CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios

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CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
JUAN M NAVARRO © 2016
CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
CONJURA DE INFIELES
(una obra original de Juan Mª Navarro Peña)
LIBRO I— REINO DE NECIOS
JUAN M NAVARRO © 2016
CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
Autor maquetación y portada: Juan Mª Navarro Peña © 2016
Todos los derechos reservados.
JUAN M NAVARRO © 2016
CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
AGRADECIMIENTOS
A mis padres, por su apoyo incondicional en todo lo que hago.
Por la paciencia de mi padre en leer estas primeras líneas, con
tiempo y dedicación, dispuesto a dar consejos y ejercer la
necesaria crítica.
A Luis Alberto y Maricarmen, lectores de nivel, y grandes
amigos, por el tiempo invertido en leer el borrador, por su
opinión y su aliento sincero, tan importante para quien se
embarca en un viaje arduo como lo ha sido este.
A Enrique y Vero, por su apoyo y supervisión, en los largos
días y meses de solitud, en los que uno ha encontrado tiempo y
dedicación, para sumirse en el sueño de contar una historia,
como siempre había querido, pero nunca había confirmado.
En general, a todas las personas que alguna vez me han
animado a seguir y completar esta pequeña aventura,
entendiendo que, para ser escritor, solo hace falta una cosa:
voluntad para escribir.
JUAN M NAVARRO © 2016
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PRÓLOGO DEL AUTOR
¿Por qué decide uno escribir una novela histórica, ambientada,
precisamente en el siglo XII?. No hay muchas respuestas al
respecto. La inercia de la vida, el azar, una idea interesante. En
mi caso, hacía tiempo que me interesé sobre el magno evento de
la Batalla de las Navas de Tolosa. Sin duda, fue esta una
contienda como pocas, única en su tiempo, disputada en un
rincón escondido de Sierra Morena, adosado al paso de
Despeñaperros, un caluroso 16 de Julio de 1212.
Circulando por la Autovía A—2, al sur del Parque Natural de
Despeñaperros, hay un desvío a la localidad de Santa Elena.
Desde allí, a pocos minutos en coche, se alcanza la aldea de
Miranda del Rey. Recorriendo sus alrededores, hace algún
tiempo ya, tuve ocasión de reconocer algunos parajes de
toponimia algo recalcitrante: comenzaban en un alto collado
denominado el “Puerto del Rey”; desde allí, faldeaba un largo
barranco, horadado por las intermitentes aguas del “Arroyo del
Rey”; por el que serpenteba una cómoda pista forestal, mientras
dejaba, a mano izquierda, una amplia meseta elevada
denominada “Mesa del Rey”; para arribar, finalmente, a unos
llanos de cultivo, de vuelta en las afueras de la propia Miranda
del Rey. Estos llanos, para no variar, respondían al nombre de
“Suerte de la Mesa del Rey”.
Aquel día, sin saberlo, estuve rememorando un recorrido
similar al que hicieron las huestes cristianas del norte
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peninsular, prestos a participar de una de las batallas más
relevantes y cruciales de la historia. En el caso particular de
España, más que crucial, definitiva. Hay un baile de cifras, sin
embargo, entre 20.000 a 35.000 efectivos combatieron al pie de
aquellos cerros, cristianos contra sarracenos. Los cristianos, por
cierto, serían superados en número, hasta casi el doble. Los
musulmanes, por su parte, aguardaban agazapados en su
territorio, sobrepasando en medios a su oponente, descansados,
mientras un ejército despendolado de cristianos, con muchas
jornadas de camino en sus escarpines, un par amagos de
abandono, y una moral quebradiza, afrontaban un trance
decisivo para los reinos píos de la península.
Tal y como he resumido, muchos lugares en aquella zona tienen
sobrepuesto en su denominación una suerte de genitivo
particular: “del Rey”. Cierto es, pero, ¿de qué rey hablamos?.
No deberíamos hablar de uno, sino de tres: Alfonso VIII de
Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra. Fue el
castellano el catalizador de todo, pero fue el Aragonés un aliado
fiel e imprescindible y, por último, fue el Navarro un gigante
que, tal vez, pudo tener el mérito de romper el cerco defensivo
del Califa, hecho trascendental en la batalla.
Sea como fuere, aquella contienda, desarrollada en tan
recóndito y singular contexto, no fue cualquiera cosa. Por
número de combatientes, méritos, valentía y circunstancias
heroicas, es un hecho que ha de figurar en los anales, que se
merece una piedra, bien gruesa, más que un hito, en la
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desmemoria con que a menudo despreciamos nuestra historia y
la épica de los antepasados que nos precedieron.
Investigando sobre tan interesante acontecimiento, un reguero
de información, acerca de hechos trascendentales, inundaron
mis baldíos conocimientos de aquella época pretérita. Tantos,
que constituían, en sí mismos, apuntalados en la celebérrima
batalla de las Navas, una interesante materia de la que hablar:
el surgimiento del arte gótico; la culminación de la Reforma
Gregoriana; la creación y destrucción brutal de la herejía cátara
en el Mediodía francés, cuyos vizcondados, por cierto, se
declaraban vasallos del Reino de Aragón; las Cruzadas, no solo
las de Oriente, pues la guerra en “las Españas,” así fue tildada,
mediante bula papal; la consolidaciónde de la Iglesia Católica
Apostólica Romana, tal y como la conocemos hoy; las primeras
cortes (de las Cortes de Carrión, en 1188, a las Cortes Generales
de León, en 1202, nunca antes vistas en los reinos cristianos), el
germen del parlamentarismo y la democracia participativa que
hoy disfrutamos en Occidente; el fenómeno trovadoresco, la
difusión de la cultura por toda Europa, frente al oscurantismo
de los siglos precedentes; la creación de las primeras
universidades y centros de conocimiento, en particular, en
España, en los Estudios Generales de Palencia.
El viejo continente se sacudió de un golpe la era oscura, los
siglos baldíos que mediaron entre la caída del imperio romano
y la consolidación de los reinos europeos; en el entretiempo, la
gloriosa dinastía Omeya, y sus muchos méritos, frente a la
torpeza inane de los reyes Visigodos. Posteriormente, se
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desdibujaría en el formidable imperio de la dinastía abásida,
heredero de los Omeyas, que se vería relegado a Oriente Medio,
dejando paso, en el Magreb, a sectas bereberes que, con fiereza,
sometían la península ibérica.
España dejaba atrás el dominio religioso de los “bárbaros”
Godos, en cuyas manos delegó Roma el cuidado de la fe en
estas tierras. La reforma cluniacense vino desde Francia para
aclarar los entresijos espirituales de una Reconquista que no
acababa de llegar, pero que, sin embargo, estaba
periódicamente arreada por héroes de acero y blasón, como son
el popular Cid Campeador y su espada Tizona, o Rolando y su
hoja Durandarte. Los ingredientes, estaban sobre la mesa; sin
embargo, para amalgamarlos, hacían falta dos cosas: un rey que
los liderase y una fe para aglutinarlos. Ricoshombres no
faltaron, y se alzaron los reyes de entre los condes, peleados,
como mortales, a menudo, entre ellos mismos. Fue la fe, en ese
caso, irradiada desde Cluny, la que consolidó la correosa llama
de la Reconquista. Fue la fe, catalizada, catapultada y
cohesionada desde Roma por los Papas, la que, en última
instancia, abalanzó a unos cuantos miles de cristianos locos a
las faldas de Sierra Morena, a vencer una batalla perdida de
antemano, mediando una coalición endeble, para dar un giro
definitivo a la historia.
Dicho lo cual, volvemos a formularnos la misma pregunta de
nuevo: ¿Por qué decide uno escribir una novela histórica,
ambientada en el siglo XII?...
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La respuesta, para mí, es sencilla: ¿Y por qué no?.
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(UNA AYUDITA PARA DESMEMORIADOS)
LAS ESPAÑAS A FINALES DEL SIGLO XII
ATLAS DE REINOS LUGARES Y POBLACIONES DE
INTERÉS
(Fuente: elaboración propia)
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INDICE DE CONTENIDOS
CAPÍTULO I.
UNA LEVE HISTORIA DE AMOR
12
CAPÍTULO II.
UN BASTARDO PROMETEDOR
51
CAPÍTULO III.
DOS AMAPOLAS EN UN TRIGAL
88
CAPÍTULO IV.
EL JUICIO DE UN INOCENTE
114
CAPÍTULO V.
EL PRELUDIO A LA TRAGEDIA
175
CAPÍTULO VI.
A LA GUERRA
210
CAPÍTULO VII.
UN BASTIÓN LEJANO
243
CAPÍTULO VIII.
LA HERIDA DE ALARCOS
268
CAPÍTULO IX.
CASTILLA EN EL ALERO
294
CAPÍTULO X.
DE LARAS, ET DE HAROS, ET DE CASTROS
315
CAPÍTULO XI.
LA TRISTE COMITIVA
355
CAPÍTULO XII.
EL ENEMIGO A LAS PUERTAS
375
CAPÍTULO XIII.
DON PEDRO FERNÁNDEZ DE CASTRO, DE NOME
“EL CASTELLANO”
398
CAPÍTULO XIV.
EL DÍA QUE ARDIÓ EL CIELO
436
CAPÍTULO XV.
LA NOCHE QUE TODO CAMBIÓ
455
CAPÍTULO XVI.
CALATRAVA EN LLAMAS
512
CAPÍTULO XVII.
UN RETORNO AMARGO
536
CAPÍTULO XVIII.
LA FURIA DEL REY DE LEÓN
560
CAPÍTULO XIX.
LAS MIL Y UNA NOCHES
589
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CAPÍTULO I. UNA LEVE HISTORIA DE AMOR
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Don Pedro García de Lerma, era un conde de vieja alcurnia y
rancio abolengo, proveniente de la Castilla vieja del siglo XII.
Avanzaba con su séquito, distraído por los vientos y las tibias
lluvias de aquel mes anodino de abril del año de nuestro señor
Jesucristo de 1195. En su cabeza había varias preocupaciones, la
principal, sin duda, era un ejército desproporcionado de
musulmanes, procedentes del imperio almohade, que se
aprestaban a asaltar el Reino de Castilla. Se dirigía este noble a
Toledo, junto a sus correligionarios, como tantos otros señores,
con la intención de participar en la organización de las huestes
con las que el que Rey de Castilla, don Alfonso VIII, apodado
“el noble”, había de dar la réplica a los sarracenos.
Sin embargo, antes de llegarse a su lugar de destino, don Pedro
se desviaba hacia una población, sita a escasas leguas del
mismo Toledo, llamada la Aceca. En aquellos tiempos, la Aceca
estaba bajo la regencia y propiedad de la orden religioso—
militar de Calatrava, habiéndose constituído una comendadura
para enseñorear aquellos predios. Aquel noble había recibido
una carta del mismo comendador en persona, que no era otro
que el señor y regidor de aquellas tierras de Dios, además de
ardiente defensor de la Cruz, en su condición de freire
calatravo, de nombre don García Ordóñez de Valdelabuena. En
su misiva, el comendador Ordóñez transmitía una singular
petición al ricohombre don Pedro García:
“… estimado don Pedro García de Lerma. Me permito escribiros, a fin
de poner en vuestro conocimiento los notables avances de vuestro
estimado Fernán García, quien se muestra prolijo en escribanías,
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lecturas et traducciones. No en vano, ha entrado a formar parte de la
incipiente escuela de traductores que se está conformando en Toledo,
mostrando un notable intelecto, además de una soltura simpar, como
para poder acometer grandes empresas en el devenir de los
acontecimientos de esta, nuestra convulsa Castilla. Así mismo, ha
atendido con seriedad y firmeza su formación guerrera, y me consta
que está ya capacitado para participar de la defensa del reino, de Dios,
de la Cristiandad y de los fonsados y levas del rey. Yo mismo me
presto a tutelar sus avances, en la creencia de que ya es capaz de forjar
su destino y de asumir una vida adulta. Tal es así, que opta a desposar
con la hija de un notable físico y prohombre de la comunidad Sefarad
de Toledo, de nombre Hayyim Alfacar, ligado al relevante linaje de los
Alfacar de Granada, notables servidores de los intereses de nuestro
amado rey Alfonso. La dama es una meritoria moza, hermosa como
pocas: sana, aventajada y virtuosa, ya sea en su conducta intachable,
como en sus modos y conocimientos.
Por todos aquellos motivos, et algunos otros más, me está a bien
solicitaros, en virtud del cariño et la devoción, que me consta siempre
habéis mantenido por este muchacho, que seáis vos, como aventajado
del rey, caballero castellano y señor de alcurnia, quien promueva el
espaldarazo, et habilitéis como caballero, al muy noble et muy digno
Fernán García, en el servicio a Dios, así como el vasallaje al muy
noble rey don Alfonso…”
Don Pedro García de Lerma, estaba bien situado entre la
nobleza de aquella Castilla. Optaba a ser Mayordomo Real,
probablemente la más alta dignidad dentro de las cortes
cristianas peninsulares. No sería de inmediato, pues el puesto
estaba ocupado, sin embargo, la vacante podía surgir más
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pronto que tarde. No en vano, pertenecía a la prosapia de los
Lara, la familia noble más influente y poderosa que había en las
Españas de aquellos tiempos. Sin duda, se encontrarían entre
las élites peninsulares, por miembros, títulos y posesiones. El
linaje de los Lara estaba imbricado con la corona de Castilla,
pudiéramos decir, del mismo modo que una madreselva
abrazada y se enredada a un viejo roble… hasta estrangularlo.
No obstante a lo cual, Don Pedro García de Lerma, no se
hallaba entre sus más fieros y poderosos representantes. Sea
como fuera, sí disponía del título y de la influencia suficientes
como para armar caballero a un joven muchacho, tal cual era el
citado Fernán García, objeto de tan peculiar epístola.
Y es que aquel muchacho, de nombre Fernán García, no
suscribía, aparentemente, más méritos que sus propias
virtudes, además del hecho de ser vasallo predilecto del
comendador calatravo de la Aceca. Por lo tanto, ¿quién era
aquel mozo?. Por otra parte, ¿por qué un noble caballero, don
Pedro García de Lerma, de alto linaje y valía, se desviaba de sus
obligaciones y premuras en Toledo, para atender, tan
solícitamente, la llamada del comendador calatravo de la
dizque población de la Aceca, en favor de este mismo joven?.
Tal vez debamos contar su historia desde el principio, pues
aquel Fernán estaba por participar de algunos de los
acontecimientos más extraordinarios y relevantes de aquella
época y de aquellos reinos, de cristianos locos, y de sarracenos
en guerra. Todo ello, para mayor gloria de Castilla, todo ello,
para mayor desgracia, del propio Fernán.
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Volviendo atrás en el tiempo, corría el año de nuestro señor
Jesucristo de 1177, y nuestro noble don Pedro García de Lerma
andaba enfrascado en una particular aventura amorosa; aquello
sucedía lejos de las frías tierras Burgalesas que le vieron nacer
en la villa de Aza. Preso de una endemoniada fijación por una
mujer, a la sazón, prima lejana del mismo, y esposa, como lo
era, de un joven noble con prosapia Toledana, encimó a la joven
esposa, contraviniendo las leyes de Dios, e induciendo al
adulterio. El fogoso amante: don Pedro García, no pudo
refrenar sus bajas pasiones y folgó, en ciertas ocasiones, con
aquella joven esposa, y prima lejana, a espaldas de su legítimo
marido.
Aprovechaba sus estancias en Toledo, al servicio de los
caudales, intereses y repositorios de la corona en aquellas
tierras, para dar rienda suelta a sus galanterías y consumar
afectos por la joven esposa, de nombre Isabel Fáñez. En el
camino de la lujuria desatada entre ambos, dejó don Pedro
García su semilla. Mientras don Pedro García dejaba preñada a
su querida Isabel, el esposo vituperado de la interfecta, amigo
de la infancia del propio don Pedro García, estaba ausente de su
coyunda, atendiendo a la llamada del fonsado de don Alfonso
VIII de Castilla, con el objetivo de poner sitio a Cuenca, de la
mano de algunos villanos y menuda caballería; todo lo cual
acaeció desde calendas de enero del citado año del nuestro de
señor Jesucristo de 1177, hasta el mes de septiempre de aquel
mismo año, momento en el cual se quebró la resistencia mora,
dando fin al largo asedio.
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A su glorioso retorno a casa, el joven y afrentado noble, además
de marido legítimo, comprobó ciertos malestares, así como un
notorio engorde, en la persona de su esposa. En enero del año
siguiente, el embarazo era notable. Así es que fue mandado
llamar a casa del joven matrimonio un prometedor médico
judío, huido de la represión almohade en Granada, de nombre
Hayyim Al-Fakhar; el galeno diagnosticó fácilmente el
embarazo, informando discretamente al vituperado marido del
avance de la gestación en casi cinco meses de su esposa. Ante
estas evidencias, consideró aquel joven noble que la
intervención del Espíritu Santo no debió influir en aquella
concepción, de la que era seguro que él mismo, a su vez,
tampoco había participado. Indigando, el joven noble repudió a
su mujer, y la arrojó a la calle. Viose de este modo la pobre
Isabel Fáñez, abandonada a su suerte en Toledo, despojada de
señorío, además de señalada y marcada por todos.
Consiguió dar noticia a su familia de tan notoria desgracia, que
lo puso en conocimiento, a su vez, del adúltero don Pedro
García de Lerma. Al saber de la desventurada situación de su
prima y amante, el ahora señor “de Lerma”, acudió raudo a
rescatarla, pues andaba distraído, últimamente, en asuntos de
la corte en el corazón de la Castiella Viella, como así llamaban a
las tierras entre Rioja y Burgos. No tardó don Pedro García en
presentarse en cierto hospicio benedictino, donde habían
acogido, afortunadamente, a la desamparada mujer.
Don Pedro García de Lerma tenía cierta amistad entonces con el
magnate Palentino, y por ende, de la vieja Castilla, don Rodrigo
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Gutiérrez Girón, a la sazón, Mayordomo Mayor del Rey en
aquellos tiempos. El palentino ejercía su señorío, por
intercesión real, en la villa de Moceisón, a escasas dos leguas al
este del Toledo; aquel don Rodrigo resolvió entonces asistir a su
amigo, el de Lerma, procurando un alojamiento a Isabel Fáñez
en una casa solariega. Mientras don Pedro García de Lerma
meditaba qué hacer con ambos, madre e hijo, Isabel dio a luz a
un hermoso varón a los pocos días de su rescate. Dedidió don
Pedro llamar al pequeño como a su abuelo: Fernán, Fernán
García. A su vez, Don Pedro se sintió conmovido por la
hermosura y dignidad de su hijo, pese a su condición de
ilegítimo, por lo que decidió hacerse cargo del mismo. Sin
embargo, un hijo bastardo era una mácula discutible para un
señor noble que pretendía optar a la curia. Las nuevas reglas
del gobierno en los reinos cristianos importaban las virtudes de
los caballeros de las crónicas y de los cantares de gesta. El
sacramento del matrimonio era un obstáculo insalvable para
que don Pedro García de Lerma reconociese a su hijo Fernán
como propio. Optó por poner su formación y cuidado nada más
y nada menos que a cargo de la orden religioso—militar de
Calatrava. No encontró ninguna razón en particular para obrar
de esta manera don Pedro, más allá de que eran los propios
calatravos, quienes regentaban aquellas tierras alrededor de
Moceisón, juntamente con su amigo, el magnate palentino.
De otra parte, para su amada Isabel, dispuso traerla de vuelta a
sus tierras en Castilla Vieja, intercediendo ante el abad de San
Pedro de Arlanza, en Cuevarruvias, para que ingresara en el
Convento de San Mamés de Hura, en el corazón de tierras
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burgalesas. De esta manera, pudo mantener cercana a su
hermosa amante y prima, quien también ejercía de confidente
para él.
Por su parte, Isabel Fáñez se resignó a ver los días pasar entre
los muros del convento, sepultada bajo las altas paredes de
conglomerado que dibujaba el cañón de las Matas Viejas, entre
alisos, choperas y sabinas; helados los inviernos, grises los
otoños, mohínas las primaveras, umbrosos los veranos. Sumida
en la contemplación y el rezo, Isabel Fáñez miraba con una
tristeza cada vez más opaca al azul de sus ojos, cómo su
juventud y el abolengo que deseaba haber creado se inmolaban
en la persona de un hijo ilegítimo y las caricias de un pariente
lejano, aunque muy dedicado. Rumiaba su tragedia personal
día tras día, entre los sillares del convento, donde apenas se
llevaban a cabo actividades más allá que la contemplación y la
oración. La ausencia de labores manuales, que eran realizadas
por los campesinos de la villa, unido a la naturaleza tranquila
de aquellos parajes, dieron rienda suelta a los pensamientos y
las angustias más terribles en la mente de la joven, que no
encontraba en la consagración a Dios el sentido de una vida que
le había sido arrebatada.
Barajó la hipótesis del suicidio, sin embargo, el escaso calado
del río de las Matas Viejas, unido al miedo al purgatorio, al
mismo infierno en realidad, le hicieron desistir, hecho este que
ahondó, aún más, en su desesperación. Por otro lado, las visitas
de su amante eran frecuentes, pues este acudía muchas noches
desde Cuevarruvias a la aldea para arrimarse y folgar. Mas el
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tiempo pasaba, su vientre parecía no estar dispuesto a dar más
frutos, lo que tal vez hubiera precipitado su salida de aquel
oscuro convento. Por eso se entregaba con ahínco y pasión a su
amante, satisfizo todos sus deseos, sin conseguir, de sus
contumaces consumaciones, nada más que una abnegada
devoción de su amante don Pedro García. Los duros inviernos
hacían mella en la joven y hermosa Isabel; cada hora era un día,
cada día, una semana, cada año, eran cien más. La tersura de su
piel y la voluptuosidad de su cuerpo no cedían al tiempo, ni al
frío húmedo de aquellos lares; sin embargo, tras casi dos
décadas de enclaustramiento, el corazón de aquella mujer se
había helado, petrificado, más bien. Se alimentaba del calor de
don Pedro García… no solo de eso, puesto que su joven hijo,
nuestro joven Fernán García, había empezado a escribirle cartas
a su madre a la edad de once años.
En efecto, translúcida ya el alma de la monja extoledana, mustia
de sentimientos y sensaciones, recibió una tibia mañana de
primavera de 1188, de la mano de su amante don Pedro García
de Lerma, una breve carta escrita por un joven que firmaba
como “Fernán García, hijo de Isabel Fáñez”. De a poco no dio
un vuelco el corazón de la pobre mujer, cercana a convertirse en
una imagen embozada en los frescos del transepto monástico.
Pareció volver a circular la sangre por su cuerpo, el rosado
tornó a sus mejillas, la expresión agostada y cansina esbozó una
leve sonrisa, y el candor de la soleada mañana en que tuvo
noticias de su vástago, doró notables desvelos sobre la
persistente melancolía de la monja Isabel.
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Entonces, ¿cuál fue la suerte de aquel recién nacido, llamado
Fernán García, hijo ilegítimo de don Pedro García de Lerma y
de Isabel Fáñez?. ¿Cómo terminó Fernán García escribiendo
cartas a su madre, largo tiempo enclaustrada en un convento,
años después de su nacimiento?. Lo cierto es que el pobre
Fernán pasó bastantes penurias antes de llegar a escribir la
primera carta a su madre Isabel. Tal y como ya se expuso, el
noble don Pedro García de Lerma había optado, en tiempos,
por entregar a su pequeño hijo ilegítimo, Fernán, al cargo de los
freires calatravos que poblaban las tierras cercanas a la aldea de
Moceisón. En concreto, los calatravos regentaban una
comendadura cerca de dicha aldea: la Comendadura de la
Aceca. Aquella comendadura, no era sino que un conjunto de
propiedades y heredades regentadas por la orden, a modo de
dueños y señores de la misma. Se constituía, para ello, un cargo,
el de comendador; un alto rango dentro de la propia orden,
destinado a ejercer el señorío y propiedad en las comendaduras
que, como en el caso de la Aceca, eran generosas y abundantes
propiedades.
En los tiempos en los que aconteció el nacimiento de nuestro
Fernán García, era comendador de la Aceca un talludo freire de
nombre Martín Pérez. Intercedió ante el comendador, don
Martín Pérez, el mismo don Rodrigo Gutiérrez Girón en
persona, como amigo que era de don Pedro García de Lerma.
Acordaron las partes que la orden, desde la comendadura de la
Aceca, se haría cargo de la educación, manutención y
adiestramiento del joven Fernán, a cambio de una pensión
anual de cinco doblas de oro. Llegados a este punto, y sin
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desearse mayores complicaciones para sí mismo don Pedro,
decidió este desentenderse de todo lo demás, depositando toda
su confianza en el buen criterio del comendador Martín Pérez.
La primera decisión del comendador Martín Pérez, como tutor
del pequeño Fernán García, fue poner al joven durante un
tiempo bajo la tutela de una nodriza, que pudiera amamantar y
dar los debidos cuidados al pequeño. Se eligió, con mal tino, a
una gruesa y apechugada señora casada con un collazo —o
campesino— de tantos que servían y se ganaban el pan
trabajando aquellas tierras. La nodriza prestaba poca atención
al bebé, más allá de darle el pecho a la vez que a los cachorros
de su propia camada, motivo por el que el pequeño bastardo no
recibía el calor de una madre ni sus caricias. Pasaba las horas
abandonado en un pesebre de paja, mientras, acalorado en
verano y mal cubierto en invierno, el tiempo transcurría en la
más absoluta soledad y ausencia de amor. El pobre crío se
defecaba y orinaba encima, siendo aseado solo cuando la señora
acudía a darle el pecho, por lo que padeció severas irritaciones
en las nalgas y unos pruritos notables; en más de una ocasión
cayose de su lecho de paja, situado a media vara del suelo,
golpeándose en la cabeza en el intento, quedando así tendido
en el suelo frío y mugriento; en una de estas ocasiones, perdió
la consciencia, una helada mañana de invierno. Se despertó
entumecido y helado, presa de una temblequera terrible. Para
cuando llegó la señora, que no tenía la costumbre de acudir a
sus llantos, aprovechó para darle una azotaina, antes que nada,
por su mala conducta, reincidente, sin duda, en eso de
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arrojarse, una y otra vez, de aquel pesebre del demonio en el
que había sido abandonado desde sus primeros días de vida.
La jugada no salió mal dado que, al ver el estado febril en que
se hallaba sumido, la madrastra se asustó terriblemente, dado
que si el pequeño fallecía, algo probable, dadas las
circunstancias, el comendador calatravo y señor sobre aquellas
tierras seguramente les expulsara de su vasallaje, perdiendo la
hacienda y el sustento. Fue así que la señora le acogió a su vera,
envuelto en una gruesa manta de paño, durante una semana
entera, sentada junto al hogar, saciando su apetito,
manteniéndole límpido y caliente.
El niño estuvo gravemente enfermo, una mañana apareció
lívido, había dormido como todas esas noches en el jergón del
matrimonio, impidiendo la coyunda, dicho sea de paso, si bien
no todas las noches, al patriarca de la familia. En efecto, el bebé
amaneció lívido e inmóvil. El matrimonio se agitó al no poder
notarle la respiración. La señora, que se había encontrado
alguna vez en esta tesitura con alguno de sus hijos, intentó, a la
desesperada, frotar el pecho del pequeño junto al calor del
fuego con un ungüento balsámico que le había preparado una
partera que vivía por la zona. Desesperados, tras más de una
hora de friegas sin respuesta del pequeño, entre gritos y
maldiciones, que no son menester reproducir en estas líneas, el
niño comenzó a gemir levemente, de manera inesperada. Tal
era la condición del pequeño, que a pesar de su frágil
apariencia y denostamiento, parecía estar dotado de una
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notable resiliencia. Sea como fuera, la casa entera respiró
aliviada.
A partir de entonces, la señora puso algo más de atención al
crío, sin que eso supusiera mayores muestras de amor o cariño.
Simplemente, la señora acostumbraba a asomarse con
frecuencia junto al pesebre. A cambio, decidieron atar las
manitas del niño a su lecho, para prevenir más aventuras del
tipo de la sufrida anteriormente. Este hecho no pasó por alto al
comendador, que cada pocas semanas pasaba por la aldea para
revisar las heredades y las rentas, entre las cuales estaba este
pequeñín. Al preguntar por las marcas de las muñecas, casi en
carne viva, respondía el matrimonio de labriegos que el niño
andaba endemoniado y se autolesionaba gravemente.
El propio comendador no receló del testimonio de los
atolondrados collazos. Temiendo por el alma del pequeño y,
ante la posibilidad de una manifestación demoníaca, más que
por el martirio en vida al que estaban sometiendo al niño, buscó
ayuda clerical, hallándola, obviamente, dentro de la orden. En
los meses sucesivos, diversos abades y clérigos adscritos a la
misma visitaron la casa de los padres adoptivos, venidos de
Zorita, Maqueda, Cogolludo, Sigüenza y Toledo. El
comendador no reparaba en atenciones espirituales al niño, que
entre visitaciones y exorcismos, seguía sumido en la soledad, la
desatención y las sempiternas marcas de ligaduras en sus
manos. El infortunio era tal, que al apreciar las yagas en las
muñecas del retoño, los clérigos visitantes y exorcizantes
ahondaban más en la casuística demoníaca, mencionando
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purgas, estigmas
sobrenaturales.
sagrados,
posesiones
y
otros
casos
Realizaron todo tipo de bizarros rituales para purificar el alma
del bebé. En cierta ocasión, pasó a visitarles un monje
benedictino, a petición del abad de San Clemente, en la
Alcarria, un hombre enjuto y pequeño, vivaz y despierto. Los
Benedictinos tenían fama por su estricta observancia de las
sagradas escrituras, así como del misticismo teológico, siendo
perfectos conocedores e interpretadores de los caminos que
traza Dios nuestro Señor. El susodicho monje, dentro de su
profundo conocimiento de los misterios fecundos de la
sacristía, de los códices de la cristiandad y del mensaje de
Cristo, llegóse a la aldea, revisó al pequeño, para concluir,
simplemente: ‹‹…soltad las ligaduras del pequeño, y sanarán
después de un tiempo; dejad a Dios y al demonio fuera desta
balsamía…››. Después de aquello, se marchó de vuelta su
monasterio, de donde en realidad, no gustaba salir para nada.
Nadie hizo caso de sus instrucciones.
La naturaleza tranquila y serena del pequeño le mantenía en
silencio, desde siempre, era rara la ocasión en la que se le oía
llorar. Soportaba las penurias y la soledad con estoicidad
sorprendente. Tal vez era la forma de manifestar una temprana
infancia yerma y asolada, carente de estímulos positivos,
regado de torpezas, necedades y supersticiones. Realmente,
aquellos labriegos no eran malvados, simplemente, eran unos
pobres diablos ignorantes, que intentaban salir adelante cada
día, y no sacaban nada más en claro de sus vidas. Las tierras
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toledanas de la Sagra son duras y de extremos, de rigor e
infecundidad, más allá de las riveras del Tajo; ardientes en el
verano y heladas en invierno. Por todo ello, aquellos pobres
collazos, al servicio de la encomienda de la Aceca, bastante
tenían con asegurar la cosecha de trigo del año siguiente, como
para atender las necesidades de un cargo impuesto por el señor
de sus tierras y es que, la verdad sea dicha: ¿a quién le
importaba un bastardillo más en este mundo?.
Por cinco doblas anuales, a alguien le debía importar, sin duda;
y así es que cada año acudía a entregar las rentas debidas don
Pedro García de Lerma en persona, momento que aprovechaba
para revisar el buen hacer de los servicios por los que tan
generosamente pagaba. De la mano del comendador don
Martín Pérez el niño era trasladado al castillo y ungido para la
ocasión, a fin de dar fe del buen estado de las cosas. Tras unos
guiños y gestos de cariño hacia su hijo, don Pedro García hacía
entrega de las cinco doblas del ala, siendo invitado acto seguido
a una opípara comida, lo que entraba en contradicción con el
férreo voto de humildad y la regla Cisterciense que regía ya los
avatares de la Orden de Calatrava. Al final de la jornada, el
pequeño recibía una última salutación por parte de su padre,
quien partía hacia Toledo a satisfacer otras empresas, mientras
el niño quedaba trastocado por la presencia de ese señor
galante y bien plantado que decía ser su padre, por no
mencionar las cosas buenas que sucedían cuando, una vez al
año, este mismo señor se aparecía por allí. Después de la
jornada anual de asueto y de pago de gabelas, el pequeño era
enviado de vuelta al chozo donde habitaba su nodriza, quien
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seguiría dando el pecho al crío junto a tres mozalbetes más,
unos más pequeños y otros más mayores. Se le desprendía de
sus nobles paños de seda, empleados en el ardid y en la
escenografía montada para don Pedro García de Lerma; a
continuación eran transferidos oportunamente a alguno de sus
hermanastros o compañeros de camada, si no vendidos en
Toledo, en alguna alquería de ricos tejidos, de donde volvería a
ser readquirida al año siguiente, tal vez, para repetir de nuevo
el teatro del patrocinio, por llamarlo de alguna manera. La
única condición que impuso don Martín Pérez a la familia de
campesinos fue que no hicieran trabajar al niño en los oficios de
la casa ni el campo. Sin embargo, no especificó en ningún
momento indicación alguna relativa a los afectos, educación o
simple compasión hacia la persona del pequeño, por lo que los
collazos no prestaron mayor atención a este hecho nunca.
Así llegó Fernán García, a su cuarto año de edad, silencioso,
inmutable, aislado. Hacía algún tiempo que los desvaríos sobre
la supuesta posesión demoníaca del pequeño habían
terminado. No así las ligaduras, que el propio comendador
Martín Pérez había dictado mantener “indefinidamente”, ante
el riesgo de que la condición de posesión maligna pudiera
volver a manifestarse. El pobre niño se había habituado a su
condición de presidiario y asumía las ataduras, de las que era
liberado durante el día, para que se moviera un poco y
jugueteara en la soledad de aquella habitación. Sus
hermanastros tildaban al pobre Fernán de “pasmado” o
“idiota”, repartiendo adulaciones de estas a diestro y siniestro a
lo largo del día. Sobre todo por la noche, y dependiendo del
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humor de la señora, volvía a ser atado y encajado en su pesebre,
del que empezaban a sobresalir sus piececitos y sus manos.
Fernán procuraba no dañarse más con ellas, o hacerlo lo menos
posible, no tanto por el dolor que le provocaran, antes bien,
para espantar la posibilidad de que quisieran reconocer en él
nuevos estigmas en las muñecas. De ser así, probablemente,
acudirían nuevas visitas, a renovar las actuaciones exorcizantes,
y las jornadas de honda y delirante religiosidad que tenía que
soportar cada vez que algún miembro secular se acercaba a la
morada de los labriegos, a requerimiento del comendador
calatravo.
A la tierna edad de cuatro años, el infante Fernán García
alcanzaba a comprender y a asociar conceptos, de manera
vívida y preclara. Se adaptaba a la situación y a su suerte,
percibía lo que le sucedía, y empezaba a impregnarse de
recuerdos. El trago que estaba pasando iba, poco a poco,
dibujando un fresco de memorias en las paredes de su alma, un
padre anualizado, un tutor evangelizador, una madre
impostada, unas cuerdas de esparto anudadas… curiosamente,
lo verdaderamente duro para el crío, causa de su mayor
desazón, era, precisamente, su madre impostada. Alcanzaba a
comprender que no era su madre auténtica quien lo cuidaba,
igual que sí lo era de sus hermanastros, que alguna ley o causa
regulaba la existencia de una madre o un padre y que estos se
manifestaban a su antojo, como así sucedía con su padre, una
vez al año. El imaginario de Fernado García era una amalgama
de horas de pensamientos entre cuatro paredes, una notoria
carga de religión cristiana y una nostalgia mal encauzada,
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mohína y persistente. La necesidad y el motor de existencia del
niño era evidenciar la existencia de su madre, aunque solo fuera
anualmente, como así sucedía con su padre.
Ese fue mal año de cosechas, llegando a notarse cierta
hambruna, los pechos de la señora se secaron y no daban
apenas para los mozos a su cargo. Hubo que tirar un poco más
del pan y lo cierto, aunque poco creíble, es que incluso en este
punto, los palurdos labriegos no prestaban atención al sustento
del ya crecidito retoño. El pobre Fernán García comenzó a sufrir
una desnutrición severa en la que transparentaba sus costillas,
se hinchaba su vientre y sangraban sus encías, que a veces
impregnaban las mamas de la señora, empecinada en seguir
alimentando igual que siempre al muchacho; de vez en cuando,
con sus tímidos dientes de leche, mordía angustiado el pezón
de su nodriza, buscando unas gotas más de sustento,
sobresaltando a la señora y recibiendo un buen pescozón en
consecuencia. Todo esto, cuando realmente el pequeño
aborrecía la escasa leche materna con que se había de sostener.
La situación del muchacho se tornaba desesperante, en el albur
de los cinco años de edad, malnutrido, descuidado, solo… y
endemoniado, el último año estaba siendo terrible para él.
Tenía ya plena conciencia de sí mismo y de la desgracia en que
estaba sumido; paradójicamente, creía que la vida era así y que
Dios, en su infinita misericordia, pronto le arrancaría de la triste
existencia mundana, para acogerlo en su seno, en el reino de los
cielos.
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Una vez allí, estaba seguro que hallaría a su verdadera madre,
quien saldría a recibirle, para darle todo su amor y permanecer
a su lado, para siempre. La imaginería del pequeño era un
retablo absurdo y surrealista de conceptos sobradamente mal
hilvanados. A estas alturas, lo mejor que podía pasar a aquel
niño era pasar a mejor vida.
En aquellos mismos días, el viejo comendador de la Aceca: don
Martín Pérez, en su agostamiento, ya no tenía los mismo bríos
para atender las rentas y los pleitos de sus dominios. Estaba en
el ocaso de su vida, lo que era el colmo para las penurias del
pequeño Fernán García, dado que ya nadie verificaba desde
hacía largo tiempo la inversión de don Pedro García de Lerma
en su vástago ilegítimo. Sin embargo, la fortuna decidió sonreir
por una vez, tal vez la única, al joven Fernán. Coincidió en
aquellos tiempos un relevo en el maestrazgo de la misma orden
de Calatrava. Se designó a un nuevo Maestre, llamado don
Nuño Pérez de Quiñones, quien pasaría a situarse como el jefe
supremo de la orden desde aquel instante. Aquel Nuño, tras
hacer revista de las propiedades y heredades de la orden, tomó
ciertas decisiones, entre las cuales incluyó un relevo
generacional y espiritual al frente de la encomienda de la
Aceca. A tal efecto, designó a don García Ordóñez, un recio
freire de origen palentino, curtido en las escaramuzas contra el
Rey de León en el Infantazgo.
Don García Ordóñez entró en la orden por intercesión de su
familia, para rendir armas en la mismísima cibdad vieja de
Calatrava, a orillas del Guadiana, en la marca con Al-Andalus,
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donde se poblaban los campos bajo la continua amenaza de las
razzias alárabes, andalusíes y almohades. La cibdad vieja de
Calatrava era la sede del priorato de la orden, casa mayor y
centro ecuménico de los calatravos; se hallaba a la orilla del
Guadiana.
Unos años después, tras la derrota de Alarcos, se perdería para
siempre. Y sin embargo, Fernán García sería testigo
privilegiado de aquellos hechos, gracias a don García Ordóñez,
el nuevo comendador de la Aceca.
El nuevo comendador, el ilustre Ordóñez, partió un día de
otoño del año de nuestro señor Jesucristo de 1182 hacia el
castillo de la Aceca. Llegado allí y presentadas sus credenciales,
tomó posesión de inmediato, mientras el anciano Martín Pérez
reposaba sus últimas jornadas de vida en su lecho conventual.
El ilustre García Ordóñez tenía varias cualidades que le alzaron
a su puesto: en primer lugar, era letrado, lo que le hacía muy
útil en semejante posición; en segundo lugar, era un ferviente
freire calatravo, que hacía una estricta observancia de la regla
del Císter, ganada para la orden: los votos de castidad,
obediencia y pobreza, de silencio en refectorio, dormitorio y
oratorio, dormir con la armadura y no llevar ropa más que el
hábito de la orden. Así fue desde el primer día, remozando las
costumbres de algunos milites, algo más libertinos, que habían
flaqueado de espíritu a tenor de lo que pudo observar el ilustre
Ordóñez al llegar a la Aceca.
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El nuevo comendador de la Aceca era un tipo de carácter
sobrio, agrio con frecuencia, aunque honesto como pocos. Su
falta de frescura era solo equivalente a la equidad con trataba a
todos los que estaban bajo su mandato. Aquel era un hombre
de principios, con un alma de piedra, demasiado dura para
encresparse por nadie, para latir por nada… o tal vez, tal vez no
fuera así.
Revisó minuciosamente la contabilidad, las cédulas y otros
escritos expedidos bajo la encomienda de su predecesor.
Llevaba dos semanas incesantes de revisión de legajos, de
preguntas y pesquisas, a freires y a villanos, incluido el alcaide
del concejo, cuando cayó entre sus manos un curioso contrato
que rezaba lo siguiente:
“… suscribe aquí don Pedro García de Aza, señor de Lerma, por mor
del Rey de Castilla y de Dios nuestro Señor, pechar renta anual de
cinco doblas, en favor de los caualleros cistercienses de Calatraua para
el sostenimiento y manutención de Fernán García, en tanto que menor
de edad, a los ojos de Dios y de la Virgen Madre Nuestra, y que los
caualleros cistercienses de Calatraua avénganse a darle cobijo y
educación, y que lo formen como a cauallero digno y temeroso de Dios
nuestro Señor et iuren por esta escriptura que y han de dar deuido
complimiento de la mesma…”
A la luz de unas trémulas velas, el freire encontró fascinante el
contenido de este legajo sobre todos los demás que,
sistemáticamente, había estado revisando desde hacía muchos
días. El documento estaba fechado hacía casi cinco años, en
febrero de 1178. Se preguntaba dónde estaba el muchacho que
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había sido dejado a su cargo por el excelso señor de Lerma. De
hecho, el ilustre Ordóñez tenía noticia del firmante don Pedro
García, por ser de originario de Aza y miembro de la corte de
don Alfonso VIII de Castilla. Movido por la curiosidad y por la
perentoria necesidad de tomarse un respiro de sus obligaciones,
pidió referencias a don Martín Pérez, el yaciente excomendador
de la Aceca, sobre la suerte de aquel muchacho. Recibida la
información oportuna, el ilustre Ordóñez se encabalgó a lomos
de su montura y partió, con un remedo de ilusión y alborozo
bajo sus hábitos, en busca del misterioso objeto del contrato,
allá en la aldea de Moceisón.
Mediado el día en las vegas del Tajo, el freire avanzaba a paso
ligero por la trocha que conectaba la Aceca con Moceisón. Al
llegar a la aldea: apiñadas una cincuentena de chozas habitadas
por campesinos con su recua comunal de gochos y gallinas,
dedicados a cultivar los campos y a recolectar las vides, cuando
no bracear para la pesquería de Toledo o la de la propia Aceca.
Apretando el calor por San Miguel, el freire acudió, como
siempre hacía, con su hábito calatravo, enfundado en camisa
ancha blanca estampada de una cruz negra flordelisada en las
puntas, sus leotardos de paño y sus escarpines de buena piel. Se
engalanaba con capazo de ciclatón, con otra cruz estampada,
para mostrar el rango. A la vista del freire, los campesinos,
genuflexos, acudieron a mostrar sus respetos al nuevo visitante,
cuyas galas evidenciaban su eminencia. Allí preguntó por
Crismonda y su esposo: Isidoro Mencías, los torpes tutores
designados desde la Aceca para hacerse cargo de aquel niño,
objeto de tan extraño contrato.
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Se plantó frente a la barraca del matrimonio. Apeose del caballo
el ilustre Ordóñez, pidió permiso para entrar al hogar, pues era
ante todo hombre respetuoso con todas las condiciones del ser
humano. La señora Crismonda recelaba de aquel caballero, no
le resultaba conocido, pese a presentarse con las credenciales de
ser el nuevo comendador. No quería cuentas con él ni con
ningún señor de la Aceca, allí vivían felices y tranquilos;
incluyendo, así pensaba, el pequeño Fernán, y hacía ya largo el
tiempo que no acudía nadie desde el castillo a “importunarles”.
El ilustre Ordóñez entró en el amplio chamizo, una típica
palloza de dos varas de alto, con viguetas de chopo, peladas de
termitas, techado de paja y ramas de ciprés o arizónicas. Dentro
se estaba relativamente fresco. Un sencillo tabique de adobe
partía en dos la vivienda, en aquella sección se alojaba el
dormitorio. Atravesó la penumbra de la estancia, que disponía
apenas de un ventanuco de menos de dos palmos, por el que
penetraba un vívido haz de luz proyectado sobre las sombras
de la habitación. Allí, postrado en un pesebre desvencijado,
lleno de paja seca, había un niño de escasos años de edad, que
permanecía quieto, hermoso, en silencio. Tornó la mirada sobre
el caballero que observaba fijamente desde el umbral. Tumbado
boca arriba, con las manitas atadas por una recia correa de
esparto pasada por debajo del jergón, de lado a lado, la
purulencia de sus llagas tintaba las espinas deshilachadas del
cordón; su hermosura estaba demacrada y sus huesos
asomaban por doquier, su barriguita estaba hinchada y su piel
mortecina, casi mohosa. Más que un niño, parecía un guiñapo.
El caballero apenas dijo palabra alguna, pero emitió un hondo
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suspiro y agachó la cabeza, como compungido. Se dejó caer
sobre el marco de la puerta, se sentía pesado y agobiado en
aquel lugar tétrico.
A la vista de aquel hecho, entendió lo que pasaba: había venido
a ver el estado de un mozalbete saludable, otro bastardillo de la
nobleza, acogido, previo pago, para ser criado, mediando
garantías dinerarias, por otros padres. Lo de don Pedro García
de Lerma era relativamente habitual, nadie cuidaba de
huérfanos ni de bastardos, solo la compasión de unos pocos, o
bien la cínica piedad de estos padres nobles que ocultaban sus
pecados pagando una penitencia de cinco doblas anuales… más
de lo que se daría por un buen caballo. En su lugar, descubrió
un infante torpemente criado, mal alimentado, víctima de un
fundamentalismo religioso inicuo. El ilustre Ordóñez giró sobre
sí mismo, dando la espalda a la habitación, miró con desdén al
matrimonio Mencía. Se sentó en un tocón de la estancia y
empezó a meditar durante un largo rato. Sabe Dios qué
barruntaba el freire, aquel malhumorado calatravo de disciplina
castrense y requiebros de hiel. Sabe Dios qué podía importarle
aquel crío desmejorado, más allá de un negocio de cinco
jugosas doblas al año, de las que, por otra parte, podían
prescindir perfectamente.
Sin embargo, después de unos minutos de silencio sepulcral,
levantó la voz, para interrogar al matrimonio:
‒Isidoro y Crismonda, ¿cuánto hace que se hacen cargo del
niño?
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‒Cinco inviernos casi ha—respondió el marido, su esposa
permanecía en silencio, se mostraba tensa.
‒¿Qué edad tiene el crío?.
‒Trájolo maese Martín recién nacido, como una almendra. Casi
cinco años ha de tener.
‒¿Qué rentas recebís por su manutención?.
‒Apenas nada, así dispuso maese Martín desde Aceca, y nos…
hemos de obedecer.
‒¿Por qué está atado de manos?.
‒El muchacho hace largo tiempo comenzó tener espasmos y
palpitaciones, estaba como poseído, se abalanzaba del pesebre y
se hacía daño. Se lo llevaban los demonios, con la soga está más
tranquilo. Muchos monjes y sacristanes acudieron a verlo, mas
poco pudieron facer—Siempre hablaba el marido, pues su
mujer, se limitaba a clavar la mirada sobre el freire.
‒No parece poseído ni endemoniado, antes bien, mal yantado.
‒Padecemos escasez este año, la cosecha de trigo no ha tirado
bien, por la falta de lluvias, la de vid fue mejor, pero de vino no
se vive solamente…
‒Vuestros mozos son más rollizos que aquel bastardo de la
habitación, no han notado igual la hambruna.
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‒Nos… nos somos gente pobre y humilde, hacemos lo que nos
es dicho, lo mejor que Dios nos da a entender—El pobre
campesino se empezaba a trabar y a quedarse sin respuestas; el
tono de reproche del freire se mostraba muy hostil.
El ilustre Ordóñez se incorporó en aquel instante. Sacó una
bolsita de piel, llena de mencales alfonsíes de oro. La dejó sobre
una mesa mientras se dirigía a la puerta de la palloza. En el
umbral de la puerta, se paró y dijo unas palabras definitivas:
‒Ahí está el pago por vuestros servicios—y tornando la mirada,
sancionó—. Ahora, desligad al niño y traedlo a mi montura.
Mientras salía por la puerta se inició una discusión en el
matrimonio de labriegos, a grito pelado. Empezaron a
desgañitarse a voces entrambos. El ilustre Ordóñez no atinaba a
entender la causa de la disputa. De improviso, se escuchó el
sonoro escándalo de cacharros o enseres precipitándose al suelo
en el interior de la barraca. El freire calatravo, alzado sobre su
caballo, comenzaba a sopesar intervenir de manera más
contundente ante la batahola y dilación de los Mencía.
Amagaba ya con descabalgar el freire, cuando salió del interior
de la casucha la señora Crismona, con los pelos alborotados,
fruto sin duda de algún tipo de forcejeo con su marido. Arrojó
la bolsa de mencales al suelo, mientras gritaba en alto al freire:
‒¡No tenéis derecho a llevarlo, yo soy su madre, yo he cuidado
de este niño, no tenéis derecho a arrebatárnoslo, soy yo quien le
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ha dado el pecho largo tiempo y limpiado sus inmundicias…
no tenéis derecho, no lo tenéis!…
Dicho lo cual se desplomó sobre el suelo, presa de una llantina
inconsolable. El ilustre Ordóñez asistía impertérrito a la escena,
la misma mujer que descuidaba de tal manera a aquel pequeño
desafortunado y menesteroso, no podía soportar ahora la idea
de perderlo; si quiera a cambio de una pequeña fortuna de
mencales de oro. Y es que el nuevo comendador acababa de
emplear casi toda su soldada en compensar a los collazos por
sus servicios, evitando laminar, con su autoridad, la injusticia
alimentada por el comendador saliente. Ciertamente, don
Martín Pérez, su predecesor, había gestionado dolosamente el
contrato por la manutención de aquel crío.
Salió Isidoro con el niño en brazos, medio desnudo,
protagonizando una escena lamentable. El crío se mostraba
vivaracho, a pesar de su notable enfermedad, al notar la luz del
día y verse en brazos del patriarca de la casa. Emitía sonidos,
aunque apenas sabía pronunciar palabras, debido al
aislamiento al que se vio sometido mientras crecía. El
muchacho hizo una mueca al caer en la presencia imponente
del ilustre Ordóñez, a lomos de su caballo. Asustado, al verse
echado en brazos de aquel nuevo desconocido, sobre aquella
enorme bestia marrón que lo portaba, el crío empezó a gritar, a
retorcerse y a agitarse, lo suficiente para escurrirse de entre las
manos de ambos hombres. Cayó al suelo y, como un gato, se
revolvió y entró corriendo de vuelta a la morada de los
labriegos. Isidoro y el propio freire Ordóñez, apeado ya de su
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caballo debido a la agitación del momento, penetraron
rápidamente de vuelta en casa en busca del huidizo muchacho,
sorprendentemente ágil para su estado famélico.
Al llegar al umbral de la habitación de nuevo, el freire calatravo
quedó postrado, atónito, ante la escena que presenció, y que
jamás olvidaría: allí estaba el niño, acurrucado en las
penumbras de aquella estancia, casi lo único que había
conocido en su corta vida, tratando de enredarse la soga suelta
en su muñequita huesuda, pretendiendo anudarse de nuevo a
su lecho, inseparable, como lo estaba, de aquel hierático destino
en que había vivido. García Ordóñez se incorporó resolutivo
para decir:
‒Basta de contemplaciones…
El freire se desprendió del capazo y se abalanzó sobre el crío.
Envolviendo al niño en el mismo, a fin de inmovilizarlo, salió
con el fardillo en brazos. El pequeño seguía forcejeando,
intentando liberarse, aterrado. Sin embargo, en esta ocasión, los
recios brazos del curtido milite serían una mordaza insalvable
para él. Alzado de nuevo el ilustre Ordóñez sobre su caballo, el
niño dejó de forcejear pronto, presa de su enorme agotamiento,
de unas declinadas fuerzas, limitadas y escasas, debido a su
condición tísica y su estado enfermizo. La escena era peculiar:
el comendador, a lomos de su caballo, cargando un saquito de
huesos que aún respiraba; la señora Crismona, llorando
desconsolada mientras los hilos de moquera y las lágrimas
embadurnaban sus enormes pechos descolgados y arrugados
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por
sobrelactancia;
el
marido,
Isidoro,
recogiendo
procelosamente las monedas de oro esparcidas por el suelo,
instantes antes, por su ofuscada esposa. Así fue que el ilustre
Ordóñez se dirigió a los presentes antes de partir, elevando la
voz:
‒Aquí heme yo, don García Ordóñez, comendador de la Aceca,
por designación de Maese Nuño Pérez de Quiñones, ante Dios
nuestro Señor, el Rey de Castiella y el abad de Morimond. Y han
de ser hoy testigos los aquí presentes, que acudo a casa de
Isidoro Mencía y de su esposa Crismona, en cumplimiento del
contrato suscrito entre el sacro convento y el muy noble don
Pedro García de Lerma; que he de llevar a su hijo, aquí
presente, de nome Fernán García, como custodio de su persona,
y en cumplimiento del acuerdo suscrito; que relevo de sus
encomiendas y cargas a este propósito a Isidoro Mencía y a su
esposa Crismona; que, en justicia, la orden ha pechado
doscientos mencales de oro por sus servicios. Quede claro que
han sido recompensados generosamente y que non face agravio
ni estrago alguno el señor sobre los vasallos; que no se ha de
hablar ni calumniar el erechamiento administrado hoy, en el
nombre de la Santísima Orden y Convento de Calatrava—
Dicho lo cual, se dirigió a dos de los aldeanos allí presentes—.
Acudid, ambos dos, hoy, antes del ocaso, a la hacienda del
alcaide de la Aceca, a dar testimonio de lo sucedido, para que se
levante acta y quede constancia.
Tras estas palabras, partió el jinete al trote de vuelta hacia la
Aceca. Bien entrada la tarde, bajo un calor sofocante, llegó el
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jinete con su polluelo al Castillo. Era la de la Aceca una
fortificación somera, consistente en un torreón de sillarejo y un
muro piedra caliza, sin adarve de vigilancia, mas con dos torres
albarranas para observación y contra asedio. Se llevó al niño a
las estancias interiores, donde residía el excomendador, y
dispuso en su estancia un lecho para el muchacho. El pequeño
había decaído ya mucho de fuerzas y empeño. A la tibia luz de
la sala se le distinguía más lívido que nunca. Había manchas
resecas de sangre en sus labios y la espalda estaba ulcerada en
varios puntos. El duro freire, acostumbrado a muchos y
trágicos avatares fruto de la guerra, no podía soportar la
contemplación de aquel hermoso niño en semejante estado y,
ciertamente, derramó alguna lágrima de soslayo, mientras los
ayos del castillo ayudaban a lavarlo y adecentarlo.
Se intentó dar de comer al escuálido infante, pues era
fundamental que ganara peso. Mas su cuerpo no toleraba el pan
mojado en leche de oveja que le servían a cucharadas,
vomitando todo lo ingerido una y otra vez. Las regurgitaciones
causaban aún mayor malestar y desazón al pequeño. Las
salidas se acababan para el joven Fernán García. El ilustre
Ordóñez envió con urgencia a sus ayos a dar aviso a Toledo
para traer de allí a algún buen físico o médico, hallando entre la
judería los más prestigiosos y valorados. Los legados
designados por del comendador, aconsejaron llamar al insigne
Hayyim Al-Fakhar . Parecía una capricho del destino, dado
que aquel tal Hayyim, médico sefarad, era el mismo que asistió
la madre del propio Fernán, Isabel Fáñez, en su embarazo. El
mismo que dio parte, con honestidad y coherencia, de la
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posibilidad de que el fruto de su vientre no fuera a ser legítimo,
con las consecuencias que ya se narraron anteriormente.
Terciaba el día y decaía el sol, cuando apareció por allí el joven
Hayyim Al-Fakhar , escoltado por los dos ayos enviados por el
ilustre Ordóñez a Toledo en su busca. Viajaba en su acémila
vestido, según obligaba las costumbres, en su condición de
judío, con una sencilla túnica blanca, tirando al beige, con poca
decoración y un bonete pardo con florituras. Peinaba una fina
barba en la quijada, sin mostacho alguno, tenía una mirada
penetrante y ojos hundidos, nariz aguileña. De complexión
delgada pero firme, medianamente alto y estilizado. Portaba,
siempre que salía, un ancho zurrón donde en que acarreaba
ungüentos y plantas para uso medicinal. Entrado en la fortaleza
de la Aceca y apeado ya de su humilde y afeada montura,
resultaba, puesto en pie, un sabio imponente.
Llegado pues a la fortaleza, acudió a presentar sus respetos al
nuevo Comendador; le interesaba mostrarse lo más cumplido y
colaborador posible, dado que los calatravos recelaban bastante
de los judíos como él. En la ciudad vivían más tranquilos e
integrados; fuera de los muros de Toledo, las sociedades rurales
de las que formaban parte los calatravos y sus poblamientos les
miraban a menudo con precaución, si no desprecio. Llegado a
la recámara del ilustre Ordóñez, hizo una salutación solemne,
mientras entonaba unas palabras en tono profundo:
‒Me llamo Hayyim Al-Fakhar , hijo de Slomo Al-Fakhar , de
linaje antiguo procedente de Granada, humilde médico y físico
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de la aljama del Toledo. Acudo a la llamada del Comendador
de la Aceca para poder servirle en lo que sea menester, con gran
honor por mi parte.
El ilustre Ordóñez observaba al médico con expresión sombría,
sin perder su lugar en la silla de esparto sobre la que se hallaba
sentado, revisando los legajos a la luz de las velas, mientras un
yaciente niño pequeño reposaba en su jergón, al lado de un
bacín de latón, en el que había derramadas algunas
inmundicias. Tras unos breves instantes, se levantó, caminó
lentamente hacia el esbelto judío, sito a la entrada de la
recámara. Se paró a dos varas del mismo, y con un leve gesto le
invitó a entrar. A ojos de la algo torticera mirada del
piadosísimo comendado, parecía el judío a un brujo más que a
un hombre de bien. Por tales motivos, no acababa de sentirse
cómodo a la vista del hábito gris y el bonete del judío Al-Fakhar
, no allí, entre aquellas paredes, de aquel lugar sagrado, porque
sagrado era todo edificio habitado por calatravos.
El galeno se plantó frente al niño en el jergón. Lo observó tal y
como se mostraba: silencioso y quedo. La evidencia de su
estado no dejaba lugar a dudas sobre el diagnóstico primordial.
No obstante, el médico procedió a auscultar al pequeño, para lo
cual solicitó visualmente la venia del freire Ordóñez, quien de
reojo asintió de nuevo, levemente. Toda la escena se libraba en
el más absoluto silencio. Hayyim Al-Fakhar sabía de la regla
cisterciense de los calatravos, y no era menester hacer ruido ni
mudar palabra en el dormitorio. Revisó el hinchado y duro
vientre del pequeño, la lengua y su color, la dentadura, llena de
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heridas, las nudosas rodillas y las marcas de las muñecas. Giró
al pequeño sobre su cuerpo, para observar las laceraciones y
úlceras de su espalda. Al finalizar la revisión, el joven AlFakhar se incorporó con gesto desabrido y preocupado. Se
dirigió al exterior de la estancia, esperando al pie de las
escaleras. Mientras llegaba a la puerta, alcanzó a ver al hierático
comendador, reclinado sobre el lecho, haciendo una leve caricia
al pequeño en la sien. El freire, al sentirse observado, dio un
respingo para recuperar la compostura y salir apriesa de la
estancia. Una vez en las escaleras, ambos hombres conversaron
sobre la gravedad del asunto:
‒Y bien, Al-Fakhar , ¿cuál es la vuestra prognosis?—dijo el
calatravo.
‒Es seria y delicada. Antes bien, muy grave.
‒¿Podéis poner remedio a su situación?.
‒Solo Dios lo sabe… bueno, ya me entendéis. Es muy joven y
su estado es muy decrépito, es difícil que pueda alimentarse,
pero es fundamental hacerlo. ¿Puedo saber cómo ha llegado a
ese estado?
‒Creo que eso no es de vuestra incumbencia…—El ilustre
Ordóñez se mostró contrariado.
‒No he de insistir si no es porque he de saber cómo ha llegado
a esa condición. Si consideráis que no es de mi incumbencia, mi
juicio médico no podrá ser desmerecido—Al-Fakhar era un
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hombre de principios, cuando ejercía como médico no se
arredraba si era por ayudar a sus pacientes.
‒Seguirá sin ser de vuestra incumbencia, se trata de un niño
cristiano, un hijo de Dios… ¿podéis ayudarle acaso?—Un breve
silencio medió entre los dos, Al-Fakhar se sentía ofendido, pero
leía el fondo de buen hombre que había en aquel calatravo.
Mientras el milite no fuera capaz de abrir corazón y mente,
había que ayudar con lo que sabía o intuía.
‒De acuerdo, comendador, debemos ayudar a este hijo de Dios,
por supuesto. Haremos lo siguiente: démosle infusiones de
ortiga y menta tres o cuatro veces al día, endulzadas con miel.
Coced avena y cebada, a poder ser con canela. Debe intentar
comer eso. ¿Hay naranjos o limoneros aquí?.
‒En el patio hay algunos, y en la villa también. Tenemos
naranjas y limones.
‒Id bañando sus labios con el jugo de una naranja o de un
limón aguado. Se quejará de la irritación, pero ayuda mucho en
las llagas de la boca. Hacedlo en el orden que os he dicho. Que
laven las laceraciones de su espalda con agua con unas gotas de
vinagre. Dejad su espalda desnuda o ponedle paños de gasa
limpios. Sobre todo limpiar esas yagas, tantas veces como sea
necesario.
‒Así lo haremos.
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‒Y rezad, sobre todo, rezad. El niño solo se ha alimentado de
leche, su cuerpo rechaza el alimento, ¿me equivoco?...
El ilustre Ordóñez se sorprendió con la habilidad deductiva del
médico. Aún así, no dio respuesta alguna. Simplemente espetó:
‒Haremos como decís. Por otra parte me preguntaba si…
‒…vendré mañana por la mañana, iré preocupándome por su
estado. Por cierto, cómo está el ilustre don Martín Pérez, ha
llegado el rumor de que está enfermo. Puedo echarle un
vistazo, si lo estimáis oportuno.
‒No es menester, maese Martín está departiendo su gloria con
Dios nuestro señor; él, como todos nosotros, al único al que
hemos de rendir cuentas y en cuyas manos nos ponemos, así en
la fortuna, como en el padecimiento. Todo el convento reza por
él, no hace falta más.
Dicho lo cual, tras un breve interludio, el médico judío,
asumiendo una indirecta por parte del calatravo, abandonó el
alojamiento. El freire tuvo el detalle de acompañarle hasta los
establos. Una vez allí, despidió al médico judío. Se vio en la
desazón de no poder pagar pos sus servicios, pues había
soltado todo el oro en indemnizar a los collazos de Moceisón,
aquellos padres impostados de desgracia. El calatravo no tenía
aprecio por el judío, pero la cortesía y las buenas costumbres
obligaban a no abusar de la posición y ofrecer pago por los
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servicios. Hayyim Al-Fakhar, al notar el gesto contrariado del
calatravo, intuyó su tribulación y decidió anticiparse:
‒Permitidme mi señor, ofreceros mis servicios sin gabela ni
pago alguno. Es mi obligación prestar servicio al comendador
en lo que sea menester, para mayor gloria de la orden.
Mientras Al-Fakhar abandonaba el castillo, era observado por el
ilustre Ordóñez, quien dirigía un sucinto gesto de aprobación, a
la vez que se decía a sí mismo, que tal vez aquel brujo toledano,
de tela gris y bonete pardo, pudiera ser un buen hombre.
El ilustre Ordóñez durmió, como hacía siempre, en el establo,
junto a las bestias. Era un estricto observador de la regla
cisterciense de los calatravos, tal vez en exceso. Dormía con sus
armas y hacía ayuno cuatro días a la semana… salvo en
tiempos de guerra, donde no era prudente andar mal yantado,
pues se requerían de todas las fuerzas disponibles. Aquella
noche el freire rezó más que nunca, desde que tocaron
completas en el cercano campanario de la ermita de San
Teodoro, hasta bien entrada la noche. Dejó a dos de sus ayos
vigilando el estado del pequeño, mientras hacía guardia con sus
hombres, a los que puso a orar en común con él mismo por la
ventura de aquel pobre bastardo de apenas cinco años de edad.
A la mañana siguiente, despuntando el sol, se apareció de
nuevo el eminente médico Al-Fakhar , lo que pilló por sorpresa
al ilustre Ordóñez, quien aún no se había despejado las legañas.
Hayándose ya en el patio de armas de la pequeña fortaleza,
Hayyim Al-Fakhar asintió con cierta estupefacción al
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recibimiento del comendador calatravo proveniente de los
establos, donde, a todas luces, había pasado la noche. Puestos
uno frente al otro de nuevo, se saludaron cortésmente,
empezando por el judío:
‒Buenos días, estimado comendador de la Aceca, he vuelto a
atender mis obligaciones para con el niño, según me había
comprometido.
‒Buenos días, sois bien recibido, si bien no os esperábamos tan
temprano.
‒La urgencia del paciente requiere toda mi atención.
‒Acompañadme, por favor.
‒…¿Por ventura habéis dormido en el establo?—Aquel joven
médico tenía una curiosidad irrefrenable, nunca de dejaba de
preguntar con descaro.
‒… Seguís metiéndoos en asuntos que no son de vuestra
incumbencia—El comendador amaneció de malas pulgas, como
solía hacer siempre.
Ambos dos se llegaron hasta la celda del comendador. Cuál no
fue su sorpresa cuando, tras penetrar en la estancia,
encontraron a los dos ayos dormidos como retoños y
desocupado el lugar del crío en el jergón… el susto fue
mayúsculo para el ilustre Ordóñez, quien despertó a patadas a
los adormilados vigilantes. Los ayos se agitaron de sus lugares
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con premura al notar el mal humor del comendador calatravo.
Juraron haber conseguido del pequeño hacer algo de hueco en
el estómago, que llegó a sorber incluso el jugo de una naranja
que le ofrecieron. Después, inquieto aún, pero agotado, se echó
a dormir. Uno de los ayos se había recostado con él para que no
se volviera sobre su espalda incluso. Sin embargo, a altas horas
de la madrugada, no pudieron resistir más el cansancio y
quedaron dormidos. A todas estas explicaciones, el calatravo
respondió secamente:
‒¡A qué esperáis para encontrarlo par de tarugos!...
El ilustre Ordóñez andaba frenético por la ausencia del niño,
hecho este que no pasó desapercibido al joven Hayyim AlFakhar , el cual, cada vez apreciaba más claro el poso de
bondad y honor de aquel tosco, rudo y malencarado calatravo,
en la devoción que mostraba removiendo toda la vivienda en
pos de aquel pequeño que, normalmente, no importaría a
nadie. Andaba asomado a las almenas de la fortaleza,
aturullado por la idea de que el niño se hubiera acercado a la
planta superior y, asobinado a las almenas, hubiera caído. Si eso
hubiera sucedido, tal vez los perros de la aldea se lo hubieran
llevado consigo y haberlo desmenuzado ya. Tales eran sus
fabulaciones, mientras se encontraba aferrado con fuerza a las
almenas y la mirada perdida en el vacío…
Nada más lejos de la realidad, los ayos dieron aviso al calatravo
al poco de estar este último auscultando las alturas del torreón.
El pequeño se había escondido en la cámara del excomendador,
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el senescente Martín Pérez. Al llegar a la puerta de la celda,
encontraron al crío acurrucado junto al lecho del delirante y
agostado calatravo. Don Martín Pérez, quien tan neciamente
había gestionado el cuidado de aquel muchacho, llevándolo al
borde del abismo, era la única cara familiar para el pequeño en
aquel lugar, rodeado de extraños. El niño se aferraba a su
pasado, habiéndose trasladado de su lecho al frío suelo de
maderos junto a la figura conocida y algo más afable que
representaba para él aquel defenestrado anciano, lleno de mitos
y religiosidad delirante, responsable de sus ligaduras y de sus
pecados.
Y como prueba de ello, el mocito no estaba simplemente
acurrucado, además, había tomado el cíngulo del anciano,
pasado un extremo por el lecho de la estancia, y el otro,
renovando la costumbre, lo había enrollado torpemente a su
muñequita.
Al presenciar aquella escena tan peculiar, el médico judío,
Hayyim Al-Fakhar , puso su mano sobre el hombro del aliviado
comendador Ordóñez, mientras le decía:
‒Mi señor Ordóñez, creo que tendremos que trabajar muy duro
con este muchacho…
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CAPÍTULO II. UN BASTARDO PROMETEDOR
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Contra todo pronóstico, el joven Fernán García salió de aquel
trance. Se recuperó en pocas semanas de su notable
malnutrición gracias a los generosos esfuerzos de Hayyim AlFakhar. El notable físico acudía todas las semanas una o dos
veces a la Aceca, dejando atrás su aljama y sus asuntos. Las
gentes de aquellas tierras, que acostumbraban a mirarlo de
soslayo y con sospechas, se habituaron a sus visitas. Se sabía
que contaba con la protección del mismísimo comendador: el
ilustre Ordóñez, un aval insubstituible.
Y es que el circunspecto gobernador de la Aceca había
desarrollado un amor paternalista por el niño, desde el mismo
momento en que lo vio abandonado sobre aquel pesebre de
paja. Tal vez fuera su abnegada devoción por nuestro señor
Jesucristo, lo que indujo en aquel pío comendador a luchar por
salvar a aquel niño abandonado al martirio de lo absurdo. La
cuestión es, que Fernán García ocupó desde el primer momento
un hueco muy especial en el corazón de aquel desabrido y
ponderoso freire, quien solo distraía sus obligaciones de rezo,
devoción, combate y gestión con las atenciones y formación del
pequeño Fernán.
El niño, por su parte, crecía dignamente. Era reservado y muy
inteligente. Aprendió rápido de letras de la mano del
comendador, de manera que era capaz de escribir en romance y
en latín a los nueve años. Lloró largamente la muerte del ex
comendador Martín Pérez, pese a la torpe gestión que hizo
aquel hombre al ponerlo en manos de una nodriza aburrada,
por no mencionar el tenerlo atado y endemoniado durante
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años. Sin embargo, los retazos de memoria del joven se habían
formado alrededor de aquellas figuras y, si bien iban
desdibujándose poco a poco, no dejaban de formar parte de su
más primitiva conciencia de sí mismo y del mundo. Ese poso
nunca desaparecería del todo. De hecho, el muchacho nunca
mostraba sus muñecas, que siempre llevaba envueltas en gasas
de lino. Guardó el cíngulo que tomó del excomendador Martín
Pérez, que siempre llevaba consigo, teniendo por costumbre
agarrarlo con fuerza al irse a dormir. Literalmente, una soga
unía al joven Fernán con su tortuoso pasado.
Por su parte, las visitas del conde don Pedro García de Lerma
se sucedían todos los años, incluso más, si cabe, al ver la
notable progresión de que hacía alarde el muchacho. El de
Lerma no dejó de pechar las cinco doblas por el cuidado y la
educación de su bastardillo. Una brizna de afecto entre un mar
de desarraigos. Cada vez que acudía el conde a la visitación, el
joven Fernando se agitaba presa de una enorme emoción. No en
vano, acudía su padre a verle. Sin embargo, la imagen que
proyectaba aquel chico de su padre no era como la de su
progenitor; antes bien, lo veía como a un santo, una especie de
dios creador, un dador de vida. Aparecía por allí, se besaban y
comían todos juntos. Mas el pequeño no probaba bocado, se
limitaba a observar las facciones y los gestos de su padre, a
memorizarlos pormenorizadamente. Miraba a su propio padre
como quien admira a un notable escultor o a un pintor de
talento, a un maestro cantero o a un orfebre. Al fin y al cabo, el
joven Fernán García había sido creado por aquel ser cuasi
divino. Nada de aquello, sin embargo, borraba de su mente una
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idea particularmente obsesiva y cerrada, alumbrada en los años
pretéritos, en las soledades de aquel lecho y aquella estancia
opresiva: la idealización de su madre.
Y es que el joven Fernán García había materializado siempre la
esencia de su padre y creador al ver, conocer y palpar a don
Pedro García de Lerma. Sin embargo, seguía sin saber nada de
su madre, a la que había idealizado como su salvadora
particular, quien habría de guiar sus pasos en el paraíso, abrirle
las puertas del cielo, igual que le abrió las puertas de la vida.
Fabricó un pequeño altar con buena maña en su celda,
heredada del propio excomendador Martín Pérez, donde puso
una tosca figurita de madera tallada en la imaginería de la
memoria de su madre. Esa imagen, icónica para él, era su
virgen particular. A los nueve años empezó a insistir en saber
de aquella mujer, algo que su padre no veía prudente, dada la
situación conventual de la misma. Sin embargo, la firme
insistencia del niño, y la asertividad del ilustre Ordóñez,
abrieron la puerta a que aquel muchacho pudiera iniciar una
relación epistolar con su enaltecida progenitora.
Así es como recibió la primera carta de su hijo la pobre Isabel
Fáñez, de las manos de su amante don Pedro García de Lerma,
en la que aquel imberbe muchacho le daba relación de los
principales acontecimientos de su, hasta entonces, breve
existencia. Le contó cómo la rezaba todas noches, cómo
esperaba caminar a las puertas del cielo de su mano, cómo
acudiría a verla cuando le fuera permitido. Por su parte, Isabel
Fáñez inundó de vida sus venas con la esperanza escrita en las
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líneas, justo cuando se sentía más marchita que nunca. El fruto
de su vientre y origen de todas sus desgracias, era ahora su
tabla de salvación, su sentido de la existencia. La calidad de la
prosa del rapaz era también sorprendente y seductora, a pesar
de su edad, lo que contribuyó a conmover más aún la
conciencia de su madre. Sin embargo, la pobre Isabel seguía allí,
atrapada entre aquellos muros y esa realidad desgraciada,
había dejado su corazón y su alma encanecidos ya. Su espíritu,
petrificado por las mismas partículas del lecho calizo de aquel
valle Burgalés en que yacía, solo emitía calor ante las caricias
apasionadas de don Pedro García, bien por mor de las misivas
de su amado vástago. Y eso, traería sus consecuencias.
Por lo demás, el auténtico padre para el joven Fernán García no
era otro que el ilustre Ordóñez, por quien tenía auténtica
devoción. Atendía la regla cisterciense con la misma dedicación
con que lo hacía el propio comendador. Le obedecía sin reparos
y buscaba su consuelo si se sentía contrariado. No obstante,
eran las menos de las ocasiones; aquel muchacho era muy
reservado, flemático y distante. El ilustre Ordóñez se
enorgullecía del temperamento de aquel niño, que no lloraba ni
traslucía sus sentimientos ni turbaciones. Cuadraba a la
perfección con su ideal de caballero, de luchador por la cruz. A
los once años comenzó a entrenarse con las armas, con espadas
de madera y rodela practicaba durante muchas horas la técnica
del esgrima medieval y del combate en lid singular. No cabía
duda de que el muchacho tendría un físico notable y un
destacado desempeño en la guerra, de llegar la ocasión, si bien
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su inclinación natural era a las letras y al recogimiento, a la
práctica de sus meditaciones y disertaciones interiores.
Si su auténtico padre era el ilustre Ordóñez, el insigne Hayyim
Al-Fakhar , era como su tío. El magnetismo de aquel niño atrajo
también la atención del físico largo tiempo después de su
recuperación. El médico era ya relevante prohombre de la
comunidad judía de Toledo. Estaba emparentado con los
Alfacar, sefardíes toledanos involucrados, ya fuera como
almojarifes en la administración de la cuentas y portazgos del
mismo Rey de Castilla, como médicos y físicos de alta
cualificación, banqueros y usureros o versados traductores y
escribanos, nexo de unión entre el hebreo, el árabe, el latín y el
romance castellano. Hayyim encontró un inesperado amigo en
la figura del comendador, pese a las barreras espirituales y
sociales que les distanciaban. Sin embargo, y muy a su pesar,
habían encontrado en el joven Fernán García un motivo para
juntarse y debatir sobre lo humano y lo divino. Al fin y al cabo,
ambos profesaban religiones con un nexo en común; por lo
demás, el comendador omitía el hecho de la entrega de
Jesucristo y del juicio del Sanedrín, para mantener la fiesta en
paz; no en vano, era este motivo habitual de represalias,
reproches y asaltos de juderías, sobre todo en los períodos de
Pascua y de Semana Santa.
Un día, el ilustre Ordóñez, haciendo alarde de su osco carácter
y displicencia por los judíos, preguntó al insigne Hayyim :
‹‹Largo tiempo ha que el niño salió de su trance; si ya no
requiere más vuestras atenciones, ¿por qué seguís acudiendo?››.
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A estas razones respondió el físico: ‹‹Supongo que por el mismo
motivo que vos os distraéis tanto de vuestras meditaciones
como freire››. Después de esto, ambos rieron.
Rozaba ya los trece años el joven Fernán García y suponía un
motivo de orgullo para el padre y el tío impostados.
Mensualmente enviaba una o varias cartas a su idealizada
madre, quien iba desperezándose de su letargo y su ausencia
vital, gracias a la prosa de su hijo. El pequeño rescatado de
aquella aldea de Moceisón, se aproximaba a su mayoría de
edad, se mantenía lampiño y era hermoso. A pesar de la
crudeza de los tiempos y la escasez de recursos, el muchacho
aparecía lustroso, inmaculado. No se juntaba apenas con los
muchachos de la Aceca y su dedicación estaba volcada en las
faenas de la comendación, bien sus amados tutores, bien su
canonizada madre. Aunque aquello supusiera motivo de
orgullo para el ilustre Ordóñez, lo era a su vez de preocupación
para el insigne Hayyim, quien no encontraba carta de
naturaleza en la disposición de aquel muchacho a aislarse de su
mocedad, de sus juegos y aventuras.
Para aquel entonces, el año de nuestro señor Jesucristo de 1191,
los tiempos se volvían convulsos; las noticias llegaban sobre
una coalición contra Castilla: la Liga de Huesca, promovida
desde León, frente al creciente poder e influencia de un rey
castellano que se iba haciendo fuerte en la reconquista de las
plazas, que subyugaba a los Navarros apropiándose de todos
los territorios, desde Nájera a Calahorra, desde Haro hasta
Vitoria, que forjaba alianzas con reyes y emperadores europeos,
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y que no se cansaba de guerrear doquiera que fuera necesario.
El mismo rey castellano que ponía en manos del Arzobispo de
Toledo, el primado Martín, la fusta para golpear al moro
entrando a la guerra en los Campos de Calatrava, llegando a
Córdoba, Jaén, Sevilla incluso, haciendo cautivos a no menos de
trescientos andalusíes, apropiándose de ganados, de riquezas,
talando e incendiando. El año en que se concedía la tenencia del
bastión de Alarcos a don Diego López de Haro, gran señor del
norte y mayor amigo del rey castellano. Se abrían, poco a poco,
las puertas al desastre que unos años después, arrojaría al reino
de Castilla de nuevo a las tinieblas, obnubilado por la
hermenéutica de un rey empeñado en escribir su propia
historia. Se ponían las primeras piedras para construir un altar
al borde de un precipicio.
Lógicamente, el comendador de la Aceca no se podía mantener
ajeno a estos asuntos, por lo que se prodigó en las cabalgadas
contra los moros en territorio fronterizo. La acidez de aquellos
tiempos empezaba a oscurecer la sangre y el corazón del
calatravo, que recuperaba la costumbre de rebanar algún
gaznate en nombre de Dios. El Rey de Castilla se mostraba más
y más generoso con la Orden, que se convertía en el baluarte y
salvaguarda de la frontera sur del reino toledano, mientras
multiplicaba heredades y bienes. El ilustre Ordóñez se enrocaba
inconscientemente en una firme creencia del papel de la Orden,
de los principios, morales y católicos, que según entendía
habían de imperar. No en vano era un oficial, un líder, un
señor, al cargo de un feudo; estaba en su papel hacer cumplir
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las directrices de su Iglesia y servir a los preceptos de su Dios y
de su rey.
La terquedad del calatravo se envolvía, más que nunca, de las
sombras del fundamentalismo en aquellos años de
entreguerras. Se mascullaba una nueva era de conquista y
expansión, en nombre de Dios, y se asumía el liderazgo de la
sinrazón como polea de acción. Los calatravos no eran,
obviamente, los que se fueran a abstraer de este fenómeno, que
empezaba a afilar los ánimos y las espadas de muchos señores y
caballeros en todo el reino. El tono más relajado y proclive con
que recibía el comendador al judío Al-Fakhar, se empezaba a
trabar, a la vez que las discusiones entre ambos aumentaban.
En su última disputa verbal salieron a la palestra los agravios
milenarios entre judaísmo y cristianismo, las usuras, las
brujerías y el insigne Hayyim se vio obligado a abandonar
precipitadamente el castillo de la Aceca. Apenas se pudo
despedir a las puertas de la encomienda de un apesadumbrado
Fernán García que, doliente, salió a abrazar a su tío de pega,
mientras este se encaminaba de vuelta a Toledo. El insigne
Hayyim pidió al joven que no lo tuviera en cuenta, que eran
discusiones entre adultos, que el comendador era hombre noble
y bondadoso, pero terco a veces. Apuntó en un legajo su
dirección en la judería grande de Toledo, por si era necesaria
para el muchacho, pues desconocía si podría volver allí por
largo tiempo. Hayyim le hizo una observación a estos efectos:
‹‹… Fernán, usa este salvoconducto para entrar en Toledo,
luego, busca la aljama; si me necesitas, allí me encontrarás…››
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La pubescencia de Fernán García no iba a dejar las cosas así, no
tardando en entrar al trapo con su tutor calatravo. También
discutieron terriblemente, los afilados argumentos de aquel
muchacho irritaron más si cabe al ilustre Ordóñez, quien
terminó por descargar tremendo el bofetón al combativo
muchacho, conminándole a obedecer sus órdenes y a callar. Al
anochecer, el joven Fernán se deslizó fuera de su celda y agarró
una acémila para escaparse a Toledo. Se movió de noche por la
trocha que se arrimaba pronto a la vera del Tajo para dirigirse
luego hacia Toledo. La oscuridad no le arredró, pues era más
dado a seguir sus principios que a cederlos por miedo a un
paseo nocturno. De cualquier manera, los caminos de noche no
eran seguros, la proximidad a la gran ciudad y el alfoz
espantaban a los maleantes y forajidos, pero no debía desdeñar
la posibilidad de toparse con algún transeúnte de malas
intenciones o ladronzuelo que viera una buena oportunidad
para robarle la burra y los escarpines. De este modo, el
muchacho avanzaba en silencio y con una daga en la mano,
atado su inseparable cíngulo a la cintura. La noche era cerrada
y avanzaba a tientas casi. La ayuda inestimable de su
compañera equina hizo la labor mucho más fácil: el animal, se
sabía el camino al dedillo.
Estaba bien entrado el mes de abril y a la vera del Tajo la noche
refrescaba. El muchacho avanzaba aterido de frío y se abrazaba
a la borrica para que le diera calor. Bien entrada la madrugada
llegó a las proximidades de Toledo, tras unas cinco horas de
paseo nocturno. A esas horas todas las puertas estaban
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cerradas, motivo por el que se echó a dormir envuelto en su
brial, arrebujado entre unas rocas.
El joven Fernán García despertó terciado el amanecer, se
desperezó rápido tras apenas tres horas de sueño. Al
descubrirse la ciudad de Toledo ante sus ojos se maravilló.
Sobre un domo rebañado por el Tolmo del Tajo, se alzaba una
larga muralla de sillar y sillarejo, a tramos regular, a tramos
desalineado. Apuntados minaretes sobresalían por varios
puntos, dada la prodigalidad de mezquitas de la ciudad;
destacaba de entre todas la Mezquita Mayor, situada en uno de
sus puntos más elevados. El relieve desnudaba la fisionomía de
la urbe evidenciando las serpenteantes callejuelas y los adarves
a intramuros. Se atisbaba a ver la ciudadela o Almudaina en su
extremo oriental, pegado a la propia puerta de Al—Qantara,
lugar de efervescencia y reunión, de negociados y de tratos,
presidida por un palacete cual debía ser el de Alfonso VI,
conquistador de Toledo.
Dos enormes pendones ondeaban en los torreones de la
acodada puerta de Al—Qantara. A primera hora ya había una
patulea acampada en las proximidades de la entrada, dotada de
una barbacana enfilada junto al puente que salvaba el Tajo para
acceder a la ciudad, apuntada en otro pendón castellano. Por
motivo del puente era este el portón más transitado y ya sobre
esa hora había una muchedumbre para entrar. Ganaderos con
sus recuas, mensajeros, campesinos, aguadores, marchantes;
todo tipo de gente se apelotonaba ya a las puertas de Toledo,
ocupando el vano del puente y los alrededores de la entrada.
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Pensó entonces que el ilustre Ordóñez ya habría notado su
ausencia y tal vez hubiera dado orden de salir a buscarle. Razón
de más para azorarse. La perspicacia del muchacho le llevó a
preguntar a una señora que había allí con un cántaro de leche,
por la aljama de la ciudad. La señora, respondió amablemente
al muchacho que el barrio judío se hallaba en el otro extremo de
la ciudad, que le saldría más a cuenta desplazarse hasta la
puerta del Cambrón, en el extremo de poniente.
De este modo, se encaminó el muchacho en su acémila hacia
occidente de la muralla, rodeando el arrabal, donde se
agolpaban las gentes más humildes y de peores oficios de la
ciudad, muchos de ellos sirvientes de los señores y fortunas de
las zonas altas, aprendices, masones, carpinteros, pedreros, etc.
Había un hedor notable en aquella parte de la ciudad, si bien, se
distinguían ciertos meandros de aguas negras en la base de los
muros, restos de canalizaciones romanas. Atolondrado con las
maravillas que observaba y el trasiego de gentes alrededor de la
ciudad en el zigzagueo del camino, se llegó a topar con unas
ruinas presididas por una especie de recinto enorme y extraño.
Llamó su atención por la fachada abovedada de vieja piedra,
hilado en arcos de medio punto enjaretados en dovelas
finamente labradas. Accedió a su interior dando a unas anchas
gradas que daban a un patio alargado y redondeado en sus
extremos. Se hallaba en el circo romano de Toledo.
En aquel momento, algunos muchachos de la ciudad se
hallaban allí jugando a peleas con espadas de madera. Al notar
la presencia del joven espía uno de ellos, que aparentemente
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lideraba el grupo, se acercó a él con expresión agria y
amenazante. El joven Fernán no movía un ápice, se mostraba
confiado, en cualquier caso no era un crío asustadizo, dadas sus
vivencias hasta la fecha. El líder de la banda que simulaba la
guerra en el foro romano, llegó a su lado y empezó a
amenazarle por su presencia allí:
‒¡Tú!, ¿Quién eres?—preguntó el mozo.
‒Soy Fernán García—respondió nuestro joven amigo.
‒¡Qué quieres, qué haces aquí!.
‒Solo miraba…
‒¿Acaso no sabes que esto es de los guerreros de Santiago del
Arrabal?.
‒Lo desconocía, no soy de aquí.
‒¿No eres de aquí?—entonces el muchacho tornó la mirada a
sus compañeros, reclamando su atención—. ¿Acaso has venido
sólo?.
‒Cierto.
‒¿Y esas ropas tan ricas?—Fernán iba bien ataviado, en
comparación con los harapos de aquellos niños del arrabal.
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‒Estoy al servicio del comendador de la Aceca, él me las ha
dado.
‒Estás muy lejos de la Aceca, paleto. Anda, danos lo que
tengas.
‒No tengo nada.
‒Algo tendrás, vas muy bien vestido para ser pobre. Mírate,
danos lo que tengas y te dejaremos ir.
Para aquel entonces el muchacho estaba escoltado por todos sus
amigotes.
‒Soy Fernán García, ayo del comendador de la Aceca, señor de
muxas tierras y grande señorío. Duermo en lecho de paja y
manejo espada como vosotros. No me asustáis para nada.
‒Te van a caer castañas a bulto. ¡A por él!.
Y allí se inició una pelea entre críos, al pobre Fernán le abrieron
el labio a golpes y le amorataron un ojo, aunque él, por su
parte, mostró la bravura que extendería en años futuros. Se
defendió lo suficiente para dejar a dos de sus rivales maltrechos
antes de dar con sus huesos en el suelo. Al final de la contienda
le robaron los ricos escarpines que llevaba, pues el calzado era
un lujo de no todo el mundo. No se apercibieron de la mula que
había dejado atada afuera del recinto, por lo que al menos,
después de rehacerse de la tollina, pudo seguir su camino,
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aunque algo desmejorado. Ya solo pensaba en llegar a su
destino y dejarse de visitas turísticas.
Dejando atrás la zona del arrabal, la ciudad de Toledo empezó a
mostrarle la judería en todo su esplendor. Al principio se pudo
distinguir el Alacava, la judería alta, donde se ubicaban
comercios, despachos, talleres de oficios y edificios públicos de
los sefarad toledanos. Se distinguía perfectamente por situarse a
las faldas de un altozano a modo se espolón, bordeado de
generosas pendientes al sur y oeste. Más allá se distinguía la
Judería Mayor, faldeando el perímetro exterior de la ciudad,
arrimada al Tolmo del Tajo. Allí es donde se arracimaban las
viviendas de los judíos desde tiempos inmemoriales. A pesar
de las vicisitudes padecidas hasta entonces, el joven Fernán no
perdía el ánimo y se mostraba fascinado por la voluptuosidad
arquitectónica de aquella ciudad prodigiosa. No en vano,
estaba en la capital del reino, que así era desde tiempos de los
Godos, cientos de años atrás.
Y es que el ilustrado Fernán era un mozo de lectura, habiendo
tenido acceso a todos los documentos y manuscritos que habían
caído en sus manos; no en vano, la comendación disponía de un
archivo escaso pero decente de manuscritos. El joven Fernán
contaba entre sus dotes con el conocimiento del latín, algo muy
propio teniendo en cuenta que estaba bajo la tutela de una
Orden Militar, pero al fin y al cabo, religiosa. El monopolio de
la edición estaba en manos de los monjes cistercienses y
clunienses peninsulares, por lo que todos los textos que se
transcribían o publicaban eran en esta lengua, requisito
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fundamental para ser letrado en esos reinos. Entre esos legajos
encontró el muchacho ciertas alusiones a la geografía de
Estrabón el Griego. Por ella tenía constancia de enormes
cordilleras en el norte, desde León hasta el Condado de
Barcelona, ríos inacabables además del Tajo, como el Ebro, el
Duero o el Guadiana. De hecho, todos los días asomaba la
cabeza sobre las almenas de la Aceca, buscando en el norte los
riscos de la Transierra, a donde se juró que algún día se
encaminaría, en busca de alguna aventura para tener qué contar
luego. Conocía ya algo del mundo que había ahí fuera y se
moría en deseos de conocerlo.
Lo cierto era que estaba viviendo su primera gran aventura.
Hasta ahora el balance estaba siendo nebuloso, aunque
seductor, andaba sin escarpines, pero el sol radiante ya le
calentaba los pies y se hallaba a las faldas de Toledo, la mayor
maravilla de la cristiandad peninsular. Entre el bosque ralo de
coscojares y encinas, intercalados con lavándulas y jarales, se
llegaba por fin a la Puerta del Cambrón, acceso al arrabal de los
judíos. La cola no era tan notable para entrar aquí, pues tan solo
daba acceso a las aljamas de Toledo, de manera primordial, y a
una avenida ancha y comercial en particular: la cuesta del
Ángel. Las mercancías entraban principalmente por las puertas
de Al—Qántara y la Bisagra , hacia el Zocodover, así como los
zocos y mercados hacia la zona alta de la ciudad. Por aquí
accedía de manera preferente gentes pudientes, marchantes y
negociantes en busca de orfebrería de calidad, telas, tejidos,
tintes, bordados, platería y, por supuesto, oro.
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Cada puerta tenía un par de soldados del rey, salvo las de Al—
Qántara y Bisagra , que tenían una columna y arqueros, a fin de
evitar altercados. El Arzobispado también tenía algunos
hombres dispuestos en diferentes puntos de la ciudad, a fin de
repartirse el espacio con la Corona y con ellos el control de
pasos y la pechada de ciertos peajes y alcabalas. No obstante,
había cuadrillas que gestionaban el acceso en cada una de las
puertas. Eran bandas rivales que se repartían la ciudad, los más
fuertes actuaban en el arrabal y en la zona alta. Eran quienes de
verdad controlaban los ingresos y los pagos, después repartían
los caudales asegurando que el rey y el arzobispado tuvieran su
pieza junto al funcionario de turno. Mediando la extorsión y el
buen ojo con que sabían negociar y apretar a los transeúntes,
sacaban mayores beneficios que cuando se facultaba al
funcionario real designado a tal efecto por parte del alcaide o el
merino.
Todo el mundo se llevaba su parte: el funcionario su sueldo, el
señor su portazgo, el soldado su sisa y los mozos un dinero;
además, los cuadrilleros se ganaban la vida sin tener que
partirse la espalda levantando muros, ni limpiando
inmundicias ni restos de carnicería vertidos, purines de recuas
o esclavizados como aprendices durante años, trabajando de sol
a sol en un taller o en masonería. Menos aún si cabe preferirían
trabajar en el campo: las horas interminables arando una
yuntada tras otra, las tullidas en la espalda de vendimiar,
desgarradas las manos de recoger zarcillos de garbanzos,
ampollas de golpear con el mayal el trigo y el centeno, de la hoz
para segar, de la forca para aventar la paja. Sin duda alguna,
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estos muchachos preferían sentarse a la sombra de la gran
puerta para esperar a que las recompensas llegaran en tumulto
para entrar a la ciudad, y a veces, para salir: de hecho, en
ocasiones, era un prestatario despojado de cuartos quien
solicitaba entrar a buscar algún prestamista en el Alacava,
prometiendo pagar a la salida, una vez recabara los caudales
necesarios. ¡Ay! pobre del que intentara zafarse de la pechada.
Aun saliendo por otra puerta. En estas cuestiones las cuadrillas
colaboraban por mor de confraternidad. Si el prestatario
intentaba escurrirse por otro portón, controlado por otra
cuadrilla, tenía tres opciones: en primer lugar, pechar el triple
que por la puerta por la que había entrado; en segundo lugar,
pechar el doble y un vareo en la espalda por tramposo y
cicatero, para salir por donde había entrado; en tercer lugar…
bueno, en ese caso, mejor ser hábil con la espada. La cuestión
estaba clara, nadie entraba ni salía de Toledo sin contar con las
cuadrillas.
Y allí estaba nuestro frágil Fernán García, presto a penetrar en
la aljama toledada. La puerta del Cambrón estaba controlada
por la cuadrilla de San Román. Se hallaban entre las menos
favorecidas de la ciudad, la puerta del Cambrón no era el sitio
ideal para la extorsión, dado el perfil del visitante y la escasa
entrada que registraba. Sin embargo, se llevaban bien con los
judíos, quienes les daban un diezmo a través del consejo de
ancianos. La cuadrilla de San Román, a cambio, daba
información puntual sobre entradas y salidas de la ciudad,
mercancías, acontecimientos, ferias, algún noble cargado de
maravedíes o dinares, dispuesto a comprar ricos paños. No
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obstante, lo que más agradecían de todo los judíos de Toledo a
la cuadrilla de San Román, eran sus alertas ante la irrupción de
los pogroms: violentos ataques indiscriminados, perpetrados
por la población cristiana, enardecidos de voluntad de
venganza contra los judíos, a quienes acusaban de la traición y
muerte de nuestro señor Jesucristo.
Era en fechas de Pascua y Semana Santa cuando más abiertos
tenían los ojos, cuando se hacía presente el recuerdo del
martirio del redentor, vendido por el sanedrín, prendido por
los traidores Saduceos y Fariseos, entregado a la equidad mal
medida de Poncio Pilato. La evocación del martirio, la traición
del prendimiento, la injusticia de la muchedumbre y la
crucifixión, extendía el fuego entre el populacho. La figura de
Cristo en cada pared, en cada friso, en cada relieve, en cada
mantillo; el símbolo omnipresente que amalgamaba a los
cristianos bajo un cierto orden en el temor a Dios, se
transfiguraba en histeria colectiva y cólera desatada, que
rápidamente inflamaba los callejones y las plazas, los zocos y
las alquerías; la masa corría entonces inundando las callejuelas,
como una riada de odio e inquina, camino a la judería, a tomar
venganza en la carne de los sefarad, descendientes de aquellos
malnacidos judíos que entregaron a Cristo nuestro señor.
A su paso, arrasaban comercios, locales, hogares, masacraban
en las sinagogas, derramando la sangre de toda alma viviente
en sus suelos, aprehendían riquezas y caudales. De paso, por
cierto, se liquidaban deudas contraídas con esos sucios usureros
sefardíes, se quemaban los contratos y escrituras, desaparecían
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evidencias. Era una catarsis colectiva, como que el bosque
mediterráneo ardía en verano, para rebrotar en otoño. Una
catarsis en la que la ciudad entera se reciclaba y purgaba, si
bien, con frecuencia, se llevaba a cabo a costa de las mismas
víctimas. Los mensajes de la cuadrilla llegaban justo unos
minutos antes de la marea cristiana. Tiempo suficiente para
echar el cierre a los arquillos y cobertizos que daban acceso a la
aljama; para aprisionarse en el castillo nuevo, cerca del
degolladero, un recinto amurallado construido dentro de la
judería mayor. Toledo era una ciudad cerrada por muchas
llaves, por si acaso, en la que convivían, no obstante, las tres
culturas, algo complicado en aquellos tiempos extremos de
algaradas y batallas campales, a lomos de la religión.
El jefe de la cuadrilla de San Román se llamaba Guillermo
Gómez, aunque le apodaban “Triguero”, pues gustaba salir en
otoño a mojarse a la calle con las primeras lluvias. Despuntaba
ya los veintitrés años, desgarbado y feucho, de buena estatura y
descaro reconocido. Era tan hábil como cruel con el enemigo,
lideraba la cuadrilla con firmeza y autoridad. Era él quien había
conseguido buenos tratos con el consejo de ancianos sefarad, lo
que reportaba pingües beneficios a la cuadrilla. Habían
adquirido buenas armas, cuchillos, espadas, dagas, algunas
monturas incluso. Se estaban volviendo, de la mano de
Triguero, en la cuadrilla más temible del Toledo.
Aquel día soleado de abril, Triguero estaba recortándose las
uñas con una vasta navajuela, viéndolas venir en la puerta del
Cambrón. En aquellos momentos, llegó aquel muchacho
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estirado y elegante, descalzo, amoratado, a lomos de su
montura. Los dos soldados reales salieron a su paso, había un
apuntador para los caudales, más otros tres cuadrilleros
escoltando la escena. Triguero se mantenía al margen, mientras
intervenían sus esbirros:
‒¿Quién sois vos?, no nos suena vuestra cara—preguntó un
primer subalterno de los de Triguero, a nuestro joven Fernán.
‒Mi nombre es Fernán García, ayo del comendador de la Aceca.
Vengo a buscar a Hayyim Al-Fakhar , el insigne físico—
respondió Fernán, reincorporándose sobre su acémila.
‒Ningún judío de los de aquí es insigne, ni nada de eso. Qué
negocios os traen, habéis de pechar para poder entrar.
‒No traigo negocios a la ciudad, solo vengo a ver al insigne
Hayyim Al-Fakhar .
‒Dale con la martingala del insigne. ¿Tenéis con qué pechar
portazgo o no?.
‒No tengo nada más que lo que veis, en añadido a unos
escarpines que me fueron desvalijados por una pandilla un rato
ha.
‒Entonces, no podéis pasar. Volved por do hayáis venido.
‒No me voy a ninguna parte pues tengo derecho a entrar en la
ciudad, ¡libre y sin portazgo!.
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El joven Fernán se obstinaba en su actitud de entrar a la ciudad.
Estaba claro que no había caudales que sacarle, era un mozo
simplón y avezado que tendría que atender algún recado a las
órdenes del comendador de la Aceca. Triguero valoraba que se
le podía dejar pasar, máxime, considerando que la orden de
Calatrava tenía exención de Portazgo en Toledo, por intercesión
real. Nadie quería vérselas con un señor calatravo que viniera a
ajustar cuentas por haberle dado la patada a uno de sus ayos.
No obstante, había algo que atraía su interés por aquel
muchacho altivo aunque desmejorado a golpes. Allí,
enardecido, en lo alto de su burra, Fernán mostraba coraje y
gallardía, estando a varias leguas de su casa, solo, y mediando
ya el día. El ojo clínico de Triguero le llevó a pensar que el
muchacho tendría sus herramientas para defenderse y
convencer a sus secuaces y, de este modo, le fuera permitido
entrar en la ciudad. Por eso decidió no tomar parte aún y
esperar acontecimientos. Así fue que el jefecillo de los tres
cuadrilleros conminó de nuevo a Fernán a darse la vuelta:
‒¡Fuera de aquí, que cortas el paso con tu acémila!—espetó el
secuaz.
‒Llevo prenda del insigne Hayyim, aquí mismo en mi
faltriquera—Fernán procedió presto a sacar de su zurrón el
legajo que le escribió el insigne Hayyim, a su salida precipitada
de la Aceca.
‒Qué decís, ¿un salvoconducto acaso?. Dejadme ver…
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Arrebatando el legajo de las manos del joven Fernán, el
cuadrillero miró fijamente el escrito, el pobre analfabeto no
sabía leer la composición, escrita en latín, por el insigne
Hayyim. Para salvar este pequeño, pero habitual inconveniente,
se acostumbraba marcar con un sello o símbolo particular la
prenda. De esta manera, el portador identificaba fácilmente su
destino final al portero. Cada ricohombre o funcionario de la
ciudad tenía su seña propia, lo que le identificaba y servía de
referencia a todo aquel que acudía a Toledo. El cuadrillero
identificó la enseña del insigne Hayyim, los judíos de relevancia
tenían las suyas propias, memorizadas, a tal efecto, por lo
cuadrilleros.
Finalmente, el subalterno se dirigió a su jefe, aquel llamado
Triguero, coartado ya por su presencia, puesto en evidencia
ante la irreverencia de mocoso de Fernán. Se acercó y le mostró
la enseña. A la vista del legajo, Triguero decidió tomar parte en
la cuestión. Tras una breve pausa, Triguero se acercó a Fernán,
enaltecido a lomos de su burra, sin mudar el gesto, incólume.
Algo en aquel muchacho le producía hilaridad, la vez que
inspiraba cierto respeto en la obstinación del orgulloso mozo.
Triguero echó un vistazo de arriba abajo a Fernán y a su
montura, para dirigirle la palabra a continuación:
‒Buscáis al “insigne” Hayyim Al-Fakhar , y sois ayo del
comendador de la Aceca…
‒Cierto—aseveró Fernán.
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‒¿Puedo preguntaros su nombre, por casualidad?.
‒¿De quién?.
‒¡¿De quién va a ser, pardiez?!, del comendador.
‒… Don García Ordóñez de Valdelabuena.
‒Sé de vuestro comendador, cierto es. ¿Y qué asuntos os traen
desde la Aceca aquí?.
‒¡No son de vuestra incumbencia!—Esto en particular, lo había
aprendido del ilustre Ordóñez.
El desaire de Fernán terminó por encabritar a Triguero, quien
no tenía por costumbre dejarse avasallar por un mocoso a
lomos de una mula. Normalmente, le habría soltado un bofetón
al muchacho para devolverlo enseñado a su casa. Además, la
actitud de Fernán ponía en evidencia al cuadrillero delante de
sus subalternos, algo que no podía consentir. Triguero resolvió
no actuar precipitadamente y poner al muchacho en su lugar de
una vez por todas. Aunque no renunciaba a que aquel niño
altivo mostrara su auténtico ingenio. De nuevo, Triguero tomó
la iniciativa:
‒Atendedme, malcriado, os pregunto con educación, pues está
en mis atribuciones. Son tiempos de guerra y los espías campan
por doquier, a la ciudad entran mercancías y mercaderes de
todos los rincones del reino y aledaños. Unos traen sus
negocios, otros sus visitas y algunos sus conspiraciones. Son los
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portones santo y seña frente a los intrigantes y fabuladores, que
traen deshonor y trampas tras estos muros, bien a robarse sus
mayores secretos. ¿Acaso no sabéis cuántos los exércitos
suspiran por el buen acero toledano?...
‒¡Vos no sois funcionario del rey ni adelantado de ningún, para
andar cediendo el paso!.
‒Habéis de saber que, sin ser yo funcionario, delegado ni
furriel, soy quien dice quién pasa por el aro, quién entra y quién
no sale si es necesario. ¡Y como que me llamo Guillermo
Gómez, que si proferís otra impertinencia a mi persona, os hago
echar al Tajo en lo hondo con una piedra adosada al gaznate!...
¿lo habéis comprendido?.
A estas palabras, Fernán asintió de manera ostensible, tragando
saliva, sin mediar más palabras. Triguero, continuó con su
interrogatorio:
‒Ahora, respondedme: ¿qué negocios os traen a Toledo desde
la encomienda?. Responded, o me aseguraré de que os retornen
hoy mismo a la Aceca, maniatado, tomada en prenda vuestra
mula, con un cargo de espionaje y habladurías dictado por el
alcaide de San Román. Allá buena cuenta dé de vos vuestro
señor el comendador.
Fernán debía responder adecuadamente, Triguero había
decantado el asunto, sin levantar un dedo, sin ajustar ni un
mamporro. Debía buscar un argumento convincente, y debía
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exponerlo ya. A tiempo de que Triguero mandara a uno de sus
esbirros a buscar montura y ligaduras para el joven Fernán, este
resolvió responder lo siguiente:
‒La Aceca tiene negocios con el almojarife, vengo a dar cuenta
del tributo que haya a pechar la comendadura.
Los almojarifes, eran altos funcionarios, de la confianza del rey,
encargados de recoger y contar los portazgos, pontazgos,
montazgos, gabelas, sisadas, almotacenías y demás tributos
debidos a la corona. Toledo, por su tamaño y efervescencia, con
sus tierras aledañas, ricas vegas, cigarrales, aceñas, aldeas
tributarias y abundancias de pastos y otras regalías, era una de
las principales fuentes de ingresos para la corona de Castilla.
