Cerinto ¿SERÁ PAPA UNA MUJER?

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Cerinto
¿SERÁ PAPA UNA MUJER?
© Cerinto
Primera Edición: mayo 2007. All rights reserved
(nº de registro 03/2006/420)
Diseño de cubierta: Cardeñoso
Ilustración de cubierta: original en http://www.flashscreen.com/free-wallpaper/dragonwallpaper_2710.html
Derechos exclusivos: G.E.N.P. Cerinto
Nº VG–44/2006 Registro de la Propiedad Intelectual.
I.S.B.N.: 978-84-8190-489-5
Dep. Leg.: VG: 469-2007
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"... las mujeres en las iglesias callen, pues no les es
permitido hablar; antes muestren sujeción. Que si
algo desean aprender, pregunten en casa a sus
maridos...”
– San PABLO (1 Co. 14, 34-36)
“Los hombres están por encima de las mujeres
porque Dios así los ha distinguido.”
Comentarista del KORÁN.
Breve noticia histórica de la Papisa Juana
A mediados del siglo XIII, Martín Polonus, capellán del
Papa de entonces y su penitenciario, escribió acerca de Juan
VIII, un papa del siglo IX, lo siguiente:
Joannes Anglicus, de origen inglés, era nacido en Mentz
y se dice que llegó al Papado por artes diabólicas, ya que
siendo mujer se disfrazó de hombre y con su compañero
sentimental –persona instruida– fue a Atenas, donde bajo los
doctores que allí enseñaban progresó en sabiduría de tal modo
que luego en Roma pocos la igualaron y aun menos la
sobrepasaron incluso en el conocimiento de las Sagradas
Escrituras. Por su saber, sus lecturas y sus éxitos en las
controversias intelectuales, se la respetó en grado tal que al
morir el Papa León y de común acuerdo se la eligió para
ocupar su lugar. Yendo a la iglesia de Letrán, entre el Coliseo y
san Clemente, rompió aguas, y según unos murió en el lugar y
allí mismo se la enterró sin ceremonia. Otros dicen que
sobrevivió al parto y que hasta su muerte se la recluyó en un
monasterio. Su pontificado había durado dos años, cuatro
meses y diez días.
La leyenda se extendió con rapidez. Una de las versiones
más conocidas contaba que en Irlanda o Inglaterra un joven
monje había seducido a la hija de un notable local y la había
preñado, por lo que para ocultar su desliz había huido con ella al
continente europeo, donde tras haber traído al mundo a una niña,
a la que llamaron Juana, había predicado el evangelio a los
paganos sajones.
No tardó mucho en morir, y poco después lo siguió su
compañera, de modo que a sus 15 años, la hija, Juana, se halló
sola y desamparada en una tierra que pese a ser la suya natural,
desconocía.
Forzada a ganarse la vida y habiendo observado que en
los lugares y aldeas se acogía bastante bien a los predicadores,
quiso imitar a sus padres y predicar ella misma, lo que se le daba
bien y le conseguía además abundantes limosnas.
Mas el ser mujer la perjudicaba, porque continuamente
se la importunaba y solicitaba y llegada la noche, en posadas y
alquerías, tenía que luchar y defenderse de quienes dejando a un
lado las maneras procuraban obtener por la fuerza lo que no se
les concedía de grado.
Además los evangelistas varones sacaban de su oficio
mayor provecho que las colegas mujeres. De modo que decidió
vestirse de hombre y lanzarse a los escollos del mundo.
Juan el inglés, como se la llamó desde entonces, culto y
refinado, predicaba con tal gracia, elocuencia y saber, a lo que
se unía un semblante juvenil y seductor, que comenzó a hacerse
famoso y atraer a la gente ganosa de oírlo.
Así la conoció un joven monje del monasterio de Fulda,
que llevado de la pasión que a ambos había inflamado, supo del
sexo verdadero de la moza y la poseyó sin más trámite.
Pasaron así varios años, predicando mientras no yacían
juntos, yaciendo juntos mientras no predicaban, hasta que poco a
poco se acercaron a Grecia primero y luego a Atenas, donde
Juana, disfrazada de varón, conoció las escuelas filosóficas del
momento, estudió con sus alumnos y aprovechó de tal modo las
enseñanzas que muy pronto los superó en conocimientos y
ardides para salir triunfante en las disputas dialécticas.
Gradualmente todo aquello la cansó y sintiéndose ya
preparada para más altos vuelos, ayudándola el hecho de que el
monje que hasta entonces la había acompañado cayó enfermo y
sin que valiera de nada el saber de Hipócrates y de Asclepios, se
murió y la dejó sola, salió de Atenas camino de Roma.
Allí de nuevo se ganó a todos, a los nobles tanto como a
los plebeyos. Nadie había conocido nunca a alguien que por su
saber y elocuencia se le comparara. Primero la gente letrada,
después los obispos y los cardenales de la curia papal, todos
buscaban su compañía y su conversación.
El Papa la nombró su secretario. De nuevo se mostró ella
más que suficiente, por lo que cuando León IV enfermó y quizá
envenenado murió, los romanos y la curia eclesiástica, que a la
sazón vacilaban entre dos candidatos a la sede papal muy
igualados en la intención de voto y enfrentados en la visión de la
política y las alianzas con los poderes terrenales del tiempo,
decidieron cortar por lo sano y momentáneamente de acuerdo
eligieron como Papa a Juan el inglés.
Y así Juan el inglés, en realidad Juana, fue Papa.
Su reinado duró exactamente dos años, cuatro meses y
unos días. Gobernó con prudencia y sólo cupo alabarla. Mas la
vida en el palacio papal se le hacía monótona, y largas sobre
todo las noches, los honores y el poder la aburrían y aun por
encima la rodeaban cardenales y clérigos distinguidos y en la
flor de la edad. El caso es que estando en la treintena y todavía
harto joven y fértil, cayó preñada de uno de ellos.
Las cosas siguieron su curso natural, y el día de Corpus
del 857, cuando cabalgaba en procesión por las calles de Roma,
le vinieron los dolores del parto, e inevitablemente, allí mismo, a
la vista de todos dio a luz a un bebé.
Según unos, el pueblo romano, asombrado, confuso y
temeroso de aquello jamás visto, se abalanzó furioso sobre ella y
su hijo y sin que hubiera fuerza capaz de impedirlo los mató a
los dos y los hizo desaparecer lo más pronto posible.
Según otros, los miembros de la curia trataron de evitar
el escándalo, recogieron a toda prisa a la mujer y el fruto de sus
entrañas y los llevaron a un monasterio lejano donde vivieron
los dos hasta que les llegó naturalmente la hora final.
No hay pruebas ciertas de que la cosa hubiera de verdad
sucedido. Hay tantos argumentos a favor como en contra .
¿Alguna vez una mujer fue Papa? Nunca nadie lo sabrá,
probablemente.
INDICE
0. Prólogo
1. El nacimiento y el bautismo de Juana
2. La primera niñez de Juana, sus padres y hermanos.
3. De la infancia a la adolescencia
4. La vida ejemplar de santa Lucía
5. Juana conoce el amor
6. La segunda salida, la vida en el yermo.
7. La vida pública de Juana
8. Sus amores místicos, la preñez y el parto, la encierran
FIN
i
1
41
77
103
137
157
213
233
271
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Introducción
JUANA.- Se me ha encerrado en este monasterio. Aquí
viviré hasta morir. He cometido un crimen y habré de expiarlo.
He pecado ante Dios. Me he vestido de hombre y he sido Papa
de Roma. Parí en público, en una procesión. Como penitencia se
me ha impuesto escribir estas memorias. Obedezco.
Cap. 1 El nacimiento y el bautismo, la infancia primera.
El parto
JUANA.- El día 1º de noviembre del año del Señor 822
–Anno Domini 822– pasada ya la medianoche, en la cabaña se
esperaba mi llegada. Reinaba el silencio. En una esquina una
mula y una vaca dormitaban. Había en el recinto dos mujeres y
las dos callaban. Sólo se oía el crepitar del fuego y el silbido del
viento en el tejado. En la lareira se abrió un leño y de la grieta se
alzó una fina llama azulada que envolvió la cacerola de hierro en
que se había puesto a calentar el agua que más tarde sería
necesaria. Fuera, el viento, flojo y arrastrado, soplaba jirones de
nubes que de tanto en tanto descargaban chaparrones. Lloviera
más durante el día y ya aclaraba. En la cabaña se esperaba un
nacimiento. Para que a mi madre se le abriera la vagina, la
habían sentado entre dos sillas, nalga y muslo en una, nalga y
muslo en otra, y ella aguardaba resignada. La partera andaba por
allí, para lo que fuese preciso; era una “práctica”; llamaban así a
las que dentro de la ignorancia general pasaban por más
entendidas que las otras. Aún las hay. Pero aquellas no sabían
nada, casi ni lavarse.
Para recoger lo que saliera, pusieron en el suelo un mandilón. En la penumbra del recinto, sin más luz que la de un sucio
candil y la que el fuego aportaba, en el mayor de los espacios
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disponibles, la cocina, al lado de la piedra del hogar, que
ocupaba la mitad del suelo despejado, oliendo a humo, ese olor
agridulce y seco tan característico, una telaraña en un rincón,
casa sin fallado, muros tiznados, se esperaba con paciencia mi
llegada.
De pronto mi madre había dicho: ¡Ahí va! Y la otra
alargó la mano para recoger lo que cayera. ¡Ay, Dios mío, pesa
tan poco! –exclamó desorientada, mientras retiraba hacia sí el
mandil para ver más de cerca lo que había. Y en aquel preciso
instante salí yo. En vez de caer en el trapo preparado, caí en este
mundo en pleno suelo y empecé la andadura ya sufriendo; ya
empecé de entrada a golpes, en manos de mujeres que se creían
entendidas y que nada sabían. Me lavaron y así empezó todo;
todo lo que me concierne en este mundo.
EL AUTOR.- De este modo relataba Juana el
nacimiento. Sucedía en Ingelheim, pequeña localidad alemana a
la orilla izquierda del Rin. Venía al mundo una niña que daría
fama y realce singulares al femenino género. Nació cuando
sonaba la sola campanada que señalaba la 1 de la madrugada de
aquel día lluvioso del incipiente invierno, y en el parto había
asistido a la madre la curandera Gunilda, médica única de la
localidad.
Gudrun, la madre, era vascona. Bautizada reciente y por
amor convertida al cristianismo, no había abandonado del todo
las prácticas ancestrales de su pueblo y origen. Por eso había
pedido se le colocase bajo el lecho en que postrada esperaba el
nacimiento, una barra de hierro oxidado. Según los antiguos, así
se facilitaba el trance y se aseguraba el advenimiento feliz del
nascituro, es decir, del que estaba a punto de nacer.
No había barra de hierro a mano, pues en aquellos tiempos de guerras y matanzas escaseaba el metal. Se lo empleaba en
las bélicas lanzas y los dardos antes que en las rejas de arado
pacíficas. Por ello Gudrun había señalado que como opción de
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recambio se solicitase en préstamo al monasterio más próximo
alguno de los huesos de san Sebastián.
Gudrun descendía de vascones paganos y hacía aún muy
poco que por amor a un mozo britón llegado del otro lado del
canal se había hecho cristiana; se apegaba pues a sus creencias
antiguas y en el fondo se resistía a abandonarlas por completo.
Y pese a la anunciación de que más tarde hablaré, aún creía que
de algún modo en la concepción de los hijos intervenían los
antepasados. De la misma manera que los huesos de las frutas de
hueso eran su semilla, se sospechaba que también los huesos
humanos eran semilla de los seres humanos. De ahí que ya no
pareciera tan raro el que se hubiera encaprichado con los del
santo legionario.
Mas la partera que estaba a punto de traer al mundo a
Juana, no se sabe bien si por celos profesionales y porque sólo a
ella se atribuyese el mérito de lo que fuera a ocurrir o por otros
ignorados motivos, había hecho desistir a Gudrun de su
iniciativa primera. El proyecto había quedado en lo mismo, o
sea en proyecto, que es como decir en agua de borrajas, y ya no
se lo había llevado a conclusión.
Sigue el parto de Juana
Por ello –la partera- no dejó de advertir a las otras acerca
de la conveniencia de guardar a buen recaudo el todavía
sangrante cordón, con cuyas células madre andando el tiempo se
podría curar alguna maligna enfermedad que por disposición del
que todo lo puede llegara a afectar a la niña o mujer.
Valía más prevenir ahora, que lamentar después.
Transcurrido el tiempo que los Hados marcaran, Juana
había nacido. Según más tarde su madre le contó, había sido
aquel un parto pasablemente rápido. Las mujeres habían llamado al padre, que en una estancia contigua esperaba paciente, y le
habían brindado la oportunidad de cortar en persona el cordón
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umbilical. Sin hacerse rogar y con rara destreza pese a ser
primerizo en tales lides, él lo había llevado a cabo felizmente.
Lo había efectuado a la primera; no había sido necesario repetir.
Había utilizado para el caso la desinfectada herramienta que se
le había ofrecido. Era un padre que se picaba de hacer las cosas
mejor que hasta entonces se las había hecho, y quería mostrar a
la Historia su condición responsable.
A continuación y para evitar infecciones tardías, la
partera había enjuagado el corte con una esponja secante antibacteriana que consigo traía, y tras haber dejado atado y bien
atado el cordón, con un nudo marinero reciente que los remeros
del Rin habían ideado, había suministrado a la niña una infusión de hojas de coles de Bruselas recién cosechadas y ricas en
vitamina K, con las que se pretendía controlar la coagulación de
la sangre; gotas en los ojos, para darle visión panorámica del
estado del mundo; y luego, entre los minutos 1 y 5 del nacimiento, la había sometido a un test entonces en boga, con el que
le había medido cinco características básicas, a saber, la
frecuencia cardíaca, la fuerza pulmonar, el tono de los frágiles
músculos, la respuesta refleja de las articulaciones chiquitas y la
reacción de la pupila diminuta ante los diversos colores, por ver
si lo veía todo en gris o si viéndolo en technicolor se podría
esperar de ella el talante optimista ante la vida.
Luego la había pesado y medido, tras lo cual había
anotado los datos en un tumbo o libro clerical de pergamino que
ella misma guardaba y que a cambio de un afrodisíaco eficaz le
había regalado el sochantre que dirigía el coro de la iglesia
episcopal más próxima. Aquejara pasajeramente a este hombre
el que con el tiempo llamarían SIS los médicos letrados, o sea
Síndrome de Inapetencia Sexual. En aquel cuaderno inusitado
original, encuadernado en piel de mártir cristiano, anotaba ella
los nacimientos que en la comarca ocurrían. Gracias a aquel
temprano registro se sabe hoy que por aquellas fechas disminuía
con terquedad la población. Se lo debía al hambre y las guerras
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gloriosas que el emperador convocaba, porque “su mayor
ambición era colocar a la nación en el puesto que en el concierto
de ellas le correspondía”. Se temía que de seguir así las cosas
llegaría el momento en que escasearían los brazos que labrasen
los campos y conquistasen más tierras, ya que con el botín de los
saqueos las clases pudientes de entonces, a saber, los obispos,
los condes y los duques, ataban de un mes para el otro los dos
cabos.
Todas estas precauciones eran corrientes desde que se las
había tomado con ocasión del nacimiento de la infanta Leonora,
hija primera del emperador, que justamente había tenido lugar
por aquellas mismas fechas en la vecina Maguncia, donde
residía la corte imperial.
Juana salió del test con puntuación próxima a un 10 y
suficiente como para que se la considerara sana y robusta. Y a
continuación, sin otro preámbulo o ceremonia iniciática, se la
depositó en el pesebre que para regalo de la mula y el buey
presentes se habían habilitado en la misma estancia y que por el
momento y mientras no se proveyera de otro modo era el lugar
más seco y cálido de que en el lugar se disponía.
La comadrona Gunilda
La partera que había atendido a Gudrun era mujer
invulgar. Además de asistir a las que estaban en trance de dar
luz, curaba con plantas toda clase de enfermedades, tales como
la tuberculosis y el llamado colerín de sangre o colerín negro,
además de la peste de Lázaro y otra que llamaban el gálico.
Al parecer habían traído el mal gálico los hunos del este,
que criados en las extensas praderas de la asiática Mongolia,
habían invadido no hacía aún muchos siglos la Europa civilizada
y cristiana. En aquellas estepas y espacios abiertos, todo el
mundo, las hembras tanto como los varones, cabalgaba a placer
siempre que podía, y como entre ellos reinaba sin trabas la
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libertad de costumbres, lo hacían ya desde la misma cuna, y de
ahí aquel mal terrorífico con que el justo Dios se había
propuesto enmendarlos.
La dolencia de Lázaro principiaba en la piel, y como en
el gálico, también al enfermo se le caían a pedazos las carnes. Se
decía que las dos eran enfermedades pasizas, pues a todo aquel
que tomaba agua del vaso de que había bebido un enfermo, se le
pasaba o contagiaba, y si estaba sentado, no se dejaba que otro
alguno se sentase en el mismo sitio, porque aquel mal era pasizo
y con el mínimo contacto se pasaba de unos a otros.
Gunilda contaba ya 54 años, y de la abuela y la madre
había aprendido la profesión. También ellas fueran parteras y
curanderas y le habían transmitido sus saberes, además de
enseñarle a “conjurar” arbustos y hierbas. Curaba con plantas, y
con observar los orines de la persona doliente diagnosticaba la
lepra -la enfermedad de Lázaro- y otras muchas diversas. Con
remedios que ella misma cocía, ayudaba en los partos. El “agua
de cochinitos o puerquitos” contribuía a “aligerar” el
alumbramiento, es decir lo apresuraba, pues apenas tomada la
pócima, la parturienta se demoraba una hora exacta en iniciar las
contracciones. Para el caso de que una vez expulsado el feto la
placenta se demorara en salir, valía la cebolla asada colocada en
emplasto sobre el estómago, verdadera mano de santo que no
fallaba nunca. Requisito básico para la alimentación de la recién
parida era no ahumar o quemar la codorniz, ánsar u oca que se le
cocinara, ni dejar que contaminara los alimentos la ceniza del
fuego, pues en tal caso la mujer corría el riesgo de enfermar
gravemente en el puerperio o sobreparto.
Desinteresada y sencilla, prestaba sus servicios por lo
que cada uno quisiera ofrecerle, ya fuese en dinero o en especie,
alimentos, algún ciervo del bosque, una chocha o un ánade de
una laguna vecina, y en general productos de la última cosecha o
vulgares animales de granja. Con lo cual había suscitado contra
ella la malquerencia de muchos y sobre todo la enemistad del
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clero de entonces, que celoso de los poderes taumatúrgicos de
aquella iletrada, la acusaba de intrusismo y de ejercer sin la
preceptiva licencia monástica su menester pagano, amén de
haber pactado con el diablo Belcebú y otros de no tanta cuantía
sus artes nefandas. Pero dado que con sus mejunjes y filtros
había curado las fluxiones hemorrágicas de la venerable Casilda,
abadesa de convento afamado, nadie se atrevía con ella, y por el
momento se la dejaba en paz y no se la denunciaba a los poderes
reinantes o fácticos.
Partera y único médico que atendía a la comunidad,
muchos la aceptaban y respetaban, hasta el punto de que en
trance ya de morir y pasando por alto el hecho de que la mujer
era analfabeta, es decir, que no sabía leer, el conde llamado
Ekkehard, noble de Borgoña, le había dejado por manda especial un libro de ginecología escrito en latín. Nunca se supo el
verdadero motivo de tan extraño legado, pero el hecho quedó
consignado, para espanto de unos y las cábalas de otros durante
los tiempos que estaban por venir.
Unas pastoras la adoran
Así como cuando naciera Jesús, el Salvador del género
humano, acudieran a verlo en el pesebre unos pastores, también
en el caso de Juana sucedió algo parejo, con la diferencia de que
en lugar de pastores le dieron la bienvenida unas pastoras. Que
ya entonces tenían a gala las mujeres el hacer cualquier cosa que
hacer pudiera el más bragado varón, aunque se tratara de algo
incómodo y no muy agradable, en este caso pasar a la
intemperie las noches mientras cuidaban de las bestias que el
latifundista del momento les hubiese confiado.
En aquella misma comarca, llamada Torre del rebaño,
había unas pastoras que pese al tiempo atmosférico inestable
aquella noche, pernoctaban al raso y velaban por turno para
guardar su ganado, de ovejas y cabras preferentemente, y de
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improviso, sin que nada lo hiciera sospechar, un ángel del Señor
se presentó ante ellas, y la gloria del Señor las envolvió en sus
fulgores, y se atemorizaron con gran temor, pues les preocupaba
la visita inesperada de algún extraterrestre. Y les dijo el ángel,
en idioma que aunque rústicos todos podían entender: No temáis
ni indebidamente os asustéis, pues he aquí que os traigo una
buena nueva, que será de grande alegría para todos aquellos
que de ella tenga noticia: que hoy en la ciudad de Karlos el
Magno os ha nacido una Salvadora, que es la Enviada, la
Ungida. Y esto os servirá de señal: hallaréis a la niña envuelta
en pañales y recostada en un pesebre, en compañía de sus
padres y la comadrona además de una vaca y una mula, que
con su aliento caldean el aire. Y de improviso se juntó con el
ángel gran muchedumbre de la turba celeste, que alababan a
Dios y en coro de bien acompasadas voces entonaban el
villancico siguiente: Gloria a Dios en las alturas, y en la Tierra,
paz a los hombres y mujeres del divino agrado, es decir, no los
de la carne o que se ufanan de cumplir mejor que otros las
leyes, sino los del espíritu y la promesa.
No se pararon a aclarar tan sibilinas palabras, y acaeció
que al partirse de ellas los ángeles al cielo, las pastoras, sin
atender al significado oculto que tal vez encerrasen aquellos
vocablos, se decían llanamente unas a otras: Ea, pasemos hasta
Ingelheim y veamos este acontecimiento que el Señor nos
manifestó. Llegadas a toda prisa, hallaron a Gudrun y a John, y a
la niña en el pesebre. Y habiéndola visto, dieron a conocer la
declaración que se les había hecho acerca de ella. Y todos los
que las oyeron se maravillaron de las cosas que aquellas incultas les habían dicho. Pero Gudrun oía, veía y callaba, y guardaba todas estas palabras confiriéndolas en su corazón, lo que
ponía de manifiesto el espíritu atento y reflexivo de que Dios la
había dotado. Y se tornaron a sus hatos las pastoras sin dejar de
glorificarlo y alabarlo por todas las cosas que oyeron y vieron,
conforme les habían sido anunciadas.
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La hechicera profetisa
JUANA.- Parida yo sin más contratiempo, y por antojo
inoportuno a deshora, pues se suele tener los antojos durante la
gestación y no después, mi madre había querido llamar a su
cabecera a la más afamada de las hechiceras arúspices con
tienda abierta en el entorno. En el arte cartomántico de echar las
cartas, y en otras mancias no menos esotéricas y mágicas, no se
le conocía igual. No se hizo rogar y acudió sin demora. Puso de
lado los trastos inútiles en la alfombra de rafia que protegía de
resfriados a los que con los pies desnudos se movían en aquel
gélido recinto. Trazó en el suelo de tierra batida un círculo
mágico, se encerró en él y se rodeó de los raros trebejos de su
función extraña. Con ascéticos dedos se alisó la falda ahuecada
que le hacía falsas arrugas y ponía de tal modo en peligro la
diafanidad y tersura de las predicciones que a punto estaba de
hacer. Pronunció entre dientes los ensalmos y abracadabras que
el caso exigía y entró en trance divino. En él me auguró
bienandanzas sin cuento y amores felices e insólitos, amén de
una larga vida colmada de eventos y aventuras.
Y para apuntalar tales nuevas y las expresiones de júbilo
y seguir aumentando su crédito ante aquella familia, le había
hecho observar que no más salir indemne del vientre que por 8
meses y medio me había sustentado y dado amoroso cobijo, yo
pesaba ya 9 libras romanas, lo que era notable, ya que por
término medio los nacidos entonces no alcanzaban las 6. Sin
duda se prefiguraba en tan feliz circunstancia el peso específico
que con el tiempo habría yo de tener en la Historia. Más tarde,
cuando la retórica conocía una época de renovado esplendor, se
dijo que la diosa romana Fortuna me había destinado a ser una
mujer de muchos quilates y persona de peso.
Llamaban a mi padre Joannes Anglicus, y era rubio de la
isla de Albión. Tres siglos atrás los anglos habían poblado
aquella isla, y en la palabra Albión algunos veían la alusión al
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cabello claro o albo de sus habitantes. Sin embargo yo era morena, gordita, redonda y muy mona, aunque algo llorona, y al
decir de uno de mis deudos, justo tras haber abandonado el nido
acogedor que durante nueve meses escasos el vientre de mi
madre me había supuesto, había bostezado hasta casi desencajárseme las pequeñinas mandíbulas Nuevamente la autora de
horóscopos y demás buenaventuras vio reflejado en ello el tedio
que ya en temprana hora me producía la atroz vulgaridad del
mundo al que el destino indiferente me abocaba.
Despejada ya de nacimiento, mi cociente intelectual era
alto. Pionera en su época y a no dudarlo dotada de la capacidad
precognitiva que los más escépticos negaban, la vidente me tuvo
por un a modo de ensayo primero de una reina que los suyos
llamarían Victoria; una inglesa que pasados los siglos habría de
reinar venturosos e inacabables años en las islas que
originalmente habían poblado hacia el oeste los pueblos británicos, también dichos britones.
Se satisfizo mi madre con lo que aquella especie de hada
madrina le había dicho, y con las zalemas y regalos que los usos
mandaban, despidió a la partera y a la arúspice. Varón al fin y al
cabo y por ello menos crédulo que las sensibles hembras, mi
padre no se mostró tan confiado. Sin embargo y como haré notar
más adelante, su signo astrológico lo predecía femenil y blando.
Se prepararon pues todos a hacer hueco en la ya malnutrida
familia al miembro nuevo que tan impensadamente había
venido. Si se cumplía lo predicho, trajera un pan bajo el brazo,
tal como la fábula exigía. Era un pan de momento sólo
metafórico y no de vulgar cereal, porque la gloria por venir
estaba prometida para cuando pasaran los aciagos años.
Dos santos anuncian a Gudrun el nacimiento de Juana
EL AUTOR.- Nacía Juana en casa humilde, de padres
menestrales, o sea, de la clase media inferior. Eran gente
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hacendosa, que equivale a decir laboriosa, y no era hacendada,
pues no tenían hacienda, que otros llamaban bienes o caudal.
Era evangelista él de la nueva doctrina cristiana, y recién conversa ama de casa ella, todavía no despojada del todo de los
resabios paganos de su pueblo vascón.
A los ojos de sus vecinos, cuya limpieza de sangre estaba
harto probada, pues ya llevaban convertidos más de un siglo,
amaban al Señor y practicaban con fervor la fe católica. Antes
de nacer la pequeña, el cielo les había dado otros tres hijos, dos
niños y una niña, que le ganaban en edad. Ella venía al mundo
cuando su madre, gastada ya por las labores y penas propias de
su condición subordinada femenina, se acercaba al final de su
periodo fértil.
Una noche, hacía ya nueve meses, poco antes de romper
la aurora, a la hora en que están a punto de disolverse las
tinieblas y recorre la atmósfera así como un hálito tenue y sutil
que hace estremecerse las carnes de las gentes, hora de la magia,
el misterio y la santa compaña, se le habían aparecido en sueños
san Ramón Nonato y san Ulrico de Augsburgo. El primero se
llamaba así, nonato, porque no había nacido, sino que se lo
había extraído con cesárea del vientre de su madre ya muerta. El
segundo era sólo un compañero ocasional; en aquel momento
pasaba por allí y el que todo lo puede completó con él la
preceptiva pareja. Más tarde irían también en pareja los
mormones y los números de la Guardia civil. A los dos habían
nombrado patronos de las que estaban para dar a luz los posteriores Papas. Al primero, por la circunstancia apuntada de su
singular nacimiento; al otro, porque se lo había acusado de haber
dejado encinta a una joven honesta, que avergonzada de su acto
inconfesable, lo había ocultado a sus padres y había cargado con
el muerto a aquel santo varón que se dejaba hacer.
Pese a la desconfianza de la buena señora y sus deseos de
no sufrir otra vez las molestias del laborioso parto, pues además
de su edad ya más que madura que le había endurecido las
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arterias y dado rigidez a las articulaciones, era estrecha de
caderas y magra de carnes, lo que aumentaba en ella el riesgo de
partos revesados y distócicos, que equivale a decir difíciles y
arduos, el dúo celeste le había anunciado que por disposición
superior y divina debía hacerse a la idea de que iba a dar a luz a
una hija que con el tiempo y A.M.G.D –a mayor gloria de Dios–
se haría famosa y perduraría en la memoria de las gentes por
siglos futuros incontables.
Llegado aquí el Nonato, que en el asunto llevaba la voz
cantante y dejaba al otro el papel de asistente y secundario, y
para amenizar un poco el largo y prosaico parrafito y darle tintes
más poéticos que a la cuitada ayudasen a endulzar la amarga
píldora que así se le ofrecía, tras carraspear y adoptar la pose
que al nuevo papel convenía, le había recitado en lenguaje
gótico alto alemán en lugar del latín que hasta el momento era la
norma entre las clases pudientes, y al son de los acordes de un
canto celestial que se parecía extrañamente al que luego había
de llamarse gori-gori, la salutación siguiente:
-Salve, Gudrun, bendita serás entre las mujeres todas,
pues de tu vientre a un punto ya de la menopausia ha de nacer
como fénix que de sus cenizas revive una que organizará el
mundo sobre cimientos nuevos, por lo que habréis de llamarla
Petra Joanna, la piedra firme y roca inamovible en que todo lo
demás ha de asentarse, ejemplo de las naciones varias que a su
imperio han de acogerse y guía precisa de los pueblos que
llenan el orbe de la Tierra.
Aclararé que lo del fénix que de sus cenizas revivía lo
había tomado de san Ambrosio el orador, pues aquel arzobispo
de Milán había intentado explicar con metáforas al caso la
Biblia, ya que si se la tomaba al pie de la letra, no había ser
viviente que entendiese lo que en ella se decía.
Aquí el santo se había callado y puesto fin al discurso,
pues pese a su bienaventurada condición de espíritu puro y a
salvo de las contingencias de la carne, condición que según
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muchos lo hacía inmune a la falta de aliento, se había sentido
poco menos que sin él y había tenido que hacer la pausa necesaria para recobrar el perdido resuello.
Y luego, una vez recobrado y no ocurriéndosele nada
más que añadir pudiera y completara o redondeara lo ya dicho
con tanto ardor e impulso, o tal vez porque el coro de cantantes
del acompañamiento musical hubiese alcanzado el límite de la
estrofa canónica, carraspeó de nuevo, y sin despedirse ni de otra
manera señalar el cambio de escena, se había ido por donde
había llegado, que es lo mismo que decir por el foro.
En aquel entonces, cuando ocurría el prodigio que acabo
de narrar, Joannes Anglicus, mi padre, estaba ausente, pues en
consonancia con las exigencias de su arte mecánico se había ido
a convertir a la fe cristiana a los pocos sajones que, tras los 33
años de guerra sangrienta con que Carlomagno se había
esforzado en atraerlos mansamente al redil de Cristo, quedaban
aún sin convertir, por lo que Gudrun no tuvo a quien contárselo,
si no era a su prima Clotilde, que justamente no hacía aún
mucho había pasado por una experiencia que a la ya apuntada
pudiera compararse. Las dos mujeres compartieron confidencias, y satisfechas ambas de su suerte pareja, se volvieron tranquilas a los respectivos lares.
El padre desconfía
JUANA.- He aquí que para pasar en el hogar familiar el
tiempo de ocio que el Estado de aquel tiempo le reconocía, pues
cuando arreciaba el verano, el emperador decretaba una tregua
en la guerra que entonces lo ocupase y en los bosques de las
Ardenas se entregaba a la caza, llegó de regreso mi padre, y
hallando preñada a mi madre, no las tuvo todas consigo, por lo
que caviloso primero y temiéndose incapaz de llevar en la testa
el infamante signo de los esposos burlados, y curioso después,
una buena mañana, tras descabezar el último sueño que precede
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al día nuevo, había preguntado a la esposa acerca del estado
interesante que ya a la vista de todos parecía.
Recatada y pudorosa al principio, y vencido luego el
escrúpulo que la llevaba a pensar si estaría bien descubrir lo que
tan sólo a ella en privado los dos santos varones ya dichos le
habían anunciado, contó finalmente aquella trabajada mujer al
honrado marido que a su lado yacía, la aparición insólita que
meses antes había tenido, y las palabras que de ella había
escuchado, buena nueva a la que el sufrido varón, como ya he
dicho escéptico cual a su género correspondía y fatigado de los
esfuerzos y ansias que ya le costaba alimentar a la ópima prole,
puso de entrada mala cara, aunque luego y a fuer del buen
cristiano que era, trató de hacerse a la idea y aceptar con
resignación ejemplar la prueba que el Señor le enviaba.
¡Hágase la voluntad del Altísimo! –parece que dijo, al
menos en el interior de sí mismo y para el suéter o chaleco, pues
el que reina en los cielos oye sin oír y sabe de las cosas antes de
que nadie las diga.
Sin embargo, terco y desconfiado representante del
gremio varonil, no le cabía el pan en el cuerpo y lo atormentaba
el deseo de huir de aquel lecho, tal vez mancillado, para buscar
consuelo en otro más nuevo y renovar en él la confianza primera
en el femenino género.
En éstas, lacerada el alma entre tan opuestas dudas, se le
apareció en sueños santa Batilde, que le dijo:
-John, hijo de John, no tengas reparo en seguir al lado
de Gudrun, tu esposa, que te es fiel, aunque las apariencias
parezcan condenarla, pues el retoño que espera es obra del
espíritu o viento aquilón que sopla del norte y la ha preñado.
Dará a luz a una hija, y le pondrás por nombre Juana Petra, lo
primero para que se la tenga por hija legítima tuya, aunque en
puridad el nombre significa “Dios es misericordioso”, lo
segundo por el destino que le reserva el Señor; porque ella
mostrará al pueblo cristiano una nueva vía.
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Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que según las
Escrituras la Virgen Maria había anunciado por boca de la sibila
de Samos: He aquí que una vascona concebirá y dará a luz a
una hija, a quien se pondrá por nombre Juana Petra, palabras
que significan que por la Misericordia de Dios será piedra
sobre la que descansará la Iglesia.
Cuando John despertó del sueño, sintió alivio, pues un
peso amargo se le quitaba de encima e hizo lo que la santa le
había indicado, siguió conviviendo con mi madre y cuando ella
dio a luz, aceptó ponerme el nombre que se le había prescrito.
El carácter de mi padre
Ha de señalarse que aquel bendito varón, que sólo de
palabra y no con la herramienta al uso me había engendrado,
había nacido al otro lado del canal que separaba de la Tierra
Firme continental las islas del estaño o británicas, islas que
siglos antes había romanizado Claudio emperador, y tras haber
sido oblato en un monasterio de la época y después profesado
con los monjes que amablemente lo habían acogido, se había
sentido inclinado a la vida aventurera y picaresca antes que a la
estrictamente monástica, por lo que solicitó a su superior el
permiso para viajar y hacerse en el mundo y ser misionero,
permiso que, habida cuenta de su docilidad y buena disposición
para el martirio posible, de buen grado se le había concedido.
Había entonces emigrado a las tierras que con las sajonas colindaban, pues a la sazón en estas últimas los empecinados paganos se resistían con fuerza a dejar por dioses nuevos los
a bastanza eficaces antiguos y rehusaban convertirse a la
verdadera y única Fe; cosa que traía con dolores de cabeza a los
que en aquel tiempo gobernaban, que aspiraban a un solo rebaño
bajo un único pastor, al que si preciso fuere se pudiera cercenar
la cabeza con un solo tajo de la espada, como había soñado
Calígula, aquel emperador romano de tiempos pasados que
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había nombrado cónsul a su caballo y lo había puesto a comer él
solito, al abrigo de compañías groseras y viles, en un pesebre de
marfil y piedras preciosas taraceado con ébano; pues el gobierno
de las multitudes es empresa azarosa, y la uniformidad, promesa
ya que no garantía de que no se desmandará el díscolo hato.
Aquí he de aclarar que el nombre de oblato procedía de
lo que era entonces práctica corriente, a saber, que los padres
generalmente pobres y prolíficos no podían dar sustento a sus
hijos numerosos, por lo que a edad tan temprana incluso como
los 5 años, los entregaban u ofrecían a algún monasterio cercano, para que allí sirviendo al Señor y a los monjes se ganasen la
vida. Se lo decía entregarlos a Dios de por vida. Así lo había
hecho el padre de John, que cuando el rapaz tenía aún mal
cumplidos los 10 años, lo había entregado al abad para que lo
formara en las ciencias y las artes en que a la sazón en tales
sitios se formaba a los jóvenes.
Volviendo a mi padre, John (o Joannes) Anglicus, que
así se llamaba el que ahora partía para ser misionero, hecho el
ascético hatillo y tras haber cruzado el canal que aislaba de
Europa a los isleños britones, se había dirigido a Maguncia,
ciudad continental del carolingio imperio en la que a la sazón
imperaba el llamado Luis el Piadoso, o por otro nombre
Ludovico Pío, hijo de Carlos el Magno y hombre ejemplar en el
que felizmente se reunían las virtudes de aquella época azarosa.
Antes de pasar adelante conviene dejar constancia de su
signo y carácter. En aquel tiempo en las Islas Británicas faltaba
aún el Registro de la población, por lo que según cálculo probable mi padre había nacido en el mes al que rige el signo de los
gemelos, Géminis, signo de aire pese a su nombre, que nada
parece tener que ver con la condición de mellizos.
Externamente dóciles y responsables los nacidos a su
amparo, pero caprichosos y volátiles en lo íntimo, eran también hombres muy románticos y necesitados de que sus vínculos emocionales los guiasen en la vida.
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Así lo decían los que en aquello entendían, y añadían que
los con este signo agraciados tienden a ser tiernos en exceso, por
lo que necesitan una mano firme, a poder ser femenina, que los
encauce y conduzca por el camino recto; por eso algunos habían
llegado a señalarlos como sujetos particularmente proclives al
mal que de Sacher von Masoch ha tomado el nombre perverso.
Es bien sabido que abundan los caminos torcidos contrahechos
en que muchos con un carácter más débil que el suyo correrían
palmario riesgo de perder el rumbo y extraviarse sin regreso
posible.
El padre y la madre de Juana se conocen
EL AUTOR.- Llegado que hubo el que iba a ser padre
putativo de Juana (reputado o tenido por padre, no siéndolo) a
aquellas tierras salvajes e intonsas, había predicado con celo la
Buena Nueva que traía consigo, y siendo buen mozo y en la flor
de la edad más vigorosa –dans la force de l’age– sin demasiado
esfuerzo había convencido enseguida a Gudrun, entonces joven
lozana, de las excelencias de lo que con arrebatado verbo predicaba, y para machacar el hierro que aún estaba caliente y no
perder la ocasión de ofrecer al rebaño divino una nueva y dócil
oveja, había accedido a hacer con ella vida marital y en los ratos
de ocio enseñarle a sabor lo que de la nueva doctrina y ejercicios
piadosos por ventura todavía ignorara.
No habían necesitado contraer matrimonio con arreglo al
rito cristiano. Las aún toscas leyes de aquel tiempo pasado nada
objetaban a las barraganas concubinas de laicos y clérigos, y el
mismo emperador había dado ejemplo a sus súbditos conviviendo con una de ellas, pues a los 16 tempranos años y –
según rezaban las antiguas Crónicas– para “preservarlo de los
desenfrenos y ardorosos impulsos de la carne” y ofreciendo
solaz natural a sus ansias precoces evitarle caer en extraviados
caminos, sus previsores y prudentes padres lo habían empujado
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blandamente a amancebarse con la joven heredera Ermengarda,
hija del conde Ingemar de Hesbaye, de familia de acrisolada y
antigua nobleza, en cuya compañía y disfrute había vivido en
santa paz y avenido hasta que el Señor de los cielos, en cuyas
manos arcanas se halla el destino de todos, había dispuesto
quitársela para llevarla a una vida mejor donde son desconocidas
las mezquinas miserias y angustias de ésta.
El britón misionero y su sentimental compañera germana habían hecho vida en común varios años, de los que, ya
queda dicho, habían resultado como bendito fruto dos fuertes
mancebos y una virgen honesta, adolescentes todos en el
momento en que Juana entraba en escena.
Señales celestes anuncian el nacimiento de Juana
Aquella noche del día en que noviembre comenzaba y
cuando en las casas del vulgo se preparaban las almas sencillas a
festejar a todos los santos del calendario juliano, dado que aún
no había intervenido aquel Gregorio que lo trasformaría en
gregoriano, nacía en circunstancias heroicas una niña. Habían
precedido su nacimiento señales raras en el cielo y en la tierra,
cometas que por unos momentos frenaban su curso, como si
retrasándose un instante en su alocada carrera mostraran no
querer perderse un suceso que los historiadores futuros habrían
de inscribir con letras de oro en los frisos y mármoles donde los
hechos notables perduran; un brillo inusitado con el que la
noche que precediera al alumbramiento feliz el planeta Marte
parecía llamar la atención de la población cristiana acerca del
acontecimiento glorioso; y a mitad de la mañana un eclipse
parcial del sol, que por breves minutos perdía su ardor acostumbrado y ensombrecía los cielos, como si hubiese querido mostrar que por deferencia cortés dejaba que lo ocultase la luna,
astro femenino donde los haya, y anunciase de tal modo el
también breve periodo en el que la nascitura, la que estaba por
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nacer, desplazaría de su posición privilegiada al astro dominante, masculino; sucesos todos que presagiaban la grandeza futura
de la que entonces nacía.
Como del popular Abenámar del romancero español que
los aspirantes a bachilleres estudian, se hubiera podido cantar de
ella aquello de
Petra Juana, Juana Petra,
moza que al mundo venía,
el día en que tú naciste
grandes señales había,
cubría la luna el sol
erraba un astro la vía,
brillaba intensa una estrella,
otras en lluvia caían…
niña que en tal signo nace,
nunca será Malquerida.
JUANA.- Según más tarde se dijo, pasados dos días de
mi feliz natalicio, mi padre, que de puro orgullo de verse así tan
potente y capaz de seguir engendrando otras vidas terrestres no
cabía en la túnica, había afirmado campechano que su hija Juana
era muy guapa, aunque se veía obligado a reconocerse parcial y
admitir que de un día para otro la pequeña cambiaba.
También había dedicado unas palabras a mi madre, que
al parecer recobraba rápidamente las fuerzas y muy pronto
reanudaría las labores propias de su sexo.
–La pequeña Juana se porta muy bien -había añadido;
come, eructa y duerme como el bebé que es, aunque nosotros,
los padres, con la novedad, no lo hacemos ni nos distendemos lo
que fuera preciso. Dormimos mucho menos que ella, lo normal,
me figuro –precisó para quien no lo hubiese entendido.
No obstante se había mostrado pletórico de dicha en su
condición de padre tardío y con entusiasmo legítimo se había
referido a su retoño.
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– ¿Qué tal se os da el tomarla en los brazos, más hechos
a elevarse hacia el cielo invocando al Altísimo que a recogerse
sobre el regazo y consecuentemente mecerla? –un curioso
indiscreto lo había interpelado.
–Fenómeno, pero con tiento y las precauciones debidas –
había respondido lacónico él y sin querer meterse en honduras ni
comprometerse en exceso; a lo que había añadido:
–Todavía no le hallo semejanza con nadie, ni podría
decir si se parece más a mí que a su madre.
Y había rematado la faena con esta aclaración:
–Ya no llora, sólo fue al principio.
A lo cual alguien presente, al parecer obsequioso, le
había advertido:
– ¡Ya se lo verá, con los gases!
Y para cuando el momento llegase, le había recomendado unas raras hierbas silvestres de probada eficacia.
Con especiales oraciones adecuadas al caso, agradecieron mis padres a Dios el don que a tan avanzada edad les ofrecía
y se prepararon a bautizar a su nueva hija y sin demoras ociosas
ingresarla en la comunidad de los fieles creyentes. Determinaron
pues hablar por la mañana temprano con don Aquilino, a cuyo
celo y cuidado las oportunas autoridades jerárquicas habían
encomendado la feligresía y parroquia de la localidad y barrio
en que ellos vivían, y pedirle que en la ermita de santa
Hildegunda, cuya vida sin par corría en lenguas de las gentes
piadosas, se llevase a cabo la ceremonia debida.
