no matarás - Trapalanda

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Levinas
o la filosofía de la consolación
León Rozitchner
Levinas : o la filosofía de la consolación - 1a ed. - Buenos Aires : Biblioteca
Nacional, 2013.
208 p. ; 23x15 cm.
ISBN 978-987-1741-76-2
1. Filosofía. 2. Ensayo Filosófico. I. Título.
CDD 190
León Rozitchner. Obras
Biblioteca Nacional
Dirección: Horacio González
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Dirección de Cultura: Ezequiel Grimson
Dirección Técnico Bibliotecológica: Elsa Rapetti
Dirección Museo del libro y de la lengua: María Pia López
Coordinación Área de Publicaciones: Sebastián Scolnik
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Griselda Ibarra, Gabriela Mocca, Horacio Nieva,
Juana Orquin, Alejandro Truant
Diseño de tapas: Alejandro Truant
Corrección: Graciela Daleo
Selección, compilación y textos preliminares: Cristian Sucksdorf, Diego Sztulwark
La edición de estas Obras fue posible gracias al apoyo de Claudia De Gyldenfeldt, y a
su interés por la publicación y la difusión del pensamiento de León Rozitchner.
© 2013, Biblioteca Nacional
Agüero 2502 (C1425EID)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
www.bn.gov.ar
ISBN: 978-987-1741-76-2
IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Índice
Presentación
9
Palabras previas
15
Prefacio
El límite infranqueado
¿De dónde parto y en qué me afirmo
para encarar la filosofía de Levinas?
25
25
Introducción
31
I. Notas sobre el hitlerismo y el terror cristiano
Primera parte: El nazismo propiamente dicho
Segunda parte: Nazismo y cristianismo
39
39
46
II. Del rostro materno a la palabra de Dios
Evocación y olvido
La santidad del otro: mi mirada
El peso del ser
La abstracción del “darse originario”
La justicia
La particularidad
Derecho a ser
57
57
59
61
63
66
67
68
III. ¿Totalidad e infinito?
El tiempo congelado: libertad absoluta
y crimen absoluto
La fenomenología y el idealista de la mater-ialidad
Levinas judío contra la filosofía post-cartesiana
A la orden
El “no matarás” patriarcal como ocultamiento
del “vivirás” materno
Retorno al hogar: verdad, inmanencia y terror
Ética y política
71
28
71
75
79
83
85
88
91
IV. Sobre el lenguaje
Cuerpo y significación
Infinito y mater-ialidad
La mirada como último refugio del cuerpo aterrado
95
95
101
104
V. La voluntad de someterse
Conciencia de sí: inmunidad y fragilidad
Ilusión arcaica y retorno a la madre
La función arcaica de la madre ante el desastre
111
111
116
119
VI. El tiempo y el otro (sobre lo femenino)
Muerte e infancia
Metafísica de lo femenino: negación y misterio
Lo femenino, la otredad y el patetismo
Otredad y pudor: el misterio ontológico femenino
121
121
124
126
128
VII. Cristianismo y capitalismo:
del terror cósmico a la pacificación capitalista
El des-madre del “hay” y la experiencia del vacío
Capital, terror y muerte, o de la muerte
primera (imaginaria) a la segunda (real)
Adenda a Levinas y el cristianismo:
los caminos de la inmanencia
VIII. Lo que compartimos con Levinas
y lo que nos separa
El terror pensado como refugio ante el terror sentido
El “il y a” y el límite de la experiencia:
el problema del tiempo presente
Instante y stancia; el refugio materno del sin tiempo
Del rostro abstracto al descarado “no matarás”
131
131
133
135
139
139
142
146
150
Palabras finales
Expiación: humillación y sustitución
El mismo Dios transfigurado
155
155
157
Apéndice
Primero hay que saber vivir.
Del vivirás materno al no matarás patriarcal
161
Esta edición de las Obras de León Rozitchner es la debida
ceremonia póstuma por parte de una institución pública hacia
un filósofo que constituyó su lenguaje con tramos elocuentes de
la filosofía contemporánea y de la crítica apasionada al modo
en que se desenvolvían los asuntos públicos de su país. Sus temas
fueron tanto la materia traspasada por los secretos pulsionales
del ser, de la lengua femenina y de la existencia humillada, como
las configuraciones políticas de un largo ciclo histórico a las que
dedicó trabajos fundamentales. Realizó así toda su obra bajo el
imperativo de un riguroso compromiso público. Durante largos
años, León Rozitchner escribió con elegantes trazos una teoría
crítica de la realidad histórica, recogiendo los aires de una fenomenología existencial a la que supo ofrecerle la masa fecunda de
un castellano insinuante y ramificado por novedosos cobijos del
idioma. Recreó una veta del psicoanálisis existencial y examinó
como pocos las fuentes teológico-políticas de los grandes textos de
las religiones mundiales. Buscó en estos análisis el modo en que
los lenguajes públicos que proclamaban el amor, solían alejarlo
con implícitas construcciones que asfixiaban un vivir emancipatorio y carnal. Su filosofar último se internaba cada vez más
en las expresiones primordiales de la maternalidad, a la que,
dándole otro nombre, percibió como un materialismo ensoñado.
Leído ahora, en la complejidad entera de su obra, nos permite
atestiguar de qué modo elevado se hizo filosofía en la Argentina
durante extensas décadas de convulsiones pero también de
opciones personales sensitivas, amorosas.
Biblioteca Nacional
Presentación
La obra de León Rozitchner tiende al infinito. Por un lado, hay que
contar más de una docena de libros editados en Argentina durante las
últimas cinco décadas, la existencia de cientos de artículos publicados
en diarios y revistas, varias traducciones, muchísimas clases, algunas
poesías y un sinnúmero de entrevistas y ponencias que abarcan casi seis
décadas de una vida filosófica y política activa. Por otro, una cantidad
igualmente prolífica de producciones inéditas, que con la presente
colección saldrán por primera vez a la luz pública.
Pero esta tendencia al infinito no consiste simplemente en una
despeinada sucesión de textos, tan inacabada como inacabable; es
decir, en un falso infinito cuantitativo de la acumulación. Lo que
aquí late como una tendencia a lo infinito cualitativo surge de la
abolición de los límites que definen dos ámbitos fundamentales: el
del lector y el de su propia obra.
El del lector, porque para abrirnos su sentido esta obra nos exige
la gimnasia de una reciprocidad que ponga en juego nuestros límites:
sólo si somos nosotros mismos el “índice de verdad” de esos pensamientos accederemos a comprenderlos. Pues esta “verdad” que se nos
propone, para que sea cierta, no podrá surgir de la contemplación
inocua de un pensar ajeno, sino de la verificación que en nosotros –ese
cuerpo entretejido con los otros– encuentre.
Para Rozitchner el pensamiento consiste esencialmente en desafiar los propios límites, y en ir más allá de la angustia de muerte que
nos acecha en los bordes de lo que nos fue mandado como experiencia posible. Pensar será siempre hacerlo contra el terror. Como
lectores debemos entonces verificar en nosotros mismos la verdad
de ese pensamiento: enfrentar en nosotros mismos los límites que
el terror nos impone.
Pero habíamos dicho también que ese infinito cualitativo no sólo
se expandía en nuestra dirección –la de los lectores– sino también en
9
León Rozitchner
la de su propia obra. Y es que la producción filosófica de Rozitchner,
que se nos presenta como el desenvolvimiento de un lenguaje propio
en torno de una pregunta fundamental sobre las claves del poder y
de la subjetividad, despliega su camino en el trazo arremolinado de
una hondonada. Paisaje de múltiples estratos cuyos límites se modifican al andar: cada libro, además de desplegar su temática particular,
incluye de algún modo en sus páginas una nueva imagen de los anteriores, que sólo entonces, en esa aparición tardía, parecen desnudar
su verdadera fisonomía.
Así, podríamos arriesgar –apenas con fines ilustrativos– un ordenamiento de este desenvolvimiento del pensamiento de Rozitchner en
cuatro momentos fundamentales; estratos geológicos organizados en
torno al modo en que se constituye el sentido. Estas etapas funcionan
a partir de algunas claves de comprensión que ordenan la obra y posibilitan ese ahondarse de la reflexión.
En la primera, el sentido aparecería sostenido por la vivencia
intransferible de un mundo compartido. La filosofía será entonces la
puesta en juego de ese sustrato único –fundante es el término cabal–
de la propia vivencia del mundo, a partir de la cual se anuda en uno lo
absoluto de ese irreductible “ser yo mismo” con el plano más amplio
del mundo en el que la existencia se sostiene y en el que uno es, por
lo tanto, relativo. La posibilidad del sentido, de la comunicación,
no podrá ser entonces la mera suscripción al sistema de símbolos
abstractos de un lenguaje, sino la pertenencia común al mundo,
vivida en ese entrevero de los muchos cuerpos. Entonces, constituido
a partir de lo más intransferible de la propia vivencia, el sentido
crecerá en el otro como verdad sólo si éste es capaz de verificarlo en
lo más propio e intransferible de su vivencia. El mundo compartido
es así la garantía de que haya sentido y comunicación.
En lo que, a grandes rasgos, podríamos llamar la segunda etapa,
este esquema persiste; pero al fundamento que el sentido encontraba
en la vivencia común de mundo, deberá sumarse ahora la presencia del
otro en lo más íntimo del propio cuerpo. Es este un amplio período
10
Levinas
del pensamiento de Rozitchner, cuyo inicio podemos marcar a partir
de la síntesis más compleja de la influencia de Freud en la década
del 70. Encontramos, entonces, una de sus formas más acabadas en
el análisis de la figura de Perón, el emergente adulto y real del drama
del origen y su victoria pírrica; la derrota de ese enfrentamiento
imaginario e infantil en el que nos constituimos será el correlato de
la sumisión adulta, real y colectiva, cuyos límites son el terror: “lo
que comenzó con el padre, culmina con las masas”, cita más de una
vez Rozitchner. Pero en el extremo opuesto del espectro, el trabajo
inédito sobre Simón Rodríguez establece nuevas bases: el otro aparecerá ahora como el sostén interno de la posibilidad de sentido. No ya
como el ordenamiento exterior de una limitación, sino como la posibilidad de proyectarme en él hacia un mundo común. Sólo entonces,
sintiendo en mí lo que el otro siente –la compasión– podrá darse un
final diferente al drama del enfrentamiento adulto, real y colectivo,
camino que es inaugurado por ese “segundo nacimiento” desde uno
mismo que señala León Rozitchner en Simón Rodríguez como única
posibilidad de abrirse al otro.
El tercer momento estaría marcado por un descubrimiento
fundamental que surge a partir del libro La Cosa y la Cruz: la experiencia arcaica materna, es decir, la simbiosis entre el bebé y la madre
como el lugar a partir del cual se fundamentaría el yo, el mundo y
los otros. En esta nueva clave de la experiencia arcaica con la madre
se aúnan las etapas anteriores del pensamiento de Rozitchner en un
nivel más profundo. Pues el fundamento del sentido ya no será sólo
esa co-pertenencia a un mundo común, sino la experiencia necesariamente compartida desde la cual ese mundo –como también el
yo y los otros– surge y a partir de la cual se sostendrá para siempre.
Pero esto no es todo, porque también las formas mismas de esa
incorporación del otro en uno mismo –que según vimos podían
estructurarse en función de dos modalidades opuestas, cuyos paradigmas los encontramos en Perón como limitación (identificación)
y en Simón Rodríguez como prolongación (com-pasión)– serán
11
León Rozitchner
ahora redefinidas en función de esta experiencia arcaica. El modelo
de la limitación que el otro instituía en uno mediante la identificación –como en el análisis de Perón– será ahora encontrado en un
fundamento anterior, condición de posibilidad de esta forma de
dominación: la expropiación de esa experiencia arcaica por parte
del cristianismo, que transforma las marcas maternas sensibles que
nos constituyen en una razón que se instaura como negación de toda
materialidad. Pero también será lo materno mismo la posibilidad de
sentir el sentido del otro en el propio cuerpo, entendiendo, entonces,
ese “segundo nacimiento” como una prolongación de la experiencia
arcaica en el mundo adulto, real y colectivo. Esta nueva clave redefine
el modo de comprender la limitación que el terror nos impone, que
es comprendido ahora como la operación fundamental con la que
el cristianismo niega el fundamento materno-material de la vida y
expropia las fuerzas colectivas para la acumulación infinita de capital.
El cuarto momento es en verdad la profundización de las consecuencias de esta clave encontrada en la experiencia arcaico-materna y
que en cierto modo se resume en la postulación programática de pensar
un mater-ialismo ensoñado, es decir, de pensar esa experiencia arcaica
y sensible desde su propia lógica inmanente, pensarla desde sí misma y
pensarla, además, contra el terror que intenta aniquilarla en nosotros. Y
esta última etapa del pensamiento de Rozitchner, que se desarrolla especialmente a partir del artículo “La mater del materialismo histórico” de
2008 y llega hasta el final de su vida, será también la de una reconversión
de su lenguaje, que para operar en la inmanencia de esa experiencia sólo
podrá hacerlo desde una profundización poética del decir.
No obstante este desarrollo que hemos intentado aquí, estas claves
y sus etapas no pueden, de ningún modo, ser consideradas recintos
estancos, estaciones eleáticas en el caminar de un pensamiento, pues
su lógica no es la de un corpus teórico que debe sistemáticamente ordenarse, sino la síntesis viva de un cuerpo que exige, como decíamos más
arriba, que lo prolonguemos en nosotros para sostener su verdad. Sólo
queda entonces el trato directo con la obra.
12
Levinas
La actual edición de la obra de León Rozitchner, a cargo de la
Biblioteca Nacional, hace justicia tanto con el valor y la actualidad
de su obra, como con la necesidad de un punto de vista de conjunto.
La presente edición intenta aportar a esta perspectiva reuniendo
material disperso, y sobre todo, dando a luz los cuantiosos inéditos
en los que Rozitchner seguía trabajando.
Hay, sin embargo, una razón más significativa. La convicción de que
nuestro presente histórico requiere de una filosofía sensual, capaz de
pensar a partir de los filamentos vivos del cuerpo afectivo, y de dotar al
lenguaje de una materialidad sensible para una nueva prosa del mundo.
Cristian Sucksdorf
Diego Sztulwark
13
Palabras previas
Los textos que aquí presentamos guardan una formidable coherencia entre sí. El primero de ellos, Levinas o la filosofía de la consolación,
es un libro completamente inédito. Se trata de un extenso –aunque
inacabado– ensayo crítico de Rozitchner sobre el filósofo lituanofrancés Emmanuel Levinas (1906-1995). El segundo, que se incluye a
modo de apéndice, es un texto de polémica de Rozitchner con el filósofo argentino Oscar Del Barco, a propósito de su uso del “no matarás”
levinasiano para pensar la experiencia de la guerrilla en los años sesenta.
I
“Ese es para nosotros el olvido originario en
Levinas: convertir la lengua primera de la madre
en el Infinito idealizado de la Palabra del padre,
intercambiar su rostro por el de él”.
“El espíritu en Levinas es calificado como ‘viril’ –sin mater–”.
La obra de Levinas tiene interés para Rozitchner al menos en tres
niveles. Simpatiza con el gesto de Levinas de ir a buscar el fundamento
de las filosofías occidentales, esto es el modo en que estas se interrogan por el ser (sea de la razón, sea del lenguaje). Tal fundamento,
sin embargo, es captado por Levinas como vacío o “nada”, insertando
“lo Infinito del pensamiento antes de toda significación carnal humana,
organizadora entonces de la percepción misma”. La búsqueda filosófica
impide al pensamiento, una vez más, acceder a lo material/sensible
como clave de comprensión de aquello que somos, de aquello a partir
de lo cual podríamos concebirnos de otro modo.
El interés por Levinas muta. Ya no es sólo simpatía por la radicalidad del proyecto inicial, sino curiosidad por el punto de claudicación,
15
León Rozitchner
en el cual el cuerpo “natural” es dispuesto como a la espera de un “toque
mágico” a partir del cual “el Infinito lo penetra para transformarlo en
humano”. Se evita, así, en Levinas “la experiencia histórica con el cuerpo
materno cuya depreciación, tan honda, oculta la producción de una
‘significancia’ primordial que el patriarcalismo desdeña”.
Esta “fuga” del pensamiento histórico político a la metafísica sobre
la cual se quería una emancipación se hace “teología”. Y el sistema
patriarcal que habría que desmontar para que el pensamiento roce lo
material/sensible (el arribo a una lengua femenina, materna) es nuevamente salvado: divinizado, puesto como orden puramente simbólico,
como si “en lo finito sin sentido de la corporeidad humana surgiera
de golpe lo Infinito sagrado donde la trascendencia –eso lo hará luego–
nunca se convierte en inmanente”. Y todo ocurre, entonces “como si en
la naturaleza, en el elemento de lo vivo, no surgiera lo animado para que
la vida persista como vida por lo menos”.
El combate con Levinas se despliega bajo la fórmula “refutar para
comprender”, que Rozitchner ha puesto en marcha tempranamente
en su obra y que vemos reaparecer una y otra vez respecto de figuras
como Perón o Agustín. Refutar es comprender en la medida en que no
se enfrenta la palabra, la idealidad del pensar del otro, sino buscando
penetrar en su coherencia, para habilitar lo más “profundo e impensable de su propia experiencia del acceso a la vida de la historia”, para –al
mismo tiempo– radicalizar la comprensión de nuestra propia coherencia, dando un paso más en el pensamiento.
Este es el desafío que el pensamiento de Rozitchner lanza a la filosofía: poner en movimiento un cuestionamiento del pensar del otro
pero vinculando siempre este movimiento a una puesta en juego del
pensar de uno mismo, esto es: enfrentando el obstáculo que en cada
quien demanda la constitución de una coherencia capaz de atravesarlo,
de pensar de otro modo.
Este ejercicio polémico, dice Rozitchner, demanda una apertura de
los conceptos filosóficos al fondo inconsciente (imaginario, sensual,
afectivo) del que proceden. Esta apertura no sucede en el lenguaje
16
Levinas
dirimiendo algo que concierne al pensamiento y a la vida. Ya que pone
en juego el proceso mismo de constitución de la conciencia adulta
desde la cual después la filosofía luego habla (una notable nota al pie
en este primer ensayo refiere a la experiencia analítica con las drogas
como camino para acceder a este fondo). Cuando el pensar atraviesa
nuevamente el camino desde del origen descubre la precedencia –esencial, práctica– de lo poético sobre el concepto.
II
“La justicia en Levinas viene del miedo a la muerte y
no del gozo común de la vida: viene otra vez de Dios,
como siempre, ni siquiera de las diosas”.
Rozitchner atribuye el fracaso de Levinas al compromiso adoptado
con aquella metafísica que se trataba de superar, y a su incapacidad para
extraer las consecuencias intelectuales y políticas de las guerras y del
nazismo, que habían marcado trágicamente su existencia. Esta incapacidad aparece en su formulación de lo judeo-cristiano (sobre todo
en Filosofía del hitlerismo). Al asimilar los términos –para Rozitchner
en disputa– neutraliza el planteamiento del problema que se debía
afrontar: el necesario combate contra aquello que en lo “cristiano” (y
en lo liberal) suponía y preparaba el gran proyecto de subordinación de
la carne al espíritu que el capitalismo actualiza y el nazismo radicaliza.
Si toda filosofía se mide con su tiempo por su capacidad de enfrentar
en su singularidad el obstáculo que se le plantea a la vida, liberando
nuevos modos de pensar, conocer y de vivir, Rozitchner caracterizará la reflexión levinaseana como elusiva, una forma de la renuncia
y del repliegue, que busca refugio en un misticismo de lo inefable y
de la consolación (intento fallido de superar el terror de la guerra y el
nazismo que amenaza).
Las premisas para relanzar el pensamiento deben hallarse en otro
sitio, en otro enfoque. Hace falta un punto de partida capaz de dar
17
León Rozitchner
cuenta e intensificar los procesos de constitución histórico-subjetiva de
las potencias individuales y colectivas de los cuerpos mancillados por
el terror. El pensamiento debe retomar el mandato vital, el primero en
toda vida, recobrar la sensualidad que en todo cuerpo vivido se conoce
o recuerda (puesto que en su origen arcaico hubo una experiencia de
simbiosis con la madre), y volver a ese saber sensible como a un principio material-fundamental del ser y el pensar, en relación al cual todo
nuevo comienzo (adulto) será –necesariamente– segundo.
Esa vía, que es para Rozitchner la de lo material-ensoñado, está ya
presente (pero como encriptada y negada por la tradición rabínica) en
la mitología judía pre-cristiana (que Levinas sólo retiene en su forma
patriarcal dominante, desoyendo –bajo los efectos del terror– las
marcas maternas que sin embargo permanecen). El problema con lo
judío-cristiano es que subordina y hasta sacrifica este núcleo de la ensoñación, reorganizando la subjetividad a partir de un infinito abstracto,
sea de orden teológico, sea del orden de los racionalismos.
III
“La preeminencia del ‘no matarás’ de la Palabra del
padre sobre el ‘vivirás’ sin palabras hecho lengua de
la madre. Aquí, en Levinas, la temporalidad de la
genealogía queda invertida”.
Se inquieta Rozitchner por el hecho de que sea precisamente este
pensamiento de la consolación el elegido por muchos latinoamericanos después del terror (no sólo) militar de las últimas dictaduras (de
la teología de la liberación a los viejos militantes de las guerrillas) a la
hora de elaborar nuestro pasado, nuestro presente.
El resurgimiento de la obra de Levinas, que Rozitchner había leído en
la década del cuarenta en París, se da también entre los llamados “Nuevos
Filósofos”, en Francia. Se trata siempre de una tentativa por “convertir en
metafísica el secreto del descubrimiento del otro con las palabras que suplen
18
Levinas
la magia de la mirada inquisidora por una revelación sagrada que deposita
en una relación sensible, reducida a sensación minúscula, el infinito de la
revelación divina: zonas erógenas convertidas en teológicas”.
Y en el terreno político, de proponer una ética separada y por
encima de lo histórico, así como de suprimir toda discusión sobre la
violencia eliminando una elaboración sobre lo que Rozitchner llamará
la “contra-violencia”. Una reflexión como esta comienza por el olvido
del ‘vivirás’ primigenio, “del cual el ‘no matarás’ es sólo un imperativo
defensivo, a la retirada, murmurado sólo con palabras ante el enemigo
implacable e inconmovible que amenaza con aniquilarnos”. La ocasión para plantear estas cuestiones la brinda, como se dijo,
la publicación de la ya célebre carta que envía Oscar Del Barco a la
revista cordobesa Intemperie en 2004, en la que se acude al “no matarás”
levinaseano como clave desde la cual revisar la experiencia guerrillera
de los años 60.
Señala allí Rozitchner que la filosofía que se practica, en la evocación de Levinas, es una que se limita a asumir la derrota sin suscitar
nuevos conocimientos relativos al obstáculo subjetivo que condujo
a ella y que presumiblemente permanece intacto por no haber sido
nunca elaborado. Una reflexión como esta supone una cristalización,
y no arroja nuevas posibilidades de vida, sino un amasijo verboso, una
retórica que se mueve en el espacio alucinado del puro consuelo. El ensayo sobre Levinas se completa así con el segundo de los textos
que componen esta edición. Se trata de un texto preparatorio de lo
que será luego la intervención de Rozitchner publicada bajo el título
“Primero hay que saber vivir” (en la revista El Ojo Mocho, 2006), en
respuesta a Del Barco, pero también como su continuación en una
reflexión más reposada que continuará hasta el año 2009 retomando
los problemas fundamentales que esa polémica había hecho emerger.
Se muestra, en la secuencia de los dos textos que aquí se publican,
un modo de trabajo en el cual la intervención polémica resulta inseparable de una la elaboración meditada y crítica de las filosofías de
nuestro tiempo.
19
León Rozitchner
Todas las referencias bibliográficas de las citas han sido agregadas
por los editores; en los casos en que no figuran referencias de la traducción castellana es porque la traducción pertenece al propio Rozitchner.
Sólo resta una aclaración sobre la estructura del presente ensayo,
pues, como se ha dicho más arriba, es este un texto inconcluso, de
modo que su estructura tuvo que ser reconstruida por los editores;
aunque ciertamente, no sin sólidas pautas largamente trabajadas junto
a León Rozitchner durante 2008 y 2009. Es a partir de esas pautas,
entonces, que se ha intentado ordenar el material disponible a fin de
que se acerque lo más posible a la estructura expositiva que Rozitchner
había delineado, sin llegar a plasmarla de un modo definitivo. A esta
reconstrucción expositiva, por último, remitimos ciertas desprolijidades del texto en lo que a repeticiones o saltos temáticos se refiere,
con la convicción de que sus lectores se verán compensados sobradamente por la profunda originalidad y potencia de las reflexiones de
este ensayo inédito de León Rozitchner.
Buenos Aires, noviembre de 2013
20
Levinas
o la filosofía de la consolación
“…no se puede saltar sobre este Edipo, ya que todos
empezamos siendo niños. Cosa que, por otra parte,
no toman en cuenta los revolucionarios. Tomen
por ejemplo a Marx, a Babeuf o a quien prefieran:
siempre se trata de hombres adultos que actúan; lo
que no dicen es cómo se llega a ese estadio. Ya que
todos están en él, hechos y derechos. Se presentan
visto y no visto y ya están haciendo la revolución…”
Jacob Taubes
Prefacio
El límite infranqueado
Luego de escribir la mayor parte de estas notas de lectura, y acceder
a su última obra, Autremment qu’être (lo anterior y diferente al ser que
estaría por debajo, antes y detrás y/o conformando el ser que somos
y desde el cual debemos pensar un fundamento anterior al fundamento último de la esencia pensada), recién ahora podemos decir y
comprender el interés que su obra ha despertado, y presenta para mí
ahora. Para decirlo brevemente: Levinas es quien pretende, osado, ir
más allá de todo lo que la filosofía ha pensado para encontrar un fundamento último, escondido detrás del Ser sobre fondo del cual toda la
filosofía hasta ahora se ha movido. Está en cuestión ya no el modo de
aproximarnos al Ser, sino la noción de Ser mismo de la filosofía occidental. Más allá de la fenomenología de Husserl, más allá de Heidegger,
del racionalismo humanista, más allá del marxismo, más allá del empirismo o el sensualismo, más allá de la teología cristiana a la cual no
contradice –y más bien acepta como compatible con la religión judía–,
Levinas enfrenta desde la herencia judía y religiosa un nuevo abordaje
de la filosofía occidental. Encuentra que hay un más acá de la noción
de ser que la filosofía del Ser –no hay otra– hasta ahora no ha alcanzado a pensar. Se trataría, nada menos, de comprender que todo lo que
la cultura del occidente cristiano ha producido –principios políticos,
concepción económica, abordajes lingüísticos de la expresión humana,
cristianismo, educación, valores, guerras, relaciones entre los hombres
en todos los niveles, concepción de la salud y de la vida, amores y odios,
fundamento de la racionalidad desde la cual todo se ordena, ciencia
incluida– debe ser pensado desde otro fundamento. Todo lo que la
palabra cultura en su sentido más amplio expresa, por lo tanto, debe
ser re-fundado. Porque Levinas –como se debe– se hace la pregunta
que va al fundamento de nuestras sociedades occidentales y cristianas
25
León Rozitchner
viniendo desde la experiencia de las guerras más terribles del siglo XX,
que marcan el punto extremo donde esta cultura encuentra su contradicción no sólo pensada sino su conclusión más visible: el exterminio
no sólo de grandes masas humanas de hombres sino el aniquilamiento
de la vida planetaria misma. Esa búsqueda, pensamos, debe partir
entonces no sólo de los supuestos filosóficos, como lo hace y a los
cuales queda Levinas limitado, sino que debe alcanzar el fundamento
mítico de la cultura de occidente. Decimos: debe partir de la mitología
cristiana que hace dos mil años la ha orientado hasta este final monstruoso que estamos viviendo todos en su pretensión de universalizarse,
es decir su culminación “católica”.
Hay pues algo anterior a todo lo que se presenta como punto
de partida: hay un Decir antes que los juegos del lenguaje de Wittgenstein, “anterior a los signos verbales… a los sistemas lingüísticos y
a las cosquillas semánticas”,1 que sería el “prólogo de las lenguas”, “el
decir original o pre-original, el logos del pró-logo” que abriría a “un
orden más grave que el del ser y anterior al ser”. “El vacío que se abre
[con la Nada del Ser que pretende negarlo] se rellena con el sordo y
anónimo ruido del ‘il y a’ [originario]”.2 Levinas se interroga sobre esa
Nada pasiva que enfrenta el Ser activo de la filosofía. Él ha partido del
“il y a” desde mucho antes de escribir este libro del 78: lo hizo en el
47, al término de la guerra, cuando todavía no la tenía del todo clara.
Buscaba la inserción del espíritu en la carne insignificante. Lo que nos
interesa es qué pone allí, en esa Nada, para llenarla con un “autrement
qu’être”, algo negado del cual sin embargo el Ser de la filosofía emerge.
Este es precisamente el problema que a nosotros nos interesa desde
hace mucho tiempo: ¿qué oculta esa Nada que desde el comienzo
de la filosofía se enuncia como un vacío que sin embargo señala el
comienzo de la plenitud del Ser desde el cual comenzamos a pensar
todo lo pensable, al mismo tiempo que dejamos el fundamento del Ser
1. Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme,
2003, p. 48.
2. Óp. cit., p. 45.
26
Levinas
como impensable en la despreciada Nada? Es decir, esa “nada” a la cual
Levinas quiere darle un lleno que antecede al Ser mismo del cual habitualmente se parte. La puesta en duda de ese Ser plantea la necesidad
de hacer emerger ese otro fundamento negado en la noción de Nada.
Creemos que Levinas sigue sin embargo aferrado a un “autrement
qu’être” dependiente de esa misma filosofía cuya refutación absoluta
con toda razón emprende. Es lo que pretendemos exponer en las notas
de este trabajo para explicar de una manera diferente la experiencia de
pensar el origen del Ser que en Levinas, pese a todo, creemos, sigue
dependiendo de una cierta lectura de la tradición religiosa judía, sobre
todo del texto de la Biblia, en cuya divinidad y preceptos proféticos
encontraría el fundamento que busca.
Este reencuentro con la filosofía de Levinas –tengo ese texto del 47
comprado por mí en el 48, recién llegado a París, subrayado y luego olvidado– se produjo al azar de una polémica sobre el “no matarás”3 que
Levinas evoca como mandamiento fundante de toda ética, al que recurren algunos intelectuales argentinos luego del fracaso de las ilusiones
perdidas y del terror del 76, instaurado en Latinoamérica por el triunfo
del neoliberalismo cristiano mundializado. Más allá de los clásicos que
abrieron el espacio de una revolución posible, fracaso cruel que nos
dejó a todos en banda, Marx incluido, uno se pregunta por qué este
súbito reverdecer de la filosofía del judío Levinas sobre fondo de las
guerras de exterminio inmisericorde avaladas por el mundo occidental
y cristiano con el apoyo de las iglesias locales. ¿Por qué la filosofía de
otro judío, luego de la Shoá, sirve para “bajar línea” a los derrotados y
hasta a la “teología de la liberación” católica, que desechan sus propios
pensadores para adoptar el pensamiento de Levinas como reemplazo
adecuado, mientras se espera que quizás amanezca otra alborada
histórica que este pensamiento prepararía? Porque nos preguntamos:
Levinas, más allá del hondo reconocimiento a su profundización y a
sus valores morales y personales, ¿realmente es la filosofía de reemplazo
3. Ver Apéndice en esta misma edición “Primero hay que saber vivir”. [Nota de los eds.]
27
León Rozitchner
que el futuro espera para pensar desde ella cómo enfrentar la monstruosa hecatombe con que nos amenaza el capitalismo cristiano?
Quizá, más allá de la dificultosa lectura que mi texto inacabado
pide, haya la posibilidad de comprender cómo se dibuja en una difícil
filigrana, que los textos de Levinas nos imponen, la posibilidad de un
reencuentro con aquello que, pese a todo, no alcanza para llenar esa
Nada que sigue siendo aún Nada, aunque de otro modo. Pensamos,
entonces, en un mater-ialismo histórico que Levinas sigue eludiendo
aunque, en negativo dentro de su positividad, haya creído haberlo
alcanzado con su noción de Infinito. Hablamos de un mater-ialismo
que recupere aquel que el Infinito nos sigue obturando, aunque dibuje
su contorno cerca de la meta, del límite hasta ahora infranqueado,
pero sin traspasarlo.
¿De dónde parto y en qué me afirmo para encarar
la filosofía de Levinas?
En primer lugar: todas las lucubraciones filosóficas no tienen en
cuenta la constitución histórico-biológica del sujeto: el fundamento
materno de su acceso a la conciencia desde la pre-maturación del
recién nacido, es decir aquello que distingue al hombre de todos los
otros seres vivos. Cuando Freud describe el proceso primario y el proceso
secundario,4 dos períodos en el acceso a la vida adulta y al mundo, un
dominio extranjero interior y un dominio extranjero exterior que fundamenta la escisión del sujeto, nos descubre un proceso de tránsito de lo
biológico a la cultura que la metafísica ha dejado de lado.5
4. Ver por ejemplo: Sigmund Freud, “Proyecto de una psicología para neurólogos”, en Obras
I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, pp. 235 y ss. O también: “La interpretación de los sueños”,
cit., pp. 702-713.
5. Un análisis detallado de estos conceptos puede verse en la obra de León Rozitchner Freud
y los límites del individualismo burgués (1972), reeditada en esta misma colección. [N. de
los eds.]
28
Levinas
Y entonces podemos llamar metafísica a toda reflexión que ignora
el origen de sí misma, es decir la originaria constitución del “sentido”
en el surgimiento a la vida de la primera infancia. Esta experiencia
fundante, que queda sin registro consciente pero cuyas marcas en la
estructura subjetiva son imborrables, esas vividas por el niño con la
madre, son depreciadas desde el pensamiento y la razón patriarcalista
como el lugar de la Nada, de lo oscuro y de la muerte donde el espíritu
se inserta para darle una nueva vida. Y es verdad que así obran si el
sistema consciente que la razón abre con la lengua adulta desconoce
la necesidad de un tránsito que la madre misma comienza a producir
en el niño, pero que es rechazado al implantarse un corte que el terror
escinde en el niño. Ese corte que nos distancia de nosotros mismos
sigue sin embargo vivo, porque de la aceptación o el rechazo de esta
experiencia se construirán luego las modalidades de prolongarla
o negarla. Mas la negación definitiva nunca es posible, porque es el
fundamento de nuestro surgimiento a la vida que permanecerá para
siempre determinando, con su rechazo o su prolongación, el sentido
de la cultura y por lo tanto de nuestra propia vida. El carácter alucinatorio primero y luego ensoñado, inconsciente, constituirá la cantera,
la mina, el obrador, la estiba, la fuente, el vivero, el tramado, el acopio,
el filón, el fondo, con cuyo material imaginario y sentido –producto
indeleble de la experiencia arcaica en simbiosis con la madre, Edén
sin retorno vivido antes de que existan las categorías del tiempo y del
espacio–, se construyen luego los conceptos de la metafísica y de la
razón en el mundo. La madre ensoñada sigue siendo lo absoluto en
acto, vivido en lo pleno sensible y afectivo de la infancia.
Y sin embargo todas las filosofías lo presuponen en lo que describen,
no solamente cuando habla del Bien supremo sino cuando en el amor
vamos al encuentro de la unidad perdida. Todas las filosofías parten de
un corte entre el cuerpo y el espíritu y tratan de salvar esa distancia que
ellos mismos establecen como premisa para pensar la “verdad” de lo
que piensan. Se separan del cuerpo como lugar donde el espíritu aún no
había penetrado para colocarnos en el buen camino, o lo constituyen
29
León Rozitchner
en el lugar donde la vida humana sólo comienza, en verdad, cuando lo
ordenamos con la fina punta del espíritu patriarcal que le proporciona
un nuevo punto abstracto de partida. De este modo, pensamos, la
razón no accede a su propio fundamento materno que queda girando
sobre sí mismo, mientras los buitres de la razón (patriarcal) volando
en círculo esperan convertirla en carroña para devorarla.
Los conceptos y los dioses quieren anularla, pero la madre, con cuyas
marcas nos confundimos, no muere nunca, y la metafísica no tiene en
verdad de qué alimentarse cuando ella falta. Por eso la razón se desarrolla para tratar de sustituirla y cada vez más se acerca, la roza, pero
como tiene su origen en un corte tajante no la alcanza nunca. Levinas,
que es judío, viene de otro sitio cuando entra en la metafísica cristiana,
reanuda luego de la guerra los lazos con su propio pasado bíblico que,
si bien también se distanció de la madre, la tiene aún cerca contenida
en sus tradiciones y en sus narraciones religiosas que nunca alcanzaron
su propio iluminismo en la tradición judía. Pero trata de encontrar
su fundamento trágicamente perdido –madre y padre aniquilados en
los campos nazis– con las categorías de la razón metafísica del occidente cristiano. Y aunque vaya más lejos y lo critique, nunca lo abandona, y por eso vuelve al fundamento materno pero sólo para rozarlo
y levantar vuelo nuevamente: elude la tierra fértil y acogedora que el
misticismo judío rememora a su manera. Busca la paz nuevamente en
el ecumenismo religioso, donde la razón cristiana y la razón judía se
confundieron en el iluminismo moderno.
En estas notas, que más que críticas quieren mostrar ese roce y
esa aproximación hacia lo más hondo de sí mismo, pretendemos
mostrar con sus propias palabras ese acercamiento y distanciamiento
al mismo tiempo.
30
Introducción
I
Luego de la Segunda Guerra Mundial, de la eclosión de un pensamiento y de una actividad política que se expandía y arrastraba a la acción,
a la creación y al pensamiento a quienes esa experiencia había marcado, y
sobre todo con el triunfo de la URSS, surgen las condiciones para pensar
que otro mundo era posible. Reverdecieron las artes, las ideas filosóficas,
las propuestas políticas, y culminó, como eclosión transformadora en
mayo de ese 1968, lo que había comenzado en 1945 con la conmoción
que abarcó el primer y el tercer mundo como una llama arrasadora de
optimismo político que sólo el terror pudo detener en ambos lados.
Ahora hay masas institucionalizadas atomizadas; dominados y
enfervorizados en el uno a Uno desde la adolescencia misma, mucho
antes de como se entraba tiempo atrás a la política, se masifican sin
panificarse nunca, flautitas y pebetes multiplicados sin levadura. A
partir del fracaso de la URSS y del triunfo del capitalismo mundializándose y expandiéndose sin resistencia en Europa. Es entonces
cuando otras filosofías, la de aquellos que descendían de los grandes
maestros de la posguerra, que habían participado o contribuido al
desarrollo crítico de su pasado, acentúan sin pudicia el retorno a una
metafísica post-metafísca, directamente teológica; enfatizan sus semejanzas y diluyen lo que antes aparecía como tajantes diferencias. Los
nuevos filósofos franceses, ojos avizores del desastre, se expandieron en
el campo que el terror estaba abriendo luego de la liberación conquistada en la posguerra. ¡Quién puede negarle las mejores intenciones a la
inocencia aterrada por las masacres más infames que haya conocido la
historia, ahora en pleno amor y misericordia cristianas! Para ellos no
era ya la metafísica que antes criticaban sino un filosofar cuyos presupuestos –decían– habían superado para plantear un espacio especulativo acorde a los nuevos tiempos.
31
León Rozitchner
Y entonces reverdecen aquellos antiguos pensamientos secundarios,
filósofos “de segunda” que el ímpetu triunfante de la posguerra había
dejado al margen, sin eco y casi sin sonido, ocupando ahora el nuevo
espacio vaciado. Predomina la lucha contra el totalitarismo –Alemania
e Italia vencidas, pero igualadas con la URSS todavía presente– desde
la democracia. Y con esa excusa apoyaron al Cuarto Reich norteamericano que avanzaba a paso de rock entre la matanza. Este pensamiento
es entonces congruente con el encubrimiento de lo que las mismas
democracias triunfadoras tenían de un totalitarismo que no necesitaba decir su nombre, cuya forma insidiosa de dominio no necesita
ser puesta al descubierto: está ahora desnuda. Aparece un sujeto libre,
que es previo a toda determinación histórica. Y la madre, como forma
histórica denegada en el fundamento de la especulación patriarcal
que Levinas continúa, que es el fundamento cristiano del capitalismo
racionalista, queda nuevamente oculta.
Los simpatizantes del marxismo despojaron a Marx de sus aportes
más movilizadores para limitarse a aceptar de él lo que coincidía con sus
posturas claudicantes. Y con la excusa de corregir sus defectos, vuelven
a introducir los presupuestos metafísicos que tanto Marx como Freud
habían criticado en el fundamento revolucionario de sus trabajos teóricos.
Metieron a Lacan, pero Levinas estaba todavía antes. Levinas y su propia
tragedia es adoptado entonces por los nuevos pensadores de la derrota,
cuyos pensamientos teológicos sonaban a falsete y nadie escuchaba; son
los que retornan a ocupar el espacio ahora desolado que el triunfo del
neoliberalismo ha abierto. Bernard Henry-Lévi diserta en el mausoleo de
los Études lévinassiennes. Son almas buenas, tienen buenas intenciones,
saben de qué hablan, pero no nos convencen ni podemos seguirlos como
muchos lo hacen. Ahora su pensamiento prende en el entretenimiento
especulativo, verboso y exhausto: su intento de convertir en metafísica el
secreto del descubrimiento del otro con las palabras que suplen la magia
de la mirada inquisidora por una revelación sagrada que deposita en una
relación sensible, reducida a sensación minúscula, el infinito de la revelación divina: zonas erógenas convertidas en teológicas.
32
Levinas
Nuevos carmelitos descalzos, caminan sobre brasas ardientes
poniéndose unto sin sal sobre las llagas. Los problemas o las experiencias filosóficas ya no se entienden, porque para hacerlo hay que
prepararse, leerlo todo. Pero esa lectura es, como repiten con Platón,
una “preparación para la muerte”, en la que mueren porque no mueren,
esa muerte que llega justo enseguida después de jubilarse. Dejan de
prolongar la marginal experiencia vivida en una academia globalizada
con referato, donde quienes los dirigen también tocan pito, sacan la
tarjeta roja o amarilla, y nos introducen en los laberintos del enlace
de conceptos que terminan cavando en el sinsentido que las palabras
cruzadas abren hacia lo infinito: ellos se entre-tienen. Quiero decir:
se mantienen como mantenidos. Ilustrados sin lustre, hacen lo mismo
que el capital con su plusvalía de palabras: acumulan puntos para un
premio, incentivo celeste, que nunca habrá de llegarles. Han creado un
globo paralelo al financiero, sólo que este está lleno de palabras que se
transmuta en oro y sueldo en la Academia. Este también se está desinflando y serán muchos los desocupados. Allí las palabras, creyendo
decirlo todo, lo inaudito, por una operación de desplazamiento lingüístico giran en el vacío de una red de sutilísimos enlaces que perdieron
su origen en el camino, que no resuenan en nada, salvo en el laberinto
de un vacío sin sentido cuya coherencia racional no necesita ya más de
la resonancia afectiva del cuerpo viviente para verificarse. Y cuando
suenan lo hacen en falsete. Habría que tener dos vidas por lo menos:
una para conocerlos, otra para refutarlos. Por suerte nos dimos cuenta
antes de que la primera y única termine.
Nos interesa comprender la filosofía de Levinas que tantos intelectuales toman como referente en tiempos de derrota para plantear
la situación de crisis y darse tiempo para sobrevivirse a sí mismos. Y
desde ella encontrar, como una totalidad orgánica organizada como
sistema filosófico, aquello que hace que Levinas sea –en algunas partes
del mundo en general y para un grupo de intelectuales argentinos en
particular– una estructura de pensamiento que al querer asumir lo
fundamental que la catástrofe del mundo presenta hoy en día, termina
33
León Rozitchner
encubriendo lo que caracteriza el núcleo oscuro del pensamiento
cristiano-capitalista. Y no es extraño que esta filosofía también haya
reverdecido entre los intelectuales israelíes: sigue presentándose como
la verdad críticamente aguda del pensamiento metafísico tradicional
y del marxismo economicista y politicista. Nada mejor para llenar
el espacio de quienes usaron las armas de la filosofía para no llevar
adelante una experiencia mucho más tardía, y plena de otras evidencias, que Levinas no pudo alcanzar. Porque hay que tener presente que
Levinas coincide en sus críticas con aquellas que ahora todos los intelectuales de izquierda estarían de acuerdo en compartir. Una filosofía
del Desastre de la Segunda Guerra Mundial puede servir a la filosofía
de la Derrota en nuestra dependiente cultura.
