVIII, en la que el ius politiae, ius publicum, ius oeconomicum, que comienza a
aparecer referido en los mejores manuales consideraba “indecente” 1 (utilizo la expresión de una ley
portuguesa de esa época) a la indagación judicial (por agravios) de la actividad regia y en la que,
por otro lado, el príncipe pasó a considerar, como adentrándose en la esfera de la política, la
ocupación de los altos tribunales con sus “criaturas” 2.
Otra señal inequívoca de calidad del texto es la valorización de aparentes detalles como
señales de emergencia de cortes o continuidades estructurales. Por ejemplo, la valorización de la
continuidad del régimen de la responsabilización personal de los funcionarios como un obstáculo
para la emergencia de un concepto sustancial de “administración”. En honor a la verdad, mientras
que en la línea de Derecho anterior se considerase que la garantía de la jurisdicidad de la
administración se basaba en la represión de las fechorías de los “malos ministros”, fuesen ellos
Para Portugal, Pascoal de Melo Freire, Institutiones iuris civilis Lusitani, Conimbricae, 1798, que dedica todo el capítulo
X, del volumen de Derecho Público, al ius politiae, comprendiendo en él un amplio abanico de materias (26 §§), unas
tradicionales del gobierno local, pero otras propias del gobierno del reino. Al referirse al entonces creado Intendente
General de Policía – honorificentissimum Magistratus –refiere expresamente que está exento de cualesquiera límites
jurisdiccionales, siendo su jurisdicción como la del propio príncipe– quo illius amplissimam, et nullis fere limitibus
circumscriptam jurisdictionem spectant ad eum modum, quem Rex ipse. Fidelissimus declaravit.
2 Como se mostró recientemente para Portugal en la época del Marqués de Pombal: A. M. Hespanha, “A note on two
recent books on the patterns of Portuguese Politics in the 18th century”, e-Journal for Portuguese History, 5.2 (2007).
1
ministros, jueces o funcionarios ejecutivos, no podía surgir clara la idea de que de lo que se trataba
ahora era antes de imponer por imperativo legal todos los poderes del Estado – y que esto era una
consecuencia de la propia idea de soberanía popular – la idea de separación de los poderes.
La invisibilidad de la administración no sería, sin embargo, solamente el producto de la continuidad
de un modelo de control de los agentes del poder. Era, quizás, también un expediente político
intencional estructuralmente paralelo al principio del Antiguo Régimen de que el rey no pecaba, sino
solamente sus (malos) servidores 3, de modo que un nivel del ejecutivo no estuviese sometido al
control judicial. Esto acontecía también en cuanto al control parlamentario, a pesar de que, como
refiere Marta Lorente, la “esfera pública” tenga entendido que las Cortes, el nuevo “Congreso
soberano”, eran las naturales destinatarias de las súplicas que, antes, se dirigían al “príncipe
soberano”. Sin embargo, cuando en las Cortes portuguesas de 1820 aparece – pocos días después
de la apertura de las Cortes – una propuesta de creación de una Comisión de Seguridad Pública, el
diputado Rebelo subraya claramente la necesidad de mantener la independencia y amplia libertad
de acción del poder ejecutivo: “Las Cortes han nombrado una Regencia para ejercer, en nombre de
Su Majestad, el Poder Ejecutivo: han reservado para sí mismas el Poder Legislativo y el de
Suprema Inspección sobre el Poder Ejecutivo: acabando, pues, de dar a la Nación este debido
testimonio de su buena fe, y legítimo uso que hacen de su soberanía, sería ahora desmantelar su
obra y atraer la desconfianza pública, si por ventura creasen una Comisión con facultades e
incumbencia de incluirse en la parte más preciada del Poder Ejecutivo. No es mediante la sanción
de esta Comisión como se puede conseguir esa deseada y necesaria seguridad, sino que lo es sin
prescribir reglamentos bien combinados, y desvinculándose del Gobierno y facilitándole todos los
medios para poder dar cuenta de su objeto”. Después de insistir en la importancia de la unidad de
mando, prosigue: “ [...] Sería asimismo, señores, una medida que induciría una perniciosa
disminución de la importancia, autoridad y crédito del Poder Ejecutivo, al cual ni es lícito sustraer de
su Posición Política y Administrativa, ni sería conveniente practicarlo, aún cuando lo fuese.