EL AUTOR.- Pues era pobre el retoño
y de los más solemnísimos,
sabed que nombrarla Pepa
propusiera en el bautismo
un cura de economato
en un pilón de ladrillo.
No la llamaran Tadea,
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Carla, Ivana o Martirio,
ni la crismaran con ristras
de seis o diez patronímicos;
que aquellos nombres modernos
desmerecieran el rito.
Sal muy común se empleara,
y de tergal el capillo,
el agua, de la ribera,
romance, el yo te bautizo,
cuatro monedas escuálidas
la dádiva del padrino.
JUANA.- Debía bautizarme el licenciado don Aquilino,
cura párroco de Ingelheim. De aquella las costumbres eran otras;
un cacho de un hombre, aquel; corpulento, andaba derecho y
firme por las corredoiras y caminos, y con el bastón hacía ruido
y molinetes. Se contaba que en una ocasión, cuando iba a decir
misa, había tratado a cajas destempladas o puesto “como chupa
de dómine” -nunca mejor dicho- a los paisanos que en lugar de
disponerse en los bancos obstruían el pasillo hasta el altar
mayor. Vivía con la madre, que se llamaba Amable, y dos
hermanas. Iban a por agua a la fuente, con un balde en la
cabeza. Era corriente tener los aros del balde brillantes como
espejos. Los limpiaban a conciencia y relucían. En uno de ellos
había una "A" de Amable. Cuando esta señora se murió, las
hijas la llevaron en un carro de bueyes, atada con cuerdas para
que no se moviese, para enterrarla en su lugar natal. Madre de
cura, acudieran muchos al entierro. Hasta las afueras la habían
llevado a hombros; y desde allí en el carro.
Era excelente señor, dom Aquilino; pero en la inestabilidad política de los últimos años del emperador Luis, del 830 al
840, los vecinos se pusieron cada vez más parvos, como en
todos lados, y no pararon de hostigarlo y molestarlo, hasta que
finalmente el obispo lo sacó de allí y lo llevó a otro lugar, junto
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a Manheim. Los vecinos le tendían trampas, pero él no se dejaba enredar. En cierta ocasión en un camino lo habían insultado;
mas él, como si nada. Harto al fin, tuvo que irse.
No tardó mucho en morir. Enfermo de muerte, pese a la
guerra halló quien lo sacramentase. Ya fallecido, las hermanas
lo habían sentado en una carreta, ellas dos vestidas de claro, se
habían comprometido a no llorar, por si alguien se les
atravesaba, y prepararon lo que iban a decir en caso necesario, a
quien por mal acaso las parara, que iba allí un hombre enfermo,
muy enfermo.
Nada había sucedido y llegaron sin problemas al lugar en
que había nacido, donde lo enterraron como convenía. A pesar
de todo, pese a los cuatro sinvergüenzas que lo molestaban,
también dejó en la parroquia buenos amigos.
La adoran tres magas
EL AUTOR.- Mas la suerte, que la lugareña hechicera
había profetizado buena para la que con tales señales de la
preferencia divina ingresaba en el mundo, hizo que la nueva del
fausto nacimiento y el destino feliz augurado llegasen a oídos de
tres damas; tres santas mujeres, como santas y tres fueran las
que en el sacrificio del Gólgota habían asistido al Señor
Jesucristo, santa María, su madre, la arrepentida Magdalena y la
compasiva Verónica.
Se trataba de la abadesa Edelvita, mujer católica y culta
que leía el latín de corrido, por lo que se la tenía por una nueva
Hipatia, aquella que un día había dirigido la biblioteca afamada
de Alejandría; la segunda era Nantilda, también abadesa a la
sazón, aunque en su más temprana juventud se la había conocido como la deseable Nantilda, ducha en las artes de Venus y
émula de Friné, quien en tiempos ya idos había dejado sin habla
a los sesudos varones que en el areópago de Atenas habían querido reprocharle y pedirle cuentas de la conducta inconveniente
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y lasciva de que algunos bienpensantes la habían acusado; y por
fin Hilda de Whitby, administradora del convento que llevaba su
nombre y que como la Marta hermana de María y de Lázaro se
sentía a gusto atendiendo a la prosa de este pícaro mundo.
Además de las tres santas figuras católicas a que ya me
he referido, cabía ver en ellas también las representantes de otras
tantas diosas antiguas, Atenea, ducha en ciencias y letras;
Afrodita, en los asuntos de amor experimentada cual ninguna, y
Hebe, que en el Olimpo se ocupaba de las faenas domésticas.
Y sucedió que aquellas tres damas piadosas, que en las
largas noches de vigilia y oración de su santo ministerio alzaban al cielo los devotos ojos y habían visto en él las extrañas
señales con que se anunciaba al mundo el advenimiento de la
niña prodigiosa, se habían puesto en camino para acudir a
venerarla y prestarle el debido respeto.
También habían visitado al Niño Jesús tres magos de
Oriente.
Llegaban aquellas tres santas mujeres de tres diferentes
rumbos de la rosa de los vientos, tres notables ciudades, Aquisgrán, Erfurt y Worms, respectivamente al norte, este y sur de la
humilde Ingelheim, con lo cual simbólicamente honraban a la
tríada lunar, las tres fases distintas del astro nocturno que se nos
muestra como luna nueva, doncella núbil intocada; luna llena,
mujer ya realizada en la plenitud de la vida, y luna menguante,
anciana decadente y gastada, las tres caras de la que había sido
diosa ancestral, diosa madre y mujer, hasta que en el culto la
había suplantado el dios varonil Jehová. A este dios se había
hecho corresponder el número cuatro, desde entonces tenido por
número acabado, redondo y completo, en tanto que se había
atribuido a la mujer el número tres, faltante y escaso.
Llegadas a Maguncia las tres damas preguntaron:
¿Dónde está la niña que acaba de nacer y viene a poner
orden en la Tierra, que hoy desgobiernan los varones? Hemos
visto las señales celestes y venimos a verla.
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Al oír esto el emperador Luis se sobresaltó y con él toda
su corte. Convocó entonces a aquellos de su reino jefes de los
clérigos y a los más versados estudiosos en los dichos y hechos
de los santos Apóstoles y de los doctores de la Iglesia y les
preguntó dónde tenía que nacer la niña predicha. A lo que ellos
le habían respondido que en Ingelheim, pues así estaba escrito
en la profetisa:
Y tú, Ingelheim, tierra de Austrasia, no eres, ni mucho
menos, la menor entre las ciudades principales que rige
Maguncia, porque de ti saldrá una que habrá de pastorear el
rebaño cristiano. Se distinguirá por su saber académico y
quedará constancia de ella por siglos incontables.
Entonces Luis, puestas en su conocimiento las señales
con que el Altísimo había querido señalar el descenso a la Tierra
de su hija bienamada, determinó enviar a comprobar in situ lo
que se le contaba, y llamando aparte a las tres damas que en
palacio lo habían sorprendido poco menos que in albis, como de
antiguo se dijo, hizo que lo informaran de las fechas exactas en
que habían tenido lugar los prodigios celestes referidos, y las
despachó para Ingelheim con este recado:
Id y averiguadlo todo sobre esa niña; una vez hallada,
avisadme, para que también yo reconozca su supremacía.
Ellas, después de oír al monarca y a la emperatriz, por
nombre Judit von Altdorf, hija del conde Welf de Andech y Baviera, con quien Luis el Piadoso se había casado en segundas
nupcias cuando en el año 817 se le había muerto Ermengarda, de
Haspengau, se pusieron en camino siguiendo una senda paralela
al río, pues acortaban la vía y evitaban otras molestias fastidiosas, ya que próximo el temido invierno, torrencial aquel año, los
bueyes que tiraban del carro que de vehículo usaban, se enfangaban en el lodo; y tomando lenguas por do las fueron hallando,
llegaron a la humilde morada de John Anglicus y su esposa
Gudrun.
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Llenas de inmensa alegría al ver que ya habían hecho sin
percances dignos de nota el largo Camino, entraron en la
sencilla vivienda, vieron a la niña con su madre y tras haber oído
de los allí presentes todo aquello de lo que aún no tenían noticia,
la veneraron postradas en tierra.
Abrieron sus tesoros y le ofrecieron como regalo la única
copia conservada de la canción de Bilitis, que en su isla del mar
Egeo había compuesto en los ratos de ocio la poetisa Safo; la
camiseta que había llevado en las últimas Olimpiadas la
campeona en lanzar la griega jabalina; una efigie de la Venus
dicha de Wollendorf, para recordarle la fertilidad aneja a su
condición de hembra de la especie humana; un cestillo repleto
de ovillos de lana de diversos colores, para señalarle las tareas
de una buena ama de casa; una canastilla en la que el ojo avizor
vislumbraba una funda para el biberón, que se llamaba entonces
mamadera, un babero, para que no se manchase la blusita que
sin duda alguna habría de llevar, una toalla de baño y unos
pequeños patucos, que con amor devoto y tierno cuidado habían
confeccionado las penitenciarias que con trabajos y penas en una
casa de retiro cercana purgaban sus faltas, y una cornucopia o
cuerno de la abundancia colmado de pastelillos sorpresa de miel
y dátiles, símbolo de la caja de Pandora y de la dieta
mediterránea propia para vivir larga vida.
Pandora, aquella mujer aciaga que soltó en el mundo los
males. Además de una muñeca Mariquita Pérez ataviada con el
uniforme de enfermera de la cruz roja suiza, pierrots y
jerseycitos, un solideo y una sandalia papal. Suiza aún no
existía, pero se iba ya anticipando lo que en el futuro habría de
venir a ser.
Y advertidas en sus sueños de que no volvieran donde
estaba Luis, dieron un rodeo y se dirigieron por otro camino a
sus humos, que es como decir a sus respectivos lugares de
origen.
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Se bautiza a Juana.
Mientras tanto, la emperatriz Judit, cavilosa acerca de lo
que de la niña prodigio le había llegado, curándose en salud y
por no perder el tren de la Historia y arriesgarse a que las
generaciones futuras la tuviesen por mujer vergonzosamente
sometida al poder del varón, quiso por de pronto honrar por su
cuenta a la recién nacida, de modo que tras las damas ya dichas
envió emisarios a los padres para comunicarles que en honor de
aquella niña invulgar había dispuesto que no se la había de
bautizar en la iglesia paisana a la que por orden administrativo
correspondía la cosa, sino en la capital maguntina, con la pompa
y boato que la ocasión merecía; para lo cual dispondría que en
su honor se desempolvase la palangana o jofaina de pórfido y
ónice con incrustaciones de ágata y otras piedras preciosas que
para edificación de propios y extraños y admiración de
generaciones futuras guardaba cercano a la ciudad el monasterio
de las Siervas de Jesús Adoratrices, recipiente doméstico que
según la tradición vieja de siglos era el mismo en que Jesús
había lavado a sus discípulos los sudorosos y cansados pies la
noche del original jueves santo, antes de que nadie ocupase su
lugar a la mesa donde todos estaban a punto de recibir la
primera comunión de que se tenga noticia.
Muchos avatares había conocido aquel lebrillo, bacía o
palangana. Con grandes penas lo habían conservado los apóstoles, pues era objeto que por su molde exquisito y sus gemas
extrañas muchos pobres devotos codiciaban, y lo habían guardado primero del furor iconoclasta de los sacerdotes del templo
de Jerusalén, que deseaban borrar del recuerdo de las gentes
cualquier cosa relacionada con el desgraciado preso muerto en el
Gólgota, y finalmente a escondidas lo había llevado a Éfeso
santa Tecla, discípula preferida del apóstol de gentiles Pablo,
donde por 300 y pico de años se lo había conservado al abrigo
de vaivenes e invasiones bárbaras armenias y persas, hasta que
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llegada la hora y queriéndolo el Altísimo había florecido madura
y por intermedio del emperador Constantino y Elena, su madre,
para mayor honor y gloria del divino señor, su Iglesia verdadera
y única. Lo guardaron entonces los freiles o frailes de san Pedro
Regalado, hasta que pasados los siglos y por especial favor la
había donado Carlomagno al monasterio antedicho, donde las
Siervas mentadas, antes Hermanas de los Clavos de Cristo, lo
habían conservado con celo y religioso empeño hasta aquellos
días en que esta historia comienza.
Hemos de observar a este respecto que originalmente no
se había llamado Adoratrices a las santas Hermanas, sino Meretrices divinas, en atención a los merecimientos a que ante la
Majestad del Cordero Divino se habían hecho acreedoras; hasta
que llegada a la abadía una nueva gobernanta, más rica en el
vocabulario romance que a la sazón y procedente del corrompido latín original despuntaba, más rica digo que las inocentes
beatas que la habían precedido en el cargo, había propuesto se
cambiase por el otro el nombre primero, nombre nuevo que sin
perder del todo la connotación antigua, la acordaba mejor con
las posiciones respectivas de servidor y servido.
A los bien fundados prestigio y renombre originales, la
palangana o jofaina había sumado otro reciente, porque en ella
por vez primera e inaugurando así la piadosa costumbre, se
había cristianado a la que andando el tiempo se llevaría a los
altares con el sobrenombre de santa Hildebranda, abuela de
Pipino el Breve y bisabuela por ende de Carlos el Magno. Y
también se cristianara en ella a la infanta Leonora hacía poco
nacida, como ya he dejado apuntado.
Volviendo a la niña en el porvenir heroica, no se la
bautizaría tampoco con el agua vulgar aunque para el caso
bendita que en la corriente a la mano fluía, agua cristalina y no
contaminada aún por los vertidos futuros, agua en que llegada la
estación de la cría se solazaban vivarachos los peces que el
paisanaje del contorno pescaba, sino la líquida ninfa traída ex
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profeso del mismo río Jordán, aquel curso sagrado en cuyas
orillas el Salvador de los hombres primero, y de todo el género
humano, incluidas las hembras después, había a la sombra dormido la siesta y donde a su vez lo había bautizado una mañana
de mayo su singular primo llamado Juan el Bautista.
Para extraer el líquido honrado y tomar de él una muestra, tras consultar cartularios y crónicas se había buscado a
propósito el lugar preciso en que según la tradición había tenido
lugar dichosamente el evento mágico, con el fin de lavar la
tierna cabeza con el agüita misma en que al divino Señor se le
habían lavado los pecados simbólicos, pues se consideraba que a
fuer de natural producto no había perdido aún su virtud primera.
Mas no se sabe si debido al cambio de clima aún incipiente o a
otros factores que las gentes sencillas del tiempo ignoraban,
hogaño el agua llegaba enturbiada de lodo non sancto y de cieno
y era preciso depurarla y filtrarla, para hacerla condigna de la
función solemne a que se la destinaba ahora.
Como habrá ya percibido el agudo lector, los que así
habían querido que fuese la cosa no habían pensado en el dicho
de Heráclito, según el cual “nadie se baña dos veces en el mismo
río”, por lo cual el agua en que ahora se bautizaba a la niña
nunca sería la misma con que se había bautizado al Salvador.
Parafraseando al filósofo dicho, se pudiera afirmar: Es imposible
bautizar a dos en el mismo Jordán.
Deslumbrados los padres y halagados de que de tal modo
fijasen en ellos los ojos los poderosos de la Tierra, accedieron a
lo que la emperatriz les mandaba y se prepararon a cristianar
decentemente a la hija así agasajada. En primer lugar era
necesario designar a los padrinos, para lo cual se había pensado
en los deudos más allegados de la dichosa familia, pero
consultado por deferencia debida el parecer de la emperatriz,
que así se dignaba tenerla en cuenta, y dando preferencia a su
mejor juicio y sabia decisión, como corresponde a todo aquel
nacido en la púrpura –en Constantinopla se lo decía
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porfirogénito– o por lo menos vestido de ella, acordaron de
consuno puestos todos de acuerdo que acercasen la niña a la
fuente bautismal los santos hermanos Justo y Pastora, gente de
alto linaje de visita entonces en la corte imperial.
Llegada la fecha se llevó con pompa y boato a la niña a
la iglesia primera de la capitalina Maguncia. A continuación y
con el fasto y recogimiento que al caso venían, el obispo
Hilduino, primado en funciones, acometió la empresa de arrebatarla de las manos del diablo y entregarla en las otras benditas del arcángel Miguel. Lo había asistido el acólito Hincmaro,
al que muy recientemente había traído a su lado por su saber de
latines que entre sus contemporáneos llamaba ya la atención, a
despecho de su aún corta edad. Había estado presente el nuncio
apostólico que el Papa Pascual entonces reinante había enviado.
Mas en lugar de llorar, como era de rigor entre aquellos que a
tan tierna edad padecían el rito, tal vez por la súbita impresión
del frío del agua, la cría se echó a reír gozosa, y tras alzar al aire
las tiernas manitas y arrebatar de las otras nudosas del anciano
prelado la concha marina ribeteada de plata con que sin perder
un minuto se aprestaba a bautizarla, concha con la que antes que
a ella se había bautizado a otros personajes de lustre, se derramó
ella misma en los lacios pelitos el agua lustral, aunque sin
pronunciar las palabras que acompañan el rito, pues al parecer el
divino Señor no había juzgado conveniente concederle ya
entonces el don de lenguas que en el cenáculo de la santa ciudad
(hablo aquí de la Jerusalén antigua) a los apóstoles había
otorgado de gracia, quiero decir sin que ellos mediante las
buenas obras a propósito lo hubiesen merecido.
Digo que la tierna chiquilla se había bautizado sin ayuda
de nadie, como si hubiese sabido que el emperador entonces
reinante, Ludovico el Piadoso, ya nombrado en este relato, la
había precedido en el gesto arrogante, pues también él en el
momento oportuno había arrebatado de las manos ungidas del
oficiante de turno la corona de rey y se la había encasquetado
30
limpiamente sin ayuda de nadie en el braquicéfalo cráneo; tras
lo cual -la niña- había soltado un sonoro estornudo, atchís saludable que la concurrencia unánime había juzgado señal favorable y augurio de robustez a prueba, sin tacha ni mácula.
Para quienes por ventura lo ignoren, aclaro aquí que se
llamaba braquicéfalo, es decir, anchote y grosero más bien, el
cráneo de aquellos que por nacimiento se inclinaban a las armas
antes que a las letras, lo que quiere decir en resumen que antes
que hacer el amor preferían con mucho hacer la guerra.
Antes de salir para Maguncia, la madre de la niña, que
como ya queda dicho, sólo recientemente había renunciado en
pro de la Fe verdadera a las vanidades y pompas satánicas de la
idolatría de los suyos, sin haberse desprendido del todo de ellas,
había querido que en su casa se llevase a cabo la ceremonia
dicha del lavamanos, ceremonia religiosa ancestral en la que la
llamada ‘abuela’ –la comadrona o partera– antes de que los
padrinos de la que se iba a bautizar le pusieran las manos encima, lavaba las de todos los que asistirían al rito, a los que
previamente se había coronado de gayas guirnaldas de flores,
con agua mezclada de diversos y perfumados pétalos contenida
en una jícara de ónice o ágata, mientras con chirimías, laúdes y
tiorbas antiguos los músicos convocados al efecto tocaban
especiales melodías compuestas para el caso.
Para bautizar a la niña se había preferido la mitad de la
tarde, las cinco en punto, para ser más exactos, hora en que por
tradición ocurrían los hechos sonados. A tal hora precisa el
arzobispo de Maguncia, al aire libre en la plaza frente a la que
con el tiempo sería iglesia primada y se hallaba entonces en
obras, había alargado las manos para derramarle sobre la cabeza
el agua del río Jordán que como ya queda apuntado se había
mandado traer desde Tierra Santa para el sacramento. A la
ceremonia multitudinaria había asistido la Familia imperial en
pleno, que durante el ritual se había dispuesto ordenada por
orden alfabético en el lado del Evangelio, mientras en frente, al
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lado de la epístola, se colocaban los demás dignatarios y respectivas esposas.
Siguiendo una costumbre familiar y por evitar la soberbia, no se hizo distingos y la madrina sostenía en los brazos a la
niña envuelta en un arrullo de color blanco, el mismo faldón de
cristianar que en parecida ocasión habían llevado sus hermanos
y hermana, sus tíos y tías por parte de madre, amén de ella misma, y no se iba más atrás porque siendo cristianos recientes, el
bautizarlos era aún cosa nueva. Es de advertir que adornaban el
faldón unos encajes de Camariñas, de una región apartada de la
Hispania de entonces, región que hasta hacía poco habían
ocupado los bárbaros suevos. En el momento de la liturgia de la
palabra, la misma madrina, Pastora, que entretanto había pasado
la niña al padrino, había leído llena de unción un pasaje del
Profeta Ezequiel que habla del sacramento que entonces allí se
administraba, a saber, de derramar "sobre vosotros (aquel al que
se bautiza) un agua pura que os purificará".
John, el padre de la niña, se ofrecía a los ojos curiosos en
túnica color azul marino, provista de mangas, larga hasta los
pies y ribeteada de signos sagrados en los bordes o fimbria, y
calzaba múleos, aquella especie de babucha romana con la punta
vuelta hacia el empeine, y envolvía el cuello en un fular de
origen croata y color almendrado, mientras bajo un abrigo tres
cuartos, la madre vestía un traje de chaqueta color crema de
cacao y cacahuete con un soplo de leche.
Ya cristiana la niña, habían pronunciado unas palabras
que hacían al caso el legado del Papa y el arzobispo castrense de
Austrasia, que recordó oportunamente el deber de todos,
sacerdotes y laicos, en la defensa armada de la tierra natal.
También tuvieron papel destacado el secretario del nuncio y el
maestro de ceremonias del arzobispado, además de una muy
diestra pintora, mujer excepcional olvidada, cuyo nombre por
desgracia no recogió la Historia, y gracias a la cual conocemos
hoy los rasgos más sobresalientes de la afortunada pequeña. Al
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parecer era gordezuela y morena, aunque tenía azules los ojos y
del color del oro amonedado el ralo cabello. En una cosa todos a
una estaban de acuerdo, la cría era “mona y preciosa”, además
de guapa y muy tranquila, y su padre se mostraba orgulloso de
ella, pues en sus propias palabras, “no cabía describir la
emoción de ser padre, ya que hay que vivirlo”.
A la pila estupenda que antes en los bautizos de otros
personajes se había empleado, ya me he referido. Y en el curso
de la celebración habían cantado al unísono las hermanas de
santa Cecilia, del coro del convento de Corbie, las canciones
precisas. En aquel convento nombrado muchas reinas viudas se
habían acogido y puéstose el velo.
Además de los incontables del vulgo y las clases menores, habían presenciado la rara función, más de 350 autores de
jácaras, que para asistir al magnífico evento hasta de los más
remotos confines del imperio y territorios limítrofes habían
acudido, entre los que destacaba Eginardo, cronista famoso de
aquel tiempo pasado, polígrafo y taquígrafo, que anticipándose a
lo que en siglos futuros sería corriente, se adelantaba a su
tiempo y tomaba nota objetiva y desapasionada de lo que veía.
En beneficio de ciegos y agnósticos, muy abundantes entonces,
porque como se ha dicho la Fe es ciega y no ve por donde anda,
aquel hombre pasmoso escribió también en lenguaje Braille.
Presentación en el templo. La misa de parida. La Purificación.
Bautizada la niña y devuelta a la casa, faltaba presentarla
en el templo. Según la ley de Moisés se lo haría a los cuarenta
días del parto. Transcurridos pues los días prescritos de la
purificación, sus padres quisieron llevarla de nuevo a Maguncia
para cumplir con el rito. Era costumbre entregar en el momento
del ofertorio de la misa llamada de parida un par de tórtolas o de
pichones vírgenes, es decir, que aún no hubieran alcanzado la
edad de la procreación. A punto los padres de hacer lo mandado
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se les advirtió que la ley sólo prescribía se presentase en el
templo a los primogénitos varones, para consagrarlos al Señor, y
nada decía de los hijos de cualquier otro sexo.
Sorprendió mucho a los padres aquella discriminación
por el género. Ignorantes de las leyes nuevas, no habían tenido
noticia de ella, y más aún habida cuenta de que entre los sajones
y treviros, hasta hacía muy poco dueños paganos de aquellas
regiones, se veneraba por igual a divinidades de ambos los
sexos. Tras pensarlo con calma en compañía de amigos y
deudos, acordaron recurrir al rito ancestral y presentarla un buen
sábado en un claro del bosque sagrado en el que hasta que
Carlomagno lo había talado crecía Irmingul, el árbol mágico o
columna que sustentaba el mundo, donde la noche que los
antiguos llamaban de Valpurgis se reunían los devotos para
prestar el culto debido a los dioses y diosas de antaño.
Así lo hicieron. Y sucedió que se hallaba en Maguncia
un recto varón llamado Emmeran. Recién llegado a la corte
imperial y comensal a la mesa de El Piadoso, varón justo y
ejemplar y entrado en años, deploraba las costumbres corrompidas de entonces y rogaba al Señor se retornase a la edad de oro
matriarcal primitiva. En pleno las santas del cielo estaban con él
y le habían revelado que no moriría antes de ver al infante que la
Virgen santísima había enviado a la Tierra para regenerarla.
Movido por Ella, de la que era extraordinario devoto, acudió
pues al prado la noche señalada, y cuando para llevar a cabo las
ceremonias del culto pagano, los padres avanzaban con la niña
en brazos, Emmeran les rogó se le permitiese tomarla en brazos,
lo que dado su porte severo y en nada vicioso se le otorgó de
inmediato, con lo que él la cogió con cuidado infinito y no más
en ellos la hubo, bendijo a la Virgen María diciendo:
Ahora, Señora, según tu promesa, puedes dejar que tu
siervo muera en paz. Mis ojos han visto a la que por decisión
sublime tuya, pondrá a andar a los hombres y en la Tierra será
luz que mostrará a las naciones la gloria de tu género.
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No venía la chiquilla a redimir a los humanos, a los que
ya otro, un varón, había redimido, pero sí a espolearlos y
encaminarlos por una nueva vereda, en la que de una vez por
todas se aboliese la odiosa discriminación por el género. En
efecto, a la Virgen Maria y aun tan sólo por ser madre de Dios,
se prestaba únicamente el culto de hiperdulía, a todas luces
inferior al de latría, que recibía su Hijo unigénito. Homenaje de
amor, respeto y sumisión que el hombre tributa a los seres
supremos y en general a otros igualmente sobrenaturales.
El padre y la madre se admiraban de lo que acerca de la
niña oían decir. Por tres veces y vuelto sucesivamente a los tres
puntos cardinales que tenía más a mano, Emmeran trazó en el
aire el sagrado signo de la cruz y dijo a Gudrun:
Mírala, oh, madre; esta niña causará escándalo y
revuelo en muchas naciones. Será signo de contradicción, y a ti
misma te atravesará el corazón una espada; así quedarán al
descubierto los prejuicios de todos.
Había también acudido hasta el prado la anciana Veleda,
profetisa, hija de Aurinia, de tribu famosa de videntes y
arúspices. Muy joven aún, prometida a los 12, vivió siete años
casada; después, y a causa de la inmoderación en la mesa y los
excesos en el arte de Venus habiendo muerto tempranamente su
esposo, hombre de destemplado carácter y toscas maneras, y tras
haber leído lo que al respecto de las viudas había predicado en
Milán san Ambrosio, hasta los ochenta y cuatro de edad se había
guardado tal (es decir, viuda) en un convento. No se apartaba de
él y con ayunos y oraciones continuos y sin descansar ni aun por
la noche, daba culto al Señor. Sin otro alimento que la sagrada
forma de trigo alforfón de la comunión diaria, había vivido 3
años seguidos, lo que entre las gentes había provocado
admiración y aspaviento. Se presentó en aquel instante, y sin
pausa o intermedio glorificó a la Virgen y habló de la niña a
todos los que con ansia esperaban se reconociese a su género
igual categoría por lo menos que al género contrario.
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Extraños signos atemorizan a todos
Terminada la escena, vuelta la gente a su casa y pasado
apenas un año, de nuevo los cielos se mostraron descontentos de
los humanos y señales extrañas espantaron el ánimo de todos,
plebeyos y nobles por igual. Aun de noche habían caído chuzos
de punta, y en una alberca vecina criaran pelo las ranas.
Un auténtico diluvio universal cayó sobre Austrasia. La
lluvia y el viento barrieron granjas enteras. Centenares de
pueblos se convirtieron en lagos. El Main se desbordó e invadió
las calles de Maguncia, donde sólo la iglesia de san Esteban
escapó milagrosamente de la furia de los elementos. Pese a que
olas de hasta 10 metros asaltaron sus muros, ni siquiera una gota
penetró en el recinto, porque con los huesos de santa Walburga
se había revestido las paredes, que por tal motivo se habían
vuelto impermeables. Las aguas del río inundaron los barrios
bajos. De las gigantescas olas emergieron multitud de serpientes
y un dragón descomunal nunca visto, que después de haber
atravesado las calles sin ser molestado desapareció en el Rin. La
gente corría despavorida en busca de refugio.
Los huesos de la santa habían sido así tan eficaces
porque a raíz de un milagro que a sus instancias había ocurrido,
se la había nombrado valedora en sucesos relacionados con los
rayos, los truenos y los vientos desatados, y a ella se
encomendaban también los navegantes. Cuando venía de la
Britania de entonces a predicar el Evangelio a los cerriles
germanos centroeuropeos, durante la travesía por el mar del
norte se había desatado una terrible tempestad que había puesto
en peligro la vida de todos; mas ella no se había arredrado, y
dando muestra de varonil iniciativa donde los demás no sabían
hacer otra cosa que gemir y desesperarse, se había arrodillado en
la cubierta de la frágil embarcación que la traía al continente y
había rogado a Dios que apaciguase a los desatados elementos;
lo que sin hacerse esperar al momento sucedió.
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Como consecuencia de este temprano milagro y de otros
muchos que a lo largo de su dilatada vida no dejó de hacer, fue
creciendo su fama y la devoción que a su muerte inspiró. Se
cuenta que unos obreros restauraban la iglesia en que se la había
enterrado y hallaron sus huesos, mas sin saber de quien se
trataba no les habían dado la consideración debida; ella se había
aparecido en sueños al obispo del momento y le había reñido por
descuidar así sus deberes, con lo que él había ordenado trasladar
a lugar más seguro los restos y una vez allí abrir el sarcófago; en
el cual se la encontró bañada en aceite de aroma dulcísimo, óleo
que desde entonces no ha dejado de manar y de emplearse para
hacer frente a ocurrencias diversas. Sólo dejó de manar en una
ocasión en que unos ladrones asesinaron en el templo al
campanero, y también cuando la Iglesia lanzó un interdicto
contra el emperador entonces reinante. El interdicto consistía en
que las autoridades de la Iglesia prohibían que se celebrase los
oficios litúrgicos, cerraba los templos, no se administraba los
sacramentos, una especie de huelga de brazos caídos, que duraba
mientras el gobernante de turno no pedía perdón por sus
fechorías y no se enmendaba.
Volviendo al relato, reaccionó también el que regía a los
francos, cuando junto con la catástrofe dicha le inquietaron el
ánimo ya de por sí apocado algunos signos extraños. Se ocupó
mucho de ellos, según los cronistas. En el firmamento los astros
celestes se movieron de manera rara, aparecieron temibles
cometas no esperados, hubo terremotos e interlunios o eclipses
lunares, del cielo claro cayó grano podrido, por la noche se oyó
sonidos insólitos terribles, llovieron piedras y granizo de hielo,
fueron incesantes los relámpagos, y de pestes desconocidas
aviarias murieron personas y bestias sin cuento.
No menos lo conmovió una muchacha de doce años de la
cercana Hildesheim, próxima a Francfort, quien a imitación de
la profetisa a la que más atrás me he referido, después de haber
recibido de manos de un sacerdote las sagradas especies, no
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comía ni bebía; y persistiendo en el ayuno, sin ser anoréxica, por
meses sin número no había ingerido ni una sola caloría ni
experimentado hambre ni sed o ganas de tomar alimentos.
Tales cosas quitaban al emperador el ya escaso sueño,
por la noche apenas pegaba ojo y entre cantos de alabanza y
oraciones a Dios esperaba el alba. Semejantes signos ominosos
anunciaban para el reino y el género humano alguna horrible
desgracia. Irritaban a la divinidad los incontritos pecadores, que
en vez de enmendar las malas costumbres y regresar al camino
recto, ufanos de ellas, no hacían penitencia ni se arrepentían.
Para aplacarla, ordenó Luis abstenerse de carnes los días
de precepto, amén de algún otro que por propia iniciativa los
más cumplidores quisieran añadir, y oraciones incesantes, a la
vez que abundantes limosnas.
Había que dar con largueza de lo que se poseyese, no
sólo a los pobres, sino también a los servidores de Dios, sacerdotes seculares y monjes. No lo solicitaba porque él mismo
temiese la ira divina, sino porque era su deber mostrarse solícito
con la Iglesia que se le había confiado; y pese a que muchos
signos, como se sabía, apuntaban a un cambio radical en el imperio y a la muerte de un príncipe, mandó que cuantos según sus
fuerzas y para ello facultados pudieran hacerlo, celebrasen misa.
Luis manda matar a los inocentes
Acababa Luis de perder en el sur de Aquitania la guerra a
los moros, pese a que antes de emprenderla sus consejeros y
pontífices máximos le habían augurado que con la ayuda del
Dios de las batallas, obtendría pronta y completa victoria. Mas o
se equivocaban los arúspices o el Dios de las victorias no quería
darle la suya. De modo que tras sumar a los signos ya dichos la
derrota vergonzosa, cavilaba acerca de las causas de las
calamidades que sobre el imperio se cernían. Y le vino a la
memoria lo que de la niña pasmosa se le había dicho, a saber,
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que en el parto había asistido a la madre una matrona sin los
papeles en regla, y que además a la cabecera del lecho de la
recién parida una hechicera le había dicho la buenaventura, cosa
que a la legua olía por lo menos a herejía supersticiosa, de modo
que halló a quien cargar con el muerto de los malos sucesos que
se avecinaban y en un decreto ordenó que se persiguiera a todo
adivino y similar que en sus tierras hubiese. Hacía lo que Nerón
atribuyendo a un chivo expiatorio los propios crímenes. Nerón
había acusado a los cristianos del incendio de Roma, cuando por
orden suya Tigelino le había hecho el trabajo sucio. Como los
antiguos romanos el emperador Luis desató una persecución en
la que muchos francos murieron o vivieron el amargo destierro.
Pero no le bastó, y de aquella niña en medio de tales
portentos nacida temió lo peor, por lo que tras consultar a sus
asesores, que le dieron carta blanca en el asunto y lo animaron a
no desfallecer y seguir con el empeño, ordenó matar a todos los
niños menores de un año de Ingelheim y su término, de acuerdo
con la información que de las santas mujeres había recibido. Así
se cumplía lo que otra profetisa, la maga de Oz, había predicho:
–Se ha escuchado en Sajonia un clamor de mucho llanto
y lamento: es la germana Gertrudis, que llora por sus hijos y no
quiere consolarse, porque ya no están vivos.
Mas de nada sirvió al gobernante aquella treta, porque de
nuevo en sueños se había aparecido a John santa Batilde:
–John, levántate ya y sin hacer el remolón como sueles,
no te demores, toma a la niña y a su madre y viaja a la vecina
Aquisgrán, del reino de Neustria, y quédate allí hasta que yo te
avise; porque Luis va a buscar a la niña para matarla.
Batilde fuera una esclava sajona cuyas gracias extremas
habían seducido a Clodoveo II, rey merovingio. Casada con él,
le había dado tres hijos. Muerto el marido, había gobernado el
reino para reunificarlo en Clotario III, a la sazón menor de edad.
Fundó y dotó numerosas abadías. Mas el mayordomo Ebroín le
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quitó el poder y retirada al monasterio de Chelles, no tardó en
morir de muerte maligna en olor de santidad.
El Papa de turno la subió a los altares.
John se levantó con presteza, tomó a la niña y a su
madre, y aunque era noche sin luna, partió raudo hacia Aachen,
primero Aix, luego Aquisgrán, por tierra y a pie.
A tal hora los barqueros del Rin dormían aún y no quiso
despertarlos, ya que rechazaban empezar la jornada antes de lo
habitual y se quejaban al gremio. Y allí se quedó hasta que el
emperador, a instancias de su joven esposa Judit, que hizo valer
con él su valimiento, se arrepintió de su pasada crueldad, hizo
penitencia pública, y tras confesar sus pecados y cubrirse la
cabeza con cenizas de roble temprano nunca podado aún, revocó
la orden con la que había desterrado a los súbditos malquistos.
Así se cumplió lo que la Virgen había anunciado en una
de las apariciones marianas pasadas: De Aachen llamé a mi hija
amada, en quien tengo puestas todas mis esperanzas.
Mis padres me ofrecen a la Virgen
JUANA.- Por tradición antigua de años, los príncipes
presentaban ante una imagen de la Virgen en una basílica famosa a los hacía poco nacidos. Digo años y no siglos, porque sólo
con los siglos se vuelven tradicionales los usos, y la familia real
de Carlomagno apenas si contaba un siglo de existencia.
Así pues Ludovico y Judith habían presentado a aquella
Virgen popular los retoños. Dado que se me había escogido para
un futuro sublime, mi madre no quiso ser menos que aquellos de
la sangre azul, por lo que sin grande aspaviento acordó llevarme
a la misma basílica y presentarme disimuladamente a la misma
Virgen aprovechando la ocasión de que a los reyes reinantes les
había nacido por entonces un nuevo descendiente, también una
niña, a la que habían llamado Leonora.
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Así lo hizo, y a mis 7 meses me llevaron por la mañana
temprano al templo afamado, donde el arzobispo de la diócesis y
sus acólitos acogían en aquel mismo momento a la infanta
pequeña. Los rodeaban los frailes dominicos del convento
aledaño y numerosos otros personajes de nota y señorío que no
habían querido perderse el entrañable acontecimiento.
La infanta entró en el templo muy despierta, en brazos de
Judith, su madre. Vestía un faldón blanco con lazos a juego y
llevaba al cuello una cadenita de perlitas de la que pendía una
crucecita latina, símbolo del patíbulo del Hijo varón de nuestro
Sumo Hacedor. La infantita no llevaba pendientes ni ningún otro
aderezo cuyo carácter profano pudiera desmerecer la solemnidad
del acto, y al parecer ya dueña perfecta de sí, como correspondía
a la alteza de su cuna y el color azul de su sangre, guardó total
compostura y sin llorar se limitó a mirar con la perplejidad y el
interés propios de la corta edad a sus padres, a los curas
presentes y a unos 200 ociosos que presas de trance singular
asistían al fausto acontecimiento. La niña no se perdía detalle.
Tras rezar una salve, en una ceremonia muy corta, los
reyes habían alzado en los brazos a su hija, en gesto de
ofrecimiento a la madre santísima de nuestra divinidad primera,
momento en el que del conjunto de los que asistían al acto se
había elevado al unísono un suspiro de admiración y alivio
salido de lo más hondo del diafragma o según otros del alma,
que causó sensación en cuantos de ello tuvieron noticia.
En un rincón del templo, procurando pasar desapercibida
tras una columna, mi madre no se perdía detalle de la ceremonia
y se aplicaba a copiar los gestos y actitudes de los ilustres regios
personajes; en el momento preciso me alzó disimuladamente en
los brazos, cara a la imagen de la Virgen, y pronunció in
pectore, que es lo mismo que decir para sí y sin que nadie la
oyera, una oración apropiada para el caso en cuestión.
Y de este modo y con ella, la infanta, quedé yo entregada
también al amparo de aquella Virgen famosa.
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Cap 2 La primera niñez de Juana
El padre de Juana había sido oblato en Inglaterra
JUANA.- En lo que precede ya hablé de mi padre. Había
nacido en Inglaterra, en las proximidades del York de que
procedía Alcuino, uno de los intelectuales de Carlomagno, y se
lo había entregado a la Iglesia como oblato.
Los oblatos tenían entonces mala fama. Según cuentan
los documentos que lo documentan, entregar los chicos a los
monjes había dado lugar a malas prácticas que más tarde se ha
rechazado de plano, pero que entonces se miraba si no con
condescendencia, al menos con rara tolerancia.
Era costumbre arraigada compartir con los menores por
las noches el jergón de paja o vulgar yacija, la pederastia era
cosa admitida y muy pocos alzaban la voz contra ella. Ha de
saberse que la pederastia de entonces era lo que más tarde se
había de llamar abusos sexuales. Al parecer aquella práctica de
ofrecer oblatos a los hijos sólo hizo más fácil a los monjes el
violarlos, y aumentó las probabilidades de que abusaran de ellos.
Aquellos hombres santos o en camino de serlo no querían
reproducirse, engendrar descendencia, sino tan sólo pasarlo
bien, lo que llamaban gozar el deleite carnal. Y para ello no
sentían escrúpulos a la hora de elegir el orificio adecuado.
De uno de aquellos chicos al que su padre había
entregado a la Iglesia, un abad había escrito lo siguiente: el
hombre me entregó su hijo y yo lo recibí complacido y me
alegré de todo corazón. Pero cuando el muchacho cumplió los
10 años, los deseos obscenos me atormentaron y la bestia de la
lujuria y el placer me dominaron; quise poseerlo carnalmente.
Nada obsesionaba a los monjes tanto como el tener sexo
con los niños; en el desierto el bienaventurado Macario había
visto a tantos anacoretas beneficiarse sexualmente a los más
jóvenes que los apremió a renunciar a la práctica y abstenerse de
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llevarlos consigo al yermo a hacer penitencia. Pero con el paso
del tiempo nada había cambiado, el impulso seguía siendo
demasiado fuerte, e incluso las reglas monásticas que obligaban
a que cuando iban al retrete a satisfacer sus necesidades
naturales se escoltase a los niños, no impidieron que los monjes
siguieran abusando carnalmente de ellos.
Se decía: Con vino y muchachos a su disposición, los
monjes no necesitan para nada que el diablo los tiente.
Por lo común también los sacerdotes en el confesionario
seducían sexualmente a los jóvenes, pero los llamados libros
penitenciales tempranos, en los que se detallaba la penitencia
que correspondía aplicar a cada uno de los muchos pecados
posibles, penaban sólo a los violados, no a los violadores, pues
se culpaba de haberse dejado violar a los que padecían la cosa.
Se condenaba a la víctima en lugar de condenar al verdugo. Un
santo progre había comentado que en los monasterios el sexo
con muchachos era como una bestia sedienta de sangre suelta a
su antojo en medio de un rebaño de ovejas del Señor, y por ello
aconsejaba que por cometer un pecado contra natura se castigara
como cómplices a la persona forzada igual que a la que la había
forzado. Comentario que había soliviantado a muchos. ¿Cómo
se atrevía nadie –y aun de la misma profesión– a criticar una
práctica vieja de siglos? Era escandaloso.
Los más estrictos pensaban que el hecho de que un
hombre copulara con otro –también se lo decía yacer con otro en
el lecho– aunque fuera más joven que él y por lo tanto en
desventaja en cuanto a la capacidad de resistirse, era contrario a
la naturaleza, cosa non sancta, nefanda, y se lo debía condenar.
Nunca he sabido qué suerte corrió mi padre en aquel
monasterio concreto en que fue oblato en su Inglaterra natal.
Como santa Walberga, san Bonifacio, su tío, y los santos Winibaldo y Wilibaldo, sus hermanos, muchos apóstoles habían
venido de allá, de Irlanda y la Gran Bretaña, a convertir a los
paganos del continente, y muchos de ellos también habían sido
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oblatos de niños, porque los padres, por lo general engendraban
prole numerosa a la que los tiempos de hierro no permitían
nutrir, de modo que se los entregaba a los frailes, pues al menos
entre ellos tendrían pitanza abundante y lecho seguro.
En los conventos se comía y bebía de firme, y la regla
del ora et labora –reza y trabaja– que del reformador Benito de
Aniano, no era todavía demasiado rigurosa.
Volviendo a mi padre, cuando se encontró con Gudrun,
era un joven gallardo y lleno de vida, porque –como después se
dijo del casto José, padre putativo de Jesús– no cabe admitir que
Dios diese por compañero a la madre de una niña a la que Él
había escogido para un destino invulgar, un hombre tosco y
grosero, al que por añadidura se había confiado la tarea de
protegerme, ayudarme y mantenerme con el trabajo de sus
manos hasta que yo alcanzase la mayoría de edad.