II
Cada vez me convenzo más –me decía antes, porque vamos
cambiando– de que la exposición de las ideas filosóficas debería estar
acompañada por el recuerdo, las experiencias narradas de la vida de
quien escribe, sobre todo las de su infancia: de su acceso originario a la
palabra. Y que esa exposición de ideas, dirigidas a los lectores, se convertiría entonces –pensaba– en un diálogo donde el lector al leerlo le iría
agregando, para ser mejor comprendido, aquello que quien escribe no
sabe de sí mismo, y que el otro que lo lee le devuelve para poder entenderse mejor de lo que uno creía al escribirse. Por eso leemos, como clandestinos, las biografías de los filósofos ilustres. La refutación cambiaría
de sentido: sería un desafío a la coherencia no sólo de las ideas, sino a la
coherencia consigo mismo del sujeto que piensa, y hacer que al pensar el
sujeto se piense a sí mismo habilitando lo más profundo e impensable de
su propia experiencia del acceso a la vida de la historia.1
1. La droga, antes de que aparecieran los drogadictos en masa, la droga como una experiencia
de apertura, como muchas culturas la usaban y no como decisión consciente del poder político, ¿no fue quizá, como el recordado Emilio Rodrigué o Fontana lo mostraban describiendo
34
Levinas
Antes de ser un desafío a la coherencia del otro sería un desafío
a la coherencia de uno mismo consigo mismo, luego de habilitar el
lugar originario, lo que un texto de filosofía plantea. Toda exposición
teórica contendría, necesariamente, una limitación al propio dogmatismo porque nunca uno puede estar seguro de haberse comprendido
sobre fondo de poner en juego lo más entrañable de su acceso a la
vida y a la historia que determina los límites y la apertura de su propio
pensamiento. ¿La filosofía no fue hasta ahora el lugar contradictorio
donde queriendo ir al origen de nuestro propio fundamento, al mismo
tiempo que lo hacía lo iba encubriendo? La razón, con sus conceptos,
pondría en juego necesariamente la vida sensible, imaginaria y afectiva que desde lo más arcaico hasta lo más adulto da qué pensar al
pensamiento: y no sólo lo simbólico, que por seguir obturando el
secreto de la madre negada termina como en Lacan en la disimulada
psicosis heráldica de los nudos borromeos. La infancia volvería a ser
recuperada, a ser comprendida como el lugar originario de los contenidos vividos que animan sin saberlo todos los conceptos fundamentales de la metafísica y de la religión, de la poesía y del arte. La poesía,
como Jean Wahl enseñaba, sería el fundamento no reconocido de la
filosofía dentro de sus propios conceptos. La experiencia mística en la
que se refugia la filosofía post-metafísica iría al encuentro de su fuente
originaria en la experiencia arcaica: sería un estadio de la filosofía, el
estadio ab-origen de todo pensamiento situado en su propio interior,
no al margen de ella. Sería absoluta en su ser relativa a la propia historia
del acceso a la palabra, porque ese primer acceso ha sido siempre, para
el niño que todo hombre ha sido, la unidad absoluta con lo otro en
lo Mismo, para utilizar un término grato a Levinas. Todo esto presuponía lo que Sloterdijk da por terminado en el posmodernismo: el
ocaso de una comunidad de escritores y lectores, de letrados, viviendo
al margen y en los intersticios, como Marx decía de los judíos polacos,
la experiencia de Freud, el momento necesario para “regresar” y actualizar esa experiencia
originaria que encubría el origen de la conciencia humana? [N. de L. R.]
35
León Rozitchner
en los poros de la sociedad occidental, capitalista y cristiana. Todo eso
ha terminado.
Esa misma comunidad ha desaparecido como la Academia antigua,
cuyo modelo pidieron prestado a las universidades medievales que están
en el fundamento de las nuestras. Los jurados de la antigua Iglesia y el
Santo Oficio de la Santa Inquisición se han convertido en los jurados
académicos universitarios. Esa lucha estaba aún presente en la posguerra
parisina que uno mismo había conocido. Pero, ¿realmente creo eso que
pensaba antes, puedo seguir pensando ahora cuando los libros y el
diálogo implícito con sus lectores han desaparecido hundidos bajo la
avalancha de una superproducción redundante con la que nos mean,
nos anegan y ahogan, que deben vender cada día infinitas “novedades”
para hacer que el “negocio” de los grupos de editoriales sea rentable
para sus accionistas, y cuando para la CNN –un estilo sólo más cínico–
mide sin desenfado la cualidad de toda producción humana por su
rendimiento en dólares sin que nadie, pero nadie, se asombre? Ahora
un Modigliani o un Van Gogh, muertos locos y de hambre, adornan en
Belgrano la mansión de un chanta porteño enriquecido.
III
Partir de describir el hecho de que en épocas de catástrofe el
retorno a lo materno es el modo de eludirla y a veces de enfrentarla,
pero con una respuesta que no siempre crea una nueva modalidad de
pensamiento para vencer el obstáculo, sino simplemente para disolverlo imaginariamente. Levinas en vez de permitir una aproximación
más profunda al conocimiento de la realidad que lo aterra (lo cual sería
un retorno a las fuentes de la vida judía para convertirlas en un nuevo
punto de partida de la inteligibilidad humana luego de la Shoá y encontrar en esas fuentes de vida la comprensión más profunda en sí mismo
y que produce esa realidad que lo persiguió para aniquilarlo) entra en
cambio en un éxtasis místico donde la protección imaginaria le brinda
36
Levinas
un consuelo sentido, alucinado, que lo protege y lo salva. Vuelve a
producir, acorde con la racionalidad que lo amenaza, un esquematismo
que niega de su propia experiencia absolutizada aquello que podría ser
su punto de partida para una nueva eficacia. De eso se trata: plantear
nuevos presupuestos para pensar algo, crear una racionalidad nueva
que recupere como punto de partida para el pensamiento a la dadora
de vida, a la del primer imperativo que Levinas excluye: el “vivirás”
primigenio, del cual el “no matarás” es sólo un imperativo defensivo, a
la retirada, murmurado sólo con palabras ante el enemigo implacable e
inconmovible que amenaza con aniquilarnos. Y que Levinas pretende
enfrentar con un solipsismo místico.
Este engendramiento que la ontología quiere conceptualizar para
aproximarse y asumir la experiencia del ser del hombre en la plenitud de
su horizonte de sentido, tendría previamente que recuperar una plenitud
perdida infantil que abrió ese horizonte primero como un a priori de toda
conceptualización. Y cuyo sentido sería entonces diferente si lo despojáramos de una plenitud sentida, pero también fantaseada, que reverbera y
plantea esperanzas y decepciones referidas a lo absoluto de esas vivencias
arcaicas. Pero deja de prolongarlas y adecuarlas a las condiciones de la
realidad adulta y colectiva de la materialidad histórica, que sin embargo
sigue determinando tanto el pensar como el obrar. Sin comprender lo
que la infancia vive y se corta en ella sin solución de continuidad en la
cultura adulta, es difícil comprender lo que el adulto espera de la vida
y por lo tanto del tiempo, del otro y del más allá. Y precisamente esa
plenitud que la ontología abre, referida a lo absoluto, quizá se verificaría
como susceptible de prolongarlo y enderezarlo en función del tiempo y
del espacio histórico, pensando que ese absoluto es relativo a las condiciones de la infancia desde la cual se abrió. Entonces lo absolutamente
otro, la alteridad, el amor, la vida y la muerte encontrarían un sentido no
menos profundo y complejo, pero que abriría el espacio de una relación
más fecunda en tanto incluiría a los otros en una relación de reciprocidad posible, no fantaseada como absoluta y por lo tanto estéril y destinada a la consolación individual y a la soledad.
37
León Rozitchner
El hecho de que lo materno sea el punto ciego y excluido del fundamento plantea, me parece, ciertos presupuestos que dejan de lado,
empobrecidos, aquello sin lo cual todo el gran sistema de dominación
actual –económica, política y sobre todo mítico-religiosa– se silencia
en lo que tiene de modificable y enfrentable. Porque precisamente
su fundamento mítico es el que organiza el horizonte de sentido de
la realidad histórica del occidente cristiano-capitalista, porque tiene
como prerrequisito la reelaboración mítica de las categorías arcaicas
de la subjetividad. Y es el defecto fundamental que se refugia, como
un lugar reservado y excluido de la comprensión, en el campo de lo
absoluto y de la religión. Sin comprender las torsiones y las metamorfosis que el poder opera en el campo de lo arcaico, de la infancia
del niño –y no solamente de la infancia del hombre en la historia, a
la manera de Marx– los presupuestos de la dominación subjetiva y
material de algunos hombres sobre la mayoría de ellos quedarán sin
poderse explicar.
La razón de que el enorme esfuerzo crítico de la ontología de
Levinas no alcance su cometido se encuentra en el hecho, creemos, de
que se despliega dentro de los límites que el patriarcalismo planteó
como único espacio para la racionalidad histórica. Y eso determina
un límite infranqueable para su planteo ético porque señala, al mismo
tiempo, las áreas vedadas al pensar que la alienación occidental decantó
como absolutas aun para quien cree penetrar hasta el extremo límite
de toda determinación. Permanece en el campo de la metafísica de la
cual el mismo Levinas señala el lugar de lo erótico como su punto ciego.
Pero llega sólo hasta allí: no recupera a la madre-mujer, una exclusión
fundamental que sigue él mismo sosteniendo.
38
I
Notas sobre el hitlerismo y el terror cristiano
Primera parte: El nazismo propiamente dicho
Las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales
Lo “terriblemente peligroso” del hitlerismo “se vuelve interesante
en términos filosóficos”,1 comienza diciendo Levinas. Lo cual significa
que el hitlerismo racista alemán excede para él los límites de la cultura
de Alemania y se amplifica hasta adquirir una dimensión que pone
en juego toda la cultura llamada occidental y cristiana. Abre entonces
el espacio de una reflexión sobre un peligro mucho mayor del cual
Alemania sería sólo la hedionda y purulenta pústula por donde una
enfermedad mucho más diseminada, que abarca todo el cuerpo de la
cultura occidental, de pronto supura y estalla. Y no se trata sólo de un
arranque pasajero de “contagio” o de “locura”. En términos de Marx
diríamos entonces: el nazismo sólo mostró de una manera amplificada la repugnante hendidura por donde se revela la putrefacción del
Espíritu Absoluto de la razón occidental.
Levinas anticipa y comprende la magnitud del horror que desde
Alemania se anuncia en términos apocalípticos y que, como hemos
visto los que sobrevivimos a esa monstruosa hecatombe que hoy se
globaliza con el neoliberalismo, permanecía sin embargo limitada,
como si el nazismo alemán fuera –tal como ha sido presentado durante
la Segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días– sólo un enfrentamiento del terror de las hordas germanas contra las libres democracias
liberales, pero sobre todo contra el socialismo naciente. “El conflicto
no se dirime sólo entre el liberalismo y el nazismo”, dice Levinas, y lo
1. Emmanuel Levinas, Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, Buenos Aires, FCE,
2001, p. 7.
39
León Rozitchner
extiende hasta englobarlos en un fundamento único: “Predeterminan
o configuran el sentido de la aventura que el alma correrá en el mundo”.
Es esa aventura del alma la que está culminando ahora.
Debe buscar entonces el fundamento más allá de donde la razón
lo comprende. Levinas ve emerger desnudamente en el hitlerismo el
asiento pulsional originario desde el cual toda cultura se elabora: “las
potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. Es “un
despertar” de lo que permanecía latente, en somnolencia. Podríamos
decir que la cultura occidental y cristiana al profundizarse retoma y
abraza abiertamente las fuerzas arcaicas con las que, confundidas o
adormecidas, vuelven a enlazarse abiertamente. La razón occidental
revela su asiento en las pulsiones sensibles, cuya encarnadura en los
cuerpos de los hombres descubre el fundamento terrorífico oculto de
la cultura europea.
Por eso el nazismo es sólo un índice que “rebasa la filosofía hitlerista”,
que es lo que nosotros, posmodernos, no sin escalofríos ahora vemos
más nítidamente ante la magnitud de lo que allí se había anunciado. Su
afirmación es tajante: “pone en cuestión los principios mismos de toda
una civilización”. Podemos decir entonces que Levinas hace ya muchos
años abrió el espacio de un interrogante que aún hoy en día, agravado
y expandido, luego de haber visto lo que él en este escrito sólo preveía. Su reflexión filosófica pretende llevar el análisis hasta ese extremo
del “principio mismo de toda una civilización”, la occidental y cristiana,
que ha obturado la capacidad de analizar sus propios presupuestos.
Nos preguntamos entonces: ¿Levinas con su filosofía pudo llegar a
comprender los principios de toda esa alta civilización cuyo cuestionamiento la política del nazismo abría?
La amenaza nazi abarca no sólo al liberalismo sino también al
cristianismo, cuya complicidad interesada señala: “El propio cristianismo está amenazado pese a los privilegios o concordatos de los que
sacan provecho las iglesias cristianas con el advenimiento del régimen”.
Parecería que el hitlerismo nazi y su antisemitismo era entonces utilizado por la Iglesia como algo exterior a ella, sólo como un medio para
40
Levinas
obtener prebendas, como si para Levinas la persecución a los judíos
fuese pensable sin los previos casi quince siglos de persecución cristiana: como si el cristianismo no fuera, como pensamos, un presupuesto del nazismo. Lo que aún no queda resuelto entonces es la
siguiente pregunta: ¿el liberalismo y el cristianismo son sólo dos meras
formas de aprovechamiento del nazismo, y por lo tanto exteriores a
sus propios fundamentos? ¿O el nazismo tiene su fundamento en el
cristianismo tanto como lo tiene en el liberalismo, y por lo tanto todos
ellos resultan de los mismos principios y de una misma racionalidad y
civilización histórica que los engloba y los utiliza para expandirse?
¿Qué relación tienen los “sentimientos elementales”, considerados
como “potencias primitivas”, con la razón que resulta de ellos o se
engarza en ellos? ¿Los “sentimientos elementales” y las “potencias primitivas”, en la medida en que son múltiples, pueden ser reordenados, jerarquizados o transformados por cada cultura, y por lo tanto no son en sí
mismos negativos por ser elementales y primitivos? De la respuesta que
dé Levinas a estas preguntas, que se desprenden de su propio planteo en
los primeros tiempos de su reflexión filosófica, dependerá entonces que
se abran dos caminos por lo menos: uno, que los califica por ser elementales y primitivos, preexistentes, como irreductibles a toda razón y los
enfrente como opuestos a toda prolongación en la cultura, y otro donde
la cultura y la razón se apoyen y se prolonguen desde ellos tomándolos,
por ser elementales y primitivos, en soportes encarnados de una ética
humana que los reorganiza como su necesario punto de partida.
La intuición y la decisión originaria
Para Levinas “los sentimientos elementales, y las fuerzas primitivas, entrañan una filosofía. Expresan la actitud de un alma frente
al conjunto de lo real y a su propio destino”.2 Entrañan una filosofía
2. Ibíd.
41
León Rozitchner
quiere decir que de estos sentimientos resulta un modo de ser y de
reflexionar del hombre dentro de la realidad y determinan inexorablemente, por lo tanto, el destino individual y colectivo donde estos sentimientos y fuerzas elementales se expresan. Por eso la diferencia que
“los periodistas” franceses de la época hacen resaltar para diferenciar “el
universalismo cristiano del particularismo racista” es superficial, nos
dice: “una contradicción lógica [entre lo universal y lo particular] no
puede dar cuenta de un acontecimiento concreto”. Para dar cuenta de
la contradicción lógica hay que remontarse a su fuente: “a la intuición
y a la decisión originaria”.
Es a esa intuición y a esa decisión originaria a la cual se va a dirigir
la reflexión de Levinas. Pocas veces, en tan pocas palabras, se ha planteado –creemos– un intento por comprender la contradicción radical
que culmina en nuestros días desde aquellos del 1934 en que fue escrito
y publicado en la revista Esprit, revista “del catolicismo progresista
[francés] de vanguardia que comenzó a editarse casi al día siguiente de
la llegada de Hitler al poder”.
Sin embargo retengamos una observación que Levinas escribe
en 1990 en su “post scriptum”, donde nos recuerda: “El artículo (de
1934) nace de una convicción: que la fuente de la sangrienta barbarie
del nacionalsocialismo no está en ninguna anomalía contingente de
la razón humana, ni en ningún malentendido ideológico accidental”.
Hay en este artículo la convicción de que esta fuente se vincula con
la posibilidad esencial del Mal elemental al que la buena lógica –la
racionalidad– podría conducir y del cual la filosofía occidental no
estaba suficientemente al resguardo. Posibilidad esta, la del Mal
elemental, que se inscribe en la ontología del Ser que Levinas criticará luego en Heidegger. La razón occidental esconde el secreto que
la fundamenta.
Hay que llegar entonces hasta el origen de la razón desde los sentimientos elementales y las fuerzas primitivas. Son ellos los que pueden
producir, en tanto se manifiestan en la corporeidad sensible, el Mal
elemental del que la filosofía occidental no estaba al resguardo.
42
Levinas
Desde el comienzo Levinas siempre reconoció en el cristianismo
una de las formas de manifestarse lo Infinito, de un modo diferente
quizás al judío. Sin embargo hay que tener presente que la exposición
de la situación europea bajo el cristianismo y el liberalismo capitalista
es diferenciada de las condiciones extremas que alcanza el racismo
nazi. Si bien Levinas al exponer los caracteres del cristianismo y su
prédica, su concepción del espíritu y de la verdad, así como también
lo hace con el liberalismo, destaca su concepción del cuerpo y de la
naturaleza, y nos muestra que esa distancia entre el yo y el cuerpo
tiene en ellos una determinada forma de solución que no resuelve los
problemas ni nos proporciona una forma adecuada de lo que debería
ser la relación con el cuerpo y el espíritu, no por eso desarrolla todavía
su propia concepción. No los critica, pero va mostrando sus límites sin
exponerlos como tales: nos lleva a pensar que el nazismo es una posibilidad abierta por las insuficiencias de las elaboraciones cristianas y
liberales. Pero no declina su propia concepción, que sólo entre líneas
es posible ir detectando.
La filosofía de Hitler es primaria. Pero las potencias primitivas
que se consuman en ella… se manifiestan bajo el empuje de
una fuerza elemental. Despiertan la nostalgia secreta del alma
alemana. Más que un contagio o una locura el hitlerismo es un
despertar de sentimientos elementales.3
El punto de partida implica una estratificación de los poderes
del hombre histórico. “Primarias”, “potencias primitivas”, “fuerzas
elementales” que surgen en su modalidad afectiva: son sentimientos
aborígenes. Latentes. Levinas explica al nazismo como su retorno:
expresión del cuerpo viniendo desde su estrato más primario y menos
transformado por la cultura histórica dentro de la cultura misma que
los mantenía entonces contenidos, pese al desarrollo de otros poderes,
3. Ibíd.
43
León Rozitchner
estos espirituales, desde los cuales nos permiten juzgar y comprender
su eclosión inesperada para la razón que creía haberlos superado. Pero
esta razón reposa en una concepción que la razón occidental se había
dado de sí misma y que, por lo tanto, los hace posibles.
Los sentimientos elementales, primarios, sin transformación aún,
latentes, surgen con fuerza expresando el sentido, la significación, de
las potencias primitivas que determinarán nuestro modo de asumir
la aventura de la vida. Actitud originaria, desde la cual parten las
conductas del hombre histórico, abren la pregunta sobre la actitud
segunda, o tercera, desde la cual se la establece a esta como primera: la
de Levinas, quien determina la jerarquía y la define por su ubicación
elemental en el sujeto. Si es sentimiento que produce una actitud, cabe
entonces preguntarse por su conformación y por su origen en la estructuración de la subjetividad que determinó los caracteres que la definen
como elemental y primaria. Podemos pensar que son la racionalidad
occidental y el cristianismo junto con el liberalismo, los que hacen
posible esta permanencia de lo originario así comprendido y organizado. Pero hasta ahora no hay en Levinas historia de su acceso a la
constitución y reorganización de lo primario: lo primario es así desde
su surgimiento mismo en el sujeto. Forma de organización primaria de
un cuerpo cultural, adulto por lo tanto, pues le proporciona el sentido
de su ser en el mundo.
Pero lo más importante consiste en que este retorno a las fuerzas
primitivas, primarias, originarias, elementales, son poderes destructivos de lo humano. Así entonces el hitlerismo estaría en contradicción,
y sería lo opuesto, tanto al liberalismo y sobre todo al cristianismo, pese
a los beneficios que este último obtiene de los nazis. Los casi quince
siglos (casi dos milenios) de la experiencia histórica de las persecuciones cristianas contra los judíos no le permiten siquiera exponer el
pensamiento de que existe una aproximación entre ambos: que ambos
lo hicieron posible. Preguntarse, por ejemplo, cómo el cristianismo ha
transformado, si lo ha hecho, las pulsiones originarias. Cómo la oposición entre nazismo y cristianismo desaparece para la cultura europea,
44
Levinas
como si ellos no hubieran producido los pogromos (los primeros,
en Francia, en el 900), y no hubieran sido los autores de la feroz
colonización y el genocidio que los liberales europeos prolongaron
en los países conquistados y colonizados, sometidos a la esclavitud
durante siglos, y que se mantenía totalmente vigente a comienzos de
la toma del poder político por Hitler. Y como si la Primera Guerra
Mundial no hubiera sido ya una verificación acabada, tanto del cristianismo como del liberalismo, en las masacres que produjeron en Europa
misma. ¿Qué le impide a Levinas pensar esta aproximación que sin
embargo se insinúa entre nazismo y cristianismo, y que él reduce a un
aprovechamiento de la Iglesia de algo que ella no habría engendrado
en Europa, y que sólo habría utilizado en su provecho?
Para Levinas las diferencias entre el cristianismo y el nazismo no
pueden reducirse a oposiciones formales: responden a campos de ideas
contrapuestas que sólo el retorno a “lo concreto” puede revelarnos.
Pero hay tantos concretos como filosofías existen. El fundamento
que las organiza debe remontarse a las fuentes, a un origen desde el
cual surgieron como una elección consciente, es decir la respuesta a
un enfrentamiento, y ese hecho reside en un acto de pensamiento que
compromete al cuerpo, su fuente: la “decisión originaria”. ¿Tendrá
algo que ver esta decisión originaria con las condiciones históricas
concretas que le sirvieron de fundamento originario? ¿Dónde situar el
origen de la “decisión originaria”?4
4. Creo que Levinas roza –roza solamente– aquí algo importante: que las premisas tanto del
nazismo como del cristianismo y el liberalismo, pese a sus diferencias y a sus antagonismos,
reposan en un presupuesto común, en una misma concepción de las potencias primitivas,
la fuerza y los sentimientos elementales, originarios, de lo primario, de los primeros sentimientos que desde allí Levinas se revela como un crítico profundo de la racionalidad cristiana
y liberal que llevó a la implantación del nazismo. Pero su crítica, aunque parcial y deformante,
no encontró cabida en Francia de la posguerra, donde un pensamiento revolucionario en el
campo de la filosofía y de la política abrió caminos radicalmente opuestos al suyo. Por eso la
poca influencia de Levinas, que sólo aparece predominando ahora entre nosotros: como un
consuelo y una justificación de los fracasados y de los arrepentidos. [N. de L. R.]
45
León Rozitchner
Segunda parte: Nazismo y cristianismo
La raza
Lo que no se entiende es que el recurso a la raza en Hitler pueda
referirse a las “potencias primitivas” y a los “sentimientos elementales”:
la raza significaba y expresaba la profundidad hasta la cual había calado
la diferencia con los otros, el valor espiritual más alto de lo alemán
y lo ario que alcanzaba así, en su confusión con ese cuerpo también
determinado como diferente, una encarnación histórica de esa diferencia radical que los enaltecía ante los demás hombres. La raza no
era sólo biológica: era el máximo de interiorización, de encarnación
espiritual, patriarcal, en el cuerpo. La noción de raza no es entonces
una referencia a las pulsiones naturales primitivas que la decisión originaria no hubiera aún encauzado: raza es la materialización de una espiritualización que organiza el cuerpo histórico, que de tan profunda y
omniabarcativa puede ser predicada como si también fuera la de un
cuerpo cultural originario cuyo origen histórico así se encubriría.5 Y en
la Europa cristiana y occidental, ¿acaso la “raza blanca” de los europeos
no era la colonizadora de los pueblos aborígenes inferiores y bárbaros?
Hitler sólo había extremado las cosas, aquello que el cristianismo
había ejercido desde el comienzo en Occidente: el dominio de los
cuerpos allí donde la conciencia de los valores populares por sí solos
no alcanzaban para ser cristianos. El cristianismo era –es– un racismo
que distinguía entre cuerpos cristianos y cuerpos primitivos –no cristianos– en lo humano. Como los cristianos, Scheler, judío converso, lo
había expresado claramente: el asesinato existe sólo si el otro es percibido y reconocido como un ser humano por quien lo aniquila: sólo así
es un semejante. Pero esta percepción, ¿no es histórica acaso?
5. ¿Acaso la concepción del indoeuropeo para los lingüistas no era una expresión de la raza
aria, opuesta a la lengua hebrea, es decir semita? No hubo que esperarlo a Hitler para convertir
al cristianismo en la expresión de la raza arya que hablaba otra lengua. Ver: Maurice Olender,
Las lenguas del paraíso, Buenos Aires, FCE, 2009. [N. de L. R.]
46
Levinas
Sangre de su sangre
En la identidad y en la supremacía de la raza aria ahora era Hitler
la “sangre de su sangre” que entre los judíos ocupaba desde el Génesis
sólo a la madre. Adán, recordemos, proclama extasiado y confundido
al despertar y ver en Eva a la mujer de su sueño: “Esta vez sí es sangre
de mi sangre, hueso de mis huesos”. Pero era una nueva raza la que se
encarnaba en el Blut und Boden que Levinas menciona: la del superhombre, esa que ya Cristo había proclamado en la Eucaristía con la
hostia y el vino (“esta es mi carne, esta es mi sangre”) para oponerse a
la determinación fundante de la madre judía. Ese cuerpo de la madre
judía es el que se transfiguraba en la última cena de Cristo: el cuerpo de
la madre de Adán manducada se metamorfoseaba en cuerpo del Hijo
del Padre. Suplanta una carne y una sangre por otras: las transforma de
femeninas en masculinas. Hitler enfrenta con su cuerpo de raza cristiana, despojado de madre, a la raza judía y a la sangre materna que
circula por el cuerpo de todos los judíos. Por eso podemos decir que
con el racismo de Hitler culmina la persecución cristiana contra los
judíos que prolongan las madres judías: cuerpo de madre judía contra
cuerpo de Padre cristiano. Lo que comenzó con el ágape transformista
amoroso de Cristo culmina con la Shoá de Hitler.
Y lo hacía, podríamos decir, transformándolo en su contrario,
aquello que en la cultura judía aparece prolongándose como identidad
desde el cuerpo de la madre, que es la que determina la pertenencia o
no a la comunidad del pueblo elegido. La madre es el irrenunciable
fundamento encarnado del “encadenamiento” judío, que en Levinas
oculta el origen también materno de la espiritualidad judía, porque
lee la Biblia desde el dominio patriarcal dogmático de la Sinagoga. Por
eso en sus trabajos sobre los textos judíos no tienen cabida los textos
místicos que Gershom Scholem recupera y valoriza. Y es su contrario
el que aparece en el hitlerismo: las madres son las encargadas sólo de
conservar la raza biológica, el lugar natural de una operación espiritual: dar vida a los hijos para que luego en ellos se les inseminara la
47
León Rozitchner
espiritualidad del Führer. Hitler era “sangre de su sangre” para los
alemanes, nos dice Levinas, pero no la de la madre sino la del Padre.
Era el cristianismo político acabado –ontologizado–, que repetía y
extremaba la experiencia de los emperadores romanos, que ponía a
los cuerpos transgresores como pasto de fieras, pero ahora en clave
justiniana y paulina. Y la intelectualidad alemana era, en su tiempo,
la que más estaba preocupada por el lugar que los judíos ocupaban
en la cultura que el iluminismo cristiano les había abierto para que
doblegaran por fin su cerviz altiva. En ese sentido las ceremonias de
masas del hitlerismo gamado repetían, amplificadas en clave política,
la cena de los doce apóstoles con Cristo y nos revelaba sin hipocresía
su odio bi-milenario: donde la carne y la sangre materna se transmutan
y se corporizan en el Cuerpo del hijo divino, Hitler como Cristo Rey
de Roma. La solución final al fin alcanzada del cristianismo contra el
cuerpo amoroso de las madres. Ese es el lugar donde Levinas encuentra,
como punto de partida, “las potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”.
Levinas separa al hitlerismo del cristianismo y lo convierte en un
resultado del enfrentamiento del espíritu greco-romano contra el
paganismo. Al parecer ve en esta determinación corporal la emergencia del primer nivel de la materialidad, el “hay” universal, sin
determinación histórica todavía, que no tiende hacia el espíritu y
hacia la libertad que se abre desde el cuerpo al superarlo. El “encadenamiento” se manifiesta como un sentimiento, Stimmung. Pero si
hay sentimiento, hay sentido: significación. La sangre no habla, no
siente: es una metáfora de la relación que mantienen cuerpos históricos ligados entre sí, como lo son por otra parte todas las otras relaciones, aun las más finas y sutiles. El hitlerismo encadena al cuerpo
a los otros cuerpos desde el “hay” indiferenciado de la pura materialidad, no superada aún por la fina punta del Infinito que la toca y la
transforma, nos dice. “El pueblo, casi en su totalidad, clavado al suelo,
atado, estaba retenido por lazos de sangre (Blut und Boden)”. Levinas
trata a las metáforas como relaciones reales de la materia que utilizan
48
Levinas
para significar una cosa diferente: el predominio del patriarcado
despojado de madre. No parte del planteo contradictorio del génesis
bíblico, sino de la interpretación patriarcalista rabínica.
Del Génesis a la sensación
Con el nazismo culminaba entonces aquello que desde su origen
Europa preparaba con su cultura cristiano-capitalista y la persecución casi bi-milenaria a los judíos. Era el único mundo posible en el
que llegaba a su término el monoteísmo patriarcal y excluyente de las
antiguas diosas madres. Pero ni siquiera había un dios único: había
dos dioses entre los judíos y uno para los cristianos. Uno primero, casi
inocente, Elohim, dios plural, que había creado tanto a la mujer como
al hombre a su misma imagen; otro, antropomorfo todavía ( Javhé),
donde la diferencia y la oposición tajante entre ambos sexos se instaura.
Luego un tercero, mucho más distante, que es el dios cristiano, pura
ficción del pensamiento abstracto, y Cristo, el hijo del Dios inmaterial
cristiano. Dioses, los primeros, diferentes y heterogéneos con el dios
del cristianismo, aunque ambas religiones fueran monoteístas.
Pero Levinas parte de un enfrentamiento que correspondía al
comienzo del cristianismo en su vertiente romana: la oposición entre
cristianismo y paganismo, no entre cristianismo y judaísmo. Va a
buscar el origen del hitlerismo y lo sitúa antes del cristianismo. Porque
tanto el cristianismo como el judaísmo se han distanciado de los dioses
paganos. El nazismo en cambio sería un retorno a un origen que se
creía superado. Todos los monoteísmos serían salvíficos.
El paganismo no es nunca la negación del espíritu, ni la ignorancia de un Dios único (…) El paganismo es una incapacidad
radical de salir del mundo. No consiste en negar espíritus o
dioses sino en situarlos en el mundo (…) En este mundo que
se basta a sí mismo, cerrado sobre sí mismo, el pagano está
49
León Rozitchner
encerrado. Decide según él sus acciones y su destino. El sentimiento de Israel ante el mundo es completamente diferente. Es
todo sospecha. El judío no tiene en el mundo las bases definitivas del pagano.6
¿Las compartirá entonces con el cristianismo? Lo importante era
eso: el dios único del monoteísmo judío debía ser abstracto y ocultar
a la figura materna, y por eso la necesidad de Levinas en distanciarse
del imaginario pagano. La idea de infinitud requiere, como quien huye
de lo más terrible y tenebroso que lo encierra en el mundo, desalojar
toda representación figurativa como fundamento del pensamiento.
Pero más aun, así como los religiosos judíos huyen de la representación sensible de las cosas para no caer en la tentación de ídolos y
fetiches que el monoteísmo patriarcal abstracto prohíbe, Levinas
debe desalojar también como punto de partida toda percepción que
se representa y ordena lo que mira, los objetos y los seres del mundo,
hasta volver a la mera y más simple sensación corpórea como punto de
partida, como Levinas lo hace en su crítica a la fenomenología de la
percepción desarrollada por Merleau-Ponty, para insertar allí, en carne
viva, al Infinito en el origen. Es claro: Merleau-Ponty, viniendo de su
concepción cristiana, al menos encontraba en la percepción la unidad
primera del sentido –en la carne, decía–, un aparecer de los objetos del
mundo que coincidía con lo que Freud había descubierto: un nudo
de afectos significativos de una relación al mundo. La sensación –guía
de vida para Pieron– era de angustia, de pánico, de alegría: nunca un
sensible sin sentido. Levinas en cambio va a insertar lo Infinito del
pensamiento antes de toda significación carnal humana, organizadora
entonces de la percepción misma.
6. Emmanuel Levinas, “L’actualité de Maïmonide” con C. Chalier y M. Abensour, Cahier de
l’Herne, Éditions de l’Herne, 1991, pp. 142-144.
50
Levinas
La vivencia arcaica y el espíritu
Si la distancia y la escisión están sólo en el cuerpo como un distanciamiento en el cuerpo natural mismo que se separa de sí mismo en
una escisión liberadora que el espíritu le impone, entonces se oculta
la historicidad que opera esta separación de lo materno en el sujeto,
producto de un enfrentamiento histórico-colectivo que se dramatiza
en los ritos de tránsito, de iniciación, como ese que Freud descubre
como una compleja tragedia en el interior del yo naciente. El cuerpo del
niño que nace prematuro es el lugar donde dos poderes se enfrentan: el
poder de la madre contra el poder dominante del patriarcado. Levinas
sigue inscribiéndose en el ocultamiento de la determinación histórica
primera, donde la impronta materna acogedora y moral, desconocida y
desdeñada, se ve excluida y negada, más bien relegada, por el espiritualismo monoteísta, formando parte todavía el sistema de la dominación
del cuerpo rebelde y reflexivo. Levinas se adscribe al iluminismo espiritual cristiano en su ser judío. Por eso el espíritu en Levinas es calificado
como “viril” –sin mater–. La mater no piensa pensamientos divinos.
No comprende que la religiosidad de lo absoluto y del tiempo infinito
se asienta en el imaginario arcaico vivido del niño con la madre.
Quizá la condición que hace posible que el hombre sea, entre los
animales, el único que por el azar de su prematuración y de la biología
tiene la capacidad de recordar, de tener memoria de su pasado, es el
único también que recuerda, inscripta para siempre de manera imborrable, lo que Agustín llamaba “la vida feliz” con la que atribuía a un
Dios abstracto el acogimiento materno en su nacimiento. Y ese será
el engrama fundamental desde el cual se inicia la memoria. Y no es
extraño que ese inolvidable engrama, que no engrana en la razón
pensante de la racionalidad adulta, es lo que el hombre debe olvidar
para ser dominado.
51
León Rozitchner
La memoria humana
Será por eso que, al caer en mis manos de pronto un libro que había
leído en mi adolescencia: La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset,
reencuentro de pronto una frase que, cambiando de bicho –mosca por
tigre– utilicé durante mucho tiempo: “Las pobres bestias se encuentran
cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día
anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de
experiencias”. Y aquí viene lo que recuerdo: “Parejamente el tigre de hoy
es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar
de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno”.7 El
hombre, en cambio, tiene memoria pero no puede recordarlo todo: su
experiencia arcaica con la madre sigue olvidada para siempre, aunque
también sin saberlo para siempre lo marca. Se olvida que por el carácter
prematuro de su nacimiento las primeras marcas permanecen grabadas,
aunque nunca alcancen la conciencia, porque de ese olvido surge la
conciencia con la cual la razón occidental se piensa.
El problema es, entonces, la memoria. Sobre ese olvido originario se
construyen las teorías teológicas. Ese olvido –sin inscripción consciente,
en tanto arcaico– es el que explica que no haya ni tragedia ni drama en
la organización del cuerpo cultural para Levinas. O encontrar el fundamento subjetivo en un cuerpo no tocado por el Infinito (“con los lazos
de sangre”, dice), y entonces predominaría el Blut und Boden y todas “las
potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. O partir
de “la intuición y la decisión originaria”, de un cuerpo que recibe el espaldarazo de una tradición y una cultura, como si esta identificación, tardía
para Levinas, no fuera el ámbito determinante del recién nacido que, en
su imaginario ensoñado o alucinatorio, metamorfosea las “potencias
primitivas” y los “sentimientos elementales”, que entonces dejan de serlo.
Como si no entrara a formar parte de una experiencia cultural donde
con la madre se construye en él un primer “mundo interno” donde las
7. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Buenos Aires, Orbis, 1983, p. 32.
52
Levinas
primeras relaciones cualitativas se organizan con un valor propio que
responde a las primeras experiencias de satisfacción o rechazo. Es ya un
“pensar” incipiente, que lo lleva a Freud a reconocerlas como un “juicio
de atribución”: atribuirle a una cualidad un valor que el principio del
placer regula recurriendo a la alucinación para actualizarlo cuando el
objeto se pierde: una forma particular de pensamiento.8
En el origen del cuerpo “natural” para Levinas –como veremos
en su pensamiento culminante– antes de toda experiencia el Infinito
debe previamente haber penetrado. No existe tampoco ninguna situación conflictiva cultural que se debata en el niño: la importancia de la
madre en lo arcaico de su experiencia infantil, el proceso primario con
el cual comienza su relación y su apertura al mundo, y luego la relación
paternal adulta en la determinación de la conciencia racional pensante,
no aparece en el origen de la experiencia. El Infinito instila su espíritu en el cuerpo para que las “potencias primitivas” se transformen en
“intuición y decisión originarias”.
Todo lo negativo está depositado en ese punto de partida, el del
cuerpo natural pulsional, donde se revela en la mera sensación el “il y a”
del Espíritu que lo penetra para transformarlo. Entre el cuerpo “natural”
y el toque mágico donde el Infinito lo penetra para transformarlo en
humano, se esconde para Levinas la experiencia histórica con el cuerpo
materno cuya depreciación, tan honda, oculta la producción de una
“significancia” primordial que el patriarcalismo desdeña. Levinas debe
colocar, al final de su sistema de pensamiento, como situado por debajo
de la conciencia, el lugar donde lo Infinito se inserta para vencer a “las
potencias primitivas, la fuerza y los sentimientos elementales”. Como
si esta apreciación misma, que así las deprecia y descalifica, no fuera ya
una determinación cultural que la razón, para saberse razón pura, le
asigna a la naturaleza. Por eso Levinas al erotismo lo encuentra demasiado tarde, en la etapa adulta del hombre enamorado, pero sin que
8. Ver Sigmund Freud, “La negación” [1925], en Obras Completas, Biblioteca Nueva, 1973, t.
III, pp. 2884-6.
53
León Rozitchner
en la mujer amada se prolonguen o se activen las huellas arcaicas del
cuerpo y la lengua primera de la madre. No hay espíritu Infinito en el
cuerpo acogedor de la madre.
Vencido el racionalismo iluminista debe buscar debajo de la conciencia
la espiritualidad perdida y escondida en el yo más íntimo. Antes de toda
cultura y por debajo de toda conducta habría entonces “sentimientos
elementales”, productos de las “potencias primitivas”, opuestos a la
“intuición” y a la “decisión originaria”, como si este enfrentamiento que
repite la oposición clásica de la animalidad primitiva enfrentara a una
espiritualidad también originaria, y no fuesen ambas, como lo son, ya
improntas culturales que nos organizan como sus sujetos.
Inmanencia trascendente
Retrocede entonces en busca de lo más concreto a la abstracción
metafísica donde todo sentido se disuelve, como si la vida antes de
que se organizara el hombre careciera de todo sentido humano, al
menos para el cuerpo “animal” del niño lactante que quiere persistir
como cuerpo vivo. Como si en lo finito sin sentido de la corporeidad
humana surgiera de golpe lo Infinito sagrado donde la trascendencia
–eso lo hará luego– nunca se convierte en inmanente. Levinas no
puede dar cuenta de esa “inmanencia” –que aún desdeña en esta etapa
como si fuera propia de la naturaleza–, porque no puede aceptar que
detrás de su concepto de inmanencia hay un inmanente-trascendente
en el hombre que es producto de una “socialización” primera con la
madre que queda luego, para lo arcaico de la infancia, como pura
inmanencia. Esa inmanencia es también trascendente, trascendencia
de la madre que la incorpora en el niño, aunque el niño prematuro lo
ignore, porque para el niño toda trascendencia histórica –los modos
de ser históricos de la madre­– es, en el origen, inmanente o interna:
forma cuerpo con la madre, la tiene dentro de sí mismo, porque
no hay mundo exterior todavía. Y como si en la naturaleza, en el
54
Levinas
elemento de lo vivo, no surgiera lo animado para que la vida persista
como vida por lo menos. ¿Tendremos que postular, para justificar los
crímenes de ciertas culturas, un instinto de muerte para naturalizar el
Mal elemental e inmanente que Levinas nos propone en el comienzo,
antes de que el espíritu Infinito nos toque con su varita y nos despierte
a la vida verdadera? ¿Tendremos que aceptar ese Mal elemental, en el
cual cae Levinas posteriormente, como si en su propio surgimiento
como ser humano nadie lo hubiera engendrado y acogido, por no
tener presente lo Infinito?
Más bien es pensable que si hay un Mal elemental este no surgiría
a la vida de la infancia, a no ser que postulemos un Bien elemental
previo que otro Mal elemental destruye. Levinas lo pone aquí a cuenta
de las “potencias primitivas” y los “sentimientos elementales”. El Bien
entonces tiene que ser primero, el Infinito patriarcal, antes de que el
Mal elemental domine. Como si el cuerpo que engendra otro cuerpo
no creara simultáneamente las condiciones donde esa vida naciente
se cobija. Como si la vida materna no creara nada bueno y el Mal
elemental se presentara en los “sentimientos elementales” y en las
“potencias primitivas” de donde brota, superadas por la “intuición” y
la “decisión originaria” de lo Infinito. Este grave presupuesto, al que
nada nos autoriza salvo que partamos de una premisa previa a todo
pensamiento que la postula desde la propia experiencia como cierta.
Al ponerla en duda, ¿lo hacemos con la misma arbitrariedad con que
él la afirma, o tenemos razones más profundas para contraponer a las
suyas? No pretendemos retornar a ningún vitalismo histórico, sino
plantearnos solamente si en la mera vida, eso que algunos ahora llaman
“nuda vida”, no se encontrarán también allí los atisbos de las ganas y
de la percepción del otro cuerpo como semejante cuando surge de las
entrañas de la madre que con su cuerpo lo engendra. ¿De dónde creen
que sacó Rousseau sus intuiciones sobre la naturaleza buena, del buen
salvaje, de la ética social por lo tanto?
¿En qué culmina este planteo temprano para comprender la
tragedia histórica del nazismo que bajo otras formas se prolonga en el
55
León Rozitchner
IV Reich cristiano y capitalista en nuestros días? ¿Dónde irá a buscar
Levinas el fundamento metafísico para enfrentarlo? Hay un espíritu
bueno Infinito y dentro de ese Infinito un infinito malo, desvirtuado,
la Totalidad racional abstracta, donde el hombre se pierde. Hay que
conminarlo a pensar y sentir todo de nuevo para retroceder hasta
un fundamento olvidado. Y la pregunta insiste: ¿de dónde surge? Ya
lo sabemos: el problema consiste en saber qué nos lleva a buscarla y
traerla. Hay que pasar de la Totalidad al Infinito. Pero con ello, como
veremos, no habremos de alcanzar todavía su lugar verdadero.
56
II
Del rostro materno a la palabra de Dios
Notas sobre “Violencia del rostro” 1
Evocación y olvido
La idea más importante cuando evoco el rostro del otro, la
huella del Infinito o la Palabra de Dios es la de una significancia
de sentido que originalmente (…) no es objeto de un saber, no es
ser de un ente, no es representación. Un Dios que me concierne
mediante una Palabra expresada como rostro del otro hombre,
es una trascendencia que nunca se vuelve inmanencia.2
Primero, el rostro es evocado, no visto: rostro imaginado y disuelto
en su presencia arcaica al mismo tiempo –pienso para comprenderlo–.
¿Desliz del lenguaje? Un rostro evocado no es aquel al que miro a los
ojos para verlo. ¿No habrá un rostro primero evocado en cada rostro
visto? ¿No hay una negación de lo mismo cuando evoco al otro y quiero
borrarlo para verlo más allá de ese rostro? ¿El rostro evocado no será
quizás el de ese primer rostro que se hace presente pero defraudado en
cada otro rostro nuevo, como una temida amenaza que se verifica como
cierta, la pérdida definitiva y eterna del rostro que ahora alucino y al
que no renuncio, y en el cual contrasto el rostro que ahora miro con
el rostro primero que evoco al mirarlo? Quiero decir: hay un rostro
primordial, el de la primera mirada materna que me invistió como otro
dentro de lo Mismo (y entonces lo Mismo es la unidad simbiótica cuya
huella inconsciente evoca) desde la cual, sin poder dejar de evocarla,
1. “Violence du visage”, entrevista a Emmanuel Levinas, en: Alterité et transcendance, Montpellier, Fata Morgana, 1995. Versión castellana: Emmanuel Levinas, “El rostro de la violencia”,
Revista Nombres, Córdoba, año VI, Nº 8-9, noviembre de 1996, pp. 271-280. Las citas del
texto pertenecen a la versión castellana [N. de los eds.]
2. Óp. cit., p. 271.
57
León Rozitchner
descubro ahora al otro rostro nuevo, aunque extraño o enemigo, como
rostro absoluto que oculta lo que tiene de relativo a mi propia historia,
que viví, arcaica, sin conciencia. Si no pienso esto, no entiendo nada.
Pero entonces me dice que aquí la Palabra es la palabra primordial: la palabra se expresa “como rostro del otro hombre”, más bien
es la palabra originaria que evoca siempre ese rostro primero como
fondo de todo rostro percibido. Levinas cree haber encontrado el
lugar donde la palabra como Infinito se encarna en la mirada. Pero
entonces, si pienso en el rostro de mi madre como fundamento, lo que
he logrado es sustituir el rostro y la lengua materna metamorfoseada
en un atributo del Infinito masculino. Y si es “una trascendencia que
nunca se vuelve inmanencia” es porque el rostro primordial del cual
nos separamos, y que aparece fuera aunque estuvo antes dentro de
nosotros, lo reencontramos contrastado, y nos dice que a ninguno de
ellos, aun al rostro más amado, lo volveremos a sentir como inmanente:
nunca más como ese que vivimos, el de ella, en lo más profundo de
nosotros mismos. Nos distanciamos de palabra y de cuerpo de nuestra
madre. De esa coincidencia fugaz y destellante se produce y nos sobrecoge ahora la certidumbre de una presencia ahora ausente. La Palabra
que habla ahora es la de un lenguaje segundo, no viene entonces de
la lengua materna que hizo posible que luego lenguaje (el que enseña
la lingüística) haya: sería a lo sumo la lengua del padre amenazante
que ordena separarnos de ella para siempre, y verlo al otro sólo como
otro rostro abstracto, distanciado de la fuente libidinal y presente con
un amor sin concupiscencia, es decir sin presencia, sólo rastro o archihuella, huella arcaica que se metamorfosea en Palabra divina.