Concluyo, pues, que esta Comisión sea rechazada y que, en su lugar, se adopte el principio natural
de ‘desligar las manos’ al Poder Ejecutivo y de suministrarle y facilitarle todos los medios, de los que
precisare, para ser responsable para la suprema inspección de este Augusto Congreso por la
Seguridad Pública y la Nación a llegar a conseguir y gozar” (DCGECNP, nº 6, 1821-02-03, página
27).4. Por último, como entonces se dijo, “la salvación de la Patria constituye la primera ley del
Estado” (DCGECNP, nº 7, 1821-02-05, página 39).
O sea, la invisibilidad de la administración sólo existía cuando se trataba de someterla a algún
control o en virtud del dogma de la separación de poderes o por causa de sobrevivencia del
principio monárquico (prerrogativa real). Pero ya no cuando se trataba de afirmar la otra cara de la
medalla, su libertad de acción e iniciativa. En este plano, ya no era un conglomerado de agentes
indiferenciados, sino un cuerpo dotado de un objeto propio de acción, separado y absoluto en
relación con los demás poderes del Estado y sometido únicamente a un conjunto de leyes
reglamentarias, abstractas y permanentes.
Esta identidad sustancial de la administración era, asimismo, reforzada por la emergencia del
Derecho Administrativo que, entonces, corresponde a la descripción de las nuevas instituciones de
Idea que, además, también se continúa, después de las revoluciones como sustento de la doctrina que retiraba la
calidad de agente administrativo al prevaricador.
4 En sentido semejante, con otro propósito, Dep. Castelo Branco: “En el juramento que hicimos prestar al Poder
Ejecutivo, este último prometió gobernar según las leyes que hiciésemos y con las reformas que juzgásemos
convenientes. En consecuencia de ello, dejamos en sus manos la administración del Tesoro Público y ya no nos
debemos entrometer en ello, sino en facilitarle los medios que juzgamos convenientes para su mejor administración”
(DCGECNP, nº8, 6.2.1821, p. 48.
3
gobierno y administración de la época napoleónica y pos-napoleónica, generalmente referidas por la
doctrina francesa como un instrumento que había restituido a la administración “una virilidad [!] de la
que la asamblea constituyente la había dejado desprovista” (Auguste Vivien, Études administratifs5,
64)6.
La emergencia de una disciplina dogmática propia – el Derecho Administrativo – no podía sino
reforzar, todavía más, esta preeminencia de la administración. “El Derecho Administrativo – puede
leerse en el Libro de actas de la Facultad de Derecho, 1847-1856, cit. Maria de Fátima da Cunha de
Moura Ferreira. La institucionalización del saber jurídico en la Monarquía Constitucional – Facultad
de Derecho de Coimbra, tesis de doctorado de la Universidad de Minho, 2004, I, 174) comprende,
en su ámbito, los intereses más relevantes de la sociedad - como la religión, la instrucción, la
seguridad, la higiene, la propiedad, la agricultura y el comercio - en una palabra, todos las
necesidades públicas más respetables de las sociedad tienen derecho a la protección del Gobierno
y pertenecen, en cierto modo, al Derecho Administrativo. Regulando la acción y la competencia del
Poder Ejecutivo Central, y de todos los poderes locales de la misma naturaleza, y fijando las
atribuciones de sus respectivos consejos”. Años más tarde, José Frederico Laranjo, un eminente
profesor de Derecho de la Universidad de Coimbra, ya a fines del siglo, habría de considerar que
existía, a la larga, un vínculo de continuidad entre el derecho constitucional y el derecho
administrativo, derivando la distinción solamente de la importancia de los intereses afectados por
una y otra de las disciplinas7, justificando el conocido despecho de A. de Tocqueville, cuando se dio
cuenta de que toda su inversión en un ideal de Estado limitado se iba a destruir por la Allure, o
atracción, ejercida por oscuros manualistas del derecho administrativo 8. En estos términos, no es
sorprendente que la creación de un contencioso especial para la administración resulte
institucionalmente débil y restringida, como se parece derivar de la ley que lo crea, en 3.5.1845, que
solamente admitía el recurso de los actos de los consejos de distrito hacia abajo9.