Para llevar la contabilidad de semejante negociado, era
necesario en concurso de buenos escribanos y avezados
matemáticos. Los hebreos siempre contaron a estos entre sus
más cualificados oficios, heredando una estructura muy similar
a la empleada desde los tiempos del califato. Largo tiempo
hacía que se designaban a estos almojarifes, a menudo entre los
judíos, por sus avanzados conocimientos en números y
finanzas, en comparación con el grueso de la sociedad
ignorante y embrutecida. Toledo, desde tiempos de los
Omeyas, disponía de esta estructura tributaria, igual que
disponía de mezquitas y mozárabes en abundancia, seña de
identidad de un no tan lejano pasado musulmán. Los reyes
cristianos, desde la toma de Toledo por parte de Alfonso VI el
Bravo, algo más de cien años atrás, habían adoptado muchas de
estas estructuras para sí, incorporándolas a sus regímenes como
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parte casi integral de la curia. Los negocios del rey eran
cuestión mayor en las puertas de entrada a Toledo. Los Alfacar
eran una de las familias judías más importantes de la ciudad,
hallándose uno de los almojarifes del rey entre ellos. El insigne
Hayyim estaba vinculado a la familia Alfacar, que era el
apellido en romance que acostumbraban a usar en Toledo los
judíos de esta familia. El propio Hayyim, por su parte,
mantenía la esencia de origen árabe de su apellido: Al-Fakhar ,
situado en la Granada de los almorávides, de donde tuvo que
huir, como muchos otros judíos, ante la llegada de una sombra
oscura y radical venida de las tórridas montañas del Atlas: los
almohades.
Parece que Fernán había elegido bien su respuesta, en
definitiva, aunque aún la debía engalanar un poco para vencer
el empeño del indisoluble Triguero. De este modo, continuaron
el diálogo:
‒Y a qué negocios os referís, y no respondáis que no son de mi
incumbencia, pues tengo priesas las ligaduras y el jinete para
vos.
‒… Las, las salinas del rey. Las Salinas de Espartinas.
Fernán había hecho los deberes, estudiando los legajos de la
Aceca, cayeron entre sus manos los contratos de una permuta,
fechados el año 1182, poco antes de incorporarse el ilustre
Ordóñez a la comendadura, intercambiando la Villa de Ocaña a
la Orden de Santiago, a cambio de estas salinas. El mismo
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comendador recibía a menudo los rendimientos de las mismas.
Sin embargo, siendo mercancía de tan elevada estima, solía ser
llevada a Toledo, bien a la alquería de Madrid, Talavera, Alcalá,
hasta de la Sigüenza incluso. También era negociada al por
mayor, mediante letras de cambio, mediando precios cerrados
para volúmenes altos. Los negocios que se llevaban a cabo en
Toledo rendían cuentas a la corona, y las salinas, pese a estar en
manos de los calatravos, resultaban un activo muy valioso
como para que el rey se abstuviera de recibir cierto beneficio.
Sorprendido y casi convencido, Triguero, que era muy
descreído, decidió aceptar la ingeniosa treta del muchacho, no
sin antes forzarla un poco más, prosiguiendo el interrogatorio:
‒¿Y manda a un mozo, el comendador, a dar cuenta de los
tributos de la comendadura?.
‒Un cahíz de cada diez, mandan casi un maravedí a la decena a
nuestro serenísimo rey. Yo hago cuentas para mi señor, que así
me ha sido enseñado e impuesto, como que os sé leer el legajo
que porto, la filacteria del portón o las anotaciones del
apuntador que tenéis aquí a vuestro servicio…
Triguero quedó patidifuso ante la respuesta del descarado
muchacho. Se vivieron unos breves instantes de tenso silencio
mientras el cuadrillero decidía la suerte de Fernán. Con gesto
pensativo, finalmente resolvió responder:
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‒De acuerdo, mi joven amigo. Entrad, sois libre de facer. Mas
permitidme que yo mesmo os lleve ante el propio Hayyim. Se
bien do se hallará en estos momentos. Acompañadme.
Los tres esbirros, atónitos, se miraban mutuamente mientras
presenciaban cómo aquel mozuelo cambiaba el desplante de
instantes antes, para ser ahora escoltado al interior por el
mismísimo jefe de la cuadrilla. Pasando bajo el arco del
Cambrón, se accedía a una plazoleta enlodada, donde se
agrupaban algunas tiendas de mercadería variada. De ahí se
inciaba la cuesta del Ángel, hacia el corazón de la judería, una
calle ancha al principio, que se iba estrechando poco a poco
hacia la parte más elevada. Toda la cuesta del Ángel estaba
plagada de tiendas con útiles, orfebrería, complementos, telas y
ropajes. Hacia la parte más alta se vendían comidas, miel,
melaza, azúcar, sal, siropes, mermeladas, compotas, membrillo,
encurtidos, salazones, higos secos, manzanas, ciruelas, borrajas,
alcachofas, guisantes, garbanzos, judías; había condimentos y
especias variadas: casia o canela, estragón, nuez moscada,
pimentón, orégano, hinojo, cilantro, jengibre, hierbabuena,
vainilla, menta,
mostaza, tomillo, matalahúva, laurel,
alcaparras o incluso azafrán, que era guardado con celo en cajas
sobre las que a menudo se sentaban los tenderos; había hierbas
aromáticas e infusiones como ajedrea, manzanilla, bergamota,
abrótano, zarzaparrilla, ambrosía, poleo, ajenjo, artemisa, había
incienso para quemar, romero, mirra. El aroma cambiaba a cada
paso, cada matiz exaltaba una sensación diferente en el joven
Fernán, tenso por la compañía que de mala gana acarreaba a su
lado, en la persona de Triguero, pero que, no obstante, no
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dejaba de abstraerse ante los fulgores de la bisutería y los
colores de los puestos. El sol apretaba a esas horas, y ya se
agradecían los parapetos montados por los tenderos para
cuidar su mercadería.
La cuesta del Ángel quedó grabada vívidamente en la memoria
del joven Fernán, en su entrada triunfal a Toledo, a sumar a la
excitación y a las aventuras de ese día, se añadía este
recibimiento en olor de multitudes, agolpadas a ambos lados de
la calle, ofreciendo sus productos. Todo en aquel día resultaba
mágico y especial, a pesar de aquel tropezón en el foro romano
y la sustracción de sus escarpines. Fernán seguía alzado a lomos
de su mula guiada por Triguero, quien sostenía las bridas,
haciendo los honores de palefrenero. Allí estaba él, como los
grandes señores y dignatarios, entrando en la capital del reino,
por la avenida de las especias y los aromas, de los lujos y las
veleidades, donde se podía pasar de comer manjares a vestir
ricas telas o a enlucirlas con platerías, escoltado por el jefe de
los cuadrilleros. Sin embargo, todo aquello no eran sino
ambages para el colofón de la jornada, un velo de seda que
ocultaba la joya más preciada que encontraría Fernán en vida.
El motivo por el que aquel día quedaría definitivamente
impregnado en su conciencia, el motivo de su mayor felicidad,
si bien, también de su mayor desgracia.
A medio camino en la cuesta del Ángel se hallaba la Manzana
del Sófer, compuesta de una puerta con una sinagoga anexa. A
ambos costados de la puerta se distinguían ya los límites de la
judería mayor, que daba acceso al corazón del arrabal judío.
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Pasaron de largo esta puerta, donde había dos cuadrilleros a su
vez, que saludaron con una sutil reverencia al líder de la
manada. No dejaron de clavar la mirada en aquel muchacho
atribulado cuya acémila guiaba su propio jefe, apodado
Triguero. El camino no admitía pérdida, pues la Cuesta del
Ángel no tenía callejones ni cruces ni ramificaciones; a ambos
lados se hallaban respectivamente, a mano izquierda, el
Alacava y a mano derecha, la Judería Mayor. Todas las
edificaciones de espaldas a esta larga calle estaban adosadas, o
bien cerradas por tabiques cortos de mampostería. No había
huecos, no había grietas, si la masa cristiana, bien un enemigo
exterior, acudían furibundos al asalto de la aljaima, estaría
cerrada, literalmente, a cal y canto. Allí dentro, donde se
mezclaban el aroma a almizcle con el de las deyecciones, se
encontraba más seguridad que en medio del llano, esperando la
embestida de algún enemigo, fuera formal o religioso,
dispuesto a arrasar los cultivos, violar a las mujeres y secuestrar
a los niños.
Continuando la travesía a lo largo de la cuesta, entre más y más
puestos de comida y consumibles, llegaron al llamado Arquillo
de la Judería Mayor, puerta principal de acceso a la misma. Ni
que decir tiene que había otros tantos esbirros de la cuadrilla.
Al otro lado, el acceso principal al Alacava, donde los
principales de entre la sociedad sefardita de Toledo atendían
sus negocios y dineros. Triguero llevaba el rumbo fijo y eso
hacía malpensar a Fernán, sin embargo, ¿qué alternativa tenía el
pobre mozo?. Con un cuadrillero en cada esquina, poco iba a
hacer intentando huir de Triguero. Antes de proceder a
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penetrar en el Alacava, Triguero se paró en seco, a poco de la
entrada, en un apartadero. Se dio la vuelta, y habló de nuevo a
Fernán:
‒Antes de llevaros a la presencia de Hayyim, os he de
preguntar algo.
‒Decidme..
‒¿Cuántas fanegas facen un cahíz?.
‒… No, no lo sé.
‒Deberíais.
‒¿Por qué?.
‒No se vende la sal en cahíces en Toledo, nadie tiene tanto
dinero, se vende en celemines o fanegas, si son para pueblos
enteros. Mal os van a echar las cuentas si no domináis las
medidas.
‒Yo vengo a hablar de dineros, no de pesos.
‒Llamaremos al Almotacén, para aclarar el entuerto, si no
sabéis de pesos, ¿cómo sabréis los dineros que de verdad
corresponden?.
Triguero arrinconó definitivamente a Fernán, allí, lejos de las
miradas inquisidoras de sus acólitos. No quería dejar pasar la
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oportunidad de averiguar los maniqueos de aquel arrojado
muchacho. De este modo, Triguero volvió a la carga:
‒Esos cabrones de calatravos son tercos y mohínos. Son
cristianos feroces, no quieren tratos con judíos, cuando
aparecen por aquí tenemos palos y arreones, ellos llevan sus
negocios y nosotros los nuestros. Ahora respóndeme, en serio:
¿qué vienes a buscar a Toledo?.
Dicho lo cual, Triguero sacó una fina daga del faldón y la puso
en el pescuezo de Fernán, para seguir su alocución:
‒No es la primera vez que se manda a un niño a espiar en los
arrabales. Los agarenos tienen la ciudad en la mira, ¡desde hace
tiempo!. Es su obsesión recuperarlo para el califato. Luego hay
fanáticos que quieren saber qué se hace en la aljama, dónde
están las puertas y quién las guarda. Mucho dinero, joyas, oro.
Hay demasiados moscones oliendo la rica miel que destila la
judería. Mandan corderos a colarse en el rebaño, para abrir las
puertas del aprisco a los lobos. ¡Responde de una vez, responde
o te degüello!.
El filo de la cuchilla aprisionaba el gaznate de Fernán, un
escalofrío terrible recorrió su espalda de arriba a abajo. Apenas
juntó saliva, para responder:
‒… Son, son amigos, el comendador y el médico… son amigos
desde hace tiempo y hace poco discutieron, se pelearon y el
comendador no tenía razón, es un hombre bueno, pero
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testarudo. Me escapé de la Aceca para hablar aquí con el ilustre
Hayyim, para que hicieran las paces.
‒¡Me tomas por estúpido, quién se puede creer eso!... el
comendador y el médico judío, colegas y compañeros—Acto
seguido, Triguero arrojó al muchacho bruscamente al suelo.
Una vez allí, descargó un bofetón en la cara de Fernán—. ¿Do
está ahora tu ingenio?. Habla de una vez, habla, ¡que te echo de
pienso para mis puercos!.
‒Os juro que es la verdad, no tengo otra más que esa. El médico
cuidó de mí desde pequeño, por indicación del comendador.
¡Son mi familia!.
Triguero descargó una patada en el estómago del indefenso
muchacho, que se retorcía de dolor en suelo:
‒¡Mientes desgraciado, qué pretendes!—Triguero levantó del
suelo al empolvado Fernán, aún conmocionado por el agudo
dolor en el vientre-. Al-Fakhar es un buen hombre, de hecho, es
amigo mío, no vais a comprometerle por nada ni por nadie.
¡Quién te envía, dímelo, mocoso, que hoy no sales con vida de
la judería!.
El pobre Fernán apenas balbuceaba algo, presa del dolor y con
el labio partido. Estaba aterrado como nunca en su vida, si
quiera el ilustre Ordóñez le había causado nunca semejante
pavor. Triguero hizo una última señal a sus acólitos, dejó a
Fernán en el suelo, bamboleante, aunque aún manteniendo algo
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de entereza. Triguero iba a descargar un último golpe sobre la
cara del pobre Fernán, que permanecía en pie, cuando una
suave voz interrumpió la escena que estaba a punto de
consumarse. Era una voz femenina, muy joven, suave y
melodiosa:
‒Hola Triguero, ¿vienes a ver a papá?.
Triguero se giró, dejando al descubierto a la dueña de aquella
agradable entonación. Fernán vio a espaldas de Triguero la
criatura más hermosa del mundo, una adolescente de unos
trece años, pelo rizado, por los hombros, ligeramente cubierto
por una toca, ojos grandes, de color verde, levemente rasgados,
boca carnosa y saliente, nariz amplia y apuntada, barbilla fina,
mejillas rosadas y sendos hoyuelos. Era alta y estilizada,
voluptuosa de senos, piel marmórea y muñecas finas con
manos alargadas, nudosas. Portaba un brial ceñido y una capa
de lino atada al cuello. Debajo del brial, una camisa descotada
entallada en los codos.Acarreaba un cántaro con agua. Al
desvelársele la presencia del pobre y aturullado Fernán, la
muchacha emitió un leve grito, llevándose la mano a la boca en
señal de sorpresa. Cruzó una mirada acusadora con Triguero,
para después lanzarle un reproche:
‒¡Estás otra vez con tus maniqueos en la aljama, Triguero!. A
ver: ¿qué delito ha cometido este pobre muchacho?
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‒Son asuntos de la cuadrilla, Raquel, no pasa nada, el mozo se
ha intentado colar sin pago—respondió a estas razones
Triguero.
‒Os llevo siguiendo desde la cuesta de los Ángeles con el
cántaro en brazos, mientras tú guiabas la mula de este mozo. Os
he perdido la vista la girar en el arquillo, y cuál es mi sorpresa,
al encontrarte aquí dando una tunda al muchacho que hace
unos instantes escoltabas al interior. ¡Eres incorregible!...
‒No te preocupes, no le daremos más.
‒¡Júramelo, por lo más sagrado!.
‒¡Lo juuuuro!. No te preocupes. ¡Cuadrilleros!—se dirigió a sus
acólitos—, largad al mocoso de la ciudad, con su burra y de una
pieza, ¡¿entendido?!.
El pobre Fernán, tullido a golpes y atemorizado, no se atrevía a
hacer ni un desplante más, a la vista del brillo de la daga de
Triguero y la dureza de sus nudillos, no le quedaba otra que
resignarse a su suerte. Mientras se sacudía el polvo de las telas,
sorbiendo la sangre de la nariz, protagonizando una escena de
indigencia sin par, se deslizó de su faltriquera el legajo que
había recibido de manos del insigne Hayyim. La hermosa
joven, de nombre Raquel, miraba con ternura y compasión al
desventurado Fernán, que tan altivo se mostraba un rato antes,
a tiempo de ver caer al suelo el papelito que portaba consigo.
Dos fornidos cuadrilleros agarraron de los brazos al muchacho
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de la Aceca y se encaminaban con el mismo de vuelta al
arquillo, mientras la joven se acercaba a recoger el legajo del
suelo, presta a devolverlo a su portador. Medio desdoblado
como estaba el legajo, la muchacha reconoció la seña inscrita en
él. Detuvo sus pasos, para leer con detenimiento el contenido
del mismo. Acto seguido gritó a Triguero y sus secuaces:
—¡Alto!.
Todos se dieron la vuelta al instante, la joven Raquel se acercó a
ellos, circunspecta, leyendo de viva voz el contenido del papel,
lógicamente, traducido del latín:
‒“… sirva la visa presente de santo y seña del portador: don
Fernán García de la Aceca, para que tenga acceso, libre y en
paz, a la aljama y a mi casa, allá en Toledo, que es menester,
como amigo y allegado que es de mi persona…”. Explicadme,
Triguero: ¿qué hace este mozo con el labio partido, portando un
salvoconducto del puño y letra de mi propio padre?.
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CAPÍTULO III. DOS AMAPOLAS EN UN TRIGAL
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El ilustre Ordóñez se encontraba de pie, apeado de su montura,
en la puerta del Cambrón. Escoltado por dos freires y con rostro
serio, el sol apretaba bastante a esas horas de la sobremesa. Y es
que el ilustre Ordóñez no tardó en hilar cabos al poco de notar
la ausencia del joven Fernán de la Aceca. Si a esto añadimos
una nota dejada por el mozo, denotando su intención de acudir
a Toledo, a disculparse, en nombre del Calatravo, de las ofensas
e improperios recibidos por el insigne Hayyim, el comendador
pudo tener preclara intuición del paradero del muchacho.
Los soldados de la puerta no mascullaban palabra y,
evidentemente, no iban a impedir el paso a un freire calatravo,
máxime un comendador. Sin embargo, no era la intención del
ilustre Ordóñez entrar aún a la aljama de Toledo. Antes bien,
quería algo de información.
Se aproximó a los tres cuadrilleros blandiendo esa expresión
inconfundible de perro enjaulado que solía acarrear. Los
cuadrilleros, por su parte, eran los que ahora tragaban saliva. A
tiempo de arrimarse a uno de ellos, el comendador preguntó en
voz alta:
‒Trece años, montaba mula, ropas limpias, cabello oscuro,
ondulado, gasas encordadas en las muñecas. Porte elegante y
mucho más inteligente que vosotros, garrulos: ¿dónde está?—El
ilustre Ordóñez no se andaba con rodeos.
‒No hemos visto a tal mozo—respondió el más avezado de los
tres cuadrilleros.
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‒¿Acaso he dicho yo que no fuera una moza?—El ilustre
Ordóñez había liado al cuadrillero.
‒Lo… lo he supuesto.
‒No se os paga por suponer, cuadrillero, se os paga por
haraganear a la sombra de estos muros, ramoneando miserias a
los pobres diablos que acuden a la ciudad. Decidme, sabandijas,
que el “mozo” no ha podido entrar a Toledo sin vuestro
conocimiento: ¡¿Dónde está?!.
‒No lo hemos visto…—respondió una vez más el líder del
terceto, seguro de sí mismo.
Antes de poder reaccionar, el avezado cuadrillero recibió un
puñetazo en la cara del recio comendador, quedando
inconsciente en el acto. Se dirigió al siguiente:
‒Volveré a preguntarlo, una sola vez, después, será mi espada,
y no mi puño enguantado, lo que use con vos…
Los cuadrilleros contaron inmediatamente al calatravo lo
sucedido en la mañana, y como finalmente el muchacho había
sido conducido al interior por su jefe Triguero. El ilustre
Ordóñez siguió los pasos del joven Fernán hacia la judería
menor: el Alacava. Penetró por el arquillo acompañado de su
escolta, bajo la atenta mirada de los sefardíes que allí trabajaban
o desarrollaban sus negocios.
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Largo rato antes, en el dispensario del insigne Hayyim, se
habían reunido el desventurado Fernán, de la mano de la
hermosa muchacha Raquel, escoltados por el errático Triguero.
A su llegada al dispensario, el depauperado aspecto del
muchacho supuso un susto notable al médico judío, quien
recibía la sorpresiva visita del joven Fernán, acompañado de
sus moratones y cortes. Acomodaron a Fernán en una planta
superior privada, mientras Raquel le prestaba unos primeros
auxilios por las magulladuras de que había sido víctima.
Mientras tanto, Triguero y el insigne Hayyim conversaban en
el dispensario:
‒Maldita sea, Triguero, no podéis seguir tratando a
trompicones a la gente. Menos a un simple mocito como este—
decía indignado Hayyim.
‒Lo siento, Hayyim, sabes que no soy hombre de buenos
modales, pero sí de buena intención. Ya hemos encontrado a
varios muchachos enviados a espiar y dar parte del Alacava y
aledaños. Hay varias personas detrás de la judería, incluyendo
a otras cuadrillas.
‒Entre todas la cuadrillas estáis convirtiendo Toledo en una
ciubad de perdición, de juego, extorsión y de putas. Ya no se
sabe quién manda en las puertas, si el alcaide, el merino, el
arzobispo o las cuadrillas.
‒Cada cuadrilla sirve a un señor, aunque nunca se reconozca:
los de Zocodover sirven al merino don Gimeno de Cogulla y al
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almotacén real, don Silverio de Espartales, manejan la puerta
del Al—Qántara; la cuadrilla de Santiago manejan los arrabales
y sirven al alcaide mozárabe, controlan la puerta de Bisagra…
‒… Quieres decir Bab—Shakra.
‒Como sea, Toledo es cristiano y llamamos a las cosas en
román. La cuestión es que las Puertas Bisagra y Almofala son
controladas por ellos, tienen más gente que nadie y son muy
territoriales. Sin embargo, los últimos son los peores: la
cuadrilla de San Martín, los amigos del arzobispo, a ese
bastardo le gusta tener oídos en todas partes. Son unos
fundamentalistas, cada vez más, algún día terminarán creando
una secta, os lo juro, y prenderán a gente para hacerla arder en
la hoguera, si no, al tiempo. Mandan cuervos a olisquear lo que
se mueve en la judería, como no pueden pasar por medio de
nuestro barrio, dan un rodeo para entrar por la puerta.
‒Triguero, el muchacho llevaba un salvoconducto de mi puño y
letra…
‒Ardites semejantes a ese ya los he visto, hay gente muy fina
por ahí fuera, intentando meter mano en los negocios y
riquezas de la judería. Muchos sefarad han llegado a Toledo
huyendo de la represión almohade en Al—Ándalus, gentes
pudientes y preparadas. Todos ellos, acogidos en Toledo y
alrededores, con la venia del Nasí de los judíos, bajo el
protectorado del rey Alfonso VIII de Castilla.
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‒Pasas demasiado tiempo al lado del Nasí y el consejo de
ancianos, se te suben los humos a la cabeza, Triguero, no tienes
que demostrar nada. El servicio de tus cuadrilleros a mi gente
aquí en Toledo es un hecho contrastado. Pero tus métodos se
están volviendo crueles y desalmados. ¡Mira cómo has dejado
al pobre Fernán!
‒Se recuperará…
‒Cuando venga a buscarle su tutor calatravo, tal vez debas ser
tú mismo quien de las explicaciones oportunas sobre el estado
del pobre muchacho—decía el insigne Hayyim, señalando con
el dedo acusador a Triguero.
Triguero guardó entonces silencio, refunfuñando para sus
adentros, afortunadamente para él, pues estaba a punto de
proferir unas cuantas lindezas en contra de los calatravos,
cuando se descorrieron las cortinas de la entrada, dando paso a
la recia figura del comendador de la Aceca. Triguero notó un
escalofrío recorriéndole la espalda. Fue entonces que el
comendador habló:
‒¿Dónde está el muchacho?...
‒Está arriba, está siendo atendido por mi hija, me alegro de
veros por aquí, ilustre comendador.
‒Atendiendo al muchacho ¿de qué?—El comendador hacía
alarde de su legendaria tosquedad.
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‒De unos golpes, ha tenido un encontronazo con unos
muchachos de los arrabales—respondía Hayyim, mientras
Triguero guardaba silencio y miraba hacia la ventana en busca
de salidas de emergencia.
‒¿Cuadrilleros?... —preguntaba, inquisidor, el calatravo.
‒… No sabemos, ya nos dirá algo el chico, ha llegado poco
antes que vos, así que le hemos subido de paso. Una alegría
teneros por aquí entre nos, si me permitís decirlo.
‒Exijo verle.
‒Ahora mismo, dejémosle asearse un poco y reparar sus
magulladuras. Mi hija le está atendiendo, estará bien.
Permitidme ofreceros algo, hace un calor de mil demonios,
tengo algo de fruta fresca, agua y vino. Triguero, ten la
amabilidad de dejarnos, por favor—El insigne Hayyim
pretendía dar cobertura a Triguero para que este abandonara el
lugar.
Triguero se encaminaba a la puerta, cuando el malhumorado
comendador puso el brazo en el marco, cortando el paso, a la
vez que respondía:
‒Agradezco vuestra invitación, Hayyim, sentémonos los tres,
no obstante. Hace tiempo que quería conocer al famoso
“Triguero”, de la cuadrilla de San Román—respondió el
calatravo, alargando la mirada hasta clavarla en el cuadrillero
jefe.
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En la estancia superior se hallaban el joven Fernán y Raquel,
recuperado ya del susto inicial, el mozo observaba fijamente a
la muchacha. Era su ángel salvador, le había rescatado del
maltrato de Triguero, le tomó de la mano hasta su casa y ahora,
con delicadeza, lavaba sus heridas y contusiones. Tenía
presentes sus facciones y la tersura de su piel; tal era así, que al
cabo de unos instantes notó una notable erección en su
entrepierna, algo que a duras penas podía ocultar. Tan abultada
era la cuestión, que la joven Raquel esbozó una pequeña
sonrisa:
‒No os emocionéis, tan solo os curo las heridas, joven
Fernando—espetó Raquel.
‒No sé cómo agradeceros vuestra ayuda.
‒Debéis disculpar a Triguero, es un buen hombre, ha peleado
muy duro por sacar adelante a sus amigos de la cuadrilla, y nos
presta gran servicio aquí en la aljama. Son malos tiempos, los
muros se engrosan y la gente se emboza en sus adentros.
‒… Sois hermosa—Fernando tenía la sinceridad entre sus
virtudes.
‒Gracias, es todo un halago—La joven Raquel se sonrojó
levemente.
‒Muy hermosa, quiero decir…
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‒No es necesario que lo insinuéis más—La muchacha, a esas
alturas, sonreía radiante.
‒Os escribiría un poema en romance.
‒¿Acaso sois juglar o escribano?.
‒Sería lo que vos desearais, pero se me da mejor escribirlo que
cantarlo.
‒Qué edad tenéis, se os ve muy maduro.
‒Trece años.
‒Casi sois un hombre.
‒¿Y vos, qué edad tenéis?—el joven Fernán estaba desatado
ante la contemplación de Raquel.
‒¡No seáis entrometido!, no es de buena educación preguntar a
una dama por su edad.
‒Sois toda una mujer, ya se os ve, os juro no haber presenciado
nunca un acontecimiento de la naturaleza semejante. Pedidme
algo, por favor, deseo serviros…
‒En ese caso… ¡de acuerdo, arrojaos por la ventana!.
‒Si es acaso lo que deseáis.
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‒¡No, estúpido, qué hacéis!—Fernán había hecho el amago de
arrimarse al alféizar—, ¡alejaos de la ventanay volved aquí!.
Qué clase de loco es el que ha llegado desde la Aceca. Sois un
caballero singular…
La mención por parte de Raquel de la palabra “caballero” para
dirigirse al joven Fernán enardeció su ánimo. Ya no había
heridas ni restregones de qué dolerse. Se sentía capaz de
enfrentarse a Triguero y toda su cohorte de pardillos, todo por
causar admiración en aquella hermosa joven. Sin duda, aquel
muchacho lívido y elegante de la Aceca, de tan peculiar carácter
como destacada nobleza, empezaba a sentir los hormigueos y la
fascinación de su primer amor.
A pesar de la magia del momento, el joven Fernán mantenía un
priapismo considerable, además de un irrefrenable deseo de
arrojarse sobre la muchacha. El joven sabía de las coyundas de
los ayos de la Aceca, incluso de algunos de los freires, pese al
voto de castidad. Tenía bastante claro lo que quería hacer, si
bien, hasta entonces, casi nunca se sintió realmente atraído por
ninguna mujer en especial, salvo un par de lavanderas
descocadas a la vera del Tajo, el verano anterior. Daría lo que
fuera por poder yacer en aquel mismo instante con aquel ángel
de fina piel, llamado Raquel. El mundo se había consumido a
su alrededor, ya no existían los viejos mitos en los que tanto
creía, se olvidó de sus lecturas, de las maravillas de Toledo, de
la probable bronca de su tutor el comendador, de su idealizada
madre incluso. En aquellos momentos, el joven Fernán encontró
el sentido a su existencia. Podría ser exagerada, semejante
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afirmación, pero, a la postre, no cabría duda alguna. Raquel,
por su parte, auscultando al muchacho, reparó en las sucias
gasas que envolvían sus muñecas:
‒¿Qué son estas gasas que portas en tus muñecas?.
‒No son nada. Una vieja herida…—Fernando las apartó
oscamente, ocultándolas tras su espalda. De repente, la
explosión de excitación previa se disipó como la niebla, como
hojarasca arrastrada por el viento.
El joven Fernán volvió a sentarse en el reclinatorio, agachó la
cabeza y quedó en silencio. En aquel momento, Triguero entró
en la estancia, a dar aviso a la joven pareja:
‒El comendador de la Aceca está aquí, ha venido a buscar al
mozo.
Breves instantes después, bajaron ambos dos, seguidos de
Triguero. El ilustre Ordóñez había tomado algunos vasos de
vino y reía, junto al insigne Hayyim . Hablaban de política
Alfonsina y de cosas banales, olvidados ya, en apariencia, los
motivos de la discusión de unos días atrás. A la vista de los
moratones del joven Fernán, el calatravo trocó el gesto:
‒¡Pero, hijo mío, quién ha hecho esto, quién te ha causado
semejante mal!—decía el calatravo.
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Triguero tragaba saliva, después del trato que había dado al
pobre chico. ¿Qué le impediría ahora, delante del mismo
comendador, delatar al causante de semejantes magulladuras?:
‒Nada de importancia, mi señor—respondió el joven Fernán—,
una pandilla cerca del circo romano, me acerqué a visitarlo y
había unos mozos. Me preguntaron de dónde era, yo les dije
que de la Aceca. Ellos entonces insultaron a la orden, decían
que los calatravos son demonios malévolos. Yo no podía
permitir que insultaran a la orden, así que nos peleamos y yo
salí malparado. En la entrada me atendió Triguero, a la vista de
mi salvoconducto, firmado por el tío Hayyim, él mismo me
escoltó hasta aquí.
Triguero respiró aliviado. El joven Fernán demostraba su
nobleza. El ilustre Ordóñez no acababa de creerse la historia,
mas no le quedaba otra, pues no iba a entrar a discutir el
testimonio del muchacho. Antes de llegar a más conclusiones,
el insigne Hayyim intervino:
‒No se hable más, sois mis invitados, por favor, aceptad mi
hospitalidad, es la primera vez que nos reunimos aquí en
Toledo, gracias a la buena voluntad del joven Fernán García de
la Aceca. Estamos en la Peshá, celebremos la Pascua con
nuestros hermanos cristianos, la liberación de los israelitas del
cautiverio y la esclavitud.
Al ilustre Ordóñez, la invitación del insigne Hayyim le
sobrevino de manera inesperada, embriagado como estaba, de
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vino perfumado, feliz, de ver de nuevo a su querido Fernando,
de la mano de su forzado amigo, aquel brujo judío Toledano
capaz de revivir al más enfermo de los mortales. Intentó
resistirse en vano a la invitación, si bien, finalmente accedió,
para mayor alegría de la camarilla circundante.
Aquella tarde se cerró el despacho del insigne Hayyim antes de
lo habitual. El comendador dio orden a su escolta de tornar a la
Aceca, idea que fue acogida con recelo por sus hombres. Al
llegar al arquillo del Alacava, Triguero se despidió del séquito,
pues se sabía no del agrado del calatravo y además, el
sentimiento era mutuo. Se acercó a dar la mano al joven Fernán,
a modo de despedida, a la vez que le espetaba lo siguiente:
‒Ha sido un placer y un honor haber conocido a tan valiente
caballero, don Fernán. Desde hoy, la Puerta del Cambrón
siempre estará abierta para vos—al terminar la declaración, le
hizo un leve guiño al joven Fernán, en señal de complicidad.
Acto seguido, penetraron en la judería mayor de Toledo. El
escenario cambiaba por completo. Calles estrechas, más si cabe,
con adarves por doquier, un laberinto de puertas y ladrillos en
los que se perdía la vista y la orientación. Todos miraban con
recelo al calatravo, que acompañaba al insigne Hayyim . Un
freire calatravo en la aljama de Toledo era asociado a problemas
por todas aquellas gentes. Nada más lejos de la realidad, el
ilustre Ordóñez se sentía relajado y feliz, deseoso de enjuagar la
garganta con algo más de vino aquel día soleado. Viviendo
siempre entre las sombras de la meditación, el rezo y la
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ordenación, encontrar algo de espacio para dispersar los
pensamientos y la comendación era algo que agradecía el
calatravo.
Por su parte, el joven Fernán se sentía sorprendido por la
actitud del ilustre Ordóñez, dicharachero y distendido. Rara
vez le había encontrado en semejante estado y con esos
humores. Si bien, el rosado de sus mejillas y nariz delataban lo
que iba a ser una melopea notable, lo que explicaba gran parte
del alborozo del milite. Además, el joven Fernán aún recordaba
el desplante que había hecho a Raquel un rato antes en la sala
ambulatoria. No había cruzado palabra alguna con la muchacha
desde entonces; se sentía muy mal por aquello, torpe y
antipático, a cada paso, a cada instante, penetraba más en sus
pensamientos la idea de que de su ineptitud le alejaba de
Raquel. Y, cuanto más lo rumiaba, más se enrocaba en su
estúpida postura.
Llegaron a la suntuosa casa de los Al-Fakhar , allí vivía el
insigne Hayyim con su madre Shula, y su hermano Abdel.
Abdel estaba casado y tenía varios hijos. Todos vivían
cómodamente en aquella casa. La planta era ancha, tenía tres
alturas, instalaron confortablemente a los invitados en el amplio
patio interior, rodeados de helechos y lentiscos. Unas toldas
protegían de la solanera exterior, que ya declinaba a esas horas,
generando en su interior un frescor notable.
Hayyim se ausentó junto a su hermano apenas una hora, a
asistir sus rezos en la cercana Sinagoga del Tránsito, excusaron
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a las mujeres para que atendieran debidamente a los invitados.
El joven Fernán no probaba bocado de entre las viandas que les
estaban siendo servidas, suspirando por ver aparecer entre las
vidrieras del patio a la hermosa Raquel. Por otra parte, el ilustre
Ordóñez daba buena cuenta de todo aquello, sobre todo del
vino, cada vez más embriagado y desconectado por completo
de sus obligaciones.
A su retorno, el insigne Hayyim y su hermano se unieron a la
fiesta particular del ya etílico Ordóñez, que hacía alarde de
hechuras para almacenar litros y litros de vino en su interior,
sin llegar a desplomarse. Finalmente, iniciaron la ceremonia del
Séder, previa a la cena ritual de la Pascua, entonaron varios
plegarias y bendiciones ya todos juntos. El joven Fernán se
sentía más aliviado ahora que se había unido a la cena su
escurridiza amada, a quien miraba furtivamente situada en el
otro extremo del corro que habían formado. La veía bromear y
juguetear con cariño con sus primos, de quienes estaba
secundada, con una frescura encomiable. En un par de
ocasiones, el pobre Fernán se descubrió a sí mismo
ensimismado, embobado en la observación de Raquel, cuando
un trompicón en la espalda, dado por la ancha palma del ilustre
Ordóñez, le sacaba de sus ensoñaciones. A la vez, el calatravo
gritaba: ‹‹...¡Este es mi muchacho, este es mi Fernán, cómo
quiero a este desgraciado!...››, reivindicándose en el amor y en
una cierta exaltación de la amistad, algo muy propio en
aquellos momentos.
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La noche estaba ya muy entrada, los ánimos empezaron a
declinar, el ahora no tan ilustre Ordóñez daba serias muestras
de embriaguez y empezaba a cerrar los ojos, igual de Abdel. No
así el insigne Hayyim, que no era especialmente aficionado a
los festines. Retirada la cena, se sirvió un té para los
comensales, a la vez que se iniciaba la parte más densa y
trascendental de las múltiples conversaciones y chanzas que se
habían desarrollado hasta ahora. Abdel y el etílico Ordóñez
estaban, hombro con hombro, disfrutando de un té con licor y
profundizando, junto a Hayyim, en los aspectos más
fundamentales de la vida y la existencia humana, de la mando
de las interpretaciones del Talmud, los mensajes de la sagrada
Biblia en un batiburrillo de comentarios y anotaciones
estúpidos, deslavazados, propios de gentes que disfrutan de
una cogorza conjunta.
Hacía un rato que el joven Fernán había vuelto a perder de vista
a su hermosa Raquel, toda vez que se levantaron las mujeres a
retirar la mesa, mas no se atrevía a moverse de su sitio. No se
perdonaría a sí mismo que terminara la jornada sin volverle a
hablar.¿Y si Raquel se retiraba ya a su habitación, y si se
limitaba a dar las buenas noches, sin más y a perder aquel
instante, tal vez, para siempre?. Al pobre Fernán le latía el
corazón de manera compulsiva, se sentían angustiado y tenía
un nudo en el estómago.
Fue entonces, que notó la tersura de una mano de piel fina
sobre la suya, algo fría, lo que le sobresaltó ligeramente. Al
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girar la mirada, encontró a su espalda a Raquel, mirándole
fijamente, mientras le decía:
‒Ven conmigo…
Probablemente ninguna fuerza conocida por el hombre habría
podido retener en su sitio al joven Fernán ante esta invitación.
Acompañó de la mano a su querida Raquel, escaleras arriba,
emocionado, absorto, embriagado de alegría. Había vuelto, su
ángel había vuelto y le había tomado de la mano. Llegando a la
tercera planta, una irregular puerta de madera simplemente
empotrada, daba acceso a un altillo desde el que se alcanzaba a
ver todas las azoteas de la judería, y allí, en la distancia, la gran
mezquita, ahora catedral, junto al palacio real. Fernán quedó
boquiabierto por unos instantes, a la vista de tan hermosas
panorámicas. La ciudad estaba muy oscura, evidentemente,
pero el tenue baño de luz de la luna en cuarto creciente, y las
múltiples hogueras, antorchas y lámparas que se encendían en
todos los hogares producían un efecto lumínico particular y
hermoso. Aquella escena solo pudo ser interrumpida por la
muchacha, de nuevo:
‒¿Te gusta?—preguntó Raquel al patidifuso Fernán.
‒Me encanta, es precioso.
‒Creía que os había ofendido después de preguntaros por lo
de, ya sabéis, lo de vuestras muñecas.
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‒No no, perdonadme, al contrario, soy yo quien os ha
ofendido. Creía que no me volveríais a dirigir la palabra debido
a mi tosquedad.
‒Sois un joven peculiar, Fernán García de la Aceca.
‒Vos sois el ángel más hermoso que nadie ha podido hallar—A
Fernando se le volvía a calentar el morro.
‒¡Otra vez con esas!, decidme, qué me queríais escribir, si no
sois trovador ni armado caballero. Yo por mi parte, soy una
simple judía de Toledo.
‒Os equivocáis, sois el remanso de paz en el río revuelto…
‒Seguid, Fernán, sois agradable al oído.
‒Sois… sois la frescura de la mañana de Agosto, el rumor de
los ruiseñores al amanecer, el aroma a lavanda en la campiña, el
fruto maduro de un cerezo, el jazmín de los naranjos… sois
como girones de nube en el cielo, la riqueza de los pastos, el
anhelo de los sueños…sois, como una amapola en un trigal.
‒¡A fe mía que seríais un gran trovador!
‒Seré trovador por vos, Raquel, seré lo que queráis que sea.
‒Basta ya de esa martingala de ser lo que yo desee. Habladme,
¿do están vuestros padres?.
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‒Mi padre es don Pedro García de Aza, señor de Lerma por
designación real. Mi madre, es una hermosa y noble religiosa
de aquí de Toledo, mas vive profesando su fe en Cuevarrubias,
allá hacia Burgos.
‒Sois bastardo… perdón, ilegítimo.
‒A los ojos de Dios, sí, me temo. Mas el ilustre Ordóñez me ha
dicho que, mediante el rezo y la estricta observancia de las
reglas cistercienses, no tendré problema en alcanzar la
salvación.
‒Es un buen hombre, se nota que os ama.
‒Es rudo, tosco, fervoroso, pero también noble, honesto e
igualitario. Nadie trata mejor a sus collazos de lo que lo hace él
mismo. Es generoso, no guarda caudales para sí, como hizo el
anterior comendador. Es hombre recto y valiente. Ha
combatido a los moros en muchas ocasiones, porta grandes
cicatrices. No se comporta como un señor, con desprecio y
altivez hacia el vulgo.
‒Habláis muy bien para vuestra edad, no hay muchos mozos
con vuestra verborrea.
‒Siempre me han gustado las letras y los escritos. Me aburren
las peleas y las espadas. Los mozos de la Aceca están todo el día
en esas, cuando no trabajan el campo y cuidan de las recuas, a
darse palos con espadas de madera. El ilustre Ordóñez se
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empeña en que aprenda del uso de la espada, llevo dos años
con ello, mas no me gusta demasiado.
‒Pero sois valiente, habéis hecho el camino hasta aquí, solo
para reconciliaros con mi padre. Eso es muy noble de vuestra
parte.
‒De haber sabido de vuestra existencia, me habría dejado
golpear por Triguero tantas veces como fuera necesario… solo
para entrar por el arquillo a veros.
‒¡Ja ja ja!, basta de galanterías, joven García, no es propio
recibir estos halagos aquí en la soledad de esta terraza.
‒¿Y vuestra madre?, no quería preguntaros.
‒Mi madre…—La joven muchacha suspiró—, murió dando a
luz, de camino desde Granada hasta aquí. Mi padre nunca
habla de ello. Dice que era la mujer más hermosa del mundo.
‒Como vos…
‒¡No tonto!. Era la más hermosa y la más buena. No se puede
llorar por una madre que no has conocido, ¿verdad?.
‒Se pude llorar por la desgracia de no tenerla a su vera.
‒Tenéis respuesta para todo, ¿no es así?.
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La abuela Shula llamó a la joven Raquel entonces, era hora de
retirarse a sus aposentos, los hombres quedarían allí tendidos,
divagando el resto de la noche, recostados entre cojines, al calor
de la embriaguez que abrigaba sus cuerpos y enturbiaba sus
mentes. Antes de retirarse, la joven Raquel alcanzó a besar la
mejilla del joven Fernán, mientras le decía:
‒Ha sido un placer conocerte, valiente Fernán. Buenas noches.
El muchacho ya nunca olvidaría aquella noche mágica, aquel
día en el que se trastocó su vida al encontrarse con Raquel, la
judía Raquel. Una extraña carambola del destino acercaba a un
comendador calatravo, a un hijo ilegítimo y a un judío
eminente de la aljama toledana, para toparse de lleno con el
amor de dos críos.
El joven Fernán acudió a recostarse al lado de su soñoliento
tutor, en las proximidades de un coma etílico. Se arrinconó
junto a él, sin ser capaz de conciliar el sueño durante el resto de
la noche, con la mirada en las estrellas, donde, a cada rato,
parecía contornear o leer las facciones de la judía de sus
amores.
Amaneció el comendador con una resaca épica y un mal humor
de mil demonios. Se azoró en salir de la casa de Hayyim, de
vuelta a sus quehaceres en la comendadura. De la mano iba casi
el joven Fernán, con los ojos abiertos como platos, rojos, de no
haber conciliado el sueño durante la noche. No dejó el tosco
calatravo de renunciar a sus buenos modales, despidiéndose
oportunamente de todos los miembros de la casa,
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especialmente de la abuela Shula y de los jóvenes primos de
Raquel, entre los que repartió algunos mencales. Salió como un
rayo hacia las caballerizas donde habían dejado las monturas la
tarde anterior. En el camino por el adarve, se topó con el
insigne Hayyim, quien conversaba con algunos notables de la
aljama, cerca de la manzana del Sofer. Con el estilo y la
psicología de los que siempre hacía gala, se acercó al calatravo
para pausar su agitada marcha:
‒Veo que vais con prisa, ¿Me permitís acompañaros?, quisiera
departir con vos—decía Hayyim.
‒Adelante—respondió el calatravo,
caminando, algo más despacio.
mientras
seguían
‒El chico, Fernán, ¿está mejor?.
‒Algo debió beber anoche que le ha sentado fatal, no ha
conciliado el sueño y está muy raro, embobado, estoy por darle
una guantada, no me gusta cuando se porta así…
‒Han sido muchas emociones, entendedlo. Creo que le gusta
Toledo.
‒¿Qué queréis decir?.
‒Mi madre dice que es un mozo estupendo, bien formado,
educado, hermoso… bueno, eso ya son cosas de mujeres.
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‒… Qué quiere, ¿acaso casarlo con alguien?. El pobre no tiene
dote, solo una tontuna enorme en lo alto de la cocorota.
‒La familia está encantada con él.
‒Ha sido bien educado, para ser un buen hombre.
‒Sin duda, muy bien formado, en letras también. ¿Os habéis
fijado en cómo habla?.
‒Habla como se le ha enseñado.
‒¿Y en cómo escribe? He leído las cartas a su madre, son
hermosas.
‒¿Habéis leído sus cartas?. ¡Demonios!, pues a mí nunca me las
muestra… ¡mi cabeza va a explotar!. Y vos, para colmo, me la
estáis llenando de pájaros. ¿A dónde queréis llegar?—El ilustre
Ordoñez frenó en seco en ese mismo instante.
‒El rey Alfonso de Castilla busca trovadores y escribanos para
su corte. Quiere escribir sobre fechos, gestas, quiere poetas
entre sus adláteres. Quiere crónicas, narrarle al Papa sobre los
avances de la reconquista, sobre los méritos conseguidos. Trae
maestros de toda Europa a su escuela catedralicia de Palencia.
Está formando un núcleo de poder real y, para ello, necesita
ministerios, gente docta, capaz de llevar la palabra y la épica de
Castilla y de su rey hasta los confines de la tierra.
‒No os entiendo.
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‒Nuestro amado rey don Alfonso es un hombre sabio, además
de guerrero. Hay más reyes cristianos combatiendo en la
península, quien más goce del favor de Roma, de Aquitania, de
Inglaterra, será quien reconquiste Hispania a los moros. El
favor se consigue divulgando las virtudes que le hacen a uno
merecedor de tales dignidades. Los mensajes se montan sobre
un caballo y son entregados por un heraldo. Allá en su destino,
son leídos delante del regente de turno. Son cantados en la
liturgia de las plazas públicas, sobre los altares y cadalsos. Es en
la fuerza e intensidad de esas líneas do está la clave para
seducir a los aliados. La gloria y la épica no solo se conquistan,
mi buen Ordóñez, también se escriben, más aún, se cuentan.
‒Y bien, ¿qué proponéis?...
‒Estoy promoviendo con el consejo de ancianos y el Nasí la
creación de una escuela de traductores: latín, hebreo, árabe…
tal vez romance. En realidad, hace largo tiempo que hay que se
hacen traducciones aquí en Toledo, algo a lo que,
orgullosamente, ha colaborado mi gremio. Lo que pretendemos
es algo más, a edificar, a construir y a consolidar. Mi propioa
hija formará parte de ella, yo mismo la estoy formando.
Asimismo, podríamos formar al muchacho, puede ser un gran
letrado para el rey. Es una noble salida para él.
‒¿Más que la orden, queréis decir?.
‒No quiero decir eso, pero está por encima de nosotros la
voluntad del rey: ¿qué mejor logro que apoyar a su causa?.
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‒No voy a tomar en serio vuestras argucias, me tomáis por
estúpido, pero os lo puedo consentir, dado que vos, al igual que
yo, deseáis lo mejor para el muchacho. ¿Creéis poder ofrecerle
mejor vida que la devoción a Dios y la lucha por la Santa Madre
Iglesia?.
‒No, no es eso, tan solo que…
‒… Es así, Hayyim. Hay muchas formas de servir a Dios, no
todas han de usar la espada.
En aquel momento el ilustre Ordóñez llevó la mirada al joven
Fernán. El muchacho estaba apoyado en un esquinazo,
meditabundo, con los ojos colorados y mirando a las palomas
revolotear:
‒¡Demonios!… ¿qué le habéis dado al chico que parece estar
pasmado?—volvió a insistir el calatravo.
‒Creo que ha bebido el néctar que destilan los encantos de mi
hija Raquel; no es el primer polluelo que se distrae viendo pasar
a esa polla.
‒Dejadme pensar en ello… siempre creí que el muchacho sería
un ardiente caballero. ¡Malditos judíos, siempre lo embarullan
todo!.
Dicho lo cual, dio un respingo el calatravo, dando la espalda a
Hayyim, a tiempo de sopapearle con la larga capa al girarse
bruscamente, para dejarlo allí plantado. Acto seguido, propinó
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un coscorrón al joven Fernán, para sacarlo de su
ensimismamiento. El muchacho reaccionó de golpe, saliendo
detrás de su tutor a paso ligero. Se giró brevemente para decir
adiós con la mano a Hayyim, quien permanecía, sonriente, en el
fondo del callejón.
El ilustre Ordóñez y su joven secuaz, de nombre Fernán,
retomaron sus monturas y salieron a toda prisa de Toledo. En la
puerta del Cambrón había un cuadrillero con un ojo amoratado,
de los de la jornada anterior, a quien miró el joven Fernán, para
acto seguido hacer chanza y burlas del mismo. Se tomaba
venganza, de forma irónica, aquel mozo altivo de la acémila,
por las afrentas de la jornada anterior. Vigilaba Triguero, desde
los adarves de la puerta, la salida de ambos dos.
Durante el retorno a la Aceca, el ilustre Ordóñez no mentaba
palabra, pensativo y ofuscado. El joven Fernán no permaneció
ajeno a este extremo, intuyendo que algo consumía por dentro
al recio calatravo. Así avanzaron casi dos leguas, hasta que,
mediado el día, el ilustre Ordóñez frenó en seco sobre su
montura. Se dirigió en aquel mismo momento al joven Fernán:
‒Irás a Toledo, a formarte en letras. No se hable más…
Y siguió su camino, tras espolear su caballo.
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CAPÍTULO IV. EL JUICIO DE UN INOCENTE
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Nadie acogió la idea de acudir a formarse a Toledo tan bien
como el propio Fernán García. De este modo, empezó a visitar
frecuentemente Toledo entre semana. Allí, el insigne Hayyim
le abrió las puertas de su hogar, acogido en una estancia, junto
a dos de los hijos de su hermano Abdel. El joven Fernán era
muy querido en la casa, por sus modos refinados, su elegancia
natural, por su naturaleza sosegada y bondadosa. La abuela
Shula le tenía un cariño especial. Le preparaba dulces y
suculentas comidas, si bien, el pobre Fernán no era un glotón,
como la mayoría de miembros de aquella familia.
Vivía un sueño continuo, del que no quería despertar; estaba
aprendiendo hebreo, árabe y latín, tenía acceso a muchos libros
y manuscritos, cartas geográficas de los musulmanes, poemas
vernáculos de tierras lejanas, escritos en otros tiempos,
narraciones épicas, filosofía, ciencia. Era increíble el fondo
bibliográfico que almacenaba en su seno el Alacava. Se habían
acabado las escrituras, las aburridas traslaciones de los
evangelios o las hagiografías tan presentes entre los
mamotretos de la comendadura. Por el contrario, allí en Toledo
tenía acceso a muchas fuentes, se asombraba con la geografía y
el tamaño del mundo, medido por un tal Ptolomeo, las
enseñanzas de los antiguos griegos, interpretadas por un tal
Averroes, que vivía en Córdoba por aquellos tiempos; tratados
de artes, ciencias, astronomía, filosofía… en una era de
oscuridad, Toledo era una lámpara encendida en el corazón de
Castilla.
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Mucho más agradecía el muchacho las horas que pasaba al lado
de su amada Raquel. La joven, por su parte, siempre prestó más
atención al dedicado Fernán que a los múltiples moscones que
la soleaban de continuo. El insigne Hayyim se vio obligado a
rechazar algunas peticiones de mano, incluyendo generosas
dotes, de gentes acaudaladas de la región. No es menos cierto
que el propio Hayyim también mantenía y acrecentaba su
cariño por el joven Fernán a cada día que pasaba, viendo con
buenos ojos los arrumacos y galanterías que se traían los dos
incipientes amantes. La abuela Shula, por su parte, vigilaba de
cerca a los palomos, por no descuidar la honra de su nieta, y es
que ningún mozo en esa edad, ni siquiera el galante y refinado
Fernán, dejaban de tener una enorme apetencia por desflorar
una rosa tan bien formada como lo era Raquel.
Algunas cosas no cambiarían, sin embargo, y es que Fernán
mantenía sus muñecas cubiertas y la correspondencia con su
madre. En este último aspecto, andaba algo más espeso y
difuminado; espaciaba las misivas, al andar más distraído y
falto de tiempo, detallando menos sus venturas y citando
muchas de sus lecturas y progresos. El insigne Hayyim, harto
de ver esas gasas, añosas y sucias, en las extremidades de
Fernán, le hizo fabricar sendos brazaletes de plata fina, labrados
por un amigo orfebre, con la enseña de la orden de Calatrava:
un guiño al ilustre Ordóñez, que se mantenía agrio, como
siempre, mas prolijo, por otra parte, en asistir a Toledo, casi
siempre escoltando en persona al joven Fernán.
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Un día, en camino desde la encomienda, el ilustre Ordoñez le
espetó a Fernán un consejo, al estilo seco y directo de aquel
viejo calatravo:
‒Fernán, no me pasa por alto el hecho de que tienes amoríos
con la joven hija de Hayyim—dijo Ordóñez.
‒Sí, mi señor, amo a Raquel más de lo que amo a la vida—
respondía, ilusionado, Fernán.
‒Hazme caso, no te enamores de ella. Una mujer tan hermosa
solo te traerá problemas, atraerás miradas y envidias. Una joya
así no puede ser expuesta en público. Todos querrán tocarla,
acariciarla… quererla, ya sabes. Deja su suerte para algún
ricohome, que no le faltan; alguien que la pueda guardar en un
castillo, y protegerla de la codicia y la lujuria ajenas. Tú no serás
más que un humilde escribano, amigo de los judíos, que no
podrá ofrecerle más ventajas.
‒Mi señor, todos los hombres somos iguales a los ojos de Dios,
¿no?. ¿No tengo derecho yo a amar tanto como cualquier otro?.
‒Dios mide a los hombres por sus almas Fernán, nada más. En
el mundo terrenal, la vida es como es, cada uno tiene su lugar.
Escucha bien lo que te digo, amando a esa muchacha, caerás en
desgracia.
No volvieron a comentar el asunto, pues el ilustre Ordóñez, a
pesar de su sentido agudo y lapidario de la realidad, no podría
influir en este aspecto en modo alguno. Sin embargo,
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consideraba su obligación el dar consejo al muchacho, aunque
fuera en vano. El joven Fernán, mientras tanto, se consagraba a
su nuevo futuro como escribano, pero no perdía de vista la
posibilidad de ser ordenado caballero, bien de la mano de los
calatravos, bien de la influencia de su padre. Las palabras del
ilustre Ordóñez restañaban en su cabeza con frecuencia; fuera
de los muros de Toledo, del Alacava, había ferocidad,
desgracia, muerte… igual que heroísmo, honra, coraje… El
joven Fernán no podía dejar de desdeñar la espada y una
eventual caballería, como forma de garantizar un futuro de
felicidad con su querida Raquel. A veces fantaseaba, con que
acudía a las cruzadas durante el día y, en la noche, mientras
todos dormían, volaba junto al lecho de Raquel, a recitarle
poemas. Raquel se hallaba siempre en una pequeña habitación,
con las mismas paredes de adobe de aquel encierro en vida que
el propio Fernán sufrió de niño. No sabía por qué, pero seguía
imaginándose la felicidad bajo la honda melancolía del fondo
de una pequeña y humilde estancia, esperando a que una
señora fornida entrara por la puerta a darle el pecho.
Sea como fuere, seguía entrenándose en el arte de la lucha con
la espada, adquiriendo un notable manejo. La verdad es que el
muchacho se esforzaba por hacer feliz a todo el mundo. Se
levantaba poco antes del alba, para emplear todo el día en su
preparación y en los quehaceres diarios. En casa de Hayyim,
era el único varón que ayudaba a las mujeres en las labores del
hogar, algo que los demás miraban mal, aunque el joven no
dejaba de atenderlo bajo ninguna circunstancia.
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Triguero hizo también buenas migas con el joven Fernán, quien
sacaba tiempo para enseñar a leer al jefe de los cuadrilleros. Lo
hacían a escondidas, pues Triguero tenían que mantener su
prestigio intacto ante sus muchachos. Recibir clases y reproches
del jovenzuelo Fernán era algo que podía dañar la imagen del
cuadrillero de manera notable. No obstante, Triguero sacó
cierto partido de las clases y, en contraprestación, afilió a
Fernán a las intrigas de la cuadrilla. Pronto estuvo al corriente
de todos los devaneos y guerras intestinas que se cocían en
Toledo, las fluctuaciones de poder, los amagos de asalto a la
judería, escándalos y chismes; sin duda, la cuadrilla de San
Román y Triguero eran su contacto con el mundo real de las
calles.
A pesar de todo, trascurrían los años felices allí en el reino
toledano. La escuela de traductores estaba muy avanzada en su
concepción, estaban construyendo un edificio en el Alacava
para alojar escritos y escribientes. El principal mecenas de esta
obra era el Nasí de los judíos: su príncipe. No solo eso, también
era el Almojarife principal del rey y mayor figura de referencia
de la comunidad Sefarad, no solo en Toledo, sino en toda la
península. Su nombre: Josef ben Salomón ben Sushan, era la
segunda generación de la prominente familia judía de los AlFakhar , originaria de Granada, habían prosperado de la mano
de los reyes cristianos de Castilla y León, desde los tiempos de
Alfonso VII. Muchos judíos huían ya de la fuerte represión
antisemita que corría por los territorios bajo control de los
almohades. Se extendía el odio, asimismo, en el corazón de
Francia, el fundamentalismo cristiano empezaba a expulsar a
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los judíos de sus tierras o a promover matanzas sin sentido en
nombre del Dios Cristiano. El Nasí, conocido en Toledo como
Josef Alfacar, fue un faro que iluminó las oscuras aguas en las
que zozobraban familias enteras huyendo de la represión,
refugiándose en alguna de las múltiples juderías de Hispania: la
última tierra libre que de verdad quedaba en el continente.
Tendría oportunidad de conocer al Nasí nuestro joven Fernán,
aunque más adelante. Al lado de Josef Alfacar, príncipe de los
judíos, estaba su mano derecha, un prominente usurero del
Alacava, de nombre Judá ben Mahmud. Era el judío más rico de
Toledo, era responsable directo de la contabilidad del rey
cristiano por legación del propio Nasí. Dos poderes fácticos
dentro de la judería de los que no podía abstraerse el insigne
Hayyim, quien guardaba ciertas reservas hacia estos dos
gerifaltes. Y es que el insigne Hayyim era un estricto
observador de la tradición escrita, la Torá, ignorando a menudo
la tradición oral y la interpretación rabínica de la religión judía
que se imponía en las sinagogas peninsulares. Estaba muy
convencido de ello, lo que le convertía, al menos
potencialmente, en un caraíta.
El caraísmo era considerado como una herejía dentro del
ámbito judío de la época, al postularse, como todas las herejías,
en una corriente diferente de pensamiento respecto de la
dominante. Una suerte de intolerancia similar a la que
afrontaban los albigenses o cátaros cristianos en el Mediodía
francés. El mismo dios, diferente adulación. El mundo debatía
sobre la heterodoxia o condescendencia de unas corrientes
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frente a otras. Las desavenencias se resolvían mediando el filo
de las espadas o los más severos castigos, el rechazo social, el
estigma. Y en esas, el insigne Hayyim llevaba muy cerca del
corazón el caraísmo; con su manera de entender el mensaje de
Dios en las antiguas escrituras, heredado de los tiempos en que
vivía en Granada. El problema frente a aquello, sin embargo,
era notable, dado que el gran Nasí se había caracterizado por
una firme y decidida persecución sistemática de los caraítas,
hasta su total erradicación de la península. El corazón de
Hayyim, muy a su pesar, le situaba dentro de la población de
riesgo. En este sentido, sus relaciones con el gran príncipe, Josef
Alfacar, fueron cordiales pero cautelosas. De hecho, el propio
Josef Alfacar tenía enorme predicamento por el insigne
Hayyim, no así al revés.
Alcanzaba ya más de la quincena y con ella la mayoría de edad
nuestro joven Fernán, cuando una fría mañana de Diciembre,
del año de nuestro señor Jesucristo de 1194, el insigne Hayyim
solicitó su compañía para atender un juicio presto a producirse
en la gran plaza del Zocodover. Caminaban por las angostas
calles del barrio de Montichel, dejando atrás la judería. El
carácter jovial de Hayyim andaba trastocado en seria
preocupación, algo poco habitual en él; apenas había mentado
palabra desde que salieran de casa. Finalmente, el ya maduro
Fernán, decidió preguntar:
‒¿Qué te turba Hayyim, dime?. ¿A dónde vamos, es acaso un
amigo el juzgado?.
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‒Es un amigo peculiar. En realidad, es un ahijado. Una larga
historia… Tenía un buen amigo, cristiano, un caballero villano,
venido de los campos góticos, me ayudó mucho cuando llegué
a Toledo, con mi hija en brazos. Decía que él mismo había
padecido lo indecible en tiempos pretéritos, razón por la que
me comprendía y me prestaba su ayuda.
‒Hablas de vuestro amigo en pasado.
‒Porque falleció, hace ya tiempo…
‒Entonces, cuál es tu preocupación, ¿acaso una herencia?.
‒Algo así, antes bien, un heredero. Aquel amigo se casó con
una mozárabe Toledana, de nombre Jasmina. Quedó preñada la
mujer de mi amigo y al poco tiempo murió, debido a las heridas
sufridas defendiendo Toledo de una aceifa organizada por el
mismísimo califa almohade, Abu Yaqub Yusuf. El hombre dejó
una heredad notable a su esposa: una finca de más de treinta
yugadas a la vera del Tajo, enclavada junto a un estupendo
farallón para entrar al río. Así mismo me pidió, en su lecho de
muerte, que me asegurara de que a su hijo nonato le fuera bien
en esta vida, en honor a la ayuda que me había prestado él
mismo en tiempos.
‒¿Es entonces su hijo el que está en problemas?.
‒Jasmina, la viuda de mi amigo, se casó a los pocos meses, con
un aparcero que vivía y vive aquí en Toledo. Habiendo recibido
la herencia de su marido fallecido, ambos han juntado un
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notable patrimonio. Al poco tiempo de sus segundas nupcias,
nació de Jasmina el hijo de mi amigo fenecido. De nombre Alejo
de Turiégano, por su padre, nació, digamos, con un cierto
retraso...
‒…Un pasmado.
‒Ciertamente, un poco alelado, mas bueno y honrado, fiel y
juicioso. Trabajador incansable, se deslomaba desde muy
pequeño en las tierras de su madre y en los negocios pesqueros
de su padrastro. Pocas manos hay más desgastadas en todo
Toledo. A pesar de ello, nunca ha gozado del favor de ninguno
de los dos.
‒¿Y en qué lío se ha metido?.
‒Ayer mismo me avisaron, a través de Triguero, que el alguacil
había mandado prender al pobre Alejo, acusado del robo de
tres cabezas para yuntar. Hoy mismo le van a juzgar y, si no
encuentro forma de ayudarle, tendrá que pechar con creces por
el robo, tal vez lo encierren, o tal vez le metan el látigo.
‒Pero, ¿y si es un ladrón?.
‒¿No lo entiendes?, el pobre no tiene malicia, ni para robar tres
sueldos, menos para robar tres cabezas de ganado. No sé qué
clase de malentendido es este, pero he de averiguarlo.
Se apresuraba, por las calles de Toledo el insigne Hayyim,
pensativo, abstraído, preocupado. La curiosidad innata de
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Fernán le llevó a pedir más información a Hayyim sobre su
difunto amigo y las circunstancias que rodeaban a su hijo,
ahora acusado de robo. Hayyim prosiguió dando explicaciones
a Fernán, dado que, de alguna manera, le ayudaba a él mismo a
ordenar sus pensamientos.
Llegando a la plaza del Zocodover, la población aumentaba
notablemente; muchos toledanos hacían conciliábulo ante la
noticia de los juicios que se iban a cursar aquella fría mañana.
Dos jueces, uno castellano y otro mozárabe, se sentaban en
taburetes junto a una larga mesa alfombrada con un tapiz de
lana gruesa, con bastas representaciones sacras. Un largo
capazo rojo con ribetes dorados, junto a un sombrero de ala
ancha y color similar, presidían la mesa, uno sobre otro.
La muchedumbre murmuraba, redundando en un ruido de
fondo ensordecedor. Todo el mundo farfullaba y hacía
elucubraciones y juicios paralelos, cotilleaban o se llevaban las
manos a la cabeza. El espectáculo estaba servido y, con suerte,
la mañana les regalaría una sentencia a cincuenta latigazos a
algún pobre desgraciado.
Era hora de empezar, así que el alguacil, de nombre Illán
Estébanez, decidió llamar a todo el mundo al orden. Se
soplaron una media docena de trompetas para silenciar al
populacho, a la vez que el seco y mal encarado alguacil Mayor
se encaramaba al cadalso de la plaza, junto al que se hallaba la
mesa de juicios, para alzar unas palabras:
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‒¡Atended villanos, autoridades y clérigos de Toledo. Atended
todos!. Se dicta hoy juicio público, en derecho otorgado por los
fueros, el Rey de Castilla y Dios nuestro señor, en denuncia de
Severio de Planchuela, hijo de Pedro, labriego de nuestras
vegas, contra Alejo de Turiégano, hijo de Aluendo, labriego
también que lo es, de las fincas de don Brígido, notable entre
nuestros vecinos. Atended todos, que fue mandado prender por
el juez, a la denuncia de Severio, que así fue prendido el día de
ayer e llevado preso, pues prudencia dicta sentencia. Mas se ha
de cumplir la ley, se haga hoy el juicio e peche quien haya
hacerlo. Que quien la hace, la paga, así sea siendo, que
malqueriendo. Procedió el alguacil, a continuación, a exponer
los hechos:
‒Sepan las sus señorías que el aquí presente, Severio e cuatro
testigos más, afirman que ha tres días que Alejo, aquí presente a
su vez, aprehendió tres buelles, mientras pastaban al fresco, en
las veredas del brezo… e que al tratar de refrenar al rufián,
salióles, horca en la mano, fornido como es, tras los pasos de
ellos—La multitud rugía entonces—. Et que no pudieron hacer
cosa alguna que dejarlo escapar, por mor de ser trinchados por
el feroz cuatrero.
Los lanceros del alguacil habían abierto corrillo para el juicio,
en dos esquinas estaban acusador y acusado, respectivamente.
Allí estaba el pobre Alejo, un hombre alto, fuerte, de manos
huesudas, labradas y callosas. Tenía la mirada perdida, parecía
no asimilar dónde se encontraba, la encrucijada en que se
hallaba. Vestía pobremente, apenas llevaba una camisa larga
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con una gonela farpada de sobrevesta. Curiosamente se
abrigaba con una aljuba de cuero rica, probablemente, heredada
de su malhadado padre. De inmediato, el joven Fernán sintió
una profunda compasión por aquel pobre estúpido
desamparado, objeto de chanzas e insultos. El populacho
gustaba de aprovechar cualquier ocasión para sacar su zafiedad
a las calles, para escupir en la cara del débil, para arrojar
despojos al desfavorecido. Bastaban las palabras del alguacil,
sumadas a las ganas de gresca y algarabía del vulgo, para
arrojar un juicio sumario sobre cualquier pobre infeliz.
Por eso conectó de inmediato el joven Fernán con la causa del
pobre Alejo, la causa del desvalido, del indefenso, la causa del
calmado, el pacífico. El insigne Hayyim salió al encuentro de
Alejo, que empezaba a sentirse aterrorizado por la
muchedumbre arrojada a gritos sobre él. El médico tomó del
brazo al pobre Alejo, quien se agitó sobremanera a causa de
esto. Al reconocer las facciones de Hayyim a su lado, Alejo
sonrió levemente, asomando sus dientes descascarillados y
mugrientos: ‹‹He venido a ayudarte, amigo mío››, le susurró al
oído. Alejo se alivió inmediatamente y abrazó a su amigo con
sus enormes brazos.
Muy cerca se encontraba su madre, Jasmina, sumida en un
profundo estupor. A su lado, su marido, de nombre Brígido de
Almadán, un aparcero adinerado, regentaba algunas de las
pesquerías de Toledo y llevaba varios puestos de corte de
pescado. También era corredor de mercancía, para el abasto de
Maqueda, Santa Olalla, Talavera e incluso Ocaña, por lo que
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concentraba bastante negocio alrededor de la pesca. Jasmina
aparecía compungida y lagrimosa, asustada por el escarnio que
enfrentaba su hijo. Brígido, por su parte, mantenía el gesto
serio, tenso. Fernán pareció leer en su expresión cierta
excitación incluso, impaciencia. Hayyim se limitó a saludar con
una ligera reverencia al matrimonio, motivo por el que Fernán
concluyó que la simpatía del médico judío por el pobre Alejo no
se extendía a sus padres.
Llegó el momento de ordenar el juicio, y el alguacil Mayor
prosiguió su alocución:
‒¡Atended villanos, autoridades y clérigos de Toledo. Atended
todos!. Porque hoy la voluntad de justicia se impone desde los
más alto, Dios nuestro señor aspira a la redención del preso, del
ladrón, del felón; Dios es misericordioso en la búsqueda del
perdón y en la impartición de la justicia. Y es por eso que
tenemos hoy entre nosotros al Arcediano de Toledo, el
ilustrísimo y reverendísimo don Eleucadio.
Toda la plaza prorrumpió en aplausos, don Eleucadio,
arcediano de Toledo en aquellos tiempos, era la mano derecha
del arzobispo: el primado Martín López de Pisuerga. Era este
un personaje odiado y temido a partes iguales. Don Eleucadio
controlaba el Cabildo de Toledo, tenía fama de perspicaz,
despiadado, codicioso y acaparador de riquezas. No era,
precisamente, un siervo de Dios. Sin embargo, era un político
encomiable, un subalterno irremplazable y un estilete por la
cristiandad plena en Toledo. Formaba parte de las familias
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mozárabes que controlaban el abadengo en la ciudad,
empezando por el cabildo catedralicio, los monasterios,
sacristías e iglesias sufragáneos. Estas familias ejercían un
nepotismo acusado en la ciudad, sobreponiéndose a los clérigos
francos que tanto habían dominado estos estamentos hasta la
muerte del arzobispo don Cerebruno. No en vano, el propio
alguacil, Illán Estébanez, formaba parte de estas élites
mozárabes.
Su presencia allí no era casual. Sin embargo, ¿por qué se
personaba a intervenir una figura de relumbrón semejante, en
un juicio menor como era ese?. El grueso clérigo se alzó al
cadalso, en medio de la ovación general, marcadas las
facciones, una reluciente papada, unos cabellos ondulados y
blanquecinos asomando por la cofia que portaba, junto a todas
las enseñas y emblemas de decoro. Venía investido de plenos
poderes, a alentar a las masas, precisamente aquel día,
precisamente, aquel juicio. Todo ello hacía sospechar lo peor a
Hayyim. ¿En qué asuntos estaba involucrado el pobre Alejo,
como para echarse encima la apisonadora judicial y sacra de la
capital del reino?. Fernán, por su parte, guardaba silencio,
aunque se le notaba profundamente pensativo. El arcediano
Eleucadio impartió bendiciones para todos los congregados,
emitió una breve exégesis en latín a modo de introducción, para
hacer entrar en calor al público asistente. Después del alarde en
forma de panegírico, inició el discurso que de verdad le trajo a
la plaza:
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‒Hermanos todos, hijos de Dios, gracias por vuestra asistencia
hoy, cercanos como estamos a las fechas señaladas, del
nacimiento de Jesucristo nuestro señor, de celebración de la
natividad y de los buenos augurios que conlleva. Ha sido un
año duro, lleno de pruebas, se quiebra la tregua con los moros,
las fronteras del sur de las Extremaduras se asientan. Dios nos
otorga parabienes y bendiciones, nos aporta aguas en
primavera, riega nuestras vegas, sol en otoño, maduran las
cosechas, porque Dios nos quiere fieles en la devoción y el
servicio, en las gavelas y en los diezmos. La Salvación,
hermanos, está en nuestras manos, más cerca que nunca en esta
nuestra ciudad amada: Toledo.
‒Pero tengo miedo, hermanos, de que tanto esfuerzo, tanta
devoción, tanta fe dedicada a cultivar el paraíso eterno, la
esperanza de Dios, quede truncada, baldía, putrefacta, entre los
ríos de miseria y corrupción que infiltran a veces estos muros,
que escurren por nuestras callejuelas y adarves. Hablo de la
corrupción moral, del delito, de la felonía. Hablo del malvado,
el miserable, el jodido, el delincuente. ¡No podemos permitir
que la fe se contamine de perdición y de escarnio, de
depravación!.
El público enloqueció, arrojándose sobre la plaza,
enfervorizados, contra el acusado Alejo. Apenas podían los
lanceros contener la turba. Mientras, el arcediano Eleucadio
hacía gestos ostensibles pidiendo calma, a la vez que
continuaba:
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‒Hermanos todos, hemos de administrar justicia en la tierra,
pues así lo exige Dios, pues Dios no solo exige no pecar, mas no
dar albergue o comodidad al pecado. No podemos permitirlos
caminando entre nosotros, entre los muros de nuestra ciudad.
Si la degradación repta por nuestras calles, convive con
nuestros vecinos, nos terminará consumiendo, haciéndonos
parte de ella. Es un absceso, una purulencia, que perturba la
existencia, la buena ventura, que quema los flecos de la
blancura de vuestros corazones, de vuestras almas. No habrá
purgatorio para desfacer semejante zalagarda, será la perdición
total—El público seguía jaleando—. Por eso os pido, hermanos,
hoy, ¡más que nunca!: ¡atended la decencia de nuestros jueces,
de la justicia terrena, pues está aquí para salvarnos, para
librarnos del mal!. Yo os libraré del demonio, mas vosotros…
vosotros mismos os debéis librar de la maldad… ¡de la
malevolencia!.
La plaza del Zocodover estaba a punto de arder, consumida por
la llamas del fundamentalismo enardecido en las palabras del
clérigo. El insigne Hayyim no acababa de creerse la escena, el
mismísimo arcediano de Toledo exhortaba en su diatriba contra
la persona del ladrón, incluso antes de ser sentenciado como tal.
Se dirigió a Fernán, quien no apartaba la mirada del arcediano
Eleucadio, mientras ahondaba en sus cábalas, las que fueran:
‒Demonios, es como si el mismo arcediano quisiera quemar en
una pira al pobre Alejo. ¡Está echándole encima a la plaza
entera!
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Ya se oían voces, al ver al insigne Hayyim, asiendo del brazo al
desamparado Alejo, juramentando contra los judíos: ‹‹... !mirad
ese bastardo judío, amigo de ladrones!...››.
El arcediando Eleucadio, cerró su discurso antes de retirarse:
‒¡Hermanos, hermanos!, calmaos. Pues la bondad de Dios es
infinita, celebremos juicio, como está escrito desde tiempos
remotos, conforme al Libro—Se refería ahora don Eleucadio al
Liber Iudiciorum, el código legal de tiempos de los Reyes Godos,
de la cristiandad remota; la misma de la que los mozárabes
toledanos habían sido depositarios, desde tiempos
ancestrales—. Dejemos ahora a la justicia seguir su curso, tal y
como dictaron nuestros antepasados. ¡Sea la paz con vosotros!
Procedió a apearse de Cadalso ante los aplausos del gentío,
para retirarse entre la muchedumbre, hasta desaparecer, no se
quedó ni siquiera a presenciar el juicio, lo que Fernán interpretó
como una manera de difuminar su participación en esta
aparente pantomima de juicio. El público se abalanzaba cada
vez más sobre el corrillo del juzgado. Todos querían alcanzar a
escuchar la sentencia, el castigo, la contrición, todos deseaban
escuchar cómo el juez les libraría de la vileza que cohabitaba
con las gentes de Toledo.
Nadie contaba, sin embargo, con que un perspicaz muchacho,
ayo del comendador de la Aceca, letrado precoz y bien
informado, podía tirar abajo todas las expectativas de la plaza.
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Se procedió a continuación, a instruir el juicio oral, intervino, de
nuevo, el alguacil Mayor:
‒Habiéndole sido tomada declaración a Severio, hijo de Pedro,
jurada, por la Biblia y ante Dios, nuestro señor. Y habiendo sido
suscrita y verificada por cuatro otros testigos, de buena honra,
sin pecado ni haber participado de falso testimonio nunca, se ha
de considerar como fundada, e debidamente juzgada en plaza,
como hacemos hoy e así lo estime nuestro rey don Alonso el
noble—Procedió a nominarlos—. Se personen ahora los testigos
otros, a saber: Isidoro y Nuncio de Maqueda, Pedro Jalón de
Ronda e Alfredo de Sotuélamo.
Se dispusieron un largo banco de madera donde se sentaron
todos: acusador y testigos. Concluyó entonces el alguacil:
‒ Se ha denunciado a Alejo de Turiégano bajo jurisdicción del
Libro, a Fuero Juzgo. Mas libre es de acogerse, pues dicta la
costumbre, jurisdicción de Fuero de los Castellanos…
Un silencio sepulcral inundó la plaza entonces; todo el mundo
esperaba que Alejo se pronunciase, mientras que el pobre
estúpido, ni siquiera se enteraba que era a él mismo a quien se
dirigían. Fue Hayyim quien le aconsejó en voz baja:
‒Pide Fuero de los Castellanos, Alejo, ¡pídelo!…
El joven Fernán, que hasta entonces guardaba silencio,
interrumpió el duelo agarrando a ambos: Alejo y Hayyim, del
brazo, para decir:
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‒¿Por qué Fuero de los Castellanos?...—Se dirigió Fernán
directamente a Alejo— Escúchame bien Alejo, soy un amigo de
Hayyim, soy tu amigo también. Escúchame bien: pide Fuero
Juzgo.
‒¿Por qué Fernán, qué tienes en mente?, es de locos, Alejo es
castellano de raza, el juez de los castellanos será más
benevolente con él. El mozárabe lo va a lapidar.
‒Sé de lo que hablo, Hayyim, confía en mí. El Fuero Castellano
es consuetudinario, se basa en muchas reglas no escritas,
criterios difusos, ahora no necesitamos eso.
‒Es eso lo que necesitamos, le dará al juez más pie a ser
clemente. Fuero Juzgo son cincuenta latigazos al ladrón, ¿has
visto las heridas de un hombre tras sufrir cincuenta latigazos?...
muchos no sobreviven a eso. Soy responsable por este pobre
muchacho, ¿lo entiendes?.
‒No quiero otra cosa que ayudarle y creo que sé cómo. Pero
tengo que usar las leyes del Libro.
‒¿Conoces el Libro acaso?.
‒Es de las primeras prosas que leí en la Aceca, hace ya algún
tiempo.
‒¿Te tragaste todo ese mamotreto?.
‒Bueno, me parecieron fascinantes, las reglas de los antiguos.
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Hayyim quedó sumido en una breve pausa, incapaz de
responder, pareciera que el joven Fernán lo viera ahora todo
claro. La seguridad que transmitía le reconfortaba, sin embargo,
no dejaba de ser un mozuelo de escasos quince años. Tras un
corto lapso, se dirigió de nuevo a Alejo:
‒De acuerdo, Alejo, amigo mío, pide al alguacil, don Illán,
Fuero Juzgo.
El pobre Alejo gritó en alto las palabras, tal y como le había
indicado su amigo Hayyim. Hubo ciertas caras de sorpresa
entre los congregados, especialmente, por parte del alguacil.
Acto seguido, uno de los jueces, en este caso el mozárabe, se
incorporó, tomó el sombrero y el capazo que habían
depositados sobre la mesa, procediendo a investirse en juez del
caso. Quedó en solitario, sentado en la larga mesa, cubierta con
el tapiz. Se sentó un escribano en un lado; se dispuso el alguacil
en el opuesto. Se inició la apertura de juicio oral con unas
palabras:
‒Sea así que en el día de hoy, doce de Diciembre del año de
nuestro señor de Jesucristo 1194, se va a dictar juicio, conforme
a Fuero Juzgo, en la denuncia de Severio, hijo de Pedro, contra
Alejo, hijo de Aluendo. La acusación ha sido formulada y
escripta. Habiendo tomado declaración a los testigos otros,
Severio, aquí presente, habla en representación de sus intereses.
Se pregunta a Alejo, aquí presente, si habla alguien por su
persona y en representación de sus intereses…
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Hayyim dio un paso adelante, de manera instintiva. Antes de
que alzara la voz, sintió las manos del joven Fernán,
refrenándole. El joven tenía la mirada perdida, como valorando
la situación, retornó la mirada hacia Hayyim, para hablarle así:
‒Se prudente Hayyim, los ánimos están caldeados gracias a las
palabras del arcediano Eleucadio. Lo que menos le interesa a la
aljama es que salga un judío a defender a un ladrón.
‒¿Y qué quieres que haga entonces?...
‒Deja que hable yo.
‒¡Imposible!.
‒¿Por qué?.
‒Estoy aterrorizado, Fernán, ¿cómo pretendes lidiar con esto?.
‒Yo también tengo miedo, Hayyim, pero tengo algunas ideas y
me conozco el Libro bastante mejor que tú. No puedo dejar que
intervengas, si el gentío malinterpreta tu defensa de Alejo,
podemos tener una jauría hoy mismo abalanzándose sobre el
arquillo de la Aljama. No podemos hacerle eso a Raquel.
‒Espero que no hagas esto por fanfarronear ante mi hija,
Fernán, esto es serio.
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El joven Fernán no respondió, se sintió ofendido por el
comentario de Hayyim, aunque era fruto del nerviosismo y de
la tensión. Finalmente, Fernán resolvió:
‒Solo quiero ayudar a otro pobre desvalido como siempre lo he
sido yo, ¿lo entiendes?. Siempre he contado con vuestra mano
tendida, ahora soy yo quien puede devolver algo de lo mucho
que me has dado siempre Hayyim.
El médico judío quedó estupefacto por la seguridad que
irradiaba aquel céreo mozo de escasos quince años. Decidió
arriesgarse, a la vista de los argumentos de Fernán, y asistió
levemente.
Para aquel entonces, el pobre Alejo les miraba fijamente con
ojos vidriosos, buscando ayuda desesperadamente. Tal vez lo
mejor fuera admitir la ignominia, haberse puesto en manos del
juez de los castellanos, y que le hubieran mandado a una fría
mazmorra un par de años. Hayyim le llevaría comida y agua
limpia. Podrían ayudarle a pagar la caloña que tendría que
pechar por el robo reconocido, cierto es, aunque le llevaría
años.
Pero esa no era ya la opción, se habían puesto en manos del
juez mozárabe y ahora, aún peor, se iba a poner en manos de
un imberbe muchacho que tenía su ingenio como única
herramienta de salvación; pero eso ya no importaba, pues
Fernán dio ahora el paso adelante mientras decía en voz alta:
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‒Yo hablaré en representación de los intereses de Alejo, aquí
presente.
Todo el mundo asistía con sorpresa a la escena, la finura de los
rasgos de Fernán no daban pie a nadie a pensar que frisara la
mayoría de edad, motivo por el que fue cuestionado por el
alguacil Illán:
‒¿Vos sois acaso un hombre?, parecéis un niño.
‒Soy joven, cierto, pero mayor de edad. Por tal motivo puedo
hablar ante este tribunal.
‒¿Vuestro nombre, buen mozo?—irrumpió el juez en la
conversación.
‒Mi nombre es Fernán García de Lerma, ayo del comendador
de la Aceca, el ilustre García Ordóñez.
‒Con vuestras buenas referencias, este tribunal aceptaría
vuestra defensa…
‒… no obstante—interrumpió a su vez el alguacil Illán—¿sois
letrado acaso?.
‒Formado en la Aceca para ser testamentario y escribano del
Comendador, quien me ha enviado al Alacava, para ser
instruido en lenguas e traducciones—respondió resueltamente
Fernán.
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‒Válame vuestro servicio, y así procedamos a dictar
sentencia—sancionó el juez definitivamente—. Cedo la palabra
a Severio, hijo de Pedro.
Severio, algo inquieto y aún sorprendido por la presencia que
aquel joven muchacho de fina piel y delicada presencia, se
encorvó para realizar su alegato en público. Severio relató de
nuevo los hechos, de manera algo imprecisa e inconexa, a
menudo se atascaba en su argumentario, lo que levantaba las
sospechas de Fernán. Quien tenía muy presente lo que podía
estar sucediendo. Finalmente, Severio concluyó su exposición,
requiriendo la confirmación, de viva voz, de todos los testigos
reunidos, como así lo hicieron, sentados en su bancada.
Concluido el alegato, el juez procedió, muy educadamente, a
dar la palabra al “niño” Fernán. El joven se acercó a la bancada
del acusador y sus testigos, mirando al otro extremo del corro
donde se desarrollaba el juicio. No se había apercibido de que
había dispuesta otra bancada en aquel extremo. De este modo y
antes de nada, se acercó de nuevo a Alejo, apartándolo del
gentío y, muy delicadamente, le condujo a tomar asiento en la
bancada. El gesto, humanizó la figura del acusado ante los ojos
de los asistentes, todo el mundo pudo apreciar el pavor en la
mirada del pobre Alejo, la mirada de un ladrón a punto de ser
sentenciado, aunque también podría ser la de un pobre idiota,
incapaz de matar a una mosca, incapaz de robar, horcada en
mano, una res.
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Fernán procedió con su escenificación con una seguridad
encomiable, tras depositar al atolondrado Alejo en la bancada
opuesta, volvió a dirigirse a los acusadores, para exponer su
alegato:
‒Me dirijo a los testigos, y al acusador, señoría—exponía al
juez—, pues creo fundado que Alejo, aquí presente, no ha
cometido felonía alguna ni robo. Tal vez, pudiera ser, que haya
sido confundido con otro cualquiera el malhechor. Antes de
proseguir, de hecho, quisiera que Severio Planchuela, aquí
presente, confirmara la identidad del acusado: Alejo de
Turiégano.
Fernán se arrimó al banco de los acusadores, para proseguir:
‒Severio, hijo de Pedro, ¿confirmáis, con toda seguridad, que
habéis reconocido a Alejo de Turiégano como el ladrón de
vuestra recua?.
‒Por su puesto—respondió convencido Severio.
‒¿Y os reafirmáis en que habéis sido robado y que os han
sustraído los bueyes?...
Sin darle tiempo a responder al testigo, Fernán hizo una severa
puntualización:
‒Recordad que habéis jurado por Dios y sois prisionero de
vuestras palabras…
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‒¡Por supuesto que lo afirmo!.
Prosiguió Fernán, interrogando a Severio:
‒Severio, ¿de qué conocéis a Alejo?
‒¿A qué os referís?
‒Le habéis identificado, eso es porque le conocíais, ¿cierto?.
‒Soy labriego, en una finca de la vera, aledaña a la de sus
padres.
‒Sus padres no son tal, mas solo lo es su madre, Jasmina, ¿lo
sabéis?.
‒Sí, efectivamente.
‒Su padrastro no es dueño de las tierras, pues son herencia de
su madre, enviudada de un caballero villano. Noble convecino
de Toledo, Aluendo de Turiégano, solariego de los campos
góticos, hijo del Infantazgo, estirpe de gentilhombres… muerto,
tras combatir, ferozmente, en defensa de estos muros, de su
cristiandad, contra el asalto del Miramamolín. Muchos años hace
de esto—dicho lo cual, se dirigió al público—, pero los más
viejos del lugar lo recordarán, ¿no es cierto?.
Un murmullo sordo recorrió entonces las primeras hileras de la
muchedumbre, la gente se relataba unos a otros el suceso de
aquella algarada, los mayores apuntaban los detalles, y el
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rumor corrió como la pólvora entre los congregados. Era, aquel
pobre diablo de Alejo, el hijo de un mártir. Fernán dominaba la
escena con una refrescante y sorprendente soltura, mientras
proseguía:
‒Severio, vos conocéis bien al acusado Alejo. Él es labriego,
como vos. Habrán compartido duras jornadas de trabajo,
palabras, vino, pan.
‒Nos conocemos de arar las tierras, de recoger sus frutos, pero
poco más—respondió Severio.
‒¿Discutieron alguna vez, en estos años, por las lindes?, eso es
muy habitual. ¿Recordáis algún conflicto entrambos?.
‒Ninguno, ¿qué queréis decir?.
‒Entonces, si os conocéis tan bien, durante tantos años, siendo
Alejo un pobre pasmado, que ara las tierras que no ha
alcanzado a heredar de su padre legítimo, os pregunto: ¿por
qué se iba a arriesgar este pobre idiota a robaros tres cabezas
delante de vuestras narices, a sabiendas de que sería
denunciado y ajusticiado por ello, toda vez que le habríais
reconocido?.
Severio se quedó sin palabras, incapaz de responder,
balbuceando. Estaba empezando a sudar copiosamente,
mientras sus acompañantes testigos le iban a la par, salvo uno
de ellos: Pedro Jalón de Ronda; era este un hombre de postín,
con buenos negocios en la ciudad y se sentía intocable. Fernán
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empezó a presionar a Severio, quien no se podía creer el verse
atosigado por aquel mocoso de quince años:
‒Severio, responded ante el juez, ¡¿estáis seguro de reconocer
en vuestro vecino Alejo de Turiégano a un cuatrero desalmado
y peligroso?!.
‒Bueno… tal vez, no sé…—Severio balbuceaba.
‒¡Basta de estupideces!—interrumpió en voz alta y firme el
alguacil Illán—, cinco hombres de buena fe han jurado ante
Dios que Alejo de Turiégano robó tres bueyes. Habiéndome
personado en su finca para comprobarlo, no halláronse las
yuntadas que todos sus convecinos le reconocían y que tiene
registradas.
A Fernán le sobresaltó la intervención del alguacil, lo que le
amedrentó brevemente. El juez medió en el conflicto:
‒El alguacil tiene razón, atendiendo al código del Libro, son
testigos honestos y como tales se les concede valor de buena fe
y franqueza.
Severio emitió un suspiro y se secó el sudor de la frente con la
manga. Para entonces los espectadores empezaban a murmurar
en las primeras filas. Las argucias de Fernán surtían efecto. Sin
embargo, necesitaría hechos contrastados, y alguna evidencia
de peso, a fin contrarrestar toda la inquina que se había volcado
en el proceso, incluida la exhacerbada intervención del
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arcediano. El joven letrado cambió su táctica, mientras el
exaltado alguacil Illán, recuperaba su asiento:
‒Isidoro, Nuncio, Pedro Jalón y Alfredo, son los testigos de
Severio; ¿Isidoro y Nuncio, son ustedes hermanos?—prosiguió
Fernán.
‒Cierto—respondió Isidoro.
‒Así es—respondió Nuncio.
‒¿A qué se dedican los dos hermanos?.
‒Labriegos somos—respondió Isidoro.
‒Somos labriegos—respondió Nuncio.
‒¿Aran los campos cerca de la finca de Severio?, ¿por eso
estaban con él el día de autos?.
‒Así es, la finca de al lado—respondió Isidoro.
‒Eso es, la finca del costero—respondió Nuncio.
‒¿Vieron entonces a Alejo robar los tres bueyes?.
‒Sí—respondió Isidoro.
‒No…—respondió Nuncio, de manera simultanea. A estas
palabras, quedó patidifuso el paleto por unos instantes,
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mientras todos clavaban su mirada en él, para finalmente
enmendar su su testimonio— quiero decir, ¡sí!.
‒¿Sí o no, Nuncio?—Fernán empezó a presionar a Nuncio
‒Quiere decir, que no presenció el robo…—Ahora el que
interrumpió fue el seguro y competente Pedro Jalón— mas
acudió pronto a la llamada de auxilio de su vecino, Severio,
alcanzando a ver a Alejo de Turiégano llevándose los bueyes.
Pedro Jalón miraba fijamente al labriego Nuncio, quien, a su
vez, no levantaba la vista del suelo, mientras concluía
vagamente y con voz temblorosa:
‒Así… a…así es.
De nuevo frustraban las intenciones del joven Fernán, no
obstante, el muchacho deshojaba la margarita poco a poco en su
mente, empezando a atisbar una salida para Alejo. Así es como
se dirigió a Pedro Jalón, el ricohombre:
‒Vos sois don Pedro Jalón.
‒El mismo.
‒Ricohombre de Toledo, de familia prominente. Uno de
vuestros hermanos es diácono del cabildo catedralicio, otro es
abad en Fuentesdueñas. Nobleza no os falta, ni fortuna.
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‒Mi familia lleva generaciones en Toledo, hemos ayudado a
levantar y reforzar estos muros así como los de la diócesis. Me
enorgullezco de mis aportaciones a los pobres y a los
menesterosos, hermanos míos, como todos los buenos
cristianos.
‒¿Vos presenciasteis el robo?.
‒Efectivamente, y temí por mi persona ante ese salvaje de
Alejo, quien me amenazó con su forca, mientras se llevaba a
arreones los tres cabestros.
‒¿Os hallaban en la finca de Severio por negocios?.
‒No tengo negocios con labriegos, paseaba por allí, venía de la
azuda de Fresnedilla, a una legua escasa.
‒Cierto, tenéis algunas tiendas en el Zoco de los cambistas,
negocios rentables.
‒Es sorprendente que un mozalbete tenga tanto conocimiento
sobre mi persona sin conocerme personalmente—Pedro Jalón
desconocía que el joven Fernán tenía en Triguero a un
informador de primera, y que el propio Fernán, a su vez,
gozaba de una memoria encomiable.
‒Sois prohombre de la comunidad cristiana de Toledo, todos os
conocen. Pero decidme, mi noble don Pedro: ¿veníais de la
azuda de Fresnedilla?
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‒Cierto.
‒¿Tenéis negocios con la cofradía de Fresnedilla?.
‒Somos amigos el cofrade, don Alfredo de Sotuélamo, aquí
presente, y yo mismo.
‒Acudían los dos a Toledo entonces, ¿juntos?.
‒Esa tarde, sí. A la altura de la finca de Severio, nos topamos
con la escandalera del robo, estando a grito pelado Alejo y
Severio. Pudimos presenciar cómo Alejo se llevaba los bueyes
por la fuerza.
‒Por qué motivo le pudo dar semejante arrebato a Alejo, como
para abalanzarse a robarle los bueyes a Severio.
‒Lo desconozco, los labriegos discuten frecuentemente entre
ellos, sobre todo por las lindes…
‒No obstante, hace unos instantes—interrumpió Fernán al
ricohombre—, Severio ha asegurado que no ha tenido
discusiones por las lindes con Alejo, nunca, de hecho.
‒No es eso lo que habrá querido decir, tenían conflictos, pero el
pobre Severio se ha enredado con vuestras preguntas. Estos
pobres labriegos no son gente letrada, a veces se traban cuando
se les pregunta demasiado—Terminada la frase, Pedro Jalón
lanzó una mirada de desaprobación sobre el acogotado Severio,
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que aún daba muestras de nerviosismo, junto a los otros dos
labriegos.
Fernán se quedaba sin recursos, aunque analizaba
simultáneamente la información que le llegaba, sobre todo los
testigos, quiénes eran y a qué se dedicaban. Había lazos entre
algunos de ellos, pero no entre todos. Para Fernán ya estaba
muy claro que estaban confabulados, y empezaba a intuir el
porqué. Para confirmar sus suposiciones, se dirigió al último
testigo: Alfredo de Sotuélamos:
‒Alfredo de Sotuélamos, ¿de la cofradía de Fresnedilla?.
‒Así es.
‒Un pescador, y sois amigo de tan relevante figura de Toledo.
‒Soy el cófrade, no un simple pescador.
‒¿De qué se conocen don Pedro y vos?.
‒Era amigo de su padre, conozco a don Pedro desde que era un
mozo.
‒El noble don Pedro Jalón, ¿tiene acaso negocios con la
explotación de la Fresnedilla, es el dueño siquiera?.
‒Ni lo uno ni lo otro.
‒En ese caso, ¿quién es el dueño de la pesquería?.
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‒Fue donada por el Conde Tello y su esposa, a la mayor gloria
de la catedral y del arzobispado.
‒Fue donada al arzobispo, entonces.
‒Efectivamente.
Fernán ya ataba los cabos, pues el cabildo catedralicio
englobaba los bienes de la catedral y el arzobispado; al frente
de la administración de todos estos bienes, estaría el mismo
arcediano de Toledo. Fernán percibía qué podía estar pasando,
intuía cierta connivencia de las partes, incluido el arcediano
Eleucadio, que con tanto ahínco había rogado a Dios y a los
jueces por la impartición de justicia en día tan señalado. Para
aquel entonces, el alguacil Illán deshilachaba nerviosamente
flecos del tapete de la mesa de juicios. De manera involuntaria,
evidenciaba cierta inquietud. Sin embargo, a Fernán le faltaban
piezas en el rompecabezas. Hayyim, por su parte, sumido en un
estado de tensión importante, observaba desde el cordón
formado por los lanceros las evoluciones del muchacho. El
galeno entendía que había que haber pedido clemencia por
Alejo, mientras que Fernán, por su parte, parecía querer
encontrar resarcimiento.
El murmullo en la plaza ya era un clamor. La gente no
comprendía que un pobre idiota como era Alejo pudiera haber
sido un asaltante sin escrúpulos. Se difuminaban las arengas
del arcediano Eleucadio, el fervor de justicia dejaba paso a la
sombra de la duda, que se extendía por la plaza del Zocodover,
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conforme el gentío murmuraba e intercambiaba información
sobre las preguntas formuladas hasta entonces por el perspicaz
Fernán. Este, a su vez, se veía bloqueado ahora, faltaba alguna
pieza para completar el rompecabezas. Decidió dirigirse ahora
a Alejo. El juez empezaba también a impacientarse, aunque se
deducía de su expresión ciertas cogitaciones sobre la
certidumbre del proceso que estaban realizando contra aquel
pobre estúpido, huérfano de padre. Por eso dejaba aún algo de
margen, para que aquel muchacho macilento y enjuto que con
tanta facilidad arrinconaba a los testigos del procedimiento,
destapara aún más el tarro de las esencias.
Fernán se acababa de sentar junto al pobre Alejo, quien asistía
distraído a la algarabía de la plaza, ajeno a la realidad. Apoyó
su mano el muchacho sobre el hombro de aquel fortachón,
quien volvió a dirigirle una sonrisa. Fue entonces que habló
Alejo:
‒Eres bueno, como Hayyim, me estas ayudando, lo sé. No
entiendo muy bien qué pasa, pero Dios me quiere castigar,
supongo, porque he hecho cosas malas…
‒¿Has hecho cosas malas Alejo?—preguntó extrañado Fernán.
‒Me he masturbado, mucho, siempre lo hago. ¡Pero nunca he
folgado con las bestias!, como hacen muchos por ahí, como ese
Severio, muchas veces me lo decía: “…ven a folgar mis bueyes.
A lo alto de una piedra alcanzas a meterla, sabe casi como a
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hembra, ¡vamos Alejo, vamos!...”. Eso es una barbaridad, Dios
no lo permite.
Fernán se sintió turbado ante las revelaciones de Alejo:
‒Dime Alejo, ¿tú te llevaste los bueyes?. ¿Lo hiciste para que
Severio no siguiera folgando así?.
‒No, yo no me los llevé. Se los llevó Severio.
‒¿Cuándo, sabes a dónde?.
‒Claro que sí, a la feria de ganado de Maqueda. No hace ni un
mes de aquello. Allí los vendió, estuvo bebiendo vino tres días
seguidos después. Casi se ahoga en el río, al irse al lavar el culo
con la cogorza. Le tuve que sacar nadando de allí.
‒¿Te contó algo, por qué los vendió, a quién?.
‒No lo sé, no me dijo nada… y luego viene ese hombre Illán,
con cinco lanceros, a prenderme. Y no me cuenta nada, más que
me denuncia mi vecino Severio. Que debo responder por la
acusación en la plaza pública. Y yo le digo que no he de
responder de nada más que de haberme cagado en sus lechugas
por matar a uno de mis perros; que Dios sabe quién es malo de
conciencia y de acto, juzga a los hombres sabiendo la verdad
que hay en ellos. Y él dice que me lleva preso por que me niego
a asistir al juicio. Y yo digo que no me niego a nada, que se
vayan y me dejen en paz… y uno de sus soldados me golpea en
la cabeza; y luego se me abalanzan los demás encima. Y me
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tiran ligaduras, me llevan a empujones a un calabozo oscuro,
lleno de cucarachas y de ratas, con un trozo de pan duro y
mohoso… ¡yo no quiero volver allí, maese Fernán, no quiero,
antes me quiero morir!
Fernán pensaba, su corazón se azoraba, no tenía testigos ni
evidencias más que la palabra de Alejo, el acusado, frente a la
de cinco hombres “de buena honra”. Nadie que él conociera
podría dar fe de las ventas de los bueyes y no se iba a acudir a
buscarlos a Maqueda. Al no venderlas en Toledo, no habría
rastro ni evidencia, ninguna escritura o cédula de venta.
Eso le dio que pensar a Fernán en otra derivada: por qué un
labriego, en posesión de tres bueyes, se desprendería de ellos.
Aquellas tres cabezas suponían una fortuna: araban sus tierras
y los podía arrendar para que arasen otras. Una yunta y media
vendidas, sumaban un capital enorme, pero no para toda la
vida, no para comprar el retiro del labriego de mediana edad.
La cuestión era: por qué decide ese labriego, con una pequeña
fortuna, en forma de bueyes, deshacerse de sus medios
principales de ingresos, de producción, con los que arar sus
propias tierras, sin depender de terceros, solo para juntar un
capital modesto. Y lo que es más: ¿por qué razón luego
participa de un conciliábulo, tomando parte algún prohombre
de la ciudad, para denunciar al pobre Alejo?. Sus pensamientos
se agitaron al observar la mirada inquisidora del juez sobre sí.
Al juez se le acababa la paciencia y la plaza se le echaba encima.
Fernán dio un respingo y se apresuró a preguntar de nuevo a
Alejo:
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‒Dime Alejo, qué decía Severio, cuando le llevaste a su chozo,
de vuelta, el día de la borrachera.
‒Decía muchas cosas, sin sentido, que se iba a hacer rico, que si
la azuda, que si la pesquería, que si el aparcero, hablaba de mi
padre… bueno, mi padrastro. Me decía que yo iba a trabajar
para él, y entonces sí que me iba a obligar a folgar con lo que él
quisiera…
En ese momento, Fernán juntó todas las piezas; se levantó
apresuradamente, antes de que el juez se alzara a imponer
orden. Se arrimó el muchacho a la mesa de juicios, sobre el
tapiz, dando unas indicaciones al juez, bajo la atenta mirada del
alguacil Illán.
Hayyim asistía estupefacto a aquella escena, mientras algunos
entre el gentío empezaban a gritar: ‹‹…¡soltad a ese pobre
muchacho, es inocente!...››. Otros, muy al contrario gritaban:
‹‹…¡justicia al ladrón!...››. Ya no había consenso en la plaza, eso
estaba claro. El físico judío no perdía de vista las evoluciones de
Fernán, dirigiéndose al juez. Tras hablar cara a cara con Fernán,
el juez hizo un gesto al alcaide quien acudió presto. Acto
seguido, le susurró unas palabras al oído. El alcaide Illán, salió
precipitadamente del corrillo del tribunal, con una expresión de
seriedad notable. Hayyim no soportaba más la incertidumbre, y
llamó a gritos a su pupilo, reconvertido ahora en abogado
defensor. Fernán se arrimó al borde del corrillo, donde
pugnaban los lanceros por mantener el orden, para poder
atender a Hayyim:
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‒¡¿Qué pretendes, Fernán?!—preguntaba el judío.
‒¡Solo llamar a mi testigo, en favor de Alejo!—respondía
Fernán al otro lado de los lanceros.
‒¡¿Un solo testigo?!
‒¡Este testigo vale por esos cinco de enfrente, si no mucho más!.
Los minutos pasaban, ya se alargaba el sol del mediodía, que
ayudaba a entrar en calor al personal, favoreciendo que no se
moviera un alma de la plaza. El escribano jugaba con la pluma
y el juez, a la sombra ahora, se entornaba malhumorado en su
capazo de togado. Severio, don Pedro Jalón y los otros tres
testigos murmuraban en corrillo. Don Pedro Jalón miraba de
soslayo al joven Fernán, circunspecto. Toda el Zocodover y
aledaños estaban sumidos en la más profunda expectación.
Finalmente, retornó el alguacil Illán, se dirigió al juez
susurrándole unas palabras al oído, tras lo cual el juez asintió,
incorporándose y solicitando el apoyo de los trompeteros para
hacer callar al vulgo. A su señal, resoplaron las trompetas,
invadiendo con estrépito el rumor de la plaza, silenciando al
personal. El juez prosiguió con su instrucción:
‒En defensa de los intereses del acusado Alejo, aquí presente,
se ha hecho llamar al muy ilustre y reverendo don Miguel Pérez
de Sigüenza, Notario del rey don Alonso el noble.
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Con un gesto de cortesía conminó al interfecto a sentarse en la
bancada del acusado, lo que el noble conde hizo con presteza,
aposentándose en el extremo contrario en que se hallaba el
pobre Alejo. Procedió Fernán, no sin antes tragar saliva, a
interrogar al prohombre:
‒Decidme, ilustre don Miguel, sois el notario real, ¿cierto?.
‒Así es.
‒Tenéis fama de un intelecto prodigioso y una memoria
pródiga, no os hace falta registro escrito de las muchas
escribanías que atendéis en el ejercicio de vuestras funciones.
‒Dios me ha dado ciertos dones, debo admitir, motivo por el
que sirvo fielmente a nuestro rey.
‒¿Puedo en ese caso, preguntaros por un contrato de arras,
celebrado hace algunas semanas, sobre la aparcería de una
pesquería en las proximidades de Toledo?
‒Por supuesto, lo recuerdo perfectamente, en calendas de
noviembre, el decimocuarto día.
‒¿Quiénes eran los suscriptores, ilustre don Miguel?.
‒Suscribían don Brígido Almadán, e don Pedro Jalón de Ronda,
e don Severio de Planchuela.
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De nuevo el murmullo se extendió por la plaza, el juez incluso
dio un pequeño respingo en su asiento. Mientras, Fernán
proseguía el interrogatorio:
‒Y bien, ilustre don Miguel. Solicitando de nuevo de vuestra
portentosa memoria, podríais aclarar ante el juez, si entre los
testigos del contrato celebrado en calendas de Noviembre, el
decimocuarto día, ¿puede identificar a alguno de los testigos
sentados en aquella bancada?—Señalaba Fernán a los cinco
acusadores.
‒Alguno, no…
Todo el mundo se quedó estupefacto, mientras Fernán se
contrariaba. Antes de que formulara una nueva pregunta, el
notario real prosiguió:
‒… Ciertamente, a todos ellos.