La idea importante cuando evoco el rostro del otro, la huella del
Infinito, o la Palabra de Dios… es la de una significancia de sentido
que originalmente no es tema, no es objeto de un saber, no es
ser de un ente, no es representación. Un Dios que me concierne
mediante una Palabra expresada como rostro del otro hombre, es
una trascendencia que nunca se vuelve inmanencia. (…) Siempre
58
Levinas
lo he descripto como portador de una orden… donde otro era
absolutamente otro, incomparable y, de esta manera, único.3
Cuando uno, para entenderlo a Levinas, recurre a la experiencia
inmanente que todos los hombres han vivido, y piensa en el rostro
de la madre, incluye la experiencia inconsciente de todos en su
propio pensamiento. Cuando Levinas nos propone la suya no es para
compartirla: es para exponernos un constructo teórico que despierta el
sentimiento de tener que aceptarla por la amenaza de su poder trascendente: portador de una orden. Es cierto, luego, en su última obra,
lo transforma. Pero ahora es un encubrimiento y un regreso a aquello
que fue impuesto por la experiencia histórica, y convertir su modelo
materno que nos hizo malos en un modelo que ahora nos haga buenos.
Pero siempre –por ahora al menos– como una obligación externa, lo
cual excluye definitivamente como no espiritual la experiencia ética
del acogimiento materno por ser sólo inmanente –cree–. Es su palabra
contra la de cualquiera que niegue la suya, fruto de una experiencia
intransferible, la que evoca, tan reelaborada y reconstruida como cualquier otra. ¿Cómo refutar un acto de fe, una fantasía absolutizada y
desencarnada, hecha pensamiento con el lenguaje de la filosofía? ¿Y si
sólo se tratara de una alucinación racionalizada? Frente a ella sólo cabe
mostrar qué se gana al proponerla, quiénes son los que la adoptan, qué
problemas personales resuelve, en qué consiste su eficacia.
La santidad del otro: mi mirada
Que el otro sea incomparable, único, irreductible a todo otro, eso
es lo que nosotros también sostenemos pero sin que ningún espíritu
Infinito nos obligue, porque venimos del sin tiempo de la memoria
sensible con la madre. Lo sentimos porque nos viene también desde
3. Óp. cit., pp. 271-272.
59
León Rozitchner
muy adentro. Porque lo difícil, para Levinas obvio, es ese excedente
que le agrega a su experiencia, que al parecer es también única, irreductible: que en todo rostro vea la huella del Infinito o la Palabra de Dios.
Y no nos parecería mal si no fuera por las consecuencias que su afirmación tiene para las condiciones histórico-materiales de existencia de
cada cuerpo que se expresa por medio de su rostro. Según nos dice lo
hace porque ese olvido “corre el riesgo de transformar en cálculo puramente político –hasta llegar a los abusos totalitarios– la obra difícil y
sublime de la justicia”.4
No es mucho para luchar contra las nuevas formas de totalitarismo
del que acepta sus disfraces. La dificultad surge cuando dice que “la
vocación de la santidad es reconocida por todo ser humano como valor
y que este reconocimiento define lo humano: lo humano ha perforado el ser imperturbable”. “Incluso si ninguna organización social, si
ninguna institución puede, en nombre de las necesidades puramente
ontológicas, asegurar ni producir santidad. Pero hay santos”.
La ontología cristiana producía santos coherentes con su teología.
Levinas, para que haya santos, pero santos santos, nos propone entonces
santos pre-ontológicos. Aquí la santidad aparece opuesta o más allá por
lo menos de toda sociabilidad, como un hecho anterior o al margen de
lo social e independiente de él. Hay un surgimiento del yo anterior al
ser social, anterior a la ontología como metafísica, anterior e independiente de toda determinación histórica, como si la santidad irreductible
del otro no presupusiera el hecho histórico, humano: el del ser absolutorelativo del yo que lo mira. Hay un reconocimiento del rostro del otro
como absoluto, anterior a mi propia experiencia de ser yo mismo un ser
relativo. Pero esto no quiere decir que para encontrarlo más abajo de la
conciencia deba recurrir a una experiencia mística inefable.
O más bien: es desde el otro donde yo me percibo como absoluto,
porque veo aparecer en él la figura “rostrificada” de lo Infinito, y en ella
la Palabra de Dios. ¿Dios no oculta al primer Elohim plural judío, que
4. Ibíd.
60
Levinas
era Dios/Diosa?5 El otro a quien miro, aunque no me hable, despierta
en mí una respuesta. Porque su rostro es portador de una orden que yo
al mirarlo escucho: oigo voces sin estar loco. Su rostro despierta en mí
no un mirar sino un sonido dirigido al otro: la Palabra de Dios refulge
y se dice, pero sólo cuando yo lo miro, y veo y escucho en su rostro lo
que los otros no ven ni escuchan. Es la epifanía del rostro humano la
que en él esplende. Y con ello la santidad, que no es la de su rostro
entonces, sino sólo la de mi mirada que descubre en él lo que yo veo y
oigo porque Dios me lo impone. Lo veo y lo oigo en ocasión de la suya.
Aunque el otro no se entere de su posibilidad perdida: la de su santidad
que yo le asigno desde la mía. “Responsabilidad por otro, el por-otro
desinteresado de la santidad”. Yo soy el bueno, él un inocente aunque
sea un asesino. No importa de quién sea el rostro del otro: es el lugar de
una epifanía que va más allá del ser y de la historia. Aunque primeros
sean lo huérfanos, los pobres y las viudas.
El peso del ser
El peso social ignora el peso del ser (ignora el autrement qu’être
dirá a lo último) que funda la justicia. Hay pues un poder espiritual, el
de la justicia, que en la turbia sociabilidad debe imponerse de alguna
manera para que “el peso del ser”, fundamento de la racionalidad, organice la vida de los hombres:
…la justicia y el saber; el ejercicio de la justicia exige tribunales
e instituciones políticas y –aunque sea paradojal– una cierta
violencia implicada por toda justicia. La violencia está originalmente justificada como la defensa del otro, del prójimo (ya sea
mi pariente o mi pueblo) pero es violencia para alguien (...) Pocas
5. Esta afirmación se refiere a que en el Génesis Elohim crea al varón y a la “varona” a su imagen
y semejanza. Todas las referencias al Génesis que aparecen en este texto remiten a un trabajo
aún inédito de Rozitchner de pronta aparición en esta colección. [N. de los eds.]
61
León Rozitchner
cosas interesan tanto al hombre como el otro hombre. En el peso
del ser comienza la racionalidad. Noción primera de la significación a la que se remonta la razón, y que no puede reducirse a otra
cosa. Es fenomenológicamente irreductible: el sentido significa.6
La razón se olvida de su fundamento. Es una paradoja, es cierto, donde
lo contradictorio converge y debo aceptarlo. Paradoja insoluble en la que
se disuelve, si quiero comprenderla, la contundencia de su presupuesto,
su punto arbitrario de partida aceptado como la Verdad misma de la cual
parto y de la que no debo apartarme sin alejarme de ella. La paradoja es
lo contrario de la dialéctica, donde los opuestos primero se enfrentan y
luego se integran. ¿Dialéctica del ser o mera experiencia que apunta al
lugar trabajoso para el patriarcalismo, que tiene que fundar a la Verdad
fuera de nuestra vida infantil que determina la vida originaria, el peso del
ser que recibimos de la madre arcaica con el nacimiento histórico desde
su cuerpo impuro, que nos concibe con sus “sentimientos elementales”,
movida por “potencias primitivas”, preñada de impurezas animales? La
Verdad primera es irrefutable, porque el pensamiento que la niega es
indigno y no santo: es aborigen. Primera partición de aguas, más bien
del Espíritu, en esta revelación donde la gracia impera. Y sólo allí emerge
la racionalidad como si fuera algo posterior a este “peso del ser”, y este
fuera el presupuesto de todo pensar verdadero. ¿Quién sopesa ese peso?
Ese “peso” sólo aparece cuando la fina punta del Espíritu se inserta en la
carne sensible reducida a un punto oscuro que oficia de blanco para lo
divino y construya desde allí, recién entonces, el “il y a” originario. ¿Y a
los que parten de la marca materna, qué les espera?
En la experiencia primera del rostro del otro se vive “el peso del ser
donde comienza la racionalidad”. Y no puede reducirse a otra cosa la
significación con la cual comienza la razón; “el sentido significa”, y no
hay nada que prepare su advenimiento: lo hace sobre fondo del “peso
del ser”. La razón comienza con la significación que en el rostro del otro
6. Óp. cit., p. 273.
62
Levinas
revela el primer sentido y el más profundo de lo que pesa en el hombre.
El peso del ser se sopesa en una balanza extraña, donde cada platillo
tiene una cabeza: la mía y la del otro, pero la del otro tiene, puesto que
lo veo como Otro, su propio peso en oro. Aquí residiría el misterio del
origen del valor de la razón: un sentido Infinito en la epifanía del rostro
del otro, donde aparece la Palabra de Dios. No hay causa ni condiciones
trascendentales de esta revelación del sentido: en la pura presencia del
rostro del otro se revela el Otro. Sólo podemos decir, para marcar el
corte entre la natural y el Espíritu, que allí todo lo inmanente de la
presencia y el rostro primero de la madre desaparece porque no vale
nada: el rostro materno tiene cara lisa. El rostro del Otro Infinito es
el lugar de la pura trascendencia que viene desde fuera de la simbiosis
materna. Porque Levinas hace teología y no antropología filosófica.
La abstracción del “darse originario”
Y es en la respuesta que sigue donde se debe analizar su punto
de partida fenomenológico: la aparición primera del sentido, de la
significación entre los dos polos de la conciencia fenomenológica,
noético-noemática.
Al referirse al darse originario (Originaïre Gegebenheit) que es lo
que Levinas busca, trata de encontrar “las circunstancias concretas
en que un sentido viene a la idea”.7 Las circunstancias concretas no
incluyen el tiempo del darse originario de la madre, la pre-maduración
del niño que nace a la cultura. Porque este darse originario no es, nos
dice, una prioridad cronológica. Y lo más fecundo de la fenomenología es su insistencia sobre el hecho de que la mirada absorbida por lo
dado, nos cuenta, ya ha olvidado vincularlo al “conjunto del proceso
espiritual que condiciona el surgimiento de lo dado y así a su significación concreta”. Es un “concreto” pensado entre ideas lo que busca,
7. Óp. cit., p. 274.
63
León Rozitchner
pero sin preguntarse por la genealogía de la experiencia humana que
lo engendra. No hay historia del acceso al sentido desde el cuerpo y
desde la experiencia de las primeras marcas de la infancia. Lo arcaico
de la primera experiencia de la infancia no condiciona la presencia
primera del rostro de la madre que servirá luego, pensamos nosotros,
a la alucinación del Otro en el rostro de cada ser humano que vemos.
Hay historia de las ideas y de las relaciones de sentido temporal entre
ellas cuando somos adultos. Y el olvido aquí no es el de aquellas marcas
y experiencias que dan sentido a la conciencia que las piensa. Cuando
habla del “proceso espiritual que condiciona el proceso de lo dado” no
se pregunta por la formación de la conciencia desde las experiencias
del cuerpo que las vive y que las piensa. “Lo dado –separado de todo lo
que ha sido olvidado– sólo es una abstracción…” etc. ¿Qué fue lo olvidado del “proceso espiritual que condiciona el proceso de lo dado”?
¿Cuál es el olvido magno del concreto pensado en Levinas?
Ver filosóficamente, es decir sin enceguecimiento ingenuo, es
reconstituir a la mirada ingenua (que es incluso la de la ciencia
positiva) la situación concreta del aparecer, es hacer fenomenología, remontarse a lo concreto descuidado por la puesta en
escena que brinda el sentido de lo dado y, detrás de su quiddité,
su modo de ser.8
Y lo mismo sucede con la palabra Dios. “Es necesario buscar la
experiencia original”, dice. Y veremos que en la experiencia original
de Dios, puesto que presupone al espíritu con el cual la pensamos, y
como ese espíritu excluye por ser tal la experiencia originaria vivida
con la madre, la experiencia de la “vida feliz” materna aparece invertida
y convertida entonces la experiencia del goce compartido en una experiencia original de sufrimiento. “En nuestro sufrimiento Dios sufre con
nosotros”.9 ¿Cómo pudo venirle ese pensamiento sin una experiencia
8. Óp. cit., p. 275.
9. Óp. cit., p. 280.
64
Levinas
previa de alguien que ocupaba su sitio –gozar con nosotros– antes de
que el pensamiento de Dios apareciera alucinando una presencia ida
para siempre, con las categorías de la racionalidad patriarcal que niega
y olvida esa experiencia arcaica? Y su universalización indebida de una
experiencia feliz soslayada: “Dios es quien más sufre en el sufrimiento
humano”. ¿Dios primero no goza con nuestras alegrías?
“Lo dado –separado de todo lo que ha sido olvidado– sólo es una
abstracción… etc.”.
Es claro: la madre olvidada no participa de la categoría de lo infinito. Por eso Levinas olvida las fantasías y los agigantamientos del sin
tiempo originario de la infancia, donde las figuras “divinas” se engendraron sobre fondo de las vivencias infantiles de los rostros en los que
la vimos aparecer como una epifanía, no aún de la Palabra que Ordena
y Manda –que responde ya a la constitución de la conciencia reprimida
donde el patriarcalismo impone su poder, complejo parental mediante
o, si se quiere, complejo de Edipo griego para el Freud judío– sino
en la lengua materna que fue olvidada en el fundamento mismo de la
razón patriarcal. Ese es para nosotros el olvido originario en Levinas:
convertir la lengua primera de la madre en el Infinito idealizado de
la Palabra del padre, intercambiar su rostro por el de él. “He pensado
que es en el rostro de otro que él me habla por primera vez”.10 Pero esa
no era la primera vez, sino la segunda por lo menos: olvidó la lengua
sensible y corporal que organiza las primeras significaciones afectivas
en una coalescencia donde todos los sentidos se dan cita en la melodía
de su voz, que surgen desde el cuerpo de la madre con el que, para
llegar a ser, necesariamente también Levinas estuvo con-fundido.
Eso que fue “olvidado” significa la rememoración de una experiencia pasada que trata de actualizar. Pero para sacarla del olvido no
hay inocencia que valga. Quizá corresponda al “hay”, y entonces lo
que se rememora del pasado es aquello que la conciencia determinó
como el primer recuerdo desde el cual el primer sentido, la primera
10. Óp. cit., p. 275.
65
León Rozitchner
significancia, se abrió, pero que permanece inconsciente. Pero si
pensamos que la conciencia es conciencia de un cuerpo, y que las ideas
son relaciones entre perceptos y afectos antes de llegar a ser conceptos
de un espíritu puro, hecho sólo de palabras, debemos pensar que lo olvidado no es lo que Levinas recupera en la mirada cuando mira el rostro
del otro, sino una experiencia que oculta un cuerpo pleno primero que
la mirada integró y reflejó en los ojos de la madre en los que se miraba.
La primera experiencia de la stance sin mensura del tiempo es el reposo
del niño luego de mamar los pechos de su madre licuada mientras la
miraba a los ojos y producía la primera epifanía. Y esto está claro en la
preeminencia del “no matarás” de la Palabra del padre sobre el “Vivirás”
sin palabras hecho lengua de la madre. Aquí, en Levinas, la temporalidad de la genealogía queda invertida. Es claro, su fenomenología, nos
dijo, no es cronología. Vive en la stance sin tiempo del absoluto arcaico
de la madre, pero sin saberlo. Porque esa es la única experiencia que
está en el comienzo del “espíritu” humano.
La justicia
Levinas comprende que la violencia es inseparable entonces de la
justicia. Pero nos dice que la justicia puede ser alcanzada a partir de
la caridad. La caridad “surge como una obligación ilimitada frente al
otro, y en ese sentido acceso a su unicidad como persona, y en este
sentido amor: amor desinteresado, sin concupiscencia”.11 Es claro:
concupiscente era la mirada del niño hacia la madre, limitada y sin
significancia ni apertura todavía hacia los otros. No hay tránsito de la
sensibilidad sensual acogedora de la madre a la pura espiritualidad del
padre racional y filósofo.
11. Ibíd.
66
Levinas
La particularidad
Levinas acentúa el carácter de la particularidad: “La racionalidad
pura de la justicia en Eric Weil, así como en Hegel, llega a hacer pensar
la particularidad del hombre como algo desdeñable, como si no fuera la
particularidad de una unicidad sino la de una individualidad anónima”.
“El determinismo de la totalidad racional corre el riesgo del totalitarismo. (…) El fascismo nunca confesó glorificar el crimen”.12
Es lo que no hace, es cierto, la hipocresía del liberalismo en el otro
extremo. El racionalismo puro, nos dice, “trata de subjetivismo la vinculación con la unicidad de otro y el para-el-otro radical del yo”.13 Sin
embargo este subjetivismo así pensado, y que Levinas trata de incluir
desde su perspectiva –pero sin negar nunca al racionalismo patriarcalista– es dependiente todavía de un racionalismo puro, porque no va
más allá de reafirmar de otra manera la base, el presupuesto sobre el cual
el racionalismo se apoya, puesto que también el suyo está depurado
de la madre y racionaliza al mismo tiempo que la actualiza y congela,
como todo el misticismo cristiano. Queda detenido en la experiencia
primera de la confusión simbiótica con ella, pero sin prolongarla por
medio de una razón nueva y distinta, de origen impuro, que parta de
presuponerla. Porque retiene el momento del don como sacrificio, sin
retener la existencia necesaria de la primera donna-dora, como persistiendo en su ser. Donación primera sin sacrificio, donación primera
impensada sin la cual no seríamos, y que, otra vez, queda ignorada.
Persiste en el esquematismo de la relación unitaria, “la vinculación con
la unicidad del otro y el para-el-otro radical del yo”, como el otro polo,
noemático, de mi relación inmanente de conciencia. Queda detenido
en el origen de la racionalidad patriarcal, sin desarrollar, lo que así
fue tomado como experiencia fundamental pero travestida. Por eso
el olvido de sí es concomitante con el olvido del otro originario, de
sexo femenino, que se recupera sólo en un acting-out regresivo: cuando
12. Ibíd.
13. Óp. cit., p. 276.
67
León Rozitchner
el olvido de sí deja paso al Otro y el yo se anonada. “El hombre es
el ser que reconoce la santidad y el olvido de sí”.14 ¿Qué olvida de sí
el hombre cuando debe abrirse a la experiencia que Levinas propone
como primera? Y entonces cabe preguntarse: si tengo que poner en
juego, puesto que ese es su derecho, al “para-el-otro radical del yo”,
¿por qué tengo que olvidarme de mí mismo? ¿Olvidarme de aquella
con la cual nací, confundido (en simbiosis) y desde la cual veo luego
todo rostro? ¿Qué valor tendría entonces renunciar al mío?
Derecho a ser
Levinas se pregunta: “¿tengo el derecho de ser?”, por su “lugar en
el ser”. “¿No es ya usurpación y violencia en relación con otro? (…) La
prensa nos habla del Tercer Mundo, y nosotros estamos muy bien aquí,
nuestra comida cotidiana está asegurada. ¿A costa de quién? se puede
preguntar”. (…) “Los jóvenes que durante horas se entregaban a todas
las diversiones y a todos los desórdenes, al finalizar el día visitaban a
los obreros en huelga en la Renault como si fueran a una oración. El
hombre es el ser que reconoce la santidad y el olvido de sí”.15
¡Qué buenos muchachos los que luego se hicieron, como el dirigente alemán, socialdemócratas, nunca totalitarios es cierto: sólo
globalizadores! Y más adelante: “Pienso particularmente que la Pasión
de Israel en Auschwitz marcó a la cristiandad y que una amistad judeocristiana es un elemento de paz, y que en este sentido la persona de
Juan Pablo II es una esperanza”.
Lo peor que podríamos atribuirle a un pensador como Levinas es la
inocencia, después que todo fue consumado: que tenga fe en el Papa.
Y lo hace, es seguro, porque Juan Pablo II contribuyó como nadie en
la caída del totalitarismo comunista y en el triunfo del neoliberalismo.
¿Táctica o estrategia en la filosofía? ¿Inocencia política o complicidad
14. Óp. cit., p. 278.
15. Ibíd.
68
Levinas
con el cristianismo para que nos perdonen la vida luego de habernos
perseguido durante dos milenios? Extraño olvido agregado a ese
otro fundamental, el materno, que ya señalamos. El exterminio judío,
impensable en Europa sin el cristianismo, recurre sin pudor a la Pasión
de Cristo para pensar la Shoá.
Antes de la madre está ya Dios, antes de la primera experiencia está
su existencia determinando al yo originario: “Incluso cuando se dice
que en el origen hay instintos altruistas, se reconoce que Dios ya ha
hablado. Ha comenzado a hablar muy pronto. ¡Significación antropológica del instinto! (…) En el canto del gallo está la primera Revelación: el despertar a la luz”.16 Como se ve, prefiere poner a los “instintos
altruistas” en la naturaleza o en Dios, antes que reconocer el tránsito
de la naturaleza a la cultura en las madres cobijantes, base –fugaz
muchas veces, es cierto– de todo “altruismo” moralista y edificante. En
el rostro del otro ve la huella del Infinito, escucha la Palabra de Dios.
La Palabra de Dios “aparece” como rostro del otro.
16. Óp. cit., p. 279.
69
III
¿Totalidad e infinito?
El tiempo congelado: libertad absoluta y crimen absoluto
El espíritu de libertad, para la civilización europea, implica
una concepción del espíritu humano: la libertad absoluta del
hombre respecto del mundo y de las posibilidades que requiere
su acción. (…) El hombre se renueva eternamente ante el
universo. Hablando en términos absolutos no tiene historia.1
Levinas parte de un concepto puro, meta-físico a la letra, de libertad
que al parecer es propio de la civilización europea. Es un judío el que
así analiza una diferencia substancial entre el judaísmo y el cristianoliberalismo. Y entonces, criticando ahora al cristiano-liberalismo,
la libertad absoluta es lo opuesto a la idea de la libertad humana
concreta que, para nosotros, supone siempre una forma activa: “liberarse de”. La libertad es –y sólo desde allí puede ser pensada luego– la
respuesta a un acto: a la atadura o a la determinación insufrible de
la cual parte. La libertad absoluta, entonces, supone como punto de
partida lo In-finito como puro pensamiento sin materia, sin tiempo,
sin historia; la libertad humana concreta supone un punto irrefutable
de partida: la finitud de la vida humana situada en el tiempo y en el
espacio del enfrentamiento.
El carácter relativo de la libertad, relativo a la vida y a la historia,
queda así anulado y llevado por el cristiano-liberalismo a un extremo
delirante, a una inversión total y absoluta –en verdad esta vez– donde
predomina como punto de partida la negación de las condiciones
originarias materiales y humanas de todo lo pensable. Y nos revela su
1. Emmanuel Levinas, Quelques réflexions sur la philosophie de l’hitlérisme, Montpellier, Éditions
Fata Morgana, 1997. Traducción al español: Algunas reflexiones sobre el hitlerismo, cit.
71
León Rozitchner
pre-supuesto. Nos expone Levinas una contradicción inherente a este
tipo de pensamiento (pero del cual él no participa, aunque no lo diga):
La historia es la limitación más profunda, la limitación fundamental. El tiempo, condición de la existencia humana, es sobre
todo condición de lo irreparable. El hecho consumado, arrebatado por un presente que huye, escapa definitivamente al
dominio del hombre, pero pesa sobre su destino. (…) Está
la tragedia de la inamovilidad de un pasado imborrable que
condena la iniciativa a no ser más que una continuación. La
verdadera libertad, el verdadero comienzo exigiría un verdadero
presente que… recomience eternamente esa libertad.2
Todo queda invertido: la historia de la vida humana es la limitación más profunda de la vida humana. De las condiciones de nuestra
existencia, que hacen de cada uno de nosotros un existente absolutorelativo, se queda sólo con uno de sus extremos, como si de esa dupla
así guillotinada, la cabeza pensante, descarnada, pudiera separarse del
cuerpo del cual sobresale para organizarlo. Niega las condiciones del
tiempo que consuma y consume la vida: como si el hecho consumado, al
que está unido necesariamente como formando parte de ese continuodiscontinuo que los hechos producen en el mundo material, fuera un
peso muerto del cual podríamos desembarazarnos para recomenzar
sin consecuencias otro hecho absolutamente nuevo. La continuidad se
opone a lo discontinuo. Y se lo determina como imborrable, y por eso
mismo nos condena a la esterilidad absoluta, que requeriría una creación
ex nihilo continua para ser verdaderamente libre y creadora. Iniciativa
contra continuidad. En el reino del espíritu libre y absoluto lo que se
inicia y se independiza del pasado que continúa. Y entonces, si buscamos
un “verdadero” presente, que sería verdadero porque piensa desde el puro
pensamiento que ningún cuerpo sostendría, aunque sea el cuerpo de
2. Ibíd.
72
Levinas
Levinas que lo piensa como si pudiera zafar de su “stance” de la ruptura
y la discontinuidad todavía, sólo ese sería una “condición relativa a la
vida y a la historia, ese tiempo que no conoce el verdadero” comienzo.
No sería entonces el tiempo que con nuestro nacimiento comenzamos,
sino un presente que lo anule y re-comience eternamente esa libertad, ya
independizado de su falso origen materno, carnal, temporal e histórico.
Lo impensado es la pura “stance” del sin tiempo materno al que retorna.
Buen punto de partida para distanciarnos de la catástrofe con la
que nos amenazan los liberales y los cristianos: depurarnos de nuestro
comprometido e irreparable pasado. Amenaza tanto más temible ante el
cristianismo que nos acusa de un hecho tenebroso e imborrable: haberle
dado muerte al dios que ellos adoran. Ese crimen es un pasado continuamente presente, irreversible, consumado para siempre como un eterno
presente que nos condena de manera absoluta a una sola libertad: la del
espíritu que se desembaraza de su propia historia. Ya Freud decía que al
anunciar que Moisés no era judío iba a despojar a su pueblo de su figura
gloriosa más excelsa en su momento histórico más aciago, y lo hacía
quizá como un intento análogo al que emprende Levinas. Al negarle a
Moisés su “nacionalidad” hebrea convertía al creador y fundador de la
religión mosaica en responsable de aquello que se le achacaba a los judíos,
y destruirlo en el imaginario de los judíos era el acto de una crueldad para
ellos también inaudita: Freud asesinaba a Moisés como los judíos habían
asesinado a Moisés, como estos habían asesinado luego a Cristo y como
ahora los asesinaban a ellos los cristianos. Ninguno formaba parte de la
verdad “material” sino de la verdad “histórica”, es decir fabulada. Ambas
religiones habían sufrido la pérdida más absoluta: la del fundador de la
fe que cimentaba su creencia en la eternidad de un tiempo congelado
como un presente absoluto. Estaban a mano.
La “intervención” de Freud era un hecho quirúrgico en lo psíquico
alucinado de ambas religiones, y permitiría quizá que el cristianismo
perseguidor milenario perdonara a los judíos de aquello de lo que se
los acusaba; ambas religiones movilizarían los fundamentos psicóticos,
alienados, en la subjetividad de sus creyentes. Como enfrentados a un
73
León Rozitchner
espejo donde se reflejaban y se anulaban simultáneamente los desvaríos locos y alucinados de mentes enfermas de religión en un tiempo
congelado de sus respectivos pasados. Era la última intervención para
la locura que invadía a Europa en la misión asumida por la herencia
cristiana, ahora por los alemanes, cuando liberalismo y cristianismo
aún se enfrentaban y Hitler aparecía para que los contradictorios se
unan y por fin se reconozcan formando parte de un mismo punto de
partida. Por eso Freud esperaba que los judíos y los cristianos pasaran al
principio de realidad viniendo desde sus fantasías arcaicas, congeladas
como un eterno presente para ambos. Por eso distinguía una verdad
material de una verdad histórica. Estas concepciones sublimes sobre la
libertad absoluta del hombre y del espíritu, separadas de su origen, son
las que el directo planteo del hitlerismo, de la muerte y de la destrucción del otro, se revelarían como la verdad escondida detrás de lo más
libre y puro, uno en la religión, el otro en la política: el sinceramiento
cruel y desolado que el cristianismo y el liberalismo escondían.
Y entonces reaparece para Levinas el judaísmo, una cierta interpretación religiosa y metafísica del judaísmo, “trayendo este magnífico
mensaje”. ¿Cuál mensaje? El mensaje judío termina en el judeocristianismo. Primero los judíos traen el remordimiento por el crimen, luego
el arrepentimiento y el perdón, al cual le agregan luego la noción de
pecado que trae el cristianismo y su Eucaristía mística que Levinas
reconoce como la culminación de esta profundización en el espíritu de
Occidente. ¿Levinas considera estos aportes espirituales, que vienen de
la religión, como delicadas y fragantes flores pero ya mustias dentro de
un planteo cuyos fundamentos quedaron invalidados, pese a su belleza
y su grandeza, por la crisis culminante que el nazismo reveló a los europeos? ¿O considera que aún siguen siendo válidas, pero requieren una
modificación en los fundamentos de las ideas que las sostenían, y a eso
apuntan sus reflexiones futuras, que encuentran en esta crisis su punto
de inflexión y su nuevo punto de partida? ¿Podrá el perdón redimir
el crimen histórico para comenzar desde cero, como pretende el cristianismo, sin trazar el derrotero de su huella permanente donde los
74
Levinas
crímenes del pasado no se refieren sólo a las personas, ya muertas, que
los habían cometido, sino a las consecuencias que dejaron grabadas en
las situaciones históricas al modificar las relaciones de poder sobre los
hombres y las cosas que los habían movido?
La fenomenología y el idealista de la mater-ialidad
La conciencia fenomenológica, que reconocía que la Naturaleza
había sido metamorfoseada por la conciencia cuando criticaba al naturalismo y su pretendida objetividad, no reconocía sin embargo que ella
misma, para llegar a ser conciencia, había tenido que constituirse a
través de un proceso subjetivo que ella también excluía de su ser consciente: la historia de su propio acceso personal desde la infancia hasta
alcanzar la conciencia adulta, de la cual se partía sin incluir ese saber de
su propia formación en la conciencia.
Contra Husserl3 Levinas critica que el conocimiento y la representación “no sea un modo de vida del mismo grado que los otros, ni de un
modo secundario”. Husserl “le concede a la representación y a la teoría
un papel preponderante en la vida, porque sirve de base a toda la vida
consciente; es la forma de intencionalidad que asegura el fundamento
de todas las demás”.4 Luego se modifica cuando Husserl introduce el
concepto de proto-impresión (Urimpression: impresión originaria,
fundamental, primera). Aquí hay una clave: el punto de partida, la
marca corporal originaria anterior a la conciencia y que la constituiría.
Dice sobre esto el comentarista D. Guillot:
La proto-impresión es creación primera absolutamente inesperada, cuyas determinaciones previas y horizontes ya prepa3. Citado en el estudio introductorio de Totalidad e infinito: Emmanuel Levinas, Totalidad e
infinito, Salamanca, Sígueme, 2002, pp. 13-45.
4. Emmanuel Levinas, Théorie de l’intuition dans la phenomenologie de Husserl, París, 1970, p.
86, citado en: Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, cit., p. 18.
75
León Rozitchner
rados para acogerla se diluyen en su originalidad primera. Esta
absoluta novedad sacaba a la conciencia de su mismidad situándola ante lo otro que se presenta como ex-periencia en sentido
fuerte. El tiempo de la Urimpression es el presente creativo del
ahora, que no debe ser entendido como el presente de una situación temporal en la que se diluye entre la carga del pasado y la
urgencia de un futuro. Ahora, en el que aparece por primera vez
el ser como salido de la nada y origen del tiempo y la conciencia.
La aparición de un objeto supone una intención animando
una sensación en un proceso de retardo o retroceso, recul, en el
que la conciencia vuelve (no en sentido realista) sobre la sensación. Este hecho, de volver atrás es el que define a la conciencia
[re-flexiva] en un acto intencional como tiempo; sin embargo,
en el caso de la impresión originaria se registró una “simultaneidad”, afirmándose así como pura de toda idealidad.5
Esta especulación metafísica que inventa una suposición producto
de la limitación de la propia teoría, que trata de cubrir un vacío inventando un fundamento que le sirva de punto de partida que no le deba
nada a la naturaleza, debe enfrentarse con la concepción freudiana,
que se planteaba en la psicología trascendental los mismos problemas
fundantes que Husserl y Levinas.
El “il y a” como inscripción primera de “algo” en un cuerpo sin sujeto
es una abstracción para poder explicar, en el patriarcalismo, el tránsito
de la naturaleza a la cultura sin mediación materna. Allí se encuentran,
dramatizados y convertido lo simbólico en una realidad sensible, los dos
extremos que definen la aparición milagrosa del espíritu infinito en la
materialidad “objetiva”. Porque el “il y a” es una materialidad vista desde la
concepción patriarcalista y científica de la racionalidad europea: simboliza en un concepto, que se presenta como si fuera una experiencia, una
5. D. Guillot, Emmanuel Levinas, evolución de su pensamiento, Enfoques Latinoamericanos 3,
1975, pp. 113-114. Citado en: Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, ibíd.
76
Levinas
irrealidad sensible sólo pensada como límite entre cuerpo y conciencia.
Niega el hecho de que la materialidad primera ya es materialidad determinada en su sentido vivo y significativo por el cuerpo materno que
lo engendra y lo acoge. “El ser como anónimo”, “il y a”, “existencia sin
existente”.6 Pero el ser como anónimo no anula la vivencia de existir
perseverando en su existencia para el naciente ser del cuerpo humano.
Si anónimo quiere decir sin nombre, innombrado, porque no existía en
ese cuerpo la posibilidad de poner nombres porque aún no hablaba, es
porque el ser (las significaciones ante-predicativas) que le da la madre
no es reconocido porque no modula aún la Palabra del padre. El sentimiento de ser es siempre primero. Además, y sobre todo, que alguien
que accede a la vida no tenga nombre no quiere decir que no sienta la
unidad de su ser-cuerpo como un algo-alguien que lee su propia existencia como existiendo en los ojos de la madre que lo engendra, lo acoge
y lo mira. Aquí ya hay existencia, diferente a la que describe el anonimato
de Levinas, que no por ser anónima deja de ser sentida como unidad
viviente, un “algo” cuya unidad de vida me abarca y siento. Parecería que
sólo la palabra hace al sentimiento de la unidad de algo vivo. ¿Esto realmente impugna a la filosofía occidental, como pretende –según palabras
del comentarista Guillot– cuando enfrenta con la suya “la supremacía
del todo o de lo uno sobre la diversidad”, que no acepta “amortiguar en la
generalidad la singularidad de lo individual”, la “unicidad intransferible
del sujeto que trastorna toda ‘visión’ del ser”,7 esas cualidades del individuo y del sujeto de las cuales nosotros también partimos?
El ser como anónimo, “il y a”, no existe. Toda vida, en su surgimiento originario, su Urimpression, tiene como horizonte de sentido a
la madre sin la cual no puede ser pensada, por más que la fenomenología pura lo exija. La sensación pura sensación no existe, la impresión
originaria, lo que puede ser pensado como tal, tendrá siempre como
horizonte trascendente-inmanente, como intencionalidad (atribución)
6. Cfr., óp. cit., p. 19.
7. Óp. cit., p. 20.
77
León Rozitchner
sin pensamiento “lingüistico”, a la impronta materna. Es la que produce
el tránsito del algo natural al alguien humano, si así preferimos decirlo.
Es porque despertamos a la vida por su cuerpo que nos mira que nos
sentimos “alguien”, nunca algo. El “hay” anónimo es un escudo de protección contra la impronta de la Urimpression originaria de la madre. Este
es el problema de Levinas, y su permanencia en la metafísica racionalista
de la conciencia patriarcal. Por eso la conciencia no tiene conciencia del
proceso histórico que la produjo como conciencia, y eso es lo que Freud,
aún patriarcalista, debe por lo menos reconocer como punto de partida
para negarlo, castración mediante, luego. Urimpression, si, pero materna.
Y por eso la ética que surge de las relaciones primarias debe serle asignada
a una abstracción, donde el “Ur-cuerpo” del otro, el cuerpo originario de
la madre y de su mirada, que nos hablaba y nos acogía con su lengua de
madre, debe ser en Levinas suplantada por el mandamiento bíblico del
padre. Podrá salir del rostro, pero no de un cuerpo, ni siquiera de una
cabeza: sale de la mirada, la encarnación más sutil y etérea de la palabra
hablada. La madre nos hace sentir que somos un absoluto: alguien tan
irreductiblemente otro y al mismo tiempo tan irreductiblemente uno
con su propia existencia irrefutable como cuerpo sensible. Los ojos del
recién nacido siguen desde su precaria existencia, absortos, la mirada del
rostro de la madre. La hipóstasis de Totalidad e infinito, su secreto, está en
la madre originaria; desde ella surgen las categorías lógicas patriarcales:
cuando se convierten en fundamento de la metafísica y de la ontología.
La verdadera Urimpressión debe ser anonadada como madre negada.
El fundamento de la filosofía de Levinas esconde allí su secreto. Y se
pierde la posibilidad de emprender la crítica contra el cristianismo y el
neoliberalismo y el nazismo y el capitalismo. De Marx sólo entendió
las mercancías y la alienación, pero fuera de su contexto de sentido
mater-ialista.
¿Por qué los animales huyen de la amenaza de ser destruidos? ¿No
hay sentimiento de la unidad de su ser corpóreo que tiene toda la materia
animal viviente organizada como individuo? Sólo desde este punto de
partida, comprendo la sorpresa de que haya algo, pero no algo anónimo
78
Levinas
sino algo-alguien, una unidad viva que sea yo, y que se viva entonces
como existencia absoluta, pero no absoluta por el tiempo y el espacio
que aún pueden no existir, sino como diferenciada e irreductible a toda
otra porción de materia animada que no sea la mía. Sólo por eso soy un
absoluto: irreductible a toda otra porción de vida separada como la mía,
pero que luego, más allá de la simbiosis con la madre, descubro como
absoluto-relativo a la historia y al mundo para comprenderme.
El mal del ser es la muerte, según Levinas. Una cosa es el mal del
ser, que surge desde este anonimato que lo conduce a la muerte, y
otra es la maldad humana que viene dada por la mano del hombre.
¿Por qué el cristianismo ha ayudado siempre a que nos acorten la vida
acelerando nuestra partida de ese cuerpo despreciado? Y volvemos
con la misma distinción de las dos muertes: la paulista-heideggeriana
(la cristiana) y la judía.
Levinas judío contra la filosofía post-cartesiana
Primero, contra la filosofía de Platón, según el comentador David
Banon:
Or, pour Platon, le désir humain repose sur un manque.
L’humain est par nature un être de besoin. Un être déficient,
carencé. Ce qui manque proprement à l’humain, c’est qu’il a
perdu originairement son autre moitié, son second et meilleur
moi (cf. le mythe de l’androgyne dans le Banquet). De là vient
que l’humain aspire à être complété. C’est pour cela aussi que
surmonter la nature déficiente de l’humain n’est pas seulement
une compensation, mais une tentative consciente ou inconsciente de retrouver son autre moi. Comme la connaissance,
le désir n’est orienté, en fait, qu’à se trouver, ne vise, en fin de
compte, que soi. En d’autres termes, ce que Levinas découvre
dans ce Platon –dans sa doctrine de la connaissance et de l’amour,
79
León Rozitchner
essence de la philosophie occidentale–, c’est le solipsisme : l’être
de l’étant, c’est l’être-soi. Narcissisme ou égologie.8
Esta concepción es la que sirve de fundamento a la filosofía católica,
a la que se le agregan las premisas que define Agustín. Y es la que se
encuentra en el fundamento también del psicoanálisis de Lacan. Como
parten de la Palabra y ya no de la experiencia corporal con la madre
para fundar una concepción del Significante espiritual, su supuesto y
su punto de partida, posterior a la experiencia materna primera del
sentido, reposa en el vacío, sin origen, como la definición de estructura
les pide: la falta, el vacío, la nada originaria, ese cero a la izquierda que
en los Evangelios es llenado como origen de todo lo existente con la
Palabra de Dios. En la tradición que va de Platón al cristianismo el
Otro aparece demasiado tarde, siempre con mayúscula, producto de
una compleja construcción que sólo la cadena de significantes abrirá.
Este vacío del “no hay”, de la nada previa cristiana, es el que pretende
ser colmado por Levinas con el “hay” sensible donde se inserta lo Infinito. El vacío insensible, el “no hay” de la nada del espíritu cristiano, lo
pretende llenar con el “hay” sensible de la pura sensación. Y de allí la
crítica contra la percepción plena de Merleau-Ponty para reivindicar
una sensación inorgánica, despojada de toda significación sensible en
su abstracta pseudo-materialidad corpórea.
La pregunta consiste en saber si en ese “hay” judío de Levinas encontramos algo muy diferente, o no, por sus consecuencias, al “no hay” de la
metafísica cristiana; si ambos dos no vuelven a fundar con su filosofía un
in-mater-ialismo espiritualista de lo Infinito como previo a toda historicidad material humana. Pero, en Levinas, no hay génesis histórica del
espíritu, creatividad significativa humana desde las experiencias originarias que persisten, siendo infantiles, en el adulto dándoles su contenido pensado porque primero fue vivido como sensible. El tiempo se
8. David Banon, “Levinas, penseur juif ou juif qui pense”, Noesis [en línea], http://noesis.
revues.org/7 [consulta: 15 de marzo de 2004].
80
Levinas
inaugura con el pensar en el transcurrir mundano de la vida, pero ese
sin tiempo originario sobre el cual la densidad del Espíritu se funda es la
actualización de ese otro sin tiempo originario, el de la infancia prematura, sin las categorías del tiempo y del espacio adulto, del cual se parte
y se ignora al mismo tiempo: toda la historia es el proceso patriarcal de
la dominación sobre las madres y mujeres que escotomizan y excluyen
de sus propias vidas. Y que hizo posible –paradojalmente– el dominio
sobre todos los hombres. Por algo para Freud aún las diferenciaciones
primeras cualitativas del cuerpo suponen una razón incipiente, y llama
“juicio de atribución” a esas relaciones que ya, desde el comienzo mismo
de la vida, son históricas: la “racionalidad” es constitutiva en el niño de
las primeras asignaciones de sentido, significaciones que las siente como
“buenas” o como “malas” en relación con el cuerpo histórico de la madre.
Si, como decía Marx, las palabras son relaciones entre cosas, las “cosas”
mismas suponen un sentido para ser percibidas como “cosas”.
La infinitud que deja fuera de la materia el cartesianismo (y el cristianismo) le sirve a Levinas para reivindicar la idea de infinitud en el
mismo campo que Descartes deja de lado cuando a la res pensante le
concede el privilegio de conocer lo meramente objetivo y susceptible
de ciencia. La naturaleza material (materna) sólo puede ser abordada
como res extensa por la res pensante de Descartes, que pone como coincidiendo con el origen de su propia vida la muerte de su madre, cosa
que él mismo sabía inexacta. (Pero esto, ¿qué le importa a la metafísica y a la ontología?). Lo que en Descartes aparece separado como
dos substancias Levinas pretende unificar; pero su retorno pone como
primera a la res pensante del Espíritu Infinito del patriarcalismo, donde
nuevamente la naturaleza-madre es relegada como cosa secundaria.
Con ello pretende superar a Descartes, porque en la medida en que el
conocimiento objetivo debe solamente suponer por medio de la fe la
existencia de Dios, la idea de infinitud desaparece de la capacidad de
conocimiento objetivo y racional del hombre como para decir nada
de la ética; es decir, no puede decir nada de la verdad del hombre en
sociedad, que Levinas reivindica para el Espíritu puro Infinito. Este
81
León Rozitchner
supuesto es la premisa de la separación entre ciencia y religión, fenómeno occidental y cristiano desde Galileo hasta nuestros días.
Pero si ese Infinito fuera puesto a cuenta de una creación común,
donde las madres por la generación de hijos-niños abren el espacio de
un imaginario que entre ambos debe ser prolongado y transformado
para hacer del niño un adulto que luego prolonga el acuerdo entre
ambos, otras serían las consecuencias de su elaboración ético-filosófica,
y otra hubiera sido la lectura y la interpretación a desarrollar por un
Renacimiento y un Iluminismo desde las escrituras bíblicas donde este
debate –diosas del cielo contra el dios único– se había planteado.
“Escuchar la palabra divina no significa conocer un objeto, sino
estar en relación con una substancia que desbordaba su idea en mí,
desbordando lo que Descartes denomina su ‘existencia objetiva’”,9 dice
Levinas. Pero ese desborde previo a la idea que alcanza una substancia
nueva, esa que desborda al mundo “objetivo” que la racionalidad
cartesiana y galileana prefiguraron para la prolongación del cristianismo como ciencia occidental basada en el concepto de verdad como
cálculo exacto, y el capitalismo calculante luego de toda materialidad
humana, es una patriarcalización adulta de la significancia de la madre
que originaría una racionalidad sin corte, una misma substancia plena
de la cual derivaría otra construcción y concepción del mundo y de las
relaciones humanas. Aquí también Levinas aprendió del cristianismo
a convertir en paterna, espiritual y racional, a la substancia materna
cuyas cualidades fundantes negadas, su ordo amoris, fueron sustituidas
por el pensamiento espiritual puro, sin presupuestos, del Espíritu Infinito, para retener su sentido “espiritual” y “ético” al mismo tiempo que
lo separaba de su cuerpo pleno.
Or, cette parole divine nous décentre de nous-mêmes, fissure
notre moi pour nous tourner vers autrui et en cela constitue notre subjectivité. Cette relation avec la transcendance
9. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, cit. p. 100.