Y, en realidad, esta nueva administración – si bien que reconocidamente distinta de la
demasiado autosuficiente “ciencia de policía” – no dejaba de tener pretensiones de una amplia
autonomía – frente a la justicia, frente a la propia ley y, como si estuviera movida por un complejo de
Edipo, contra el propio ejecutivo y su lógica política. Quien, en Portugal, mejor formula estos deseos
es Justino António de Freitas que publicó su propio compendio en 1857, muchas veces reimpreso10.
En ese compendio enseña que la creación de órganos administrativos separados de los
judiciales había sido decisivo, mientras que aquí, al contrario de lo que acontece en Montesquieu,
5
Paris, Nève, 1833.
Cf. “El derecho administrativo como emergencia de un gobierno activo (c. 1800- c. 1910)”, Revista de historia de las
ideas, Instituto de Historia de las Ideas, Facultad de Letras de la Universidad de Coimbra, 26(2005) 119-159.
7 Principios de derecho político y derecho constitucional portugués (fascículos), França Amado Ed., Coimbra, 1898, cit.,
p. 10 (ahora, en www.fd.unl.pt [Biblioteca Digital).
6
8
L. Mannori, Historia [...], p. 273; “Tocqueville critico di Macarel”, Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico
moderno, tomo 18, 1989, página 607 y siguientes.
9 Cf. Mário Reis Marques, “Sobre la historia de la justicia administrativa en Portugal”, Milán, Giuffrè Editore, 1990,
Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno. Hespanha: Entre derechos, propios y derechos
nacionales, tomo. 2, 1989, páginas 867-883 más resumidamente, A. M. Hespanha, Guiando la mano invisible.
Derechos, ley y Estado en el liberalismo monárquico portugués, Coimbra, Almedina, 2004, página 218 y siguientes.
DEJAR TÍTULOS EN EL ORIGINAL
Justino António de Freitas, Instituições de direito administrativo português, Coimbra, 1857, 1ª ed., 351+64 pp.;
comentário: Augusto Guilherme de Sousa, Ensaio sobre as Instituições de Direito Administrativo Português do
Excelentíssimo Justino António de Freitas, Coimbra, Imprensa da Universidade, 1859; Instituições de direito
administrativo português, Coimbra, 1861, 2ª ed., 351+64 p.; Instituições de direito administrativo português, 1857.
10
esta separación sea valorizada – como ya se sugirió – en cuanto autonomización de la
administración y no en cuanto autonomización de la justicia (“Por primera vez, finalmente, la
administración fue separada de la justicia con la que antes se llegaba a confundir, con manifiesta
ofensa de las prescripciones de la ciencia y grave detrimento del interés de los pueblos” (ibidem,
XIII); tanto más cuando la aparición de instituciones administrativas fuera acompañado de la
creación de un contencioso propio, destinado a juzgar las causas entre éstas y los particulares,
“para dar más vigor y energía a sus deliberaciones” (ibidem, XIV) y que “la independencia de las
autoridades administrativas en relación con las judiciales, se encuentre asegurada por diferentes
medios [...]”11.
Justino de Freitas no ignora, sin embargo, que, una vez instaurados los regímenes
constitucionales, con su preocupación con los derechos, la cuestión que se convertirá en esencial
es la relativa a la compatibilización de la antigua “policía” con “el nuevo orden revolucionario”. “No
se debe confundir la ciencia [la antigua ciencia cameralística, o de policía, o sus prolongaciones
ochocentistas] con el derecho administrativo; aquella indaga, discute y proclama los principios que
pueden asegurar el bienestar y prosperidad de la sociedad, ésta trata de los derechos privados,
teniendo su fuente en las leyes positivas, y proclama las reglas que determinan su aplicación”
(ibidem, 3).