El carácter de mis padres
Mi padre, John Anglicus, hijo de John, había nacido el
año 784, un 30 de mayo. Era rubio y de ojos azules, alto y un
poco desgarbado; al llegar a Ingelheim su estatura alcanzaba los
6 pies y 6 pulgadas, lo que viene a ser unos 1,98 m actuales,
aunque entonces no se la midiera en metros, porque el sistema
métrico decimal tenía todavía que esperar a que en el mundo
naciese el general que los suyos llamarían Napoleón, lo que aún
iba a tardar, y por haber entrado con buen pie en esta vida -mi
padre- (si se tiene por buen pie el de dimensiones más allá de lo
corriente) calzaba abarcas tamaño extra grande. Con solos 16
años ya medía 1,80 de altura, por lo que en los abaciales
pupitres sus compañeros de clase se mofaban de él y lo tildaban
de nuevo Goliath redivivo y “hombre grande y sin medida”.
Gran aficionado a leer manuscritos antiguos polvorientos, el
prior y el prefecto le suponían pasable coeficiente intelectual y
esperaban grandes cosas de él.
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Gudrun, mi madre, y John llamado Anglicus, mi padre,
se habían unido de hecho, ya que no de derecho, y compartían
los azares de la vida. Él era del signo de Géminis, había nacido
poco menos que en junio, mientras que ella lo era de Capricornio, nacida un 24 de diciembre, curiosa relación astrológica
la suya, un signo de aire con uno de tierra, de los que ahora
procedía yo, una Escorpio, signo de agua que me predestinaba a
mostrarme práctica, tenaz y enérgica en lo que fuera que hiciese.
Dados sus diferentes signos respectivos, mis padres
hubieran debido hacerse a la idea de que en lo tocante a mi
educación, necesariamente habían de enfrentarse.
Mientras que en opinión de los peritos en la cosa, los
Géminis tendían a ser buenos padres y quizá un pelín demasiado indulgentes, sobre todo con las hijas, como al parecer y
como ya he dejado apuntado lo había sido Carlomagno, los
Capricornio a nadie pasaban ni una, y en cuestiones de
formación apenas dejaban resquicios para moverse en libertad.
Al parecer, muchas de las institutrices que poblarían los
relatos galantes y profanos de posteriores siglos a los míos
habían pertenecido al signo de mi madre, en el que se tenía a la
educación severa y sin concesiones por base fundamental del
desarrollo equilibrado. En cambio para los Géminis la cosa no
era tan sencilla, ya que les gustaban los niños tales como eran y
en lugar de intervenir y moldearlos, preferían dejarlos crecer a
su aire, pues pensaban que con el tiempo, ya se vería.
Quizá mi padre pecaba de ingenuo.
Una vez más según los entendidos, la relación astrológica de mi padre y mi madre, un signo de aire con uno de tierra,
no presagiaba una eterna luna de miel, una vida feliz sin
choques ni conflictos. En la apariencia manejables y dóciles,
además de responsables, los Géminis resultaban en lo más
íntimo muy caprichosos y volátiles –sostenían aquellos peritos.
Eran también muy románticos e idealistas, y fácilmente los
dominaba la emoción. Se los tenía por sentimentales en exceso,
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entendiendo por sentimental el que se mostraba sensible a las
atrocidades que infestaban la época. De carácter fuerte y a la vez
muy cariñosos y blandos, para mantenerse fieles a una relación
amorosa, necesitarían de mucha mano izquierda, cosa que muy
pocos sabían mostrar como era preciso.
Mas en el Capricornio de su pareja se encontraba tal vez
la forma de superar los problemas de química entre ellos.
Capricornio era un signo constante que perseguía aquello que
quería y una vez conseguido lo mantenía y defendía con uñas y
dientes, hasta inmolarse en el altar del sacrificio si fuera preciso. Podría llegar a ser increíblemente fiel, pero su perfeccionismo generaría a su alrededor cierta distancia.
Como cabal Capricornio, mi madre era ingeniosa y brillante y por ello se le daba bien protagonizar cualquier situación. Pero también solía ser algo mandona. Toleraba mal que se
pusiera en entredicho lo que ella decía.
Maniática de la puntualidad, aunque en ella como mujer
la característica era más flexible que lo hubiera sido en el varón,
a la hora de la verdad sabía estar y guardaba bien las
conveniencias. Por ese motivo, como esposa de mi padre le daba
al menos garantías de responsabilidad.
A pesar de sus diferencias, algo los unía, a saber, su
conciencia del lugar que ocuparían en cualquier historia. Irresponsable al principio, mi padre sabía que con las cosas de comer
no se juega, mientras mi madre, obsesionada con proyectarse en
el espacio y el tiempo era capaz de hacer cualquier cosa por
conseguirlo.
En todo caso la vida de mis padres estaba en sus propias
manos –matizaban aquellos sabihondos- pues la astrología sólo
marcaba tendencias.
Contaba mi madre, que la historia con su compañero
sentimental, mi padre, había surgido de un amor a primera vista.
El sentido del humor, el ingenio y el talento de él habían sido
factores afrodisíacos que la habían llevado a enamorarse y
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dejarse hacer cuatro hijos. “Lo vi por vez primera cuando con el
torso desnudo sermoneaba a los paganos y eso ya fue un gran
aliciente; luego en una cuchipanda me tocó sentarme a su lado y
lo encontré increíblemente ingenioso, lo que fue añadir nata a la
guinda” –confiaba a sus amigas mi madre, que a sus 47 años
confesaba que de vez en cuando aún le daba alguna pataleta, si
bien con la edad ya conseguía controlar muchísimo más que
antes su gran ego.
Así nos lo decía.
Cuando se conocieron, mi madre tenía 28 años; 21 mi
padre. Él era anglo, sajona ella, o mejor de los francos y origen
vascón; él la sedujo; le prometió quién sabe qué y ella lo creyó o
se dejó engañar. El era un apóstol, bisoño y todavía virgen, al
menos en el trato con mujeres; había dejado el convento, emigró
a Alemania, tropezó con mi madre y ella con él, hicieron vida
marital, tuvieron tres hijos, me trajeron a mí.
Mi destino escrito en las estrellas
Los que hacían entonces los horóscopos y descubrían
nuestra manera de ser escrita en las estrellas, en tiempos de mi
advenimiento hubieran dicho de mí que por nacimiento me
tocaba ser persona activa y decidida por un lado, y calculadora y
prudente por el otro, o sea, capaz de nadar y guardar la ropa al
mismo tiempo; fácilmente irritable aunque mansa, de fuerte
carácter y blanda en ocasiones, y reacia en principio a casarme,
necesitada de pensármelo dos veces, hasta el punto de que nunca
lo haría o sólo me decidiría una vez alcanzada la madurez más
granada.
También hubieran aconsejado a sus oyentes, que en el
trato con los nacidos bajo aquel signo mío, no les llevasen nunca
la contraria y huyesen de discutir o enfrentarse a ellos, porque
arriesgaban salir escaldados y con el rabo entre piernas.
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Yo era una Escorpio, un signo de agua que el sol atravesaba y dominaban los planetas Plutón y Marte. Se me auguraba
pues mucha actividad, la sed de poseer y dominar y fuerza de
voluntad incomún. Persona luchadora ya desde el nacimiento,
también sería reservada y muy celosa de mi intimidad.
Maduraría muy pronto. Me gustarían los estudios y sobre
todo querría destacar de los demás y distinguirme de ellos.
Además me inclinaría a jugar con niños del sexo contrario, y en
el trato mutuo sería la jefa, pues la inclinación me llevaría a no
tolerar imposiciones de nadie y rascarme las pulgas yo solita,
como vulgarmente se dice. Ante todo siempre querría yo ser la
que mandaba, y no sólo en la alcoba, por lo que nunca dejaría
que otro me hiciese la cama.
Se me auguraba mostrarme golosa, comer con buen
diente y dormir sin medida. Se me había reservado una gran
personalidad. Sería mujer ciega, ebria y dura de pelar, una
Escorpio tenaz, vital y prudente. Nacida bajo semejante signo,
no me detendría ante nada ni ante nadie y alcanzaría cualquier
cosa que me hubiera propuesto. Volcánica, febril, vital, enérgica, activa, calculadora, prudente, vanidosa, envidiosa, gran
amante, aunque infiel en potencia, así sería yo con los años.
Como todos los nacidos entre el 19 de octubre y el 20 de
noviembre, sería intuitiva, apasionada, fuertemente magnética y
muy empeñada en llevar yo siempre las riendas. Podría ser
celosa, resentida, rencorosa, compulsiva, obsesiva, obstinada,
vengativa y muy reservada. En mi vida profesional, nadie más
respetada que yo. Y nadie más temida también, no por mi
crueldad, rasgo que equivocadamente se atribuye a mi signo,
sino por mi fuerza y mi preparación.
Aquellos que con el tiempo planearan regalarme una
mascota, habrían de tener en cuenta que yo preferiría a cualquier otro animal los insectos y demás bichos invertebrados,
pues en general la columna ósea y grosso modo todo lo duro y
carnoso me pondría nerviosa; mi símbolo sería el bacalao, o
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mejor aun la anguila y quizás el jurelo. Mis órganos favoritos
serían los sexuales, y mi frase mayúscula, “yo quiero”.
Habría de imponer por mi físico y mi sola presencia
bastaría para cautivar a los demás; de vivacidad envidiable,
reuniría yo todo lo bueno y lo malo del resto de los signos
zodiacales. Según mi carta astral, nada me detendría y desde el
mismo principio sería una ganadora, nunca una perdedora,
pronta para sacrificarme y morir por la causa.
Aunque irascible, enfadadiza y vanidosa, la generosidad
me podría, por lo que no abusaría del poder que con mis esfuerzos ganase; me obsesionaría el proteger a los más débiles.
Como pareja, no conocería rival, dado que mi capacidad
para el amor no tendría límites y llegaría a querer para siempre
con fuerza inigualable al preferido de mi corazón, (como
Hildegarda había querido a Carlomagno, hasta el punto de darle
10 hijos), aunque al mismo tiempo sería celosa en potencia, si
no lo era en acto.
Nada tomaría yo a la ligera, de ahí que tenerme contenta
iba a ser muy difícil. Desde la más tierna infancia se me habría
de considerar devota de la familia, y si un día ocupaba algún
puesto destacado, miraría ante todo por mis allegados más
íntimos. Moriría incluso por ellos. Correría el peligro por tanto
de caer en el mal visto nepotismo, que me llevaría a otorgar los
cargos mejores a mis dependientes y deudos.
De mi mismo signo habían sido Godesvinda de Anheim,
mujer excelente en las artes y en las letras, la pintora Sofonisba
Angustiola, que había recreado con rara destreza los frescos
romanos, la princesa de Éboli, primero intrigante y luego
devota, una futura presidente de los Estados de América y una
alcaldesa de barrio de la periferia de Francia.
No contentos mis padres con lo que el horóscopo cristiano occidental preveía, solicitaron el chino, del cual resultó
que yo era del signo del gallo y que este animal de granja me
representaba mejor que cualquier otro.
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Se me declaraba pues pulcra, precisa, organizada, honrada y directa, y habrían de gustarme los huevos, a los que
pondría fácilmente de pie.
De personalidad extrovertida y dado que los de mi signo
solían ser divertidos y ocurrentes, se me convocaría para animar
reuniones pesadas y contar chistes de subido color; muy hábil
además para expresarme verbalmente y por escrito, aprendería
enseguida a pronunciar con decoro y aplomo palabras mal
vistas. Y allí donde las doncellas prudentes se lo habían de
pensar dos veces, yo me lanzaría de cabeza en las situaciones
más disparatadas. Sería un torbellino.
Como mi madre, Gudrun, yo flaquearía por el lado del
ego, que lo tendría mayúsculo, aunque bien merecido. A veces
también insegura, sobre todo cuando soplase el viento suizo del
sur, para unos foehn y tramontana para otros, y sensible a la
adulación tanto como a los delirios de grandeza, me apasionaría
el trabajo, no tanto el doméstico y de la construcción.
Mi educación los primeros años.
Reconfortados con tales augurios, mis padres se las prometían felices. No había tiempo que perder, era preciso comenzar ya a educarme, ante todo para evitar que tan dichosa promesa de futuros triunfos se viera malograda.
Claramente yo había nacido para la gloria, de modo que
más valía no correr innecesarios riesgos. Ante todo era preciso
educarme en el santo temor de Dios, de quien depende incluso
hasta el menor estremecerse al viento de una brizna de yerba.
Como queda dicho, el signo zodiacal de mi madre la
abocaba a mostrarse severa, no era partidaria de andarse con
mimos y se proponía ya desde la cuna mostrar mano firme y no
malcriarme. Educándome el cuerpo, es decir, castigándolo, ella
me enseñaría a comportarme como era debido, mientras mi
padre, dedicado profesionalmente a salvar a los otros, o lo que
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es lo mismo, a enseñarles el recto camino que conduce al cielo,
se encargaría de educarme preferentemente el alma, con ejemplos que viniesen a cuento.
Se entendía por educar a alguien el enseñarle a obedecer.
Novata en la fe, mi madre, Gudrun se mostraba fervorosa y se
ufanaba de que nadie le ganaba en devoción, así que se mostraba
más papista que el papa, gustaba de aprender de memoria las
sentencias bíblicas que oía en la iglesia y que a menudo repetía
el marido, y en especial recordaba que Salomón, cuya sabiduría
admiraba, recomendaba educar sin remilgos a los hijos.
Dale con la vara, decía en sus “Proverbios” aquel sabio,
pues de seguro no lo has de matar. No te prives de zurrarlo de
firme, que si tú no sabes por qué le pegas, de seguro él lo sabe.
Y añadía: unos buenos azotes a tiempo ahorran muchos duros
castigos futuros.
Gudrun oía aquellos consejos y no se cortaba ni un pelo;
tenía a orgullo el seguirlos al pie de la letra y no apartarse de
ellos ni un ápice. Nadie la acusaría de no ser buena madre y de
no saber criar a sus hijos. En aquello, nadie le daría lecciones.
Infelizmente, a su inclinación digamos ya dada y según
los astros innata, venía a añadirse el hecho de que era costumbre
entonces azotar sin pena a los hijos, todo el mundo lo hacía,
hasta el punto de que las madres atareadas, que no tenían tiempo
para ocuparse de tan bajos menesteres, contrataban los servicios
de una estricta ama, ducha en el arte de aplicar correcciones
corporales a los niños traviesos, ama que ofrecía sus buenos
oficios y prometía apoyarlos con las buenas referencias y
calificaciones que venían al caso.
No se me ahorró aquel tipo de formación temprana.
Salomón había sentenciado: El que ahorra la verga, odia
a su hijo; mas quien lo ama, aplica pronto el castigo. Y: Castiga
a tu hijo, porque aún hay esperanza; y que no te ablande su
dolor. Y más: La necedad se alberga en el corazón del
muchacho; la verga de la corrección la alejará de él.
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Persuadida mi madre -madre cristiana de entonces- de
que “en lo más íntimo de sí los niños se inclinaban al adulterio,
la fornicación, los deseos impuros, la lascivia, la ira, las riñas, la
glotonería y el odio”, estaba convencida de que había de
sujetarme con fuerza, para que no creciese torcida ni dada al
mal. De no hacerlo así, yo me arrancaría las orejas, con las uñas
me sacaría los ojos, me rompería los brazos y las piernas o me
manosearía las partes; sin duda me haría pedazos y como un
animal no dejaría de caminar a cuatro patas. Y lo que era peor, si
ella no me sujetaba, me rebelaría y descargaría sobre su cabeza
la furia que me poseía, pues era yo tan maligna que si me
consentía en exceso, no tardaría en hacerme dueña de mis
mismos padres.
De tal modo se pensaba cuando yo era niña. En opinión
de todo el mundo, los niños eran tan violentos que incluso había
que sujetarles firmemente la cabeza, para que no se la arrancaran
de cuajo ni dejasen vagar por el aire la mirada perdida, pues la
ociosidad era madre de todos los males y fuente de aberraciones
sin cuento la fantasía.
Las madres y amas de cría de entonces enfajaban y
ataban al crío con tanta fuerza que era milagro si dejado al lado
del hogar, enfajado y envuelto, el niño no se ahogaba o
asfixiaba. En todas partes se hacía lo mismo: Mi madre me
tendía en una tabla, me ponía una camisa o un áspero y arrugado
pañal, y sobre ellos enrollaba la faja. Me inmovilizaba contra el
pecho los bracitos, y luego me pasaba bajo los sobacos y
apretada la banda de tela, hasta las nalgas, hasta los pies, me
cubría la cabeza con un gorro y lo aseguraba todo con agujas.
Me ataba de tal forma que me impedía moverme, y creo que por
la misericordia de Dios no llegó a oprimirme tanto que no
pudiese respirar y me ahogase, y aun creo que el mismo Dios la
inspiraba para ponerme sobre un costado y que la saliva que se
me formaba en la boca vertiese hacia fuera y no me atragantase
con ella.
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Yo chillaba con todas mis fuerzas y pataleaba contra
aquella atadura, y para hacerme callar a mi madre no se le
ocurría cosa mejor que cogerme en brazos y acunarme sin
contemplaciones, con sacudidas violentas, lo que las más de las
veces no servía de nada, porque yo seguía gritando. Entonces
ella, para acallar mis berridos, con el pedazo de trapo que tenía
más a mano hacía una bola y me la metía en la boca, con lo cual
no me asfixiaba por poco y a punto estaba de sofocarme y
ahogarme. Por otra parte, me sujetaba con agujas el pañal y ni se
le ocurría la idea de que muy bien yo pudiera quejarme porque
alguna de ellas, mal colocada, me estuviese pinchando.
Además, como creía en el mal de ojo y en la envidia de
los espíritus malignos y de los malintencionados vecinos, me
encerraba todo el día a oscuras en un cuarto apartado, y para que
nadie me viese, me cubría la cara con un paño; luego, y para
contrarrestar la malquerencia posible ajena, me metía entre la
ropa objetos metálicos punzantes, sin pensar en el riesgo que
todo aquello significaba para mi bienestar.
Por esos años, todo el mundo tenía miedo de todo y de
todos. También, por las razones ya dichas, para evitar la
malquerencia y la envidia, mi madre ahuyentaba los malos
espíritus frotándome con sal, que me irritaba terriblemente la
piel, y me untaba los pezones con excrementos, me obligaba a
beber mis propios orines y hacía que las visitas escupieran en
ellos y dijeran: ¡Aj, qué fea y horrible niña!
Me daba de comer sin quitarme el pañal y nunca me
lavaba; he pasado días enteros envuelta en mis excrementos, y si
lloraba, no me hacía ningún caso y me dejaba llorar tendida en
la paja que hacía de cama, me abandonaba en un rincón o me
colgaba, así enfajada y envuelta, de un clavo de la pared,
durante horas, mientras ella se ocupaba de sus cosas.
De nada servían las recomendaciones de algunos que
más entendidos o simplemente sensibles insistían en que se nos
lavase a los niños y no se nos dejase en nuestras heces, por lo
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que durante el primer año de mi vida por lo general se me vio
cubierta de mierda de pies a cabeza, apestosa, pestilente, inflamada la piel y llena de úlceras hasta el punto de que con sólo
tocarme se me hacía gritar de dolor.
No fui de las que peor lo pasaron, pues en muchos
lugares y para combatir las supuestamente violentas inclinaciones innatas del niño, se lo mantenía atado a una tabla incluso
hasta que había cumplido los tres años.
Mi madre me enfajaba a conciencia, para que en los
momentos en que nadie me mirase, no se me ocurriese hacer
cosas malas, diabluras, como era fuerza que todos los niños las
hiciéramos, pues pasaba como cosa sabida que a todos nos
poseía el demonio; y así atada y sujeta me dejaba colgada de un
clavo y se olvidaba de mí. Creo que de esa manera supe ya de
muy buena hora lo que significaba padecer en silencio, como
callado y sin quejarse había padecido en la cruz nuestro divino
redentor, y allí, inmóvil y quieta, ya desde muy temprano
comencé a rezar sin cansarme los misterios dolorosos del santo
rosario, que pronto aprendí de memoria, moviendo apenas los
labios y musitando tan solo las plegarias del rito, para no
molestar con ruidos inoportunos ni infantiles balbuceos a mi
madre o a cualquiera que por ventura acertara a estar en la casa.
Mis padres tenían la costumbre de rezar el rosario en
familia al caer de la noche. Todos juntos en el cuarto principal
de la casa que hacía de sala, recitaban el padrenuestro y las ave
marías, y terminaban todo con la letanía.
Me castigaba mi madre
También mi madre me pegó por lo menos el doble que
mi padre, y cuando creyeron que se me debía castigar, ella lo
hizo mucho más a menudo que él. Después he sabido de niñas
que ya en la edad madura habían escrito diarios o confesiones en
las que contaban sus años primeros:
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–“¡Mujer extraña, mi madre!”–describía una de ellas.
“Los niños despertaban en ella la ira y el deseo de vengarse; los
golpeaba y los arrojaba contra las paredes, las sillas, el suelo”.
–“Mi madre seguía escrupulosamente el consejo de los
educadores y no ahorraba la vara; tanto era así que a menudo me
pegó sin otro motivo que el verme amoratada debido al frío
reinante; y tanto si lo merecía como si no, podía estar segura yo
de que todos los días, sin faltar ni uno, se me corregiría”.
–“Mamá nos pegaba por el menor motivo. No se limitaba
a darnos unas palmadas en el culo, sino que a veces nos azotaba
con un látigo. Las marcas nos duraban varios días”.
–“Mamá me azotó a menudo. Para no mimarme, todas
las mañanas me pegaba; si por la mañana le faltaba el tiempo,
me pegaba por la tarde, raramente después de las cuatro”.
–A veces mi madre no tenía tiempo de pegarme, y otras
se quejaba de que al darme por la mañana una tunda, se había
hecho daño en la espalda, porque yo había pataleado y ella se
había baldado, de modo que recurría a una profesional que por
un módico precio se ofrecía para pegar a los niños; o se ponía de
acuerdo con un vigilante de calles que había conocido, para que
me castigara una vez por semana, tanto si yo lo había merecido
como si no”.
Los entendidos en el asunto aconsejaban a las madres:
“una vez cumplido un año e incluso antes, hay que enseñar al
niño a temer la vara y llorar en silencio; acostúmbrelo a hacer
sin chistar lo que se le ordene azotándolo todas la veces que
haga falta. El mismo Dios lo ha dispuesto dando a la madre el
poder para hacerlo y poniendo en sus manos a un pequeño
indefenso. Si un hijo desobedece, hay que causarle dolor
corporal tan sostenido e invariable que en su mente se asocien
ya para siempre la desobediencia y el dolor”– decía otro. “Y
dado que el niño depende necesariamente de sus padres, no se
quejará de quien lo haya lastimado… Por más que la madre le
pegue, el niño la busca y la quiere por encima de todo”.
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Ya en el vientre de la madre se pegaba a los niños. Mi
padre no pegaba a mi madre; pero por lo general los maridos
golpeaban a capricho a la esposa, y eran más de un tercio del
total las así maltratadas, abuso que aumentaba durante la preñez.
La única ley al respecto que figuraba en los libros se refería al
tamaño máximo permitido de la vara empleada.
Una vez nacidos los hijos, la mitad o más de las madres
empezaban a pegarles ya antes de que hubiesen cumplido ni un
año. Como declaraba una madre a respecto del suyo:
–“Antes de que aprendiese a hablar…acabé con sus
caprichos. Aún no había cumplido un año y ya temía la vara. En
casa raramente se oía el odioso ruido del lloro de un niño y por
lo general la familia vivía en tal silencio y quietud que
cualquiera hubiera apostado a que en ella no había ninguno”.
Aunque el pequeño no llorase y para que obedeciera
bastase con que la madre lo mirara, no se debía renunciar a
azotarlo con ganas, y nunca se empezaría demasiado pronto,
como en el caso de esta madre y su hijo de 4 meses de edad:
–“Le pegué hasta que tuvo morado todo el cuerpo y ya
no pude más, y él no cedió ni un milímetro”.
Aun si el niño lloraba porque no se sentía bien, había que
azotarlo:
–“Antes de cumplir un año de edad y cuando lloraba, ya
empezamos a corregir a nuestra hijita. Le hemos enseñado a
controlar sus sentimientos. Incluso si llora porque se siente mal,
le pegamos con la vara hasta que se domina y se calma”.
–“Los niños –se decía– deben siempre mostrarse sumisos y obedientes… Ha de conseguírselo pronto, o después será
muy difícil”.
Y añadía otra madre:
–“Tienes que empezar a azotarlos cuando aun son
demasiado pequeños para recordarlo y guardarte rencor”.
Tiempos duros aquellos. Se podía apedrear a los hijos
hasta matarlos si no se los controlaba. Un autor había escrito:
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–“Está puesto en razón que los padres regañen a sus
hijos…que los golpeen, que les causen dolor, que los envíen a
prisión…Si a pesar de todo todavía se rebelan, la ley les permite castigarlos matándolos”.
Los antiguos romanos azotaban en público a los niños;
en Esparta no era raro que los mayores les pegasen hasta matarlos. En las “confesiones” que como las de san Agustín nos
habían llegado, se leía cosas como ésta:
–“Junto a la puerta estaba el látigo de adiestrar a los
perros; la correa de cuero en que se afilaba la cuchilla de afeitar
colgaba de un clavo en la pared de la cocina; y en un rincón, la
pala de sacudir la colada. Mi madre no tenía ya ni que usarla; si
nos mostrábamos traviesos, le bastaba mirar hacia el rincón para
que nos calmásemos”.
Probablemente para no sentirse demasiado culpable, a
menudo y mientras me azotaba, mi madre me obligaba a alabar
a Dios en voz alta. Disfrutaba cuando me hacía mostrarle el culo
desnudo y pedirle que me castigase azotándome.
Un teólogo se extasiaba ante la sabiduría divina “que
había dado nalgas a los pequeños para que se los pudiese azotar
sin hacerles daño irreparable”.
Tras la paliza, mi madre me obligaba a agradecerle que
me la hubiese dado, y a besarle la mano con que me había castigado, o la baqueta o pala de amasar, o la vara y el látigo que en
su lugar hubiese empleado.
Mi padre dejaba hacer a mi madre y a veces si le
remordía en exceso la conciencia nos recordaba el trato que él
mismo había recibido primero en su casa y más tarde en el
monasterio al que se lo había entregado:
– “También a mi me educaron de ese modo –confesaba;
nuestra madre nos obligaba a dejar de llorar y dar gracias al palo
con el que pretendía doblegar nuestro ánimo”.
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Un episodio de tantos.
Contaré un episodio. Yo era aún muy joven, rondaría los
6 años. Una mañana mi hermano menor y yo jugábamos
despreocupados sin pensar en nada en especial, cuando uno de
los dos –no recuerdo quien- propuso intercambiásemos la ropa:
él se pondría mi blusa y mi falda y yo me pondría su zamarra y
pantalones. Y sin pensarlo dos veces así lo hicimos.
Nos movimos un poco por allí y todo habría ido bien, sin
más consecuencias, si no fuera porque se nos ocurrió exhibirnos
en público. Salimos a la calle y dejamos que los paseantes nos
vieran. Unos se reían, otros sonreían tan sólo y pasaban de largo.
Atraída por la algazara, mi madre se asomó a la puerta y
nos vio. La tengo presente. Ella no se rió ni sonrió. De pronto le
vi en la cara aquella expresión de dura rigidez que algunas veces
ponía, un aire de determinación inflexible, como si apretara los
dientes y se prometiera antes morir que ceder, nos cogió del
brazo y sin decir palabra nos arrastró de vuelta al interior. Mi
hermano consiguió escabullirse. A mí me llevó a la cocina.
Allí sin ni siquiera levantar la voz me dijo: “bájate esos
calzones con los que pareces sentirte tan a gusto”. Yo me quedé
quieta, como si no la hubiera oído o no hubiese entendido lo que
me decía. Arrimó una silla, se sentó en ella y tras mirarme con
calma repitió: “¡Bájate los pantalones! ¡No volveré a decírtelo!
No lo repetiré dos veces”.
Sin apartar de ella la vista, empecé a desnudarme. Tuve
la impresión de que nunca acababa, como si yo misma me
contemplara hacerlo, me bajé los calzones prestados y me los
quité por los pies. Los dejé tirados por tierra.
De nuevo me miró e hizo una mueca. “No de ese modo,
pequeña” –me dijo, con un acento en el que advertí el fastidio y
la ira. “Hazlo bien, recógelos y dóblalos como se debe”.
Los alcé del suelo y la obedecí. “Veo que aprendes”. Y
luego: “Bájate también esas bragas”. No vacilé un momento.
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Estiré el elástico de la cintura y sin pensar en lo que hacía, me
incliné hacia delante y me las fui quitando.
Me quedé quieta, me sentía avergonzada y ridícula y
esperé a que siguiera hablando. Me pareció que sonreía y dejó la
habitación. Al poco rato volvió. Traía en la mano una de
aquellas palas de madera con las que se sacudía la ropa tendida a
secar. Con decisión arrastró al centro del cuarto una silla, se
arremangó las faldas y se sentó frente a mí. Yo estaba de pie y
sentía una mezcla de aprensión y bochorno.
Tras acomodarse en el asiento, me señaló su regazo. Con
la mirada baja y sin apartarla de sus blancas y macizas piernas
me le acerqué. Sabía lo que me esperaba y un escalofrío de
angustia me recorrió la espalda. Me vio vacilar e impaciente se
golpeó con la pala los muslos, como si quisiera recordarme lo
que antes me había advertido.
Tragué saliva, me eché hacia delante y doblé las rodillas. Sabía que en cuanto la tocase, ella notaría mi miedo. Me
dejé caer despacio sobre sus muslos. Estaba ya en la posición
requerida. Me pasó suavemente la mano por las nalgas y sentí
estremecérseme las carnes, de la cabeza a los pies, con placer y
pánico mezclados. “Bien, mi pequeña” –me dijo, mientras con
los dedos me recorría las corvas. “Ya estás cómoda”.
Tenía razón. Me humillaba aquella situación, me trataba
como si no le importasen mis sentimientos, mi dignidad, mi
confusión y vergüenza la traían sin cuidado; pero era verdad, yo
estaba cómoda. Me levantó la camisa y me dejó al aire las
nalgas y las piernas, a merced de la pala amenazante. “Los niños
no han de sentirse cómodos cuando se los castiga” –me dijo. Me
pareció que se regodeaba en mi apuro. “Se supone que los niños
han de arrepentirse cuando han hecho algo mal. Ahora no te
arrepientes; pero te arrepentirás, te lo aseguro”.
No le contesté. Esperaba que añadiera algo más. No lo
hizo. Las palabras sobraban. La pala aterrizó en mi trasero con
un ruido parecido al de un libro que desde gran altura cayera
59
plano al suelo de madera. La fuerza del golpe me apretó aun más
contra sus muslos. Por un momento se me nubló la visión,
mientras por un costado me subía el dolor. Mi madre ni siquiera
se detuvo para tomar aliento. ‘Plaf’. Antes incluso de que
hubiese respirado tras el golpe primero, la pala aterrizó en mi
otra nalga y de nuevo sentí la quemazón insufrible. Me
sorprendió lo mucho que dolían tan sólo dos golpes. Lo peor era
que la cosa no había hecho más que empezar.
“¡Ay!” –grité. “Me ha dolido”. Con voz enronquecida mi
madre se rió por lo bajo. “Mi pequeña ya no se siente tan
cómoda” –dijo. “Empieza a aprender la lección”.
No añadió nada más. La pala que agarraba con firmeza
hablaba por ella. El mensaje de sus descargas eléctricas me
llegaba claro. Ni siquiera se me dejó descansar un momento; sin
darme una tregua, la pala descargó en mi trasero. “¡Cómo
escuece!” –pensé. Era aun peor que eso. Sentí como si con un
tizón encendido alguien me quemase las carnes.
No tardé mucho en dar alaridos. Después de una docena
de golpes sentía en llamas todo el trasero. Para no echar las
manos atrás, me agarré a las patas de la silla. Con las piernas
pateé el aire. Entonces la cosa empeoró. Mi madre comenzó a
golpear de nuevo las zonas que ya había golpeado. El sentimiento de quemazón se multiplicó. Entre golpe y golpe yo no
podía pensar en otra cosa que en el dolor que sentía. La pala
golpeaba una y otra vez y el ardor aumentaba. El trasero me
dolía tanto que incluso una leve caricia me hubiera hecho saltar
de agonía. Pero lejos de acariciarme, mi madre no se detenía.
Pese a mis gritos, quejas y pataleos, no dejó de pegarme.
Siguió castigándome con aquella pala maldita hasta que
incapaz de sufrirlo por más tiempo sentí que se me nublaba la
vista. Se me llenaron de lágrimas los ojos mientras alargaba la
mano y procuraba protegerme las corvas. “Por favor”, imploré,
“basta ya, basta ya, no lo aguanto más”. Entonces mi madre se
detuvo. Al ver que dejaba de pegarme pensé por un momento
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que había acabado. Respiré hondamente y le dije que lo sentía
mucho. Me equivocaba. “Levántate” –me ordenó. De un salto
me enderecé. Eché las manos atrás y traté de aliviar con ellas el
palpitante dolor. Tan distraída me acariciaba las nalgas que no
percibí cómo ella me empujaba para ponerme entre las piernas.
No me di cuenta de lo que sucedía hasta que de nuevo me
forzaba a doblarme.
“¿Qué pasa?” –exclamé. No se detuvo hasta que me tuvo
plegada sobre uno de sus muslos. Me hallaba doblada en dos en
ángulo agudo, y tocaba con la cabeza el suelo. Sentí luego que
con la otra pierna ella empujaba hacia dentro las mías para
colocarme en la posición adecuada. “Todavía no he terminado,
pequeña” –me dijo. “Sólo has empezado a aprender la lección”.
Me dio la impresión de que se reía entre dientes.
“No” –grité. “No lo haré más, lo prometo”. Y con la
mano traté de protegerme el trasero. Ella me la agarró con las
suyas y me la dobló a la espalda. Rocé el suelo con la frente y de
nuevo la pala me golpeó en una nalga. Con la pierna y el brazo
izquierdos mi madre me mantenía inmóvil. Incapaz de
moverme, mi trasero levantado ofrecía un blanco perfecto.
En mi vida me he sentido tan impotente. Luché y me
agité, pero de nada me valió; mi madre seguía pegándome. Yo
ya no pensaba en otra cosa que no fuera el culo. Sentía insensible el resto del cuerpo. A medida que recibían los golpes, las
nalgas parecieron hinchárseme y empezar a latir. Finalmente caí
en la cuenta de que había dejado ya de resistirme y de patalear.
Estaba llorando; sentí las lágrimas mojarme las mejillas y su
sabor salado en los labios. Imploré piedad; con los sollozos
mezclaba súplicas entrecortadas. Me sentí abandonada y absorbí
cada golpe. Dejé de sentirme el trasero. Sentía solamente un
dolor sordo que con cada golpe nuevo parecía venir de más
hondo. Me pareció que había estado allí desde siempre.
Entonces mi madre paró. Dejó de pegarme y descansó la pala en
61
mi espalda. Me mantuvo firmemente sujeta mientras pasaba la
mano sobre la zona dolorida.
“Me parece que ahora te arrepientes de veras” –me dijo.
“¡Ayyy!” –lloré yo con indecible desconsuelo. “Ya no
más, ya no más” –le dije con voz que entrecortaban los sollozos. El acento era el de un niño que ha sido malo y trata de
aplacar a un padre enfadado. “Creo que has aprendido la
lección” –me dijo mi madre.
Sollocé de nuevo y me atraganté al querer responderle.
“Sí” –le dije entre sollozos. “La he aprendido, la he aprendido”.
“Bien” –aprobó. “Una vez te hayas puesto de pie, te arrodillarás
y me darás las gracias. Luego besarás la pala y le agradecerás la
lección que te ha dado”. Aunque el culo me seguía ardiendo
atrozmente, me di cuenta de la degradación que me imponía. Me
resistí a obedecerla. “No” –le dije. “No quiero, no quiero”.
“Ya veo que me equivocaba” –contestó. “Todavía no
has aprendido la lección”.
Ya no usó la pala; la mano desnuda fue suficiente. Me
palmeó primero una nalga, la otra después. No necesitó pegarme con fuerza. No fue necesario. Aun el golpe más ligero volvía
insufrible el dolor que sentía. “Basta” –grité. “Basta; lo haré; lo
haré.” No me hizo caso. A despecho de mis protestas y gritos,
me golpeó una docena de veces antes de detenerse. Me mantuvo
sujeta unos instantes. “Ahora te soltaré” –me dijo. Dejó de
agarrarme la muñeca y separó las piernas con que me había
impedido moverme.
Al fin libre, me caí al suelo. Me levanté, me temblaban
las piernas y apenas me tenía en pie. Con las manos me cubría el
trasero mientras brincaba y saltaba de un lado a otro de la
habitación. De nada servía. Sin poder evitarlo, me estremecía de
dolor. Dejó que me agitara unos segundos antes de llamarme al
orden diciendo secamente: “No te he dado permiso para saltar y
gritar”. “Te he dicho lo que tienes que hacer. ¿No querrás que
mañana vuelva a pegarte, verdad?” –añadió.
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No le presté atención. El dolor era todavía insoportable.
Seguí dando brincos y cubriéndome con las manos el trasero.
Habló de nuevo. “Si no paras inmediatamente, volveré a ponerte sobre mis rodillas y te daré otra zurra.”Me forcé a quedarme
quieta y acercarme. Separó las piernas y me hizo un hueco entre
ellas. Doblé las rodillas hasta el suelo. Sentí a mis costados las
suyas. Me sujetaba con ellas. Levanté la mirada y vi que
sostenía la pala en el aire justo ante mis labios. Quise hablar y
no pude. Tragué saliva y la miré. Me contemplaba inflexible y
supe que no me quedaba otro remedio que obedecer. “Gracias” –
le dije atragantándome. “Gracias por haberme corregido”. Me
callé. “Ahora, la pala” –añadió con tono imperioso. “Gracias
también a la pala” –me tembló la voz. Alargué la mano para
sujetarla y la besé. La sentí tibia, como si aún conservase el
calor de los golpes. “¡Gracias!” –dije al objeto insensible.
“¡Gracias por la lección que me has dado!”
Alcé la vista de nuevo. Mi madre sonreía. Le había
divertido la escena. Con la sonrisa me decía que ya nunca yo
sería dueña de mí misma y que la situación se repetiría todas las
veces que ella quisiera. Me atrajo a sí y me acarició la espalda.
Suavemente me ayudó a ponerme en pie. “Ven” –me dijo. “Te
pondré una crema, te curaré las ampollas”. Me tocó suavemente
el dolorido trasero y cogiéndome de la mano me llevó fuera de
la habitación.
Después del castigo, todo halago parece doble, sobre
todo cuando ambos proceden de la misma persona.
Me había hecho suya. Tuve la dolorosa conciencia de
que me iba a ser muy difícil olvidar lo ocurrido y lo que era aun
más triste que llegaría a desear sus palizas.
Amamos con horror y odiamos con un amor inexplicable
aquello que nos procuró los máximos pesares y dificultades.
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El castigo corporal era eficaz
Para aprender la virtud, nada igualaba al castigo. De san
Romualdo se contaba que había buscado a un maestro que lo
dirigiera por la senda del bien, y habiéndolo encontrado en el
anacoreta Marino, éste lo obligaba a recitar de corrido los
salmos, como se recitaba en la escuela el llamado Donatus, una
especie de cartilla de primeras letras o catecismo de preguntas y
respuestas de aquellos años pasados. Muchas veces al joven
Romualdo se le trabucaba la lengua y al querer decir una cosa,
decía otra que no venía a cuento. Entonces el maestro Marino,
con la regla que siempre llevaba, le atizaba un reglazo en la
oreja izquierda. Así pasaban los días, el alumno aprendiendo,
enseñando aquel dómine. Hasta que en una ocasión el manso
Romualdo, cuya mansedumbre para aguantar sin protesta aquel
trato hubiera hoy llamado la atención por lo insólita, había dicho
a Marino: Maestro, de este lado siniestro ya no oigo nada; a
partir de ahora pegadme en el otro diestro, os lo ruego.
No se sabe si aquel maestro contestara alguna cosa.
Volviendo a mi madre, perdía el control cuando me
pegaba, le brillaban los ojos de furia, me daba en la cabeza con
los nudillos entre los que hacía asomar el dedo pulgar para que
el golpe me doliera más. Y a veces me pegaba en los oídos con
las dos manos al mismo tiempo, lo que me causaba en ellos un
dolor espantoso. O me agarraba de las orejas y me las retorcía
hasta que me hacía gritar de dolor.
No le gustaba que yo aguantase sin gritar ni quejarme.
Insistía hasta que me hacía llorar. Aunque se tenía por buena y
se vanagloriaba de que frente a ella las había mucho peores,
señalaba la necesidad de castigarme “hasta que la reja del arado
de la corrección abriese surcos hondos en mis espaldas”.
Era ducha en metáforas crueles.
Los flagelantes profesionales que contrataba mi madre
disfrutaban preparando la escena:
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Disponían una mesa estrecha, alargada y sólida, correas,
almohadones y una buena y larga vara flexible de abedul, y me
decían que me fuese quitando la ropa. Si yo gritaba, me daban
más golpes. Si me esforzaba en aguantar sin quejarme, tal vez
me premiaban dándome diez golpes en lugar de doce.
Las leyes no castigaban la crueldad con los hijos, a no
ser que se les causaran la muerte. Una madre aclaraba:
“Si se azota a un niño hasta hacerlo sangrar, de seguro no
lo olvidará, pero si se lo mata a golpes, interviene la autoridad”.
Ya que se nos castigaba con los mismos objetos con que
se azotaba a los criminales y a los esclavos, cabía usar látigos,
palas, cañas de bambú, barras de hierro, gato de nueve colas,
manojos de varas… lo que se tuviese a mano. Se advertía a los
padres que podrían pegar a sus hijos sin riesgo de matarlos si
evitaban golpearles la cabeza o la cara o como si fuesen sacos de
patatas golpearlos con bastones, etc., bastaba con darles con la
vara en las nalgas o los flancos, con lo cual seguro no morirían.
Otras maneras de formar a los niños
En nuestras vidas la tortura era un hecho cotidiano.
Muchos actos corrientes que por usuales a nadie llamaban la
atención, sólo eran torturas. Casi desde el mismo momento en
que nací, mi madre me bañó en agua helada. No se le ocurría
pensar que el congelarme fuera igual a torturarme. En lo más
crudo del invierno me llevaba al cercano Rin helado y me
obligaba a sumergirme en él; lo hacía en nombre de la tradición;
era una fiesta. En la capa de hielo de la superficie abría un
agujero y en la poza resultante me metía y me cubría de nieve.
En torno los adultos se reían y armaban jolgorio. Nadie tomaba
en cuenta mi llanto y mis protestas. Nadie se fijaba en el dolor
que se me reflejaba en la cara.
Bañar a los niños en agua helada era práctica corriente;
cuanto mas frío el baño, mejor.
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-“La madre llevó al patio al bebé desnudo y un puchero
de agua caliente, vertió el agua en la nieve para derretirla e hizo
un charco que pudiera servirle como recipiente de baño durante
varios días; lo único que tenia que hacer de un día para el otro
era romper la costra de hielo” –contaba indiferente alguno.
El choque era brutal; por la mañana en todas las casas se
oía los gritos horribles de los pequeños a los que se despertaba
para bañarlos en aquella agua gélida. Así como sumergiendo en
agua fría el acero al rojo se lo templa, el niño bañado en agua
helada se endurece. Cuando mi madre me bañaba, se tapaba los
oídos con lo que tuviera a mano, para no escuchar mis gritos; me
preparaba para la dureza de la vida.
Un clérigo de entonces recomendaba a los padres lavar a
diario en agua fría los pies de sus hijos, para que la excesiva
blandura del trato no los corrompiese, y hacerles llevar calzado
tan fino que entrase en ellos el agua, y sayos y túnicas que les
hiciesen sentir frío continuamente.
Todo el mundo era adepto de estas prácticas de
endurecimiento. Para fortalecer a sus hijos, los pueblos que
vivían más al este solían mandarlos a la cama envueltos en
paños fríos y húmedos; en otros lugares se los hacía sentar horas
seguidas con los pies mojados.
Las madres se mostraban insensibles a los sufrimientos
de sus hijos; a menudo y en algunas partes los bañaban en agua
hirviendo y no veían que los abrasaban malamente.
También era común entre los padres el lanzarse uno al
otro los hijos por el aire, como si fuera una pelota, y se contaba
que un hermano del emperador, al que por broma se lanzó de
una ventana a otra, se les fue de las manos a quienes lo tenían y
se estrelló contra el suelo.
En muchos lugares se bautizaba a los niños metiéndolos
en agua helada. Era costumbre, era virtud. En una ocasión el
niño se soltó de las manos del sacerdote, el agua lo arrastró y el
pequeño se ahogó: “Dadme el siguiente”, gritó aquel hombre de
66
Dios, mientras el padre y la madre no acertaban a contener su
alegría…porque el bebé se había ido derecho al cielo.