82
Levinas
divine s’exprimant dans une parole –un commandement– ne
s’accomplit pas dans l’ignorance des humains. Elle est sociale.10
“Autrui” nos descentra, es cierto, porque rompe con la Otra primera
con la cual el niño estaba confundido. Autrui no es el neutro “el otro”
sino la singular femenina “ella”. Aquí todo se confunde: la fisure que
nos descentra para constituir nuestra subjetividad, como si Freud
hubiera descripto y escrito en vano sobre la amenaza de castración y la
aparición de la conciencia (moral) luego del terror interiorizado. Por
eso la trascendencia aparece en tanto palabra –la lengua de la madre
no existía antes– como una orden que coincide con el orden social, no
con el Ordo amoris de cumplimiento imposible entre los hombres en
tanto sujetos del estado y de la religión impuesta.
A la orden
Levinas parte de la lengua materna (transfigurada en paterna), pero
su primer imperativo proviene de la palabra del padre: el “no matarás”.
Al hacerlo, recuperando ese mandamiento judío como fundamento
que nos revela en el rostro del otro el infinito de donde surgiría la
eticidad humana, deja de lado la genealogía histórica de la tragedia
que la Biblia describe, la que comienza en el sueño del Génesis, pasa
por el Éxodo antes de culminar en los profetas. Pues lo que hace no
proviene de la metafísica que critica, sino del descubrimiento glorioso
del mandamiento judío que está como punto de partida y de llegada.
Ahonda e interioriza más profundamente la racionalidad trascendente
del mandamiento divino, no es ya más un imperativo que se le impone a
la conciencia pero que me deja en libertad para obedecerle o rebelarme,
sino que le confiere una imperiosidad donde lo subjetivo coincide más
íntimamente con lo objetivo, donde lo trascendente se confunde casi
10. David Banon, ibíd.
83
León Rozitchner
con lo inmanente absoluto, donde el imperativo de la ley divina diviniza al rostro del sujeto que miro, y la ley aparece ahora desde el “objeto
mismo” como si Dios nos acechara en su mirada: la prohibición emana
de un dios que nos mira desde el otro a quien miramos. Levinas parte
del fetichismo persecutorio de la mirada que nos vuelve paranoicos.
Donde se resolvería la distancia entre inmanencia y trascendencia y el
acto ético se impondría, coincidiendo lo debido con lo percibido: la
orden ineludible que el mirar el rostro del otro me impone. Donde la
racionalidad de la ley ha encontrado al fin su fundamento encarnado del
cual surge, pero que seguirá siendo siempre la corporeidad evanescente
que le concedemos al cuerpo espectral del padre para que sostenga su
Palabra. Será Ley encarnada, pero ley que nos organiza desde su Palabra.
El imperativo ético que la racionalidad sostiene en sus conceptos
parecería surgir desde la materialidad misma del cuerpo del otro, pero
es una apariencia de cuerpo, cuerpo alucinado, la que lo sustenta. Ya
no hay casi distancia para que la decisión y la elección frente a la ley
pueda ser asumida: la ética simula un imperativo moral desde adentro
de la espontaneidad sintiente, como si el hombre fuera bueno desde su
inclinación misma, cuando en realidad sucede que la formalidad de la
ley racional externa aparece ahora encarnada sensiblemente en la luz
de la mirada: deja de ser mandamiento para la conciencia, siendo la
forma más absolutamente racional en la materialización cuasi etérea
de su soporte pensado. La significación –la significancia– emana aquí
y coincide con el significado que le sirve de soporte en la Eucaristía, a
la que tanto recurre Levinas como modelo tomado del cristianismo:
en la transformación de lo sensible en símbolo de lo divino. ¿Qué es
la Eucaristía? “Sacramento instituido por Jesucristo en la última cena,
que consiste en que, por las palabras pronunciadas por el sacerdote en
la consagración, el pan y el vino de esta se transforman en el cuerpo
y la sangre de Cristo” (Moliner, p. 1241, I). El “carne de mi carne y
huesos de mis huesos” que Adán descubre deslumbrado al verla en la
Varona rediviva al despertarse, se transmuta de sangre y carne de madre
en sangre y carne del Padre en la Eucaristía. Levinas lee la Biblia judía
84
Levinas
con los ojos de los rabinos fundamentalistas. No se da cuenta de que en
la Eucaristía cristiana la carne de mi carne y huesos de mis huesos que
Adán descubre al verla a la Varona se metamorfosea en mera simbología patriarcal: el vino es la sangre de Cristo, el pan (la hostia) es su
carne: carne del padre y sangre del padre.
La Palabra consagra la mirada, le da su espesor místico a la materialidad viva del cuerpo y convierte al hombre malo mágicamente en
hombre bueno. La escena del mirar al rostro del otro (que a veces va
con minúscula y otras en mayúsculas, donde se confunde lo absoluto
y lo relativo, lo divino y lo humano), al mismo tiempo rompe con la
diferencia fundamental entre el judío mortal y el cristiano inmortal, y
quiere a su manera vencer una distancia que es la relación entre la ley
externa y la decisión interna, espontánea y subjetiva. Absolutiza a la ley
y la convierte en indiscutible, en inefable, en absoluta más allá de toda
circunstancia: espiritualiza a la carne y la excluye en ese mismo instante
de la historicidad humana, de la violencia y de la contra-violencia. Hace
imposible que la Ley pueda aparecer como producto de un enfrentamiento histórico que excluyó a la madre como mediadora histórica y
productora de sentidos y significaciones nacientes para la racionalidad
patriarcal que la excluye, o la encuentra secundarizada demasiado tarde.
El “no matarás” patriarcal como ocultamiento del “vivirás” materno
Por eso ese mandamiento hasta tiene que excluir la historia de la
narración que lo produce como mandamiento. Debe ser terrible, para
un sujeto ético tan devoto como Levinas, tener que amar al prójimo
porque alguien se lo ordena: que el amor no le salga de adentro sino
que lo obliguen a sentirlo desde afuera. El “no matarás” es la conclusión
tardía del enfrentamiento de la primera pareja humana que relata las vicisitudes de la historia del patriarcalismo monoteísta, cuya premisa reside
en la promesa del “vivirás” que la madre le dice en su lengua plena al hijo.
Ese hijo que, porque participa primero de ese lenguaje materno para ser
85
León Rozitchner
hombre luego, será en tanto primogénito muerto por los celos del padre
–que vive con su mujer amada la pasión que el recién nacido siente por su
madre–. Todo niño encierra el secreto, cuando llegue a ser hombre, del
apasionado amor que la mujer le despierta, pero en cada nuevo amor el
fundamento de su primer amor, el materno, aparece aureolando la figura
femenina. El padre que fue antes niño no tolera que el hijo lo desplace
de la alucinación materna con la que aureola a la mujer que hizo madre.
El amor a la mujer es un re-encuentro donde se encarna lo imposible e
imborrable del primer amor en su figura nueva donde esplende el pasado
realizando la fantasía imposible que todo amor promete: ser nuevamente carne de su carne con (y para) la mujer que ama.
El hijo, el primogénito, es para ese hombre amante, el mensajero de
una verdad insoportable pero irrefutable: le descubre al padre que sólo
el hijo es para la mujer amada la verdadera realización de la carne enamorada que la pasión había alucinado: ser carne de su carne y huesos de sus
huesos. Y entonces surge desde adentro, para Moisés mismo, el mandamiento de “matarás” a tu hijo que Jehová le sugiriera con la amenaza de
muerte al primogénito del Faraón (Éxodo). La primera orden que Moisés
cree que lo autoriza al “matarás” del hijo primogénito que tuvo con su
mujer amada la recibe de Jehová mismo, cuando le ordena que le diga al
Faraón que si no deja libre a su primogénito (el pueblo elegido) Jehová
matará a su primogénito, a su propio hijo, como se deduce del texto
bíblico, y que Séfora, su mujer, detiene tomando un pedernal del camino
con el cual circuncida a su hijo amenazado y arrojándolo a los pies de
Moisés le grita por dos veces: “soy tu mujer en la sangre, soy tu mujer en
la sangre”. Sólo así, confirmando su mujer la fantasía de que el hombre y
la mujer formaran al unirse una sola carne, y que lo sigue siendo, Moisés
detiene su mano mortífera, y el hijo se salva de ser asesinado.
El “no matarás” es pues la conclusión de ese silogismo dramático. No
matarás porque me amas. Cuando Moisés baja del Sinaí con las Tablas de
la Ley que Jehová mismo entre truenos y centellas y sonoras trompetas le
ha confiado, recién aparecerá, sexto mandamiento, el “no matarás”; del
cual parte, como si fuera un comienzo absoluto, el mandamiento que
86
Levinas
Levinas lee en el rostro de todo otro como irreductiblemente otro. Pero
los judíos no le ven el rostro a Dios, que sólo Moisés osa mirar de frente.
Ellos leerán las tablas en las que Dios dejó su rastro escrito de palabras. Y
el “no matarás” es el que allí está escrito desde el sin rostro divino, el rostro
de Dios que los judíos temen ver cara a cara. Por eso será que algunos
judíos creyentes se devoran los libros donde la Palabra de Dios aparece
escrita: es lo que suplanta a la sangre de su sangre y huesos de sus huesos
donde Adán experimenta la presencia de la Madre-mujer de sus sueños,
no de su palabra escrita. Y si queremos entender mejor qué adoraban los
judíos en la becerra de oro, basta con leer el castigo que Moisés les infiere
a los adoradores: muele el oro con el que habían moldeado a la becerra,
reduce a polvo al ídolo, lo junta con el polvo de la tierra y así les prepara
un brebaje que han de beber hasta que el deseo de la leche materna se
convierta en veneno. Para que aprendan que el “no matarás” tiene un
límite, y ese límite no alcanza a los que adoran a la madre.
Prueba de realidad para la persistencia del principio de placer ensoñado que quiere retornar del cuerpo de palabras del padre al cuerpo
nutricio de la madre.
La secuencia bíblica nos revela por primera vez, en un texto que
quizá por eso se convirtió en el Génesis de la verdad con-sagrada, el silogismo completo de esa deriva alucinada que el hombre experimenta con
la madre: 1º) el “vivirás” realizado de su promesa de vida, confundido
con su vida en el ensueño sin palabras; 2º) el “matarás” que empuja al
padre a matar al hijo como si estuviera autorizado por una orden divina
(“Y le dirás al Faraón: yo mataré a tu primogénito si…”);11 3º) el “no
matarás” que es el imperativo patriarcal que consolida en un nuevo
movimiento, ahora racional, la preservación de la vida del niño por el
padre, para que la sociedad política se imponga sobre el pueblo iletrado.
Entonces Levinas, judío, vuelve a partir de la palabra del Diospadre de la Biblia, del Moisés histórico, no del Padre bíblico, pero
11. Éxodo, 4:22-23. “Y dirás a Faraón: Jehovah ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito/
Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí
yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito”.
87
León Rozitchner
luego de transfigurar la experiencia infantil y originaria con la madre
en el fundamento metamorfoseado, cuasi-encarnado en el límite de
su existencia sensible, de la infinitud y de la espiritualidad de la razón
patriarcal, oculta su fundamento verdadero. Su concepción particularizada del hombre se opone a la disolución del sujeto en una Totalidad
vacía; y para lograrlo retrocede hacia las fuentes del ser innominado,
pero sin franquear nunca la distancia que lo separa de la lengua y de
la experiencia con la madre. Plantea en su escrito sobre la filosofía del
hitlerismo la crisis de la racionalidad occidental, pero los supuestos
sobre los cuales funda su crítica no logran nunca aclarar la unidad
originaria de la cual resulta la Totalidad hitlerista. Levinas busca, en su
intento por resolver la crisis de la razón occidental cristiano-liberal, un
fundamento para dar cuenta de la creación de las significaciones.
Retorno al hogar: verdad, inmanencia y terror
Es precisamente aquí donde aparece en Levinas la relación con el
“retorno al hogar” como imagen de retorno a la verdad en la filosofía
griega, recurriendo a Odiseo: la verdad “está en casa”. La vida es un
viaje en busca de la Verdad, se nos dice. Levinas condena la reflexión, el
ahondar en el interior, el retorno a los orígenes, la búsqueda del suelo
natal, porque no hay en ello nada de revelación, que por definición es
una voz heterónoma.
El otro que Levinas busca afuera ya estaba adentro, sólo que el
afuera y el adentro, la trascendencia y la inmanencia de las cuales parte
Levinas son las de la metafísica. No puede aceptar que ha habido una
construcción, una historia humana en la creación de esas categorías.
Esta marca inaugural del otro como primera experiencia internainterna, tal como la vivió el niño, como absoluta, sin lo relativo al
mundo al cual luego habría de abrirse, sólo luego puede ser comprendida si ahondamos la comprensión de la historia del acceso del sujeto
a la historia y a la palabra.
88
Levinas
La razón patriarcal oculta la experiencia de la cual resultan los presupuestos que la fundan. Y por eso pone a la guerra como la experiencia
más pura del Ser puro: la realidad de la guerra y la política. Aquí sí
parte, como se debe, de la propia experiencia, la más terrible y profunda
que Levinas y su generación hayan vivido. Pero ignora la experiencia
materna como lugar donde el amor al hijo, al prójimo, predominó
para que vida hubiera. El horror de su experiencia real histórica no
tuvo límites. Este borramiento de la madre judía en su caso personal
muestra hasta qué punto las profundidades del hombre son aniquiladas: esas que en la genealogía de los cuerpos culturales lo denuncian
también como judío, porque entre los judíos no impera la genealogía
espiritual del padre sino el engendramiento corporal de la madre que
le confiere su pertenencia al pueblo elegido. Podemos pensar que esta
dificultad de las premisas del Ser en la filosofía del judío Levinas es
producto del terror cristiano que la cultura occidental y capitalista
engendraron. Hay una comprensión de la guerra que contiene, interpretación mediante, esta presencia del campo alucinado de la madre
como fundamento negado de la infancia en las teorías racionales que
la explican, y podemos descifrarlo en la que expuso Von Clausewitz en
el primer capítulo de su libro.12
Formulemos una hipótesis interpretativa, tal vez demasiado a la
ligera. Quizá fue tal el pavor de la soledad monstruosa que Levinas,
debemos pensarlo, vivió durante el nazismo y luego en la prisión
alemana que hasta el reflejo imaginario de volver a la madre continente había sido clausurado en el espanto que inhibía, para permanecer vivo, la emergencia afectiva de sus marcas arcaicas. No pudo
entonces actualizar su propia historia del acceso a la historia donde
la guerra predomina. Pero lo que este retorno al hogar idílico del hijo
pródigo nos muestra en la verdad a la que apunta, tiene una interpretación diferente cuando de retorno al hogar se habla: allí nos espera no
12. Para un análisis detallado ver: León Rozitchner, Perón: entre la sangre y el tiempo, Buenos
Aires, Biblioteca Nacional, 2012. [N. de los eds.]
89
León Rozitchner
sólo la verdad, sino lo siniestro que lo familiar oculta, y que Freud nos
muestra.13 El fondo de lo siniestro oculta el rostro de la verdad política, con las fantasías de despedazamiento, de mutilaciones: tiene que
ver con la amenaza de la castración paterna del patriarcado realizado
que impide que la madre vuelva a ser el suelo, el sitio, la base donde
el acogimiento –que la verdad racional desplaza por el terror– vuelva
a despertarse. Eso que Lacan le asigna por esencia a la experiencia del
niño en el Estadio del Espejo, como si no fuera una proyección de su
propia experiencia cristiana.
Este retorno al hogar como siniestro tiene que ver también con la
guerra interiorizada en la familia; en el enfrentamiento irreductible
entre lo materno y lo paterno que la pareja encierra. La ética que
Levinas busca está mucho más presente como identidad de lo absoluto del cuerpo acogedor de la madre vivido por el niño que como un
ser frío y vacío, que pese a todo, en su desnudez inhabitable, sólo se
entiende como el máximo intento de hacer del agua vino: del espíritu
abstracto del padre producir la leche cálida y nutriente de la madre.
Hasta Isaías preanuncia al hijo bueno de una buena madre, donde su
leche y su miel se prolongarán luego en la leche de las cabras y la miel
de las abejas: sólo luego, cuando sean grandes. Entonces podemos
decir que la ética que Levinas busca abstractamente en una experiencia
humana en la que habría de revelarse, la encuentra demasiado tarde.
La guerra había matado hasta las huellas vivientes de lo materno en el
hombre, último refugio donde ahora, cristianismo mediante, sólo nos
espera el Espíritu del padre. No había descifrado los tres volets,14 los
tres momentos diferentes, del génesis bíblico como Jerónimo Bosch sí
supo hacerlo en su pintura.
13. Ver Sigmund Freud, “Lo siniestro” [1919], en: óp. cit., pp. 2483-2505. Freud muestra en
este artículo que la palabra alemana para siniestro, unheimlich, significa literalmente negación
(prefijo “un”) de lo hogareño o familiar (heimlich). [N. de los eds.]
14. Remitimos para el análisis de esos tres momentos del Génesis al libro inédito de Rozitchner,
Génesis, la plenitud de la materialidad histórica, cuya próxima aparición en esta colección ya
hemos mencionado. [N. de los eds.]
90
Levinas
Levinas en la presentación de su libro Totalidad e infinito dice:
“Este libro se presenta entonces como una defensa de la subjetividad,
pero no la tomará al nivel de su protesta puramente egoísta contra la
totalidad, ni en su angustia ante la muerte, sino como fundada en la
idea de lo infinito”.15
Podemos preguntarnos entonces si la idea de infinito no tiene su
origen en la vivencia de infinito, del sin tiempo arcaico que le sirve
de base: el sentimiento de absoluto y de estar fuera del tiempo que
tuvimos de niños con la madre. Y esto le devolvería a la historia del
hombre la experiencia fundante de toda relación humana, sin tener
que recurrir a aquella idea de infinito donde el juicio moral estaría
más allá del mundo que nos rodea y “fuera de toda comprensión” por
lo tanto. Y la criminalidad y la culpa que descubren por su libertad
a los ojos de un “otro” también aparecería explicada por el tránsito
que el terror le impuso y con el cual tuvo que enfrentarse para eludir
primero la amenaza de castración del padre para separarlo de la madre
e incluirlo en la cultura patriarcal como culpable y asesino por haberle
dado muerte imaginariamente, cuando niño. Es mucho más comprensible, más económico y sobre todo más humano.
Ética y política
Para Levinas existe una prioridad radical de la ética sobre la política,
como si toda ética no fuera desde el vamos ética política, social por lo
tanto. El problema consiste en situar su origen en las relaciones espontáneas antes que en las leyes que obligan a cumplirla. Si sólo encontramos la resistencia del otro en decir éticamente “no” a la violencia,
sólo permanecemos en el reino del espíritu y en el infinito pensado,
pero la contra-violencia a la que permanece unida la fuerza de vida de
la madre estaría ausente de esa resistencia. La separación entre ética
15. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, cit., p. 52.
91
León Rozitchner
y política prolonga la separación entre la ética materna y la política
paterna: la violencia de los hombres-padres sobre las mujeres-madres.
La prioridad de la ética sobre la política, si no vemos el fundamento
carnal y material del otro desde la corporeidad materna y de su mirada
fundadora que lo unificaba todo, desarma a la ética, porque esta universalidad del “il y a” infinito está vacía de mater: está vacía de materia.
La ética sin madre queda, desmadrada, sin fuerza ni carne. Seguirá
siendo una verdad espiritual, desarmada, como decía Maquiavelo de
los profetas:16 todos los profetas desarmados perecen, son vencidos por
más verdaderas y morales que sean sus profecías. Será una verdad que
le deja a la política la materia sin ética, y reserva a la ética la verdad
sin materia. La madre, reservada al hogar, sigue sin prolongarse hasta
inmiscuirse en la polis.
Por eso la justicia en Levinas viene del miedo a la muerte y no
del gozo común de la vida: viene otra vez de Dios, como siempre, ni
siquiera de las diosas: “La voluntad está bajo el juicio de Dios cuando
su miedo a la muerte, se invierte en miedo a cometer un asesinato”:17
la ética viene desde el miedo de cometer un crimen, de la amenaza del
juicio divino que nos castigue. Viene desde la muerte y no de la vida.
Este descubrimiento del otro originario viene desde fuera de la ontología y de la metafísica, tiene una experiencia que sólo recuperan la
desdeñada antropología y el psicoanálisis de Freud, entendido como
un descubrimiento filosófico de un judío perseguido en la conciencia
clásica. Por eso el retorno de la tradición cristiana es al hogar paterno
y no al hogar materno: va a buscar la verdad pero la casa es también
la residencia de la palabra y la verdad del padre. Hasta aquí penetra el
desplazamiento de las madres como dominadoras del ámbito familiar
que clásicamente en Grecia y en Roma ocupaban.
Es porque desdeña el suelo primero, no especulativo, punto
de partida insoslayable para afirmar algo originario, y cae en la
16. Ver: Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Madrid, Gredos, 2011, p. 21.
17. Totalidad e infinito, cit., p. 258.
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Levinas
descripción y separación metafísica de los ámbitos del conocimiento,
es por eso que Levinas excluye el fundamento de la experiencia
materna que crípticamente ya está presente en el Génesis bíblico. Es
como si el cristianismo, patriarcalismo redoblado, hubiera tachado
definitivamente el lugar de las madres de la iluminación mística que
buscan sólo en la ontología.
93
IV
Sobre el lenguaje
Cuerpo y significación
Levinas parte de la Palabra divina: hay una sola lengua. En su
última obra reconocerá que hay al menos dos formas de decir: el Decir
y el decir en minúscula. En esto retoma la escritura de Stefan George,
el poeta citado por Heidegger. El problema de la existencia de dos
lenguas, la lengua materna y la paterna, cuya distinción está ausente en
Levinas, explicaría la relación directa que tiene el Infinito con la lengua
del padre sin pasar por la lengua de la madre. Y por lo tanto toda la
idealización que se apoya en recuperar las experiencias fundantes que
abren al mundo desde la madre sin mencionar el cuerpo de su proveniencia, a pesar de que en algún momento debe referirlas a lo femenino, pero no materno. Dice Levinas en Totalidad e infinito: “La tesis
aquí presentada consiste en separar radicalmente lenguaje y actividad,
expresión y práctica del trabajo, a pesar de toda la parte práctica del
lenguaje, cuya importancia no podría subestimar”.1
Este es el punto de partida reconocido, que se inscribe en contra de
la tradición judía, donde la verdad que el lenguaje expresa está referida
a la praxis, a diferencia de la verdad greco-cristiana, donde la verdad
aparece como un acto de de-velamiento, aletheia para Heidegger.
Según expone el mismo Levinas fue Merleau-Ponty quien
mostró que el pensar descarnado, que piensa la palabra antes de
hablarla, el pensamiento que constituye el mundo de la palabra,
que la adhiere al mundo –previamente constituido de significaciones, en una operación siempre trascendental–, era un mito.
Ya el pensamiento consiste en elaborar en el sistema de signos en
1. Óp. cit., p. 218.
95
León Rozitchner
la lengua del pueblo o de una civilización, para recibir la significación de esta operación misma. Va a la aventura, en tanto no
parte de una representación previa, ni de estas significaciones,
ni de frases a articular. El pensamiento casi [¿casi?] opera, pues,
en el “yo puedo” del cuerpo. Opera en él antes de representar o
de constituir este cuerpo. La significación sorprende al pensamiento mismo que lo ha pensado.2
El cuerpo piensa como cuerpo pensante que fue constituido con un
sistema de signos, y así produce las significaciones nuevas. La pregunta
que se hace Levinas para criticar esta capacidad creativa del cuerpo
como cuerpo que piensa es: “¿Por qué el lenguaje, recurso al sistema
de signos, es necesario al pensamiento? (…) La significación recibida
de este lenguaje encarnado ¿no sigue siendo… ‘objeto intencional’?”.3
Habría que pasar simplemente, pensamos, para responderle, de la
intencionalidad de la conciencia al cuerpo como lugar donde la intencionalidad vivida comienza y se termina; la “intencionalidad corporal”
que Merleau-Ponty distingue en lo ante-predicativo: antes de que
tenga (advengan) palabras.
Pero Levinas si bien parte del cuerpo, pone el acento en la
conciencia y en la necesidad del nombre para que algo, hasta un
objeto empírico, llegue a ser significación. Y así trata de separar a la
significación del cuerpo que piensa, porque “la significación recibida
de este lenguaje encarnado (…) sigue siendo, en toda esta concepción,
‘objeto intencional’”, es decir objeto de conciencia. “La estructura de
la conciencia constituyente recobra todos sus derechos después de la
mediación del cuerpo que habla o escribe”;4 volvemos al fundamento
de los dos polos de la conciencia: noema y noesis, un polo somático
y un polo ideacional, supuestos de una abstracción teórica, que es el
modo como la conciencia recupera sus derechos como fundamento
2. Óp. cit., p. 219.
3. Ibíd.
4. Ibíd.
96
Levinas
del sentido sobre el cuerpo que piensa. Y que parte, necesariamente,
de excluir las elaboraciones con las cuales Freud amplió el campo del
pensamiento como una separación y un corte producido en el aprendizaje cultural. Y que se produce como una experiencia histórica
donde el pensamiento de ella resulta, al inaugurar una nueva modalidad de conciencia; sin embargo la conciencia no retiene necesariamente este proceso que llevó a separar el cuerpo de la conciencia. Esto
es lo fundamental en la crítica a la fenomenología: la conciencia no
tiene conciencia de su acceso a ser conciencia. Y por más puesta entre
paréntesis del mundo, y por más de reducción en reducción que vaya,
nunca alcanzará el fundamento inconsciente de su propio origen; y
entonces no podrá comprender sus propios presupuestos, los que
organizan la conciencia.
Para que esto se produzca fue preciso que la amenaza de muerte
apareciera dividiendo y limitando el cuerpo, si este osara infringir el
límite que la lengua paterna impuso sobre la lengua materna, que es la
que mejor muestra la inserción del sentido en el cuerpo. En un mismo
cuerpo hay por lo menos dos cuerpos (pero para Levinas un cuerpo,
el biológico, es como si subsistiera tal cual, natural, en el cuerpo que
transita, desde antes mismo de su nacimiento, de un extremo natural al
otro histórico). Levinas pone la experiencia de la amenaza como asesinato en un momento puramente abstracto de un génesis que traza la
historia metafísica del advenimiento de la conciencia del yo con las
categorías que resultaron sólo del “sistema de signos” y de la lógica
autorizados por el poder instaurador de la amenaza.
El problema es entonces la “excedencia de la significación” sobre
la representación: sobre lo ya significado en la cultura. Esta recuperación del cuerpo como cuerpo que piensa sería sólo una “una nueva
manera de presentarse”, “manera cuyo secreto no agota el análisis
de la intencionalidad del cuerpo”. Y se pregunta: “La mediación del
signo ¿constituye la significación porque [este, el signo,] introduciría
en una representación objetiva y estática ‘el movimiento de la relación simbólica’? Pero entonces –agrega Levinas– el lenguaje sería de
97
León Rozitchner
nuevo sospechoso de alejarnos de ‘las cosas mismas’”. “Es necesario
afirmar lo contrario”, 5 dice.
¿Cuál es la solución que encuentra para contraponer a la teoría
del cuerpo que piensa la propia teoría? “No es la mediación del signo
la que hace la significación, sino que es la significación (cuyo acontecimiento es el cara-a-cara) la que hace posible la función del signo”.
Adecuadamente entonces la significación surge originariamente en
una relación entre dos cuerpos que se miran. Pero no son dos cuerpos,
para Levinas son sólo dos rostros. Pero no se sabe a quién corresponde
lo que en el rostro se significa. ¿Qué se significa en el cara a cara del
otro? No son entonces dos cuerpos: “La esencia original del lenguaje
no debe buscarse en la operación corporal que la devela a mí y a los
otros y que, en el recurso del lenguaje, edifica un pensamiento, sino en
la representación del sentido”. 6
Pero la representación del sentido supone que haya sentido antes de
ser representado. La “esencia original del lenguaje” no parte aquí, como
debería hacerlo, del lenguaje de la madre que nos lo enseña a partir del
sentido que en el cuerpo a cuerpo vivimos. Aquí no hay sólo cara-acara o rostro-a-rostro: nunca más evidente que el rostro de la madre es
la prolongación y la expresión viva de su cuerpo succionado, licuado.
El niño la mira mientras va recibiendo por su boca la leche cálida que
lo inunda y lo llena de madre: madre licuada la de las primeras marcas,
con la feliz significación sentida de su ser colmado. Estar ahíto es
sentirse lleno, colmado, del cuerpo de la madre: la felicidad en acto, sin
tiempo en el tiempo. La elaboración del lenguaje une el sonido de la
boca materna que articula la relación de los cuerpos que se conjugan y
se dicen con todos los sentidos que simultáneamente se entrelazan. El
sonido no está hecho de palabras todavía, sino de suspiros, gorgoteos,
exclamaciones, caricias sonoras que acompañan los actos, los movimientos, los escanden y los ritman. Las palabras aparecen poco a poco
5. Óp. cit., p. 220.
6. Ibíd.
98
Levinas
entremezcladas por boca de la madre, confundidas con los afectos y los
gestos a los que van unidas. Con la lengua paterna la madre construye
melodías que disuelven el sentido “lingüístico”, que resumen todas las
cualidades del cuerpo que lo ha gestado y acogido. La lengua materna
es esta primera melodía que no coincide con la lengua ya establecida,
la paterna, que es aquella a la que Levinas se remite. Levinas ignora la
lengua materna como ignora a la madre en el origen de todas las significaciones pensadas con las cuales construye el refugio de su filosofía.
Ello se logra cuando, como lo expresa, se deja de lado la “operación
corporal” y se pasa directamente a la “representación del sentido”. Pero
la operación corporal que se deja de lado es la que encierra el secreto de
la representación del sentido originario que sólo las primeras etapas del
surgimiento a la vida desde el cuerpo de la madre podrían devolvernos.
Pero esto es antropología, no metafísica, ni ontología, ni religión, diría.
Sin embargo es aquello a lo que nos retrotrae, y actualiza sin saberlo, la
experiencia mística en la memoria del cuerpo.
Y “el ser de la significación consiste en cuestionar en una relación
ética la misma libertad constituyente”. Pero eso que se llama “relación
ética”, que pide prestados sus conceptos a la metafísica, oculta esa “relación” fundante que quedó como modelo de toda reciprocidad y acogimiento anhelada en la vida adulta: la experiencia rememorada en sordina,
aquello que da qué pensar porque dio primero qué sentir, el acogimiento
materno, al cual se remite toda concepción racional de la ética: la
primera reciprocidad humana del puro amor gestador de la madre. Y eso
aunque se descienda no hasta el cuerpo sino sólo al rostro de la madre
que modeló el nuestro, puesto que el recién nacido apenas abre los ojos
distingue ya las miradas en las caras. El rostro oculta el cuerpo que está
en acto, pero incluido en la mirada: su primer acto es buscar en el cuerpo
de la madre el pecho que lo atrae, y mirarla a los ojos mientras la traga.
“El sentido es el rostro del otro y todo recurso a la palabra se coloca ya
en el interior del cara-a-cara original del lenguaje.”7 Aquí estaría el primer
7. Ibíd.
99
León Rozitchner
rostro carnal y corpóreo cuyas vivencias infantiles arcaicas, grabadas en
lo inconsciente, son aquellas con cuyo contenido vivido, actualizado
luego, la metafísica construirá los conceptos fundantes de un infinito
previo, fundador de toda experiencia humana. La experiencia arcaica
era lo absoluto en acto, sin ninguna coordenada pensada aunque creara
las primeras coalescencias significativas. Para ello deben actualizar ese
contenido arcaico como si no correspondiera a una experiencia infantil
e histórica, sin palabras todavía, de donde han surgido las vivencias
idílicas del encuentro absoluto con el rostro primero del otro. Pero estas
vivencias son despojadas de su origen aun cuando vivan y permanezcan
como fondo inconsciente de nuestra primera apertura al mundo en el
cual estábamos subsumidos, en simbiosis se dice, con la madre.
Con estas vivencias, y en un estado de regresión histórica traumática
frente a una agresión avasallante, buscando un refugio originario allí
donde en la realidad no existe, se construyen las categorías y los conceptos
con los cuales se edificará luego un artificioso entramado de ideas que
reproducirá, como si fuera un hecho del espíritu In-finito, la creación de
ese hombre hecho a la medida de la salvación individual y subjetiva frente
a la intemperie histórica que lo aterroriza. Como Levinas dejó de ver al
cuerpo materno en el rostro de la madre que quedó convertido en significante puro, in-finito, por eso puede decir que “la esencia del lenguaje
no debe buscarse en la expresión corporal”, porque el cuerpo materno se
ha convertido en in-significante: sólo su rostro destella, sobresale y brilla.
La lengua, como el filo espiritual de una guillotina etérea, cortó en dos
la experiencia con la madre: separó al rostro del cuerpo que le daba vida.
Pero este proceso unifica en una sola unidad los dos extremos de la
experiencia del tránsito de una lengua a otra, de la materna a la paterna,
que Freud describe como la aparición de una nueva conciencia (moral
recién ahora), regulada por la ley del padre, viniendo desde la conciencia
regulada por el orden ético sin ley de la madre, aunque esta utilizara las
palabras –insignificantes para el niño, pura melodía sonora con la que la
madre lo envolvía– de la lengua paterna. La conciencia racional (moral),
producto del enfrentamiento con el padre en el desenlace edípico
100
Levinas
freudiano, corresponde a la instauración de la razón con su correspondiente mandamiento, el “no matarás” que aparece sobre la culpa
de haberle imaginariamente dado muerte. Pero es este mandamiento,
nunca originario desde la lengua de la madre, el que viene desde el padre
interiorizado como ley originaria. El rostro del “radicalmente Otro” es
el rostro del padre, de esa Otra que nunca será “radicalmente” Otra, en
el cual volvemos a leer la amenaza redoblada: en todo otro rostro los
ojos que nos miran siempre actualizan la mirada persecutoria del padre
amenazante. No puede ser nunca el rostro de la madre, que siempre está
unida indisolublemente en nosotros con el mandamiento sin palabras
del “vivirás” en mí eternamente. La “ética” que obliga y ordena con su
“no matarás” viene del padre; el amor de la donación y de la entrega, el
“vivirás” primero, originario y sin palabras viene de la madre.
Lo que Freud entonces le agrega a la relación noético-noemática de
la conciencia fenomenológica es la dimensión histórica escondida que
la escindió en dos, sin continuidad de la una a la otra: el polo noemático, que corresponde a lo somático, sería el polo materno que emerge
en la conciencia, y el polo noético sería el de las significaciones reguladas, en tanto espíritu infinito, por la ley y la lengua del padre. A la
fenomenología de la conciencia de Husserl la teoría de Freud le agrega
la base histórica de su formación como conciencia, sin la cual su emergencia misma sería incomprensible. Y es desde aquí donde Levinas se
torna comprensible.
Infinito y mater-ialidad
Colonia, martes 26 de febrero de 2008
Este es el momento en que Levinas condensa toda su teoría sobre
el rostro del Otro. Frente a la metafísica puramente conceptual
heideggeriana, cristiana, sin cuerpo, sin sexo, sin morada sensible, a
ese Ser frío Levinas le agrega la sensibilidad, si no la del cuerpo que el
cristianismo aborrece, por lo menos la carnosidad vítrea de la mirada
101
León Rozitchner
sensible de un rostro donde la racionalidad emerge por los ojos, que
siempre fueron la expresión del alma. Aquí podremos verificar esa
operación del transformismo idealista que excluye la corporeidad
materna como fundamento del sentido.
“Todo recurso a la palabra supone la inteligencia de la primera
significación pero inteligencia que, antes de dejarse interpretar como
‘conciencia de’, es sociedad y obligación”.8 “La primera significación
de la palabra” es atribuida aquí a la lengua paterna, como si no existiera otra antes, porque la primera significación aparece unida aquí a
“sociedad y obligación”, posterior por lo tanto a la lengua de la palabra
encarnada de la madre donde la sociedad y la obligación no existía
entre ellos: era el reino del cuerpo a cuerpo de la donación inmediata,
sin que la sociedad la obligara.
“La significación es lo Infinito, pero lo infinito no se presenta a un
pensamiento trascendental, ni aún a la actividad razonable, sino en el
Otro”.
El Infinito judío aparece unido a lo sensible: no es un concepto donde
la corporeidad fue radicalmente excluida del sentido espiritual, trascendental y puro. En el infinito racional cristiano la forma y el contenido del
concepto terminan siendo ambos racionales. Pero por ser sin embargo
diferente a aquel que plantea la metafísica conceptual tradicional, la que
parte de los conceptos puros, aquí aparece ligada en Levinas a una parte
del cuerpo separada del cuerpo y como si no lo sostuviera: es el cuerpo
reducido a la mirada. El Infinito racional emerge de la mirada sensible: la
forma es racional pero su contenido es sensible. En esta distinción radica
la diferencia entre la verdad cristiana y la verdad judía. Aunque sólo sea
aquí por los ojos, el cuerpo del otro la soporta. Pero sin embargo lo infinito, que es el sentimiento del sin tiempo de la simbiosis con la madre,
se transforma al aparecer en un cuerpo minimizado, diluido, espiritualizado, que conserva el relente de un cuerpo para sostenerse. Conserva
su polo noemático, ahora historizado, pero lo lee sólo en el rostro del
8. Ibíd.
102
Levinas
Otro siguiendo y recuperando sin saberlo su génesis en la experiencia
infantil originaria. Pero la madre metamorfoseada aquí ocupa el lugar
de lo Infinito, de Dios todavía. Y en vez de ser sólo el Otro abstracto
que el estructuralismo del significante supone como código, punto de
partida para todo significante que se enlaza en la cadena, aquí recupera
una base corporal que trae el recuerdo de una experiencia real del acceso
a la conciencia: la mirada racional ordenadora del patriarcado que nos
introduce en la sociedad y en las obligaciones: la Ley que nos ordena lo
que debemos ser para no ser nada.
Pero una vez más, es este un retorno en búsqueda de lo Infinito a
un originario segundo, el del padre, que se supone necesariamente (si
ese pensamiento no lo requiriera necesariamente para imponerse como
único), no primero, como lo es la madre. La madre es el único Infinito
vivenciado, el de la existencia sin tiempo y sin distancia, la del goce
absoluto sin categorías ni de lo justo o de lo injusto, sino de lo que nos
hace felices o infelices. Este Infinito vivido es el que da qué pensar al
pensamiento conceptual de lo infinito, que es planteado como si fuera
anterior a toda vivencia y experiencia humana. Mediante esta operación
que va en busca de un nuevo fundamento para la racionalidad metafísica que Levinas critica, sin embargo no puede transgredir el código
que férreamente determina desde la razón patriarcal la inversión que
el terror impuso al pensamiento. Por eso, cuando se lee en los ojos del
otro, aparece extrañamente con un “no matarás” que no busca su fundamento en la vida y en el amor compartido y en la donación completa del
ser uno con el uno, sino en la mirada persecutoria donde nuevamente la
obligación de la razón patriarcal se le impone. Ese “no matarás” persecutorio no puede nunca surgir desde el amor ni del reconocimiento
pleno de la existencia absoluta del otro. Surge de un “matarás” anterior ejercido, del cual el “no matarás” es la respuesta obligada desde el
Otro que le impone al vencido que no ejercerá su contra-violencia. Pero
lo que es peor todavía para el pensamiento ético: no son mis propias
pulsiones sensibles las que me llevan a reencontrar al otro como un ser
cuya existencia es tan milagrosa como la mía misma, y que surge desde
103
León Rozitchner
mi propia mismidad, ligada su vida a la mía: si lo matara daría muerte a
lo que tengo yo mismo –como todos– de misterioso y único.
La mirada como último refugio del cuerpo aterrado
“[El Otro] me hace frente, me cuestiona, y me obliga por su esencia infinita. Este ‘algo’ que se llama significación surge en el ser con el lenguaje,
porque la esencia del lenguaje es la relación con el Otro (el subrayado es
de Levinas mismo)”.9 Entendamos: la esencia del lenguaje paterno, con
la lógica y la ética que lo organiza desde su lengua, aparece en la relación
con el Otro si ponemos al padre en el lugar divino de su existencia absoluta y aterrante; y si excluimos la lengua cobijante y amorosa, primera y
previa, de la madre.10 Ese “algo” que surge con el lenguaje es diferente a
aquel que surge con la lengua de la madre que ya lo habla y lo transgrede
en una experiencia que se opone a la ética histórica que como mujer la
domina. ¿Es pensable que la madre le ordene al hijo que no le dé muerte,
o que le ordene vivir? La muerte aquí, en el absoluto de la participación
unitaria de sus cuerpos, no existe todavía, como no existe el tiempo ni
el futuro: es un eterno presente ritmado por el amor recíproco entre el
Amante y la Amada. Hay comunicación significativa, hay “lengua-je”
aunque no sea el que la lingüística nos enseña: el que la lengua sintetiza
en el sonido.
Aquí el Otro que nos mira nos cuestiona desde el fondo de sus ojos
9. Ibíd.
10. ¿Puede haber una existencia “absoluta” del padre, incluso si es puesta; o es ese absoluto
prestado de la relación vivida como absoluta con la madre de la que luego se recubrirá la
imagen del Dios padre? A lo que me refiero es a que lo absoluto del padre que deviene Dios es
sobre lo absoluto de la madre, es con lo absoluto de la madre. Y lo mismo pasa con la lengua
materna, que es donde se asentará el lenguaje paterno, por lo que quizá no se corresponda con
una exclusión sino con algo así como una transmutación o usurpación, pues lo materno sigue
actuando sobre la vida toda, solo que ahora como idealización paterna. Quizás el problema
sea que no hay contigüidad de los absolutos sino sustitución porque “absoluto hay uno sólo…”
como la madre. [N. de L. R.]
104
Levinas
tal como lo hace el padre en la prueba de la iniciación a la cultura que el
complejo parental freudiano distingue y describe luego de observarlo
emerger en las experiencias clínicas, no imaginarias y subjetivas. Surge
aquí de nuevo desde la mirada del otro inquisidor, ordenador y poderoso, y descubre al menos, si lo desciframos, ese aspecto distanciador
y extremo al que el cristianismo había llegado. Levinas en cambio le
devuelve al dios-padre abstracto del cristianismo un relente del Dios
judío antropomorfo, pero patriarcalista. El hijo puede salvarse sin
despreciar la carne: si rememora y actualiza en cada otro la mirada
absoluta del padre. Pero que sigue apegado a la ley persecutoria y obligatoria: a la intimación mortífera originaria del poder político. La
crítica a la ley judía de san Pablo todavía lo alcanza. Levinas, distante
de la mística judía que Gershom Scholem nos ha descubierto, con
su misticismo abstracto del cuerpo viril enaltecido, no actualiza una
mirada que supere el modernismo cristiano, porque acude a una
concepción reivindicatoria de un judaísmo religioso, al pie de la letra,
religión traducida a la filosofía, que no accedió a su propio iluminismo,
ese que le fue negado a los descendientes de la religión judía porque
lo realizaron en medio de una cultura cristiana que sólo le permite la
reivindicación congelada de su pasado acorde con la suya.
En la mirada de todo otro emerge la mirada del Otro persecutorio
no amigable –me hace frente– que me cuestiona, me interroga, y
encima me obliga: ¿alguien puede confiarse en el otro cuando lo mira y
encuentra que es todo eso al mismo tiempo: cuestionador, perseguidor,
interrogador y quizás asesino? ¿Es ético no matar al otro sólo porque
Dios me obliga a no hacerlo? ¿No hay otro lugar posible desde el cual
la muerte del otro me repugne desde lo más sensible y más propio de
mi subjetividad? El lugar del Otro en su esencia infinita abstracta, sin
cuerpo de mater, es el lugar de donde surgen mis terrores paranoicos.
Y entendemos que la lengua materna nunca podría, siendo absoluta,
estando más allá del tiempo, puro acogimiento, producir semejante
mirada desconfiada. ¿Este es el mundo de la ética que pretende sugerir
Levinas? El amor, que no es el amor cristiano que surge desde una
105
León Rozitchner
madre virgen, sin cualidades femeninas ni improntas masculinas en
su cuerpo de hembra despreciado, hubiera sido un mejor punto de
partida para la Ética que Levinas busca, más acorde con la de san Pablo.
Sólo que el cristianismo vuelve a una Madre a la cual le concede,
para santificarla y ahondar la ley inservible y limitada del padre, hacer
aparecer en su hijo el desprecio por ese cuerpo –alguna de cuyas aberturas, los ojos, Levinas retiene por lo menos–, y mandarlo al muere
con su amor de virgen que no conoció marido en la fornicatio mística
con Dios-Padre mismo. Y desechando la “intencionalidad corporal”
de Merleau-Ponty vuelve Levinas a un rostro sutilizado, convertido
sólo en mirada, más allá de toda galería lombrosiana: “el recibimiento
del ser que aparece en el rostro” es el ser del Otro en el otro preciso,
cuyo cuerpo –y sus rasgos y sus actos– debería agregarse a la mirada.
Es el rostro anónimo en su ser el rostro preciso del Padre oculto que
se esconde como Ser en todo ser que vemos, a pesar de que Levinas
pretenda alcanzar lo más profundo del prójimo, porque todo prójimo
será el que aparece iluminado en su ser por el más distante Otro. Y
porque ese Otro, nos dice, es el “acontecimiento ético de la sociabilidad” que interiorizó la represión de su impronta bien adentro, porque
“ordena ya el discurso interior”. Lo interno se hizo externo y ordena
lo subjetivo con lo objetivo, al individuo con la sociedad, puesto
que el discurso del padre, que inaugura la conciencia pensante y su
primer significado, está instaurado en nuestro punto de partida por
la amenaza de su terror amenazante, aunque deba situarlo antes de la
aparición de la conciencia. Hay coherencia entre el adentro y el afuera:
los ordena una misma mirada persecutoria, que primero debió anular
por el terror la prolongación de la lengua y el cuerpo de la madre en el
rostro y en la mirada y el discurso persecutorio de la lengua del padre.
Pero en ese adentro al que retorna nada de lo materno fue actualizado.