No obstante, se habían hallado los antídotos: esta sujeción de la administración a la ley
tenía que ser modulada por la necesidad de una amplia discrecionalidad de la acción administrativa:
“La ley, destinada para una larga existencia, debe por ello tener un carácter permanente y duradero;
a la administración, sin embargo, corresponde regular la forma, el tiempo y el modo de ejecutarla,
prescribiendo los reglamentos necesarios para tal fin, acompañando las costumbres y las
variaciones sucesivas de los pueblos [...]”. Además, en consonancia con su espíritu más legalista
que el liberal, el único punto común que encuentra “entre la ley y los reglamentos de la
administración […] consiste en la prescripción de reglas y deberes, que todos los ciudadanos tienen
obligación de respetar y de prestar obediencia” (ibidem, 9). O sea, los “derechos originarios” no
estaban expresamente defendidos ni siquiera contra los reglamentos. Sea como fuere – y en esto
se fue distinguiendo del poder judicial – “la administración goza, dentro de ciertos límites, de un
derecho de iniciativa, actúa cuando lo considera útil, prescribe medidas obligatorias para los
ciudadanos, puede disponer para el futuro, tomar decisiones que no le son solicitadas y todas las
medidas de conservación y prevención; el poder judicial, por el contrario, no decide, ni prescribe
nada: juzga, sus decisiones son soberanas [...] todo esto porque ‘el interés público es el que
constituye el dominio propio de la administración y el interés privado el de la justicia’” (ibidem, 10).
La garantía de la autonomía de la administración se extiende incluso en relación con el
poder ejecutivo: “En todas las medidas generales, la administración debe obedecer a la política;
pero, fuera de ello, debe trabajar en su esfera de acción, no para contrariar el poder político, sino
para conservarse en sus condiciones respectivas [de apreciación técnica casuística], cuando se
trata de la ejecución de las leyes [...]”, (ibidem, 12). Si no se trata de un simple tópico de estilo,
realzando el carácter casuístico de la actividad administrativa, se trataría de un afloramiento de la
11 Por el art. 301 del Código Penal, que castiga toda la ingerencia de las autoridades en los asuntos políticos, por el
artículo 356 del Código Administrativo de 1842 que establece que ningún magistrado o funcionario administrativo pueda
ser perturbado en el ejercicio de sus funciones por la autoridad judicial o por cualquier otra; porque pertenece al Consejo
de Estado resolver los conflictos, que se dieren entre la autoridad administrativa y la judicial, Dec. de 16.7.845 y
10.01.1850; y por la prohibición de la autoridad judicial de intentar acción civil o penal contra la autoridad administrativa,
por hechos relativos a sus funciones sin autorización previa del Gobierno (Cod. Adm. 1842, artº. 357) (ibidem, páginas
11-12).
idea de una administración independiente de las fluctuaciones de la política, lo que, hasta cierto
punto, había sido una de las ideas conductoras del Estado de Derecho Alemán, tal como lo había
presentido, por ejemplo, por von Mohl12.
Otro rasgo a destacar en el texto de Marta Lorente es su perspicacia en cuanto al tradicionalismo de
la idea de poder judicial, incluso después de haber sufrido un proceso de funcionalización, como el
que se produce a principios de la década de los años 30, tanto en España como en Portugal (aquí,
en virtud de las reformas “afrancesadas” de Mouzinho da Silveira, de 1832). En Portugal, este
tradicionalismo llega al punto de faltar, en las diversas constituciones de la Monarquía, una
definición sustancial de “Poder Judicial” 13. O sea, nunca allí se dice lo que cabía a este poder. Así,
la “justicia” era lo que había sido en el Antiguo Régimen: algo amplio y omnipresente. Incluso
prescindiendo de lo que ahora el principio de la separación de poderes obligaba a prescindir, a la
justicia cabía mucho más de simplemente “aplicar las leyes”, competencia que, en la constitución
gaditana, se dice exclusiva de la justicia, pero no exhaustiva de la justicia. Y, de hecho, no lo era. A
la justicia cabía aplicar el derecho, en su composición heteróclita, que procedía de tiempos pasados
– derecho patrio, doctrina romanística, principios jurídicos del usus modernus y del jusracionalismo,
derecho de las naciones cultas y civilizadas de Europa, conforme a la formulación que consta de la
Ley de la Buena Razón de 1769 y de la reforma pombalina de las Facultades de Leyes y Cánones
de 1772. Aplicar el derecho, aunque contra las leyes y, en caso límite, contra la constitución. Este
era, en efecto, el objetivo del recurso de revista para el Supremo Tribunal de Justicia, que, según lo
previsto en la Constitución de 1822, mantenía, sin embargo, su antiguo régimen de proveer un
recurso extra ordinem en el caso de sentencias contra el derecho o la injusticia notoria. Lo que, con
este ámbito, bien podía servir, no para salvaguardar las leyes – como acontecía teóricamente en el
régimen de Casación -, si no para invalidarlas por ser contrarias al Derecho o notoriamente
injustas 14, de acuerdo con la opinión que de ello tuviesen los juristas y los tribunales. Por ello, no
admira que, ya en la década de los años 30 del siglo XIX, algún diputado se hubiese referido,
justamente a propósito de esta resistente centralidad de la justicia, en un retorno a la
“desembargocracia” (un neologismo derivado del título de los jueces de los tribunales superiores–
desembargadores).