La gente empezó a gritar y montar algarada. Se veía la columna
de humo, aunque no se distinguía aún el origen de las llamas.
Fernán estaba presto a apagar el incendio:
‒El contrato de arras, se refiere a una pesquería, ¿y dónde se
ubicaría esta explotación?
‒Una finca, de cinco yugadas, pegada a la vera del Tajo,
propiedad de don Brígido Almadán y de su esposa, Jasmina,
heredera de la finca en tanto que viuda de don Aluendo de
Turiégano. En concesión de una azuda para pesquería,
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franqueada por don Pedro Jalón de Ronda, mediante cédula
real, se entrega la finca e pesquería al propio don Pedro Jalón,
en heredad. Concedida la explotación por la mediación de don
Pedro y, entregada su propiedad al mismo, el acuerdo suscrito
reconocería a don Brígido Almadán y a don Severio Planchuela
la concesión, en régimen de aparcería, a veinte años de
arrendamiento, siendo la tercia parte de las rentas para cada
una de las partes suscribientes.
El público no comprendía el testimonio del notario real, pero
bastaron sus palabras para lanzarse en masa a clamar por la
libertad del pobre Alejo. Volvió a intervenir Fernán, para
deshacer el entuerto de una vez por todas:
‒A la vista de las exposiciones del testigo, el muy ilustre y muy
reverendo notario real, pido a este tribunal la exoneración de
todo cargo contra Alejo de Turiégano—El juez guardaba aún
silencio pensativo—. Y es que Alejo, aquí presente, ha sido
víctima y no ejecutor; víctima de un complot urdido contra su
persona. Don Pedro Jalón, disponiendo de una cédula real para
la concesión de una pesquería, buscaba una finca adecuada, a la
vera del Tajo, siendo ideal la de don Brígido Almadán,
padrastro del acusado e importante aparcero de Toledo,
experimentado en la gestión de estas explotaciones, si bien no
ha sido nunca poseedor de ningunas tierras. Don Pedro Jalón,
ofreció la concesión de una pesquería en la finca de Brígido y de
su esposa Jasmina, a condición de poder quedarse con ella. A
cambio de tan generoso favor, se compensaría al propio Brígido
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con una aparcería casi de por vida, de la que beneficiarse
jugosamente, sin dejar de explotar la riqueza de su vega.
‒¿Y los demás testigos, qué papel juegan en este asunto?—
preguntó intrigado el juez.
‒Don Alfredo de Sotuélamo, en tanto que cófrade de
Fresnedilla, traería a sus pescadores para poder poner en
explotación la nueva pesquería, de lo que se beneficiaría,
también, el cabildo catedralicio, dado que los pescadores de la
Fresnedilla, están actualmente al servicio de una explotación,
precisamente regentada por el propio cabildo.
‒¿Y los dos hermanos labriegos?.
‒Nuncio y su hermano Isidoro, debieron ser convencidos por
su vecino, Severio Planchuelo, a cambio de algunas monedas,
para declarar contra el pobre ignorante de Alejo.
‒¿Y por qué Severio estaba incluido en la operación, si la finca
objeto del contrato no es de su propiedad?—seguía
preguntando el juez.
‒La finca de Severio es aledaña y comparten la ensenada donde
se ubicaría la pesquería; lo más razonable es meter en el trato a
Severio. Al aceptar compartir la aparcería con Brígido, renuncia
a reclamar ningún derecho más sobre la explotación.
‒¿Y qué ha sucedido, en el nombre de Dios, con los bueyes de
marras?.
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‒Los bueyes fueron vendidos por Severio hace un mes en la
feria de ganado de Maqueda. Con los caudales, aparte de
guardarse unas monedas para comprar vino y sobornar a
Nuncio y a su hermano Isidro, Severio financiaría la
construcción de la azuda requerida para la pesquería.
‒¡No podéis demostrar semejante extremo!—gritó entonces un
enojado y encendido Pedro Jalón, incorporado de su bancada.
‒Atienda el juez a estas razones: ¿cómo pudo un humilde
labriego, juntar treinta maravedíes de oro, para dejar, en
depósito, conforme al contrato de arras suscrito, para financiar
la azuda?.
El juez dirigió la mirada hacia el notario real, quien asintió,
confirmando este extremo, a la vez que exponía los detalles:
‒Treinta maravedíes de oro, en depósito, de don Severio
Planchuelo, para financiar la construcción de una azuda, de
ejecutarse el contrato de arras en su totalidad. Depositados en el
tesoro del cabildo catedralicio de Toledo, consignados por el
ilustrísimo y reverendísmo Arcediano don Eleucadio.
La multitud rugía enfebrecida, todos clamaban justicia para el
pobre Alejo; Fernán quería redondear la actuación, lo que pudo
hacer de la mano del juez. Y es que, ante el ruido ensordecedor
en el Zocodover, el propio juez ordenó sonar las trompetas de
nuevo, tres salvas hubieron de lanzar al viento, hasta que acalló
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de nuevo a la turba. Requirió entonces el juez su última
pregunta:
‒Habiendo quedado probada la connivencia de los testigos, lo
que invalida sus testimonios; y habiéndose asumido, por parte
de este tribunal, que los bueyes objeto del litigio fueron
vendidos, mas no robados, yo me pregunto: ¿cuál es la razón,
motivo, fuerza motriz y causa de derivar de este contrato,
legítimo, por otra parte, el suscrito entre los falsos acusadores;
de derivar, como he dicho, falsa acusación y levantar perjurio
contra la persona inocente y mansa de Alejo de Turiégano, de
querer provocarle el mal del escarnio público, y la más severa
condena de la ley, en nombre del loado Dios?...
Todo el mundo se mostraba inquieto. A estas alturas, el
responso del arcediano Eleucadio había sido vilipendiado por
la narrativa de aquel muchacho desgarbado. En espera de
acontecimientos, Fernán se respondió a sí mismo, para tornar
definitivamente los acontecimientos:
‒El mismo motivo por el que se acoge Alejo, aquí presente, al
Fuero Juzgo: cito el Libro IV, título III: De los que nascen después
de la muerte del padre.
‒¿Y bien?—el juez exigía concreción a Fernán.
‒Muy sencillo: el trato pudiera ser deshecho e invalidado por
Alejo, en tanto que heredero legítimo de su padre Aluendo,
pues tendría derecho a heredar la totalidad de la finca, si así lo
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reclamara. Por tal motivo intrigaron, las partes suscriptoras del
contrato, muy de común acuerdo, verter injurias sobre la
persona de Alejo, para poder hacerlo preso y echarlo a un
agujero, tirando la llave luego, si no muerto a latigazos. Una
vez encerrado, por ladrón, en las mazmorras de Toledo, ya se
ocuparían los interesados, de que no volviera a ver la luz.
La algarabía en la plaza era mayor, Jasmina miraba ahora a su
marido entornada en una expresión de sorpresa y decepción
insondables, parecía no estar al corriente de las maquinaciones
de su marido. Al fin y al cabo, Alejo era su primogénito e hijo
de su primer marido. Brígido sudaba de manera perceptible,
allí muchos le conocían y la trampa que había pretendido
tender a su hijastro no había sido del agrado del público. Para
colmo, la escenificación que dio al juicio el mozo Fernán, sin
haberlo pretendido, había exaltado aún más los ánimos de la
gente.
Los empujones se sucedían entre el gentío, el alguacil Illán
estaba muy nervioso también, temía por la integridad de los
cinco acusadores y el cerebro de la trama, zarandeado, en
medio de la turba. La situación se escapaba a su control, el
exiguo grupo de lanceros de guardia no sería suficiente para
contener aquella marea. Fernán quiso pescar en río revuelto,
aprovecharse de la situación, en beneficio de Alejo. Quería
tornar su suerte aún más, Alejo no debía salir indemne, debía
ser resarcido, por las calumnias, la traición y la desgracia en la
que habían pretendido sumirle. Así es como se acercó al juez de
nuevo, que empezaba a evidenciar una ansiedad notable, dada
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la situación. Fernán le ofreció una salida, no obstante, para
concluir:
‒¿Qué pensáis hacer con los falsos testimonios, mi señor?—
Fernán interpretaba un circunloquio.
‒¿Qué pretendéis muchacho, que castigue a estos miserables
por su codicia?...
‒Iban a hacer encerrar a un inocente, aprovechándose del
Libro. Han roto la ley, pues el testimonio veraz es la virtud más
sagrada en los juicios y las leyes. El Libro sanciona duramente
el falso testimonio.
‒¿Queréis que los mande azotar?; de todas formas ese Pedro
Jalón no puede ser sancionado por linaje. Tan solo se le puede
imponer una caloña, saldrá indemne.
‒No sé cómo se puede medir la caloña a imponer a estos
miserables, mi señor juez.
‒De tres bueyes era la mentira, así han de pechar, con intereses,
¡pero no pienso mandar a nadie de estos azotar!.
‒¿Por qué, porque son mozárabes como vos?; si fueran
castellanos de los campos góticos no seríais tan compasivo.
Además, la mitad de ellos jamás podrán pechar la caloña. Si los
sanciona a pechar, serán presos de la deuda durante mucho
tiempo, suficiente para acumular rencor y cuitas que hacer
pagar al pobre Alejo, a cuchilladas, si es necesario. No
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necesitamos eso. Podemos resarcir a Alejo, haciendo pagar a
estos idiotas, haciendo daño a los que de verdad se lo merecen,
los dos maquinadores, el ricohombre y el padrastro inefable.
Dejad que hable, seguidme la corriente—El juez asintió de
manera ostensible ante la seguridad que transmitía Fernán.
El propio Fernán se apartó de la mesa de juicios. Estaba
imbuido de la escena, la dominaba y la comprendía. Veía volar
los pensamientos del populacho, leía las líneas que escribían
con sus gestos, sus silbidos, sus gritos, la multitud congregada.
Deseaban justicia para el pobre, querían ver humillado al rico y
poderoso. Las trompetas sonaron tres veces más, pero el gentío
no callaba, el rumor no cesaba. Fernán optó entonces por
alzarse a lo alto del cadalso, donde horas antes había lanzado
su perorata fingida el arcediano Eleucadio. Sin embargo, el
muchacho era ahora quien se había ganado al público. Hizo
gestos ostensibles con los brazos, a lo que la turba reaccionó
guardando silencio de inmediato. Fernán inició su discurso:
‒ Ciudadanos de Toledo, convecinos; hoy se ha impartido
justicia, tal y como el ilustrísimo y reverendísimo arcediano de
Toledo, de manera tan preclara, ha pronosticado. Dios ha
sembrado con su benevolencia este tribunal, y ha hecho aflorar
la verdad, pura y cristalina, para lavar la ponzoña del alma de
los infames—La multitud rugía de nuevo—. ¡Pero calmaos!,
pues en el día de hoy todos veréis la justicia de Dios, la bondad
de Jesucristo, la misericordia con el menesteroso. Hoy podréis
volver a casa felices, satisfechos, por la equidad que se va a
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impartir, pues de la mentira de los falsos acusadores, saldrá el
beneficio para el desheredado.
‒Porque este tribunal va a dictar su sentencia, sin poner a nadie
en la picota, sin malferir ni agraviar, sin grilletes ni caloñas.
Pues los tramposos purgarán su culpa, en beneficio del
agraviado. Y es que este sabio juez ha decidido lo siguiente, y
soy yo quien lo hace público, por el gozo que me produce: ¡el
contrato entre los tramposos, se habrá de ejecutar!...
Un rumor alto de perplejidad surgió entre el público, pero
Fernán no había terminado:
‒…Se habrá de ejecutar, efectivamente, pero con una adenda: el
injuriado, Alejo de Turiégano, orgulloso heredero de Aluendo y
de sus tierras, cederá la titularidad de la finca y la pesquería a
Pedro Jalón, como está escrito; y se construirá la azuda con los
dineros empleados por Severio Planchuelo, conforme al
depósito efectuado ante la tesorería del cabildo; y los
pescadores de la cofradía de Fresnedillas prestarán sus
servicios para el mayor beneficio de la explotación; ¡mas será
partícipe Alejo, aquí presente, de la aparcería de la explotación,
correspondiéndole la mitad de las rentas generadas, de por
vida, quedando la otra mitad de la aparcería, y la
administración de la explotación, en manos de los otros tres
suscriptores!.
Dicho lo cual, Fernán guardó silencio, expectante, ante la
confirmación del juez, quien presenciaba ahora cómo todas
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miradas de la plaza pública se clavaban en su propia persona.
El pobre juez había sido víctima de la encerrona del muchacho,
poniéndole a los pies de los caballos si es que no sancionaba
conforme a la declaración pública efectuada por Fernán. Tras
otro breve lapso, siendo consciente el juez de la falta de
alternativas, observando el semblante de Pedro Jalón, presa de
una rabia contenida, hinchado el rostro, estampada una gruesa
y prominente vena en la frente, resolvió lo siguiente:
‒Así será, ¡visto para sentencia!.
La plaza entera prorrumpió en aplausos y vivas. Pedro Jalón
enfureció, renegando de la sentencia, profiriendo insultos y
blasfemias. Discretamente se le arrimó el alguacil Illán, quien le
susurró al oído, para que se calmara:
‒Sois hombre de negocios, unas veces se pierde y otras se gana;
hoy habéis perdido, solo es eso, dad gracias que no ha sido
nada más, que no es la primera vez que el vulgo enfurecido
trincha a un ricohombre que se pasó de listo… dejadlo ir pues.
Alejo y Fernán se fundieron en un abrazo, acababan de sellar
una amistad para siempre. Hayyim lloraba de alegría, el
matrimonio de Brígido y Jasmina respiraba. El jolgorio en la
plaza fue tal, que el joven Fernán tardó dos horas más en salir
de ella. Todo eran abrazos, felicitaciones, incluso le ofrecieron
trabajo un par de comerciantes. Fernán estaba feliz, satisfecho,
pero no engreído, su mayor satisfacción no era para sí mismo,
sino por el desvalido Alejo.
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Alejados ya del barullo y de la plaza, volviendo todo el mundo,
se citaron con Alejo para la cena, pues este último debía acudir
a la firma de la sentencia que se iba a redactar tras el juicio
público. Aún se reían los dos amigos, cual maestre y pupilo,
cuando un grupo de soldados del arzobispo les salieron al paso.
Otros tantos se cruzaron a retaguardia. Se deslizó de entre ellos
la figura del condestable del arzobispo, el máximo oficial de
esta mesnada. Se trataba de un soldado esbelto y espigado, con
una prominente barba y cabellera, de añadido, una notable
cicatriz en el costado derecho de la cara. Con paso distraído y
lento, se arrimó a la pareja; una vez a su altura, se apoyó en la
pared, sin decir palabra, sacó una fina daga de su costado, con
la que empezó a cortarse las uñas, mientras decía:
‒Alguien quiere hablaros, solo os robará un minuto de vuestro
tiempo…
A los pocos instantes apareció la figura gruesa del arcediano
Eleucadio; parece que el asunto enjuiciado, finalmente, era muy
de su interés:
‒El notable físico del Alacava, el insigne Alfacar. Siempre es
una alegría veros—inició la conversación el clérigo.
‒Espero que andéis mejor de vuestras almorranas, su
ilustrísima—respondió Hayyim, quien se ve que ya había
tratado de delicadas patologías al arcediano de Toledo.
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‒Y venís en compañía de un curioso ejemplar: ¿Cómo os
llamáis muchacho?—preguntó don Eleucadio.
‒Fernán, Fernán García de la Aceca, ayo del…
‒… ¡Ya ya ya!, del comendador calatravo de la Aceca—resolvió
de manera impertinente el Arcediano—. Habéis armado una
buena gresca en ese juicio, muchacho, sois muy perspicaz.
‒Vos pedíais justicia en público y ante Dios, yo os la he dado—
Fernán respondía subversivamente.
‒No seáis sedicioso, joven mozo, habéis actuado con brillantez
hoy, pero habéis de medir la grandeza de vuestros actos, pues
podrían pasaros por encima.
‒Ilustrísima—optó por intervenir Hayyim—, actuamos en
defensa de los intereses de un buen amigo, de un ahijado, nada
más…
‒¡Calla, maldito judío de mierda!. Tus amigos no deciden lo
que se hace en Toledo: acaso… ¡¿quién se ha creído este
pequeño bastardo que es?!.
Fernán estuvo a tiempo de echarse de rodillas a los pies del
arcediano Eleucadio, como muestra de sumisión y perdón.
Atajó de este modo, y justo a tiempo, el presumible arrebato del
clérigo, diciendo estas palabras:
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‒No soy nadie, ilustrísima, un bastardo más que intenta
ganarse la vida, solo eso. Si me he excedido hoy en el
enjuiciamiento ha sido en beneficio de mi amigo. No pretendo
fama ni preseas, no rumio ambiciones. Disculpadme pues mi
intención no era interferir en los asuntos del cabildo. Solo
pretendemos volver al hogar, a seguir enterrados entre legajos
y letras.
‒Podría haceros cortar el pescuezo ahora mismo, aquí, por
vuestro descaro y desfachatez… sin embargo, habéis hablado
bien. Si el pueblo está feliz por la justicia de hoy, ¡yo lo estoy
por él!—Alzó los brazos el arcediano Eleucadio—. Habéis
hecho hincar rodilla a ese cabrón de Pedro Jalón, se lo merece,
¡es un cerdo huraño!. Yo, por mi parte, seguiré sacando mi
tajada del trato, pese a todo… de cualquier manera, os ha de
quedar claro un extremo: yo digo a quién se encierra en Toledo,
a quién se le degüella y a quien se le hace rico: ¿entendéis?.
Ambos, Hayyim y Fernán, asintieron de cabeza:
‒Está bien, id en paz hermanos—dicho lo cual, don Eleucadio
administró una bendición a la pareja.
Los dos asustados amigos iniciaron el paso lentamente, no se
fiaban de la encerrona, se encaminaron hacia los soldados, el
condestable, de nombre Juan Ruiz de Samaniego, cortaba el
paso. Levantó la mirada secamente a Fernán, mientras se
apartaba de en medio. Hayyim respiró aliviado. Antes de
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perderse entre los soldados del arzobispo, que les habían
abierto un pasillo de salida, el arcediano sancionó:
‒Hay una cosa más Hayyim… saca a tu pequeño bastardo una
temporada de Toledo, que se quede en la Aceca, no queremos
que la gente pregunte por él por un tiempo. Cuando los ánimos
se hayan relajado, podrá volver y, ¿quién sabe?, a lo mejor
hablamos de negocios.
Después del susto, los dos precipitaron el paso de vuelta a la
aljama. A su llegada a la judería, Raquel salió a recibirles, pues
se venía jaleando a Fernán por las noticias del juicio, que habían
corrido rápidamente por la ciudad. Al notar la expresión lívida
de los dos, Raquel preguntó qué les había sucedido. Fernán,
finalmente, optó por reconfortarla mintiendo, aludiendo a un
cierto malestar por no haber probado bocado en todo el día.
Organizaron una gran cena, mientras la gente se acercaba por la
casa de Hayyim a comentar la noticia. Las puertas de la casa,
que siempre estaban abiertas, esa noche se cerraron. La abuela
Shula dispensaba a Fernán ante los visitantes que acudían en su
busca, siguiendo las indicaciones de su hijo Hayyim,
excusándose en que el muchacho andaba indispuesto y que
tenía que regresar al día siguiente a la Aceca. Cenaron con
Triguero y Alejo, para celebrar la gesta del día. En la intimidad
del hogar, expusieron la brillante gestión del joven Fernán.
Luego, en reservado, explicaron el incidente acaecido con el
arcediano Eleucadio al propio Triguero, quien puso a sus
muchachos en guardia aquella noche, pues cualquier cosa era
posible.
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A la mañana siguiente partió Fernán, escoltado por algunos
mozos de la cuadrilla, hasta la misma Aceca. Agradecido, se
despidió nuestro joven letrado de sus escoltas, presto a acceder
de vuelta a la seguridad de los muros del castillo de la
comendadura.
No encontró Fernán al ilustre Ordóñez sumido en sus
quehaceres habituales. Fue informado entonces de que este se
hallaba reunido con el mismísimo maestre en persona, el muy
ilustre caballero de nombre don Nuño Pérez de Quiñones.
Al concluir la reunión, se encontraron con el joven Fernán. Por
algún motivo, ninguno de los dos calatravos se sorprendía por
la presencia del muchacho de vuelta en la Aceca. A
continuación, hicieron pasar al mozo a capítulo. El ilustre
Ordóñez se mesaba la barba, pensativo, mientras el aún más
ilustre maese Nuño sonreía tibiamente. Fue el propio maestre
en persona quien se dirigió con familiaridad al joven Fernán:
‒¿Así que tú eres el muchacho del que tanto me habla mi
estimado García Ordóñez?—A estos extremos, el comendador
torció el gesto en señal de desaprobación por el indiscreto
comentario del maestre calatravo—. Bien muchacho, ¿qué
entuerto sucedió ayer, que mereció la visita inesperada de un
legado del cabildo de Toledo a mi presencia?.
Fernán relató entonces lo sucedido el día anterior de manera
pormenorizada. El maestre Nuño atendía distendido el relato
del muchacho. Al concluir con su historia, el calatravo empezó
a aplaudir y a jalear a Fernán, fascinado por el suceso y la
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curiosa resolución del mismo. Tras lo cual se serenó el maestre,
para dirigir unas palabras al joven Fernán:
‒Hijo, eres un buen hombre, y has demostrado un coraje y una
astucia sin par. Mas ha sido temerario por tu parte. Entiende,
joven Fernán, que no se puede jalear al vulgo así, pues hay
poderes de facto, más aún en Toledo, que no gustan de hacerles
sombra. Cuando alguien asoma la cabeza más de lo necesario y
el hecho trasciende, normalmente le estará siendo cercenada:
¿me entiendes, hijo?—Fernán asintió ostensiblemente.
‒Me alegro que hayas vapuleado a esos malnacidos, ayudando
a un menesteroso, pues es la esencia de la orden, en el servicio a
Dios y a la cristiandad. Nosotros adoptamos la regla del Císter,
y está en nuestros hábitos cuidar al necesitado… Sin embargo,
hijo mío, la política es una cuestión complicada. Debemos
ahorrarnos los conflictos con otras “instituciones de Dios”.
‒El muchacho lo tiene claro, maese Nuño—El ilustre Ordóñez
se incomodaba ante el paternalismo de don Nuño.
‒Ten claro, Fernán, que estás bajo la protección de la Orden. Tu
valía ha sido probada, seguro que podrás prestar grandes
servicios en nombre de Dios y de nuestro amado rey.
‒Os lo agradezco profundamente, maese Nuño—respondió
Fernán.
‒Así sea—dijo don Nuño para cerrar la reunión, mientras se
incorporaba de su asiento—, debo partir, tengo asuntos que
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atender. Ha sido un placer hablar contigo, joven Fernán
García… y ahora, Ordóñez, por favor—Se dirigía ahora el
maestre al comendador—, ¿podemos terminar de comentar
nuestros asuntos?.
Tras la indirecta del maestre Nuño, Fernán salió del capítulo. A
la media hora, aproximadamente, partió el maestre de la orden.
Quedaron solos de nuevo Fernán y el ilustre Ordóñez, que
compartieron una dilatada comida, aprovechando para ponerse
al día:
‒¿Y qué tal te va con tu hermosa Raquel?—preguntaba,
curioso, el tosco comendador.
‒Igual que siempre: bebo los vientos por ella...
‒Y ella, ¿qué te dice?.
‒Nada, pero me trata muy bien, me dedica buenas palabras.
‒Vaya…
‒¿Es mala señal?—Fernán se tomaba muy en serio el arrobo del
ilustre Ordóñez.
‒¡No, no!. Entiéndeme, Fernán, el corazón de las mujeres no es
una de mis especialidades… ahora, pasarás una temporada con
nosotros, ¿verdad?.
‒Así es, padre.
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‒Siempre es grato tenerte por aquí… pero no me llames padre,
sabes que me incomoda. Tu padre el don Pedro García de
Lerma.
‒Mi padre es quien me ha dado cobijo, calor y amor. Y ese no
es otro que vos.
‒Dejemos esas grandilocuencias…—El calatravo gustaba
zozobrar en el mar de los sentimientos, mientras que Fernán,
navegaba en ellos a toda vela— No sabes la vergüenza que he
pasado ante el maestre. La has liado buena con el Arcediano de
Toledo. Afortunadamente, no ha trascendido al mismísimo
arzobispo. Las relaciones de la orden con el arzobispado no son
buenas, especialmente con esos especuladores del cabildo.
‒Ese hombre es más malo que la quina, padre.
‒Malo, cierto es… mas peligroso, por encima de todas las cosas.
‒Pero ¿por qué tanto escándalo por el juicio?.
‒¿Acaso no prestaste atención a maese Nuño?—El comendador
se levantó de su silla para hablarle cara a cara a Fernán—. No
solo defendiste a tu pobre amigo, también jaleaste al público,
aireaste un sucio trato de los muchos de ese hideputa del
arcediano… bien cierto es que esa culebra sabe nadar siempre
entre el lodo y salir sin mácula. Nadie se habrá dado cuenta de
los manejos que ha tenido en todo este asunto ese desgraciado.
Sus socios, sin embargo, han sido vituperados. Tu manera de
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actuar, no obstante, le ha expuesto al público y eso es algo que
odia la gente como el arcediano Eleucadio.
‒¿Y en qué ha de afectar eso a la orden de Calatrava?.
‒En muchos aspectos, Fernán. La Orden es fe, devoción y
servicio a Dios. Pero es negocio, también. El rey mantiene un
equilibrio de fuerzas entre los nobles, los clérigos y los milites.
Reparte las preseas y los frutos de la Reconquista, es el precio al
servicio prestado. La orden necesita fondos, caudales, cosechas,
collazos. Hay que mantener a los caballeros, las mesnadas; hay
que reparar los muros del Convento. Todos nos queremos
repartir los bienes de la tierra. Pero se cumple un delicado
equilibrio, unos no entramos en el terreno de otros. El
Arcedianto Eleucadio no tardó ni un minuto en mandar
mensajero a dar aviso al maestre Nuño, para requerirle sobre
un ayo del comendador calatravo de la Aceca que, hallándose
en Toledo y haciendo uso de su ascendente, puso en la picota
ciertos “tratos” del cabildo, muy fuera de su incumbencia.
‒Lo siento, padre, yo no sabía que todo esto podía pasar…
‒No lo entiendes, Fernán, no es una reprimenda que te doy. Lo
que quiero decirte, es que el único motivo por el que aún
respiras, es porque esos cabrones sabían que eres ayo y servidor
de un calatravo de alcurnia.
Fernán tragó saliva y se recostó en su asiento. Toda la gloria y
la felicidad ganada la jornada pasada se habían volcado en un
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baño de cruda realidad. Esa fue la primera gran lección que
aprendió nuestro joven Fernán: no vivía en un mundo de
ideales y de triunfos de la justicia y la verdad; vivía en un
mundo oscuro, lleno de lobos feroces, dispuestos a devorar sus
sueños y anhelos más profundos. Reflexionaría el muchacho
acerca de todo aquello, sobre lo esencialmente voluble del
carácter del vulgo; de cómo la libertad estaba acotada por el
poder de señores, ricoshomes y clérigos varios; de cómo el
discurso de la buena intención, de la justicia, bien podía quedar
deslenguado por el filo de una hoja de maledicencia, de ansias
de poder. Fernán García empezaba a ser el hombre en que se
convertiría el día de mañana: el héroe, el santo, el maldito, el
poeta y el guerrero, pero, por encima de todo, el enamorado,
con locura, de la judía de Toledo.
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CAPÍTULO V. EL PRELUDIO A LA TRAGEDIA
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Pasó una semana desde el glorioso incidente del juicio en la
plaza del Zocodover, en la que un mocito de apenas quince
años, con unos arrestos e ingenio impresionantes, había salvado
a un pobre hombre de un castigo terrible, fruto de la
maquinación de unos desalmados bien alimentados. El pueblo
siempre tuvo la habilidad de convertir en héroe al villano, en
mártir al delincuente. Todo ello gracias, no solo al ingenio, sino
también a la sobreactuación de meritorio Fernán. Motivo este
por el que se metió en un embrollo con los poderes fácticos de
la ciudad, viéndose obligado a desnaturalizarse durante una
temporada de su amada Toledo.
La tristeza, la continua reflexión y una honda melancolía se
repartían el día a día de Fernán, lejos de su querida Raquel, de
sus libros y de su escuela de traductores. Sin embargo, el
muchacho era ya un hombre de principios y como tal, no se
arrepentía un ápice de su actuación en apoyo del pobre Alejo.
Operaba de manera incipiente una cierta transformación en su
conciencia y visión del mundo. Estaba entrando en la transición
a la edad madura por medio no tanto de su desarrollo
intelectual y maduración física y mental, antes bien, por un
susto terrible que le arrinconó emocionalmente, arrebatándole,
de una mano, las cosas buenas que tanto apreciaba.
Se refugió, durante esas jornadas, que se transformarían en
semanas, en su querido “padre”, el ilustre Ordoñez. Las cartas a
su madre, dulce costumbre que había abandonado a
redacciones esporádicas, sirvieron también de distracción al
muchacho, que las retomó con energía. Al calatravo Ordóñez,
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mientras tanto, la crudeza sentimental latente bajo su
escapulario, no le refrenaba de mostrar la enorme alegría que le
suponía recuperar la compañía habitual de su apreciado
Fernán. El rudo milite abrió una brecha en su alma el día que
aquel pequeño atado en el fondo de un pesebre, de aspecto
flacucho y desmembrado, resultó capaz de salir adelante, a
pesar de su apariencia pálida y cenceña, con una fortaleza y
resistencia encomiables. Con la magia escrita en sus labios y en
su pluma, hermoso y digno, el mozo Fernán atraía incluso las
miradas de las muchachas, ya fuera en el pueblo, como en la
aljama toledada. En definitiva, el freire, el comendador, el
guerrero por y ante Dios, vivía bajo la luz refulgente de su fe y
su fervorosa devoción que, sin embargo, a menudo se veía
eclipsada por la presencia de su ahijado.
En esos días redactó la misiva más larga y elaborada a su
madre, Isabel Fáñez, que seguía languideciendo entre muros
conventuales, deshaciendo su feminidad entre los empellones
de su amante; y es que don Pedro García de Lerma no perdía la
pasión y el deseo por su prima, siendo presa de una extraña
fijación. Cierto es que Isabel Fáñez pudo haber sido hembra de
recursos y dote, de no haberse dejado colar entre las faldas a su
primo carnal. Hacía largo tiempo que las cartas de su pequeño
no la distraían más que brevemente de sus angustias y pesares.
Era un ruiseñor atrapado entre muros de oración y roca fría,
helada. Los episodios depresivos volvieron a reaparecer y
alguna que otra nueva tendencia suicida. Algo que a lo que no
era ajena su comunidad. Desde su ingreso conventual, al menos
otras tres novicias forzosas no habían encontrado otra salida
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más que la inmolación, despreciando el castigo divino. A veces,
la desesperación del espíritu podía ser más fuerte que el miedo
a la condena eterna. La diferencia entre Isabel Fáñez y aquellas
otras mujeres, era que ellas sí habían encontrado el coraje para
cercenarse, estamparse o bien envenenarse, respectivamente,
consumando sus añoranzas de una salida definitiva a todo
aquello.
Y de seguro que Isabel se hubiera unido a ellas, de no ser por
dos razones: la devoción por su hijo, que tantas cartas hermosas
le escribía y, en última instancia, la más poderosa de todas: cual
es el deseo de venganza. Se hallaba, como decíamos, de nuevo,
asomada al abismo de la depresión sin vuelta, cuando llegó una
nueva carta, muy especial, de cinco resmas nada más y nada
menos. Su querido Fernán, ya un hombre, le dedicaba unas
líneas hermosas, confesoras y descarnadas. El muchacho quiso
desahogar parte de sus frustraciones compartiéndolas por
escrito. La monja, por su parte, había notado el cambio, la
riqueza de detalles, los razonamientos que exponía el
muchacho en sus palabras.
Y es que Fernán había permanecido abstraído de su vida
pasada en tanto que permaneció en Toledo, aprendiendo
lenguas y traducciones en el Alacava, bien jugando a hacer
arrumacos con Raquel. Todo aquello se tradujo en una
disyunción de la ubicuidad de su madre, a la que trasladaba
cada vez testimonios más difuminados. Sin embargo ahora,
pasado aquel interludio de unos breves años de ignorante
felicidad, un jarro de agua fría devolvió al muchacho de vuelta
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al mundo real. Fernán retomó con fuerza su epistolario
materno, tirando de detalles, de reflexiones y dudas; relató a su
madre su día a día en Toledo, sus estudios de lenguas y
escribanías, los bullicios de las calles, los chismes de su
informante Triguero, todo aquello que no era sino un espejismo
de prosperida. No obstante, algo turbó especialmente la
atención de Isabel Fáñez, algo más que estaba escrito y
explicado con pormenores en aquellas líneas: el amor de su hijo
por una hermosa judía llamada Raquel y, en particular, su
padre: un eminente médico judío de nombre Hayyim AlFakhar.
Al llegar a este punto, los legajos resbalaron de entre las manos
de Isabel: era la memoria de lo imposible. Aquel era el médico
judío que, siendo ambos muy jóvenes, diagnosticó su
embarazo, fuera de los plazos compatibles con la paternidad de
su legítimo marido. Fue aquel médico quien desenmascaró el
accidente sucedido tras unas jornadas de pasión y
amancebamiento con su primo. Volvieron a su memoria los
ruegos, en aquella habitación helada, implorando al médico que
mintiera a su esposo. La respuesta de Hayyim fue taxativa, no
podía mentir, no solo por sus principios religiosos, si no por las
bases éticas de su ejercicio de la medicina. Isabel Fáñez nunca
entendió el gesto, responsable y moral, del joven galeno,
entendiéndolo como una conducta prepotente y machista.
Focalizó, durante largo tiempo, el origen de todas sus
desgracias en aquel judío desgraciado que la despreció y la
puso a los pies de los caballos. Ella, por su parte, pretendía
ignorar que la fuente de sus males fueran su infidelidad y su
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mal entendido deseo, junto a la crueldad de aquellos tiempos.
Siendo la naturaleza humana proclive a refugiarse en artimañas
emocionales para evadir la realidad, Isabel Fáñez evadió sus
errores considerando que su hijo bastardo era lo mejor que
había hecho en esta vida, y que había sido víctima de la
confabulación de un médico judío misógino, prepotente y
traicionero, como todos los judíos. El odio y la rabia contenida
fueron disipándose, con los años, en el vacío espiritual y el éter
taciturno que se inhalaban en San Mamés de Ura.
Hasta aquel mismo día, en el que despertó de nuevo la hidra
que albergaba Isabel Fáñez en sus adentros, dos veces había
visto el óbito y la negrura de cerca. En dos ocasiones había
soslayado la depresión, la muerte en vida, saboreado el ricino
de la soledad conventual. No habría una tercera, no volvería a
arrimarse al piélago de la locura. Su motivación, desde aquel
mismo instante, sería salir de aquellos muros, cautivar a su hijo
amado y castigar dolosamente al causante de sus males: no era
otro que aquel médico sefardí, de nombre Hayyim Al-Fakhar.
Aquel día, aquella carta, obraron también un profundo cambio
en una Isabel Fáñez que iba a encontrar la voluntad, los
recursos, el ingenio y, sobre todo, la falta de escrúpulos
necesarios para recuperar parte de su vida arrebatada.
Mientras su madre idealizada se reafirmaba como nunca en su
retiro espiritual, el joven Fernán se centraba en progresar con la
espada. Trabajaba más duro de lo que lo había hecho nunca, lo
que suscitaba el orgullo paternal del calatravo Ordóñez.
Pasaban las semanas distraído, como estaba, con el duro trabajo
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de la encomienda, y recibió un par de visitas del insigne
Hayyim. El médico judío se mostraba apesadumbrado por la
suerte de Fernán. Se sentía culpable por haberle llevado aquel
día al juicio del pobre Alejo. Nada de esto habría sucedido si
Hayyim no hubiera cruzado las suertes de su joven amigo y de
su ahijado. Las palabras de Fernán no le reconfortaban, pese a
que el muchacho no dejaba de reafirmarse en su defensa de
Alejo en aquel juicio tramposo, menos de haberle sacado del
trance con notable recompensa. Lo que ocultaba el joven, a
todas las miradas, era el nudo en el estómago que le devoraba
lentamente lejos de su amada Raquel.
Así fue como una mañana plomiza de Enero del año de nuestro
señor Jesucristo de 1195, un fornido viajero amaneció entelerido
a las puertas del castillo. Los ayos de la comendadura
acudieron a dar aviso al ilustre Ordóñez: ‹‹…Un forastero
pregunta por Fernán García de Aceca…››, vinieron a decirle. Al
salir a su encuentro, el calatravo y su hijastro se encontraron al
pobre Alejo envuelto en su rica aljuba. Al aparecer el joven
muchacho a las puertas del castillo, antes si quiera de darle un
abrazo, el forzudo labriego se arrojó a sus pies, llorando:
‒¡Mi señor Fernán, Fernán García, gracias, gracias, mi señor!
El propio Fernán se ruborizó ante este hecho, y tomó
inmediatamente a Alejo de la sobaquera, para hacerlo levantar:
‒Tranquilo, amigo mío—decía Fernán—, no tenéis que mostrar
agradecimiento alguno.
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‒He de hacerlo, mi señor Fernán y he de agradeceros por el
tormento del que me habéis salvado, y la bendición que me
habéis conseguido.
‒Era mi deber cristiano nada más: ¿qué os trae por aquí?.
‒He venido a ponerme a vuestra disposición, a vuestro
servicio, como mejor estiméis. Tengo una deuda con vos.
‒No tenéis deuda alguna, Alejo, somos amigos, los amigos y los
buenos cristianos se deben ayudar. Además, no te debes poner
al servicio de nadie, debes atender tus asuntos y tareas.
‒Eso os venía a contar. He firmado unos escritos, asesorado por
Hayyim, ante el Notario Real. Y luego Hayyim me ha dicho que
ya no tendré que preocuparme de las rentas, que soy señor de
parte de las tierras de mi padre, Dios lo guarde en su gloria, y
que participaré de los beneficios sobre la aparcería de la
pesquería que allí se va a construir… mi madre me ha dicho
que ya no tengo que trabajar más como labriego para mi
padrastro, que ya se buscará a quién lo haga, que nos ha tenido
engañados mucho tiempo. Ahora mi madre no le dirige la
palabra, ¿sabe?—Fernán sonrió a colación de esto último.
‒En ese caso pasa, querido Alejo, a desayunar con nosotros y a
entrar en calor: leche caliente, requesón y pan con ajoaceite.
Hay sopa negra hecha de ayer, deliciosa. Luego discutiremos
eso de ponerte al servicio de nadie.
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Alejo no se quiso separar desde entonces de Fernán. Poco pudo
hacer este último por convencerle, pues no atendía más razones
que la devoción por su salvador. El buen espíritu y nobleza de
Fernán decantaban más la balanza a su favor. Optaron por dar
un camastro a Alejo en la casa común de los sirvientes, mas
Fernán se negó, acogiendo al fortachón en su celda. Cuál no fue
la sorpresa de Alejo cuando Fernán le ofreció su jergón:
‒Pero, ¿do es que váis a dormir vos?—preguntaba Alejo
extrañado.
‒En el suelo, mi amigo, cerca del hogar, por su puesto.
‒¡De ninguna manera, en modo alguno!.
‒Es mi decisión, Alejo, así duermen los caballeros de la orden
de calatrava, es parte de nuestra regla...
Fernán no lo sabía, pero se había ganado a su compañero más
fiel, quien le seguiría hasta el último rincón de la tierra, hasta el
final de sus días. Alejo, por su parte, procuraba irle a la par, se
levantaba antes que Fernán todas las mañanas, disponía sus
enseres, su desayuno, cuidaba y limpiaba sus armas y
utensilios, preparaba sus monturas, acarreaba los pesos más
grandes en las faenas diarias. Siempre pedía la dispensa de
Fernán si había de ausentarse. Un día le habló al respecto el
siempre preclaro comendador Ordóñez:
‒Fernán, hijo, no has recibido el espaldarazo, y ya eres armado
caballero—Se mostraba irónico el calatravo.
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‒¿Por qué lo decís?—preguntaba Fernán.
‒Tenéis escudero…
‒No hagáis mofa del pobre Alejo, comendador—reprochaba
cariñosamente Fernán.
‒Al contrario, hablo muy en serio. El espíritu de la caballería es
servir al débil, mostrar coraje y gallardía, pero con ingenio. No
dispondréis del brazo más fuerte entre los freires, si bien, dudo
quien puede enfrentaros en cualesquiera de las demás virtudes.
Ese pobre idiota de Alejo es una metáfora de vuestra nobleza
interior, no conozco a nadie más que se haya ganado el servicio
y la devoción de otro cristiano si no es a través del miedo a
perder sus tierras, bien sea el miedo a Dios. Alejo os ama por
como sois, por lo que hacéis y por la manera en que lo hacéis. Y
creedme, Fernán: haréis grandes cosas.
En ocasiones el ilustre Ordóñez destilaba gotas de requiebro
para su querido Fernán. Eran escasas, dado el carácter agrio del
comendador, pero contundentes y definitivas. Sin embargo, a fe
que nadie consiguió influir tanto ni aportar mayor confianza en
sí mismo al joven Fernán, que el propio comendador. No habría
elegido otro padre para sí, ni siquiera a su muy querido
Hayyim.
El invierno avanzaba en el reino de Toledo. Los milites se
azoraban pues se cernía una terrible amenaza sobre los Campos
de Calatrava. El califa Abu Yacub Yusuf preparaba un ejército
formidable. El rey castellano estaba exultante debido a sus
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victorias: primero recuperó Toledo, arrebatándosela al Rey de
León y a su batallador Virrey, don Fernán Rodríguez de Castro;
después contratacó al Rey de Navarra, aun siendo niño,
entrando hasta Logroño; siendo mayor de edad cercó e hizo
caer Cuenca, escaso reducto almorávide en la Península;
acogotó a Navarra definitivamente, fundó Plasencia y regó la
frontera de soldados de Dios: los freires calatravos. Viéndose
así de fuerte, inició correrías hostigando Andalucía. La postrera
reacción del califa almohade, no tardaría en producirse.
Y es que los apocados almorávides ya no gobernaban la
península: la tercera generación de los sectarios almohades
había unido cabilas y taifas; había dado cohesión y unicidad de
respuesta. La hostilidad del rey castellano, frente a la relativa
calma e incluso maledicente afinidad de los demás monarcas
cristianos de España, encendieron el ánimo del califa en pos de
la joya perdida: Toledo. Solo había un rey cristiano cometiendo
el desplante de atacarles en su casa, solo aquel malnacido rey
Alfonso impelía a los agarenos a recuperar para Dios, el único y
grande, las tierras mancilladas por la cruz.
Los preparativos para fundamentar el bastión de Alarcos se
apresuraban, mas no al ritmo deseado. El nombrado tenente de
la fortaleza y ciudad: don Diego López II de Haro, no alcanzaba
alzar el muro de la ciudad ni la falsabraga del Castillo de
Alarcos.
Los ecos de la guerra estaban llegando a la quietud de la Aceca.
El ilustre Ordóñez hacía preparativos de campaña, si bien su
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puesto le restringía de entrar en combate, algo que deseaba
arduamente. Se sentía como una fiera enjaulada, disponiendo
mesnadas y organizando intendencias. El acero toledano de sus
milites desfilaba ante sus propias narices, mientras él se
limitaba a emitir despachos. Caudales partían hacia Toledo con
frecuencia, a manos del cabildo y el almotacén real. Se esperaba
gran contingente en la plaza Toledana para el verano, para
cuando se alzara la guerra, mientras se secaban de lodos los
caminos y se terminaba de trillar el trigo.
El ilustre Ordóñez se refugiaba de sus frustraciones en Fernán,
al que dedicaba incontables horas enseñando las artes del
combate y la espada. No en vano, el talludo comendador había
sido partícipe de numerosas contiendas, atesorando coraje y
experiencia, claves que se empeñaba, ahora más que nunca, en
transmitir a su hijo adoptivo Fernán. Un día hablaban tras una
larga jornada de instrucción:
‒¿Sientes miedo, Fernán?—preguntó el freire—. Del futuro, de
tener que luchar, de tener que matar o morir.
‒Sí tengo miedo, pero, no por mí, padre.
‒¿Por qué entonces?.
‒Por no poder volver aquí con vos, a la Aceca; por no poder
volver a sentir el tacto de un hermoso manuscrito entre mis
manos; por no poder mirar al cielo de una noche clara; por no,
en fin…—El muchacho agachaba la cabeza, apesadumbrado.
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‒¿Por qué más, Fernán?.
‒… por no volver a ver a Raquel.
Ambos quedaron de pie en silencio, junto a las almenas del
castillo, mientras se ponía el sol hacia los llanos de la Sagra. El
milite respondió, tras un rato de sosiego:
‒Yo también amé una vez. Hace mucho tiempo. Hace tanto
tiempo…
‒¿Qué paso?—Fernán despertaba su atención, a la vez que
apartaba brevemente su melancolía.
‒Bueno, sabes de mi ascendente de los campos góticos, cerca
del Infantazgo: en Astudillo. Pertenezco a una familia solariega
y de abolengo. Ella pertenecía a una familia acomodada que
movía variadas recuas en el Alfoz de Palenzuela. Era muy
guapa… y me correspondía. De hecho, se entregó de lleno. Aún
recuerdo los restregones entre la paja y la hierba. Tenía unos
senos prominentes y erguidos, una cadera generosa, unos
curiosos hoyuelos en su expresión pícara y unos enormes ojos
negros. Yo me creía morir en sus brazos.
‒¿Y qué pasó?.
‒Quedó preñada…—se hizo el silencio, mientras el maestre
apretaba los dientes.
‒Entonces, ¡¿tenéis un hijo carnal?!.
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‒Yo así lo afirmo. Esa maldita zorra no…
‒Contadme, ¿qué más?—el ilustre Ordoñez rumiaba las
palabras, seleccionando entre las maldiciones y las
explicaciones.
‒Recibió una mejor oferta…
‒¿Mejor que vos?.
‒Mejor que yo supongo: no te confundas, mi querido Fernán,
no todos los nobles son ricos, ni todos los ricos son nobles, en
los campos góticos. El solariego se ganó después de
generaciones de caballeros guerreando en verano, arando sus
tierras en otoño, haciendo embutido en invierno y purgando en
primavera. Llegaba el verano… y de nuevo a la guerra. Había
guerreros formidables, capaces de acumular mérito y botín por
encima de los demás, otros, menos batalladores, administraban
bien las tierras ganadas por presura. Sea como fuere, unos
cristianos fueron elevándose respecto a los demás, acumulando
riqueza y privilegios, siempre fruto del servicio a su rey, a Dios
y, a menudo, a otros señores más poderosos que el rey mismo.
‒¿A dónde queréis llegar, padre?.
‒Pues que mi familia tenía abolengo, pero no riqueza. Siempre
se nos dio mejor ganarnos el jornal a mamporros que fruto de
nuestras buenas gestiones. Por eso, supongo, un rico maestre de
Palenzuela resultó más tentador para mi hermosa moza, de
nombre Claverina. Ocultó su embarazo por todos los medios al
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público, incluyendo fajas de gasa aprisionándole el vientre. Y a
mí me daba largas para el matrimonio. Se resistía a que nos
casásemos, poniendo variadas excusas: no se atrevía a
explicárselo a sus padres, que si la criticarían, que si la iban a
meter en un convento…
‒¿Y qué hicisteis?, aquel otro hombre debió notar aquello.
‒El tipo no sería estúpido; sin embargo, si ella se entregó a él la
mitad de lo que se me entregó a mí, créeme Fernán, bebería los
vientos por ella. Cualquier hombre puede perder los estribos y
la razón por una buena hembra, si esta de veras se lo propone.
‒¿Dónde está entonces vuestro hijo?.
‒Yo me decidí a acudir a la casa de su familia, me presenté allí
y expuse lo sucedido, solicitando la mano de la muchacha. Ella
se volvió loca, empezó a gritarme, me acusó de haberla forzado,
aunque ella, decente y virtuosa, se había conseguido resistir. El
alfoz tiene sus propias leyes y merindades, allí yo no era nadie,
montó tal escándalo que pasé la noche en un calabozo; no fue
mal la cosa, se me sometió a un juicio público, casi me ahorcan,
mas mi familia pudo sacarme del atolladero. Luego, por
prudencia, mi padre me buscó un sitio dentro de la Orden de
Calatrava, que apenas llevaba diez años abriéndose paso en la
cibdad vieja . Me vine a la frontera, dejando atrás mi pasado;
descargando la rabia contenida contra los escudos y las chilabas
de los moros. Y ahora estoy entre estos muros, ¡atrapado!; aún
siento la cólera correr por mis venas, y necesito, Fernán, lo
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necesito de veras, encararme con un ejército de infieles; es la
única manera que encuentro para olvidar lo que la
malevolencia de una sola mujer fue capaz de causarme.
‒¿Sabéis cómo se llama?. Vuestro hijo, quiero decir.
Otra larga pausa interrumpió el diálogo, el ilustre Ordóñez
parecía querer contener un atisbo de sollozo entre dientes:
‒Mi hijo se llama Fernán, Fernán García de la Aceca… no he
conocido otro. Si me preguntas por aquel niño que nació de una
relación ilegítima: se llama Hugo. Lo sé por mi familia, nada
más. Me consta que no tiene conocimiento de mí, aunque, para
ser sincero, no hay día en que no piense yo en él.
El ilustre Ordóñez apoyó su brazo en el hombro de Fernán,
para después retirarse comedidamente a sus aposentos;
probablemente, a dejar escapar alguna lágrima en la intimidad
de su celda. Fernán, por su parte, quedó melancólico, mirando
al atardecer, intentando recordar cuando la vida era más fácil y
los sentimientos, un juego sencillo.
Amaneció una mañana lluviosa al día siguiente, Alejo había
preparado un caldo caliente con pan frito para el desayuno.
Fernán preguntó por el comendador al no hallarlo en su celda, a
lo que Alejo respondió: ‹‹Salió muy temprano hacia Toledo››.
Después del espeso desayuno, se dirigió a sus rutinas matutinas
dentro del castillo. Sin la presencia del comendador, a media
mañana asistió a su instrucción guerrera. En este sentido, si
bien el comendador supervisaba casi todos los avances de
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Fernán, este había delegado en dos buenos freires su tutela:
Mariano de Esquivias y Fruelo do Miranda; Mariano era un
recio y arrogante milite, muy diestro con la espada, no obstante.
Fruelo, portugués de origen, en cambio, era de naturaleza
jovial y cercana. Mariano no dudaba en golpear y arrojar al
lodo a Fernán si le notaba distraído o poco motivado. Era su
forma de mostrar al muchacho lo que podía traerle la vida si se
veía envuelto en un combate. Fruelo era más suave y apelaba a
menudo a la psicología del mozo:‹‹Vamos Fernán, así no vas a
ganarte a tu amada judía, pelea con más brío››, le decía a
menudo para animarlo.
Esa mañana Mariano no dudó en plantar a Fernán bajo la
intensa lluvia que regaba la comarca de la Sagra: ‹‹¿Sabes lo que
es luchar bajo lluvia intensa, joven Fernán?, no ves nada, el
agua te nubla los ojos; entonces no ves los mandobles venir. La
única ventaja de la lluvia es que a los jinetes les va peor, si es
que tú combates a pie››. Mariano estaba arreando de lo lindo.
Fruelo, a su vez, observaba impasible desde un alero, a
resguardo de la lluvia, afilando con una piedra su espada.
Acabada la sesión, Fernán estaba exhausto, llevaba marcados
dos moratones de relevancia y había besado el suelo en varias
ocasiones. Mariano, no obstante, se terminó llevando una buena
estocada, lo que espoleó aún más su ánimo, mientras pensaba
para sí:‹‹¿Cómo es posible que este flacucho gañán me haya
conseguido arrear de esa manera?››.
Recuperándose con unos paños calientes de la restregada y el
aguacero, Alejo iba y venía pacientemente a mojar gasas en una
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marmita con agua puesta al fuego, en interés de evitarle una
pulmonía a su amado señor Fernán. La fragilidad y delicadeza
aparente del mozo, sin embargo, contrastaban con la robustez
de su salud, sopesada desde el día en que fue rescatado,
malnutrido, de la aldea de Moceisón.
Dieron las seis de la tarde y ya andaba Fernán preocupado por
la larga ausencia de su padre. El día estaba siendo plomizo y la
lluvia intensa de la mañana dio paso, tras un interludio a
mediodía, a una llovizna prolongada en la tarde. Fernán
permanecía asomado a las almenas del castillo, bajo un capazo
de piel encerado, a fin de no mojarse. Alejo permanecía a su
vera, envuelto en su inseparable aljuba, cuando apareció la
silueta del comendador en lontananza. Recibido en las estancias
del castillo, el freire se cambió las ropas mojadas, siendo este un
privilegio de unos pocos, mientras indicaba a Fernán y a Alejo
que aguardaran en la sala de guardia.
Finalmente apareció el calatravo, portando un objeto alargado,
envuelto en gasas. Se sentaron junto a la mesa y el ilustre
Ordóñez empezó a explicar el porqué de su discreción:
‒Tengo noticias, Fernán, buenas noticias. Pero, vayamos por
partes: Tu padre, don Pedro García de Lerma, opta a ser
nombrado Mayordomo Mayor del Rey. Como ya sabrás,
querido Fernán, es una de las mayores dignidades del reino.
‒Hace años que no sabía nada de él, ya no acudía por aquí—
respondió Fernán a estas razones.
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‒Bueno, ha estado muy atareado en asuntos varios: la guerra
desatada con Navarra, por un lado, y en el Infantazgo, por el
otro. La Castiella Viella ha estado muy agitada en estos últimos
tiempos. El año pasado, precisamente por estas fechas, se firmó
el tratado de Tordehumos, a fin de regularizar la situación de
conflictividad entre Castilla y León, sellando la paz entrambos
reinos. Nuestro amado rey Afonso ha apoyado a su primo
homónimo en la cuita que mantenía con el infante Sancho. Este
infante Sancho, es hijo ilegítimo de Urraca López de Haro y el
fenecido Rey de León, don Fernando, siendo estos dos amantes.
‒López de Haro decís… ¿es acaso familia del famoso caballero
don Diego López de Haro?—interrumpió Fernán.
‒Hermana, para ser precisos. Don Diego ha regresado a
Castilla, al servicio de nuestro amado rey Alfonso, tras haber
perdido su familia los intereses forjados a través de Doña
Urraca en León. Básicamente, el otro rey Alfonso, el de León,
los ha echado a patadas: ha arrebatado a los de Haro las
posesiones que su padre, el difunto rey Fernando de León,
había legado a su amante Doña Urraca. Últimamente, estas
fortalezas eran guardadas por el propio conde don Diego López
de Haro; sin embargo, el Rey de León, Alfonso, las tomó por la
fuerza.
‒¿Don Diego estaba exiliado en León, acaso?.
‒En realidad, esto sucedió años atrás, hijo mío. Sin embargo, a
su vuelta, nuestro amado rey Alfonso de Castilla le ha
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restituido sus posesiones y dotado del cargo de alférez real,
general de sus ejércitos y levas. Sea como fuere, Tordehumos
son los rescoldos de una hoguera muy intensa, en la que ha
ardido el orgullo y la vanidad de grandes señores, empezando
por el mismo Rey de León, quien ha salido perdiendo, al menos
por ahora. Nuestro amado rey Alfonso de Castilla arrebató a
León varias fortificaciones durante la guerra en el Infantazgo.
Tras el Tratado de Tordehumos, Castilla tan solo ha restituido
tres a León: Alba, Luna y Portilla. Muchos otros siguen en
manos castellanas. El equilibrio con León es muy tenso, tanto,
que la paz no ha sido sino que impulsada desde Roma, por
medio de un legado del pontífice: el Cardenal Gregorio, de
Santángelo. Este último decidió que se pusieran, como garantía
de las paces, ciertas fortalezas fronterizas entrambos reinos, a
fin de ser custodiados, unos por la Orden de Calatrava y otros
por la de Santiago, respectivamente.
‒¿De cualquier modo, qué tiene esto que ver con mi padre, don
Pedro García?.
‒Bueno, tú preguntabas por qué hace años que no nos visita.
Como has estado imbuido por tus libros y judías toledanas, no
te has enterado apenas de lo que pasaba a extramuros de la
ciudad. Y lo cierto, es que en todos esos fechos, ha tenido gran
participación y entretenimiento tu padre. Por eso, finalmente,
podría ser recompensado con la mayordomía: una bendición de
mucho renombre.
‒¿Y bien?...
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‒Atiende mozo, he tenido a bien escribir a tu padre, quien me
respondió que estará encantado de acudir a Toledo, con motivo
de los preparativos en curso frente a la amenaza almohade.
Intercederá por ti ante el Cabildo de Toledo. El Arcediano
Eleucadio tendrá que permitirte regresar a Toledo.
Al oír esto Fernán, no pudo reprimirse, arrojándose a abrazar a
su padre postizo entre gemidos de felicidad. El muchacho, a
pesar del lodo y las espadas, seguía disponiendo un inusitado
sentimentalismo:
‒Cálmate, Fernán, aún no está cerrado el asunto. En cualquier
caso, vendrá aquí, a la Aceca, a vernos. El Rey de Castilla está
ordenando asuntos en las extremaduras castellanas, pero ha
dispuesto que el primado Martín lance una serie de correrías
contra los almohades—prosiguía el Calatravo.
‒¿El Arzobispo de Toledo, don Martín?.
‒El mismo. Don Nuño, nuestro reverendo Maestre, me ha
confesado que el mismo Rey de Castilla, don Afonso el Noble,
ha mandado una misiva retando al Miramamolín. A juzgar por
las noticias que llegan del sur, puede estar armando el moro un
ejército formidable. De ser así, solo hay dos obstáculos en su
camino a Toledo: Alarcos y la Cibdad vieja de Calatrava. Sin
duda, nuestro amado rey se siente reconfortado por las paces
de Tordehumos, la buena amistad con el rey de Aragón y el
yugo sobre el monarca Navarro. Se siente fuerte y confiado
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para embestir de frente al almohade—Ahora el ilustre Ordóñez
pensaba en voz alta, sin duda.
‒Y vos: ¿qué opináis, padre?—sonsacaba Fernán.
‒Opino que los almohades ya no son los reinos de Taifas. Han
unificado credo y alianzas. Han denostado al rey Lobo de
Murcia, un aliado de enjundia para Castilla. Creo, mi querido
Fernán, que nuestro amado rey Alfonso está precipitando la
furia de los agarenos sobre las posiciones de Calatrava, al sur
del Tajo. El rey se podrá refugiar entre los muros y acantilados
del Torno de Toledo, pero la Cibdad vieja y Alarcos están
demasiado expuestos. No es tiempo de buscar una batalla en
campo abierto.
‒¿Y cómo se puede ganar al moro si no es enfrentándolo?.
‒Hijo, debemos enfrentarlo con precaución; desde el Tajo hasta
las puertas del alto del Muradal, los llanos y los montes son
jurisdicción cristiana, ya es fecho asumido. Debemos
afianzarnos en los campos de Calatrava primero. El almohade
ha de luchar contra los portugueses, ha tenido que recuperar
posiciones en levante, resolver conflictos internos entre sus
cabilas, envía barcos a las islas mayorquinas; por si fuera poco,
los muros de la Sierra Morena son una muralla de contención
frente a las pretensiones andalusíes; incluso las valiosísimas
minas de azogue de Almadén, en nuestras manos, han sido
dadas por perdidas por los visires de Córdoba, al hallarse estas
más allá de los Pedroches. Esta guerra la ganaremos paso a
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paso. Además, no actuamos como uno solo, querido Fernán, los
cristianos andamos desunidos frente al moro. Sin embargo, el
moro ahora sí ha aunado sus fuerzas. La Orden de Calatrava no
será suficiente para contener al ejército del califa, si es que este
decide arrojarse, con grandes efectivos, hacia las puertas de
Toledo.
‒Pero, no estamos desunidos, vos lo acabáis de decir: ¿qué hay
del Tratado de Tordehumos, de la paz con León, de la amistad
de Aragón?
‒Sí lo estamos, más de lo que dictan las apariencias. Ya te he
dicho que Tordehumos, lejos de apaciguar los ánimos, es una
paz forzada. El Rey de León no es de fiar. El Rey de Navarra
aguarda, seguramente agazapado, una nueva oportunidad. El
de Aragón mira ahora hacia sus intereses en Occitania: los
vizcondados donde la herejía cátara se extiende por doquier,
donde pretende mediar, mientras arrima condados al norte de
los pirineos. No, mi querido Fernán, algo se mueve, algo
sombrío.
‒A qué os referís: ¿una traición?...
‒… Real como la vida misma—continuaba con determinación
el ilustre Ordóñez—. Los freires Truillenses, de la Orden de
Alcántara, nos informan que don Pedro Fernández de Castro,
un leal vasallo del Rey de León, se ha desnaturalizado de su
señorío de Trujillo, internándose en territorio almohade.
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Obviamente, no creo que tenga planeado conquistar Córdoba o
Sevilla con su exiguo ejército.
‒¿Unirse al moro entonces?: pero eso le puede costar la
excomunión.
‒Mi querido Fernán, eso poco importa a algunos mortales, que
aspiran, cegados por la codicia, más a sus posesiones en vida,
que a su salvación eterna… pero dejémoslo ya, hijo, basta de
preguntas. La cuestión es que tu padre nos va a visitar y, en su
condición de portador de realengo, te va a ordenar caballero.
Un escalofrío de emoción recorrió la espalda de Fernán:
‒Te has quedado sin palabras…—responió, alegre, el
comendador— la orden piensa que puedes prestar gran
servicio, por tus consabidas virtudes y tu fina agudeza. Por
ahora no has de portar el hábito de la cruz negra. Sin embargo,
siempre has atendido todos los demás compromisos de los
freires. Tan solo lo vamos a hacer oficia.
‒¡Qué alegría!, mi noble y querido señor Fernán: ¡ahora sí que
puedo decir que sirvo a un auténtico caballero!—El pobre Alejo
no cabía en sí de satisfacción por la noticia.
‒Necesitarás una buena espada. Ese es un regalo que yo quería
hacerte hace tiempo…—Lentamente, el ilustre Ordóñez
empezaba a destramar el bulto envuelto en gasas que había
traído a la reunión— Es Toledo el lugar de la cristiandad con la
mejor manufactura de aleación; el acero toledano se tiene por el
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mejor templado sobre el orbe. Tu brazo no será el más largo, ni
el más fuerte; pero eso no importa, con esta hoja cortarás las
lorigas y las chilabas, partirás almófares y los destellos de oro y
plata deslumbrarán a tus enemigos.
Proseguía la perorata del calatravo, mientras descubría la
espada a la vista de Fernán. A sus ojos apareció una reluciente
espada de tres cuartas de vara, de doble filo, con una profunda
acanaladura a lo largo de su eje, punta en ojiva, cortos gavilanes
plateados, mango de tiras de piel curtida, negra, pomo en
forma de disco, con un grueso broche de plomo, revestido con
la cruz flordelisada de la orden:
‒Con esta espada, Fernán, partirás los cielos, de ser necesario…
Fernán tomó la espada entre sus manos, la reluciente e
impoluta hoja tenía inscrita una filacteria, como era usual;
normalmente eran pliegos u oraciones, sin embargo, el ilustre
Ordóñez había elegido en esta ocasión una sentencia más
pagana: Audentes fortuna iuvat (La fortuna favorece a los
audaces). Al leer esta frase, Fernán respondió:
‒La Enedia, de Virgilio… es hermoso—Fernán contemplaba
absorto la espada.
‒Atiende Fernán, porque un caballero es él y su espada; y así
mismo lo es, también, su montura. Salgamos afuera—Las
sorpresas no terminaban aquí.
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Salieron de las estancias del castillo, al patio de armas. Fuera
aguardaba Fruelo, haciendo las veces de palafrenero, cinchando
una yegua hispanoárabe de color negro… hasta los cuartos
traseros, donde torcía a gris, esbelta, extremidades longas,
cascos pequeños, cabeza alargada, dorso espigado,
anquialmendrada. Se mostraba mansa y queda:
‒Se llama Lanza, porque trota tan rápido que corta el viento—
decía Fruelo, mientras acariciaba el dorso del animal—. Es
mansa y muy obediente; créeme Fernán, es un gran regalo.
Una semana más tarde llegó el gran momento. Hacia media
mañana llegó el cortejo de don Pedro García de Lerma. Fernán
se sentía agitado, presa de muchas y variadas emociones: sobre
qué iba a pasar ahora con sus estudios; acerca de si se debería
involucrar de lleno en la orden; tal vez, tendría que luchar cara
a cara, finalmente, contra el infiel; y la más que más desasosiego
le producía, sin duda: ¿cuándo volvería a ver a su amada
Raquel?. Especialmente se inquietaba a raíaz de las razones
expuestas por el comendador la semana anterior, mencionando
conspiraciones, desunión entre cristianos, o bien pactos poco o
nada afianzados. Nubes negras se cernían sobre la hasta
entonces relativa calma y felicidad de que había gozado en
Toledo; la quietud duró hasta que se mostró en público, hasta
que asomó la cabeza, dándose a conocer, aquella mañana fría
de Diciembre, en defensa de su fiel escudero Alejo.
Sea como fuere, no había tiempo para lamentaciones. Fernán
era ya un hombre para la época y, como tal, debía penetrar en el
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mundo real. Tocaba asumir nuevos compromisos, pues eran
tiempos para luchar o ser esclavo. La aljama y la comendadura
eran el palio que habían acogido cálidamente a Fernán. Ahora,
sin embargo, era tiempo de deslindarse de aquel concepto de
quietud y despreocupación. El joven Fernán, asumió el nuevo
escenario desde un punto de vista positivista, tan propio de él.
Usaría sus conocimientos, sus saberes, sus capacidades y su
espada, para construir un futuro mejor para aquellos que
conocía y amaba. A pesar de las vicisitudes que tendría que
cruzar en su vida, jamás renunciaría del todo a estos principios.
De lejos se pudo apreciar la llegada del séquito, don Pedro, en
tanto de parte de la curia real, portaba estandartes de tal
significación. La bandera del castillo dorado en fondo de gules
brincaba sobre un largo astil, a lomos de un caballero señalado,
situado al frente de la comitiva.
A su llegada al castillo, el séquito fue recibido con honores,
disponiéndose toda la guarnición en revista. Unos cincuenta
freires, de diferentes graduaciones, y no menos de cien ayos
engalanados en armas, se dispusieron en riguroso orden a
recibir tan notable legación. No era asunto menor impresionar a
los representantes del rey, exhibiendo un destacamento de
buenos soldados y caballeros. La orden se nutría de muchas y
muy generosas donaciones reales. A modo de contrapartida, el
rey necesitaba guerreros bien alimentados y equipados. Si
alguien fallaba en este cometido, podría perder el favor de la
curia regia y con esto, las futuras donaciones y botines.
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Los calatravos se habían constituido, merced a sus estricta
disciplina y rigurosa regla cisterciense, en un ejército de élite
entre la caballería hispana. No gozaban del mismo
predicamento que otras órdenes, especialmente la de Santiago,
mucho más laxa en sus reglamentos, lo que le permitía atraer
para sí a más vocaciones guerrero—espirituales. Sin embargo, sí
se podía considerar, objetivamente, que un único y auténtico
milite de Calatrava, valía mucho más que la media de la
soldadesca de la península durante aquellos aciagos tiempos.
La comendadura de la Aceca, de la mano del ilustre Ordóñez
resultaba, en este sentido, sobresaliente. Llegada era la
compañía del futurible mayordomo del rey. Recibido a la
entrada de la fortaleza, se conformaba un pasillo con los
clérigos de las parroquias circundantes de la vega del Tajo, más
los monjes del cercano monasterio de San Marcos de las salinas,
con su abad al frente; al final del pasillo, aguardaban el Maestre
de la Orden, don Nuño Pérez de Quiñones, el comendador, el
propio Fernán y el párroco de la Aceca. El orgulloso don Pedro
García de Lerma se bajó con solemnidad de su montura,
ayudado de un palafrenero, vistiendo galas oficiales, resultando
aquello una pesada carga. Se acercó y besó en las mejillas al
Maestre, luego al Comendador, luego a su hijo ilegítimo y,
finalmente, se santiguó ante el párroco. Después del saludo
procedimental, se dirigió a su hijo, con cierta excitación:
‒Qué alegría y qué enorme satisfacción, mi querido Fernán.
Has progresado mucho y crecido hasta convertirte en un
hombre. Veo que los caudales invertidos en tu formación no
han sido en balde—Don Pedro García omitía el hecho de que
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hacía años que no pagaba gabela alguna por la manutención de
su hijo.
‒Don Pedro, es todo un orgullo y un honor gozar de vuestra
presencia entre nos—respondió educadamente Fernán, quien
debía evitar, en público, dirigirse a don Pedro García como su
padre.
‒La comendadura de la Aceca es bendecida hoy con la visita de
tan ilustre representante—concluyó el comendador Ordóñez—.
Pero por favor, mi señor, permitidme mostraros los avances en
la preparación de nuestros avanzados y guarniciones. Bien
podréis apreciar los progresos de la orden bajo la tutela de
nuestro reverendísimo maestre don Nuño.
Pasaron revista al cuerpo principal de caballeros de la orden,
un núcleo duro de rudos freires, entre los que se hallaban
Mariano de Esquivias y Fruelo do Miranda. Don Pedro quedó
deslumbrado por la buena presencia y estado de revista de los
hombres de Ordóñez: buena presencia, pulcritud, formalidad;
ningún caballero mostraba evidencias de la degeneración que
originan los vicios perniciosos con que otros soldados, menos
ardientes en la fe, caían con frecuencia. No había herpes
extraños ni sangrados de dudosa procedencia, no había vientres
hinchados o ganglios inflamados. Pasada ya revista, tras
atender estos pormenores oficiales, tuvieron un rato, para
comer y charlar, de manera más distendida. Don Pedro García
de Lerma puso al comendador al corriente de los planes que se
cernían sobre Toledo. Venía a supervisar los preparativos
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necesarios para alojar las huestes que habrían de enfrentar al
moro. Confirmó que se esperaba, casi con toda seguridad, la
llegada de un gran contingente formado por el califa
Almohade. Era un hecho: la guerra contra el infiel volvía, tras
años de tregua firmada entre las partes. El haz formado por los
soldados y la caballería de la Aceca habrían de incorporarse,
obviamente, a esta batalla.
Después de una intensa jornada de despachos y actos oficiales,
declinaba la tarde y don Pedro quiso dedicar un rato tranquilo
y sosegado a charlar con su hijo Fernán:
‒Eres todo un hombre, Fernán. Sigues escribiendo a tu madre,
¿cierto?—preguntaba distraídamente don Pedro García.
‒Así es padre. Añoro poder conocerla de primera mano.
‒Sin duda llegarás a conocerla, a su debido tiempo. Es una
hembra hermosa y fuerte—Se diría que don Pedro se relamía al
evocar a su apetecida prima— Suspira por ti, te lleva en todas
sus plegarias. Las líneas que le dedicas son bálsamo para su
espíritu, me consta. Debo admitir, de otra parte, que estás
dotado de cierto talento. Tal vez en el futuro se pueda
aprovechar adecuadamente. Tengo entendido que te has estado
formando en una escolanía de Toledo.
‒Así es padre, en la judería, se está creando una escuela de
traductores.
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‒A juzgar por tus avances, has sabido aprovechar las
enseñanzas. Se nota que eres hijo mío.
‒Por su puesto, padre, no puedo más que agradeceros vuestras
muchas bendiciones.
Fernán desdeñaba a su padre biológico a estas alturas de la
historia. Despreciaba la forma en que se había desentendido de
él, reconociéndole ahora una parte de su paternidad y
haciéndose acreedor de las grandes virtudes heredadas por su
muchacho. Ciertamente, Fernán había perdido casi todo el
interés filial por aquella figura idolatrada de don Pedro García
de Lerma. Ahora se le aparecía delante un jactancioso y
petulante noble de la rancia nobleza castellana, venido a más,
de la mano de su alteza real de Castilla. Sin embargo, la
diplomacia y las formas obligaban a Fernán a seguir rindiendo
cierta pleitesía. Don Pedro García continuaba sus
discernimientos:
‒Mira, Fernán, no he sido un buen padre contigo, lo sé. Pero he
procurado ponerte en las mejores manos, lo cual creo que ha
resultado satisfactoriamente. Espero que estés agradecido por
ello.
‒Nunca lo estaré lo suficiente, padre.
‒Sigue trabajando así de duro, Fernán, llegarás lejos. Mañana,
yo te armaré caballero, por intercesión real, ¿sabes lo que eso
significa?.
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‒Que estaré al servicio de mi noble rey Alonso.
‒Cierto, mas serás recompensado como tal. Podrás iniciar tu
abolengo, con audacia y deliberación. Yo mismo podré
contribuir a ello, llegado el momento. Tengo algo para ti—Sacó
don Pedro García un anillo de latón con una piedra engarzada;
labrado en ella: el sello de la casa de Lerma. Acto seguido, se lo
ofreció a su hijo Fernán, para proseguir—. Llévalo con orgullo,
a su debido tiempo, podrás acudir al señorío, conocer a tu
madre y besar la tierra de tus antepasados. Recuerda que, ante
todo, serás caballero castellano.
‒Me esforzaré, padre, tanto como sea necesario.
‒… Hay algo más, Fernán, tengo entendido que tienes amoríos
con una judía de Toledo. Me lo participó tu madre.
‒Cierto, es una mujer digna y honrada.
‒Verás Fernán, es un poco delicado, entiendo que quieras
folgar con ella, son cosas propias de tu edad. Yo mismo he
folgado con otras mujeres de dudosa honra…—A estas razones,
Fernán apretaba los dientes y los puños, en señal de
contención— Sin embargo, espero que no consideres
seriamente el casarte con una judía.
‒Eso no se ha decidido padre, somos jóvenes.
‒Jóvenes, cierto, mas fecundos, también. Hijo, la tersura de la
piel de una mujer es algo perecedero, sin embargo, el nombre,
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la honra, la casa solariega, permanecen en el tiempo. Diviértete
con tu judía, pero cásate con una buena cristiana. De otra
manera, tu progresión se habrá precipitado antes de haber dado
el salto si quiera: ¿me has entendido?.
‒Sí, padre.
‒Perfecto, ahora atiende: ponte tu hábito, tienes que subir a tu
celda y allí velarás armas toda la noche: será tu noche en
blanco. Reflexiona sobre todo esto, porque mañana, serás
nombrado caballero; entonces, pasarás al servicio, no solo del
rey, sino de todos los cristianos. Deberás ser recto en tu
conducta, fiel y devoto, piadoso, honrado y valiente. Son
tiempos cruentos, el rey necesita de hombres fuertes, valerosos
y virtuosos para mantener el orden y controlar no solo al moro,
sino también al conspirador y al rebelde. Dios nuestro señor y
nuestro amado rey Alonso, cuentan contigo también. Ahora ve,
hijo mío.
Fernán atendió las indicaciones de su padre, desdeñando sus
presunciones sobre su amada Raquel. Qué clase de mundo
quería defender, qué clase de cristiandad. Vestido con su largo
camisón blanco de gasa, mantuvo la vigía toda la noche, en
honor a las guardias que había de llevar a cabo el caballero,
quien debe estar presto para el combate, bajo cualquier
circunstancia. Meditó hondamente sobre las palabras de su
padre don Pedro. Y es que aquellas palabras eran ecos vacíos de
contenido para él, que se había criado en las enseñanzas de un
tosco freire calatravo dotado, sin lugar a dudas, de una mayor
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sensibilidad y empatía que aquella de la que hacía alarde el
relevante don Pedro García de Lerma. Por eso se armaría
caballero, por eso lucharía, por salvaguardar a los hombres de
honor, como su padre el comendador, por proteger la virtud de
mujeres como su madre, por preservar la igualdad entre los
hombres, ya fueran judíos, conversos, cristianos o herejes; por
ganar, para siempre, el amor de su querida Raquel y poder así
ofrecerle un campo de amapolas, en un cigarral toledano, una
tierra limpia y segura, lejos de las correrías y las razzias
musulmanas. Lejos de la miseria y vicisitudes de los reinos del
norte. Un reino seguro, cálido y acogedor, para él y para los
suyos.
Sin embargo, Fernán era aún muy joven. Apenas atisbaba los
tormentos y miserias que aquel mundo de locos y
fundamentalistas podrían arrojar sobre él mismo y sobre los
suyos.
Con los ojos inyectados en sangre, fruto del velatorio
protagonizado la noche anterior, se presentó Fernán a la
ceremonia. Vestía con un ropaje sencillo, un fino gámbax, una
camisa larga de manga corta y ancha, rematado con un
escapulario blanco con cruz negra flordelisada, ceñido por un
cinto de cuero y hebilla de plata. No llevaba calzas ni leotardos,
tan solo unos escarpines de talle alto. Inclinó la cabeza para
recibir el espaldarazo de manos de su padre biológico. Al
menos, alguna ventaja debía tener ser el hijo bastardo de un
noble de la prosapia de los Lara.
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Luego pasaron a firmar los legajos que daban fe del hecho
litúrgico, el salvoconducto de Fernán a aspirar a dignidades
más elevadas. Fue lacrado el documento con el sello de don
Pedro García de Lerma, actuando de testigo el mismísimo
Maestre de la orden, de la mano del comendador de la Aceca,
en añadido a la nutrida representación solariega y eclesiástica
que les acompañaba. Una vez suscrito este auto, ya nadie
podría negar la nueva categoría social y señorial del joven
Fernán. Parecía que los acontecimientos se precipitaban en la
placentera vida del muchacho. La guerra llamaba a las puertas
de Castilla y él era llamado a unirse, de ser necesario. Por
ahora, quedaban atrás los escritos, los poemas, las traducciones
y las escuelas: era el preludio de la gran tragedia de Alarcos.
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CAPÍTULO VI. A LA GUERRA
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Tras los preceptivos procedimientos que seguían al
espaldarazo, se celebró un generoso banquete en honor a la
visita del don Pedro García de Lerma. Escurrido el ágape, se
llamaron a capítulo el propio don Pedro García de Lerma, el
maestre de la orden, don Nuño Pérez de Quiñones y el propio
comendador de la Aceca, don García Ordóñez. El joven
caballero Fernán García, en su nueva condición de escudero leal
del comendador de la Aceca, fue invitado, así mismo, a esta
reunión. Haciendo los honores, comenzó el mismo don Pedro
García de Lerma el cónclave:
‒La situación es complicada, señores: maese Nuño, nuestro rey
me ha pedido que os traslade un mensaje. Nuestro serenísimo
Alfonso lleva varios meses enfrascado en poner en orden la
frontera con León, más concretamente, desde la firma del
Tratado de Tordehumos. No será hasta finales de Mayo que
llegue a Toledo a pasar revista al ejército cristiano. Se han
despachado hace semanas los emisarios, reclamando el fonsado
y las levas. Acuden con gran hueste los señores de Lara, como
el Señorío de La Molina; el arzobispo amalgama las caballerías
de las parroquias sufragáneas del Cabildo desde Talavera hasta
Talamanca, pasando por Toledo; las Extremaduras y Transierra
acuden con gran participación de los obispos de Cuenca,
Sigüenza, Ávila, Plasencia, Osma, y Segovia, de los abades de
Huerta, de Cogolludo, de Coca, de los concejos de Atienza,
Medinaceli, Pedraza, Arévalo, Almazán, Calatañazor, Aza,
Ayllón, Maderuelo, Peñafiel, Portillo, Olmedo, Medina… y
como no puede ser de otra manera, Castiella Vétula, de los
campos góticos vendrán los condes de Téllez, de la Finojosa, los
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Girón, los Cameros, mis hermanos, los García de Villamayor,
Lerma y tantos otros; finalmente, se unirán las huestes regias de
los Leales de Ávila, el Infantazgo, Burgos, Trasmiera, Campóo,
Santillana, Liébana o Álava, que irán de la mano de don Diego
López de Haro, desde Vizcaya, Guipúzcoa, La Bureba, Rioja y
Nájera.
‒Gran contingente, no es batalla lo que se cuece, mi señor don
Pedro, más la guerra—confesaba, preocupado, el maestre don
Nuño.
‒La guerra viene y se ha de librar en campo abierto. Nuestro
amado rey Alfonso confía en la experiencia y pericia adquiridas
en tantas refriegas, en la reconquista de grandes ciudades y
territorios.
‒No neguemos que la voluntad de hierro de nuestro rey
Alonso nos ha llevado a innumerables victorias sobre los otros
reinos cristianos—aseveró el comendador Ordóñez—. Mas las
escaramuzas con los moros y la defensa de la frontera no han
sido más que eso. Castilla no ha comandado una gran batalla en
campo abierto desde tiempos inmemoriales. Ni si quiera
cuando se reprimió el cerco de los almohades a Huete. Allí
estaban los dos ejércitos, encarados a ambos extremos del Júcar.
La refriega se resolvió al retirarse los moros sin apenas plantar
batalla.
‒Pretende reclamar los campos de Calatrava—prosiguió don
Pedro—, arrinconar al moro, más allá de Sierra Morena, de
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espaldas a los océanos. Luego vendrán Vilches, Baeza; después,
caerá Jaén; se abrirá el paso a Almería y a Córdoba; finalmente,
será Hispalis la que caiga. Simultáneamente, recuperaríamos
Murcia desde Alcaraz. Es fundamental para Castilla dar con
una salida al Mediterráneo. El rey de Aragón no se opondrá.
‒¿Y todo esto en vida del
socarronamente el ilustre Ordóñez.
rey
Alfonso?—insinuó
‒Bien sabéis que este rey nuestro es beligerante y viene cargado
de fuerza y tesón—defendía con convencimiento don Pedro—.
No se agota de sitiar, contratacar, golpear, a la vez que tiende
una red diplomática sin precedentes. Sabe de la importancia de
ganar el favor exterior. El papa Celestino nos concedió la
Cruzada, sus bulas papales atraen a guerreros cristianos y
caudales, levantan simpatías en el extranjero, por encima de los
demás reinos de las Españas.
‒Ahora que mentáis otros reinos: ¿se confirma el apoyo de los
reyes vasallos?—preguntó Maese Nuño.
‒El Rey de León ha iniciado los preparativos para venir a
Toledo con grueso ejército—respondió don Pedro—. El Rey de
Navarra también, aunque no nos fiamos de la palabra de ese
sodomita.
Había rumores que ponían muy en duda la heterosexualidad
del reciente Rey de Navarra: Sancho VII, de nombre “el fuerte”,
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algo con lo que se solía hacer chanza en Castilla. El ilustre
Ordóñez prosiguió:
‒No despreciéis el brazo de Sancho el fuerte, es un coloso de
dos varas de estatura, ha luchado con bravura en el sur de
Francia, del lado de su cuñado Ricardo Corazón de León. Su
sola presencia puede hacer declinar una batalla.
‒Mas disoluto y vaporoso, poco constante, desordenado—
replicaba don Pedro—. De nada vale su alargado brazo si no es
capaz de mantenerlo alzado el tiempo suficiente.
‒Hay algo que me preocupa sobre nuestros aliados. Los freires
truillenses nos han informado que el Señor de Trujillo, don
Pedro Fernández de Castro, ha abandonado su señorío, con
gran hueste, e internádose en territorio almohade—comentaba
serio maese Nuño—. Es una noticia preocupante, cuando
menos.
‒Esa es una cuestión delicada, ciertamente—respondía don
Pedro, a estas razones, ligeramente absorto.
‒Bien recibiríamos una aclaración al respecto—insistió maese
Nuño.
‒No son buenas noticias, el señor de Trujillo, don Pedro
Fernández de Castro, ha perdido muchas de sus aspiraciones
con el Tratado de Tordehumos. No en vano intentó boicotearlo,
muy a su pesar, pues nuestro amado rey Alfonso fue capaz de
hacer doblar el brazo a su beligerante primo, el Rey de León. El
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precio mayor para León fue la renuncia a sus intereses en
Portugal; de hecho, esa era la gran apuesta de los Castro para
alargar sus posesiones. Don Pedro de Castro no es tan
beligerante como su padre, el correoso Fernán Rodríguez, si
bien más ladino y traidor. Mantiene un enconado odio contra
los Lara. Por si fuera poco, el emplazamiento castellano de
Plasencia, a espaldas de su Señorío de Trujillo, le ha sentado a
hierro quemado. Lo cierto, es que nuestro amado rey ejecuta
sus planes reacio a la sensibilidad de los grandes señores, ya
sean propios o ajenos. Como excepción, el Rey de Castilla tan
solo atiende a las razones de los Lara: especialmente los
herederos del Conde Manrique y de Alvar Núñez de Lara, sus
tutores en el pasado, a la vez que sostiene una devoción,
hermética, por la figura de don Diego López de Haro: ¿cómo si
no, habría podido mantener a Castilla protegida de los embates
de sus vecinos?.
‒¿Y qué opináis, en definitiva?—inquiría el ilustre Ordóñez.
‒No me puedo creer que un cristiano, como lo es el Castro, se
alíe con el moro contra otros cristianos. Tampoco tengo claro el
beneficio que pueda sacar de desnaturarse de su señor, el Rey
de León. Ahora bien, yo soy político, por eso opto a la
mayordomía, mi rey Alfonso lo sabe. Vos no lo sois: en su
lugar, sois guerreros y cristianos de pura fe. Yo, por mi parte, sé
más de intrigas y conspiraciones y, en este particular: ¿sabéis
que opino?.
‒Decidnos, os lo ruego.
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‒Opino que ese cabrón de Castro se ha arrimado al
Miramamolín a sopesar el tamaño de su ejército. Si lo ve claro,
informará a su Rey de León, quien sabrá los pormenores de la
amenaza que afrontamos antes de tiempo.
‒¿Eso nos beneficiaría a todos no?—preguntaba, idealista,
Maese Nuño.
‒O tal vez no, tal vez haya mediado con el Miramamolín para
que, en caso de encontrarnos todos en el campo de batalla, se
garantizara una salida favorable para el Rey de León. Todo ello,
gracias a la colaboración del Castro, poniendo cien o doscientos
caballeros, no más.
‒No lo entiendo, entonces: ¿y si los informes del Castro son que
el Miramamolín acude con exiguo ejército?—inquirió, de nuevo,
maese Nuño.
‒En ese caso, querido Nuño, el Rey de León acudirá presto y
orgulloso a la batalla para compartir la gloria, la victoria y los
parabienes con el Rey de Castilla. En cualquier caso, el Rey de
León siempre contará con una cierta ventaja sobre el de Castilla,
en esta guerra anunciada.
‒Pero esto son suposiciones… ¿cierto?—remataba el ilustre
Ordóñez.
‒Por mi parte, son suposiciones… pero el hecho claro y franco
es que un enemigo secular de Castilla y de los Lara,
colaborador habitual de los intereses de León, se ha
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desnaturado en ciernes de la mayor batalla librada en décadas.
Algunos hemos opinado ya al respecto. El rey Alfonso de
Castilla medita profundamente sobre este asunto. Sospecha
grandemente de sus dos primos: el Castro, por un lado, y el Rey
de León, por otro.
‒¿Y qué hará al respecto?—Maese Nuño, por su parte, se
mostraba perturbado.
‒Medita seriamente adelantarse a la jugada: cita para mediados
de julio a sus socios, los otros reyes cristianos, a concentrarse en
Toledo. Si no lo ve claro, se adelantará en Alarcos con sus
huestes y aliados de Castilla, a esperar al Miramamolín.
‒¡Eso es una locura!—gruñó el ilustre Ordóñez—. Alarcos no
puede aguantar el sitio, apenas es bicoca por castillo, los muros
de la ciudad no están cerrados. Si el Miramolín viene a
nosotros, es que ha reclutado gran ejército. En ese caso, ahora
deberíamos defender la línea del Tajo, que será segura.
‒¿Y qué hay entonces de los Campos de Calatrava, qué hay de
la orden?: qué sería no solo de Alarcos, si no de la Cibdad Vieja,
de Consuegra, de Caracuel, de Malagón—respondía
subversivamente don Pedro al malcontento del ilustre Ordóñez.
‒Las fortalezas caerán, y ellos talarán, quemarán y arrasarán,
mas conservaremos los efectivos. Tras replegarnos y darles caza
en Toledo, en Zorita, en Cuenca, ¡doquiera que nos quisieran
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enfrentar, podríamos contratacar y recuperar el territorio
perdido!—respondía agriamente Ordóñez.
‒Sea como fuere, esa no es vuestra decisión, sino de vuestro
rey—aseveró de manera categórica don Pedro.
El ilustre Ordóñez se prestó a responder con mayor
contundencia si cabe a don Pedro. Sin embargo, medió en la
conversación maese Nuño para zanjar la discusión y evitar
palabras improcedentes:
‒¡Y se ha de cumplir la voluntad del Rey de Castilla, y la orden
estará a su lado, para afrontar los peligros que sean necesarios;
fiel, como ha sido siempre!—Dicho lo cual, lanzó una mirada de
reproche al ilustre Ordóñez.
Terminaron la conversación detallando los pormenores del
trasiego de tropas previsto desde Toledo hasta Alarcos. Los
calatravos debían revisar el buen estado de los caminos y
realizar las mejoras oportunas, a fin de asegurar el rápido
movimiento de las columnas del ejército. Eventualmente,
debían de proveer de yantada e intendencia a la caravana. Al
fin y al cabo, el ejército cristiano se iba a internar en los
dominios de los calatravos: unos dominios ganados mediante
intercesión real.
Terminada la conversación, se hallaba ligeramente desairado
don Pedro García de Lerma, poco acostumbrado a reproches,
como los protagonizados por el ilustre Ordóñez. Dispuso su
partida inmediata a Toledo. Se despidió brevemente de su hijo,
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el joven Fernán, deseándole lo mejor en su nueva etapa, aunque
sin prestar mayores atenciones ni apoyo futuro. Marchó la
comitiva a media tarde en pos de no arribar de anochecido a
Toledo. La emoción embargaba al joven Fernán, no por los
acontecimientos que había vivido en esos últimos días, incluso
horas; más bien, esperaba agitadamente que su padre saliera lo
antes posible a Toledo, a verse con el arzobispo y mediar para
que el joven, ordenado caballero, pudiera volver a arrimarse a
Toledo, a reencontrarse, como no, con su querida Raquel.
A la mañana siguiente se despidió también Maese Nuño, presto
a organizar los preparativos desde Calatrava. Concluía su visita
con unas últimas palabras con el ilustre Ordóñez:
‒Parto hoy hacia Toledo, habrá un cónclave pasado mañana.
Escucharé las directrices y luego saldré a la Cibdad vieja—daba
estas razones maese Nuño.
‒Escuchad, Maese Nuño, pero exponedlo también: ¿acaso no
consideráis una locura la actuación del rey?.
‒Atended vos, mi querido Ordóñez—respondió maese Nuño,
tras un hondo suspiro—. Os tengo por el más preclaro de mis
comendadores, y no dudo que en vuestras palabras no hay
miedo, sino precaución. No obstante, entended esto,
¡entended!… porque tal vez algún día estéis vos al frente de
algo más grande: la orden está al servicio de Dios, antes incluso
que el rey. Nuestro mandato viene del Papa, nuestra regla,
viene del Abad de Morimond; estos, y no otros, son nuestras
JUAN M NAVARRO © 2016
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autoridades en la tierra. No quiera Dios que demos un paso
atrás contra el agareno; menos aún, si el Rey de Castilla,
nuestro mayor benefactor, ¡y el vuestro!, decide no darlo: ¡No
seáis tan imprudente de volver a poner en duda el oficio del rey
ante un funcionario de la curia real, Ordóñez!. Todo esto lo
sabrá el rey, tarde o temprano. ¡Y no debe ser así, Ordóñez!;
porque el Rey de Castilla debe ser consciente de que la última
gota de sangre que se derramará en el campo de batalla, si es
contra el moro, será la de un calatravo. El último que
abandonará la refriega, será un milite de los nuestros. La última
barrera de contención será sostenida, incluso, con los trémulos
brazos de la orden, hasta que expire el postrero hálito de vida
del último freire en pie.
El ilustre Ordóñez se limitó a agachar la cabeza y asintió,
levemente, pidiendo así disculpas a su maestre. Maese Nuño,
por su parte, se despidió con los habituales dos besos en las
mejillas y partió en silencio hacia Toledo.
Y así fue que, pasada casi una semana más, enjaezaron los
jumentos y partieron hacia Toledo el caballero Fernán García,
de la mano del comendador de la Aceca, debidamente
escoltados por su escudero Alejo. El joven caballero apenas
podía contener la emoción, retornar a divisar los muros de
Toledo le produjo una sensación extraña. Había algo diferente
en la ciudad; había un mayor gentío, grandes colas para entrar
en la misma, recuas grandes y ferias itinerantes se estaban
armando a extramuros:
JUAN M NAVARRO © 2016
CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
‒El vulgo huele el negocio, acuden al mercado Fernán—
sancionaba el comendador—. Pronto acudirá el rey con sus
señores y sus huestes, habrá que dar de yantar a gran ejército.
Las putas y los armentos proliferan dentro y fuera de la ciudad,
todos traen sus carnes para que sean vendidas.
Al llegar a la puerta del Cambrón, los habituales cuadrilleros de
San Román recibieron con alegría la vuelta de Fernán, “el
redicho”, que es como le llamaban, a raíz del juicio que
protagonizó en favor de Alejo. Fernán no quería entretenerse
con nadie, portaba escondida su espada en el arzón, envuelta
en gasas, si bien acarreaba vestimenta guerrera, aunque
informal. La mayoría de sus aparejos iban guardados en su
talega de viaje, incluyendo una sencilla cota de malla, un
gámbax sin mangas, un alpartaz y un yelmo. Alejo le regaló un
elegante aunque desgastado cinto con hermosa hebilla de plata,
propiedad de su padre, que Fernán portaba con orgullo.
Se cumplían ya cuatro años desde aquel maravilloso día de
primavera en el que tuvo ocasión de conocer a Raquel, previo
revolcón recibido por parte de Triguero. De nuevo remontaba
la cuesta del Ángel hacia el arquillo de la judería, y de nuevo,
pudo viajar en el tiempo, al pasado, inhalando la terciada
aroma de las conservas, las frutas, los condimentos que se
servían en los tenderetes de los comerciantes. Todo evocaba la
frescura de aquella jornada en que se asomaron a la noche
toledana, tomados de la mano, Raquel y Fernán. Aquella
jornada de abril de 1195, por contra, estaba siendo gris y
lluviosa, plomiza, como anunciando que los tiempos pretéritos
JUAN M NAVARRO © 2016
CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
se habían lavado como la argamasa entre los desconchones de
las paredes de la aljama.
Se dirigieron directamente al Alacava, a ser recibidos por el
insigne Hayyim, en su estudio. Llegados a su negocio, el
médico sefarad los acogió con gran alegría y regocijo. Hayyim
ya había sido informado del presumible retorno de Fernán a
Toledo, por lo que no mostró mayor sorpresa. A los pocos
minutos apareció Triguero, puntualmente informado por sus
acólitos, quien lo dejó todo para acudir a atender a tan estimada
visita. Incluso el comendador se alegró, tibiamente, de la visita
del jefe de los cuadrilleros. Fernán preguntó, acto seguido, por
Raquel; Hayyim, por su parte, esbozó una sonrisa pícara y
respondió al muchacho:
‒Creía que no ibas a preguntar por ella nunca… mi hija ha
estado muy triste desde tu marcha.
‒¿Dónde está acaso?—A Fernán le palpitaba el corazón.
‒Casualmente bajó, hará media hora, a la rivera a por agua.
Debe estar subiendo ahora mismo.
Apenas acababa la frase Hayyim, cuando Fernán salió raudo
hacia el arquillo, en busca de Raquel. El joven llegó al portón de
entrada del Alacava, volvió sobre sus pasos en la cuesta del
Ángel. A los pocos instantes distinguió la figura esbelta y grácil
de Raquel entre el gentío. Iba cargada con un voluminoso
cántaro de agua. Raquel se aparecía tal y como Fernán la
recordaba desde siempre: con elegancia, con soltura y
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CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
desenvolvimiento, hermosa y digna, solariega, llena de matices.
Sin embargo, su expresión era indiferente, algo poco habitual
en ella, que solían sonreír con denuedo en todas las
circunstancias. Fernán se limitó a observarla, simplemente; aún
tenía miedo a aquella muchacha. ¿Qué le iba a decir, cómo iba a
reaccionar?. El joven caballero simplemente se dedicó a
observarla avanzar. Así, hasta que se topó con ella de frente.
Raquel levantó la mirada, reconoció la cara de Fernán a unos
pocos pasos de ella. La sorpresa fue mayúscula, la muchacha
soltó el cántaro, fruto de la impresión, mientras se llevaba las
manos a la boca.
El cántaro se hizo añicos contra el suelo mientras la muchacha
corrió a fundirse en un abrazo con Fernán. Apenas dijeron nada
ninguno de los dos. Se limitaron a abrazarse, durante un largo
rato. Fernán se reclinaba sobre la mejilla de la muchacha,
intentando arrullarla. Durante tantos años, habían jugueteado
mucho, pero no habían tenido apenas contacto, debido a la
vigilancia estricta de su abuela Shula y a la actitud honrosa de
la moza, quien parecía querer resguardar su virtud y las
apariencias por encima de todas las cosas. Sin embargo, hoy se
saltó sus protocolos habituales, para arrojarse en brazos de un
sorprendido Fernán. Había algo más en aquel abrazo, algo más
afectivo, algo más erótico, Fernán lo sentía, notaba la turgencia
de los senos de Raquel contra su pecho y como ella los apretaba
aún con más intensidad. Ella alargaba su cuello, perfumado de
almizcle y lavanda, contra las facciones del muchacho. Parecía
rozar levemente con sus labios la mejilla y el lóbulo de la oreja
de Fernán, a la vez que emitía una honda y jadeante
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respiración. Finalmente, la joven Raquel susurró a Fernán al
oído: ‹‹…no vuelvas a marcharte, Fernán, no vuelvas a
dejarme…››. Después se miraron, fijamente, durante breves
instantes, ensimismados, queriendo robar para siempre aquel
instante, de entre todos los demás. El mundo a su alrededor no
existía, en aquellos momentos.
El mundo volvió a existir, no obstante, cuando una sonora
colleja de Triguero sacó de su ensimismamiento al joven
Fernán, mientras decía, en tono jovial:
‒¡Qué hacéis, pareja!... vale ya de abrazos y arrumacos, que
viene tu padre ahí detrás con el calatravo de los cojones…
Acudieron todos a comer a casa de Hayyim, de nuevo, como en
los viejos tiempos. Y de nuevo, como en los viejos tiempos, la
abuela Shula recibió con alegría al joven Fernán, descargó luego
dos sonoros besos en las mejillas del ilustre Ordóñez, quien fue
puesto al borde del rubor. Y de nuevo, como era de esperar, el
calatravo se pilló una notable melopea junto a Abdel, el
hermano de Hayyim, tal que, antes del anochecer, las amistades
se exaltaban, el amor corría a raudales y las canciones sonaban
mientras las religiones quedaban apartadas brevemente. De
nuevo, como en los viejos tiempos, Raquel se mostraba de
manera intermitente, pese a los afectos evidenciados, horas
antes, en la cuesta del Ángel. Y lo cierto, es que esto
desconcertaba al joven caballero Fernán, quien llegaba a
sentirse algo irritado e impaciente al respecto.
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Triguero, que era agudo observador, no quitaba el ojo de
encima de Fernán. Apreciaba como se agitaba, sentado en su
puff de lana, observando a la muchacha llevar y traer los platos,
servir las bebidas, sin prestar mayores atenciones al pobre
enamorado. Para cuando el etílico comendador empezaba a
reclinarse sobre sus cojines, desprovisto de sus armas y lorigas,
relajado y olvidado por completo de sus obligaciones para con
la orden, Triguero agarró del hombro a Fernán, presto a darse
un garbeo con su joven amigo. El muchacho hizo el ademán de
resistirse, por lo que pudo comprobar Triguero que este ya no
era aquel enclenque crío de la Aceca al que abofeteó años atrás.
Un gesto de complicidad de Triguero, ante la mirada turbada
de Fernán, bastaron para sacar de la vivienda al joven caballero,
para salir a dar una vuelta:
‒¿A dónde vamos, Triguero?—inquirió Fernán.
‒Vamos a putas, que te veo que vas a reventar—respondía
Triguero—, ahora están baratas, han acudido muchas a la
ciudad. Pasaremos un buen rato. Allí dentro no eres capaz de
divertirte mientras ves pasar a Raquel de un lado para otro.
‒¡Estoy harto de ella!—respondió enrabietado Fernán, lo cual
sobresaltó a Triguero sobremanera.
‒¡Tranquilo, galán, tranquilo!. Raquel bebe los vientos por ti,
pero guarda su honra con celo. Ella es todo lo que tiene su
padre. Lloró muchas noches desde que te desterraron de la
ciudad. No seas injusto con ella.
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‒Pues no se le nota…
‒Luego está la abuela Shula, ya sabes, no ve a su nieta con un
cristiano, y eso que te adora. En fin, la moza tiene que cumplir
con la familia. No le eches cuentas. Ahora atiende, que tendrás
los huevos hinchados: tenemos una timba en un cobertizo que
administra la cuadrilla. Vamos para allá, que hay peleas de
gallos, mucho vino y mujeres.
‒No es eso lo que necesito Triguero—mascullaba con amargura
Fernán.
‒Necesitas distraerte, siempre estás rodeado de calatravos, con
la jodida cruz metida en el culo. Vamos pues. Además, tenemos
que hablar de negocios.
Salieron de la Aljama, para internarse en el barrio de San
Román, de calles más abiertas y enlodadas. Las casas tenían
una factura distinta, con muchos techados de paja a dos aguas y
carpintería recia. Allí había un enorme cobertizo de caballerías
reconvertido en una particular sala de fiestas y celebraciones.
En su interior almacenaban los cuadrilleros enseres, armas,
riquezas y alguna bestia con la que contaban. Cinco enormes
pellejas de vino saciaban la sed de los asistentes, que celebraban
jornada de puertas abiertas, rodeados de vecinos y señoras de
vida licenciosa. Triguero hizo pasar a Fernán a su interior,
ascendiendo las escaleras a una entreplanta que había en la
parte superior, donde habían montado una mesa y unas
bancadas para celebrar concilios en toda regla. Ahí arriba se
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entendían mejor, algo apartados del bullicio de los trovadores y
músicos que alegraban el ambiente abajo. Una vez sentados,
despacharon algunos asuntos:
‒¿Desde cuándo montáis estos fastos tan onerosos, Triguero?—
inquirió Fernán, muy sorprendido.
‒Vivimos en la opulencia, Fernán, los comerciantes, los señores,
los caballeros villanos, todos acuden a la ciudad desde hace
semanas. Ingresamos más que nunca. ¡Justo a tiempo para que
pudieras retornar a Toledo, amigo mío!.
‒Sí, afortunadamente mi padre intercedió ante el Arcediano
Eleucadio para que levantaran mi destierro.
‒Cierto es, el comendador es un gran hombre.
‒No te confundas Triguero, me refiero a don Pedro García de
Lerma. El comendador Ordóñez le solicitó a don Pedro que,
aprovechando su presencia en Toledo, hablara en mi favor ante
el arcediano.
‒¿Quién te ha contado eso?...—preguntaba Triguero, descreído.
‒El propio comendador Ordóñez.
Triguero hizo un breve lapso sumido en una ligera meditación.
Después se incorporó sobre su asiento para hablar un poco más
en serio:
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‒Verás Fernán, debo ser honesto contigo. Entiendo que el
comendador te haya contado esa historia, sin embargo…
‒¿Qué, a qué te refieres?—urgía Fernán a Triguero, para que
hablara con franqueza.
‒No ha sido don Pedro García de Lerma quien ha intercedido
por ti ante el Arcediando Eleucadio. Más bien, ha sido el
comendador de la Aceca, don García Ordóñez.
‒¿Cómo lo sabes?.
‒Bueno, mi trabajo es saber cosas; lo que sé bien es que estuvo
tu “padre” el calatravo aquí en Toledo, semanas atrás. El
motivo de su visita fue firmar la cesión, en heredad, de una de
las tiendas que regenta la orden en el zoco principal, en favor
del arcediano Eleucadio. Vamos, que el comendador ha pagado
un rescate por levantar tu destierro.
‒No puede ser…
‒Así es, no sé si eres consciente de cómo te quiere ese calatravo:
la orden y el cabildo catedralicio se llevan a matar, mantienen
un equilibrio de fuerzas; lo que ha hecho Ordóñez le habrá
sentado a cuerno quemado. Sin embargo, lo ha hecho por ti—
respondió Riguero señalando firmemente hacia el propio
Fernán.
Fernán agachó la cabeza, presa de un sentimiento de
culpabilidad inconmensurable, Triguero prosiguió:
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‒Siento haberme inmiscuido en esto, Fernán, pero creo que
debías saber quién está de veras a tu lado.
‒Nunca lo he dudado… mas, ahora lo tendré definitivamente
claro para siempre. ¡Maldito Eleucadio, malditos chantajistas!
‒No es muy pío el arcediano: la Semana Santa ha sido tensa,
como hacía mucho tiempo que no sucedía. Creemos que desde
el cabildo han promovido un pogrom contra la judería.
Afortunadamente, entre la cuadrilla y los clérigos de las
parroquias aledañas se pudo contener la situación y los ánimos
de los cristianos.
‒Pero, ¿por qué, qué gana nadie con eso?.
‒El arcediano quiere meter mano en alguno de los prósperos
negocios del Alacava, y en particular, en la naciente escuela de
traductores. Los judíos de Toledo están al amparo del Rey de
Castilla, algo que el cerdo del arcediano se niega a acatar, así
que está buscando maneras de chantajear al consejo de ancianos
y al Nasí. Por ahora todo va a quedar en suspenso; el rey
acudirá a Toledo a finales de mes a ultimar los preparativos de
guerra. Todo el mundo se debe centrar ahora en defender la
frontera. Lo que me preocupa es lo que pueda pasar después,
¿sabes?.
‒¿A qué te refieres?.
‒El rey Alfonso VIII de Castilla es un bravo guerrero, un
valiente soldado, un caballero de voluntad firme, dicen que
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algo arrogante y ferviente en su fe en Dios. Acudirá a la guerra
con su espada en la mano, no envainada. El moro, por su parte,
arma un potente ejército, según dicen. No podemos esperar una
contienda fácil, más bien una guerra sangrienta. Si perdiéramos
al Rey de Castilla, Dios no lo quiera, quedaría todo el reino en
manos de lobos hambrientos y desalmados. En nuestra amada
Toledo, en particular, podemos quedar en manos de los
mozárabes y del arzobispo, el primado Martín. El arzobispo es
hombre belicoso y profesa la cruzada en nombre de Dios. Para
lo demás, tiene depositada toda su confianza en el arcediano,
especialmente en lo referente a la gestión del cabildo
catedralicio. Hay algunos diáconos que no están de acuerdo
con las maneras de ese hideputa del arcediano, pero nadie se
atreve a plantarle cara.