Mi madre me hacía dormir con las manos atadas; y para
enseñarme el autodominio me obligaba a llevar corsés de
espinas de pescado, collares de acero y pijamas de hierro, y me
forzaba a sentarme horas enteras en un cepo, sujeta a una tabla.
Cuando ya fui algo mayor quiso acostumbrarme a llevar
siempre alta la cabeza. Lo consideraba propio de la gente de
cuna elevada. Con cuerdas y palos fabricó una especie de arnés
y me lo colocó de tal forma que cuando bajaba descuidada la
cabeza, sentía en el pelo un doloroso tirón.
Igualmente era cosa ordinaria que se nos encerrara
durante horas en un armario o a solas en un cuartucho oscuro.
Unas veces para sacarnos de en medio y que no estorbáramos;
otras, para castigarnos por alguna falta real o ficticia, o
simplemente por pura disciplina.
Con lavativas diarias, se nos purgaba a menudo, pues se
alegaba que convenía hacerlo ante de darnos de comer, para que
el alimento nuevo no se mezclase con las heces del viejo.
Mi madre no me acostaba nunca sin recomendarme
pensar en la muerte y en los eternos tormentos del infierno. Más
de una vez mis padres me llevaron a presenciar ejecuciones
públicas, y de vuelta en casa me azotaron para que se me
quedara bien grabado en el ánimo lo que había visto.
Se nos asustaba y metía el miedo en el cuerpo amenazándonos con monstruos que nos llevarían si nos portábamos
mal, el hombre del saco, el sacauntos, duendecillos aviesos,
pájaros que nos arrancarían a tiras la carne, y así por el estilo.
Los que me cuidaban se disfrazaban de fiera y lanzaban
gritos para amedrentarme y hacían como que iban a comerme.
Se contaba de una madre que había tenido cuatro hijas y
las cuatro se le habían suicidado. Las llamaron las vírgenes
suicidas. Después la madre decía a todo el que quería oírla: “No
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entiendo por qué se han suicidado mis hijas, les di mucho amor,
mi casa estaba llena de amor”.
Yo era la favorita de mi madre; me pegaba a diario.
Yo crecía en virtudes y gracia a los ojos de Dios
Dios causa mayor dolor a los que más ama.
Con esta educación cristiana y severa que mi madre me
daba, además de la que mi padre añadía, yo crecía en virtudes y
gracia a los ojos de Dios.
Como Jesucristo en Nazaret, en mi lugar humilde yo
crecía y me fortalecía y la gracia de Dios estaba conmigo.
Mis padres echaron así los cimientos de mi virtud posterior. Queda dicho que muy pronto aprendí a padecer en
silencio y a rezar con la boca callada. No gustaba nada a mis
padres el oírme gritar. Los sacaba de quicio.
En otro cualquiera esta educación hubiera causado verdaderos estragos; mas por especial deferencia divina, ya desde el
mismo momento en que nací quiso Dios mostrarme su amor.
Muy pronto di señales de haber sido elegida para un destino
incomún. Dios me prefería y muy temprano se manifestaba en
mí. Recién nacida y entregada al cuidado de un ama de cría, me
negué a mamar de sus pechos porque era una mujer de vida
desarreglada y mundana. En cambio tomaba muy bien el pecho
de mi madre y de otras mujeres honestas. Y cuando empecé a
gatear, alababa a Dios. Con mis pañales ya hacía milagros, pues
no era menester lavarlos; tan pronto me los quitaba mi madre,
como por arte de magia aparecían de nuevo planchados y
limpios. También con el agua en que me bañaba ocurrían milagros; con ella regaba las plantas del huerto y el fruto que daban
alcanzaba dos veces el tamaño normal. Y mis caquitas desprendían un olor dulcísimo, como el que exhalaban muertos muchos
siervos de Dios.
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Según después me contaron, no cumplidos aún los tres
años yo hablaba con perfecta claridad y corrección el latín de mi
casa, como una persona mayor con estudios, y mi bondad y
devoción a tan corta edad llamaban la atención de quienquiera
que fuese.
No terminaba aquí la cosa. En cierta ocasión, cuando yo
tenía dos años y medio de edad, mi madre contaba a las vecinas
lo orgullosa que estaba de mí y les decía: Juana es muy activa,
se mueve todo el tiempo, se comporta como una niña mayor.
Limpia la casa, quita el polvo de mi cuarto, barre el suelo del
suyo… incluso quiere ayudarme a hacer la comida, pero creo
que para eso todavía es muy joven. A veces se pensaría que es
un poco demasiado servicial. Antes que jugar en la calle con los
otros niños, prefiere ayudarme. Con ella no me aburro. Otros
niños se sientan en un rincón y se están en él como pasmarotes,
sin hacer nada. Aunque por la noche le gusta escuchar cuentos e
historias, a menudo se queda despierta hasta las dos o tres de la
mañana para echarme una mano en lo que haya que hacer. Y al
día siguiente se levanta a las siete y media o las ocho. Sólo echa
un sueñecito una vez cada dos o tres días. Si le ordeno algo,
obedece enseguida. Se hace la propia cama, cuando le digo que
la haga. Si algún día no tiene ganas, le ofrezco un dulce, una
golosina, y entonces consiente. Y si por acaso se resiste y
enfurruña, la mando a su cuarto y no la dejo salir hasta que
cambia de humor. Aun hay más, si me ve cansada y que me he
echado un momento, piensa que por su causa he enfermado, y
entonces me trae un cojín y sábanas limpias, y un vaso de agua:
es muy considerada. También lo es con los otros. Ayuda a una
mujer que hace poco tuvo un bebé, lo baña y le pone polvos de
talco; si lo oye llorar, enseguida busca la mamadera. En una
ocasión, cuando no la encontró, cogió un cazo de leche que yo
había guardado y trató de que bebiera de él. A veces lo mece en
la cuna y le canta una nana. Se muestra muy protectora del
pequeño. Si los otros niños le preguntan por él, les responde que
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duerme, porque tiene miedo de que no sepan tratarlo con
delicadeza, y de un empujón aparta a los más brutos. Recoge los
pañales sucios y trae otros limpios. Una vez quiso cambiárselos
ella al bebé, pero se equivocó y lo hizo mal. Me cuesta reñirle.
Sin embargo, ayer le di una buena pasada, por algo que me
molestó; le basta con el tono de mi voz, para saber si estoy
enfadada. Si quiero que entre en razón, le señalo una correa que
cuelga de un clavo y se tranquiliza. Aunque en una ocasión, que
yo había salido, quiso bañar al bebé, pero el agua estaba
demasiado caliente y lo abrasó. También mi otro hijo, el menor
de los dos, de pequeño era muy dispuesto, aunque no tanto como
Juana. Con sólo veintitrés meses, él ya pasaba el paño y
limpiaba el polvo de los muebles. He tenido suerte; todos ellos
me han quitado mucha carga de encima
Así se refería mi madre a nosotros. Y se ha dicho de mí
que a los cuatro años “continuamente, sin cansarme, sonreía con
los ojos y en ellos se leía un buenos días cordial”.
Mi rebeldía temprana
De hacer caso a los que dicen haber guardado memoria
de ello, ya desde el principio todo en mí era privilegiado, milagroso y sobrenatural. Con sólo una palabra conseguí que las
aguas de un arroyo contaminado se depurasen. Hacía de barro
figuras de aves que, lanzadas al aire, volaban, y hasta se ha
dicho que resucité a un niño que se había caído del tejado al que
se había subido y se había golpeado la cabeza contra el suelo,
con lo cual había muerto. Mas yo lo había llamado por su
nombre y él se había puesto de pie sano y salvo, como si nada le
hubiera ocurrido. Y otra vez, en la tienda de un vecino, que era
tintorero, pues en el pueblo muchos practicaban ese oficio,
jugando metí las manos en una cuba de azul índigo. Enfadado el
dueño me riñó; más yo, para compensarlo por el daño, fui
sacando de la tina uno a uno los paños que él me indicaba, y del
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color que quería. Asombrado aquel hombre terminó dando
gracias a Dios por haberme llevado hasta allí.
Una tarde en que en la plaza jugábamos a representar
escenas de las Escrituras sagradas, un niño de mi edad me dijo
que le gustaría embarcarse conmigo y los demás animales, una
pareja de cada especie, en el arca de Noé. Para complacerlo, y
tras modelar allí mismo con barro aquel navío, le pedí que
cerrara los ojos y cogidos los dos de la mano entráramos en él.
Así lo hizo y tan vivamente sintió que el juego se volvía
realidad, que dando un grito se soltó y me miró como quien ve
visiones. El encanto se rompió y de nuevo no fuimos todos otra
cosa que unos chiquillos que se divertían y alborotaban la calle.
Mas cumplidos los seis, atravesé una crisis que amenazó
malograr los augurios. Al parecer me dio por cometer las
diabluras que los más sabios decían inevitables en los niños. Lo
chismorreaban las vecinas, más o menos furiosas según la categoría y dimensiones de mi última travesura. Hice que un
amiguito de juegos que no me caía bien, se marchitase como un
arbusto seco, y que se cayese muerto redondo otro que en un
descuido me empujó por la espalda. Los menos benévolos me
acusaban de estar poseída. Mis padres no gustaban de oírlo. Al
parecer en una ocasión mi madre se había echado a llorar desconsolada porque una vecina le había dicho que yo era muy
mala, de la mismísima piel del diablo. Lo que no impedía que en
otro momento una visita inesperada la hubiese sorprendido
cuando con una tabla de madera me azotaba el cándido culo.
Pero yo, tan bonita con mis ojos dulces, mis trenzas
apretadas y mi nariz perfecta, era una niña sana, exuberante y
dispuesta a pasarlo bien y, sobre todo, a imponerme a cuantos
me rodeaban. Linda y pizpireta y la menor de cuatro hermanos,
la gente puntillosa me tachaba de dominante y voluble. Al mismo tiempo y aunque parezca contradictorio, también llamaba la
atención por la piedad, cosa que se explica si se tiene en cuenta
que con mis hermanos se me educaba en un medio devoto.
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Una vez oculta en un rincón hacía examen de conciencia
y me pedía cuentas de mi conducta durante la semana. No había
sido de las peores: me había emperrado en que se me llevase a
un sorteo con ocasión del carnaval y me llevaron; me salí con la
mía. Luego, como mis hermanos no querían asistir a unos cultos
que yo había ideado (unas letanías cantadas ante una frágil
estatuilla de barro colorado de la Virgen), les había dado un
violento empellón. Cuando supe que uno de mis primos se iba a
divertir demasiado en los festejos de esos días, lo invité a jugar y
con un cuchillo lo herí levemente en un muslo, con lo cual no le
quedó más remedio que meterse en la cama y quedarse sin
diversión. Seguro que en todo el carnaval ya no iría a los
caballitos ni a las barracas de feria. Pero lo hice por su bien.
A veces yo dirigía las plegarias en familia. Un día mi
hermana no quiso acudir, porque ocupada con sus mundillos
hacía encajes; entonces yo de una patada mandé rodando
escaleras abajo sus blondas y carretes, bolillos y lanzaderas...
Tenía mal genio, yo.
Durante un invierno fui a patinar con mis amigos y
atravesándome intencionadamente en el camino de uno de ellos
lo hice caer. Golpeó el hielo con tal violencia que se rompió una
costilla del costado derecho.
Ahí empezó su martirio. Nadie fue capaz de sanarlo. La
herida se le enconó y le afectó todo el cuerpo. Lo que a todos
había parecido un infortunado accidente, al final se reveló uno
de los insondables planes del Altísimo. Porque de aquel niño
herido salió después una persona que por la mansedumbre ante
el sufrimiento habría de dar ejemplo a todos.
Vivió años tendido en la cama y sus dolores pertinaces
parecían aumentar constantemente. Algunos sospechaban que
fingía y quería hacerse el interesante. También se pensó en que
tal vez lo poseyera el diablo. Para probarlo, un sacerdote quiso
darle la comunión con una hostia sin consagrar, pero él vio el
engaño y lo llevó a avergonzarse de su falta de fe.
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Dios lo recompensó haciendo que sintiera en la oración
un placer maravilloso, y también con visiones. Muchos milagros ocurrieron a un costado de su cama. Rezando el Salterio
Mariano, antecedente del santo rosario a la Virgen, se vio como
de su boca le brotaban rosas con las avemarías. Un célebre
predicador lo contempló en espíritu y acudió a visitarlo. El
piadoso Arnold, abad de Fulda, lo trató como a un amigo.
Desde los 15 años hasta morir, padeció todo dolor; de la
cabeza a los pies padecía y estaba muy demacrado. La mañana
de un día de Pascua se encontraba en contemplación profunda y
vio como el mismo Cristo le preparaba la Extremaunción.
Murió con la fragancia de una gran santidad. Se demostró así que Dios escribía recto con renglones torcidos. Y que ni
una brizna de hierba se mueve sin que Él lo haya dispuesto. Lo
que no impide que yo lo ignorara cuando con aquella mi malicia infantil había provocado el desastre.
En su actividad como evangelista mi padre se iba dando
a conocer y nos instalamos con más comodidad. A veces convidábamos a otros, y a mí siempre me parecían excesivos aquellos grandes platos de viandas ofrecidas a quienes en sus casas
se hartaban. Antes de la fiesta y sin pensarlo dos veces, recogía
para los pobres cuanto me parecía oportuno. Los demás se
amoscaban y no ponían buena cara a la que llamaban mi manía,
pues los mortificaba ver disminuida su esplendidez y largueza.
Yo tenía entonces mucho orgullo y presunción.
Por especial misericordia de Dios aquella temprana
rebeldía, si así cabe llamarla, fue desapareciendo y ya mi mayor
gusto era oír a mamá y a papá leer las vidas de los Santos.
Mis devociones primeras
A los seis años la Virgen me invitó a vivir agradando a
Dios. A los siete prometí emplear en orar todo mi tiempo libre,
sin juegos ni diversiones frívolas, y vi a la Reina de los cielos. Y
73
como santa Rosa antes que yo, a los ocho no me entregaba a los
pasatiempos de mi edad, sino que rezaba ante toda imagen
piadosa, aunque prefería a la Virgen. También ayunaba, apenas
comía y corría detrás de los pobres a darles limosna. No en vano
y según el libro santo, Tobit había dicho a Tobías, su hijo, antes
de enviarlo a cobrar una deuda atrasada: “La limosna libra del
pecado y de la muerte y no deja entrar al alma en las tinieblas”.
A esa edad prediqué una homilía y conmoví a todos los
presentes. El rector del seminario diocesano no aprobó que una
niña diera lecciones de doctrina a los profesionales, por lo que
reprochó a mis padres que no me ataran corto y no me enseñaran
con la palmeta más a menudo el debido respeto a los superiores.
Lo miré fijamente y aunque estaba sano, aquella misma noche
reventó. Corrió el rumor de que yo tenía poderes sobrenaturales
y había que guardarse de mí. Lo negué rotundamente. Ya dejo
apuntado que un chiquillo de la vecindad haciéndose pasar por
un camello me había embestido en el hombro y allí mismo, unos
instantes después, murió por la coz de un asno desmandado al
que justamente había picado un tábano.
Se hubiera dicho que me mostraba en exceso vengativa.
Un gran fervor me embargaba y el deseo de recogimiento. Hablaba a una imagen de la Virgen y el Niño, pero no me
respondían. Me quejaba a ellos. Un día el Señor se avino a mis
deseos, la imagen se animó y la Virgen, viva, palpitante, me
puso en las manos al Niño Jesús. Y yo les pregunté: “¿Por qué
no me hacíais caso?”. A lo cual y en silencio se sonrieron.
A los diez años asistí a un sermón de cuaresma que
predicaba un popular misionero. Fueron tales el ardor y la
elocuencia con que aquel santo sacerdote habló de la Pasión y
Muerte de Cristo; lo hizo con tan arrebatadora emoción, que
todos los asistentes estallaron en sollozos y varios padecieron
lipotimias a las que no obstante se acudió con alivio inmediato.
Los gemidos eran tales y la algarabía fue tanta que no hubo otro
remedio que interrumpir la función.
74
En lo que a mí se refiere, nuestro Redentor me prendó.
En adelante mi devoción preferida sería la de Jesucristo Crucificado. Un día ante un crucifijo chorreante de sangre, oí que
Nuestro Señor me decía: “Mira en qué estado me encuentro, hija
mía”. ¿Quién te puso así? –le pregunté; y Él me respondió–
“Los que tienen en menos mi amor y se burlan de él”. Desde ese
día me propuse hacer que todos amaran más a Jesucristo.
Me impresionaban mucho los mártires, y la sangre que
habían vertido san Andrés, san Sebastián, santa Úrsula y sus
11.000 vírgenes se me subía a la cabeza. Lo veía todo rojo, y
como más tarde habría de hacer en Hungría la condesa Bathory,
que tres veces a la semana se bañaba en la sangre de siervas
impúberes escogidas expresamente para el caso, deseaba yo
nadar en sangre en espíritu, ya que el hacerlo en carne mortal
hubiera sido un tanto excesivo.
Me cautivaban los horrendos martirios que tantos siervos
y siervas de Dios habían padecido a manos paganas.
Desde el púlpito los predicadores tronaban contra las
doctrinas odiosas que los herejes defendían. Contra Gotescalco,
para quien en el trato con Dios sobraban los intermediarios, y
contra los arrianos, que tercos todavía en sus infamias se
resistían a darse por vencidos y reconocer en Él tres personas en
pie de igualdad, y los pintaban como otros tantos precitos, que
equivale a decir réprobos o condenados a las penas del infierno.
Tres siglos antes y en más de doscientas homilías, san
Cesáreo de Arlès se había distinguido en las Galias aterrorizando con el Juicio Final a los fieles. Con atronadora facundia
evocaba ante ellos el tribunal de Cristo, Juez eterno y severo, y
su dura e inapelable sentencia. Era un terrorista intelectual.
Aun cuando dormía, y pese a que no acababa de entender el significado exacto de “eterno”, me acudían a la imaginación aquellos desventurados que en las llamas del infierno se
retorcían presa de inenarrables dolores. Preguntaba a mi madre
y ella me decía que "eterno" quería decir "para siempre jamás".
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También en lo que leía se tocaba tercamente la misma
tecla, la del eterno castigo, y me era casi imposible apartar el
pensamiento de que pena y gloria fuesen para siempre. Cavilaba mucho acerca de ello y me gustaba decirme a menudo: “Para
siempre, para siempre, para siempre”. Después he pensado que
el Señor se complacía en que yo pronunciase esto mucho rato,
porque de esa manera ya en la niñez se me imprimía en el alma
el camino de la santidad.
Según un libro de ejemplos piadosos que mi padre solía
leernos, en una ocasión se había aparecido a un devoto un alma
del purgatorio y como el visitado quisiese saber acerca de los
tormentos que en aquel lugar se padecía, el alma en pena le
había pedido que alargase la mano; así lo hizo el otro y en ella
le vertió el atormentado una gota de sudor que se la taladró de
parte a parte como si fuera de hierro o plomo fundidos.
Si bien sabíamos que los otros niños de nuestra edad no
se comportaban como nosotros, mi hermano menor y yo gustábamos de escondernos en algún rincón y hablar de Dios y la
salvación de las almas. Entre otras cosas nos decíamos que los
mártires “compraban muy barato el ir a gozar del paraíso” y
deseábamos ser como ellos, no porque amásemos especialmente a Dios, sino para disfrutar cuanto antes de la gloria celestial de que ellos disfrutaban.
Aunque modesta y sin pretensiones, en nuestra iglesia
parroquial abundaban los retablos y cuadros que representaban
con todo detalle los tormentos infernales y los del Purgatorio,
además de los que padecían muchos mártires cristianos. Tendido en unas parrillas se asaba a san Lorenzo, de debajo salían
unas llamas que le lamían el cuerpo, las brasas parecían vivas,
cárdenas las lenguas de fuego, tan bien pintadas que aun el sólo
verlas me asustaba; aquella generosa carne que el calor quemaba y tostaba; las entrañas del santo se entreabrían y al resplandor brillaban las vísceras; caía en las ascuas la grasa derretida y
las apagaba.
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En otra tabla desollaban vivo a un san Bartolomé al que
tras dejarlo en cueros y atarlo habían tendido en una mesa. Más
allá apedreaban con los guijos de un pedregal a un san Esteban,
cuyo rostro sangraba, tenía descalabrada la cabeza, movía a
compasión al que lo mirase, él estaba arrodillado y sin descomponerse rezaba por los verdugos que lo lapidaban. Y también
había un Cristo en la cruz, desnudo, hecho un mar de sangre,
marcado de azotes el cuerpo, inflamado el agónico rostro, desfigurado, nublados los ojos, torcida la boca, alanceado el costado.
Fascinada, me paraba a contemplar tanta escena sangrienta, y si los primeros días me causaba escalofríos y horror
aquel espectáculo, poco a poco me fui haciendo a él; de vuelta
en la casa lo echaba de menos, y si no me había complacido un
rato en aquellas representaciones devotas, sentía la falta de algo.
Creo que incluso las carnes de niña se me estremecían, con una
mezcla de miedo, de asco y de un placer desconocido y extraño.
La imaginación no me dejaba dormir. Me ponía ante los
ojos el retablo de un Purgatorio piadoso que había en uno de los
altares laterales de la pequeña iglesia local. Aquellos hombres y
mujeres desnudos inmersos hasta la cintura en un lago de fuego,
me impresionaban lo indecible; la Virgen y los ángeles se
inclinaban hacia ellos y tendiéndoles un escapulario del Carmen
rescataban a algunos.
Muchas noches he alborotado la casa con mis gritos tras
despertar de una pesadilla en la que me creía en el infierno. Mis
padres y mis hermanos tenían que acudir a tranquilizarme. Me
angustiaba tanto el asunto todo, que todavía niña, ofrecí por las
ánimas sacrificios, limosnas y rosarios. Rezaba mis oraciones
arrodillada sobre unas piedrecillas que para mortificarme
extendía en el suelo. Una noche en la que las campanas de las
muchas iglesias del lugar parecían doblar eternamente, para
siempre, para siempre, encontré la paz sólo cuando olvidada de
mí pedí a la Virgen que me tomase como rehén y sacase del
abismo a los más necesitados.
77
Cap. 3. De la infancia a la adolescencia
Me educan en el sufrimiento
Ya he dicho de qué manera me educaba mi madre. Y
Joannes Anglicus, John, el inglés, mi padre, no le iba a la zaga:
también él me educaba, pero a su manera, menos cruenta y
dolorosa que la de Gudrun, pero igualmente eficaz.
Por la noche, sentado a la cabecera del camastro donde
yo descansaba y antes de que me durmiera, me leía las vidas de
los innumerables santos y santas que por especial misericordia
de Dios pueblan las celestiales mansiones; las tomaba del
martirologio de san Beda, uno de los más populares del
momento. Tales martirologios abundaban; se llamaba así a una
especie de libritos en los que se catalogaba los santos,
confesores, mártires y vírgenes que por sus virtudes habían dado
edificante ejemplo en el pasado. Con paciencia, tesón y
caligrafía esmerada se los copiaba en los escritorios de las
abadías.
A fuer de hombre austero y penitente, mi padre sentía
especial predilección por los mártires, que en el santoral se
llama confesores, y por todos aquellos que renunciando al mundo habían vivido apartados de sus vanidades y pompas.
Para comenzar por el principio, pues como dijera san
Juan evangelista “en el principio era el Verbo”, y porque era
hombre versado en el hacer las cosas tal como había que hacerlas, es decir, siguiendo el orden adecuado, mi padre empezó a
edificarme leyéndome acerca de los anacoretas que otrora
habían poblado el desierto egipcio.
He de aclarar que se llamaba anacoretas a las personas
que vivían en aislamiento y entregadas a la contemplación y a la
penitencia. Incapaces de soportar las duras condiciones de la
vida en las ciudades, huían al yermo, dónde vivían castigándose
hasta que como a todos los demás les llegaba la hora fatal.
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–Para que veas que esta vida no es un lecho de rosas,
sino un valle de lágrimas, atiende, hija mía, a los ejemplos que
tantos bienaventurados varones y hembras te ofrecen –junto a
los haces de paja que me servían de colchón me dijo la primera
noche; mira pues como San Sisino vivió tres años inmóvil en
una tumba, «sin sentarse ni tenderse o dar un solo paso». Y ¡oh
maravilla! La circulación no se le resintió. No sentía hormigueos en las piernas ni nada que se le pareciese. Ni por falta de
ejercicio padeció después del corazón. Quizá porque comía poco
y sólo alimentos crudos, naturales, o escasamente cocidos. Lo
que una vez más demuestra que en contra de lo que tantos
ignorantes afirman, ha de ocuparse uno de la salud del alma y
dejar a Dios el cuidado del cuerpo. Pues ¿de qué ha de servirnos ganar todo el mundo, si al final perdemos el alma? De nada,
es obvio.
No le fue a la zaga San Marón, que vegetó once años en
el tronco de un árbol hueco, quizá un roble ya viejo y añoso,
cuyo interior erizaban extrañamente enormes espinas exóticas
que le impedían cualquier movimiento, so pena de pincharse y
sangrar, al igual que lo estorbaban las piedras que de la frente le
pendían, como de ella les penden monedas de plata de países
diversos a las mujeres de algunos pueblos salvajes. Pero ellas se
adornan para parecer más bellas a los ojos de los mozos de la
tribu, y no se mortifican, como lo hacía el santo. De él habría de
provenir andando el tiempo la Iron Maiden o doncella de hierro,
el diabólico artilugio consistente en una efigie femenina hueca
cuyo interior revestían metálicas y afiladísimas agujas y en la
que para darles tormento metían a los herejes los inquisidores.
Más tarde la tendrían como parte de su mobiliario profesional
las madamas de las casas de lenocinio o alcahueterías sadomasoquistas. Como es bien sabido, se llamaba alcahuetar a la
práctica de solicitar por cuenta de otro a una mujer u hombre,
según los casos, para fines lascivos, es decir, los que tienen que
ver con la cama y sus juegos eróticos.
79
Santa Marana y santa Zita cargaban con tantas cadenas que sólo avanzaban plegadas bajo el peso; sin que se sepa de
dónde las habían sacado, ni si estaban hechas de metal o de otra
cosa, porque por entonces el hierro andaba escaso, que no había
altos hornos, y se lo utilizaba mayormente para fines prácticos,
como el de mantener a los esclavos en su sitio y que no se
alzaran y evadieran; y así vivieron ellas cuarenta y dos años sin
que al parecer les padeciera la columna ni las aquejara en las
articulaciones la artrosis de la tercera edad. También san
Acépsimo llevaba sobre sí tal carga de hierros desechados como
chatarra, que cuando para beber salía de su gruta, debía caminar
a cuatro patas, al igual que los demás animales cuadrúpedos, y
nunca levantó cabeza. Durante tres años san Eusebio vivió en
un estanque que por el calor estuvo seco tanto tiempo, y solía
arrastrar el peso de veinte libras de cadenas de bronce oxidado
amarillento; le habían salido por casi nada, porque adelantándose a su tiempo prefería reciclar a tirar, de modo que les
añadió primero las cincuenta que llevaba el divino Agapito y
después las ochenta que arrastraba el gran Marciano.
– ¡Oh varones ejemplares y hembras, merecedores del
asombro y espanto que causan a quienes en los tiempos que
corren somos incapaces de mostrar parejo heroísmo! Así nos
señalaron el recto camino que conduce a la sempiterna gloria
inmarcesible, es decir, que no se marchita –musitaba para sí
aquel padre amante. Y proseguía leyendo:
Toda su vida se ejercitó en el amor al santo desprecio
san Sisoe, de modo que recorría los senderos y veredas en busca
de quien lo insultara y le escupiera a la cara, en lo que no
siempre tenía éxito, porque él solía vivir en despoblado. También santa Isidora, en el primer monasterio femenino fundado
en el desierto, aspiraba a sólo una cosa: que se la despreciase sin
tregua. Odiaba el amor propio, que otros llamaban autoestima.
Cubierta de míseros andrajos y sin calzarse nunca los pies, pasó
la vida en la cocina del monasterio, y se alimentaba de las migas
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de pan que con una esponja recogía del suelo, y del agua de
fregar las cacerolas.
–Fíjate, hija mía, –me decía ahora mi padre- que ya a
finales del siglo IV y en las regiones desérticas tan sólo de
Egipto vivían 24.000 ascetas. Una verdadera multitud o ejército
divino cuyas filas formaban y cuyas batallas libraban. «Como
muertos en su tumba» estaban en lugares subterráneos, moraban en chozas de ramaje, en oquedades sin otra abertura que un
agujero para reptar hasta ellas, tan estrechas que no podían ni
estirar las piernas. Cual otros tantos trogloditas se acuclillaban
en grandes rocas, empinados taludes, grutas, celdas minúsculas,
jaulas, cubiles de fieras y troncos de árboles secos, o bien se
encaramaban a columnas. Vivían como animales salvajes, pues
ya san Antonio, el primero de los monjes cristianos, había
ordenado llevar una vida de animal. Y dado que según los antiguos ascetas, el auténtico ayuno consiste en el hambre permanente, y cuanto más opulento el cuerpo, más exigua el alma, con
los dedos entresacaban del estiércol de camello un grano de
cebada, y a lo largo de días e incluso semanas se abstenían de
cualquier alimento, sin padecer escorbuto, anemia o debilidad.
- Desde que vine al desierto, no comí lechugas ni otras
verduras, ni fruta, ni uvas, ni carne, ni mucho menos pescado; y
jamás he tomado un baño –confesaba orgulloso el monje
Evagrio Póntico; pues el hambre, la suciedad y las lágrimas
conducen a Dios. Dios no se hace el finolis con sus adoradores.
Un tal Onofre decía de sí: «Hace siete años que duermo
en las montañas; me alimento de lolium y hojas de los árboles;
no he visto nunca a una persona». Entre búfalos vivía Pablo
Tamueh: «Convivo con ellos, y como ellos me alimento de la
hierba del campo. En invierno me acuesto a su lado y me
calientan con el aliento; en verano se apiñan y me dan sombra».
Juan Egipciano vivió cincuenta años en una choza, y como los
pájaros, sólo comía granos y bebía agua. Dos años, Juan el
Exiguo regó un palo seco plantado en el desierto, aunque tenía
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que traer el agua de un manantial a más de una hora de camino
del lugar. Finalmente el palo milagroso rebrotó y aun se dice
que todavía puede verlo todo aquel que lo busque con fe.
En general se afirmaba que el monje debía ser un animal
obediente dotado de razón. El eremita ambulante Besarión no
entró nunca en poblado, y mientras como un holandés errante o
yanqui Globe Trotter caminaba sin rumbo, lloraba día y noche.
Nada le dolía, ni gemía por los males del mundo, sino por el
pecado original y la culpa de nuestros primeros padres.
Llegado aquí y anegados en lágrimas los compasivos
ojos, John, mi padre, observó que yo ya dormía, y aunque como
Jesucristo había reprochado a sus discípulos que en Getsemaní
no hubiesen velado con él toda la noche en santa oración, se me
hubiera podido reprochar a mí que no hubiera aguantado hasta el
final la lectura, a fuer de buen padre decidió permitirme dormir
y dejar para otra de las muchas noches aún por venir la lectura
de lo que quedaba por leer de vidas de santos.
Apagó la candela y tras depositar en mi frente pura un
cándido beso se retiró a dormir con Gudrun.
Llegada la noche siguiente, de nuevo emprendió la tarea
de educarme en el santo temor de Dios, de modo que prosiguió
donde había quedado.
–Camino distinto para ganar el Reino de los cielos emprendían en Siria y otras regiones los pasturantes, que otros han
llamado pascolantes, de pasco, pacer –me leyó con voz reposada mi padre. -San Efrén –continuó- doctor de la Iglesia,
también llamado cítara del Espíritu santo, decía de ellos: «En
compañía de los animales salvajes y como si ellos mismos lo
fuesen, recorren sin destino fijo los desiertos. Pacen como los
caballos». Casi desnudos, tal como al mundo vinieran, hombres
y mujeres pacían como los animales. Incluso su porte externo
tenía mucho de bestia, pues apenas veían a una persona huían, y
si se les perseguía, escapaban con increíble celeridad y se ocultaban en lugares inaccesibles. Muy bien se pasaba toda una vida
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cristiana comiendo hierba a cuatro patas. A orillas del mar
Muerto y del todo desnudo, el venerable Apa Sofronías pació
setenta años. El pacer se convirtió en pía profesión, en vocación. Un anacoreta se presentó con estas palabras: «Yo soy
Pedro, el que pace a orillas del río Jordán». En la comarca de
Chimezana no quedó para los animales nada que comer, porque
los eremitas pascolantes habían dejado pelado el terreno, de
modo que los campesinos los persiguieron hasta las grutas y sin
dejarlos salir los hicieron perecer de hambre.
Especial ejemplo había dado el abad san Shenute, que
junto con el afamado Antonio fue uno de los que primero reunió bajo un mismo techo y una misma Regla a aquellos ascetas,
cuyas faltas se castigaba a latigazos, y se dice que por la noche
los gritos de los castigados no dejaban a nadie dormir.
Mi padre me habla de los mártires
Y así noche tras noche llevaba a cabo mi padre su piadosa labor. Por fin, cuando me creyó ya preparada para asimilar
alimentos más sustanciosos, empezó a leerme vidas de mártires,
aquellas gentes heroicas que no habían vacilado en dar la vida
antes que el brazo a torcer. Para empezar me habló de las santas
Fe, Esperanza y Caridad,
Sabiduría, una matrona romana, había tenido tres hijas, a
las que había bautizado con los nombres de Fe, Esperanza,
Caridad. En griego se llamaba Sofía a la madre, y Pistis, Elpis y
Agapé respectivamente a las tres hijas. En tiempos del emperador Adriano se las había martirizado. Se había decapitado a la
hija mayor, santa Fe, que tenía entonces doce años; sus hermanas, Santa Esperanza, de diez años, y santa Caridad, de
nueve, habían salido ilesas de un horno ardiente y por eso se les
había cortado la cabeza.
También era digna de mi devota admiración santa
Epifanía, una doncella siciliana del siglo II nacida en Marrue-
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cos, donde había alcanzado la palma del martirio, pues en el
circo la había despedazado un toro furioso.
Asimismo en el norte de África santa Marcia se había
retirado a vivir en la paz de la selva, mas los infieles paganos, a
quienes irritaba la mansedumbre ejemplar que mostraba ante las
vejaciones de que ellos la hacían objeto, no la habían dejado
tranquila y en el circo la habían echado a los leones; pero no se
sabe si por hallarse ya hartos de carne cristiana o por otro
motivo, aquellas fieras no se ocuparon de ella, por lo que se la
expuso a la acometida de un toro verriondo, que es lo mismo
que decir excitado, el cual se limitó a darle con las astas un mal
topetazo, de modo que al final la dieron de comer a un leopardo
atigrado, que sin hacerle ascos, como habían hecho los otros, se
la zampó de un bocado y de ese modo la mandó para el cielo, en
donde nadie padece.
En Nicea de Bitinia, allá por el Asia Menor, santa
Teódota había sido madre de san Evodio, a quien había hecho
matar a palos el gobernador Nicecio. El Prefecto Lucacio la
pidió en buena coyunda, pero ella, de vuelta ya de amoríos, lo
rechazó y él la denunció, con lo que se la martirizó, junto con
tres de sus hijos, arrojándolos a un horno ardiente, del que a
diferencia de lo que según el relato bíblico había pasado con
Daniel y sus compañeros, ninguno escapó.
En otra ocasión, el presbítero Fructuoso y sus diáconos
estaban en prisión y se los había condenado a morir en el
anfiteatro quemados como teas resinosas. A las diez de la
mañana de su último día, los carceleros les habían ofrecido de
comer, pero él les había respondido, por sí y por los otros, que
no tenían por costumbre romper antes de las tres de la tarde el
ayuno, y que de todas maneras, aun agradeciéndoles la generosa atención, aquel mismo día ya tomarían todos en el cielo un
sabroso banquete.
Sin más incidente, se los llevó a la pira, que ya estaba
encendida. Mas en el tormento estuvo con ellos la Trinidad
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santísima: el Padre no los abandonó, el Hijo los auxilió y el
Espíritu santo los acompañó en medio de las llamas.
El fuego les quemó las cuerdas que les sujetaban los
brazos, y como si de un raro sortilegio se tratase, ellos los alzaron en cruz, por lo que muchos, más supersticiosos que el
término medio, temieron les sucediera algún daño, mas nada
ocurrió, y así abrasados los santos subieron al cielo.
En otro lugar, arrojaron al rincón más tenebroso de una
oscura mazmorra a Vicente, mártir también, y lo ataron a unas
cadenas ya viejas y usadas y no nada limpias. Mas de pronto,
sonada ya la medianoche, se iluminó el calabozo con luz
celestial monocroma, quedó sembrado de flores primaverales el
suelo, el santo se vio tendido en un lecho mullido y que de lo
alto los ángeles descendían a su lado y lo recreaban con celestes
armonías, mientras uno de ellos le decía animoso: “¡Levántate,
ínclito mártir, y como compañero nuestro únete a los coros
celestes!”
Lo que él hizo sin permitirse ni siquiera la vacilación
más breve; y aunque sin exhalar una queja había soportado los
tormentos que los sayones le habían infligido, no resistió el goce
anticipado de la felicidad celestial que así se le ofrecía y en
aquel mismo instante respiró por última vez y rindió cuentas a
Dios.
Cuando por la mañana sus verdugos lo hallaron muerto,
se sintieron defraudados de la diversión que a su costa esperaban, de modo que para vengarse lo expusieron desnudo a la vista
de la plebe en las escaleras que en Roma se llamaba gemonías,
en las cuales se acostumbraba arrojar el cadáver de aquellos a
los que por conspirar contra el Estado se había castigado a la
pena capital.
Pero el Señor, que vela por los suyos, no permitió que el
cuerpo sagrado de su siervo fuera mancillado, y envió un cuervo negrísimo que a feroces picotazos lo defendía de la voracidad de los perros y otras bestias asquerosas que querían darse un
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festín con los restos. Entonces aquellos esbirros ataron al
cadáver una piedra pesada y lo arrojaron al río, pero en lugar de
hundirse hasta el fondo, como todos contaban y suele pasar si no
ocurre un milagro, flotó sobre las aguas y una ola que se levantó
en aquel momento lo transportó suavemente hasta depositarlo en
la orilla. Con lo que sus hermanos en el Señor acudieron a
recogerlo y darle cristiana sepultura en las catacumbas.
¿Y qué decir de los tres pequeños mártires, Laurencio y
sus hermanas Cristeta y Sabina, que se habían negado a
quemar incienso ante las estatuas de mármol y bronce de los
emperadores romanos tenidos por dioses? Se los flageló, se los
torturó, se los hizo objeto de inauditas sevicias, que es lo mismo
que decir crueldad excesiva y malos tratos, pero ellos
perseveraron en sus cánticos de alabanza a Jesucristo hasta que,
exasperados, los groseros esbirros de aquellas autoridades
malvadas les rompieron la cabeza golpeándolos contra las duras
piedras y esparciéndoles por tierra los blanquecinos sesos.
Los magistrados paganos habían prohibido que se les
diese cristiana sepultura, pero una monstruosa serpiente, que
desde hacía algún tiempo y con sus demoníacos estragos atemorizaba a la región, se había constituido en guardiana de los
inocentes cadáveres. No sólo espantaba a las aves de rapiña, que
en aquella carroña que la incipiente corrupción ponía en su
punto se las prometían felices y darse un festín, sino también a
los profanadores de intenciones aviesas, e incluso un judío, que
se arriesgó a acercarse más allá de los límites que la decencia
marcaba, sólo invocando el nombre de Jesús y haciendo al
monstruo promesa formal de convertirse ipso facto al
cristianismo, que es lo mismo que decir sin perder un instante,
se libró de que aquel ofidio que el Señor había enviado lo
deglutiera así de una pieza.
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El idealismo de la pubertad
Los días transcurrían y por especial concesión del Dios
verdadero no me dañaban los ayunos frecuentes ni las mortificaciones corporales, de modo que crecía y me fortalecía, me
subía a los árboles, montaba un poney chiquito, delicia de
poney, tiraba con arco a cuantas cosas veía, me bañaba desnuda
en una acequia cercana y al mismo tiempo escuchando a mi
padre y contemplándolo y padeciendo la educación que me daba
mi madre, iba absorbiendo los rudimentos del arte de convertir a
los paganos a la fe verdadera.
Pero me adelanto a los acontecimientos. Por aquellos
años, cuando yo contaba apenas 10, me invadieron las ansias de
martirio; quería ir a tierras de moros a predicarles el santo
evangelio y que allí se me persiguiese e insultase, se me arrojase
a la cara coles podridas y si preciso fuere excrementos, para
padecer por el amor de Dios y luego incluso morir.
Sin embargo Dios lo dispuso de otra manera.
Tan pronto me di cuenta de que debido a mi corta edad
era difícil si no imposible ir adonde me matasen por Dios, decidí
dejar por el momento aquella idea y sustituirla por la de ser
ermitaña, y en un huerto que había en la casa, siguiendo las
instrucciones de un manual que, a fuerza de probar y equivocarme, yo misma compuse, trataba como podía de hacer ermitas
poniendo unas piedrecillas y unas ramas de árboles que luego se
me desmoronaban, de modo que de ninguna manera me salía
con lo que quería. ¿Sería tan difícil alcanzar la gloria de santa
María Egipcíaca, cuyas terribles penitencias en el desierto
andaban en lenguas de todos, lo mismo que las de santa Cecilia,
santa Inés y tantas otras que fuera prolijo enumerar?
Siguiendo en mi empeño, me apropié de todos los trapos
que en la casa hallé y fundé una orden religiosa cuyo nombre he
olvidado. Disfrazada de monja, obligaba a mis hermanos a
seguir una regla que yo misma había ideado. Me nombré la
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priora. Con una palmada hacía que con los brazos en cruz las
otras “hermanas y hermanos” se arrodillaran, se levantaran o se
postraran con la frente en el suelo, a la manera de los mahometanos, lo que ellos hacían no sabiendo si burlarse de mí o
seguirme en la rara manía. Y para rezar mis muchas oraciones,
en especial las letanías del santo rosario, de que mi padre era
muy devoto, y así nos hacía serlo a todos, procuraba que nos
escondiésemos tras los balados y setos y en lugares ocultos.
Mi diversiones eran algo peculiares. Para pasar las
vacaciones del verano venían a Ingelheim los miembros de la
familia imperial, y dado que gracias a ella se me había bautizado con pompa y circunstancia en la iglesia primada, ahora se
me invitaba a menudo a su residencia estival en una isla del río.
Allí me encontraba con Bilequilda, que me llevaba 11 años y era
hija de la condesa del Main; estaba también Matilde, 22 años
mayor que yo, hija de Luis el Piadoso; y su hija Nantilde, de 14
años, su hermano Rannoux, de 19, Luitgarda, hija de
Cunigunda, también de 19, y sus hermanos, mayores que ella, y
Otto de Lorena, al que yo llevaba sólo un año, y Oda, que sólo
tenia 3 y era todavía pequeña, e Hildegarda, de solos 7, y
Ermengarda, que ya había hecho los 6.
El caso es que yo me había aficionado a levantar altarcitos y hacer ante ellos lo que hacían los sacerdotes del Señor, a
saber, cantar himnos, bendecir a los fieles, entonar los salmos
divinos, incensar el recinto e incluso predicar la doctrina. Me
encantaba el papel y todos los demás, incluso los mayores, me
dejaban hacer. Los mayores, con condescendencia, como si se
tratara de un capricho estrafalario mío; los más pequeños,
sometiéndose a mí, que me mostraba más decidida que ellos.
Una vez, un domingo, toda la tarde habíamos jugado,
éramos un grupo; y cuando ya oscurecía, llamé a todos para
repartirles yo misma la consabida merienda, que constaba de
almendras e higos, y en la temporada alguna manzana reineta de
las que crecían en los huertos vecinos. Cual reina en el trono y
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como la que pasados los siglos se llamaría Emmanuelle, me
había sentado en un sillón de mimbre de alto respaldo, los puse
en fila y los requerí a que uno por uno desfilasen ante mí; me
recuerdo sonriente, no me recuerdo amenazante, ni tampoco
adusta, sólo sonriente, y como condición para recibir aquel don
amistoso, les exigí que al llegar a mi altura, en acción de gracias
por el alimento que así sin especialmente merecerlo se les
concedía, rezasen un avemaría.