Y la epifanía que se produce como rostro no se constituye como
todos los demás seres, precisamente porque “revela” lo infinito. La
significación es lo infinito, es decir, el Otro. Lo inteligible no es un
106
Levinas
concepto sino una inteligencia. La significación precede la Sinngebung e indica el límite entre el idealismo en lugar de justificarlo.11
Este pensamiento, aun en su distanciamiento de la racionalidad
metafísica cristiana, conserva algo de sensible en lo inteligible: se
revela en la mirada. Pero sigue siendo revelación, aletheia, aunque
ahora judía. Si la significación infinita es primera y fundante, y
precede a toda otra significación porque es la dadora de sentido a todo
sentido, las marcas y las improntas maternas se han convertido verdaderamente en in-significantes en su doble sentido: carentes de valor y
carentes de pensamiento. Y aunque el concepto quede desplazado por
la inteligencia, porque aquí piensa que el concepto, que tiene forma y
contenido racional, idealidad pura, es pensado desde su revelación no
en la mera palabra sino en la Palabra que se actualiza en la mirada de un
rostro que evoca al Otro en lo sensible de una cara, no por eso supera
al idealismo. Su círculo también lo apresa. Porque hay un idealismo
que no es el de la pureza del concepto, aunque Levinas le devuelva esa
brizna de sensible que lo determina como propio de la inteligencia, y
sin embargo sigue siendo idealismo: no alcanza la mater fundadora
del mater-ialismo. Porque esa punta de materia etérea que es la mirada
que brilla en los ojos como una epifanía, es sólo una metáfora de la
verdadera experiencia mater-ial que, aunque relegada, la sustenta. El
único idealismo que conozco es siempre el que niega el materialismo:
el cuerpo de la madre como lugar de la primera significancia. No hay
forma de negarla sin caer en la negación del primer sentido originario,
y desde allí imponer la tiranía y el totalitarismo que el mismo Levinas
denuncia al intentar transformar la Ley dándole el soporte material
de la luz de una mirada.
La condición de la profundización del Infinito no puede escapar a la
interiorización cada vez más profunda y espontánea del sometimiento
al Otro: “La conciencia de la obligación no es una conciencia, ya que
11. Óp. cit., p. 220.
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León Rozitchner
arranca la conciencia a su centro al someterla al Otro”.12 Este es el extremo
que todo idealismo encuentra, aún cuando esté a la búsqueda de cómo
evadirse de lo que cosquillea y en susurros le recuerda: me has dejado
sola. De lo que aquí se trata es de fundar el orden de la razón metafísica cristiana recuperando un orden diferente, uniendo lo judío con lo
griego: “Yo soy un griego”, dijo Levinas de sí mismo. Un judío griego que,
como Freud, tomó prestado a otra cultura su mitología, sin importarle
que en la tragedia griega, no en el complejo, sea la madre Yocasta la que
manda al hijo al muere para conservar el poder político del tirano de
Tebas. Hay un “nacimiento” filosófico del propio ser, que pasa de natural
a cultural sin seguir las líneas del nacimiento de los cuerpos en la cultura.
“Para que la distancia objetiva se profundice, es necesario que al mismo
tiempo que [el sujeto] es en el ser, el sujeto no sea aún en él; que en cierto
sentido no haya nacido aún, que aún no esté en la naturaleza”.13
El rostro del Otro, en su mirada, no es imagen o signo, aunque no esté
de cuerpo presente: es testimonio, “da testimonio de la presencia de un
tercero, de toda la humanidad, en los ojos que me miran”.14 “Toda relación
social, como derivada, se remonta a la presentación del Otro al Mismo,
sin ningún intermediario, imagen o signo, por la sola expresión de su
rostro”. Atribución delirante que ya ni distingue en sí mismo la distancia
entre realidad y fantasía: el dominio del Otro alcanzó la profundidad
que sólo el terror impone cuando llega a destruir tan profundamente las
marcas maternas y ocupar así el espacio originario de una universalidad
vacía. Esta presencia del Todo significado por el tercero que se revela en
los ojos del rostro que miro, no solamente sirve para condensar significativamente al Todo inabarcable necesariamente en la presencia de un
elemento, el sujeto material e histórico que forma parte de él, sino que
nos revela la igualdad esencial, metafísica, que constituye así la esencia
del lazo social. ¿Quién establece este lazo social que se esconde en el Otro
irreductible que nos mira en todo otro cuyo rostro miramos y que nos
12. Óp. cit., p. 221.
13. Óp. cit., p. 223.
14. Óp. cit., p. 226.
108
Levinas
descubre que “todos somos hermanos”? El patriarcado vencedor del amor
originario y sensible o sensual, libidinal, de las madres.
“La comunidad humana, que se instaura en el lenguaje –en la que los
interlocutores permanecen absolutamente separados– no constituye
la unidad del género. Se predica como parentesco entre los hombres”.
“Implica… la comunidad de padre, como si la comunidad de género
no aproximara bastante. (…) El monoteísmo significa ese parentesco
humano, esta idea de raza humana…”.15
Con esta solución metafísica los judíos no venceremos nunca al
nazismo ni al exterminio cristiano. No veremos la fuente de la cual
se nutre el cristiano capitalismo occidental que llevó a la Shoá. La
unidad de género, referencia al todo biológico donde los cuerpos constituyen la unidad del género humano, desaparece hasta tal punto que
no queda siquiera como mero soporte de la comunidad humana, que
ahora aparece en cambio descarnada, hecha de palabras, instaurada por
la lengua paterna y el parentesco espiritual que aparece dado sólo por
el padre. Del simbolismo paternalista desapareció la referencia viril al
acoplamiento sexual y hasta amoroso con el cuerpo femenino del que
huye. La madre, que en el judaísmo marca la pertenencia a la comunidad
judía dada por el vientre engendrador que los trajo a la vida, desaparece
suplantada sólo por el Discurso racional y la Infinitud del padre. Su
cuerpo queda escamoteado y sólo es la epifanía mística alucinada que
resplandece en los ojos del rostro que miro, donde se esconde el irreductible Otro, constituyendo el fundamento de la comunidad humana.
Cada madre, cada otra corpórea precisa y femenina, fue desplazada por
el Otro abstracto y universal persecutorio del padre que la excluye y la
suplanta por medio de esta generación mística. Queriendo ser superlativamente espiritual e infinita la comunidad sin madre generadora que
extrañamente Levinas propone, retorna –¿sin saberlo?– a la alianza
fraterna freudiana donde el despotismo del padre asesinado se instaura
como el polo perseguidor de la conciencia moral humana.
15. Óp. cit., p. 228.
109
León Rozitchner
“Es mi responsabilidad frente a un rostro que me mira absolutamente
extraño –y la epifanía del rostro coincide con estos dos momentos– lo
que constituye el hecho original de la fraternidad. La paternidad no es
una causalidad”.16
Tampoco es una casualidad que la paternidad revele el lugar de toda
tragedia humana, lo absoluto que nimba toda pasión del hombre por
la mujer sobre fondo de la unidad amorosa con la madre arcaica, esa
que la Biblia describe en el Génesis que los judíos ponen por primera
vez en la historia al descubierto, aunque contradictoriamente al mismo
tiempo que lo revelan lo ocultan.
Perdida la relación material que liga los cuerpos a la naturaleza
como engendradores de otros cuerpos de hombres, donde quedaría
reconocida la diferencia que los une dentro de una semejanza originaria –hecho original sobre cuya base podría necesariamente plantearse toda fraternidad humana–, la paternidad queda sólo convertida
en una asignación persecutoria que se hace presente en todo rostro, y
que nos incluiría idealmente en una comunidad de hermanos sometidos al poder espiritual del padre. Fraternos: hermanos igualmente
sometidos a la mirada persecutoria del padre de palabras. Pero esto es
lo más importante de este desplazamiento pueril aunque tenaz y persistente. Pese a que fuera un padre quien, para desarmarnos y despojarnos
de toda capacidad de resistencia efectiva y material frente a su dominio
incluyente y universal, tuvo primeramente que despojarnos de la relación fundante y generadora con la madre que nos trajo a la vida y
que nos proporcionó a ambos, al padre y al hijo, las primeras significaciones amorosas. Ese cuerpo engendró en nosotros las primeras
pulsiones de vida, aquellas que reverdecen e impulsan toda resistencia
política, contra la opresión material y ética por lo tanto, de los cuerpos
humanos como sujetos históricos. El combate contra la muerte lo
sostiene el cuerpo amoroso de la madre, no la madre apalabrada oculta
en un cuerpo Infinito de Palabras.
16. Óp. cit., p. 227.
110
V
La voluntad de someterse
Colonia, jueves 21 de febrero de 2008 (de noche)
Conciencia de sí: inmunidad y fragilidad
¿De dónde extrae su fuerza la voluntad para realizar la Infinitud
que define el ser del hombre? Primero describe su fundamento como
seguridad absoluta contra toda agresión:
La voluntad [que define lo más propio del yo] une una contradicción [entre dos extremos que la constituyen por lo tanto]:
la inmunidad contra todo ataque exterior al punto de plantearse como increada e inmortal, dotada de una fuerza por
encima de toda fuerza cuantificable (también atestiguada por
la conciencia de sí en la que el ser se refugia inviolable; “no vacilaré en toda la eternidad”).1
Esta “voluntad” que “une una contradicción”, encuentra como uno
de los extremos, el que la sostiene, que define lo puramente cualitativo
de sus fuerzas por encima de toda otra fuerza: el ámbito, no reconocido por Levinas, de energía, materialidad sentida y sensible, viva y que,
en nuestra apreciación, no puede sino ser y provenir de las primeras
marcas maternas y del proceso primario, ese cobijo infantil enquistado,
congelado, sin desarrollar, que él llama aquí “refugio inviolable”, “inmunidad contra todo ataque exterior”, “eternidad”, “increada e inmortal,
dotada de una fuerza por encima de toda fuerza cuantificable”, es
decir omnipotencia que ninguna Palabra racional, por Infinita que
sea, puede darle. Es evidente que sus características y sus cualidades
1. Óp. cit., p. 250.
111
León Rozitchner
“sentidas” e imaginarias sólo pueden provenir de una relación arcaica
y primera en la simbiosis con la madre, fuerza corpórea que luego “la
conciencia de sí” piensa, piensa como fundamento Infinito de la razón
omnipotente, con una conciencia que entonces excluye de sí ese origen,
ese fondo de la experiencia materna primera imborrable pero reprimida por la conciencia patriarcal de la “razón” pensada, que le toma su
infinito al sin tiempo de la madre, que es eternidad en acto para el niño.
La razón le da forma espiritual a esta significación, cuyo contenido
sólo puede provenir de una memoria sensible, imaginaria y afectiva,
que la actualiza como si viniera de Otro de sí mismo, pero que está
en uno como lo más próximo y al mismo tiempo más distante. Este
refugio, por carecer de origen y sentido histórico para la memoria
pensante, excluido como premisa infantil de toda historia del sujeto,
porque no reconoce la experiencia primaria y corpórea de su inscripción, sólo puede surgir de la Palabra, del pensar, como una ilusión. Y
su contradicción, que se revela en el extremo opuesto de su verificación
histórica real, se presenta como su opuesto: la “fragilidad permanente”.
Por eso aparece como contradictoria, porque su contradicción no es
reconocida como una contradicción histórica, producto de la prematuración que define el surgimiento de la vida humana que escande
en dos tiempos la experiencia arcaica y la experiencia consciente.
Y sólo desde allí aparece el otro extremo racional de la contradicción:
“y la permanente fragilidad de esta inviolable soberanía al punto de que
el ser voluntario se presta a las técnicas de la seducción, de la propaganda
y de la tortura”. Este cimiento absoluto vivido como “refugio inviolable”,
esta “inmunidad contra todo ataque exterior”, su “eternidad increada
e inmortal”, se presenta sin embargo, para el sujeto, como su contrario
más relativo: como su “fragilidad permanente”. ¿Cómo no pensar desde
aquí que el segundo polo, el de la “fragilidad permanente” de la realidad
histórica en la que vivimos todos, debería comprender al “refugio inviolable”, ese absoluto, como una fantasía, una ilusión cuyo origen debería
ser investigado por el pensamiento metafísico? A no ser –y de eso se trata
en nuestro análisis– que sea congruente con una concepción teórica
112
Levinas
que se distancia de la historicidad del sujeto, quiero decir del proceso
histórico de su propia formación viniendo desde la infancia. Porque sólo
retrocediendo hacia la primera infancia podemos comprender la formación de esta ilusión y de esta fantasía que el individualismo, aterrado de
una racionalidad distanciada del cuerpo, pudo mantener como complemento salvador del terror –la “castración”, esta amenaza infantil que el
corte adulto de la guillotina verifica–.
Esta extraña “inviolable soberanía”, tan violada sin embargo, sólo
puede ser tal cuando ese primer polo de la contradicción, que no corresponde a ninguna realidad adulta, quedó como un sentimiento antiguo
ahora alucinado, puramente subjetivo, refugio individual, “inviolable
soberanía”, sin desarrollarse como cuerpo común compartible, no
necesariamente violada sino objetivada y ampliada en el campo social
de las relaciones racionales patriarcales, donde impera la soberanía del
contrato social que excluye el cuerpo inorgánico común de la naturaleza. La madre arcaica en el cristianismo no se prolongó siquiera como
en la Pachamama o en Gea: se convierte en madre virgen, es decir
fantasía de una fantasía coherente con la razón pura. Y justamente este
reconocimiento de lo que Levinas denomina su “inviolable soberanía”
sería aquello que debiera ampliarse y desarrollarse desde ella como una
soberanía que abriera el refugio histórico de los hombres, ese chez soi
que Levinas sitúa como propio de lo hogareño, del refugio, del ámbito
habitable que acompaña la definición de cada yo. Pero no lo hace.
“La voluntad puede sucumbir a la presión tiránica y a la corrupción
como si solamente la cantidad de energía que despliega para resistir o
la cantidad de energía que se ejerce sobre ella, distinguiese cobardía y
valor”.2 Pero la energía del cuerpo que resiste no puede ser una cantidad,
que destruye e ignora el carácter cualitativo e infinito de la energía de la
voluntad racional e infinita. Como veremos: el cuerpo “natural”, cuantitativo, relegado, puede volver a emerger en el seno de la corporeidad
cultural para Levinas cuando la voluntad es vencida.
2. Ibíd.
113
León Rozitchner
No son las categorías de la cobardía o el valor las que pueden dar
cuenta, como dice, del enfrentamiento con la tortura y la amenaza
del asesinato. Aquí se leen en Levinas los más bellos desarrollos que,
pensamos, fueron producto de su propia experiencia en el enfrentamiento contra la tortura y la muerte en los campos nazis. Pero también
precisamente aquí esta atribución a la razón patriarcal de la voluntad
de resistencia del sujeto surge de los poderes de una voluntad espiritual que vienen de la Palabra del padre, y no de las significaciones del
cuerpo primero de la madre.
El cuerpo resiste o se doblega frente al torturador, aparece como
una contradicción entre los dos extremos de la corporeidad presente
en la voluntad. “Cuando la voluntad triunfa frente a sus pasiones, no
se manifiesta sólo como la pasión más fuerte, sino por encima de toda
pasión, se determina por ella misma [por la voluntad], inviolable”. (Es
decir, la voluntad se pone por encima de las pasiones sensibles del
cuerpo, como si fueran estas sólo nudo cuerpo y la voluntad una determinación de la pura razón sin pasión). “Pero cuando [la voluntad] ha
sucumbido se revela como expuesta a la influencia, como fuerza de la
naturaleza, absolutamente manejable, que se resuelve pura y simplemente en sus componentes. En su conciencia de sí es violada. Su
‘libertad de pensamiento’ se extingue”.
Así entonces la voluntad, acto de la razón y de lo Infinito, le achaca
a la pasión, al cuerpo sensible pleno de energía vital, la entrega de la
vida: la voluntad “en su conciencia de sí” es violada. Es cuando aparece
entonces el fundamento material de toda voluntad que enfrenta el
límite de la muerte llevada por su acción consciente y racional. Y es
entonces donde aparece ante el miedo, por regresión, ocupando su
sitio, ese refugio material del que se había desligado la voluntad para
ser libre, que se presenta ahora como lo que es: como una ilusión
adulta de una infancia que la razón congeló como fantasía, potencia de
una impotencia. La defección del pensar de la conciencia de sí racional,
violada por la pasión sensible, le es adjudicada a la pasión vencida como
mera pasión que cortó sus amarras con la conciencia, en la cual residía
114
Levinas
su pundonor. Se reencuentra al cuerpo humano e histórico reducido
ahora a una mera fuerza de la naturaleza: retorna a su fundamento,
que es una fuerza ilusoria e histórica, y esa fuerza convertida en natural
se entrega entonces como una cosa “absolutamente manejable”.
No solamente se extingue “la libertad de pensamiento”, que así fue
planteada desde el origen como Infinita, campo de la Palabra racional,
sino que “la pendiente de sus inclinaciones”, de su pasión de vida,
también las pierde. La Palabra deja de estar entonces sostenida por
el “refugio inviolable”, pierde la “inmunidad contra todo ataque exterior”, la “eternidad” reencuentra la temporalidad de la muerte, pierde
la fuerza “increada e inmortal, dotada de una fuerza por encima de
toda fuerza cuantificable”. La razón patriarcal había transformado las
cualidades maternales y femeninas negadas, afirmadas luego como
significaciones puramente espirituales y racionales, que recibían su
fuerza subterráneamente de esa misma negación elevada a conceptos
metafísicos, apoyados en principio en la omnipotencia del monoteísmo masculino en el que la madre de la infancia se metamorfoseó
con una nueva narración patriarcal. Se deshacen y se verifican como
inconsistentes las cualidades corporales que la fantasía infantil experimentó y de las que se apoderó, manteniéndolas como una fantasía
que se constituyó en soporte y presupuesto de la razón, cuya materialidad se ocultó en el sonido de las Palabras, que permanecieron luego
como refugio inconsciente ante toda experiencia de terror y destrucción. Porque habían permanecido sin modificarlas ni adecuarlas al
principio de realidad adulta, se convirtió en principio de realidad
patriarcal que las negó en su materialidad para convertirlas en soporte
puramente ilusorio de su racionalidad. Es a estas fuerzas, despojadas
de su idealidad, convertidas ahora en meramente naturales, a las que se
les atribuye la defección, que terminan con la libertad de pensamiento
y la desaparición de la conciencia que la Palabra abrió como voluntad.
Muestran el poder ilusorio sobre el cual reposaba la razón patriarcal.
Nos preguntamos: si la conciencia de sí se separó y se atribuyó
como propia de la fuerza de la razón ese suelo de acogimiento, de
115
León Rozitchner
refugio inviolable, de eternidad y de fuerza materna contra toda fuerza
contable, es decir, física y calculadora, ¿no debemos considerar aquí
más bien el cimiento corporal donde se asiente el poder materno que,
por negación, se le atribuyó a la razón patriarcal como un poder que
sólo fuera propio del padre? Desaparece entonces este poder idealizado y travestido de femenino en masculino, este transformismo en
el que reside el fundamento que la razón patriarcal le expropió en
su idealidad a la materialidad gestadora femenina, esa “razón” incipiente ligada al acogimiento sensible que la lengua materna forjó. Y
se extingue a falta de haber sido prolongada en la realidad, tanto del
cuerpo del niño en crecimiento hacia la adultez como hacia la discriminación de la realidad histórico-social, puesto que no fue integrada a
la conciencia y al pensamiento y a la palabra paterna.
“Esta inversión [el predominio del cuerpo pulsional y natural
sobre la voluntad racional e Infinita] es más radical que el pecado,
porque amenaza la voluntad en su estructura misma de voluntad, en
su dignidad de origen y de identidad”.3 Aquí aparece la inversión, el
predominio de lo pulsional sobre la razón, cuando en realidad la inversión sólo es tal para quien ignora la propia inversión –
­ el predominio
de la Palabra del padre que excluyo de sí y dejo sin prolongar la lengua
de la madre– de la cual partió para eludirla.
Ilusión arcaica y retorno a la madre
“La conciencia es resistencia a la violencia, porque deja el tiempo
necesario para prevenirla”.4 Todas las condiciones de la resistencia5
exigen una previsión de la conciencia que sin embargo niega el fundamento fantaseado sobre el que reposa la razón. Para decirlo de otro
3. Óp. cit., p. 251.
4. Ibíd.
5. “Tener tiempo” es “tener cuerpo de madre” en reserva. Siempre es lo materno quien resiste,
lo que tiene tiempo de residencia, stance, no tiempo cuantificado como instante. [N. de L. R.]
116
Levinas
modo: a medida que la conciencia avanza requiere una negación de las
fantasías alucinadas que están en su fundamento para poder reconocer
la violencia de la cruel realidad y no deformarla ilusoriamente desde su
fondo de omnipotencia. ¿Cómo la conciencia, que es “previsión de la
violencia”, podría lograrlo si reposa en su fuerza alucinada?
La totalidad corresponde a la serialidad objetal, no a la subjetividad,
la cual sería sólo una porción del todo, una mera parte. De allí que
únicamente lo irreductiblemente propio del sujeto puede ser el lugar
de la diferencia, de la singularidad donde lo absoluto del propio ser
puede realizarse y cumplirse. La humanidad, por eso, a diferencia de la
totalidad, se nos aparece en el Uno del otro a quien miramos el rostro,
así como el cristiano ve en el rostro de Cristo crucificado al Padre.
Levinas estuvo del lado del sufrimiento del judío, por eso comprendió
lo que Heidegger nazi no podía. En Heidegger es angustia pascaliana,
donde los espacios infinitos aterran, pero para Levinas es la muerte
que viene anunciada por la mano del hombre.
La paciencia es el darse tiempo hasta que la muerte llegue, pero para
distanciarla: “En la paciencia, sin embargo, en la que la voluntad se
transporta hasta una vida contra alguien y para alguien, la muerte no
toca ya la voluntad. Pero esta inmunidad ¿es verdadera o simplemente
subjetiva?”.6 El retorno arcaico al cobijo materno, la vida interior, que
nos daría la inmunidad frente a la agresión asesina, es presentado
no como una hipóstasis de la razón realizada sobre la madre negada
y recuperada como atributo de la verdad del concepto. Lo materno
travestido, metamorfoseado en paterno es negado como epifenómeno
o apariencia para ser afirmado como “acontecimiento del ser” “indispensable para la producción de lo infinito”.7 Y es verdad, no es una
apariencia, porque para el sujeto es la experiencia arcaica constituyente
de su subjetividad, aunque ya adultos no corresponda a nada actual
aunque haya quedado fijado como un presupuesto de la estructura
6. Óp. cit., p. 253.
7. Óp. cit., p. 254.
117
León Rozitchner
psíquica. Sin embargo para el racionalismo patriarcalista –que instituyó su poder sobre la negación de las significaciones maternas como
experiencia infantil no prolongada hasta encontrar la realidad adulta
que las transformara conservando los valores humanos y afectivos que
realmente las componían– esos valores de la humanidad materna se
convirtieron en valores éticos de una razón sustentada por un cuerpo
no ya de madre sino de palabras. Perdía así su arraigo en la materialidad de los seres y las cosas del mundo.
Freud ya lo había planteado al dar cuenta de la génesis histórica de
la subjetividad y de la formación del aparato psíquico. Primero el yo
lo contiene todo (forma una unidad con lo materno confundido sin
distancia), luego pone fuera de sí un mundo exterior. Sucede que la
subjetividad descripta desde la metafísica no tiene en cuenta las vicisitudes del tránsito de la infancia hacia la edad adulta, del principio
arcaico del placer sin realidad de ese todo del mundo de la madre
primera hacia la constitución del principio de realidad sin placer del
padre en el mundo social del hombre adulto que mantuvo inconsciente su experiencia originaria.
“El poder de la ilusión no es un simple extravío del pensamiento sino
un juego en el ser mismo. Tiene un alcance ontológico”. El problema está
en que el judaísmo quiere volver a la madre, y debe encontrarla más allá
de la ley, como lo expresa Levinas, pero también de la crítica paulina a
la ley que abre el infinito vacío del otro mundo, universal cuantificable.
Este, el cristiano, sería el otro mundo igualmente conmensurable al
cálculo exacto que corresponde a las ciencias naturales. Pero el racionalismo de Levinas es más complicado y más moral: el hijo no es culpable
de querer asesinar al padre por haber asesinado a la madre. El problema
del hijo no es haber matado al padre por separarlo de la madre: es por
haberla matado y no haberla enterrado. La culpa cómplice y la cobardía
por haber hecho las paces con el padre asesino nos ha convertido en
piltrafas humanas: el espectro que revolotea clamando justicia no es el
del padre sino el de la madre. En realidad aquí estaría la clave de Antígona: sólo Edipo podía haber impedido el exterminio entre hermanos.
118
Levinas
Levinas no logra enderezar la ilusión arcaica y convierte a esta
ilusión, ya inconsciente, en fundamento del pensamiento.
La función arcaica de la madre ante el desastre
En épocas de catástrofe el retorno a lo materno es el modo de
eludirla y a veces de enfrentarla, pero con una respuesta que no siempre
crea una nueva modalidad de pensamiento para vencer el obstáculo,
sino simplemente para disolverlo imaginariamente. En vez de permitir
una aproximación más profunda al conocimiento de la realidad que lo
aterra, lo cual sería un retorno a las fuentes de la vida para convertir el
obstáculo en un nuevo punto de partida de la inteligibilidad humana,
y encontrar en esa fuente de vida, en sí mismo, la comprensión más
profunda de lo que produce esa realidad que lo persigue para aniquilarlo, Levinas entra en cambio en un éxtasis místico donde la protección imaginaria le brinda un consuelo sentido, alucinado, que lo
protege y lo salva. Vuelve a producir, acorde con la racionalidad que
lo amenaza, un esquematismo que niega en sí mismo lo que podría
ser su nuevo punto de partida para una nueva eficacia. De eso se trata:
plantear nuevos presupuestos para el pensamiento, crear una racionalidad nueva que recupere como punto de partida para el pensamiento
a la dadora de vida, a la del primer imperativo que Levinas excluye:
el “vivirás” primigenio, del cual el “no matarás” es sólo un imperativo
defensivo, a la retirada, murmurado sólo con palabras ante el enemigo
implacable e inconmovible que amenaza con matarnos.
119
VI
El tiempo y el otro (sobre lo femenino)
Muerte e infancia
Al no encontrar en el comienzo de la vida misma a la corporeidad
materna que abre el primer acogimiento del recién nacido –como
fundamento de toda carnalidad y de toda apertura al otro y al
mundo, que sigue en la simbiosis prolongando la gestación interna
en la prematuración externa– debe Levinas construirlo desde la nada
y la soledad. La soledad misma es segunda, no primera, y quizá la
angustia de nacimiento, la primera soledad sentida despegando del
cuerpo en el que se había formado, con el cual ha ido creciendo,
madurando protegido, hace imposible que el “il y a” ontológico de
Levinas sea una experiencia vacía de la nada del mundo luego de
aniquilarlo todo. Es difícil pensar que la experiencia de la cual parte
o reconstruye Levinas no esté marcada por la catástrofe del terror
vivido durante el nazismo. Y esto puede comprenderse porque su
primera experiencia del otro está ligada a la muerte, ofensiva o defensiva, no a la vida. Como hemos visto el “no matarás” siempre es consecuencia del “matarás” ejercido o deseado, pero ambos provienen del
“vivirás” sin el cual ninguno de esos imperativos ligados a la muerte,
que siempre es segunda, hubieran aparecido.
Cuando afirma que “el asesinato es más trágico que la muerte”
vuelve a la muerte que viene por la mano del hombre desde la muerte
que nos espera al término de la vida. Es a la interiorización de la muerte
como amenaza y destrucción interior de la afirmación de la vida recibida de lo que se trata en verdad. Pero pese al esfuerzo de Levinas por
diferenciarse del cristianismo, y mostrar su alianza con la muerte en el
campo político, no le queda otra acusación que la del hecho de que el
cristianismo refiere el valor de la vida al otro mundo, y hace posible el
dominio y la esclavitud en esta.
121
León Rozitchner
Levinas equipara la muerte a la infancia, o recurre a ella para explicar
su pasividad ante su llegada. “Allí donde el sufrimiento alcanza su
pureza, donde ya no hay nada entre él y nosotros, la responsabilidad
suprema se torna suprema irresponsabilidad, infancia. En eso consiste
el sollozo, y por eso anuncia la muerte. Morir es retornar a ese estado
de irresponsabilidad, morir es convertirse en la conmoción infantil
del sollozo”.1 Huye de la pasiva infancia, huye de la muerte. Si no, no
podría decir que “la muerte es lo absolutamente otro”. ¿Y la conmoción infantil de la risa y el gozo? Pero reencuentra a la muerte como
infancia, aunque nunca la reconoció como comienzo histórico-material del existente. La muerte no puede ser algo en lo cual se transmita,
como dice, nuestra existencia. La muerte es el no ser, y el no ser no
puede ser otro, no puede ser un ser, sólo puede ser el absoluto aniquilamiento que la muerte es para mi existencia. Este rasgo del “absolutamente otro” que le asigna a la muerte está concedido desde el punto
de partida por ese “il y a” del cual surgimos, ese anónimo sin infancia
que juega al comienzo con las palabras para decir algo desde los otros
sobre un algo, un alguien, mi ser, irreductible a todo otro, esa porción
de materia animada que constituye mi único misterio. Ese misterio
del comienzo, del origen, que es el del surgimiento a la vida, Levinas
lo pone al término, cuando se suprime precisamente ese comienzo
verdaderamente misterioso: que haya “algo” material en el mundo que
sea yo: un algo que sea alguien, yo mismo para el caso. Lo reconoce
y se esfuma: “la relación con el otro, considerada a nivel de nuestra
civilización (¡), es una complicación de nuestra relación original”.2 Lo
anónimo es la denominación que se me asigna desde afuera y que yo
puedo asumir, porque lo anónimo es la de-nominación, que es siempre
segunda respecto del algo que existe. Y ese algo que soy, aunque
anónimo, no por eso deja de sentir que es un algo que circunscribe los
límites de su propia sensibilidad y de su cuerpo. La hormiga anónima
1. Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993, p. 113.
2. Óp. cit., p. 126.
122
Levinas
huye cuando siente el peligro: es algo material innominado que siente
la unidad de su ser-cuerpo en peligro. Si no fuera algo ya previo al
nombre que alguien me concede, el-nombre-del-padre lacaniano, yo
sería lo mismo aunque no se me reconozca: sería-otra cosa, pero sería
la unidad vivida de mi propio cuerpo que no pudo ser alguien porque
no tuvo madre que lo unificara con su propia figura.
Quizá por eso la filosofía de Levinas vuelva a resurgir en momentos
en que la catástrofe aparece como insuperable, como absoluta: la
muerte es lo otro, pero no alguien que esté detrás de la muerte: lo otro
es la muerte actualizada, presente, la muerte-absoluta nos penetra por
todos los poros. Por eso en el rostro del otro que olvidó su origen, y
por el cual no se pregunta, encuentra al término el consuelo que ya
estaba desde antes: cuando no quería evocar el momento de la vida
del primer rostro amado que no nos sugería el “no matarás” sino el
“vivirás”. Me matarás, sí, pero no matarás la muerte, parecería decirle,
que es lo más misterioso, lo absolutamente otro: el anverso del
rostro asesino que nos aniquila y con el cual nos identificamos en el
momento último en que al mirar nos mata. El absolutamente Otro
de Levinas linda con lo otro, que es la muerte. La muerte como lo
absolutamente otro tiene el rostro de quien nos persigue a muerte, y
quedará vivo cuando me asesine. La madre tiene el rostro de la vida,
el asesino tiene el rostro de la muerte. Levinas lo mira al otro y dice:
“no matarás”. Ese mandamiento sólo existe en un mundo paranoico: lo
miro, él también me mira, y entonces digo, para que el otro me oiga
y no lo haga, pero yo tampoco, aunque tenga ganas de hacerlo: “no
matarás”, hacia fuera, pero también “no matarás” hacia adentro. Es
una situación que se representa, con sus dos personajes cara a cara, el
kapo y el prisionero, en un campo de exterminio. Por eso se nos dice
que es al mismo tiempo trascendente e inmanente. Atribución posterior del concepto al rostro.
123
León Rozitchner
Metafísica de lo femenino: negación y misterio
Su planteo del “il y a” sale de la metafísica; el “il y a” es lo que responde
a la dialéctica del ser y la nada: la nada es el anverso del ser. El nacimiento
del existente es metafísico, no maternal. Extrañamente Levinas habla de
la mujer como objeto del amor erótico, lo absolutamente otro de vida
opuesto a la muerte, pero cuando habla del hijo habla sólo desde la paternidad: del ser padre. De allí toda la penosa descripción del “hay”. En este
comienzo metafísico, puramente racional, opera una negación mucho
mayor que la metafísica, a la que con razón acusa de no haberse ocupado
nunca de la feminidad a no ser de manera ideal como en Platón. Pero a
la mujer la encuentra demasiado tarde, habiendo desalojado a la madre
del origen del ser: es la mujer-mujer, antes de ser madre. Y de ninguna
manera, pese a su crítica a la razón convencional, ataca a la racionalidad
por el desprecio de la mater-ialidad. Y por eso no hay relación entre la
racionalidad calculadora y la negación de la mater. El erotismo sucede
entre dos seres que son lo más absolutamente otro el uno para el otro,
pero de esa relación no se infiere la negación originaria de la madre que
determina todo el desarrollo de la razón occidental.
Allí donde el Ser pone la Nada, allí en esa nada de la razón donde
precisamente se oculta en la metafísica (pero no en los mitos) la generación infantil del ser del hombre, precisamente allí pone un contenido
claramente obtenido –aunque lo niegue– de la impronta materna originaria. Ser y Nada: oculta en la Nada a la madre-mujer, y entonces todo
comienza por el Ser de la razón viril: le da a la madre-Nada su primera
determinación humana. Es desde allí, donde aún retozan las marcas
imaginarias que la razón permite que aparezcan sólo por la negación, allí
en ese “hay” primigenio de la madre gestadora, Todo absoluto para el
niño, Levinas deja aparecer al menos algo, eso que queda, una vez despojado que fue de todo contenido y referencia a las marcas sensibles e ilusorias, que como nostalgia de un absoluto perdido, aún viven en él. Por
eso la madre que está oculta al principio aparece en Levinas –contra el
cristianismo es cierto– en la presencia adulta de lo femenino, pero sólo
124
Levinas
antes de gestar: en la voluptuosidad de la mujer que se une al hombre, y
olvida como judío lo que la Biblia dice de Eva, la voluptuosa, la encantadora, la pudorosa, la misteriosa para Adán, que ella fue “la Madre de
todo lo viviente”. Ni las categorías de la metafísica ni las suyas propias
pueden dar cuenta de la dimensión de lo fantasmal y de lo ilusorio que
surge desde ella y que determinará los conceptos de absoluto, del otro,
del rostro, y de la muerte y por lo tanto también de la restricción del
ámbito político y de la ética que desde el “il y a” hace surgir.
En esa dialéctica donde se da el nacimiento del otro irreductiblemente otro, lo femenino se confunde con la muerte: ambas son lo misterioso. “Lo femenino no se realiza como ente en una trascendencia hacia
la luz, sino en el pudor. La trascendencia de lo femenino consiste en retirarse a otro lugar, en un movimiento opuesto a la conciencia”.3 Pero no
da cuenta del porqué de este “retirarse”: no se retira porque preexiste a
la conciencia, y es su opuesto; lo hace porque la conciencia se produce
desde la negación de la madre-mujer, que es una determinación anterior
a la razón que la niega. Se retira a mi inconsciente, que no quiero abordar
ni revivir: es desde allí donde la conciencia viril apareció después de
negarla. Madre-mujer: inconsciencia, obscuridad, misterio. Concienciarazón: virilidad, luz. “Pero no por ello es inconsciente o subconsciente
–dice recordando-negando a Freud– y no veo otra posibilidad que
llamarlo misterio”.4 La madre-mujer es aquello cuyo secreto ni siquiera
permanece en lo inconsciente: y le pone el nombre de “misterio”.
El “misterio” aparece cuando el origen de lo femenino en el hombre
se encubre. Es extraño este corte tajante entre lo masculino y lo femenino, entre la preponderancia de lo viril sobre lo femenil. El hombre no
tiene nada de femenino, ninguna huella hay en él, ninguna marca que
anime desde su subjetividad el rastro y las marcas materno-femeninas
que determinan una alteridad cuyo origen en la unidad del yo se esconde.
¿Cómo no habría de encontrar el hombre a su alter ego esencial, que es
3. Óp. cit., p. 131.
4. Ibíd.
125
León Rozitchner
lo femenino erotizado, si no estuviera presente desde antiguo en su virilidad? Pero seamos más claros: si bien la metafísica se pregunta por el Ser
que hizo que desde él todo sea, y por lo tanto uno mismo, y se convierte
la pregunta en teología o en ontología, no por eso subsiste una pregunta
que la metafísica no resuelve: el hecho de que las categorías con las cuales
pensamos al Ser y a sus atributos sean aquellas que se nutren todavía de
la experiencia arcaica de la pre-maturación humana: del ensueño de lo
absoluto vivido en la “vida feliz”, la eternidad en acto del niño con la
madre, el primer absoluto que dará desde allí sentido a todo otro. El
“misterio” de Levinas permanece, pese a todo; pero entonces, como decía
Wittgenstein, de lo que no podemos decir nada lo mejor es callarnos.
Lo femenino, la otredad y el patetismo
A nivel convencional “se conoce al otro por empatía, como a otroyo-mismo, como alter ego”.5 Aquí lo que pertenece al nivel fundante
es comprendido por Levinas sólo como nivel convencional.6 ¿O quiere
5. Óp. cit., p. 126.
6. Rozitchner se refiere aquí al esquema desarrollado por él –en un seminario sobre Freud y
Marx dictado en la Universidad de Buenos Aires en 1964–, en el que se articulan diversos
niveles de la experiencia de mundo. Estos niveles son tres: el fundante, el convencional y
el científico. El primero de estos niveles, el fundante, refiere a la experiencia inmediata de
mundo, que excede en su intensidad toda posible articulación cultural o producción de
sentido; el segundo, el convencional, al cúmulo de respuestas culturales mediante el cual
hacemos habitable el mundo en su nivel fundante, es decir, los sentidos que constituimos
sobre las exigencias de lo fundante que nos desbordan, y que vivimos, entonces, como si fuese
una segunda naturaleza, como si fuese el verdadero nivel fundante; finalmente el nivel científico no es entendido simplemente como aquel nivel en que se desarrolla la ciencia moderna,
sino, de un modo más abarcador, como el de la pregunta por la “verdad” del nivel convencional, es decir, el análisis de las relaciones de este nivel (relaciones de adaptación, de prolongación, de negación, de oposición, etc.) con el nivel fundante, y a la consiguiente justificación
o desnaturalización de las respuestas culturales en que lo convencional se constituye, y por
supuesto, por ende, la pregunta sobre su propia adecuación o inadecuación respecto de los
otros dos niveles. Un fragmento de este seminario puede encontrarse en: León Rozitchner,
“Contribución a una teoría del hombre” (ed. C. Sucksdorf ), Revista Topía, año XXI, Nº 63,
noviembre 2011, pp. 17-21. [N. de los eds.]
126
Levinas
decir que no hay nada antes, vivido como relación fundante, sobre la cual
se apoya luego este nivel convencional del alter-ego reducido a su mera
simplicidad? ¿La empatía es, como critica Scheler, una relación meramente biológica, corporal presente en la cultura? ¿O, por el contrario,
algo falta en el comienzo del “hay” que encuentra al otro demasiado
tarde, y por eso lo tiene que “deconstruir” –operación segunda– para
encontrar luego, mucho más tarde, la dimensión profunda del otro
como siendo tan misterioso como yo mismo? Tampoco lo encuentra
en la negación del otro como alter ego, en tanto alter ego sufriente: “El
otro en cuanto otro no es solamente un alter ego: es aquello que yo no
soy... en razón de su alteridad misma. Es, por ejemplo, el débil, el pobre,
‘la viuda y el huérfano’”7 de los profetas de la Biblia, “mientras que yo
soy el rico y el poderoso”.
Sin embargo sólo retiene de esta relación de una infancia negada
lo femenino, en la mujer, como lo misterioso erótico: en la vida civilizada “hemos de buscar pues las huellas de la forma original de esta
relación”.8 “¿Existe alguna situación en la que aparezca en toda su
pureza la alteridad del otro (…) en la que un ser poseyese la alteridad
a título positivo, como esencia?” “Pienso que lo contrario absolutamente contrario (…) la contrariedad que permite que un término
retenga absolutamente su otredad, es lo femenino”.9 Esta otredad, lo
más heterogéneo dentro de lo más homogéneo de lo humano, ya está
planteada por Marx en los Manuscritos de 1844.10 Pero en “las huellas
de la forma original”, presentes en lo femenino, no se interroga por
la historia personal, por las huellas no históricas de las civilizaciones,
es decir no se interroga por las huellas de otra historia, la del acceso
infantil desde lo materno-femenino a la feminidad que descubre su
virilidad adulta como la otredad absoluta, como esencia. La esencia
de la feminidad adulta no es relativa a la maternidad infantil que la
7. Óp. cit., p. 127.
8. Ibíd.
9. Óp. cit., p. 128.
10. Ver: Karl Marx, Manuscritos: Economía y filosofía, Madrid, Alianza, 1968, pp. 140-156.
127
León Rozitchner
originó como origen individual de todo sujeto humano. Porque toda
esta descripción filosófica se plantea desde la virilidad adulta. “Es una
relación con aquello que se nos oculta para siempre. (…) Lo patético
de la voluptuosidad reside en el hecho de ser dos”.11 Si es “patético”
por ser dos, es que se lo sufre entonces por no ser ya uno. Este patetismo del hecho de ser dos, ¿no estará referido con “aquello que se
nos oculta para siempre”, y que también “se nos oculta para siempre
en la metafísica”, que se interroga desde el “hay”: que la otredad
del dos patético –y que es patético por ser dos– está referido a una
historia infantil del acceso al otro desde una unidad previa con lo
femenino en tanto materno, es decir de una unidad arcaica original y
esencial? Entonces falta otro: no hay Dios sin tres, podríamos decir
para completarlo.
Otredad y pudor: el misterio ontológico femenino
En lo femenino hay un modo de ser que no está dado por lo que
tiene de incognoscible sino que “consiste en hurtarse a la luz”. Es lo
oscuro y tiniebloso: tenebroso. En esa dialéctica donde el nacimiento
del otro irreductiblemente otro, lo femenino, se confunde con la
muerte, ambas se igualan en la alteridad absoluta: mujer-muerte. La
alteridad infinita de la mujer sólo sería tal para la paternidad, para el
hombre que engendra al hijo, para el hijo del Padre, pero no para aquel
hijo de madre cuya relación extrañamente no aparece mencionada
por Levinas. “Lo femenino no se realiza como ente en una trascendencia hacia la luz, sino en el pudor. La trascendencia de lo femenino
consiste en retirarse a otro lugar, en un movimiento opuesto a la
conciencia”.12 Extrañamente el pudor sólo oculta lo que la mujer tiene
de deseable para las ganas del hombre: el aura de su carne significante
11. Óp. cit., p. 129.
12. Óp. cit., p. 131.
128
Levinas
de antiguos placeres recónditos perdidos para siempre. Se trata sobre
todo de ocultar ese cuerpo que “entre heces y orinas” produce nuestro
propio advenimiento, saliendo de ella, a la mujer prohibida antes que
prometida.
¿El deseo erótico de la mujer no compromete acaso al padre y a la
madre que la concibieron, y a las relaciones sociales que dan marco
a su misterio? ¿No hay erotismo y misterio, amor tierno y entrañable, en las mujeres que desnudan y muestran todo lo que tienen en
culturas donde ese pudor no existe? ¿La mujer allí no es un misterio
aunque no tenga mucho que ocultar? Extraño este misterio ontológico que deriva sólo de una representación cultural determinada.
Si la mujer erótica se retira a lo inconsciente de mí, es porque hay
(ahora, en nuestra cultura), un pasado del cual quiero distanciarme,
que no quiero abordar ni revivir: desde allí donde la conciencia viril
apareció negándola después. La madre desapareció y sólo la mujer
esplende (como “esplende” la áurea naranja entre el follaje umbroso
del poema de Goethe en la traducción de Battistesa). La mujer está
separada de la conciencia, pero esa separación no es producto de la
razón que la distancia: es el misterio de su absoluta alteridad, sin
origen ni experiencia arcaica anterior. Su concepción de lo inconsciente como a-histórico, separado de la relación con la conciencia y
la realidad humana, es el fundamento donde se esconde una intencionalidad ontológica absoluta y misteriosa.
Lo que yo he buscado es la trascendencia temporal de un
presente hacia el misterio del porvenir. No se trata de una
participación en un tercer término, ya sea una persona, una
verdad, una obra o una profesión. Se trata de una colectividad
que no es una comunión. Es el cara a cara sin intermediarios, y
lo encontramos en el Eros en el que, en la proximidad del otro,
se mantiene íntegramente la distancia, y cuyo carácter patético depende tanto de esta proximidad como de esta dualidad.
Lo que se presenta como el fracaso de la comunicación en el
129
León Rozitchner
amor constituye precisamente la positividad de la relación: esta
ausencia del otro es precisamente su presencia en tanto otro.13
El fracaso de la comunicación en el amor: la comunicación recurre
a los juicios, a los conceptos y a la categorización racional de la lógica
patriarcal. Si hay fracaso es porque no sirve la comunicación para
enfrentar dos modos de pensar y razonar (si la mujer alcanzó el nivel
ontológico de su feminidad). Y si la positividad surge de este fracaso
donde se ausenta el otro en tanto se comunica con el amado/a, es
porque se comunican sólo por la relación erótica y las fantasías incomunicables que cada uno actualiza en la relación, sin que el otro
pueda saber de qué se trata: cada uno queda encerrado en su propia
mismidad. Y si esta ausencia del otro (convencional pero reflexivo)
queda, si actualiza en la relación, es porque se la ha mandado a
guardar. Y si luego hay comunicación (porque alguna relación debe
enlazarlos patéticamente a los enamorados) es una comunicación
donde lo inconsciente de cada uno no está afectado por la conciencia.