‒En cualquier caso, Triguero, tenía entendido que el Arcediano
de Toledo no era otro que don Julián, no ese maldito Eleucadio.
‒Don Julián ben Tauro es un hombre pío y honrado. Es
misionero de vocación, no político de abadengo. Sus votos y su
compromiso han estado siempre con los más pobres, desde los
mozárabes que persisten en Al—Ándalus, hasta los pobladores
de las tierras indómitas de Calatrava. Tan ausente está de sus
atribuciones, que es el segundo. No Fernán, es don Eleucadio
quien manda en el cabildo, de veras. De hecho, don Julián
siente más afección por los calatravos que por el arzobispo en sí
mismo; de hecho, me consta que el propio maestre calatravo
cuenta con ofrecerle ser deán del convento de la mismísima
Orden de Calatrava.
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‒Estoy hastiado de tanta malevolencia, tanto egoísmo y tanta
maldita beligerancia Triguero. El mundo es demasiado
complicado. Todos habláis de intrigas, de guerras y de
ambiciones.
‒Fernán, estás despertando un poco tarde a la vida real, y eso
ha sido culpa de la sobreprotección que han ejercido sobre ti
tanto el comendador como el mismo Hayyim. Yo solo te puedo
decir una cosa: siempre habrá hombres malos, egoístas,
ambiciosos, traicioneros y crueles; hombres que querrán
controlar la vida y la prosperidad de otros; hombres que
querrán ejercer el poder por encima de todas las cosas. Yo no
soy una excepción, manejo una cuadrilla que extorsiona a las
puertas de Toledo, en lugar de ganarme la vida con el sudor de
mi frente. Esto es lo que he elegido, no pienso hacer otra cosa
con mi vida.
‒No es lo mismo, Triguero, la cuadrilla de San Román presta
un servicio a su comunidad.
‒Pero mantenemos un coto cerrado, donde nadie entra.
Molemos a palos a quien haga falta, acaso hemos llegado a dar
muerte a algún pobre desgraciado. Ejercemos la violencia hasta
donde sea necesario Fernán.
‒Entonces, ¿qué me queda?: el mundo es un albañal de
inmundicias de la humanidad.
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‒En eso te equivocas, Fernán. Yo soy un lobo, no me veo en el
cielo, mi conducta no es ejemplar. Sin embargo, sé lo que hay en
el corazón de los mortales. Y te puedo decir algo muy seguro:
las más de las persona sobre el orbe son buenas, solo quieren lo
mejor para ellos, para sus familias, para sus amigos. Todos
quieren prosperidad. Tú eres una buena persona, mi querido
Fernán. Eres bravo e inteligente, lo sé desde el primer día en
que te conocí, cuando optaste por no delatarme ante el
comendador, a pesar de la paliza que te había dado; porque
ayudaste al pobre idiota de Alejo a salir de un trance que no era
de tu incumbencia; porque siempre has sido honesto…
¡demonios, si has obrado un milagro haciendo amigos a un
freire de la Orden de Calatrava y a un médico judío de la
Aljama de Toledo, cuales están emborrachándose juntos en
estos instantes en su casa!.
‒¿Y eso a dónde lleva, Triguero?.
‒Escúchame, cabezota: haz que tu tiempo entre los mortales
valga, tú puedes cambiar muchas cosas, tienes las habilidades y
la sinceridad de corazón. No te desalientes, son las personas
como tú quienes pueden cambiar el mundo, poco a poco, eso sí.
Pero siempre habrás de luchar para hacerlo.
‒Si tú lo dices…
‒Y ahora dejemos las cuestiones trascendentales. ¡Vamos a
mamarnos y a echar un polvo, Fernán!; aún te queda tiempo
hasta que se la puedas meter a tu querida Raquel, mientras
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tanto, desfógate un poco con alguna de estas mozas, que invita
la casa. Y no te preocupes por nada, ¡yo te diré las que están
limpias!.
A Fernán no le gustaba demasiado el vino, ciertamente, de
hecho, le sentaban muy mal, en general, todas las bebidas
alcohólicas. Aquella noche, por contra, frustradas sus
intenciones por la esquiva conducta de su querida Raquel,
decidió trincarse casi dos pintas de vino, con resultados
catastróficos para su persona. Perdió el sentido antes de llegar a
copular si quiera, con alguna de las muchachas que, mirándole
con buenos ojos, se prestaban a darle servicio aquella noche.
A la mañana siguiente, el comendador y su ahijado Fernán se
desperezaron con una resaca de mil demonios. Liaron los
bártulos y se volvieron a la Aceca, con la promesa de volver lo
antes posible. Por ahora, Fernán había decidido prestar sus
servicios a la orden. El ilustre Ordóñez, sin embargo, se mostró
reacio a que el joven Fernán se desvinculase de sus estudios y
de la escuela de traductores, por lo que le impuso que la mitad
de la semana la empleara en Toledo. El muchacho jovial y
soñador de meses atrás se había vuelto algo más huraño y agrio
de carácter. No renunciaba a lo esencial de su forma de ser,
pero su ingenuidad habitual había dado paso a un cierto
desdén por las amistades y por los sentimientos de los demás.
Sus habilidades con la escritura y traducción se encontraban en
plena efervescencia, aunque ahora se empleaba con mayor
ahínco y devoción en las artes guerreras. Practicaba a menudo
con sus tutores de armas: Fruelo y Mariano. Mariano era
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especialmente contundente ahora con el muchacho, al punto de
causarle serías magulladuras y cortes en sus simulacros de
combate. Este hecho fue objeto de reproche por parte del
comendador, a lo que Mariano de Esquivias respondió:
‹‹Cuanto más sufra los palos en el corral, menos sufrirá las
estocadas en el campo de batalla››.
Mientras tanto, Hayyim se reunía con el Nasí de los judíos, el
mismo Yosef Alfacar, junto al consejo de ancianos. Las noticias
eran que el cabildo catedralicio insistía en participar de la
escuela de traductores de Toledo, entre otros negociados. La
presión del arcediano Eleucadio y de su gente empezaba a ser
agobiante. El patriciado mozárabe de Toledo, por medio de su
caíd o alcaide, de nombre Esteban Illán, se sumaban a las
presiones para que los judíos repartieran limosnas para
participar del enriquecimiento de los principales oficiales de la
ciudad.
Posteriormente, celebraban capítulo, a título particular, el
insigne Hayyim y el propio Nasí, junto a un prominente
banquero del Alacava de nombre Judá ben Mahmud,
estrechamente ligado a los Alfacar de Toledo. Durante el
contubernio, se lamentaba en privado el príncipe de los judíos,
Josef Alfacar, quien exponía:
‒Nos quedamos sin alternativas ni aliados. El arcediano
extiende sus influencias a intramuros del Alacava. Amenaza
con echarnos a todas las parroquias de Toledo encima, mientras
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el caíd y su hijo, el alguacil Illán, abren los portones de par en
par al avispero de cristianos.
‒Pedid ayuda a nuestro amado rey, ahora más que nunca
necesitamos su apoyo firme y decidido. Pronto acudirá de
nuevo a Toledo—rezaba ben Mahmud.
‒No, Judá, no podemos tensar más la cuerda del Rey de
Castilla—Seguía lamentándose el Nasí—. Ahora toca
permanecer fieles a su lado y pedir a Dios por la victoria de los
cristianos ante los malditos almohades. Son una plaga salida
del polvo del desierto; a estas alturas, estamos atenazados entre
esas víboras venidas del Sáhara y los acaparadores señores que
gobiernan Toledo. Estos últimos, a su vez, son cercanos a la
corte y a los ricohombres que manejan la curia real. Si nos los
echamos en contra ahora, antes de tiempo, solicitando el favor
del rey, poniendo al descubierto al arcediano y a sus acólitos…
bueno, que Dios nos ayude si luego le sucediera algo al Rey de
Castilla, después de enfrentarse a los almohades.
‒Hay que proteger la aljama por encima de todo, hay muchas
vidas en juego—respondía a estas razones el insigne Hayyim.
‒Y así lo haré, como príncipe de los judíos—reafirmaba el
Nasí—. No hemos sobrevivido al genocidio almohade para ser
luego sepultados por la malevolencia de ciertos señores
cristianos. Ahora, estimado Hayyim, tengo una solicitud de la
que haceros partícipe.
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‒Contadme, Yosef—repuso el insigne Hayyim.
‒El arcediano me ha solicitado personalmente dar acceso al
mecenazgo y supervisión de la escuela de traductores a un
hombre de su confianza: es un diácono del cabildo, de nombre
Luján Alpolichén.
‒¿No estará emparentado con el Arcipreste de Madrid, don
Domingo Alpolichén?—preguntó sorprendido ben Mahmud.
‒Lo cierto es que sí—proseguía el Nasí—, es hijo ilegítimo del
arcipreste mozárabe Alpolichén. A pesar de ser un bastardo,
está en la estima de su padre, motivo por el cual ha sido bien
situado en el cabildo, a instancias del mismo, gozando de la
total confianza del arcediano Eleucadio. Mi opinión es que
conviene tener cerca a uno de los adláteres de nuestro enemigo.
Así podremos intuir algo de las aviesas intenciones del
arcediano. En este sentido, Hayyim, solicito, más que nunca, tu
ayuda, y lo reitero, a pesar de nuestras diferencias; ten a bien
aproximarte a este Luján, gánate su confianza. Abre para él las
puertas del Alacava y de la escuela de traductores, hazle sentir
cómodo, para que se sienta cercano.
‒¿Qué os hace pensar que ese confidente del arzobispo vaya a
simpatizar en algo con nosotros?—se mostraba dubitativo el
propio Hayyim.
‒No puedo más que confiar en vuestro buen hacer, tanto como
en la necesidad que tienen los mortales por hacerse afines a
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aquello que viven en el día a día. Ofrece aliento y calor a este
fisgón, sin desvelar los secretos del Alacava, pues no es
menester. La propensión natural de muchos hombres a sentirse
aceptados, probablemente le haga renunciar, al menos en parte,
a su papel de taimado informante.
‒No entiendo bien el papel que me adjudicáis, Nasí. Sin
embargo, si está en mi mano el ayudar a mis hermanos judíos,
estaré con vos—El insigne Hayyim, mantenía ciertas
disquisiciones con el Nasí toledano, a sabiendas de la
persecución ejercida por el mismo sobre los judíos caraítas.
‒Entonces, sea así—sancionó finalmente el Nasí—. En esta
semana os presentaré al diácono Luján, para que le introduzcáis
en la escuela y sus pormenores. Ganaos su confianza, es
fundamental poder obtener información de su parte.
‒Haré todo lo que esté en mi mano.
Y así, en tanto que la judería intentaba sobreponerse a las
presiones y los chantajes que afloraban a extramuros, entraban
ya los calores del verano manchego. Llegados a principios de
calendas de julio se concentraban ya multitudes en Toledo. El
ambiente que se respiraba era de gran excitación, exaltación de
Dios, de nuestro señor Jesucristo, de lucha contra el infiel.
Todo el mundo en las calles de Toledo, en los campamentos de
alrededor, en los pueblos aledaños, contaba con que el grueso
del ejército esperase a orillas del Tajo, toda vez que se
confirmaba que el Miramamolín había conformado un ejército
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desproporcionado en efectivos. Se aguardaba también, con
impaciencia, a las tropas leonesas y navarras que venían de
camino, supuestamente al menos. Heraldos y mensajeros se
despachaban por doquier a diario y la agitación era cada vez
mayor en la ciudad.
En estas andaban intentando mantener la normalidad los
habitantes de la aljama. Y entre ellos se hallaba el insigne
Hayyim, profundamente preocupado por las evoluciones de la
esperada guerra y del espía que se había visto obligado a
introducir en la escuela de traductores. El comendador de la
Aceca y su joven ayo Fernán andaban también ajetreados en los
preparativos de la contienda, por lo que hacía unas pocas
semanas que se ausentaban de Toledo. Cuál no sería la sorpresa
del insigne Hayyim, al recibir la visita de los dos, comendador
y ayo, una de aquellas tórridas mañanas. Después de comer
juntos, el ilustre Ordóñez pasó a poner al día a su amigo
Hayyim:
‒Las noticias no son buenas, Hayyim—decía el ilustre
Ordóñez—. El cuatro de Julio cruzó el califa el Alto del
Muradal, en Sierra Morena. Salió en su búsqueda el
destacamento de la Orden de Calatrava, sito en la cercana
fortaleza de Salvatierra, junto a varios caballeros de algunas
fortalezas de alrededor: Caracuel, la Ciruela, Almodóvar… se
toparon con el ejército almohade, las primeras columnas tan
solo; pensando que ese era el cuerpo principal de los moros, lo
acometieron, con gran valentía.
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‒¿Y el resultado?—preguntaba inquieto el insigne Hayyim.
‒Fueron laminados. Apenas hubo supervivientes. Casi
trescientos hombres, muchos de ellos caballeros, todos muertos.
‒Y entonces, ¿cuál es el paso a dar a continuación?.
‒El Rey de Castilla ha dado la orden de salir de inmediato hacia
Alarcos, sobresaltado por los acontecimientos y…—Hacía una
breve pausa el calatravo.
‒¿Y qué más, a qué os referís?.
‒… Y mal aconsejado por sus señores.
‒Dios mío, Alarcos.... Dicen que la ciudadela no está cerrada. El
castillo, poco más. ¿Allí pretende a salir a enfrentar al califa?;
decidme, ¿qué hay de las tropas de los reyes de León y de
Navarra?.
Un corto silencio se produjo entre los dos, tras lo cual
terminaron las explicaciones del calatravo:
‒Ni están ni se las espera. Por eso sale el Rey de Castilla hacia
Alarcos. Yo, en mi condición de comendador, no puedo
participar de la batalla, algo que me ha sido explícitamente
prohibido, muy a mi pesar. Y lo cierto es que ardo en deseos de
rebanar el gaznate de esos sucios moros, de oler la sangre sobre
el acero. Casi todos mis hombres parten hacia la matanza, que
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es lo que va a ser Alarcos. Mientras, yo quedo postergado,
encadenado y envilecido, en la retaguardia.
‒Acaso… ¿acaso no podemos hacer algo al respecto?.
‒Atended, Hayyim, temo que vamos a quedar pocos en pie tras
la batalla que se haya de producir en Alarcos. No podemos
hacer nada por torcer los hilos de este destino. Pero debemos
permanecer en guardia para lo que vendrá después. Solo
podemos rezar por que el Rey Alfonso y el mayor número
posible de hombres queden en pie, para defender luego las
fronteras de Castilla. ¿Me entendéis?—Hayyim asintió
notablemente con la cabeza, sin mudar palabra.
‒Mientras, le he pedido a Fernán que permanezca en Toledo, a
la espera de noticias, yo he de guardar el puesto en la Aceca.
Necesitaremos que Triguero nos informe de todos los chismes
que se muevan en la ciudad. Cualquier información podrá ser
de valor. Cualquiera. Fernán velará por vos y por vuestra
familia, ya es un caballero, capaz de empuñar con soltura la
espada. No le falta coraje ni inteligencia.
‒Es toda una bendición para nosotros contar con vuestra ayuda
y valiosa información, amigo mío.
Tras la breve charla, partió el comendador de vuelta a la Aceca.
Quedó el joven Fernán en casa de los Al-Fakhar. Al contrario
que en fechas anteriores, el joven Fernán se mostraba algo
distante, distraído, como agobiado por los acontecimientos. En
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realidad, era su manera de ocultar la desazón que le producía la
actitud evanescente de su querida Raquel. No podía evitar
sentirse desconcertado por las palabras de la joven, semanas
atrás, cuando se volvieron a encontrar en Toledo; desde
entonces, iban y venían, cruzándose de manera esporádica,
entre las visitas a Toledo y el bullicio de los preparativos para la
guerra. El joven caballero sentía que mantenerse él mismo, a su
vez, distante, le ayudaría a sobrellevar la congoja de sus
amoríos frustrados.
Sobre los cielos cielos claros de Toledo, muy a pesar del sol que
bañaba sus cigarrales y huertas, las veras del Tajo o que
calentaba los granitos del tolmo toledano, el pobre Fernán solo
veía que negros nubarrones. Su mirada se perdía en el mar de
techados que inundaban la vista del interior de la ciudad. Se
imaginó una marea enorme, descomunal, irrigando las
callejuelas y los adarves, prendiendo fuego a los cobertizos y a
las jácenas, desmoronando los hogares. Una marea con
destellos de plata, con chilabas y almaizares, con rodelas y
cimitarras. Una marea que engullía y sepultaba las iglesias, que
colgaba pendones en la ciudadela, que tendía minaretes en la
catedral, que abarrotaba la aljama, justo a tiempo de penetrar en
aquella casa, un instante antes de robarle su espíritu, de llevarse
su alma, de arrancar de su memoria el recuerdo de Raquel. Un
instante antes, de regresar a la realidad, con más angoja en el
pecho y tósigo en el aire que, inhalado, parecía cerrarle los
pulmones. Una angustia impropia de un caballero, pero muy
propia, sin duda, de un profundo enamorado.
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CAPÍTULO VII. UN BASTIÓN LEJANO
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Don Diego López de Haro observa el atardecer desde la torre
del homenaje de la fortaleza de Alarcos. Es un tórrido día de
calendas de julio del año de nuestro señor Jesucristo de 1195.
Don Diego López de Haro es el alférez real, o lo que es lo
mismo, el comandante de los ejércitos armados por el Rey de
Castilla. Es, así mismo, tenente de la ciudad y fortaleza de
Alarcos. En su condición de tenente, tiene la posesión, no en
heredad ni señorío, pero sí en usufructo, de la villa y de sus
bienes. Le ha sido encargado por el Rey de Castilla en persona
la adecuación y fortificación de este puesto recóndito en medio
de los campos de Calatrava. Se alza el castillo en lo alto de un
cerro, que bautizaron los moros como “Al—Arak”. El conde
López de Haro está preocupado, no han evolucionado los
preparativos tal y como estaba previsto. La fortificación está
incompleta, al igual que el muro de la villa, mientras aguardan
dentro la embestida de un ejército desmedido, venido de AlÁndalus, con la intención de devorar todo lo que haya entre
aquellas paredes de cuarcita.
En los últimos días han estado llegando huestes de caballeros y
milicias concejiles de toda Castilla. El mismo López de Haro ha
incorporado, desde hace semanas, una notable soldadesca al
albur de aquellos muros, procedente de los señoríos que
regenta en La Bureba, La Rioja, Trasmiera, Campoo, o Liébana.
No confía en la suerte que le ha sido adjudicada, mas mantiene
una amistad y fidelidad perenne por el Rey de Castilla, don
Alfonso. Rememora las palabras que le dijo: ‹‹…en vos confío la
caballería y mis recios, en vos, amigo y señor de la casa más fiel
a la corona, de Haro, mi capitán, de Haro: mi alférez real.
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Pongamos en fuga al moro de vuelta a sus zahúrdas de arena y
sol, llenemos los aljibes de Alarcos con la sangre de esos
indeseables. Breguemos entre almaizares encrespados de rojo
de Toledo a Hispalis, de Baza a Jaén, de Cuenca al Júcar, mi
noble Diego, señor de La Bureba y Briviesca…››
Don Diego López de Haro apenas recibió herencia de su padre,
el conde Lope Díaz de Haro. Pertenecía a una estirpe que había
navegado entre aguas infestadas de tiburones, entre los jimenos
de Navarra y los autoproclamados “imperator” de Castilla,
atenazado por los zarpazos de León en el Infantazgo y por el
abrumador empuje de “los batalladores” de Aragón. López de
Haro luce en su cuartel dos lobos devorando un cordero, toda
una declaración de intenciones. López de Haro es el puño de
hierro de Alfonso de Castilla, juntos, abocarían a la cristiandad
a una de sus mayores contiendas, por encima de lealtades, de
disputas, de egoísmo y de creencias. López de Haro es
imprescindible para el Rey de Castilla, su alter ego, su
guardián, su tesorero de coraje.
No estará solo en esta contienda, aguarda con paciencia la
llegada del propio rey castellano, al frente de sus huestes.
Aguarda, así mismo, la arribada de otros señores, de mayor o
menor enjundia; en cualquier caso, todos aportan su grano a la
batalla que se ha de librar en Alarcos: ‹‹…maldito el día…››,
que piensa el tenente para sus adentros.
Le reconforta la llegada anticipada de dos notables caballeros,
cuales son, de una parte, su sobrino: don Martín Muñoz de la
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Finojosa, de rancio abolengo, señor de la Finojosa y Deza, en la
castilla vétula; de la otra parte, un viejo amigo: don Nuño Pérez
de Quiñones, el ya mencionado Maestre de la Orden Militar de
Calatrava. De hecho, no muy lejos de allí, a unas cuatro leguas,
se halla la cibdad vieja de Calatrava, sede conventual de la orden
del mismo nombre. En caso de caer Alarcos, la cibdad vieja será
el siguiente objetivo almohade. El siguiente bastión, en la
defensa de la línea del Guadiana.
Un gesto desde las almenas y conmina a los dos caballeros,
recién llegados, a subir a la azotea de la torre y reunirse con su
persona. A su llegada, don Diego López de Haro abraza con
cariño a los dos compañeros, por quienes siente respeto y
aprecio. Allí conversan sobre los pormenores de la guerra que
se está armando:
‒Y bien, don Diego—abre la cuestión el de la Finojosa—, ¿aquí
hemos de guardar el sitio?. Me preocupa de veras.
‒Es lo que hay, don Martín. Esperaba disponer de unos meses
más, pero me temo que la falta de diplomacia de nuestro
amado rey ha precipitado los acontecimientos.
‒¿Es cierto lo de la carta?—insiste el de la Finojosa.
‒Cierto es, don Alfonso ordenó a la cancillería trasponer el
mensaje de su firme voluntad de enfrentar al califa, si es que
este resolvía salir de su escondrijo, dispuesto a luchar “como un
hombre”.
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Maese Nuño Pérez de Quiñones recordó la conversación con el
comendador Ordóñez y el conde don Pedro García de Lerma,
semanas atrás. Todo el mundo parecía convenir la precipitación
del Rey de Castilla en entrar en esta guerra de semjante manera.
Mientras, proseguía López de Haro la conversación:
‒¿Qué hay de los Lara?.
‒Os puedo concretar que acuden varios—responde el de la
Finojosa—, los más relevantes son el Conde Manrique,
acompañado de su hijo: don García Pérez; también acude su
sobrino: el conde Fernando Núñez de Lara y el conde Pedro
García de Lerma. Naturalmente, vienen de la mano del rey.
‒Miro a mi alrededor y veo muchas obras y masonería, don
Diego—pregunta Maese Nuño, quien lleva fisgoneando unos
instantes desde las almenas—. ¿En qué condiciones estamos de
aguantar el sitio?.
‒Las peores, me temo, los aljibes se han completado apenas
ahora, no ha dado tiempo de llenarlos. Acumulamos escasa
munición de proyectiles y dardos. Las poternas no se han
podido armar. El muro está incompleto, lo hemos remozado
con retales. Aquí no se podrá aguantar, tan solo parapetarnos.
‒Aún no sabéis lo mejor—prosigue maese Nuño.
‒No me digáis más,—interrumpe López de Haro, ¿qué son:
cincuenta mil, sesenta mil hombres tal vez?.
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‒Muchos más, don Diego, muchos más.
‒Pues aquí nos hallaran a todos.
‒No es esa la cuestión.
‒¿Cuál es, entonces?.
‒Se trata del Castro, don Pedro Fernández.
‒Ese malnacido… ¡cómo disfruté viéndole arrastrarse durante
el tratado!.
‒¿A qué os referís?—pregunta, a estas razones, el de la
Finojosa, quien parece haberse perdido en medio del diálogo
entre el alférez real y el maestre calatravo.
‒Don Diego se refiere al Tratado de Tordehumos, celebrado el
año pasado. Ahora los freires de Calatrava y de Santiago están
llamados a administrar la mayoría de los bienes que tenía el
Castro en su señorío de Trujillo. Ha pasado de gran señor a
hidalgo en un santiamén.
‒Realmente, ese tratado le vino de perlas al leonés—continúa el
de la Finojosa.
‒No lo creáis, realmente calmó los ánimos entre los dos primos,
el de Castilla y el de León—rebate López de Haro—. Pero no ha
restituído a León las posesiones arrebatadas por el castellano en
los años precedentes. Sin embargo, no podía hacer otra cosa, le
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estaban dando de lo lindo, de lo cual, yo me alegro, por otra
parte.
‒Vos no empatizáis mucho con el Rey de León, don Diego—
corrige el de la Finojosa.
‒Bueno, ese desgraciado se sobrepasó desafiando el derecho
legítimo de mi hermana sobre sus posesiones en León. Nos
echó a los Haro a patadas de su reinado infame.
‒No era muy legítimo vuestro derecho, don Diego—proseguía
el maese Nuño, cuya vocación clerical le obligaba a ser
sincero—, ni la relación de vuestra hermana con el rey
Fernando de León, ni el hijo que le dio eran legítimos a su vez.
Fuera del santo matrimonio nada lo es. Sabéis perfectamente
que don Alfonso de León es el hijo legítimo de don Fernando.
Vuestro sobrino, Sancho, no lo es. Desde que vuestra hermana
entró a desafiar el dogmático derecho sucesorio de don Alfonso
de León, se hizo merecedora de su más grande enemistad.
‒Y aquí hémonos los tres, en consecuencia—Diego López de
Haro se muestra divertido, pues habla con dos hombres de
confianza, pese al exceso de sinceridad de maese Nuño—. Debo
reconocer que ese bastardo del Castro y yo tenemos algo en
común: a ambos nos ha decepcionado el Rey de León. Sin
embargo, hemos distraído la conversación: ¿cuál es la mala
noticia que tenéis, frei Nuño, en relación a ese malnacido Señor
de Trujillo?.
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‒Me temo que se ha desnaturado del su señor, el Rey de León,
y a abandonado sus tierras, para internarse en territorio
almohade.
‒Entonces, ¿lo tendremos en frente, eso queréis decir?.
‒Lo desconozco, en realidad no sé si acudirá con el ejército del
moro, si quiera si estará tramando algo. De cualquier manera,
algunos convenimos que podrían conspirar tamaña traición
entre el ostracismo del Castro y la conveniencia del Rey de
León. Por eso, en parte, el rey ha decidido anticiparese y salir a
plantar cara aquí en Alarcos.
‒Una cosa os puedo decir: ese cabrón no se ha ido a AlÁndalus a por ricas telas ni a por seda blanca de Armenia. Es
un contrabandista, un vendido y un miserable. Mejor será que
no me lo encuentre de frente con mi caballería, de ser así, yo
mismo haré los honores.
‒Sea como fuere, el rey llegará mañana—remata el de la
Finojosa—. Y seguramente, acompañado de los Lara y del
Arzobispo de Toledo: el primado Martín. En unas pocas
jornadas completaremos el ejército con las milicias y las huestes
que quedan por llegar. Espero que para entonces tengáis un
buen plan, don Diego, vuestra es la ofensiva.
‒Algo he pensado, considerando nuestra inferioridad numérica
tan palmaria…
‒Espero que no pase por parapetarnos aquí dentro a esperar.
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‒Precisamente no—López de Haro toma su espada y señala
hacia el sur, hacia el camino presumible de llegada del ejército
del califa—. Observad bien, el contingente del califa es
descomedido, mis atalayeros me informan que mide más de
dos leguas. Las máquinas de asedio y los víveres van en
retaguardia, junto a la mayoría de hombres a pie. Cuando
empiecen a llegar, lo harán como gotas de lluvia, que arrecia
poco a poco. Apostaría que el Miramamolín se instalará en aquel
montón de centeno—Señala un cerro espigado a dos tiros de
flecha de Alarcos—. Llegará con el grueso de caballería y
tenderá su almofalla en lo alto. Ahí saldremos a su encuentro,
formaremos para atacar a sus primeras líneas. Le debemos
tentar el orgullo, algo de lo que ya se ha ocupado el propio rey
Alfonso de Castilla, para hacerle caer en la trampa.
‒¿Salir a su encuentro, a pecho descubierto?—pregunta el de la
Finojosa, incrédulo.
‒Debemos diezmar sus tropas de vanguardia mientras el resto
de la larga columna va llegando—prosigue ahora Maese
Nuño—. Si les diera tiempo de organizar sus líneas completas
con todos los efectivos de que disponen, más las máquinas de
guerra, creedme: estarímos perdidos, ya fuera entre estos
muros, como fuera de ellos, en campo abierto.
‒No es mala idea, mas constituye una ardite arriesgado—
maese Nuño insiste en su objeción.
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‒Son tiempos arriesgados, frei Nuño. ¿Dónde irían las
alabanzas del futuro, que serían pesquisas en el pasado, si no
las hubiera, grandes hazañas que contar?. No tenemos más
opción que ir desgastando sus fuerzas por tramos—sanciona
López de Haro—. En particular, si consiguiéramos diezmar su
caballería antes de la arribada de los arqueros y de la infantería,
tendríamos muchas más opciones de vencer.
‒En ese caso, veo que tenéis un plan. Que Dios lo oiga y ayude
a que funcione—apostilla el de la Finojosa.
‒En cualquier caso, contamos con el diestro brazo de la
Finojosa para defendernos a todos—Diego López de Haro
conserva algo de humor para ironizar con sus dos contertulios,
pero en el fondo de su alma, presiente un horrible escenario de
muerte para los cristianos que acuden a Alarcos.
Así transcurre una jornada más, es el día dieciséis de calendas
de julio del año de nuestro señor Jesucristo de 1195. Unos
treinta mil efectivos cristianos se podrían estar dando cita en la
ciudad de Alarcos, mientras el rey entra en ella, presto a
efectuar sus observaciones y organizar sus despachos. Antes de
nada, se funde en un largo abrazo con don Diego López de
Haro, su amigo del alma. Los Lara contemplan la escena con
cierto estupor, por no hablar de celos. Acto seguido, el rey
solicita celebrar capítulo a solas con su alférez real. Desplegada
su tienda en el collado que forman los dos cerros de Alarcos,
conversan animadamente:
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‒Los avances de la fortificación son un poco decepcionantes,
amigo mío—el rey castellano arranca con un reproche.
‒La masonería no se halla entre mis puntos fuertes, me temo—
López de Haro conserva algunas gotas de chanza aún.
‒No desdeñéis don Diego. Hace largo tiempo que os concedí la
tenencia de Alarcos, a vos y solo a vos, desoyendo los consejos
del Conde Manrique, dispuesto a traer más de doscientos
collazos y caudales para acelerar la construcción del foso y de la
fortaleza.
‒Alfonso, hace lustros que luchamos juntos, eso es lo que más
apreciamos el uno del otro. Sabéis que no debéis acudir a una
pelea sin mí.
‒Sois un terco y obstinado caballero, Diego, pero tenéis razón,
amigo mío. Esos lameculos de afuera no os empatan en descaro
y sinrazón. Pero la política es tan importante o más que la
espada, y en ese sentido, reclamo vuestro apoyo, un poco más
solícito.
‒Si no os conociera bien, diría que sois el mejor amigo de los
Lara.
‒Sabéis lo importantes que son los Lara en Castilla. Y no es
menos cierto que debo mi reino a los padres de aquellos.
‒Sus padres estuvieron a punto de venderos en Soria a vuestro
tío el de Léon, cual despojo.
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‒Y no os cansáis de recordármelo. Sea como fuere, fueron su
educación y sus caudales los que a la postre alzaron mi reino.
La deuda que tengo con ellos la traslado a sus herederos, que
han acudido hoy conmigo a luchar en Alarcos. Reconozco que
no gozan de la misma simpatía por mi parte de la que gozaban
sus padres. Especialmente el Conde Manrique, al que yo mismo
creo capaz de cualquier cosa en pos de una cuota mayor de
poder. Sea como fuere, yo nunca negaré mi preferencia por vos,
Diego, pues sois el caballero que más admiro en este reino,
capaz de lo máximo en el campo de batalla. Vuestro ingenio,
gallardía y desempeño nos han llevado a alcanzar muchas
metas, además de esta, espero.
‒Haré lo posible, dentro de mis limitaciones. ¿Cómo está
vuestra esposa Leonor y la nacida infanta Constanza?. Sois un
semental, Alfonso, cubrís a vuestra mujer con más frecuencia
de la que yo me arrimo a darme un baño.
‒Se hallan bien, ambas, a Dios gracias. Constanza es una rolliza
cría de mechones rubios. Mi hijo Fernando me preguntaba que
cuándo le voy a dar un hermanito para poder jugar con él a las
espadas.
‒Es un pendenciero y un salvaje vuestro hijo Fernando. Adoro
a ese mozalbete.
‒Y él a vos, me consta. Siempre está preguntando por “su tío
Lope”.
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‒Tiene la nobleza de vos.
‒Os equivocáis, es mucho más noble, mucho más valiente,
mucho más digno. Será el rey que una los dos reinos de nuevo,
Diego. Es bravo y juicioso. Es el mayor bien que me ha regalado
mi esposa. Dios mío, si pudieran reinar hermanos, la propia
Berneguela sería la consorte ideal.
‒Suena un poco raro lo que insinuáis, pero os entiendo. El
corazón de Fernando y el cerebro de Berenguela formarían un
dúo sin par. Yo no le gusto mucho a Berenguela, pero lo
atribuyo precisamente a su perspicacia.
‒Berenguela sabe reconocer a un rufián como vos a leguas de
distancia, claro está, es la más lúcida en nuestra casa—Ambos
caballeros ríen ahora. Recuperemos el sitio, Diego, hemos de
hablar de la guerra.
‒Esta conversación me estaba entreteniendo… hasta ahora, al
menos.
‒Pongámonos serios, Diego. Soy consciente de la situación, sé
el aprieto en que os pongo, pero no confío en nadie más que en
vos para sacar esto adelante. Me informan de una larga
columna de sarracenos con arcos, picas, lorigas, caballería
ingente, aljamaneques y foráneos a hartar. ¿Hay esperanza,
Diego?.
‒Bueno, lo cierto…
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‒… Ha de haberla—don Alfonso interrumpe a López de Haro,
se aparece nervioso, muy inquieto, azorado, no tanto por lo que
puede perder, muy al contrario, por lo que puede ganar—. Si
nos imponemos aquí ya nada parará a Castilla, hace tiempo que
lo he pensado, Diego. Dejar en ridículo a mi primo leonés,
desarbolar al navarro y cornear al califa. Os juro que si
ganamos aquí, el año que viene mojaré mis pies en Almería, tal
y como fizo mi abuelo, el emperador. El papa apoyará nuestra
causa, nos dará la primacía, por encima de los demás. Cuando
le retornemos la Diócesis de Córdoba podremos restituir la
gloria y el derecho natural a gobernar las Españas. ¿Quién lo
discutirá entonces?.
‒Alfonso, sois gran guerrero, pero no os reconozco, sumido en
tantas elucubraciones.
‒Lo sé por que lo he soñado, Diego, lo he visto, he visto a mi
pobre padre, don Sancho, dándome la mano en el Alto del
Muradal, mientras el sol bañaba de luz el camino hacia
Andalusía, y los fulgores eran de piedras preciosas.
‒Me preocupáis, Alfonso, ¿véis a vuestro fallecido padre, al que
no conocisteis, por mor de vuestra corta edad, muy a
menudo?—El caballero López de Haro bromeaba con gran
desvergüenza ante el mismo Rey de Castilla.
‒Es una forma de hablar, Diego. Mas ahora lo tengo claro.
Ahora sé que Castilla se impondrá a todos sus rivales, y
uniremos los reinos, y expulsaremos al agareno. Pero todo pasa
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por el hoy, por el ahora, por el aquí. Es para mí una señal, un
hito, este conflicto, este imposible. ¿Lo ves Diego?, es la
providencia la que nos sitúa aquí, y la providencia dicta el
milagro, lo inaudito se hace frecuente, el prodigio, Diego, ha de
ser Alarcos. Hablarán en las crónicas de nuestra victoria,
traeremos trovadores a componer versos sobre nuestros logros,
los esparciremos por las faldas de Gascuña, la dote de mi
amada Leonor. Los vizcondes gascones nos rendirán pleitesía,
con respeto y devoción, pues seremos los adalides de la victoria
de Alarcos, de la cristiandad. El referéndum de la libertad de
los cristianos. Mi primo leonés será vasallo hasta su muerte, y
luego cederá su lugar a mi querido Fernando, pues no se podrá
oponer. Pronto bajará mi hijo con tropas desde Miño hacia el
sur, para doblegar a los insolentes portugueses. Cuando el
obispo de Braga ceda, Portugal será nuestro. Luego, quién sabe,
imaginaos, Diego, por un instante, la quimera, lo imposible,
Castilla y León unidos con Aragón, un matrimonio, una simple
unión bastará, un legado fuerte a sus espaldas, no como ahora,
y saldremos de las sombras… ¡para siempre!.
‒¿Y todo esto pasa por vencer en Alarcos?...
‒Soy optimista, Diego, no me queda otra. Ahora, contadme,
¿qué plan tenemos, para que un ejército que nos triplica en
número, caiga a nuestros pies?.
Mientras se celebraba el encuentro, entre los muros de Alarcos
se juntaban los condes de Lara a analizar la situación. Se hallaba
al frente el Conde Manrique, de nombre don Pedro Manrique
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de Lara, cuyo señorío más prominente se alzaba en la frontera
de Castilla con Aragón: La Molina. El Conde Manrique era, por
derecho sucesorio, el cabeza de familia del linaje más poderoso
de Castilla. Este Conde Manrique acudió con su hijo, don
García Pérez de Lara, un elegante y algo engreído joven que
acudía a su bautismo de guerra. Se hallaba junto a ellos
Fernándo Núñez de Lara, primo hermano del Conde Manrique,
de similar relevancia, si bien, bastante menos avieso y
ambicioso. Por último, nuestro ya conocido don Pedro García
Lerma, vinculado al linaje de los Lara. El Conde Manrique, jefe
del clan, establecía sus líneas rojas:
‒Cada vez estoy más harto del vizcaíno—Se refería el Conde
Manrique a la persona de López de Haro—. Es un entrometido
y además, don Alfonso lo adora sin disimulo ni recato; ¡qué
desplante es este!, se abrazan primero, y se encierran a hablar
luego a solas.
‒A mí tampoco me gusta, primo, pero es el caballero más
despegado y belicoso de Castilla. Mantiene a raya al navarro y
repele al leonés…
‒… Cuando no se vende a ellos—interrumpió el Conde
Manrique.
‒Cierto, cuando no se vende. Pero, primo, ¿qué le habéis de
reprochar?. Al fin y al cabo, ha sabido buscar su suerte a golpe
de espada.
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‒No pienso dejar que ese riojano descarado me escatime las
propiedades. ¡Y la corona de Castilla es propiedad de los Lara
desde que adoptamos a su rey cuando era un niño!.
‒Dejadle pulirse el puesto como alférez real, no hay cuidado en
eso. Nadie quiere serlo en tiempos de guerra, se juega uno el
prestigio y la hacienda. En cambio, aquí lo tenemos, don Pedro
García de Lerma, catapultado a la mayordomía del rey.
‒Con la venia del actual mayordo del rey: don Pedro
Rodríguez de Guzmán—respondía el de Lerma.
‒Procurad sobrevivir a esta desgracia—prosiguía don
Fernando de Lara—, pues temo que pocos vayan a quedar en
pie. No en vano, si cayese el de Guzmán, antes de invierno
podría ser vuestro el cargo.
‒Hace tiempo que eso se ha negociado, don Pedro—remataba
el Conde Manrique. Tú que te llevas bien con ellos y sobre todo
con el comendador de la Aceca, respóndenos, ¿qué dicen los
calatravos sobre el Castro?.
‒Bueno, los freiles truillenses afirman que ha causado defección
ante su señor de León, y que se ha internado en territorio
almohade.
‒Eso lo sabemos todos pero… qué opinan ellos, ¿acudirá a
luchar del lado de los moros?.
‒Ellos opinan que sí.
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‒¡Juro que si se halla un heredero de los Castro entre los moros,
yo mismo saldré a partir su corazón en dos, así me vaya la vida
en ello!—El Conde Manrique enfureció de manera
espontánea—. Don Pedro Fernández de Castro, hijo de
Fernando Gutiérrez de Castro, aquel caballero infame que
ejecutó a mi padre en la Batalla de Huete. Solo espero que el
destino no me prive de esa oportunidad.
‒De acudir a luchar con el moro, más vale que sume hueste de
enjundia—continuó don Fernando de Lara—, mas no hemos de
alcanzar a verlo entre el tropel almohade. Dicen que acuden
casi cien mil hombres.
‒Una cosa está clara, y espero que aquí conste, a todos: será
jornada señalada, la de la batalla, el Rey de Castilla ha puesto
todo su empeño, mas no es momento de apartarse. Estamos
aquí al servicio de los intereses de nuestro linaje: la Casa de
Lara. Estamos aquí a rebatir las bravuconadas del vizcaíno, a
sopesar las veleidades de nuestro rey y, eso espero, a encontrar
la ocasión de cercenar al Castro del demonio—El Conde
Manrique se dirigía ahora a su hijo, de frente, apoyando con
fuerza su brazo en el hombro del primogénito—. Hijo mío, no
vaciles, ni por un instante, pase lo que pase; ni los hombres, ni
las riquezas, ni los insumos que hayamos dilapidar en esta
campaña son nada comparado con la gloria del linaje y la
aquiescencia del rey. ¡¿Está claro?!.
‒Por supuesto, padre.
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Una voz se alza desde las almenas:‹‹…!abrid paso, abrid paso a
los atalayeros!...››. Así grita el vigía. Un grupo de cuatro
hombres entran al galope en el recinto amurallado. Traen
nuevas: el ejército del moro se halla a menos de una jornada.
Hoy, al atardecer, empezarán a llegar a los pies mismos de
Alarcos. La columna es interminable. Un cuerpo completo de
hintatas, la tropa de élite de los almohades, equivalente a las
órdenes militares cristianas. Junto a ellos, guerreros persas,
llamados guzz, que apenas conoce nadie; hablan de arqueros a
caballo con una pericia encomiable. Tras ellos, el mismo califa
con su estandarte y un generoso escuadrón de la guardia negra,
gigantes africanos armados con picas de madera, agresivos y
feroces. No hay rastro del Castro, tal vez oculte su estandarte,
tal vez esté mucho más atrás, en realidad, tal vez sus huestes
sean solo una gota de agua en medio de una marejada de
refuerzos.
Informan a don Diego López de Haro de los avances
almohades. Se reúnen los principales, conveniendo en la
idoneidad del plan concebido por el vizcaíno. Todos están de
acuerdo. En la jornada siguiente, se dispondrá el ejército
cristiano, armando todas las líneas, tentarán su suerte,
enardecerán los ánimos de los sarracenos, en especial, de su
líder. Habrán de cargar sobre las primeras líneas, desbastar al
ejército almohade, tanto como puedan, antes de que junten
todas sus líneas, que marchan rezagadas, a leguas incluso de
distancia.
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Así amanece la mañana del caluroso día 18 de calendas de julio
del año de nuestro señor Jesucristo de 1195. El ejército cristiano
se halla desplegado a los pies de Alarcos, enfilando la arribada
del ejército almohade. Distinguen un marasmo de hombres y
monturas detrás del cerro apuntado que se alza hacia el sur, a
dos tiros de flecha. Las masas del ejército agareno aguardan
parapetadas tras el cerro, juntando multitudes. López de Haro
hace sonar su cuerno de guerra, gritan y aúllan los cristianos,
que han acudido a la gresca. El orgulloso rey castellano
aguarda en retaguardia, nervioso, exacerbado por una victoria
que ansía con denuedo. Lleva semanas conjurándose para este
momento, el todo o la nada, una apuesta arriesgada que puede
poner a su reino a los pies de los caballos. Una utopía que vale
la pena buscar, pues quedará inscrita en los anales como la
batalla más épica que haya desempeñado la cristiandad, la
cruzada de las Españas será legendaria y los foráneos acudirán
a admirar las virtudes, la valentía y el coraje de un monarca
homérico. La mitología de Castilla arranca en esa jornada, bajo
un sol de justicia y ante un ejército invencible. David contra
Goliath. Cree a pies juntillas el noble Rey de Castilla que dará
lugar aquel día al inicio de una saga de gentilhombres
destinada a gobernar los límites de la cordura, azuzar a invasor
al interior de las cavernas de la historia, a la corona de los
emperadores, al tabernáculo de los invencibles. El Rey de
Castilla se siente inexpugnable, aunque con resquemores. Mira
al frente, sin embargo, y allí atisba a su añorado don Diego
López de Haro, quien le ha conducido hasta aquí, quien, por
qué no, le llevará más lejos, si cabe. Don Alfonso de Castilla no
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se ve en ningún otro lugar, no rehúye el desafío, pues esta es su
oportunidad de fundirse con él.
A las tres de la tarde los cristianos están agotados, sedientos y
abrasados. El califa no ha movido ficha, parapeta a su
desproporcionada soldada lejos del alcance de la carga de la
caballería cristiana. No parece caer en la trampa, mientras los
castellanos aguantan la pose desde hace horas, bajo un sol de
justicia, envueltos en gámbax, alpartaces, lorigas y yelmos que
parecen querer escaldar a sus portadores. Muchos hombres han
perdido el sentido, desplomados, y son retirados a duras penas
de la escena de batalla por monjes cistercienses que cargan con
ellos como despojos, para remojar sus labios con agua.
El sueño del rey castellano se desdibuja con los embates de un
enemigo insospechado: la canícula de los Campos de Calatrava.
El califa es hombre sabio, no acierta a entrar al envite de su
opuesto. Espera a juntar todas sus fuerzas. Lleva unas semanas
de camino, qué más da una jornada más que menos.
Frustrados, los cristianos diluyen los haces de combate, tornan
las monturas a beber, al toque de retirada de López de Haro.
Los mustios soldados de la infantería se desnudan, casi por
completo, atiborrados de calores y deshidratación. Todo el
mundo ha olvidado la amenaza que tienen en frente, la sed
puede con las ganas de botín y de épica de los castellanos. La
jornada ha sido un chasco, el preludio de un desenlace
infortunado. Nada bueno se puede presagiar, y lo imposible se
hace corpóreo en la relidad de la nada. Tan solo la retina de don
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Alfonso de Castilla parece capaz de visualizar la victoria,
cegado, tal vez, obnubilado por la desesperación del
neurasténico de corte y enseña. Demasiada gente loando,
pudiera ser, ha trastocado su ambición y su criterio regio, en
una enfermedad senil.
Algunos ricoshombres alientan la idea de una retirada
ordenada de Alarcos. Si quiera retroceder tras la línea del
Guadiana, a esperar la embestida, como sucedió, veintitrés años
atrás, en el cerco a Huete: entonces, dos ejércitos, cristiano y
moro, a ambas orillas del río Júcar, enfrentados; la contienda no
tuvo lugar, el sitio que acudieron a auxiliar los cristianos fue
levantado. Un éxito militar, sin soltar un solo tajo.
O tal vez, por qué no, retroceder hasta la cibdad vieja de
Calatrava, unirse a su escasa guardia, y circundarse a sus recios
muros. Con el río a la espalda, la aguada a mano, el coraje de la
defensa del templo, del convento, que haría arder en los
corazones de los calatravos la llama de la devoción más férrea y
destructiva.
El rey castellano se obceca, se niega, ha elegido su sitio, su lugar
en la historia: ha de ser en Alarcos. Castilla está a sus pies y se
niega a aceptar otra salida distinta de la más rotunda de las
epopeyas: vencer al invencible, salvar lo insalvable, prosperar a
la aniquilación. ¿Al fin y al cabo, para qué quiere el hombre ser
rey, si no es para hacer su voluntad, por absurda que pueda
resultar?.
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El pronunciamiento está hecho, López de Haro no se deslinda
de su fidelidad al rey castellano; los Lara, por motivos obvios,
tampoco. Así las fuerzas, no habrá desbandada: que Dios nos
perdone.
Se relajan los ánimos, se reparte buena comida, mucha agua, el
rey castellano quiere a sus hombres contentos, animados; la
angustia de ver armarse un ejército desproporcionado ante sus
miradas, bajo una coraza metálica, puesta al rojo vivo por los
destellos del sol, ha causado desazón, miedo y angustia. Se
autoriza a todo el mundo a desprenderse de sus aperos de
combate, a esparcirse un poco y disfrutar. Incluso las putas y el
vino corretean entre la soldadesca, como parte del séquito que
nunca falta en estas ocasiones. El Rey de Castilla quiere
infundir ánimos a sus hombres, mientras los desarma y deja
inermes, para que puedan gozar de sus veleidades y olvidar
una jornada aciaga.
Una exigua guardia vigilará los movimientos del moro, que
sigue juntando una masa ingente oculta tras el cerro, lo que no
atina a distinguir don Diego López de Haro que
piensa:‹‹…faltan muchos hombres, mas se ocultan a a la vista,
sin duda…››. Desde la atalaya de Alarcos no consiguen
distinguir el fabuloso endriago en que se está constituyendo el
agareno, mientras el anochecer envuelve en tinieblas a la bestia
mora. Don Diego ordena a sus hombres mantener sus
pertrechos y estar preparados. Los calatravos, fieles a su voto,
dormirán también con su armadura y su espada en mano. El
resto del ejército cristiano retoza feliz negando la realidad de la
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muerte almohade que se está cribando a escasa distancia de sus
posiciones. Incluso los freires santiaguistas, truillenses o los
portugueses de Évora se dan un respiro, a su vez.
Al amanecer, un rumor de tambores liviano enturbia el canto
de los grillos en la madrugada. Poco a poco el sol destapa sus
esencias. Apenas está bañando los campos de Alarcos, al
tiempo que la quimera se ha hecho corpórea. El ejército
almohade se distingue, armadas sus líneas en franco avance
hacia Alarcos. Suenan los cuernos y las voces de alarma, el
deslavazado ejército cristiano se rearma entre ojeras y resacas.
Algunos aún tienen un pesado dolor de cabeza tras la
insolación padecida en la jornada anterior. Ya está López de
Haro y sus recios, junto al Maestre de la Orden de Calatrava y
sus freires, desplegados en las faldas del cerro de Alarcos.
Esperan los restos de un ejército que se ha deshecho en la
jornada anterior, deshidratado y apesadumbrado, que ahora,
sin embargo, se ha de aglutinar precipitadamente, mientras
enfilan la mayor derrota en la historia cristiana de la península,
si quiera desde la Batalla de Gudalete, si quiera desde las
escabechinas del general Almanzor, si quiera desde la Batalla
de Uclés.
Que Dios nos perdone, pues Alarcos va a caer… con estrépito.
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CAPÍTULO VIII. LA HERIDA DE ALARCOS
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El sol brillaba implacable regando los Campos de Calatrava. En
el día de nuestro señor Jesucristo de 19 de Julio de 1195, víspera
de San Símaco, que tanto sufrió embestidas de los cismáticos,
que tan bien cuidó de la fe en el norte de Yfriquiya, donde los
vándalos extendían la purulenta concepción del arrianismo,
ignorantes y salvajes, como todo lo que se criaba en el vientre
de aquellas dunas y desiertos allende Marrakech; origen de la
misma peste que hallábase esparcida sobre Hispalis y Corduva,
sobre los cristianos, proveniente del hedor emanado de las
aceifas de los moros. Víspera de Santa Áurea de Córdoba, que
negó la fe, presa del miedo, para después redimirse, aún a costa
de su vida, alcanzando, mediada la contrición, la salvación
divina. Como que la voluntad de Dios era arrojar de nuevo a los
agarenos a las llamas abrasadoras y a los rigores de las cumbres
del Atlas, a devolverlos a golpe de espada y lanzada a los ojos
del mar, que separaba Algeciras, a retornarlos al infierno en
vida que extiende el Sahara a sus pies, donde las monturas
acarrean giba, el agua es escasa y enlodada, el día injusto y la
noche fría; donde las víboras hacen jerigonza a sus anchas en el
recuerdo de su vileza así escrita en la Sagrada Biblia.
Mas ese día el sol regaba con abundancia la derrota de los
Cristianos; el bastión de Alarcos caía a cada golpe de
mandobles y estocadas, de las flechas multitudinarias,
arremolinadas por los cielos. Don Alfonso, Rey de Castilla,
languidece, traspasada la clavícula por una flecha. Su ejército
cae con estruendo ante el tornafuga de los moros, que ha
desbastado ya a la caballería pesada. El alférez real, don Diego
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López II de Haro, comanda hacia la extremaunción a la mayoría
de sus efectivos.
Empecinado y zaherido al extremo, don Alfonso de Castilla
mantiene el pulso de la batalla, la derrota se derrama como la
mancha carmesí que impregna el gámbax que porta, mientras
piensa:
‒Dios me ha abandonado, donde estás, ¡oh Dios mío!, dónde
las plegarias, los ruegos, los sollozos, las penurias… Diez mil
hombres he traído a tu servicio, al de Castilla… aún de la
cristiandad. Cuarenta mesnadas desmembradas por el campo,
sembrados sus cuerpos, perdidas las almas. El moro
remontando las laderas de Alarcos y yo traspasado por la
caprichosa voluntad de una flecha liviana. Aquí ha de acabar
todo, aquí he de hallar yo la muerte. Mas antes de capitular
ante estos bárbaros de chilaba y turbante, han de empalar hasta
el último cristiano que haya entre los muros de Alarcos. No
muera la fe bajo el fuego las blasfemias de estos perros
agarenos. No ha de recibir San Pedro a quien no exprima el filo
de su hoja con la última gota de sangre del enemigo. Ha de
verterse el odio, la negrura y la brutalidad de la guerra sobre las
fauces de esta bestia que ha copado Calatrava, que ha violado
Salvatierra, que ha tomado Murcia y Almería, amenaza la
Transierra, las puertas del reino de Toledo.
Después de aquello, pierde el sentido…
Los zenetas hoyaban ya los aproches de la fortaleza, y no era
posible la contención con arco y flecha. El incompleto muro del
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Castillo y la ciudad de Alarcos hacía fútil la defensa. La
algarada mora se avecinaba, con los ágiles jinetes andalusíes,
junto a los teñidos hombres del Sáhara, sañudos en sus
movimientos de ataque, alabando al aire con sus almalafas de
colores ocres, claros o negros, algunos; otros, menos
menesterosos, portaban jaiques de lino, eran de seda los más
orgullosos, sin duda. Se movían con elegancia y majestuosidad.
La coreografía de la victoria se abocinaba sobre los parapetos de
la atalaya real sobre ágiles corceles de envergadura escasa y
brío descorazonador para el enemigo cristiano.
Don Diego López de Haro contemplaba con estupor la
extensión de la derrota. Silban algunas flechas a sus costados,
mas no se agita una brizna de su lugar en el adarve. Más bien,
permanece petrificado, contemplando la magnitud del desastre.
La mayor gloria para su casa, su hacienda, su abolengo, se
deshacían al mismo ritmo que los guerreros rivales remontaban
las laderas de aquel bastión lejano.
Mal fario volaba sobre los cerros de Alarcos, la cristiandad
colapsaba a los pies del poderoso califa Yusuf II. Sin embargo,
el rey Castellano, obstinado, henchido de éxitos y fuerza
afianzada desde su más tierna infancia, decidió adelantarse y
acaparar la gloria para Castilla ante los ojos de Dios, del Papa
de Roma y del resto Europa. Sería un hecho: al sur del Tajo, las
tierras cristianas volverían a pasar a manos almohades.
En algún momento se torció la refriega, se preguntaba López de
Haro. La mañana del año de nuestro señor Jesucristo de 19 de
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Julio de 1195 se encontraron finalmente los ejércitos castellano y
almohade a los pies de Alarcos. En un principio, la caballería
pesada de don Diego López de Haro arrasó con los voluntarios
bereberes, mientras que muchos de los guerreros kurdos, los
guzz, cayeron también en un ataque frontal sin compasión,
comandado por el propio alférez real. La soldadesca de
voluntarios andalusíes y los guzz empezaron a huir, y los
caballeros cristianos, viéndolo venir, se agitaron; cayó incluso el
visir andaluz, al frente de los moros andalusíes; parecía ponerse
de cara la contienda y los rigores de la canícula en la Mancha se
hacían notar tras varias horas de combate. Los caballeros y
peonadas en campo no podían rezumar más sudor, enfebrecían
bajo los ropajes de gasa, las ardientes lorigas y los yelmos…
¡demonios!, el maldito acero parecía ponerse al rojo en las
manos; y la marea enemiga no cesaba, a pesar de las bajas. En
los contornos se movían desprendidos los ligeros caballos
árabes, de aspecto de jaco y brío de corcel. Al ver al moro en
huida, las tropas cristianas se azoraron a perseguirles y rematar
la faena, una faena que les llevaba consumidos y exhaustos,
cerca del límite. Todo soldado allí presente tenía ya una sola
obsesión, acabar con la agotadora y extenuante lid cuanto antes,
y poder acudir a achaparrarse a la orilla de un cercano río
Guadiana, donde remojar la cabeza durante horas.
El enjambre moro no paraba de aguijonear el ánimo cristiano,
pero el paso de las horas redujo el ímpetu y la fogosidad,
tornándolo en sed y opresión causada por la sobrevesta y el
yelmo. Cuando la línea frontal de los moros se desbandó en
retirada, algo hizo desconfiar a López de Haro; habían tumbado
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a buena parte de los efectivos moros, sin embargo, había
muchos más, sin duda.
El alférez real recordaba vivamente las jornadas precedentes,
observando la larga silueta de la algarada enemiga
contorneándose desde lejos. Desde lo alto de las almenas de
Alarcos alcanzó a distinguir una columna de veinte mil, treinta
mil hombres, tal vez más. Los atalayeros habían informado de
una cola de varias leguas, avanzando por los campos de
Calatrava. Faltaban muchos efectivos sobre el campo de batalla,
en opinión de don Diego López de Haro.
El hecho era que ahora se hallaba en el llano, en campo abierto,
limitada la vista por las siluetas de los combatientes, apenas
aupado a lomos de su montura, hincándose en los estribos,
buscando lo que el ojo desnudo no alcanzaba a ver más allá:
¿dónde hallábase el mar de refuerzos que había visto desde su
atalaya?.
La guerra enseña al guerrero muchas cosas, no solo a luchar: el
alférez sabe distinguir de un vistazo si las bajas enemigas son
ya suficientes para efectuar la carga definitiva o si, por el
contrario, toca retirada. El escenario de Alarcos daba a entender
que la victoria era cristiana; aderezado por una lucha febril, el
devorador calor que llevaba a la locura y a la desesperación a
las tropas cristianas, el irritante frente preparado por el
enemigo y el espoleado ánimo de los caballeros, que les hacía
romper lanzones y espadas, quebraban los brazos en cada
estocada, como si fuera la última, deseando, más bien, que
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fuera la última. Las fuerzas flaqueaban ya, no daría para mucha
contienda más. Solo los milites de la Orden de Calatrava, los
caballeros de López de Haro y algunos hombres más,
mantenían el pulso y templaban la pelea, regulaban y
sopesaban. Las peonadas y el resto de efectivos estaban
entregados a obtener la victoria por la vía rápida; Martín López
de Pisuerga, de nombre “el Magno”, belicoso Arzobispo de
Toledo y asolador de poblaciones andalusíes, se entregaba
también de lleno a la aniquilación de los moros. Derramaba
sangre de un fuerte golpe en la cabeza, el yelmo aboyado no le
dejaba ver bien. No obstante no se lo quitaba, pues sabía que los
endiablados guerreros guzz eran arqueros expertos, y una saeta
bien podría atravesar el cuello o el cráneo de un desprevenido
caballero en aquellas circunstancias. Vistiendo, además, galas
de señor y portando emblemas del mismísimo Papa de Roma,
no dejaba de ser un objetivo encomiable para cualquier arquero
enemigo. Con el arzobispo, luchaban caballeros y peones de los
concejos de Alcalá, Belinchón, Brihuega, Talamanca y
Esquivias. Almonacid quedó exento, pues sufrían una epidemia
de peste que había mermado sensiblemente su población dos
años atrás.
López de Haro vio caer en batalla a varios principales de la
iglesia cuales eran los obispos de Ávila y Segovia. Había
perdido de vista en el caos de la batalla al obispo de Sigüenza, y
al maestre de la orden de Santiago. Para su decepción, apenas
se distinguían ya blasones de freires Santiaguistas, que habían
sido arrasados. Breves instantes antes, cayó golpeado por una
cimitarra el maestre de la Orden portuguesa de Évora. Los de la
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cruz sinople habían sido laminados a su vez. El ejército
castellano, compuesto por villanos, nobles, obispos y milites de
órdenes militares, quedaba desprendido de comandantes, a
estas alturas de la contienda.
Con todo, López de Haro no se había apercibido que un
enfurecido don Alfonso, a la sazón Rey de Castilla, había
abandonado la seguridad de la retaguardia y se habían colado
en la refriega, rodeado de los restos de sus mesnadas reales,
incapaz de asumir la deriva de la batalla, dispuesto a llevar de
su puño el coraje que faltaba a sus vasallos para empujar al
tropel almohade al precipicio de la derrota.
El aspecto de la batalla en estos instantes, es de una pírrica
victoria cristiana. Tal es así, que los moros que quedan en pie
empiezan a escapar, dan la espalda a los cristianos y vuelven
sobre sus pasos, desperdigándose, por los campos de Calatrava,
en todas direcciones. El alférez del rey, don López de Haro,
sigue desconfiado, pero no se mantiene el orden ya. Los
portaestandartes rezan mantener el sitio, pero la chusma no
responde: ya han empezado a correr tras los moros. Los escasos
efectivos cristianos se azoran tras los remanentes de la primera
línea almohade. Ya se esparcen a lo largo y ancho del llano.
Don Alfonso de Castilla también observa la hazaña. Han puesto
en fuga al enemigo. A unas doscientas varas distingue a su
alférez, don López de Haro. Este, permanece petrificado,
observando la escena, no mira hacia atrás, escudriña en
lontananza. Se estremece, las tropas se están abriendo,
desperdigando.
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El campo de batalla se vacía como la espuma de una ola que se
recoge en la orilla del mar. El alférez saca ahora su olifante y lo
hace soplar tan alto como puede. Llama a formar a los
descarriados efectivos. Algunos hombres paran, miran atrás, a
su general; otros siguen, empecinados, catatónicos, las huellas
de los huidizos moros. Es en ese estado cuando se cometen las
mayores tropelías y crueldades en batalla, solo se busca que
degollar, ensartar y abrir en canal al enemigo que tan
frenéticamente ha querido arrancarte la vida a cortes y golpes,
que luego arrasaría tus tierras y tus cosechas, que violaría a tu
esposa, ahorcaría a tus hijos e incendiaría tu aldea... nadie lo
duda, porque ya había pasado, y volvería pasar. La Reconquista
era una partida en la que se golpeaban sucesivamente los
señores cristianos y los musulmanes y, en la hoguera de sus
disputas, ardían familias y pueblos. En esos momentos, la lucha
es una cuestión de vida o muerte, por uno mismo y por los
tuyos.
El odio es ciego y la furia es vida, no ha de quedar en pie una
sola alma enemiga, pues han venido a arrebatarlo todo, por eso,
no se les deberá dejar nada…
Ni siquiera el sonido marcial del cuerno de guerra del adalid
castellano saca del éxtasis a muchas de las tropas allí
congregadas. Las filas no se recompondrán, y eso es ya un
hecho.
De repente todo cambia, prorrumpen tambores, estremeciendo
el cielo, plastificando el aire que no suena, sino que impregna
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los oídos con un sonido profundo y grave. El ruido penetra
hasta el pecho, tan hondo, que se deja sentir en el corazón, cual
late al ritmo de la percusión. Don Alfonso se estremece al
escuchar la tamborrada, le recordó por unos instantes a su
niñez, cuando miraba desde las almenas de Ávila cómo se
asomaban las tormentas sobre La Sierra de la Paramera,
retumbando en el horizonte. El ruido de los tambores va en
aumento, ahora se suman gritos y aullidos del enemigo. La
escena produce congoja en muchos hombres, nunca habían
oído un estruendo semejante, se diría que temblaba el suelo. El
tímpano vibra y ya hasta el último cristiano había cesado la
persecución. Ojiplático, López de Haro observaba una masa de
caballería ingente rodeando sus posiciones en el campo. La
primera línea almohade se disolvió entre los pasajes que abría
la cabalgada andalusí, como granos de arena fina que se
escapan de entre los dedos de la mano. En su lugar, de frente,
los hintatas, la tropa de élite almohade; hacia poniente, una
berberisca variada, de las cabilas del norte de África; hacia
oriente, los Gund andalusíes, tropas regulares.
‹‹…Definitivamente, Dios nos ha abandonado…›› espeta López
de Haro, a lomos de su caballo, mientras se recuesta sobre el
arzón, habiendo reconocido la encerrona.
Se recomponen las líneas a trompicones, los jinetes enemigos
enciman con presura, las desperdigadas tropas castellanas
empiezan a caer pisoteadas a los pies de los caballos, asaetadas,
golpeadas o ensartadas. La escena es terrible, gran parte de los
peones están siendo masacrados. Los caballeros que persisten
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en el grupo se preparan para el cuerpo a cuerpo. El Arzobispo
de Toledo repone su yelmo por el de un caído, aunque el golpe
en la cabeza comienza a pasar factura. Martín López de
Pisuerga era un caballero luchador, ardiente en la fe, entendía
que la mejor manera de ejercer su ministerio era al estilo del
canonizado Santiago “Matamoros”.
Don Alfonso de Castilla, en la otra esquina del tablero, no ha
tenido tiempo de arrimarse a su alférez. Enfila, rodeado de
caballeros, los jinetes andaluces. Alza la espada al grito de
‹‹¡Por Dios y por Castilla!››. No se verá comprometido su coraje
ni su honor, que habrán de quedar pesados en la justa de la
batalla. No piensa ceder un paso. Todos los cristianos
contemplan la escena, con terror, al ver que las líneas
almohades son inabarcables. El contingente, muy superior, se
estira a velocidad vertiginosa en una envolvente que está
cerrando la retaguardia. La maniobra es prodigiosa, una lección
magistral de estrategia militar, han desgastado lo mejor de las
fuerzas cristianas y ahora se abalanzan sobre los despojos que
de ellas quedan sobre el campo.
La línea de defensa ya no sirve ni protege, toda vez que la
espalda ha sido tomada. López de Haro mantiene la cabeza fría,
toca formar, en dirección a Alarcos, las picas y las espadas
cambian de orientación. Rebañando las energías que quedan, la
algazara cristiana emprende paso ligero hacia las faldas de
Alarcos, al abrigo de sus pendientes, de los muros del Castillo y
de los escasos arqueros y ballesteros que ocupan sus lares. No
llegarán muy lejos, pero cada metro que ganen ahora, les dará
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una posibilidad más de salir con vida. Empiezan a llover
flechas, de todas direcciones, caen veinte o treinta hombres. No
se para por nadie, no se recoge a nadie, quien caiga, quedará
atrás, esperando ser desvencijado por los cascos de la caballería
musulmana. Algunos ya desesperan, los menos duchos en la
guerra huyen despavoridos, sueltan pertrechos y vuelan, el
terror hace presa en casi todos. Nadie ha visto nunca carga
semejante, ni la península entera, desde los romanos.
El Alférez exprime los pulmones tocando el cuerno, intenta
mantener la compostura del plantel a toda costa; muy a su
pesar, el sonido grave y profundo de su olifante apenas queda
en susurro a unos pasos de distancia, ahogado, sepultado bajo
el estruendo de los tambores y los gañidos del ejército
musulmán. El moro sabe atacar de veras, sus armas van más
allá del filo de las espadas o las esquirlas de las flechas: usa el
engaño, la sorpresa y el miedo.
A menos de un tiro de flecha se hallan las tropas cristianas de
las laderas de Alarcos, cuando se produce el encontronazo.
Muchos hombres caen pisoteados al ser rebasados desde la
espalda por las cabalgaduras hintatas. Hasta ahora no han
hecho uso del acero y, sin embargo, ya han causado estragos.
Los adelantados apenas consiguen esquivar las picas y
mandobles con que les reciben los agarenos en retaguardia. La
situación se ha dado las tornas, por completo, poniendo al
borde del abismo a los castellanos. López de Haro grita a la
masa, ‹‹!No se paren, no miren atrás, que avancen al socaire de
los cerros, abrid paso a espada y lanzada!››. La escena y el caos
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es terrible, el núcleo de las fuerzas cristianas se repliega sobre sí
mismo, los descolgados quedan aislados, a merced de las
pezuñas de los alborotados caballos y de la inmisericorde
voluntad de sus jinetes. Se consuma la victoria, solo resta saber
cuántos cristianos y caballeros podrán salir con vida de la
trampa.
Sin embargo, el sobresalto y el canguelo iniciales, tras la
abultada maniobra de amedrentamiento almohade, habían sido
repuestos por el instinto de conservación y de supervivencia. El
honor y la gallardía de los mejores caballeros toman el pulso a
la refriega. En el bullaje de mamporros los cristianos se abren
paso a estacazos y empujones. López de Haro consigue formar
en cuña con varios de sus caballeros, atrochando entre el
bullicio. Solo los cuerpos abultados de sus hombres, junto a la
hechura de sus brazos impedían que el alférez cayera en
cualquier instante, sitiado por las picas y los tajos de los
almohades. Un bosque de lanzadas y trompicones arremeten
contra la compañía del mariscal castellano; López de Haro teme
por su vida, más de lo que nunca había temido, incapaz de ver
atisbo de salida entre el avispero enemigo. De vez en cuando
algún golpe llega a rozarle, los enemigos se cuelan por ambos
extremos:‹‹…!guardad al alférez, guardad al capitán!...››, tañía
alguna voz enturbiada entre los suyos.
La atmósfera es asfixiante, sofoca el aliento, junto el hedor de
los congregados, el aire no se inhala, más bien se engulle, como
un bien escaso y perentorio. A duras penas puede el caballero si
quiera alzar el brazo para defender su integridad, arrebujado
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contra sus hombres, mientras la columna avanza rastrojando
entre las masas Bereberes que rodean su flanco. Siente ya el
aliento de los hintatas a su espalda, quienes estan
defenestrando su retaguardia con celeridad; nadie puede
defender sus propias espaldas. En la huida, el único escudo al
dorso era el soldado que acababa de morir empalado, arrimado
a los talones propios. Los berridos agarenos empiezan a resonar
con fuerza en la retaguardia, apenas puede volver la mirada el
Alférez, comprobar la cobertura trasera. En cualquier momento
podría colarse un lanzón por la celada, por la cintura, en las
canas, trinchar a su montura, hacerle caer al suelo y, allí, una
vez postrado, el rodillo de la caballada daría cuenta de su
persona. Y en el cielo alcanza a ver ya las almenas de
Alarcos:‹‹…estamos a un suspiro, ¡demonios!…›› pensaba en
alto.
A resueltas del empeño de sus cohortes, López de Haro alcanzó
la salida de la algarabía, próximo ya a las faldas del cerro de
Alarcos. Emitió hondo suspiro, sin duda, sus recios habían
cumplido, a Dios gracias. Hincó espuelas y, al trote, ascendió a
las navas entrambos cerros, de allí enfilaría al portón trasero de
la fortaleza. Urgía sacar al rey castellano de Alarcos. López de
Haro sabía que de la obstinación reconocida de su rey solo
podría persuadirle su alférez real. Conocía bien a don Alfonso,
quien querría verse muerto antes que dar su brazo a torcer.
En peregrina situación y embrollo tajante se había metido el
Rey de Castilla a su vez. Rodeado, así mismo, como su mariscal
de campo, instantes antes, de agarenos enfurecidos. Solo el
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mayor abultamiento de la guardia caballeresca del rey le
preservaba en mejores condiciones del trance que había pasado
López de Haro. Sin embargo, falto del toque marcial que daba
su general en las acciones y en las respuestas, el tumulto que
escoltaba al rey no encontraba la vía para abrirse paso, los
efectivos caían de manera incesante y apenas se movía un
palmo. En unos minutos, el Rey de Castilla quedaría
desguarnecido y siendo presa de los moros. Espoleando a su
alfana, un hispano—bretón anquiboyuno, percherón y duro
como acero toledano, consigue que la bestia apezuñe y abra
paso. El caballo, de nombre Arnulfo, estaba bien enseñado
como caballo de guerra; regalado por el concejo de Burgos, los
palafreneros del rey acostumbraban a entrenarlo uncido con
lastre de diez quintales o más, araba el huerto de Zorita que
daba gusto, abría los surcos en la tierra como ahora horadaba la
caterva cristiana que sitiaba al rey entre sus hombres. El jacón
había sido preparado y seleccionado para el empeño de las
justas y la batalla cuerpo a cuerpo, haciendo bueno su entreno.
Mas no era suficiente, el cerco almohade sitiaba al rey,
reconocido el estandarte real a su vera, el enemigo redobló el
empeño en pillarlo.
López de Haro llega intramuros del castillo, irrumpe al ruido
de los cascos de su caballo de guerra, el animal llega exhausto, a
punto de reventar. El adalid castellano busca al rey:
‒¡El rey!, ¿do es que está el Rey de Castilla?, ¡decidme, no nos
queda tiempo… don Alfonso!—gritaba López de Haro azorado
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en encontrar al interfecto, rastreando con la mirada las almenas
y la coronación de la torre del homenaje.
Sin embargo, el rey, no hallábase en su puesto:
‒¡Do está el rey, por Dios!...
López de Haro desespera, no encuentra los estandartes reales,
que deberían hallarse apoyados junto al portón trasero. Por un
instante se siente aliviado, piensa que el rey ya ha partido, para
evitar el sitio… poco honorable, pero muy inteligente. Se
engaña a sí mismo, conoce bien la persona de don Alfonso,
jamás rehuiría una pelea, menos contra el agareno. Este rey fue
criado por y para la guerra, pasó su niñez rodeado de extraños
y caballeros que le avenían a combatir por su reino. Este rey no
escaparía de ningún frente, de hecho, nunca le hizo falta.
La tensión es elevada, nadie quiere ser heraldo de la desgracia
ante el comandante del ejército. Finalmente, el Repostero Real,
de nombre Diego de Saldoña, se aparece ante el mariscal. Su
expresión está desencajada, apenas consigue mover los labios,
emitir sonido alguno, levanta la cabeza, despacio, López de
Haro está frenético, está apunto de descargar su ira sobre
cualquiera de los presentes, si más grande es la corajina de uno,
mayor es el pavor de los otros. Por fin, Diego de Saldoña
resuelve informar:
‒Mi señor, el rey ha salido a dar guerra; no hemos podido
pararle. Cuando los moros se estaban dando a la fuga, las
caballerías de los agarenos se dispersaban…
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López de Haro ya había escuchado suficiente, da la espalda y se
entorna hacia las almenas de la cara sur, Diego de Saldoña le
sigue, narrando, mientras el alférez le ignora:
‒…Viéndolos en fuga, el rey quiso salir a su encuentro. No se
imaginaba esto—Seguía justificándose el repostero.
‒El rey considera el valor en la batalla y el honor en la derrota.
Si pudiera, empujaría al ejército del Miramamolín hasta los
acantilados de Tarifa—López de Haro responde secamente
mientras acelera el paso; intenta analizar la situación, la
machacona verborrea del repostero le desconcentra.
‒… Luego hicieron la maniobra, giraron por sorpresa, se
echaron encima de vos. El rey no quiso retirarse, lo vimos desde
las almenas, podría haber retornado a la fortaleza, pero no
quiso, ¡no quiso!—El Repostero seguía a López de Haro
tropezando con su propia toga—. Luego los almohades
envolvieron a todos, incluido el rey y sus caballeros, todo se
cubrió de lanzas y de cabezas, apenas se distingue al rey y a su
portaestandartes… ¡Están en algún lugar del tumulto, hacia el
suroeste!.
‒¡Callaos de una vez!—espeta López de Haro, para cortar la
plañidera de Diego de Saldoña—, luego valoraremos la
diligencia de los sirvientes en prestar servicio y resguardo a su
rey. Ahora, toca sacarlo de entre las ascuas moras.
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A trancos, López de Haro se encarama al adarve, oteando la
refriega… desespera, no atisba al rey entre el bosque de
cabezas, turbantes, yelmos y lanzas. El corazón le da un vuelco,
la pesadilla del Rey de Castilla muerto, de nuevo, antes de
tiempo… no puede ser, se sacude y vuelve la mirada, mas sigue
sin hallarlo. Toma la espada, enfundada, por el pomo, la va a
desenvainar a la vez que torna a su montura. Uno de sus fieles
le sale al paso:
‒Mi señor, ¡¿do es que váis?!.
‒¡Pardiez, a buscar al rey, a sacarlo a tajones, si es necesario, do
quiera que esté!.
‒No mi señor, aguantad entre los muros, no perdáis sitio en la
plaza. Iremos nosotros por él.
‒¡Apartaos mentecato!, ¿es que no lo veis?, ¡si el Rey de Castilla
muere aquí, mañana tendremos al moro a las puertas de
Madrid, minaretes en Toledo, Cuenca retornada al agareno; y
de otra parte Ávila, Segovia y el Infantazgo en manos de León,
y a mi rey Sancho enseñoreándose en La Bureba y Logroño,
aprehendiendo mi abolengo!. ¡Apartaos que os rebano el
pescuezo!.—López de Haro estaba fuera de sí.
Justo a tiempo, Diego de Saldoña sí atina a avizorarlo,
señalando con el dedo al grito de ‹‹¡Allí, mi señor, allí está! ››.
López de Haro se torna sobre sí mismo, acelera el paso y se
asobina precipitadamente sobre las almenas de Alarcos,
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contempla con horror el sitio del rey. Dos columnas enteras de
andaluces atenazan la fuga del mismo, que avanza despacio,
gracias al empuje de su rocín, inadvertido de la presencia de los
andalusíes en el borde de la lid. El rey se está echando en los
brazos del enemigo en su escapatoria y van a dar buena cuenta
de su real persona.
‹‹No hay tiempo, Dios mío, no hay tiempo de llegar a su
auxilio›› piensa el Alférez, petrificado de nuevo, atenazado por
la escena. Muerde las aristas del alfeizar con las uñas, como
queriendo retener lo que se le escapa entre las manos
inexorablemente, a cada paso que avanza su rey.
La escolta de López de Haro abandona de nuevo la seguridad
de los muros en busca del rey sitiado, han conseguido que su
señor permanezca dentro, sano y salvo. Ahora hay que
apresurarse, con gran rodeo, al encuentro de don Alfonso de
Castilla.
López de Haro contempla a un oficial de campo andalusí, que
remonta la ladera de Alarcos, encimando la pendiente empieza
a agudizar la mirada y reparar en la presencia del estandarte
real, que sabe reconocer bien: un castillo dorado sobre fondo de
gules, en paño rectangular. Alza una expresión de sorpresa y
una mueca de satisfacción, ha encontrado a su presa. Al
instante, alza los brazos y suelta una jerigonza a gritos,
atendida por varios jinetes equipados con arco compuesto que
comienzan a tomar posiciones en sus flancos. Están armando
los dardos y enfilando las piquetas. No hay tiempo que perder,
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López de Haro llama a posiciones a los arqueros y a ballesteros:
‹‹¡A mí señal, templad el pulso, apuntad con finura!››. Todo el
mundo sabe hacia dónde apuntan las saetas. Apenas unas varas
de espacio entre el rey y los agarenos apostados en emboscada.
Señala con el filo de la espada. Los andalusíes tensan las cerdas.
El viento es intenso, imprevisible, los proyectiles podrían volar
en cualquier dirección. No hay salida, allá abajo nadie oye los
gritos lanzados desde los muros. Veinte brazas o más se hayan
de distancia desde las almenas hasta las posiciones de los
andalusíes. El rey sigue avanzando, precipitándose a su
perdición. Los moros ya están apuntando, quieren asegurar el
tiro, la andanada almohade causará impacto en la corona, casi
seguro; peor aún, el rey se ha quitado el yelmo, también le
oprimía, como a tantos otros. Don Alfonso ha perdido el sitio,
abrumado. El Repostero Real asiste con pavor a la escena,
agarra por el hombro al alférez, le mira fijamente, mientras
gime:
—No lo hagáis, por Dios…
Mientras, López de Haro se gira sobresaltado, clava los ojos en
el Repostero… y ve su expresión de terror, ve en la
profundidad de su mirada décadas de horror y de caos, de
Laras y Castros batallando por la corona, de moros plantando
acequias a la vera del Tajo, ve a otro niño rey, Fernando,
refugiado de las afrentas de sus antepasados, ve a su lúcida
infanta Berenguela, gobernando un reino lleno de lobos,
dispuestos a poner veto a su falta de hombría; en definitiva, ve
Castilla ardiendo, una vez más, como antaño. La quintaesencia
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de estos tiempos se destila en forma de coraje, gallardía y
horror; sublimados en una vasija de honor, ahormada a golpes
de espada en las inacabables luchas entre los pueblos, hervida
con el ardor de los reyes, capaces de alinear los haces de guerra
y de unir las voluntades seglares, seculares y concejiles,
acaudillando los fueros y las tenencias. En estos tiempos, por
encima de los ejércitos, las riquezas y el poder, está el liderazgo.
Castilla se recompondrá, pero sin su rey, penderá de un hilo
mientras las fieras que la rodean se abalanzan sobre ella para
devorarla sin compasión…
…El Rey de Castilla debe vivir, como sea:
—¡Fuego!—grita López de Haro, impasible, desde el alero.
Los caballeros de López de Haro habían salido al encuentro del
rey instantes antes. Al frente, Íñigo Sánchez de Villafoz
comandaba. Fue campesino en una aldea de La Bureba,
descendiente de autrigones, antiguas tribus prerromanas que
habitaron la comarca; hombre fornido, de estatura elevada,
barba negra apuntada, mirada profunda y ojos pequeños y
azules. Nariz prominente y aguileña. Impresionaba por su
dentadura aserrada, pues le partieron todos los dientes paletos,
superiores e inferiores, de un mazazo inesperado; fue en el
curso de una refriega en el sur de Francia, habiendo ido de la
mano de su señor López de Haro, como mercenario al servicio
de Enrique II de Inglaterra, en ciertas cuitas que tenía este
último que resolver, con los revoltosos nobles de Aquitania.
Allí conoció, de hecho, a una linda Gascona, de nombre Annäis,
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que trajo de regreso a su tierra, tras desflorar primero, para
desposar después. El bruto siempre estuvo perdidamente
enamorado de su muñequita francesa. Así mismo, quedó una
notable cicatriz en el labio, que le daba un aspecto de fiereza sin
igual.
López de Haro era un líder nato y, como tal, una de sus
virtudes principales fue siempre la de elegir los escuderos
adecuados: Sucedió que años atrás hubo de acudir a mediar en
una riña entre aldeas en La Bureba, que discutían por unas
veredas de pastoreo, no queriendo compartirlas. Acordados
parlamentos entrambas facciones, se reunieron, bajo tutela y
mediación de su señor de Haro, a hablar en los predios citados.
Los concejos se presentaron un día antes, ambos con una saya
de rebaños merinos, dispuestos a tomar el sitio y dar prenda
ante su señor de la mayor relevancia del uno sobre el otro. La
vara de medir sería quién tenía más grande armento: a mayor
ganado pastoreado, más necesidad, de una parte, y más
aportación al feudo, de la otra. El parlamento no llegó a tener
lugar, toda vez que varios insultos y al menos cinco hondadas
satisfactorias impactaron entre contendientes, incluyendo un
herido de gravedad, que quedó inconsciente durante otros
cinco días. Resultó ser el herido un tío del susodicho Íñigo
Sánchez, hombre pacífico este último, mientras no se le agitara.
Huérfano de padre y madre, fue su tío, maltrecho ese día de la
hondada quien, con amor y diligencia, le sacó adelante desde
niño. El pobre hombre había acudido a apaciguar los ánimos
recibiendo, como cortesía, una trepanación pedrera.
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Arribando a la mañana siguiente López de Haro a los
parlamentos, halló la escena de la batalla campal, puesta en
fuga la aldea enemiga, a manos de un solo hombre. Habiendo
sido testigo de la batalla, el cura de la parroquia de Vallartilla,
relató a López de Haro como ‹‹un solo ome tumbó a treinta de
los allí presentes, además de tres perros pastores y…›› en un
exceso de imaginación, tal vez, ‹‹…a un borrico, usando para
ello sus manos y un basto de cerezo…››. De paso, el pleito había
sido solucionado y puesta en fuga la vecindad de la otra aldea.
A López de Haro de Haro no le pasó por alto este hecho y se
encaminó hacia Villafoz. A medio camino, halló su séquito al
héroe villano, acarreando en parihuelas a su inconsciente tío,
con evidentes síntomas de haber participado en una pelea.
Desde entonces, puso al bruto Íñigo a su servicio, dotó a su
familia, quedando él libre para luchar a su lado. Tras tres años
de instrucción y combate, se había convertido en uno de los
caballeros más temibles que hubieran hoyado Castilla y
Navarra. Ahora, tras unos años más de batalla, sería el león más
fiero que se topasen los almohades, saliendo de caza, libre,
desatado; ahora no tenía que atender la seguridad de su amo,
ahora tocaba rebanar mahometanos.
La andanada de flechas vuela, las almenas de Alarcos han
descargado toda su cadencia de tiro en una tacada. El viento
sopla fuerte y cambiante, la cortina de flechas se abre surcando
el aire. Riega los Campos de Calatrava, trayendo más muerte el
frente de batalla. A esa distancia, el arco es dañino, y las
ballestas, letales. Llegan a galope Íñigo Sánchez y los suyos,
yendo a la carga atinan a ver cubierto el cielo por las flechas de
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Alarcos. La andanada ha funcionado, gran parte de los
arqueros andalusíes que amenazaban la integridad del rey han
caído o están en trance de ir al suelo. Al poco justan los
hombres de Haro y alcanzan la columna almohade por la
retaguardia, saben a donde tienen que ir.
El sañudo capitán almohade que había encontrado al rey pugna
por zafarse del contraataque, es hábil con la espada y rechaza
dos embestidas. Íñigo Sánchez clava la mirada en él. Para
deshacer la columna que cierra el paso deben quitar de en
medio al nakib musulmán, el hábil oficial que instantes atrás
había localizado y por poco no da caza al Rey de Castilla. Sin
embargo, es un hábil guerrero andalusí. De un tajo abre el
cuello del primer caballero que le afronta; ante la estocada
lanzada por un segundo jinete cristiano reacciona rápidamente,
volcándose hacia los cuartos traseros de su montura. La falta de
arzón y la monta a jineta le han permitido esquivar el certero
golpe, con habilidad asombrosa:
‒…singular guerrero…—dice para sí el capitán Íñigo.
Decide afrontarle él mismo, ahuyentarle al menos, Íñigo ya es
un experto luchador y sabe medir a los rivales, a este le afronta
con cautela. El agareno monta cabalgadura ligera, al contrario
que la habitual en los andalusíes, más familiarizados con la
infantería y caballería cristianas, que forran sus jumentos con
lorigas y mantones, a imagen y semejanza de los cruzados. Sin
embargo, este andaluz se mueve más rápido, si bien está más
desprotegido. El sañudo riojano está ya a la altura del moro y
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descarga dos formidables golpes. El primero es esquivado de
nuevo. El segundo es repelido con un hábil movimiento de la
espada del moro. Rápidamente responde el nakib quien
devuelve la estocada en el jubón de cuero de Íñigo, a la altura
de los riñones. La coraza coriácea preserva la piel del cristiano,
pero no le libra del impacto afilado del acero, que le llega a
cortar la respiración. A penas sí llega a cubrirse con la rodela
antes que una nueva estocada le vaya directa a la cara. Sin su
escudo, sería hombre muerto ya. No recordaba un espadachín
tan hábil y experto el noble Íñigo. Justo a tiempo llegan a su
auxilio dos caballeros más, que ahora sí ponen en fuga al nakib.
Al ver volar su lina o bandera, más allá de las faldas del cerro,
al galope del nakib, muchos jinetes andalusíes se desconciertan
y comienzan a perder el sitio.
Los caballeros del de Haro se recomponen, con Íñigo Sánchez al
frente, para abrir hueco en la depauperada columna andalusí.
La andanada de flechas ha caído sobre la multitud, hay muchos
guerreros almohades ensartados, pero también empiezan a
aparecer algunos cristianos. El grosor de las flechas y los
perfiles las delatan, proceden de la andanada disparada
minutos antes desde Alarcos. De cualquier manera han
facilitado el trabajo. Íñigo Sánchez agarra un lanzón andaluz y
comienza a trinchar caballos y jinetes de manera indiferente, va
abrirse paso como sea. Ya distingue el estandarte real a unas
pocas varas de distancia. La columna almohade se descompone
definitivamente y empieza a desperdigarse en varias
direcciones. Por fin han abierto brecha. A gritos claman por el
rey, avisando del paso abierto:
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‒¡Por aquí el rey, por aquí don Alfonso!—berrea Íñigo Sánchez
alzando la espada al viento.
Abre paso la caballada, aparece Arnulfo, con su enorme
cabezota, acogotando a los demás caballos. El animalito ha
cumplido su oficio, como siempre ha hecho, enorme montura,
mejor caballero. El Rey de Castilla emerge a lo alto, aliviados
todos al verle, en medio de la batalla se oyen gritos de júbilo…
sin embargo, un momento, algo no va bien, el rey titubea en lo
alto de su montura, se recuesta sobre el arzón. El capitán Íñigo
trueca el gesto al ver la saeta que porta el rey encalomada a su
hombro izquierdo. La andanada de flechas no solo abrió paso,
también abrió una herida muy cerca del pecho del rey: la herida
de Alarcos.
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CAPÍTULO IX. CASTILLA EN EL ALERO
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El rey malherido es escoltado hasta la entrada de la fortaleza de
Alarcos. La andanada ordenada por el alférez real fue una
medida desesperada y mal medida para asegurar la
supervivencia de don Alfonso. López de Haro es un general
formidable no solo por su inteligencia, sino por su capacidad de
decisión; y las decisiones críticas en los momentos difíciles
salvan las batallas. La capacidad para enviar cientos de
hombres a una muerte precipitada y cruel sin apenas doblar el
pulso, distingue los señores que hacen abolengo.
López de Haro podía ensartar a su rey con una flecha y salir del
trance indemne…
El alférez permanece junto a las almenas mientras escoltan al
Rey de Castilla a intramuros de la fortaleza. Abajo queda
argamasa de soldados, caballeros y almohades acuchillándose
sin piedad. El estruendo de los tambores no cesa, antes bien,
crece en intensidad. Las sobredimensionadas tropas moras
comienzan a rebasar la lid campal, que ya se les quedaba
pequeña. Dirigen sus miradas a la fortaleza: piensan ya en el
botín, en tomarse la presa.
Alarcos iba a caer, con estruendo, aún mediaban mil cristianos
en el campo, sucumbiendo, desesperando por sus vidas. Padres
que iban a dejar huérfanos y viudas, aldeas enteras que
perderían sus mocedades. Ciudades desprendidas de brazos
que las levantasen de vuelta, diezmos y portazgos que no se
pagarían, ganados que morirían de hambre, cosechas perdidas.
El precio para Castilla iba a ser alto: aquí no solo luchaban
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caballeros, también luchaban los villanos, los que debían
engendrar descendencia y poblar las sierras, los eriales, las
cuencas.
Todo ello, gracias a las funestas decisiones y a la prepotencia de
sus líderes.
La Reconquista se gana palmo a palmo, golpeando primero,
ocupando después. En las marcas que delimita el Júcar, el Tajo
o el Guadiana, se gana espacio arrebatándolo al moro,
llenándolo de almas cristianas primero; de parroquias, de luz
apostólica, después. Los colonos eran escudos humanos
enclavados entre reyes rivales; sus poblados dibujaban las
fronteras en favor de los contendientes, las aldeas fronterizas
eran las mugas de La Reconquista; sus pobladores vivían el día
a día bajo la incertidumbre de organizar cabalgadas y razzias o,
por el contrario, de ser víctimas de alguna de ellas.
Era esto una aceifa mora: reunido ejército entre voluntarios,
regulares de las coras musulmanas, yihadistas bereberes
procedentes de las Cabilas, se unen todos al califa almohade: un
diablo nacido generaciones atrás entre las montañas centrales
del Atlas magrebí. Si viene la aceifa, los tambores suenan,
rugen, el suelo tiembla, aldeas y concejos de desmembran al
paso de la comitiva musulmana.
En esta ocasión, no fue una aceifa de los moros, más bien, fue la
guerra entera…
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Los guerreros guzz son los primeros en encimar los aproches,
descargando saetazos que pasan con escalofriante tino las
almenas de Alarcos: ‹‹…esos bastardos persas lucha bien…››
piensa López de Haro para sí. El adalid castellano se había
quedado sin respuestas, intentaba asimilar el nuevo escenario,
recomponer la escena. Los errores cometidos ya no eran el
problema, el rey seguía en pie, aunque zaherido.
El Alférez ya asume la derrota de facto. Su rey, tal vez no, pero
eso no importa, él está allí para pensar por su rey. Los
precedentes son malos, el rey Castellano ha enardecido,
ofendido y mancillado el honor del califa almohade. Es más, se
lo puso por escrito. Cabe esperar poca compasión por su parte.
López de Haro se plantea escapar con sus tropas, las que
puedan moverse rápido. Quien no tenga montura con que huir
de Alarcos será perseguido por jinetes enemigos, cazado,
ejecutado o enrejado después; le serán sustraídos sus ropajes y
riquezas: la guerra es un negocio en el que la oferta es la espada
y la demanda el botín.
La sangría de hombres y caballeros de la jornada amenaza
poner en asaz compromiso el reinado de uno y el señorío del
otro. Una espantada de Alarcos supondría la pérdida de más
almas cristianas en la huida. López de Haro cuenta con
reagrupar al máximo número de tropas de entre la masacre.
Aún quedan ciertas cartas que jugar en esta desgraciada timba.
Por eso permanece en el adarve, observando más allá de la
batalla, eso ya no le preocupa, si ya está perdida.
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Los cristianos van saliendo a trompicones de entre la algarabía
y los tajos. Suben por las laderas de Alarcos al recinto
abaluartado. Si en su huida no se cruzan un flechazo o un
lanzón apuntado, los supervivientes conseguirán ver la luz de
un nuevo día, al menos, uno más. De esta manera acuden, como
gotas de agua, de vuelta a la seguridad de los muros los peones
y caballeros que aún se mantienen con vida. A estas alturas casi
todo el mundo está exhausto en ambos bandos, no quedan
fuerzas ni para cortar a mandobles la almilla del oponente.
Cuesta ya gran trabajo sacrificar a cada enemigo, por lo que se
le deja escapar. El odio deja paso al agotamiento, los filos caen
al suelo, los lanzones ya no se cargan, se tornan báculos donde
reposar el ajetreo del día.
Los jinetes andalusíes son los más sañudos en este aspecto. A
pesar de la notable victoria obtenida, tras seis horas de pelea, se
empeñan en seguir empalando cristianos. López de Haro sigue
en la ronda de guardia, a pesar de que la densidad de saetas
aumenta peligrosamente a extramuros. Los Hententas se
aproximan ya a paso firme a las faldas de la fortaleza. Hoy no
habrá asalto, dentro están seguros. En cualquier caso, se han de
tomar las decisiones oportunas. La albarrana mora pondrá sitio
al castillo tarde o temprano, impidiendo la salida del recinto al
rey. Podría suceder antes del ocaso, sin duda. Se mueve por el
adarve en dirección a la torre del homenaje, situada a Oriente,
poligonal, apunta hacia las navas de la ciudad de Alarcos,
donde quedó plantada la tienda del rey. Es el punto más
elevado del recinto, necesita buena vista, calcular bien.
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Busca la retaguardia del notable ejército almohade. Escudriña,
avizora, peina el horizonte con la mirada. ¿Quién gobierna el
ejército enemigo?. Dónde están los estandartes. Sabido es que
entre los almohades solo puede portarlo el califa y sus hombres.
Ahora entra la diplomacia en juego. El alférez se enfrenta al
peor de los escenarios: derrotado, menguado en hombres,
atascado en una mota aislada, tiene en frente la fiereza y
radicalismo del viejo califa Yusuf II, portador de los preceptos
del movimiento almohade, los partidarios de la unicidad.
Negociar con un fundamentalista era cuestión delicada, López
de Haro era católico apostólico, pero pragmático ante todo.
López de Haro podría apartar su orgullo y la venganza divina
en pos de una salida ventajosa para sus intereses. Mas el califa
musulmán y el rey cristiano, por su parte, tal vez no tuvieran
terreno para entenderse.
Sea como fuere, alineaba las piezas López de Haro en su mente;
la negociación la realizaría el mismo, ¿pero cómo?... lo primero
era obtener la licencia del rey para negociar la rendición de la
plaza de Alarcos. El rey estaba malherido y habría que sacarlo
del recinto apriesa. Tal vez no tuviera juicio sano, siquiera
consciencia en unas horas. Ese asunto pudiera estar salvado.
Necesita, sin embargo, aclarar a quién tendría en frente. De ello
dependía quedarse a negociar la rendición o salir por peteneras.
El tiempo se agotaba, había que hallar la respuesta.
Revisaba una y otra vez el mapa almohade esparcido a los pies
de Alarcos. Distinguía a los estandartes blancos del
Miramamolín, pero nada más. Eso no era buena señal. En esos
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momentos se arrimó el bruto Íñigo, su fiel caballero, que se
reincorporaba a la guardia tras retornar al rey salvo, que no
sano, a los muros del castillo. El gigantón era hombre de pocas
palabras, algo que López de Haro apreciaba por encima de
todo. Íñigo siempre observaba antes de decir nada: se fijó en la
expresión meditabunda y errática de su amo. No tardó en
captar la honda preocupación del alférez. Se aproximó a él, para
sacarle de su ensimismamiento:
‒Mi señor…—dice Íñigo.
López de Haro torna la mirada, serio, incólume a su capitán:
‒Hablad, buen Íñigo.
‒Había cristianos luchando entre los moros…
Se aproxima lentamente a López de Haro, se lleva la mano a la
espalda, saca un paño que llevaba en la escarcela, a buen
recaudo, es una enseña: seis roeles de azur en fondo plata, a dos
palos. López de Haro lo reconoce al instante:
‒Apenas distinguí una veintena dellos—sigue relatando el
bruto—. Eran extremeños leoneses, de la marca. Molí a uno a
golpes, antes de darme testimonio. Luchan para un Castro,
Pedro, para más señas.
‒¡¿Alguien más lo sabe?!.—pregunta ansioso López de Haro, ha
torcido el gesto de golpe.
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‒Lo desconozco, mi señor, entre mis hombres algunos. Los
calatravos se apercibieron, ansí mesmo, pero no veo ninguno en
la plaza. He visto alguno, cierto es, desperdigarse hacia el sur y
hacia el Guadiana, hace pinta que tornarán a la cibdad de
Calatrava. Son duros, fervorosos, no se quedarán aquí.
‒No obstante el maestre de los calatravos se halla entre estos
muros. Esperemos que no lo denote. Decidme: ¿y los caballeros
de los Laras?. Esos bastardos son los que más dolor de cabeza
me van a dar—renegaba López de Haro.
‒Luchaban en otro haz de combate, dudo mucho que los hayan
visto.
‒Correremos los riesgos, así sea. Mi noble Íñigo, guardad el
paño, vigilad el puesto, notificadme cualquier movimiento; voy
a resolver este dilema… según se haya hincado de fondo la
flecha que lleva el rey a sus hombros.
Íñigo de Villafoz asiente. López de Haro, por su parte, se
encamina precipitadamente hacia el patio de armas. Antes de
enfilar las escaleras en descenso se gira, tornando la mirada
hacia su capitán, y dice:
‒Nos quedamos a guardar la plaza…
El rey entró por la puerta dolorido en extremo, sangrante,
bamboleante. La situación podría ser más seria de lo que
pensaban. Al frente de los servicios sanitarios reales estaba don
Diego del Villar, médico de don Alfonso de Castilla desde hace
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años. En su séquito se hallaban tres cirujanos y dos físicos,
dedicados en exclusiva a atender heridas del realengo y
aledaños. Se hallaban cosiendo la cabeza del Magno Martín
López de Pisuerga, quien contaba con una notable brecha en el
cogote y un corte en la mano. Había recibido, en adición a esto,
el impacto de varias flechas que no se habían hincado, pero que
llegaron algunas a causar severos hematomas. Los guzz, con los
que habían luchado horas antes, disparaban sus flechas al
galope, dotándolas de una inercia brutal. Usaban maderas
nobles y arcos compuestos, mucho más rígidos. Hacían de la
batalla un avispero. Al entrar el rey en brazos de sus hombres,
Diego del Villar da un alarido:
‒Maldito loco, maldito loco sois, en buena hora os avecináis a la
guerra. ¡Mal lugar y peor circunstancia, qué habéis hecho, mi
señor!.
El rey balbuceaba, no articulaba palabra alguna. Bastante que
sostenía la consciencia. Remueven la loriga de don Alfonso, la
flecha está ensartada de la cabeza del hombro hacia el cuello, no
transfixiante, apenas brota sangre ahora, pero el dolor debe ser
descomunal para el rey:
‒¡Esa flecha es cristiana!—responde Martín López de Pisuerga.
El Repostero Real, Diego de Saldoña, asiste a la escena.
Evidentemente, no es capaz de insinuar nada de lo que ha
pasado. En la sala noble del castillo, postrado el rey sobre una
mesa, asistían otras notables figuras con las que iba a lidiar don
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Diego López de Haro. Había allí representantes de los tres
estamentos: realengo, abadengo y solariego. Los Lara habían
organizado el capítulo, asistiendo al mismo todos los altos
estandartes del ejército cristiano que aún quedaban en pie. El de
la Finojosa se hallaba entre ellos, para mayor fortuna. Reparaba
sus heridas el Arzobispo de Toledo, don Martín López de
Pisuerga, el Magno. Maese Nuño Pérez de Quiñones, por la
evanescida Orden de Calatrava, rezaba absorto ante el desastre
acumulado. Atendían de una terrible fractura abierta al maestre
de la Orden de Santiago. La erosión de los freires de las
distintas
órdenes
militares
había
alcanzado
tintes
desproporcionados.
Rechinan los goznes del portón, abren los fieles el paso al
alférez. Irrumpe en la estancia con rostro serio y amargo. Los
candiles y las velas parecen amedrentarse con las galas de
López de Haro. Viene a hacer su función, como los mejores
farautes. Encarnado en salvador y mártir, viene a anunciar la
caída de Alarcos y la huida del rey:
‒¿Cómo está el rey?—incoa el de Haro.
‒Malferido y malahadado, o
secamente don Diego del Villar.
en
ese
trance—responde
‒La plaza esta pronta a ser sitiada, poco se puede hacer. Los
peones de desperdigan, los caballeros remontan las laderas al
abrigo de los muros. Los estandartes del Miramamolín avanzan
hacia la ciudad de Alarcos…—responde de Haro.
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‒… Y el rey dirá cuándo se ha de abandonar la plaza al moro—
responde don Pedro Manrique de Lara.
Interrumpiendo la plática entre el médico y el general, avanza
pausadamente el Conde Manrique desde la esquina del salón, a
la luz de las velas. En estos momentos, nadie más se atrevía a
mudar palabra. Un cortante silencio domina la escena. El
Conde Manrique no consiente dejarse avasallar por los modos
de López de Haro:
‒Temo no poder manejar esta ferida, es muy seria…—dice de
nuevo el galeno.
‒Vos sois el médico del rey, don Diego—responde severamente
López de Haro—. De vos depende ahora su ventura.
‒Y cirujano formado en Palencia, nada menos…—interporne
don Pedro Manrique.
Al pobre médico se le viene el mundo encima, tiene claro el
problema, no así la solución:
‒He visto más feridas como aquesta en campaña, et he
reparado algunas. Mas en otras, al extraer la flecha se ha
derramado la vida del ferido, a borbotones. En unos minutos es
muerto entonces. Irremediablemente.
‒Entonces, ¿qué salida le dais a vuestro rey, la extremaunción?,
han y Obispos entre nos—Pedro Manrique se mostraba mordaz
ahora.
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‒No es momento de chanzas, Conde Manrique, todo buen
médico ha de saber no solo arreglar herimientos, como saber
quién puede mejor curarlos—asevera el médico.
A López de Haro se le despejaba el panorama, habían de sacar
al rey en volandas de la fortaleza. Con él, se retiraría casi todo
el séquito. Mientras, él mismo, en tanto que alférez real y
tenente de Alarcos, quedaría con la obligación de guardar la
plaza. Don Pedro Manrique dirigió su mirada hacia el
silencioso don Pedro García de Lerma, el padre de nuestro
joven caballero Fernán, quien se hallaba pensativo, al pie de
una mesa, mesando su barba rala. El Conde Manrique le
conmina a hablar:
‒Diga algo el señor de Lerma. ¿Haremos de Alarcos botín de
los moros?. El rey se halla medio inconsciente. ¿Quién se hace
cargo de aquello?, debe quedar registro de lo acaecido. Llamad
al Merino y al Notario a levantar escrito desto... Es vostro
militarismo y malcontento, López de Haro—responde ahora
dirigiéndose al alférez real—, lo que nos ha empujado a esta isla
defensiva. Las puertas de Toledo son inexpugnables: los arribes
del Tajo, la boca del lobo. Dará con sus huesos el agareno en sus
peñascales, torcerá la voluntad de cualquier sitio puesto,
soliviantará la almofalla, tirará los trinquetes y batirán la tienda
roja del Miramamolín, de vuelta a Andalusía, con el rabo entre las
piernas, y la honra Dios nuestro señor, y de vuestro rey,
engrandecida y loada...
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Para entonces López de Haro ya había torcido el gesto hacia el
Conde Manrique, clavándole la mirada con severidad y
angostura, pareciera tal que no hubiese nadie más en la sala. Sin
embargo, era este Lara señor de referencia, acostumbrado a
pulsos de poder y grandilocuencia. No cede ni un palmo en sus
aseveraciones, más bien, ahonda en ellas:
‒... Pero vos habéis conjurado la desgracia con vuestra lozanía
y bravura desbocada. Y henos aquí ahora, con almohades a
espuertas y flechazos hincados en la corona de Castiella.
‒¡Basta, Manrique!—exclamó Martín
interrumpiendo el responso del Manrique.
de
la
Finojosa,
El voluntarioso de la Finojosa sabía que López de Haro no tenía
la lengua del de Lara, pero le sobraba brazo para cortársela si se
veía soliviantado. Por eso continuó:
‒López de Haro es nuestro general en la guerra, mas las otras
decisiones las ha tomado el rey con el consejo de todos en la
curia. ¡Y vos, Manrique, estáis entre ellos!.
‒El alférez real ha arrastrado nuestras mesnadas y nuestros
maravedíes a una batalla perdida, desbastando nuestros
concejos y raspando nuestros dineros…—Manrique estaba
arriesgando mucho, tal vez perdiendo los nervios— responded,
noble Haro, ¿acaso no sacará partido vuestro otro rey, el
gigante navarro, cuando no queden hombres de castilla para
defender Soria y Burgos?.