Alguno se negó; quería tan sólo coger la merienda y salir
corriendo a comerla en paz en un lugar apartado; no quiso
complacerme y pasar por el aro que yo le mostraba; pero calmosa y segura de mí misma me mantuve en mis trece y no le
daba el bocado si no transigía. No recuerdo si finalmente
claudicó o se mantuvo firme. Puede que al final cediera e hiciera
lo que yo le pedía, porque yo siempre terminaba imponiéndome.
Yo era pequeña.
Perdida y hallada en el Templo.
Todos los años mis padres iban a Maguncia a la feria de
octubre.
Apenas hube cumplido los 12, se pusieron en marcha y
como de costumbre se encaminaron a la capital a festejar la
efemérides. Terminada la fiesta, cuando se aprestaban a emprender el regreso, me echaron en falta, porque yo me había
quedado en la imperial ciudad. No les había pedido licencia ni
contaba con edad suficiente para pasar la noche fuera de casa, ya
que todavía las leyes no me consideraban emancipada de la
amorosa tutela. Ellos me creían en la comitiva de vuelta a los
lares y al fin de la primera jornada me buscaron entre los
parientes y los conocidos. Como no me hallaron, dieron media
vuelta y regresaron a indagar en la urbe. Al cabo de tres días me
encontraron en la Schola del obispo primado. Sentada en medio
de los prelados y abades allí reunidos, los escuchaba con
89
atención y les hacía preguntas. A todos los que me oían, encantaban mi inteligencia y mis atinadas respuestas. Mis padres se
quedaron traspuestos y mi madre me dijo:
–Hija, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te
hemos buscado angustiados; en estos tiempos inseguros
temíamos ya lo peor.
A lo que yo les contesté sentenciosa:
–¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que he de
ocuparme de mi vida futura e irme labrando un porvenir ya
desde ahora, cuanto antes mejor? Bien se ve que no estáis a mi
altura.
Pero ellos no comprendieron nada de lo que yo les decía.
De modo que los acompañé a Ingelheim y viví bajo su tutela.
Mi madre guardaba en su corazón estos recuerdos, y creo
que hoy le hubiese gustado tener constancia gráfica de mi
desarrollo.
Cuando mis padres hubieron hecho todas las cosas que
prescribía la ley religiosa de los tiempos, regresaron a su
modesta morada de Ingelheim.
Mis años de escuela
Todo esto pasó en mis años primeros. Luego vino la
escuela.
Durante la infancia viví en dos ambientes: el ambiente
religioso del hogar, con Gudrun y mi padre, en el que Jesucristo
y la Virgen y todos los santos ocupaban la escena, y el ambiente
del centro de estudios, no laico en rigor, pero al menos algo más
mundano y menos estrecho. Más tarde me costó conciliar las dos
opuestas visiones del mundo.
Mi madre era ambiciosa, se ufanaba de la categoría de
sus antepasados vascones y quería tratarse con la gente de pro.
Aprendí en casa las primeras letras, que en sus libros piadosos
ella principalmente me enseñó, pero una vez alcanzada la edad
90
necesaria, pensó en mandarme a la Schola palatina que en
Maguncia a imitación de Carlomagno mantenía abierta su hijo
Luis. La regían los canónigos de la catedral. No me costó mucho
ingresar, porque como ya he apuntado, la emperatriz Judith me
había tomado bajo su augusta protección. Debido a su influencia
se me admitió en las aulas. También como ya he dicho, el
emperador Carlomagno se había preocupado el primero de que
las mujeres recibieran instrucción, aunque de momento todo se
reducía a enseñarles a hilar la lana y otras actividades de índole
doméstica. Pero mi padre se había ocupado de darme instrucción
letrada. Alcanzada la edad escolar, yo ya leía de corrido, hablaba
el latín y la lengua vulgar y hasta tenía nociones de teología,
pues mi padre veía en mí a una futura diaconisa o por lo menos
a una continuadora de su labor de apostolado. El caso fue que se
me admitió en la escuela adjunta al palacio arzobispal de
Maguncia.
El canónigo prefecto de la escuela sostenía que estaba de
más enseñar a las mujeres lo que no fuese estrictamente
necesario a una esposa futura y madre de hijos, y en lo tocante a
mis conocimientos intelectuales no esperaba mucho de mí, de
modo que el primer día de clase y como me había precedido la
fama de mis letras precoces, me quiso probar delante de todos y
para ponerme en evidencia me preguntó si me parecía justo
competir en conocimientos con los hombres, pues como todo el
mundo sabía “las mujeres eran por naturaleza inferiores a ellos”.
A mí no me cupo el pan en el cuerpo y atreviéndome a más de lo
que de mi corta edad se esperaba, le había retrucado diciendo
que en principio nada se oponía a que ambos ocupasen puesto
parejo en la cuestión, dado que la inferioridad citada no era cosa
que saltase a la vista.
Queriendo zanjar definitivamente la cuestión y hacerme
callar de una vez por todas, aquel dómine pedante citó entonces
la autoridad de san Pablo, que al parecer había dicho aplomado
y seguro que las mujeres eran inferiores a los hombres en lo que
91
respetaba a la concepción, porque se había creado a Adán antes
que a Eva; lo eran también en el lugar que por nacimiento les
correspondía, porque Dios había hecho a Eva para dar a Adán
una compañera y sirviente; y por último les eran inferiores en lo
tocante al don de la voluntad, porque Eva había puesto de lado
la suya dejándose convencer por la serpiente y a sus instancias
comiendo la prohibida manzana.
Aquello no me había gustado nada y tampoco me habían
convencido las razones en apoyo de la tesis, de modo que me
atreví a responderle que lejos de aceptar dócilmente lo que se
atribuía a san Pablo, mejor fuera entender al revés todo el
asunto. En cuanto a la concepción, Eva superaba a Adán porque
se la había formado de una costilla de él, en tanto que a él se lo
había hecho de vulgar barro del suelo. En lo segundo, se había
creado en el paraíso a Eva, cuando a Adán se lo había creado
fuera. Y por fin, Eva había comido del árbol de la Ciencia
porque deseaba saber, en tanto que Adán la había comido sólo
para complacerla a ella. Era evidente, Eva superaba a Adán en
los tres aspectos, por más que hubiera dicho san Pablo.
Mi respuesta no había caído bien y me hice enemigos. Se
me llamó sabihonda y presuntuosa.
Me gustó ir a la escuela, en compañía de mis contemporáneos y conocidos. Yo estudiaba con la familia imperial.
En aquellos tiempos la vida escolar era dura. Nos levantábamos con el alba y tras hacer los petates, mojarnos con agua
helada la cara y el cuello y rezar las plegarias prescritas, tomábamos en silencio un desayuno frugal y aprendíamos luego a
usar toda clase de utensilios y herramientas. Nos enseñaban a
cultivar la tierra y atender una granja, así como también música
y matemáticas. Aprendíamos a contestar las preguntas del
Donatus y a levantar edificios. Al Donatus, cuadernillo de
preguntas y respuestas que había que saber de memoria, ya me
he referido. Hasta los tiempos del emperador Carlomagno, la
educación de los niños había sido más simple, se les enseñaba a
92
montar a caballo, a tirar al arco y a decir la verdad, y esto era
todo; pero después la cosa cambió.
Como queda apuntado, yo había aprendido en casa mis
primeras letras. Quizá por ser conversa reciente, como ya he
dicho, al principio mi madre se mostraba muy religiosa. Había
llenado de imágenes la casa, llevaba siempre puesto un escapulario, de Jesucristo o de la Virgen, ya no lo recuerdo, ni para
dormir se lo quitaba, y tenía estampas, tenía libros, tenía de todo
lo que fuera religioso; pero después, nacida yo, renegó de la
religión; había pedido a Dios otro marido, uno que no estuviera
ausente tanto tiempo; Dios no la oyó. Yo aprendí de ella cuanta
oración había. ¡Mucha religión me enseñó!
La instrucción habitual era muy rudimentaria, mucho
más la de las niñas. Rarísimos eran los que aprendían a leer y
escribir, y ya no digamos las cuentas; en general la población
era analfabeta. No sé si por suerte o por desgracia mi caso fue
diferente. Mis padres eran ellos mismos letrados. De modo que
empecé muy pronto el camino de la sabiduría. No bien
cumplidos los 4 años, ya mi padre me hizo memorizar todo el
evangelio de san Juan, y más de una vez me castigó si no repetía
con rapidez aquellas raras palabras ni las entendía. Ingresé
temerosa en la escuela palatina, todos la temían, pues era cosa
más que sabida que los maestros pegaban a sus pupilos; aunque
ya llegaba con el culo caliente, yo iba con un miedo, con un
miedo, no sé como decirlo; me enseñara mi madre, me calentara
el culo a base de bien, ya me enseñara ella las letras, y yo ya
leía, el que llamaban silabario, parecido al catón, me enseñó ella
a leer, me calentó la piel y me enseñó a leer.
Mi madre me comprara dos silabarios; para aprender las
primeras letras había el abecedario y el silabario, aquel de mi
mamá me ama y todo eso; y en la primera página tenía la figura
de Jesucristo; llamaban al silabario la cara de Cristo; fuimos a
coger centeno, mi madre y yo, y ella, para que no perdiera el
tiempo jugando, llevó el cuadernillo; yo no tenía ganas de estu-
93
diar, y por irme a dar un paseo o disimular que no estaba por la
labor, lo dejé en un montón de abono que había por allí, y una
cabra suelta, el aire movía las hojas, vino y se lo comió, la cara
de Cristo, lo comió la cabra; pero la astuta de mi madre me
había comprado dos. En aquel momento me contentó la hazaña
de la cabra; pero llegué a casa y, ¡ah, aquí tienes otro! Yo toda
alegre porque la cabra se me comiera el silabario y resulta que la
pilla de mi madre me comprara ya otro.
No se crea que en la escuela la vida fuera más fácil que
en casa. No más entrar en ella el ambiente asustaba. En el
mismo vestíbulo, en la pared frontera a la entrada, del suelo
hasta el techo, ocupaba todo el muro una figura de mujer de
amplios ropajes que supuestamente representaba la Sabiduría.
En la mano izquierda empuñaba unas tijeras de podar; en la
derecha, un látigo. Supuestamente con las tijeras extirpaba el
error y las falsas creencias, en tanto que con el látigo animaba a
aprender a los que se resistían. Tenía espesas las cejas, sombría
la mirada y curvados hacia abajo los labios, para dar a entender
que de ninguna manera toleraría bromas. Miraba amenazadora al
que osaba alzar los ojos para verla, y los suyos le transmitían un
mensaje imperioso de sumisión y obediencia.
Los primeros pasos en el camino de las letras no eran
fáciles, tanto si se los daba en el propio hogar, como en mi caso,
o en las distintas escuelas, de religiosos en su gran mayoría,
pues no se permitía a los seglares abrirlas; en ellas se azotaba a
los niños, pues se suponía que nadie aprendía nada si no era a
golpes. Según un maestro, “con el miedo se pone al pequeño en
disposición de prestar atención. Lo que uno aprende con miedo,
no lo olvida jamás”. En sus escritos san Agustín recordaba los
golpes que regularmente se le daba en la escuela y citaba los
potros de tormento y los ganchos y argollas de que se colgaba a
los más díscolos, y otros aparatos de tortura.
Se pegaba a los niños por cualquier error que cometiesen, como por ejemplo no distinguir del caso ablativo el dativo,
94
y a menudo se los flagelaba desnudos ante los otros escolares,
hasta hacerles sangre, y los profesores parecían disfrutar con el
castigo. Algunos maestros llevaban a sus cubículos a los niños
más bellos y cariñosos y tras golpearlos con la caña o la vara, les
manoseaban las partes.
Ningún niño comprendía el porqué de aquel maltrato:
– “Durante los primeros cinco o seis años se nos enseña a
cubrirnos la desnudez y las vergüenzas: y de pronto… un
maestro nos ordena quitarnos la ropa y no dejar nada oculto y
en mitad de la clase a la vista de todos nos da con el látigo”.
En su diario una niña escolar en un monasterio de
monjas había apuntado:
– “Con firmeza la superiora me sujetó bajo su brazo la
cabeza, y la hermana lega, morena de rojas mejillas, me azotó el
trasero con un látigo de tres puntas hasta que brotó la sangre de
las largas heridas y me desvanecí”.
En aquellos tiempos ningún niño se libraba de que le
pegaran, en el hogar, en la escuela, en el campo… de la infancia
a la adolescencia, todos padecíamos el síndrome del niño
maltratado. El Antiguo Testamento exige que se pegue a los
niños; y llega al extremo de recomendar se castigue con la pena
de muerte a todos los que maldigan a su padre o a su madre.
En las regiones más orientales del Imperio, los padres
castigaban a sus hijos con cien golpes de una caña de bambú,
arrancándoles trozos de carne con tenazas al rojo vivo o estrangulándolos. San Ambrosio elogiaba a los padres que no ahorraban la vara; san Agustín vivía aterrorizado por el látigo de su
profesor; y el poeta latino Marcial se había burlado de las quejas
de los que vivían cerca de las escuelas:
– “Los gritos de los escolares a los que se flagela y
golpea con la vara despiertan temprano por la mañana a los
vecinos”.
Entre los antiguos romanos la educación en la escuela era
habitualmente brutal. Se golpeaba a los niños con la férula,
95
sobre todo en la palma de la mano y a veces también en el dorso.
La férula era una caña de nudos. También se usaba varas,
látigos, azotes, correas de cuero, manojos de ramas secas… Se
los golpeaba con tal saña que se les hinchaban los miembros
hasta el punto de incapacitarlos para sostener el libro o el
cuaderno. Las mismas madres pedían al maestro que no se
apiadase de los hijos.
Poco a poco algunos reformadores empezaron a preguntarse si el pegar a los niños día y noche estaba bien, y decían que
arrojarlos al suelo y patearlos allí como a perros era una manera
de corregirlos por lo menos dudosa, ya que no detestable. A
pesar de todo, para la mayor parte de ellos cambió muy poco la
situación.
Las ideas que acerca de la educación prevalecían entonces
Por enseñar se entendía enseñar a obedecer, a someterse
a la autoridad. Se consideraba obstinado y rebelde al que mostraba un querer y opinión propios, y se lo veía mal. Dados los
castigos con que se los combatía, un niño inteligente trataba de
evitarlos y no le costaba mucho lograrlo, pues cuando la adaptación se impone, la inteligencia ayuda a encontrar infinidad de
rodeos. Los educadores lo sabían y se valían de ello. Corría el
refrán siguiente: “El inteligente cede; el necio se emperra”. Un
educador decía: “Nunca he hallado que un niño intelectualmente dotado o de un nivel espiritual excepcional se mostrara
obstinado”. Pero el niño en cuestión no percibía que aquella
ventaja le salía muy cara. Más tarde, ya adulto, se mostraría muy
sagaz cuando se tratase de criticar idearios contrarios a los suyos
–en la pubertad incluso se opondría a sus padres- pero tendería a
afiliarse a un grupo o escuela que le reprodujese la situación
familiar temprana, se lo vería ingenuamente dócil y acrítico y
sorprendería en él la ausencia de su habitual brillantez.
96
El padre recibía de Dios los poderes (y de su propio
padre). El maestro hallaba ya abonado para la obediencia el
terreno, y el gobernante cosechaba en el Estado lo que los otros
habían sembrado.
El castigo corporal, el más enérgico de los actos punitivos, era el factor culminante de la educación. Así como en el
hogar la vara simbolizaba la disciplina paterna, el emblema
fundamental de la escolar era la palmeta. El bastón era la
panacea universal para todos los problemas de la escuela así
como la vara lo era en la casa. Desde muy antiguo todos los
pueblos conocían esta «forma disimulada de hablar con el
alma». Nada más obvio que la norma: «Quien no escucha, debe
sentir». El palmetazo pedagógico era una acción contundente
que acompañaba a las palabras e intensificaba su efecto. Directa y natural era la bofetada, a la que precedía por lo general el
tirón de orejas, que llevaba al niño inequívocamente a pensar en
el órgano del oído y en cómo lo utilizaba. La bofetada apelaba al
órgano del lenguaje y exhortaba a usarlo mejor. Ambos tipos de
castigo eran los más sencillos y eficaces. También estaban a la
orden del día y eran igualmente significativos los apreciadísimos coscorrones y tirones de pelo.
Los pedagogos cristianos no podían permitirse renunciar
a ningún tipo de castigo corporal, ya que era precisamente el que
más se adecuaba a ciertos delitos, pues humillaba y trastornaba,
daba fe de la necesidad de doblegarse ante un orden superior y a
la vez ponía de manifiesto que el amor paternal ha de ser
enérgico y no indolente o pasivo. Un maestro escrupuloso lo
explicaba: «Preferiría no ser maestro antes que renunciar a mis
prerrogativas de echar mano a la palmeta en caso necesario y
como último argumento».
«El padre castiga al hijo y él mismo siente el golpe; la
dureza te enaltece si tu corazón se inclina a la blandura», decía
uno. «Si para sus alumnos el maestro es un padre tal como debe
ser, también sabrá amarlos con la palmeta si es preciso, y con
97
mayor pureza y profundidad que muchos padres naturales. Y
aunque llamamos corazón pecador al juvenil, decimos: tal corazón entiende este amor, aunque no siempre en su momento».
Este «amor» interiorizado acompañaba «al corazón
juvenil» hasta la edad adulta, y de numerosos modos la persona
ya crecida se dejaba llevar sin resistirse, pues habituado a que
se lo condicionase para sentir determinadas «inclinaciones», no
había conocido otra opción.
Y los manuales que instruían acerca de la formación
correcta proseguían diciendo: “ante todo y principalmente el
educador cuidará de que la primera educación no despierte las
inclinaciones hostiles y contrarias a la voluntad superior ni las
alimente; al contrario habrá de impedirlas por todos los medios
cuando surjan, o al menos erradicarlas en lo posible. Se deberá
disuadir al niño de que se resista a dejarse formar pasivamente,
y ya en los primeros brotes de su oposición habrá que acostumbrarlo hondamente una y otra vez a todo lo contrario”.
En breve, acostumbrarlo a fastidiarse y no siempre salirse con la suya.
Ya desde muy temprano el educador debía fomentar en
el niño estas superiores inclinaciones diversas y duraderas.
Debía despertar en él a menudo y en formas varias la alegría, el
gozo, la fascinación y la esperanza, pero también –rara y
brevemente– el miedo, la tristeza y otros sentimientos parejos.
Aprovecharía la ocasión de hacerlo, ora cuando tuviera que
satisfacer las múltiples necesidades del niño no sólo corporales,
sino también y ante todo espirituales, ora cuando tuviera que
negárselas, y las distintas combinaciones de ambos estados. Sin
embargo, haría que se lo pudiese atribuir a la naturaleza y no al
propio capricho, o al menos que así lo pareciese. En particular,
se debería ocultar el origen de lo desagradable.
El que manipulaba, disimularía sus intenciones. Intimidando al sujeto se le destruiría la capacidad de descubrir la
falsedad en los otros o se la dañaría.
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Para combatir en el educando la testarudez, también era
eficaz el avergonzarlo. Recomendaban pues los entendidos: “A
una edad muy temprana se deberá vencer en él la terquedad
haciéndole sentir la clara superioridad del adulto». Posteriormente, avergonzarlo tendrá efectos más duraderos, sobre todo en
ciertas naturalezas robustas en las que el valor y la energía
acompañan a la obstinación. Hacia el final de la fase normativa,
alguna alusión velada o evidente a la fealdad y al carácter
inmoral de esta tara deberá convocar la reflexión y toda la fuerza
de la voluntad contra los últimos restos de ella.
Una
conversación «a solas» se revela eficaz en la última de las etapas
citadas. Se empleará todos estos medios lo antes posible.
Y proseguían: “Si ni aun así se consigue el fin buscado,
que los padres inteligentes recuerden al menos la necesidad de
volver dóciles, maleables y sumisos a sus hijos desde el primer
momento, y de acostumbrarlos a obedecer las órdenes que se les
imparta. Es un aspecto esencial de la educación moral, y no
tenerlo en cuenta sería un grave error. El debido cumplimiento
de este deber, sin obviar el que obliga a mantener contento al
niño, es el supremo arte durante la formación temprana”.
Y para ilustrar los principios que defendían, citaban entre
otros el siguiente pasaje:
“Hasta su cuarto año de vida enseñé a mi hijo básicamente cuatro cosas: a prestar atención, a obedecer, a portarse
bien y a moderar los deseos” –decía un padre a la moda.
“Conseguí lo primero mostrándole continuamente toda
suerte de flores, animales, y otras maravillas de la naturaleza y
explicándole las imágenes; lo segundo, obligándolo a complacerme siempre que estaba a mi lado; lo tercero, invitando a
niños a que de vez en cuando jugaran con él en mi presencia y,
cuando se producía un enfrentamiento, averiguando quién era el
responsable y prohibiendo al culpable jugar durante un tiempo;
lo cuarto se lo enseñé negándole a menudo lo que pedía con
demasiada vehemencia. Así, un día recogí miel y traje a la habi-
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tación un frasco lleno. «¡Miel, miel!», exclamó él muy contento, «Papá, dame miel»; y, acercando una silla a la mesa, se sentó
a esperar a que le untara un par de panecillos. En lugar de
complacerlo, le puse delante el frasco y le dije: «Todavía no;
primero sembraremos en el huerto unos guisantes, y luego, tan
pronto lo hayamos hecho, nos comeremos un panecillo con
miel». Primero me miró, luego miró la miel, y al final me siguió
al jardín. En las comidas, yo vigilaba que se lo sirviera el
último. Una vez comieron en mi casa mis padres y una
sobrinita, y teníamos un arroz con leche que a él le encantaba.
«Sí», dije yo, «es arroz con leche, y también tú lo tendrás.
Primero se sirve a los mayores, y después a los pequeños. Esto
es para la abuela; esto otro, para el abuelo. Ahora le toca a
mamá, ahora a papá y ahora a tu primita. ¿Para quién es esto
ahora?» «Para mí», me respondió alegremente. Aquel orden no
le parecía injusto, y así me ahorré el disgusto propio de los
padres que sirven primero a sus hijos lo que llega a la mesa.”
Se nos educaba combatiendo en nosotros la vitalidad.
No quiero cerrar este capítulo sin referirme a las ideas de
mis padres en lo tocante a la educación sexual de los hijos. Esto
es lo que predicaban y pensaban.
“Ya que los jóvenes son curiosos y a veces conocen por
medios extraños la diferencia natural entre los sexos, lo que descubran por sí mismos alimentará su ya caldeada imaginación y
pondrá en peligro su inocencia. Hay que anticiparse. Padecería
el pudor permitiendo que un sexo se desnudara libremente ante
el otro. Sin embargo, el muchacho y la muchacha deben saber
cómo está formado el cuerpo del otro, de lo contrario sus ideas
oscuras y parciales aumentarían su curiosidad. Ambos deben
saberlo seriamente. Los grabados en cobre ayudarían; pero disimulan más que esclarecen y excitan además la fantasía. Despiertan el deseo de comparar con lo natural el dibujo. Estas preocupaciones desaparecerán con un cuerpo humano inanimado.
Ver un cadáver inspira seriedad y reflexión. Por una asociación
100
natural de ideas, sus recuerdos posteriores de la escena tenderán
también a lo serio. La imagen que se le grabe en el alma no tendrá el encanto seductor de las imaginadas o que otros objetos
menos graves suscitan. Todo sería más sencillo si los jóvenes
pudieran aprender en una lección de anatomía la reproducción
humana; pero como las oportunidades son raras, cualquiera
podrá impartirles en la forma descrita la instrucción necesaria.
Las ocasiones de ver un cadáver abundan”.
Mis padres protegían la inocencia de los hijos combatiendo con imágenes de cadáveres el instinto sexual, pero al
mismo tiempo sembraban en su alma futuras perversiones.
Con igual fin se cultivaba el asco ante el propio cuerpo.
Para ellos, inculcar el pudor no era tan efectivo como enseñar a ver la desnudez y lo relacionado con ella como algo
impropio y ofensivo. Por eso se propondría que cada tantos días
una mujer vieja, fea y sucia asease a fondo a los niños sin otros
espectadores presentes, aunque cuidando de que no se detuviese
sin necesidad en ninguna zona del cuerpo. Se diría a los niños
que la tarea era repugnante y se pagaba a la vieja por una labor
que, aunque la salud y la higiene la exijan, es tan repelente que
ningún otro ser humano la aceptaría.
A menudo he pensado en mi reacción y conducta ante
situaciones como las mencionadas. Aún me cuesta deslindar la
conducta natural y espontánea de la solo aprendida.
Me retrata un devoto
Pasados los aciagos años, san Epidídimo de Arimatea me
había descrito con estas palabras:
“La niña Juana se sentía orgullosa de lo bien que lavaba
la loza y miraba al trasluz los vasos para ver si habían quedado
todo lo limpios que fuera necesario. Se le daba particularmente
bien jugar al juego precursor de la petanca y más de una vez se
le escapó de las manos la bola y acertó a dar con ella en la
101
cabeza de alguien, aunque sin mayores consecuencias. Siempre
era ella misma, y ser ella misma era mostrarse continuamente
alegre, ruidosa e inusitadamente tierna, y reír con nerviosismo.
Dormía hasta muy tarde, se preparaba el propio desayuno y salía
a pasear por el cercano bosque con un gato al que prefería.
Le preocupaba el bienestar de perros y gatos.
Una vez tuvo un perro contemplativo por naturaleza,
pero ella sostenía que el animal estaba deprimido. Hacía los
mayores esfuerzos para obligarlo a dar saltos como hacen los
cachorros de su especie, pero sólo solía conseguía deprimirlo
más. En las raras ocasiones en que al fin el animal hacía alguna
pirueta, Juana desbordaba de gozo y agarrándolo frenética lo
abrazaba y besaba apasionadamente
Era preciosa, mucho más bonita que cualquiera de las
otras niñas de su entorno. No era oxigenada, ni rayada, ni plástica. Era una niña de extremidades largas, finas, flexibles; tenía
sedosa y del matiz de la nieve blanca la tez, que el débil sol de la
tierra no alcanzaba a broncear; pelo ondulado y negro, vivos los
ojos y brillantes, pupilas de color algo aceitunado, perfectamente arqueadas y oscuras las cejas; nariz aguileña, de forma
acabada; labios carnosos y muy rojos; el corte de la cara, un
óvalo hermoso; largos las manos y los dedos.
Su gran belleza se había convertido en una maldición,
pues muchos hombres que habían sabido de ella querían ser sus
prometidos y más tarde desposarla.
Uno de sus enamorados de entonces había confesado lo
siguiente: “La veía pasar por ahí, con otras muchachas y algo
me atraía de ella, a veces incluso la miré con rabia, hasta que
pasaron los años y la conocí, no podía ni hablarle, porque su
belleza me perturbaba, color canela, ni alta ni baja, los ojos más
grandes y expresivos que se alcance a imaginar, el cutis lozano,
un hermoso pelo, algo rizado, rasgos perfectos, y nada
promiscua, nos hicimos amigos, nunca la presenté a ninguno de
los míos, han pasado los años y no la he bajado del pedestal, un
102
día me la encontré por ahí y seguía igual de linda, con aquella
belleza que me perturbaba, la vi una vez en el cementerio toda
vestida de rojo, era una niña perfecta y de ojos oscuros”.
“Me gustaba de ella sobre todo su personalidad, muy
alegre, vivía haciendo felices a los demás, a pesar de que ella
misma había padecido, conmigo siempre era la mejor, no tengo
palabras para describirla, me ayudó mucho en una de esas
épocas grises que pasé por entonces, fue una de las pocas
personas que dejó huella en mi corazón”.
No era tan raro enamorarse de una niña. Pasados los
siglos, Dante se enamoraría de su Beatriz cuando ella tenía
nueve años, una chiquilla rutilante, encantadora y compuesta
con rara maestría, enjoyada, con un vestido carmesí… en
Florencia, en 1274, durante una fiesta privada, en el alegre mes
de mayo. Y cuando Petrarca se prendó de Laura, ella era una
nínfula rubia de doce años que corría con el viento, con el polen,
con el polvo, una flor dorada huyendo por la hermosa planicie al
pie del Vaucluse.
Según aquel panegirista mío, yo era bella, decidida,
inteligente, intuitiva, apasionada y siempre digna. Aun más. Era
una presencia, ambigua, una nínfula. El mal nínfeo respiraba por
cada poro de mi piel. Era el ángel del sexo y el ángel moraba en
mi desapego. Porque estaba separada de lo que ofrecía. Nadie
como yo –decía otra admiradora- acertaba a sugerir semejante
pureza de deleite sexual. La franqueza con que me ofrecía sin
ser nunca grosera, mi explícita sexualidad sin tapujos en la que
sin embargo se respiraba un aire de misterio e incluso de
reticencia, mi voz, rica de sugerencias de excitación erótica y
que sin embargo era de una niña reservada y tímida, todas estas
complicaciones componían mi don. Y descubrían a una mocita
atrapada en un territorio fantástico de inconsciencia de sí.
Aquel santo varón era un poeta.
103
Cap. 4 - La Vida de santa Lucía
JUANA.- Una tarde, después de haber comido y
regalado con una trucha de río, salí a pasear por la orilla del que
en las cercanías de mi casa fluía, y hete aquí que un mancebo de
buen porte cuya rubia cabeza enmarcaba un nimbo nacarado
refulgente, se me acercó y con insistencia me decía al tiempo
que en la mano extendida me mostraba un papiro: Tolle, lege;
tolle, lege; palabras que yo al principio no entendía, pero que un
ocasional transeúnte al parecer más versado que yo en las letras
latinas, me tradujo diciéndome: te dice que cojas lo que con
apremio te ofrece y que sin odiosos melindres ni más
ceremonias lo leas, tómalo y léelo, tómalo y léelo. De modo que
sin hacerme más la doña nitouche, (mírame y no me toques)
tendí la mano y cogí lo que aquel excelso varón me alargaba en
la suya, tras lo cual se desvaneció como en el aire y ya no lo vi,
por lo que deduje que sin duda se trataba de algún ángel que
como entonces solía ser costumbre, de vez en cuando enviaba
Dios a sus elegidos para decirles lo que debían hacer.
De vuelta pues al hogar y con más detenimiento examinado aquel texto celeste, vi que era una relación de la Vida de
santa Lucía, aquella virgen y mártir que en la italiana Siracusa y
en los siglos primeros de nuestra era había padecido el martirio;
así que arrellanándome y poniéndome cómoda, me dispuse a
leer lo que allí estaba escrito. Y fue lo que sigue.
Santa Lucía, virgen siracusana, patrona de ópticos, fotógrafos y
modistillas, protege la vista; en el 304 se la martirizó.
La desdichada doncella murió en el reinado del malvado
Diocleciano. Su cortejador –pagano– la solicitó para el tálamo, a lo
que ella le puso como condición sine qua non el que antes de pasar a
mayores se convirtiera él a la fe santa cristiana. Despechado el mozo
ante tan quisquillosas trabas la denunció por impía a las autoridades,
que cumpliendo con su deber la trincaron, le exigieron consintiera sin
104
hacerse la doña remilgos, y habiéndose negado ella, pues obedecía
únicamente al verdadero dios y no a los otros, que sólo eran invención
maligna y caprichosa, le arrancaron cruelmente los delicados ojos. Por
eso se la pinta piadosamente con ellos en bandeja y se la ha hecho
valedora de los que se ocupan de la vista, ya sea para sanarla, ya para
perderla cosiendo; o para ejercerla y ganarse la vida.
Allá por los siglos jóvenes
de nuestra era cristiana
reinando aún Diocleciano
en toda la tierra ancha,
habitaba en Siracusa
sin intermedio ni pausa
una joven veinteañera
que se ganaba la pasta
niños cuidando de otros,
haciendo cosas de chacha,
los cursillos del INEM
o en un stand de azafata.
Era Lucía una virgen
hermosa de cuerpo y cara
y se apuntara a unos cursos
de merengue y de lambada.
Los promovía El Latino,
salón que de moda estaba
y al ritmo de algún danzón,
calipso, tango o la samba,
a cien la sangre ponía,
a todos encandilaba.
¡Cómo bailaba la salsa
la moza siracusana!
¡Cuál las caderas movía
y el esqueleto agitaba!
Los ritmos afrocubanos
con su dulzor la encantaban.
El culo aquel tan macizo,
las dos tan redondas cachas,
daban un vuelco al estómago
anudaban la garganta
y hacían tragar saliva
a cuantos la contemplaban.
Mas era virgen, la moza,
y en serlo, a fe, se ufanaba.
De las deidades olímpicas,
la del amor rechazaba
y a Diana prefería,
la de la selva y la caza,
que nuevecita del trinque
se prefiriera, sin mácula.
Para gustos hay colores,
cada cual hace su gana.
Tenía novio de entonces,
la núbil de que se trata,
un legionario fogoso,
fiel servidor de la Patria,
que al terminar por la tarde
la cuartelera jornada,
con el permiso salía,
con la pernocta sellada,
a masacrar el hastío,
muermo, pereza o galvana,
por las calles de garbeo,
y en una cuadrada plaza
en donde las maritornes
pelaban quietas la pava.
Luego, acabado el asueto
e ida ya la muchacha,
105
entraba a matar marcianos
d'algún chiscón en la máquina,
aunque al final lo vencía
la técnica despiadada.
Lo que muy mal lo traía
y mucho lo encocoraba.
Un día él ganaría,
se la tenía jurada,
haría todos los puntos
que permitía el programa
y entonces ya se vería
quien se llevaba la palma.
En la Abisinia salvaje,
lugar de la negra África,
ya lo ascendieran a cabo,
ganara ya una medalla
ametrallando a los negros
que se atrevían con lanzas
y con sus gritos suajilis
casi el infarto le daban.
¡Habráse visto, maricas,
qu'al blanco así amedrentaban!
¡Qué regresaran al monte
o volvieran a las ramas
de las que tan poco hacía
por imitarnos bajaran!
Monos de mierda, africanos,
que andaban a cuatro patas.
Impetuoso el soldado
quiso a la moza ganarla
como venciera a los moros:
sin mediar una palabra;
que están de más los vocablos
donde son obras que mandan.
Mas como imponen los dioses,
los curas, padres, madrastras,
tal vez un tío político,
con las suegras y cuñadas,
ella decía rotunda
que del ligón más que harta,
la cosa no la quería,
ni proballa o degustalla,
ni pensar tan sólo en ella,
ni tan siquiera tentalla,
mucho menos darle gusto,
ya no digamos menealla.
Agrióle tanto la leche
la negativa tan franca
al centurión atrevido
que con meterla y sacarla
soñaba a solas las noches
hasta tocar la alborada,
que sin pensarlo dos veces
ni consultar con la almohada,
determinó de vengarse,
la denunció sin tardanza
ante un procaz magistrado
que por la calle pasaba.
Y cuando supo la queja
con que el mancebo lo instaba,
abierto vio el cielo y claro
como la lluvia que escampa:
se le ofrecía labor,
a una mujer darle caña.
Los dorios invadieron Grecia y con ello se acabó el poder femenino y
se impusieron los varones.
Sin volver la vista atrás,
se encaminó hasta la casa
106
que los con causas pendientes
al alimón le compraran;
–pues ya de antiguo el cohecho
con desvergüenza campaba
y se admitía sin pena
del litigante las dádivastras permitirse un vinazo
que Don Sismón voceaba
y en una esquina vendía
en cochambrosa una tasca
a precio muy ajustado
una pareja orensana.
Consultó los mamotretos
que en los armarios guardaba;
y limpio el polvo encontró
más que materia sobrada
para meter en cintura
a la hembra atravesada.
La joven que se negare
de un guerrero a las demandas,
–vista la jurisprudencia,
el Aranzadi rezaba–
de ingratitud era rea
y de traición a la Patria
merecedora de escarnio,
digna de ser empalada,
de ver un ojo en un plato
y los dos en tocasalva
(que en tal bandeja se sirve
de aceitunas la ensalada
entremezcladas de atún
y con su aquel aliñada.
Ved que me lanzo a decirlo
por si alguno lo ignorara).
Y de ese modo tan chusco
quedó la cosa montada.
Cae la casta Lucía/Susana en manos del malvado Caravel/juez.
Mandaron al alguacil
a buscar la bien plantada,
con escolta de tricornios
y la lechera aprontada,
al pequeño apartamento
de sólo cocina y sala
donde tranquila la joven
compartía piso y cama
con una amiga del pueblo
en la ciudad ya instalada.
Y tras leerle al detalle
de los derechos la Carta,
la esposaron al respaldo
del lecho, diván o cama,
para flagelarla a gusto
si la ocasión se terciaba.
Pero llamólos al orden,
el cabo que los mandaba,
no podían permitirse
salirse de la ordenanza,
les competía tan sólo
con sumisión acatarla.
Con lo que ellos, mohínos,
bufando más que de rabia,
espumarajos echando
de la boca desdentada,
no le pegaron azotes
cual orgiásticos soñaran,
pues solamente prenderla,
la disciplina encargaba.
Y como ella molesta
con desazón protestara,
107
y aquel error tan grosero
en cara les afeara,
la pusieron a parir,
de putana y de tarasca,
de feminista listilla,
de grotesca y deslenguada;
y si a mano la tuvieran,
le dieran con una tranca.
Mas sin mediar más razones,
que con una sobra y basta,
a rempujones la echaron
en la moderna banasta,
donde trasladan al preso
las Fuerzas del Orden sanas.
Cerrada la portezuela,
y maldiciendo con ganas
de tanto atasco de mierda
en la calle ciudadana,
sin soltar de la sirena,
con su aullido dando marcha
a la sangre del pasante
como si fuera de horchata
y del estrés no estuviera
de adrenalina regada,
fueron rugiendo la vía
para apartar a la basca,
meterle angustia en el cuerpo,
prevenirla y espantarla,
disuadirla de malhechos,
someterla y dominarla.
Que se creía que el miedo
del amo la casa guarda.
Y sin otros incidentes
ni peripecias nombradas,
hasta la trena llegaron
entonces llamada ergástula.
Quiso el guardián de inmediato
que sin más la registraran
por ver si arma homicida
entre los muslos guardaba;
o veneno entre los senos,
o en la liga una navaja,
o escorpión en la media
o cualquier truco en la manga,
un explosivo en el culo,
un bebedizo en el anca.
Que escurridizas las hembras
son y desconsideradas.
Aunque fuera una matrona
la que las carnes palpaba,
no tan firmes cual pudieran,
que ya estaban algo blandas,
(pues celulitis ya había
y ni Asclepio la curaba)
al juez avejentado,
que aquel cacheo ordenara
y presenciaba el examen,
en la calva solo canas,
la sonrisilla entre dientes
que en la boca ya faltaban,
–(se nos lo cuenta en la Biblia,
lo de la casta Susana)–
le rebrillaban los ojos,
se le caía la baba,
y a la mente le acudían
ideas mil más que guarras.
Frotóse el viejo las manos
al verle la piel tan blanca,
pues aun no estaba de moda
tomar el sol en la playa,
y en Siracusa era invierno,
y estaba muy fría el agua;
y maquinó aviesamente
allí mismo broncearla.
108
Con un Tubo Ultra Violeta
que en el trastero guardaba.
Con una crema marrón
que dieran de propaganda.
Con lo que a mano tuviera,
con tal que así lo lograra.
Pasado ya el portalón
y con la reja ya echada,
tras de tomarle las huellas,
las pertenencias firmadas,
al despacho del alcaide
con malos modos la arrastran.
Que te son los cancerberos
cual fieras no domeñadas,
vestiglos son del averno,
tigres te son de la Hircania.
(Permitidme el desahogo,
se impone el alivio y chanza.
Los clásicos españoles
de fiera tal abusaban.
Ya prosigo con la suerte
de nuestra doncella santa).
Estaba aquel funcionario
–el alcaide de la ergástula–
matando el tiempo a su modo,
jugando solo a las cartas,
anotándose los puntos,
a veces haciendo trampas.
Otras cogía el diario,
y leía con desgana
las noticias repetidas
sin fin y disparatadas
con que forman la opinión
quien sabe qué Fuerzas Fácticas.
Ya repasaba el horóscopo,
también el chino miraba,
los arcanos del tarot,
del I-Ching los hexagramas,
por ver si así sacudía
el muermo, hastío y galvana,
las horas interminables,
las ganas de no hacer nada.
Resolvía jeroglíficos,
los acrósticos montaba,
tomaba sopa de letras,
y ante algún crucigrama
se quemaba las meninges,
los sesos se devanaba
buscando de cuatro letras
una palabra marrana;
una ciudad de los incas,
un río de las quimbambas.
El yunque de los plateros,
de un dios egipcio la estampa.
O pajaritas hacía
o al ajedrez se entregaba.
También cortaba las uñas,
al ventanal bostezaba,
firmaba algún expediente,
en el interfono hablaba,
los servicios requería
de un perillán, que a la plaza
a por café calentito
con el dinero mandaba;
pues le sabía a aguas podres
el que expendía la máquina
en el vestíbulo progre
recientemente instalada.
Era antesala moderna
con murales decorada
Decían que el ánimo preso
viendo el arte relajaba.
109
Me vuelvo gruñón. ¿Cabe a nadie hacer otra cosa que la que ya hace?
Él entendía por arte
–el alcaide de la trápala–
(que de tal modo la cárcel
en germanía se llama)
de una asturiana las piernas,
las formas de la criada
que le limpiaba el despacho
tres días a la semana
de ropa sucia y de polvo,
de támpax y telarañas,
de lo demás que allí hubiere
sin hacer ascos a nada;
pasando la aspiradora
con artificio y con saña
por los chiscones secretos
donde el tal se agazapaba,
donde tejían la tela
y las moscas apañaban;
por la moqueta raída,
de color algo pasada,
del Medio oriente traída
por camión de mudanza
de una empresa de transportes
que de los tal se encargaba.
De los papeles usados
de materia reservada
con que la papiroflexia
con devoción practicaba
para tirarlos después
al cesto que los guardaba
tras haberlos triturado
en japonesa una máquina
que se montara en Corea
por el precio de una ganga.
El cultivaba la estética
con las de la secretaria.
Para verlas a su gusto,
–las piernas de la chavala
y si se tercia lo otro
que por acaso mostrara–
sin requisitos molestos,
sin demora innecesaria,
llamaba a aquella escribiente,
llamaba a aquella mandada,
la sentaba en el sillón,
le gastaba alguna chanza,
en su reír la seguía,
también los dientes mostraba,
la miraba las rodillas,
con dificultad tragaba,
ponía cara de irle
a dictar alguna carta...
mas luego se arrepentía,
como si ya recordara
algún mal detalle suelto
que reflexión demandara.
Mas era sólo la hembra
la que tanto lo turbaba.
La virgen Lucía se había negado a los bastos requerimientos
de un recluta listillo. Y para vengarse del sofión, él la había
denunciado por impía. Llevada a la cárcel, padecía allí las crueles
vejaciones que en tal lugar padecen los que a ella van a dar. Un juez
bilioso y un alcaide protervo se disponían a sacar partido de su
110
indefensión. En el vestíbulo y para amenizar la vida de los encerrados,
Francis Bacon había pintado un mural. Y el hastiado funcionario que
la dirigía se deleitaba atisbando a hurtadillas las piernas de la criada
que le limpiaba la oficina.
Y al igual que aquel fascista
que El Conformista retrata,
–de Moravia la novela
llevada ya a la pantalla
(¡A Trintignant da la réplica,
sin par, Dominique Sanda!)–
o como Max, el Cartero
que siempre dos veces llama,
–(actúa Jack Nicholson,
que a Jessica Lange ama)–
en la mesa del despacho
la poseyera y gustara
si no temiera que arisca
la moza lo denunciara.
Pues acosar al servicio
mucho se desaprobaba.
No como en tiempos pasados
cuando al varón desvirgaba
la institutriz o doncella
parienta pobre o un ama.
Hoy se quería al varón
la minga y la cresta baja.
Otros los tiempos, mudan las costumbres. Antaño la educación
sentimental del señorito era competencia del servicio doméstico.
Prosiguiendo con la ejemplar historia de la joven Lucía, el
juez corrupto que había decretado se la internara convoca a los
querellantes, y una vez oídas las razones de cada cual, insta a Lucía a
que acceda de buen grado a los requerimientos de su novio, el
decurión, a lo que con encomiable entereza ella se niega.
Urgióla el jurisprudente
a que los humos bajara
y no se hiciera la estrecha,
la cursi, la remilgada,
ya que eligiéndola a ella
de entre todas, se la honraba.
Pues en la hembra el guerrero
tras la batalla descansa.
Es dicho que muchos tienen
por verdad más que acendrada.
Y un Perú cuesta oponerse
a lo que el vulgo proclama.
Oigáis allí a la Lucía,
lo que al juez replicaba.