En efecto, en Levinas lo inconsciente es anterior y autónomo respecto
de la conciencia. Aquí la relación con la realidad histórica que constituye, por represión, lo inconsciente, desapareció: cada uno actualiza
en el otro su propia alucinación. Patético.
13. Óp. cit., p. 138.
130
VII
Cristianismo y capitalismo: del terror cósmico a la
pacificación capitalista
El des-madre del “hay” y la experiencia del vacío
Tengo que sincerarme; no soy ajeno a la experiencia que describe
Levinas, sentida quizás en la adolescencia y a mi llegada a París. El
“hay” era la experiencia del vacío donde ya nada podía sostenerme.
Era el fracaso del cobijo materno, aunque recurriera a él para paliar
la angustia desolada de un mundo extraño y de la soledad; entonces
me palmeaba el hombro a mí mismo para consolarme. Y las paredes
de mi cuarto que se me venían encima, se acercaban agigantadas y
amenazaban con aplastarme, moles enormes que se me derrumbaban
encima. Yo era consciente de que me distanciaba de mi madre, y que
para eso había viajado “a estudiar” a París. (Era la búsqueda oscura
del misterio de la soledad y la ruptura de la familia y de la “patria”).
¿Quién puede evitar el sentimiento del horror de los espacios infinitos
cuando han desaparecido todas las envolturas y los soportes humanos
que sostienen esa mirada? Pero la ciudad plena de París no era para mí
el cielo estrellado que Pascal miraba, y sin embargo me producía esa
angustia diferente: estar solo en un mundo humano donde se había
originado para mí la verdadera historia. Ir en busca del origen era
devenir de otro modo “ab-origen”. Mirar la ciudad desde mi mansarda
y angustiarse no producía la misma angustia que el mirar al cielo en la
noche estrellada. Esta angustia que produce la infinitud cósmica anula
toda la humanidad, desde que el hombre es hombre; es una mirada
anterior como si viéramos al mundo antes de que existiera el hombre, y
después de que se extinguiera. Es la negación de la humanidad entera,
desde su comienzo y después de su término lo que experimentamos
en esta angustia sin hombres, donde todo lo humano desaparece: es el
vacío que existía antes de que existiera el hombre que ahora se angustia
131
León Rozitchner
al anular con su vida, desde esa perspectiva, la vida de la humanidad
entera. No era lo que yo sentía cuando desarraigado, sin sostén familiar
que me contuviera, abría una angustia mortal pero diferente: era la
angustia de muerte vivida en el Unheimlich, en medio de los hombres
la que me amenazaba como muerte presente en ese instante.
Esta segunda, que prolonga la estela dejada por una experiencia de
desarraigo más profunda, es la angustia inenarrable que se incrementa,
como apertura, en épocas históricas de catástrofes, cuando la que
prevalece es la hendija de la historia que se abre y son los otros, también
hombres, quienes amenazan con aniquilarnos, allí donde toda protección esta vez humana nos ha abandonado. Época de desmadre. No es
un instante de inanidad que irrumpe y nos disolvemos en la plenitud
infinita del cosmos nocturno. Es el momento en el que el horror de la
amenaza humana se desencadena: lo siniestro hace su aparición con una
crueldad que el vacío infinito cósmico no tiene. Quizás este momento
de catástrofe esté en el origen de nuevas religiones y nuevos mitos,
respuestas globales y profundas a nuevos desafíos que los hombres
viven. ¿Quién asume, solo, la nada de ese todo sin sentido, ilimitado,
infinito, donde nuestra existencia se desplegó y luego se retrajo, asombrada de su inconsistencia, quiero decir una relación fundante con
el mundo desde donde se abren las situaciones-límites?1 Esta distinción entre ambas angustias que Levinas nos propone al término de
la guerra, y que lo diferencia de Heidegger, donde todo el espesor de
la vida cultural europea había mostrado que no tenía consistencia
para soportarlo, es lo que día a día se ha ido abriendo pero cerrando
1. Las situaciones-límites son parámetros desarrollados por Rozitchner en el seminario de 1964
(ver supra, nota 6 de la pág. 126) a partir de los cuales circunscribir nuestra vivencia de mundo
a cuatro ejes más allá de los cuales no puede sostenerse la idea de mundo. Y a los cuales, por lo
tanto, nuestro ser absoluto, la vivencia de ser nosotros mismos esta vida, este cuerpo, es relativa, constituyendo entonces la estructura a partir de la cual somo “absolutos-relativos”. Esas
situaciones-límites son cuatro: nuestra relación al cosmos, a la naturaleza, a los otros hombres
y al futuro. A partir de estas situaciones-límites es entonces que se estructuran los niveles de
la experiencia (nota 6), de modo que cada una de estas situaciones-límites será vivida en los
niveles “fundante”, “convencional” y “científico” o de la verdad. [N. de los eds.]
132
Levinas
al mismo tiempo: frente al horror del “il y a” que nada humano puede
sostener se nos ofrecen, para no verlo, los “entretenimientos” que
hacen posible que nadie se interrogue sobre nada, que más huyamos
y nos refugiemos en el horror diferente de ese humano en la “historia”
del modo de producción para evitarlo o postergarlo. Levinas borra a
la historia desde la historia y vive un mundo humano deshumanizado;
vacío de hombres cuando más rostros pone. Heidegger borra nuestra
inclusión en el cosmos y vive un mundo sin hombres, antes de que el
hombre apareciera. Dos angustias distintas, dos relaciones fundantes
diferentes: la relación con los hombres distinta a la relación con el
cosmos. ¿Pero no responden, acaso, a dos experiencias distintas vividas
desde que nacimos a la historia y al mundo?
Capital, terror y muerte, o de la muerte primera (imaginaria)
a la segunda (real)
Marx en El Capital, desde su propia experiencia de las situacioneslímites, sobre fondo de esa primera mirada que todos los hombres
deben haber sentido para ocultarla luego, se interroga sobre las
respuestas elaboradas para ocultarla. Y entonces describe el Capital,
una enorme máquina de encubrimiento de la verdad del mundo en
su transformación planetaria de todo lo existente, aprovechando la
relación fundante con el mundo, insoportable, para ordenarlo de otra
manera al mismo tiempo que le sobre-agrega un terror nuevo como
respuesta al primero. Al terror cósmico de la infinitud que declina la
fugacidad de cada vida, le agrega una segunda muerte, la de quienes
nos la pueden quitar en el presente. No habría habido capitalismo si
no formara esta respuesta a los afanes de los hombres con un intento
de ocultamiento proyectado, desde una mitología determinada como
presupuesto, ese “sistema de producción” de nuevos hombres a partir
de una posibilidad abierta por el acentuamiento de una racionalidad
nueva: el capital numerario, monetario, permitió por su acumulación
133
León Rozitchner
cuantitativa de símbolos de valor, comprar todas las cosas de las cuales
todos los hombres fueron previamente despojados. Y con el dinero
compró todo y a todos, y los puso a funcionar en su provecho.
El Capital no creó nada, pero si hablamos de los objetos del
mundo convencional, donde el Dasein transcurre, es el que cubrió al
mundo de una forma nueva de objetos para todos. Conformó a los
objetos dándoles la misma forma que recibían los sujetos: valor de uso
material por un lado, pero valor de cambio, precio amonedado, por
el otro: objetos-fetiches por un lado, sujetos-fetichistas por el otro. A
los objetos los produce el capital con su forma de fetiches, a los sujetos
los produce como hombres fetichistas el mito cristiano en el orden
del mundo dentro del cual, como orden más amplio, se inscribió
luego el capitalismo. La máquina sustituye a la primera productora de
hombres: a la madre.
A partir de aquí a la filosofía sólo le cabría abrir esa experiencia
fundante primera que nos abre al mundo, que está oculta y transformada debajo de nuestra vivencia convencional de este, ese del Ser al que
se remite Heidegger, y que el cristiano-capitalismo oculta como una
forma menos dolorosa, se cree, para no enfrentarla. Por eso aparecen
aquí las dos muertes del cristianismo: la primera muerte, del cuerpo
desvalorizado, individual, para el valor de uso, la segunda muerte, la
del espíritu y la gracia, universal, para el valor de cambio. Los objetos
del mundo, de ese mundo donde la muerte viene por la mano del
hombre, aparecen aureolados: todos los objetos en tanto reciben la
forma fetichista presuponen una relación fetichizada con el mundo
de quienes los producen y los consumen. Esto no le quita nada a su
descripción, porque descubre la costra más terrible que el dominio de
lo cuantitativo, al ocultar el ser de la vida humana, ha podido crear en
su pretensión de aprovecharla al mismo tiempo que la oculta. Mejor
dicho: toda la riqueza monetaria, la cual culmina como acumulación
infinita del capital financiero que deglute todo, es el intento más feroz
de un nuevo mito, una nueva respuesta que ninguna cultura haya
producido nunca para ocultar el sentido del mundo que el hombre,
134
Levinas
desde el primitivo, el ab-origen, ha ido creando para habitarlo. Y
su momento previo, preparatorio de lo más siniestro y destructivo
que cultura alguna haya creado, es el cristianismo, que necesitó casi
dos milenios para engendrar el esperpento que se maceraba en sus
entrañas, que más nos distanció del cuerpo gozoso de la madre que
nos gestó en el primer cobijo, que todas las culturas han conservado
en el fundamento de sí mismas.
El cristianismo es el más feroz destructor de la maternidad humana
en el mundo. Nos ha consolado con una madre amonedada. ¿Hemos
pensado en todos los sentidos, las significaciones, que desde el cuerpo
de la madre irradian y se inscriben en nuestra relación con los otros y el
mundo? Es Dios-Padre, quien al saberlo todo sabía por anticipado qué
quería, el que engendra en María a su modelo de hombre, del que el
capitalismo se vale para triunfar en el mundo: el hombre dividido en el
interior de sí mismo como ninguna otra cultura antes había propuesto
como modelo. Es el cristianismo el que inventa otra muerte y la valora
como más temida que la otra: la segunda muerte, la del espíritu, que
invalida la vida que lleva a la muerte necesariamente cuando la vida
termina, y más exige el sacrificio de la primera en aras de la última:
muerte más mortífera que la muerte misma. (En un proceso de inversión de todos los valores maternos Lacan pudo presentar a la madre y a
lo femenino como pulsión de muerte).
Adenda a Levinas y el cristianismo: los caminos de la inmanencia
“El problema del Hombre-Dios comporta, por una parte, la idea de
una humillación que se inflige el Ser supremo, un descenso del Creador
a nivel de la Criatura, es decir una absorción en la Pasividad más pasiva
de la actividad más activa”.2
2. Cfr.: Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, Valencia, Pretextos,
2001.
135
León Rozitchner
¿Cómo se concibe el tránsito de la Encarnación de Dios en el
hombre-Dios? Pensemos que se trata de la transubstancialización de
la Diosa-Madre en Dios-Padre: la metamorfosis cristiana de la Última
Cena. En este tránsito de la humillación pasiva (la Pasividad de la
Diosa madre) a la Actividad más activa, del Creador a la Criatura (la
actividad de Dios-Padre) se revela la transformación de lo materno
arcaico en patriarcal. En ese sentido la vertiente más lograda, como
tecnología de dominio, es, como decíamos, la cristiana.
“Le problème [de l’Homme-Dieu] comporte, d’autre part, et comme se
produisant de par cette passivité poussée dans la Passion à sa dernière
limite, l’idée d’expiation pour les autres, c’est-à-dire d’une substitution...”
[“El problema (del Hombre-Dios) comporta, por una parte, y como
si se produjera por esta pasividad empujada en la Pasión a su último
límite, la idea de expiación por los otros, es decir una sustitución…”].3
Está claro en Levinas: la pasividad (femenina y materna) se expresa
en la Pasión llevada a su extremo límite, y allí encuentra la amenaza de
muerte que Dios le exige: que renuncie a la vida del cuerpo materno
para alcanzarla. Es en el exacto momento en que se está por producir
la verificación, en la realidad humana, del tránsito cultural: del ensoñamiento pasivo arcaico materno a lo activo de la realidad del proceso
secundario adulto y social. Entonces se le pide que expíe, que haya
una sustitución (à la lettre): que transmute lo que tiene de cuerpo
materno en cuerpo puramente masculino (escena de la Última Cena).
Lo despojan de la pasión humana vivida con la madre y que esta Pasión,
por la amenaza, se convierta en Pasión con el padre. Que sacrifique
su cuerpo a la muerte para alcanzar la eternidad espiritual del alma. Y
aquí Levinas accede a reconocerla como fundamental para su propia
concepción a la Pasión cristiana:
“C’est par elles que l’on peut donner son vrai sens à la notion de
transcendance et comprendre ce qu’est le fond ultime de la subjectivité”. [“Es por ellas que se puede dar su verdadero sentido a la
3. Emmanuel Levinas, Entre Nous. Essais sur le penser-á-l’autre, París, Grasset, 1991, p. 69.
136
Levinas
noción de trascendencia y comprender cuál es el fondo último de la
subjetividad”].4
Humillación y sustitución serán entonces “el fondo último” de la
subjetividad. El fondo último sin embargo oculta todavía el desván de
los viejos restos. Sustitución corresponde a expiación. Expiación no es
más que sacrificio debido, pago de la culpa por la pasión sentida que
debe, para ser aceptada, transmutarse de sensual en racional. Transmutada de Pasión por la Madre en Pasión por el Padre. La inmanencia
materna se convierte así en trascendencia en su desarrollo frustrado
hacia el mundo adulto, en el cual ahora debe prolongarse, y sólo así
se le abre el mundo de los otros, como infinitud puramente abstracta
una vez despojados como fuimos de la pujanza de vida vivida con la
madre. Si Freud decía que el agresor nos agrede con nuestra propia
agresión y la dirigimos así contra nosotros mismos, vemos aquí un
nivel previo o simultáneo: la Pasión a la que nos obligan hacia el Dios
cristiano es la que le sustrajimos a la pasión originaria de todas las
pasiones: la que sentimos con nuestra propia madre. De Pasión de
vida se transforma en Pasión de muerte.
4. Ibíd.
137
VIII
Lo que compartimos con Levinas y lo que nos separa
El terror pensado como refugio ante el terror sentido
El “il y a” de Levinas trata de descender al abismo más profundo para
enfrentar desde un nuevo punto de partida esa nueva catástrofe que las
contradicciones del capitalismo produjeron, y que él retoma desde la
época previa a la Segunda Guerra Mundial. A ese descubrimiento horroroso del “il y a” de Levinas habría que agregarle, como marca e impronta
primera de toda apertura, el primer deslumbramiento que surge cuando,
dados a luz, salimos desde las entrañas de su cuerpo que nos ha gestado.
Todo lo que piensa Levinas adulto y nos deslumbra en su descripción
fenomenológica supone esa previa presencia libidinal del otro que desde
el cuerpo maternal se abre. Y cuando luego debe dar cuenta de la aparición de la conciencia desde lo inconsciente, allí no sitúa, para distanciarlos,
ningún acontecimiento, ningún acto ni enfrentamiento que la cultura y
la historia exijan para hacer aparecer al yo como sujeto. La existencia de
dos mundos diferentes en el mismo mundo que desde el “il y a” Levinas
nos abre es producto de una separación impuesta, esa que Freud describe
en la tragedia de Edipo, como hecho aterrorizante que marca el tránsito
de la una a la otra: la separación que la cultura patriarcal impone, padre
mediante, para separar la racionalidad de la conciencia de lo inconsciente
que el “il y a” había inaugurado como negación del ser y apertura a una
nada que alternaba con el lleno vaciado de la madre. El horror pensado es
un cobijo contra el horror sentido: nos distancia y a través de la confesión
de su existencia busca el contacto con los otros, para sostenerse. Si sólo lo
sintiera al “il y a” no lo pensaría: su presencia sería insoportable.1
1. Y ese momento maravilloso que experimenta mientras cae en el vacío y siente que la muerte
a la que se precipita lo espera con los brazos abiertos, el único que de toda su narración envidiamos, precisamente esa coincidencia con lo que Del Barco procura con su propuesta mística,
es dejada de lado. [N. de L. R.]
139
León Rozitchner
Toda cultura es un intento de interponer entre las tinieblas del
infinito en el que nos disolvemos, cuando lo pensamos (y entonces
sentimos) un cobijo que prolongue la vida feliz que todos vivimos en
el origen. Verle la cara a Dios es más terrible que enfrentar el desierto
cubierto de estrellas en la noche cuando miramos el insoportable vacío
del cosmos infinito. En el horror frío que Levinas describe hay algo
más tolerable, porque infinito y distante, indiferente a nuestra existencia, que el anonadamiento que vivimos cuando la muerte de los
asesinos nos amenaza bajo la mirada de un Dios patriarcal implacable.
Este anonada la vida que desde la madre los hombres han creado. El
otro sólo nos pone frente al abismo de la nada ineluctable. La muerte
que viene por la mano del hombre, su terror inmisericorde, tiene una
crueldad más terrible que la de los espacios infinitos, porque ataca lo
que tenemos de más familiar y más propio: aquello que es producto
del cobijo que los hombres han ido creando como comunidad humana.
Ese siniestro de la crueldad humana es más siniestro aun que la nada
del mundo, el sin sentido de una vida que se cobija ahora en el vacío del
mundo es algo más tolerable que la crueldad humana. (Pero aun enfrentando esta segunda muerte, y recuperando las vicisitudes de la historia
y la corporeidad humana, sin embargo Levinas no puede eludir la existencia de una trascendencia de cuya revelación esperamos la verdad que
nos conmina a no matar al otro, y que aparece cuando lo miramos a los
ojos. Parecería entonces que por fin hemos alcanzado el fundamento
ético de la historia humana, cuya verdad cae también aquí fuera de ella).
Esto es aquello que en momentos de crisis histórica se revela: hace
crisis lo insoportable para quienes apostaron al dominio del mundo y
sobre la muerte de los otros que muestran lo relativo que se esconde
detrás de la pretensión de absoluto que las clases dominantes crean,
alucinadas en su frialdad de espanto, de sí mismas. El dominio y el goce
de sus privilegios crean ese espacio ingrávido donde ese sentido oscuro
del mundo –el “il y a”– desaparece para ellos. En última instancia la
dialéctica del amo y del esclavo, el uno absoluto, el otro relativo, abría el
espacio de un nuevo sentido entre el goce y el trabajo. Pero esta solución
140
Levinas
de la oposición se guiaba por la racionalidad del dominio que nos haría
luego a todos esclavos manumisos, aunque espirituales.
“No es esta vida que retrocede horrorizada frente a la muerte, y se
mantiene pura de la destrucción, sino la vida que lleva la muerte y se
mantiene en la muerte misma la que puede ser llamada vida del espíritu. El espíritu conquista su verdad sólo a condición de encontrarse a
sí mismo en el absoluto desgarramiento”.2 En verdad, no sabemos de
qué muerte Hegel nos habla. Para no sentir que son asesinos los amos
tienen que ver a los otros como objetos “naturales”, como objetos del
mundo que lo Absoluto convierte en meros relativos. Es más difícil
soportar la muerte que viene por la mano de la crueldad del hombre
que este no-ser oscuro del que participamos sin saberlo todos. Y que
esa muerte que viene por mano del hombre es la de aquellos, y de una
cultura, que la distanciaron del insoportable “il y a”, del vacío inconmensurable, el sinsentido que debe ser llenado con algún sentido,
cuando ya ninguna religión puede llenarlo.
Por eso dan la muerte, para suprimir al insoportable otro que
nos mira, que es el sentido que viene de una cultura que lo tapó con
el consumo y la acumulación infinita y abstracta del dinero donde se
consumaría el sin sentido. Levinas no quiere ver el rostro de los asesinos
en su crueldad revelada. Allí, en el momento del asesinato es donde
vuelve a revelarse crudamente el ser nuestro perdido a través del otro,
lo que en nosotros matamos al matar al otro, y tenemos que seguir
matando para que no aparezca ya más nunca esa amenaza, más terrible
que la muerte misma, que esa muerte trivial que nos espera cuando el
tiempo haya consumido la vida. Cuando decimos que la madre enseña
a morir al hijo es porque hemos abierto la nuestra desde el cuerpo de la
suya. La gestación materna abre la posibilidad de un mundo diferente
2. Este fragmento de Hegel pertenece al prólogo de la Fenomenología del espíritu; la traducción de Wenceslao Roces dice: “Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la
muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella.
El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”. G. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, traducción Wenceslao Roces,
México, FCE, 1971, p. 24. [N. de los eds.]
141
León Rozitchner
al mundo patriarcal en que vivimos. Si el cristianismo descubre que hay
dos muertes, es porque sólo se interesa en que rindamos y sacrifiquemos
la vida, la primera, la vida de la carne materna, para que el espíritu
paterno viva. Hay que matar a la primera para no matar a la segunda.
¿A qué muerte se refiere Levinas cuando exclama el “no matarás”?
¿Se refiere a la segunda muerte, a la cristiana, de la que nos salvamos
cuando despreciamos la primera muerte, la del cuerpo, y lo sacrificamos, separado del espíritu como si no fuera uno con él, al ocultar la
contra-violencia necesaria para no sufrir esa muerte? La muerte a la que
se refiere sigue siendo la de la metafísica, la del espíritu universal, que
desechó aquella que circula en los enfrentamientos políticos. Porque el
“no matarás” existe sólo como principio cuando la otra vida, de la que
mueren ahora millones, la de la economía y de la política, es postergada
como despreciada pese a que quiera salvarla, porque no puede acceder a
la materialidad fundante que crea la vida en cada uno. Y cuando Levinas
nos dice, citando Fedra de Racine: “¡Huyamos en la noche infernal!
¿Pero qué digo? Mi padre tiene allí la urna fatal”.3 La urna fatal que nos
espera cuando huimos de la muerte la tiene en sus brazos el padre, no la
madre. Eso nos pasa cuando queremos huir de la noche infernal donde
los espacios infinitos nos aterran para incluirnos en un mundo donde
un terror más siniestro e insoportable nos espera. ¿Podrá salvarnos el
principio que se revela cuando miramos al otro a la cara?
El “il y a” y el límite de la experiencia:
el problema del tiempo presente
La culpa es la culpa que sigue perteneciendo al mundo de las cosas que
llenan el vacío del mundo. El misticismo de Levinas, creemos, actualiza
y le contrapone una sabiduría antigua que aún resuena en la disolución
de su ser consciente: es el horror contra el cual sólo el cuerpo arcaico de
3. Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, México, Siglo XXI, 2009, p. 104.
142
Levinas
la madre nos sigue sosteniendo para protegernos. Como decía Spinoza,
el que se arrepiente es doblemente miserable, no se hace cargo de nada
de su propio pasado, no quiere pagar el precio que tiene lo que se hizo
como un paso hacia el descubrimiento de lo que se destruye en nosotros
mismos mientras vivimos y nos hacemos más claros. La culpa, como
enseña el judío Freud, conoce sus conclusiones, la ley de respetar la ley
del padre, pero no sus premisas: haberlo enfrentado para no despegar
de esa vida diferente que nos abrió la madre al “alumbrarnos”. La madre
alumbra allí donde el espíritu paterno nos enceguece: el abrirnos al
“hay” es obra suya. Ese inconsciente que Freud nos descubre de primera
mano plantea la disyuntiva más distante de la razón pensante, porque
es su presupuesto. La madre también nos alumbra, de una luz distinta
de aquella que la metafísica todavía en la estela del poder terrible del
padre dice alumbrarnos: son dos luces distintas. Del Barco sólo conoce
una sola. Pero no queremos plantearlo sobre fondo de algo tan negado
como el silencio sonoro y cálido del cuerpo de la madre. Allí es donde
se detiene la experiencia del “il y a” de Levinas.
¿El “il y a” no tiene nada que ver, acaso, con la vida sorda que bulle
en el cuerpo, en su metabolismo, en el latido inquietante de nuestro
corazón, en la sangre que circula en un círculo que quisiéramos
eterno, en ese cuerpo sin órganos que sin embargo vive como un
microcosmos donde las células se intercambian, se mueven, cambian,
se nutren, secretan, forman los órganos, conforman el cuerpo, y todo
silenciosamente? Ese sentimiento de nuestra vida sensible que somos
al vivirla sordamente, ¿no es el fundamento del “il y a” que sostiene
todas las descripciones que hace Levinas, la base de todas las bases
que, nos dice, sólo en el sueño aparece? “Lo inconsciente en cuanto
sueño no es una nueva vida que se representa bajo la vida: es una participación por la no-participación, por medio del hecho elemental de
descansar”.4 “Dormir es suspender toda la actividad psíquica y física”:5
4. Emmanuel Levinas, De la existencia al existente, Madrid, Arena libros, 2000, p. 95.
5. Óp. cit., p. 96.
143
León Rozitchner
decir esto es dejar de lado esa actividad silenciosa que trabaja y se
activa mientras estamos en reposo.
Es más bien un desafío que se agota en mostrar que ese lugar de
partida, donde el advenimiento de nuestro ser como acontecimiento
se produce, es inhabitable; esa es su (nuestra) tragedia, y consiste en
mostrar que es el único destino que nos queda. Y cuando dice que
podemos “preguntarnos si la evanescencia del presente [modo de dejar
de estar sujeto a lo convencional del mundo que nos encuadra con su
ambiente concreto del mundo geométrico] quizá sea la única posibilidad de que un sujeto surja en el ser anónimo [es decir, recomenzar
desde un comienzo absoluto, desde el puro ser sin determinación
humana alguna] y de ser susceptible de tiempo. Cabe preguntarse si
la imposible posesión del presente [frustrada e imposible justamente
porque el tiempo del lugar geométrico nunca puede dejar de abrirse al
tiempo anónimo del mundo fundante] no depende del hecho de que
es tan sólo por medio de la evanescencia del presente como la posesión
misma resulta posible”.6
Siempre, como vemos, hay dos tiempos; y siempre es necesario que
desaparezca uno para que el otro aparezca, siendo ambos dos, al mismo
tiempo, tiempo. Tenemos que desvanecernos en el tiempo presente
para anular el tiempo y hacer surgir desde lo anónimo otro tiempo. Es
como si la condición de realización de su experiencia, para ser verdadera, exigiera que lo que es y somos no sea, porque recuperamos así
una perspectiva fundante desde la cual se fundó y se produjo todo lo
existente en el mundo presente, y con él nosotros mismos.
“El presente –nos dice– es una ignorancia de la historia. En él, el
infinito del tiempo o de la eternidad se interrumpe y recomienza. El
presente es, pues, una situación en el ser donde no hay sólo ser en general,
sino donde hay un ser, un sujeto”.7 Son modos de ir a los fundamentos
de lo que ya es desde lo que equivocadamente vivimos con la lógica regu6. Óp. cit., p. 100.
7. Ibíd.
144
Levinas
lada por el principio de contradicción. “L’absolu du présent n’est pas la
négation de la destruction qui opère le temps, n’est pas la afirmation d’un
durable” [“Lo absoluto del presente no es la negación de la destrucción
que opera el tiempo, no es la afirmación de algo perdurable”],8 quiere
decir que la destrucción del instante no nos sumerge en lo infinito fuera
del presente histórico. Quiere decir que el tiempo de la corporeidad de
la vida transcurre, que el instante es un modo de asumir el tiempo al
disolver las categorías del antes y del después que le darían su sentido
inscripto en el orden de la racionalidad lineal cuantitativa, o en las categorías de los estadios de la vida que la sociedad calculadora le confiere
como valor o acabamiento en función de una muerte social que no es la
que el sujeto espontáneamente siente desde adentro. Aquí sólo se trata
de reencontrar un tiempo más vivo, creador libre de enlaces, dentro de
las relaciones entre los cuerpos humanos que en la sociedad se entrelazan
y se anulan. Y por eso se manifiesta contra las fantasías ilusorias hechas
“en términos de soberanía y de libertad feliz” de la tradición filosófica,
que congela al ser en su refugio distanciado del mundo histórico tanto
como del cosmos. “Nada podría anular la inscripción en la existencia
que implica el presente”.
“La copa de la existencia es ‘bue jusqu’a la lie, épuisé’: nada es dejado
para mañana. Toda la acuidad del presente está referida a su compromiso sin reserva y de alguna manera sin consolación en el ser. Il n’y a rien
a accomplir. Il n’y a plus de distancia a parcourir. L’instant s’évanouira”.9
“L’evanescence du présent rend posible cet absolu de l’engagement”.10 Aquí
8. Óp. cit., p. 106.
9. La traducción es de Rozitchner, en la versión de Arena Libros cuyas citas aquí reponemos,
dice: “Nada podría anular la inscripción en la existencia que implica el presente. La copa de
la existencia se bebe hasta las heces, se la agota; nada se deja para el día de mañana. Toda la
agudeza del presente depende de su empeño sin reserva y de alguna manera sin consuelo en el
ser. No hay ya nada que llevar a cabo. No hay ya distancia que recorrer. El instante se desvanecerá.”, óp. cit., p. 106. [N. de los eds.]
10. La versión de Arena Libros: “La evanescencia del presente hace posible ese absoluto del
empeño”. La palabra francesa “engagement”, en esta versión traducida como “empeño”, significa también, y especialmente, “compromiso”; este último es el sentido que utiliza Rozitchner.
[N. de los eds.]
145
León Rozitchner
aparece claro qué es lo que diferencia a la experiencia del “il y a” con
el “il n’y a pas”: el “hay” es un pleno del ser respecto del “no hay”, un
compromiso más pleno que el “no hay” en su propio hay deja de lado:
es un compromiso absoluto porque está dentro del ser como máxima
asunción de la plenitud de lo real en lo real mismo. Y ese instante es
un momento de detención que anuncia el acontecimiento: la asunción
del nivel fundante que aparece y nos deslumbra en nuestra vida cotidiana situada en el nivel convencional del cristiano-capitalismo donde
lo cuantitativo de los cortes y la separación –la escisión del yo– domina
todos los momentos de la vida.
Instante y stancia; el refugio materno del sin tiempo
“Lo esencial del instante es su stancia”,11 es su permanecer en él,
su habitarlo. Es conectarlo con las profundidades que se abren en el
sujeto escindido por el corte patriarcal que lo había separado de las
experiencias más intensas y plenas de la residencia que se originaron en
la “stancia” de la corporeidad materna. Allí no había tiempo separando
un instante de otro. Ese otro tiempo que en nuestra cultura separa al
principio del placer del principio de realidad es un tránsito –Freud en
su filosofía lo muestra– que el terror opera en el enfrentamiento realimaginario del niño con el patriarcalismo del modelo del padre. Ahí
está el corte, el terror de la amenaza de castración, que fuerza el abandono no sólo, como se dice, del cuerpo de la madre sino de un orden
de relación absoluto donde el tiempo y el espacio tenían (y conservan)
su carácter absolutamente cualitativo, que surgía de los valores de
acuerdos sentidos, verificados en las satisfacciones y frustraciones
sensibles pero con sentido que todo niño vive. Es aquí donde aparece la
experiencia primera y fundante que luego la reflexión filosófica actualiza en su intento de recobrar un ser que fue desalojado del Ser y de
11. Óp. cit., p. 107.
146
Levinas
la organización mítico-económica con la que el cristiano-capitalismo
distanció el origen del hombre-niño desvalorizando la carne como
lugar de residencia y origen de todo sentido o significación humanos.
Por eso Levinas incluye lo inconsciente, incluye El Capital de
Marx, incluye lo absoluto (diferente de lo cósmico de Heidegger): ese
absoluto hace referencia y trata de actualizar un ser que está presente
como experiencia velada y destruida, en todos los hombres del mundo
presente, para el caso el histórico que Heidegger encubre y desdeña.
Pero también es cierto que la comprensión que Levinas expone del ser
que aparece en la historia no parte de las contradicciones que se revelan
en la oposición de sexos, ni tampoco da cuenta en el instante que se
hace stancia, qué experiencia fundante, qué riesgo, qué obstáculos hay
que enfrentar para lograr pasar del uno al otro. Implica el pasaje de
un mundo a otro mundo, de un ser a otro ser, y sobre todo ese ser con
el que la metafísica trataba de consolarnos. Y el obstáculo que allí, en
Levinas, no aparece es también producto de una experiencia histórica
que no incluye en su filosofía, la del terror infantil que los separa, y
el terror que en tiempo de catástrofe inunda al mundo y hace que,
en medio de la Segunda Guerra Mundial, y como prisionero de los
alemanes, Levinas, judío, tuviera que hacer reverdecer en sí mismo un
“mundo” distinto cuya promesa se veía destruida, hasta límites inenarrables, en el derrumbe monstruoso del mundo cultural europeo. El
“instant” es el coitus interruptus con la plenitud del cuerpo del mundo,
y la “stancia”, la residencia, es el momento del encuentro con nuestro
propio origen, pero desmadrados. Pero este tránsito sólo es conquistado por una “larga lucha”, nos advierte.
Y también en Levinas aparecen las dos muertes. Pero no son ya las
cristianas, de un cuerpo despreciado ligado a la Naturaleza y a la Vida
para privilegiar la otra muerte, la del Espíritu cristiano, patriarcal
extremo, que pierde su vida espiritual por el pecado, y que para
evitarlo exige siempre que elijamos entre dos muertes, y aceptemos
la “muerte” del cuerpo para salvarnos, porque todos los valores que
organizan este mundo exigen el sacrificio de la vida, que es la caución
147
León Rozitchner
para que la plusvalía del capitalismo sea posible sin rebelarnos. El
buen cristiano –y lo somos todos, hasta los judíos que vivimos en
este mundo– lleva al capitalismo como el único orden de mundo
compatible con sus premisas míticas. Porque las premisas maternas,
cuyas huellas han quedado marcadas en todos nosotros, han sido
llevadas a su anulación extrema por el terror a dos puntas: el de la
infancia y el del adulto.
Hay entonces en el presente dos presentes: el que espontáneamente vivimos en la vida cotidiana, y el presente nuevo (que es viejo)
que atraviesa el presente; y no es que lo transforme: sólo transforma
nuestra relación vivida con ese mundo en el mismo mundo. Este
desdoblamiento continuo al cual apela Levinas es lo que da un tinte
paradojal a su expresión filosófica, a sus conceptos, como si los incluyera en la pura especulación verbal y metafísica a la que la tradición
nos tiene acostumbrados –y en la que algunos entran: el juego especulativo entre el ser y el no-ser, el vacío y lo lleno, el todo y el no-todo,
la presencia y la ausencia–. Por el contrario: aquí el no-todo expresa
un todo que corresponde al mismo Todo del mundo visto desde dos
perspectivas distintas. El no-ser no es la carencia del ser, sino que nos
mostraría la relación de un modo de ser del ser y otro modo del mismo
ser que lo amplía, niega al anterior, pero sólo se lo puede comprender
como dos perspectivas vividas y pensadas del ser y del mundo en el
mismo mundo.
La evanescencia [en la negación del instante para alcanzar
la stancia] del presente no destruye lo definitivo y lo infinito actual del cumplimiento (realización, culminación,
“accomplissement”) del ser que constituye la función misma
del presente. [Quiere decir que hay otro modo de habitar el
presente en la simultaneidad con los seres y las cosas del mundo].
La evanescencia lo condiciona [al ser, por lo tanto le impone
otra condición de su ser ser]: por ella [por la evanescencia] el
ser nunca es heredado, sino que es conquistado siempre por
148
Levinas
una “haute”, [elevada, honda, fuerte] lucha. La evanescencia no
podría abolir lo absoluto del presente.12
Es entonces lo absoluto lo que siempre permanece, en ambos
casos, como fundamento: el absoluto está en el instante del racionalismo cuantitativista y espiritual patriarcal, tanto como en la stancia,
la residencia en ese mismo absoluto pero conquistada por una “haute
lutte”. Pero “la reflexión”, “un juicio abstracto… sobre la duración
recorrida… no descubre lo absoluto de lo que ha estado presente”. No
basta con recordar el pasado y gritar entonces, porque ese pasado debe
hacerse presente: “Lo absoluto del presente está en la presencia misma
del presente, da una apariencia de ser al pasado y desafía al porvenir
incapaz de reducirlo a la nada”.13
Desde el presente de la stance no anulamos el pasado desde el cual
advino (y en el cual estábamos pasando de un instante al otro): “la
muerte siempre amenazante no detiene la ‘farsa de la vida’ -forma parte
de ella”. Así la muerte que formaba parte de la farsa de la vida es diferente, aunque sea también muerte, la que pasamos a vivir en la stance de
la vida. “Si la muerte es nada, no es una pura y simple nada. Conserva
la realidad de una partida perdida” cuando la asumimos como propia
muerte. “El ‘nunca más’ –never more– revolotea como un cuervo
en la noche lúgubre, como una realidad en la nada”. Claro, Levinas
pone palabras a lo que todos sentimos, pero el problema es saber si
lo Infinito no transfigura a la muerte que en nosotros espera. Porque
es Infinito el sentido de lo que vivimos. Y si lo que vivimos no parte
de reconocer a la madre como el lugar originario de la stance sentida
fuera del tiempo, absoluta, la muerte espera en nosotros que lleguemos
para llevarla a su destino, que será el nuestro. Así el “nunca más” de la
muerte que la vida a su término nos depara, la eterna desaparición de
lo infinitamente muerto.
12. Ibíd.
13. Ibíd.
149
León Rozitchner
¿Qué otra eternidad sino la de saberte eternamente muerto? Ese
fue mi punto de partida,14 siempre hay formas más o menos bellas
de decirlo o de evocarlo, pero no hay en eso más verdad que aquella
que uno ya sabía. Nunca más esta lluvia de verano, estos truenos,
estas nubes, esta oscuridad repentina, este gris húmedo y profundo,
esta espera, esa que producía la angustia en Heidegger, nunca puede
desplazar a la vida histórica: aparece en el presente impregnando de su
muerte, de su muerte histórica y aun la nueva residencia en la tierra a
la que nos conduce Levinas, conserva aún esa experiencia nueva de un
mundo distinto, de un ser diferente, lo que pertenece a la coexistencia
que vivimos ahora en el mundo, donde este retroceder e ir al encuentro
peligroso de un mundo distinto, fundante, encubierto en el mundo,
“conserva la realidad de una partida perdida”.
Esta evanescencia del instante en el presente es insuficiente para
crear otro mundo, aunque vislumbremos una forma distinta de vivirlo.
Y se manifiesta en un “lamento”, regret, el dolor de lo perdido, que
la acompaña. Pero esto no sería posible si esto nuevo no reverberara,
pensamos, en una experiencia primera de plenitud ya olvidada y que
llena con su afecto que sigue redoblando en nosotros desde la infancia.
“La melancolía del eterno transcurrir de las cosas que se attache (adosan)
paradójicamente”.15
Del rostro abstracto al descarado “no matarás”
La “epifanía excepcional del rostro… se apoya en el ‘no matarás’ que
dice el propio silencio del rostro”.16 Esa relación libidinal con el otro,
que ya Husserl había planteado en “Meditaciones cartesianas”, sobre la
cual Levinas plantea su “no matarás”, en esa “desnudez casta y abstracta”
14. Aquí el autor se refiere a la dedicatoria hecha a su padre fallecido en el libro Ser judío
(1968): “Que otra eternidad sino la de saberte eternamente muerto”. [N. de los eds.]
15. Ibíd.
16. Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro, cit., p. 74.
150
Levinas
de un “cara lisa” en nuestra jerga, que sólo tiene la forma vacía de
un rostro, y que concuerda con la carencia de cualidades del “il y a”
absoluto, ¿no vemos desaparecer el primer “il y a” del rostro materno
que no tiene lugar como origen cualitativo negado en la abstracta
ontología de Levinas? Lo que vemos aparecer son los desechos de la
guerra: la viuda, el huérfano, el insomne. Pero, ¿no vemos aparecer la
diferencia libidinal del rostro de Videla o de Menem cuando tenemos
que darle sentido a la “epifanía excepcional del rostro” de los asesinos
que desaparecen de su ontología? Si hubo una primera epifanía del
rostro es aquella desde la cual medimos la miserabilidad de los otros
rostros que se diferencian por el otro imperativo que regula el de ellos:
el “matarás” que leemos en los rostros suyos, en los cuales “la alteridad
–considerada como cualidad, y no como simple distinción lógica– se
apoya el ‘no matarás’”.17
¿La pregunta entonces no se invierte? ¿No será que Levinas
deduce del imperativo que recorre el mundo, la verdadera ley del
sistema cristiano-capitalista, la obligación y el imperativo primero del
“¡matarás!” o “¡irás al muere!” presente en la figura de Cristo y del Papa,
y del aniquilamiento del otro en todo el capitalismo financiero en la
figura de Bush? ¿Y recién luego, sobre fondo de ellas, proclama el “no
matarás” que con su ontología le responde, como si su respuesta “ética”,
siempre tardía, se diera una razón diferente, cree, con la cual enfrentar
la tragedia crucial que lo mantiene unido al fundamento invisible del
racionalismo que critica?
Y para terminar con Levinas habría que concluir con su pensamiento sobre el cristianismo: todavía lo critica en su fundamento
religioso como un retorno al paganismo. Y allí residiría el éxito de
su empresa, y su fracaso. Pero como Levinas ha tachado el proceso
subjetivo que instaura las soluciones religiosas transformando las
experiencias maternas de la infancia, no puede pensar siquiera la
metamorfosis que el cristianismo ha introducido en la estructura
17. Ibíd.
151
León Rozitchner
subjetiva del hombre para desarmar toda resistencia e imprimir, más
profundamente que ninguna otra, su impronta de muerte y sujeción
al poder externo desde la interiorización del poder paterno más feroz
nunca conquistado.
Levinas no pudo ver, creemos, la relación entre religión y política,
o la función política de la ética cristiana, o la relación de producción
de un mundo de objetos y sujetos donde encontraría, como Capital, la
consumación acabada de la muerte sobre la naturaleza y los hombres
que el cristianismo había avanzado. Separa a la ética de la política
como separa a la economía de la religión: la escisión siempre está
presente en Levinas impidiendo que el pensamiento se unifique con
la materia humana de la cual surge. Y esto aunque hable de la acción:
“La vida espiritual es esencialmente vida moral y su terreno de acción
preferido es económico”.18 No hay una materialidad de los cuerpos que
colectivamente encuentren arraigo. Sigue creyendo que el triunfo del
nazismo se produjo porque el cristianismo no criticó suficientemente
al paganismo, como si el paganismo fuera el culpable del nazismo y del
aniquilamiento de los judíos; para no hablar del colonialismo sobre
negros e indios realizado con saña por la cruz y la espada.
“Ver un rostro es ya oír ‘no matarás’. Y oír ‘no matarás’ es oír ‘justicia
social’ y cualquier cosa que yo pueda oír de Dios y acerca de Dios, que
es invisible, viene a mí desde la misma voz única”.19 ¿Y si yo miro el
rostro de un asesino que amenaza a mi hijo, no es otro el mandamiento
que guiará mi conducta? Resulta que para Levinas la relación con lo
trascendente reside en los ojos de los personajes que la Biblia pone en
boca de los profetas: los ojos del pobre, del hambriento, de la viuda y
del extranjero.20 ¿Pero los asesinos no tienen rostro, acaso, y a veces
suplicante? Lo importante es que la palabra “no matarás” viene siempre
desde una voz externa. Y esto implica despojar de su asiento a la voz
que habla, que será siempre la que habilita sólo una parte de mí mismo
18. Emmanuel Levinas, Difícil libertad, Buenos Aires, Lilmod, p. 46.
19. Ibíd.
20. Cfr.: ibíd.
152
Levinas
al oírla: una gran “porción” de mí mismo ha sido clausurada. Pero al
menos impide que se la asignemos a la madre, que se confunda con ella
y hagamos con la brasa ardiente de la madre una fría y punzante ley
paterna, como hacen los cristianos.
Para Levinas existe una prioridad radical de la ética sobre la política.
Si sólo encontramos la resistencia del otro en decir éticamente “no”,
sólo permanecemos en el reino del espíritu y en el infinito pensado,
pero la contra-violencia a la que permanece unida la fuerza de vida de
la madre estaría ausente de esa resistencia, aunque a veces la reclame
como necesaria. La separación entre ética y política prolonga la separación entre la ética materna y la política paterna. La prioridad de la
ética sobre la política, si no vemos el fundamento carnal y material
del otro desde la corporeidad materna y de su mirada fundadora que
lo unificaba todo, desarma a la ética, porque esta universalidad del “il
y a” infinito está vacía de mater, está vaciada de materia. La ética sin
madre queda, desmadrada, sin fuerza ni carne. Seguirá siendo una
verdad espiritual, desarmada, como decía Maquiavelo de los profetas:
todos los profetas desarmados perecen, son vencidos. Será una verdad
que le deja a la política la materia sin ética, y reserva a la ética la verdad
sin materia; quiero decir sin mater que la funde. La madre, reservada
al hogar, sigue sin prolongarse hasta inmiscuirse en la polis. Ni como
hijo pródigo, hemos visto, estará seguro de encontrarla.
153
Palabras finales
Expiación: humillación y sustitución
Levinas parecería que está por llegar a la posición que sostenemos.
Roza lo materno y se distancia. Se acerca aún más cuando nos dice
que una trascendencia sólo es posible como “verdad humillada, perseguida e incierta”, es decir la verdad que se nos sustrajo de la madre
misma. La madre es la verdad humillada, perseguida e incierta en cada
uno de nosotros mismos. Esa verdad, que quedó contenida, determina nuestro modo de ser: nuestro afecto, nuestras pasiones, nuestras percepciones y nuestros pensamientos. Y precisamente veremos
que Levinas sigue pensando desde dentro de la escisión metafísica
misma, sin trascenderla con su trascendencia. El cristianismo, contra
la experiencia judía, le ha enseñado a transformar la trascendencia
divina en inmanencia. Ha unido lo que desde siempre estuvo absolutamente separado para el creyente adulto que ha reservado, aunque
reprimido, el lugar irreductiblemente propio de la madre. Ni Dios lo
había logrado entre los judíos.
En el paganismo los hombres se hacían dioses: lo divino se esfumaba. Los dioses de la filosofía: Platón convertía al Bien en impersonal, y el Dios en Aristóteles era un dios de pensamiento: “el Dios
de Aristóteles era un pensamiento que piensa”. Con el Hegel de la
Enciclopedia (por algo criticamos a Hegel antes de Levinas)1 culmina
ese pensamiento y se cierra, nos dice. ¿Cómo será la divinidad y Dios
mismos en Levinas luego de llegar a un dios ambiguo, una verdad que
de él emana como “humillada, perseguida e incierta”? ¿Una verdad
que no es “ni gloriosa ni destellante”? La verdad perseguida es la única
modalidad de la trascendencia.