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Esa fue la gota que colmó el vaso, López de Haro se echó mano
al mango de la espada, a la vez que se dirigía hacia Pedro
Manrique de Lara, mientras mordía entre dientes ‹‹¡Maldito
Rufián y mala lengua!››.
Salió al paso el de Finojosa, a calmar los ánimos, a la vez que el
avezado García Pérez de Lara, lo hacía para defender a su
padre. No mediaba nadie más en aquella discusión:
‒¡Basta, por Dios y por el rey. Quedad quietos!—insiste el de la
Finojosa—. ¿Do pretendéis llegar, Manrique?. No levantaremos
acta de vuestra notable acusación, pero medid bien las palabras,
que sois preso dellas.
El Conde Manrique buscaba encabritar el ánimo de López de
Haro. La amplia derrota dejaba en una posición de fuerza al
alférez real; mientras que una eventual victoria habría sido
gestionada directamente por el rey. Los Lara habían perdido
caudales y hombres, mientras su fuerza mermaba a la vez que
López de Haro ganaba prestigio en un reino militarizado. Las
curias regias que se empezaban a mover desde Nájera diez años
atrás se podían debilitar ante el empuje marcial de la guerra al
agareno. En realidad, a los Lara no les interesaba acudir a las
cortes a discutir melindres con los alcaldes de concejos, los
abades y los obispos. Pero menos aún le interesaba que un
riojano malhumorado y soberbio se hiciera con la voluntad del
rey Castellano, toda vez que decidiera ausentarse del reino o
echarlo a la guerra. Por eso, el Conde Manrique aguijoneaba, si
cabe, con más denuedo:
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‒¿Ahora que haréis, de Haro, rendiréis el castillo y volveréis a
exiliaros a Navarra o Aquitania con los sueldos recaudados del
Miramamolín?. Dejaréis al rey de nuevo a su merced….
López de Haro se contuvo y relajó el gesto, pese a que en el
fondo de su alma lanzaba destellos de furia, allí no iba a
cercenar la cabeza de un bastardo Lara… tal vez, en otro lugar
más recogido. Aunque no estaba entre sus hábitos, debía seguir
administrando sus galones. Respondió finalmente al Lara:
‒Vos hacéis la guerra con las palabras, ganando favores y
haciendo deudas. Yo invierto sangre y donceles cristianos en
ganar terreno a los moros, para que vos tengáis más sitio en que
orinar y marcar territorio. Es la voluntad de Dios, supongo. No
pienso discutir más, Manrique. Tengo la tenencia del castillo y
el rey no responde… ¿o acaso me equivoco, don Diego?—López
de Haro se dirigía ahora al médico real.
‒Hemos de evacuar al rey de aquí, sé a quién puede enjaretar
esta ferida. Pero está en Toledo. No obstante, no creo que
aguante el rey mi señor así hasta la capital. Haré que lo traigan
a galope si es necesario, hemos de llevar a don Alfonso a
guarecido y estabilizarlo hasta que arribe el cirujano que os
digo.
‒¿Quién es el interfecto?—inquirió Pedro García de Lerma.
‒Eso ahora no importa…—respondió el licenciado.
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‒... Don Diego, vos sois médico del rey por algo, no se deja en
manos de cualquiera la convalecencia del monarca. La
prudencia indica que sea un buen cristiano, bien formado y de
prestigio. ¿Do es que se esconde tan nómino galeno?. De Toledo
estáis vos entre los más nombrados, largo el tiempo. Escoltado
por colegas de alcurnia y prestigio, aprobados para hacer la
incisión en las llagas del mismísimo Cristo nuestro señor.
¿Quién habría de obrar mejor que vos?—La elocuencia de don
Pedro García de Lerma era uno de los motivos de que optara a
la mayordomía, sin duda, y la ejercía cuando buscaba una
respuesta definitiva.
‒Se, se llama…—titubea el médico.
‒¡Hablad por Dios!—interrumpe López de Haro.
‒Hayyim, Hayyim Al-Fakhar —dijo don Diego a la vez que
emitía un suspiro.
‒¿Queréis poner el pecho de nuestro rey cristiano en manos de
un judío?—intervino el Martín López de Pisuerga, el sangrado
Arzobispo de Toledo, indignado—. ¡Eso es inaceptable!, por
mor de judíos crucificaron a nuestro señor Jesucristo, sus manos
están manchadas desde generaciones, ¿acaso queréis poner a
nuestro rey a cargo del pecado más intolerable que haya
conocido cristiano jamás?.
‒Muchos conocimientos médicos de valor se deben a los
sefarad, no os llevéis ahora a engaño. Seguro que vos mismo,
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Maese Martín, habéis sido tratado con ungüentos y medicinas
escritas en hebreo.
‒No lo veo prudente, don Diego.—don Pedro García de Lerma
había escuchado el nombre del insigne Hayyim con un nudo en
el estómago. Por discreción, prefería mantenerlo alejado de la
curia real—. Los judíos, son prestamistas y usureros, lo que a
ningún cristiano aplica, lo hacen ellos. Sus manos no están
limpias a la las ojos de Dios Nuestro Señor. En los cartularios
no podemos apuntar prerrogativas de los sefardíes. Ellos son lo
que son y hacen lo que hacen, no forman parte de nuestras
querencias cristianas ni se les puede espolear en aspiraciones.
Un médico judío salvando al rey es una idea poco cristiana y
concebible…
‒¡Paparruchas!... dejad la política y a Dios fuera de esto.
Vuestro rey languidece, y temo que mis conocimientos no sean
suficientes para evitar perderlo aquí mesmo—Diego del Villar
empezó a ponerse en su sitio y a ejercer de Hipócrates.
‒Lo llevaremos a Consuegra, no se hable más—interviene de
nuevo López de Haro—. Los Caballeros Hospitalarios de San
Juán darán cobijo y protección al rey. Para cuando lleguemos,
pueden estar trayendo de vuelta a vuestro cirujano judío.
‒¿Estáis loco acaso?—respondió Fernando Núñez de Lara, que
había guardado silencio hasta aquel instante—. Lo que hay ahí
fuera no es una cabalgada cualquiera, ni siquiera una aceifa
mora. ¡Lo que hay allá fuera es una expedición de guerra!.
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Después de tomar Alarcos, y todos sabemos que va a caer, los
ismaelitas se dirigirán hacia Toledo. Y en su camino, se hallan
Calatrava y Consuegra, el paso más practicable y derecho a la
ribera del Tajo. No podemos llevar al rey a una trampa. Los
espías almohades en sus caballerías ligeras estarán apostados
por doquier de aquí al Guadiana, vigilando nuestra arribada a
Alarcos, igual que vigilarán nuestra salida, a prudente
distancia. Quién dice que no alcancen a distinguir al rey ferido
y encerrado en la fortaleza de Consuegra. De ser así, el
Miramamolín le hará sitio, por alta que esté, por altanera que sea
la fortaleza, por duras que sean sus puertas, sabiendo que el
Rey de Castilla está a una mano. Mientras… ¿de dónde esperar
refuerzos para rescatar al rey de su enclaustramiento en la
Muela: de León, de Navarra, de Portugal o de Aquitania?. No
será de Castilla tampoco, porque Castilla está en el alero ahora,
desperdigados sus peonadas, destripadas sus hidalguías y
cercenadas sus caballerías a los pies de estos cerros.
La rotundidad y clarividencia de don Fernán Núñez de Lara era
evidente. La realidad palmaria. No era una salida adecuada,
más bien una encerrona mortal, peor aún, un rey castellano
secuestrado por los moros les abriría las puertas del reino de
par en par. La corte se estaba impacientando, don Diego
empezaba a sentirse asfixiado por el ambiente. Perdiendo los
nervios respondió:
‒¡Pues el rey no aguantará hasta Toledo, hemos de abrirle
cuanto antes!. Y no seré yo, no, ya os lo digo. Luego me
arrojaréis a un forno de cal, si es que lo pierdo, para mostrar al
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populacho la justicia que aplican vuestras mercedes, y ganarse
sus favores. ¡Pues no seré yo cómplice de vostros devaneos!
‒Dejad la llorera de una vez, don Diego… irrumpió en la
conversación el último que faltaba, Maese Nuño Pérez de
Quiñones, de la Orden de Calatrava.
Y es que el ya muy maduro maese Nuño estaba asistiendo a la
debacle que se alzaba sobre los campos de Calatrava, pero
sobre todo veía cómo su santuario, a orillas del Guadiana,
quedaría a merced de las tropas almohades. La ciudad y
convento de Calatrava estaba a escasas leguas del desastre de
Alarcos. Sin duda, la cibdad vieja sería la siguiente pieza en la
cuenta del califa. Una fortaleza aislada en el llano, a orillas del
Guadiana, en tierra de nadie. Aquella ciudad fortificada era la
sede, el centro neurálgico, la capitalidad de la Orden de
Calatrava. Los freires calatravos eran los guardianes de la
frontera. Maese Nuño cavilaba las consecuencias de aquello que
con tantos años de esfuerzo y sacrificio se había logrado.
Sumido en sus preocupaciones, apenas había prestado atención
a la conversación hasta aquel instante. Ahora ya, consciente de
que su deber era para con su rey, el hijo de quien les dio a los
calatravos su reino y su sentido, don Nuño propuso su
solución:
‒¿Necesitáis un refugio?, Guadalerzas es el sitio.
‒¿El castillo calatravo de Guadalerzas?—inquirió López de
Haro.
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‒Se halla a medio camino de Toledo, aún más cerca si cabe—
respondió el maestre calatravo.
‒No lo veo prudente, en ningún caso…—opinaba don Pedro
García de Lerma.
‒¿No lo véis prudente, don Pedro?. Es más prudente que nada,
porque no hay nada de por medio hasta Toledo, salvo Yevenes y
Consuegra—siguió don Nuño Pérez—. Los agarenos llevan
gran exército y tal vez no elijan las trochas de la antigua calzada
romana en los campos de calatrava.
‒Maese Nuño—inquirió con respeto López de Haro—,
hablamos de la ruta habitual desde Córdoba a Toledo, el
Miramamolín seguirá nuestros pasos, sin duda.
‒Tal vez sí, o tal vez no, dependerá de lo que crea saber. En
primer lugar, el Miramamolín se dirigirá a la cibdad vieja de
Calatrava. Allí será enfrentado por los caballeros de mi
orden…—Agachó la cabeza levemente compungido, ante este
último comentario, emitiendo un leve suspiro, para proseguir a
continuación— pasarán algunas jornadas entre tanto. De ahí
habrá de sopesar, si dirigirse directamente hacia Toledo, o si
hacer estrago entre estas tierras. Desviarse hacia la joya de
Consuegra sería muy tentador para ellos. Un bastión de interés
estratégico para controlar.
‒El camino que escoja el Miramamolín será el que le lleve tras
los pasos del rey. Propongo mandar un señuelo a Consuegra:
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una columna de jinetes portando estandartes reales. Los
atalayeros de los moros informarán al Miramamolín de este
hecho. De este modo, aumentan las probabilidades de que el
exército almohade se distraiga en otra dirección—respondió don
Pedro García de Lerma.
‒Buena idea, don Pedro—sancionó Mase Nuño—. Eso nos dará
tiempo para ocultar y dar cuidado al rey.
‒No se hable más—Recuperó la compostura don Diego del
Villar—. Urge mandar emisario por el cirujano a Toledo. Por mi
parte, iré habilitando a mi señor rey para que viaje, no le será
fácil. La herida no se debe menear ni tomar mucha ponzoña del
camino. Haced los preparativos lo antes posible, no hay más
tiempo que perder.
‒Solo queda aclarar, por mi parte—irrumpiendo de nuevo el
Conde Manrique—, la manera y condiciones de la defensa de
Alarcos. El tenente se ofrece guardarla, si bien he entendido.
‒En efecto—responde López de Haro
‒¿Y a qué precio?—replica, ácido, el Conde Manrique.
‒El que sea necesario, para mayor gloria de Dios et de
Castilla…
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CAPÍTULO X. DE LARAS, ET DE HAROS, ET DE
CASTROS
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Don Diego del Villar, médico del rey, procedió a ungir de alivio
a don Alfonso de Castilla. Seccionó la flecha, dejando solo la
cabeza hendida, lavó cuidadosamente la herida, añadió un
emplaste empleando musgo esfagnáceo, de los charcos del
cercano Guadiana, sobre apósitos de gasa fina, que contuviera
la purulencia; le dio un poco de agua, no mucha, aconsejando
se bebiera poco a poco y en cortos tragos cada hora. Puso el
brazo en cabestrillo y aupado fue a su caballo Arnulfo. Un recio
caballero burgalés del séquito del rey se subió a las ancas del
trotón para asegurar el balance del monarca, que permanecía
seminconsciente, consecuencia del dolor y de la sangre
derramada.
En el patio de armas realizaban los preparativos de partida. Los
almohades habían ocupado ya todo el territorio al sur de las
faldas de la fortaleza sitiada. El Miramamolín instaló su tienda
colorada sobre un cerro próximo a dos tiros de flecha de
Alarcos. El cansancio de todos no deparaba más batalla en la
jornada. Se orillaban los rencores en pos de una cazuela de
judiones con tocino y un pedazo de pan… o de cuscús con pita,
dátiles y verduras. El sol del verano Manchego deponía en el
oeste y las primeras brisas del atardecer se colaban entre las
almenas de la fortaleza.
EL rumor de la noche se asomaba lentamente y por unos
instantes mecía la angustia y el dolor sufridos en la jornada.
Muchos hombres allí estaban aterrorizados, otros, pensaban en
sus esposas e hijos, en sus arados y en sus hogares; otros, los
menos, esperaban la luz del nuevo día para guerrear al enemigo
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y caer empuñando su espada de ser necesario. Los rezos y
ensalmos se elevaban al cielo, decenas de soldados se
agolpaban a la intemperie, mientras los escasos monjes
cistercienses, pertenecientes a órdenes mendicantes, venidos de
varios rincones de Castilla, se azoraban en dar sosiego
espiritual a los vivos, sepelio a los muertos y extremaunción a
los que estaban en trance de ello. Todo el mundo torcía la
mirada ahora, más que nunca, hacia Dios nuestro señor, Dios
redentor.
Los pecados afloraban y las almas se arremolinaban en pos de
una salvación que podría estar servida en la entrega a la causa,
en blandir una espada por la cruz, esa misma cruz en la que
padeció y murió Jesucristo nuestro Señor; el mismo
padecimiento que debían afrontar los cristianos allí sitiados
como prueba de su auténtica fe. Servir al rey y en nombre de
Dios sería la antesala del cielo, la vía directa al paraíso. No sin
antes alcanzar el perdón por la vía de la contrición. Las
violaciones, los asesinatos, los atropellos cometidos en el
pasado en cabalgadas e incursiones salvajes, los hijos bastardos,
la gula de las comidas y los festejos, la lujuria practicada fuera
del matrimonios, muchos puntos oscuros en la vida de villanos
y señores, en una era en la que no se solía temer a la justicia
terrena, sino, más bien, a la divina.
En el mismo patio de armas de la fortaleza, apretados entre el
gentío de caballeros recluidos en el interior del castillo, se
debatía el desenlace de la contienda. Parlamentaban de
urgencia el Conde Manrique, quien conspiraba para mantener
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el sitio; don Diego López II de Haro, señor de La Bureba y
Briviesca, quien lideraba la derrota; don Martín Muñoz de la
Finojosa, señor de la Finojosa y Deza, quien trataba de templar
los ánimos; don Fernando Núñez de Lara, señor de Lara, quien
apuntalaba a su tío el Conde Manrique; Martín López de
Pisuerga, prelado toledano, quien aguijoneaba la situación; don
Nuño Pérez de Quiñones, Maestre de la Orden Militar de
Calatrava, quien pensaba en sus huestes, atrapadas en la cibdad
vieja , a escasas leguas de distancia; por último, don Pedro
García de Lerma, notable y aspirante a mayordomo del rey,
quien velaba por los intereses y posesiones de su alteza, que
hoy sufrían hecatombe y quebranto. Disponía así el Conde
Manrique en primer lugar:
‒Admitamos la derrota de hoy, deshechas nuestras levas y
fonsados, hallámonos cautivos de nuestros pecados, siendo así
que hoy Dios nos ha arrebatado la gloria y la bendición; de ser
así… de ser así, haremos penitencia por nuestros desvíos y
desmanes, para mayor gloria de Dios, debemos presentar a
nuestro Señor la penitencia a sus ojos y el servicio a mi buen
rey; y así será, mas no quiero que la gloria de Castilla se minore
por la dejación del señorío de La Molina. Así pues, señor de
Haro, dispongo aquí que he de dejar mis mesnadas a vuestro
servicio, más retornarán mis peones, señor de Haro. Mi hijo
García quedará a vuestro servicio ansi mesmo, si bien os pido
que veléis por su persona, igual que el velará por el buen hacer
de mis caballeros en prenda.—Había algo de cinismo en el tono
de don Pedro Manrique de Lara, quien tornaba la mirada a su
hijo, sito unos metros tras el conciliábulo.
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‒Quede constancia, Conde Manrique, del buen servicio, la
notoriedad de los medios y abnegado sacrificio con que dota el
señor de Molina al tenente de Alarcos—respondía don Pedro
García de Lerma, haciendo un gesto de reverencia a don Pedro
Manrique—. Y conste que este último, en su condición de
tenente, hará buen uso de los mismos,—Mientras, clavaba la
mirada en el irreverente López de Haro— a la vez que ha de
disponer de todos los sus omnes aquí presentes, para mayor
gloria de Dios, del Rey y de Castilla, en defensa de los bienes de
la corona y en el mejor interés de todos sus vasallos.
‒Y no ha el tenente de entregarlos en vano, ni rendir vilmente
la villa—repuso don Fernando Núñez de Lara, siguiendo el
discurso de sus precedentes—. El Alfoz de Lara dispondrá
también la mitad de mis caballerías, que son puestas a vuestro
servicio y lo que quede de arqueros. Pido al prelado aquí
presente, además, que eleve un salmo para que Dios nuestro
señor os de la fuerza necesaria para encarar al enemigo agareno
y guardéis con celo los bienes del rey en vuestra tenencia.
‒Y así será, mis nobles señores de Lara—afirmaba don Martín
López de Pisuerga—, que todo el cabildo Toledano aquí
presente ha de rezar tres jaculatorias con fervor de víspera de
martirio, que los cristianos mañana han de entregarse en
jornada decisiva a la salvación de Cristo o encontrar la victoria
frente al invasor…
‒Gran recaudo hay entre estos muros invertido, en la
repoblación de aquestos campos y veredas, no deben
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desperdiciarse ni enajenarse libremente como botín al moro—
sancionaba don Pedro García de Lerma.
‒Y a mayor gloria de Dios, que no se ha de ceder el buen
cristiano ante el impío exército que copa estos campos—el
Arzobispo de Toledo, don Martín López, seguía repicando—.
Grave y profunda desilusión se respira en la cima de este alto,
el desconsuelo de nuestro señor, por nuestra vanidad y
nuestros pecados; por haber caído en la complacencia y la
ociosidad.
A don Diego López de Haro comenzaba a levantarle dolor de
cabeza la verborrea de sus adláteres; los Lara estaban
empeñados en figurar en los anales como firmes defensores del
rey, cuando iban a abandonar Alarcos por la puerta trasera. A
cambio, arriesgaban dejar sus hombres más fieles atrás, incluso
a su primogénito, solo con tal de labrarse aún más un nombre
en los pergaminos reales. Tal era la calaña de los sujetos,
aliándose con el fanatismo del arzobispado, pretendían poner al
de Haro contra la pared: a la siguiente jornada, habría de
sacrificarse por su rey, o bien caer en la más absoluta deshonra,
tras entregar la bicoca que ya era Alarcos, cual a estas alturas,
mermaba en muros y albarranas:
‒Tanta voluntad me conmueve, mis señores—respondió con
ironía en el tono don López de Haro—, agradecido de las
fuerzas que ponéis en mis manos, de entre vuestros propios
medios… por no mencionar la voluntad de Dios, transmutada
en el señor arzobispo, quien tan bien ha estocado, a conciencia,
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desde años, al moro en sus dominios, para volcarlo ahora, con
ira y venganza, sobre estos muros y antes de tiempo. Mientras
el rey forzaba la construcción de este frontispicio ante los
campos de Calatrava, con pocos medios y escasos fondos. Los
caudales se fueron para Plasencia, para Uclés, para Cuenca,
para las catedrales y las Huelgas de Burgos, supongo… ¿dónde
se hallaban vuestras mercedes cuando picábamos el granito de
estos montes con escasa peonada, quién ayudó a dotar la villa
de un horno de cal, con que hacer argamasa, quién despobló
sus tierras para traer yuntas y villanos a este rincón aislado y
pendenciero?...
‒…vuestro tono suena excesivo, señor de Haro—dijo don
Pedro García de Lerma, tratando de amenazar la retahíla del
alférez real.
López de Haro dio un paso al frente para sobreponerse a las
maneras del de Lerma y continuar su discurso; no era el jefe
militar por acostumbrar a ceder en las cuitas:
‒¿Acaso no llevan los calatravos diez lustros bendiciendo estas
tierras, a petición del Rey de Castilla, desde aquí cerca, por
cierto?. Y no es menos cierto, que la cibdad vieja de Calatrava,
erguida tras largo tiempo, afirmada durante décadas, con la
firme voluntad de milites y monjes, cosidos ya sus cimientos al
suelo, va a caer, con estrépito, a manos de este ejército
prodigioso del agareno…
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Dicho lo cual, dirigió la mirada a don Nuño Pérez de Quiñones,
el maestre de la Orden de Calatrava seguía sumido en una
pertinaz preocupación. Y es que la Orden de Calatrava iba a
perder casi todo en esta contienda. El de Haro, entre tanto,
proseguía:
‒Mirad bien, señores aquí presentes, que Dios nos lee el alma,
sabe lo que somos adentro, en nuestros pensamientos y
bagatelas espirituales. No apelen al orgullo cristiano ni a la
gallardía del tenente, que vuestras mercedes bien han
disfrutado de la comodidad de sus feudos y gabelas, de las
preseas del rey. Que la última contienda de enjundia lidiada
por alguno de los presentes fue en el sitio de Cuenca… y ya ha
llovido mucho desde entonces. No deslengüen la leyenda
escrita por los cristianos en estas tierras, que tal y como fue
escrita, hoy ya está deshecha. Más allá de Malagón y de
Consuegra, han sido los milites de Calatrava y el de Haro aquí
presente, quienes han plantado cara a la guerra. Vienen ahora
vuestras mercedes, en buena la hora, a traer famélico refuerzo a
la mano del rey, después de haberle lamido la oreja, susurrado
sus bondades y entresacado su ambición, para hacerle perder el
criterio y arrojarlo a estos bajíos ibéricos, con mermada
caballería, escasa lanzada, menor espadería y cuatro puntas de
flecha, a mirar de frente al ejército más grande que haya hoyado
aquestas tierras desde los Visigodos, siquiera…
‒…Los cargos y tenencias que da el rey son un privilegio, no
una carga—respondió de nuevo don Pedro García de Lerma.
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El gesto de López de Haro se tornó más lúgubre y oscuro,
perdió las facciones, las arrugas del ceño fruncido, apretó los
labios; se veía en una batalla perdida, mientras la sangre
derramada en el campo por tantos hidalgos se diluía por los
arroyos del secano que caían hacia el Guadiana. Ante tan
pendenciero panorama, los señores de Castilla, en ausencia del
rey, ya solo pensaban en resguardar su nombre y su gloria:
‒Quinientos caballeros vinieron conmigo, de Logroño hasta
Briviesca, de Vizcaya hasta Atienza—respondía rotundo López
de Haro, dando otro paso, para encararse con el don Pedro
García de Lerma—, algunos Gascones, incluso Navarros,
buenos cristianos, dispuestos a servir a Dios y al llamado fiel de
la Casa de Haro. Ahora, apenas quedan cincuenta en pie… al
tenente de Alarcos le sobran la gloria y la redención en la
jornada de hoy, que ha sido saldada en su cuenta y de largo.
Vos, en contra, habéis vivido bien en el centro de Castilla,
supongo, donde las fronteras son seguras, más allá del Tajo y
de Toledo, de la Transierra, allá hace siglos que no se sabe del
moro… en la marca, en cambio, solo se juega con el riesgo y la
exposición, se golpea con cabalgadas y razzias, las cosechas
arden, se talan las vides, se tiran las viviendas, se secuestran los
concejos, se violan las mujeres y se ahogan a los niños en los
ríos.
don Pedro García se vio amedrentado de veras, casi cediendo el
sitio, dando un imperceptible paso atrás, acongojado por la
seriedad del alférez real. Juntó saliva para responderle:
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‒¿A dónde pretendéis llegar, don Diego?.
‒A quedar constancia de esto también—sancionó López de
Haro.
‒Y así ha de ser, ¿acaso no?—respondió don Pedro García,
trémulo.
‒Solamente, aseguraos, para que conste, que no se os caen los
legajos de la montura en vuestra huida precipitada a Toledo;
por mi parte, os guardaré las espaldas, a vos… y a vuestras
mesnadas.
Dicho lo cual, don Diego López de Haro dio la espalda y se
dirigió a reunirse con sus oficiales. El Conde Manrique, por su
parte, hizo un gesto con la cabeza a su hijo, don García Pérez de
Lara, quien acudió presto a la vera de su padre:
‒Decidme, padre—susurró el hijo.
‒No le quitéis el ojo de encima—le instruyó el padre—, pues
habrá de rendir el castillo, regalará a nuestros hombres y a los
de tu primo; notad cómo y a quién rinde la plaza. Luego, de
vuelta en Toledo, será llamado a capítulo, el rey aprecia a ese
bastardo de Haro por encima de todo el mundo, pero quedará
hondamente decepcionado por la estrepitosa derrota de hoy y
por la entrega de Alarcos. Vuestro testimonio, hijo mío, será
fundamental para arrebatarle el alferazgo y para echarle de
vuelta a sus prados de Nájera, a pastar junto al Ebro.
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‒Sí, padre.
‒Ve a reunirte con Girón y sosiega a la tropa. Seguramente se
olerán los problemas si se quedan a defender el sitio. Pero al ver
que un Manrique de Lara se queda aquí, se sentirán más
tranquilos. Anda y ve, hijo mío—mientras su hijo García se
retiraba, don Pedro Manrique reposaba la mano sobre el
hombro del joven, en señal de apoyo y de orgullo.
EL concilio se desmembraba, los congregados habían espetado
las principales directrices y el desplante de López de Haro
dejaba sin mayor relevancia el congreso. Los Lara debatían de
una parte mientras el Arzobispo de Toledo llamaba a capítulo a
sus huestes, monjes y sacerdotes. Don Pedro García de Lerma
tornaba, aún un poco desasosegado por la actuación de López
de Haro, a atender la partida del rey. Don Martín Muñoz de la
Finojosa, más pendiente de las personas que de las tenencias, se
dirigió hacia el Maestre de Calatrava. Posó su mano sobre el
hombro don Nuño Pérez de Quiñones, lo que sacó a este último
de su ensimismamiento.
El Maestre calatravo se mostraba profundamente preocupado.
En estas horas tomaba conciencia de la funesta sombra que se
cernía sobre la cibdad vieja de Calatrava. Cincuenta años de
historia y trabajo duro se desmembraban a cada paso del califa
Yusuf II. Las tierras duramente labradas, los majanos
arrancados a tiro de yuntas para hacer cultivable la tierra, los
sacrificios, la leyenda y el voto ameritados por los milites y
monjes calatravos, la adopción cisterciense, los castillos
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levantados, los poblamientos, las donaciones de Fitero, en
definitiva, el muro de contención del avance almohade en la
península: la Orden de Calatrava, todo ello iba a ser pisoteado
por las huestes congregadas a extramuros del Castillo.
Y es que don Nuño Pérez de Quiñones maldecía entre dientes
al Rey de Castilla, por haber salido de Toledo, por haber
espoleado hasta el extremo al rey moro, por haber recabado tan
endeble ejército para la ocasión. No cabía duda que el califa
almohade iba a hacerse con Calatrava de todas formas. Pero un
ejército cristiano mayor, apostado a las puertas de Toledo,
habría podido contragolpear, más allá de Consuegra,
recuperando el terreno perdido en esta misma campaña. Sin
embargo, el Rey de Castilla había gastado sus fuerzas y sus
mejores hombres, de todo el reino, adelantándose en Alarcos,
quedando incapacitado, inerme, en la postrimería, para revertir
la victoria almohade.
Calatrava había quedado abandonada, más aislada y más
perdida que nunca. Y eso estaba carcomiendo el alma de Maese
Nuño.
Por fin, la mano cálida del señor de la Finojosa sirvió para sacar
de su ensimismamiento a Maese Nuño, quien abrió los ojos,
ampliamente, para buscar la leve sonrisa del de la Finojosa,
mientras le decía:
‒Sé lo que estáis pensando, amigo mío, pero debéis quitároslo
de la cabeza…
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‒¿En qué pienso acaso?—replicaba maese Nuño.
‒No podéis hacer nada por vuestros milites de Calatrava.
Debéis acompañar y escoltar al rey a Guadalerzas.
‒¿Y abandonar a mis hombres al tormento y la muerte?... no
puedo, don Martín.
El de la Finojosa fijó su mirada en maese Nuño, asiéndole por
los hombros, de frente, franco, para volver a animarle:
‒Podéis y debéis: vos sois Calatrava, vos sois la Orden, si caéis
en la cibdad vieja , Calatrava caerá con vos, en el vacío de los
tiempos.
‒La cibdad vieja caerá de todos modos, y no volverá a alzarse,
gracias a los devaneos del rey… qué sentido tiene que yo me
salve, desposeído de honor, derrotado; maestre de una lápida
escrita junto al Guadiana, sobre los restos de la debacle que trae
el Miramamolín sobre nos.
‒Tiene todo el sentido del mundo, mi señor, pues sin vos, el
Abad de Calatrava se hará cargo de los retazos de la orden y
con él, se consumirá el ardor y la gallardía de los milites que tan
bien han guardado la merindad fronteriza durante décadas.
Debéis permanecer al lado del rey en este trance. El Rey de
Castilla se recuperará, tomará fuerzas y se apoyará en vos. Os
dotará de nuevo, seguro, para que la orden recupere su fuerza y
su brazo armado. Castilla necesita a la Orden de Calatrava, más
que nunca, tomando el testigo a los caídos hoy. Más aún, la
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necesitará en el futuro… sin vos, no hará más que
desmenuzarse los restos, y luego, tamizados de las tenencias y
heredades, volarán los polvos desechados en los que estaba
inscrito el honor, la valentía y el coraje que defendieron Castilla
años atrás. Maese Nuño, debéis escoltar al rey, hoy, y seguirle
hasta el final, pase lo que pase.
La mirada perdida de Maese Nuño revelaba la inquietud de sus
pensamientos. Las palabras de don Martín Muñoz de la
Finojosa calaron hondo en su persona. Sentía el compromiso
firme con sus hombres, que iban a ser sepultados en la cibdad
vieja, sin embargo, debía prevalecer la orden. No en vano, los
votos de la misma implicaban dedicarse a la causa por encima
de todo, por encima, incluso, de las personas. La institución era
la prioridad, aún a costa de las vidas de sus miembros. Sin
embargo, ¿cómo pasar por alto el tiempo vivido con todos ellos,
a quienes conocía, en muchos casos, desde su mocedad?. Los
agarenos, por otra parte, no darían el sacramento a los muertos,
obviamente, eso atemorizaba a los milites más que otra cosa.
Tener las puertas del cielo cerradas, por mor de una muerte
injusta, tras una vida de vocación y servicio. Aclaradas las
ideas, atenazados los remordimientos, maese Nuño concluyó
con la arenga del de la Finojosa:
‒Acudid junto al rey, mi buen señor de la Finojosa, gran amigo
y mejor consejero… yo he de despachar con el orgulloso señor
de Haro. Con su desplante no hemos podido concretar el
servicio que ha de prestar la Orden mañana.
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‒De acuerdo—respondió don Martín Muñoz—, no obstante,
disponed vuestros avíos pronto, no nos queda tiempo.
López de Haro camina en busca de su guardia, para hablar con
su gigantón Íñigo Sánchez. La conversación y el parlamento
celebrados minutos antes, le llevan al convencimiento de que
nadie sabe de la presencia de un señor cristiano entre los
almohades, a más razón, de un Castro. De lo contrario, el
Manrique de Lara habría optado bien por retirarse con toda la
tropa, bien por quedarse allí con toda ella. A pesar del daño
sufrido, los años invertidos en Alarcos y la estrepitosa derrota,
por fin el Señor le ofrecía algo de aliento al de Haro para
aminorar el impacto de la caída.
Para ello, solo necesitaba quitarse de encima al mocoso de
García Pérez de Lara, el desafiante hijo del Conde Manrique. En
eso, el de Haro era hombre expedito y ya solo pensaba en
clarear de zarzos su camino de vuelta hacia Toledo, con los
restos de sus mesnadas y las del rey a salvo, sacrificando a las
de los Lara. El califa Yusuf II era inteligente, se dejaba aconsejar
por un mercenario cristiano, seguro que atendería sus razones
para negociar la entrega del botín de Alarcos, así como de una
nutrida representación de soldados cristianos, previamente
seleccionados, para evitar el asedio y la pérdida de vidas y de
tiempo que le supondría la toma de la fortaleza.
Ya llega junto a sus hombres, Íñigo de Villafoz, el autrigón,
come un potaje de garbanzos con tocino recién preparado, a
grandes cucharones que introduce en su enorme boca, sin que
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aparente notar la elevada temperatura a la que aún está el
guiso. Se diría que podría morder un acero al rojo sin sufrir
quemadura. A la vista de su señor, se incorpora raudo y se
dirige hacia López de Haro, a la espera de nuevas instrucciones:
‒Mi señor…
López de Haro toma un cucharón del potaje, el comandante
también tiene hambre, pero no un paladar de piedra, sopla un
par de veces el caldo antes de introducir una generosa
cucharada al gaznate:
‒Ordena colgar el pendón real, que no te lo impida nadie:
órdenes del tenente. Haremos creer a los ismaelitas que el rey se
halla defendiendo el castillo. Luego, en una hora más o menos,
saldrá el séquito del rey por la puerta, espera a que
desaparezcan por la dehesa para salirte con algún hombre de
confianza. Aguarda al pie de la torre de oriente, la más alta. Te
enviaré algo de lo que te habrás de deshacer.
Íñigo asintió sin hacer más preguntas, sabía que, llegado el
momento, entendería de qué se tendría que deshacer. Por su
parte, López de Haro no dijo nada más, giró la mirada a su
espalda, por donde se aproximaba maese Nuño, tenía que
hablar con él, en privado:
‒Íñigo, traedme un buen cuenco de ese chanfaina, que he
hablar con el señor de los calatravos…
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Dicho lo cual, se tornó el fiel Íñigo a satisfacer la orden de su
señor. La devoción de Íñigo por López de Haro era notable, casi
febril. Era un muchacho de campo, un simple campesino, en
cuyo camino se cruzó todo un señor cristiano. Le dio una
espada y le enseñó a usarla, le dio fama y gloria, una buena
soldada, abrigo y cota de malla. Lo arrimó a su vera y le dio su
confianza. A cada paso que daba, la fidelidad de Íñigo era más
y más elevada.
Ya se llega maese Nuño a la presencia de López de Haro. Se
miran ambos, sosegados, alejados de la presencia de los
córvidos Lara, de las melindres del mayoral del rey y de los
infaustos fundamentalismos del arzobispado. Allí se hallaban
los dos auténticos señores de la guerra, el brazo derecho e
izquierdo del Rey de Castilla, se podría decir. Entre ellos se
comprendían, se respetaban, a pesar de la rivalidad y de las
diferencias. Aquellos dos hombres eran líderes, entre un mar de
codicias y malcasos.
‒Señor de Haro…
‒Maese Nuño…
‒Mal desaire el vuestro, allí atrás. Más comprensible, de otra
parte.
‒Vos y yo sabemos mejor que nadie de la rudeza de estas
tierras y la picota en la que me quieren enclavar esos Laras.
Están embravecidos, peor aún, ahora manejan todos los hilos.
¿Acaso no lo sabéis?: cayó en las primeras cargas de mi
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caballería el Conde don Pedro Rodríguez de Guzmán, junto a
su yerno. Muerto el conde, el Mayordomo Mayor del Rey in
pectore es don Pedro García de Lerma, otro maldito Lara.
‒Todo el mundo aquí ha luchado contra el moro, don Diego.
No en vano, el señorío de Molina es un notable bastión
fronterizo.
‒No es Calatrava, maese Nuño. Esto es la avanzada, ¿dónde si
no se ha recibido el choque directo de la algarada mora más que
aquí?... lamento lo que he dicho en alto sobre vuestra cibdad
vieja y sus hombres, no quisiera causar afrenta alguna ni traer
mal fario sobre vuestras huestes. Pero el siguiente paso, y botín
más apreciable, si quiera más que Alarcos, es la cibdad de
Calatrava, sin duda. Vos y yo sabemos hacia dónde va a ir ese
ejército toda vez que haya devorado lo que haya entre estos
muros—Maese Nuño asiente, pensativo.
‒Y bien, mi buen Diego—responde el calatravo—, ¿cómo
puede servir la orden al tenente de Alarcos en la jornada de
mañana…?
Se aproximó un poco más a López de Haro para susurrarle:
‒Entiendo que sería de locos querer plantar cara al moro en
esta fortaleza desvencijada e incompleta, carente de aguada y
recursos.
‒La cibdad vieja de Calatrava no está mucho mejor y no por ello
dejará de plantar cara…
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‒Mi buen Diego, no juguéis con este viejo perro. Soy consciente
de la carga que portáis, quiero pensar que haréis lo necesario
para salvar el mayor número de hombres posible. Tan solo
tened presente una cuestión: incluso los soldados de los Lara
son cristianos…
López de Haro inclinó la cabeza, no le faltaba razón a don
Nuño. Los hombres que allí luchaban no merecían ser víctimas
de las cuitas entre sus señores. Sin embargo, en tiempos de
guerra, había que atender primero las propias necesidades para
luego, si sobraba algo, repartirlo a los demás. Así pues, no era
intención del de Haro sacrificar más milites calatravos en
aquella contienda; bastantes penurias quedaban por afrontar a
la orden, como para consumir más recursos en el bastión de
Alarcos. Alza de nuevo la mirada y le replica a maese Nuño:
‒Llevaos a vuestros milites, mi señor don Nuño. El alfoz de
Calatrava ya ha pagado gran precio en el día de hoy. Vuestros
omnes han cumplido fielmente su cometido. Velad ahora por
vuestros bienes y por sus almas. Atended la buena fortuna del
Rey de Castilla. Podremos rehacernos del infortunio de esta
jornada; para ello será necesario el concurso de nuestro rey
rehabilitado y el puño de Calatrava rearmado. Llevad vuestro
estandarte de regreso a Toledo, guardad al rey.
Maese Nuño se volvió lentamente, apesadumbrado por el
abandono de Alarcos, por el abandono de la cibdad vieja de
Calatrava y por el deshonor de la jornada. Sin embargo, el
tenente de Alarcos le exoneraba, en nombre del rey, de pagar
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más gabela en forma de almas, por defender el destierro de
Alarcos. López de Haro, como todo guerrero, simpatizaba con
los que eran de su misma condición. Mientras, don Nuño se
alejaba, lentamente, don López de Haro hizo una última
aserción:
‒Volveremos a Alarcos dentro de un tiempo, os lo juro, maese
Nuño, y entonces… ¡entonces, será para siempre!.
Cae la noche y el séquito del rey está encabalgado, los
pormenores de la partida ya han sido registrados. Los notarios
han dado cuenta de la soldadesca que queda a disposición del
tenente, don Diego López de Haro. El Mayordomo real, don
Pedro García de Lerma, ha consignado las cédulas que
consignan a la autoridad de don López de Haro las
negociaciones con el enemigo, en nombre del rey.
Mientras enrollaba los pliegos firmados, Pedro miraba con
resquemor al descarado López de Haro, ese caballero vascón
abigarrado de descaro y de rudo trato. Sospecha que hay algo
en su cabeza, masculla alguna idea allí dentro, pero no suelta
prenda. Parece inquieto, ligeramente agitado, no por la dureza
de la situación, más bien parece ansiedad, por algo que espera,
con anhelo. En cualquier caso, el Mayordomo real no tiene
interés en resolver sus dudas esperando al amanecer entre estos
muros. En la jornada de mañana, desventurado será todo aquel
que permanezca en Alarcos.
Los caballeros allí sitiados empiezan a removerse, se van
poniendo en pie, reposando sus meriendas, observando la
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huida del rey. Sin embargo, el orden se mantiene, no reina el
caos, no hay miedo, solo agitación, porque todos, desde el patio
de armas, aun viendo al rey salir con su guardia, un centenar de
hombres y la nobleza aledaña, pueden volver la mirada al
adarve del sur, donde permanece enclavado don Diego López
de Haro; a su izquierda, Íñigo de Villafoz, su mayor capitán, y a
su derecha, el noble García Pérez de Lara. No es casualidad que
estén allá en pie, se muestran a todos para que se les vea. Los
cristianos, siguen en pie, guardarán el sitio; aún hay esperanza,
el señor de Alarcos aguanta la plaza… no estaremos tan mal.
Los goznes del portón se cierran tras el séquito del rey, toda la
guardia real, el maestre calatravo, el de la Finojosa y los Lara,
parten en la tibia oscuridad del ocaso. Aún revela el sol sus
últimos fulgores en poniente, la noche es clara, y el lucero del
alba empieza a despuntar. Una leve brisa sopla de manera
constante sobre los altos de Alarcos. Abajo, en la hondonada, el
calor de la jornada languidece y aguanta, aún se nota en la
tierra el calentón de la sobremesa. Sin embargo, la sangre que
empapa las piedras y embadurna las eras ya está fría,
coagulada y pastosa. Un incipiente ejército de moscas comienza
a rondar los aledaños; al amanecer, se multiplicarán hasta lo
indecible. Yuntas de caballos arrastran los cuerpos que son
despejados y amontonados en una pila. Los almohades votan
por prenderles fuego antes de que llegue la mañana y que los
cristianos se desesperen y acongojen en la oscuridad de la
noche, mientras ven como los cuerpos de sus amigos, hermanos
y conocidos arden, insepultos, anticipando la pesadilla que
deberá continuar a la mañana siguiente. Los andalusíes median
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ante el califa Yusuf II, en respeto a los caídos: ‹‹dejad a los
cristianos llevarse a sus muertos…››, imploran. Los Andalusíes
tienen más afinidad con los cristianos, a pesar de las peleas y las
cuitas, saldadas las cuentas en la jornada precedente, ahora se
impone el sentido común. Siglos de convivencia fronteriza, a
base de mamporros, tal vez, no pueden borrarse de un
plumazo.
La tierra llora las vidas perdidas, las muertes injustas, crueles,
brutales. Los cuerpos deslavazados, las caras desfiguradas, la
inquina de los golpes, dejan paso a una escena de horror y de
tragedia. El Guadiana se tiñe levemente de rojo, allí, en Alarcos.
El polvo se ha hecho barro, el barro se hace costra y la costra se
pega ahora a los corazones de los combatientes, para
recordarles que aquel no es lugar para nadie, no es más que un
horrífico escenario de muerte, dolor e injusticia. No es culpa de
nadie, pero es culpa de todos, el poder nubla el corazón de los
hombres lo suficiente como para pasar por los trances más
horrendos, solo por imponerse, por perdurar sobre el contrario,
sobre lo opuesto. Así andaban, dos ejércitos en tierra de nadie,
discutiendo, a su manera, sobre cuestiones de poder. Y en el
sopor de la noche, nadie atisbaba a entender bien el motivo que
les había arrastrado a aquel lugar: un fonsado, un vasallaje, la
voluntad de Dios o la fidelidad a un señor, a un califa… a un
rey.
La memoria de Castilla quedó allí congelada, paralizada, más
aún, volvió atrás en el tiempo. Volver a repoblar los pueblos,
replantar las mieses, levantar los palenques de nuevo,
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requeriría una nueva generación, una entera. Una generación
para poder armarse de nuevo, para volver a la guerra, tras
fabricar nuevas armas, tras recoser nuevas telas, remendando el
pasado en la esperanza del futuro. Diecisiete añadas nuevas de
cosecha castellana harán falta para poder volver a la guerra y
esta vez… esta vez será más allá de Calatrava.
Pero eso no eran esperanzas, ni divagaciones, ni pensamientos,
ni intuición de nadie. Aquello era el espíritu del reino, que
vagaba por aquellas lindes, plañidero, sobre los cuerpos de los
cristianos muertos, dudando de si podría rehacerse de este
envite, volver a transfigurarse en la gloria corpórea de su rey.
Ahora, el reino era un espectro mustio y lívido, como lo era el
rostro del monarca malherido que abandonaba Alarcos,
desposeído de honor y de gloria. Y entre las tinieblas de la
memoria rota del reino, apenas se reconocía nadie, apenas se
intuía lo que podría traer el futuro, más de una década después.
Mientras, hoy, todos flotaban embriagados de la summa derrota
sufrida, estacados en el fondo de un pozo de negrura y de falta
de perspectiva; mientras los restos del orgullo castellano
abandonaban Alarcos por la puerta de atrás, el ala marcial de
los cristianos permanecía en el bastión con una sola idea en la
mente de todos: abandonar cuanto antes aquella ratonera.
Cerradas ya las puertas de Alarcos, alejándose la Santa
Compaña del rey, los candiles de los viajeros se nublan ya a la
vista. En las salas interiores del catillo, don García Pérez de
Lara, hijo del Conde Manrique, comenta con su lugarteniente:
Girón Sanchís de Saelices, la estrategia seguir. Girón era un
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caballero al servicio del señorío de Molina, hijo de un pequeño
noble de la Alcarria, pasó media vida luchando por los Lara en
sus escaramuzas fronterizas con los moros. Este capitán,
honesto y valeroso, fue testigo privilegiado de la secular
rivalidad entre los clanes de los Castro y de los Lara. Una
rivalidad que amenazaba con prender fuego al reino. Participó
de la guerra que don Fernán Rodríguez de Castro volcó con
tanto empeño e inquina sobre los Lara, iniciada en la batalla del
Lobregal, veinticinco años atrás. No llegó el noble Girón a esta
batalla, por su minoría de edad, si bien sí alcanzó, siendo muy
joven, a presentarse en la batalla de Huete, cuatro años
después, defendiendo los intereses del Señorío de Molina. Allí
asistió a la muerte, en lid singular, del todopoderoso I Señor de
Molina: don Manrique Pérez de Lara, padre del conde Pedro
Manrique, el mismo que partía ahora con el Rey de Castilla
camino de Guadalerzas, y abuelo, como lo era, de este joven
don García Pérez de Lara, dejado hoy al servicio de López de
Haro, en Alarcos. El I Señor de Molina se irguió en aquellos
tiempos en regente de Castilla y tutor del rey niño don Alfonso
VIII. El factótum del Señorío de Molina cayó ensartado en un
costado por la lanza del mismísimo Fernán Rodríguez de
Castro, apodado “el castellano”, por los andalusíes.
don Fernando Rodríguez de Castro fue correoso y combativo
noble y adalid de la casa de Castro, poblador y baluarte de las
Transierra Castellana. Arrebató, en tiempos, al mismo rey de
Portugal la ciudadela de Badajoz, recibiendo, en recompensa,
entre otras, la plaza de Trujillo. Desde esta ciudad, años
después, su heredero: don Pedro Rodríguez de Castro, también
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apodado como “el castellano”, igual que su padre, había
gestionado sus alianzas con los almohades, para acudir a luchar
del lado agareno contra el Rey de Castilla y en defensa,
probablemente, de su posición ante el Rey de León, de quien
venían, al fin y al cabo, casi todos sus privilegios.
Los Castro estuvieron ligados a Castilla y a su rey, don Alfonso
VIII, por mor de su bisabuelo, don Alfonso VII, de nombre “el
Emperador”, Rey de Castilla y de León. El precipitado
advenimiento a la corona del niño rey que era don Alfonso VIII,
al deceso de su padre, desató una lucha intestina por la
regencia y el control de Castilla. Este conflicto se resolvió en
favor de los Lara, lo que llevó al exilio y a la defección a los
Castro, en favor de León, consagrando su linaje, pese a sus
raíces castellanas, a la aniquilación de los Lara y a fomentar el
conflicto con el rey castellano, en favor de los intereses del Rey
de León y, sobre todo, del control y enseñoramiento de las
extremaduras sitas entre el Tajo y el Guadiana.
Realmente, se puede concluir, sin lugar a dudas, que el mundo
cristiano no estaba menos loco ni alejado de la fragmentación
de las taifas almorávides, que tan metódicamente había
arrasado la secta de los almohades, para hacerse con el control
de Al—Ándalus.
A estas alturas, ni Girón ni su señor García Pérez de Lara tenían
idea alguna de que el susodicho don Pedro Rodríguez de
Castro era quien debiera hallarse acampado, con sus huestes,
compartiendo sitio y cena con el ejército agareno que acababa
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de masacrarlos. De lo contrario, no se habrían desarrollado así
los acontecimientos. En medio de su ignorancia de los hechos,
don García Pérez y su capitán, Girón Sanchís, dialogaban sobre
su situación:
‒¿Cómo están los hombres de ánimo?—pregunta el de Lara.
‒Confundidos, preocupados, mi señor. ¿Dónde va vuestro
padre, el Conde Manrique, si se puede saber?.
‒El rey está malferido Girón, puede pasar cualquier cosa, ha de
estar a su lado.
‒No es plato de buen gusto quedar a cargo del vizcaíno, es
hombre de honor, pero no guarda fidelidad alguna a la Casa de
Lara. Es de esperar que nos entregue a los moros como esclavos
o para ser ejecutados en su deleite.
‒Girón, calmaos, yo estoy aquí para vigilar su conducta. Si
López de Haro entrega la plaza, algo de esperar, nos
perjudicará, seguro. A cambio, ajustaremos cuentas en
Toledo… ¿lo entiendes?.
‒¿Y mis hombres, qué será de ellos, mi señor?.
‒El señorío de Molina puede pagar buen rescate por ellos, si
llegara a ser necesario, caudales no faltan, Girón. Mas debes
mantener la cabeza fría y guardar las líneas. Evita que se
desmande el tropel. Asegúrate que hay doble ración de vino
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para todos. Que llenen bien el estómago. Diles que aquí está un
Manrique para defender su sitio.
‒Eso les calmará, sin duda que…
En esos momentos suena la puerta de la pequeña estancia en
que se hallan, interrumpiendo la conversación entre señor y
capitán: ‹‹adelante››, indica don García Pérez. Cuidadosamente,
abre la puerta una figura entre velada y silenciosa, a la luz de
los candiles. Muy lentamente se distingue el rostro amargo de
López de Haro. El tenente de Alarcos clava la mirada en el
joven Lara, tras unos breves instantes, alza la voz para decir:
‒Necesito hablar con vos, don García, pero en otro sitio, aquí
las paredes oyen…
Mientras se giraba para guiar los pasos de García, el joven Lara
quedó clavado en su sitio para, simulando voz de firmeza,
afirmar:
‒Yo no tengo secretos para mi capitán Girón, don Diego...
López de Haro, malhumorado, se ve refrenado en su paso
decidido hacia la otra estancia, contrariado por el tibio
desplante del joven Lara, masculla una mueca de impaciencia y,
desabrido, se vuelve de nuevo hacia las dos estatuas de sal,
para insistir:
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‒¿He de discutir las cuestiones señoriales con don García Pérez
de Lara, o con su ayo, Girón Sanchís…?—pregunta, de manera
irónica, López de Haro.
Dicho lo cual, interpelado el orgullo del joven Lara, procede
este a indicar, con un leve gesto de cabeza a Girón, que aguarde
mientras él acude a capítulo con López de Haro.
A continuación, el joven Lara prosigue tras los acelerados pasos
del alférez real, apenas se atreve a preguntar a dónde se
dirigen, dada la seguridad con que avanza el Vizcaíno. La
juventud del de Lara, prácticamente un niño, no se atreve a
contradecir al veterano, así que sin más, prosigue tras el tenente
de Alarcos. Atraviesan otra estancia para tomar las escaleras
que se elevan a la torre del homenaje, en la vertiente de oriente
del castillo. Son casi cuatro niveles de altura. Allá en lo alto,
López de Haro ordena a la guardia retirarse. El joven sigue sus
pasos, algo acongojado. Se hallan por fin solos en lo más alto de
la fortaleza, López de Haro busca hacia el sur la almofalla mora.
Mirando fijamente el campamento del califa Yusuf II y sus
tropas, don López de Haro emite un hondo suspiro, parece
haberse olvidado, algo abstraído, del asunto que les trajo a esta
terraza:
‒¿Y bien, qué cuestiones tiene que discutir el tenente de
Alarcos?—pregunta el joven Lara, sacando de sus cavilaciones a
don López de Haro, quien se gira, como despertando de un
breve letargo, para cuadrarse y exponer la situación al joven
muchacho.
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‒Seré claro: debéis marchar de aquí, antes del amanecer…
‒… ¡¿Estáis loco acaso?!, tengo órdenes de permanecer aquí, a
vuestro servicio, al frente de mis hombres.
‒Estáis aquí para dar cuenta de lo que pase mañana, pero eso
ya os lo voy a aclarar yo: mañana negociaré la entrega de
Alarcos, con la mediación de un castellano—leonés, señor de
Trujillo, Extremadura y la Transierra… ¿os resulta familiar?.
‒No a mi persona.
‒Tal vez a vos no, pero a vuestro padre sí, hondamente. Es un
Castro, un linaje que ya ha dado grandes quebraderos de
cabeza a vuestra casa. No en vano, el padre del interfecto, fue el
ejecutor de vuestro abuelo, en la campaña de Huete.
‒Razón de más para que yo permanezca aquí—el muchacho
intenta mantener la compostura, al oír hablar de un Castro, un
terrible escalofrío acaba de recorrer su espina dorsal.
‒Os revelo esto para que tengáis testimonio que dar, no
quedaréis en mal lugar, pero entended que no voy a permitir
que ande un mocoso de la casa de Lara husmeando en mis
negociaciones.
‒¡Eso es inaceptable!, represento a la casa de Lara, al señorío de
Molina, a los hombres y fonsados que mi padre y mis tíos han
desplazado hasta aquí al servicio de Dios y del Rey, ¡exijo un
respeto por ellos!.
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‒Recapacitad, llevad el mensaje a vuestro padre, si partís en un
rato, llegaréis a Guadalerzas con el séquito, le explicaréis la
averiguación que habéis hecho y vuestro padre os lo
recompensará. Habréis defendido bien los intereses de vuestra
familia. Tenéis testimonio que llevar ante el rey—López de
Haro empezaba a sentirse turbado por la obstinación del
muchacho.
‒Sois un traidor, tal y como siempre me insinuó mi padre…
‒Puedo hacer de menos vuestras palabras por la juventud y el
ímpetu que corre por vuestras venas, pero que eso no os desvíe
de la cuestión principal… debéis marcharos.
‒No tengo por qué, más justificada está mi presencia aquí. No
permitiré que manejéis a vuestro antojo esta situación, es
humillante…
‒No creo que alcancéis a comprender vuestra posición, joven
García—el tono de López de Haro se estaba volviendo agrio y
agresivo, su paciencia comenzaba a desbordarse—. Como he
dicho antes, ningún muchacho ignorante se inmiscuirá en estas
negociaciones.
‒No me amedrentáis, de Haro, yo también soy un señor, no un
vulgar collazo a quien podáis avasallar—el tibio muchacho de
minutos atrás se había encabritado, presa probablemente de su
régimen hormonal y de su naturaleza adolescente, lo cual llevó
la paciencia de López de Haro a su límite cercano.
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‒¡Seguid insistiendo y conseguiréis que os ate a una estaca, os
de una azotaina en presencia de vuestros hombres y os deje
enclaustrado hasta que pasemos mañana los parlamentos!—la
voz honda y contundente de López de Haro desalentó al joven
de seguir con sus bravuconadas.
‒¿No me dejáis alternativa alguna, he de marcharme, sin
más?...
‒Así es; así que salid con vuestro capitán Girón, no tengáis
prisa, con discreción, pero hacedlo a lo largo de la madrugada.
Hay una poterna en la cara sur por la que podéis salir sin ser
vistos, dispondré vuestros caballos afuera. Ambos dos
avanzarán rápido por la arboleda, me consta que Girón conoce
el camino que, hacia Toledo, pasa por Guadalerzas.
‒Si no me dejáis alternativa, como tenente que sois, debo
aceptar…
‒Os agradezco vuestro sentido común, propio de un señor de
vuestra planta. Entended la situación, no debemos distraer la
negociación y vuestra presencia aquí podría ser
malinterpretada…
‒…sin embargo, don López de Haro—interrumpe el muchacho
a don Diego—, en representación directa de los intereses de mi
casa y de mi padre, me veo en la obligación de, en ausencia del
propio Conde Manrique, revocar su decisión y no disponer las
caballerías de Lara a vuestro servicio. Conocidas vuestras
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intenciones, no creo que sea del interés del señorío de Molina
dejar sus huestes a vuestras órdenes. Deberéis llevar vuestras
negociaciones con los medios de que dispongáis, conocida la
ventaja que tenéis ahora, no os supondrán mayor problema.
El muchacho es inteligente, ya se ha percatado de la jugada que
pretende hacer López de Haro, quien prosigue:
‒Creo que no lo entendéis, vuestras caballerías se quedan aquí,
sois vos quien se va solo…
‒… Y cómo vais a impedirlo: ¿atándome a una estaca y
dándome una azotaina?...—el muchacho ya se muestra
desafiante, se lleva la mano a la espada.
‒No voy a impedíroslo, de ninguna manera, joven Lara—
responde más sosegado, López de Haro, que de repente
agachaba la cabeza y aparentaba resignación.
‒En ese caso…—El joven Lara se ve contrariado, no era la
respuesta que esperaba. Permanece petrificado por un instante,
no alcanza a comprender el giro marcado por López de Haro.
don García Pérez relaja su brazo, ante el gesto de López de
Haro. El tenente de Alarcos parece apesadumbrado, asiente
ligeramente, emite un leve suspiro; entonces, gira sobre sí
mismo, permanece pensativo, absorto. Don García Pérez no
sabe cómo actuar, no espera un arrebato de furia por parte de
López de Haro; tampoco espera un atisbo de colaboración por
su parte, ni voluntad para cambiar de opinión. Ahora, más que
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nunca, se pregunta qué hay en la mente de López de Haro.
Pronto rompe el silencio el mismo tenente, para decir:
‒Una última cuestión, joven Manrique, decidme por favor:
¿habéis venido con el canónigo de Covarrubias, verdad, el
noble don Pedro de Cañavera?.
don García Pérez se siente fuera de lugar, no acaba de asimilar
el cambio de compostura de López de Haro; sea como fuere, no
es momento de hacerle un desplante ahora:
‒Efectivamente, acostumbra desplazarse con los Lara, es
nuestro sacerdote desde hace tiempo…
‒Un buen hombre, piadoso. Benedictino, creo recordar—dice
mientras se entorna lentamente hacia el joven, con mirada
distraída.
El joven Lara no podía evitar cierta fascinación por el giro de la
conversación por parte de López de Haro, cálido, cercano,
amable.
‒De corazón lo es, pero se mueve demasiado de su iglesia,
como para considerarlo Benedictino—prosigue el hilo don
García Pérez.
‒Sin embargo, es un profundo conocedor de las sagradas
escrituras y del Evangelio: ¿Cierto?.
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‒Cierto, no en vano ha enseñado teología a mis primos.
Siempre nos ha reconfortado en trances delicados, su voz aclara
muchos misterios sobre la manera de obrar de Dios nuestro
señor, parece como si le entendiera perfectamente.
‒Tuve ocasión de tratar con él durante la campaña del rey don
Alfonso sobre tierras alavesas, contra los condes de Vela y el
rey Navarro… hace largo tiempo, no recuerdo bien—López de
Haro se acerca a las almenas, divagando—. Yo era muy joven,
cercano a tu edad ahora, estaba asustado, mi padre había
muerto recientemente, me dejó poco más que algunas
heredades y ningún señorío, en tierras de Nájera. Sin embargo,
frecuentaba la curia, asistí a la toma de decisiones y
clarividencia del rey y de sus adláteres, admiraba al Rey de
Castilla, siempre había sabido defender nuestros intereses en La
Bureba y Briviesca, en la Rioja. ¡Dios, cómo amo esas tierras!...
El joven se acerca a López de Haro, reflexivo, al pie de las
almenas, como un perro asustado, que se resiste a alejarse de su
amo. El alférez real sigue en su perorata:
‒…tenía claro que debía luchar del lado del Rey de Castilla,
pero la campaña era dura, atacamos varios concejos, de camino
a Vizcaya. Un mandoble por poco no acabó conmigo en un
lance, me vi morir. Recogido más tarde en un lecho de paja,
recuperándome de mis heridas, apareció el padre Pedro, muy
joven entonces, lógicamente. Estaba administrando bendiciones
entre los heridos. Se acercó a mí y hablamos. Yo lloraba, lloraba
desconsolado… ¿sabéis por qué?
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‒¿Vos, llorando…?—el joven Lara se muestra fascinado.
‒… había matado a un niño, el muchacho tomó la espada de su
padre fallecido y me trinchó por un costado. Al sentir la
estocada, por sorpresa, presa de la furia y del instinto de
supervivencia, torné con todas mis fuerzas y descargué un
terrible golpe sobre la cabeza del muchacho. Sin yelmo ni
almófar, le abrí la cabeza... la partí en dos, como a un melón
maduro. Aún se agitaba el cuerpo en el suelo después de unos
instantes, presa de unos terribles espasmos, con los sesos
derramados.
‒Cosas así suceden en estas guerras, mi señor.
‒Es injusto, del todo injusto, nadie debería morir tan joven.
Somos nosotros, los mayores, los guerreros, sátrapas de los
baños de sangre, quienes deberíamos quedar en estas lides;
pues si ha de ser, hemos de sacrificarnos, en el nome de Dios…
‒¿Por qué esa pesadumbre ahora, mi señor?...—El joven casi
apoyaba su mano sobre la espalda de López de Haro.
‒… Sin embargo, esa tarde tuve la oportunidad de hablar con el
padre Pedro, me explicó que todo sucede por alguna razón, que
Dios así lo quiere, que seguramente el muchacho tenían un sitio
reservado entre los querubines, al lado de la Madre María. Dios
me eligió a mí para darle la estocada al muchacho, abrir su
cráneo en dos y enviarlo raudo a las puertas del señor… y
luego, luego me confesé. Era la primera vez que de verdad
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necesitaba hacer penitencia y confesar. Estaba desgarrado, roto
por dentro—Algo parecido a una leve lágrima corría por la
mejilla de López de Haro—. Después de confesar, todo estaba
mejor, sentía el calor de Dios, entendía el mensaje que me había
dado. Obramos en favor de los cristianos, siempre en favor de
los auténticos cristianos, ¿sabes?. Los auténticos cristianos, son
los de Castilla.
A estas alturas, la monserga de López de Haro había abstraído
por completo al joven Lara, quien había olvidado, por unos
instantes la discusión de hacía unos minutos. Mientras López
de Haro prosigue:
‒El padre Pedro… qué gran hombre de Dios, la confesión te da
paz, bienestar, quietud, para afrontar los momentos difíciles…
Llegados a este punto, levanta la mirada hacia el joven Lara,
que se había colocado a su vera, aún no se había percatado de
su cercanía. López de Haro calla durante unos instantes, para
luego continuar:
‒¿Os ha confesado el Padre Pedro a vos?...
‒Hoy por la mañana, por supuesto, para afrontar semejante
batalla…—responde, inocente.
‒Y decidme: ¿habéis hallado la paz, el sosiego?
‒Ciertamente, el Padre Pedro saca lo mejor de uno mismo…
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‒… ¿Tenéis miedo, joven Lara?
‒¿A qué os referís?.
‒Después de confesaros… ¿tenéis miedo?.
El joven titubea por unos instantes, se endereza un poco y
responde:
‒No… supongo que no.
‒Entonces, todo será más fácil…—responde, distraído, López
de Haro.
‒No os entiendo, don Diego…
Sin mediar palabra, López de Haro saca una fina daga de dos
palmos, que hunde rápidamente, sin previo aviso, en el cuello
del joven muchacho. Sin apenas poder reaccionar, manando
sangre a borbotones del cuello, el tierno caballero busca un
apoyo, agarrándose a una almena; mientras, desesperadamente
trata de tapar su herida con la mano, empieza a sentirse muy
somnoliento, mira con una honda expresión de sorpresa al
otrora dialogante López de Haro, quien permanece,
impertérrito, de pie frente al muchacho, cual es moribundo, a
su vez. Al joven Lara le parece escuchar cómo López de Haro
masculla una breve oración, mientras siente como el calor se
derrama por su hombro izquierdo. Terminada la oración, el
joven está apenas recostado en el alféizar de la almena. Ya no
tiene fuerzas para sostenerse. Su mirada se torna borrosa y un
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frío terrible le entumece el cuerpo. Siente, levemente, como
López de Haro hace una cruz con su pulgar en su frente, como
en el rito de extremaunción. Acto seguido, siente como le toma
de las botas y le empuja hacia atrás, siente volar desde la
almena, mientras pierde la mirada en el cielo de la noche, unos
breves instantes antes de no sentir, apenas, nada más.
Íñigo Sánchez de Villafoz, por su parte, había seguido las
instrucciones de su señor y, tal y como le había indicado, salió
por la poterna del sur una vez que perdieron de vista las luces
del séquito real. Amparado en la oscuridad de la noche, se
movía con cautela entre los escombros y chozas que alcanzaban
a alzarse apenas en la incipiente ciudad de Alarcos, a los pies
del castillo. Sin bajar la guardia, esperando presencia de
saqueadores turcos o alárabes apresurados que, de entre los
moros, solían ser los más raudos en rapiñar la pieza, revisó las
callejuelas en los aproches de la fortaleza. No habiendo hallado
nada de relevancia, se dirigió a los pies de la torre de poniente.
Allí se sentó a observar las estrellas, al son del alborozo que a
poca distancia de allí celebraba la acampada almohade. Estaba
acompañado de otro de sus hombres, al que ordenó silencio.
Íñigo Sánchez era un gigantón sensible, amaba el silencio y la
quietud. Tornó la mirada hacia cielo nocturno, algo que
siempre le había fascinado, maravillado por el dosel de estrellas
con que Dios nuestro señor regaba las noches del verano. Poco
a poco empezó a olvidarse de la campaña y a viajar muy lejos,
sentado en una peña cuarcítica desde donde se podía apreciar
la plenitud de aquella madrugada, lo que trajo a su memoria
recuerdos de Annaïs, “mon petit fleur”, como había aprendido
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a llamarle. Podía sentir la tersura de su piel y la sensualidad
con que se abría mientras yacían sobre un campo de amapolas y
manzanilla primaveral, podía sentir el calor húmedo en su
entrepierna, mientras inhalaba el aire puro de la tarde y su
amante se derramaba con él. Annaïs se bañaba en agua con
azahar, fabricaba perfumes delicados, con almizcle y lavanda,
impregnaba el caserío con su dulce aroma. Annaïs hacía el
mundo un lugar dulce y candoroso. El de Villafoz no pedía ya
más a la vida que arar sus tierras y amancebarse todas las
noches con su dulce Annaïs.
Y así es que el noble Íñigo empezó a sentirse tremendamente
excitado, tras dos meses fuera de casa, sin probar hembra
ninguna, pues era hombre fiel ante todo, se descubrió a sí
mismo frotándose las gónadas. Apenas se abría el braguero de
paño basto para rematar la faena, cuando notó un golpe seco y
contundente a su espalda, que le causó un sobresalto. Se giró
raudo para descubrir el origen del leve estruendo. A los pies de
la torre, yacía el exangüe cuerpo de don García Pérez de Lerma,
malogrado sucesor del II señor de Molina. El muchacho, en un
último suspiro, miró fijamente a los ojos de Íñigo, su expresión
era de terror, pues no asimilaba lo que le estaba pasando. Íñigo
de Villafoz quedó petrificado durante unos instantes, al igual
que su acompañante: esa era la señal que le iba a mandar su
señor López de Haro, ese era el objeto del que se habría de
deshacer el gigantón. Íñigo sintió una profunda compasión por
el muchacho, que tan lozano defendía su pabellón, al lado de su
padre, unas horas antes, para reposar ahora en sus brazos, a las
puertas del cielo, sumido en terribles estertores. El gigantón
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hincó rápido la rodilla, tomó la mano del joven y acarició su
cara, mientras el adolescente escupía el último esputo de
sangre.
De la mano de aquel basto guerrero autrigón de La Bureba,
pudo el joven don García Pérez de Lara sentir, mediando
algunas lágrimas escurridas por la comisura de sus labios, una
última brizna de humanidad, entre tanta desazón.
El noble Íñigo echó entonces mano de un breviario que llevaba
siempre consigo, regalo de un monje cluniense de Pamplona,
con algunos salmos escritos, para entonar una breve oración,
una plegaria por el alma de un joven inocente, una víctima más
de la locura desatada a los pies de Alarcos.
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CAPÍTULO XI. LA TRISTE COMITIVA
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En la noche que seguía a la derrota de Alarcos, el séquito real
camina entre las brumas de la noche, por un bosque ralo de
encinas y coscojas, una cohorte de caballeros, de entre las
huestes reales, escolta al Rey de Castilla, junto a los hombres
del de la Finojosa, los de los Lara, el Arzobispado de Toledo y
de algunos fieles calatravos. Parecen una caricatura de sí
mismos, derrotados, acarreando a un rey moribundo,
desprendidos de los acontecimientos que devoran su reino. Se
dibujan en la noche como una marcha espectral, que fuera a
quedar impregnada, para siempre, en las dehesas de Malagón.
Un esbozo de lo que sería un reino prominente y altivo,
demacrado ahora en la lividez del rostro de don Alfonso. La
marcha es de un funeral, el funeral de la gloria de Castilla y de
su señor. Dios nos ha castigado, nos ha castigado por la
opulencia de nuestro orgullo y la vanidad de nuestras acciones.
Dios nos ha dado una lección y nos ha devuelto a las llamas de
la frustración y la penuria. No puede ser de otra manera: Dios
nos ha castigado.
Nadie muda palabra mientras alcanzan las proximidades de
Malagón a altas horas de la madrugada. Don Alfonso, Rey de
Castilla, apenas consigue dejarse desfallecer, pese a que todo en
su cuerpo le pide caer muerto, sometido a los zarandeos de su
caballo negro, de nombre Arnulfo. Diríase que el animal
percibe la gravedad del estado de su amo e intenta apezuñar
suavemente las pendientes, midiendo el paso y arriostrando la
grupa. Sobre la silla de montar, don Alfonso siente, a cada paso,
la hendidura de la maldita flecha que lleva hincada desde hace
horas en su hombro. Se pregunta, vagando en la inconsciencia,
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en qué momento se fue todo al traste; en qué momento del caos
y la desolación, en la que presa del miedo y la furia, a partes
iguales, pasó de la gloria de morir en el campo de batalla, a
quedar ensartado e inerme por un flechazo, conducido en
volandas a la seguridad del castillo y sacado a escondidas de el
sin poder remediarlo. Cabalgaba ligero de ropa, apenas unas
calzas y una sobrevesta. El calor de la noche manchega evita
abrigos más gruesos, si bien, las laderas de los montes
empiezan a refrescar, a medida que la inversión térmica cuela
viento fresco por los canutos y las quebradas.
El rey sufre una fiebre creciente de añadido a sus
padecimientos. Padece unos terribles escalofríos. El señor de la
Finojosa, por su parte, decide enviar a algunos de sus hombres
a Malagón, a dar aviso a sus gentes de la situación de Alarcos.
Deben prepararse para lo peor. Tal vez el ejército moro pase de
largo, directo a la cibdad vieja de Calatrava. Sin embargo, no se
puede descartar que saqueadores, y correrías de jinetes
agarenos, vayan a hacer estrago a la población. Por orden del
de la Finojosa se traen a algunos enfermos de los que haya en
Malagón, así como los más ancianos. Embridan algunas
caballerías sin jinete a tal efecto. No era habitual en estos
tiempos tener en cuenta el bienestar del vulgo, máxime,
teniendo en cuenta las penurias y la responsabilidad que
acarreaba el huidizo séquito. Sin embargo, la guerra extrae el
mejor poso de las personas, y el conde Martín Muñoz de la
Finojosa, era uno de esos seres humanos que, contracorriente,
pensaban más en el bienestar de los demás, que en el suyo
propio.
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El Arzobispo de Toledo decidió asimismo que lo más piadoso
era unir los medios de que disponía a la misión de rescate,
aunque fuera a colación del humanitario proceder del señor de
la Finojosa. El resto de las gentes de Malagón decidieron huir
con víveres y agua a los montes, donde difícilmente se les
podría dar caza. La exigua empalizada del poblado apenas
resultaría en dar un aprisco para el formidable ejército
almohade. El Castillo de Malagón, en tenencia de los calatravos,
se alza en un promontorio artificial, pudiendo ofrecer cierta
seguridad y resistencia. Sin embargo, no quedan almas cristinas
suficientes en los campos de calatrava para hacer frente al
moro, si quiera a guardar un sitio.
El padecimiento del don Alfonso es poco concebible. Vaga entre
este mundo y el de su inconsciente, rebelándose a sí mismo la
tragedia de la realidad, simultáneamente a una visión absurda
de los acontecimientos, en la que la trascendencia de los hechos
es nimia: evocando el sabor de un dulce membrillo con queso
degustado, quién sabe cuándo, en Burgos; jugando con su hija
Berenguela en unos jardines en Cuenca; otrora las caricias de su
amada esposa Leonor, entre sábanas de seda; mientras, otra
punzada en el hombro, y otro terrible escalofrío sacude su débil
cuerpo de arriba abajo, desperezándole de sus visiones. Entre
estertores, está entrando en contacto con un nivel de percepción
extraño de la realidad y del mundo, en el que lo bueno y lo
malo, lo suave y lo tosco, lo gentil y lo zafio, se entrelazan a
cada paso y cada meneo de la montura en que viaja; su mente
flota por los páramos, percibe al fresca brisa nocturna, como
ventisca glacial, debido a su estado febril y a la pérdida de
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sangre. Los dolores de su hombro parecen ceder y agudizarse al
mismo tiempo. Sus acompañantes, resuenan como espectros en
su retina, de blanquecinos a grises, togados nebulosamente a la
luz de las estrellas. No alcanza a distinguir si es un sueño o si es
real, pero quiere despertarse, aunque la profunda somnolencia
que le invade no cede, si bien la excitación que hace presa en el
no permite perder el sentido; intenta hablar a quienes le rodean,
pero nadie responde, ni el mismo entiende lo que dice, si quiera
lo que quiere decir; estira la mano para tomar la de su querida
esposa, sentado junto al hogar encendido de una noche fría de
invierno y un breve instante después se deshace la imagen de
su consorte, está tocando el vacío en la oscuridad, mientras las
firmes manos del caballero que va en su montura intentan
enderezar su posición. Cada respiración es un trago amargo,
que infiere acerbo dolor sobre su hombro; cada paso de su
caballo se hunde en sus posaderas. Se resigna, frustrado por la
inacabable peregrinación en la que es acarreado, deseando
llegar a algún lado, dar reposo a sus huesos, endulzar su
padecimiento en un lecho, dormir, perder el sentido, y no
despertar jamás, quedar allí, para siempre, tomando la mano de
su querida Leonor, junto al hogar, engolosinado con el dulce
membrillo, distraído, entre rosales, con sus hijas, ensayando
esgrima con su infante Fernando… ¡su querido Fernando!, el
centro de su mundo ahora. Su portentoso y valiente heredero,
su orgulloso vástago, su anhelo máxima. Su amado Fernando,
infante nacido en Cuenca, en bienaventurado el día, seis años
atrás. Su hijo varón, su ofrenda a los cristianos de Castilla:
Fernando.
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Bastó el recuerdo de su hijo varón para espabilar al
compungido y desnortado monarca, que recuperó parte de su
ímpetu al evocar, como decimos, la imagen de su heredero. No
podía permitir que su hijo padeciera lo que el mismo padeció
años atrás, perder a un padre a tan tierna edad, quedar de
nuevo entregado a manos de extraños, poner de nuevo al reino
en un brete.
El desperezo del rey alivia tibiamente al médico real, don Diego
del Villar, quien no quita el ojo de su señor. Teme que su
decisión le salga cara si la ayuda no llega a tiempo. Hace todo lo
posible por que la herida se mantenga limpia, algo que sabe es
fundamental. Le preocupan los delirios del rey, tan pronto, tan
intensos. Los delirios anticipan la muerte, son estertores, no son
devaneos. Un cuerdo tan serio como el rey solo perdería la
compostura ante una decadencia extrema, como es la que le
envuelve, como el mártir a su crucifixión. El Rey de Castilla
acarrea sobre sus espaldas la cruz con la que ha de pagar por
los pecados de los cristianos de la península: incapaces de
unirse frente al moro, como predica el Papa Celestino. No
escuchan la voluntad de Dios, los reyes quieren tener sus
reinos, los nobles sus herencias, las ciudades, sus riquezas. Dios
castiga la desobediencia de los cristianos con la más amarga de
las derrotas, ofreciendo cientos de sacrificios al enemigo
agareno.
Eso piensa el arzobispo y, tal vez, quién sabe, eso piense Dios
también…
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El de la Finojosa va en cola, vigilando que no se descuelgue
nadie, marcha a pie junto a algunos de sus caballeros, quienes
han cedido sus monturas a menesterosos de Malagón. Lamenta
las pérdidas, llora por dentro, tantos buenos hombres,
desperdigados, trinchados, destripados, descabezados… nada
de aquello tenía sentido para una mente ilustrada, como era la
del conde Martín Muñoz. Era un adelantado a su tiempo, sin
duda.
Los Lara marchaban al frente, tampoco decían mucho, a su vez.
El Conde Manrique, don Pedro, solo pensaba ahora en su hijo
García, que había dejado al frente de una complicada empresa.
Temía por él, por su hijo, lo amaba con pasión; sin embargo, lo
había dejado atrás, al servicio de un despiadado señor de la
guerra, como lo era él mismo. Don Diego López de Haro era
capaz de todo, eso pensaba don Pedro Manrique. A estas
alturas no le importaba perder los caballeros que había dejado
encerrados en Alarcos, el prestigio, el dinero, la curia que se
habría de celebrar en Toledo, si quiera la muerte del rey. Los
pensamientos del frío Conde Manrique estaban con su hijo,
obsesionado con la idea de ver pasar el tiempo rápido, de
recibirlo en la ciudad, hecho un señor, habiendo dado la cara
por su casa, cierto, pero sobre todo, poder volver a estrecharlo
entre sus brazos, algo que no hacía a menudo; bien podría
decirse que, a estas alturas de la historia, es lo que más
anhelaba en el mundo.
El propio Conde Manrique despertó de una breve ensoñación,
viéndose a sí mismo parado en medio del camino,
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entorpeciendo el paso, y alertando a la vanguardia del séquito.
Había tirado ligera e involuntariamente de las bridas de su
caballo, en un inconsciente acto por tornarse. De repente se
sentía atemorizado por las maneras de López de Haro y la
situación en la que había abandonado a su primogénito. Ahora,
en la oscuridad del camino, atemperado el ánimo, olvidado de
la tiesura de la batalla, de la acritud y de las rivalidades, sus
pensamientos brincaban entre las tinieblas y las manchas
oscuras que dibujaban los coscojares, los espliegos, los jarales;
ahora, los especulaciones vagaban libres, lejos de la realidad
que obligó, horas antes, a preservar los intereses del linaje y a
retener los pendones de La Molina en Alarcos; ahora, en fin, el
padre recordaba que había puesto a su joven heredero en la
picota, que mil hechos podían acaecer más allá del pulso y de la
pendencia que nunca quiso dejar de echar don Pedro Manrique
a don López de Haro: una negociación rota, un sitio condenado
a muerte en Alarcos, el cautiverio… ahora la razón del sosiego
colegía la desgracia que envolvía al destino, quien sabe si de
vuelta, todo por haber interpuesto su orgullo, cuitas y sobre
todo, la insaciable codicia de poder y riqueza frente a su amor
como padre. Y es que, en la negrura de la noche, los
remordimientos relucían entre los pliegues del alma del Conde
Manrique, incapaz ahora de velarlos con los destellos de la
espada de López de Haro.
La realidad para él sería que, a esas alturas de la noche, su hijo
había sido degollado por López de Haro y arrojado su cadáver
por una almena, cual vil despojo. Tal vez lo mejor para este
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desventurado padre, sería no saber nunca de lo que sucedió a
su heredero varón.
Y así caminaban, empecinados en recabar sus temores y
miedos, cuando la auténtica soledad turba a los hombres,
cuando se sumen en sus más vívidas elegías, cuando llega el
tiempo de la reflexión insondable, en las afueras del raciocinio,
volando del mundo real, caminando, entre fabulaciones, de lo
que devendrá el futuro a razón de los errores del pasado: un
rey que se no sabe si está en la antesala de la muerte o
queriendo salir de ella; un obispo apesadumbrado por el
castigo divino; un conde, el Manrique, presa de
remordimientos, en buena la hora; un médico aterrorizado por
una decisión incauta. Todos cargan sus fantasmas consigo
mismos. Todos llenan el vacío de la oscuridad, con sus peores
pesadillas.
El de la Finojosa, sin embargo, no se sume en malos sueños,
antes bien, se afana en asegurar el confort de los heridos y los
postrados que van a la zaga del séquito. Noble caballero que
siempre encontró en el auxilio del prójimo la mayor fuente de
sosiego espiritual.
El rey, de nuevo, hundido en sus delirios, presa de la
inconsistencia en que se sumía, entre los territorios de la fábula
y de la realidad, se erguía apenas como una flor de cáñamo en
aguas bravas, con la voluntad mellada y las fuerzas perdidas.
Entre las figuras terciadas y difusas que se distinguía apenas a
su alrededor, alcanzó a ver a un caballero que aparecía en pie
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en medio del camino. Era ancho y fornido, vestido de armas,
con una loriga larga, un almófar con alpartaz por los hombros,
de anillas casi doradas, brillantes; ricamente protegido en las
piernas por brafoneras que prolongaban la loriga, hasta los
tobillos, donde calzaba unos escarpes con protección metálica;
en la cabeza portaba un yelmo de calva plana, apuntado con
piedras preciosas, también reluciente, dorado, a pesar de la
poca luz de la escena; el yelmo portaba un facial que protegía y
ocultaba por completo el rostro y la identidad del guerrero; una
sobrevesta de color bermellón y tejido suave, diríase de seda o
cendal, con ricos bordados, que apenas se intuían, cubiertos por
un alquice anudado a un costado, hecho de ciclatón, con una
costosa cenefa de caros brocados en oro y plata. El acaudalado
caballero no pasó por alto a don Alfonso, que abrió los ojos de
lleno a pesar de la lúgubre somnolencia que le absorbía. Ambos
se clavaron la mirada mutuamente mientras el séquito
avanzaba, dejando atrás a la solitaria figura. Allá, entre las
brumas, quedó el caballero, tornando la mirada al cielo.
Terciaba el amanecer, cuando el maltrecho cortejo real llegaba a
los pies de la sierra que mediaba entre Malagón y Guadalerzas,
motivación principal para, eventualmente, desviarse los
ejércitos almohades hacia Consuegra. El notable frescor de la
mañana y los primeros destellos de sol relanzaron el ánimo de
los concurrente,s que marchaban en una cola de casi una legua
de largo, a estas alturas. Allí había sita una aldea, llamada de la
Fuenfresca, donde se decidió parar un par de horas, a dar
descanso al personal y los caballos. Apresuradamente, habían
recorrido casi siete leguas en la noche, sobre todo los caballos.
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Teniendo en cuenta las penurias que acarreaban consigo,
hicieron gran distancia; no en vano, las espadas y lanzones
almohades a la espalda, eran motivo suficiente para acelerar el
paso de la sufrida comitiva.
El rey fue instalado en una de las casas de la aldea, y cayó en un
profundo sueño, tras una noche de altibajos y pesadillas
insomnes. Diego del Villar no se movía de su lado, vigilaba su
respiración y lavaba con agua de azahar la herida, que estaba
ahora muy hinchada y sonrojada. Preparó un ungüento para
cubrirla de nuevo, a base de aceites y plantas. Un par de
relicarios completaban las fuentes de poder para velar por la
sanación del rey, colgados sobre su pecho.
El Arzobispo de Toledo, asistido por la compañía de algunos
sacerdotes y monjes cistercienses, la mayoría pertenecientes a
parroquias sufragáneas de la Catedral de Toledo, se agolparon
al pie de la casa donde hallaba reposo el monarca, entonando
oraciones por la salvación en vida del sufrido rey. Maese Nuño
se unió al rezo, seguido de sus milites y algunos caballeros del
rey. De tal manera que se agolpó una multitud alrededor del
pesebre real, como pastorcillos, adorando a su niño Dios. La
escena causó pavor en los habitantes de la aldea, atemorizados
con la idea de que el Rey de Castilla pudiera fallecer, dando al
traste con los años invertidos y la familia formada en aquel
rincón apartado de los campos de Calatrava. Qué sería de ellos
sin la protección de su rey. No tardaron en unirse a la plegaria
multitudinaria, que se expandía como rayos de sol manando
del heliocentrismo sito en la improvisada casa de socorro. Las
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voluntades y los ruegos de los asistentes al rezo eran una
metáfora de la tragedia y la compulsión que padecía el reino en
ese día. Cuarenta años de trabajo duro, de reconquistas, de
pleitos y de valor, de pervivencia y honor, de sacrificios y
muertes, podían darse al traste de nuevo, volver casi al punto
de partida: Toledo, Segovia y el Infantazgo de Palencia,
conquistados desde León, atacada Soria desde Navarra,
asimilada Cuenca desde Aragón.
Muerto el Rey de Castilla, a los pies de los almohades, ¿quién
iba a ofrecerse a guardar las llaves del reino?.
La aldea de Fuenfresca se hallaba en una vaguada poco
pronunciada en las estribaciones de la transierra de camino a
Guadalerzas. Un imponente cerro agudo y perfectamente
piramidal alojaba en sus faldas parte de la aldea; el susodicho
cerro, apuntado en una sucinta atalaya de madera, servía de
punto de vigilancia y observación para controlar lo que sucedía
allende el Guadiana incluso. Subieron un par de jinetes a
observar el panorama e intuir en la posible polvareda que
levantara una avanzadilla de perseguidores almohades, si es
que existiera riesgo alguno para la persona del rey. No
apreciaron nada en lontananza, recibiendo el despacho de
permanecer allá por el resto de la jornada y vigilar cualquier
posible avance enemigo en esta dirección. Acopiaron ramas
frescas de fresnos aledaños para improvisar una fogata
humosa, en caso de tener que anticipar la alerta al huidizo
séquito del rey.
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La mañana avanzaba, tornándose plomiza y calurosa, como era
propio de estas fechas. Se acordó dar descanso al grupo durante
unas cuatro horas, tiempo de dormir algo y reponer un mínimo
de fuerzas. Los aldeanos prepararon unos buenos calderos de
garbanzos con matanza, que aderezados con pan y el escaso
vino picado con que contaban a esas alturas del año, hicieron
las delicias de los agotados peregrinos reales. Las huestes
llenaron el buche tras despertar del gratificante sueño,
repusieron agua en las botas y pellejos que acarreaban. Hacia
mediodía estaban preparados y en sus monturas los caballeros
reales y las huestes de los Laras. Acordaron movilizarse con el
rey lo antes posible, mientras que el Señor de la Finojosa y el
Arzobispo de Toledo, aguardaban por los más menesterosos,
que acarreaban desde Malagón. El rey apenas consiguió
conciliar el sueño, era presa de un atroz agotamiento y una
notable fiebre, sin embargo, los dolores y la extrema
incomodidad que sufría no le dejaban sumirse del todo en sus
sueños.
don Alfonso de Castilla se agita en su lecho mientras el calor
del cercano mediodía empieza a colarse por los ventanucos de
la cabaña en que se aloja. Apoyado sobre el costado contrario al
que alberga la endemoniada punta de flecha, sigue vagando
entre las sombras del delirio; machacado del duro lecho de paja
en el que apenas consigue sestear, se gira para descubrir en la
estancia la presencia del médico real, don Diego del Villar,
sentado a su vera, junto a la extraña figura que escasas horas
antes alcanzó a distinguir en la oscuridad de la noche, situada
al fondo junto a la puerta. El notable caballero fornido mantiene
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unas galas envidiables, envuelto en el ciclatón y enmascarado
por el facial del yelmo, lo que contraria, dentro de su
padecimiento, al rey castellano. La presencia del caballero,
contribuyó a desperezarlo de la pesadez que hacía presa en don
Alfonso. Mirando fijamente al fondo de la habitación, distingue
junto a él a don Diego del Villar, quien le inquiere amablemente
por su estado y sus dolores. Don Alfonso apenas le presta
atención al médico; tras unos breves instantes de silencio
comprometido, el rey le indica a don Diego del Villar:
‹‹Dejadnos solos, don Diego…››.
A lo que el médico real, responde torciendo el gesto, torna la
mirada hacia atrás, como buscando la complicidad del
caballero, antes de volverse de nuevo al rey, quien insiste de
nuevo: ‹‹… por favor, traedme un poco de agua.››. Ante la
insistencia del monarca, don Diego se levanta y camina
lentamente hacia la puerta, se para un breve instante junto al
caballero, tornando de nuevo la mirada hacia donde se halla el
engalanado guerrero. Amaga de nuevo con querer decir algo.
Sin embargo, decide, en el último momento, callar y salir en
silencio del real recinto.
don Alfonso se mantiene entre confuso y molesto a la vista del
caballero, quien permanece inmutable en el fondo de la
habitación. Hay un tenso silencio en el ambiente, el misterioso
caballero no muestra el rostro ni muda palabra alguna. Don
Alfonso, por su parte, permanece con la mirada fija en el
extraño personaje, haciéndose preguntas sobre su presencia;
por algún motivo, hay algo que le produce cierto estupor y una
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cierta congoja en aquel individuo. Finalmente, don Alfonso se
decide a interpelar al silencioso équite:
‒Mostraos ante el rey…
No hay respuesta:
‒Hablad, por Dios… ¿quién sois, por qué permanecéis en
silencio, por qué seguís mis pasos con la mirada fija, por qué
ocultáis vuestro rostro?.
El caballero sigue sin pronunciar palabra, cierta irritación e
incomodidad se apoderan de don Alfonso:
‒¡Hablad de una vez, u os mando fustigar por vuestra
insolencia!.
La extraña figura da un paso adelante, lo que sorprende y
arredra al yaciente don Alfonso sobre su lecho, haciendo
ademán de retroceder. Se arrincona, inconscientemente,
adosado a los toscos tocones de la pared junto a la que se apoya
su jergón. El misterioso caballero da entonces otro paso más, y
otro más, para, lenta y cuidadosamente, acercarse hasta el lecho
de don Alfonso. El rey inerme, apenas reaccionaba ante la
imponente figura que se arrima a su lado. Durante unos
instantes permanece de pie, erguido, parece tocar el techo; don
Alfonso se siente abrumado por la basta presencia del caballero,
sudores fríos recorren su espalda mientras se derraman gotas
por su frente. No cae ahora en la reminiscencia del dolor que le
infiere su zaherido hombro, mientras se estrecha contra la
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pared, sin dejar de mirar, fijamente, el facial de aquel hombre.
La angustia punza el alma del rey que no sabe, que no puede
reaccionar ante la sola presencia que turba su sueño y su
descanso. A punto de desfallecer ya, perdiendo la mirada, torna
los ojos en blanco, no soporta ya la tensión. Es entonces cuando
la gruesa figura se comba y suavemente toma la cabeza de don
Alfonso, para recostarla sobre su almohadón. Una vez
reubicada la exigua voluntad de don Alfonso sobre su lecho, el
guerrero se postra sobre una rodilla, para ponerse a la altura
del mismo, alarga su enorme brazo, enfundado en un
maniquete de malla de ribete dorado, como el resto de la loriga,
que aún porta al completo. Apoya su mano sobre el pecho del
monarca, mientras emite unas breves palabras, con voz honda y
grave:
‒Descansad Alonso, descansad, Rey de Castilla, sed fuerte, no
dejéis este mundo, pues Dios no quiere que así sea.
Dicho lo cual, se reincorpora, tornando de regreso a la puerta,
para salir raudo por ella. Don Alfonso permanece ya solo y
confuso en la habitación, mientras el eco de las palabras del
caballero retumba aún en su cabeza: ‹‹… Dios no quiere que así
sea…››
Afuera, el Conde Manrique apenas consiguió echar un leve
sueño, pese al cansancio acumulado. Sus pensamientos estaban
con su hijo García. A esas horas, ya se debiera estar negociando
con el moro, allá en Alarcos. Tal vez no, tal vez ese bastardo
loco de López de Haro hubiera decidido dar guerra a toda
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costa, espoleado por acerbos los comentarios y amargas las
críticas suscitadas en la jornada anterior, fruto de la derrota, la
frustración y los intereses cruzados. Don Pedro Manrique era
ahora preso de sus palabras, más que nunca, de sus dictámenes,
que tan buen partido habían sacado siempre para el Señorío de
Molina, que tan funestos se le aparecían ahora en la visión
borrosa de su primogénito atrapado en el sitio de Alarcos.
Para cuando la caravana se pudo en marcha de nuevo, bien
mediado el día, no había señales de los moros, el rey volvió a
alzarse a la silla de tortura sobre la que cabalgaba, aún
sobresaltado por las palabras de aquel misterioso caballero. La
penitencia de la comitiva proseguía de nuevo, esta vez,
envuelta en la luz del día. La claridad acuna los pensamientos,
que se muestran más amables, bañados por la luz del día, que
bajo el palio sinsentido de la oscuridad nocturna, donde las
mentes divagan entre sombras. Distinguir en la distancia el
paso que afrontar en la sierra, los ciervos que se cruzan a saltos
por el camino, las liebres, el cantar de los pájaros, que
bambolean entre las ramas, todo son estímulos que contribuyen
a un mayor optimismo, a aliviar la desazón. Todos habían
pasado por la noche más extraña y quejumbrosa de sus vidas.
Tras lo vivido la jornada precedente, parecía que muchos
sufrirían las secuelas de tan graves pensamientos y atriciones.
Cada, uno a su manera, portaba sus cargas consigo, y era de
esperar, que de alguna manera, les dieran oportuno desahogo.
En medio de la marcha, el de la Finojosa, relataba con el médico
del rey, don Diego del Villar:
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‒¿Cómo está el monarca, don Diego?—preguntaba el de la
Finojosa.
‒Sigue en pie, que no es poco. La herida no ha sangrado tanto
como esperaba, a Dios gracias.
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‒Parece tranquilo.
‒Demasiado…
‒¿A qué os referís?—El de la Finojosa se incorporaba en su
arzón.
‒Temo que sufre delirios.
‒Delirios, ¿qué clase de delirios?.
‒No sé, no será nada…
‒Hablad, don Diego, pues no es buena señar que don Alfonso
sufra delirios; menos aún, que vos se los queráis disculpar.
‒En realidad… en realidad, hace un rato, poco antes de partir,
don Alfonso se sobresaltó en su lecho. Después, me conminó a
salir de la estancia. Me pidió que le dejara solo, o eso quise
entender.
‒¿Pues qué habría de querer decir, de otra manera?. Vamos
don Diego, os he de arrancar la confesión a preguntas.
‒Sin duda se refirió a alguien más, pues mencionó: “dejadnos
solos”. Antes de abandonar la estancia, tenía perdida la mirada
y juraría…—don Diego del Villar disiente, ofuscado.
‒Hablad, don Diego, ¡por Dios!.
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‒Juraría haberle escuchado hablar solo. Como médico, puedo
decir, con criterio, que únicamente hablan solos, o bien los
locos, o bien los moribundos.
‒En ese caso, don Diego, ninguna de las dos salidas son
favorecedoras. Que Dios nos asista, a todos.
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CAPÍTULO XII. EL ENEMIGO A LAS PUERTAS
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La noche de antes, Girón de Saelices andaba inquieto entre los
muros de Alarcos. Dos horas hizo que había perdido de vista a
su señor, don García Pérez de Lara, siguiendo los pasos de
López de Haro, en pos de un secreto conciliábulo. Dudaba
mucho que su señor demorara tanto en traerle noticias; el hecho
era que la torre del homenaje andaba cerrada a cal y canto por
orden del tenente de la fortaleza, quien celebraba en aquellos
momentos una camarilla con sus más allegados caballeros y
algunos fidalgos de las Extremaduras, incluído el alcaide de la
ciudad. Por lo demás, toda representación de los Lara había
sido dejada fuera, pues la única embajada que allí había del
clan era el destacamento reservado por don Fernando Núñez de
Lara y por don Pedro Manrique. Para colmo de sus males, al
mando de un, por aquel entonces, malhadado don García Pérez
de Lara.
El bravo Girón sospechaba lo peor, la condición de don Diego
López de Haro era ya legendaria y su pulso firme había sido
demostrado en más de una ocasión. No en vano, este magnate
se volvió contra su condición natural en favor de los intereses
de Castilla y de su rey, contra los designios del monarca
Navarro. Se había volcado hasta lo indecible en la figura del
don Alfonso VIII de Castilla, sin dudar en ningún momento, sin
arrimarse a ningún otro señor más que al monarca: dura
tentación. Por el contrario, la alianza con otros magnates frente
al rey no era extraña razón de actuar. Los Lara manejaban
mayores cuotas de poder que el mismo Rey de Castilla, sin
duda. Solo el apoyo firme de López de Haro y el desgaste
sufrido por los Lara a manos de los Castro, en guerras
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intestinas como el Lobregal o en Huete, muchos años atrás,
habían impedido que hoy en día el linaje de los Lara fuera
prácticamente el que copara la corona, o incluso la detentara.
Mas Girón decide tomar cartas en el asunto. Acude a las
puertas de las salas nobles, guardadas por veinte hombres a
espada desenvainada y lanzón en alto. Girón no se arredra, ese
es su trabajo. Llega con otros veinte hombres más. La cuestión
es igualar, no amedrentar. El capitán molinés se dirige al
sargento de guardia:
‒Solicito audiencia del tenente.
‒El señor de este castillo se halla en concilio y ha dado orden de
no ser molestado ni interrumpido—responde el cancerbero, un
sargento maloliente de origen alavés.
‒Habrá de ser molestado, si es menester, la casa de Lara
requiere explicaciones.
‒En ese caso, que venga el señor de Lara a solicitar audiencia,
no uno de sus acólitos.—sanciona el viejo sargento que estaba
muy resabiado, incluso para el bravo Girón y sus veinte
caballeros.
El pobre Girón se queda sin palabras. Sería ridículo que
reconociera no conocer el estatus de su señor, motivo por el que
deseaba entrar en el torreón. La gente como Girón, al fin y al
cabo, es de pocas palabras y de muchos mamporros. El capitán
es presa del bochorno que le está haciendo pasar la actitud
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chulesca de aquel sargento vascón; se halla presto el capitán a
desenvainar la espada, antes de que si quiera un atisbo de rubor
pinte su expresión. En ese mismo instante, una voz alta y seria
prorrumpe en la preclara tangana que se iba a formar, para
decir lo siguiente:
‒No es de buena planta negar trato y ofender a un capitán de
La Molina… ¿sabéis?.
Un caballero fornido y alto se dirige al sargento de guardia.
Aquel caballero porta una expresión de solemnidad y hombría
simpar. Caminaba despacio, a grandes zancos, con un enorme
látigo de guerra, en cuyo extremo, hay una estrella del alba, una
enorme bola de bronce con pinchos, salpicada de sangre reseca
de moro, arrastrada por el suelo. Aún habla el caballero,
mientras prosigue dando pasos:
‒¿Conocéis La Molina, sargento?...—Nadie responde, nadie se
atreve, tal parece— No la conocéis, en serio.—Todos observan
al portador del mayal— .Dejadme que os hable de ella: se eleva
sobre una alta colina, con acantilados a los costeros; el invierno
es perenne, en enero, helador, se come el alma de los vivos,
agosta la memoria, oprime el corazón. ¿Conocéis La Molina,
sargento?.—La pregunta ya es retórica, obviamente; el alargado
caballero se halla ahora a un palmo del vascón, sin que nadie
mueva un dedo—. No, claro que no lo conocéis. Mirad mis
manos, ¿las veis bien?,—muestra sus dos manos peludas, sin
soltar el armatoste que portaba en la derecha—, en invierno
están blancas, lívidas, entumecidas, por mor del maldito frío.
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Nunca se va, el frío está siempre, en medio de la noche es peor
que nunca, peor que nunca, no hay nada similar. Sabéis que
hago para calentarlas… ¿para poder entrar en calor de vez en
cuando?: nada mejor que desollar un puerco o un jabalí, aún
vivo, para que las manos de uno entren en calor. ¡Así es!…
abrirlo en canal y hurgar en sus tripas… a veces las dejo ahí
metidas, un buen rato, mientras la vida de la bestia se extingue,
mientras algo de calor permanece; solo entonces me puedo
descuidar del endemoniado frío de La Molina. Y el invierno es
largo allí, maldita sea, ¡nunca se acaba!; durante esos largos
meses me dedico solo a eso, a destripar bestias: puercos,
jabalíes, muflones, ciervos, cabras, lobos… y algún que otro
agareno, si se da la ocasión. Sabéis que pienso ahora…
¿sargento?
‒…no, no lo sé.—Para aquel entonces el vascón ha dado un
paso atrás, y responde con voz temblorosa.
‒Creo que empieza a refrescar a estas horas de la noche…
Nadie se mueve un ápice, el vascón mira temeroso a aquel
señor de manos tan frías. Resueto, el vascón acciona entonces la
puerta para abrirla, mientras sugiera:
‒De acuerdo, que entre uno solo, dejad vuestra espada. Los dos
guardias en la antesala os darán audiencia.
Girón suelta el tahalí en que llevaba la espada, se encamina
hacia la puerta, no sin antes intercambiar una mirada cómplice
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con aquel recio y longo caballero de las manos frías. Cruzan
una leve sonrisa, el caballero está volviendo sobre sus pasos,
con su amenazadora estrella del alba a la espalda.
Su nombre es Bertrand, Bertrand Caillou de Aigues—Blanches.
Bertrand era gabacho de origen, un caballero gascón que acudió
al servicio del Rey de Castilla, don Alfonso VIII, nuestro
malherido rey. El Rey de Castilla casó, en tiempos, con Doña
Leonor de Plantagenet, a la sazón, hija de la serenísima,
ilustrísima y gloriosa Doña Leonor de Aquitania, una de las
reinas prontoconsortes de mayor factura que había parido
aquella vieja Europa de francos locos, guerrilleros de cruzadas
contra albigenses y peregrinaciones imposibles a tierra sagrada.
Leonor de Aquitania, era reina por méritos propios, pues era
Duquesa de Aquitania y Guyena, antes que nada, y Condesa de
Gascuña, lo que hacía de ella la mayor feudataria de la Isla de
Francia, más que el propio rey Francés, Luis VII. Esta dama
brava, aventurera, amante de la cultura y abierta de miras,
había casado, en segundas nupcias, con el que a la postre sería
el rey de Inglaterra: Enrique II de Plantagenet. De esta unión
nació Leonor de Plantagenet, reina consorte de Castilla, esposa
fiel, piadosísima y amada del asaetado Rey de Castilla.
Entró en la dote de la joven reina el condado de Gascuña, que
no acabó de anexionar nunca el rey castellano. No obstante,
alentados por la perspectiva de gresca con el moro, la
exuberancia de aquellas tierras íberas y las promesas de
terrenos libres para heredad, muchos caballeros gascones
peregrinaron al servicio del citado Rey de Castilla. Se hallaba
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este Bertrand entre ellos, malencarado y bravo joven, peludo,
alto y recio, muy en la línea del fiel Íñigo Sánchez de Villafoz,
aunque algo más esbelto y de porte más elegante. Gastaba mal
humor a raudales y gustaba abrir cabezas a golpe de maza y/o
espada. Cierto día pudo contemplar como unos campesinos
golpeaban con mayales el trigo para separar el grano de la paja.
Fascinado por la fuerza con que golpeaban aquellos tísicos
collazos las mieses gracias al efecto fustigador que
proporcionaba el uso del mayal, se hizo de uno, seccionó una
de las varas en su extremo, encargando a un herrero enganchar
en el mismo un grueso pomo de espinas que hacía las delicias
del citado guerrero en el campo de batalla. A veces tardaba en
armar el golpe, pero cuando lo conectaba, solía tener un efecto
anestésico a letal inmediato. El angelito gascón, combatió contra
los navarros y los leoneses, se frustró en Toledo al ser retomada
sin apenas esfuerzo y esperó a su gran día a las puertas de
Cuenca. Después de unos meses de asedio y penurias entre
lodos, polvillo de arcillas y tobas calizas, lo que contribuyó a
desmejorar su idealización de Castilla, no veía el momento de
llegar a enganchar unos cuantos de aquellos almorávides, que
no almohades, conquenses para ensayar con ellos sus mejores
movimientos. Aburrido y frustrado, llegó a aplicar su látigo de
guerra sobre un toro, un buey, un caballo y una gruesa mula.
Esta última fue la única que se negó a ir al suelo hasta el quinto
golpe, si omitimos aquel segoviano mohoso y borracho que
intentó robarle la soldada; el sañudo Bertrand dio buena cuenta
del mismo con sus manos, arrojando su cuerpo a una laguna
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cercana. Era un tipo, en líneas generales, atormentado y
borroso.
El pobre gascón no sabía qué hacer con su vida, dudaba incluso
de la existencia de Dios, algo sobre lo que hablaba solo cuando
se emborrachaba lo suficiente, costándole algún disgusto y
ciertos cargos por herejía. Realmente era un sofista en un
mundo de fundamentalistas religiosos, así que su manera de
pasar el tiempo, dada la escasez crónica de metafísicos que le
rodeaba, con quien discutir sus ideas, era apuntarlas en alguna
de las espinas de su arma, que incrustaba con fervor en los
cráneos enemigos, a la vez que se decía a sí mismo: ‹‹un
creyente menos…››.
El pobre Bertrand iba camino de la perdición absoluta, sin
duda, sus pecados iban a requerir muchos siglos de purgatorio.
Pero él lo afrontaba con serenidad, convencido de que no había
nada más allá, y que todo se iría al garete el día en que el
muriese. No podía evitar a veces agitar el cuerpo inerme de
alguna de sus víctimas, esperando que despertara, que volviera
sobre sí misma, que abriera los ojos, retornada, del más allá,
para que le confirmara la verdad que él creía o… quien sabe, le
dijera que venía de las puertas del cielo y que por qué
demonios le había devuelto a la vida. Realmente esa última
opción le aterraba, porque, de ser así, habría cielo. Y si había
cielo, habría infierno. Y en ese infierno, habría un lugar para él,
un lugar especial, sin duda.