Me pertenece, mi cuerpo,
y con él hago mi gana.
Y sólo me entregaría
si el revolcón me petara.
Burlóse aquel botarate,
holgóse mal de la santa,
de su sexo tan huraño
y castidad desusada;
111
y con muy crueles sarcasmos
y dichos de gente basta,
púsola frente al dilema
de aceptar aquel ¡trágala!
o afrontar el tormento
que a no ceder la esperaba.
No se arrugó, la Lucía,
puso la testa muy alta,
adelantó la barbilla,
infló el pecho y la espalda,
e impertérrita sostuvo
que no le daba la gana;
que se fuera a plantar coles
u otra hortaliza temprana;
o pimientos de Toledo
con una lagarterana;
que se comprara una moto
o de Palencia una manta;
aquello que prefiriera,
por ella no se cortara.
Y de este modo potente
dióle a entender se negaba.
¡Bien por las hembras atroces
que imponen respeto y ansia!
Haré aquí un intervalo
por aliviar la tirada,
ver la expresión que ponéis,
y averiguar si os inflama
el desafuero patente
que a nuestra moza amenaza.
¡Desventurado el que cae
de la Justicia en la máquina!
Ha de salir escaldado
si el cielo no lo rescata.
Ya reposado, prosigo
la historia de aquella santa.
Al verla así tan entera,
tan decidida y tan franca,
quiso el galán obtenerla
cambiando al punto de táctica,
fiel al refrán que sostiene
que más con la miel se caza
moscas que con el vinagre
de vino o de la manzana.
Con los dos ojos redondos,
cual un besugo mirándola
dijo que por los dos suyos
a la paga renunciara
y le montara un estanco
o piso de barragana
si por tan sólo una vez
lo dejaba disfrutarla.
Mas ella –erre que erre–
prenda no quiso soltarla.
Y lo miró furibunda
y por poco no lo agarra
de las sus partes pudendas
y allí mismo no lo capa.
Que incluso ya en aquel tiempo
la hembra –cruel- se enojaba
si en vez de verla las dotes
se le admiraba las cachas,
y ya llamaba marrano,
ya con ardor insultaba.
(Concha Velasco en el cine
la lengua tiene afilada).
Con lo que él irritóse,
ella cerróse por banda,
y con las uñas preciosas
recientemente lacadas
en un magenta que al resto
en el color se adecuaba,
quitóse ambos los ojos
que aquel otro codiciaba
112
y se los puso en bandeja
de gres, tal vez, o de plata.
Que así de heroicas las hembras
por entonces se estilaban.
No como ahora que darse
les cuesta menos que nada.
¿Verdad que no se lo cree,
pureza tal denodada?
Vamos a ver si lo explico,
que a mí también te me extraña.
Por aquel tiempo las gentes
de honra y prez se ufanaban
si en la agresiva virtud
con furor se encastillaban.
Dios les tenía la Gloria
para siempre asegurada.
Y dominarse a sí mismo
la educación ordenaba
si no tenías a mano
a otro que se dejara.
No lo invento, os lo aseguro,
lo afirman tal los siquiatras.
Era carrera muy progre
la de mártir y de santa
que sin rodeos derecha
al paraíso llevaba.
Aunque aquí abajo en la Tierra
no te sirviera de nada,
a no ser que de elegida
llevaras puesta la fama.
También entonces el ego
y la imagen cotizaban.
Hoy son distintas las cosas,
son otras las que hoy mandan;
y pasar el Selectivo
y de la Xunta las plazas.
Mas era terca la niña
y a no ceder habituada,
a salirse con la suya,
voluntariosa, la santa.
Era también hija única
y de sus padres mimada.
Con tal de que obedeciera,
a su querer se plegaban.
Era tal la buena chica
que a todos enamoraba.
Aún no leyeran, por cierto,
La Fierecilla Domada,
donde la arisca y la dulce
lado a lado se comparan.
Prosigo con el martirio
de la joven italiana
cuya momia, tras los siglos,
robó impía una banda.
Al centurión enfadóle
tal dilación y tardanza,
pasar las horcas caudinas
a que la moza lo instaba,
por lo que el caso llevó
a las esferas más altas.
La denunció por impía,
que de bando cambiara:
devota del dios cristiano,
de los otros abjurara.
Alta traición era el caso,
había, pues, que matarla.
Ella prefirió morir
a manos de vulgar hacha,
de espada de doble filo,
de cuerda de nudos larga,
cual Lorenzo, a la parrilla
o en toro de bronce asada;
antes que el brazo a torcer
dar ante aquella gentualla.
113
Murióse virgen la pobre
y por ello la ensalzaran.
Lucía había preferido morir antes que dejarse ultrajar por un vil
romano. Ya entonces eran en Sicilia muy suyos los sicilianos y con el
honor no toleraban chanzas.
El enamorado de Lucía le había celebrado la belleza de los ojos, y ella
se los había arrancado y ofrecido en un plato.
Mas ya no quiso los ojos
aquel sayón azulgrana,
de la roja camiseta
y azules las breves calzas.
Bramando cual toro en celo
que busca a la tora en ascuas,
gritando cual ciervo herido
o chillando cual marrana
que llevan al matadero
cualquier infausta mañana,
la soltó mil improperios,
la puso de vuelta y cuarta,
por haber estropeado
lo que tanto le gustara.
¿De qué servían los ojos,
si no puestos en la cara?
Era el conjunto lo bello,
no aquel pedazo de nada.
Mas a razones la chica
mohína no se prestaba.
Y si la dejan salirse
con la suya y a sus anchas,
hasta los pechos redondos
allí mismo se arrancara;
los muslos de macarena,
las rodillas de albahaca,
los tobillos de romero,
los dedos de Tierra Santa;
los hombros de primavera,
los codos de pasionaria,
las orejas de aguaturma
y las mejillas de salvia;
en el hombro dos lunares
y los cabellos de maja.
Fuera aquello un despojarse
sin que nada reservara.
Pararon-la los verdugos,
antes que se desmandara,
y los mil crueles tormentos
que a la sazón preparaban
ya le sirvieran de poco,
de nada le aprovecharan.
Ante Diocleciano y ya que por cristiana Lucía rehusaba ofrecerse
en el altar de la diosa Venus, el exasperado legionario la había
acusado de impiedad, de modo que los magistrados sumos de aquel
emperador habían dictaminado que no bastaba con aprisionar a la
díscola joven, ejemplo funestísimo para las que como ella se hallaban
114
en los umbrales de la vida, antes bien se imponía darle tormento y
martirizarla, si no se avenía a razones y deponía su actitud rebelde.
Pues los severos jueces
satisfechos no quedaran,
si antes de darle el pase
no le hacían pagar cara
desobediencia pareja
y rebelión tan palmaria.
Se imponía un escarmiento,
de la ley dejar constancia.
Con la falta de respeto
a la autoridad nombrada,
aquella niñata borde
se pasara de la raya.
Determinaron por tanto
los que a Lucía juzgaban
antes de darle vil muerte
con precisión torturarla.
Probar las técnicas nuevas
que del dolor se inventaran.
Sigue la ordalía, prueba o juicio de Dios aplicada a los presos.
Si salía mal, el cuitado la espichaba. Ante Lucía se examinaba los
instrumentos con que se la atormentaría.
Digo que en la paellera
ya el aceite restallaba
de una marca que trajeran
de la Bética, en Hispania,
que con Grecia competía
en mercados y almazaras,
en Europa de renombre
y en el mundo acreditadas.
Pues los asclepios de entonces
la dieta recomendaban
de las legumbres e higos
de tierras mediterráneas.
–para paliar los abusos
de comilonas romanas
que las cifras colestéricas
hasta las nubes mandaban.
Sin olvidar un buen vino,
mucho mejor, de crianza.
En el aceite que digo,
no en margarina o en grasa,
te iban pues a freírla
como patata dorada.
Cual fish and chips de Inglaterra,
o croqueta mexicana.
Ya añadían la cebolla
y el pimentón de la ajada.
Ya se expandía el olor
que en la boca hacía agua.
Mas ella con sangre fría
dejaba hacer y callaba.
Aunque los libros piadosos,
los que edifican las almas,
dicen que al cielo los ojos
(en este caso las vacuas
órbitas, que ya os he dicho
que con sus manos vaciara)
con devoción dirigía,
y con fervor elevaba,
encomendando el espíritu
antes de entregar el alma.
115
Y que un cortejo de ángeles
que bajaban una escala,
–igual que en la apoteosis
de las revistas mundanas
que en la calle el Paralelo,
cerca las famosas Ramblas
en Barcelona, la bona,
el vodevil estrenaba–
con sus cantos polifónicos
de la salve mariana
y los devotos acordes
de la canción gregoriana,
dábanle aliento glorioso,
y el ánimo confortaban.
Dicen también los apócrifos
de unas fuentes legendarias,
que en ese momento cumbre
de aquella vida beata,
entremezclada a los ángeles
se apareció santa Ágata.
¿Por qué esa santa, decís?
¿Qué pinta aquí esa muchacha?
No conozco la respuesta,
la cuestión me cae ancha.
He consultado algún libro,
pero la cosa no aclara.
Prosigo pues del martirio
la atroz parafernalia.
Junto a la negra sartén
y un cazo de hojadelata,
una salvilla de oro
-Cellini la repujaraque en su mesa exhibía
Francisco rey de la Francia
y guarda hoy un museo
donde la admira la basca
los domingos que no hay fútbol
y gratuita es la entrada.
Digo que con la sartén,
una caldera con agua
a punto justo de hervir,
pues al vapor la muchacha
más digestible estuviera,
fuera comida más sana,
si algún ocioso mirón
que por allí se acercara
se tomaba del capricho
de degustarla y probarla.
También había parrilla
para aquellos que a la brasa
la prefirieran churrasco,
con su sal y su mostaza;
que eso de la gourmandisse
a nadie ascos le daba.
En resumen, que la moza
para comérsela estaba.
¡Cago en Diem! ¡Y los negros
se mueren en el Sahara
porque no embaulan ni beben;
y aquí la gente anda harta!
La hambruna de Etiopía,
el olor de carne asada
trájome a la memoria;
aunque debilitada
la tengo, con tanta prisa
de la vida ciudadana.
Ejecución era pública
la de Lucía en la plaza.
Por romería campestre
en que se come y se cata
el mejor vino del año
cosechado en la comarca,
se la tuviera, asistiendo
a todo lo que pasaba.
116
A mí me recuerda hoy
la rústica sardiñada
que en los montes de Cabral
tiempo hace ya celebraran.
Pan de maíz de la tierra
al pescado se mezclaba.
Pero faltaba el morapio,
que sólo te daban agua.
Poco sensible es la gente
–y en los detalles fracasa–
de esta tierra del Apóstol
brumosa y menospreciada.
(Permitidme patriótica
esta salida gastada).
Bueno es comer a conciencia
y darse una cuchipanda.
Feroz había un verdugo
de crudelísima estampa
que la miraba embobado,
y el ojo no le quitaba,
la comía con los ojos,
con ellos la taladraba.
Con que la virgen, muy mosca,
harta ya y más que enervada,
volvióle la espalda adusta,
dióle la espalda tan pancha;
y tras ponerse en cuclillas,
por no decir agachada,
las faldas se levantó
y las ligas le mostraba,
los dos nacarados muslos,
y la puerta enmarañada
de la caverna que pierde
a tantas templadas almas;
sin que les valgan las duchas
de agua fría y helada
que el santo nuevo y reciente
a todos recomendaba,
los que con él el Camino
a recorrer se prestaban.
Digo que la santa en ciernes
el santo culo mostraba;
Sulfuróse el musculoso
de lo que olió provocancia,
brotáronle disparates
de la boca desdentada,
y si a tiempo no lo tienen,
y a rienda corta lo atan,
un cristo montara allí,
hiciera allí una burrada.
Al verdugo le gustaba Lucía y la miraba fijo. Molesta ella ante
tal descortesía le mostrara el culo. Enfadado, él se le iba encima.
Con el arma puesta en ristre
a sacudidas ritmada,
a punto ya la manguera,
y la presión conectada,
dando muestra con las gotas
de suero y leche mezclada
de estar a punto el cañón,
la mecha ya preparada,
el cebo puesto en su sitio
y la cureña afincada,
todo anuncio acostumbrado
de la inminente rociada,
contra la joven se fuera,
contra ella se lanzara
y la ensartara a su guisa,
con pasión la atravesara,
117
si no acudiera a tal quite
y a la doncella salvara
presto el florete y el gesto,
la espada a punto y la adarga,
un valedor o quijote,
don Amadís, el de Gaula.
Que la arrogancia del monstruo
al pronto pusiera en guardia.
Aquel verdugo traía
las intenciones dañadas,
hacerle un hijo tal vez
–a la doncella cuitada
tan desvalida e inerme–
o dos mellizos si cuadra,
un parto de cuatrillizos,
la parejita de marras;
una faena en resumen
–por no llamarlo putada–
que no la hiciera redonda
el Cordobés en la plaza
a un toro de buena pinta,
de gran tronío y pujanza;
el Soberano que anuncia
de los coñacs una marca.
Pues de embarazos precoces
y de preñez no buscada,
revuelto andaba el país,
la gente, soliviantada.
Con la pasión no se juega;
¡atiéndase a la jugada!
Apartado aquel Sansón,
el Rambo aquel a la espalda,
se adelantó un boquirrubio,
de los galanes la nata,
que queriendo complacerla,
que pretendiendo ganarla,
se disculpó por el otro,
inculto y de mala pasta.
–Tienes la lengua melosa,
la tendrás por ello falsa–
dijo la chica sabida,
y más que gato escaldada.
Que de un genio es el varón
y quiere sólo empalmarla.
Rehúsan pagar peaje,
echarse carga a la espalda
del síndrome de Coleridge,
por no tener que doblarla.
¿Qué es eso del Coleridge?
¿De qué síndrome me hablas?
¿Acaso no lo sabéis?
Ya la paciencia me falta.
Se ve que poco leéis.
Es crasa tanta ignorancia.
Cuentan de tal mandatario,
–sabéis de qué democracia–
que en su papel de preboste
que da por otros la cara,
pues para tal menester
a Presidente lo alzan,
una mañana cualquiera
fue a inaugurar una granja
en que criaban los pollos
al por mayor, como en máquina.
Por mantener la apariencia
y complacer a las masas,
pues los estrictos votantes
marido infiel no tragaban,
lo acompañaba su esposa,
dama de fuste y prestancia
de las más rancias familias
que en el Mayflower llegaran.
(El barco aquel que el primero
a Nueva York arribara).
118
Querían dar buena imagen
los de las clases más altas;
y aunque moral no exhibieran
en sus costumbres privadas,
de las virtudes domésticas
entonaban la alabanza.
A la Cornelia del César
no basta con practicarlas,
debe mostrarse a su altura
además aparentándolas.
Recordad a la pareja
de aquel tal y su becaria
que en el diván del despacho
mancilló la casa Blanca.
Menudo escándalo armó
la sociedad mojigata.
Mas sigo con Coleridge
y su anécdota anunciada.
Al ver nada más que un gallo
entre tanta gallinácea,
dijo la dama, picante,
un si no es asombrada:
¿Es verdad que un solo gallo
de hacer de gallo no para?
–Dadlo por cierto, señora
-le respondió el ordenanza.
–Que el presidente lo ignore,
es cosa de mucha lástima.
Sabido el lance, el marido
quiso también meter baza,
por no quedarse callado,
evidenciar quien mandaba:
–Para este gallo que veo,
¿tanta gallina variada?
–Dadlo por cierto, señor
-le retrucó el ordenanza.
–La presidenta lo ignore,
es verdadera una lástima.
Y quedó lo sucedido
como apólogo y cual chanza.
El malencarado sayón, excitado por los encantos de la joven
virgen, a punto había estado de ensartarla y no precisamente en el
espeto con el que se la iba a castigar haciendo de ella un pincho
moruno; sino en otro, de carne y sangre pecadoras por lo general. De
lo cual la había salvado un caballero.
La vida y el martirio de Santa Lucía
Lucía descendía de familia noble; vivía con sus padres en una
quinta propia; más que amarla, la mimaban con enorme cariño,
impelidos por la humildad, la sabiduría y la prudencia que en ella
resplandecían de manera impropia de su tierna edad.
Sobre todo brillaba en la virtuosa niña un acendrado amor a
Dios Nuestro Señor; su piedad la llevaba a encerrarse a diario en una
celda de su casa con un grupo de amiguitas que había reunido para
119
pasar buena parte del día al servicio del Señor, rezando oraciones que
alternaban con el canto de himnos.
Era Lucía una niña
que a todos encandilaba
por su amor a Jesucristo
y sus virtudes sin tacha.
Y sin morderse la lengua,
salvo prudencia, que manda,
a todos daba noticia
y con candor confesaba
que la molaba Jesús
y que por Él se pirraba;
que una capilla a escondidas
improvisara en la casa,
y que cantaba los himnos
mezclados con alabanzas
que el amor le sugería
y la afición le dictaba.
Y para de los deliquios
dejar debida constancia,
en torno a sí reunía
nenas de la vecinanza,
que al unísono con ella
el tiempo a solas mataban
poniendo en solfa las frases
que tanto ardor inspiraba.
Al verla tan modosita,
tan ida, florida y blanca,
al verla así de perfecta,
de pulida y acabada,
al verla ya de tan joven
de los dioses codiciada,
(que los que ellos eligen
en edad mueren temprana)
tan escogida y precoz,
tan celestial y tan blanca;
tan peregrina y madura,
tan magistral y tan clásica,
se les erguía el orgullo,
se les saltaban las lágrimas
a los padres amantísimos
que joya tal engendraran.
Nunca en la Tierra se viera
compendio de gracias tantas.
Era la Gracia que el cielo
sobre ella derramaba.
Era de tan buena ley
que no tenía ya ganga;
la quintaesencia era ella
de muy sutiles substancias;
era tenue sublimado,
era materia acendrada,
érate gema pulida
y materia alambicada.
Tal era su virtuosismo,
era la niña tan maja,
que lenguas se hacían todos
de sus proezas gallardas;
se encomendaban a ella
y hasta a voces la invocaban.
Cosa que cuadra muy mal
cuando está viva la santa.
Hay que esperar a que muera
si se pretende ensalzarla,
ya que el demonio se crece
si se le ofrece ventaja;
en este caso el orgullo
de verse así de exaltada.
Cuando se da ser parejo,
que de tal modo destaca,
120
todos los ojos convergen
en creación tan fantástica,
y el arrobo y devoción
sublimes cotas alcanzan.
La de envidias que despierta,
la de rencores que cuaja;
ya que los otros son débiles
y excelsitudes no alcanzan;
vivir –les va– como cerdos
y al nivel de tierra llana,
–el moralista advirtiera,
que de un Catón se ufanara.
No los critico ni expulso;
anoto su idiosincrasia.
Mientras tanto la Lucía,
en transportes se pasaba.
Tanto fervor amoroso
en tan verde una niñata,
unos miraban con sorna,
a otros regocijaba;
muchos teníanlo a fraude,
de aquel ardid no tragaban.
Con sus amiguitas Lucía rezaba recogida. Y todos se maravillaban de
tan sin par devoción.
Tuvo a los doce la regla;
que en tenerla fue temprana;
y cual torrente que irrumpe
o sutil velo que rasga,
impetuosa corriente
o presa que desparrama,
cual de la nieve en el pico
la inesperada avalancha,
cual tormenta tropical
que repentina descarga,
cual geiser que poderoso
de lo más hondo se lanza,
cual incendio pavoroso
que sin señal se declara,
cual cielo que se desploma
sobre testa descuidada,
cual estampida imprevista
de embravecida manada
o terremoto ominoso,
o cual volcán que deflagra,
salida dio a las hormonas
que –novedad– la agitaban
yendo derecha al martirio
y embistiendo la ordenanza.
Digo que aquella Lucía
sintió a los doce las ansias
del sentimiento de entrega
del orgasmo resultancia.
Y no teniendo ella a mano
con que en concreto saciarlas,
buscaba en las devociones
derivación aprobada.
Se taladró las narices,
las cejas y la que parla,
con el ombligo, los labios,
la úvula de la garganta
y colocándose aretes
incluso en las partes bajas
se proclamó independiente,
se declaró soberana
dueña del libre albedrío,
de nadie sierva o mandada.
Era muchacha moderna,
no quedaba que aguantarla.
121
Aunque si bien se lo piensa
son los jóvenes la estampa
del formato que les dimos,
bajo el disfraz de enseñanza.
Huelga por tanto acusarlos;
son –nuestros– baldón y tacha.
Era de buena familia
y de a poco cristianada;
y de los falos de piedra
que ya en Pompeya se usaban
cuando el señor Jesucristo
en mantillas aún andaba,
para desflorar doncellas,
cuando hacerlo a la artesana
por laborioso se huía
y a un esclavo se encargaba,
oír hablar no querían
ni mucho menos pasaba
por su mente el emplearlo
en cosas tales nefandas,
que no permitiera el dios
y además lo condenara.
Hasta acabar los estudios
y ya ganar una pasta,
que competir le permita
con el varón, hoy de capa
caída y desanimado
ante un mundo al que no abarca,
quieren machorra a la joven
de las modernas hornadas.
Mas si era rica Lucía
y del penar dispensada
de ganar con qué vivir,
¿a qué forzarla a ser casta?
Es cosa que no me explico,
ni con mis luces se alcanza.
Que te son las religiones
secreta cosa y arcana.
¿Que nuevecita y del trinque
para el marido la paran?
¡Vaya capricho importuno
por do le da al patriarca!
Me gustaría de Creta
volver antigua a la usanza;
cuando la diosa era Eurínome
y el viento la fecundaba,
y Jehová no naciera,
ni de Moisés se escuchara
los gañidos infantiles,
del Nilo en una canasta,
ni del becerro de oro,
ni la voz escrita en Tablas.
Cuando los pechos al viento
las de Knósos paseaban;
y se vestían de rosa
y los labios maquillaban;
y se pintaban las uñas
del más ardiente escarlata.
Y se ponían ajorcas,
y en los tobillos, esclavas,
de plata, cobre y marfil,
de oro, bronce o cerámica;
y era gozo y alegría
por la tarde cortejarlas;
y oliendo en el aire mirra,
mirar las nubes lejanas
que el horizonte ceñían
sobre aquel mar de esmeralda;
lejos la pena y cuidados,
sólo al vivir entregadas;
excelso mar y piadoso
que del Norte las libraba.
Un norte ario y viril,
el de los Indra y Walhalla,
122
el del incendio y pillaje,
el de la gloria y matanza.
Y se bebían los vinos
rubí sueltos en las cráteras.
Y por la noche en propíleos
entre risas y algazara
se disfrutaba la vida,
se vivía y se gozaba.
Y sorprendía la Aurora
entre canciones y danzas.
Y los cabellos dorados
con laurel se enguirnaldaban
o con rosas de aguanieve,
o con pétalos de acacia.
Y eran los mórbidos cuellos
tobogán para las caras.
Lleno el mundo de mujeres, la Tierra olía a generación.
Para exterminar a los cristianos, Maximiano y Diocleciano,
emperadores, mandaron a Daciano, el más cruel y feroz de sus jueces.
Que al entrar con su séquito en la ciudad ofreció públicos y solemnes
sacrificios a los dioses, y quiso obligar a imitarlo a los de la nueva
religión. Con inusitada rapidez se divulgó por la comarca la nueva de
que estaba allí un juez impío e inicuo como hasta entonces no se había
conocido otro.
Lucía se regocijaba y se le oía decir alegremente: "Gracias os
doy Señor Jesucristo. Glorificado sea vuestro nombre porque veo muy
cerca lo que tanto anhelé, y estoy segura de que con vuestra ayuda
realizaré lo que deseo".
Quedamos en que a Lucía
pura y virgen conservaban
como champán de reserva,
como rioja de cata.
El dios sabía a que fines,
meta, propósito y causa.
Mas cupo suerte a la joven;
que el nuevo orden mandaba
acabar con los cristianos;
seguir la senda trillada
del paganismo silvestre
y tradiciones arcaicas;
de modo tal que se impuso
persecución desatada.
Vio el cielo abierto, la virgen,
y mirad que no es metáfora,
pues rebelarse ante alguien,
la sangre le estimulaba.
De retener el impulso
estaba ya más que harta.
Sabedora Lucía de que para perseguir a los cristianos había llegado
Daciano a la ciudad, se había felicitado, pues nada deseaba más que
mantenerse virgen ya para siempre y padecer martirio por nuestro
señor Jesucristo.
123
Mandaban sólo los padres,
eran supremos en casa;
y obedecer y callar
lo que a ella le tocaba.
Mas contenerse y tenerse
no es cosa que nadie haga.
Ya contra malos e impíos,
rienda suelta se le daba.
Sin cortapisas ni obstáculos,
la libertad simple y ancha.
¡Mezcladme los ingredientes,
decidme qué cóctel salga!
A sus familiares preocupaba aquel deseo vehemente que Lucía
les ocultaba, ella que no les escondía cosa alguna, sino que siempre les
explicaba, con la prudencia y circunspección debidas, cuanto Dios
Nuestro señor le revelaba. Pero Lucía no contaba a nadie lo que
meditaba en su corazón, ni a sus padres, que tanto la amaban, ni a sus
amigas o servidoras que la querían más que a la propia vida; hasta que
un día, a la hora de mayor silencio, al rayar el alba, mientras los suyos
dormían, emprendió con sigilo el camino a la ciudad. Llevada de las
ansias que la enardecían y la hacían infatigable, hizo todo el trayecto a
pie, a pesar de que la distancia que la separaba del poblado fuese tal
como para no poder andarla una niña tan delicada como ella.
Llegado que hubo Lucía a las puertas de la ciudad, y así que entró,
oyó la voz del pregonero que leía el edicto que ordenaba hacer
sacrificios a los dioses, y se fue intrépida al foro. Allí vio a Daciano
sentado en su tribunal, y penetrando valerosamente por entre la
multitud mezclada con los guardianes, se dirigió hacia él y con voz
sonora le dijo: -"Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a
sentarte para juzgar a los cristianos? ¿Es que no temes al Dios altísimo
y verdadero que está por encima de todos tus emperadores y de ti
mismo, el cual ha ordenado que todos los hombres que Él con su
poder creó a su imagen y semejanza le adoren y sirvan a Él
solamente? Ya sé que tú, por obra del demonio, tienes en tus manos el
poder de la vida y de la muerte, pero esto poco importa".
Daciano, pasmado de tal intrepidez, mirándola fijamente le
respondió desconcertado: ¿Quién eres tú, que tan temeraria te atreves,
no sólo a presentarte ante el tribunal, sino que engreída además con
inaudita arrogancia, osas echar en cara del juez estas cosas contrarias a
las disposiciones imperiales?
124
Mas ella, con mayor firmeza de ánimo y alzando la voz, dijo:
"Yo soy Lucía, sierva de mi Señor Jesucristo, Rey de los reyes y
Señor de los que dominan: por esto, porque he puesto en El toda mi
confianza, no dudé ni un momento en venir porque quise sin demora
reprocharte la necia conducta, pues sirves al diablo antes que al
verdadero Dios, a quien todo pertenece, cielos y tierra, mar e infiernos
y cuanto hay en ellos, y lo que es peor, obligas a hacer lo mismo a
aquellos que adoran al Dios verdadero para conseguir así la vida
eterna. Tú los fuerzas inicuamente, bajo la amenaza de muchos
tormentos, a sacrificar a unos dioses que jamás existieron, que son el
mismo demonio, con el cual todos vosotros que le adoráis vais a arder
otro día en el fuego eterno".
Era Daciano un malvado
que a su deber se entregaba
de hacer cumplir los edictos
de emperadores y sátrapas.
Si erradicar al cristiano
o semejante cizaña
le ordenaban los jefes,
al cristiano degollaba.
Nunca se viera mandado
tan dócil y buena pasta.
Era aquel día de marzo
fecha tan poco nombrada
igual que otra cualquiera
de calendario o epacta.
Hacía un poco de frío
y apuntaba la mañana
un tanto desapacible,
y por los suelos la escarcha.
Daciano enviaba al ordenanza a traerle un carajillo.
Se levantara él ganoso
de no dejar ya la cama,
mas era fuerza el ejemplo
dar de virtudes romanas.
Salióse pues de mal grado
del lino aquel de las sábanas.
Y tras mirar de soslayo
a la maciza ragazza
que por la noche la ronda
en la calle le encontrara,
abrió la boca en bostezo
que casi la desencaja;
y tanteando en el suelo
halló por fin las sandalias.
Llamó entonces al sorche
de reemplazo ordenanza
que apostado en la puerta
dormía la imaginaria.
–Vete a buscarme un café
–ordenóle con voz agria;
que el Falerno de la víspera
le produjera resaca.
Y que le echen un chorro
del aguardiente esa blanca
125
con que mata el gusanillo
la plebe siracusana.
Trae también de aquel queso,
no del de oveja; de cabra
que de Cerdeña en la isla
el aborigen prepara.
Ya puedes irte, paisano;
mueve ese culo ¡despacha!
Furioso el guardia de ver
su persona maltratada
con tal falta de respeto
y semejante andanada,
echó pestes de su jefe
tras prometerse la baja
solicitar de inmediato
si el tal no se disculpaba,
y quejarse al sindicato
y exigir lo indemnizaran:
los derechos del soldado
valían menos que nada;
y por si aun fuera poco,
con retraso se cobraba.
Mientras tanto los ediles
que la ciudad gobernaban
disponían lo preciso
que el protocolo fijaba
para tales ocurrencias;
erigían en la plaza
una tarima espaciosa
de ripias desajustadas.
Y un catafalco espantoso
que el aliento le cortara
con sus figuras siniestras
al que el juez condenara;
pues la guerra sicológica
por entonces ya imperaba.
En un lado del recinto
también levantaban gradas
para las damas de alcurnia
que acudieran en manada
a presenciar el tormento,
a ver del reo las lágrimas;
era espectáculo aquello
igual que si se tratara
de una sesión de la Opera
cuando va de temporada;
érante tiempos los tales
sin diversión ni parranda,
no organizaban el ocio
ni había el vídeo en la casa,
no se iba al restaurante,
tampoco el pub funcionaba,
no se comía bombones
ni Flex había en las camas.
¿Cómo pasar pues el tiempo,
Cómo vencer la galvana?
Pobres personas de antaño;
merecen bien nuestra lástima.
Digo que en cuenta tenían
la aceptación de las damas,
que les hacían asiento
de nobles maderas caras
que para el culo irritable
cubrían de mil gualdrapas.
En una esquina el verdugo
sus instrumentos contaba,
un cuchillo de dos filos,
y de dos mangos un hacha:
si uno se le rompía,
aún el otro quedaba.
Una doncella de hierro,
una rueda de dos yardas,
un puñalcito de bronce
de empuñadura de nácar;
126
del carnicero los garfios
y del retrete una taza
para meterle al malvado
la cabeza refractaria.
Tenía al lado un librito,
un manual que lo llaman,
de aquellos donde se aprende
todo lo que haga falta:
Como Ser Un Buen Verdugo,
Como Cocinar Sin Grasas,
Como Ligar Sin Peligro,
Como Correrla Sin Ganas.
Como Aprender Siete Idiomas
En Sólo Siete Semanas;
Como Ganar Mil Pesetas
echando un Pulso A La Banca.
Como Vencer Al Vecino
Al Juego De La Petanca...
El que perito no sale,
es que no vale pa' nada.
Digo que nuestro verdugo
su manual consultaba
por ver si en su instrumental
alguna cosa faltaba;
si olvidaba algún detalle,
si algo se le escapaba.
Que después de tantos años
que a su oficio dedicaba,
fuera deshonra insufrible
meter con pifia la pata.
Para hacer bien lo que hacía
¿acaso no lo pagaban?
Que en todas las cosas es
aquel que paga, el que manda.
Y digo yo que la vida
cambiado ha pero en nada.
Tan concienzudo verdugo,
su profesión practicaba
sin distraerse en lo mínimo,
poniendo allí toda el alma.
¡Ni que te fuera budista
que antaño el Zen estudiara!
¡Cuánta basura se lee!
¡Al tiempo, mucho se engaña!
Vamos a ver: el hornillo,
a punto está y no se apaga;
del ahorcado la soga
la tengo bien ajustada;
de remover los carbones
aquí guardo las tenazas;
un alicate de puntas,
con el pilón y la maza
que para abrir las cabezas
en la Edad Media se usaba;
los electrodos de cobre,
pila de Volta cargada,
unas tijeras de corte
macizas y bien pesadas;
un grillete de dos onzas
y de bola una mordaza;
una barrica de miel
en que un malvado ahogara
a los sobrinos que niños
la sucesión disputaban
al rey Ricardo III,
los de Lancaster, la Casa;
una espuela de caballo,
las chinchetas de una caja,
y de bambú las astillas
con que las uñas levantan;
la cama de algún faquir,
con sus puntas erizadas;
un látigo de siete colas,
las gemonías romanas,
127
los garbanzos de Albacete
con que un maestro domaba
a los traviesos discípulos,
y de una escuela las cáncanas,
el infamante banquillo
para castigar las faltas;
las pesas que colgó a Hera
Zeus, de las divinas ancas;
un ladrillo de cemento,
y un arquetón de argamasa
para meterle los pies
y esperar a que fraguara;
una caña de bambú
para al preso darle caña;
y la punta de una bota
de una sádica madama,
por que la bese y la adore,
por que la coma y la lama;
o de tacón las agujas
de cualquier puta barata;
una palmeta de ébano,
un gong de siete rebabas;
la campana de una iglesia
que sólo a muerto tocara;
un equipo de sonido
de descomunales cajas
que reventaran los tímpanos
en todo un bloque o manzana;
para matarlo a estornudos,
polvos de heno de Pravia;
más un pañuelo de hierbas
con que apretar la garganta;
dardos de un tiro al dardo,
una pistola de agua,
más un hidrante de hierro
para hacer que la tragara.
Todas las Obras Completas
de un premio Nóbel, que Fama
premiara a regañadientes,
al compromiso empujada;
porque nadie lo leyera
sin sentir mortales bascas.
Y la lengua maldiciente
que a una princesa difama.
Fuera de nunca acabar
la lista que os nombrara
de herramientas de tortura
que la industria ya inventara.
Siguen Daciano y Lucía su discusión y diálogo.
Oídos tales requerimientos, Daciano mandó que allí mismo la
detuvieran y azotaran. Mientras sin compasión se lo hacía, Daciano se
burlaba: "¡Oh, miserable doncella! ¿Dónde está tu Dios? ¿Por qué no
te libra de esta tortura? ¿Cómo dejaste que la imprudencia te hiciera
ejecutar un acto tan atrevido? Di que lo hiciste por ignorancia, que
desconocías mi poder, y te perdonaré en seguida, pues hasta a mí me
duele que una persona tan noble como tú, de rancio abolengo según
se me dice, sea tan atrozmente atormentada".
A cuyas palabras repuso Lucía:
"Esto no será jamás; y no me aconsejes que mienta y confiese
que ignoraba tu poder; la potestad humana es pasajera y temporal
128
como el mismo hombre que la tiene, que hoy existe y mañana no. En
cambio el poder de mi Señor Jesucristo es eterno, no tiene ni tendrá
fin. No quiero ni puedo decir mentiras, porque temo a mi Señor, que
castiga con fuego a los mentirosos y sacrílegos, y a todos los que
obran la iniquidad. Por otra parte, cuanto más me castigas, más
ennoblecida me siento, nada me duelen las heridas que me abres,
porque me protege mi Señor Jesucristo, que, cuando juzgue a todos,
por lo que habrás hecho mandará castigarte con penas eternas".
Llamó Daciano al verdugo
que en una esquina aguardaba,
un algo más que mohíno,
porque la cosa tardaba
más que prudencia aconseja;
y además dado palabra
y prometido le había
a la que en casa quedaba
salir de compras con ella;
por la tarde acompañarla
a los Grandes Almacenes,
que estaban ya de Rebajas,
Aquí tomo un sorbo de agua, carraspeo, toso y sigo:
Con una seña imperiosa
ordenóle se acercara,
Daciano al terco verdugo;
que le hacía mala cara.
Y cuando a tiro lo tuvo
de sus soberbias palabras,
dirigióse de la guisa
a tal espécimen cuaima
(el que en crueldad y astucia
a los otros sobrepasa):
Cógeme a esta sinvergüenza,
llévate a esta deslenguada,
y por mostrarse insolente
dale una buena azotaina;
desde el comienzo del cuello
a donde acaba la espalda.
Daciano ordena azotar a Lucía sin excederse en el celo.
Dale unos cuantos azotes
sin excederte en la saña,
pues hacer gala conviene
de clemencia a aquel que manda,
porque lo tengan por bueno
aunque más bestia que naja
(esa serpiente dañina
que se escurre fina y mata).
Pero si grita y resiste,
vaciles no en darle caña,
hasta que el brazo te canse
y que el cuerpo pida basta.
Que exagerar no aprovecha
–ya dijo el griego– en nada,
pues en el término medio
residen tacto y templanza.
129
Le arrearás con cuidado,
con un rebenque de plata,
con una anguila de cabo,
con una fusta, una tralla,
o con un nervio de buey,
un manatí o una guasca;
(que todos son instrumentos
que doblan a la más rácana)
sin destrozarle las carnes,
sin ajarle la piel blanca
porque es de buena familia
que a tocateja nos paga
con el impuesto debido,
gabelas, censos y cargas.
Llévala sólo a que aprenda
quien es aquí el que manda.
Llámala sólo a razones,
emplea la mano blanda.
Hízolo a modo el verdugo
de guisa tal que la santa
casi de risa le muere
en las mismísimas barbas,
(pues bien sabéis que el verdugo
actúa a cara tapada),
sin respeto por sus años,
sin respetarle las canas,
(caso de que las tuviera,
que no lo dicen las actas),
casi se monda y retuerce
a molestas carcajadas.
Aprieta más, vigolero,
que a ser ganzúa no alcanzas,
(hablaba la germanía
adelantada la santa)
empina más la herramienta,
¿te falta acaso la gana?
¿o es que no tienes arrestos?
¿no tendrás lo que hace falta?
Santa Perpetua me ayude,
Safo de Lesbos me valga,
me socorra Mesalina,
eche una mano la Aspasia,
y Nefer-Nefer me acuda,
sin olvidar Cleopatra;
me parece que los hombres
caída van de la capa.
Mueve ese brazo, cobarde,
¿no osarás con las damas?
Suscitarás hondas dudas
si de tal modo te ablandas.
Van a creer no eres hombre
si con mujeres te rajas,
si con las hembras no puedes,
si en el momento desmayas.
Así dijo la doncella
sin morderse la que habla.
Al oírla las razones
en este sitio apuntadas,
casi le sale la espuma
al sayón por la bocaza;
que pareja no la diera
ni la cerveza alemana
a presión en el barril
y con destreza sacada.
Viendo que era irrisión
de la turba congregada,
los colores le salían,
los mofletes se le hinchaban;
estaba ya que mordía,
por muy poco no bufaba.
Y rechinando los dientes,
y murmurando en voz baja
sabe el dios que imprecaciones
que la sangre hasta cuajaran
130
del que por acaso aciago
a percibirlas llegara;
pues por un lado debía
obedecer la ordenanza
y por el otro era en juego
el pundonor y la lacha,
escacharrado veíase
entre el deber y las ganas.
Y Daciano se reía
de aquel dilema en que estaba.
Enfurecido y rabioso, Daciano mandó traer el potro.
Extendida en él, mientras unos esbirros la torturaban con garfios, otros
le arrancaban las uñas. Pero Lucía alababa a Dios Nuestro Señor: "¡Oh
Señor mío Jesucristo! escuchad a esta vuestra inútil sierva; perdonad
mis faltas y confortadme para que sufra los tormentos que por Vos me
infligen y así queden confusos y avergonzados el demonio y sus
ministros".
Díjole Daciano: "¿Dónde está éste a quien llamas e invocas?
Escúchame a mí, ¡oh infeliz y necia muchacha! Sacrifica a los dioses,
si quieres vivir, pues se acerca ya la hora de tu muerte y no veo
todavía quien venga a librarte".
Mas he aquí que Lucía, gozosa, le respondió: "Nunca vas a
tener prosperidad, sacrílego y endemoniado perjuro, mientras me
propongas que reniegue de la fe de mi Señor. Aquel a quien invoco
está aquí junto a mí; y tú no lo ves porque no lo merece tu negra
conciencia y la insensatez de tu alma. Él me alienta y conforta, de
manera que ya puedes aplicarme cuantas torturas quieras, que las
tengo por nada".
Se le hincharon las narices
a Daciano al escucharla,
de modo tal que ordenó,
sin andarse por las ramas,
que al momento la cogieran
y en el potro la empotraran,
en la parrilla la hicieran,
en el chuzo la ensartaran;
para dejarla cocida
al punto y bien preparada,
como bistec algo crudo
o pescadilla a la plancha,
como perdiz embutida,
como vulgar ensaimada,
como chorizo al espeto,
como churrasco a la brasa;
y le arrancaran las uñas
y los pelos de la raja;
y lo demás que saliendo,
con el total discordara;
mas, eso sí, con cuidado,
¡ojo con estropeárselas!
que las trajera aquel día
pintadas con una laca
131
del color más a la moda,
uno que el gusto arrasaba.
Y era un placer así verlas,
era un placer contemplarlas,
e imaginarlas corriéndote
a lo largo de la espalda.
¡Qué escalofrío, mi madre,
tan sangrientas y afiladas!
Aquí suspira Daciano,
perder tal moza da lástima,
pero no cabe expediente
con tal cristiana fanática.
No quieren pasarlo bien.
¡Mira que son gente rara!
De modo tal que ordenó
que presto se la llevaran.
Desesperado ya y rugiendo como un león ante aquel caso de
insólita rebeldía, Daciano mandó a los soldados que, extendida sobre
el potro, aplicaran hachones encendidos a sus virginales pechos para
que pereciera envuelta en llamas. Al oír aquella decisión judicial,
Lucía, contenta y alegre, repetía las palabras del salmo: "He aquí que
Dios me ayuda y el Señor es el consuelo de mi alma. Dad, Señor, a
mis enemigos lo que merecen, y confundidles; voluntariamente me
sacrificaré por Vos y confesaré vuestro nombre, pues sois bueno,
porque me habéis librado de toda tribulación y os habéis fijado en mis
enemigos". Y habiendo dicho esto, las llamas empezaron a volverse
contra los mismos soldados. Viendo lo cual Lucía, levantó la vista al
cielo, y oraba con voz más clara todavía, diciendo: "¡Oh Señor mío
Jesucristo!, escuchad mis ruegos, compadeceos misericordiosamente
de mí y mandad ya recibirme entre vuestros escogidos en el descanso
de la vida eterna, para que, viendo vuestros creyentes la bondad que
habéis obrado en mí, comprueben y alaben vuestro gran poder".
Ya mientras tanto la Lucía
a morir se preparaba
confesando los pecados
rememorando las faltas,
que le quitaban el sueño
que pesadumbre le daban.
No se sabe si aquel dios
al que Lucía invocaba
escuchó la confesión
y atendió a la plegaria.
Nadie bajó de los cielos,
a dar señales de nada.
Pero la fe de Lucía
ante tal no se arredraba,
que eran firmes sus creencias,
a prueba de bomba y bala.
Cuando le estaba creciendo
un ego como una montaña,
era imposible rendirse,
mandá-la cousa p'as fabas.
132
Luego que hubo terminado su oración, se extinguieron como
por milagro aquellos hachones encendidos que, empapados en aceite,
debían haber ardido mucho tiempo. Sin embargo, antes de apagarse
abrasaron a los verdugos que los sostenían, los cuales, amedrentados,
cayeron de hinojos, mientras de la boca de Lucía salía hacia el Señor
el alma, que voló al cielo en forma de blanca paloma.
Como a todos los sirvientes
tampoco a aquel le gustaba
obedecer los mandados
a cambio de sueldo y paga.
Digo que aquellos sayones
la frustración aliviaban
en la cesta de la compra
sisando lo que lograban;
y que una cosa solían :
mezclar al aceite el agua.
Por eso el hachón no ardía,
se extinguía y no quemaba;
no intervenían los ángeles,
ni portento era la andanza.
Y si caían de hinojos
los que tan mal la trataban
(a la víctima, Lucía,
a nuestra futura santa)
no era la reverencia
que el prodigio suscitara,
mas temor de que se viera
al descubierto la trampa.
Buenos son los poderosos
si de infracciones se trata.
El pueblo ante tantas maravillas quedó impresionado y
admirado, en especial los cristianos, que se regocijaban de haber
merecido en los cielos como patrona y abogada a una conciudadana.