1. Se trata del libro inédito Hegel psíquico, de próxima aparición en esta edición de las Obras
de León Rozitchner en la Biblioteca Nacional. [N. de los eds.]
155
León Rozitchner
Esta verdad perseguida, pensamos, por todo el movimiento de
profundización que realiza Levinas dentro de su propia experiencia –
si se trata de una verdad que se debate en lo divino– debería llevarnos
a otra Verdad divina que se independice de los dioses vencedores.
Pensar, por ejemplo, en las Diosas-madres vencidas, humilladas, perseguidas. Pero no, sólo se trata de comprender que ese Dios patriarcal,
cuya encarnación le pide prestado al cristianismo, ha sido mal entendido, es decir se mantiene ignorando que hubo una lucha milenaria
entre Diosas y Dioses para definir el poderío de los hombres sobre las
mujeres, de los padres sobre las madres, de la razón sobre el afecto, del
estado sobre los ciudadanos. Levinas debe pensar un Dios nuevo que
se acerque y se distancie.
Y entonces Levinas se identifica sin saberlo con las Diosas vencidas
cuyas cualidades se convierten en mandamientos encarnados del Dios
mismo, vencedor y masculino, al cual no refiere los males del mundo.
El orden de la religión sigue siendo el del dios triunfante, sólo que en el
ámbito de la vida civil de las naciones cuya verdad no es de este mundo
(“il n’est pas du monde...”). Se preocupa entonces de aquellos a quienes
el Dios vencedor, que instauró el orden del mundo humano, entregó
a la rapiña, al despojo, a la humillación, a la esclavitud y a la muerte.
Y cuando mira sus rostros sólo le queda sentir el “no matarás” como
si él fuese el actor del hecho prohibido por Dios: se ocupa del remanente humano del orden divino que no fue instaurado en ese orden
mismo, como si él fuera el culpable de los actos que otros han cometido. Es claro: la complicidad consiste en que él también tuvo que
hacerlo. Vuelve a encontrar a las diosas vencidas en cada ser vencido y
abandonado, y entonces ocupa el lugar de la madre inconsciente con
la lógica del proceso primario que persiste en él todavía, al lado de la
razón patriarcal a la que se opone sin salir del fundamento mítico que
la hizo posible: vencer a las madres. Todo esto supone necesariamente
una cierta alucinación, remanente de la experiencia ensoñada con la
madre para pensar lo que piensa. Se pone en el lugar donde ella todavía
subsiste, en los desechos de un mundo donde el Mal predomina,
156
Levinas
sólo para compensar las miserias asesinas del mundo. Y se lo explica
pensando que no todos creen de la misma manera que él piensa ahora.
“Se manifester comme humble, comme allié au vaincu, au pauvre, au
pourchassé, c’est précisément ne pas rentrer dans l’ordre. N’est pas du
monde…”. [“Manifestarse como humilde, como aliado al vencido, al
pobre, al perseguido, es precisamente no entrar en el orden… No es
del mundo”].2
Su resistencia es rebelde, no entra en el orden, no es la del mundo.
Hay otro mundo dentro del mismo mundo: no tiene salida. Es la
soledad de los moralistas desarmados; su postulación ética permanece
como una pasión inútil, que se declara vencida. Ni las viudas, ni los
huérfanos ni los apátridas pueden comprenderlo.
El mismo Dios transfigurado
“L’idée de vérité persécutée nous permet ainsi de mettre fin au jeu du
dévoilement où toujours l’immanence gagne sur la transcendance, car une
fois l’être dévoilé, fût-ce partiellement, fût-ce dans le mystère, il devient
immanent”. [La idea de verdad perseguida nos permite, de este modo,
ponerle fin al juego de la develación en el que la inmanencia siempre
triunfa sobre la trascendencia; ya que, una vez develada, aun de manera
parcial, aun en el misterio, se vuelve inmanente].3
Y entonces va a buscar el lugar donde el Dios verdadero había
quedado: en lo inmanente. Pero este inmanente no es lo inmanente de
la madre originaria: es el inmanente como retorno, para ocupar ese lugar
ya ocupado y reemplazarlo esta vez con la inmanencia cristiana, no la
inmanencia originaria de la maternidad judía. Porque la primera inmanencia no era la del Dios judío, absolutamente trascendente. Cuando
2. Emmanuel Levinas, Entre Nous, cit., p. 69.
3. Traducción de los editores. Se ha tenido en cuenta la traducción al inglés de Michael B.
Smith y Barbara Harshav, en: Emmanuel Levinas, Entre Nous, On Thinking-of-the-Other,
Nueva York, Columbia University Press, 1998, p. 56.
157
León Rozitchner
Levinas vuelve a la inmanencia que creía vacía, ya estaba ocupada por
una inmanencia diferente a la que encuentra. Es a una inmanencia ya
metamorfoseada por la operación cristiana la que encuentra, esa que él
había aceptado por la Pasión de Cristo y de la Última Cena, allí donde
la sangre y la carne de la madre bíblica se transforman en sangre y carne
del Hijo cristiano de una madre negada en tanto Madre virgen. Es allí
donde el Dios judío trascendente se hace inmanente, y la madre judía
es ocupada por el Dios cristiano para succionarle su fuerza, su amor
y su vida. De esa fuerza, ese amor y esa vida se apodera Dios-Padre
como si fueran atributos suyos. Pero estos atributos, declamados como
abstractos y racionales, no tienen cuerpo para sustentarlos salvo el que
logran dominando la persistente marca del cuerpo de las madres en
los hombres. Por eso Levinas nunca vuelve a encontrar a la madre que
él tuvo, la judía: se detuvo luego de reconocer sus huellas, pero ese
camino de retorno no era a la madre que él había tenido. Era a la madre
metamorfoseada ya en Dios padre, y sólo pudo reconocerla en las
huellas mustias que han dejado quienes la vencieron. (La virgen María
la ha desplazado y ocupado su sitio: eso es lo que tendría que separarlo
de los cristianos si quiere volver realmente a su propio origen). Y se
reconoce en ellos, pero en la carne que para lograrlo actualiza, él pone
desde lo más profundo en juego, entonces refulge, es cierto, el acogimiento materno (“La subjectivité de chair et de sang [...] se réfère à un
passé irrécupérable, pré-ontologique de la maternité et une intrigue qui
ne se subordonne pas aux péripéties de la représentation et du savoir”) [La
subjetividad de carne y sangre (…) se refiere a un pasado irrecuperable,
pre-ontológico de la maternidad, es una intriga que no se subordina a
las peripecias de la representación y del saber…”],4 pero no lo reconoce
en su metafísica, que se sigue moviendo con las categorías del Dios
patriarcal: se ha quedado nuevamente solo, sin cobijo, y se incluye en
el conjunto de los que, desmadrados, fueron vencidos. Su ética, pese a
su esfuerzo, no ha vuelto a reencontrar el lugar materno de su origen,
4. Emmanuel Levinas, De otro modo que ser, cit., p. 138.
158
Levinas
porque queda ambiguamente sustituida por el Dios judío en el que
sigue creyendo. ¿Podemos pedirle a un judío creyente que abandone a
Dios para encontrar su fundamento en la madre negada? Una filosofía
de la derrota y del derrotado. Piedad por la memoria de quien hizo a
su manera todo lo que pudo. La verdad sea dicha, sin embargo, para
prolongar de otro modo su intento trágico.
159
Primero hay que saber vivir
Del vivirás materno al no matarás patriarcal
“Queridos hijitos, su papá poco sabe de ustedes
y sufre por esto. Quiero ofrecer un destino
luminoso y alegre, pero no es todo
y ustedes saben:
las sombras,
las sombras,
las sombras,
las sombras
me molestan y no las puedo tolerar.
Hijitos míos, no hay que ponerse tristes
por cada triste despedida:
todas lo son, es sabido,
porque hay otra partida, otra cosa,
digamos,
donde nada,
nada, queda resuelto”.
“Hoy un juramento”, Paco Urondo
Por fin una parte de la intelectualidad argentina pudo reunirse
en la virtualidad de los textos que circulan por el aire, donde varias
generaciones simultáneamente se dieron cita en sus respuestas, para
plantear sobre todo el problema que atañe a los fundamentos donde
converge ineludiblemente lo histórico, lo subjetivo y la reflexión
crítica. Punto de partida este, hasta ahora siempre eludido: el
problema de la muerte que viene dada por la mano del hombre. Este
planteo incluye el compromiso y la responsabilidad que se había
eludido en la teoría, como si la propia experiencia vivida no la determinara. Buen momento para demostrar que el sujeto es núcleo de
verdad histórica: mostrar qué se necesita para contribuir a pensarla.
163
León Rozitchner
La carta de Del Barco conglomera la totalidad de los sentidos en lo
que él denomina su “grito” donde lo teórico y lo apasionado, antes
separados, por fin intentan integrarse. Enhorabuena. Más bien sería
la ocasión para discutir uno a uno por separado cada texto, sobre
temas y problemas antes silenciados, para descubrir al fin –cuando
se los reúne en una sola mirada que los integra a todos– que estamos
encontrando un punto de partida para pensarnos de nuevo. Pero,
como no podía ser menos, cada uno lleva agua para su molino,
sangre para su propio cuerpo, más bien para abonar (o para hacer
que germine) la generosidad o la avaricia de su carne y de sus huesos,
porque en última instancia de eso se trata: de la propia “salvación”,
quiero decir de la propia coherencia defendida a ultranza.
¿Cómo partir entonces del “no matarás” que nos propone la carta,
considerado como principio metafísico, sin remitirnos también al
texto que encabeza la entrevista a Jouvé donde se describen las circunstancias históricas que dieron qué pensar a Del Barco? Parecería que el
texto de Jouvé, en la parábola que describe, luego de leer la carta es sólo
un punto de partida pero no de llegada. Después de leerla, convendría
volver a Jouvé para salvar distancias.
Si se trata del “no matarás”, considerado como un principio inmanente, ¿no convendría comenzar retomando la cita que abre la entrevista a Jouvé, para comprender la realidad que lo transgrede? ¿No
conviene partir entonces primero del texto que conmovió a Del Barco?
La guerrilla y la muerte
Ciro Bustos le relata a Jon Lee Anderson el primer encuentro del
grupo inicial del EGP con el Che Guevara:
Lo primero que nos dijo fue: “Bueno, aquí están; ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a
partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única
164
Levinas
certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren
que a partir de ahora viven de prestado.”
El Che expresaría así el “trauma de nacimiento” de la guerrilla argentina, modelo del hombre nuevo, análogo al que O. Rank describe en
el origen de la vida individual como “trauma del nacimiento” del niño:
la única certeza de ambos nacimientos, siendo como son de vida, sería
sin embargo de muerte. No sé si esas fueron en verdad las palabras del
Che. Pero es forzoso partir de ellas porque son las que los editores de
la revista han utilizado para ponerlas al comienzo de la narración que
Jouvé nos hace. En todo caso serían las más opuestas al imperioso “no
matarás” que Del Barco declara. ¿Quién puede desbaratar ese mandamiento si no es aquel que puede aceptar la muerte sobre sí mismo:
aquel que está dispuesto a negarlo porque está también dispuesto a
recibirla? ¿Estamos seguros de que el combatiente busca sólo la muerte,
como si fuera Cristo, y no es el amor a la vida lo que lo mueve? ¿No
será esa la mirada de los que miran siempre, sin riesgo, desde afuera?
La cita tiene dos momentos. Primero el pacto entre compañeros que
los llevó a estar juntos: “Bueno, aquí están: ustedes aceptaron unirse a
esto y ahora tenemos que preparar todo”, y de pronto una advertencia
que el jefe agrega como viniendo de su propia sabiduría: “pero a partir
de ahora consideren que están muertos”.
Más allá de que fueran ciertas esas palabras, y de que algunos
concluyan entonces que un guerrillero en armas no tiene otra perspectiva que ser muerto, ¿puede pensarse ese principio donde se afirma
el valor irreductible y absoluto de la vida que Levinas lee en el rostro
del otro, sin incluirlo en el carácter relativo a la historia que lo narra,
sin agregarle algo que al mandamiento le falta? Las palabras que se le
atribuyen a Ernesto Guevara implicaban una toma de partido clara:
o privilegiar el valor de la vida del sujeto, que es uno de los extremos
de todo planteo político, o aceptar su sacrificio en aras de la sociedad
nueva, incluyendo la entrega de su vida, que es su extremo opuesto
(pero siempre dentro de un proyecto de transformación política). Esto
165
León Rozitchner
me lleva a pensar en la experiencia de ese tránsito de lo individual a
lo colectivo que vivió un amigo entrañable en quien pienso al escribir
esto, muerto en un enfrentamiento desigual, cuando al salir de la cárcel
de Devoto esa noche en la que todas las ventanas ardían (presidencia
Cámpora) me confesó: “allí me di cuenta de que la muerte individual no existe, que la vida verdadera es la de la sociedad, no la de uno
mismo”. La experiencia colectiva guerrillera había subsumido el valor
de su vida personal y le daba un nuevo sentido que se seguía apoyando
en el valor de la vida.
Estamos distantes y podemos pensarlo. En la cita que dan como
suya el Che les advierte y al mismo tiempo es como si los desafiara con
la misma desmesura que lo convirtió en héroe: casi no habrá sobrevivientes, ya están (estamos) muertos. No se trataba sólo de un riesgo
grande: era la certidumbre anticipada de no escapar con vida. Es el
horizonte que se les abre en el momento en que van a iniciar la lucha,
cuando dan el gran paso. Este compromiso de la vida con la muerte que
el Che habría expuesto también aparecerá, extendido, como exigencia
ante cualquier deserción: el jefe, Masetti, determinará el destino de
muertos-vivos en suspenso. Los fusilamientos que ordenará están
contenidos como una conclusión que él cree lógica de esa premisa
mortífera y realista: como el jefe es el que más osó, y quedó con vida,
puede desde allí demandarles que ofrezcan la propia como él lo sigue
haciendo con la suya. La ley y su cumplimiento coinciden primero en
el mismo sujeto que la impone: autoridad y sometimiento son uno en
él mismo. La ley de quien les propone una lucha que culminaría en la
muerte tendría en el jefe su fundamento ético irrefutable: enuncia la
ley pero también se somete a ella.
Este “pero” en las palabras atribuidas al Che Guevara marcaría
en los jóvenes combatientes de Taco Ralo el pasaje de la fantasía a la
realidad: de la fantasía idealizada de la guerrilla vencedora en Sierra
Maestra o en Santa Clara del Mar como fondo, y la cruda realidad de
la que él mismo les advierte en nuestros desolados países una vez que
abandona Cuba para terminar su vida como guerrillero heroico. El
166
Levinas
asesinato subsecuente de ambos compañeros ordenado por Masetti lo
muestra: ellos ponían al descubierto en sus conductas y ponían en acto
con su desborde la insoportable negación de la vida que se les imponía
cuando adquieren la certidumbre de su fracaso. (También como dos
extremos: uno, Pupi –Adolfo Rotblat–, “quebrado” [quebrado quería
decir que la identidad entre fantasía y cruda realidad se había roto] al
dejar rastros para que los descubrieran y quizás así salvarse de la muerte
al entregarse; el otro, empleado bancario –Bernardo Groswald–, claramente excedido, caso “psiquiátrico”, enloquecido y aterrado). Y fueron
juzgados con la férrea contundencia de Masetti quien, guiado por esa
lógica, debía demostrar en los hechos, al ordenar los asesinatos, que era
la suya la única ley vigente.
Jouvé, al comienzo situado en el otro extremo, es el corazón sensible
que afirma la posición contraria. Pero no se inscribe en el “no matarás”
abstracto: sigue siendo guerrillero, no abandona la lucha. Al oponerse
a Masetti quiere llevarlo a aceptar, ante esta situación inesperada, que
la guerrilla no está reñida con la vida de los compañeros, que la muerte
prometida para cada uno de ellos vendría sólo desde afuera, de las
fuerzas enemigas, pero no de adentro de ellos mismos. Asumir la propia
muerte es un riesgo que se refiere a la contundencia asesina del enemigo,
no a la propia ejercida sobre los propios compañeros. Entonces Masetti,
jefe implacable, ve el peligro y borrado todo límite quiere obligarlo
a que sea él mismo entonces, por oponerse, quien ejecute a Rodolfo
Rotblat, que renuncie a su juicio sensiblero y se sitúe en uno solo de
los dos extremos: “bueno, entonces vas a ser vos el que les dé un tiro
en la frente”. Sólo con esa advertencia se completa y unifica lo externo
con los interno, lo subjetivo con lo objetivo, en una sola ley común que
abarca para Masetti los dos extremos de la vida guerrillera. El asesinato
de los compañeros, que borra los límites entre amigos y enemigos, se ha
convertido en símbolo de la obediencia debida y de la eficacia.
Esas vidas suprimidas eran sin embargo el índice más cierto, en su
defección, que anticipaba la verdad de la empresa alucinada en la que
estaban sumergidos: anunciaba su fracaso. Y esto aun cuando hubieran
167
León Rozitchner
triunfado. Allí, en esa tragedia desolada e inicua se encuentra al mismo
tiempo expresada toda la tragedia del pensamiento y de la acción de esa
izquierda sin sujeto. Sólo después de casi cuarenta años esa izquierda,
que no pudo ni supo ni quiso escuchar a más nadie, con la carta de Del
Barco, recién ahora asume la dimensión trágica de su propia existencia
actual presente en su pasado.
La narración del fusilamiento escenifica, en una síntesis desgarradora, la tragedia de la violencia en la política de ese grupo de izquierda.
Al ampliarse y ser tomada como símbolo de toda violencia política, al
abarcar todo el escenario histórico, Del Barco nos quiere dar una visión
completa de la concepción de la violencia en los enfrentamientos
sociales. La guerra, que no era más que el recurso a la violencia extrema
como medio de la política, se transformó de medio en fin: en aniquilamiento sin tregua; pero también hacia sí mismos. Esta concepción de
la política y de la guerra –que Clausewitz expuso, y que tanto Marx y
Engels como Lenin conocían– que movilizó a la guerrilla argentina, es
una concepción estrictamente de derecha, ofensiva, pero ejecutada sin
misericordia ahora en el seno de la izquierda.
Esta reducción que homogeiniza a la violencia olvida que la
violencia de los que se rebelan contra quienes los someten es una
acción violenta contra la violencia instalada como sistema en las relaciones sociales: que es una contra-violencia cuya lógica y cualidad
es radicalmente diferente a la otra: la de quienes primero la habían
impuesto. Donde en una, la de quienes se defienden, domina y prevalece siempre el valor de la vida y de la población mayoritaria, mientras que en la otra concepción, la de quienes la ejercen para dominar
socialmente, la vida individual y colectiva es desdeñada y utilizada
para el objetivo primero de su ambición devastadora. Si en la guerrilla
se tienen en cuenta las condiciones físicas de cada guerrillero, y el más
lento en su movimiento determina la velocidad del grupo, ¿cómo la
apreciación constante de la percepción que cada uno de los guerrilleros tiene de la realidad que enfrentan juntos no estaría presente para
determinar en cada caso el “valor moral” (Clausewitz) que unifica al
168
Levinas
grupo y le confiere esa fuerza de cualidad diferente: percibir en cada
combatiente su existencia personal intransferible? Esa cualidad diferente de la contra-violencia construye la “moral” del grupo.
El pensamiento político, que debía haber reflexionado sobre las
condiciones de su eficacia en la lucha colectiva, había sido suplantado
por las consignas guerreras del triunfalismo armado. Las categorías de
la guerra de derecha, que en nuestro país habían sido expandidas por el
militar Perón en su libro sobre la guerra y en sus disertaciones gremiales
y políticas a sindicalistas y obreros, limitaron el pensamiento de los
intelectuales que debían pensarlas desde el peronismo y luego desde
el foquismo o con la esperanza del pueblo en armas. Por eso Jouvé nos
dice que “para casi todos la política [no la guerra] era algo del otro lado,
era de burgueses”. Por eso lo colectivo que debía ser movilizado desaparece como verificador y creador del sentido de la propuesta política: en
nuestro país al menos el pueblo los dejó solos en el enfrentamiento que la
fantasía de la izquierda, apoyada en la estela de la que también llamaron
revolución popular peronista, vivía como soporte colectivo de su lucha.
La descripción de Jouvé marca claramente esta limitación que se
sintetizaba y se extremaba en el colectivo guerrillero, que nos servirá para
ponerla en relación con el grito de Del Barco. Cuando Jouvé enfrenta
la orden de su jefe, Masetti, y se opone a que maten a su compañero,
y sólo se rinde ante la amenaza que lo obligaría a ser él mismo quien
deba meterle un tiro en la frente, en esta descripción delata esa responsabilidad que, si bien los envolvió a todos ellos, fue diferente según la
posición que asumieron frente al crimen. ¿Cuáles son las condiciones
para que allí el “no matarás” pueda imponerse? Allí están expresadas las
condiciones que en la realidad contundente pone de relieve su fracaso
para salvarles la vida. Cuando el sadismo de Masetti quiere ordenarle a
Jouvé que él mismo se convierta en asesino, sabe que ese es el desafío y
el límite a la ley que Jouvé le plantea: el fusilamiento era un hecho miserable y convertiría en asesino aun al que se negaba a serlo. El asesino debe
comenzar por crear un grupo de asesinos cómplices.
La responsabilidad de Jouvé queda limitada por las condiciones
169
León Rozitchner
reales e históricas de la situación que enfrenta: Jouvé no es culpable.
Él formaba parte de los veinte muchachos que toleraron y ejecutaron
el hecho, y cuyas caras, luego de obedecer la orden de Masetti, nos
dice, “ya no fueron las mismas”. La responsabilidad de la muerte recae
sobre el grupo que no enfrentó a su jefe. Jouvé quiso enfrentarlo y se
quedó solo. Es la obediencia debida real de toda organización armada
sometida al poder del Uno. Ese es el problema: no el acto de repetir
ahora el sentimiento culpable en un actino-out que lo amplifica, sino
de saber cómo el sentimiento del valor de la vida del otro, que estaba
presente y era sentido en algunos de sus militantes, no tuvo eficacia
en la política de los veinte guerrilleros. Algo debe pasar entonces en
ese mismo sentimiento de respeto por la vida del otro que carece de
eficacia para mantenerse como deseo a ultranza. Lo que expone ahora
Del Barco fue asumido y dicho por Jouvé: no necesitaba que allí donde
él nos lo cuenta la tragedia otro deba amplificar el grito para darle
trascendencia. Y que al mismo tiempo lo despoje de toda la densidad
y la riqueza que la narración aporta para comprender el desvío de la
violencia en la guerrilla; y en la política sin más. De todo eso, en Del
Barco no queda nada. Porque Jouvé, al oponerse al asesinato de sus
compañeros no condena toda violencia sino esa violencia. Por eso no
concluye en el “no matarás” como mandamiento.
¿Qué le agrega en cambio Del Barco? Lo que hace es universalizar la culpa apoyándose en la que ya Jouvé confiesa. Bis in idem,
más de lo mismo. Jouvé no se golpea el pecho por la culpa que sí ha
sentido y sobre todo sufrido en la máxima cercanía con el hecho: no
nos pide que lo acompañemos en su sentimiento como las lloronas
profesionales de las velorios antiguos. Querer reemplazarlo en su
lugar del dolor –“sentí como si hubieran matado a mi hijo”, dice Del
Barco, siempre el “como si”– sin haber sufrido sus vicisitudes –horribles torturas, hambre extrema, hablar con su amigo durante cuatro
largas horas mientras agonizaba destrozado en sus brazos, haberse
opuesto a los fusilamientos frente a un Masetti que, por el poder de
jefe que detentaba, amenaza con obligarle a hacerle hacer a Jouvé lo
170
Levinas
que este denuncia como el hecho más horrible; haber estado presente
cuando fusilaban al otro que había defendido; haber pasado largos
años en la cárcel despreciado por los compañeros que lo marcaban
como quebrado, haber sostenido dignamente como preso sus propios
valores ante el general Alsogaray que lo tenía cautivo y a su merced, y
quería comprender en su conducta de joven esclarecido y culto a la de
su propio hijo luego asesinado por sus pares– ese lugar ajeno nadie
puede pretender ocuparlo y menos suplirlo con una escena imaginaria.
Desde allí Jouvé nos confiesa más adelante, íntegro y sin estridencia:
“No sabemos para dónde vamos”.
Aquí, en ese relato de Jouvé, ya está todo lo que debía ser pensado:
el problema del sacrificio de la vida, del camino armado que los dejaba
solos, y por lo tanto el de la nueva concepción de la política que se descubría desde esa experiencia. El foco armado, por la estructura militar del
mando, la sumisión al jefe y la aceptación de la muerte como necesaria
–lo cual significa que no va lo uno sin lo otro; el descubrimiento de la
delación y la falta de apoyo de las masas peronistas, y el abandono de
las masas obreras y por lo tanto la verificación de los límites de la política armada y de sus obstáculos. Cuando nos piden la vida y que nos
demos por muertos, ya el otro desaparece como otro porque uno ha
desaparecido para sí mismo: no hay planteos metafísicos que lo resucite.
Quedamos sometidos al posible delirio de la exaltación del jefe y a su
fantasía cuando depositamos en sus manos nuestras vidas.
Y por último Jouvé descubre, pero mucho más tarde, al término de
esa experiencia, que sólo el pueblo en la calle puede echar abajo a los
gobiernos, y que la izquierda rechaza hasta la espontaneidad creadora
de las asambleas que no se ajustan a los discursos; que la izquierda las
espantan. El único que en definitiva tuvo el apoyo popular fue Perón,
por derecha, y no los partidos obreristas, por izquierda. El libro de
Santucho le hubiera permitido a Del Barco comprender qué significa la
crítica sobre su propio pasado. Y la conclusión final que es la que habría
que pensar juntos: “no sabemos para dónde vamos”. ¿Lo sabemos acaso,
ahora, nosotros? ¿Su pregunta no sigue siendo la nuestra?
171
León Rozitchner
Desandando el camino
Pero si partiendo de este no saber hacia dónde vamos Del Barco
quisiera darle una respuesta, toda una densidad de vida los separa: ese
testimonio, en sordina, sobrio y pudoroso, inaugura una pregunta que su
respuesta, quizá ya en estado de gracia, ignora y deja de lado. La reduce a
una abstracción de la cual queda expulsado todo el contenido histórico,
personal y social, que da sentido a la pregunta que Jouvé se hace.
Ese es el desafío al que hay que ponerle palabras y conceptos. Por
eso me sorprende este desplazamiento, tan significativo, desde Jouvé
hasta Del Barco que algunos han hecho: nos quedamos sólo con Del
Barco, que habló sin que nadie lo pidiera, como dejamos solo a Jouvé
que nos narró su historia porque otros sí se lo pidieron. ¿Estaremos
haciendo lo mismo que hicieron sus veinte compañeros en el monte?
Jouvé no acude a un ejemplo imaginario para sentir el horror directo.
Asumió la experiencia después de vivirla hasta el extremo límite de su
entrega, su valentía, su amor por la vida, su credulidad, su buena fe:
su inocencia. Con quien intercambió con Del Barco en el 73-74, sin
que a este, al parecer, se le filtrara la responsabilidad y la duda luego de
escucharlo. De esos encuentros que Jouvé cita, Del Barco no dice nada.
Jouvé, dolorido y responsable, no se arrepiente de nada: sólo narra su
experiencia y asume que le marcó la vida y al narrarla espera que su
experiencia sirva de algo.
Entonces aparece la carta de Del Barco y nos lleva nuevamente ante
un abismo diferente: metafísico y abstracto. Del Barco transforma
al afecto al que un “como si” le sirve de materia viva, convertido en
abstracto, en el máximo de materialidad que un cuerpo siente, para
anularlo como cuerpo histórico. Porque partiendo de lo absoluto el
cuerpo sobra. Y quiere que nos conmovamos con su grito, como si
en verdad hubiera llegado hasta el fondo del abismo y hubiera bebido
hasta el fin su fina copa de heces. Cómo si se arrogara, una vez más,
ser los que con sus ideas abren y cierran los caminos, primero los que
llevan a un destino incierto al cuerpo depreciado en la guerrilla y luego
172
Levinas
a la salvación del alma en la post-metafísica, purificada de su pasado
cuyo sentido total él mismo habría asumido.
Lo que no se subraya es que Del Barco fue un contemporáneo de
lo que allí se narra. Si su modo de pensar la realidad no le permitió
advertirles que iban al muere antes de que emprendieran la aventura, y
si luego del hecho tremebundo también se calla cuando podría haber
planteado sus dudas durante el desarrollo, es inaudito que más de
cuarenta años después lance el grito que condena a todos. Como si
formáramos parte de una generación de izquierda que, en los términos
en que está planteada la tragedia, aparecería toda ella como convocada
por la muerte y el desprecio por el otro.
Más allá del mea culpa, ¿se tradujo esta responsabilidad en la
formulación acaso de una nueva concepción política donde esa relación con la muerte, que es su fundamento, haya sido incorporada y
propuesta a la experiencia argentina para que ninguna política de
izquierda la ignorara y ya no pueda formularse una transformación
social sin tenerla en cuenta?
¿Será que, como dijo alguien, ese problema no estaba planteado en
los libros que entonces se leían y que sólo aparecieron más tarde, para
la generación siguiente?
Por cierto que si me ocupo tanto de Del Barco es porque su grito,
y quizá sus libros, se muestra como un signo importante en nuestra
intelectualidad de izquierda. Para el pensamiento de la izquierda no
hay salida porque no va a buscarla allí donde el fracaso los ha dejado
en banda: a donde llega Jouvé luego de su derrotero. Porque la operación que Del Barco realiza sobre sí mismo, y ofrece como modelo,
interesa únicamente, y por eso lo hacemos, en la medida en que es
retomada como una forma de eludir la realidad de su pasado en la
intelectualidad de izquierda. Vuelve a la abstracción metafísica metamorfoseada en post-metafísica sin dejar de ser metafísica, negando el
espesor de realidad nueva que el fracaso le pone ahora a su alcance.
Los precipita otra vez en el abismo de la culpa y de la salvación individual del alma.
173
León Rozitchner
Esta concepción de la guerrilla no fue la que comenzó con el
Granma, ni tampoco coincide con la concepción de Fidel Castro: era
muy otro su contexto histórico. No sólo porque fue la que triunfara ni
porque fuera la primera.
El debate que Del Barco soslaya estuvo planteado en el campo de la
filosofía y de la política de la izquierda desde ese entonces: desde los años
sesenta. La única forma de resolver esta oposición era volver a despertar
el valor irrenunciable del sujeto y convertirlo en un lugar activo: decir,
por ejemplo, que el sujeto es núcleo de verdad histórica. Pero no sólo la
subjetividad del jefe como único sujeto sino la subjetividad adormecida
en la conciencia y el cuerpo de los militantes y de la gente del “pueblo”,
fuera o no peronista. Que la lucha no era incompatible con la preservación de la vida. Que más aun: la requería para alcanzar algún grado de
eficacia. ¿Pero quién podía escuchar estos planteos?
Dijimos que la carta de Del Barco es un signo. Y este silencio
personal fue en este caso casi un santo y seña, una consigna de grupo,
el de la izquierda pasada al peronismo montonero, pero tuvo un resultado que nos involucró a todos: sirvió para que no se entendiera nada
de aquello que nos esperaba en ese futuro así abierto. Y al no ponerse
en duda lo que se encubría –exponer a la luz del día los límites que una
parte de los intelectuales argentinos había ocultado en su experiencia
histórica– ya no fue posible criticar las falsas opciones políticas que
desde allí se cerraban o se abrían, las metamorfosis sin razón rendida
cuando se pasaba de un partido a otro, los saltos incomprensibles para
ocultar el vacío que al hacerlo abrían. En otras palabras: desalentó la
toma de conciencia más profunda sobre la realidad política. Porque si
el dolor es tan hondo, hondo debería ser también el pensamiento.
Cuando deciden ahora abrir –porque eran los dueños de un secreto–
ese espacio de crisis que al fin descubren, y al mismo tiempo delimitan al
prolongar ese ocultamiento –trágico pero nunca tan culpable como el
crimen mismo– muestran lo que han silenciado durante más de veinte
años. Cuando la verdad cae revelada por un grito como si fuera un rayo
ilumina con su brillo sólo el espacio que con tanta intensidad alumbra.
174
Levinas
Pero su efecto deslumbrante paraliza: deja en la penumbra, oscurecidas,
las posiciones intelectuales, teóricas, políticas y sobre todo personales
que en sus tomas de posición respecto del pasado han prolongado hacia
el presente. Porque ese es el otro extremo que el grito deslinda. ¿O acaso
hay pensamiento impune, inocente, que no actúe también como causa
activa y determinante en la vida de quienes, ya de otras generaciones, los
han seguido en sus reflexiones, al menos desde la fecha de ese crimen
que quedó oculto? La lechuza de Minerva argentina levantó su vuelo
un atardecer muy tardío, luego de sobrevolar en círculo el campo de
los desaparecidos: cuando todo ya había sido consumado. Eso es lo
que debe ser pensado: qué consecuencias tiene la coherencia personal
en la experiencia colectiva cuando un intelectual, que toma la palabra
después que miles de atardeceres y miles de insomnios hubieran transcurrido en la extensas noches durante las cuales nuestra Minerva se
quedó dormida, sin decir una palabra que alertara a los que, absortos y
empavorecidos, amanecían cada mañana después de haber visto lo que
vieron. Y así durante tantos años. Porque la reflexión filosófica debía
levantar vuelo ese mismo atardecer en que Adolfo Rotblat y Bernardo
Groswald, ambos judíos, habían sido asesinados por sus propios
compañeros para reparar en el despertar del nuevo día la conciencia de
lo que en el día anterior había sucedido. Para enseñarnos a comprender
al menos, con el pensamiento, cuáles son los obstáculos, los desvíos, las
trampas y los señuelos que los militantes deben vencer para alcanzar
ese lugar subjetivo donde se asienta la eficacia personal y política. Esos
vividos por Jouvé, y por los cuales se pregunta todavía.
Las afinidades electivas
Esa es la experiencia sobre la cual se sigue callando. El grito de Del
Barco inaugura la originalidad de ese descubrimiento, el de su desventura,
sólo cuando él puede pensarlo, sin darse cuenta de que ese problema le
preexistía y estaba planteado respecto de esas mismas precisas circuns175
León Rozitchner
tancias históricas, no metafísicas, desde mucho antes: que el hecho de
que lo descubriera tan tardíamente sólo atañe a su sensibilidad, profunda
y secreta, y a lo impensable en su propio pensamiento.
Y entonces nos preguntamos: si tamaña exclusión de ese núcleo
fundamental del pensamiento del cual algunos intelectuales recién ahora
toman conciencia –el reconocimiento del rostro del otro como absolutamente otro, Levinas mediante– no estaba presente en lo que escribían, ¿no debería inquietarles qué valor de verdad tiene entonces lo que
pensaron y escribieron luego, hasta el día del grito? Y nos damos cuenta
de que el mea culpa no atañe al patetismo de su dolor sino a algo que se
sigue escamoteando como objeto de análisis: comprender las razones que
llevaron a que lo excluyeran de su pensamiento y explicarse –aunque sea
para sí mismo– los motivos que se tuvieron para excluir durante tantos
años esto que formaba parte de su compromiso teórico y político. Estas
desventuras también forman parte de la experiencia filosófica.
Mejor dicho: quizá la concepción filosófica del Dios sin Dios fue
pensada para justificar esa dilatada pausa en que se pensó como si algo
verdadero se pensara. Porque lo que debemos comprender es cómo
se diluyen y se tornan semejantes y abstractas todas las cualidades y
las personas en los hechos históricos: cómo en el rostro del otro se
borraron las particularidades.
Extraño y doloroso: es como si súbitamente con Del Barco y sus
amigos, y casi diríamos ciertos sectores de la clase intelectual que
les son próximos, cercanos y distantes al mismo tiempo de nosotros,
despertaran del letargo temático a los espectros que los perseguían y
de pronto tomaran conciencia de lo que Ricardo Forster, una generación más distante, reconoce con un dejo de inocencia cuando confiesa
que esa inquietud y ese malestar sólo circulaba en las conversaciones
íntimas de íntimos amigos:
Confieso, Oscar –le escribe Forster a Del Barco–, que me
impactó ese pasaje a lo visible, su tremenda exposición pública
y hasta mediática, de aquello susurrado en un diálogo entre
176
Levinas
amigos que se quieren, (...) donde surgió, como una deuda no
saldada entre nosotros, el espectro de los años sesenta y setenta,
la sombra de la violencia, los claroscuros de la revolución y,
junto a ello, la cuestión, que se ha vuelto crucial a partir de lo
suscitado por tu carta-pública, del “no matarás” (id.). Porque
nunca dejamos, (...) de ponernos en juego (...) cuando el punto
de la conversación se centraba en ese pasado que regresaba con
sus propios e intransferibles reclamos, reclamos que, en cada
uno, abría hacia algo personal (...) no siempre comunicables ni
compartibles.
La verdad callada hacia el afuera circulaba sólo entre los amigos muy
queridos. Que tanta distancia existía entre los amigos que se miraban
a los ojos y el rostro del otro absoluto que los libros de filosofía describían. Lo cual muestra que esa exclusión en lo público sólo permitía –
cuando aparecían en sus escritos para los otros– la complicidad acrítica,
es decir la que ocultaba la “cuestión crucial” –“el espectro de los años
sesenta y setenta”– que entre ellos se planteaba. Pero también la coherencia de sí mismos, al excluir de lo que debía ser pensado como núcleo
fundamental que estaba en juego en nuestras historias: la permanencia
en lo clandestino, restringido a lo privado, del pensamiento que se
desplegaba hacia afuera excluyendo el asiento personal fundamental,
originario, desde el cual se piensa el pensamiento.
¿Tenían pudor, quizá, de mostrarse al desnudo, como todos
sentimos? Para nosotros ese silencio significó darnos cuenta de las dificultades que encontramos para participar en afanes que nos debían ser
comunes. Viviendo en este mismo mundo en realidad habitábamos
otro mundo, separados por esa incomprensión fundamental que
había decidido excluirse, y excluirnos por lo tanto, del estado público
y del diálogo. ¿Cómo iban a considerar amigos a quienes no participaban de ese pacto de silencio público? Ni siquiera se trataba de un
diálogo de sordos: era el pensamiento mismo, que sin embargo seguía
hablando en nombre de la verdad, el que se había oscurecido cuando
177
León Rozitchner
escribían. Muchos deben preguntarse entonces, aunque sea exagerado:
¿qué verdad podía expresar lo que escribían si ese núcleo primero que
el grito recién denuncia permanecía obturado? ¿Habría entonces que
volver a leer sus escritos y descifrarlos a partir del grito como nueva
clave, encubierto en sus discursos lo que en verdad debía ser pensado
por ese flujo denso de palabras, ideas y conceptos a los que algo fundamental les faltaba para que adquirieran ese sentido pleno que nuestra
situación histórica hubiera esperado de ellos?
Y de pronto estalla el grito y todo en su entorno se conmueve,
apesumbrados por la culpa fatal de lo irremediable: entonces se
produce la aletheia, la diosa de la verdad al fin queda desnuda y su
resplandor los enceguece. Pero lo irremediable –insistimos– no fue
únicamente la participación, grande o pequeña, vivida en los hechos
del pasado. Lo fundamental es lo que se pensaba, a partir de ese
momento que ya había pasado, o estaba pasando, respecto de esos
asesinatos tan monstruosos que delataban hasta qué punto el “reconocimiento del otro como absoluto” había sido excluido no sólo de
la experiencia de los guerrilleros perdidos en el monte sino del pensamiento de los intelectuales que habían estimulado o simpatizado con
esa lucha, aun cuando no se participara de la misma corriente política o no se adhiriera a ninguna.
Casi cuarenta largos e irrecuperables años –casi toda una vida– son
los que se han perdido para poder pensar esta otra cosa que ahora
piensan desde esa experiencia que se grabó tan hondo sin alcanzar la
luminosidad de la conciencia. Pero en lo que verdaderamente importa,
más allá del acto de contricción personal que les permite reparar sus
vidas, consiste para nosotros en que esos hechos no asumidos quedaron
congelados como núcleos duros, agujeros negros, en la conciencia
colectiva. Determinaron ese pasado que para nosotros es este futuro
–pasado pluscuamperfecto– que vivimos ahora.
178
Levinas
Una culpa diferente
Por eso, repetimos, no es la participación en esos hechos lo que
clama al cielo: primero, porque en verdad ni Del Barco ni sus amigos
asesinaron a nadie (y en estricto sentido, no son asesinos seriales). La
responsabilidad entonces no está referida a ese hecho ya cumplido del
pasado. La responsabilidad del intelectual, si bien puede ser mortal
por sus efectos, no es mortífera porque piense: es diferente y no por
eso menos responsable de esa otra cosa que es, precisamente, específicamente suya. “De otra manera, también nosotros somos responsables
de lo que sucedió”, dice Del Barco, pero no especifica en qué consiste
esa otra manera. Es eso lo que venimos planteando: fueron responsables de “otra manera”, de manera intelectual, que es la manera de ser
que se ha escogido para actuar jugando la coherencia entre las ideas y
la vida. [Aquí también se juega la vida del otro, pero también nuestra
propia vida puede correr riesgos]. La responsabilidad intelectual se
sitúa entonces en otro sitio y se distingue de quienes realmente asesinaron: es diferente y específica, y tiene otro campo de sentido para
explicar el crimen cuya culpa se atribuyen. De eso se trata, y no la de
atribuirse los asesinatos. Más aun: creo sinceramente que si Del Barco
hubiera estado en ese grupo no hubiera aceptado que esas muertes
se ejecutaran. Nuestra discusión es otra y la responsabilidad distinta.
Hablamos de la responsabilidad por lo que hicieron con sus pensamientos y que no coincidía quizá con sus afectos. Esa distancia es la
específica de “esa otra manera” que caracteriza la coherencia de la actividad intelectual desde que el hombre se expresa con el pensamiento.
Esa es la diferencia con el intelectual de derecha: este sabe de antemano que hay –todo el pasado y el presente se los demuestra– coincidencia entre lo que sienten respecto del otro, y lo que piensan. No
hay incoherencia. Eso –que cada minuto muera un niño de hambre,
por ejemplo– a los hombres de derecha no les incomoda ni les hace
perder el sueño: están subjetiva y objetivamente de acuerdo. Son coherentes: coincide lo que sienten con lo que piensan. Que en la izquierda
179
León Rozitchner
haya asesinos les complace: justifican a los propios. Pero las culpas
y las responsabilidades de los militantes que se jugaron la vida para
cambiar las cosas, y donde muchos la perdieron, son diferentes cualitativamente, desde el punto de vista de su inscripción individual y colectiva, de los hechos monstruosos de algunos miembros, jefes sobre todo,
del ERP o de los Montoneros. Porque también pienso en el valor que
la vida tenía para Paco Urondo o para Diana Guerrero, y debo poner
nombres para pensar en serio. No son conceptos: son figuras vivas.
Cada uno de nosotros debe tener las suyas.
Violencia y contra-violencia
Cristo –viene al caso– distinguía dos violencias. Cuando pide que
pongamos la otra mejilla claramente se refiere a la contra-violencia: no
responder a la violencia recibida, y hasta ofrecerse una vez más como
víctima. Pero también puede ser entendida como una astucia, como
una respuesta postergada: pongo la otra mejilla mientras me tomo
tiempo y me preparo para que no vuelva a sucederme; pero entonces no
sería Cristo sino un mero cristiano. Más bien se refiere, en su ejemplo,
a una violencia que no es de muerte: a lo sumo afecta a la dignidad
herida –ahí me las den todas. Pero el problema de la lucha política es
agonista: acepto que me maten o me defiendo. Es aquí, en su acepción cristiana, donde la contra-violencia es suprimida: aceptemos el
martirio, nos hacemos dignos de otro mundo. Lo absoluto desdeñó lo
relativo. El problema es cómo volver del otro mundo a este mundo, de
la Ciudad de Dios a la ciudad de Córdoba o de Buenos Aires.
Lo que plantea Del Barco se refiere a la estrategia ontológica entre
esencias abstractas sobre fondo de la teología mística judeo-cristiana,
la de Levinas para el caso. Deja de lado el origen de la violencia, y por
lo tanto la diferencia entre la violencia y la contra-violencia, pero sobre
todo la disimetría de las fuerzas enfrentadas en una situación extrema:
quién aplica la violencia con vistas a someter al otro a su voluntad
180
Levinas
para explotarlo y tenerlo a su servicio, y hasta decretar su muerte, y los
equipara con aquellos que se defienden para que no los aniquilen. La
violencia sería sólo una.
Ese hecho, así aislado por la culpa antes soportada y hoy –ya
viejos– insoportable, definiría entonces a todos los hechos políticos
de la izquierda y expresaría la verdad de toda la historia de esos años.
Esa crítica abstracta destruye el sentido de la contra-violencia, propia
de todo enfrentamiento, para asimilarla a la violencia asesina. “Si uno
mata el otro también mata. Esta es la lógica criminal de la violencia”,
escribe Del Barco. Esa violencia asesina, fracasada en tanto se presentaba –y es igualada ahora– como contra-violencia revolucionaria, es
mera violencia de derecha: privilegia la muerte sobre la vida. Pasar de
la violencia de la derecha a la contra-violencia de izquierda en todos
los campos sociales donde está en juego el dominio de la voluntad
del hombre implica distinguir en los conceptos lo que en la realidad
histórica está en juego. ¿Sólo es asesinato la violencia de muerte inmediata, a donde quedaría restringido el imperativo del “no matarás”, y
no la violencia morosa que carcome día a día, hora a hora, la vida de
los hombres y los aniquila? Nos da vergüenza tener que decir cosas
tan obvias, pero la conciencia desgarrada de antes se ha convertido
en conciencia indiferente ahora. Elevada la violencia a esencia metafísica, arrasa así con los límites de todo discernimiento vital: borró
toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos. No
hay matices: desaparecen todas las particularidades. No hay sujetos
contradictorios que tuvieran ellos mismos que callar: no hay recuperación para esta culpa que convierte a todos, próximos y distantes,
en seres perdidos y asesinos. Así como todos nos igualamos con
Hitler, Stalin, Videla, ¿nos tendremos que igualar con Del Barco
para sentirnos tan buenos, tan responsables y justos? ¿No hay acaso
también violencia, y no sólo amor, en ese grito en el que algo importante sigue silenciado? ¿No hay algo oscurecido, “sombras, sombras,
sombras, sombras”, confesaba Paco, en ese grito que, por venir de
tan adentro, parecería poner en juego, en una apuesta absoluta, los
181
León Rozitchner
dilemas no resueltos de su propio pasado que así quedan escondidos
para nuestro entendimiento?