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El espigado Bertrand era lo que siglos después se podría ser
calificar como un sociópata, bajo control, dado que podía dar
rienda suelta a sus inherentes deseos homicidas con frecuencia
en el campo de guerra. Sin embargo, aquel año de nuestro señor
Jesucristo de 1177, estaba sediento de sangre y enloquecido ya
por la larga espera, mientras los proyectiles de los aljamaneques
volaban las recias paredes del recinto amurallado de Cuenca.
Llegado el día del ataque, víspera de San Mateo, el gascón,
constreñido por sus pesadillas y la espera que le consumían, se
lanzó con ansiedad y precipitación a las paredes y acantilados
del sur. Sobre artilugios mecánicos algunos, sobre escalas o
cuerdas otros, asaltó este Bertrand con algunos valientes
gascones más la muralla septentrional desde el río Huécar. El
francés tropezó con su conciencia en forma de una roca
aparentemente firme que cedió a sus pies, precipitándose casi
quince brazas de cabeza. Dado por muerto primero, tras hacer
un ademán de despertar, fue recogido y llevado en volandas a
un nosocomio improvisado entre las confluencias del Júcar y el
Huécar, en menudo el lugar, donde se lavaban con frecuencia
las heridas con el agua abundante y cercana de ambos ríos.
Para el longo Bertrand, aquella concusión masiva resultó
definitiva, a la vez que transformadora. Creyó ver la imagen de
la virgen María en tres ocasiones durante esos días. Poco
después se hallaba hablando a querubines al pie de un aliso,
quines le reprocharían su conducta condescendiente ante la fe,
y la existencia de Dios mismo. Aquel día de la toma de Cuenca
murió un hereje, que cayó desde el precipicio y nació, o renació,
más bien, un piadoso caballero al servicio de la causa de Dios
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nuestro señor. Un clérigo molinés, desplazado al sitio de
Cuenca, presenciando la viva escena del pertinaz converso, sus
conversaciones con los angelitos y sus lágrimas derramadas
ante la invisible presencia de la virgen, se apiadó de él,
ofreciéndole un lugar en el Señorío de La Molina.
Por intercesión del mencionado clérigo, de la parroquia de
Nuestra Señora de Ribagorda, recibió del mismo conde
Manrique un quiñón de tierra en la sexma del Sabinar de la
Sierra, la más dura y extrema de las sexmas del señorío. Y así se
fue vivir a Checa, a unas siete leguas de la capital molinesa,
donde recibió su quiñón, dedicándose a picar piedra, algo que
se le daba bien y espantaba sus tormentos. Durante el verano y
la primavera se dedicaba al caolín, que llevaban a los hornos de
cal de los alrededores, como a los de la capital. Entrado el
otoño, los lodos de las caolinitas se hacían muy farragosos y la
gente no se dedicaba tanto a la masonería y el sillarejo, por lo
que se pasaba a los minerales de hierro, explorando territorios
más alejados, en el interior de los Montes Universales, muy
cerca ya de las fuentes del Tajo. Gustaba pasear por entre
aquellas soledades, dar buena cuenta de alguna pieza de caza,
pues nadie molestaba allí su presencia. Conociendo sus
peculiares inclinaciones y su enrevesado fundamentalismo,
toparse con Bertrad Caillou de Aigues—Banches en medio de
las soledades de aquellos montes, alejado de las miradas
displicentes y refugiado en la coartada del despoblamiento,
podría ser una experiencia muy desagradable.
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Dejaremos los cuentos sobre este Bertrand Caillou para otro
momento, pues es menester recordar que el bravo Girón pedía
audiencia al tenente don Diego López de Haro. En efecto,
accedió el Conde López de Haro a atender al bravo Girón,
siendo recibido este último en la antesala, junto a los guardias:
‒Decidme, noble Girón Sanchís—insinuaba,
condescendiente, don Diego.
con
tono
‒Siento la intromisión, pero me veo en la obligación de
preguntar por mi señor don García Pérez de Lara, quien se
retiró hace rato largo tras sus pasos, a atender parlamentos.
‒Y parlamento celebramos, en efecto.—Dicho lo cual, se
produjo un corto silencio.
‒No es menester preguntar por el contenido de sus
parlamentos, sin embargo, os debo preguntar por el paradero
de mi señor, quien no da señales de vida desde que lo vi
marchar con vos.
‒Puedo responder a ambas cuestiones, Girón. Efectivamente,
expuse a vuestro señor ciertas preocupaciones que tengo para
la situación que se nos plantea mañana: en primer lugar, que es
un muchacho muy joven y tal vez mañana peligre de veras
nuestra posición aquí, en segundo lugar, que podía entorpecer
unas negociaciones que, de darse, serían harto complejas y en
las que no tendría voz ni voto, dado que solo el tenente de
Alarcos podría convenir acuerdo alguno; en tercer lugar, que
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hay un caballero, don Pedro Fernández de Castro, entre los
aliados del Miramamolín y, dada la inquina que tienen en
perseguir a los Lara, no sería nada conveniente para él ni para
nos que permaneciera en el recinto amurallado por más tiempo.
‒¡¿Pero, cuál fue su respuesta, dónde está?!—inquirió el bravo
Girón, que a cada palabra de don Diego se temía lo peor.
‒… si tenéis la cortesía de dejar hablar a vuestro mariscal, os
expondré todos los fechos—don Diego echó una mirada
displicente sobre el inquieto capitán alcarreño—. La cuestión es,
estimado capitán, que el joven se avino a razones, presa de
cierto temor a las consecuencias de un sitio imposible de
mantener, ante un enemigo implacable que, con total
seguridad, requeriría su cabeza. El joven don García, algo
nervioso y agitado, quiso poner, acertadamente, pies en
polvorosa, a lo que tuve que poner freno. Le conminé a dejar
aquí sus caballeros, pues de ninguna manera debieran
abandonar el sitio, dado que eso minaría severamente la moral
de mis mesnadas. Finalmente, le propuse una alternativa para
salvar su honor: dado que no podía enfrentar el fecho de tomar
sus omnes y marcharse, pues ni yo ni mis caballeros lo íbamos a
permitir, le ofrecí salir por su cuenta tras las huellas del séquito
del rey, a llevar aviso a su padre, motivo por el que puse en sus
manos el testimonio de la presencia del ricohome de los Castro
entre las fuerzas del enemigo. Llevando dicha revelación a
conocimiento del Señor de La Molina con urgencia, salvaría el
honor de su familia, enmendando la falta de abandonar la
plaza, contraviniendo lo que le había sido instruido por su
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propio progenitor, don Pedro Manrique de Lara. Hay una
poterna en la cara sur por la que debió salir, pues le invité a
facerlo con sigilo extremo. Uno de mis omnes pondría un buen
jamelgo a su servicio. Siguiendo la trocha hacia Malagón, por la
antigua calzada romana, no tendría pérdida en hallarlos.
De nuevo un silencio sepulcral y la mirada de Girón Sanchís
profundamente hendida en los ojos de don Diego López de
Haro, tan vacíos de sentimientos, como llenos de coraje para
haber despachado al heredero de La Molina como a un simple
alfeñique de la tropa. Sondeando aquel vacío enorme en las
dilatadas pupilas del alférez, Girón, agudo y perspicaz por
naturaleza, no veía más que retazos de verdad. El violento
silencio entre ambos fue disipado por don López de Haro,
quien pretendía persuadir al desconcertado capitán con un
último y definitivo argumento:
‒Como prueba de nuestro acuerdo, convino don García
dejarme en prenda el privilegio de La Molina.—Dicho lo cual,
el alférez real sacó de su faldón un anillo con el sello de los
Manrique. Aquella evidencia resultaba incontestable. Dicho
esto, mi noble Girón, no tengo más a decir, ahora, id en paz y
dejadme que termine de despachar asuntos.
El bravo Girón se vio de nuevo en la calle, entre las miradas
expectantes de sus correligionarios. Su expresión de duda y
asombro se podía leer desde el primer instante: el bravo Girón
no asumía lo sucedido, trataba de analizar las explicaciones de
don Diego López, mientras valoraba la gravedad de la
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situación. De ser cierto, no podía más que permanecer al
servicio de López de Haro en tanto no se aclarara el entuerto;
pero, por otra parte, de no serlo…
Así es como se desató la angustia y la desazón en el corazón del
bravo Girón, precipitadamente cayó en la cuenta, en la más
funesta de las dudas, atisbando en el enredo planteado por don
Diego, conocida su capacidad de manipulación y su firmeza de
carácter. El bravo Girón evitaba ponerle nombre a sus
sospechas, pero no reparó sin embargo en ponerles remedio.
Allí en el patio de armas de aquella fortaleza sitiada, en aquella
batalla perdida, abandonados sus hombres a albedrío del
tenente de Alarcos, todas las miradas de sus caballeros y
principales puestas en él mismo, salió de su ensimismamiento,
para poner orden:
‒Escuchadme, Guzmán y Prieto, salid con unos pocos hombres,
decid que a por aguada a los guardias. Luego buscad, buscad
con denuedo en el poblado, agarrad a cualquiera que transite
por sus calles, por las faldas del monte, solitario, a quien venga
de apartarse de la fortaleza…
‒… ¿bus, el qué?—interrumpe la gresca la voz de uno de sus
hombres.
‒Buscad a vuestro señor: don García Pérez de Lara.
Por su parte, el capitán Íñigo Sánchez de Villafoz, andaba
atribulado en resolver la desaparición del cadáver del
interfecto. Aún sobresaltadao por el impacto contra el suelo de
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aquel noble muchacho desprendido de la torre más elevada de
Alarcos, tuvo a bien elevar una breve plegaria por su muerte, y
tratar de darle una última brizna de consuelo. Hecho lo cual,
acarreó el cuerpo con sus fornidas hechuras, mientras andaba,
algo agobiado, por las callejuelas del incipiente poblado de
Alarcos.
Mañana, toda la población sería todo presa de las llamas y el
saqueo. Debía, por tanto, asegurarse de ocultar bien el cadáver,
motivo por el que se descolgó a las faldas del cerro. Halló
próxima la cantería de la que se servía las duras cuarcitas para
sillar las paredes de la fortaleza y el parapeto del la
construcción del lugar. Aprovechó las montoneras de bloques y
piedras allí apiladas para sepultar el cadáver en una letrina
improvisada, en lo profundo de un hueco horadado ya a vara y
media de profundidad.
Despojaron al cuerpo de sus ropajes y enseres, para que no
pudiera ser identificado por ellos. El asistente de Íñigo se quedó
con las joyas y objetos de valor, que el propio capitán no quiso
guardar, por respeto al señor caído. Finalmente, usó un cuchillo
de fierro que solía llevar para rebanar el morcón y seccionó con
el mismo la cara del pobre muchacho, que arrojó para que
devoraran las alimañas del campo, quedando definitivamente
irreconocible. Allí quedó, insepulto, el joven heredero de La
Molina, entre las heces y orines de los plebeyos. El noble Diego
se juró a sí mismo volver algún día a sepultar en sagrado los
huesos de aquel joven y desgraciado noble, pues no era de
justicia para ningún cristiano semejante inhumación. Todo
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aquello se dibujaba como una tragedia improvisada por un
alma despiadada e implacable, como lo era la de López de
Haro, pero tan necesaria para el Rey de Castilla en aquellos
tiempos, en los que bien parecía un león, rodeado de hienas
asesinas.
Y es que la gloria del Rey de Castilla, era la gloria de don Diego
López de Haro.
Y en estas, ya vuelve el noble Íñigo Sánchez al castillo, en
medio del vacío de la noche, secundado por su descuidado
adlátere. En medio de la oscuridad, cruzan tres caballeros,
portando antorchas, presurosos y agitados, que exhortan al
bravo Íñigo a dar parte de su presencia allí:
‒¿Decidnos: quién sois y por qué os a halláis aquí?—pregunta
uno de ellos.
‒La pregunta la debo hacer yo, como capitán que soy del
tenente de Alarcos…—responde, desafiante, el noble Íñigo.
‒De dónde venís, no nos hagáis preguntar de nuevo…—
responde un segundo.
‒Mis asuntos no os conciernen, pues hago ronda por orden del
alférez real, buscando espías, avizoradores o atalayeros del
enemigo.—Íñigo hacía méritos por que hubiera paz, pues la
prepotencia de los caballeros molineses, hecho contrastado, por
cierto, empezaba a exasperarle.
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‒¡Registradlos!—inquiere el primero en hablar.
‒No os conviene pleitear conmigo, pues hemos de salir
malparados, es un ultraje lo que decís, recordad que estáis a mis
órdenes en tanto que al servicio del tenente del castillo.—Íñigo
se ve obligado a reaccionar, pues el patán de su acompañante
aún acarrea los objetos personales del noble asesinado.
‒Nos solo atendemos a las órdenes de nuestro señor don
Manrique, no a las de ese bastardo vizcaíno.—responde de
nuevo el primero, aparentemente, líder del grupo.
‒Sea así pues…—dicho lo cual, se lleva la mano a la espada,
habiendo desenvainado ya un palmo, puestos en guardia sus
asaltantes, cuando interrumpe la trifulca la voz clara del bravo
Girón, en medio de la oscuridad reinante.
‒… no os recomiendo, hombres de La Molina, asaltar al capitán
Íñigo de Villafoz, en medio de la oscuridad. A fe que dará
buena cuenta de todos, a la par que afrentar a su señor don
Diego López de Haro.—Se transfigura el bravo Girón a la luz
tenue de la antorcha, hallándose ya entre los
contendientesAhora, mis nobles caballeros, dejadnos solos y
seguid buscando.
Mientras se alejan los tres caballeros, Íñigo despacha a su
acompañante con viento fresco, no sin antes arrebatarle la
talega en la que el rufián de su compañero porta, con los
enseres del joven asesinado allí entre las sombras, a fin de
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guardar y custodiar el mismo. Esto llama poderosamente la
antención del bravo Girón:
‒Disculpad la intromisión, capitán Íñigo, guardáis con celo
vuestra talega.—pregunta, receloso, el bravo Girón.
‒De patrulla no gusto acarrearla, siempre llevo a alguien
conmigo para que me haga el porte. Ventajas del puesto—
responde Íñigo.
‒Una noche fresca, ¿verdad?.—dice,
importancia, el bravo Girón.
sin
darle
mayor
‒Cierto, necesitaba respirar un poco, fuera del bullicio del
castillo.
‒Extraño, pues vuestro señor estaba reunido y no os ha
llamado a capítulo. Sois uno de sus capitanes más leales y
cercanos…
‒Pedí permiso para salir, eso es todo.
‒Peculiar decisión, vuestro amo encerrado, decidiendo la
estrategia a seguir en el sitio y guerra de Alarcos y vos
paseando a extramuros en la oscuridad, con una talega llena de
trastos.—Girón arrea su ingenio para provocar alguna
respuesta en el gigante autrigón, y tentando a su suerte, dicho
sea de paso, pues este toro bravo era noble, aunque corneaba
como ninguno, si se le daba con larga fusta.
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‒El motivo os lo he expuesto. Sabéis que soy hombre de campo,
de armas, desconozco de tácticas y de sabedurías de las que
tienen los nobles con quienes discute mi señor. No obstante,
Girón de Saelices, creo que no son de recibo tantas cuestiones.
Antes bien, ¿qué buscáis vos, con tanto denuedo?.
‒Disculpadme, Íñigo, por mi ofuscación. En realidad, buscamos
a mi señor, don García Pérez de Lara. Vuestro señor don Diego
afirma que ha salido por la poterna sur en busca de su padre.
El bravo Girón busca generar algún estímulo sobre Íñigo. Si el
autrigón tuviera algo que ver con la desaparición, seguramente
vacilaría mientras fingía una respuesta. Íñigo vacila unos
instantes, antes de responder:
‒… así es, yo llevé su caballo a la poterna para que pudiera
salir con sigilo, siguiendo las instrucciones de mi señor—el
noble Íñigo trata de improvisar.
‒Vaya, eso aclara el entuerto. ¿Partió en su montura, entonces?.
‒Efectivamente.—Íñigo se siente reafirmado tras su primera
mentira.
‒Es extraño, sabéis, porque hace unos instantes acudí a las
caballerizas y su palafrén aún se hallaba allí.—El bravo Girón
mostraba sagacidad.
‒Tal vez me equivocara de montura, con la agitación del
momento…—el bravo Íñigo zozobra en sus mentiras y
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contradicciones— en cualquier caso, esta conversación llega a
su fin. He de reintegrarme a mi puesto.
Dando la conversación por zanjada, se encamina el noble Íñigo
a las puertas del castillo. Girón no piensa tentar más la suerte,
conociendo la fama del puño del autrigón. Sabe ya que oculta
algo, se teme lo peor. Pero no puede hacer nada, acaso intentar
doblegar al noble Íñigo; eso jamás funcionaría, tal vez con otro
caballero pero, con este Íñigo, ni se planteba. En un último
ademán, el bravo Girón replica, una última vez, al bruto capitán
de La Bureba:
‒… Atendedme una sola cuestión más, Íñigo, de capitán a
capitán—El autrigón se para, resopla ligeramente, pero decide
volverse y atender un último recado que aquel capitán que,
igual que a otros hombres de honor, respetaba profundamente.
‒Debo seros sincero, sin levantar ofensa por ello pero… me
temo lo peor, por mi señor, ¡se de lo que es capaz don Diego!.
Vos también lo sabéis—Se acercó levemente y tomó del brazo al
noble Íñigo, con un ligero sobresalto por parte de este—. No os
ofendáis si os digo que creo que mentís, que mi señor no ha
partido a hurtadillas del castillo, abandonando su haz de
combate, su formación y su honor. Mi señor es joven e
impulsivo, pero noble y valiente. Le conozco desde que era un
infante, le he cuidado y velado, le he guardado y vigilado. Y
ahora… ahora todo me dice que lo he perdido. Vos lo sabéis,
sabéis algo, algo que no es menester rebelar—Algunas lágrimas
asomaban por la comisura de los labios del bravo Girón—. Pero
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os pido algo, tan solo tenedlo en cuenta: si es ventrura, haceos
cargo de mi señor, como cristiano ques es, ya sea que esté entre
nosotros, o no. Decidme, noble Íñigo, ¿me comprendéis?.
Ambos caballeros se miran fijamente, sin pronunciar palabra
alguna, clavadas las miradas. Tras unos breves instantes, en
noble Íñigo asiente levemente. No hacen falta más gestos, el
bravo Girón libera el brazo del de Villafoz, que retorna ya a
intramuros del castillo. Allí queda Girón, solo, en la oscuridad
de la noche y de sus pensamientos. Asumiendo lo peor: ha
fallado a su señor y a su linaje. Ha perdido al heredero natural
del Señorío de La Molina. Ha herrumbrado su honor y su valía.
El bravo Girón, consciente de la realidad de los
acontecimientos, vaga a extramuros de Alarcos, cuan ánima en
la noche. Sus hombres acuden de vuelta a informar que no
hallaron nada, ‹‹… pues no hay nada que hallar…››, se dice a sí
mismo Girón Sanchís.
El capitán alcarreño libera a sus hombres de la patrulla,
enviándoles a descansar, con la excusa de que su señor ha
partido en pos de más refuerzos. No es momento para
soliviantar a sus caballeros contra don Diego López de Haro,
extendiendo entre ellos un rumor, por él constatado, de que su
señor de La Molina ha sido apartado a un lado, borrado del
tablero, desechado, simplemente, ejecutado. No es momento,
retiraos a descansar, la jornada ha sido terrible y agotadora,
llega a su fin, y hay que rejuntar fuerzas y voluntades para la
víspera del día siguiente.
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El pobre Girón no ha de volver al castillo, allí dentro se siente
asfixiado, traspuesto, abrumado. Permanece al socaire del
torreón de Alarcos, muy cerca del sector septentrional, lugar
donde, pocas horas antes, recibía el noble Íñigo el funesto
encargo caído del cielo. Allí encuentra el pobre Girón el
manchón de sangre dejado por su malhadado señor. Él lo
ignora, pues puede ser de cualquiera. Junto al charco, ya reseco,
hay algo más: una enseña, de apenas un palmo, de seda,
abandonada precipitadamente: dos calderos de oro a un palo,
en fondo de gules. El noble Girón lo estrecha, lo aprieta en sus
manos, presa de una enorme frustración, de una incontrolable
rabia. Levanta la mirada al cielo, a las almenas de la torre del
homenaje, desde ahí una caída sería mortal. Por segunda
ocasión, en la triste jornada de Alarcos, una enseña pone en
evidencia una triste realidad de traición.
Los pensamientos de Girón se azoran, más que nunca, allí, en la
leve oscuridad clareada de estrellas, acaba de refutar su teoría.
Su señor, don García Pérez de Lara, ha debido ser ejecutado.
Probablemente, cuando quedó a solas con don Diego. Tal vez
fuera premeditado, tal vez, fruto de una acalorada situación.
Sea como fuere, se trataba de dos hombres de poder, en una
situación desesperada, sometidos a una enorme carga de
tensión y preocupación. Una respuesta normal, bien pudiera
haber sido llegar a las manos, tirar de espada. Un forcejeo, un
mal golpe. Tal vez, la más furiosa rabia desatada. Algo había
sucedido, a opinión del bravo Girón, algo terrible, involucrando
a los dos señores. Y sin dudad, la peor parte, habría decaído del
lado de su bando. Sin embargo, ya no hallará más pruebas, han
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podido ocultar el cuerpo muy lejos de allí, mediada su lentitud
en responder, o la torpeza de dejar marchar en soledad a su
señor, con el nada tibio López de Haro.
Sus errores son lo que ahora más le apesadumbra, mas decidió
dejar las cosas ahí, con sus remordimientos, sepultados do
quiera que se a hallase su señor, aliviados por la leve pero firme
palabra del noble Íñigo, de ocuparse del cadáver del joven
noble. Allí, mirando a la bóveda celeste, encogido en sus
pensamientos, poco a poco halló la paz, el bravo Girón. Unas
briznas de hierba seca y su capazo hicieron el resto, y así, el
valiente capitán, se dejó vencer por su descomunal
agotamiento, en pos de un merecido sueño.
Descansa, Girón Sánchez de Saelices, descansa merecidamente,
porque en el día de mañana, el enemigo esperará, a las puertas
de Alarcos.
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CAPÍTULO XIII. DON PEDRO FERNÁNDEZ DE
CASTRO, DE NOME “EL CASTELLANO”
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Amanece sobre Alarcos en el día de nuestro señor del 20 de
Julio de 1195. Los ecos de la estrepitosa derrota de la jornada
previa aún resuenan en el espíritu de los allí presentes. El bravo
Girón se despierta ante el graznido de unos buitres leonados,
posado casi a su vera. Parecen haber confundido la quietud
durmiente del capitán con la de alguno de los cientos de
cadáveres que se apilan en las cercanías del astillo. El hedor de
los muertos empieza a aumentar y atrae desde muy temprano a
los carroñeros y alimañas de varias leguas a la redonda. El
bravo Girón hace un aspaviento para espantar a los buitres. Se
repone y presto retorna a la seguridad de la fortaleza. Aún no
tiene tiempo para lamentarse, ni para rezar el más que probable
óbito de su señor, el joven don García Pérez de Lara.
En la claridad de la mañana es de notar que se han
desperdigado las huestes, escuderías, los séquitos, las milicias
que ayer se arremolinaban a extramuros de Alarcos. Se
distinguen dispersos, como cantos sobre una cama de arena los
grupos que huyen hacia Toledo, hacia Uclés, hacia Madrid o
Talavera, según la orientación de las hileras. El panorama es
desolador. Solo la contención de Alarcos impide que los
musulmanes acudan a dar caza y hacer botín de toda aquella
pobre gente, de los milicianos y de los caballeros villanos que
retornan como pueden a sus casas, de las mujeres y los
muchachos que acudieron para dar soporte y auxilio a sus
mesnadas respectivas. En estos tiempos, todo el mundo
participaba en la guerra, unos portando la espada, otros,
dejándola afilada, otros, trayendo el agua al campo de batalla.
De hecho, todos buscaban su trozo del botín en ella.
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Girón se reincorpora a su haz de combate. Los hombres de Lara
y de La Molina forman en el patio de armas y al frente de ellos
está Girón. Algunos aún duermen mientras los heridos
contienen sus sufrimientos. Se apilan los cadáveres de los
heridos graves que fallecieron en el transcurso de la noche. Don
Diego López de Haro permanece en el adarve, expectante.
Rodeado de sus lugartenientes y junto al fiel Íñigo Sánchez de
Villafoz, observa como, poco a poco, van los moros
recomponiendo las líneas en derredor del cerro donde se halla
la tienda roja del Miramamolín. Dos horas más tarde, las líneas
aguardan completas, junto a varias armas de asedio,
debidamente desplegadas en las campiñas que rodean el sur de
Alarcos.
A media mañana se desprende un grupo de cinco jinetes del
núcleo central de las fuerzas enemigas. Portan pendones
andalusíes, del califa, en blanco. Al frente luce el pendón claro y
nítido de los Castro, “el castellano”, como le denominan los
musulmanes, está entre ellos, efectivamente. Diego López de
Haro masculla “maldito traidor” entre dientes, mientras ordena
elevar el pendón blanco aceptando el parlamento. Se dirige a su
fiel Íñigo, le dice:
‒Prepara tus mejores arqueros, si el que acude al frente es ese
bastardo de Pedro Castro y la cosa se tuerce, intentaremos, al
menos, ensartarlo.
Íñigo atiende raudo los designios de su señor. La breve
comitiva se halla a unas cien varas de distancias de los muros.
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López de Haro sale a su encuentro dispuesto, rodeado de una
pequeña escolta, compuesta por los hombres que ha elegido
Íñigo bajo las directrices del propio alférez real. Avanzan a paso
ligero hasta la posición de la comitiva musulmana. En frente ya
unos de otros, se saludan, según el código de la caballería;
mediados los preceptivos gestos de cortesía, comienza
hablando el representante portaestandarte de Castro:
‒Me llamo Alfredo de la Retamosa, portaestandarte de don
Pedro Fernández de Castro, señor de la Casa de Castro y de la
plaza de Trujillo. Vengo en son de paz, a negociar los términos
de la rendición del castillo y ciudad de Alarcos.
‒Y bien, ¿Cuáles son vuestros términos?.—Diego López de
Haro se recoloca sobre su arzón, más relajado, en ausencia del
famoso Pedro Fernández de Castro.
‒El califa Abu Yusuf, magnánimo y generoso, accede a dar
tregua si se entrega el castillo con todas las pertenencias y
riquezas que en él se hallaren, las caballerías con sus arzones y
jaeces, igual palafrén que acémila; posesiones, prendas,
monedas, abalorios, sortijas o cualquier pieza de valor será
entregada en público antes de abandonar el sitio. No será
obligado ser convertido cristiano alguno, mas se deberá abjurar
del dios crisitiano, judío y del propio Jesucristo, reconociendo a
Alá como el único y grande, victorioso entre todos los mortales,
de la mano del gran califa Yusuf, desde hoy, conocido como
Al—Mansur, el victorioso. Quien no realice abjuración, podrá
ser ejecutado, amputado o fecho prisionero en el acto, a
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voluntad del califa. Mujeres y mancebos podrán ser tomados
como esclavos por los alcaides y emires, a voluntad, durante la
entrega del castillo. Cartas, pliegos, pergaminos o escripturas
de cualquiera clase habrán de ser conservadas y dejadas en su
ubicación. La destrucción de cualesquiera documentos será
duramente sancionada.—Dicho lo cual, terminó la exposición.
‒¿Eso es todo?.—replicó, casi irónico, López de Haro.
‒Eso es todo, sobre los caballeros, fijosdalgos, villanos, clérigos,
abades y collazos. Sobre los señores y el Rey de Castilla, se
dispone lo siguiente. Todos rendirán sus armas ante el califa, no
serán obligados a abjurar, pues han luchado con bravura. El rey
cristiano jurará sobre el Corán que no habrá de enfrentar en
vida al señor de los almohades, al victorioso; pedirá perdón por
su afrenta a Alá y a la pureza de las tierras andalusíes,
entregará solemnemente el castillo al mismo califa, al igual que
rubricará la entrega de las plazas de Caracuel, Benavente,
Malagón, Calatrava y Consuegra. En añadidura, mi señor, don
Pedro Fernández de Castro, avizoró en batalla los pendones de
Lara y La Molina de retorno a la salvaguarda de castillo. Es su
voluntad que los comes de Lara allí presentes sean entregados
en calidad de prisioneros a mis señor de Castro, que dispondrá
de ellos conforme a los códigos de caballería.
Unos breves instantes mediaron entre la declaración del
heraldo del señor de Trujillo y la respuesta de don López de
Haro. El alférez debía escoger adecuadamente sus palabras. De
lo contrario, caerían todos prisioneros:
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‒… escuchadas vuestras condiciones, procedo a exponer las
nuestras: se entregarán riquezas y caballerías sin oponer
resistencia, se capitulará el castillo, con la venia del tenente de
Alarcos. Mas ningún cristiano en la plaza será prisionero ni
abjurará de Cristo nuestro señor, pues no se puede obligar al
hombre a condenarse para la eternidad. Se pueden sacrificar los
objetos materiales, pero no las almas, que arderían en el
infierno de los malditos. No, mi señor Alfredo, antes sacrificaré
hasta la última bestia que haya en las caballerizas, sepultaré las
alajas de que dispongamos y derramaré hasta la última gota de
sangre de mis caballeros y mía que hacer abjurar a nadie de la
fe de Dios nuestro señor. Haremos buena la derrota de ayer y
no habrá aljamaneques para derribar los muros, que se
levantarán con la ayuda de Dios de ser necesario, ni faltará el
agua, si acaso caerán aluviones de lluvia, las fuerzas serán
renovadas con el aliento de nuestra Santa Madre María y el
espíritu del Longinos habrá de ser encarnado en nos para
facernos soportar cualquier martirio que atisbe el califa en
represalia. Esta fortaleza, será tumba de los cristianos y foso
para los musulmanes, si así se ha de pergeñar por parte el califa
y de su aliado—sancionó claramente el alférez esta vez.
‒¿Ese es el mensaje que he de trasponer?... qué hay del rey, y de
los comes de Lara—el heraldo de Fernández de Castro se sintió
turbado, no era esa la clase de respuesta que esperaba.
‒Ese es el mensaje que habéis de llevar. Sobre el rey, sobre los
comes, si quiere saber más, que venga el traidor cristiano en
persona a negociar sus términos.
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Dicho lo cual dio la espalda y volvió sobre sus pasos al galope.
Tal desplante hizo don López de Haro a la legación del califa y
al legado de Castro que tornaron indignados, especialmente los
alcaides, quienes vociferaban a su retorno: ‹‹¡yihad!››,
mentando la guerra contra los cristianos.
Poco antes, don López de Haro se reintegraba a su tenencia
sobre el cerro que los moros denominaban “Al—Alarak”, desde
tiempos añejos. Los condes Martín y Peñafierra acompañaban a
don López de Haro en su retorno al castillo, dos ricoshomes de
Logroño, descendientes del Conde Vela Ladrón. Habituales
entre las levas de López de Haro y entre los principales activos
por los que el alférez real se había destacado en su puesto.
López de Haro atrajo desde la corte a muchos señores de
enjundia y valor al norte de Burgos, arrebatados incluso a
Navarra. Su carácter marcial y desabrido contrastaba con la
generosidad de sus botines y la largura de sus concesiones.
López de Haro entregaba casi todas las riquezas que capturaba,
pero se guardaba para sí la joya más preciada de todas, que no
compartía con nadie: el corazón del Rey de Castilla.
Los citados condes Martín y Peñafierra comentaban la jugada
de don López de Haro con el propio tenente de Alarcos:
‒Mi noble señor de Haro—decía Peñafierra, alto y
desgarbado—. Poco prudente vuestro desplante. El moro es
muy suyo para con estos desmanes.
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‒No he de discutir con lebreles si lo que busco es un jabalí
escondido entre los zarzos—replicaba López de Haro mientras
se sacaba los guantes de piel de caballo.
‒Bastaría haberlo planteado al heraldo y a sus équites
acompañantes, ¿acaso no?—inquirió Martín, más rechoncho y
robusto. Uno de los pocos capaces de echarle un pulso al noble
Íñigo de Villafoz.
‒No se os paga para hablar, ni para decidir los parlamentos.
¿Acaso os he nombrado consejeros de alferazgo?—respondió
con acritud López de Haro, que se encaminaba de nuevo al
adarve.
‒Mi noble señor de Haro—insistía Peñafierra—, estamos vivos
de milagro, pero seguís tentando a la suerte divina, aclaradme
la vista un poco, solo eso pido. De no ser así, acudo raudo a las
faldas de Frai Pimientos, pues me he de confesar por onanista
recurrente. He estado toda la santa noche tocándome y
pensando en mi querida Brunilda, por miedo a no verla nunca.
Ahora mi mayor desazón es que me voy derechito a las puertas
del infierno, después de la declaración de guerra que habéis
espetado al califa almohade.
‒Perderás el miembro por onanista irredento, Peñafierra. Yo
aguanté toda la noche sin si quiera pensarlo—replicaba Martín.
‒Tú has estado de coyunda con putas desde Nájera hasta
Toledo, ¡malparido!—respondía receloso Peñafierra.
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‒¡Basta desgraciados!—interrumpió de viva voz don López de
Haro—. Me pregunto en qué momento se perdió la sangre
noble de vuestro linaje. Pareciese que hubiérase esparcido por
las brechas que ensancha vuestra estulticia, perdida para
siempre. Agarrad vuestras espadas y escudos, ¡acudid a la
guardia de levante y dejad al alférez en paz de una vez u os
hago ejecutar por lenguaraces!.
Encalomado de nuevo al adarve, Íñigo de Villafoz se aproxima
a su señor, para darle las nuevas. Las tropas están dispuestas y
los hombres en sus puestos. Don López de Haro permanece
impasible mientras recibe el informe de guarnición, mirando las
hileras almohades, andalusíes, alárabes, los guzz, los hintatas,
los masmudas… el formidable y devastador ejército venido del
corazón del califato para devorar a los cristianos de Castilla.
Aún se preguntaba por qué siguió sin más a su rey a esta
locura, por qué aceptó la tenencia de Alarcos, por qué no cerró
sus dominios del norte y medró, como los Laras, tras una cuota
de poder más grande para él mismo y para sus descendientes;
‹‹no…››, se respondía a sí mismo, porque el señor lo sabía,
porque Dios lo advertía, porque el mundo es de los que se
arriesgan, de los que salen de su madriguera, de los que van
más allá de sus tierras y de sus feudos, tras la mayor de las
glorias… o la más rotunda de las derrotas. Solo el que se
arrimaba al lado del rey incluso en los trances más
complicados, podría tener su fidelidad y absoluta confianza;
tanto, como para conseguir ensartarle una flecha y seguir
gozando de su amistad. Rememoraba las penurias para
financiar la locura del asedio a Cuenca. Solo el apoyo decidido
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del alférez real, dio a don Alfonso VIII de Castilla la posibilidad
de organizar un asedio de meses, a una de las ciudadelas más
inexpugnables de aquella era; solo el empuje y la pasión de don
Diego plegó a caballeros y a condes a soportar meses de asedio,
abandonando sus gobiernos y tenencias durante largo el
tiempo, a sabiendas del deterioro y la escasez postreros que
nacen de la anarquía sobre las tierras.
Y todo por llevar una idea hasta el final; una idea tibia, pero
prodigiosa, una idea latente, enterrada en el pasado, desde la
muerte de Alfonso VII, de nome el Emperador, una idea de
locos cristianos: recuperar palmo a palmo cada una de las
taifas, fortaleza tras fortaleza, asedio tras asedio, cabalgada tras
cabalgada.
Así era la combinación de cualidades del noble López de Haro:
una mezcla de ambición controlada, tenacidad en su estrategia
y coraje a raudales. Si bien, sobre todo, la voluntad de poner el
pie en tierra enemiga, de escapar de su poltrona, tantas veces
como fuera necesario, en pos de bienes mayores.
Pero no todo han de ser benevolencias y coraje infinito; tal es
que López de Haro cede por un instante, de manera casi
imperceptible, sus piernas tiemblan ligeramente y pierde la
respiración. Se apoya sobre una almena sintiéndose asfixiado,
sofocado. Sabía que había pocas posibilidades de sacar su
estrategia adelante.
El fiel Íñigo, que conoce a su amo mejor que nadie, acude a
ayudarle, con sobriedad, sin denotar su asistencia en brazos,
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apenas. Reincorporaá al alférez en su sitio, mientras le
preguntaba susurrante por su estado. López de Haro,
sobrecogido en aquellos momentos, le confesó sus
pensamientos:
‒¿Crees que he obrado mal, Íñigo?—dice, lacónico, López de
Haro.
‒Yo vine aquí a morir por vos, a morir por el rey, a morir por
Dios—responde el noble Íñigo.
‒¿Y crees eso de verdad?... yo no lo creo—habla el tenente con
la mirada perdida en el vacío del precipicio que dibujan los
haces de combate almohades—. Piensas en tu amada francesita.
Yo pienso en mi esposa, en mis hijos. Pienso en poder vivir la
vida en paz algún día. Eso sucederá cuando echemos al último
perro agareno al mar, cuando el último Jimeno de Navarra
caiga a los pies de Castilla, cuando León vuelva a ser uno con
nos y con él, Portugal. Cada paso es duro, complicado, cada
avance, salpicado de sangre. Mas no podemos pararnos.
Pretendo vivir un día más, mi noble Íñigo, añoro vivir un día
más, y pasar el trago de acudir a Toledo a decirle a mi rey que
perdí su castillo y su gloria. Y vivir unos años remendando este
descosido, para volver de nuevo por venganza y con fuego,
sometiendo al insumiso, derrotando al imbatible. No pretendo
caer con gloria en el campo de batalla, no en el día de hoy, amo
demasiado a la vida, deseo que nos dé una oportunidad de
venganza y consuelo. Por eso he desairado a esa legación del
califa. De exponer claramente que el Rey de Castilla no se halla
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entre aquestos muros, que no hay Laras si quiera entre ellos,
pues al último lo desangré yo anoche como a un puerco, no
habría más consuelo para el Miramamolín, que el de ensañarse
con nosotros. De ser así, no nos quedaría otra que lamer las
calzas llenas de boñiga de caballo del califa y de sus hombres.
De abjurar de Dios nuestro Señor, o de ser decapitado en el
acto…
Una vez más, el terrible estrépito de los tambores invade la
escena, sepultan el espíritu e interrumpen el monólogo de
López de Haro. Los haces de combate avanzan, al frente, sus
alcaides. El emir de Al—Ándalus ha caído en la batalla del día
anterior, acuden en su venganza. La guerra se aproxima, con
furia y sed de venganza, la muerte porta estandarte de blanco,
hoy no hay suerte. Sin embargo, López de Haro sigue en sus
trece, algo más resuelto ahora, prosigue su plática:
‒O tal vez si quiera eso, tal vez el califa decidiera resolver su
frustración por la ausencia del escurridizo Rey de Castilla
laminando esta ciudad, arrasando con todas las almas
encerradas entre aquestos muros. Yo estaba allí cuando don
Alfonso mandó redactar la carta para el Miramamolín,
emplazándolo a la lucha, tildándolo de cobarde, despreciando
sus fuerzas. Mientras aquí levantábamos los muros, solapados
con los valientes freires calatravos, el rey no esperaba a las
empalizadas y rugía al león del desierto. El rumor se hizo
certeza. Los espías alárabes y andalusíes venían por doquier, a
alguno le arrancamos la confesión, después de los dientes: el
califa resolvería salir de sus montañas, acudir en nuestra
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búsqueda, con formidable ejército, arriostradas sus cuitas ya,
con los bereberes Benimerines. Acudiría como una ola,
batiendo la orilla con mar agitada por las afrentas y las
deshonras, como se agita el Cantábrico contra los acantilados,
arrastrando las arenas de las playas, hasta dejar descarnada la
roca hojosa y negra de Vizcaya. Los campos de Calatrava no
son sino una endeble cala presta para ser barrida por el
temporal almohade. Estamos lejos del espigón de Toledo. Aquí
nada pararía la furia de la marea de agarenos…
Los haces forman al sur de la fortaleza, esperando la señal. Se
adelantan dos aljamaneques, con enormes contrapesos para
arrojar moles de piedra contra los muros de Alarcos. El pavor y
la desesperación comienzan a extenderse, más allá del sosiego.
Mientras tanto, López de Haro, impávido y abstraído sanciona:
‒No, mi noble Íñigo, antes bien, es ese bastardo de Castro lo
único que se interpone entre el desairado califa y nosotros. Solo
su orgullo cristiano y su ambición, trastocada hace apenas un
año en Tordehumos, cuando los dos reyes, de León y de
Castilla, pactaron sus paces, haciendo desmerecer a este Castro.
Él quiere algo más, sabrá ya que el Rey de Castilla, su primo, no
se halla entre aquestos muros. Su mayor ambición era hacer
presa de los Laras y arrodillar a don Alfonso VIII de Castilla.
Ahora, el tal Castro, habrá de clamar al califa, si quiere sacar
algo más de este encuentro, que la polvareda de los muros de
Alarcos, una vez derribados, y tal vez la sangre de su tenente,
aquí presente.
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El ataque está presto a su inicio. El noble Íñigo ya centra todo
su interés en la batalla, con el sonoro eco de las palabras de su
señor, el cual, ya se limita a contemplar impasible la pléyade
mora que se avecina.
Y es entonces cuando dejan de sonar los cuernos, sordos los
tambores, la máquina de guerra se ha parado. Se ha congelado,
rotundamente. El silencio se ha precipitado sobre los campos de
calatrava para ocupar el vacío generado por el ruido
ensordecedor de instantes antes. El noble Íñigo empieza a
pensar que su señor, tal vez, solo tal vez, tenga razón. Tal vez
haya una posibilidad.
El milagro sucede, se abre paso entre la maraña de jinetes,
espaderos y arqueros una nueva comitiva de paz. Ahora
parecen todos cristianos, ahora se aparece ondeando en vivos
colores ese estandarte del demonio; los Castro de nuevo
irrumpen en el destino de Castilla a su estilo, que no es otro que
trayendo la guerra. Al frente alardea el mismísimo don Pedro
Fernández de Castro, apodado “el castellano”, por los moros.
Es un hombre grueso, de edad mediana, cabello castaño y
ondulado. Acude presto a los muros de Alarcos. De buena gana
lo degollaría don López de Haro con sus propias manos. Mas es
este caballero su única esperanza. De nuevo, reza a su Íñigo:
‒A mi orden, darás cuenta de ese bastardo si no se aviene a
sacarnos de aquí de una pieza.
De nuevo sale un grupo a su encuentro. Don Pedro Fernández
se halla escoltado por notables caballeros y dos lanceros bien
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enjaretados. No sería fácil llevarlo por delante. Los códigos de
caballería exigen salir a su encuentro con similar montura, ni
una más. Por si acaso, mejor ni una menos. Don López de Haro
tiene las líneas de su guión, el pez ha mordido el anzuelo. La
codicia y el desaire de Tordehumos arrastran a don Pedro a
salir de su escondrijo. Se hallan ambas comitivas una enfrente
de la otra sobre el hombro de poniente del cerro de Alarcos. A
sus pies el Guadiana, turbio, no refleja los destellos del
mediodía. Inicia su exposición don Pedro, en calidad de
afrentado:
‒Me llamo Pedro Fernández de Castro, señor de Trujillo.
Acudo a negociar la rendición de Alarcos, en los términos que
se han de convenir. Hablemos en privado, don Diego…
Dicho esto, se gira con su montura, levemente, alejándose de la
escolta. En esto le sigue don López de Haro. Los guardianes se
quedan atrás, sin perderse de vista un instante. Tras los pasos
del Castro, López de Haro da apertura a sus particulares
parlamentos:
‒Y bien, don Pedro, ¿desde cuándo luchan los Castro del lado
del moro?—pregunta, con ironía, López de Haro.
‒Sabéis de sobra cómo funciona este negociado, don Diego. A
veces somos vasallos y a veces somos enemigos de nuestro rey,
así sople el viento.
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‒Se ve que terciaron las brisas después de Tordehumos, a la
vista de vuestra alineación.
‒Precisamente, con más razón si cabe. Vos estuvisteis presente
allí, al igual que yo.
‒¿Qué os aguijonea tanto como para volveros contra vuestros
hermanos cristianos?.
‒El mismo factum que os hizo a vos participar de acuchillar a
los cristianos de Navarra, en lugar de defenderlos de la
prepotencia del Rey de Castilla. Nadie es santo, de entre nos,
don Diego.
‒Seguís sin responder a mi pregunta…
‒Vuestro rey, mi primo, gusta acaparar todos los territorios,
como hiciera su abuelo, recordad bien: el emperador. Los
Castro han sido los señores de las extremaduras entre el
Guadiana y el Tajo por designación del Rey de León y por los
méritos contraídos luchando contra el moro y los portugueses,
recordaréis, en Badajoz. Mi padre enseñoreó Trujillo y fue
Mayordomo Mayor del Rey de León. Después de tantas
penurias y tanta sangre derramada, aparece por allí vuestro
amado Alfonso de Castiella, reclamando para sí las tierras que
hay más allá de Ávila, para fundar Plasencia, dotarla de
obispado y plantar su estandarte justo a los pies de la
Transierra Leonesa, en el Valle del Jerte y a la vera de
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Monfragüe. Eso fue toda una declaración de guerra contra los
Castro…
‒… y sin embargo, vuestro Rey de León, no quiso dar guerra.
‒No quiso dar guerra, por quedar folgando con vuestra
hermana y dotarla a ella y a los de Haro con tenencias y
castillos en León.
‒Si pretendéis ofender a mi hermana en grave pleito hemos de
entrar.
‒Vuestra hermana Urraca sabe bien lo que sacó folgando del
rey Fernando de León: mucha devoción y un potencial
heredero de la corona. De todo ello se han pretendido
beneficiar los de Haro. Bien pronto acudió mi buen don Diego a
atender sus nuevas posesiones en León, abandonando a su Rey
de Castilla, ¿verdad?
‒Face ya un tiempo de aquello.
‒En menuda la cuita que dejó el rey don Fernando de León a su
heredero legítimo, don Alfonso. Con vuestra hermana
pugnando, como ilegítima consorte, por alzar a su propio hijo
Sancho, a la corona de León.
‒Mi hermana defendía sus derechos, ¿acaso no es cierto?.
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‒No si es por encima del primogénito e hijo legítimo del Rey de
León y la infanta de Portugal, que no es otro que mi rey: don
Alfonso de León.
‒Todo eso es agua pasada, en cualquier caso.
‒Agua pasada, ni mucho menos, mas bien escurrida y
enlodada. Mi rey don Alfonso no pudo sacar la cabeza por
Trujillo por pactar con su primo, el otro Alfonso, el de Castilla,
vuestro amado rey, unas paces infecundas, para sacudirse de
una vez a vuestra ambiciosa hermana de encima y de paso
echar a patadas a los de Haro de su reino. Luego, en
Tordehumos, acobardado y temeroso, mi querido Rey de León
se vuelve a plegar a los designios del castellano, traicionando a
la herencia de los Castro, abandonando a su suerte a mi señorío.
‒Tal, vez, don Pedro, sois vos poco digno heredero de vuestro
padre, incapaz de domeñar los acontecimientos y dejando que
se os escape de entre las manos lo que construyó vuestro
glorioso y épico ancestro.
‒No, mi señor de Haro, estoy hastiado de estos imberbes
reyezuelos bisoños que no saben ni guerrear entre ellos. No hay
espaldarazo para mi señorío y mientras, a la marca, llegan
mensajeros desde Hispalis, informando que el califa arma en
Marrakech tamaño ejército, que se beberá los ríos y arroyuelos,
que asolará los pastos y los viñedos, que rugirá a las puertas de
Toledo. Busca aliados para su aceifa, quien le dé su apoyo ha de
ser bien recompensado. Harto de los de Haro, de los dos
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Alfonsos, del proselitismo las órdenes de caballería, entregada
la plaza mayor de Trujillo a los milites de Santiago, armo mis
mesnadas y me marcho con el agareno.
‒La traición se puede llamar de muchas maneras, ladinas, todas
ellas, mas son, al fin y al cabo, traición a vuestro pueblo…
‒… esa no es la cuestión, querido Diego, la cuestión es, que sin
embargo, después de todo aquello, os hallo aquí de nuevo,
estorbando en mi camino. Por eso mismo me pregunto, ahora
más que nunca, por qué no echaros encima a todo el ejército
moro que acampa allá abajo.
‒Os jugáis la excomunión, el Papa Celestino llama a la cruzada
contra el moro. Quien no suscriba puede ser condenado.
‒El Obispo de Ciudad Rodrigo, don Martín, me dará el perdón
a cuenta de otros méritos. El Papa de Roma no es nadie en estas
tierras.
‒No estéis tan seguro, fue el primado del Papa, el Cardenal
Celestino, quien refrenó a la Liga de Huesca, de la que vos os
habríais beneficiado, sin duda. De otra parte, fue el legado
papal, el cardenal Gregorio de Sant Angelo, quien patrocinó el
Tratado de Tordehumos. Si no contáis con el favor de la eglesia,
no solo seréis excomulgado, también menguaréis en amigos.
‒No hay aún clérigo, incardinado ni primado que haya
solventado disputas entre nuestros orgullosos reyes. Más bien,
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han puesto requisiciones a sus bienes y heredades, que a las
cuestiones espirituales.
‒Podéis pensar como queráis, yo, por mi parte, aún recuerdo a
los reyes Navarra y Aragón entrando en tierras Sorianas, recién
fundada la Liga de Huesca, no face tanto el tiempo. Todos los
reinos cristianos alineados contra Castilla, el Rey Lobo, vencido
en Murcia, como único aliado contra los almohades. Entonces
apareció aquel seco y macilento Cardenal Gregorio para meter
el miedo en el cuerpo a todos los monarcas de esta tierra de
locos y silenciando los tambores de guerra. La amenaza del
purgatorio obliga a luchar contra el moro, no frente al cristiano,
eso predica la Eglesia. Y sea como sea, la Eglesia está erigiendo
a su líder en Roma, y la Eglesia, querido Pedro, es Dios y de
Dios somos temerosos todos los Cristianos.
‒No es con la amenaza del purgatorio con lo que habéis de
salvar vuestro pellejo—don Pedro empezaba a impacientarse—.
Respondedme, ¿dónde se halla el apocado Rey de Castilla, mi
noble primo, que parece haber huido raudo de la batalla que él
mismo ha convocado?.
‒Marchó a Toledo, a ajustar cuentas con vuestro noble rey
Leonés, quien parece no quiso atender su palabra de acudir a
luchar contra el moro. Tal parece que ambos dos, el señor de
Trujillo y el Rey de Léon, hubieran pactado en conventículo el
desenlace de aquesta batalla, uno por activa y el otro por
pasiva.
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‒Mi noble Alfonso de León ahora anda en sus paces con su
primo Alfonso de Castilla, y a mí me han echado a patadas de
su zahúrda, un año ha, en Tordehumos. Pienso ahora en los
botines de guerra para desquitarme de las ofensas de mis
descreídos primos, los dos reyes cristianos. Gran premio es para
mí sacar al Rey de Castilla a hurtadillas de su gran fortaleza al
sur de Toledo. Haber humillado a su tenente, quien abandonó a
su rey en el fragor de la batalla y de nuevo humillar al mismo
alférez del rey, a suplicar por su gente.
‒No tengo noticia de Castro alguno que atendiera a súplicas ni
tuviera piedad. Y la pieza que soñábais cazar se os ha escurrido
entre las manos, me temo. Ahora bien, podéis resarciros y
volver con gloria a las faldas del Rey de León…
‒¿Lo veis, don Diego?, por eso he conseguido convencer a ese
oneroso y terco moro Yusuf, aún a riesgo de mi cabeza, para
que os que diera otra oportunidad de parlamento. Porque
siempre guardáis vuestra mejor baza para la segunda carga—
La expresión de don Pedro se volvió más jovial y cercana—. Se
había bajado de su caballo y arrimado a un peñasco desde
donde divisaba todo el ejército almohadeY bien, mi noble
Diego: ¿qué me ofrecéis para evitar que os eche encima a este
ejército grandioso, en nombre de Alá?.—Su mirada se perdía en
un bajío de turbantes y chilabas.
‒Sé muy bien cómo funciona la política del exilio. Los reyes
echan siempre de menos los brazos fuertes de sus señores de
confianza. Somos nosotros quienes guardan sus fronteras,
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controlas las ambiciones de otros, reunimos sus levas y
hacemos pagar sus impuestos. Vos no sois una excepción.
Entiendo que casi os echan a patadas de Trujillo sin remedio,
que ante el inmovilismo del Rey de León, habéis optado por
desnaturalizaros a tierras almohades. Los andalusíes os han
ofrecido cobijo, sabiendo que es bueno contar con un fuerte
aliado cristiano. Pues bien, ahora podéis volver conmigo a
Toledo, a interceder entre el Rey de León y Castilla, los que se
habrán de ver allí las caras. Ante el Rey de Castilla, yo os
presentaré como el negociador de los moros y el que ha salvado
los intereses y las almas de los cristianos aquí presentes. El Rey
de León, por su parte, sabrá reconocer en vos al caballero que
ha dado estocada profunda a su gran enemigo: el Rey de
Castilla. Restaurado vuestro honor y bien dotado el servicio que
habéis prestado indirectamente a la corona de León, vuestro rey
volverá a acoger a un Castro como adalid de sus ejércitos y
guarda de sus fronteras. Al fin y al cabo, siempre hubo un
Castro en León para rastrojar Laras en Castilla, y refrenar las
aspiraciones portuguesas en Extremadura y Galicia.
‒Suena tentador, sin duda. ¿A cambio de qué?.
‒Ni más ni menos que lo que transmití a vuestro heraldo: dejar
libres a todos los cristianos de Alarcos, sin vejación ni mancha,
sin abjuración ni perjuicio. Que nos permitan recoger a los
muertos, darles sepultura o devolverlos a sus tierras. Bastante
se ha perdido en la jornada. El califa encontrará mucha más
resistencia en la cibdad vieja de Calatrava o en Consuegra. Que
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conserve fuerzas y tiempo para las siguientes batallas. La gloria
de hoy ya es suya.
‒Creo que podré convencerlo de esto. Mas creo también que
alguna costa añadida tendrá. El Miramamolín se obstina en
hacerse con alguna cabeza para su ajuar, preferentemente la del
capitán de la plaza. Vuestra carga ayer fue terrible, debo decir,
me costó muchos omnes. Pero sabed, mi noble Haro, que ayer
también disteis buena cuenta del visir Abu Yahya, hermano del
mismísimo califa, quien clama venganza, sentado en su tapiz,
rezando a su Dios—responde a estas razones don Pedro, quien
se muestra dubitativo.
‒El negocio no podrá cuajar si no vamos de la mano a Toledo.
Vos elegís: permanecer en el ostracismo andalusí, o volver a
llevar las riendas del Infantazgo, las llaves de León, quién sabe,
tal vez la mayordomía del mismo Rey de León.
don Pedro Fernández permanece entonces pensativo, apenas
unos segundos. Abstraído, observando la magnitud de aquellas
fuerzas concentradas frente a Alarcos, mascullaba
pensamientos dominados por la codiciada gloria de volver a la
vera de su rey en León, a la curia real. Ese era el resorte que
López de Haro quería activar. Gran parte de su éxito, de la
mano del Rey de Castilla, vino de saber leer las líneas de los
deseos y motivaciones de los grandes señores del reino, de
situarse a medio camino entre la corona y los condes. Don
Pedro mira entonces hacia la tienda del califa Almohade.
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Asiente, finalmente, dando la espalda a López de Haro, para
tornar sobre sí mismo, y sancionar:
‒De acuerdo, aceptaremos vuestras condiciones…
Vuelve a encaramarse a su caballo. Una vez en lo alto de su
montura, amaga con atizar a su montura, pero se refrena, para
hacer una última matización a López de Haro:
‒Haceos cargo, mi noble Diego, que no está garantizada la
satisfacción del califa. Yo haré lo mejor posible por convencerlo,
mas estad preparado. Si no se aviene a razones, que Dios os
guarde junto a los vuestros, porque ya no habrá piedad.—
Dicho lo cual, espolea tibiamente a su pequeño pero ágil corcel,
saliendo al trote, de regreso.
Se reintegra de nuevo el alférez real a su tenencia, junto a sus
hombres. Aguardan de nuevo en sus puestos, y así pasa una
hora tras otra. La tensión empieza a hacer presa en los soldados
y caballeros. Solo aquel caballero de estatura notable y manejo
formidable del látigo de guerra, de nombre Bertrand parece
estar tranquilo. Ha visto el rostro de Dios y de la virgen, opina,
y le han hablado del cielo. Permanece recostado sobre un lecho
de paja seca esperando que su destino le lleve a las puertas del
paraíso, o bien de vuelta a sus frías tierras molinenses. El noble
Íñigo, por su parte, talla una figurita con trazos bastos, pues no
es muy mañoso, pese a tener un cierto sentido de la proporción
y la originalidad. Está recreando la figura esbelta y voluptuosa
de su querida Annaïs. El bravo Girón, a su vez, sigue preso de
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sus remordimientos y de la incompetencia tras noche anterior.
En cierto modo, desea que se desate la guerra, antes que tener
que regresar a explicar a su señor cómo dejó que su hijo y
heredero callera en manos de López de Haro. Atusando el paño
que había encontrado la noche anterior, que a ciencia cierta
pertenecía a su amo don García Pérez.
Y vuelven a sonar los cuernos, no tocan carga. Más bien a
deshacer las líneas. Los hombres y las caballerías se pueden
retirar a refrescarse y a pacer tras varias horas bajo un sol de
justicia y a la espera de instrucciones. Casi todo el mundo
respira aliviado, salvo López de Haro, que sospecha que el
califa no va a aceptar sin más. Una hora más tarde acude de
nuevo el heraldo de don Pedro Fernández de Castro, recibido a
escondidas, junto a la poterna sur. Allí se ve a solas con don
Diego, la tropa se inquieta y las rumorologías estallan entre los
sitiados. Los términos de la rendición han sido expuestos y don
López de Haro no regresa con cara de muchos amigos. Se dirige
a su fiel Íñigo de Villafoz junto al resto de sus caballeros,
incluidos los breves condes Martín y Peñafierra:
‒Disponed a todo el fonsado y huestes para la rendición—
explica lenta y pausadamente—. Todos han de partir hacia el
corro que se ha de formar ante la tienda bermeja del califa. El
viejo agareno exige que cada caballero, soldado, villano o
escudero acuda ante su presencia con montura, jaeces, abalorios
y armas varias. Solo aceros y puntas de lanza. No quiere ningún
arco ni ballesta a su vera…
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‒… Lógico no querrá que le asaete algún temerario, como a
nuestro rey…—interrumpe, torpemente, el Conde Martín.
Tras un breve silencio, y una mirada displicente de don Diego
en honor al estúpido comentario del Conde Martín, prosigue
con su trágico pregón el destronado tenente de Alarcos:
‒… Estupideces aparte, todas las preseas serán entregadas ipso
facto ante el califa, haciendo genuflexión en señal de respeto.
De ahí se podrá partir libre, a hacerse cargo de los caídos o de
retornarlos en paz a su tierra. Dejarán acémilas a disposición
para acarrear los muertos.
‒Es un noble gesto, me veía rebanado por estos moros—afirma
otro locuaz zopenco, cual es Peñafierro.
‒No acaba aquí la cuestión, mis nobles capitanes. El califa
reclama mi cautiverio, accediendo a intercambiarlo por diez mil
maravedíes de oro, para empeñarlos a mayor gloria de su dios,
en el minarete que están alzando en Hispalis, a orillas del
Guadalquivir. No es necesario que me entregue ahora, mas el
califa reclama doce de mis capitanes, elegidos a su voluntad,
para llevar como cautivos, en tanto que yo me entregue o
efectúe la pechada oportunamente.
‒¿Y os vais a entregar mi señor de Haro?.—pregunta,
estúpidamente, Peñafierro.
De nuevo se alza un silencio sobrecogedor, el aire se puede
cortar con un cuchillo, en finas tiras de ansiedad y
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desesperación. El noble López de Haro tiene clara la respuesta;
sin embargo, por una vez en su vida, no se atreve a expresarla.
‒… Por supuesto que no se va a entregar—Interrumpe la
intriga el noble Íñigo Sánchez; el de Villafoz, midiendo los
tiempos, sale de nuevo al paso de su señor—. Es el alférez del
rey, Castiella le necesita, como el león de sus zarpas o el águila
de sus garras. Nosotros estamos aquí al servicio de nuestro
Dios, de nuestro rey y de nuestro señor. Dura pena es perder a
quien rige, y así está escrito en los fueros. No podemos juntar
recaudos para semejante rescate, menos aún después de la
caloña que nos toca pechar al califa en el día de hoy.
‒Yo quisiera volver con mi esposa, si quiera decirle adiós…—
de nuevo disiente el torpe conde Martín, espoleando el ánimo
de don Diego.
‒¡No has de ser tú escogido como cautivo, pues serías más losa
que beneficio, alfeñique!—grita don López de Haro—,
preparadlo todo, antes del ocaso ha de estar finiquitado el
asunto.
Se disponen las huestes para la entrega. Las caballerías y los
soldados se azoran en acudir a desfilar ante el califa y poder
escapar de aquella encerrona. Unos quieren poner tierra de por
medio, huir de aquel escenario. Otros pretenden recoger el
cadáver de un familiar o un amigo. Ese es el caso de un
caballero villano, de nombre Miguel Sonseca de Cubillas. En
medio de la batalla había presenciado como su padre, de
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nombre Godo Sonseca, caía muerto por una lanzada
atravesando su cráneo de lado a lado. Miguel Sonseca era un
caballero villano, sin heredades, cuyo padre estaba a cargo del
gremio de arrieros del concejo de Atienza. Los arrieros de
Atienza tuvieron un papel insospechado en devenir de los
acontecimientos de aquel reino de locos que era Castilla,
cuando salvaguradaron al niño rey que fue don Alfonso de
Castilla. De alguna manera, los de Atienza se las arreglaron
para mantener oculto al niño de las garras de su tío Fernando II
de León. Había pasado ya, no obstante, mucho tiempo desde
aquello.
Miguel Sonseca barajaba ahora un futuro sombrío, a la trágica
pérdida de su padre se sumaba la falta de heredades. Habría
que ver cómo iba a ser capaz de recomponer la situación. Al
menos otros dos rivales pugnaban con él por hacerse cargo
ahora del gremio de arrieros. Por ahora, su mayor interés era
poder llevarse el ya pestilente cadáver de su querido
primogénito, a fin de darle cristiana sepultura.
Ya salen los sitiados de Alarcos, el día está declinando, el rey
malherido debe andar ya en Guadalerzas, o bien cerca de llegar
allá. Se dispone la comitiva de rendición. Salen ordenadamente
y el fila los caballeros y los villanos. El bravo Girón sale al
frente de los suyos, desolado, tras el triste resultado de la
jornada previa y la ulterior. Después salen los restos de los
concejos que han asistido a luchar con el tenente de Haro:
Logroño, Navarrete, Nájera, Treviño, Vitoria, Belorado, Cerezo,
Bureba, Miranda y Calahorra son algunos de los que desfilan.
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Largo camino de vuelta les espera, entre los rigores del sol y la
falta de comida. Las alimañas de Malagón a Guadalajara se
esconden en sus madrigueras. Un ejército de castellanos
hambrientos amenaza con devorarlas a todas, de regreso a sus
hogares, incluyendo bulbos, babosas, pescados, ganados y
acémilas. El hambre va a hacer estragos entre las tropas.
Todos desfilan ante la tienda del califa, cual se refugia del sol en
su seno, a la sombra, entre tapices y alfombras, rodeado de
oficiales y abanicado por esclavos. Todos desfilan,
abandonando sus pertrechos e hincando rodillas. Luego parten,
aliviados, unos hacia el norte, directos, sin mayor dilación.
Otros, como el desconsolado Miguel Sonseca, hacia la morgue
improvisada en forma de pila por los almohades. Muchos de
los cuerpos están tremendamente desfigurados, desnudos,
cercenados. El vencedor se ha cebado y regocijado en los restos
de la derrota cristiana, algo habitual, por otra parte. La guerra
es un acontecimiento esencialmente deshumanizador, como a
menudo lo son los propios seres humanos.
Llegado el momento, López de Haro, al frente de los suyos, se
postran ante el califa; la vergüenza de un reino, su adalid
sometido y rogando por su vida. Entregando la fidelidad de sus
hombres para salir indemne. Don Pedro Fernández de Castro
preside la comisión delegada por el califa en la selección de los
cautivos en nombre de López de Haro. El noble Íñigo se
muestra impávido al frente de ellos, firme, esperando su suerte.
Los condes Martín y Peñafierra sufren de un canguelo
estrepitoso, les tiemblan las piernas. El bravo Girón observa la
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escena en lontananza, de alguna manera se alegra por la gloria
truncada del noble López de Haro, pese a la derrota sufrida y
las bajas acumuladas. El capitán de La Molina, encuentra el
consuelo en la humillación de López de Haro, mientras se dice
a sí mismo: ‹‹El califa te ha dado tu merecido, López de Haro››.
Paradojas del destino, contaba don Diego López de Haro con
vender a las huestes de Lara a cambio de su libertad y, sin
embargo, el califa le hizo optar por que entregara las suyas
propias; ciertamente, Girón se alegraba por ello.
El Señor de Trujillo camina con los brazos en jarra, se aproxima
a don López de Haro, a quien dirige una mirada cómplice.
Después se acerca con cortos y marcados zancos hacia el
primero de la línea: el noble Íñigo. Observa de arriba abajo,
mira de soslayo don Pedro a nuestro caballero autrigón. El de
La Bureba no tuerce el gesto ni deja de clavar su mirada,
desafiante, sobre señor de los Castro. En el último instante, don
Pedro agacha levemente la cabeza, cosiendo con una leve
sonrisa el rubor que le produce la presencia de Íñigo, al que sin
embargo, parece que va a eximir de ser cautivo. Así pasa a los
siguientes, poco a poco va escogiendo a otros notables
caballeros, distinguidos por enseñas, ropajes o por su ubicación
en la línea. Apenas ha seleccionado al último de los cautivos,
cuando uno de los mismos rompe a llorar, desconsolado, para
mayor vergüenza de los allí presentes; se revuelve y acude a
postrarse a los pies de don Pedro, quien lo mira con desdén.
Hace un gesto a dos gigantones de la guardia negra del califa,
para que acudan a quitarle de encima al quejumbroso caballero:
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‒Mal servicio valorará vuestro señor López de Haro como para
pagar por vos, viendo como os echáis a llorar, rogando a mis
pies—insinúa el Castro, desprendido, al impetrante caballero—.
¡Que le corten la cabeza, este ya no sirve a ninguna de las
partes…!
López de Haro, por su parte, no mueve un ápice ni hace gesto
alguno más que mirar también con desdén al plañidero. Agacha
la cabeza el alférez real, en señal de desaprobación y vergüenza.
El noble Íñigo, sin embargo, observa la escena, más agitado, al
contrario que su señor. El pobre caballero gimotea por su vida,
ha caído presa del terror y la desesperación, algo que puede
suceder hasta al más cierto guerrero; es arrastrado unos metros
por los dos fornidos senegaleses de la guardia negra. Uno ya
saca una enorme cimitarra, consagrada a ejecuciones sumarias.
El caballero yace de rodillas ante los ejecutores, mientras el
noble Íñigo aprieta los dientes, y López de Haro observa el
cielo, absorto, ignorando la situación, esperando salir del
trance. El verdugo negro alza el estilete presto a ejecutar la
sentencia, una mala forma de morir, sin duda.
Un afilado cuchillo vuela por el aire, raudo, hasta clavarse en el
costado del verdugo. El noble Íñigo lo tenía guardado en los
calzonas. Decide tomar parte en la ejecución sumaria, saliendo
en defensa de su compañero. Se abalanza sobre el etíope
acuchillado y, de un empujón, le arrebata la espada. El otro
gigantón africano echa mano de su espadón, y en un abrir y
cerrar de ojos comienzan a luchar. Los aceros restañan en el aire
varias veces. El noble Íñigo se siente lento y torpe con ese
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alfange que no tiene costumbre de usar. Su contendiente, por
contra, descarga golpes con furia, haciéndole perder el sitio,
cuesta abajo, en la ladera del cerro donde se halla la tienda del
califa. Todo el mundo asiste obnubilado a la contienda. El otro
africano se reincorpora, malherido, pero su corpulencia le da
una resistencia asombrosa, se saca el cuchillo del costado, lo
que puede tener funestas consecuencias para él.
Con el cuchillo en la mano, se abalanza sobre el noble Íñigo,
quien esquiva la estocada por poco. Mientras, su contendiente
sigue descargando golpes terribles, con mayor fiereza si cabe,
pues se sabe superior con su espada. Íñigo mira a su alrededor,
todo el mundo está quieto, boquiabierto. Sin recato el guerrero
de La Bureba se abalanza sobre la pila de espadas desechadas
por los cristianos ante el califa. Sabe que no tiene más chance si
no es con armas de las suyas. Ya no tiene nada que perder.
Nadie parece pretender interrumpir la escena, López de Haro
está petrificado, mientras que el Castro parece estar disfrutando
la justa. No se hable más, a combatir, tocan. El noble Íñigo se
agencia una espada corta de amplio gavilán plateado, bien
equilibrada. Ha habido suerte, pues no había tiempo para
escoger. Apenas está echando mano de una rodela cuando se
abalanza de nuevo el sengalés. Descarga con furia el negro un
estacazo recibido con la rodela por el de La Bureba. Siente las
lajas de madera del escudo quebrarse a la vez que casi lo hace
su brazo. El etíope golpea con una potencia descomunal. Por
eso están en la guardia personal del califa. Por suerte, Íñigo no
es precisamente un endeble y aprovecha la inercia del gigante
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negro para acarrearlo y lanzarlo por encima de sí. El etíope
vuela y cae de espaldas, sorprendido por la maniobra de Íñigo,
quien se dispone a rematar la faena. Se halla el espigado
africano en el suelo, aturdido por el vuelo y totalmente
indefenso, cuando llega en su auxilio su compañero, armado
aún con el cuchillo que instantes antes llevaba ensartado en su
costado. Íñigo distrae su atención brevemente en pos de evitar
la afilada cuchilla y en un rápido y contundente gesto esquiva a
este otro atacante sobre el que descarga un espadazo que sesga
la espalda del enemigo en diagonal. El tajo es profundo y se ha
llevado por delante la mayor parte la musculatura posterior.
Entre dolores terribles el valiente guardián cambia de mano el
cuchillo, pues su diestra está inoperante debido a los tendones
seccionados de su espalda a hombro. El arrojado africano
empieza a respirar con dificultad, pues sufre un neumotórax
que está contrayendo su pulmón, presionado por el aire que
penetra por la herida que él mismo ha abierto al sacarse el
cuchillo. Ahora se encuentran ambos sengaleses de cara con
nuestro autrigón castellano. Atacan a la par. Sin embargo, ahora
el bravo Íñigo tiene las armas adecuadas, guarda el sitio, ya no
espera nada, si acaso su ejecución tras la reyerta. De nuevo
esquiva la embestida, hiriendo al que sabe más débil, esta vez
en la pierna. Uno cae así, sobre su rodilla derecha. El otro,
entero y de una pieza, ataca de nuevo. Dos mandobles enlaza el
negro, desviados por el acero de Íñigo, el tercero no llega a
buen puerto pues antes recibe una estocada en la boca del
estómago orientada hacia arriba, que por poco no parte su
corazón en dos. Suficiente para hacerlo caer, inerme ya. Un
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gañido final del maltrecho contendiente armado con el cuchillo,
obstinado en acabar con Íñigo, más allá de lo humanamente
soportable. En un último y rápido gesto, el capitán esquiva
primero y cercena después la cabeza del malherido senegalés,
para después hacer lo propio con el exangüe portador de la
cimitarra quien, de rodillas, espera su suerte, sin poder apenas
alzar los brazos.
De inmediato Íñigo es rodeado por arqueros guzz, prestos a
recibir la orden de ejecución; el noble Íñigo suelta sus armas en
el suelo y espera de pie su suerte; tensan las cerdas de sus
potentes arcos compuestos los persas. Apenas un instante antes
de que procedan a asaetar al valiente Íñigo, un grito interrumpe
la ejecución. Entre los congregados, el autrigón atiende a
distinguir la figura del oficial que en la jornada anterior por
poco no acaba primero con el Rey de Castilla y después con su
propia persona. Viste totalmente de negro, a la usanza de los
bereberes de Yfrikiya, camina altivo y está apenas saliendo del
interior de la tienda del mismo califa. Mientras se acerca al
erguido Íñigo, sostiene una sonrisa aviesa, retorcida. Se acerca
hasta enfrentar al valiente capitán castellano. Ambos se miran
fijamente. El nakib procede entonces a rodear al noble Íñigo, a
quien observa y revisa completamente. Dirige a continuación
unas palabras en lengua bereber a sus hombres. Varios de los
soldados zenetas, de las tribus del Magreb, se arriman y rodean
al gigante con sus lanzas. Finalmente, dirige unas palabras en
un romance bastante claro hacia don Pedro Fernández:
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‒Así será que este altivo guerrero sea hecho preso en lugar de
aquel otro—dice mientras señalaba son su cimitarra al caballero
que minutos antes rogaba llorando por su libertad.
‒¡No puede ser, la elección ya estaba fecha!—don López de
Haro tomaba parte en la discusión, en defensa de su mejor
capitán—. ¿Con qué derecho y mando este oficial cambia los
términos negociados por don Pedro?.
El nakib guarda entonces silencio. Don Pedro se adelanta unos
pasos, para hablar en confidencia a don Diego:
‒Moderad vuestro lenguaje, no os conviene soliviantar a este
joven.
‒¡Es un simple oficial, reconozco sus enseñas, un vulgar nakib!.
‒Eso fue hasta ayer, don Diego, vuestra caballería acabó en
batalla con el visir de Andalusía: Abu Yahya, como ya os dije
antes, mientras luchaba al frente de los soldados alárabes
hintata. Hoy, el califa ha elegido a un poderoso jefe tribal como
nuevo visir: Hassan Abd-el Walif. El joven es su sobrino y
lugarteniente: Hicham Abd-el Walif. Vuestras huestes, don
Diego, han puesto a este joven al mando. Y os puedo asegurar
que no debéis contrariarlo aún más—Tras estas palabras, don
Pedro de Castro torna la mirada hacia el agudo Hicham,
mientras alza la voz para aclarar—. Así será la voluntad del
califa y de su visir.
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Íñigo se abalanza sobre don Diego, tomándolo del brazo. Don
Diego hace lo propio en un gesto de hermandad poco habitual
en su persona. Ambos se miran fijamente, mientras el noble
Íñigo le hace una última rogación:
‒Vos y yo sabemos que no ha de haber rescate…—don Diego
no responde.
‒… Solo os pido que os ocupéis de mi querida Annaïs, que no
quede sola. ¡Por Dios, decidle que la amo con todo mi ser!…
Sin más palabrería, cinco zenetas se abalanzan sobre en noble
Íñigo para llevárselo a empujones. Mientras, lozano y altivo, el
agudo Hicham observa a su adversario, convertido en cautivo,
con orgullo indisimulado. Antes de retirarse de nuevo, rebana
el pescuezo del caballero doliente cuyos gemidos habían
desencadenado todo el entuerto. Después se acerca lentamente
al noble Íñigo, refrenado por aquellos cinco hombres del
desierto. Mientras limpia el filo de su espada, teñida de la
sangre derramada por el degüello, se arrima a pasos firmes y
pausados hasta el frente del autrigón, antes de susurrarle unas
últimas palabras:
‒Ahora el cobarde está muero y vos sois mi cautivo. Tal parece
que de nada sirvió vuestro gesto.
Tras estas palabras, se retira de nuevo a la tienda del califa. El
noble Íñigo mira fijamente a López de Haro, quien le devuelve
la mirada; Íñigo se resiste a ser amarrado y no pueden
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refrenarlo los cinco recios hombres que lo aprisionan. Un leve
gesto de López de Haro, asintiendo, es suficiente. Se lo ha
jurado, sin duda, López de Haro cuidará de su querida Annaïs.
Ahora, el noble Íñigo podrá marchar, al menos, despreocupado
por el destino de su esposa.
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CAPÍTULO XIV. EL DÍA QUE ARDIÓ EL CIELO
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Pasaron unos pocos días, ya había abandonado Toledo el
grueso del ejército castellano, había calma tensa en la ciudad, se
respiraba, se olía, se mascaba incluso. El aire Toledano era
sofocante esos días, pareciera ser el mismo demonio el que
follaba las ascuas del infierno en espera de una arribada masiva
de almas pecadoras, de penitentes de Alarcos.
Aquella noche permanecía Fernán asomado al balcón de la
casa, como en ocasiones anteriores, observando la claridad de la
noche Toledana, bañada por la tétrica luz de la luna llena.
Apareció al poco Raquel, dispuesta a hacerle compañía. Al
principio se saludaron, de manera algo indiferente. Era extraña
la manera en que se habían distanciado últimamente, y ninguno
de los dos tenía claro el por qué. Permanecieron en silencio por
unos minutos, ambos, observando las estrellas. Raquel deslizó
levemente la mano sobre la baranda de forja, hasta tomar la de
Fernán. El joven caballero se mostró indiferente a este gesto. Al
poco, habló Raquel:
‒¿Tienes miedo, Fernán?.
‒¿Acaso no debiera tenerlo?...—Fernán no estaba nada
receptivo.
‒Yo estoy aterrorizada, Fernán. ¿Qué será de nosotros, de mi
familia?: mi pobre abuela no está en condiciones de moverse, ni
de afrontar calamidades de nuevo; mi padre está muy
preocupado por el Alacava; mi tío teme por sus hijos; y vos,
Fernán, vos ahora empuñáis una espada…
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Ahora Raquel sí empezaba a captar la atención del hierático
Fernán:
‒Fui armado caballero, es un buen designio.
‒Decidme, Fernán: ¿qué os librará ahora de tener que salir a
luchar por el rey a los campos de Calatrava?; peor aún, ¿a
luchar por los despojos que queden detrás?.
‒¿Acaso es eso lo que os preocupa?.
‒La vida era más sencilla cuando leíamos nuestros libros y
escribíamos nuestras traducciones. Ahora… ahora todo se ha
complicado.
‒No cambiéis la cuestión. ¿Os desasosiega tanto que yo
empuñe una espada ahora?.
‒Fernán yo… yo no quiero que os traigan un día de vuelta a la
Aljama sobre vuestro escudo, desangrado como un puerco. Es
más: ¿a qué caballero cristiano se le va a permitir juntarse con
una judía, si no es para folgar, nada más?.
‒Entonces, es eso, ¡eso es lo que os produce tal pesadumbre!—
Fernán se sentía muy contrariado, había depositado muchas
esperanzas en su futuro como caballero. Jamás pensó que
podría ser un obstáculo para Raquel.
‒Solo quiero decir que…
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‒¡Habladme, Raquel!.
‒No podría soportar perderos, no podría soportar que os
arrepintieseis de haberos arrimado a una simple judía, que me
repudiaseis, o que me llegara noticia de vuestra caída en el
campo de batalla…. ¡La maldita guerra ha vuelto a las puertas
de Toledo, y vos, vos os habéis hecho armar caballero, para
sumergiros de pleno en ella!.
Dicho lo cual, la muchacha abandonó precipitadamente la
terraza, sumida en lágrimas y sollozos. Fernán, por su parte,
quedó allí, petrificado, inerme. ¿Qué podía responder a
aquello?. El joven caballero tan solo aspiraba a una vida
sencilla y, en cambio, la vida se empeñaba en poner abrojos a
sus pies en cada paso que daba adelante. Permaneció así
durante una hora más, sin saber qué hacer. Optó, a altas horas
de la madrugada, por retirarse a intentar dormir.
Se recostó en su colchón de lana, tirado en el suelo, en la
habitación que compartía con los hijos de Abdel, el hermano de
Hayyim. Allí, recostado, padeciendo los rigores del calor de la
noche Toledana, observaba el prolongado haz de luz lunar que
apenas mantenía en penumbra la estancia. Allí, tan abstraído en
sus cogitaciones, no prestaba atención al perentorio cansancio
tras una larga jornada de trabajo, ni siquiera al tórrido ambiente
que se respiraba en la estancia, apenas aliviado por el frescor de
la madrugada. Aquella noche, sin duda, no podría conciliar el
sueño.
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Pasaba ya un largo rato desde que tomó el lecho nuestro joven
Fernán, cuando sintió los goznes de la puerta al abrirse esta
lentamente. Apenas pudo distinguir una figura fantasmagórica
en el rellano, que poco a poco tomó forma al aproximársele.
Vestía un camisón claro, a la luz de la luna. Se postró la figura
de rodillas, alcanzando a gatear pausadamente hasta sus pies.
Entonces pudo notar levemente la fragancia de Raquel. La
muchacha empezó a levitar, suavemente, sobre las piernas del
joven Fernán, y así continuó, como flotando, hasta encontrarle
cara a cara. Lentamente, agachó la cabeza, para besar al joven
caballero en los labios. Al principio, fue un beso tibio y dulce. A
los pocos instantes, Raquel introdujo con firmeza su lengua en
la boca de Fernán. La respiración de los dos se empezó a agitar,
sobre todo la de Raquel. Fernán, por su parte, procuraba no
prestar demasiada atención a los ligeros ronquidos de sus
compañeros de habitación, menos a que pudiera despertarse
alguno, descubriendo la escena. Se sintió tan excitado, cuando
apenas terminaba de pensarlo, que se olvidó por completo de
aquello, dedicándose de lleno a saborear la boca de Raquel. Ella
le tomó las manos, se encontraba a horcajadas, con sus muslos
firmemente anclados a la cadera de Fernán; y se las llevó debajo
del camisón de cendal que llevaba puesto. Fernán sintió la
tersura de su piel blanca y fría, recorrió sus caderas, sus nalgas,
tan perfectas, tan suaves. Remontó las caderas, palpando sobre
su vientre, hasta alcanzar sus senos, turgentes, voluminosos.
Apenas llegaba a rozarlos, cuando notó la tensión de los
pezones, que parecían querer arañar sus palmas. Estrujó con
fuerza los pechos de Raquel, mientras ella besaba su cuello,
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mientras mordía el lóbulo de su oreja con denostada lujuria.
Fernán estaba fuera de sí en su excitación, notaba el vello
púbico de Raquel rozando su vientre, lo que le hizo lanzarse a
acariciarlo, lo agarró con fuerza, con una de sus manos. Luego
alargó los dedos, buscando su vagina, que encontró con
facilidad. Pudo sentir un cálido líquido, ligeramente viscoso,
derramándose lentamente sobre la palma de su mano. Sin más
dilación, Raquel introdujo su mano en el calzón de Fernán,
deslizó la prenda hasta sus rodillas, después se terminó de
sacar el camisón, quedando completamente desnuda sobre él.
Apenas hizo falta más para disponer de toda su virilidad
desplegada por parte joven mozo. Él pudo sentir lentamente el
calor de la vagina de Raquel sobre su glande. Raquel se
introducía el pene con precaución, pues era virgen y notaba
algunas molestias. No era menos cierto que ella se sentía muy
excitada, pues aquel muchacho la hacía vibrar, sentir, la hacía
volar, porque sabía, tan bien como se conocía en su propia
anatomía, que aquel mozo la amaba, que la deseaba como
mujer, como hembra, como amiga y compañera, en cada rincón
de su cuerpo y de su alma, desde el mismo instante en que se
cruzaron sus vidas, en el Alacava… no podría entregarse más a
nadie, porque nadie podría ofrecerle más a cambio.
Para cuando Fernán la penetró por completo, sintió el calor de
la humedad de Raquel, contrastando con el frescor de su piel. El
escaso vello de Fernán se erizaba en contacto con la tersura de
la moza, cuando ella empezó a agitarse, a contornear la cadera,
suavemente al principio, luego con energía. A pesar de su
virginidad, era tal su excitación, que recibía con soltura los
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envites de su amante, cada vez más a dentro, cada vez más
cálidos. La humedad de Raquel se iba derramando sobre las
caderas de Fernán, mientras ella le agarraba con energía de la
cabellera. Ella empezó a gemir, de manera descontrolada, tanto,
que Fernán temió por que se despertaran sus primos, acostados
a algo más de una vara de distancia. Consciente de la situación,
a pesar del calor del momento, tapó con fuerza la boca de
Raquel, que seguía agitándose a lomos de Fernán, desbocada
como estaba. La mano de Fernán entrecortaba la respiración a
Raquel, pero ella no cesaba en sus contoneos. Controlada la
situación y los gemidos, Fernán se reencontró con el cielo al
notar a Raquel impasible mientras Él oprimía con fuerza sus
labios, sin que ella dejara de moverse, entre jadeos
discontinuos. Ello encabritó aún más al muchacho, quien ya
perdió el sentido, para, pocos instantes después, derramarse
por completo en una serie de prolongadas eyaculaciones,
mientras notaba cómo su amante se agitaba también con unos
leves espasmos. Recién profesado el orgasmo, aparentemente
mutuo, de la pareja, Raquel retiró gentilmente la mano de
Fernán de su boca, mientras se recostaba sobre él, a horcajadas
aún, a lomos de la hombría del muchacho. Permanecieron así,
abrazados, ella sobre él, él dentro de ella, largo rato. Un par de
ocasiones se removieron los primos de la moza en sus
camastros, mas no les prestaron ya atención, estaban totalmente
dedicados el uno al otro, sin más.
Para cuando recuperaron el sentido de la realidad de nuevo,
desfogados de la pasión de unos minutos atrás, Raquel se ajustó
levemente en su posición, susurrando unas palabras al oído de
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Fernán: ‹‹…Ahora, mi amor, seré tuya, solo tuya, para
siempre…››. Raquel se incorporó sonriente, con soltura y
delicadeza, tomó su camisón en sus manos y se deslizó a
hurtadillas, aún desnuda, de vuelta a su habitación. Desde el
rellano, lanzó un beso a Fernán, quien yacía, también sonriente,
sobre su jergón de lana, observando las perfectas curvas de
Raquel en las tinieblas. Tras la despedida, Fernán apenas tardó
unos breves instantes en sumirse en un sueño cálido y
reconfortante. El joven, descuidado del futuro, seguía dando
pasos hacia un precipicio de tristeza y de desgracia.
Amaneció una hermosa mañana al día siguiente, una cálida
mañana del veinte de julio del año de nuestro señor Jesucristo
de 1195. La ciudad amanecía inquieta, no había noticias del
ejército ni del Rey de Castilla en Alarcos, lo cual, no era en sí
buena noticia. Los jóvenes amantes, no obstante, permanecían
abstraídos de todo lo que les rodeaba. Mientras tomaban un
frugal desayuno, intercambiaban los dos sendas sonrisas de
complicidad. Este hecho no pasaba por alto al insigne Hayyim,
que se regocijaba de que la pareja se volviera a llevarse bien. En
aquel momento entró la abuela Shula con una prenda en las
manos, ni corta ni perezosa se dirigió a su nieta para
preguntarle, sobre la mesa:
‒Hija, has manchado el camisón en la noche—decía la abuela,
mientras mostraba el camisón, con una pequeña mancha de
sangre, a todos alrededor de la mesa.
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‒¡Madre por favor, estamos desayunando!—alzó la voz
Hayyim, reprochando la actitud de la abuela Shula.
‒Sí, he debido manchar esta noche—respondía Raquel
intentando cubrir sus huellas.
‒Pues se te ha adelantado mucho, ¿no?—La abuela Shula tenía
muy controlados todos los aspectos de la vida de su nieta.
Raquel se ruborizó ligeramente ante la tosquedad de su abuela,
que no solía mostrarse diplomática ni discreta. Ante las
afirmaciones de la abuela Shula, la espontánea reconciliación de
los dos jóvenes, el rubor en las mejillas de Raquel y la evidencia
física de una probable cópula con rotura del himen virginal de
su hija, al médico sefardí no le llevó echar más cuentas para
averiguar lo que había pasado. Entre las figuraciones que se
hacía Hayyim, a propósito de las notables evidencias, tan solo
había una idea errónea: no, no fue Fernán, quien se había
colado en la habitación de Raquel, aquella misma noche, para
hacerle el amor a su hija, más bien, fue al revés.
Acto seguido, Hayyim se atragantó con la comida, fruto de la
impresión, lo que terminó de sobresaltar a todos en la mesa. A
partir de aquel momento, y durante el resto de la mañana,
estuvo muy pendiente de los dos amantes. Se sentía indignado
por lo sucedido. Raquel le preguntó a su padre por qué no
acudía, como todas las mañanas, a abrir su dispensario en el
Alacava, máxime, con el buen negocio que se hacía en estas
fechas. El insigne Hayyim, por su parte, respondió con evasivas
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a su hija. Sin saber cómo, el abierto y vivaracho Hayyim se
comportaba como un viejo huraño que cuidaba de su tesoro
dorado; malhumorado y vigilante, envió a Fernán a la Escuela
de Traductores a que hiciera una gestión, para cuando por fin
se quedó a solas con su hija, decidió presionarla para que
hablara:
‒Raquel, hija mía—inquirió Hayyim a Raquel—. Debería
hacerte una revisión, es extraño que mancharas esta noche; por
precaución, ya sabes…
‒No pasa nada padre—respondió Raquel agobiada—, es una
pequeña pérdida, nada más. A veces nos pasa a las mujeres. Lo
sabrás tú mejor que nadie.
‒Me preocupa que tengas alguna pequeña hemorragia, ya
sabes que se pueden tener complicaciones, me sentiría más
tranquilo.
‒¡Basta ya padre!, os lo ruego, son cosas de mujeres…—
sancionó Raquel con severidad.
El insigne Hayyim torció el gesto, indignado, quería hablar a las
claras a su hija, pero era incapaz. Se sentía traicionado, casi
violado, por el engaño de los dos jóvenes. Ciertamente, se
comportaba como el perfecto estúpido, después de todo, era lo
que siempre había deseado para ellos dos. Sin embargo,
hubiera preferido una petición formal del mozo Fernán. En
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cambio, pensaba: ‹‹… ese gañán se ha deslizado como una
serpiente en la noche para metérsela a mi hija…››.
Fernán, en cambio, rebosante de optimismo, tras pasar la noche
más feliz de su vida, caminaba, henchido de alegría hacia el
Alacava. Pensaba, para sí mismo, que ese mismo día iba a pedir
la mano de Raquel a Hayyim: ¿por qué perder más el tiempo,
por qué esconderse?. Se desvió de su camino hacia la escuela,
abstraído por completo en sus planes de casamiento, en busca
de la tienda del prestigioso orfebre donde el propio Hayyim
encargó, tiempo atrás, los brazaletes que él mismo lucía en sus
roídas muñecas. Una vez allí, tiró de todos sus caudales para
comprarle un hermoso anillo de plata a Raquel. No quería
perder más tiempo, volvería esa misma mañana a declarar sus
intenciones abiertamente. Al salir de la pequeña tienda, se dio
de bruces con Triguero, quien le vigilaba desde fuera:
‒Te he venido siguiendo hace un rato—decía Triguero—. Me
preguntaba a dónde demonios ibas. Y ya he visto a qué…—El
cuadrillero se sonreía con malicia.
‒Bueno, es un pequeño regalo—Fernán, se hacía el remolón.
‒¡Ahí va!, no me digas más, ¡ya se la has metido a Raquel!—
Triguero no contaba con la delicadeza entre sus mayores
virtudes.
‒¿Por qué eres tan retorcido?—Fernán intentaba mostrarse
indignado mientras se sorprendía de la clarividencia de
Triguero.
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‒Un hombre solo acudirá como loco a comprar una alhaja a una
mujer, cuando esta le haya entregado algo digno de tal presea.
Cuenta: ¿qué tal te fue?, debías estar hecho un toro… porque tú,
¡tú lo que es folgar, folgas poco o nada!.
Triguero irrumpió en una sonora carcajada allí en medio de la
calle, a lo que Fernán se ruborizó también, ligeramente,
mirando a su alrededor con vergüenza. Sin embargo, le
importaba poco aquello, se sentía feliz, gustoso de poder reírse
junto a Triguero de aquella circunstancia. Respondió entonces:
‒Escúchame Triguero, pues no ha estar entre los defectos de un
caballero el hablar de sus intimidades, ni revelar las virtudes de
su dama.
‒¡Ja, ja, ja!... lo sabía, sabía que te la habías tirado… ¡por fin!.
‒Basta ya, Triguero.
‒Hacíamos apuestas, ¿sabes?: algún cabrón apostó que a ti lo
que te gustaban de verdad eran los machos…
Entonces, prorrumpieron carcajadas entre ambos. Los dos
continuaron la sonora risotada en medio del Alacava por largo
rato. Una vez recuperados, presa los dos de fuertes dolores
abdominales, Triguero terminó apostillando:
‒Disculpa amigo mío, de veras, tenía que decirlo. Me alegro
mucho, es lo que todos os deseábamos.
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‒Gracias, Triguero.
‒Ahora échale huevos y vete a hablar con Hayyim, conociendo
al físico, no tardará en atar cabos y notar que te has beneficiado
a su hija. ¡Uff, te compadezco!, el viejo médico es muy abierto
para todo, hasta que hablamos de su hija, entonces saca el león
a pasear.
‒Y qué más me da, nos queremos, nos amamos… y ahora lo
sé—Fernán flotaba en una nube.
‒Anda, polluelo, tanta cursilería amaga con darme arcadas,
vuela ya. Voy contigo, si vas en serio, quiero presenciarlo.
Además, alguien tendrá que parar los golpes.
Volvieron hacia la Aljama los dos amigos, entre bromas y más
risas. Triguero detallaba los aspectos de las apuestas alrededor
de la pareja, incluso ofrecieron al mismísimo comendador
entrar en la timba. Triguero explicaba a su vez la alegría que le
producía al ilustre Ordóñez la buena ventura que había entre
Raquel y Fernán y como procuraba que no se le notase, si
quiera, a espaldas del propio Fernán.
Salían ya del Alacava, cuando se toparon con el interfecto. El
comendador Ordóñez acudía, serio y circunspecto,
acompañado de tres… ¡amazonas!. No pudieron evitar la
enorme sorpresa que les produjo el encuentro, no solo por la
inesperada visita del calatravo, si no por su extraña compañía.
El comendador se dirigió, sin más miramientos, a los dos
compañeros:
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‒Y Hayyim, ¿está en su dispensario?.—No había prerrogativas
por parte del ilustre Ordóñez.
‒No, hoy no ha salido, se halla en su casa—respondió Fernán,
ahora más serio.
‒Perfecto, en ese caso, vamos para allá todos.
‒Pero, ¿qué sucede, por qué tanta discreción?—inquirió
Triguero.
‒No debemos hablar nada aquí, estamos en plena calle, ¡rápido
demonios!—El comendador se mostraba extremadamente
contrariado.
Avanzaban raudos hacia la casa del insigne Hayyim. Triguero
no quitaba el ojo de las tres équites femeninas mientras que
alguna de ellas, a su vez, no se lo quitaba al propio Triguero.
Pronto llegaron al hogar de los Al-Fakhar . Pareciera que el
médico estuviera esperando intencionadamente a Fernán, para
darle un sonoro responso, en reproche por su actitud, pues se
encontraba sentado en su enorme puff, con cara de pocos
amigos, enfilado hacia la puerta. Por suerte para Fernán, no era
aquel el momento para recibir reprimenda alguna. Al
aparecerse la figura seria del comendador por la puerta, lo
primero que pensó Hayyim fue: ‹‹Este pecador de Fernán ha
acudido a confesarse a su querido comendador, para que venga
a dar la cara por él, el muy rufián… ¡pues no se va a ahorrar la
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riña!››. El ilustre Ordóñez, expeditivo, sacó de sus divagaciones
al médico judío, ya en el umbral de la entrada:
‒Malas noticias Hayyim, estalló la guerra…
‒¡¿Dios mío, pero cuando?!.—El
desestabilizó al pobre Hayyim.
bofetón
de
realidad
‒Dos jornadas hace que se encontraron los dos ejércitos, el del
moro y el castellano, a las puertas de Alarcos. Los ismaelitas
amagaron la contienda. Hasta ayer mismo, parece ser que los
cristianos no se esperaban la reacción del Miramamolín, se
retiraron a dormir plácidamente; al amanecer del segundo día,
los almohades desplegaron su ejército por completo. Apenas
llegaron a rearmarse las tropas castellanas, frotándose las
legañas mientras formaban... ¡Por eso dormimos con la
armadura los calatravos, por eso profesamos la regla, maldita
sea!.—Ahora estaba pensando en alto el ilustre Ordóñez.
‒Contad, qué más pasó—insistió Hayyim.
‒La contienda se inició con la carga de la caballería cristiana,
los haces de combate fueron acaudillados por el mismo López
de Haro en persona. Desbastaron la primera columna
almohade. Pusieron en desbandada al cuerpo de infantería del
moro.
‒¡¿Y qué sucedió, entonces?!.
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‒Fue un espejismo, una táctica magistralmente ejercida por los
sarracenos: el grueso de la caballería se hallaba desperdigado y
escondido a espaldas de un cerro cercano. Atacaron por
sorpresa, de una sola vez, rodearon a las tropas cristianas,
tomando la retaguardia y cortando la retirada.
‒¡Dios mío!.
‒El Rey de Castilla salió a campo abierto, espoleado por el
desarrollo de la contienda. De milagro salió con vida, de vuelta
a las almenas de Alarcos.
‒En ese caso, afortunadamente no hemos perdido a nuestro
rey.
‒No iría yo tan lejos, Hayyim: el rey resultó malherido. Una
flecha se le ha hincado en el hombro.
Todo el mundo se sintió aterrorizado en la habitación, Raquel,
que se acababa de incorporar al cónclave, se llevaba las manos a
la boca en señal de sorpresa:
‒Escuchad, Hayyim—proseguía el ilustre Ordóñez—, debemos
ser totalmente discretos. Hay órdenes de que no trascienda en
absoluto la situación del rey. Nos han traído el mensaje estas
tres amazonas, son atalayeras de la Orden: las hermanas
Monzón. Han llegado de madrugada directamente a la
comendadura, a fin de que acudiéramos en busca de ayuda.
‒¿Ayuda, qué clase de ayuda?—preguntó Fernán.
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‒El médico del rey en persona ha solicitado con urgencia el
concurso de un prestigioso físico y cirujano del Alacava, de
nombre Hayyim Al-Fakhar .
‒don Diego del Villar…—respondió, lánguido, Hayyim.
‒¿Le conocéis?—interrogaba Raquel.
‒Somos colegas, por supuesto que nos conocemos. Aunque no
tanto como para ponerme en semejante trance.
‒Escuchad, Hayyim, llevan al rey en volandas a Guadalerzas—
continuó el ilustre Ordóñez—, no hay quien se atreva a hurgar
en la flecha que porta en su hombro. Don Diego del Villar ha
solicitado que acudáis a intervenir vos mismo al rey.
Hayyim se quedó mudo, pensativo, tratando de asimilar la
situación. Breves instantes, pues, olvidados ya los recelos para
con la situación surgida entre Fernán y Raquel, aceptó de
inmediato su concurso para resolver un entuerto, que podía
traer grandes beneficios a la aljama de Toledo, sino precipitar
su hundimiento. Retornó de un golpe el galeno de prestigio, el
sabio judío, que no tardó en aviarse y en tomar sus bártulos
para acudir, raudo, a la llamada de su rey castellano, protector
de los sefardíes. Era hora de devolver a la corona algo de la
ayuda prestada desde algunas generaciones atrás.
Mientras tomaba precipitadamente el instrumental en su
despacho, observaba de reojo a su hija, quien le ayudaba a
empaquetar todo. Reflexionó, brevemente, en aquel instante,
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pues no pensaba dejar a su hija a solas otra noche más con
Fernán, mientras no se aclarara el asunto entre los dos. Así que
tomó una decisión, una mala decisión, fatídica, a la postre,
dictaminando:
‒Hija, tú vienes conmigo, necesitaré tu asistencia.
Naturalmente, la joven no dudó en ponerse de inmediato al
servicio de su padre, tal y como le había solicitado. Tiempo
habría de resolver lo suyo con Fernán. Tiempo habría para los
fastos y las celebraciones varias, ahora lo importante era asistir
a su padre en la salvación del Rey de Castilla.
Con cierto resquemor, atendió Fernán a los dictados de Hayyim
y de Ordóñez, en lo referente a ser acompañados por Raquel. El
mismo comendador le dijo al joven caballero que no se
preocupase, que estaría bien cuidada: calatrava respondería de
ella. De haber sabido el pobre Fernán la desgracia que se cernía
sobre ambos, habría hecho lo imposible por retener a Raquel en
la ciudad, pesara a quien pesase.
Pero nadie es oráculo en su tiempo y nadie puede volver atrás
en sus pasos. La suerte estaba echada, partían presurosos el
médico judío y su hermosa hija, de la mano de las tres
hermanas Monzón. A las afueras de Toledo les aguardaba una
guarnición de escolta; oculta a cierta distancia, para no llamar la
atención de los toledanos.
Mediando el día partieron, mientras Raquel dedicaba una
amplia sonrisa a Fernán, en tanto que se alejaba a lomos de su
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montura, en la cuesta del Ángel. El mismo sitio donde siempre
parecían encontrarse y separarse sus destinos, en aquella calle
ancha y alargada, envuelta en los aromas de la vida diaria, la
metáfora de la vida del pobre Fernán, de una felicidad pasajera
que volaba hacia el fondo de una amargura insondable.
Por su parte, comendador y ayo, García Ordóñez y Fernán,
retornaron a la Aceca esa misma tarde. Había que disponer los
recursos remanentes en la mejor defensa de los restos, que
quedasen en pie, del orgulloso ejército castellano. Cerraba el día
hondamente preocupado el joven Fernán, asomado a las
almenas del castillo de la Aceca. Observaba fijamente a
poniente, hacia Guadalerzas, preguntándose por la suerte de
su amantísima Raquel. Mientras, las tibias nubes de evolución
de la tarde, se teñían de rojo al ocaso, tanto, que le pareció a
Fernán que aquella tarde ardió el cielo, entornándose la luz del
sol, tal vez, en la sangre derramada a los pies de Alarcos.
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CAPÍTULO XV. LA NOCHE QUE TODO CAMBIÓ
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Amanece entre montañas claras y verdeazuladas. Mudan los
colores la mañana, mientras los imponentes macizos que
rodean a don Alfonso VIII de Castilla rivalizan con los visos de
la rosa o el crispado del clavel, penetran en su mirada hasta
donde no alcanza la vista; llamaradas de arco iris refulgen,
iluminando lo más hondo de su alma.
El atardecer, sin embargo, se hunde en un corazón constreñido
de maravillas: barrancos insondables de vergel ahormado en
piedra de alabastro, caminos imposibles de pardo cetrino,
grisáceos llambriados, amarillos apaisados sobre un horizonte
flamígero, añiles botarates que se remueven al fondo de un
desfiladero o azules de fulgor iridiscente resonando al borde
yagus eternos. Aquellas montañas son el color hecho pasión,
cincelado a conciencia, arrullado en las alturas. Aquellas
montañas, son color en esencia. Don Alfonso, allí presente,
pregunta:
‒¿Dónde estamos, dónde me hallo?...
Sigue un sendero recogido y enjuto, menguado en solana,
hendido, aún tallado, en la memoria del macizo montañoso.
Sigue los pasos de aquel extraño caballero enmascarado, quien
se le apareció tras la rota de Alarcos. El misterioso équite no
atisba a retirarse el facial, motivo por el que aún no ha sido
reconocido por don Alfonso. El caballero habla ahora:
‒Severa garganta parte de los arrabales de este pueblo. El
osado que la afrenta, se bate con el Cares, de camino a la
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libertad, a extramuros. Es esta una escuela de gigantes, mi
querido Alfonso. Aquí tocan dos macizos indolentes,
separados, tan sólo, por un hilo de agua brava, que sondean los
contendientes: El Cornión y los Urrieles. Diríase que creció este
pueblo de entre los bloques precipitados desde las cumbres,
que en derredor bailan, al son de una danza de armas, en la que
parecen querer tiznar las nubes de herrumbre cimera. ¡Oh mi
amado Alfonso!, quisiera estar hundido en las entrañas del
infierno, para poder contemplar eternamente así majadas o
prados yermos, tan altos, que sintiera estar en el firmamento.
Pero sus pasos les llevan lejos, saliendo de aquel valle angosto.
Remontan una canal herbosa, a ratos peñascosa, esencialmente
abrupta. Se confunden el día y la noche, la brisa y el resuello, se
conjugan las emociones con el pastoreo de los sentimientos.
Don Alfonso de Castilla se siente reconfortado mientras
camina. Se le aparecen las curvas sobre el horizonte, un infinito
responso loando a la naturaleza creadora:
‒¿Dónde vamos?—insiste don Alfonso.
‒Al cielo—responde el caballero, a lomos de su caballo.
‒¿Dónde quedó Alarcos?...
‒Allá abajo, en el suelo.
‒¿Y mi derrota?
‒Hecha trizas, como vuestro coraje.
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‒¿Muero acaso?.
El misterioso jinete se para, gira su montura y mira fijamente a
don Alfonso de Castilla:
‒No morís, pues Dios no lo quiere…
Tras lo cual, vuelve a seguir su camino. De nuevo brillan los
colores, los matices, si bien, nunca se fueron. Una platea de
gayubas, saxifragas y helechos, a ratos más dura, a ratos de
mullida turbera, ofrece un espectáculo digno de mención. Son
las olas colosales de un mar de piedra que se abre a ninguna
parte, si acaso en su extremo, adonde se distingue, a zancada de
titán, un paso cimero:
‒Me siento desfallecer ahora…—insiste don Alfonso.
Su interlocutor no responde, en esta ocasión. Los colores bailan,
se agitan y contornean, se precipitan turquesas al vacío desde
cascadas enriscadas, repta el verdón por contrafuertes de
piedra agotada de portar tan basto hórreo a sus espaldas,
raspan de blanco las superficies vapores de niebla revirada;
cianótica, la cúspide de brillo hiende tan largo la mirada que se
atisba el infinito y aún las estrellas en el día, como los destellos
minerales en el lecho de un arroyo ligero:
‒¿Do está mi bravo López de Haro?, señor de mis ejércitos—
don Alfonso lanza cuestiones al viento, parece que nadie las
atiende.
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‒Él luchara por vos, hasta donde sea necesario—responde el
misterioso caballero.
‒¿Y mi reino?.
‒Os hayáis en la frontera, la frontera con León.
Un aceitunado prado se desliza ladera abajo con ansiedad y
denuedo, se hace plomizo, la roca se entalla a sí misma y
oscurece en las quebradas, nada persiste todo patina, se cae, se
arroja al vacío al que empujan las sombras de la tarde. Llegan a
unas majadas, para tomar un respiro, tomar agua. Don Alfonso
de Castilla, reposa, piensa en cómo pudo llegar tanta luz, tanta
maravilla de colores y formas, a lugar tan incierto:
‒Y mi amada Leonor, mis hijos, ¿están lejos?—pregunta don
Alfonso.