Llaman licencia poética
lo de la paloma blanca
que de la boca les sale
a los buenos que la palman.
Tal animal no cupiera
en cavidades tan parcas
ni si el Houdini acudiera
con su chistera y su magia
para sacar dos conejos,
y si me apuran jirafas
por no decir avestruces,
de un sombrero de calañas;
de galera de tres brillos,
de bombín o jipijapa.
Pero Daciano, al ver que después de aquella enconada
controversia y pese a tantos suplicios, nada había aprovechado,
descendió del tribunal, mientras enfurecido daba la orden de que se la
colgara de una cruz y que unos guardianes la vigilaran celosamente:
133
"Que se la suspenda de una cruz hasta que las aves de rapiña no dejen
ni siquiera los huesos".
Y al punto de ejecutarse la orden cayó del cielo una copiosa
nevada que cubrió y protegió la virginidad de Lucía. Aterrorizados,
los guardias la abandonaron para seguir vigilándola a lo menos desde
lejos, según se les había ordenado."
Ya la espichó la Lucía,
ya se nos fue con la Parca
a cantar los maitines
al Cielo, Olimpo o Walhalla.
Esposa es del Señor,
que no la quiere en la cama,
la quiere que en el harem
le cante las alabanzas;
que del varón es el ego
cosa que pronto se daña,
que decae y se marchita,
que ya no puede y desmaya;
y no hay ninguno que sufra
no ver rendida a sus plantas
a la mujer más hermosa
de toda la circunstancia.
Y la mujer distraída
que no lo acepta ni alcanza,
más que martirio merece,
que la azoten en las nalgas,
que con un palo la tundan,
la macen con una maza,
porque caiga de la burra
y ponga al suelo las plantas,
aprenda bien la cartilla
y haga lo que hace falta.
Colgada Lucía de la cruz, la vigilaban.
El verdugo se aburría
y también la muchachada
que recibiera el encargo
de tenerla bien guardada
para evitar que un vicioso
a hurtadillas la hurtara
con malignas intenciones
que no podían ser sanas.
Ya muerta Lucía, Daciano ordena que los esbirros la vigilen
de noche para que los cristianos no acudan a robarla.
¿A quién le sirve, decidme,
el cadáver de una santa
si no es para perverso
hacer con él cochinadas?
Para sacarle los untos
con que hacer pócimas raras
que luego en los aquelarres
compren las brujas y trasgas,
las pelanduscas perversas,
de los meublés las madamas,
las nigromantas caldeas,
las echadoras de cartas,
134
las que dicen el horóscopo,
las que las bestias ensalman,
las médiumes de la guija,
y las de la quiromancia.
Para de noche embriagarse
y salir luego en volandas
sobre la caña de escoba
adonde el cabrón aguarda.
O tal vez para venderlo
para anatómicas prácticas
al bedel de alguna escuela
de Medicina somática.
Digo que los guardadores
hartos de verla ya estaban
de modo que la maldecían
y con gusto la mataran.
¿Cómo, matarla, decís,
si más que muerta ya estaba?
Digo matarla dos veces,
por si una no bastaba.
Esa cruz está muy vista,
dos tablas rectas cruzadas–
apunta un joven ansioso
que en agradar se esforzaba.
Fuera mejor extenderla
en cruz que formara un aspa.
–Habló muy bien el chaval–
dijo el mayor de los guardias–
qu'el cuerpo queda más propio
en la cruz de Caravaca,
la de Santiago o Montesa,
la griega cruz o de Alcántara;
y la de Jerusalén
y también la potenzada,
sin obviar la de Borgoña
ni la cruz flordelisada,
más la cruz de san Andrés
y la que llaman gamada.
La erudición del sargento
cayó muy bien en la banda
y la propuesta del mozo
fue de inmediato aprobada.
Meterle mano a la monja
la sangre les excitaba.
Para animar el semblante
igual que el sexo no hay nada,
pues suelta un gas en la sangre
que la presión le levanta,
con que se hinchan los cuerpos
que cavernosos aguardan
a que los llene la linfa,
a que los pongan en marcha.
Cogieron a la difunta
que un poco yerta ya estaba
y sin muchos tiquismiquis
la extendieron de gambas,
con que quedó la vergüenza
al desnudo y destapada.
Quien le metiera en el hueco
la verga ya preparada.
No sé qué tiene esa parte
que la sangre nos inflama.
Es un misterio absoluto
más grande que una montaña.
Digo que estaban al quite
los que en el cielo miraban,
ya que oportunos al punto
mandaban una nevada
que recubriendo a la virgen
el encanto le velaban
con que el ardor de la carne
más que el hielo se enfriaba.
Los guardas amedrentados
ya no sabían do estaban.
135
Es cosa que me sorprende
y la atención me reclama
como a los miembros del clero
lo sexual solivianta.
¿Por qué reprimen el rijo?
¿Por qué constantes lo atacan?
¿Por qué a las partes aluden
que recubrió la nevada?
Ninguno se diera cuenta
si ellos no lo mencionaran.
Te muestran lo prohibido
de devoción bajo capa.
O te son hijos de perra,
o están más locos que cabras.
A sospechar mas me inclino
que la intención han dañada.
Tan pronto por los poblados circunvecinos se divulgó lo
acaecido, muchos acudieron a Siracusa para ver aquellas maravillas de
Dios. Los mismos padres y amigas de Lucía corrieron en seguida
alegremente a verla, pero lamentaban también no haber conocido
antes lo sucedido.
Lástima no haberlo sabido,
la diversión más bien falta
y pública ejecución
y además tan dramática
todos los días no hay,
no haberla visto fue lástima,
lo de quemarle los pechos,
parte sensible y tan blanca,
tan seductora, tan tierna,
que tanto atrae y reclama;
y desnudos poder vérselos,
que a mostrarlos se negara,
tan pertinaz en los nones
a ceder tan refractaria,
que aun parece tuviera
en tal lugar cosa rara;
si los tenía pequeños
cual la tetilla galaica,
que te es un queso que venden
en los mercados y plazas;
o redondos y macizos
como los quesos de Holanda,
o grandes como melones
que aun a la Loren igualan,
o los tenía empinados
cual pan de azúcar que llaman
o muy anchos en la base
que cual torta se esparraman,
en fin, que fuera curioso
ver lo que tanto ocultaba.
También hubiera gustado
oler la carne quemada;
pero esto ya un poco menos,
que apesta, dicen, y aparta.
Mas lo que menos se ha visto
es esa paloma blanca
que les sale de la boca
al morir a algunas santas.
También mejor que el teatro
hubiera sido la charla
entre el juez y la mártir
que ha ocupado la mañana.
A ver si el acto repiten;
sobran de más las cristianas.
136
Pasados tres días, unos hombres temerosos de Dios
descolgaron de la cruz a Lucía sin que los soldados guardianes se
dieran cuenta, y tras llevársela la embalsamaron con fragantes aromas
y la amortajaron con purísimos lienzos. También había padecido con
ella un joven llamado Félix, que alegre dijo al cuerpo de la mártir:
“¡Oh, señora mía! Juntos hemos confesado a Cristo, pero vos
merecísteis la palma del martirio antes que yo”. Aunque muerta, Lucía
le sonrió. Se la enterró con cánticos e himnos, "Los justos os
invocaron, ¡oh Señor! y los habéis librado de la tribulación". Al oír
aquellos cantos, fue asociándose a la comitiva una gran multitud, hasta
que con gran regocijo le dieron sepultura.
Mírate un Félix famoso
ejerciendo de bocazas.
¡Osar hablarle a una virgen
hecha torrezno y tostada!
Bien le estuvo la sonrisa
con que se burló la santa.
Y aquí termino el romance
de aquesta mártir pasada.
Hay que ver cuantos percances
ya sufrió la desdichada.
Ir de la Ceca a la Meca,
no sentar culo ni nalga.
No como el hombre del hielo
que se encontró en una charca
al derretirse un glaciar
del Tirol en la montaña,
pasaron miles de años
sin que aquel sitio dejara;
mientras la móvil Lucía
cuenta centurias escasas.
No me conmueven los huesos
de gente beatificada.
Dentro de diez o más siglos,
¿conocerá suerte tanta
en Balaguer ese santo
que a los altares alzaran?
Sabe el dios qué moraleja
han de sacar los que faltan.
137
Cap. 5 Juana conoce el amor
EL AUTOR.- Juana había cumplido ya los 15.
Tanto el padre como la madre le habían encarecido la
vida excelsa de los que despreciando el mundo y sus pompas
habían buscado fuera de él el verdadero camino. Historias que
ella leía o escuchaba con tanta afición y gusto que olvidaba casi
de todo punto los otros menesteres de su edad y condición.
Según propia confesión, los ratos libres que del día le
quedaban tras haber hecho sus deberes domésticos y cumplido
con sus otras devociones, los entretenía en ejercicios tan lícitos
como necesarios a las doncellas, los de la aguja y el bastidor o
cañamazo, y la rueca muchas veces; y si por recrear el ánimo,
alguno de estos ejercicios dejaba, se acogía al entretenimiento
de leer algún libro piadoso o frívolo, el que tuviera más a mano,
en todo caso edificante y provechoso, o a tocar con arte un
instrumento de cuerda, porque la música compone los ánimos
descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu.
Con semejante vida, la que aquí llevo descrita, llenósele
la fantasía de todo aquello que en los libros hallaba, así de fervores místicos, como de ardores, deliquios, éxtasis, arrebatos,
embelesos, arrobos, raptos y transportes; y asentósele de tal
modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de
aquellas soñadas invenciones que leía, que para ella no había en
el mundo historia más cierta ni que más mereciera su fe.
Rematado ya su juicio, a fuerza de leer y cavilar y soñar
en aventuras nunca oídas, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció
convenible y necesario, así para la salvación de su alma como
para el servicio del prójimo, lanzarse a los caminos e irse por
todo el mundo a predicar el evangelio y buscar el martirio si la
ocasión se le ofrecía, y a ejercitarse en todo aquello que ella
había leído y oído contar que los siervos de Dios se ejercitaban,
138
deshaciendo todo género de error allí donde lo hallare y poniéndose en ocasiones y peligros donde, confesando su fe, alcanzase
sin trámite excesivo la eterna salvación.
La vida de las santas ejemplares me conmovía.
JUANA.- Una vez leído aquel texto divino en el que se
nos narraba la vida de la santa Lucía, caí en la cuenta de lo muy
regaladamente que vivía, si se me comparaba con aquella mártir, cuando todavía se apreciaba las virtudes y las doncellas
tenían a gala ofrecer al Señor de los cielos no sólo las primicias
del tálamo, sino también sangre y vida si la ocasión lo exigía.
Quise pues igualmente ser yo virgen y mártir, como ella,
como las hermanas Justa y Rufina, como en aquella edad de oro
ya ida lo habían sido tantas otras cuya relación fuera cosa
interminable si alguien se propusiera el hacerla.
¡Qué valentía y femenina decisión las de aquellas dos
santas doncellas!
Las santas Justa y Rufina vendían en la calle cerámica
que ellas mismas cocían. En una ocasión la habían ofrecido a
uno que por allí pasaba indolente, con el resultado de que a su
vez, volviendo del revés la situación, él las había importunado
pidiéndoles con acento lastimero un óbolo para un ídolo asimismo de barro que consigo portaba.
Defraudadas ellas de sus esperanzas ante un proceder tan
insólito y repuestas de la sorpresa que por un instante las había
sobrecogido, le afearon la conducta, de que así siguiese
venerando figuras de palo y de piedra mudas e inertes, en lugar
de adorar al divino Señor, que reina e impera en los cielos y
tierra por los siglos de los siglos, amén. Y tras dejar bien sentado que “ellas se postraban ante un Dios increado y no ante un
ídolo que no tenía vida en sí mismo”, pasando a mayores
derribáronle al suelo aquel bulto y con un santo palo lo redujeron a aquel mismo polvo de donde procedía.
139
Enfadóse el menda cuitado, de que gente de tan poca
sustancia como las dos santas hispalenses, hiciesen befa y
escarnio de aquel a quien él tenía por dios, de modo que llamando a un vigilante que en las cercanías vigilaba, las denunció, con lo cual y tras leerles los derechos y acusarlas de armar
indebido escándalo en la vía pública, se las llevó arrestadas a la
delegación de policía más próxima, se les instruyó proceso y
finalmente condenadas a la pena de muerte se las entregó al
llamado brazo secular, o séase el verdugo.
Que obedeciendo órdenes las había matado.
Las he llamado santas hispalenses porque todo aquello
sucedía en Hispalis, localidad de la Hispania romana.
No menos de admirar había sido el caso de santa Justina, también virgen y mártir, a la que en la africana Cartago un
brujo de nombre Cipriano había querido convertir a sus artes
maléficas; con el resultado de que ella, sin duda más elocuente
en su fe que lo había sido él en la suya, lo convirtió a él
explicándole el Evangelio del dulce Jesús, pues como se ha
dicho, los caminos del Señor son inescrutables.
Decido ir a convertir mahometanos
Con el ejemplo reciente de la santa siciliana, y por
añadidura los otros que se le pudiera sumar, me sentía excitada y
cada vez más movida a testimoniar la fe verdadera. A imitación
de tantas otras que en el camino de aquella rara perfección me
habían precedido, sentí también deseos vivos de dar por el Señor
la vida.
Había en el pueblo uno de los que en casa de los labradores llamaban siervos de la gleba, converso de mi padre,
mancebo que con repetidas muestras de agrado y sumisión había
mostrado más allá de cualquier razonable duda no serle yo del
todo indiferente. Y aunque de momento no pensaba en amores
profanos y prefería los divinos, le ofrecí dejarlo aproximárseme
140
si participando en el heroico propósito que me movía se
aprestaba a vivir conmigo la pasión que me disponía a enfrentar.
Le descubrí mis secretas intenciones y le propuse acompañarme
a donde mejor pudiese dar cima a mis piadosos propósitos.
Él, después que como varón sensato y al abrigo de
femeniles caprichos hubo reprehendido mi atrevimiento y
afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se
ofreció a tenerme compañía “hasta el cabo del mundo”.
Tras haberlo convencido, lo primero era fijar el lugar en
que sería más factible alcanzar el fin que perseguíamos. Eché
una mirada como si dijéramos a mi alrededor. ¿Dónde sería más
probable que nos descabezaran por predicar la verdadera fe?
Los musulmanes conquistaban el mundo, su marea crecía
imparable, y hacía tan sólo diez años que habiéndose apoderado
de la italiana Sicilia, dominaban Palermo, en donde habían
aumentado en un tanto por ciento desmedido las tasas que por
ejercer su condenable oficio habían de pagar las prostitutas.
También escandalizaban otras costumbres de aquellos
árabes infieles. Los jueves por la noche llenaban los clubes
nocturnos, donde llegadas de la India, bailaban casi desnudas o
envueltas sólo en siete velos la descocada danza del vientre las
llamadas bayaderas. Por la tarde los días de semana se entregaban al ocio, se bañaban en los promiscuos baños públicos y en
los corrales improvisados al efecto asistían a las luchas de
gallos, y a las sesiones de lucha libre en los cuadriláteros. Los
días de fiesta gustaban de salir a cazar. Cazaban sobre todo la
liebre, la perdiz, las ocas salvajes y los patos que poblaban los
campos del entorno. Después de abatir la presa y como ordenaba el Corán, los cazadores le cortaban el cuello, con lo cual ya
las hacían aptas para que se las comiese sin que padeciesen
mengua la salud del cuerpo o la salvación del alma.
Los campeones de lucha libre eran los ídolos de la
población. Ganaban sumas fabulosas y se los eximía de pagar
impuestos. Para conservar la fuerza física estaban obligados a
141
practicar la castidad, lo que a todas luces iba contra la naturaleza. Las mujeres se cubrían el rostro con el velo o la burka,
vestían el chador musulmán, vivían recluidas en el harén y el
gineceo y sólo se les permitía el trato familiar con los eunucos y
otros varones igualmente impotentes. Los árabes los traían de
los monasterios griegos que asaltaban, porque en Grecia hacía
ya tiempo que se castraba a los monjes antes de permitirles
ingresar en el convento; muchos morían en la operación y por
ello su precio era elevado.
Y lo último, aunque no lo menos importante, a muy
temprana edad los padres casaban con algún vecino cercano y
conocido a las hijas impúberes aún, tras consultar los horóscopos de ambos y el carácter de las respectivas suegras. También
se maquillaba los cadáveres, antes de entregarlos a la fosa.
Aberraciones tales clamaban a los ojos de Dios. Me propuse pues caminar descalza hasta el más próximo lugar en que
imperasen tan perversos usos, presentarme a las autoridades,
afearles la desordenada conducta y candidatarme al martirio, al
mismo tiempo que me ocupaba solícita de salvar de las llamas
eternas del fuego infernal a tantos desdichados que vivían sumidos en tan supina ignorancia.
Supe pues que aún no hacía mucho, en la cercana Tréveris se había establecido una comunidad musulmana, cuyo
modo de vida y costumbres no serían sin duda mucho mejores
que los de sus correligionarios palermitanos.
Ardía en ansias de predicar el Evangelio y dar la vida por
lo que creía, así que sin más dilación traté de poner en práctica
lo que había ideado.
Los minutos se me hacían horas y me corroía la impaciencia. Mas templóse mi zelo por entonces con pensar de poner
aquella mesma noche por obra lo que puse; luego al momento
encerré en una almohada de lienzo una camisa limpia, y algunas
joyas y dineros, por lo que pudiera suceder.
142
Y sin dar parte a persona alguna de mi intención y
mucho menos a mis hermanos y los padres comunes, una mañana, antes del día, que era uno de julio de los menos calurosos,
me vestí para la jornada, puse en un hatillo las pocas provisiones de boca que a mano hallé y por la puerta escusada de la
casa labriega y humilde, procurando que nadie me viera, salí al
campo con grandísimo contento y alborozo al ver con cuánta
facilidad había dado principio a mi buen deseo.
Partí de mi casa en compañía de muchas imaginaciones y
de aquel mozo que me hacía de siervo, y me puse en camino
llevada en vuelo del deseo de alcanzar a convencer de su error a
quienes en él estuviesen, y si tal cosa fuera imposible, a lo
menos a decirles con palabras honestas acerca de la vida futura
que en su desvarío después de esta terrena los esperaba.
Llegado el mediodía ya habíamos hecho algunas leguas.
A los que corrían el camino pedíamos por amor de Dios
nos dejaran cabalgar a la grupa de sus monturas, pero las más de
las veces, como éramos dos, pasaban de largo sin atender a
nuestros ruegos y nos miraban curiosos y desconcertados.
Tras fatigas y penas que evito describir aquí, llegué
adonde quería, y entrando por la ciudad pregunté dónde vivía el
prefecto, y habiéndosemelo indicado, me dirigí a su mansión
para solicitar una entrevista.
Antes había rezado el salmo 23: "El Señor es mi pastor",
pues la vista de unas ovejas que por allí pacían me había
recordado las palabras de Jesús: "Os envío como ovejas en
medio de lobos". Y así fue, pues los centinelas mahometanos
que guardaban la puerta de la residencia se abalanzaron sobre mí
como fieras y por poco no me matan, de no ser porque empecé a
gritar: "¡Prefecto! ¡Prefecto!. Pensando que yo portaba alguna
embajada o quería hacerme musulmana, dejaron de golpearme y
me llevaron ante aquel gobernador.
143
El prefecto se llamaba Abd–el–Gazar. Era hijo de Ben–
el-Tragón y nieto de Abu Saré-de-la-mesa. Le expliqué que no
me enviaba nadie ni prefería a la mía la religión del Islam.
"En nombre de mi Señor Jesucristo me presento ante ti –
le dije- y de su parte traigo un mensaje para todos vosotros: que
creáis en el Evangelio".
También le expliqué que, por el bien de su alma, le
demostraría, en presencia de los sabios de su ciudad, que su
religión era falsa, no con argumentos de las Escrituras (pues no
creían en la Biblia), ni racionales (pues la fe está por encima de
la razón), sino entrando yo y sus jefes religiosos en una gran
hoguera. "Y si las llamas me consumen -terminé diciendo- se
deberá a mi naturaleza dañada; en caso contrario, será señal de
que tu religión es falsa, y tú te harás cristiano y creerás en
Cristo, fuerza y sabiduría de Dios y Señor y Salvador de todos".
Los jefes religiosos musulmanes presentes se alarmaron,
mas él, con sosegado acento me replicó de este modo:
-Oh, doncella pasmosa, me maravilla que así de
imprudente te muestres para venir a decirme que mude mi fe; si
lo hiciera, los míos me matarían a molestas pedradas; mejor será
que regreses a tu casa, donde sin duda te esperan inquietos tus
padres; vete por donde has venido, pues no sabes de la misa la
mitad ni lo que te traes entre manos.
A continuación Abd–el–Gazar ordenó que se me curase
las contusiones debidas al arresto, y que se me atendiese con
respeto. Y mientras tanto se me permitió exponer libremente la
palabra de Dios a los que por allí había, aunque sin éxito, pues
se me miraba con hostilidad y desconfianza.
No tanto el prefecto, que convocados a su presencia
algunos de sus jefes religiosos más importantes, cada día
conversaba conmigo y ponía a prueba mi fe y mi saber.
"¡Qué venga esa joven -decía- que de verdad parece
cristiana!". Y yo aprovechaba para hablarle de Cristo.
144
Cuando llegaron los jefes islámicos y supieron el motivo de la convocatoria se indignaron muchísimo y reprendieron
al prefecto, porque en vez de defender contra el adversario la
ley, se mostraba imprudente dando audiencia a aquella infiel,
quien, según las convenciones, debía morir decapitada. Pero él
me tranquilizó con las palabras siguientes: "Esta vez iré contra
la ley. No condenaré a muerte a quien, a riesgo de la propia
vida, vino a salvarme el alma”.
Y yo, viendo que mi estancia allí no tenía ya sentido, le
pedí permiso para regresar a mi tierra. Entonces me ofreció
preciosos regalos y preseas magníficas, mas no quise aceptarlos, ni siquiera para repartirlos a los pobres, pues temía ver en
entredicho mi buen nombre.
En la basílica maguntina se guarda con otras reliquias un
cuerno de marfil tallado que el prefecto me había entregado
como salvoconducto para que pudiera moverme libremente por
aquellos lugares sometidos a su autoridad. Al despedirme, me
dijo en secreto: "Reza a Dios para que se digne manifestarme
cuál es la ley y religión que más le agrada”.
Fracasado mi piadoso intento, me vuelvo a mi casa
Me volvía pues a mi hogar un tanto mohína, ya que no
había hallado lo que iba a buscar, y revolviendo todas estas
cosas en mi fantasía, me consolaba de mi primer fracaso sin
tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas,
para entretener la vida que ya me parecía inútil y sin propósito.
Yo había faltado de casa de mis padres, y de la ciudad,
pues no me hallaron en toda ella, de que perdían el juicio y no
sabían qué medio se tomar para hallarme.
Estando, pues, sin saber qué hacerme, llegó a mis oídos
un público pregón, donde se prometía premio a quien me
hallase, dando las señas de la edad y del traje que traía; y oí que
se decía que me había sacado de casa de mis padres el mozo que
145
conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de caída
andaba mi crédito; pues no bastaba perderle con mi venida, sino
añadir el con quién, sujeto tan bajo y tan indigno de mí.
Al punto que oí el pregón, abandoné el lugar, con mi
acompañante, que ya empezaba a dar muestras de titubear en la
fe que de fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos
entramos por lo espeso del bosque más próximo, con el miedo
de no ser hallados. Pero como suele decirse que un mal llama a
otro y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra
mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen seguidor, hasta
entonces fiel y seguro, así como me vio en la soledad, incitado
de lo que no puedo menos que llamar desequilibrio antes que de
las prendas que por acaso me adornasen queriéndolo Dios, tomó
ocasión del apartamiento y lejanía en que nos encontrábamos, y
con poca vergüenza y menos temor de Dios ni respeto mío, me
requirió de amores.
Y viendo que yo con justas y concertadas palabras
respondía a las desvergüenzas de sus propósitos, dejó aparte los
ruegos, de los que pensó aprovecharse, y amagó propasarse.
Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de
mirar y favorecer las justas intenciones, favoreció las mías, de
manera que con mis pocas fuerzas y con poco trabajo, di con él
por tierra de un buen golpe que con una rama hallada al paso le
aticé, y allí le dejé, no sé si muerto o si vivo, tendido a mis pies.
Mi impulso primero, llevada del sobresalto y el cansancio, fue huir ligera y entrarme por la espesura, sin otro pensamiento ni otro designio que esconderme en ella y huir de mi
padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando. Mas
reflexioné y dándome cuenta de lo muy precario de la situación,
y de lo desaconsejable que era para una doncella exponerse sin
guarda ni algún valedor a las asechanzas del mundo, determiné
invertir la situación y mostrarme imperiosa ante aquel que según
la costumbre del tiempo había querido acometer la fortaleza en
lugar de ponerle asedio paciente. Me vino a la memoria un dicho
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que tomado de Philidor, aventajado ajedrecista, repetía mi padre,
aficionado también a aquel juego de reyes: “La mejor defensa es
el ataque”.
El amor primero de Juana
Como he dicho, al principio suspensa, pues la ocasión no
era la más apropiada para entretenerse en amorosos negocios,
caí en la cuenta de que no me parecía mal la gentileza del mozo,
ni tenía a demasía sus solicitudes; porque me daba un no sé qué
de contento verme tan querida y estimada de un no mal parecido
muchacho en la flor de la edad, y no me pesaba oír de su boca
mis alabanzas; que en esto, por feas que seamos las mujeres,
siempre nos da gusto escuchar que se nos llama hermosas.
Por otro lado recordé lo que del amor había aprendido en
los libros piadosos. Según ellos el amor es total rendimiento,
sumisión obsequiosa. Por la vía real de la renuncia completa a
uno mismo se lo alcanza. Llevado de su amor irresistible,
arrollador, uno se entrega, se rinde, su amor no conoce ya
límites, nada se le opone, faltan los escrúpulos, no existe el
pudor. El que ama rindiéndose consiente en todo lo que el
amado propone, hace todo lo que el amado desea. El amado lo
castiga y humilla y su amor por el que así lo maltrata aumenta
en vigor. Lo trata como a un muñeco de trapo y su amor sigue
creciendo. Y llega por fin la recompensa final, cuando el que
ama hunde el rostro en el acogedor regazo de quien lo domina,
que de ese modo lo premia. Como en el puerto el navío, en el
seno del amado el que así se le entrega se halla a salvo de los
vaivenes del mundo. Quien sabe lo que hay que saber aprecia
estos momentos de entrega absoluta, porque sólo aquel que se
deja dominar sin reservas demuestra la intensidad de su amor.
Sólo el que pasa la prueba recibe el premio absoluto.
147
Una vez aquel mozo hubo recobrado los espíritus y -con
lo que he dicho me había venido al recuerdo- firme yo en el mío,
le hablé llanamente:
–Debierais dejarme –le dije; pero prefiero interpretar los
avances de que me habéis hecho objeto, aceptando que no os
soy indiferente. Tal vez no os disguste hablarme del amor que al
parecer me profesáis. Decidme pues acerca de vos.
Sin hacerse rogar, me contó sus circunstancias. Su padre
practicaba la medicina paisana, enderezaba miembros dislocados
y en ganado y personas neutralizaba los males de ojo y otras
malquerencias. Aspiraba a que su hijo lo siguiera en el arte y
aun lo superara, para que cuando le llegara la hora fatal, contara
ya con una clientela, que él le dejaría en herencia. Mientras tanto
le pasaba una pensión generosa.
Mas él deseaba ser escritor, o incluso poeta, para lo cual
necesitaría profundizar en el conocimiento de las destrezas que
tal ejercicio requiere. Le hubiese gustado comenzar ocupando un
puesto de copista en un monasterio, como tantos que en ellos
aprendían aquel mestier de clerecía –menester de clérigos, si se
me permite el anacronismo. Pero su padre no quería ni oír hablar
de parejo propósito, aunque no le hubiera sido difícil secundarlo.
Como consecuencia aquel muchacho temía ahora haberse mostrado demasiado débil ante las exigencias paternas y
haber preferido la ayuda en metálico que recibía a cambio de
seguir una práctica que odiaba, antes que afrontar la incertidumbre de abrirse camino sin apoyo en una vía incierta e
ignorada. Se limitaba a ir aprendiendo lo mínimo para no enemistarse con el padre y seguir recibiendo la renta.
Cuando supe que había así arriesgado su seguridad y
bienestar aceptando acompañarme en la empresa de buscar el
martirio evangelizando a los infieles, lo miré con interés.
–Señor mío, le dije, lo que me acabáis de contar no me
parece lo más avisado en una situación como la vuestra. Es evidente que sólo a regañadientes proseguís el camino que decís.
148
Afirmó con la cabeza.
–Y al parecer vuestro padre no se toma demasiado interés por vuestras preferencias en cuanto al modo de vida –añadí.
De nuevo asintió.
–No me falta experiencia en la tarea de enderezar personas que por su extrema juventud son proclives a tomar caminos
extraviados –le dije al tiempo que con el dedo índice lo conminaba severa. -Añadiré que también lo hago con gusto. Si os sometéis a mí, veréis que a la postre os sentiréis motivado a redoblar los esfuerzos por la vía elegida. Sin embargo, debo advertiros que exijo se acepte sin reservas mi método, que a menudo
conlleva medidas drásticas.
–Señora, os admiro en tal grado que no alcanzo a concebir ninguna medida demasiado drástica en lo que me respecta –
me dijo atropelladamente y con entrecortadas palabras.
De nuevo lo miré con interés. Y quise probarlo.
–Santo cielo, señor, ¡qué impertinencia! ¡No puedo menos que admirarme Tampoco yo alcanzo a comprender qué os
lleva a sentir de tal forma imprudente a mi respecto, tanto más
cuanto que apenas si me conocéis. ¡Vamos! ¡Acercaos y arrodillaos a mis pies! Es preciso que entendáis mi disgusto.
Hizo torpemente lo que yo le ordenaba y con todas mis
fuerzas y la mano abierta le di un golpe en la oreja que lo envió
rodando unos pasos.
–Lo siento, señora, no pude dominarme –se disculpó.
–Me temo que es demasiado evidente y no necesita
aclaraciones, por lo que habré de ocuparme de ello. ¿Aceptáis,
pues mi tutela? ¿Os someteréis a mí en cuerpo y alma?
–En alma y cuerpo, señora.
–Está bien. En tal caso os pondré a prueba durante algún
tiempo. Si la pasáis, tomaré en cuenta la idea de aceptar vuestra
entrega irrevocable.
Me vino a la memoria el mito de Cibeles y Atis tal como
mi madre me lo había leído. Pensé que en cierto modo se me
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ofrecía la ocasión de revivirlo. Yo, la diosa; él, mi esclavo
sumiso. No pude resistir la tentación.
–He de señalaros algunas reglas fundamentales. A menos que se os diga lo contrario, todo nuestro trato tendrá lugar de
acuerdo con las normas siguientes. Ante todo empezaréis por
donde hoy habéis comenzado, por postraros a mis pies como
estáis. Mantendréis las manos juntas a la espalda y baja la
mirada y fija en mis pies, excepto cuando yo os hable, en cuyo
caso me miraréis directamente a los ojos. Y sólo hablaréis
cuando yo os lo permita. ¿De acuerdo?
–Sí, mi señora.
–Además no sólo me diréis siempre la verdad, sino
también vuestros pensamientos más íntimos. Lo comprobaremos de inmediato. Decidme cuáles son vuestras prácticas sexuales habituales.
Recordé que los devotos de la diosa Cibeles no tenían
reparos en sacrificarle la virilidad castrándose. No era pues
demasía el que yo pidiese otro tanto a quien de tal modo aceptaba adorarme.
Ante estas palabras el joven enrojeció y bajó la vista al
suelo, con lo cual de nuevo lo golpeé en la oreja con la mano
abierta. Acerca de la respuesta no cabía duda. Demasiado corto
como para seducir incluso a la más humilde de las mozas que
trataba y en exceso temeroso de las dolencias venéreas para
arriesgarse a ir con las prostitutas. No tuvo más remedio que
admitir que con frecuencia buscaba satisfacción en sí mismo.
–¡Bien; no es novedad! Otro tanto sucede a la mayor
parte de los jóvenes machos. A partir de ahora os abstendréis de
tal práctica, excepto cuando yo os la ordene para aliviaros de la
tensión momentánea y como acto de higiene, corporal tanto
como mental.
–Quiero empezar ya –añadí. Apartaos a esas peñas, aliviaos sobre un pañuelo, traédmelo de vuelta y mostrádmelo. Si
no lo conseguís, decídmelo.
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A decir verdad, había yo observado durante todo el
tiempo como él se esforzaba en disimular la excitación de sus
órganos. De modo que se alejó unos pasos y al cabo de algunos
minutos regresó con el pañuelo, se postró a mis pies, tal como le
había dicho, y me lo alargó para que lo viera a mi gusto.
Lo tomé sin decirle palabra.
Me preguntaba cuál había de ser el paso siguiente cuando
él exclamó fervoroso:
–Oh, señora, heme aquí a vuestra total disposición para
todo lo que gustéis ordenarme.
Le di otro golpe doloroso.
–Os he dicho bien claro que no os está permitido hablar a
vuestro placer, sino sólo cuando yo os lo ordene. ¿Lo habréis
olvidado? Debéis recordarlo.
Aceptó mudo el castigo y no dijo nada.
–Tenéis ahora licencia para besarme los pies. ¡Vamos!
¡Hacedlo! No os demoréis o de nuevo os daré qué sentir.
Alcé unos milímetros el borde de la túnica y descubrí la
punta de los borceguíes o mulas que entonces calzaba.
Se inclinó y los besó devotamente, como era de rigor que
lo hiciese.
–Bien; ahora apartaos por un tiempo a donde no os vea.
Dejé pasar unas horas antes de llamarlo de vuelta.
De nuevo ante mí aquel que se decía dispuesto a entregárseme, sin perder un momento lo hice postrarse a mis pies y lo
interrogué. Quise saber si a solas se había aliviado tal como
según había dicho tenía por costumbre. Como era de esperar, lo
negó, aunque probablemente mentía, dada la debilidad de
carácter que él mismo se había atribuído. No me dejé engañar.
–Miradme a los ojos y respondedme otra vez.
Le tendía una trampa. Si volvía a decir que no, redoblaba la ofensa; y si decía sí, quedaba como un mentecato.
Respondió débilmente: Sí.
Sin una palabra, me levanté y me aproximé a él.
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–Habéis cometido dos graves errores. Deberé castigaros.
Y sin decir nada más lo agarré de una oreja y lo obligué a
quitarse la zamarra, la camisa y los pantalones y a quedarse
desnudo ante mí.
–Imagino que desde que abandonasteis la escuela no os
habrán vuelto a azotar. Puesto que es la primera vez que os disciplino, seis golpes serán suficientes, lo que significa por mi
parte extremada clemencia.
Curiosa observé que se hallaba terriblemente excitado, lo
que por fuerza saltaba a la vista. El ridículo espectáculo me hizo
reír entre dientes.
Lo agarré con fuerza y aún de rodillas hice que apoyara
en mi regazo el rostro. Y mientras lo mantenía bien sujeto e inmovilizado en aquella humillante postura descargué sobre su
expuesto trasero seis golpes de vara. Antes la había arrancado de
un matorral que por allí cerca crecía.
No tuve miramientos. Tenía que aprender la lección.
Cuando lo solté, las lágrimas le corrían por las mejillas.
–Una lección provechosa, señor. Besad la vara que os ha
castigado, y luego recoged vuestras ropas y vestíos. De nuevo os
aliviaréis como de costumbre y me traeréis el resultado.
No tardó mucho tiempo. Enseguida estuvo de vuelta y
me presentó su ofrenda de amor.
A éste episodio siguieron de la misma manera otros. El
último me mostré más severa. No había lugar para ningún
género de blandura, así que le di doce golpes con la vara.
De nuevo lloró, me rindió homenaje y trajo su ofrenda.
Noté que cambiaba gradualmente. Cada vez parecía más
ansioso de repetir la experiencia. Se mostraba más animado y el
vigor lo animaba. Él mismo parecía buscar el castigo. Cada vez
los repetidos castigos se hacían más próximos.
También yo me sentía distinta. Me sentía más viva, me
centelleaban los ojos, mi voz se hacía más ronca. Como si
tomase un tónico desconocido, un poderoso afrodisíaco.
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Al sexto día, procuré acicalarme. Ya dije que el día de mi
partida había puesto en el hatillo una camisa de repuesto y
algunas galas. Lo recibí pues como si se tratase de una fecha
señalada y de fiesta. Se arrodilló a mis plantas tal como ya se
había habituado a hacerlo.
–Os permito mirarme, señor, me habéis complacido y
estoy dispuesta a recibiros como un siervo sumiso. La ceremonia precisa, debo advertíroslo, no es agradable, y si la aceptáis,
no habrá ya vuelta atrás. Una vez a mi servicio, estaréis unido a
mí por todo el resto de lo que os quede de vida, y obligado a
llevar a cabo cualquier tarea que me plazca imponeros.
No respondió y acepté como aquiescencia el silencio.
–Si queréis reflexionar, podéis apartaros a solas y echar
vuestras cuentas; si decidís ir hasta el fin, seguiremos adelante;
de lo contrario nunca más trataréis del asunto.
Mientras yo le hablaba no dejó de mirarme. Complacida
noté en sus ojos la muda adoración que sentía por mí. Al estar a
mis pies, yo le parecía más alta, y si antes mi figura femenina
había sido grandiosa a sus ojos, ahora era ya poco menos que
divina, a lo que contribuían nuestras actitudes respectivas, de
ama y esclavo. Yo había recogido en un moño francés la mata
del pelo, con lo que realzaba mi delicado cuello blanco de
alabastro que una cinta negra de seda ceñía. Sentí que la
voluptuosidad le empañaba la mirada.
Tampoco yo era inmune. Incluso había cambiado mi
expresión. Donde antes me había mostrado fría y dueña de mí,
había ahora animación, me brillaban los ojos, y mi voz, ronca,
estaba cargada de emoción. Era como si me hallase bajo los
efectos de un poderoso estimulante.
El fuego del amor nos devoraba a entrambos. Se arrojó a
mis pies y besó las delicadas puntas de mis sandalias que me
asomaban bajo la seda del traje.
–No necesito pensarlo, señora. Ser vuestro es lo que más
deseo, y pagaré con gusto el precio que sea necesario.
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Sin decir una palabra, lo levanté del suelo y apreté su
cabeza contra mi pecho. Me sentía excitada. Permanecimos así
en silencio algún tiempo, y luego le dije:
–¡Ah! Me temo que primero tendréis que pasar por una
prueba dolorosa. Pero después, con el tiempo, disfrutaréis las
delicias que os daré a gustar en trueque de vuestra obediencia.
Y con extremada dulzura añadí:
–Ahora dirigíos a la cueva que en las cercanías hemos
descubierto estos días. Quitaos la ropa a la entrada, penetrad
más adentro y totalmente desnudo arrodillaos en el suelo. Concentraos en mi imagen, la imagen de vuestra dueña absoluta, y
esperadme. ¡Id!
En un estado de completo éxtasis, se deslizó apresurado.
Pasado el umbral de la gruta se halló en una gran cámara
abovedada que iluminaba tan solo el resplandor de un rayo de
sol que entraba por una grieta escondida. Se arrodilló y a medida que los ojos se le acostumbraban a la oscuridad, vio ante sí
una especie de hornacina natural, y ante ella un sólido poste de
madera, como aposta hincado en el suelo, que le llegaría a la
cintura, cubierto de extraños símbolos grabados.
En la arena que crujía, oyó acercarse mis pasos. Paralizado por la expectación, no se atrevió a volverse, y esperó a
que yo me adelantara hasta el altar, y me situase en el centro de
la zona iluminada, como si en un escenario me envolviese la luz
de un foco potente.
–Levantaos y miradme, y repetid conmigo: Vos sois mi
ama, y yo vuestro esclavo. Seré vuestro para siempre.
Pudo apenas hacerse oír.
Me sentí arrebatada. Por entonces se forjaba las gestas
que pasados los años inspirarían el relato de El Anillo de los
Nibelungos. Mi madre, la sajona Gudrun, me había hablado de
las heroínas, Brunilda y Crimilda, las dos nórdicas valkirias, y
por un instante me identifiqué con ellas. Ante mí, arrodillado a
mis plantas estaba Sigfrido, dispuesto a padecer por mi amor.
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En un rapto me vinieron también a la mente las Cortes de
Amor provenzal y los caballeros que cual Lancelot habían
renunciado del todo a su voluntad y estaban dispuestos a adorar
de por vida a la dama elegida. Y transida de inspiración añadí:
–Bien. Ahora ved en mí lo que os digo y repetid mis
palabras: Vos sois mi valkiria, mi Boadicea, la hechicera guerrera a la que obedezco sin reservas.
Me vi muy otra, no era ya la que era. La joven y frágil
doncella apenas formada se había transformado en una figura
bravía y amenazadora vestida de pieles y hierro. Así como el
guante enfunda la mano, me envolvía sin costuras una veste de
cuero que múltiples hebillas me sujetaban al cuerpo, veste erizada de brillantes agujas de acero de dos dedos de largo, que me
hacían terrible y salvaje pero de extraño modo también sensual.
La iron maiden, la doncella de hierro con que se torturaba a los herejes.
El mancebo hizo como se le decía.
–Sirvo a una diosa antigua –le dije, y mi presencia en la
tierra tiene por objeto devolver a nuestro femenino género la
perdida dignidad. Aunque un varón, reconocéis mi superioridad
sobre los de vuestro sexo, y de ahí que seáis un aliado adecuado
para mis designios.
Entoné entonces un cántico bárbaro en lengua sajona,
que había aprendido de mi madre, y volviéndome a él le ofrecí
la ambrosía que un gavilán me había traído en un vaso de cuerno, como una blanquísima paloma había traído bajada del cielo
al santo Remigio en una ampolleta el óleo precioso y preciso
para bautizar y coronar al rey Clodoveo, franco y pagano.
–Bebed esta poción: con ella soportaréis mejor la ordalía, la penosa experiencia, la prueba severa que de inmediato os
aguarda.
La pócima, de hierbas y ligeramente alcohólica, mareaba al instante.
De pie apoyé las espaldas en el poste de madera.
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–Arrodillaos ante mí, inclinad la cerviz hasta tocar con la
frente mis sandalias, y rodead con los brazos mis pies y el
madero sagrado.
El madero sagrado, del que había sido exponente el árbol
Irminsul. Imagen del falo, de la fecundidad, el árbol en la base
del mundo.
Según mi madre, allá en la Sajonia, su país de acogida,
las mujeres habían solicitado el embarazo en ceremonias campestres orgiásticas. En ellas bailaban en torno a Irminsul, árbol,
pilar, columna, betilos, cipo sagrado –que todos esos nombres se
le daba– que en el santuario de los bosques representaba a la
Diosa suprema del culto matriarcal primigenio. Ella habitaba en
los árboles de los bosques sagrados y regía la fertilidad. Las
almas inmortales, semillas de vida de los que iban a nacer,
impregnaban las copas y los frutos. La mujer que bailase a su
alrededor portando en la cabeza una canastilla de mimbre que
contuviese falos simbólicos, quedaría preñada.
En Caria, Laconia, en las fiestas cariteias, las mujeres
solicitaban de la diosa Artemisa Cariatis el embarazo. Bailaban
en un bosque de nogales y en la cabeza portaban un cálatos o
cestillo de falos. En Lucania y en las fiestas Cariátides, lo
solicitaban a la diosa Afrodita. En Esparta, lo solicitaban en las
fiestas Helenoforias; la diosa era Helena; portaban en la cabeza
helenes (vasijas) y después, en el cercano monte Taigeto
celebraban orgías.
Exaltado y excitado al máximo, el mozo lo hizo. De
nuevo entoné el canto misterioso, y luego, con un bronco alarido, descargué en la espalda del mozo con un látigo de cuero
nudoso el golpe más fiero que quepa pensar. Él gritó salvajemente. Otro golpe y otro grito. Se retorció de dolor pero al
mismo tiempo contemplé en su semblante la expresión de una
infinita voluptuosidad.
Descargué sobre él golpe tras golpe, escuché uno tras
otro sus gritos, a un ritmo lento y de enorme crueldad. Mientras
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con los mayores extremos de la más encendida pasión me
besaba los pies y me los bañaba con sus lágrimas, lanzaba gritos
atroces. Seguí golpeándolo con estudiada ferocidad.
–¡Ya basta! –exclamé triunfalmente.
Me callé, cesaron los golpes. Él se hallaba en un rapto.