Pero sigámoslo a Del Barco en su propio campo. Su desafío se
expresa en forma conceptual y condensada, pero para entendernos
hay que abrir la trama: declinar la experiencia desde la cual hablamos.
Porque para sentir el imperativo del abstracto “no matarás” quien así
nos lo exige debe haber previamente vivido otra experiencia, situada en
un estrato más profundo y propio, del máximo misterio en sí mismo de
su surgimiento al mundo y a la vida. Sólo con lo más propio podemos
animar el sentido y el concepto de la vida irreductible del absoluto
otro, desde una mismidad primera sobre la cual se funda, aún para
quienes no hemos podido habilitar el imperativo que la ética reclama.
Si no ahondé hasta el extremo límite el sentido de lo excepcional y
misterioso de mi propia vida, y no asumí desde allí la más profunda
muerte que me espera, no podré nunca sentir qué es un semejante diferente, tan absoluto como –descubro– lo soy primero para mí mismo:
creo que este es el lugar de la inmanencia más extrema y profunda que
Levinas soslaya. Se trata de mi relatividad al mundo de la historia.
Porque precisamente, puesto que mi existencia es un misterio
que no tiene respuesta pero nos sigue interrogando, sólo desde allí
se descubre lo relativo al mundo que me funda, y al que me remito
para encontrarle un sentido a la pregunta. Y es desde allí donde recién
entonces aparecerá el otro como otro tan absoluto pero –y esto es lo
que le falta a Del Barco– tan relativo al mundo como yo mismo. No
son conceptos separables: son dos caras de lo mismo. Si el otro es sólo
un absoluto-absoluto como yo mismo, el mundo histórico desaparece:
perdemos lo que necesariamente ambos, para serlo, tenemos de relativos a la historia. Absolutos cerrados sobre sí mismos, a los que no les
falta nada, nada más salvo declarar también a los otros como absolutos
para considerar que todo el resto es relativo y sin sentido histórico.
Porque la apertura al mundo, que se abre precisamente en el “no
matarás” que la funda, que aparece cuando trato de comprender mi
sentimiento de ser absoluto y lo descubro primero en el rostro del otro,
182
Levinas
para encontrar allí la respuesta al misterio de mi existencia, excluye
una experiencia previa: que el otro semejante que encuentro primero
afuera estaba desde mucho antes desplegando la contundencia de su
existencia desde dentro de mí mismo. Por decirlo de otro modo: tengo
para mí que Levinas y Del Barco encuentran el rostro del otro demasiado tarde. Es el que me llevaría a descubrir entonces –en un mundo
diferente al mundo de la racionalidad cristiana– al otro como un ser
absoluto-relativo como lo soy desde allí para mí mismo. Lo que todos
los hombres tienen de absolutos sólo aparece extrañamente cuando
los descubro como relativos a una realidad mundana que debemos
ahondar para que los otros rompan los límites en los que, por el terror,
se han instalado. Absolutos-relativos todos, sin formar sin embargo la
Totalidad que Levinas critica cuando la contrapone a lo Infinito.
El círculo de lo absoluto-relativo
Si el otro fuera sólo un absoluto como lo sería yo para mí mismo,
ambos no seríamos más que monadas cerradas que deben romper
su carcasa, pura clara estéril, sin mundo todavía: no seríamos el uno
relativo al otro en lo más profundo de nuestra mismidad corpórea, y
ambos relativos al mundo y a la historia al mismo tiempo en lo que
tenemos de más íntimo, primero y humanos. Pero se nos dice: sólo
puedo descubrirme a mí mismo como semejante al otro cuando
descubro lo absoluto de mí mismo sólo en el rostro del otro como irreductiblemente otro. Lo que está primero, antes de toda experiencia en
el mundo, es la voz que me habla desde adentro, pero esa voz ahora
interna no tiene cuerpo humano que grite esas palabras: es lo Infinito
quien las dice. Lograré descubrir mi semejanza con el otro, por lo
tanto descubrirme también como otro, sólo cuando escuche como un
mandato la epifanía inefable del “no matarás”. Pero al hacerlo dejo de
lado mi ser relativo no solamente a la historia sino también relativo a
la nuda vida y también a la dura materia que nos forma. Porque aun
183
León Rozitchner
cuando el “no matarás” aparezca como un susurro o un arrullo interior,
por más bajito que hable, este mandamiento recurre a las palabras de
la lengua paterna que viene desde el mundo histórico para superponerse y sobreagregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento enmudecido por el grito de Dios-Padre. Antes del “no matarás”
paterno que Del Barco escucha como si fuera la Palabra primera, existe
otra palabra más densa y compleja, unida a lo sensible del cuerpo de
la madre al que se encuentra unida, que se ha hecho carne porque
primero hizo la nuestra, la que proclama sin furia y sin ruido el cálido
“vivirás” de lo materno. Esta es la determinación primera que aparece
en el descubrimiento misterioso de mi propia existencia. Esto es lo
in-audito que, como susurro, Del Barco no oye, porque necesita del
grito que primero la suplantó a ella –a la madre digo– desde afuera,
y luego ocupa su lugar: después de desplazarla dentro de nosotros
mismos. Entonces después oye y siente como si alguien le hablara
desde adentro. Es el Dios indeciso del lugar que ahora ocupa: Dios
sin Dios. Es el mismo Dios paternal que antes los judíos encontraban
afuera y que ahora ocupa el lugar profano –profanado– de la madre.
Su rostro invisible y amenazante, la voz del viejo y vociferante dios
judío que ahora, como el dios cristiano, nos habla desde adentro, esa
voz estalla y nos grita –otra vez el grito– en cada rostro que vemos
animados por nuestro contenido amor, como si esa imagen vedada por
el monoteísmo patriarcal reapareciera metamorfoseando, al salir de la
oscuridad donde estaba reprimida, en cada nueva cara como investida
cada una de ellas, de cara presente, por la divinidad paterna.
El otro estaba dentro de él como un absoluto-relativo, carne con
sentido desde el vamos, sin corte entre significante y significado, como
está en todos, antes de que lo encontrara, como cree encontrarlo por
primera vez, fuera de sí mismo. Esta es la diferencia que separa un
modo de pensar de otro modo. La experiencia del primer “otro” con
el cual nacimos confundidos –por eso es difícil verlo como separado
luego– ha desaparecido, creen, sin dejar marcas. Este sentir que viene
sólo desde adentro muestra, creemos, el lugar más logrado, eficaz y más
184
Levinas
secreto de la trampa elaborada por el cristianismo: convertir en inmanentes, universales y esenciales sus principios teológicos, relativos a su
pretensión católica, universal, y a la historia.
En otras palabras: ese absoluto del “no matarás” que impone el 6º
mandamiento judío desde afuera, como Dios manda, de trascendente
que era para los judíos-judíos pasa a convertirse en inmanente, viene
ahora desde adentro tanto para los judíos como para los cristianos,
ahora todos ecuménicamente unidos. Como supone una experiencia
anterior que la ontología de Levinas al cristianizarse encubre, aunque
la descubra cuando mira –demasiado tarde– el rostro del otro. Pero es
la primera impronta del imperativo “vivirás” materno el que aparece
encubierto y carezca de palabras para decirse. Y oculta que el mandamiento del “no matarás” sea una consecuencia ni siquiera segunda sino
sólo tercera dentro de una serie que tiene su primer comienzo en la
experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico
desde el vamos. Es cierto: esto sucede si no partimos del “il y a” que la
metafísica de Levinas nos propone como su presupuesto fundante, y
al mismo tiempo nos permite convertirnos de judíos en cristianos sin
dejar de aceptar la racionalidad externa de los profetas.
¿Dónde está ese punto de Arquímedes que Levinas pide para separarse de la insublimable corporeidad que la mitología judía sostiene
desde el Génesis? En el hecho de que Levinas no parte del cuerpo, como
Jehová lo hacía, sino del más minúsculo átomo de carne, el más insensible e insignificante: la mera “sensación”, esa que un Merleau-Ponty
había desplazado desde el biologismo ramplón para hacer prevalecer la
“percepción” que su fenomenología funda en el cuerpo pleno y sexuado
de la experiencia humana. Por eso Levinas reivindica la minúscula
“sensación” sensible como primera, contra la “percepción” que desde la
densidad acogedora del cuerpo de la madre se inaugura para todos los
hombres desde el nacimiento, y que se convierte entonces en segunda.
Para que el Infinito aparezca como absoluto y separado de la madre
como cuerpo sensible necesita un lugar sensible originario carente
de sentido y de forma humana: sin el rostro primero de la madre. El
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León Rozitchner
Infinito no parte primero de ese primer rostro amado, los ojos y los
pechos que por los ojos y la boca inauguran nuestra entrada al mundo
humano: allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo.
Pero en su cobijo y afecto estaba el germen de toda ética que tome a la
mater-ialidad como punto de partida.
La madre abre a la vida pero también a la muerte: hay que dejarla
de lado si queremos que lo Infinito predomine y nos salve. Si la madre
enseña a morir al hijo en este mundo de vida finita, Dios padre en
cambio nos introduce de golpe en la dimensión Infinita, sin los terrores
que el filósofo siente: no nos incluye en la Totalidad sensible del pensamiento mundano, sino en una dimensión que le es anterior y mas rica.
Pobre madre cautiva, que nos cautiva y limita con su cuerpo: desde su
lugar no hay posibilidad de descubrir al irreductible otro como lo hace
el pensamiento paterno. El “no matarás” no es su mandamiento. Por
eso en Levinas lo Infinito sólo necesita insertar su fría llama pensante
en una sensación corporal insignificante y abstracta, sólo el soporte
de una determinación divina, casi nada, sensación pura, algo mínimo,
lo indispensable para afirmar su trascendencia absoluta en la materialidad humana. Parte del mandamiento racional y abstracto –abstraído
que fue primero el cuerpo materno– del padre.
Primero hay que saber vivir
Del Barco lanza su grito que su densa filosofía sostiene en el campo
de la política histórica: parte del “no matarás” extraído de un patriarcalismo judaico transformista. Toma como comienzo lo que forma parte
final de una serie que la Biblia describe. Primero está la vida, el “Vivirás”
materno, que se apoya en que Eva “fue la madre de todo lo viviente”
y con la que Adán soñó en el Edén bíblico. Luego aparece el imperioso “Matarás” que Abraham le atribuye al Dios judío y que se transformará sublimado en la circuncisión del hijo. Y recién después, pero
186
Levinas
mucho después, aparece en el Pentateuco la consigna nueva, el “no
matarás” que Jehová grita desde lo alto de la montaña, entre truenos,
centellas y trompetas, pero para que no se nos olvide lo escribe en la
piedra. (Lo cual no impide que al descender del monte Moisés con los
Levitas todos juntos maten, pese al “no matarás” del mandamiento, a
los judíos que estaban adorando a la Becerra de sus sueños, fundida en
puro y brillante oro, como leche dorada).
“¡Vivirás!”, “¡matarás!”, “¡no matarás!”: tal es la serie histórica
narrada por la Biblia judía de la cual Levinas sólo toma la última
consigna transformada en absoluta: en el “no matarás” es Jehová que
nos sigue gritando, sólo que ahora –y en esto consiste la transformación cristianizante de Levinas– no lo hace desde lejos y en lo alto, en
el monte, sino desde adentro de cada uno de nosotros. Lo mismo que
hace el Dios-Padre cristiano por medio de su Hijo. Al tomar como
punto de partida el imperativo de la ley, se pasa en silencio un lugar
silenciado, la lengua materna, la única donde inmanencia y trascendencia coinciden: la madre engendradora que el patriarcalismo racionalista combate, convertido en Infinito abstracto.
El primer asesinato que comete el Infinito, ese que comienza condenando todo crimen, es silenciado: el fundamento criminal que el “no
matarás” oculta, y sobre el cual se funda, es haberle dado muerte a la
madre como significante fundador de todo sentido, inicio quizá de
una racionalidad nueva. Este es el fundamento del silencio que nos
sirve también para ocultar la tragedia de nuestro propio origen. Por
eso pensamos que Del Barco, como Levinas, parte de una abstracción
que deja de lado el fundamento sentido e imaginario de lo que vivió
antes y sobre cuyo fondo inconsciente ahora piensa, pese a todo lo
que Levinas diga, con el Iluminismo de la razón occidental y cristiana
de la metafísica post-metafísica. Porque no hubo nunca un Iluminismo judío que prolongara una racionalidad nueva desde el fondo
de la mitología judía laicizada. Tuvieron que pedírsela prestada a los
europeos cristianos, cuyo nuevo pensamiento no estaba sin embargo
exento del odio mitológico a los judíos de la religión que sin embargo
187
León Rozitchner
criticaban. Salvo alguno que como Spinoza, contrariando la razón
cartesiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza. ¿Y
qué hay también ya no sólo de la razón filosófica europea en la que
nos iniciamos, sobre todo alemana, sino de la mitología cristiana de la
cultura en medio de la cual advinimos a la vida en estos pagos, como
sujetos marcados por ella –la cruz, la espada y el oro– desde la experiencia de nuestro nacimiento? ¿No dejó sus marcas en nuestras cabezas
y en nuestros cuerpos? ¿Puede pensar desde cero, desde un “hay” sin
casi nada, limpiado a seco? En ese distanciamiento, ¿no encontramos
nada más profundo y hondo, algo mucho mas sensible como para que
al final, caídos en la desolación insomne, encontremos en el origen de
la vida, necesario para que vida hubiera, esas marcas maternas imborrables que vuelan a cobijarnos? Y que desde este nuevo punto de partida
al mismo tiempo nos permita pensarnos, y explicarnos de otro modo,
la caída en la puta abyección de la culpa por lo que no hicimos?
Volver a ver los rostros
El problema consiste en poder ver ese Infinito en el irreductible
otro, de ese rostro irreductiblemente asesino, en la cara de Videla, de
Bush, de Hitler o de Menem. El monoteísmo abstracto sin rostro se
encarnó, no sólo como antes en Cristo, hijo directo de Dios-Padre,
sino también en la multitud de caras –y qué caras– a las que nos resistimos en atribuirles aquella infinitud cuya encarnación antes se nos
vedó poner en un Dios también abstracto. Toda la crítica de Levinas
al cristianismo consiste en acusarlo de haber retornado a las imágenes
del paganismo. ¡Pero si María no es Diana de Efeso ni Afrodita! La
Virgen es otra Cosa. Esa sería la única diferencia insoportable para su
judaísmo: hasta el cuerpo de una virgen nunca hollada sería demasiado
impura para su Infinito. No es que los planteos de Levinas dejen de
enfrentar a su manera el problema de la alienación, de la guerra, del
amor filial y de la razón viril: en fin, de todo lo que a nosotros nos
188
Levinas
preocupa. Pero debemos tener en cuenta que Levinas también era invitado para exponer sus ideas en las universidades teológicas católicas,
protestantes y judías. No a cualquiera. Y por qué este judío notable,
que por algo se proclamaba griego, ha influido –y ahora entiendo por
qué– en la Teología de la Liberación cristiana en América Latina.
Violencia y contra-violencia
Volvamos entonces a la violencia. Lo primero que se ha tenido
que hacer para aislarla y convertir lo más terrible en lo más abstracto,
hasta universalizarlo, fue ignorar la distinción entre violencia y contraviolencia que infectaba la política de izquierda. El “no matarás” como
mandamiento abstracto se asienta, pero lo esconde, en una experiencia
sensible y mater-ial primera: el “vivirás” originario, el misterio original
de mi propia existencia en el cuenco germinal de lo materno. Al tomar
como punto de partida sólo el “hay” algo sensible Levinas cree que
llena el vacío del “no hay nada” insensible del espiritualismo cristiano:
la nada originaria. Si no se revela la violencia fundadora que separó al
“hay” (il y a) y al “no hay” (il n’y a pas) del cuerpo de la madre aniquilado, ¿cómo dar cuenta de la violencia social si se nos oculta la violencia
originaria sobre la que se asientan las palabras de ese mismo Dios que
condena la violencia? Por eso toda violencia, aunque sea para salvar la
propia vida –que es lo que tenemos de materno– para Del Barco es
mortífera y condenable.
Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarla y convertir lo
más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue disolver la
distinción entre violencia y contra-violencia que infectaba la política
de izquierda de la cual formaban parte. Esto depende de tres concepciones equívocas que –nos parece– están presentes en la ideología de
izquierda: 1) la de que todo combatiente tiene que asumir primero
que cuando entra en la guerrilla debe desvalorizar su propia vida; 2) no
haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha cambiado
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León Rozitchner
de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora
apuntaría en dirección opuesta; y 3) no reconocer que la disimetría
de las fuerzas exige contar con un actividad colectiva mayoritaria de
los rebeldes antes sometidos para imponerse, y sobre todo que la vida
es lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno.
Mantener el valor de la vida como un presupuesto es el punto de
partida de la eficacia ética en toda acción política. Si la muerte aparece
no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros.
No haber comprendido que la contra-violencia no es sólo la que
recurre a las armas que aniquilan, que esta tiene –cuando se la descubre
desde la historia de las luchas y del pensamiento– una cualidad diferente
y hasta contradictoria, por su esencia, de la otra. Para Del Barco toda
violencia siempre es violencia de aniquilamiento y de muerte. Sólo si se
hubiera comprendido desde el vamos, es decir desde mucho antes, esto
que ahora quiere inaugurar un sendero luminoso –y descubre al irreductible y absolutamente “otro” necesariamente presente también en
la política– esa experiencia fundamental que la derecha teme hubiera
permitido comprender la contra-violencia como una experiencia de
vida y no de muerte. Hubiera permitido pensar, por ejemplo, que la
vida suprimida fríamente, aun la de Aramburu, no podía ser utilizada
como un triunfo simbólico revolucionario, aunque Aramburu fuera
un enemigo. Y no por las razones que Del Barco señala. Aramburu
podría haber sido totalmente culpable: eso no autorizaba a asesinarlo.
Primero –y eso es lo más importante– porque al hacerlo los defensores
de la vida se convirtieron en asesinos. Y lo que es más monstruoso:
convirtieron en el campo de la política popular a un hombre cobardemente aniquilado, a la muerte, en símbolo de un triunfo de la justicia y
de la vida. Y convirtieron a todos sus simpatizantes en cómplices temerosos de este hecho cobarde y sanguinario.
No porque no haya seres que no merecen la vida: veo rostros
precisos, veo a Menem, desecho humano ya difunto sentando en el
paraíso de los senadores. Pienso en Hitler. El valor de sus vidas es nulo:
ellos mismos, en su mismidad más profunda, se han aniquilado. Pero
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Levinas
lo que interesa no es la destrucción de sus vidas en tanto vidas propias.
Lo importante es otra cosa: ¿qué vida de estos criminales tan diferentes podría pagar la destrucción y la muerte que produjeron? ¿La
vida tiene equivalente? ¿Eichman saldó la vida aniquilada de millones
muriendo en la horca? ¿Los israelíes fueron desde entonces más justos
con la vida ajena? No se trata entonces de que toda vida se valide como
vida absoluta: en este caso las que provocaron la muerte de miles o
millones de otros muestra que, para ellos, al menos la de los otros sólo
eran vidas relativas: únicamente las de ellos eran vidas absolutas. Si lo
absoluto que consagra al sujeto como sujeto humano no es desde el
comienzo relativo también a la historia, toda relación que los incluya
en la historia luego los convertirá, desde la metafísica, despojados de
Infinito, sometidos a lo puramente relativo: seres puro desperdicio.
Solamente pienso que el hecho de que me vea empujado a darles
muerte una vez vencidos me convierte a mí también en alguien que
atravesó el espejo y me convierte, fuera de la lucha y del enfrentamiento en el que resisto, en destructor de una vida humana sin que
sea necesario. Juzgarlos esclarece la conciencia de justicia entre los
hombres; matarlos una vez vencidos oscurece el sentido de la nuestra.
Es por aquel que se ve llevado a matar cuando la violencia que sufre lo
empuja necesariamente a hacerlo, es entonces cuando pienso en esta
conversión insoportable. Porque el problema no es solamente el “absolutamente otro” abstracto cuya vida suprimo: es primero la destrucción que produzco en mí mismo lo que me lleva a preservar la vida
de todo hombre, aunque sea un miserable y un asesino sólo una vez
que inmovilicé su capacidad de producir la muerte, es decir permitir
que la nuestra continúe, porque ningún asesino puede pagar con su
vida el daño producido, salvo que eso suceda para impedir que siga
sucediendo. No porque merezca la existencia, sino porque si llegara
a truncar su vida emputezco la mía, y prolongo una equivalencia cristiana, que no existe, entre la vida y la muerte.
Cuando se trata de haber asesinado a alguien ya no hay perdón que
valga para nadie: el único que podría perdonarme ya no existe, porque
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León Rozitchner
yo mismo lo he suprimido. Ningún acto de costricción puede resucitarlo. ¿Me quedo más tranquilo? Pero darle muerte porque la justicia
lo declara culpable cuando ya no es necesario destruir su actividad
asesina, ese es el crimen serial que el asesino sigue produciendo en los
que quedaron vivos al transformarlos también a ellos, con las mejores
intenciones de justicia, en los supresores innecesarios de la vida. La
cadena de la muerte no se interrumpe, y está en nosotros –no en ellos
que viven de ella– interrumpirla cuando es posible.
El problema de esta identificación e igualación que Del Barco hace,
cuando no distingue entre violencia ofensiva y violencia defensiva,
nos llevaría a hacerle una pregunta que si roza el absurdo es porque
la presunta inocencia de su planteo lo exige: ¿mataría al que trata
de matarlo, o aceptaría perder su vida, que se regula por ese “principio” inmanente, para conservar la del otro que se complace y goza
con darle muerte, y que, por no sentir ni oír el murmullo interior del
imperativo que está en todos, no se guía por ese “no matarás” que Del
Barco escucha? Si es “como si” en cada asesinado viviera esa muerte
cual la de un hijo, ¿dejaría de matar al que está por asesinarlo a uno
o a otro cuando el “como si” de la fantasía desaparece y la realidad
lo pone frente a la necesidad de defenderlo? Del Barco nos diría que
el principio, aun violado, sigue siendo el mismo: nos convertimos en
culpables de un asesinato pese a nosotros mismos. La realidad nos
obliga, implacable, pero la infracción al Infinito sigue existiendo. Esto
quiere decir, contradictoriamente entonces, que es un mandamiento
que contiene la contradicción dentro de sí mismo: un mandamiento
que exige ser violado. Pensamos sin embargo que darle la muerte al
otro que amenazaba con matarlo, lo que se llama legítima defensa, lo
convertiría en un hombre que mató a otro, pero no lo convertiría en un
asesino. ¿O caso alguien preferiría ser asesinado para salvar un “principio” absoluto y metafísico? Y no digo que esto mismo no deje su
huella en quien se ve obligado a realizarlo.
El principio universal, así considerado, sólo nos ata a nosotros
las manos. Por eso el “no matarás” es lo que los dominados y amena192
Levinas
zados deben tener como principio, para evitar que la contra-violencia
pueda amenazar la violencia de los que dan la muerte. Esto ya lo sabía
Hobbes: el contrato que confiere el poder de imponer el “no matarás”
–el Estado– debe firmarse porque los dominadores y asesinos en algún
momento duermen, y los somnolientos esclavos pueden aprovecharse de ese reposo y darles muerte. Esta es una distinción clara de la
violencia y de la contra-violencia: una es ofensiva, la otra defensiva. El
“no matarás” como mandamiento abstracto y sólo subjetivo –que no es
concreto sólo porque escuche voces– viene del poder de los que matan,
no de los que son pasados a cuchillo.
A otra cosa
Pero quizás esto también sea excesivo. Nuestra reflexión va dirigida a todas las consecuencias que quizá se hubieran evitado si la
crítica y el análisis político no siguieran soslayando ahora lo que
se había soslayado antes por negarse a dejarse penetrar por la experiencia traumática que vivieron: si hubieran permitido durante
tantos y tan largos años que la reflexión filosófico-política abriera el
espacio crítico de la violencia en la izquierda y, por qué no, en el más
amplio espacio de la cultura ciudadana. Hubiera surgido quizás otra
crítica. Hubiera dejado su paso a un único punto de convergencia en
la izquierda: el lugar del otro, del sujeto humano, también en la política. Hubiéramos podido aceptar sin vergüenza la defensa del valor
de la vida sin ser tildados de cobardes cuando el torrente político los
llevaba, valientes es cierto, al borde del abismo. Hubiéramos podido,
al comprender nuestras dificultades, nuestra sombras, comprender la
de otros y ayudarles, pensando, a participar de ese campo político del
que, ante actores, nos habíamos distanciado.
Pero si la violencia es una sola, y es esa de los dos adolescentes asesinados la que se da como ejemplo, son átomos de violencia los que
se analizan, monadas de violencia donde culminaría toda violencia
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León Rozitchner
humana. Es como si de ese único hecho, donde pasó todo, y donde
se resumiría y se conglomeraría toda la violencia humana, donde
reverdecieron las categorías inhumanas de la derecha en los sujetos
de la izquierda revolucionaria, eso no hubiera tenido consecuencias:
como si después y sobre todo antes no hubiera pasado nada que nos
tenía también a nosotros como actores. Como si tampoco ese hecho
hubiera sido una consecuencia de la superficialidad con la que algunos
intelectuales consideraban los acontecimientos de la política, ese
descubrimiento que al final los anonada: cuando aparece el rostro del
irreductiblemente otro ignorado en el pensamiento filosófico y político de la izquierda. Descubriendo la existencia colectiva de los otros
se habían, en el fondo, olvidado de sí mismos.
No porque pensamos que se suscribieron a favor de la muerte porque
la desearan. Pienso que sobre eso sentimos en el fondo lo mismo. El
problema es por qué ese sentimiento de repudio, que en algún lugar
sentían, tuvo que rendirse: ese es el problema que se abre en la reflexión
política. Porque si pensamos que todos, al menos en la izquierda y en
la población sometida, sienten el valor de la vida compartida, entonces
la función de intelectual es ponerle palabras donde ese sentimiento
mantenido y por fin reconocido pueda desplegar en la vida cotidiana
la verdadera eficacia de la lucha política. Más aun cuando suponemos
la existencia en todos, aunque en sordina, de ese llamado imperativo a
la vida. El problema que Del Barco soslaya es la eficacia de la vida en la
in-clemencia en la vida política que la derecha quiere imponernos. Allí
reside la eficacia de ellos, pero no la nuestra.
Es lamentable ver los efectos que ese tipo de ocultamiento ha tenido
en la cualidad del pensamiento. Ese hecho está encuadrado en un antes
y un después, y en ambos los intelectuales hubieran tenido algo que
decir, quizá para que no sucediera. Este después quedó demasiado
distanciado de ese antes. ¿Pero cómo hacerlo si el reconocimiento del
otro como irreductiblemente otro, como rostro, no era aún una experiencia a la que el sujeto de izquierda hubiera accedido? ¿De qué clase
de hombres estaba entonces construida la izquierda, aun la más culta y
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Levinas
sensible? ¿Para descubrir el rostro del otro como otro era preciso acaso,
como pensaba entristecido un poeta, haber leído todos los libros?
Ser sobrevivientes
Y entonces me detengo porque Del Barco me lleva a pensar en otra
cosa. Y pienso también que ahora lo comprendo, que sí, que es muy
terrible decir lo que en verdad calla: que es muy difícil ser sobreviviente.
Es difícil aceptar que eludimos la muerte cuando otros la sufrieron.
O tuvimos la suerte de no estar presentes. Que nos fuimos, que nos
exiliamos cuando otros se quedaron. Eso lo sentimos aún aquellos que no
apoyamos la aventura guerrillera en nuestro país, porque nunca creímos
en la visión alucinada de una fuerza posible que le diera el triunfo, ni
fuimos peronistas de izquierda, pero vivimos con los fantasmas de
nuestros compañeros a quienes amábamos y no pudimos disuadirlos
para modificar su destino, porque todo estaba aún por jugarse. Y que
ahora que están muertos nos dejaron una marca indeleble y una acusación callada que recorrió a toda una generación: la de no haber tenido
quizá los huevos bien puestos, quiero decir el valor que ellos tuvieron.
Que ningún “vacío” metafísico ni ninguna “falta” ni ningún “sin ser” ni
ningún “sin fuerza” ni ningún “sin presencia” puede dejar de delatar el
contorno preciso de sus miradas y de sus cuerpos plenos tan queridos
vaciados de presencia, de ser y de fuerza por una muerte inmerecida.
Reconozcamos entonces que no fuimos cobardes por estar ahora
vivos. La cobardía a la que nos referimos sólo puede ser una, y se refiere
a esa “otra responsabilidad” que era y es la nuestra, esa “otra manera”
de ser culpables a la que se refirió Del Barco. Reconozcamos entonces
el valor de estar vivos, porque ni su triunfo posible ni su fracaso –esa
siniestra frustración de la Derrota que nos endilgan a todos– dependía
sólo de nosotros.
Pero también queda por resolver otro grave problema: si ese principio del “no matarás” está en todos, ¿cómo es posible que tantos
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León Rozitchner
sean asesinos y tantos otros acepten ser asesinados o destruidos? Para
pensar esta dificultad de la post-metafísica metafísica debo pasar a una
comprensión de las estructuras de dominio humanas que alienan a las
muchedumbres, las inmovilizan por medio del terror o de la inocencia,
pero también a la izquierda revolucionaria. Entonces al análisis estructural de la comunidad humana le falta también otra propuesta política
que sobre fondo del fracaso que se ha vivido, de eso que los peronistas
de izquierda llaman “derrota”, plantee una solución que una a lo absoluto, que había pospuesto al sujeto considerado como meramente relativo –“soporte de una determinación”, proclamaba Althusser en ese
entonces tan leído– y sólo lo vuelve a encontrar luego de la derrota
como sujeto plenamente absoluto-absoluto, como metafísico –lugar
paradojal de lo imposible-posible para el sujeto absoluto fracasado y
aislado– y vuelve así de un extremo al otro: del sujeto relativo negado
en las estructuras objetivas en la lucha alucinada al sujeto absoluto afirmado en la metafísica sin historia luego de la derrota.
Volvamos a Jouvé
Y la historia desaparece como análisis de los hechos que dan sentido
a su grito. Si comenzamos considerando primero, como más importante, la entrevista a Jouvé y en ella vimos que hubo una determinación histórica de grupo donde el valor relativo de la vida desde una
perspectiva revolucionaria objetivista prevaleció enfrentando dos
mandamientos –el “matarás” contra el “no matarás”, Masetti contra
Jouvé– ese hecho muestra –puesto que fue el detonante para el grito
de Del Barco– que allí en el seno del grupo, para usar las palabras de su
propio planteo, lo imposible y lo posible estaban enfrentados. Y que si
uno triunfó sobre el otro es porque en la izquierda el debate, la crítica a
la teoría estructural de Althusser, o a la teoría de la guerra aplicada por
Perón a la política, o a la concepción de los varios Viet-Nam sudamericanos en el Che, no formó parte del pensamiento crítico de la izquierda
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Levinas
revolucionaria. No se hicieron cargo del debate sobre el sujeto político
en la crítica política. Ni lo afectó a Masetti, que se guiaba, implacable,
por las leyes objetivas de la guerra de derecha, ni lo afectó al grupo
de los veinte adolescentes cuyas caras cambiaron luego de no haberse
atrevido a sentir lo que Jouvé sentía.
Porque los intelectuales que no se interrogan sobre el proceso
histórico de su tragedia interna han dejado de cumplir con su tarea:
ser ellos mismos el lugar humano contradictorio y sufriente donde se
interrogan por las dificultades que como sujetos han encontrado para
convertirse en núcleos donde también se elabora la verdad histórica.
Esto es lo que le decimos en definitiva a Del Barco: comprendemos
su tragedia, de la que también participamos sin haberlo hecho como
él lo hizo. Lo que no comprendemos es, luego de haber callado tantos
años, que nos privara de lo más verdadero y valioso de su derrotero
personal: poner de relieve para comprendernos las desventuras y las
dificultades humanas, demasiado humanas, que hicieron necesario su
silencio. Para que no se repitan en ese silencio que circula todavía –el
silencio también circula, es portado por los que no hablan. Y no se
trata estrictamente aquí de psicología.
¿Qué nos pasó desde entonces?
¿Qué pasó durante tantos años, luego de ese hecho trágico? Lo
que así fue ocultado, las consecuencias de sus tomas de partido, de
sus indecisiones, han determinado luego los temas que fueron abordados en aquellos campos de los cuales siguieron participando en
primera fila, estableciendo la jerarquía de los problemas en debate:
en la universidad, en los eventos culturales, las revistas, entrevistas,
congresos, editoriales, diarios y disquetes, y hasta en la bibliografía de
las cuales se nutrían sus alumnos –que alguna coherencia debían necesariamente tener con sus propios compromisos personales. El lugar del
sujeto como fundamento del sentido de la verdad fue ignorado, pese a
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León Rozitchner
que esa fuera la fuerza que el intelectual tenía como indelegablemente
propia. ¿Qué queda de la filosofía si no piensa que el sujeto es núcleo
de verdad histórica, sobre todo en el campo de una política que quiere
reivindicar el fundamento más cierto de la democracia?
Así, al abandonarla, se fueron abriendo y cerrando espacios en las
generaciones posteriores, en las cuales se siguió prolongando y cultivando un campo limpio de malezas –quiero decir limpio de referencias
y hasta de rozamiento con esos encubrimientos. Sí, ya sé, es una desgracia
envejecer fracasados y rumiando sin encontrar salida al espanto de lo que
en algún momento del pasado se vivió para no dar luego la cara. El asesinato de los dos judíos argentinos fusilados por los “compañeros” es, en su
horror, también un signo, un índice monstruoso que desde allí debe ser
abierto para mostrar el desierto barrido por el silencio y la sequedad de
las ideas que no querían que reverdecieran, como tampoco se abrieron y
sólo se sacaron las mil flores prometidas en China.
A los intelectuales pensantes y escritores, hayan apoyado o no los
movimientos armados en Argentina en sus diferentes vertientes, nadie
los acusa de haberlo hecho o de haberse opuesto a esa experiencia. La
experiencia política es determinante, por lo que ella aporta al problema
de lo colectivo y de lo subjetivo, y que el intelectual, por definición de
clase, de clase de hombre digo, no puede dejar de lado. Allí lo absoluto
de nuestra propia existencia y lo relativo que somos a la historia se verifica. Círculo extraño y desconcertante, no destruye nunca el misterio
de que haya alguien, un existente, que sea yo mismo. La política hasta
ahora siempre ha buscado mantener el lugar de su poder colectivo, y
su eficacia, borrando en cada sujeto la experiencia más íntima de su
propia existencia.
No exageremos entonces nuestra propia importancia, porque los
hechos políticos les pasaron a ustedes por encima como a cualquiera
de nosotros. Lo que sí debe ser comprendido, luego del horror desencadenado por el fracaso es, me parece, otra cosa, esta sí ineludible y
por la cual cabe entonces que lo sigamos preguntando ahora, porque
sirvió para cerrar o abrir el espacio histórico con nuestro pensamiento.
198
Levinas
Lo que necesita explicación, para que se convierta esa experiencia
pasada en una conquista histórico-filosófica, sería comprender quizás
otra cosa: ¿por qué esa culpa tan sentida, asumida de profundis, que
les hubiera llevado necesariamente a examinar las condiciones subjetivas y políticas, culturales en fin, de un hecho tan aberrante y siniestro,
quedó silenciada, quizás estupefactos, pero sin pensar entonces en los
otros: que esa angustia también debía estar presente en el cuerpo y
registrada en la cabeza de militantes y lectores para los cuales escribían?
Esta postergación del “otro” descolocado de nuestro propio horizonte
es una determinación política en el pensamiento filosófico.
Si se hubiera podido hablar de lo que nos pasaba a todos, porque
nos estaba pasando y nos sigue pasando, la culpa por una complicidad
recién ahora confesada no se hubiera congelado como culpa individual
y subjetiva: no se habría convertido en ese nido de víboras que carcomió
implacable desde adentro. Se hubiera abierto un campo común de
pensamiento para discernir, entre todos, los límites que la responsabilidad política planteaba en los hechos que vivíamos, y no sólo en los
textos de filosofía. La hondura de la culpa tiene que ver también con el
tiempo durante el cual, silenciada, se la maceró en cada uno. De haber
asumido como responsabilidad social en su momento lo que luego se
metamorfoseó sólo en culpa individual, hubiera permitido crear eso
que ahora el pensamiento a la moda llama un acontecimiento, creador
por lo tanto de un sentido nuevo que venciera el determinismo que
nos había marcado. De haberse producido, esa experiencia personal
asumida y expresada en el campo de las ideas hubiera permitido abrir
el espacio de una claridad pensada que, compartida, también hubiera
liberado de fantasmas a tanta gente que formó parte de esa experiencia
histórica. El silencio contribuyó, en cambio, a congelarlos en la culpa,
tanto más aguda cuando más próximo el terror militar amenazaba,
culpa oscura pero nunca insomne que sólo pudo estallar, como estalló,
en el grito de Del Barco. Su intensidad desbordó el afecto contenido,
es cierto, pero no transformó a la conciencia que siguió amurallada y
extendió fuera de sí las coordenadas metafísicas y teológicas tras las
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León Rozitchner
cuales la culpa, ahora gritada, había permanecido. El sujeto absoluto
no recuperó su ser relativo a la historia. Al comienzo y al término su
densidad histórica sigue dejada de lado.
Un enfrentamiento sin sangre, pero tan doloroso
Ese ocultamiento de estos últimos veinte años significó que el
pensamiento que pensaron desde entonces, ese pensamiento pensara
siempre sobre fondo de una oscuridad, de un vacío, de un dolor que de
tan profundo y por eso mismo quizá no asumido, nuestra sociedad y las
generaciones que nos sucedieron –incluyendo allí a nuestros propios
hijos– no pudieran entender de qué se trataba, aunque sintieran que
algo oscuro, indescifrable, les habían dejado atrás sus propios padres
como herencia. Nuestros hijos salieron a caminar juntos aunque solitarios, aureolados también ellos del horror que heredaban, ese suelo
estragado y cenagoso en el que debían chapalear como si nada de
tenebroso los salpicara. Las ideas, cuando se hacen puras, es porque
perdieron su alimento en la tierra, pero sabemos que era difícil hacerlo
desde una tierra regada con sangre de amigos a quienes amábamos
tanto. En ese camino que emprendían las generaciones nuevas se adensaban y fermentaban las miasmas de lo que encubríamos de nuestro
propio pasado y que, conteniendo el propio pavor que debió rozarnos
al menos al retorno, se les ofrecía a ellos en cambio como si fuera un
camino al fin transitable y alisado por la democracia. Pero sobre todos
ellos revoloteaban, y asedian aún, los fantasmas. No son los mismos
fantasmas que nos acompañan a nosotros, que sabíamos de qué noche
salían, porque los nuestros son espectros: llevan el rostro vívido de los
muertos que conocimos vivos. Quizá por eso mismo los fantasmas sin
origen, sin huellas de la herencia que los padres silenciaron, son más
tenebrosos y pavorosos para ellos. Se les ocultó lo que ahora, luego de
veinte y largos años de tenaz y empecinada tapadera, surge de pronto
en un grito desgarrado el quejumbroso rastro de un camino ahora
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Levinas
intransitable. Y adquiere por fin un rostro verdadero debajo del grito
que lo ensombrece al delatarlo.
Quizá si hubieran hecho posible que el corte entre democracia y
dictadura no apareciera, como apareció, como un campo de paz nuevo
que abría el espacio de la esquizofrenia en la sociedad argentina, luego
de una violencia genocida cuya prolongación residía en el hecho de
que el terror no había desaparecido en la paz política: sólo se había
hecho invisible como nuestros propios espectros, como si una linterna
sorda los proyectara sobre las nubes bajas en nuestro oscurecido cielo.
Por no querer dar nombre y darles rostros y vida a los fantasmas que
engendramos en los otros, dejábamos de mostrar los que el terror
pasado prolongaba en la actualidad política, aunque siguieran trabajando silenciosos en nosotros.
Pero para eso había que abrir el espacio de la memoria sensible en la
escritura crítica, es cierto: había que volver a darles vida a los muertos
inmovilizados, sacralizados por la lucha y el heroísmo en nosotros
mismos, pero ahora para discutir con ellos. No se trata de agredir ni
atacar la memoria de quienes jugaron su vida –y a veces la de todos nosotros– y donde muchos de nuestros amigos la perdieron. No podían y
quizá no querían saberlo. Sólo se trata de poder luego comprender por
lo menos las categorías patriarcalistas y cristianas –insisto: sí, cristianas,
míticas, no sólo fetiches cuyos contenidos ya disueltos habrían dejado su
forma abstracta encarnada en las mercancías del capitalismo, sino que
subsisten con su contenido como presupuestos previos y fundamentales
del imperialismo– de la derecha que estaban determinando y orientando el sentido de la vida de tanta gente. Que esa culpa cuyo grito tardío
resuena, enardecida y encubierta en la indiscriminación del contenido
histórico y subjetivo que los asedia, pudiera haber abierto hace ya más de
cuarenta años ese encuentro que habría hecho posible que la izquierda
no se convirtiera en ese apelmazamiento de ideas revolucionarias que
sufrieron en su momento la crítica inmisericorde de las armas [y la indiferencia de los pueblos] y que no se atrevió siquiera a reflexionar sobre sí
misma, sobre su propio pasado una vez derrotada: que no se sometiera
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León Rozitchner
ni siquiera a las armas de la crítica que al menos les habían quedado en
las manos a los intelectuales que sí la habían apoyado. Convengamos
que ese pasado no se merecía sólo un grito tardío.
Seamos coherentes: nosotros también tenemos armas que no nos
atrevemos ahora a reconocerlas como armas: las de nuestro pensamiento que resumen nuestras vidas. Esa es la “manera diferente” de una
responsabilidad distinta. Estas armas pueden matar el alma y anular
con el bisturí tajante de las ideas fijas el centro vital que anima con su
afecto nuestro cuerpo. Pero las armas de la guerrilla fueron fundidas
entre nosotros en el mismo horno sacrificial del peronismo cristiano
que las había cincelado. El sacrificio de la vida formó parte de la retórica política calcada del imaginario mitológico que nos conformaba.
¿Evita montonera? ¡No me jodan!
No formaba parte de una contra-violencia pensada y sentida
de otro modo, sino que aparecía como la violencia misma: única
y positiva. Había que beberla hasta las heces: sólo en el fondo, pero
muy en el fondo, cuando ya no quedaba otro sorbo, aparecía todo lo
hediondo. La violencia auspiciada por el Perón que los calificaba como
su brazo armado no correspondía a la que podría ejercer un hombre
de izquierda. Y allí reside, cuando no se la diferencia, el no reconocimiento del rostro del otro: no nos mirábamos en verdad ni siquiera
el propio en el espejo. Pero ni siquiera eso: no quisieron leerse en “ese
espejo tan temido” en el cual los invitábamos –ya hace más de veinte
años– a que osáramos mirarnos: que no diéramos la cara vuelta.
Esa cara del otro irreductiblemente Otro que ahora descubren
con el judío Levinas es para nosotros, pese a lo que fue su dolorosa
vida, sólo el rostro apalabrado de un texto de filosofía, el limbo que
queda disponible una vez frustrados de la metafísica cristiana y sin
rostro de Heidegger: el Ser de la verdad revelada, de cuya cruel expectativa ni el último Dios nos salvaría. Pero esos rostros por los cuales
hace tiempo no nos preguntábamos, para todos nosotros tenían sin
embargo nombres, cuerpos, ojos y apellidos. Ese rostro abstracto en el
que nuevamente, en las palabras de la metafísica vuelve a disolverse la
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Levinas
multitud de rostros vivos que nos fueron próximos, y algunos de los
cuales lo siguen siendo, es un rostro mustio, es un rostro muerto: es un
sucedáneo frío de los rostros vivos que nos estaban mirando, y quizás
esperando, cuando volvimos de nuestros exilios; y que aún nos miran
como si esperaran algo que sólo nosotros podríamos decirles.
De esos rostros también se trata, no sólo del de los desaparecidos: se
trataba de los que nos observaban e interrogaban en silencio a nuestro
regreso, de los que nos escuchaban luego en las aulas y en las conferencias, esos rostros y esos ojos que leían vuestros libros y que creían en
vuestra palabra sabia: ¿dónde estaba el reconocimiento del otro fuera
ya de la batalla armada si callaban lo más importante que debía ser
dicho? Esos rostros nos siguen mirando todavía.
Volver a imaginar los rostros y la mirada última de los primeros e
inocentes montoneros, angelitos mustios del retablo revolucionario,
fusilados sin misericordia por sus propios compañeros, es ya una
invitación a que esa imagen del horror más oculto y pavoroso deje
de encubrir y disolver el rostro, menos trágico es cierto, de tantos y
tantos semejantes nuestros fracasados y atemorizados, aquellos que
en la estela de ese encubrimiento han quedado mudos en su lugar más
sentido, ese donde se asienta el origen de nuestras palabras. Volver
a darles el concepto de un Dios sin Dios como referencia a un Ser
innombrable y vacío para explicar esa tragedia, creo que no alcanza.
A no ser que se trate de un homenaje que la metafísica quiere rendirle
a la virtud perdida.
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