‒Vuestra esposa os ama, con denuedo, matará por vos. Vuestra
hija, Berenguela, es fuerte y perspicaz, deberéis confiar en ella,
bien pudiera regir un imperio. Vuestro infante, Fernando, es
honroso caballero, valiente y sincero.
Alcanzan una amplia hondonada en la ladera, un leve tono
oscuro entrevela los colores, las peñas asoman ya, huelgan unas
sobre otras. Las cumbres navegan sobre mares de algodón,
asoman la coronilla, recalcando su presencia. Las sombras
crecen y expanden su dominio, atrapan los colores, para no
dejarlos marchar, pero el macizo resiste y aún, malqueriendo,
cientos de destellos brotan, saltan y menudean por doquier;
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presentan batalla, esperan que mude el cielo, que el sol saque
sus galas de ocaso, y que proyecte de aurea presencia sus
dominios. Don Alfonso se siente agotado, y pregunta:
‒Anochece ahora, ¿no tomaremos un descanso?—pregunta don
Alfonso.
‒¿Queréis recostaros sobre el prado?—responde el caballero—.
¿A qué, acaso que haga presa la mohín y la pereza sobre
vuestros hombros; acaso a que os tapice el humus el alma,
reduciros a un manto de flores que aguarda marchitarse en
invierno?. Habéis de continuar, si os paráis, Castilla se cubrirá
con la herrumbre almohade.
Las nieblas del atardecer se avienen, y enturbian el trasfondo, el
primer plano y la postrera, a la diestra y a siniestra. Empero, el
sol reina en las alturas, envía los nimbos a pastar las bajeras. El
astro se guarda con desdén, se deja ver al ojo sencillo, se hace
mortal, se viste de anaranjado, dibuja un disco perfecto, no
difuminado de fulgor. Los colores del día quedan, escondidos,
agazapados, retraídos en fin, tras la negrura:
‒Es una noche hermosa, nadie diría que acabo de perder la más
triste de las batallas. Sucedió hace tanto tiempo ya—habla don
Alfonso de Castilla.
‒El cielo fue creado, como todas las cosas; el hombre les da
sentido, forma y colorido. Cómo pintaréis vuestra derrota, don
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Alfonso: ¿con gris perdición?. El cielo caiga a vuestros pies si no
hacéis valer la sangre cristiana derramada ayer.
‒No es mi imaginación, ¿estaré soñando acaso?—don Alfonso
duda, se hace preguntas.
‒¿Dudáis de mi existencia, seriamente?—responde con acritud
el extraño caballero.
‒¿No había de dudar?, no sé dónde estoy. Pero sé dónde
estaba: camino de la fortaleza de Guadalerzas.
El caballero desenvaina la espada y se abalanza sobre don
Alfonso, le golpea con el mango, haciéndole caer. Una vez allí,
postrado, arrima el filo de su acero al gaznate del rey castellano:
‒¡Yo soy el apocalipsis, soy la perdición, soy vuestra tragedia y
vuestra amargura. Arderé en vuestras entrañas, así os lleven los
demonio... pero os daré, sin embargo, fuerza y coraje, todo el
que habéis perdido en Alarcos, por vuestra soberbia y vuestra
torpeza. Iracundo y postrado, hará el Rey de Castilla arder a sus
enemigos, empero, el califa será postrero… Yo soy la miseria de
la derrota, el condumio de los gusanos, yo he de enterrar
vuestra incompetencia!. ¡Devoraré vuestro corazón, vuestra
alma y vuestra familia, así no cumpláis con la promesa!. Debéis
oblación a Dios, oblación suprema, debéis responder al infiel, al
bastardo agareno, abalanzar a Castilla sobre todos sus
sitiadores. Os fue dado un reino… ¡dad vos la guerra!; no
dudéis de mí, don Alfonso, porque estoy dentro, tan dentro de
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vos, que solo tenéis una salida, pues he de arrastraros al
infierno de la locura, antes que permitiros cejar en el empeño.
Amanece de nuevo, regresan los colores a las montañas,
rosados que mudan a rojo y luego a anaranjado. A media asta
ya enturbia el firmamento, asoman más allá los barrancos
profundos. Don Alfonso ha querido ver el mar a lo lejos. El sol
enarbola ya una faena inolvidable, lanzando destellos al aire,
recibe los claveles y rosales que le llueven del rocío de la
mañana y no llega a dar cortesía, pues está por salir de lleno, y
de lleno está ya fuera:
‒El calor reconforta ahora—afirma don Alfonso.
Asiste embobado y ascético al espectáculo cotidiano del
amanecer, tras una noche de sueños a golpe de piedra en el
costillar y de frío pasajero, sabe a infinito descubrimiento. Es el
sol de siempre, el que llena las ventanas, el que marca el
mediodía, pero en estas montañas, allá en lo alto, tiene mucho
más de místico y esencial. Se muestra más cercano, y por eso
más hirsuto; don Alfonso se sabe mortal ante esto y, como una
estatua de sal, puede tornar la mirada hacia el fin de los
tiempos.
Desperezan las ericas, suculentas y las brañas; acuden las
sombras al monte, reunidas pastan las nubes, guardadas en el
aprisco del valle. El astro ya toma fuerza, se va pasando la
tregua, con luz blanca, yerma, dura, riega las praderas, las
riberas y lapiaces, las cumbres, los llambriales, las canales
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hondas y los pedernales. Los dientes afilados de los Urrieles se
alinean, aserrando las primeras brisas que cardan frescor en sus
crestas. El verde aparece de nuevo, embozado en la negrura, se
destapa con el fuego de la cuita en que le sumía la noche,
desciende desde las cimas, chorreando la veredas, las canales,
bordeando los llambriales, agrietando las rocas abiertas, con
respingos de amarillos, de púrpura, de magenta, florecillas de
amalgama de los prados y empedradas lisonjeras, labradas por
agua tibia escurrida de las cuevas. La orquesta ya está en
apogeo, el arcoíris ha vuelto, de cobrizo, a amarillento, de
canela a pardo y cemento; rebosa vida y se arrienda todo hueco,
no deja nada en balde, todo se pinta y colorea, brilla y se
sombrea, al paso de los vientos. Devora al sepia y al
blanquinegro, se extiende como una alfombra que se abre y se
visara con la venia del Dios Helios. Habla ahora el caballlero:
‒Somos humanos, con sentimientos, vemos esperanza y
porvenir en estos predios, porque tanta vida desbordada da
sentido a lo vivido, porque los colores nos traen la fuerza del
recuerdo, la alegría de la luz, el ímpetu del fulgor; no somos
identidades, ni números de una hilera, no idolatramos a héroes
de trapo, no tenemos tierras, no tenemos brillantes ni otras
gemas, no pedimos caridades, ni atendemos fueros, no
respondemos al tirano, ni repoblamos los incendios, ya no
seremos, don Alfonso, cabales caballeros. Seremos bocetos de
nos mismos, contemplando lo que somos, en lo que vemos, con
el tiempo suspendido en un hilo de corales que refleja el tiempo
perdido, y que azota el recuerdo al romperse desvaído,
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haciendo trizas, a nuestros pies, el pasado, ya vetusto y
decrépito.
Sobre un collado pétreo se asombra don Alfonso ante la
magnificencia de aquellas moles calcáreas, frisando el cielo,
acomodándose el firmamento, derramando cordones de agua
cristalina, vistiendo girones de verdor. El caballero continúa:
‒¿Creéis acaso, don Alfonso, que hayan visto esto, moradores
del desierto?...
Descienden de las montañas ahora, entre praderías de verdor
inimaginable. La naturaleza embriaga ya los sentidos. La sangre
derramada sobre secarrales en Alarcos es apenas un mal
recuerdo. Un arroyo refresca los pinreles y el espíritu de don
Alfonso de Castilla, corre entre los dedos de sus pies, cada
palmo de su cuerpo palpa el medio que le rodea. Trinan alegres
pájaros por doquier, se agitan saltamontes entre los zarzos,
truchas menudean los zancos del rey castellano. Está lleno de
vigor, de energía, ya no atisba el sopor de la curia ni los
desvelos de la regencia:
‒¡Cuánta paz, cuánta belleza!, ignota… repleta. El deseo de otra
vida: tranquila… queda. No quiero volver, no deseo volver
ahora. Permaneceré aquí para siempre, embadurnado entre los
recuerdos de mi esposa, de mis hijos, de mis victorias…
‒Aún no hemos llegado, mi querido Alfonso. Sigamos.
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Se hallan a los pies de dos lagos de montaña, aguas
verdeazuladas, presididas por un cerro apuntado, vertical. Don
Alfonso de Castilla observa a su alrededor, espera. El
misterioso caballero reza, alzado sobre una roca. Permanece
sumido en honda meditación. Aun no distingue si es mañana o
tarde, si es día o noche, si se trata de hoy, de ayer o de mañana.
No hay nadie, nadie existe, nadie que pueda reconocer ni
resultarle cercano. Todo son bagatelas de la memoria, nada
parece ya importar, tan solo la magnificencia de aquel lugar
recóndito:
‒¿Esto es, acaso, el paraíso, es la una elipsis de mi salvación?—
pregunta don Alfonso.
‒Como ya os he afirmado, ni sois muerto, ni habéis de morir,
pues Dios no lo quiere—responde el caballero.
‒¿Está Dios aquí, con nos?...
‒Mirad a vuestro alrededor, mi querido Alfonso. Aquí
comenzó todo.
‒¿A qué os referís?.
‒La cristiandad perecía, ahogada por la marea venida desde
África. Habían domeñado todas las tierras, esclavizado a
familias. Las traiciones y veleidades de los Visigodos hicieron
diluir su estirpe, borrando su existencia de la memoria. Tan
solo quedaban eremitas, locos sacristanes, lejanos a las
escrituras sagradas, pero bien pegados a Dios. Junto a ellos, si
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quiera, algunos poblados cristianos. Otros muchos se habían
vendido al agareno: pagaban gabelas por mantener su fe,
renunciaron a sus tradiciones y se sumieron en rituales
paganos, traidores, ofensivos, vendidos, los mozárabes. El
hombre se entrega a la fe, en el sacrifico del hijo de Dios. La fe
no se compra como una bagatela o concesión, se muere con ella,
igual que se vive, se detenta y no se oculta. Tiempo era de
poner pie en pared. Embozados los cristianos por los hijos de
Agar, trocaron su suerte al albur de estas paredes cetrinas.
Alfonso, escúchame, ¡escúchame bien!, pues el auténtico
cristiano, almenaró estos riscos, plantó cara al sarraceno,
rechazó su credo y concesiones, se embarcó en la reconquista de
la fe. Nada ha cambiado desde entonces. De las cuevas, salieron
a los prados, en los prados levantaron las iglesias, las iglesias
reunieron las parroquias y el sol inundó los campos, quebró las
acequias y agostó los sillares de los minaretes. Nada ha
cambiado desde entonces. Vos, Alfonso, tenéis un solo encargo
que atender en esta vida, uno y no más…
El cielo azul se nubla entonces, de golpe. Jirones de nubes de
azabache se abalanzan sobre los lagos de altura. Don Alfonso
de Castilla se estremece, se postra, grita, mientras la oscuridad
que vuela sobre sus cabezas se termina de contornear como una
andanada de flechas. El quejido del Rey de Castilla retumba en
la montaña al sentir la flecha clavada en el hombro, de nuevo.
El rey llora, desesperado, es un niño de corta edad, huérfano, lo
que siempre fue, y que ahora se ve reflejado desde lo más
profundo de su alma. El misterioso caballero le toma por los
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hombros, aún con el facial, cubierta su cara. Está mirando
fijamente al rey, que llora, brama, gimotea. El caballero le grita:
‒Aquí rechazó don Pelayo a los moros, aquí acabó su quimera.
Retornaron los bosques de saetas hacia el sarraceno. Hincó sus
hierros, dobló sus espuelas, empaló sus monturas. ¡Me oyes,
Alfonso!.
Don Alfonso de Castilla se retuerce en el suelo y llora
desconsoladamente, una fuerte tormenta se abate sobre ellos
ahora. El caballero toma la punta de flecha que lleva clavada el
rey en su hombro, apenas tira de ella, mientras continúa:
‒La luz viene de Roma, baña los cielos, recorre los caminos del
jubileo, limpia de moros las tierras: ¡me oyes Alfonso!... la luz
de Dios te bendice, te ama, pero te exige, te exige ser rey, ser rey
de Hispania. Alarcos será tu tumba, pues ya has muerto en esa
guerra. Ahora naces de nuevo, sin comedimientos, sin penas.
Ahora reinarás primero, devorarás, harás arder en el infierno al
agareno: ¡me oyes Alfonso!. Dios bendecirá tus campos,
reemplazará tus mesnadas, debilitará a tus enemigos, los
subyugará a su voluntad: ¡me oyes Alfonso!
El caballero aprieta su mano alrededor de la flecha, y sanciona:
‒Castilla no caerá, Alfonso, ¡o caeréis vos con ella!.
Tira de la flecha, la arranca del hombro del rey. El dolor es
indescriptible, los ecos de los truenos parecen estallar en su
herida, el caballero toma la saeta en su mano, le da la espalda,
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se aleja. La tormenta ha cesado, el cielo se despeja… Don
Alfonso de Castilla abre los ojos, está postrado en una mesa. A
su lado, distingue a Hayyim Al-Fakhar , que acaba de
intervenir la herida y ha extraído la punta de hierro de su
maltrecho hombro.
El rey deliraba, sin duda. Tal vez soñaba, o sufría una pesadilla.
Probablemente mezclaba la inconsciencia con la terrible
operación de la que estaba siendo intervenido. O tal vez no,
aquel extraño caballero enmascarado, todo aquello, le resultaba
tan real, tan cercano. Sin embargo, el hecho es que se encuentra
recostado, en Guadalerzas, cerca de la que ha sido su derrota,
empapado de la sangre emanada de su propio hombro. Y en
aquel mismo instante, recuperando el sentido, le estaba siendo
extirpando el dardo al rey castellano. El médico sefarad se
sobresalta al ver consciente a don Alfonso. Reposa su mano
sobre el pecho del mismo, para tranquilizarle:
‒Todo está bien, majestad. Ahora, estáis a salvo.
Y pierde el sentido de nuevo. Tras encadenar varios sueños
extraños y entreverados de vivencias, vuelve a despertar, algo
más calmado que antes. Lleva horas, días, confundiendo
realidad y subconsciencia. Retazos que venían a su mente en
osaciones. Lo primero que distinguió, al recuperar el sentido
definitivamente, fue una bella joven, sentada a su vera, en una
cama ancha; le aplicaba paños húmedos en la cabeza. Ella, as su
vez, también se sobresaltó, al ver al rey despierto. Don Alfonso
de Castilla balbuceó:
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‒¿Qui… quien sois vos?.
‒Me llamo Raquel Al-Fakhar , ayudo a mi padre, Hayyim, que
os ha intervenido para extraeros la flecha del hombro. Tal
parece que os recuperaréis.
‒Creí que erais un ángel…
‒Soy de carne y hueso majestad. Voy a dar aviso de que os
habéis despertado—La muchacha se despegó de la cama en
dirección a la puerta de la habitación.
‒No, no por favor, ¡aún no, quedaos a mi lado, os lo ruego!—
Don Alfonso estiró el brazo hacia Raquel, pidiendo su mano.
‒De acuerdo, majestad, aquí me quedaré si así lo deseáis.
Don Alfonso de Castilla estaba acongojado en aquellos
momentos. Habían sido muchos malos ratos, la confusión, la
desorientación, los agudos dolores. La fiebre devoraba su
cuerpo, que permanecía envuelto en escalofríos. Sin embargo,
lo que más le atemorizaba era aquella extraña figura
enmascarada que se le aparecía en sueños, quién sabe si en la
consciencia. Temía, gravemente, que en cualquier momento se
apareciera ante su mirada. La presencia de Raquel, por el
contrario, le reconfortaba justo en aquellos trágicos y cruciales
momentos de su vida. La rota de Alarcos, la terrible herida, las
pesadillas y las apariciones. Y en medio de su desazón, aquella
hermosa muchacha, de largos cabellos castaños, tan dulce, tan
delicada. Cada instante de las últimas horas se fijaba en el
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subconsciente de don Alfonso. Cada detalle era relevante,
después de las terribles punzadas, del miedo y la angustia, una
caricia era un tesoro, un rostro hermoso, un vívido recuerdo,
una pequeña atención, un alivio inconmensurable. Nada de lo
que sucedía pasaba por alto al rey castellano, quien estaba
atravesando la experiencia más atroz de su vida. El tiempo
podría curar las heridas del cuerpo, sin embargo, algunos
pasajes de la mente, son inicuos, gustan albergar nuestras
peores experiencias, como un resorte, dispuesto a saltar en el
momento adecuado. Don Alfonso acumulaba cicatrices en el
alma que no se cerrarían, en apariencia, durante largo el
tiempo. Menos aún, sumido en la presteza por reconstruir el
reino y afrontar los envites de sus enemigos.
El rey castellano no acudiría a reponerse a un sanatorio, a unos
baños, a darse un respiro de sus obligaciones, pues estaba más
obligado que nunca a atenderlas. Nadie se baña vestido, y el
caso es que el Rey de Castilla, no podría lavar sus pecados,
compuesto en galas de guerra. Al menos, en aquellos
momentos, el sosiego y la paz que le transmitieron los cuidados
y la delicadeza de aquella hermosa judía, resultaban un
bálsamo de alivio. Incapaz de desprenderse de ella, en algunos
momentos, el rey recorría levemente el antebrazo de Raquel con
aquellas toscas manos, peladas por el cuero de la espiga de su
espada. Don Alfonso no quería que aquel instante terminase,
quería quedarse allí, petrificado, de la mano de aquella lozana
desconocida. Permanecieron así por espacio de dos horas, al
cabo de las cuales apareció Hayyim Al-Fakhar , a interesarse
por el estado del rey. Comprobó, con alegría, que este ya estaba
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despierto y consciente; tomaba del brazo con fuerza a Raquel,
como queriendo retenerla:
‒¿Os encontráis mejor, majestad?; temimos gravemente por la
naturaleza de vuestra herida. Me alegra comprobar que habéis
recuperado el sentido.
‒¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?—pregunta el rey
medio atontado.
‒Casi tres días, perdisteis el sentido en el camino a
Guadalerzas. Entre sus muros es donde os halláis ahora.
‒¿Hay noticias de los moros, a dónde se dirigen, y López de
Haro, dónde están los demás señores?—El Rey hacía el amago
de incorporarse, aunque se encontraba muy débil aún.
‒Ahora tenéis que velar por vos y nada más. Debéis dormir
todo lo posible, os preparé unas tisanas. Yo voy a dar aviso a
los señores y a vuestro médico del Villar. Mi hija permanecerá
aquí con vos mientras tanto.
‒Sí, ella… ella se quedará aquí conmigo—repetía, ahora más
calmado, don Alfonso, mientras se recostaba de nuevo.
Salió de la estancia el insigne Hayyim a transmitir la nueva a
los señores de Lerma y de la Finojosa, que aguardaban en el
castillo la recuperación del rey. Los restos de la mesnada real
acampaban junto a la fortaleza: un antigüo bastión musulmán
reconvertido hospital de los calatravos.
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Todos recibieron con gran regocijo la noticia, además de
deshacerse en halagos hacia las habilidades terapéuticas del
médico judío. Diego del Villar, sanador del rey, respiraba
aliviado. La lesión no resultó de mayor gravedad, pero la
extracción de la flecha requería una manipulación cuidadosa.
Ahora le tocaba al rey afrontar las subsecuentes fiebres, propias
de estos cuadros, esperando que la cuestión no se tornara en
una úlcera o una purulencia letal. Habría mucha gente
pendiente de mantener la herida del monarca limpia y cuidada.
El cuadro de médicos del rey acordaron que descansara al
menos dos jornadas más en Guadalerzas, si quiera, antes de
volver a Toledo. El Conde Manrique y los Lara impusieron la
ley del silencio, de manera que no se había de transmitir noticia
de la herida ni el estado de salud del rey. La noticia había de ser
que el don Alfonso de Castilla había vuelto derrotado, que no
herido, de Alarcos.
Muy entrada la tarde, paseaba Raquel por el adarve del castillo,
dejándose ver y apreciando la naturaleza del entorno. A los pies
de Guadalerzas se extendía la almofalla del ejército del rey,
junto a los de los señores acompañantes. Había un enorme
trasiego de paisanos, soldados, caballeros, escuderos,
palafreneros, aguadores, guarnicioneros y otros. Muchos ya se
disponían a retornar a sus tierras, vencida como estaba ya la
llamada al fonsado. Había que volver con los cadáveres de los
familiares y amigos a cuestas, con los pertrechos, de regresos a
los hogares. Retornar a cada aldea, a cada ciudad, dar parte del
vecino, el primo, el padre o el hermano caídos en guerra. Nadie
traería esta vez regalos ni caudales del botín. Todos retornaban
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con sangre reseca en las manos, cuarteadas de agitar piquetas,
lanzones o espadas, si no de acarrear cuerpos y tirar de
yugadas.
El corazón de Raquel sentía tristeza por la derrota y las
muertes; pero también una honda melancolía por su querido
Fernán. Por fin se había decidido a dar el paso, por fin había
conseguido arrancar la verdadera pasión oculta tras el absurdo
apocamiento del joven caballero. Y es que la moza judía largo
tiempo hacía que deseaba poder sentirse en brazos de Fernán,
sin embargo, la torpe galantería del muchacho no daba de sí
demasiado. Raquel sentía que había mucho tiempo perdido y
que, para cuando se decidió a dar el paso, entregando su
virginidad y sus más profundos anhelos, ya estaban en manos
de los acontecimientos, más que de su deseo de permanecer
juntos.
Cayó la noche sobre Guadalerzas, Hayyim era quien asomaba
ahora a las almenas del castillo. Se encontraba en el lugar que
no quería, en medio de un conflicto terrible. Reflexionaba
acerca de su actitud para con el joven Fernán en jornadas
precedentes. El muchacho siempre había sido ejemplar en su
conducta y en su moral. Sea lo que fuere que hubiere pasado
entre el joven caballero y su hija, tal vez no mereciera una
indignación tan notoria por su parte. Seguramente todo se
podría explicar. Asomado al abismo de la guerra y la miseria,
retornando a las puertas de Toledo, viendo el florecimiento de
los años perecederos, marchitándose al ritmo que supuraba la
herida del Rey de Castilla, el insigne Hayyim padecía por la
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quietud perdida, la paz seccionada, por las alegrías no
disfrutadas, por los enfados injustificados; en definitiva: por la
angustia y desazón venideras.
En estas estaba el físico sefardí, cuando se arrimó a su vera el
señor de la Finojosa, de nombre Martín Muñoz. Venía también
a respirar algo de aire fresco y de tranquilidad, lejos de las
intrigas y maquinaciones de los condes de Lara. Se hallaban
ambos dos apoyados sobre las almenas, inhalando el aroma
tardío de las coscojas y las lavándulas, cuando pidió la vez el de
la Finojosa:
‒Habéis obrado brillantemente, no os lo había dicho aún—
insuanaba el de la Finojosa.
‒Gracias, mi señor, solo hago mi trabajo.
‒El médico del rey no se atrevía a meter mano a la herida.
‒Supongo que pensaba que un médico judío sería más fácil de
ajusticiar, si es que algo iba mal.
‒Conozco a don Diego hace algún tiempo y os puedo asegurar
que solo quería lo mejor para el rey don Alfonso.
‒Sois joven, señor de la Finojosa, ¿acaso hace mucho que seguís
al Rey de Castilla?.
‒Mi linaje siempre ha permanecido cerca del rey. Pero nunca
tan cerca como los Lara, supongo.
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‒Os olvidáis de los de Haro…
‒Los de Haro son otro linaje más, bien cierto es que los amoríos
de su hermana Urraca con el malhadado Rey de León, don
Fernando II, o la notoriedad de su otra hermana, la abadesa
Doña Mencía, les han sacado lustre. Sin embargo, don Diego
López de Haro está por encima de todo aquello. Por encima de
los Lara, incluso.
‒¿A qué os referís?
‒López de Haro es el señor del Norte, el muro de contención
frente al monarca de Navarra. Es un ricohombre marcial y
disciplinado, comparte muchos de los gustos e ideas de nuestro
rey don Alfonso. Pero, por encima de todo, es un líder: sus
tropas le obedecen, sus hombres le idolatran. Con él al frente,
cualquier ejército adquiere mayor empaque, si cabe.
‒Habrá más generales en Castilla.
‒No como este. Haceos cargo de algo: el Rey de Castilla ha
nacido, crecido y prosperado bajo la amenaza continua de la
invasión, de la usurpación de su trono y de la pérdida del
territorio. No ha conocido apenas tiempos de paz. Tan solo
interludios breves. Los cartularios están repletos de autos,
decretos y cartas pueblas emitidas por nuestro rey. No conoce
un hogar de verdad, pues viaja casi de continuo por el reino
negociando acuerdos, instituyendo poblados, afianzando
alianzas o reforzando las fronteras. Nuestro rey, querido
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Hayyim, parece haber nacido por y para la guerra. Y en ese
sentido, no es extraño que considere a su mejor amigo y
consejero al que es, sin duda, el mejor capitán de las Españas.
‒Fascinante…
‒Fasciante no, mas aburrido, ciertamente. Dejemos estas
sandeces y hablemos de cuestiones más trascendentales: tengo
entendido que fomentáis una prolífica escuela de traducción en
la judería de Toledo. Habladme de ella, por favor.
‒No hay mucho que decir. Es un proyecto incipiente. Cierto es
que el rey se ha mostrado muy interesado en el mecenazgo, no
de manera directa. Pero ha implicado al Nasí y algunos notables
prestamistas del Alacava. Todos quieren gozar del favor del
rey. Sin embargo, por ahora al menos, nos resulta difícil de
consolidar la escuela como tal. No hay muchas vocaciones,
¿sabéis?.
‒El rey planeaba atraer a su corte a figuras del romance; el
fenómeno trovadoresco se extiende al norte de los pirineos.
Cada vez se habla menos latín, o bien se ha difuminado tanto,
que se ha convertido en raras fablas que varían de unos valles a
otros. Nos estamos aislando de nosotros mismos, en cierta
manera.
‒¿A qué os referís?.
‒Veréis, don Alfonso es ante todo un guerrero. Mas no
permanece ajeno a la importancia de la difusión de la cultura en
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su reino. La cultura trovadoresca, per se, no es nada
aparentemente. Sin embargo, goza de gran predicamento entre
los señores de la corte y aledaños. Nuestros señores buscan
entretenimiento, en definitiva. El romance palatino, es la
palabra de moda.
‒¿Entretenimiento, decís?.
‒Entended que no siempre se está de guerra o folgando, o bien
de caza, en ocasiones, hay que tener algo más con que pasar el
tiempo.
‒Hay muchas formas de pasar el tiempo, y muchas
responsabilidades que atender.
‒No me comprendéis Hayyim. Los señores y ricoshombres de
Hispania provienen de viejos linajes de guerreros muy
notables, si no de agudos administradores, que supieron
acaparar riquezas y negocio en un tiempo en el que la presura
permitía a los villanos hacerse con las tierras, con la venia del
rey. El rey, por su parte, debía hacerlo así, por que aquellos
villanos, venidos a más, eran los que de verdad
complementaban su exiguo ejército, pasando a ser condes más
que ricoshombres. Sea como fuere, era una nobleza ruda y
asilvestrada, perfecta para defender las fronteras e intereses de
los reinos respectivos. Mas levantisca y traicionera.
‒¿Y qué tiene que ver eso con el fenómeno trovadoresco, don
Martín?.
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‒Han pasado más de cuatrocientos años. Las fronteras se han
ido asentando, los señores como yo ya no tenemos que estar
pendientes de manera continua de la defensa de las tierras, más
bien de los fonsados y de las llamadas a la guerra. Hace tiempo
que los señores aquí, como en otros reinos, empleamos más
tiempo en la corte que en la ampliación de nuestros territorios.
El poder, en definitiva, se ejerce acudiendo a la corte y es toda
una moda.
‒¿Y qué sucede en la corte, además de tomar decisiones de
calado, supongo?.
‒Sucede que los ricoshombres se transforman en señores. Los
señores tienen modales, virtudes, una buena imagen; gustan
alardear de ello, quieren ser reconocidos como tales, no como
simples acumuladores de riqueza y poder. Rivalizan unos con
otros, como los pavos reales cuando despliegan sus hermosos
plumajes. Se constituyen en miembros de la corte: ejercen la
cortesía. Esto, querido Hayyim, les está volviendo locos, a mis
ojos, al menos.
‒¿En qué sentido?.
‒ En muchos sentidos, cada vez son más importantes las
apariencias, los ropajes y complementos. Las noticias y los
cotilleos bailan y bambolean por doquier. Se procura estar en
boca de todos, que el nombre y el escudo destaquen por encima
de los demás. Es curioso, porque se trata de una carrera a
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ninguna parte. Y es que en Castilla, querido Hayyim, mandan
siempre los mismos estén, o no, de moda en la corte.
‒Y en qué contribuyen los cantares y las poesías o las chanzas
de juglares y trovadores en todo esto.
‒don Alfonso, casó con la hija del monarca inglés, don Enrique
II de Plantagenet. Es nuestra reina, a su vez, hija de una dama
simpar en Europa: la Reina Leonor de Aquitania, una mujer de
fuerte carácter y descaro legendarios. Buenas influencias para
nuestra reina, quien ha transmitido estas tendencias a don
Alfonso. De este modo, le ha hecho partícipe de la relevancia y
el poder que otorgan la propaganda de acontecimientos. Los
anglosajones, lo llaman “deeds”. Largo tiempo hace que en la
corte del rey de Inglaterra se fomentan los valores de la
caballería, las virtudes del noble “auténtico”.
‒Algo he oído sobre ello.
‒Sapientia, fortitudo, mansuetudo, clementia, affabilitas, decorum,
facetia… hay que sacar brillo a las virtudes del auténtico
caballero, el protagonista único y emergente de las crónicas
épicas. Seguramente, esa es una de las ideas que hay detrás de
fomentar la escuela de traducción: hay que importar algunas de
estas ideas de afuera.
‒Me sorprende escuchar un análisis tan sesudo como poco
clemente de la corte, realizado por parte de un miembro activo
de la misma. Si no estoy entendiendo bien, afirmáis que el rey,
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instigado por su esposa, pretende amansar a las fieras de la
nobleza, ofreciéndoles la adquisición de renombre y abolengo
en las escrituras y legajos de caballerías.
‒Efectivamente, a cambio, les exige comportarse como
auténticos caballeros: virtuosos, alegres, mansos y, sobre todo,
fieles.
‒Es una manipulación.
‒El rey no quiere tener señores díscolos, al frente de grandes
ejércitos, que se comporten como sus rústicos ancestros,
guerreros salvajes y pendencieros. En su lugar, la nobleza del
siglo XII, habrá de ser equilibrada y virtuosa si es que quiere
figurar en los anales. A juzgar por las apariencias, querido
Hayyim, hay una larga cola para pedir la vez. El mensaje ha
calado. En consecuencia, hacen falta los orfebres del lenguaje,
para fomentar esta incipiente cruzada.
‒Y dónde queda todo ello ahora, tras la derrota de Alarcos…
‒No os confundáis, querido Hayyim, ahora, más que nunca, la
imagen será clave: la exaltación de la fidelidad, de la lealtad.
Por eso se fomentará, más que nunca. Y junto a ello, la corte se
rodea de eruditos, casi todos pertenecientes al clérigo, como
difusores de dicha cultura.
‒¿Difusores?.
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‒Ciertamente, la cultura requiere creación, claro, pero también
difusión. La mayor parte de nuestros nobles son, por desgracia,
iletrados. Si no pueden leer los libros de su propia épica, será
necesario adoptar a eruditos encargados de transmitirla en la
corte. La erudición, mana de los monasterios o de las escolanías
‒No puedo negar que vuestra clarividencia me asombra, don
Martín.
‒No soy más que un noble de la corte, querido Hayyim, de
rancio abolengo, mas de poca relevancia. Pero creo firmemente
en lo que está haciendo don Alfonso de Castilla, al menos hasta
el día de ayer. Por eso, permaneceré a su lado, aparezca o no en
sus crónicas de épica caballeresca. Ahora por favor, seguidme
hablando de vuestras traducciones, asunto mucho más
interesante que estas divagaciones políticas…
Ambos interlocutores continuaron su ilustrado debate largo
rato aún. Mientras tanto, Raquel acudía a los aposentos del rey
a supervisar su estado. Al entrar en su estancia lo halló
dormido, recogido en su cama, con sudor en su frente, si bien,
portando una expresión relajada. Raquel se acercó a una mesa
sobre la que reposaban paños de gasa y agua limpia. Se distrajo
un unos minutos preparando los medios necesarios para lavar
la herida del rey.
La joven giró presta a atender el hombro del paciente real,
cuando cuál no fue su sorpresa al encararlo allí de pie, a penas a
una vara de su espalda. Don Alfonso de Castilla permanecía
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petrificado ante ella. Desconocía la joven cuánto tiempo llevaba
el mismo incorporado de su lecho. El rey la miraba fijamente
sin mudar palabra, lo que empezó a incomodar a la joven:
‒Habéis de guardar reposo, mi señor, os he de lavar la herida—
decía la aturullada muchacha, agachando la cabeza.
don Alfonso no respondía. La tensión es notable, la fijación en
la mirada de él no resulta nada halagüeña:
‒¿Qué os sucede mi señor?...—volvía a preguntar Raquel, muy
inquieta ahora.
El rey seguía sin responder:
‒Iré a buscar ayuda, no os preocupéis…
Raquel buscaba una excusa para abandonar la estancia. Se
encamina la joven hacia la puerta, apenas llegaba a abrirla
cuando don Alfonso, desde atrás, la empujó con inusitada
energía, para cerrarla de nuevo:
‒No os he dado la venia para retiraros…—dice el rey con
severidad, mientras clava la mirada en Raquel.
Corrían gotas de sudor sobre la frente de don Alfonso, tal vez
sea un delirio, tal vez estuiviera sonámbulo, tal vez no deseara
nada malo a la atemorizada Raquel. Sea como fuere, ella
permanecía arrinconada contra la pared, mientras él la rodeaba
con un brazo, apoyado aún contra la puerta. Raquel estaba
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atolondrada y confusa, no sabía muy bien cómo actuar. La
expresión de don Alfonso era extraña, pareciera rabia, si no
deseo. El rey apretaba el mentón, tragaba saliva y respiraba
hondamente, a tiempo de ceder un poco el pie, presa del
agotamiento. Se bamboló levemente, antes de ser retenido por
Raquel, en previsión de que se precipitara al suelo. A duras
penas la moza consiguió acarrear al debilitado caballero de
vuelta a su cama. Una vez en ella, don Alfonso se mostró más
cordial y calmadao, estiraba su mano, como queriendo acariciar
el rostro trémulo de Raquel:
‒Sois mi ángel, mi ángel de la guarda… ¡cuánta hermosura,
cuántos cuidados!—don Alfonso se mostraba herrático y difuso,
a ojos de Raquel, lo que la muchacha interpretaba como un
claro síntoma de delirios febriles.
‒Descansad, mi señor—decía ella mientras toma suavemente la
mano del rey, para retirarla.
‒Os amaría, os amaría toda mi vida, mi ángel…—Tras estas
últimas palabras, don Alfonso perdió el sentido de nuevo.
Aquella noche, tras el extraño incidente, la joven Raquel se
sintió turbada. Al día siguiente volvería a atender las heridas
del rey, mas no sabía cómo reaccionaría en esta ocasión.
Ciertamente, los delirios asociados a las fiebres y la naturaleza
de sus heridas bien pudieran ser la causa. Aun así, la fútil
racionalización de la situación no dejaba más que un poso
amargo a la pobre judía. Aquel hecho no pasó por alto tampoco
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al insigne Hayyim, quien notó cierta desazón en su hija:
parquedad de palabras y una ligera irritabilidad, al cenar juntos
en la noche. Raquel quería pedirle a su padre ser relevada de
los cuidados al monarca, pero sabía que era ponerle en un
compromiso muy delicado, más si cabe, siendo judíos como así
lo eran. Terminaron la cena comentando la animada
conversación entre el propio Hayyim y el señor de la Finojosa,
para retirarse a dormir temprano. Afortunadamente para ella,
había otras damas para vigilar las evoluciones del rey durante
la noche.
Amaneció el nuevo día y se llegaban ya las noticias de la
rendición de Alarcos. El Conde Manrique, desatendiendo los
consejos de los médicos y del de la Finojosa, no dudó en
trasladar la noticia prontamente al rey, quien se hallaba muy
recuperado en la mañana. La noticia le sentó como un jarro de
agua fría a don Alfonso. El Conde Manrique, por su parte, no
pretendía otra cosa que mejorar su posición desmejorando la
del alférez real, don López de Haro. Don Alfonso de Castilla,
tras recibir las nuevas, dio orden de no ser molestado y se
enclaustró en sus aposentos. Esto dio un respiro ciertamente a
la joven Raquel, que se alegró de poder salir a tomar el fresco,
en lugar de tener que volver a enfrentarse a la mirada obsesiva
del propio don Alfonso.
Bien entrada la mañana, permanecía Raquel en las almenas,
distraída en el trino de los pájaros y los girones de nubes en el
cielo, cuando recibió una feliz visita. Desfilando a los pies del
muro, se apareció la figura de un joven atractivo y espigado,
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portando un escapulario con una cruz negra flordelisada en el
pecho. A poco distinguió la elegancia desenvuelta del joven
Fernán García de la Aceca. Sorprendida por la inesperada
visita, aguardó, con cierta guasa, las lisonjas de su amado desde
los aproches de la fortaleza:
‒¡Disculpad mi señor!—gritó desde lo alto Raquel, al
despistado Fernán.
Fernán, por su parte, elevó la mirada, desconcertado. Enarboló
una sonrisa de oreja a oreja al toparse con Raquel a intramuros.
El joven caballero optó por dar continuidad a la comedia:
‒Decidme, mi señora: ¿en qué os puedo ayudar?.
‒Busco un noble caballero, tal vez le conozcáis.
‒Decidme, ¿es apuesto acaso?.
‒No tanto como él pueda creer…
‒Capaz de las mejores líneas…
‒Apocado y deslucido, más bien.
‒Suspiro de muchas damas…
‒Por no tenerle cerca, tal vez.
‒Azote de los moros…
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‒Más le valdrá correr.
‒Virtud de la caballería…
‒¿Peor escudero?, no habría.
‒Tal vez le conozca, mi señora…
‒Ya lo quisiera él.
‒Pues lo tenéis aquí en pie...
‒Hace falta más que eso, para captar mi atención.
‒Algo más que eso habré captado, a juzgar por mis memorias…
Raquel bajó a prisa del adarve y salió por un portón trasero.
Alejados del gentío y la acampada alrededor del castillo, los dos
amantes se fundieron en un tierno abrazo y múltiples caricias y
besos. De buena gana hubiera repetido Fernán la escena de la
habitación en casa de los Al-Fakhar , escasas noches atrás. Mas
no había tiempo:
‒¿Has pensado en mí, Fernán?—preguntaba, coqueta, la joven
judía.
‒Cada minuto del día. ¿Y tú?.
‒Tal vez…
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‒Te echaba de menos, no sabes cuánto. No sabes en cuántas
ocasiones.
‒Yo también, Fernán. Esto es de locos: ¿a qué has venido aquí?
‒Mi primera misión. El comendador quiere acercarse en
persona a husmear la situación de la cibdad vieja de Calatrava.
‒Aquí hablan mucho de eso, dicen que el moro la va a hacer
arder, que no es posible defenderla… ¡tened mucho cuidado,
Fernán, por Dios!—acto seguido, abrazó con fuerza al
muchacho.
‒Escucha, vamos a avizorar, nada más. Nos acompañan tres
atalayeras que están al servicio de la Orden—Fernán se intentó
despegar con suavidad de Raquel para poder hablar con ella
cara a cara.
‒¿Son las mujeres con quienes acudisteis a casa?.
‒Las mismas. Las hermanas Monzón.
‒Mujeres trabajando para la orden, como espías, es curioso.
‒Te sorprenderías, probablemente
rastreadoras en toda Castilla.
no
haya
mejores
‒Temo que te pase algo, Fernán, ahora, precisamente: ¿qué
vamos a hacer?.
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‒Tranquilízate, en cuanto regrese hablaré con tu padre… y le
pediré tu mano.
En aquellos instantes, sacó Fernán el anillo que adquirió en el
Alacava días atrás, que introdujo con delicadeza en el dedo
anular de Raquel. Era un anillo de plata fina, con una filacteria
en hebreo, ancho y encastrado con un topacio de pequeñas
dimensiones. Los dos jóvenes se fundieron de nuevo en un
abrazo, para descubrir, al soltarse, que Hayyim les observaba
con expresión severa:
‒Qué alegría verte, Fernán… ¡¿qué hacéis así abrazados?!—
Parecía asomar de nuevo el viejo uraño frente al meritorio físico
que reflexionaba la noche anterior sobre los méritos de la
pareja.
‒¡Nos queremos, nos amamos, padre!—respondió Raquel
indignada, a lo que Hayyim resopló, sin más.
‒¡Pero, pero…!—Hayyim no era capaz de articular palabra.
‒No te comportes como un energúmeno. Es así de cierto.—
Raquel no tenía dificultades en desafiar a su desatinado padre.
‒¡Tú, tú has desflorado a mi pobre hija, desgraciado!—Hayyim
señalaba con el dedo acusador, al pobre Fernán.
‒No padre—repuso de inmediato Raquel—, Fernán siempre ha
sido honesto y caballeroso. Nunca se ha propasado y ha
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respetado las reglas de nuesta casa. ¿No entiendes padre, que
simplemente nos queremos?.
‒Pero… ¿lo vas a negar, hija mía?.
‒Nada niego, salvo que ponagáis en duda la honestidad y
conducta de Fernán. No le culpéis a él, si me habéis de culpar a
mí.
Hayyim se había hinchado y ruborizado como un tomate.
Fernán estaba sobresaltado por la reacción de aquel médico
sosegado y paciente que creía conocer desde hace años. Sin
embargo, se trataba de su hija, su tesoro más preciado, motivo
por el que el joven caballero comprendía la situación. Intervino
Fernán, determinado, para calmar los ánimos. Y lo hizo de la
manera más torpe, cual fue hincando la rodilla, para pedir
formalmente la mano de Raquel a su padre Hayyim. La escena
era peculiar. Un grupo nutrido de soldados se habían acercado
a curiosear el escándalo. Al ver a Fernán de rodillas, con la
moza a sus espaldas, algunos empezaron a aplaudir y a jalear,
lo que avergonzó, aún más si cabe, al pobre Hayyim. El médico
judío miraba a su alrededor, intentando buscar la
desaprobación de alguien, pero el público congregado no
quería jolgorio. Finalmente, Hayyim encontró caras amigas
entre el gentío: el ilustre Ordóñez y Alejo, quienes observaban
la escena intentando, aparentemente, contener la risa, para
mayor sorna.
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La soldadesca y demás cortejo disfrutaba la escena. Se
escuchaban frases de entre los espectadores, lanzando
alharacas, requiebros y chanzas: ‹‹… ¡si no queréis la moza, me
la quedo yo!... ¡Un anillo solo, os daba yo todos los tesoros de
Córdoba, reina mora!... ¡pues si ya la han desflorado, déjala ir
paisano!... ¡si hay que ser familia, que no sea de un
calatravo!...››. El gentío aumentaba y, finalmente, Hayyim optó
por tirar del brazo de su hija, de vuelta a la tranquilidad del
castillo. Antes de dar un paso, la joven judía se zafó de su
padre, para abalanzarse sobre Fernán, a quien dió un largo y
profundo beso, tan embriagador, que el joven caballero casi
pierde el resuello. Finalmente, accedió a retirarse con su padre,
quien ya se hallaba en estado de ebullición plena, ante los gritos
ensordecedores de la caballería, tal que se había entusiasmado
sonoramente con la lengüetada entre los dos amantes. El
jolgorio duró unos minutos y sirvió, al menos, para olvidar
durante unos instantes la amargura y los sinsabores de jornadas
precedentes.
Se despidieron con largas miradas los dos jóvenes, una desde
las almenas, el otro desde su arzón, como en las crónicas
caballerescas, esas con que quería el Rey de Castilla acicalar a
sus señores. Al fin y al cabo, el rey podía tener en el pobre
Fernán un modelo perfecto de caballería cortés: leal, honesto y
gentil. De camino a los a cruzar los Montes de Toledo departían
ayo y comendador:
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‒Me alegro por ti, querido Fernán—dice amablemente el ilustre
Ordóñez—, largo tiempo hace que suspiras por la muchacha de
Hayyim.
‒Nos casaremos en cuanto vuelva a Toledo—responde
Fernán—, si no tenéis inconveniente.
‒Fernán, tú ya has recibido el espaldarazo de manos de tu
padre don Pedro. Ya eres mayor de edad, tu destino está en tus
manos. Me temo que lejos de la orden.
‒Puedo seguir trabajando para la orden, padre.
‒Seguirás siendo ayo de la comendadura. Tus servicios serán
bienvenidos. Pero debes atender tu formación en la escuela de
traductores. La reina Leonor quiere traer libros antifonarios,
martirologios y otras letras de los sajones y francos. Luego
están los ricos tratados de medicina, de astronomía o de
matemáticas de los judíos y los árabes. En fin, yo no he sido
dotado para el conocimiento, mas reconozco su relevancia en
nuestro mundo. Me inclino a pensar que quien domine las
ciencias y la filosofía, dominara el mundo, con la ayuda de
Dios.
‒Reconozco que no soléis conjugar vuestra apariencia con
vuestra riqueza humana, padre. A ojos del mundo siempre os
mostráis como un serio, arrojado y afeado freire. Mas luego, en
la intimidad, sois cálido y reflexivo.
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‒No vine a este mundo a ganarme la vida ni la gracia de Dios
con las apariencias. No te engañes, Fernán, mantengo mi fe
intacta, así se nos caiga encima el moro con todas sus cohortes.
Jamás he apoyado ni apoyaré nada que vaya en contra de las
daciones de su ilustrísima el Papa, ni que atente contra los
preceptos de nuestra Santa Madre Iglesia.
‒Sois un buen hombre, padre.
‒No soy más que un siervo de Dios, con la clarividencia
suficiente como para saber que te ha enviado para que hagas
grandes cosas.
‒¿Gestas, acaso?—Fernán se mostraba mordaz.
‒No bromees, Fernán. Sé muy bien de lo que hablo. Grandes
cosas, son simple y llanamente las cosas que quiere Dios que
hagas tú dentro de su gran plan.
‒Entonces, entiendo que tuvisteis más bien una epifanía el día
que me visteis abandonado sobre un pesebre en aquella aldea
de Moceisón—Fernán bromeba ya con el comendador de la
Aceca.
‒Tal vez Dios me impulsó a sentir suficiente compasión por ti
como para sacarte de aquel aprieto… ¡queriéndome infligir, de
paso, severa penitencia para el resto de mi vida!—Mientras
decía esto, el calatravo también bromeaba dando un cariñoso
pescozón a Fernán.
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‒Os preocupa mucho la situación de la cibdad vieja , ¿verdad?—
Era momento para ponerse serios.
‒Es de esperar que se parapeten sus habitantes y freires en ella.
La cibdad vieja es el símbolo, la huella, el santo y seña de la
orden sobre los campos de calatrava. Es nuestro sentido.
‒La situación no pinta bien. Tal vez deba obrarse un milagro.
‒Tal parece que estos días Dios no está de nuestro lado. No
cabe esperar milagros. Acaso, qué se podría esperar: ¿que
arrojase fuego sobre los agarenos, como en Sodoma y Gomorra,
bien que riegue las siete plagas en los aproches de la muralla,
justo sobre las avanzadas del Miramamolín?. No lo creo, la
salvación hoy solo se hallará de una manera: huyendo,
huyendo muy lejos.
‒¿Creéis que huirán sus habitantes?.
‒Cuando yo salí de la cibdad vieja de Calatrava, recuerdo que
todos allí dentro teníamos una proclama por encima de todas
las demás: proteger el convento a toda costa. Hasta donde
tengo conocimiento, nada ha cambiado en estos años.
‒¿Qué haremos entonces?.
‒Mi querido Fernán, muy a mi pesar, solo observar e
informar—Agachó
la
cabeza
apesadumbrado
del
comendador—. De buena gana me inmolaría cortando cabezas
de sarracenos hasta mi último hálito, siendo en defensa de mis
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votos. Mas, debo reconocer, que este extremo me privaría de
verte casar con tu hermosa judía. Tal vez no tenga, en el fondo,
tantas ganas de morir ahora. No soy justo con los míos.
‒Sois humano padre, eso es todo. Yo, por mi parte, lamentaría
lo indecible perderos en esas lides. No es mi deseo que así sea,
lo he de reconocer, ni siquiera por mor de vuestros votos. Pero
también entiendo que ahora toda alma cristiana que quede de
aquí hasta el Tajo ha de preservar su vida, ponerse a salvo, para
volver a tiempo de luchar, otro día.
‒Por ahora dejaremos los cumplidos y nos centraremos en
nuestra misión, Fernán. De aquí en adelante podríamos no ser
los únicos atalayeros, pues el enemigo también tiene espías.
Movámonos en silencio y muy pendientes. A fe que no hay
rastreadoras más sagaces que las hermanas Monzón, ellas nos
guiarán por sendas bien resguardadas.
Se encaminaban así hacia el monte, faldeando el peligro. Por
delante podría estar salpicado de moros entregados al pillaje o
a la observación; sabe Dios, dado el contingente desplazado por
el califa Yusuf. El ilustre Ordóñez no podía ya quitarse de la
cabeza el funesto destino de la cibdad vieja de Calatrava, el
santuario de la orden. La desazón de perder el hogar fundador
y capital cristianizadora del sur del Tajo.
De regreso a la plaza de Guadalerzas, las angustias no eran
menores: el Conde Manrique era presa de los remordimientos
acerca de la situación de su hijo García Pérez de Lara; se
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preguntaba por qué no se había quedado él mismo vigilando al
lobo de López de Haro, en lugar de haber abandonado a su
primogénito en aquella fortaleza sitiada y vencida. Tomó la
decisión en caliente, pues no deseaba apartarse del lado de su
doliente rey, ni dejar de lado su oportuno concurso en la
gestión en la derrota de Alarcos. Por haber querido tocar todos
los palos, se hallaba ahora sumido en la mayor de las
desazones.
El otro gran Lara, don Fernando Núñez, reposaba aliviado de la
angustia y los esfuerzos que desgastaban al guerrero en los
conflictos como el que acababan de vivir. En líneas generales,
atendía a la discrecionalidad de su primo el Conde Manrique,
que tan bien sabía moverse entre los altos estamentos, al igual
que antaño lo hiciera también su padre.
El Maestre de la Orden de Calatrava: don Nuño Pérez de
Quiñones, no era menos ajeno a la congoja y el sinsabor que le
producía la perenne capitulación de los cristianos en Alarcos,
antes bien, desarbolado por la perentoria derrota de sus huestes
en la cibdad vieja . La sangre había corrido por el Guadiana, y la
mancha carmesí debiera circular ya por el corazón de los
montes de Toledo. En las jornadas siguientes, cabía esperar aún
más tiña aguas arriba, esta vez más oscura, como así lo era la
cruz en el pecho de los calatravos, en cuanto el ejército del
Miramamolín sitiara el baluarte calatravo.
El de la Finojosa reflexionaba por dar sentido a todo aquello;
aquella noche, más que nunca, añoraba la quietud y soledad de
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los recios campos de Deza, el verdor de las laderas del
Moncayo, tan magnífico, tan gigantesco, que atrapaba las nubes
con sus propias manos, exprimiendo las aguas que tanto se
resistían luego a regar los cerros sorianos. El señor de la
Finojosa y Deza luchaba al lado mismo del rey castellano, con o
sin León, desde varias generaciones atrás. Sin embargo, tal vez
ninguno de sus predecesores tuvo que padecer las
consecuencias de una derrota tan brutal y extendida. ¿Qué
podría él hacer ahora, hacer con el futuro, para revertir algo de
esta terrible situación?: poco por ahora. Castilla no era más que
una valiente dama que había quedado desnuda a la intemperie,
a la que solo le restaba defender, con uñas y dientes, su
honradez, antes que ser desflorada.
Sin duda, era el Rey de Castilla quien navegaba y zozobraba
más que todos sobre el mar de la amargura. Las melindres de la
felicidad y el orgullo, detraídos de un reino fuerte y
consolidado, se vaciaban en la vacuidad de su orgullo de arzón
y espada. No había lugar a la esperanza en él. El caballero de
sus sueños era, tal vez, un fantasma del pasado, tal vez, el
respingo de una conciencia atormentada, tal vez, la
personalidad oculta de un rey atormentado o quien sabe, si un
demonio enviado desde el mismo infierno, a hacerle pagar por
su desmaña y soberbia. Sea como fuere, no bastaba, por ahora,
para sacarle, enrocado como estaba, de su hastío y depresión.
Tan solo los Al-Fakhar parecían abstraerse a la miseria de
alegrías de que estaban rodeados. El muy obcecado Hayyim
llevaba todo el día dándole vueltas al asunto de su hija con
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Fernán, de modo que, nuevamente lo veía con buenos ojos,
desdeñando los devaneos carnales que hubieran podido
acontecer entre ellos. Era una situación estúpida para él dado
que, en presencia del muchacho, perdía el control de sí mismo,
tornándose agresivo y protector. Realmente, lo que esperaba
con ansia era que el joven Fernán tuviera la dignidad de
postrarse para pedir formalmente la mano de su hija, lo cual no
era mucho pedir. Sin embargo, hacía falta un poco de
tranquilidad, y hasta ahora, los acontecimientos no daban
cuartel. Andaba inquieta la joven judía Raquel, recostada en su
camastro, en una reconfortante celda que le había sido
proporcionada en el interior del castillo, próxima a la
habitación del rey. Es así que su padre tocó a la puerta:
‒¿Puedo pasar hija?...—preguntaba Hayyim.
‒Por supuesto padre—respondió su hija, apenas alumbrada
por dos cirios, en el fondo de la estancia.
Entraba el galeno y se acomodó junto al lecho de su hija,
tomándole la mano con firmeza:
‒Quería hablar contigo sobre lo de Fernán y tú…
‒¡Padre, vas a empezar otra vez!.
‒No hija, quería disculparme. Sabes que aprecio a ese mozo
como a un hijo mío. Pero me duele que hayáis actuado a mis
espaldas.
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‒No hemos actuado a espaldas de nadie padre, somos adultos
y nos amamos. En realidad, con tanta gente de por medio,
nunca encontraríamos el momento de querernos de verdad.
¡Todo por mantener las apariencias!.
‒Bueno, entiéndeme hija, soy tu padre. Me preocupo por ti.
‒En ese caso, sabes que la decisión es mía, y que no hay mejor
hombre en el mundo para mí que Fernán. Siempre he estado a
vuestro lado, obedecido de manera diligente, satisfecho todas
vuestras exigencias de formación y estudio.
‒Lo sé y quiero…
‒… no padre, no lo entendéis: ahora, yo también necesito un
poco de espacio y de tiempo. Por fin disfruto de la alegría de
saberme en brazos de Fernán y resulta que tenemos que
permanecer separados: yo cuidando la herida del rey y él, ¡él
jugándose el pellejo en favor de los intereses de los dichosos
calatravos!
‒No es justo, lo entiendo.
‒¡No lo es, no lo es en absoluto!. Meses enteros compartidos
bajo el mismo techo en la aljama de Toledo, incapaces de
hablarnos a la cara. Cuando por fin damos el paso…—Raquel
emitió un hondo sollozo— ¡no quiero perderlo ahora, padre, no
puedo!.
JUAN M NAVARRO © 2016
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El insigne Hayyim abrazó entonces a su hija para intentar
consolarla. Ella se aferró al hombro de su padre como la niña
que aún era en muchos aspectos, tan vulnerable, tan delicada.
Hayyim se esforzó en explicarse:
‒Tu madre tejía unos hermosos tapices de lino, los teñía con sus
propias manos. Su familia pertenecía a un gremio importante.
Yo era un simple jovenzuelo que ansiaba viajar a Egipto y
Palestina. Fueron buenos tiempos, cuando mi padre, que era
comerciante en Granada, me mandó a estudiar medicina a
Córdoba. Allí aprendí de la mano del mismísmo Averroes,
conocí las maravillas de Medina Azhara, la ciudad de las mil
arcadas. Paseando por el zoco, tu madre derramó un balde de
tinte bermellón sobre mi toga. Recuerdo haberme comportado
entonces de manera condescendiente y tosca.
‒¡Padre!, ¿de verdad?—Raquel parecía haberse distraído de sus
preocupaciones, a la mención de su madre.
‒Sí hija, yo era un bravucón de mucho cuidado, seguía
empecinado en aventuras y correrías. ¡Demonios!, si hasta
pensaba en participar de las razzias de los malditos almohades.
Afortunadamente, me encontraba entre los más aventajados
estudiantes de Averroes, no tanto, como mi buen amigo ben
Maimón.
‒¿Os referís a Maimónides, el desterrado?.
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‒Sí, hija, el mismo. Afortunadamente para mí, verme rodeado
de hombres tan notables y sabios resultó fundamental, al
menos, para rebajar mis expectativas y exigencias. Ben Maimón
invertía mucho tiempo conmigo, era sorprendente su
conocimiento de la razón y de la lógica, la manera en la que
racionalizaba la fe. Con él comprendí muchas cosas, sobre todo,
a desinhibirme de esos rabinos descarnados que tanto insisten
en adoctrinar sobre el Talmud. Mientras tanto, los almohades
ejecutaban en público a disidentes, pronto tuvieron en el punto
de mira al mismo Averroes. Arrancaban las piedras de Medina
Azahara para levantar empalizadas y muros de defensa,
despreciando el mayor de tesoro del perdido califato. El mismo
Ben Maimón hubo de huir con su familia, a Almería, le
obligaron a ser converso. Yo, por mi parte, no sufría presiones
aún, pues mi prosapia provenía de Granada. Me sentía solo y
desolado, todas mis creencias se habían desvanecido, ya no
aspiraba a reprimir a cristinanos, mi relación con Dios no era la
misma. Para aquel entonces, yo hablaba directamente a Dios,
aunque no obtenía respuestas.
‒¿Qué clase de respuestas?.
‒Dar sentido a la vida, a la sinrazón desatada por los bereberes
almohades, a la progresiva destrucción de la riqueza de
nuestros antepasados, a la progresión del fundamentalismo, no
solo árabe, también judío. Nuestros hermanos se empecinaban
en imponer tradiciones absurdas, que yo rechazaba. Me
acusaron de caraísmo incluso. Pensaba en retornar a Granada
cuanto antes, ya no había nada en Córdoba que me retuviera.
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Averroes estaba siendo depauperado, mi gran colega Ben
Maimón había huído y, para colmo, ni si quiera me
comprendían los judíos.
‒¿Y qué hay de madre?.
‒Hacía los preparativos de vuelta, y desfilaba por el zoco, una
vez más, desinteresado, distraído, buscando alguna baratija o
algún tejido que retornar a Granada. Allí estaba el puesto de tu
madre; me costó un poco al principio, sin embargo, opté por
acercarme y comprar uno de aquellos hermosos tapices. Eran
de un factura excelente, debo decir. Recordaba la mirada de tu
madre, pues mantenía el rostro cubierto desde siempre, por
imposición almohade. No dejé pasar la ocasión, y pedí
disculpas por mi mala educación, la última vez que nos
encontramos, cuando ella derramó el balde de tinte sobre mis
ropajes.
‒¿Hacía mucho tiempo?.
‒Ciertamente, bastante, pero tu madre me recordaba, lo cual
me alegró, ciertamente.
‒¿Y qué más le dijiste?.
‒Nada…
‒¡¿Cómo?!.
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‒Cierto, nada, no pude decirle nada. Así es que, al día
siguiente, volví, y… compré otro tapiz.
‒Pero… ¡padre!.
‒Así fue hasta en cinco ocasiones. Para cuando prometía
tapizar las casas de todos mis familiares en Granada, fue tu
madre la que me invitó a pasear, a la luz del día, y
acompañados de su madre, a la vera del Guadalquivir.
Finalmente, retrasé mi retorno a Granada más de lo esperado.
Al cabo de un mes, tu madre se quitó el velo, y vi su rostro por
primera vez…
‒…padre.
‒¿Sabes qué me dijo entonces?.
‒Que os amaba, supongo.
‒¡Ja ja, en absoluto!...—el insigne Hayyim trastocó gesto en
seriedad— me dijo que me echó el balde de tinte encima para
llamar mi atención. Sin embargo, mi torpeza, no dio para más.
‒¡En serio!—Raquel no daba crédito a esta revelación.
‒Hija, algunos hombres son, digamos, ignorantes, obstinados o
simplemente incompetentes en el cortejo. Sin embargo, puedo
decir, a ciencia cierta, que serán de los más honestos y
comprometidos. Debo reconocer, en este sentido, que la torpeza
JUAN M NAVARRO © 2016
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de tu querido Fernán, ¡bien podría ser legendaria!; tan grande,
al menos, como lo es su corazón.
‒Gracias padre, de veras…
‒Hija, perdóname, pues perder a tu madre fue la peor
experiencia de mi vida. Murió en mis manos, durante el parto.
La naturaleza es así. Desde entonces, tú y solamente tú has sido
mi razón para vivir, para seguir adelante. Todo ha tenido
sentido gracias a ti, no puedo decir más. Tan sólo, que la
zozobra que produce entregarte a tu futuro marido me
desborda el alma, y me produce un vértigo que apenas consigo
contener. Soy un egosita, supongo, y he pagado mi frustración
con el pobre Fernán.
‒No me vas a perder padre, siempre estaré contigo.
‒Lo que quiero decir, en definitiva, es que tienes todo mi
apoyo: os casaréis, haremos tres días de fastuos, ¡que se entere
toda la Aljama, que se casa la hija del médico Al-Fakhar !. Que
la joya más hermosa que atesora la judería, se ha de poner en
manos de su más noble y digno caballero… y yo con gusto la
entrego. Tienes mi bendición, hija, eso es todo lo que te quería
decir…
‒¡Gracias padre!.
Los dos se fundieron en un largo abrazo de nuevo. Finalmente,
ambos, con lágrimas resecas, se desearon buenas noches. Había
que retirarse a dormir, definitivamente. El día había sido largo.
JUAN M NAVARRO © 2016
CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
Avanzada estaba ya la noche, y una fresca brisa aliviaba el
descanso de las tropas y los señores acantonados en
Guadalerzas y sus aproches. Dormían plácidamente casi todos
en el campamento real. Mientras, en los salones del castillo, un
atribulado Conde Manrique rastrojaba los matojos de angustia
que le consumían, en busca de indicios en los que justificarse
por sus decisiones. Mal no lamentaría no volver a ver a su hijo,
asesinado a manos de López de Haro; peor aún, jamás sabría
cuál fue su destino ni si recibió cristiana sepultura. Esta sería
una maldición que haría arder por dentro al Manrique el resto
de su vida; y en esa hoguera, ardería mucha más gente. Absorto
e insomne en sus divagaciones, apareció el Rey de Castilla a su
espalda, como alma en pena. Don Alfonso de Castilla no se
había mostrado a nadie desde que despertara tras su
intervención, tan solo a su cuidadora Raquel y a sus médicos.
Había permanecido recluido todo aquel día. Sin embargo, a
altas horas de la madrugada, se deslizó en silencio, como
sonámbulo, junto al otro desvelado de la noche. El Conde
Manrique, sobresaltado por la presencia del rey, se incorporó
de inmediato, para dirigirse al mismo:
‒Mi señor rey, ¿qué hacéis levantado?...
El rey no respondía, permanecía en pie, con la mirada perdida:
‒Debéis descansar, majestad, mañana emprendemos el viaje de
vuelta. Habéis de recuperar fuerzas…
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El rey no movía un ápice, ni respondía. Sí que levantó la mirada
al cabo de unos instantes, haciendo un gesto al Conde, a fin de
que le acompañara. El Manrique así lo hizo, a las plantas
superiores. Allí se pararon junto a una de las estancias, no la del
propio rey, era otra. Don Alfonso de Castilla dio una orden
tajante al Conde Manrique:
‒Aguardadme Manrique, aquí afuera. Vigilad, que nadie entre
ni salga de esta celda…
Raquel ya duerme plácidamente desde hace un rato. Las
palabras de su padre habían sido una catarsis para ambos.
Después de aquello, no le costó apenas coger el sueño, tras una
larga jornada de trabajo. Los goznes de la puerta chirrían al
abrirse y la joven se desvela. Con los pelos alborozados, entre
luces y sombras, la muchacha entorna los ojos, sin apenas
divisar a nadie. Siente que algo extraño pasa; no está sola en la
habitación. Aún adormilada, alcanza a preguntar:
‒Padre… ¿sois vos, estáis ahí?.
Mas no hay respuesta, y la moza se inquieta de veras. Se
despereza de golpe, asustada por el corpóreo silencio que se
halla a su lado, sus ojos distinguen en la penumbra una forma.
La judía se atemoriza e incorpora, pegada a la pared:
‒Quién sois, hablad o gritaré, ¡gritaré pidiendo ayuda!.
Alguien responde, con voz firme entre las sombras:
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‒Tranquilizaos Raquel, soy vuestro rey.
‒Alteza, me habéis asustado…—la joven está francamente
preocupada por la actitud errática pero retorcida del rey.
‒No habéis de asustaros, pues soy vuestro señor.
‒Os ruego que descanséis, os hace mucha falta, ¿queréis que os
acompañe a vuestro lecho?—La joven se querría desembarazar
de la turbadora presencia de don Alfonso de Castilla.
Lentamente don Alfonso avanza hasta el jergón de la joven,
tomando asiento. Extiende su brazo sano al punto de acariciar
la faz de la muchacha:
‒Sois hermosa, de veras lo sois…—dice el rey, observando las
facciones de la joven judía.
‒No os entiendo, majestad…
‒¡Callaos, os lo ordeno!... dejad hablar a vuestro rey…—don
Alfonso se comporta como un demente, cambiando el tono y las
palabras, con la mirada fija, obsesiva—Sabéis lo que es perder
un reino, la gloria de cuarenta años de guerra y sufrimiento…
Sabéis cuántos buenos caballeros y amigos he perdido en el
camino… no, no lo sabéis…
La muchacha empieza a estar francamente aterrorizada,
mientras el rey mesa los bucles de sus cabellos con delicadeza:
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‒…¿Sabéis cuántas veces me han querido asesinar?. Perdí a un
padre en el sitio a Cuenca, cuando un puñado de bravos
almorávides se zafaron de la albarrada montada a extramuros,
a tiempo de venirme a degollar en la noche. Yo me salvé del
escuadrón suicida, más no así para mi tutor, don Nuño Pérez
de Lara, empalado por un lanzón. Perdí a otro en el sitio a
Huete, ensartado por un Castro traidor. Odio a mi primo el Rey
de León, como odié a mi tío, su padre, lo cual creo que es
mutuo, como odio al gigante de Navarra y al miserable reptil
que mora entre Marrakech y Sevilla, el que me ha lanzado a los
tizones de la derrota… lo cierto, es que odio a todo el mundo,
Raquel, odio al cobarde que ha dejado atrás la batalla en la que
teníamos que haber caído todos, mientras a mí me traían en
volandas, y contra mi voluntad, a perder mi honor huyendo del
Miramamolín… ¿qué dirán ahora los cantares de gesta sobre mi
persona?: don Alfonso VIII, de nombre “el pávido”. Las
pesadillas me apesadumbran, recordándome lo que he perdido
y lo que debo hacer en el futuro. Debo incendiar los hogares y
las cosechas de mis enemigos, sin compasión. Pero no sé cómo:
mis mesnadas son escasas y solo han quedado de ellas aquellos
miserables que han huido en primer lugar del combate.
El rey permanece absorto y Raquel siente encontrarse ante un
caballero muy desesperado, con toda la carga del poder y de la
tragedia, arrojada sobre sus hombros, a la sazón, malheridos:
‒Sed fuerte mi señor, pensad en vuestra familia, en vuestra
esposa—responde Raquel a las divagaciones del rey.
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‒…Mi esposa, Doña Leonor, ¡mi amada esposa!—A don
Alfonso se le dibuja una leve sonrisa—. Me ha dado tanto, once
hijos ya. La última, este año: mi querida Constanza. Y
Berenguela, es pálida e inteligente, como su madre. Luego está
Urraca, tan pía, o mi hermosa Doña Blanca. ¡Mi gran lucero, mi
heredero y sucesor, mi orgulloso y digno Fernando!… —Don
Alfonso divaga—Fernando, ¡qué le voy a dejar a mi hijo como
rey!… tan solo desechos de lo que otrora fue un reino de justos
y de libertad. Una escombrera, un albañal de miserias y
traiciones, de señores levantiscos y de vecinos ávidos de
ampliar sus territorios… Debí fenecer allá en Alarcos, caer en
batalla, como mis nobles antepasados, ahora, en cambio, solo
me resta desaparecer de las crónicas y levantar mi pie de la
huella de la memoria… don Alfonso, Rey de Castilla, es
muerto…
Don Alfonso guarda silencio durante un breve lapso. Raquel no
sabe que esperar, tan solo está aterrorizada. Aquel hombre,
perdido en sus pensamientos y pesadillas, razonando sus
desazones ante ella. Como un pañuelo de lágrimas, presto a ser
malgastado, una distracción pasajera, un lugar donde ejubarse
los negros presagios, para luego arrojarlos al suelo, mancillados
y desprendidos. Qué puede esperar Raquel de aquel caballero
que se adentra en sus aposentos, descorazonado y
taciturno,mas con taimada determinación. Pronto ahonda don
Alfonso en su aserto:
‒Sin embargo vos, ahí estábais, al despertarme del tormento y
el dolor, cuidando de mí. Solo vos, ayudando a ahogar mis
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lamentos en pos de un leve consuelo. Con vuestra delicadeza,
con vuestra hermosura. Tan grácil, aliviando mis pecados y mi
carga… Os necesito, Raquel, ¡os necesito!… ahora más que
nunca.
La mirada perdida de don Alfonso no es nada halagüeña.
Raquel está arrinconada y aterrorizada. El rey se recuesta
lentamente sobre ella, mientras empieza a deslizar sus manos
sobre los pechos de la moza. Raquel se sobresalta y apenas se
quita de encima a su asaltante. Se precipita a la puerta para
encontrarla cerrada, desesperada, intenta abrirla; antes del
tercer tirón el brazo hábil del rey la toma por la espalda y la
arroja con fuerza de nuevo sobre el lecho. Con una rapidez
asombrosa, el fornido hombre se abalanza sobre ella,
descargando casi todo su peso. A pesar de las punzadas del
hombro, don Alfonso se encuentra en un estado de febril
excitación. Besa y acaricia el cuerpo de una agitada Raquel que
se zafa a tiempo de descargar un bofetón en la cara del rey. Con
el anillo de compromiso que lleva en la mano, ha dejado,
además, un profundo corte en la mejilla de don Alfonso. Un
breve lapso, el rey se lanza con furia a tomar del cuello de la
muchacha, apretándolo con fuerza, tanto, que llega a cortar la
respiración de la pobre Raquel. Ella se agita, más que nunca, el
rey, en su estado, apenas consigue contenerla, al tiempo que le
susurra a la judía:
‒¿Osáis resistiros, de veras?... seguid, seguid resistiéndoos,
pero estará en mi mano poner en llamas la aljama de Toledo,
desterraré a vuestra familia, de vuelta con esos sucios
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almohades, haré prender a cada uno de vuestros familiares y
amigos, a vuestros más allegados. ¿Os vais a resistir a mi
voluntad?, diez años en las mazmorras de Zorita y no
reconoceréis el cadáver de vuestro padre…
Raquel comprende muy bien las palabras del rey, y sabe que
goza del poder y la determinación para hacerlo. Así es que,
lentamente, relaja su tenso cuerpo, se intenta recostar
levemente, ofreciéndose a don Alfonso. El rey, a su vez, no
duda ni un instante, se remanga el camisón, a tiempo de
mostrar todos sus atributos en plena erección. Con violencia
desmadeja los ropajes de Raquel hasta alcanzar la desnudez de
sus caderas. Sin miramientos, introduce su miembro entre las
faldas de la muchacha, a la vez que ella siente un enorme
quemazón en su interior por el ímpetu de su asaltante. Don
Alfonso empieza a violarla con fuerza, recostando todo su peso
sobre ella, pues apenas puede sostenerse sobre su hombro
maltrecho. El rey está extasiado, desahogando toda su
frustración contra las virtudes de la pobre Raquel. Cada
punzada en el hombro recuerda a don Alfonso el pozo en el que
se halla sumido, haciéndole hincarse más hondo, más
profundo, queriendo vomitar todo su malcontento entre las
piernas de la joven. La pobre judía estaba pagando en sus
carnes por cada cristiano caído en Alarcos, en cada rejón
acometido por don Alfonso. La muchacha apenas empezaba a
gemir, no como le sucedió con Fernando, mas bien con hondos
lamentos. La mala conciencia del rey ante los leves sollozos de
la joven se subsana tapándole la boca, mientras termina la
faena. Finalmente, don Alfonso de derrama por completo
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dentro de Raquel, tan profundo como puede. Al terminar la
terrible escena, el rey se incorpora algo aturdido por el
esfuerzo, mientras susurra a la moza:
‒…habéis servido bien a vuestro rey…
don Alfonso se aproxima a las puerta de la estancia, al abrirla,
Raquel distingue desde el interior la mirada impenitente y
cómplice del Conde Manrique en el pasillo, observándola con
desdén. Al cerrarla, se apagan las dos velas, quedando la
muchacha a oscuras, sumida en la soledad de la peor de las
pesadillas.
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CAPÍTULO XVI. CALATRAVA EN LLAMAS
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Llegaron anochecido el ilustre Ordóñez y su compañía junto a
la aldea de Fuenfresca. La hallaron desierta, como era de
esperar. Los habitantes, alertados, abandonaron sus hogares al
abrigo del séquito real o bien se habían dispersado por los
montes, a la espera de acontecimientos. La escena resultaba
tétrica. Las hermanas Monzón supervisaron los alrededores no
encontrando indicios de Agarenos, por lo que consideraron
seguro hacer noche en la aldea.
Las tres hermanas Monzón procedían de una próspera aldea
situada al sur de Cuenca. En aquellos tiempos se consideraba
una tierra segura, sobre todo desde que fuera reconquistada por
el rey castellano. Sin embargo, una aceifa almohade lanzada
desde Alcaraz hizo estragos en la población. Sus padres fueron
degollados y ellas se salvaron al encontrarse jugando en el
bosque. Al volver a su hogar, lo hallaron en llamas junto a los
cadáveres de la familia y vecinos. Los demás fueron hechos
prisioneros. Una expedición de santiaguistas partió desde
Uclés, semanas después, tras la huellas de los moros, a tiempo
de encontrar a las tres mozas. Aparentemente, se las habían
apañado bien. Sus padres les habían enseñado a cazar y
manejar ciertas técnicas que les permitieron sobrellevar el
desastre. Recogidas por los santiaguistas, sorprendidos por su
gran soltura para moverse y sobrevivir entre los montes, las
acogieron en el convento de Uclés y, siendo más talluditas,
empezaron a proporcionar servicios como atalayeras y
avanzadillas. Se encontraban entre los mejores rastreadores de
la orden, aunque un lío de faldas con algunos freires dieron con
su honra por los suelos y se saldaron con su expulsión del
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convento. Un viejo amigo del ilustre Ordóñez se ofreció a
ayudarlas al no encontrar muy justo que el castigo impuesto
fuera tan duro y únicamente dirigido a ellas. Este amigo
intercedió ante Ordóñez, quien no dudó en ofrecerles un hogar
en la próspera Aceca. En realidad, pasaban la mayor parte del
año husmeando desde los Montes de Toledo hasta las Sierra de
Cuenca, que cruzaban con sigilo total, y manteniéndose
virtualmente invisibles. Informaban oportunamente al
comendador Ordóñez de todo lo que se movía en la frontera,
resultando, con el paso del tiempo, ser una pieza clave de la
orden.
Se llamaban, por orden de edad: María, Antonia y Gortrunda.
María era la mayor, siempre velaba por las otras, muy fuerte de
carácter, no era especialmente hermosa, pero muy atlética y
bien formada; su hermana mediana, Antonia, era más rellenita,
muy fornida, más que muchos hombres, de carácter alegre y
desenfadado, sin apenas complejos; por último, Gortrunda, la
pequeña, era la más guapa y delicada, muy ágil, la mejor
cazadora y de una habilidad con el arco inmejorable. El joven
Fernán, por su parte, hizo muy buenas migas con ellas. No
cabía duda de que el ilustre Ordóñez armaba equipos muy
competentes, pues reconocía el talento y la audacia.
Así pasaron la noche, aunque antes del ocaso, María despertó a
todos: una columna cristiana se aproximaba desde Alarcos. A
fin de evitar sorpresas, el ilustre Ordóñez hizo arriar un pendón
calatravo bien alto, que se viera desde lejos. Para cuando llegó
la avanzadilla, a media mañana, informaron que acudían,
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desarmados, los restos del ejército derrotado en Alarcos. Al
frente de la marcha: don Diego López de Haro. En retaguardia,
armados hasta los dientes, las mesnadas del don Pedro
Fernández de Castro.
El comendador Ordóñez decidió esperar la arribada de don
López de Haro. A su llegada a la aldea, se juntaron para hablar,
ambos se reconocieron a primera vista, señal de que habían
tratado antes. El joven Fernán se sorprendía con la red de
contactos de que disponía el ilustre Ordóñez. En una cabaña
apartada, comentaron las noticias:
‒La situación no es buena, Ordóñez—decía con sopor López de
Haro—. El Miramamolín reordena sus fuerzas para atacar la
cibdad vieja de Calatrava. No hay esperanza.
‒¿Y vos, cómo se resolvió el sitio?.
‒Medió el tal Pedro Gutiérrez de Castro, que nos sigue a rebufo
con sus hombres. Me jugaría el cuello a que ese bastardo traidor
ha tramado algo con el Rey de León, para sacar ventaja de la
situación. Sea como fuere, nobleza obliga, y hemos pactado su
readmisión, a tenor de su intercesión ante el califa. Se han
salvado muchas vidas, Dios mediante.
‒¿Cuándo esperáis que lleguen a la cibdad vieja ?.
‒Sin duda hoy montarán la almofalla a los pies de vuestro
convento, a orillas del Guadiana. Mañana podría fácilmente
iniciar el asalto. Portan aljamaneques y otros artilugios de
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asedio. No entiendo qué pretendéis yendo allí a observar, don
García. No debéis torturaros, vuestro lugar está en la Aceca,
hay que rearmar a los soldados que nos queden en pie.
‒Hemos de recabar información, ver cómo están dotados, quién
comanda, cómo actúan…
‒Son una maldita plaga de langostas, Ordóñez, simple y
llanamente. Hay que dejarles los despojos de las cosechas,
bastante trabajo será contenerles más allá del Tajo. Calatrava
está perdida… solo puedo decir eso.
No se entretuvieron más por no ser vistos por el Castro que
llegaba siguiéndoles los pasos. Así fue que partió la compañía
de Ordóñez en pos de la cibdad vieja de Calatrava, a avizorar
algo de la perdición que se abocaba sobre ella.
Mientras, entre los muros de la cibdad vieja, a orillas del
Guadiana, se organizaban las defensas. Un flujo intermitente de
freires acudían, casi desnudos, procedentes de Alarcos. Habían
entregado inmediatamente sus armas con la sola intención de
acudir, lo antes posible, a reintegrarse en las líneas de defensa
del convento. Que aquello era una guerra perdida, estaba claro.
Mas era la cuestión en juego la sede conventual, sin ella, se
perdería el sentido de la orden; y es por ello, que sus moradores
preferían dar la vida, antes que ver su casa perdida y arruinada.
Precisamente en estas estaba, entre aquellos muros, el freire
Andrés a, y pegado a sus faldas, una niña de apenas ocho años,
de nombre Sarah. El freire Andrés era su tío. Se había hecho
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cargo de la niña a la muerte de sus padres por una plaga de
disentería que asoló la población, al menos, hasta que alguien
terminó por deducir que el motivo de sus males tendría que ver
con el agua estancada que consumían.
La niña quedó a cargo de su tío, quien debía sacar tiempo para
atenderla. Ella, muy despierta desde siempre, lo adoraba a su
vez, siendo la única familia que le quedaba. Mantenía la casa
limpia y preparaba su comida. Se movía con soltura por la
aldea y la ciudad, haciendo alarde de una voluntad y unas
ganas de vivir encomiables. Cuando su tío se tropezó con ella,
que andaba zascandileando entre sus piernas, se detuvo el
freire a echar una notable bronca a la niña:
‒¡Maldita sea, Sarah!, ¿qué haces aquí en medio?. ¡Te harás
daño muchacha!.
‒¡No quiero quedarme en casa, quiero estar aquí contigo, tío
Andrés!.
‒Luego acudiré a casa, pero necesito que estés allí. ¿Preparaste
lo que te dije?.
‒¿El manojo de sarmientos enrollados?, sí.
‒¿Y la talega con comida y navajuela?
‒También, con el queso, el jamón y la morcilla.
‒¿Y dónde está, si puede saberse?.
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‒… pues, en casa—la niña respondía remolona a esta última
pregunta.
‒Ahí se puede quedar—respondía, irónico, el freire Andrés—.
A ver: ¿a dónde tienes que llevar todo?
‒Al albañal del río.—La niña jugueteba con sus deditos.
‒¡Pues anda y ve!—decía el freire.
La niña acudió a su palloza y retornó con el fajo de sarmientos
y la talega. Con cuidado se arrimó al pestilente albañal de la
ciudad, por donde un escaso orificio al final de una estrecha
coracha daba salida al Guadiana. Allí dejó en seco los
pertrechos, para luego encaminarse de vuelta a buscar a su tío,
enfrascado en montar las defensas. Poco después, el freire
Andrés se la llevó a un lugar apartado y tranquilo, a explicarle
a aquella niña de ocho años la situación calamitosa en la que se
hallaban:
‒Escúchame Sarah, escúchame bien: ¿sabes lo que sucede,
verdad?.
‒Viene el moro a castigarnos…
‒¿Y qué vamos a hacer nosotros?...
‒Armarnos y responder, dentro de la ciudad.
‒Todos vamos a entrar dentro de los muros.
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‒Todos, sí, todos…—la niña asentía a cada palabra del freire
Andrés.
‒Los mayores lucharemos, y tú: ¿qué vas a hacer?.
‒Llevar flechas a los arqueros.
‒¿Si suena el cuerno una vez?...
‒Sigo llevando flechas, pues estamos luchando.
‒¿Si suena dos veces?...
‒Me acerco a la coracha, pues nos están asaltando.
‒¿Si suena tres y no me encuentras?...
‒Me voy al albañal, agarro la talega y me meto al río… ¡Pero
tío, huele muy mal y está lleno de cacas!.
‒¡Escúchame pequeña mía!…—Al freire le brotaban las
lágrimas, inevitablemente—, no dudes en hacerlo, tu tío Andrés
saldrá después a por ti. Aun así, tú sales y te cruzas a los
carrizos de la otra orilla. Y te quedas quieta, muy quieta. Y por
la noche te irás, hacia el norte, hacia los montes. Luego tomarás
la trocha que va hacia Malagón, y no dejarás de caminar, no
hasta que encuentres a más cristianos.
‒¡Pero yo quiero que vengas conmigo, tío Andrés!.
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‒Escucha y no te distraigas, si ves jinetes o extraños en el
camino, ¿qué harás?.
‒Salir de él y esconderme…
‒Yo iré en cuanto pueda, pero los moros nos van a entretener, y
no queremos que te vean los moros, ¿verdad?.
‒Sí tío… ¡pero no quiero que te quedes!—la niña también
lloraba profusamente.
‒Yo estaré contigo, pase lo que pase, aunque no me puedas ver,
pero tienes que hacer lo que te digo, por mí, por mamá y por
papá. ¿Entendido?.
El freire Andrés abraza con fuerza a su sobrina. Estaba muy
apesadumbrado, se sentía responsable de la desgracias de su
familia, pues fue él quien recomendó a su hermana y cuñado
acudir a la prosperidad de las tierras de Calatrava, dejando
atrás el Alfoz de Castroverde en Valladolid. Primero la
disentería y ahora la aceifa mora, amenazaban con aniquilar a
toda su estirpe. Antes de mandar a la niña a completar otros
recados, le espeta una última pregunta:
‒Sarah, no habrás metido las piedras de mamá en la talega, ¡no
te las puedes llevar en la talega…!
‒¿Por qué no?.
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Se trataba de dos cantos rodados que su madre calentaba junto
al fuego para ponerlos luego en el lecho de la niña, en las largas
y frías noches de invierno en Calatrava. La pobre Sarah, las
guardaba como un tesoro:
‒Ve y sácalas, por Dios, ¡haz lo que te digo!.
Mientras, lejos de allí, avanzaba la compañía de Ordóñez.
Gortrunda informaba que ya habían distinguido la columna
almohade faldeando Alarcos. Sin duda, acudían hacia la cibdad
vieja. La compañía se ubicó a media legua de distancia, donde
no alcanzaran a ser divisados, para dejar sus monturas. Las
hermanas Monzón se dedicaron durante el resto de la jornada a
otear el despliegue de fuerzas de los almohades. Al atardecer,
volvieron al escondrijo donde aguardaban el joven Fernán y el
angustiado Ordóñez:
‒No han dado cuartel, ni han pedido la rendición de la plaza—
dice María Monzón.
‒Va a ser una masacre—continúa, desconsolada, Antonia, que
perdía su alegre naturaleza por momentos.
‒Saben la respuesta que van a recibir: Calatrava no se entrega—
proseguía el afligido Ordóñez—, ningún cristiano de los que
aguardan entre esos muros la dejar en manos de un perro
agareno para que orine en sus muros.
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‒Sea como fuere aquí nos jugamos el pellejo, Ordóñez—afirmó,
secamente, María—, ¡maese Ordóñez, no deberíamos estar
aquí!.
‒Vuelve a insinuar tu cobardía de nuevo y te arranco la
lengua…—el ilustre Ordóñez asomaba el espíritu del viejo
calatravo, agrio y malencarado, que parecía haberse
difuminado en los últimos años.
Nadie más mudó palabra esa tarde. Bien entrada la noche, el
propio Ordóñez conminó a todos los demás a descansar: el
mismo haría guardia toda la noche.
Mientras, entre los muros de Calatrava, se hallaban todos
rezando en la iglesia. La multitud era tal, que muchos freires y
otros ciudadanos, todos ellos fieles al sello de la orden, rezaban
de rodillas por la salvación de su hogar y covento. Eran
muchos, con sus familias, quienes aguardaban en el interior,
dispuestos a proteger su casa espiritual, antes que huir y
echarse al monte. Aquellas gentes sabían lo que había costado
levantar aquellos muros, arar aquellas tierras. La voluntad se
hizo fe y la fe embaucó los corazones de todos los ahora
sitiados. Todos habían formado aquella comunidad sumidos en
un concepto fundamentalista de desarrollo urbano. En realidad,
eran una secta dispuesta a sacrificarse antes que perder su bien
supremo: esa era su elección. Tampoco les faltaba razón, una
vez en manos de los moros, pasarían diecisiete años hasta que
se pudiera recuperar y para entonces, no fue nada más que un
lugar baldío y maldito para todos. En realidad, la cibdad vieja
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iba morir para siempre, borrando ya su impronta de los futuros
cartularios.
El freire Andrés, sin embargo, no deseaba esa suerte para su
sobrina. Permaneció aquella noche abrazado a la pequeña.
Repasó con ella el plan de fuga hasta la saciedad, porque, si
bien quería garantizar un escape para la pequeña, no la
consideraba bajo ningún concepto para sí. Aquella noche se
derramaron las pellejas de vino y se comió a reventar. Muchos
de los congregados, entre la borrachera y la pasión desatada,
proclamaban en voz alta la salvación, mediando en milagro, de
la cibdad vieja en la jornada siguiente. La mayoría de los freires
permanecieron en vela, guardando las armas. Sin embargo,
dentro de la cibdad vieja había un amasijo de fe desmedida,
actitud marcial, valentía y locura a parte iguales. Lo que iban a
asaltar las tropas almohades al día siguiente no era sino que un
avispero de cristianos locos, un manicomio de aqueos
reconvertidos en fieles guardianes, dispuestos a derramar toda
su sangre por aquello en lo que creían. Una lucha perdida y sin
sentido, un gesto de valentía suprema hacia ninguna parte:
estaban solos, y no se esperaban refuerzos, no había esperanza
de mantener el sitio hasta recibir ayuda. Realmente, aquello era
heroicidad destilada en esencia pura.
Cuando la pequeña Sarah se durmió, agotada de repetir el plan
de fuga con su tío, el pobre Andrés se echó a llorar
desconsoladamente. La imaginaba vagando entre los carrizos,
perdida, sin destino. Con su talega llena de comida mojada, tal
vez atacada por perros salvajes, bien por lobos. Tal vez raptada
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por alguno de esos miserables que se llevaban a los niños de las
aldeas sin dejar ni rastro. Todo aquello aterraba al pobre freire,
tanto, que en dos ocasiones arrimó una fina daga al pescuezo
de la niña, presto a acabar con el sufrimiento que la podría estar
esperando allí afuera. Tan solo sus firmes creencias religiosas le
conminaron a no hacerlo. Pensaba para sí ‹‹…tu destino está en
las manos de Dios, mi pequeña Sarah…››. Bien entrada la
madrugada, presa del agotamiento, el freire Andrés también se
sumió en un profundo sueño.
Antes del amanecer despertó Fernán, aturullado, encontró a las
tres hermanas Monzón a la vera de Ordóñez, quien aguardaba
de rodillas, espada en mano, clavada en el suelo, rezando por
las almas de sus compañeros. Poco antes del alba se inició el
asalto. Primero el ruido ensordecedor de los tambores y acto
seguido los almohades empezaron a arrojar majanos de más de
tres cahíces sobre los muros de Calatrava. Con una cadencia
escalofriante, los impactos cada vez iban más atinados y
causaban más daño. Los muros de Calatrava no durarían
mucho sobre aquel escaso promontorio rodeado de llanos.
Llanos proclives a esparcir el desproporcionado ejército del
califa, como sus juguetes de asedios. El visir no contemplaba
perder hombres a flechazos en un asalto loco y costoso a una
fortaleza llena de freires armados. Esperaría a tirar los muros de
la ciudad, para entonces penetrar en ella como el agua de
regadío entre los surcos al abrir la tajadera.
El ilustre Ordóñez observaba la escena con estupor. Hasta su
posición llegaban claros y sonoros los impactos de las rocas al
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golpear los sillarejos. Antes del mediodía la pared sur casi se
había desmoronado en una sección de más de diez varas. Un
nutrido grupo de milites aguardaba en el interior la arribada de
los moros. Ya había sonado el cuerno dos veces cuando el freire
Andrés acudió en busca de Sarah, a fin de empujarla a escapar
por el albañal. La niña protestaba ante su tío:
‒¡Pero tío, el cuerno solo ha sonado dos veces!.
‒¡Maldita sea Sarah, corre, haz lo que te dice tu tío!
‒¡No quiero tío, no me quiero ir. No le tengo miedo al moro.
Además, yo no sé nadar!
El freire tomó por los hombros a la niña, la miró fijamente:
‒Escúchame Sarah, vas a hacerlo por mí, por tu papá y tu por
mamá. Yo saldré luego a buscarte.
‒¡No, no, no…! He oído a todos los hombres decir que el moro
nos quiere matar a todos. Ven conmigo ahora tío, no te puedes
quedar aquí.
‒Yo no puedo escapar Sarah, el hueco es muy grande. Además,
lo que quiere el moro es nuestro tesoro apreciado. Nada más
que eso. Tendremos que entregarlo para que se marche y nos
deje en paz.
‒¿Y por qué me tengo que ir entonces…?
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Los almohades iniciaban ya el asalto sobre el muro derruido,
las fuerzas se concentraban y empezaban a restañar los aceros y
a volar las flechas. Al freire Andrés se le agotaba el tiempo,
como a la pequeña Sara. Sin embargo, debía convencer a la
pequeña para que no dudase ni por un instante en arrastrarse
entre las heces del albañal, en busca de su libertad. No había
tiempo, el freire Andrés se serenó, a pesar de la gravedad de la
situación, para contar un pequeño cuento a la niña:
‒Cariño, verás, al moro le gustan mucho las niñas. A nosotros
nos dejará en paz, pero a ti te querrá llevar de esclava… al
desierto africano, ¿quieres ir a vivir al desierto acaso?
‒¡No tío, no!—la niña negaba ostensiblemente con la cabeza.
‒¿Quieres beber leche de camella todos los días?.
‒¡No, puagh!.
‒¿Y desayunar alacranes y escorpiones?.
‒¡Qué asco, no, tío!.
‒¡Pues huye, ahora!.
La niña y su tío se dan un último abrazo. El freire besa la frente
de su sobrina y la empuja levemente. La niña se encamina
remoloneando hacia la coracha del albañal. Tuerce la mirada
una última vez para distinguir a contraluz la figura de su tío
desenvainando la espada y gritando por Dios mientras se
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abalanza sobre el marasmo de moros que ya entran por la
brecha del muro. Sarah se desliza por la coracha antes de que
nadie repare en su presencia. Poco antes su tío, que lucha
ferozmente, se distrae por un segundo distinguiendo la leve
figura de sus sobrina doblando la esquina que da acceso al
albañal. Eso es lo último que alcanza a ver, antes que un golpe
seco en la cabeza le haga perder el conocimiento.
La niña se desliza por el albañal hasta el muro frontal que
comunica con el río. A duras penas consigue enfilar el manojo
de sarmientos, debido a los empujones de la niña y a su
premura en hacerlos pasar por el agujero, hace que se
desmaneen ligeramente. Finalmente, la pobre Sara se desliza
como puede afuera del albañal, entre los desechos e
inmundicias que por ella se esparcen. Se introduce, poco a
poco, entre los carrizos, a la orilla del Guadiana y, aterrada,
lentamente introduce sus piernecitas en el agua verdosa y
enlodada del río. Sarah no se atreve a avanzar más allá, la
negrura de las aguas y los carrizos no la dejan ver. Apenas
consigue acarrear el manojo de sarmientos y la talega. Por unos
instantes se para, llorando, volviendo la mirada hacia los muros
de la cibdad vieja. Quiere volver, abrazar a su tío Andrés,
retornar a la seguridad y al calor de sus muros. Mas eso es ya
una quimera: la pobre niña se halla en una encrucijada entre las
aguas negras del Guadiana y las espadas de los almohades a su
espalda. En ese momento recuerda lo que le dijo su tío Andrés
sobre la vida en el desierto. Se la llevarían lejos y…
¡desayunaría alacranes y escorpiones!. Eso la aterrorizaba aún
más, razón para avanzar aguas a dentro, más no sin dudas
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razonables. Finalmente, se despejan los carrizos, el agua le llega
ya por la barriga, no está muy fría. Pero ya no se atreve a
avanzar. No, ya no puede avanzar más. Tan solo está a unas
varas de distancia de los muros; allí pronto darán con ella,
apenas se inspeccionen los aproches de la cibdad vieja. Sarah
está sola y acobardada, tan solo es una cría, incapaz ya de
asumir más riesgos, de comprar más coraje para sí.
Es entonces cuando distingue a alguien al otro lado. Es una
mujer de apariencia montaraz, aunque cristiana. Le hace gestos
ostensibles, gritando a la niña. Sarah se infunde del valor
suficiente como para echarse a las aguas del río, navegando
sobre sus sarmientos. La cosa marcha bien, la niña se siente
segura abrazada a su isla flotante. Sin embargo, el manojo de
sarmientos se deshilacha como resultado de los meneos
padecidos durante su transporte. La niña empieza a agitar los
brazos desesperada. Porta la talega con la comida y,
desobedeciendo las órdenes de su tío, conserva los dos cantos
rodados de su madre, que la arrastran al fondo del Guadiana,
sin remedio. Ya sumergida y sin poder contener apenas la
respiración, azorándose en salir a flote, una mano recia la
recoge del fondo jalándola a la superficie: es Gortrunda
Monzón, quien se ha lanzado de inmediato al río al ver en
dificultades a la pequeña. A duras penas consigue arrastrar a la
Sarah hasta la otra orilla, justo al tiempo que dobla la esquina
una generosa patrulla almohade, buscando a fugitivos.
Lenta y sigilosamente, Gortrunda y Sarah avanzan entre los
caños hasta encontrarse con Antonia; las dos atalayeras se
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habían adelantado a inspeccionar. Se ven sitiadas por la
patrulla almohade de la otra orilla. No deben moverse ahora,
pues podrían ser fácilmente localizadas. Antonia abraza a la
pequeña para calmarla, mientras le quita los restos de verdín en
la cara, a tiempo de susúrrarle con delicadeza:
‒Tranquila, cariño, ahora nos vamos a quedar quietas y en
silencio.
Mientras, un poco más lejos, el ilustre Ordóñez mantiene el
alma en vilo observando el fatal desenlace del acontecimiento.
María Monzón y el joven Fernán se mantienen expectantes a la
posible reacción del calatravo, al que encuentran fuera de sí. No
era de extrañar, pues estaba asistiendo a la demolición de lo
que daba sentido a su vida, su vocación y su fe. Gotas de sudor
se derramaban de su frente, armado con su loriga y su alpartaz,
abrasado por la canícula del verano, el calatravo si quiera
pestañeaba. Parecía estar meditando a cada segundo la
conveniencia o no de abalanzarse sobre los moros, delatando su
posición. Rara vez había podido Fernán contemplar a un
comendador tan alterado y enfurecido. Así pasaron los minutos
y las horas.
Entraba bien la tarde cuando la cibdad vieja ya era tomada. Muy
cerca de sus muros arriman a los prisioneros, capturados en
Alarcos, en jornadas precedentes. Entre ellos, el bravo Íñigo
Sánchez de Villafoz, inmolado por ayudar a otro cristiano. Una
soga de recio esparto anudada al cuello comenzaba a causarle
severas laceraciones mientras que las de las manos se hacían
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más llevaderas. No habían probado gota de agua y la sed
devoraba sus entrañas. Ahora nadie les iba a atender, pues los
almohades estaban sacando a palos y cortes a los pocos
oponentes que restaban entre los muros de Calatrava. Tan solo
quedaban ya campesinos, mujeres, niños, junto a los escasos
milites con vida. Todos estaban siendo alineados al pie de los
muros, en una ancha explanada. El noble Íñigo observaba la
escena con frustración y padecimiento, pues no cabía esperar
nada bueno. Al cabo de una hora los musulmanes habían
rastrojado toda la hojarasca de cristianos que quedaba
esparcida en el interior de los muros de la cibdad vieja. Entre
ellos, en volandas, recuperando poco a poco el sentido, el freire
Andrés.
La tienda roja del califa se hallaba ya extendida cerca de los
muros. El noble Íñigo no perdía detalle de lo que sucedía. Tras
un largo rato de conciliábulo, salieron varios oficiales, caídes y
el nuevo adalid de los ejércitos almohades: el siniestro nakib de
negro, llamado Hicham Abd—el Walif. El joven oficial
gobernaba ahora las tropas regulares hintatas, los auténticos
soldados de entre el tropel almohade. Discutía con un oficial
andalusí de relevancia: ibn Jutahm. El tal Jutahm tenía razones
para recelar de sus adláteres, pues era uno de los caídes del
emir de Murcia, afín a la herencia del Rey Lobo ibn Mardanish,
depuesto casi dos décadas atrás. La Cora de Murcia se mostró
siempre reacia al poderío almohade, de modo que solo el yugo
de los fundamentalistas mantenía el orden en aquellos
territorios, altamente permeables al cristianismo de Aragón y
de los Condados Catalanes. Ibn Jutahm recibía noticias que no
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eran de su agrado, motivo por el cual, discutía con el pérfido
Hicham:
‒Son las órdenes del califa, hacedlas cumplir—ordena con
inistencia Hicham.
‒Cuál es el motivo de esta sinrazón, hablad con vuestro tío, el
califa lo atenderá—protesta Ibn Jutahm.
‒La orden es clara: pasar a todos los prisioneros a cuchillo.
Todos habrán de ser degollados.
‒Dejad a las mujeres y los niños, no hay razón para ejecutarlos,
serán valiosos como esclavos.
‒Es la maldita Calatrava, ibn Jutahm, foco de purulencia
cristiana. Es el preludio de las algaradas enfiladas desde Toledo
desde tiempos inmemoriales. Casi todos los ejércitos cristianos
han partido de estos muros a causar estrago entre nuestros
hogares. Ya era tiempo de arrebatar este bastión de miseria y
corrupción a los cristianos. Es la hora de hacerlo arder.
‒¿Y en ese empeño hemos de sacrificar a los inocentes que
moraban entre sus muros?...—Ibn Jutahm toma del hombro a
Hicham, haciéndole parar en seco.
‒Todo cristiano de aquí está condenado, es un escarmiento, y
yo, lo imparto con gran satisfacción, en el nombre de Alá y la
voluntad de mi tío.
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Dicho lo cual, el pérfido Hicham toma de los cabellos a una
mujer arrodillada entre los prisioneros, sin apenas mediar
palabra, le secciona la garganta con una larga daga. La mujer se
derrumba sobre el suelo entre estertores y toses licuadas por la
sangre que brota de su pescuezo. Su hijo se abalanza llorando
sobre ella, acto seguido, Hicham lo aparta de una patada, para
terminar ordenando en alto a sus hombres:
‒¡Terminad la tarea que se os ha encomendado, no hagáis que
tenga que manchar más mis propias manos!.
Ibn Jutahm da un paso atrás y ordena a sus hombres traer su
caballo. Los árabes y algunos andalusíes se entregan de pleno al
degüello de los cristianos. Ibn Jutahm, por su parte, se
encabalga, a tiempo de dirigir una última mirada de
indignación a su homólogo Hicham, mientras le dice:
‒¡Que Alá os perdone por esto, Hicham, a vos y vuestra
estirpe…!
Ibn Jutahm espolea su caballo para abandonar la acampada
almohade junto a algunos hombres, mientras se acomete el
genocidio de los prisioneros de la Cibdad vieja. Apenas se está
alejando, cuando escucha a sus espaldas la voz de Hicham,
gritando en alto:
‒¡Dios lo quiere, ibn Jutahm… Dios lo quiere!.
El freire Andrés asiste a la escena de su ejecución, en compañía
de los que eran sus vecinos y correligionarios. Aún está turbado
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por la fuerte conmoción que sufre, si bien, no padece más de lo
necesario. No tiene miedo, pues se echa en brazos de Dios; tan
solo busca a su alrededor a la pequeña Sarah, poniéndose en
pie incluso, para otear con más facilidad. Siente un lanzón que
le golpea fuertemente en la espalda para hacerle hincar las
rodillas de nuevo. Sin embargo, él ya está seguro: Sarah ha
escapado por el río, sin duda. En sus últimos instantes, dibuja
una tibia sonrisa de satisfacción, la que le produce haber puesto
a salvo a su sobrina. De manera casi inconsciente, torna su
mirada hacia las aguas mansas del Guadiana. Allí, a cierta
distancia, aguarda escondida Sarah, junto a las hermanas
Monzón. La pequeña alcanza a distinguir la mirada lánguida
pero sosegada de su tío, convencida de que es a ella a quien está
observando. Nada más lejos de la realidad: el freire Andrés no
hace más que vagabundear con la vista por entre los carrizos,
evocando la salvación de su querida Sarah en ellos. Para la
pequeña, en cambio, es la cándida mirada de su tío, antes de
que una sucia daga, medio oxidada, abra las carnes de su
cuello, quebrante el cartílago de su garganta, y derrame la vida
del milite a los pies del convento de la orden.
La niña rompe a llorar desconsolada, tan solo el abrazo cálido
de Antonia Monzón le sirve de apoyo frente al terror a una
soledad inconmensurable. La pobre Sarah ha dejado un pedazo
de su alma en aquel lugar que nunca podrá recuperar. Toda su
familia ha de quedar sepultada entre los muros de la Cibdad
vieja Calatrava, lugar maldito para siempre.
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Al anochecer, consiguen deslizarse fuera del alcance de las
miradas de los almohades, que comienzan a patrullar la orilla
en busca de más cristianos. Ya no queda ni uno en pie en el
Convento ni aledaños, dos mil almas entregadas en el sacrificio
por la causa. Esa noche reza el noble Íñigo de Villafoz,
trastornado por la atrocidad que había presenciado. También
reza Fernán, en silencio, por las almas de los inocentes. Las
hermanas Monzón abrigan a la pequeña Sarah, rescatada entre
los carrizos, sin mudar palabra. Mientras tanto, el ilustre
Ordóñez ruega entre dientes, ruega a Dios, no por las almas de
los muertos, no por la sinrazón y la locura ejecutadas horas
antes; reza por la venganza divina, por el fuego y la ira, por la
furia que trastorna al cuerdo, que envilece al sereno. Cómo
recomponer las resmas que se han desgajado del alma,
impresas con sangre en títulos de sinsentido y muerte.
A la jornada siguiente, todos los muertos cristianos serán
enterrados en una fosa común, allá mismo, a escasos metros de
los muros de la cibdad vieja. Serán el testigo incólume de la
desaparición del espíritu de Calatrava, el más genuino y
original. Tal parece que Castilla se ha partido por el medio, ha
perdido el báculo que tan firmemente la sustentaba. Quedan
años duros por delante, para el ilustre Ordóñez y los suyos,
para el noble Íñigo, para don López de Haro, para el de la
Finojosa y Deza, para los Laras y los Manriques, para el bravo
Girón, para Miguel Sonseca, para la pequeña Sarah y las
hermanas Monzón… para Fernán, y su querida Raquel,
quedaba menos que eso: las cenizas y los restos de una felicidad
que, si bien prometida, fue condenada desde el mismo
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momento en que la derrota de Alarcos había de traer la
amargura, el odio y la frustración al corazón del Rey de
Castilla, don Alfonso “el noble”.
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CAPÍTULO XVII. UN RETORNO AMARGO
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Al anochecer, la compañía del comendador Ordóñez volvió
sobre sus pasos, alejándose lentamente de la Cibdad vieja de
Calatrava. Retumbaban en la mente todos los gritos
desesperados de los cristianos sitiados, pasados a cuchillo,
como puercos, por sus matarifes almohades. A cada recuerdo
evocado, el ilustre Ordóñez apretaba los dientes. Jamás había
padecido frustración semejante, solo aplacable por una muerte
justa y digna en combate con el enemigo, aquel que había
profanado los muros del Convento. Mas no era momento
propicio para venganzas. Debía el comendador trasladar
mensaje urgente de lo sucedido en aquella jornada funesta. Al
poco de retornar, a una distancia prudencial del enemigo, la
compañía se disgregó, partiendo las hermanas Monzón en tres
direcciones: Antonia Monzón, en dirección a Santa Olalla y
Talavera; María Monzón, a alertar a los castillos de Bogas,
Peñas Negras, dar aviso en Ocaña y retornar a la Aceca;
Gortrunda Monzón, la más ligera, haría largo el recorrido hasta
Almoguera y Zorita. Había que avisar, asimismo, a las tropas
de la orden que acudían desde Aragón. Lastimosamente, nunca
llegarían a tiempo de defender el convento, que ya había sido
perdido por completo.