Así, la debilidad del contencioso administrativo, como el que viene a surgir, en la Península, en la
década de los años 40 del siglo XIX, acaba por ser el producto de dos factores. Por un lado del
reconocimiento de la existencia de un poder originario de la administración, la parte más vigorosa
del Estado, cuyas limitaciones judiciales, e incluso legales sea conveniente limitar. Por otro lado, de
Ahí, el Estado – básicamente, la administración, ocupada por juristas y técnicos – era el punto medio entre el arbitrio
del monarca y el arbitrio democrático.
12
Bases de la Constitución, 1821: El Poder Judicial está en los jueces. Cada uno de estos poderes será
respectivamente regulado de modo que ninguno pueda arrogar para sí mismo las atribuciones del otro, Constitución de
1822- ARTÍCULO 176º — El poder judicial pertenece exclusivamente a los jueces. Ni las Cortes ni el Rey lo podrá
ejercitar en caso alguno; Carta Constitucional de 1826 - Art. 118º - El Poder Judicial es independiente y estará
compuesto por jueces y jurados, los cuales tendrán lugar, tanto en lo civil como en lo penal, en los casos y por el modo
que los códigos determinaren; Constitución de 1838: ARTÍCULO 123º — El Poder Judicial es ejercido por los jueces y
jurados. La Constitución de Cádiz, por el contrario, decía, más al gusto de los tiempos, que “El poder de aplicar las
leyes, en las causas civiles y penales, pertenece exclusivamente a los tribunales” (traducción portuguesa de la época).
14 Cf. A. M. Hespanha, “Derechos, constitución y ley en el constitucionalismo monárquico portugués”, en Themis.
Revista da Faculdade de Direito da UNL, VI.10(2005)7-40; “Un poder un poco más que simbólico. Juristas y
legisladores en lucha por el poder de dictar el derecho” en Ricardo Marcelo Fonseca y Airton C. Leite Seelaender
(coords.), Historia del derecho en perspectiva. Desde el Antiguo Régimen a la modernidad, Curitiba, Juruá, 2008, 143202; “En los orígenes del STJ en Portugal. ¿Gobierno de la Ley o gobierno de los jueces?”, Themis. Revista da
Faculdade de Direito da UNL (se publicará próximamente en Themis).
(aqui falta um “r” en el original)
13
los recelos de que el campo más limitado de competencia de justicia no reconduciese a un gobierno
de jueces, que el pensamiento liberal asociaba todavía a la constitución del Antiguo Régimen.
Sin embargo, y en un plano acaso todavía más decisivo, la limitación de la indagación contenciosa
de la actividad administrativa procedía, sobre todo, del universo restringido de los administrados que
a ella tenían acceso, por razones culturales y económicas. Es evidente que éste es el problema de
toda la justicia en el Estado liberal clásico, una vez abolidas las instancias jurisdiccionales de
proximidad existentes en el sistema político del Antiguo Régimen (aún así, son insatisfactorias a los
ojos de los carentes de justicia). Tal vez existiese tal identidad entre el Estado liberal y el “espacio
público burgués” que entonces, según algunos, explicaría la buena convivencia entre Estado y
sociedad. Pero sería un gran error de valoración reducir los espacios de comunicación jurídica y
política a ese “espacio público burgués” cuando el propio autor del concepto llama la atención a la
existencia de otras esferas de comunicación, en particular la “esfera pública” popular o plebeya.
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