El resto siguieron su camino hacia la aldea de la Fuenfresca, con
cuidado y paciencia. La pequeña Sarah iba durmiendo en
brazos del escudero Alejo, quien recibía con reservas el
encargo. Sin embargo, la niña había mostrado preferencia por
las faldas del pobre pasmado frente a las de sus otros
acompañantes. Poco a poco, el atribulado Alejo se iba haciendo
con el cuidado de la pequeña, envolviéndola, con delicadeza,
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de los rigores del camino. Amaneciendo casi, retornabanan a la
fantasmagórica aldea de la Fuenfresca. El sitio parecía mantener
el mismo estado de abandono, no había moros en la costa. Tras
revisar diligentemente los alrededores, decidieron parar
brevemente a recuperar fuerzas. El ilustre Ordóñez se arrodilló
a rezar en voz baja, espada en mano, mientras Alejo acomodaba
a la pequeña Sarah en un jergón. Fernán observaba con
comedimiento cómo algunas lágrimas escapaban levemente por
la comisura del eminente calatravo, prestas a perderse en el mar
de vellos de su barba, como reminiscencias de una debilidad
que no debía ser mostrada en público. El caballero Fernán, que
nunca daba un paso atrás, en cuestiones de sentimientos, se
acercó a Ordóñez para posar su mano en el hombro del
calatravo. Ante el estímulo, este reaccionó levemente,
incorporándose y enjugando las escasas lágrimas que aún
enlodaban la polvareda que llevaban en la cara. Miró fijamente
a Fernán:
‒Todo está perdido…—decía el ilustre Ordóñez, compungido.
‒No, mi señor, ¿por qué decís eso?.
‒Ha caído el Convento de la Orden, no habrá levas para
recuperarlo, los quintales de la orden se han ajado y esparcido
su coraje por las faldas del castillo… ¿con qué sopesaremos
nuestras fuerzas mañana, dime, Fernán?.
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‒Con lo que sea necesario mi señor, pero antes que nada, con
las alforjas de valor que queden en hombres como vos. No
desesperéis, padre.
‒¿No he de desesperar?. ¡Yo debí morir allá, junto a los míos!—
El comendador volvía a mostrarse fuera de sí—. Yo me hice
caballero entre aquellos muros, comandé ejércitos y batallé en
campo del moro. Ahora firmo legajos y observo en lontananza
como lavan mi legado con la sangre que se escurre del pescuezo
de los calatravos. No queda nada para mí, Fernán, no queda
nada, ahora…
Un largo silencio media entre los dos caballeros,
apesadumbrados. La congoja del comendador no tiene
parangón desde que Fernán tiene memoria. Por otra parte,
Fernán no está dispuesto a permitir que su padre adoptivo
consienta en despilfarrar su vida solo en pos de un
remordimiento mal entendido. El joven caballero no puede
perder más de lo que se ha dilapidado hasta ahora. Con el
corazón en la mano, conviene en hablar de nuevo al
comendador:
‒… ¿y qué hay de mí, padre, qué queda para los que os
amamos?. No habrá comendadura sin vos. No habrá voluntad,
ni unión, ni liderazgo. ¿Es que no lo veis?, la orden pende de un
hilo, las tenencias han de afianzarse, hay que dar esperanza a
los collazos y a los villanos. Si no intercedéis y os hacéis fuerte,
el cabildo de Toledo afanará todos los bienes de la orden, desde
Zorita, hasta Talavera. ¿Y todo eso por qué?... porque vuestro
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orgullo y malcontento no os dejan ver que la auténtica derrota
no es caer; la auténtica derrota es no levantarse de nuevo.
El ilustre Ordóñez medita las palabras de Fernán, sabe la razón
que hay en ellas. Vienen a su mente los recuerdos de un
guiñapo de cuatro años tendido sobre un pesebre con ligaduras
de esparto, tan duramente criado, sacado adelante con esfuerzo
y atención. Convertido en un noble hombre, resabiado como
para poder humillar al poderoso y enamorado feliz de la más
hermosa dama de Toledo. Tal vez no todo fuera un sinsentido.
Tal vez aquel joven caballero, de nombre Fernán, podría aún
mantener la cordura y la fe en su aterido corazón. Tal vez,
después de todo, aún había esperanza, si no en la cristiandad, sí
en sus cristianos.
Y así es que el ilustre Ordóñez vuelve a reposar su mano en el
hombro de Fernán, con el rostro relajado, leyendo entre líneas
calma chica en su fuero interno. Aún duele, pero no tanto como
para volverse loco.
El sonido afilado de una flecha interrumpe la escena. Un gesto
de dolor retuerce la mirada del comendador. La saeta se ha
clavado en su pierna. El caballero Fernán alza la mirada a
tiempo de reconocer a dos guerreros guzz que se dirigen al
galope hacia ellos. Han disparado de lejos para no hacerse
notar, de ahí la falta de tino. Están armando una nueva punta.
Fernán pone a salvo al comendador, casi en volandas, en el
interior de una palloza. Allí, el cojo calatravo arma su espada,
no será presa fácil. Fernán sale de nuevo, casi a tiempo de
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esquivar otra salva de los arqueros persas. En el entramado de
callejuelas entre las chozas lo tendrán difícil con los arcos. Los
guzz hacen una pasada a galope y a distancia prudencial
tornan. No pretenden otra cosa que matar a golpe flechas. Se
dividen, uno permanece a la vista mientras otro se desdobla.
Pretenden tomarle la espalda. Fernán aguarda el sitio, justo
antes de que el guzz que viene de frente arme el disparo, se
oculta en una esquina. La flecha golpea contra las piedras del
muro. Antes de rebasar la esquina, Fernán descarga un fino tajo
sobre la montura del guerrero persa. La espada que le regaló el
comendador hace gala de su precisión, abre un tajo notable en
la pierna del guzz, a la vez que en el hombro de su montura.
Jinete y caballo se dan de bruces contra una choza, saliendo el
guzz despedido por los aires. Antes de poder reaccionar, Fernán
distingue a su espalda al segundo arquero, que ha dado un
rodeo para situarse a su retaguardia. Tiene el arco tensado,
Fernán no tendrá tiempo de reaccionar en esta ocasión.
Vuela un madero de casi dos varas por el aire hasta impactar en
la cara del arquero en posición. Cae al suelo el segundo guzz. Se
abalanza sobre él Alejo el escudero, quien acto seguido esparce
los sesos del guerrero a golpe de madero, como si de un
mortero se tratara. Reacciona el caballero Fernán en pos del otro
guzz, que yace medio inconsciente a causa del fuerte golpe
contra la choza. Se dispone a rematarlo, es el momento de la
verdad: ha de matar a un hombre, por primera vez. La espada
está en lo alto, presta a acabar con la exigua resistencia que
quiera ofrecer el enemigo. Mas no puede hacerlo, no se siente
capaz. Hace unos instantes, tal vez; ahora ahí, postrado en el
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suelo, no le es posible. Otra espada aparece ahora, atravesando
el cráneo del yaciente guerrero guzz. El comendador ha dado
buena cuenta del mismo, donde Fernán no era capaz. De paso,
ha descargado parte de sus frustraciones, a qué negarlo, sobre
la cuenca ocular de su enemigo. El ilustre Ordóñez habla:
‒Espero que este bastardo fuera el que me ha empalado la
pierna. ¡Recoged todo, a prisa, hemos de irnos, son atalayeros,
soldados de reconocimiento. Su haz de combate no andará
lejos!.
Se preparan rápidos para la partida, reunidos ya de nuevo, casi
a lomos de sus monturas, suena un cuerno de guerra cercano.
El enemigo andaba más cerca de lo que pensaban. Miran a su
alrededor, para verse rodeados. La columna de soldados no
estaba tan lejos como pensaban, pues debían estar apostados
cerca; se ve que los dos arqueros guzz, no eran más que unos
espontáneos que alertaron de la situación inadvertidamente a
este otro grupo de musulmanes. Antes de poder reaccionar, hay
un cerco formado en derredor de la aldea. La compañía
cristiana del comendador se halla en el centro, no hay salida. Se
distinguen como caballería andalusí. El ilustre Ordóñez alcanza
a distinguir los ropajes y alguna lina, a modo de estandarte. El
calatravo se dirige en voz baja a Fernán:
‒Parecen ser murcianos, no son almohades.
Se desprende del grupo un oficial, que se distingue por su
bandera respectiva. Se adelanta solo, señal de que viene en son
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de paz. Lenta y pausadamente, se sitúa a la vera de las tres
monturas cristianas. Despreocupado, se baja de su caballo y se
acerca, distraído, hacia Ordóñez y los suyos. Fernán mantiene
la espada desenvainada, aunque hacia abajo, evidenciando que
no está en guardia. El oficial murciano clava su mirada en la
espada de Fernán, llamativa por su elegancia y diseño. Aún
corre reseca la sangre que generó el hábil mandoble descargado
por el joven caballero minutos antes. Dirige entonces la mirada
al propio Fernán y, sin mentar palabra, el oficial le hace un
gesto claro para que le sea entregada la hoja que porta. Fernán
recela, se hace el remolón. El oficial insiste, haciendo gestos más
ostensibles. Ante la insistencia del oficial, Fernán accede a
rendir su espada. El murciano toma el arma entre sus manos,
con finura y delicadeza, como quien toma una joya extraña y
valiosa. Acaricia la hoja mientras la ve resplandecer a contraluz,
a tiempo de leer la filacteria que lleva inscrita, en un perfecto y
entendible latín:
‒La fortuna favorece a los audaces… —el murciano conoce el latín,
aún más que eso— de la Eneida, hermosa hoja: ¿es vuestra?.
‒Por su puesto que es mía—responde Fernán—, ¿habláis latín?.
‒Si me comprendéis es porque lo hablo, sin duda—afirma
socarronamente el murciano, que parece relajado y
distendido—. ¿Dónde la conseguisteis?.
‒Me fue entregada, fue un regalo.
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‒¿Un regalo?, os aprecian, sin duda, es un obsequio digno de
un señor.
‒Decidnos qué queréis, o acabad con esta encerrona.—
interrumpe con acritud el ilustre Ordóñez
‒Ahora mismo no hablo con vos, guerrero por la cruz—replica
con desprendimiento el murciano—. Hablo con vuestro joven
compañero. Para vuestra información, nos conviene seguir
hablando en paz. Ahora bien: ¿podría saber vuestros nombres?.
‒Yo me llamo Fernán, Fernán García de la Aceca; él es el
caballero don García Ordóñez de Valdelabuena, junto a nuestro
escudero, el noble Alejo de Turiégano.
‒Más bien parece que lleváis oculto un bulto sospechoso bajo la
pelliza, mi noble Alejo—inquiere el descreído murciano—.
Mostrad vuestro pasajero, ¡inmediatamente!.
Alejo acuerda mostrar levemente el rostro de la pequeña Sarah.
El oficial andalusí emite entonces un hondo suspiro, algo le ha
turbado al ver la cara de la niña. Se yergue de nuevo, sin
embargo, para seguir hablando:
‒¿Puedo saber a dónde os dirigís?.
‒De vuelta a Toledo, sabemos de la derrota de Alarcos, así que
retornamos al albur de otros muros.
‒No habéis participado de ella, supongo…
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‒No, efectivamente.
‒Es extraño, ¿sabéis?—El murciano se dirige ahora al ilustre
Ordóñez—. No hemos encontrado un alma cristiana peinando
el Guadiana desde Calatrava. Nos apostamos cerca de aquí,
ayer noche, controlando el camino desde el sur. Sin embargo, os
aparecéis de la nada, mientras afirmáis huir de Alarcos. Parece
ser, más bien, que venís de espiar en la ciudad de Calatrava,
habiendo llegado hasta aquí, atrochando por el monte.
‒Venimos de Consuegra, por sendas ocultas, eso es todo—
insiste Fernán.
‒Sin duda… salvo porque ayer mismo vi a esta mocita que
lleváis escondida escurrirse entre los muros de la ciudad de
Calatrava por el albañal. No ha podido llegar tan lejos ella sola.
‒Si pensáis pasarnos a cuchillo—interrumpe definitivamente
Ordóñez—, como a todas las almas cristianas que habéis
degradado en Calatrava, sabed que no os será tan fácil, en esta
ocasión.
‒Ergo sois espías, para mi satisfacción. Motivo para haceros
prender—responde ahora desafiante el murciano—. Debéis ser
caballeros de la orden. En ese caso, no es de esperar rescate
alguno por vos.
‒Parecéis hombre cabal. Dejadnos ir en paz, no somos
amenaza—dice Fernán.
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‒Pero sois botín de guerra, solo esta espada me sale más a
cuenta que las cuatro cabezas cristianas.
‒¿Cuánta sangre y desgracia habéis de derramar en pos de
vuestra aceifa?...–toma la iniciativa el ilustre Ordóñez—. Habéis
tomado las dos plazas grandes, rendido al ejército del rey y
ejecutado impunemente a cientos de cristianos en Calatrava.
¿No se saciará la sed del califa?. Prendedme a mí, que soy
comendador de la orden, dejadlos marchar a ellos.
‒¡Padre, no!.
El murciano cavila tras las palabras del calatravo, no está claro
el porqué. Nada le impide llevarlos a todos prisioneros o
ejecutar a voluntad a cualesquiera. Tras el interludio, el
murciano monta de nuevo a caballo. Parece que ha tomado una
decisión:
‒Me llamo Hassan, ibn Jutahm, ibn Khalid. Soy caíd de Murcia,
orgulloso heredero de la gloria del Rey Lobo, ibn Mardanish.
He de hacer honor a la alianza que durante tanto tiempo nos
unió a los reyes de Castilla y de Aragón. En el día de ayer se
desvanecieron las almas de todos los cristianos que defendieron
Calatrava, con bravura, y hasta el último aliento. Que el coraje
que me faltó para evitar semejante sinrazón, sea bendecido hoy
con la vida de esa niña, que ha de ser, tal parece, la única
superviviente. Nosotros, murcianos, hemos de acabar aquí la
aceifa que ha proclamado el califa, regresaremos pronto, con el
botín recabado, al calor de nuestras tierras. Mas aquí os dejo
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también un mensaje, al comendador calatravo, que bien sabrá
trasponer al maestre de su orden: no han de hoyar los guerreros
de la cruz el reino de Murcia, ni mancillarlo, ni asaltarlo desde
Cuenca, ni Uclés, ni Zorita. No habrá el Rey de Castilla volver a
causar estrago a las puertas de Jaén, ni colgar moros en Baza.
Pues somos hermanos bajo el Corán y la ley sagrada, lo mismo
en Córdoba que en Marrakech; de no ser así, he de traer más
furia, si cabe, sobre vuestras almas, y la compasión no hará
lugar, en el corazón, vahído y oscuro, de la venganza y la
guerra santa. Tomad la bendición que se os otorga hoy y haced
honor a la mima. Si volvéis a colegir la rabia y la audacia de
Alá, el único y el grande, habréis de temer mi furia antes que la
del califa… ahora, marchad en paz.
Tras exponer su alegato, el murciano gira sobre sí mismo,
mientras jalea a sus hombres, partiendo todos al galope hacia el
sur, presumiblemente, a Consuegra. Antes de alejarse
demasiado, el murciano vuelve sobre sus pasos, hasta la
posición de los desconcertados cristianos. Ibn Jutahm alarga la
mano, para entregar la espada de vuelta al joven caballero
Fernán. Antes de volverse, de nuevo, hace una última objeción:
‒Es un arma digna y hermosa, es de esperar que estéis a su
altura…
Tras lo cual, tornó, definitivamente, a reincorporarse con sus
hombres. Pasado el susto inicial, se encaminaron con urgencia
hacia Guadalerzas. Con suerte, allí podrían atender al ilustre
Ordóñez, quien debería reposar largo tiempo para poder
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recuperarse de semejante herida. Lo primero era, antes que
nada, sacar con cuidado la punta, cauterizar y coser. Cierto es
que la mayor parte de físicos y cirujanos habían partido con el
rey la jornada anterior. Por otra parte, los rezagados de Alarcos,
con don Diego López de Haro al frente, estarían tomándose su
tiempo en Guadalerzas a estas alturas de la historia. Si todo iba
bien, estarían arreglando el desperfecto en la pierna del
calatravo al anochecer.
Y es que el séquito real, como decimos, había partido justo la
jornada anterior: mientras los almohades tomaban la cibdad
vieja de Calatrava, el rey castellano salía de su encierro en
Guadalerzas, presto, hacia Toledo.
El retorno a la capital del arzobispado fue casi tan triste y
quejumbroso como la huida al propio castillo de Guadalerzas.
En realidad, la estadía de Guadalerzas había supuesto unas
jornadas de holganza, alejados de la triste realidad. Todos
portaban una enseña de desilusión y penuria. Todos, menos la
pobre Raquel, quien había sido víctima de una atroz violación
cometida por el mismo Rey de Castilla. Raquel siempre escuchó
hablar de las virtudes de tan noble y valiente rey, curtido en
muchas batallas, amante esposo y político encomiable. ¿En qué
momento se tornó en un transgresor despojado de sentimientos
y empatía?. Tal vez la tensión de los últimos años, las
frustraciones, el padecimiento de verse enfrentado a familiares
como a señores, de defender las fronteras de un reino que era
asediado de continuo. Tal vez la presión fue demasiada, y la
derrota de Alarcos, el detonante; tal vez era el cuerpo y el alma
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de aquella hermosa judía el único paliativo para sus demonios
interiores, el único remanso de paz para un rey agobiado desde
su más tierna edad por el apremio de asegurar su reino.
Sea como fuere, la pobre muchacha estaba siendo consumida
por una angustia irrefrenable y un profundo sentimiento de
culpabilidad. Se sentía sucia, mancillada, e indigna; sin
embargo, no tenía alternativa: la amenaza del rey castellano era
para tomar muy en consideración. Durante el retorno intentó
olvidar lo sucedido. Había llorado amargamente al amanecer
cuando, tras una noche de pesadillas y desvelos, pudo salir de
su celda, con las primeras luces del alba, y abandonar el castillo
de Guadalerzas. Allí dentro se sentía agotada, sofocada y
trémula. Entre el silencio de la mañana y la escasa guardia se
escurrió hasta un arroyo cercano, donde se lavó con denuedo
sus intimidades, que habían sido segadas con brutalidad. Se
lavó con insistencia, irracionalmente, como queriendo expeler
de sí el escalofriante recuerdo de la noche anterior, como
queriendo deshacer la impureza que sentía aún arder entre sus
piernas. Fue entonces cuando comprendió lo sucedido, fue
consciente de lo que le había pasado. En aquel momento, no
pudo más que echarse a llorar, tanto, que apenas podía
mantenerse en pie, tanto, que no había honduras para calificar
su tormento.
Pudo rehacerse lo suficiente para ocultar lo sucedido. Aguardó
fuera del castillo, pues no estaba dispuesta a entrar de nuevo,
bajo ningún concepto. Bien temprano salió su padre, el insigne
Hayyim, en su busca, dando con ella a extramuros. Extrañado
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por la actitud errática de su hija, el médico no pudo hacer otra
cosa que preguntarle por el motivo sus males:
‒¿Qué te pasa hija, que te pasa, Raquel?.
‒Nada, padre, estoy angustiada por Fernán; escuchar a todos
esos señores hablando del desastre de Alarcos y de la que se
nos viene encima me causa desazón. Por favor, padre,
¡vámonos!.
‒De acuerdo hija, pero no puedo marcharme así como así, me
tengo que excusar.
‒¡Pues hazlo padre, yo no pienso entrar otra vez ahí dentro, ni
atender a rey!.
‒Pero… qué sucede hija, ¡cuéntamelo!.
‒Por favor, por favor padre… ¡vámonos!.
Ante la insistencia y el estado fuera de sí de su hija, el insigne
Hayyim optó por pedir a don Diego del Villar ser excusado
ante el rey por tener que retornar urgentemente a Toledo. Don
Diego del Villar accedió amablemente a los requisitos de
Hayyim, no sin antes agradecerle sinceramente el servicio
prestado. La joven necesitaba alejarse lo máximo posible del rey
don Alfonso, así como de su insidioso cómplice, el hierático
Conde Manrique, señor de La Molina.
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Era un día extraño, unos iban y otros venían. Todos ellos, sin
embargo, con un nexo en común: la derrota de Alarcos. Aquel
acontecimiento supuso un punto de inflexión en sus vidas. La
mayoría de los cristianos regresaban a sus hogares, a intentar
reconstruir sus vidas, junto a sus familias y amigos, o al menos,
lo que quedase de ellos. Se habrían de olvidar de aquella triste
campaña, rezar por que no volviera la llamada al fonsado a sus
puertas, al menos, hasta la siguiente estación. Para algunos,
como el bravo capitán de La Molina, Girón Sanchís, no era así
de sencillo. Había sido el capitán encargado de la guardia y
escolta del heredero del Conde Manrique: el malogrado don
García Pérez de Lara; sin embargo, había fallado encargo;
asumía ya que don García Pérez de Lara había sido asesinado,
mas no tenía pruebas ni evidencias. Mientras que el rey
castellano y sus próceres andaban ya cerca de Toledo, el séquito
del derrotado don Diego López de Haro llegaba apenas a
Guadalerzas, tras negociar la entrega de Alarcos, días atrás.
Montaban a la par el bravo capitán de La Molina, junto a aquel
recio francés, de nombre Bertrand Caillou, al que tan bien se le
daba el manejo del látigo de guerra, así como amedrentar a los
oficiales del de Haro:
‒No habéis mudado palabra apenas desde que salimos de
Alarcos, Girón—decía el espigado Bertrand—. La tropa está
preocupada por la ausencia del señor don García.
‒No hay rastro de él, ya os lo dije—respondía evasivamente el
bravo Girón.
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‒Pero vos sabéis algo, Girón, hablad en confianza. Sabéis que
yo no rindo cuentas a nadie: ¿qué puede haber sucedido con el
heredero del Conde Manrique?.
‒No lo sé, tal vez…
‒… ¿Tal vez está muerto?.
‒¡Callad por Dios, no insinuéis siquiera la posibilidad!—Girón
se alteró bastante con la insinuación del espigado Bertrand, este
hecho no pasó desapercibido al gabacho.
‒Si es así, estamos en problemas… ¿qué le váis a contar al
Conde Manrique, Girón?.
‒La verdad, que no es otra que lo que sé de la mano de don
Diego López de Haro: partió del sitio para dar noticia a su
padre, lo antes posible, de que el propio don López de Haro
planeaba entregar la plaza de Alarcos a cambio de salvar su
pellejo, entregando lo que fuera necesario.
‒Pero vos no creéis semejante cuento. Todos conocemos a don
García, era un mocoso arrogante, pero valiente, al fin y al cabo,
no habría dejado el sitio de Alarcos sin sus hombres.
‒O tal vez sí…
‒No lo creo. ¿Pensáis que ha podido ser ese malnacido de
López de Haro, verdad?. Ese bastardo es duro de carácter, un
ejecutor de sus planes. He luchado a su lado contra el Rey de
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Navarra y puede ser despiadado. Es un guerrero encomiable,
no duda, ni tiene reservas.
‒Es una grave acusación contra el señor de Vizcaya, Bertrand,
mide tus palabras.
‒No juegues conmigo Girón, sabes lo fácil que es para nosotros
quitarle la vida a un hombre, sobre todo si ese hombre es un
obstáculo para tus planes. Yo estoy contigo, Girón, eres el único
soldado que de verdad respeto. Todos los demás idiotas que
tiene a su alrededor el Conde Manrique son una panda de
adoradores. Sé que tú habrías dado tu vida por salvar la del
muchacho, seguro…
Antes de terminar la frase, Girón desenvaina su larga espada y
en un instante pone su afilada hoja sobre el pescuezo de
Bertrand. Ambos paran sus monturas en seco, mientras el bravo
Girón sanciona:
‒Vuelve a insinuar la muerte del heredero de La Molina,
vuelve a insinuar que ha tenido que ver con López de Haro,
vuelve a insinuar que estoy en aprietos… ¡y te juro que rebano
como a un puerco!.
Lejos de amedrentarse, el espigado Bertrand se creció. Estaba
claro el desasosiego de su capitán. En realidad, Bertrand
disfrutaba con el sufrimiento de los demás, no era maldad en el
sentido estricto de la palabra, más bien, era su propia
naturaleza.
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Llegados a la escasa fortaleza de Guadalerzas, don Diego López
de Haro se instaló con sus adláteres en el castillo. De otra parte,
el traidor de Castro se acomodó a extramuros rodeado de sus
trescientos hombres escasos. Un oficial de La Molina salió al
encuentro de los Lara, que acudían comandados por Girón
Sanchís, en solitario. El oficial se acercó al bravo Girón, al no
dar con don García Pérez de Lara, al frente de las huestes de
Lara y de La Molina:
‒¿Do está el heredero del Conde Manrique?—preguntaba el
oficial molinés.
‒Debería hallarse aquí, entre estos muros—responde Girón,
nerviosamente.
‒¿De qué habláis?, aquí no está, obviamente. Su padre, el
Conde Manrique, partió hacia Toledo en la mañana, junto al
rey. Me ha dejado el encargo de recibir información del mismo
don García, su hijo, para acudir hoy mismo, y de inmediato, a
trasladarle las nuevas.
‒Pues no se haya entre nosotros—Girón se quedaba sin
respuestas.
‒¿No sabe el capitán do se halla su señor?.
‒Esa pregunta ya le ha sido formulada antes, pero no por vos—
volvía a aparecer en escena Bertrand, no estando muy claro si
para ayudar, o para enredar—. Mas no fuisteis vos quien
preguntó, pues fue un oficial vascón de la guardia de don
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Diego López de Haro, al que de buena gana le habría partido la
espalda con mi látigo de guerra.
‒¿Y qué tiene que ver esto con la localización de mi señor don
García Pérez?—requería el oficial molinés.
‒Bueno, lo cierto es que don García se retiró a capítulo con don
Diego López de Haro—Bertrand se estaba excediendo en sus
atribuciones, y hablando más de lo necesario, lo cual, no parecía
preocuparle demasiado, por otra parte—. Después de esto, no
le hemos vuelto a ver. Don Diego López de Haro afirma que el
joven salió del castillo por si solo y a lomos de su montura,
presto a informar de primera mano a su padre, el Conde
Manrique, de los maniqueos que se traía entre manos el alférez
del rey. Aparentemente, no le dejó otra opción.
Girón estaba tenso, aunque en el fondo le aliviaba las
explicaciones que estaba dando Bertrand en su lugar.
Finalmente, se recompuso para continuar con la mentira por sí
mismo, sobreponiéndose al francés:
‒Don Diego López de Haro me mostró una prenda que le
habría dejado mi señor don García, atendiendo a su
disposición.
‒¿Y qué prenda dejó don García, si se puede saber?.
‒Le cedió el privilegio de La Molina.
‒¿El anillo del señor?... ¡no es posible!.
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‒Lo vi con mis propios ojos, ¿lo ponéis en duda?.
‒¿Ese es el mensaje que he de trasponer?.
‒Ese y no otro, aclararemos el entuerto en Toledo.
‒Pero mientras, el heredero del Conde Manrique, ¡está
desaparecido!. Más nos vale que aparezca pronto, más nos vale,
¡a todos!.
Hincó espuelas y partió hacia Toledo el oficial molinés. El bravo
Girón mantenía un nudo en el estómago. No temía a la
represalia del Conde Manrique, de haberla, contra su persona.
Temía al deshonor de la derrota, a la malaventura del fallido; el
capitán molinés no tenían nada si no era capaz de cumplir su
cometido primigenio: salvaguardar a su señor de todo mal. Ni
siquiera las argucias de don Diego López de Haro debieran ser
excusa para su incumplimiento. El bravo Girón lo rumiaba con
angustia, porque tenían claro que, a su debido tiempo, habría
de confesar la triste realidad a su señor, el Conde Manrique: el
más poderoso y despiadado Lara que había en Castilla.
No apartaba el bravo Girón la vista de don Diego López de
Haro, si bien, de la frialdad de los gestos del alférez real no se
deducía expresión de remordimiento, pesadumbre o desazón.
Tan sólo, recordaba Girón, breves instantes antes de la
capitulación de Alarcos, había distinguido entonces cierto
resquemor desprendido del porte altivo de López de Haro. Y es
que el comandante de los ejércitos cristianos, se enfrentaba a
problemas mayores. Sabía que no había dejado huellas tras de
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sí del asesinato del don García Pérez de Lerma, hijo del Conde
Manrique. Su involuntario cómplice: el noble Íñigo de Villafoz,
había sido hecho preso por los almohades. Tan solo quedaba un
alfeñique, aquel torpe soldado que acompañaba al noble Íñigo
la noche de autos, al corriente de la ejecución del joven Lara.
Ciertamente, el alférez real no iba a arriesgarse a exponer sus
pecados al Conde Manrique, solo por no borrar de mapa a un
simple soldado cristiano.
don Diego López de Haro maduraba su estrategia. Esa jornada
descansarían en Alarcos. Sin embargo, a la mañana siguiente
partiría raudo a Toledo. No pensaba evitar la mirada del Rey de
Castilla, no iba a arredrarse por lo sucedido, dejando el terreno
expedito para que los Lara terminaran de copar el olimpo
castellano. Se sentía un baluarte del rey, así en la victoria, como
en la derrota. Había perdido a algunos de sus más notables
caballeros, empezando por el noble Íñigo de Villafoz: ‹‹¡Dios
como echaré de menos su brazo armado! ››, se repetía a sí
mismo en ocasiones. Quedaban pocos miembros de entre sus
huestes y fonsados. Ahora, más que nunca, debería actuar con
desfachatez y sin escrúpulos si es que quería preservar sus
tierras del Norte. El mismo rey castellano quiso en algún
momento tomar posesión de su dote de boda: la Gascuña
francesa, mas la entrada obligada era por Fuenterrabía. Si el
Rey de Castilla decidía implantarse en los condados vascones,
lo haría mediante la concesión de fueros y la instauración de
concejos. Esto suponía poner braojos en el campo de recreo de
los señores. Ningún magnate quería prósperas poblaciones
independientes y autónomas, al abrigo del poder regio,
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entrando en dura competencia, en lo tocante a repoblaciones,
con los territorios señoriales. Los collazos emigraban a los
concejos donde podían ser libres y ganarse el jornal sin ser
avasallados. Grave alternativa a los predios de los
ricoshombres. La competencia asustaba a los nobles como don
Diego López de Haro. Su bravura y carácter no eran óbice para
que renegara de su condición de ambicioso latifundista.
Urgía a don López de Haro acudir a Toledo a medir el
malcontento del rey don Alfonso, pues de ello podía depender
que en un futuro, no muy lejano, decidiera el monarca empezar
a dejarse caer por Logroño, Durango o San Sebastián, firmando
cartas pueblas. Todos convergían hacia Toledo, de nuevo, como
siempre. La ciudad que atraía todas las miradas, el faro del
reino, la cumbre en la que se ensillaban hacía largo tiempo el
rey de cristiano por excelencia, junto al primado de las Españas.
Todos se verían allí, para mirarse en el espejo roto por las
derrotas de Alarcos y Calatrava. Anticiparon al Rey de Castilla
la llegada de su primo carnal, el rey Alfonso IX de León, a
Toledo también. Aparentemente, el leonés venía rezagado,
lento de reflejos para contener la marea almohade.
Aparentemente, también, el castellano era quien había
mostrado demasiado nervio adelantándose en Alarcos. Sea
como fuere, no había razones para fiarse mutuamente; para
colmo, acudía en procesión un traidor cristiano, de la prosapia
de los Castros, que parecía no ser otra cosa que un doble espía
del mismo Rey de León. Era un retorno amargo, que tendría su
colofón en cuanto se vieran las caras los dos primos y reyes. Lo
que empezó con una derrota a los pies del cerro de Alarcos, se
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iba convirtiendo, poco a poco, a merced de los acontecimientos,
en una pesadilla que reeditaba los peores tiempos vividos por
el rey castellano, siendo un niño, viendo violadas sus tierras por
los cuatro costados.
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CAPÍTULO XVIII. LA FURIA DEL REY DE LEÓN
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Pocas jornadas después del desastre de Alarcos, se hallaba todo
el mundo reunido en Toledo. El Rey de León acababa de arribar
recientemente, encontrándose con las noticias de la derrota de
Alarcos y con el desmoronamiento de la tropa cristiana. El
ilustre Ordóñez se hallaba en el castillo de la Aceca,
recuperándose de sus heridas. No tardó en llegar la noticia a
oídos del insigne Hayyim, quien acudió con premura a atender
en persona al comendador. Tras examinar el médico judío a su
amigo el calatravo, encontraron un rato para conversar
tranquilamente:
‒¿Qué tal está Fernán?—decía el ilustre Ordóñez—, no quería
dejarme solo, mas notaba su inquietud por reunirse con Raquel.
‒Está bien; nada más llegar a casa me informó de lo sucedido.
Esos malditos arqueros persas bien podrían haber acabado con
vos. A veces untan ponzoña en las puntas de sus flechas,
venenos potentes. Habéis tenido mucha suerte. Con un poco de
suerte, para el otoño estaréis recuperado, si bien, temo que
arrastraréis una cierta cojera de por vida.
‒No vine a este mundo a vivir sin mácula. Todo soldado ha de
tener sus marcas. Sabéis que agradezco vuestra premura en
acudir.
‒Vine lo antes que me fue posible. He empleado mucho tiempo
en el nosocomio de campaña montado a los pies de Toledo.
Hay muchos heridos Ordóñez, ahora viene lo peor: esas
terribles fiebres que sufren los heridos, muchos pierden el
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conocimiento entre sudores y ya no despiertan. A menudo se
piensa que los caballeros mueren en el campo de batalla. Si
fueren médicos, verían a muchos más morir luego en los
hospicios, a causa de las heridas y las fiebres postreras.
‒Tuvimos suerte, nos topamos con murcianos, de haber sido
andalusíes, alárabes o bereberes, habríamos corrido distinta
suerte.
‒Me contó Fernán que los comandaba un tal ibn Jutahm,
¿cierto?.
‒Cierto.
‒Yo conocí a un Jutahm ibn Khalid, hace mucho tiempo, en
Granada. Era un juez, un hombre justo. Tal vez este caíd que se
topó con vos fuera su hijo. Veréis, la maldición almohade
alcanzó Granada en el tiempo en que las noticias no eran otras
que las de la muerte del rey castellano: Sancho III. Los
almohades pasaron a cuchillo a todos los representantes del
linaje Tasufin. Fue una masacre cuando entraron en la
ciudadela. Recuerdo que aquel juez consiguió escapar a duras
penas, probablemente camino de Murcia, ya no volvimos a
saber de él ni de su familia. Unos años más tarde, éramos
nosotros quienes huíamos de Granada, antes de que esos
“malasangre” fundamentalistas nos deportaran a Túnez o a
Egipto.
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‒No hablemos más de esta tragedia, Hayyim; habladme, más
bien, de cómo le va a la joven pareja.
‒No sabría deciros…—Hayyim se mostraba dubitativo.
‒No os entiendo, ¿sucede algo acaso?—Ordóñez se
reincorporaba de su asiento, preocupado por la falta de
expresividad del insigne Hayyim.
‒Mi hija Raquel ha estado muy extraña desde que volvimos de
Guadalerzas. Tiene una conducta rara, se muestra muy irritable
y la he encontrado llorando a solas en un par de ocasiones. No
me dice nada.
‒¿Será por Fernán tal vez?.
‒En absoluto, el mozo es un hombre honesto y la ama. Se
desvive por ella. Los dos estamos descorazonados por la
situación. Hablan poco entre ellos; es absurdo, pero me da la
sensación que mi hija nos evita, tanto a Fernán, como a mí
mismo.
‒Son unos acontecimientos terribles, estos que estamos
viviendo. Tal vez sea eso lo que le causa congoja, ¿no?. Ahora
que se iban casar, después de todo lo que han pasado, ni
siquiera está claro el futuro.
‒No, mi querido Ordóñez, no es tan liviana su queja. Hay algo
más, algo profundo y lúgubre. Y yo… yo me veo incapaz de
averiguarlo y ella de describirlo.
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‒Entonces, Hayyim: ¿hay planes de boda?.
‒El mismo día que llegamos a Toledo acudí al Sofer a hablar
con el rabino Rachav; Triguero, por su parte, lo iba a organizar
con el clérigo de San Román, don Miguel. Raquel nos echó una
reprimenda excedida por ello. Me dijo que quién era yo para
decidir cuándo se tenía que celebrar su boda o ninguna otra.
‒Preocupante, sin duda.
‒Les he dejado allí solos con sus cosas. No puedo permitir que
duerman en la misma habitación, claro está. Pero acuden juntos
a la escuela de traductores y tienen muchos ratos para sus
intimidades y amoríos. Ordóñez, en serio opino que Fernán ha
de centrarse en sus estudios, incluso ahora. Ese muchacho vale
más con una pluma entre sus manos que con una espada.
‒No diríais lo mismo si le vierais practicando, ha mejorado
mucho en los últimos tiempos. Sin embargo, tenéis razón. No
pretendo mantener al muchacho apegado a las armas ni a la
orden. Tiene una oportunidad de ser feliz y aportar algo
importante. Sin embargo, tened en cuenta que ha sido armado
caballero por un miembro de la curia. Habrá de atender a la
llamada del fonsado cuando así sea requerido.
‒Les daremos tiempo entonces, será lo mejor.
Departieron largo rato el ilustre Ordóñez y el insigne Hayyim.
Analizaban la situación tras la derrota de Alarcos. Su charla se
vio inesperadamente interrumpida por la llegada del
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mismísimo maestre de la Orden: don Nuño Pérez de Quiñones.
Llegó Maese Nuño acompañado de una compañía de fieles,
escasa, como lo eran las tropas que quedaban para entresacar
de las menguantes tenencias de la orden. Desde que Maese
Nuño partiera con el rey hacia Alarcos, no se habían visto. No
pasó por alto al ilustre Ordóñez la expresión desencajada y
sombría del maestre don Nuño. Se había transfigurado; el
maestre calatravo mostraba en su seriedad la decrepitud de su
mandato. Las arrugas del maestrazgo se abrían con los tajos de
los sarracenos, dejando ver el papiro de sueños que fue alguna
vez la orden, convertido en un legajo vetusto, una hagiografía
de mártires anónimos.
De inmediato celebraron capítulo. Antes de que el insigne
Hayyim se retirara, el mismo maestre le conminó a quedarse,
dado que podría considerarse parte de la curia real, a juzgar
por las intenciones del rey. La reparación que hizo de la herida
en el hombro del monarca le elevó casi a ser un prohombre de
la corte, al menos, de manera eventual. Involuntariamente,
había atraído la admiración del rey sobre sí mismo. Sea como
fuere, convinieron sentarse a cenar los tres, para comentar las
nuevas que portaba don Nuño Pérez de Quiñones:
‒Ayer se reunieron el rey castellano y el leonés—expone maese
Nuño—, a las puertas de Toledo. Montaron una enorme carpa
en la almofalla de las huestes leonesas. El de León se negaba a
subir al alcázar del Toledo.
‒Mal comienzo, sin duda—espeta el ilustre Ordóñez.
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‒Recordad lo que nos expuso semanas atrás, aquí mismo, don
Pedro García de Lerma: El rey se adelantaría en Alarcos, a
abarcar la fama y la gloria para sí—responde maese Nuño—. La
desconfianza generada por la maniobra traicionera del Castro,
supuestamente al servicio del Rey de León, puso en jaque a la
corona castellana.
‒Recuerdo aquel debate…—se expresa, con cierta amargura, la
ironía del ilustre Ordóñez.
‒El traidor cristiano, Pedro Fernández de Castro, se sentó al
lado de su rey leonés en los parlamentos; cierto es que el de
León le acogió con comedimiento, pero le acogió, al fin y al
cabo. El Castro expuso entonces los planes del califa, tal y como
los tenía concebidos. La verdad es que apuntaba a Toledo, con
tan magno ejército, no contaba más que con conquistarlo de una
vez por todas.
‒La actitud del Rey de León debió ser de reproche—afirmaba el
insigne Hayyim.
‒No solo reproche—proseguía maese Nuño—, el Rey de León
estaba colérico, fuera de sí. Llamó descarado y montaraz a su
primo, nuestro amado rey. Le espetó que le había dado la
espalda, ahora, como en el tratado de Tordehumos. Que los
agravios eran muchos.
‒Y nuestro rey don Alfonso, ¿no respondió a la afrenta?—
pregunta, sorprendido, el ilustre Ordóñez.
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‒Hay un matiz, querido Ordóñez—lacónico, resolvió maese
Nuño—. El Rey de León mantenía no menos de tres mil
hombres frescos y armados a las puertas de Toledo. El Rey de
Castilla, por su parte, disponía de los restos desvencijados
recuperados de Alarcos. Nada habría impedido al leonés haber
usurpado la capital en esa misma jornada, solo la rebelión de
los habitantes a intramuros.
‒Y el miedo al mismo Papa—adujo el insigne Hayyim, para
completar la resolución de maese Nuño.
‒El cónclave fue un desastre, en resumidas cuentas—concluía
el ilustre Ordóñez.
‒Más que eso—proseguía maese Nuño—, el rey leonés resolvió
marchar con viento fresco, abandonado a los toledanos y a
Castilla a su suerte. Hizo constar en acta que la afrenta del rey
castellano suponía trasgresión del Tratado de Tordehumos,
pues la fidelidad mutua entre ambos reinos se veía rota.
¡Demonios, juraría haber visto dibujarse una leve sonrisa de
malicia en la cara del jodido Castro, maldito traidor!—Apretó
los dientes y los puños el calatravo, a tiempo de golpear la
mesa.
‒¡Dios mío!, el Rey de León se verá libre de atacar de nuevo el
Infantazgo—repouso, angustiado, el ilustre Ordóñez—. ¡Qué
será de mi familia ahora!.
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‒Tengamos fe y paciencia Ordóñez, hemos de esperar
acontecimientos.
‒Y el cabrón del Navarro, ¿do se halla?—preguntaba, ya
encabritado, el ilustre Ordóñez.
‒Ni está, ni se le espera, parece que ha dado la vuelta sin llegar
si quiera a Soria.
‒No queda esperanza para Castilla—sancionó, rotundo, el
insigne Hayyim—, las huestes se mueren en nosocomios, los
soldados en pie han entregado sus armas en Alarcos, el Rey de
Castilla no se atreve a dar réplica a su vasallo de León, el
gigante Navarro no atiende a razones y el piadoso Rey de
Aragón no atiende ya a sus alianzas del pasado.
‒Ordóñez, hay algo más, algo muy preocupante para los
intereses de la orden—refería ahora maese Nuño—. Acudo a
capítulo a celebrar en la fortaleza de Zorita. He de verme allí
con Frey Garcí López de Moventa, Comendador Mayor de
Aragón. No somos ajenos al mal que acosa a Castilla ahora. Los
freires castellanos escasean, por no decir que son extintos,
mientras que los aragoneses conservan sus fuerzas intactas,
favorecidos, además, por la misma corona de Aragón. Con el
Convento destruido y nuestras huestes mermadas, no sé qué se
le estará pasando por la mente los de Alcañiz…
‒¿Usurpar el poder, eso insinuáis?—inquiere el ilustre
Ordóñez, visiblemente angustiado ya.
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‒Cualquier cosa, Ordóñez, cualquier cosa. Habré de recurrir a
nuesto amado rey Alfonso en busca de algún soporte en
añadidura. Conservamos las comendaduras, heredades y
tenencias al norte del Tajo, mas perdamos la esperanza de
mantener lo que hay hacia el sur, desde luego, más allá del
Guadiana.
La orden era ahora la sombra trémula del Reino de Castilla,
había sufrido un impacto igual o peor y se desgajaba sin
remedio. Maese Nuño nunca imaginó verse en semejante
tesitura: gestionar la desintegración de la orden. El ilustre
Ordóñez era devorado por la ira en sus entrañas. Tantos años
de estricto servicio y trabajo desechados por la voluntad
negligente del rey. El insigne Hayyim, no encontraba ahora paz
tampoco: estando su hija en tan precario estado emocional, su
apoyo fundamental, el caballero Fernán, se vería en la tesitura
de apoyar en lo que fuera necesario a su padre adoptivo y
mentor, a la vista de la crisis que se les venía encima. De otra
manera, qué iba a hacer el pobre Fernán, más que ayudar a
quién tanto le había dado en esta vida, a quien tanto amaba y
respetaba.
Mientras tanto, en la catedral de Toledo, el arzobispo Martín
López de Pisuerga, el Magno, se recuperaba de sus heridas y
magulladuras, además de unas leves fiebres que arrastraba
desde el desastre de Alarcos. Se hallaba en sus aposentos,
sentado en su sillón, con los pies en remojo con agua caliente,
ingiriendo tisana de tomillo y perejil, envuelto en una gruesa
capa de lana fina. Llamaron a su puerta; presentándose
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respetuosamente el Arcediando Eleucadio, accedió a la estancia,
en compañía del arzobispo:
‒don Eleucadio, buenas noches,
importunado a estas horas tardías.
no
contaba
con
ser
‒Disculpadme, su ilustrísima, habéis regresado tarde de las
negociaciones entre los reyes.
‒Las negociaciones han sido breves y broncas. Posteriormente
hemos optado por celebrar capítulo con el rey don Alfonso.
‒¿Y puedo saber cuáles fueron los avatares de la negociación?.
‒¿Avatares?... avatares fueron los de Alarcos. Esto ha sido la
guerra. El Rey de León casi escupe sobre el ciclatón de nuestro
amado rey Alfonso. Allí estábamos, aguantando el sitio y el
castellano casi agachando la cabeza.
‒¿Cómo nos
ilustrísima?.
repondremos
de
tan
notable
descosido,
‒Hablad con todos los clérigos de aquí a Talamanca, pues no
han de regresar ni la mitad de los villanos que partieron; y la
mitad de ellos volverán desnudos; la mitad de los cuales habrá
perdido el coraje para siempre. Hablad con los clérigos, los
abades, que infundan la fe perdida en las jornadas de atrás. Que
forniquen los collazos con alegría y traigan vástagos al servicio
del cabildo. Nos quedamos sin soldada ni aportaciones.
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‒Harán falta caudales.
‒Tantos como sea posible, buscarlos bajo las piedras, robar a las
viudas… bueno, es un decir.
‒Largo tiempo hace que los codiciosos sefardíes del Alacava
guardan sus preciadas joyas, embaucando y prestando.
‒No volváis con ese cuento de nuevo, don Eleucadio. Ya os lo
he escuchado. Como a vos, los judíos no me gustan a mí
tampoco, mas no es óbice para negar su existencia. Son unos
pellejos usureros, aunque la ciudad ha prosperado con ellos
también. Hay servicios que solo pueden esos malditos sefarad.
Por si eso fuera poco, están bajo la protección del Rey de
Castilla. Maldita sea, si un maldito judío ha sido quien ha
salvado a su majestad de una herida que no se atrevía a
remedar el mismo médico real, don Diego del Villar.
‒Pero vos lo habéis dicho, harán falta caudales, los habremos
de sacar de allí o de donde sea. Se han de forjar espadas, coser
briales, reparar muros…
‒Cierto, y alguien habrá de prestar el dinero que no tenemos
ahora nosotros. Atended, don Eleucadio, husmead en el
Alacava lo que os parezca, pero con tino y cuidado. Si
encontráis manera de meter mano sin que suponga contravenir
el favor real, no pienso oponerme. Ahora, por favor, dejad de
molestar y permitidme descansar.
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El Arcediano Eleucadio se retira molesto. La actitud del
arzobispo siempre fue prepotente y desconsiderada con él, tal
vez por su prosapia mozárabe. Sea como fuere, abría la puerta a
la posibilidad de beneficiarse de los negocios del Alacava, a lo
que consideraba una fuente lucrativa como pocas. Para alguien
acostumbrado a manejar e intervenir en las principales
transacciones y negocios que se llevaban a cabo en Toledo, la
situación aislada y relativamente independiente de los judíos
era algo que no acababa de asimilar. Su determinación no era
otra que encontrar la llave que le abriera las puertas del
Alacava. Contaría por ahora con la información que le pudiera
aportar su infiltrado: Luján Alpolichén, quien ya llevaba algún
tiempo asistiendo a la incipiente escuela de traductores que
articulaban, entre otros, el insigne Hayyim.
La mañana siguiente se reorganizaban las huestes acampadas
en Toledo. El Rey de León había dado la orden de volver a casa.
Aparentemente, el traidor cristiano, don Pedro Fernández de
Castro, retornaba al servicio de su señor leonés. Extraña
parábola para alguien que había decidido enajenarse de su rey,
contra su religión, realinearse de nuevo con su señor natural,
tras unas semanas de ausencia. La mayoría de señores y
prohombres del cortejo del rey castellano apreciaban los tintes
de la traición del Castro, más bien en contra de la propia
Castilla, que de la cristiandad en sí. Sea como fuere, el Castro,
de manera deliberada o no, había prestado un servicio
impagable al Rey de León.
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A toda esta situación, sin embargo, permanecía abstraído el
Conde Manrique, don Pedro Manrique de Lara, señor de La
Molina. Su hijo mayor, don García Pérez de Lara, seguía sin dar
señales de vida desde que fuera asignado al cargo de sus tropas
y las de su sobrino, don Fernando Núñez de Lara, allá en el
sitio de Alarcos, varias jornadas atrás. Habiendo quedado atrás
el complicado retorno con el rey hasta Toledo, más las duras
negociaciones con el Rey de León, era tiempo ahora de sentarse
a averiguar qué demonios había sucedido con su heredero y
primogénito. No levantaba campamento el Conde Manrique,
esperando la llegada de su hijo. Sin embargo, ahora tenía
oportunidad de pedir explicaciones al capitán de La Molina, el
noble Girón, quien se enfrentaba ya a la confesión que tanto
temía desde hace días. Acudió así, el noble Girón, a la tienda de
su señor, quien dio órdenes de retirarse a todo el mundo, con la
intención de hablar a solas con su capitán:
‒Es tiempo de aclaraciones, mi noble Girón—recita el Conde
Manrique, sentado en una suntuosa jamuga de piel—. Hace
días que no tengo noticias de mi hijo. El mensajero que dejé en
Guadalerzas me expuso que, de acuerdo con vuestra versión,
mi hijo abandonó el sitio con motivo de acudir a notificarme en
persona, y con urgencia, que don Diego López de Haro sabía de
la presencia de un Castro entre los almohades, lo cual sería
favorecedor de cara una tregua y negociación por la rendición
de Alarcos. ¿Es eso cierto?.
‒Así es, mi señor, de labios del mismo López de Haro.
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‒En ese caso, explicadme por qué aún no ha dado señales de
vida mi hijo.
‒Lo desconozco, pero puedo deciros que don López de Haro
me mostró el privilegio de La Molina, lo cual vi con mis propios
ojos, aludiendo este a su vez, que le había sido entregado en
prenda por vuestro propio hijo.
‒Mi hijo jamás, repito, ¡jamás, habría dejado en prenda su
anillo señorial a ningún bastardo Vascón como prueba de
nada!... ¡Mi hijo nunca habría abandonado a sus hombres,
saliendo como un cobarde por la puerta de atrás!. En cambio
vos estabais al cargo de su seguridad personal, ahora decidme:
¡¿do estabais, Girón, do estabais vos mientras mi hijo se
esfumaba y entregaba el privilegio de La Molina al cabrón de
López de Haro?!.
‒No he venido a pedir disculpas, mi señor, si no a asumir mi
culpa. Don López de Haro se empecinó en celebrar capítulo a
solas con vuestro hijo, a lo cual este accedió. Para cuando acudí
en su búsqueda, no pude recalar otra cosa que el testimonio del
mismo López de Haro.
El Conde Manrique, visiblemente irritado, contiene la
respiración, tal vez no sea momento de dirigir sus iras sobre su
capitán. Al fin y al cabo, fue el mismo quien dejó a su propio
hijo en el brete de defender el puesto de Lara en el sitio de
Alarcos, solo por figurar adecuadamente en los anales. En
cualquier caso, él era el señor y los señores no pagan por sus
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errores. Alguien sería el culpable, cualquiera menos él mismo.
De todos modos, no era tiempo de tomar represalias. Tal vez
Girón sepa algo más, algo que oculta. Finalmente, el Conde
Manrique resuelve lo siguiente:
‒Mi bravo capitán Girón, haceos cargo, ahora mismo soy un
padre que ha perdido a su hijo. Estoy desesperado, no quisiera
descargar el desatino de mi angustia sobre vos. Siempre habéis
sido el mejor oficial de La Molina, no hay motivo por el que
hayáis podido fallar. Resolveremos esta cuestión pronto.
Mientras tanto, haced lo posible por averiguar el paradero de
mi hijo.
‒Así será, mi señor—responde con vehemencia el noble Girón,
quien se niega a sí mismo la mayor, y es que el heredero del
Conde Manrique, no puede sino que estar muerto… muerto y
enterrado.
Se levanta la almofalla, más lentamente, aún llevará días. El que
se apresura es don Alfonso IX de León, tendrá prisa por
recomponerse para guerrear abiertamente con su primo
castellano. Pero eso no será en Toledo, demasiado arriesgado.
Tal vez, el leonés disponga de un plan más elaborado de lo que
cabía pensar. En medio del desastre no dejan de buscar
consuelo los allí reunidos. Cayendo la noche una amalgama de
supervivientes, de vividores y de desconsolados, se arraciman
para lisonjear a las putas y rendir honor al vino y al
aguardiente. Todos quieren olvidar y, a pesar de haber
retornado con los bolsillos más vacíos de lo que partieron,
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CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
exprimen los que pueden su soldada en disfrutar de algunas
veleidades antes de retornar a la tristeza de sus hogares.
En esas andaba el espigado Bertrand, Bertrand Caillou de
Aigues—Blanches, el siniestro francés. No bebía desde su
reconversión en Cuenca. Sabía que blasfemaba y abjuraba de
Dios cuando se embriagaba, motivo por el cual optó por una
vida de abstinencia. Se alejó del fornicio también, pues
consideraba la pulsión sexual como mezquina y sucia. Además,
en cierta ocasión, estuvo a punto de matar a alguna buena
mujer, pues en sus arrebatos de pasión, encontraba a menudo
que la forma de mantener su miembro eréctil, era
estrangulando a su acompañante. En aquella ocasión, de
milagro que él mismo se derramó antes de que la pobre dama
perdiera definitivamente el resuello. Mejor que no, sin lugar a
dudas, mejor mantenerse alejado de las mujeres y del alcohol.
Nada de lo cual era menoscabo para que el alargado francés se
divirtiera buscando alguna gresca o pelea con borrachos, tan
fácil de encontrar en esas ocasiones. Por tal motivo deambulaba
entre los puestos donde meretrices y meseros hacían su agosto,
teniendo ocasión de arrimarse a un ebrio grupo de vascones,
probablemente compañía del noble don López de Haro. Se
sentó allí, entre aquella panda de borrachos, esperando
escuchar alguna noticia interesante, bien algún motivo para
abrirle a algún abombado soldado la cabeza. La cuestión es que
la noche dio sus frutos, sin duda, cuando un alcoholizado
soldado empezó a contar la historia de un joven caído del cielo:
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‒Ahí estaba yo… ¡hic!, aguardando junto al valiente
Íñigo de Villafoz, al pie de la torre del homenaje… ¡hic!, cuando
cayó del cielo aquel mozo… llevaba el cuello rebanaaaado,
como un puerco… ¡hic!, mi capitán Íñigo me ordenó ayudarle a
deshacernos del cuerpo. ¡Que me aspen si no era el mismo hijo
del Conde Manrique, aquel mocoso creído y prepotente de
García Pérez de Lara!...
Siguió despotricando el borracho, entre otros tantos como el,
motivo por el que nadie daría cuentas de aquello a la mañana
siguiente. En medio de la juerga todos los hombres y mujeres,
ebrios por completo, proferían todo tipo de discursos y
chanzas, estando claro que todo tipo de estupideces e
inconsistencias se escapaban entre sus labios. Sin embargo, ahí
había un no tan ebrio Gascón, de aguda perspicacia e ideas
claras. Sabía que podría sacar partido del error cometido por el
noble Girón, al dejar ir a su señor, presto a ser asesinado por el
mismo Diego López de Haro. No obstante a lo cual, no
esperaba encontrarse con una evidencia tan contundente.
Reunidos ya todos en los brazos de Morfeo, el espigado
Bertrand atinó a recoger al inconsciente soldado, testigo ocular
del asesinato del don García Pérez de Lara, llevándoselo a
hombros hasta la orilla del río. Allí lo reanimó a cubos de agua
y sopapos bien medidos. El sobresaltado y aún ebrio soldado se
despertó con una espada enfilada en su pescuezo, al final de la
cual se hallaba el malencarado Gascón. Bertrand empezó el
interrogatorio, con crueldad y sin comedimientos. El pobre
soldado confesó la historia completa: cómo recogieron el
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cuerpo, cómo el noble Íñigo tomó la mano del muchacho en sus
últimos instantes y cerró sus ojos, cómo sepultaron el cadáver,
finalmente.
Bertrand tenía un testigo, poco fiable, aunque su versión era
muy verosímil. Primero pensó el gascón en llevar a aquel
borracho a rastras ante la presencia del mismo Conde
Manrique. Sin embargo, podría recelar del testimonio el
Manrique, quien no se tomaría a la ligera las intenciones de
Bertrand. Necesitaba poner en evidencia a Girón; si el Conde
Manrique veía comprometida la honestidad de su noble capitán
molinés, no necesitaría más argucias para beneficiarse de
aquello.
La gran ventaja de Bertrand sobre otros caballeros eran sus
motivaciones. En realidad no era la ambición, la codicia o el
sueño de una heredad fértil lo que le movía. Bertrand
disfrutaba, sin quererlo, con las desgracias de los demás. En
esta ocasión, había encontrado una pieza de gran valor que
sacrificar, en pos de su ego sádico e impenitente. Como no
pretendía suplantar al capitán de La Molina, al menos no era su
intención primera, decidió tomar la situación con calma y
explotar la información recibida. Antes que nada, se había de
deshacer del informador, pues era peligroso dejarle vivo, por
ahí, cantando a los cuatro vientos cómo sacó el volandas el
cadáver exangüe del heredero del Conde Manrique, de entre
los rescoldos de Alarcos. En consecuencia, el pobre soldado
amaneció ahogado en una azuda cercana a los pies del Torno
del Tajo.
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Bertrand se acercó temprano a la tienda del bravo Girón, a ver
si conseguía tirarle de la lengua, no hallándolo en ella. Sin más
cavilaciones, decidió husmear entre los enseres del capitán
molinés, aprovechando su ausencia. Cuál no fue su sorpresa, al
encontrar un trapo con la enseña de los Manrique, con una
notable mancha de sangre seca. El paño tenía un fino bordado,
con hilos de oro, no muy propio de un soldado, mas de un
hombre con posibilidades. En realidad, un rico paño como ese
era una seña de identidad propia de nobles señores. Bertrand
pensó que ahí podía tener la clave para terminar de enredar el
asunto. No tenía muy claro si aquel rico paño tenía que ver con
la historia, si hubiera pertenecido al fenecido don García Pérez
de Lerma, pero le merecería la pena apostar con el Conde
Manrique, portando esa enseña ensangrentada, junto a una
hipótesis, más que plausible, sobre el asesinato de su hijo.
Con las mismas se dirigió ahora en busca del Conde Manrique
en persona. A Bertrand no le gustaba perder el tiempo. Pidió
audiencia en la tienda del Conde, quien no aceptaba visitas en
aquel momento. Ante la negativa, decidió jugársela
definitivamente: sacó el rico paño con la mancha de sangre;
dirigiéndose a los guardias, les dijo:
‒Traigo esta prenda para el Conde Manrique, es importante
que le sea entregada.
‒¿A qué os
sorprendido.
referís?—pregunta
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uno
de
los
guardias,
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‒Mostrádsela y decidle al Conde que el portador aguarda
fuera…
Los guardias optaron por atender las razones del espigado
Bertrand. Sin duda, temían más a las represalias del gascón que
a la bronca de un Conde Manrique que no quería ser
molestado. Cuando le fue presentado el paño, la expresión del
Conde Manrique se cambió por completo. De inmediato hizo
entrar al expectante Bertrand. Para cuando entró el gascón en la
morada del Conde Manrique, halló a este con los ojos
enrojecidos y los restos de las lágrimas en las comisuras. El
temible Manrique, don Pedro Manrique, había estado llorando
desconsoladamente, sin duda, por la más que probable pérdida
de su hijo. Era el momento perfecto para Bertrand, para hundir,
más si cabe, el puñal en la herida del corazón del noble molinés:
‒Decidme de dónde habéis sacado esta enseña—apremió el
Manrique—, ¡hablad, inmediatamente!.
‒Antes que eso, debemos hablar de aquello que tanto os
preocupa—a Bertrand no le tiembla el pulso.
‒Os apremio, gabacho gascón, por no haceros sacar la
confesión a hierro quemado…
‒¿Qué opináis sobre la desaparición de vuestro hijo?—Bertrand
jugaba con fuego.
‒No es de vuestra incumbencia, ni os conviene saberlo.
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CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
‒Sin duda, este paño tiene algo que ver.
‒Si vos lo portáis, vos tenéis algo que ver. Si vos tenéis algo que
ver, os haré encadenar a mi montura por los pies y os llevaré
arrastrando hasta La Molina...
‒Los dos queremos saber lo sucedido. Mi señor, yo estaba allí
cuando nuestro capitán Girón solicitó ver al noble López de
Haro. Por poco no nos liamos a tajones unos y otros. La
cuestión, mi señor, es que mi capitán Girón optó a entrar en
audiencia con el mismo de Haro. A su retorno volvió
transformado, distraído, errático. Agarró a algunos hombres y
se fue a rastrear los alrededores de la fortaleza de Alarcos. No
sabíamos muy bien qué buscaba, pero llegó a confesar que
andaba tras vuestro hijo, don García Pérez—El Conde
Manrique mordía sus nudillos, en señal de desesperación.
‒No puede ser, no puede ser, no puede ser…—negaba con
vehemencia, desquiciado, el Manrique.
‒Debo deciros, mi señor, que un deslenguado soldado de las
huestes de López de Haro, ayer dio testimonio, si bien ebrio, de
una angustiosa noticia.
‒¡¿A qué os referís?!.—Manrique estaba a punto de enloquecer,
pero Bertrand quería dirigir la voluntad del Conde mientras le
fuera posible—. Después de todo, aún podía terminar
enganchado por una cuerda al arzón de su señor, arrastrado
por los pies.
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CONJURA DE INFIELES – Reino de Necios
‒Mi señor, me preocupa de veras. Pero no estoy aquí a verter
acusaciones infundadas, tan solo os cuento lo que he visto, lo
que he oído y lo que creo ha sucedido.
‒Hablad con franqueza, os lo pido, cuento con el servicio que
me prestáis—El Conde Manrique se rehízo ligeramente, para
intentar transmitir algo de cordura. Bertrand, por su parte,
viendo más entero al Conde, se decidió a exponer todos sus
argumentos.
‒Siguiendo con mi relato, como os exponía anteriormente, he
notado al capitán muy raro desde aquel día. Algo muy extraño
le ha sucedido, unido a la desaparición de vuestro hijo. Cierto
es que nadie más entre nosotros sabe de su paradero ni de su
suerte, os lo juro. Sin embargo, me daba la sensación de que el
capitán sabe algo más. Hoy he acudido a verle, tras el extraño
testimonio que anoche escuché de labios de aquel soldado de
las huestes de Haro. Al no hallar al capitán Girón en su sitio,
me atreví a investigar entre sus pertrechos, pensando, no sé, tal
vez, que podría encontrar alguna clave.
‒¡Ha sido ese cabrón de López de Haro, ha sido él…!
‒… no lo sé mi señor, el paño apareció entre las pertenencias de
mi capitán Girón. No sabría qué decir, por eso me urgía
consultaros. Pensé que reconoceríais el paño.
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‒El paño es la enseña de mi hijo, ¡fijaos bien, pues tiene sus
iniciales bordadas!.—En el paño, inadvertidas por el manchón
de sangre, estaban las iniciales de don García Pérez de Lara.
‒No sabría qué decir. La verdad, nadie ha visto a don Diego
López de Haro retirarse con vuestro hijo, salvo el propio Girón.
Nadie más.
‒¡¿Qué insinuáis, que he sido traicionado por mi propio
capitán?!...
‒Mi señor, lo que digo es que la tropa estaba nerviosa por
quedar en manos de don Diego López de Haro, me consta que
esto no agradaba a nadie, menos al capitán, que insistió en salir
del sitio, contraviniendo vuestras órdenes.
‒Eso no es cierto… ¡mentís!, conozco a Girón desde hace
mucho tiempo.
‒Como os estoy explicando, solo puedo hablar de lo que he
visto y oído. No de lo que presuma ni lo que pretenda hacer
creer. Ahora pensad un poco, vuestro hijo, siguiendo vuestras
indicaciones, era quien se oponía a la idea de que nadie
abandonara el sitio. En cambio, Girón hace mucho tiempo que
me habló de las legendarias cuitas entre los Castro y los Lara,
desde la batalla del Lobregal, hasta la de Huete. Girón tenía
muy claro que las huestes de Lara caeríamos en desgracia si
había un Castro decidiendo entre el enemigo. Sin embargo,
vuestro hijo, sin mácula, no cejó en ningún momento ni dio
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muestra de debilidad alguna, era su firme decisión atender
vuestras órdenes.
El Conde Manrique comenzaba a creer en la composición del
insidioso Bertrand. Las evidencias eran escasas. Por si fuera
poco, suponía poner en duda la honorabilidad del más valiente
capitán de La Molina. En cambio, dando por hecho la más que
probable ejecución de su hijo, motivo por el cual había
desaparecido, la hipótesis de un firme señor de La Molina
anteponiéndose al miedo en tan terrible posición, manteniendo
el pulso, uniendo a la tropa, mientras un traidor oficial se
deslizaba para quitarlo de en medio, a fin de poder huir, cuan
sabandija, de semejante encierro, seducía notablemente la
imaginación del Manrique. El Conde, dispuesto ya para
guardar duelo por la muerte de su hijo, quiso concluir la
conversación:
‒En ese caso, decidme, mi noble Bertrand. ¿Qué os confeso
aquel soldado ebrio de las huestes del de Haro?, el que habéis
citado anteriormente.
‒Bueno, mi señor, es delicado… aquel borracho afirmaba haber
reconocido el cadáver de vuestro hijo, con el pescuezo
rebanado—El corazón del Conde Manrique dio un vuelco.
‒¿Y luego encontráis esta enseña manchada de sangre entre las
pertenencias de mi capitán Girón?.
‒Así es, mi señor.
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‒Agradezco la nobleza y sinceridad de vuestras palabras. Me
reconforta saber que aún hay soldados dispuestos a servir, con
audacia, a su señor. Retiraos ahora Bertrand, desde hoy quedáis
directamente a mi servicio. Llegado el momento, os daré las
indicaciones oportunas. No perdáis de vista mientras tanto al
capitán Girón. Se ha marchado temprano con algunos hombres
a batir los montes cerca de Guadalerzas, en busca de mi
traicionado hijo. Yo, por mi parte, haré algunas averiguaciones.
Bertrand abandonó la tienda del Conde Manrique, quien había
apartado el pavor, la angustia y la pesadumbre de un padre que
creía perder a su hijo, desbancada por por la ira y la sed de
venganza de un afrentado señor de La Molina. Sin embargo,
décadas de fiel servicio del noble Girón no podían quedar
desmerecidas por el testimonio de aquel gabacho
desvergonzado. Así fue que el Conde Manrique optó por hacer
sus propias averiguaciones. Saliendo raudo hacia el
campamento de López de Haro, a escasa distancia del suyo.
Una vez allí solicitó audiencia, la cual le fue concedida de
inmediato, dada la relevancia del sujeto. A solas, hablaron
ahora don Diego López de Haro, alférez real, tenente de
Alarcos, Señor de La Bureba, Briviesca y Vizcaya, con don
Pedro Manrique de Lara, señor de La Molina y tenente de la
plaza de Toledo:
‒Mi noble Manrique—dice con ironía don López de Haro—,
me sorprende vuestra visita. Pensé que tras el desaire del Rey
de León, deshaciendo la campaña de contragolpe contra el
Miramamolín, retornarían las huestes de La Molina a su señorío.
JUAN M NAVARRO © 2016
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‒No seáis sarcástico conmigo de Haro, pues no estoy de humor
para chanzas.
‒¿Qué os trae a mis aposentos, entonces?.
‒Sabéis que busco a mi hijo, don García Pérez. No se le halla
desde que se vio a solas con vos en el sitio de Alarcos.
‒¿Quién afirma tal extremo?...
‒Lo afirma el señor de La Molina.
‒Bebed de mejores fuentes, pues yo no me he visto a solas con
vuestro hijo. El manejaba sus asuntos y yo, como tenente, los
míos—López de Haro intentaba borrar sus huellas, sin ser
consciente de que, indirectamente, se estaba beneficiando de la
ponzoña vertida por el espigado Bertrand. No hacía otra cosa
que reforzar la hipótesis del gabacho.
‒Os conmino, en vuestra condición de nobleza, a que juréis no
tener nada que ver con la muerte de mi hijo.
‒¿Muerte, quién ha hablado de muerte?—López de Haro
mentía sin pestañear—. Desde que levantamos el sitio de
Alarcos es cierto que no coincidí en ningún momento con
vuestro hijo, entre el tumulto de hombres, la negociación, en la
que perdí a doce notables de entre mis filas, incluido mi adalid,
la caravana de vuelta y toda la precipitación de los
acontecimientos. Es la primera noticia que tengo, de hecho:
¿acaso han hallado su cuerpo?.
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‒Juradlo por Dios, don Diego, nobleza obliga…
‒Vuestro tono es ofensivo, don Pedro.
‒¡Juradlo por Dios, de Haro!—Manrique vuelve a estar fuera de
sí.
‒Si lo deseáis resolveremos esta cuita con la espada y ante
testigos, de otra manera, dad por buena la palabra que os he
dado y buscad culpables en otro lugar.
El Manrique tuvo que admitir la realidad, sea lo que fuere, no
sacaría nada en claro de López de Haro. Se sentía tan
apesadumbrado, que ni si quiera valoró la opción de retar a su
oponente. Simplemente asintió, retirándose, derrotado por los
acontecimientos. Antes de salir de la tienda de López de Haro,
le dijo unas últimas palabras.
‒Vos sabéis algo, de Haro, lo sabéis… como sabíais lo del
traidor Castro.
‒Recordad, Manrique, que fue decisión vuestra, y solo vuestra,
dejar vuestro propio hijo a cargo de las huestes de Lara, en el
peor de los sitios. Asumid vuestra responsabilidad.
Manrique ya no olvidaría aquella afrenta de López de Haro.
Sabía que algo no encajaba bien en toda aquella historia. Sin
embargo, los hechos y los testimonios abocaban al castigo del
capitán de La Molina. El noble Girón habría de pagar por sus
pecados, fuera o no el responsable de la muerte del heredero
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del Conde Manrique, no dejaba de ser el responsable de su
seguridad. Alguien había de pagar por todo, por la mala
decisión del Manrique, dejando a su hijo atrás en el sitio de
Alarcos, por las mentiras de Bertrand, por la zafiedad y el
hermetismo de don Diego López de Haro, por la inexperiencia
y bisoñez del propio asesinado, don García Pérez de Lara; todos
tenían algo que reprochar a la nobleza auténtica del bravo
Girón, motivo por el cual, el capitán de La Molina pagaría un
precio muy caro.
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CAPÍTULO XIX. LAS MIL Y UNA NOCHES
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Transcurría ya más de un mes desde los tristes acontecimientos
de Alarcos y Calatrava; desde la violación sufrida por la pobre
Raquel, a manos del desquiciado monarca castellano. No
habían vuelto a tener noticias del rey en el hogar de los AlFakhar. El insigne Hayyim dedicaba incontables horas en salvar
a los heridos que aún permanecían en el nosocomio de Toledo.
La mayoría de los señores ya había retornado a sus tierras y
heredades. Las milicias concejiles, de los concejos, las villas y
los alfoces de toda Castilla, mucho antes.
Era tiempo de llantos y lamentaciones, por lo perdido hasta
entonces y por lo que se perderían en el futuro. Las noticias que
llegaban eran de razzias de almohades por doquier al sur del
Tajo, llevando la destrucción hasta Yébenes, que fue arrasado,
siendo hechos prisioneros muchos de sus pobladores,
Guadalerzas, el breve refugio del Rey de Castilla, retornaba a
manos de almohades. Todos los bastiones de la Orden de
Calatrava alrededor de la cibdad vieja caían. Tan solo aguantaría
la fortaleza de Consuegra, en manos de los Hospitalarios de San
Juan. El Castillo de la Muela era un bastión casi infranqueable
en el que el gloriosa califa Yusuf II no centraría sus
preocupaciones, teniendo tanto terreno llano que arrasar.
Refugiados en Toledo, los dos jóvenes amantes apenas
conseguían apurar unas gotas de cariño y dedicación mutuos.
La actitud errática e irascible de Raquel, comenzaba a pasar
factura a su relación. Por el momento no se podía hablar de
boda en casa de los Al-Fakhar , lo que desasosegó a todo el
mundo. Incluso la abuela Shula había acogido la idea con
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regocijo cuando su hijo Hayyim se la expuso. La familia se
sentía inquieta por el chancro que devoraba el alma de su niña
más querida. Al principio, Fernán achacó la manera de actuar
de Raquel a las nada extrañas extravagancias de las mujeres, en
las que tanto le había insistido el ilustre Ordóñez, de manera
piadosa, diciéndole: ‹‹…mi querido Fernán, Dios creó a las
mujeres para hacer esclavos de los hombres primero, y
volverles locos después…››. De hecho, el mismo Triguero
ahondaba en aquella hipótesis, cuando explicaba a Fernán que:
‹‹…están todas como putas cabras…››. Por desgracia, el tiempo
pasaba y la situación no mejoraba, antes bien, iba a peor. La
pobre Raquel se aislaba en sí misma. No hablaba casi, borró su
habitual sonrisa por completo. Fernán se empezó a preocupar
de verás, mas no daba con la llave para abrir el baúl de las
congojas de Raquel. En algunas ocasiones, la muchacha se
echaba en brazos de un desconcertado Fernán, gimiendo y
explicándole lo mucho que sentía lo que estaba pasando, que
todo era culpa de ella misma.
Para no terminar de perder la cordura dispusieron que la pareja
asistiera a su formación en la escuela de traductores. Allí
acudían todos los días, caminando juntos, sin apenas cruzar
palabra, como extraños. Dos extraños que no podían vivir el
uno sin el otro. La pobre Raquel, por su parte, tenía pavor a la
idea de que Fernán terminase irritándose con la situación,
decidiendo abandonarla. Sin embargo, se sentía bloqueada,
incapaz de pedir ayuda, avergonzada, humillada, sucia, en
definitiva, por lo que le había pasado.
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Las horas que invertían en la escuela de traducción les servían a
los dos para olvidarse de sus problemas, se imbuían en sus
estudios y trabajos prácticos. Trabajaban en atriles
independientes, ricamente dotados con las generosas
donaciones del Nasí, algunos usureros del Alacava y el mismo
rey castellano. De vez en cuando, Raquel deslizaba su mano con
delicadeza sobre la pierna de Fernán, quien solía permanecer
abstraído en sus lecturas y traducciones. Cuando sentía la mano
de Raquel, levantaba la cabeza y sonreía a su moza,
abiertamente, lanzándole algún beso o una caricia. Pronto, la
muchacha guardaba la mano y volvía a enfrascarse en sus
asuntos. A partir de ahí, hasta el final del día, no habría más
gestos entre los amantes.
Estas cuestiones y muchas otras eran observadas y vigiladas
por Luján Alpolichén, el flemático canónigo del cabildo
toledano, que había infiltrado el Arcediano Eleucadio entre las
paredes de la escuela. Siempre tenía los oídos atentos y los ojos
bien abiertos. Supervisaba lo que se escribía, lo que se traducía,
quienes estaban al frente, quiénes aportaban caudales.
Tampoco perdía de vista los trasiegos de los judíos que
comerciaban o que llevaban sus negocios por allí cerca. Todo el
mundo sabía que era un espía del cabildo, un solplón, pero no
podían hacer nada por remediarlo. El espía Luján se había
tomado su papel muy enserio, era un fiel servidor del
Arcediano Eleucadio, más que del Deán, del Maestrescuela o el
Sacristán. Bien está decir que, como en tantas ocasiones, los
encantos y la belleza de Raquel también sirvieron para caldear
el frío corazón del espía Luján, quien sentía unos incipientes
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deseos de lujuria con aquella muchacha. De alguna manera
había despertado una cierta inquietud no seglar en su interior,
tan dedicada en los tiempos pretéritos al servicio de la orden y
en atención de la devoción y las sagradas escrituras. Sin duda,
el efecto balsámico de los hermosos ojos y del escote desbocado
de Raquel, repoblaban el desierto de emociones que albergaba
Luján en sus adentros, haciendo correr algo de hombría por sus
venas, que parcamente calentaban su marmóreo ser.
Fernán, por su parte, se sentía descorazonado. Se sentía incapaz
de llegar a rincón donde guardaba sus recelos su querida
Raquel. Se veía abocado a una felicidad que solo se mostraba
levemente, en ocasiones, tan corto como el amanecer, tan
infecundo como lo es el anochecer ocaso. Los visos del amor
con la judía de sus desvelos le circundaban ya el cuello y
estrangulaban la fe que alguna vez puso en el futuro. Y es que
para Fernán, no había futuro si no era con Raquel.
La cuestión era que el mozo no iba a permanecer impertrérrito
ante esta nueva paradoja en la conducta de Raquel. Largos años
estuvo jugando a un noviazgo revestido de complicidad a las
faldas de la familia Al-Fakhar . Raquel le había pedido que no
la abandonara nunca, eso es algo que Fernán estaba decidido a
afrontar. Hace tiempo que la hermosura de la muchacha era
una circunstancia pasajera. Fernán amaba la amabilidad de
aquella joven que le rescató casi bajo el arquillo del Alacava,
amante de las prosas de los clásicos, eficaz traductora,
cuidadosa y dedicada; Fernán adoraba la manera en que
cuidaba y jugaba con sus primos, como mesaba los cabellos de
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su abuela Shula, o la manera en que reprochaba a su padre
cuando se comportaba como un morueco. Hasta el propio
comendador, el ilustre Ordóñez, sentía una reverente devoción
y respeto por las formas y la dignidad de aquella moza, a quien
no negaba jamás el más cortés de los saludos, si quiera la más
ancha de las sonrisas. Para Fernán, luchar por mantener el
único tesoro que había conocido en vida, era una cuestión de fe.
Un día, al salir de la escuela de traductores, mediado el día,
Fernán decidió sorprender a Raquel, proponiéndoles un paseo
en barca. Había apalabrado con un aparcero amigo de Triguero
la cesión de una de sus embarcaciones. A regañadientes, la
muchacha aceptó, al fin y al cabo, también necesitaba alejarse
un poco de sus rutinas diarias y de aquella ciudad de adarves
aprisionados. Fernán llevaba algo de comida preparada, pues
era su intención echar la tarde. El Tajo remansaba sus aguas en
aquella época del año, por lo que cruzaron tranquilamente de
una orilla a otra. Allí improvisaron su acampada entre unas
rocas y una chopera, resguardados de la canícula de Agosto:
‒Fernán, no debiéramos andar tan descuidados a este lado del
Tajo—Raquel se mostraba inquieta.
‒Tranquila, parece ser que los moros se retiran a Sevilla, ya han
recuperado botín de sobra—afirmaba, con seguridad, Fernán,
mientras se acomodaba en una pequeña braña a la sombra de
los chopos.
‒Pero volverán, ¿verdad?
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‒No hemos venido aquí a hablar de eso.
‒¿Y de qué hemos venido a hablar?, ¡yo no quiero hablar de
nada!.—Tal y como era ya habitual en Raquel, se enrocaba
rápidamente, si es que intuía que la conminaban a exhibir sus
preocupaciones.
‒He venido a comer contigo algo a solas, alejados de la ciudad.
No pretendo hablar de nada, no tenemos planes ni diligencias,
¿no es así?.
‒Supongo que no…
‒Siéntate aquí, a mi vera, siéntate Raquel—Fernán acomodó un
mullido pellejo de cabra mientras se dirigía a Raquel.
‒¿Qué sucede Fernán?.—Raquel no podía evitar sufrir un
estado constante de tensión desde el incidente. La incomodaba,
incluso, estar allí a solas con Fernán.
‒Solo quiero que te relajes un poco, nada más.
‒¡No vamos a folgar Fernán, no pienso…!
Fernán acarició la cara de Raquel con delicadeza y candor, el
suficiente, al menos, para que la muchacha depusiera su actitud
reprobatoria:
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‒¿Alguna vez observas el cielo, los girones de nubes?—
pregunta distraídamente el Fernán—. Puede parecer una
estupidez, pero dibujan formas, cosa de brujería.
‒Solía hacerlo…—Raquel juguetea con una florecilla de
espliego, algo más calmada.
‒¿Solías?...
‒Bueno, a veces cuando bajo al río a por agua, me entretengo
un rato, observando el cielo azul. Me gusta recostarme sobre la
hierba e inhalar el aire cargado de la ribera.
‒Nunca me lo habías contado.
‒No te lo cuento todo, ¡tonto!... algunas cosas nos las
guardamos, quiero decir, las mujeres.
‒Yo lo hacía mucho, también, en el torreón de la Aceca. Sin
embargo, cuando iba al río, ¡uhm!, había unas lavanderas que
se arrebujaban las camisas por debajo de los hombros y…
bueno, algunas cosas nos las guardamos, ya sabes, los
hombres…—Raquel reía ahora, a las bromas de Fernán.
‒No te veo espiando a lavanderas, ¡joven caballero Fernán!.
‒No eran simples lavanderas, en realidad, eran musas, más
bien.
‒Tú no eres un artista, eres un resabiado, que no es lo mismo.
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‒¿Osáis poner en duda mi talento, noble Raquel Al-Fakhar ?.
‒No os entreguéis ahora a la arrogancia y la egolatría, caballero
Fernán García, pues nunca ha estado entre vuestros defectos.—
Los dos amantes bromeaban de manera distendida.
‒Comamos algo Raquel, tengo apetito y me muero por probar
las tortas de la abuela Shula.
La pareja comió confortablemente a la sombra de los chopos y
los alisos, que se mecían con una leve brisa levantina, del
mismo viento abrasador que batía en esas fechas las mieses y
los cigarrales en las planicies del sur del Tajo. A la vera del río
se estaba relativamente fresco. La hierbaluisa y el tomillo que
había entre los enseres espantaban algo a las moscas y otros
insectos, que parecían abstenerse de estropear el momento.
Raquel disfrutó de la comida con gusto, hacía tiempo que no le
sentaba tan bien probar bocado, lo que agradó a Fernán
sobremanera. Al menos, tenían unos instantes de paz y
tranquilidad, después de todo. Después del almuerzo
remojaron los pies, juguetearon, salpicándose agua hasta casi
quedar empapados; finalmente, se tumbaron, extenuados, a
echar una siesta. Raquel durmió plácidamente al menos una
hora. Al despertar vio a Fernán a su lado, quien observaba
fijamente al cielo, mientras la abrigaba con su brazo. Con el otro
libre, agasajaba con delicadeza el brazo de Raquel, con trémulas
caricias. Sin girar la mirada, Fernán habló, pues había notado
despierta a Raquel:
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‒¿Conoces los cuentos de Hazr Afasán?—pregunta Fernán,
distraídamente.
‒Tu árabe es un poco limitado—responde Raquel entre
bostezos—, aunque pareces querer decir “los mil cuentos”.
Nunca había oído hablar de ellos.
‒Hay un raro manuscrito en el Alacava, redactado en árabe,
llamado así: “Las mil y una noches”. Me lo enseñó tu padre,
hace algún tiempo, está lleno de magia, de aventuras y
emociones; de amores, lujuria, pasión, sexo... No es un libro
nada habitual.
‒Sin duda, entiendo porque mi padre lo ha escondido a mis
ojos… ¡nunca cambiará!.
‒Cuenta que un joven rey, llamado Schariar, es víctima de un
terrible desengaño amoroso. Mas el rey decide huir, alejarse de
todo, por mor del desengaño sufrido; durante su huida y, fruto
de sus experiencias, llega a la conclusión de que las mujeres son
ladinas y falaces. En el colmo de sus fabulaciones, regresa a su
reino y, muy expedito, ordena ejecutar a la sultana, su esposa.
Más aún, la congoja que sufre es tal, que él mismo cercena la
cabeza de todas las mujeres de la corte…
‒¡Pero eso es terrible, Fernán!—Raquel se espabilaba de golpe.
‒Bueno, es un cuento antiguo, nada más; ahora déjame
continuar: el rey, desalmado, ordena a su visir que le sirva a
una virgen cada día, sacándola de donde sea menester, la cual,
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a la mañana siguiente, ha de ser igualmente ejecutada,
seccionando su cabeza.
‒Basta Fernán, es una locura…
‒…el rey, sea como fuere, estaba determinado a no ser
engañado por mujer alguna en su vida. Sin embargo, la hija del
propio visir, concibe un plan para frenar la absurda matanza…
‒Menos mal, un poco de cordura: ¿y en qué consiste?.
‒La hija del visir, de nombre Sheherezade, se entrega al
trastornado rey Schariar, a fin de poner en práctica el plan
trazado. La princesa Sheherezade le cuenta un cuento por la
noche, el rey atiende con interés la historia y al llegar la
mañana…
‒¿Qué, qué sucede en la mañana?.
‒Pues la princesa Sheherezade simplemente deja la historia
inconclusa, prometiendo al rey contar el desenlace al anochecer
siguiente. El rey, fascinado por la historia, no ejecuta a la
princesa esa mañana, esperando a la resolución del cuento en la
noche.
‒Pero, cuándo ella cuente el final de la historia, el rey la
ejecutará.
‒Ahí está la clave. La princesa irá encadenando cuentos, de
modo que cada uno, queda enmarcado dentro del anterior,
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cada historia, lejos de resolverse, abre otra nueva, lo que
permite a la princesa postergar su ejecución durante mil noches
más.
‒¿Y después de las mil noches, qué sucederá?.
‒¿Quieres que te lo cuente?.
‒¡Claro que sí Fernán!.
‒Te lo contaré mañana.
‒¡Tramposo, y así harás como en la historia de la princesa
Sheherezade!
‒Lo haré así una y mil noches, aún cien mil, Raquel, hasta que
tú no tengas miedo de contar tu propia historia, de hablar de
tus temores, de tus pesares, de tus mayores congojas.
‒Fernán, no puedes pedirme eso…
‒No te pido nada, Raquel. Esto es solo un cuento, ¿no lo
entiendes?. Pero tengo muchos más aquí dentro—Tomando la
mano de Raquel, Fernán se la llevó al pecho. En cada golpe, en
cada latido, los recitaré por ti, Raquel, aguardando al día
siguiente, dejándolo abierto cada mañana, pues siempre estará
esperando a recibirte.
‒Fernán…
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‒No digas nada, pues lo he dicho yo todo. Sé que algo te
preocupa, te amordaza y te apesadumbra. Mas no pretendo
arrancarlo de ti, no he de salvarte, pues no soy dueño de tu
alma ni amo de tu conciencia; Raquel, seré el ayo de tus sueños
y el guardián de tus alegrías, y tan solo pretendo que sepas que
estaré donde me necesites, y cuando estés preparada, podremos
concluir este cuento, y serán nuestras mil y una noches.
Raquel se abrazó a Fernán, se abrazó con fuerza, pues sabía que
él siempre estaría allí, por ella. Sabía que Fernán podría
perdonar y comprender lo que le había sucedido, prescindir de
su mancilla, de la virtud que, según sentía, le había sido
arrebatada. Eran tiempos en los que el recato y la sobriedad de
una mujer eran demasiado valorados, como para ser víctima de
una violación. Sin embargo, después de todo, ¿qué importaba
aquello?. Raquel pensó que todo se olvidaría, fue un incidente,
uno de tantos que sucedían en aquellas tierras de locos. Estaban
en guerra, y en guerra la gente comete locuras, atrocidades.
Pero también puede olvidar, pasado un tiempo. Raquel estaba
decidida a olvidar, a dejar todo aquello atrás. De repente se
sintió excitada, irrefrenablemente, tal vez, irracionalmente.
Comenzó a besar el cuello de Fernán. El joven caballero,
sorprendido, preguntó a Raquel si estaba segura, a lo que
Raquel respondió que deseaba sentirle dentro de nuevo.
Fernán, sorprendido por el cambiante humor de Raquel, no
necesitó muchos más visos para acceder, con presteza, a
complacer a su pareja. Desbocados, en breves instantes se
hallaron los copulando, ella a horcajas de él, como sucedió
semanas atrás. Raquel estaba desatada, evisceraba los gemidos,
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sobreactuaba en deseo, quería dejar atrás Guadalerzas, sus
fantasmas interiores. Cerró los ojos, pensando entregarse a
aquel en quien confiaba, aquel que mejor la hacía sentir. Al
cabo de unos instantes, fue la expresión fantasmagórica de don
Alfonso de Castilla, a la luz de unas leves candelas, lo que
cruzó su mente, fueron sus empellones los que sintió entre las
piernas, fue la pesadilla de aquella minúscula celda de
Guadalerzas lo que evocó, en lugar del frescor de un revolcón
con su amado Fernán, a escondidas de Toledo.
Se incorporó de golpe Raquel, sollozando casi, le faltó el aire
incluso, tal que se negaba a penetrar en sus pulmones. Fernán
se recompuso para intentar calmarla, ella le empujó, alejándolo
de sí, se arrojó al agua y, entre arcadas, empezó a vomitar.
Algo más calmados, posteriormente, retornaban a Toledo, sin
cruzar palabra alguna. De regreso al hogar de los Al-Fakhar, ya
anocheciendo, aguardaba Fernán en el balcón de la casa,
mirando al cielo, melancólico y preocupado. Raquel salió a su
encuentro, tomándole de la mano, apoyada en la barandilla,
como en otras ocasiones. Acudió más tranquila ahora al lugar
de Fernán:
‒Perdóname Fernán, necesito tiempo—dijo Raquel, cabizbaja.
‒Vamos abajo Raquel, te contaré una historia—Fernán tomó
suavemente de la barbilla a Raquel, hasta que ella levantó la
mirada—, mas hoy no te habré de contar el final de ese cuento.
‒Cierto, ¡hoy no me contarás el final del cuento!.
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Pasaron algunas semanas más, entrando ya casi al mes de
Octubre. La pareja se reconciliaba poco a poco, Raquel dejaba
atrás los malos sueños y la confianza que le daba Fernán
incentivaba su rehabilitación espitirual. Compartían charlas
durante largos paseos, debatiendo, comentando, riendo. Fernán
escribía breves poemas en legajos que pasaba a escondidas a
Raquel; era como un juego entre los dos; en ocasiones, durante
la comida, Fernán se los ofrecía con un guiño y ella los tomaba
por debajo de la mesa, los leía y sonreía. Hayyim celebraba con
júbilo ver como la sonrisa y el desprendimiento retornaban a la
vida de su hija Raquel y, con ella, volvía la luz al hogar de los
Al-Fakhar . Después de todo, bien pudieran los dos jóvenes
amantes tener su propia versión de “Las mil y una noches”.
Recién entrado el mes de Octubre, volvía la pareja de la escuela
de traducción, cuando, al pasar el arquillo, encontraron a cinco
fornidos freires calatravos aguardando en la cuesta del Ángel.
Esto disparó las sospechas de Fernán quien, sin embargo, no
atinaba a reconocer a ninguno de aquellos caballeros como
miembros de la comendadura de la Aceca. Algo sucedía, sin
duda, raro era ver por allí a los calatravos, salvo por sus tratos
con el Almojarife. Parecían más una escolta que una columna.
Se podía intuir que alguien de la orden había acudido a la
judería, alguien importante. Al llegar a casa de los Al-Fakhar ,
salió a recibirles Hayyim:
‒Fernán, acompáñame, por favor, tienes una visita.
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Sin más dilación, acudieron al castillo de la judería. El castillo
no era sino que una albacara dentro de la ciudad, un segundo
muro de contención, aún más guarecido que los adarves
toledanos. De paso, el recinto era el centro de armas de la
aljama, administrado por el consejo de ancianos, delegado en el
denominado capitán de la judería. El capitán de la judería no
manejaba tropas regulares ni caballería, pero sí un contingente
de sefardíes al que daba adiestramiento y marcialidad. Todo
ello por si, eventualmente, la judería había de defenderse a sí
misma o a la propia ciudad. Naturalmente, el capitán de la
judería tenía una estrecha relación y colaboración con Triguero
el cuadrillero.
Entraron en el recinto amurallado, que albergaba en su interior
un chamizo con caballos, más una casa de dos plantas.
Penetraron en ella y, cuál no fue la sorpresa de Fernán al
encontrarse al mismísimo maestre de la orden: don Nuño Pérez
de Quiñones. Fue amablemente invitado a sentarse, junto al
Nasí de Toledo, Yosef ben Solomón, haciendo de auspiciador en
este extraño encuentro. Había otro freire calatravo, que
permanecía en pie observando la escena, con semblante serio:
‒Buenas tardes, Fernán—saludó maese Nuño.
‒Mi señor, maese Nuño—respondió Fernán.
‒Lamento lo peculiar de nuestro encuentro, pero hay nuevas
sobre la orden; tristes nuevas. Veréis, Fernán, Días atrás solicité
el concurso de nuestro amado rey, don Alfonso, tras la pérdida
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de la sede conventual de la orden, en añadido a la notable
merma de efectivos que hemos sufrido tras la campaña de este
verano.
‒¿Y cuál fue el resultado?.
‒Bueno, expuse al rey la enorme pérdida de la orden,
incluyendo las fortalezas de Salvatierra, Caracuel, Benavente,
Miraflores, La Ciruela, Malagón y Guadalherzas. Don Alfonso
lamenta gravemente el enorme quebranto producido en la
orden, estando en su mayor empeño el ayudarnos a repoblar y
sustentar los remanentes que tenemos en Castilla. El golpe ha
sido casi letal, mas podemos rehacernos.
‒Podremos cursar un prestamo en favor de la orden—prosigue
el Nasí—, a fin de colaborar en la repoblación y puesta en
marcha de las nuevas tenencias y heredades que tenga a bien
dar nuestro amado rey.
‒¿Los judíos de Toledo van a financiar a los calatravos?—
preguntaba, incrédulo, Fernán.
‒Así es, no es de extrañar—repuso el Nasí—, pues el cabildo
catedralicio se amontona en derredor de Toledo; no debemos
permitir que se expandan tanto como para poner sitio al
Alacava.
‒Naturalmente Fernán, esto que comentamos no puede salir de
aquí—responde maese Nuño.
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‒Lo sé, maese Nuño, mas, por qué ponéis esto en mi
conocimiento. ¿Qué puedo aportar yo?.
‒El rey me ha garantizado personalmente la tenencia de Ronda,
perteneciente a los freires truillenses. Los de Trujillo han sido
arrasados, ya solo queda un escaso número de efectivos
abaluartados Albalate, Cabañas y Santa Cruz, todos ellos cerca
del ámbito de León. Por lo tanto, nuestro amado rey resuelve
entregarnos la villa de Ronda y sus heredades. Así mismo,
procede a entregarnos la villa y castillo de Ciruelos, que, por su
ubicación, podría ser la nueva sede conventual.
‒Si se me permite el comentario—respondió el Nasí—, no
comprendo el empecinamiento de los calatravos en ahondar en
las llanuras al sur del Tajo, instalando allí vuestra sede
conventual. Allí está más expuesta a los embates del moro.
Notad que los santiaguistas la tienen en Uclés, en un lugar más
resguardado, sin duda. Los hospitalarios, por su parte, se
encierran en la inexpugnable fortaleza de la Muela, en
Consuegra, de donde nadie les ha movido durante largo
tiempo.
‒Mi querido Yosef—proseguía maese Nuño—, la vocación de
la sede es la defensa de la cristiandad ante el infiel. Si el moro
da un paso adelante, nosotros no lo debemos dar atrás. Va
contra nuestros principios. No temáis, pues vuestros caudales
han de ser bien retornados. Hace mucho tiempo que el moro
abandonó los territorios al sur de Toledo y de Cuenca. Ahora
penetra embistiendo con sus razzias y nosotros con nuestras
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algaradas. Los castillos diseminados por los campos de
Calatrava han de retornar, tarde o temprano, a la orden.
‒Eso llevará su tiempo, maese Nuño—aseveró Fernán, que no
dudaba en participar del debate.
‒Ahí es donde entráis vos, mi querido Fernán. No cabe duda
que instalar la nueva sede conventual en Ciruelos es una tarea
ardua y arriesgada, mas factible. No en vano, nos hemos
reagrupado entre Zorita y Ocaña. El aquí presente, frey Martín
Martínez, está llamado a ser designado mi sucesor—Maese
Nuño señalaba al otro freire que aguardaba, de pie, junto al
maestre de la orden—. A no mucho tardar estaremos en
condiciones de rearmarnos y contratacar con una notable
algarada, en pos de recuperar posiciones.
‒¡Pero eso es suicida, no ahora!—cuestiona Fernán.
‒Os recuerdo, Fernán, que está en los preceptos de la orden. No
ha de quedar ningún freire en pie, si es por mor de ceder
terreno al agareno.
‒¿Y yo, en qué os puedo ayudar, en ese caso?.
‒Mirad Fernán, es difícil de exponer pero, en resumen: hay un
cisma en la orden.
‒¿Cómo es posible?.
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‒La orden ha sido muy bien dotada en el reino vecino por parte
del rey Alfonso II de Aragón, fijando la sede de una gran
comendadura en Alcañiz, frisando con el señorío de La Molina.
‒¿La Molina del tal Conde Manrique?—preguntó a estas
razones el Nasí.
‒Cierto es, son ambas tierras duras, mas feudos inestimables
contra los almohades.
‒Hace unas semanas acudí a capítulo con el comendador de
Alcañiz, Frey don Garcí López de Moventa, celebrado en
nuestra fortaleza de Zorita de los Canes. El aragonés lamentó
grandemente la pérdida de la orden, las almas de los freires
asesinados y su disposición para apoyarnos en lo que fuera
necesario. Palabras amables para endulzar los oídos, respecto al
asunto que realmente deseaba transmitir.
‒No eran buenas noticias, obviamente—remataba Fernán.
‒En absoluto, resulta que el tropel aragonés de la orden, pese a
acudir a la batalla, no llegó a tiempo a las puertas de Alarcos, lo
cual, a la postre les ha hecho afortunados, teniendo en cuenta el
postrero desenlace. Recibidas las noticias de la práctica
aniquilación de los calatravos castellanos y de sus tenencias,
retornaron con tristeza a su sede para, una vez allí, celebrar
capítulo y erigirse en sede conventual para Aragón.
‒¿Cómo es posible?.
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‒No solo eso, en una primera valoración, se determinó que mi
persona incluso debiera haber caído en combate, motivo por el
cual se dio por hecho que la orden quedaba descabezada. Cuál
no fue mi sorpresa cuando Frey don Garcí López de Moventa se
presentó ante mí como el Magister in pectore de la orden.
‒El comendador de Alcañiz, por su cuenta y riesgo os ha
suplantado… ¿dándoos por muerto en Alarcos?.
‒Así es, no hicieron falta más consultas.
‒Ahora bien, maese Nuño—el Nasí expone sus argumentos—,
resuelto el entuerto, no hay más discusión, el Maestre de la
Orden, vos mismo, sigue en pie y al mando.
‒Tal vez no sea tan fácil como pensamos; me temo que hay algo
más que devoción en la figura de Frey don Garcí López. No
reconoce mi autoridad sobre sus milites, considera mutilados
mis recursos y asume el liderazgo de los restos a cuenta y
riesgo.
‒¿Entonces, qué hay que hacer ahora, maese Nuño?— Fernán
impelía soluciones del calatravo.
‒Se ha de celebrar capítulo en Alcañiz, he de ser escuchado y
presentados mis argumentos. En concilio se ha de decidir, entre
delegados de ambas partes, qué liderazgo es el que ha de
sobrevenir y en base a qué. Para mí, no admite discusión, mas
hemos entrado en las cenagosas aguas del poder y la ambición;
temo que solo podemos hacer que arredrar al afanoso Frey don
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Garcí López para que desista de sus pretensiones sin
fundamento. Ahí es donde entráis vos, Fernán.
‒¿Yo?.—El joven caballero Fernán se sorprendía por la
afirmación del mismísimo maestre de la Orden.
‒Cierto, bien sabido es de todos la soltura que tienes con las
letras, la memoria que tienes para los códices y, tras el
espectáculo de meses atrás, en la plaza del Zocodover, tu
capacidad argumentativa. Los principales comendadores y
figuras de la orden han de acudir al concilio que se ha de
celebrar en Alcañiz. Vos, Fernán, podéis ser un valioso
consejero y asesor, pese a vuestra mocedad. No deseo poneros
en el brete de semejante cuestión, tan solo os pido acudir con
nos en calidad de consejero. Me consta que largo tiempo habéis
empleado en leer y ordenar todos los legajos y cartularios de la
comendadura de la Aceca. Habéis de atesorar un cierto
conocimiento de la regla que nos une y los fundamentos de la
orden. Quisiera contar con esos conocimientos y soltura de
ideas para mí mismo.
‒Por su puesto, maese Nuño, contad con ello.
‒No, Fernán, no afirméis tan rápido. Estoy aquí en persona, por
que no era mi intención poner en compromiso a don García
Ordóñez, comendador de la Aceca, por quien los dos sentimos
gran predilección. Vuestro padre adoptivo no desea apartaros
de nuevo de aquello que tanto amáis que, según tengo
entendido, se halla entre estos muros de la judería.
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Fernán agachó la cabeza, meditabundo. Mas hace tiempo
aceptó ser ordenado caballero. Ahora sus obligaciones primeras
eran con la cristiandad de Castilla, con sus vasallos.
Resueltamente respondió:
‒No dudéis, mases Nuño, contar con mi ayuda. La orden me ha
dado todo, es hora de que yo le dé algo a ella. Yo mismo lo
expondré al comendador.
‒Querido Fernán, no cabe duda de que ambos, el comendador
Ordóñez y vos, os tenéis en alta estima. Todo un ejemplo para
la orden.—El maestre Nuño se incorpora de su asiento,
disponiéndose a cerrar la reuniónYo parto ahora de Toledo,
habrás de acudir a la comendadura dentro de tres días. Luego
nos veremos todos en la casa del Conde Manrique, en La
Molina, pues dispone agasajarnos antes de acudir a Alcañiz.
Allí meditaremos la estrategia a seguir.
Tomando sus pertenencias, el maestre Nuño se dispuso a
atravesar el umbral de la puerta. Antes de cruzarlo, secundado
por el otro caballero calatravo, que había aguardado
manteniendo silencio, se volvió para hacer una puntualización
a Fernán:
‒Ah, querido Fernán, una última cuestión… procuraos una
buena pelliza o una aljuba, son tierras agrestes y frías. Ahora,
hasta pronto.
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El caballero Fernán y el insigne Hayyim retornaron a casa
cabizbajos, nuevamente los designios del destino se interponían
en su camino. La tan añorada tranquilidad, el sosiego que
pedían para construir sus vidas y sus familias, se deshojaba de
manera cíclica, ante los envites de la belicosidad de los señores
que domeñaban el reino. Sea como fuere, se había de solventar
los problemas de la orden y colaborar en lo necesario para
recuperar, asegurar y fortalecer las fronteras. Nadie podía
abstraerse de aquella realidad, máxime, siendo un caballero
armado como lo era Fernán. El ilustre Ordóñez, a su vez, quería
también proteger al joven caballero y preservar, en lo posible,
las opciones a una vida feliz por parte del buen Fernán. Sin
embargo, era el caballero Fernán ya un hombre adulto, con
todas las de la ley y no había más que ir tomando sus
decisiones y andando su propio camino.
Naturalmente, Raquel acogió con inquietud la nueva leva
asumida por Fernán, mas la comprendía. Se alegraba, por otra
parte, de que no fuera esta una misión de combate. La partida
del
joven
caballero Fernán hizo precipitarse los
acontecimientos. La joven Raquel se había estado meciendo en
la paciencia y las buenas palabras de Fernán y ya estaba, por
qué no, preparada para asumir sus tormentos, para dejarlos
atrás, uniéndose a Fernán, en sagrado matrimonio. Y así fue
que concertaron los desposorios para cuando retornara Fernán,
probablemente, en diciembre.
Llegó al tercer día Fernán a la comendadura de la Aceca. Salió a
recibirle Alejo junto a la pequeña Sarah, la niña rescatada de los
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muros de la cibdad vieja de Calatrava. Los dos se habían hecho
inseparables, la niña veía en Alejo una especie de hermano
mayor que la cuidaba y protegía de todo mal. Fue este el
encargo que le dejó el propio Fernán asignado a su inseparable
Alejo. El comendador decidió que se quedaran en la
comendadura durante un tiempo, hasta que Fernán solventara
sus problemas sentimentales con Raquel. El pobre Alejo no
tenía la sutileza entre sus cualidades, por lo que se inmiscuía
torpemente con frecuencia en las cosas de la pareja. El propio
comendador se hizo también cargo de la educación de Sarah
pues, de alguna manera, le recordaba a su querido Fernán.
Afortunadamente, todo parecía irse alineando en la dirección
adecuada. Para cuando se juntaron con el ilustre Ordóñez
ambos, maestro y pupilo, se fundieron en un largo y cálido
abrazo:
‒Mi querido Fernán, qué gusto tenerte aquí de nuevo. Me
informó maese Nuño de tu incorporación a esta misión, como
consejero.
‒Es un gusto poder ayudar a la orden, padre.
‒Lamento que nuestros asuntos se hayan enredado de nuevo
en tus planes de futuro, no era mi intención; ya eres un hombre
adulto, después de todo.
‒Sabes que la orden siempre contará conmigo en lo que sea
menester. Además padre, no os apesadumbréis. Parece que
hemos solucionado nuestros problemas internos y os puedo
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anunciar, sin recato alguno, que a nuestro retorno, estaréis
invitado a asistir a mi boda con la dama Raquel Al-Fakhar .
‒¡Esa es una noticia estupenda, Fernán!. Vamos a tomar un
poco de vino caliente a vuestra salud y me cuentas un poco
más. Las hermanas Monzón se unirán a nosotros en Uclés… por
cierto, Antonia me pregunta mucho por tu amigo Triguero, esa
moza siempre fue la más descarriada de las tres.
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CONTINUARÁ…
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