–¡Poneos de pie y apoyaos en el sagrado madero!
Se levantó vacilante e hizo lo que yo le ordenaba, mientras yo hacía otro tanto, de modo que formábamos los dos un
apretado círculo en torno al poste bendito. Con el rumor de una
lámina de acero que suavemente deja su envoltura extraje de su
vaina un largo cuchillo de mango de marfil. Me descubrí los dos
senos y con un gesto tajante me hice un corte en uno de ellos,
justo encima del violáceo pezón.
Con los brazos nos manteníamos los dos estrechamente
unidos, mientras como en un ensueño embriagador veía yo
hincarse fieramente en su carne las agujas de mi coraza divina.
Nuestros cuerpos se apretaban mutuamente, y forcé su
cabeza sobre los dos blandos globos de crema, mientras la sangre manaba y los cubría de rojo. Entoné con vibrante voz:
–Mis senos dan sangre, no leche. Bebedla y seréis mío.
El la lamió con delirio y en éxtasis y lo reconforté:
–Habéis pasado una dolorosa experiencia, lo temo, pero
me habéis complacido. Merecéis os lo premie. Gustad las mieles del triunfo.
Y lo regalé con las caricias más íntimas que cabe dar.
Todo halago parece doble después del tormento, sobre
todo cuando los administra una misma persona.
Permaneció transfigurado hasta recobrar el sentido y se
halló en medio de la maleza, como si sólo hubiese soñado.
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Cap. 6 - La segunda salida. La vida en el yermo
Simón Pedro les dijo: “Que María nos deje, pues las
mujeres no son dignas de la vida.” A lo que Jesús
retrucó, “He aquí que yo la conduciré para hacerla
un varón, para que como vosotros, también ella
pueda volverse un espíritu viviente. Pues toda mujer
que se haga varón entrará en el reino de los cielos.”
Del Evangelio de Tomás.
A nadie debe sorprender mi conducta en el lance que
acabo de narrar. La había aprendido en las Vidas de santos del
Martirologio que como ya he dicho me leía mi padre. Así, en la
Vida de santa Ulrica se contaba que cuando alguna de las
novicias de algún convento de los que ella había reformado se
mostraba tardona en el avance por el Camino de Perfección que
la madre abadesa la incitaba a seguir, primero se la amonestaba,
luego se la reconvenía, y a la tercera caída, con los latigazos de
una fusta se la hacía entrar en razón. Esta misma santa no se
cansaba de advertir a su manso rebaño que la mayor virtud de
una hermana era la santa obediencia, que también se llamaba
abnegación, desprendimiento y negación de sí mismo.
También había llamado la atención el caso de una novicia, Beatriz de la Madre de Dios, a la que la priora se resistía a
admitir en el convento recién fundado. Al parecer durante su
infancia se la había perseguido e incluso maltratado. Tenía sólo
siete años cuando una hermana de su madre se encariñó de ella y
prometió nombrarla su heredera. Las criadas de la tía, una mujer
soltera que vivía sola, sin ningún pariente a su lado que la
protegiera y mirara por sus intereses, contaban con que a su
muerte les dejara a ellas los bienes. Buscaron pues de enemistar
con la tía a la niña y sus padres, de modo que acusaron a la
pequeña de haberles encargado comprar veneno para emponzo-
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ñar a la buena señora. Confiada en exceso o por otro oscuro
motivo, la tía las creyó, y devolvió la niña a sus padres. Éstos,
despechados con la pérdida de lo que ya habían visto suyo, la
emprendieron con la niña, la azotaron a diario durante todo un
año, le aplicaron otras penas y la obligaron a dormir en el suelo.
Sin embargo Dios castigó a las calumniadoras. Contrajeron la
rabia, y antes de morir, arrepentidas, confesaron lo que habían
urdido. Pasado el tiempo, el padre de Beatriz quiso casarla, pero
ella se negó a complacerlo y le dijo que había hecho voto de
entrar en religión. El padre de nuevo creyó que mentía y que
sólo trataba de ocultar algún pecado de la carne que le estorbaba el contraer matrimonio. De nuevo la sometió a indecibles
malos tratos y estuvo a punto de ahorcarla. Se libró de la muerte por puro milagro y pasó tres meses encamada para recuperarse de aquel asalto paterno.
La relación de pareja estaba plagada de incertidumbres.
Los pros y los contras del santo matrimonio
Una vez probado el amor profano y sin saber qué hacer,
determiné volver a casa. No creí difícil conseguir que me perdonara mi padre, que aunque severo, me profesaba acendrado
cariño cristiano. Me había dado cuenta de que andar por el
mundo en atuendo de mujer estaba lleno de inconvenientes, ya
que ponía en peligro mi cuerpo, y lo que es mucho peor mi alma
inmortal.
Una vez de nuevo entre los míos y sabido todo lo que en
aquel tiempo me había sucedido, de momento mi padre calló,
mientras pensaba qué cosa se había de hacer para que, yo abandonando las que juzgaba mis infantiles quimeras, no volviese a
correr tales peligros como ya había corrido.
Fue pues el caso que trató de buscarme marido y me
prometió a un joven de la vecindad, de bastante buen linaje y
notables prendas personales.
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Al principio no opuse reparos; pero allá en lo más profundo de mí y a medias consciente, me pareció entrever que
casándome y formando familia me rebelaba contra mi ya difunta madre o en cierto modo la desafiaba, porque sin saber de qué
manera, en lo más íntimo yo consideraba rebeldía suma el casarme y tener hijos como ella los había tenido. Hubiera sido
como arrebatarle su papel de madre y la juventud, refregarle en
el rostro el envejecimiento y la edad.
Luego me vino a la memoria todo lo que acerca del
matrimonio ella me había leído y que con su soberano saber los
santos Padres habían refrendado. En primer lugar pensé en Tertuliano, según el cual el matrimonio se basaba en el mismo acto
que la prostitución, por lo cual lo mejor para cualquier mujer era
no conocer varón.
Su opinión hubiera estado falta de peso si hubiera sido
aislada, pero a corroborarla había acudido san Juan Crisóstomo,
para quien donde estaba la muerte, estaba el matrimonio, y
donde no había matrimonio, tampoco había muerte.
Ya he mencionado a san Justino.
Para Clemente de Alejandría, otro santo varón, el coito
era una enfermedad perniciosa, “una pequeña epilepsia”. Y
Orígenes enseñaba que durante el ordinario contacto sexual, el
Espíritu santo se ausentaba. Quizá por eso, por no poder soportarlo, prefirió castrarse.
Recordé entonces una confidencia secreta que en una
ocasión Bilequilda del Maine me había hecho: Mira, Juana, te
llevo algunos años, y como ya sabes, se me ha educado interna
en un monasterio para jóvenes notables; pues bien, en la capilla
muchas veces he solido rogar de este modo a la Virgen: Oh,
Señora, Vos que concebisteis sin pecar, concededme que pueda
yo pecar sin concebir.
A esto se añadía lo que mi madre atribuía a san Agustín,
a saber, que una madre, puesto que estuvo casada, ocupará en el
cielo un puesto inferior al de la hija que haya sido virgen.
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Aquel santo obispo “hubiera preferido que los hijos fueran sembrados a mano, como el cereal”.
Asimismo al respecto se había pronunciado san Ambrosio: “El matrimonio es honroso, pero la continencia lo es más;
pues si quien entrega su virginidad en el matrimonio obra bien,
quien no la entrega y se la guarda obra mejor”.
Pero antes había dicho que «como institución natural
acorde con el querer de Dios, el matrimonio no tiene como
primera y más profunda finalidad el mutuo amor de los esposos,
sino la creación y formación de nuevas vidas». Palabras que
parecieran bien contradecir lo que antes había apuntado. Pues
daban a entender que conservarse virgen valía más que traer
hijos al mundo. Cosa que según la Biblia hubiera desaprobado
Yahvé, ya que a los padres primeros de todos había dado la
orden de “creced y multiplicaos”.
Pero ningún fiel cristiano osaría criticar a los santos
Padres de la Iglesia.
Y para el papa León I, ninguna madre terrena «concebía
sin pecado».
Luego san Isidoro de Sevilla había dicho que si bien el
matrimonio era bueno «en sí», sus «circunstancias» eran
«malas» y había que expiar a diario el placer en él disfrutado.
La mayoría de los eclesiásticos que se ocuparon del
asunto estuvieron acordes en considerar pecado todo trato
sexual. Y según Inocencio III «el ayuntamiento conyugal nunca
se consumaba sin la comezón de la carne, sin el ardor de la
lujuria, sin el dolor de la libido; nadie se atrevería a negarlo».
El coito era un acto vicioso. Lo que sorprendía, porque
no cabía concebir el que nadie procrease sin que interviniera el
coito. Al menos de momento.
El acto matrimonial siempre estaba ligado al pecado, y a
un pecado grave, pues «en nada se diferenciaba del adulterio o
la fornicación, en tanto intervenían en él la pasión sensual y el
placer nefando», dado que «Adán nos corrompió, nacimos y se
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nos concibió en pecado» y «el débito matrimonial nunca se
cumple sin pecado»; «los cónyuges no se libran del pecado».
Al principio no se permitía a los esposos besarse con la
lengua. Mas cuando con la relajación de las costumbres se lo
empezó a ver como pecado sólo venial, las autoridades eclesiásticas no quisieron consentirlo sin más y ofrecieron una
casuística en la que se indicaba exactamente cuántos milímetros
podía penetrar en la boca ajena la lengua para que el beso siguiese siendo honesto, y en qué momento comenzaba la deshonestidad.
Para que el placer no encantara a la pareja y quedara ella
atrapada en la red engañosa de la concupiscencia, se recomendaba la llamada «camisa del monje» (chemise cagoule), que
tapaba el cuerpo hasta los pies y sólo dejaba al descubierto una
estrecha rendija en la zona genital.
Todo esto figuraba en la llamada teología moral, que los
encargados de orientar a los otros debían aprender.
Dejando a un lado las trabas que ponían al matrimonio
los eclesiásticos, otras razones laicas aconsejaban preferirse
eunuco. Los eunucos abundaban; todos ellos eran gentes de
origen aristocrático y urbano y se los castraba para evitar que
desperdiciaran la energía en otra cosa que en servir al Estado.
Por lo general se dejaban voluntariamente operar, pues era
requisito imprescindible para los que querían hacer carrera.
Grandes patriarcas y generales eminentes habían sido eunucos.
Se tenía por privilegio su condición lisiada y estéril.
Antes muerta que casada
De modo que las contundentes y santas sentencias referentes al asunto sumadas a las consideraciones de orden práctico me abrumaron. No se me ponía fácil la cosa. Pensándolo
pues dos veces, no me hallé hecha para el casamiento corriente,
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antes más me aprovechaba, en el cielo así como en la Tierra,
entregarme al Señor y ser sólo suya.
Decidí serlo a conciencia. Yo era tal que una vez tomado un camino, el puntillo de la honra no me dejaría volverme
atrás por nada del mundo. Y a imitación de la santa Juana cuyas
peripecias había narrado un popular autor teatral, repetía para
mí: Casarme quieren, mi Dios, siendo cosa reprobada el ser dos
veces casada y siendo mi esposa Vos. Ya conozco vuestros
celos, no os los quiero, mi Dios, dar; mi padre quiero dejar, que
con humanos desvelos me impide el bien que publico, y por un
mortal esposo, un divino y poderoso me quita, inmortal y rico.
Sólo vuestro amor me cuadre, que si a mi padre dejé, en vos, mi
Cristo, hallaré, Rey, Señor, esposo y Padre.
Muy bien hubiera podido decir entonces a quien por
ventura me solicitara lo que andando el tiempo diría Don
Quijote a Maritornes, la sirvienta que en la venta donde el caballero vela sus armas hace pasar por enamorada hija del señor del
castillo a la del ventero: “Lástima os tengo, fermoso caballero,
de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte
donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro
gran valor y gentileza, de lo que no debéis dar culpa a esta
miserable indecisa doncella, a quien tiene amor imposibilitado
de poder entregar su voluntad a otro que aquel que en el punto
que supo de Él lo hizo señor absoluto de su alma…”
El ambiente en que mis padres me habían criado dio
como resultado el que toda mi vida me sintiera alienada de los
otros, al mismo tiempo que absolutamente rara y preciosa.
Para huir del destino que a mi pesar se me labraba, pensé
primero en secundar a santa Oda, que en circunstancias
similares a las mías se había cortado la punta de la nariz y
espantado así al solicitador importuno; pero considerando que
quizá la probable hemorragia llamaría la atención y me llevaría
a envanecerme de ella, rechacé por humildad aquella idea.
163
Pensé luego en lo sucedido a otra, santa Catalina, que un
día, desesperada ya del molesto acoso a que la sometía su terco
pretendiente, reacio a darse por enterado de las calabazas que
una vez y otra ella le otorgaba, quiso estropearse por medio de
un ungüento repugnante y venenoso la belleza del rostro; y
cuando en Roma, en el jardín de la casa en que vivía con su
madre, iba a poner en práctica su heroica intención, le cayó de la
pared sobre la cabeza una piedra de gran tamaño que la hirió
gravemente, pues, a no dudarlo, Dios, que tan linda la había
creado, no quiso ver así destruida la hermosura de su esposa
mística. Renuncié también a aquel proyecto.
En parecidos apuros se había hallado asimismo santa
Susana. Una y otra vez el hijo del prefecto de la ciudad le proponía el matrimonio y no aceptaba un no como respuesta, con lo
que ella harta ya de la solicitación importuna había dicho a su
tío, el Papa san Cayo, a quien no disgustaba la boda: "Ya sabéis,
amado tío mío, que habiendo hecho voto de castidad no puedo
dar la mano a otro esposo que a Cristo, y aquí mismo os declaro
que jamás se la daré a nadie que no sea Él. Antes monja que
casada. Por más trampas que me tienda el magistrado para
obligarme a mudar de propósito; por muchos tormentos con que
me amenace para llevarme a la alcoba del hijo, confío en que
por la misericordia de mi Señor Jesucristo, me arrancarán del
cuerpo mil almas antes que del corazón la fe que a mi esposo
divino tengo prometida, y que no harán ni aún titubear la determinación de vuestra humilde sobrina".
Admiró a san Cayo la santa elocuencia de aquella nepote y ya no insistió en hacerla cambiar de propósito.
Igualmente valerosa así como maravillosamente precoz e
ilustrada se había mostrado santa Inés. A los 9 años hizo voto de
virginidad y se consagró a Jesucristo. Tenía tan sólo 13 y ya
muchos la deseaban por esposa y compañera sentimental de
lecho, pero ella los rechazaba; a sus requerimientos respondía
164
con rara elocuencia: “La esposa injuria al esposo si desea
agradar a otros. Sólo me poseerá el que primero me eligió”.
Volviendo una vez de la escuela, el hijo del prefecto de
Roma la vio y se prendó de ella. La siguió hasta su casa y se
enteró de quien era. De vuelta en el hogar dio cuenta del flechazo a su padre, que de momento le hizo ver su juventud y las
muchas oportunidades de triunfar que por su condición le
ofrecía la vida. Pero el joven no se dejó persuadir. Con el
permiso del padre propuso el matrimonio a la moza y le ofreció
magníficos regalos. Mas sin reparar en su apostura viril ni en su
buena planta, Inés lo rechazó diciéndole: “Apártate de mí,
pábulo de corrupción, porque ya me ha solicitado otro amante.
Con piedras preciosas me ha adornado la diestra y el cuello, me
ha puesto en las orejas perlas de incalculable valor, me ha
marcado el rostro para que no admita fuera de Él a otro querido.
Amo a Cristo, seré la esposa de aquel que nació de una virgen y
cuyo padre lo engendró sin concurso de mujer; en mis oídos ha
hecho sonar acordes armoniosos. Cuando lo amare, seré casta;
cuando lo tocare, seré pura; cuando lo recibiere, seré virgen”.
Con pareja parrafada apabullado y perplejo, y a los bien
trabados discursos prefiriendo el amor, él la denunció. Para
castigar su soberbia se la expuso desnuda a las miradas obscenas
de la plebe o populacho, pero le crecieron de golpe los sedosos
cabellos y la taparon de la cabeza a los pies, como más tarde
taparían a lady Godiva, y uno que se atrevió a acercársele, cayó
muerto redondo. Compadecida ella y no queriendo que por su
causa padeciera, rogó por él y lo resucitó.
La echaron luego a la hoguera, pero las llamas se negaron a quemarla. Se hicieron a un lado y formaron como un cáliz
o copa en la que ella aparecía como una gema en su estuche.
“¿Por que tardáis tanto y os demoráis en enviarme a la
gloria?” –increpaba la joven a tales sutiles verdugos que se
mostraban remisos en hacer su trabajo. “Perezca este cuerpo que
aman unos ojos a los cuales no quiero complacer” –añadía.
165
Por fin la descabezaron. No le valió la retórica. Y los
paganos idólatras le mataron a pedradas a una hermana que fue a
rezarle a la tumba.
De ella dijo san Ambrosio: “Amó a Dios desde que pudo
conocerle, y lo conoció recién nacida”.
Pensé por fin recurrir al expediente del que en trance
parejo se había valido la santa princesa portuguesa Wilgefortis,
que habiendo rogado a Dios la amparase, le brotó de pronto en
la cara una tupida barba de varón bragado, visión ante la cual el
que aspiraba a su mano había sentido desfallecer el amor que
hasta aquel momento le había prometido. Sin embargo, como el
Señor no acudiera en mi auxilio con la misma rapidez con que
para ella había provisto y se demorara en atender mis súplicas,
determiné habérmelas con el problema con mis solas fuerzas.
Mucho me conmovían ejemplos semejantes de heroicidad. Me miraba y de ninguna manera sentía esperanzas de
hallarme nunca a su altura sublime.
Decido consagrarme a Dios
Yo me había sentido llamada a una vida más alta y a
despreciar las cosas mundanas. Recogí los pocos adornos y
alhajas que hasta entonces usaba y los regalé a los pobres, dejé
de tratar con jóvenes de mi edad y frecuenté solamente a
ancianas de piedad reconocida; pues no en vano había
sentenciado san Remigio: “Divertíos con los jóvenes, pero tratad
con los viejos”. Finalmente, y dado que ya desde mis primeros
años se hablaba de “la dulzura, encanto e irresistible simpatía”
que de mí se desprendían, por lo que se me tenía por bella, para
perder el atractivo dejé de lavarme el rostro “aun con agua fría”.
Mi padre no pareció tomar a mal esta mi nueva actitud, y
sin preocuparse de ella, partió para retirarse tres días a un
monasterio de su predilección. Cuando él se alejó, envié a
alguien de mi confianza a pedir una entrevista a un santo monje
166
que en las cercanías hacía vida virtuosa. Ya en su presencia, le
confié el llamamiento divino que en el alma sentía, y el santo
varón me respondió con las palabras del Señor: “Quien no esté
dispuesto a dejar a su padre, a su madre, a sus hermanos y todas
las cosas por el reino de los cielos, no es mi discípulo”.
Y para rematar la faena me leyó la “Epístola” que a
Heliodoro había escrito san Jerónimo: “Vendrá tu hermana
viuda y te abrirá los brazos; llegarán tus criados, la nodriza que
te amamantó y su marido, que son para ti como segundos
padres, y te saldrán al paso y te dirán: ¿A quién encomendarás
nuestra vejez y quien nos asistirá en la muerte? ¿Quién nos
enterrará? Sobre todo tu padre, venerable y anciano, cuya frente
surcarán las arrugas, lacio y débil el otrora poderoso pecho,
también te estorbará el paso y te recordará toda tu vida, desde el
día que por primera vez te recibió en sus brazos hasta ahora…”
Así evocaría mi padre mi infancia y así consternaría mi
partida a familiares y criados. Mas el anciano seguía leyendo:
“Toda la casa descansa en ti y está para caer…”. “¿Qué haces
bajo el techo paterno, soldado cobarde? Aunque tu madre, con la
cabellera suelta y el traje a jirones, y aunque tu mismo padre se
tumbe en el umbral, pisa sobre su cuerpo… Aquí la piedad de un
hijo consiste en no tener piedad”.
Pese a tan concertadas razones no me dejé convencer de
inmediato y dije al monje que si persistía en mi propósito temía
despertar la cólera de mi padre, y que yo era la niña de sus ojos,
a lo que él cortó por lo sano respondiendo que sin duda en mis
otros hermanos encontraría él con quien consolarse. Venció así
mi resistencia y le pedí que me admitiera en religión, lo que él
hizo inmediatamente.
Mas terminada la entrevista y a solas, reflexioné y llegué a la conclusión de que mi padre no se volvería atrás en su
intención primera de casarme, y yo no podría evitar su ira,
porque si me escondía, me descubriría sin duda y me arrastraría
de nuevo al hogar empleando la fuerza si fuere preciso.
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Rogué fervorosa al Señor se dignase indicarme el camino a seguir en aquella encrucijada y desamparo.
Oyóme sin duda el que todo lo puede, porque una mañana de aquellas, en que tendida en la hierba de un prado vecino
dejaba a los rayos del sol me calentasen los miembros, que con
la humedad los tenía ateridos y algo entumecidos, ocurrióseme
de pronto la idea de que mis muchos males me venían en parte
de mi condición de mujer, mis abundantes y largos cabellos
dorados, mis formas redondas y en general todo aquello que los
que saben del asunto llaman caracteres secundarios femeninos; y
que si acertaba a disimularlos y me hacía pasar por varón, sin
duda mis dificultades se aliviarían.
Me habían precedido en el pío intento adoptando personalidades, vestuario y nombre masculino y pasando por monjes,
mujeres tales como santa María Egipcíaca, mujer de costumbres fáciles a quien en el umbral de la basílica del santo sepulcro en Jerusalén se le apareció Jesucristo, con lo que ella se
retiró de la vida disipada en que hasta aquel momento se había
complacido y tras vestirse de hombre pasó en el desierto los siguientes 47 años, alimentándose solamente con tres peces de
una laguna vecina y el pan correspondiente que equilibrara la
dieta.
Santa Isolina de Pérgamo dio un ejemplo parejo. Felizmente casada, su bondad la hacía de tal modo atractiva, que
enamoró a un joven frívolo que quiso seducirla, pero ella rechazó sus impuras pretensiones. Con lo que tenía en casa, estaba
satisfecha. Despechado, él recurrió a una hechicera, que con
pócimas y palabras especiosas la llevó a consentir. Mas el trance
pasado, se sintió tan triste que se propuso arrepentirse de por
vida. Tomó ropas de hombre y suplicó se la admitiera en un
monasterio vecino. Dijo llamarse Isolino y una vez aceptada
admiró a todos con la aspereza de sus mortificaciones.
En el lugar vivía una ventera a la que un mozo sin
escrúpulos había dejado preñada y sin querer responsabilizarse
168
del fruto de su hombría la había abandonado. La ventera acusó a
Isolino de ser el padre del niño. Como él guardara silencio y no
quisiera demostrar la mentira, se lo expulsó de la comunidad.
Entonces se retiró a la soledad, se hizo cargo del pequeño y lo
alimentó con leche desnatada de cabra. La aspereza de la vida
religiosa a la intemperie y las penalidades le curtieron el cutis,
hasta entonces suave. Pasados los años suplicó se la admitiera de
nuevo en el sagrado recinto, lo que se le concedió tras haberle
hecho jurar que ya nunca saldría de su celda. Así lo hizo, y sólo
después de su muerte cuando se la amortajaba para darle
cristiana sepultura se descubrió su verdadero género. Su hijo
llegó más tarde a ser abad de aquel mismo lugar.
Lances parejos habían llevado a poner de lado las galas
femeninas y tomar la apariencia de hombres a santa Nerea de
Bitinia; santa Ana de Constantinopla; santa Apolinaria; santa
Anastasia de Egina; santa Hilaria; santa Margarita, santa Matrona de Pergia, santa Epifanía de Eleuterópolis, santa Pelagia de
Antioquía, santa Paula y tantas otras que fuera tedioso nombrar.
¿Y qué decir de la afamada Edelvita? Hija del duque de
Sotomayor, había sido aya del príncipe Uxío, heredero del reino
en que servía su padre. A los cuarenta años se sintió tan aburrida en la Corte que quiso irse a vivir a la aldea, donde practicaba
penitencias tan asombrosas que sus cilicios ensangrentados
hechos de cascos de botellas y las disciplinas que durante horas
se daba con cadenas mohosas admiraban a unos y horrorizaban a
otros. Aunque se había refugiado en una gruta, donde pasaba las
horas como enterrada viva, los demonios no se daban descanso
en tentarla y para llevarla a perder los estribos tomaban la forma
nefanda de voluptuosas serpientes o de excitados mastines. Se
decía que sólo comía los domingos, martes y jueves, de los que
llevaba la cuenta por medio de artes secretas. Cuando llegado un
momento se decidió a tomar hábito religioso en la orden del
monte Carmelo fundada para honrar al profeta Elías, escogió el
de los hombres y no el de las mujeres que por su género le
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correspondía, porque tenía tal la cabeza que no sufría en ella ni
el roce de unas tocas. Su renombre de santa hizo que la princesa
de Villasobroso la llamase a pasar en palacio algún tiempo,
donde admiró a quienes no la conocían mostrándose rodeada de
damas ilustres en una carroza y bendiciendo a todo aquel con
quien se topaba. El obispo de la diócesis la había convocado a su
presencia para amonestarla por una conducta de tal modo
escandalosa, pero al ver que se trataba de una mujer de alcurnia
elevada y no del monje que hacía sospechar su sayal, se había
guardado de reprenderla con acritud, como había pensado
primero, y en cambio con palabras piadosas y escogidas la había
animado a dejar la aspereza y recluirse en un monasterio de
otras mujeres, lo que ella había rechazado alegando que “no
quería vivir en medio de amaneradas y empalagosas devotas,
cuya loca fantasía no podía menos que aumentar la ya de por sí
desmedida flaqueza natural del femenino género.” De vuelta a
sus soledades se alojó una noche en un monasterio, y cuando de
mañana partió, las ascetas que habían tenido el privilegio de
acercársele y tratarla, aseguraban que su hábito de tosca
estameña, sucísimo, exhalaba un olor a santidad indescriptible,
tanto más cuanto que con el calor que entonces hacía, que era
extremado, muy bien se hubiera esperado otra cosa. Causó en
aquel eremitorio tan honda impresión, que la abadesa se sentía
confusa y se reprochaba no sentirse capaz de imitarla en sus
penitencias, hasta que se la había aparecido el mismo Dios y la
había tranquilizado diciéndole que para complacerlo no era
preciso llegar a tales desaforados extremos, pues tenía la
sumisión de alguien en más que los golpes que se diese con
azotes de cuero o el ayuno y abstinencia que practicase en los
días de vigilia que manda la Iglesia.
Animada a la vista de tantas vidas ejemplares, determiné
pues escapar de casa disfrazada de varón, para evitar los
inconvenientes con que me había topado en la primera salida.
De modo que dicho y hecho, afané como pude los arreos del
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más joven de mis hermanos, que por ventura había puesto a
secar industriosa mi madre, y no sin pedir a Dios me perdonase
aquel hurto, al que las circunstancias adversas así me empujaban, y tras lanzar un suspiro de pesarosa nostalgia, deseché la
femenil vestidura, me corté como pude, con un guijarro afilado,
los traicioneros cabellos, procuré disimular la redondez de mis
incipientes glándulas, y así protegida me lancé a la buena
ventura que Dios quisiera ofrecerme, y sin esperar a que mi
padre volviese, huí de noche, mientras él se hallaba ausente.
Huyo de casa disfrazada de hombre y vivo en un monasterio
Para prevenir posteriores fugas, mi padre me había
encerrado en una pieza y echado una tranca a la puerta, pero
había descuidado la ventana, de modo que me descolgué hasta el
húmedo suelo y sin más tardar me dirigí a un monasterio
cercano, atraída por su fama de santidad y la austeridad de la
vida que en él se practicaba.
Llamé a la puerta y solicité ver al abad. Ya en su
presencia, le rogué que como un novicio más me admitiera en la
santa residencia. Le dije que me llamaba Juan y que había
formado parte de la corte imperial; que desencantado de las
promesas del mundo, venía huyendo de sus diversiones y de las
intrigas cortesanas y que deseaba consagrar mi vida a la oración
en medio de la paz y el ejemplo de una comunidad como aquella. Le supliqué insistentemente y acongojada que me recibiera
entre los suyos, pues sólo quería servir al Señor.
Aunque mis buenas palabras parecieron gustarle, no
acababa él de tenerlas todas consigo y mi frágil aspecto no le
parecía correspondiese a la robustez que por norma esperaba de
los postulantes, de modo que desconfió de mis fuerzas para
llevar la vida de negación y rudos trabajos que prescribía la
regla, que era la de san Benito de Aniane, y no quiso admitirme.
171
Además la dulzura de mi acento le había sorprendido.
Hermano Juan -me dijo- ¿aún no has cambiado la voz? Y yo le
respondí: “Reverendo Padre, no creo que la cambie nunca”.
Maravillado de mi juvenil belleza y juventud, siguió sin
fiarse y negándome la entrada, alegando que no me creía capaz
de soportar los ayunos y vigilias que allí se practicaba; pero yo
insistí, me negué a dejar las proximidades de la casa, y durante
siete días enteros y sus noches no me moví de la puerta.
Me abstenía de comer cosa que fuese o comía las sobras
que compadecido de mí algún otro novicio me traía a hurtadillas; dormía en tierra cuando me sentía en exceso cansada y
despachaba con celo los servicios más bajos, que ocasionalmente y para probarme sin duda, se me encomendaba.
Recordé el ejemplo de san Arsenio. Desengañado de la
corte imperial, donde se le había encomendado la educación de
los dos hijos de Teodosio el Grande, quiso dedicarse a otra labor
que le rindiera más con vistas a la salvación de su alma. Un día
se puso en oración y pidió a Dios lo iluminara. ¿Qué debía hacer
para santificarse mejor? Y oyó una voz que decía: “Os apartaréis
del trato con la gente y os iréis a la soledad”. De modo que
dispuso irse al desierto a orar y hacer penitencia con los demás
que poblaban aquel arenal.
Una vez en el monasterio, los monjes, sabedores de que
había vivido toda su vida como senador y alto empleado del
palacio, quisieron someterlo a algunas pruebas con el fin de
averiguar si aquella vida de humillación y mortificación le iba.
El superior lo recibió fríamente y en el refectorio no lo hizo
sentar a la mesa, sino que lo dejó en pie en medio de la sala.
Luego, en vez de pasarle un plato de comida le arrojó a los pies
una rebanada de pan y le dijo con sequedad: “Si queréis comer,
recoged eso y coméoslo”. Arsenio se agachó humildemente,
tomó aquel trozo de pan, se sentó en el suelo y lo comió mansamente. Admirado ante tal comportamiento, el abad lo juzgó apto
para la vida monástica y lo aceptó como monje, tras hacer
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observar a los otros: “he aquí un buen hermano, cuyo ejemplo
nos será de provecho”.
También yo preferí “se me despreciase en la casa de
Dios, a morar en las tiendas de los pecadores”.
Entonces se me permitió ingresar en el claustro; pero era
ya la cuaresma y los monjes la guardaban con el ayuno más
completo y extraordinarias penitencias a la medida de la
imaginación de cada cual. Unos ayunaban un día a la semana;
otros, ayunaban dos, otros, tres o cuatro; unos estaban de pie
todo el día y sólo se sentaban durante las horas de trabajo.
Yo me mantuve todo el tiempo en mi rincón, concentrada en lo que hacía y observé los cuarenta días la más rigurosa abstinencia de alimentos, comiendo sólo el domingo unas
hojas de berza que se cultivaba en el huerto.
Atónitos ante tan extremada austeridad, llegada la Pascua
los otros monjes acudieron al abad y le suplicaron no permitiera
aquellos rigores, que a no dudarlo perjudicarían a todos, pues mi
ejemplo los incitaría a emularme y los más débiles se
consumirían de inanición.
El abad se dirigió a la capilla y oró a Dios fervorosamente para determinar qué debía hacer en un caso tan sorprendente de penitencia y ardor religioso; Dios lo iluminó: todo
estaba bien y no había motivo para preocuparse.
Admirado el abad, me abrazó, me agradeció que edificara a los monjes y los encomendó a mis oraciones.
Ya no tuvo reparos en contarme como uno más de los
suyos, mas para no dejar nada al acaso decidió observar si
resistía igualmente los trabajos pesados, por lo cual me advirtió
de que dada mi clara inexperiencia en la disciplina de la vida
religiosa, tendría que someterme a la dirección de un monje
antiguo, maestro de novicios.
Le repliqué que no sólo estaba dispuesta/dispuesto a
aceptar la dirección de un maestro de perfección, sino también
de todos los que fuere preciso, pues en un lugar santo como
173
aquel, no habían de faltar quienes por su vida arreglada me
sirvieran de pauta. Me puso entonces en manos del padre director de los nuevos, no sin decirle en un aparte: "Encárguese de
este inútil; vea qué se puede hacer con él".
Ya en el noviciado y sin perder momento me dirigí al
maestro de novicios en los siguientes términos: “Decidme, oh,
maestro ¿qué he de hacer para alcanzar la santidad?” y sin
turbarse él me respondió: “Imagínese un lienzo en el que se ha
representado perfectamente a Jesucristo. Cópielo en su alma con
todos sus rasgos. Después, preséntelo a los hombres.”
Confortada con tan santas palabras y agradecida a Dios
por la merced que sin mérito alguno por mi parte me hacía, yo
trabajaba sin darme un respiro; cuidaba el jardín, mantenía limpios las mulas y los asnos, atendía a las múltiples necesidades de
la casa, auxiliaba al sacristán... Puesto que el monasterio era
pobre y no contaba con todos los ejemplares del salterio o libro
de los salmos que se hubiera necesitado, me lo aprendí de
memoria, para no quedarme atrás en el coro. En octubre de
aquel mismo año –había ingresado en la primavera– el abad que
me había tildado de inútil por juzgarme incapaz de trabajos
pesados, se retractó de su apurado juicio y me halló apto para la
vida religiosa. Hablando de mí a otro hermano, le dijo que yo
era “incansable en la tarea, varón de oración, ejemplar en la
observancia y heroico en toda virtud, especialmente en la
caridad hacia los que conmigo compartían la vida”.
Era verdad que a menudo y acabada la labor que por deber u oficio me correspondía, me acercaba a algún hermano que
todavía bregaba y le decía: "Déjame, yo terminaré, pues soy más
joven que tú". A lo que las más de las veces él no oponía reparos
y gustoso me dejaba a mi aire.
Un día, por una pronunciada pendiente de las inmediaciones, subía una anciana que llevaba en la cabeza su colada; me
apresuré a acercármele, cargué con el peso y aunque los
presentes se burlaban de mí, lo llevé hasta donde fue preciso.
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Debo decir que en lugar de agradecérmelo, también ella me había mirado con desconfianza, pues no estaba hecha a amabilidades semejantes.
En otra oportunidad me encontré con un pobre que caminaba descalzo por el pedregal del camino: le pasé mis sandalias y volví a casa descalza. Más tarde vi a un joven que, con
una pierna gangrenada, lloraba su mala suerte: chupé la podredumbre de la llaga y lo sané.
La vida en comunidad no me satisface
Terminado el periodo de prueba y cuando ya el abad
estaba firmemente dispuesto a admitirme como un monje más
del monasterio, sentí que no me llamaba la vida conventual tanto
como la eremítica. Mi belleza y encanto no cuadraban bien en
una comunidad de varones solos pues los distraían. En una
ocasión uno de los novicios que se había cruzado conmigo en el
claustro había exclamado: “O este hermano nuestro es una
mujer o es el mismo diablo, porque nunca he podido mirarlo sin
sentir tentaciones impuras”.
No cabía duda. Convivir disfrazada con tantos varones
significaba peligro, de modo que solicité del abad se me permitiera vivir apartado en las cercanías; por lo demás asistiría a los
oficios con todos, pero el resto del tiempo me lo pasaría a solas
en mis soledades queridas.
Aquel hombre había empezado por desconfiar de mí;
pero con mi esfuerzo indomable lo había convencido de la
solidez de mi vocación a prueba de pruebas. Se resistió al principio, mas finalmente accedió a mis requerimientos y aceptó
dejarme vivir en la vecindad en alguna de las innumerables
grutas y oquedades que allí cerca abundaban.
Sin haberlo sabido, yo copiaba fielmente la vida de otros
siervos de Dios, san Avito, san Romualdo, san Campio…
ejemplos todos de vida arreglada.
175
Un buen día el joven Avito había rogado al abad Maximino o Mesmino que lo admitiera en el monasterio, si no como
monje, como criado al menos. Estaba pronto a no apartarse de la
puerta del convento hasta conseguir lo que pedía, e incluso a
dejarse morir de frío y de hambre si era preciso.
Ante tan santa terquedad, el abad, hombre avisado, no
tuvo reparo en admitirlo. Y él se mostró tan amable, servicial y
obediente que a veces algunos tomaron por estupidez supina su
sencillez y deseos de agradar a la comunidad.
El abad lo tuvo por un regalo caído del cielo; lo nombró
su ecónomo y le encomendó todo lo tocante al sustento de los
frailes; debía cuidar de que no les faltase lo necesario para mantenerse, disponer el orden de las comidas, vigilar el sencillo
almacén, reponer la vianda y reservar una parte para las abundantes limosnas. Infelizmente no lo hizo a gusto de todos de
modo que sus compañeros de salmos lo criticaban y murmuraban de él.
El aparente fracaso lo llevó a desear aislarse. Oró, pues,
y rogó a Dios lo iluminase y le hiciese saber si acertaba en
cambiar de rumbo en la vida. La respuesta debió de ser afirmativa, pues se introdujo en la celda del abad, esperó a que lo
rindiera el sueño y depositó bajo su almohada las llaves de
ecónomo, para darle a entender que renunciaba al cargo. Dejó el
monasterio y en el bosque cercano se dedicó a sus anchas a la
penitencia y oración sin tener que seguir escuchando las
protestas de sus hermanos en Cristo.
Imitó a los ermitaños comiendo la hierba, raíces y frutas
del campo.
El año 520, muerto el abad Maximiano y a instancias del
obispo de Orleáns y de los frailes con los que había compartido
la cogulla, dejó el retiro de Solaña y aceptó gobernar la abadía.
Con la humildad y el ejemplo antes que con las órdenes secas
regía su rebaño y elevó el tono sobrenatural del monasterio. Sin
embargo no podía olvidar la paz de la soledad.
176
De nuevo retirado a ella, habitó en cuevas o chozas de
ramas arbóreas, en un lugar más distante y menos accesible que
el primero. Confiaba en que allí no sería fácil que lo encontrasen
los monjes si por acaso lo buscaban; había llevado consigo a
otro fraile al que animaban iguales ansias de retiro. Vivieron
como en la primera época, en la contemplación y penitencia, en
el alejamiento y el silencio.
Que no les duraron mucho, sin embargo, porque un
milagro los descubrió. Por mandato del santo, uno que había
sido sordomudo desde niño recobró la palabra y ya fue imposible hacerlo callar. Corrió la noticia. ¡Adiós soledad! Se divulgó aquella cosa nunca vista de los que entonces vivían y la gente
acudió a ver y a tocar al increíble varón; eran gente flaca en la fe
y se parecían al discípulo Tomás, el que sólo había creído en la
resurrección del Señor cuando Él le había permitido que le
metiera en las llagas los dedos, más que a aquel centurión del
Evangelio santo, al que habiéndosele enfermado un sirviente,
rogó a Jesús se lo sanase, para lo cual no consideraba necesario
que lo visitase en la cama, como hacían los médicos vulgares,
puesto que bastaba con que Él lo quisiese e hiciese valer su libre
voluntad. Al igual que a nuestro Salvador, a todos habría
admirado una fe tan sublime. En todo caso, el santo de que aquí
se habla catequizaba, enseñaba, rezaba y hacía rezar. Acudieron
los discípulos y, sin quererlo, no quedó más remedio que fundar
un nuevo monasterio que con el tiempo llevaría su nombre.
Por su intercesión, en Orleáns se dejó en libertad a los
presos de la cárcel. Además curó milagrosamente a un ciego; y
devolvió la vida a un monje que ya estaba muerto. También
pidió al rey Clodomiro, el hijo de Clodoveo y Clotilde, que
hiciera la paz con Segismundo, el rey de Borgoña, y su familia,
a los que había capturado.
A la vista de tantos ejemplos admirables, mi vida me
parecía de lo más natural. Pues como era del dominio de todos
los que de esto trataban, “cuando algún pintor quiere salir fa-
177
moso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos
pintores que sabe; regla que corre igualmente por todos los
demás oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de
reinos e imperios. Y así lo ha de hacer y hace el que quiere
alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en
cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de
prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio,
en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad
de un valiente y entendido capitán, no pintándolos y describiéndolos como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar
ejemplo de sus virtudes a los venideros hombres”.
De la misma manera san Antonio Abad había sido el
norte, el lucero, el sol de los valientes servidores de Dios, a
quien deberíamos copiar todos aquellos que bajo la bandera del
amor divino militábamos.
Siendo pues esto así, como lo es, hallaba yo que el asceta que mejor lo imitase, estaría más cerca de alcanzar la
perfección de la vida en el yermo.
Y había dicho Jesús: «Bienaventurados los solitarios y
los elegidos: vosotros encontraréis el Reino, ya que de él
procedéis (y) a él tornaréis».
La vida eremítica
San Pacomio había sido el primero que había mostrado a
los cristianos una vida de estricto ascetismo, pero dentro de un
lugar cerrado y bajo la obediencia de un superior y la observancia de una regla. Era la vida cenobítica o de comunidad. En
Oriente se seguía las dos reglas de San Basilio; en Occidente, la
de San Agustín y la de San Benito.
Como ya he dicho, el vivir en compañía no me iba, no
me convenía; en muchas ocasiones peligraba mi alma, de modo
que preferí dejar el cenobio y entregarme a la modalidad de vida
eremítica. En ella los monjes no vivían juntos en un monasterio,
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sino en cabañas separadas, aunque bajo una regla común. Vivían
aislados unos de otros, pero se juntaban para hacer algunos
ejercicios ascéticos, la gimnasia del alma, y se sometían a que
los dirigiese algún señalado maestro.
En las proximidades de aquel monasterio en que para
huir de mi padre y del mundo yo me había ocultado, se había
establecido una colonia de eremitas que, imitando a las de san
Antonio abad, admitía discípulos y dirigía el venerable Panfucio, uno de los maestros de más prestigio del momento.
Por su singular ascetismo, aquella comunidad estaba en
boca de todos. Durante la semana, en su celda separada, cada
anacoreta vivía en la más absoluta soledad; pero los sábados y
días festivos se reunían todos para celebrar en común los oficios
divinos. Se ocupaban en la oración; observaban el más riguroso
silencio; hacían trabajos manuales, como confeccionar esteras,
cestos o cosas semejantes que además de tenerlos ocupados los
ayudaban a mantener alejados los pensamientos ociosos y
fomentar la contemplación y unión con Dios. Pese a que
reducían a lo más frugal y necesario la comida, admiraba su
alegría, buen espíritu y aun su buena salud corporal.
En aquella vida lo que más me costaba era guardar
estricto y riguroso silencio.
Sanos de cuerpo y de alma, bien orientados por nuestro
excelente maestro, vivíamos sólo para Dios, a quien nos habíamos consagrado por completo.
De la suavidad de nuestro trato y de la alegría espiritual
que irradiaba de nosotros, testimonia el hecho siguiente.
En una ocasión, otro asceta y yo atravesábamos un río
cercano y nos cruzamos con un grupo de oficiales del ejército,
que vivamente impresionados por el porte alegre y la felicidad
que respirábamos los dos, decían los unos a los otros: "Es
curioso cómo estos hombres son tan felices en medio de su
pobreza."
179
Y yo les repuse: "Con razón nos calificáis de gentes
felices, pues en verdad lo atestigua nuestro talante. Si nosotros
somos dichosos despreciando el mundo, ¿no es justo que os
consideréis vosotros miserables por servirlo?"
Estas palabras contundentes, unidas al ejemplo que les
dábamos, produjeron tal efecto en el jefe de aquel grupo, que
volvió a su casa, distribuyó entre los pobres todo lo que poseía y
se hizo como nosotros ermitaño.
De tal forma prodigó el Señor sus gracias en aquel
eremitorio, que rodeada de una multitud de ángeles la Madre de
Dios llegó a mostrársenos en la cabaña del director, donde
permaneció mientras -reunida para contemplar el prodigio- la
comunidad entonaba una Salve.
En verdad, aquellos monjes parecíamos de piedra antes
que de carne. Nos enardecíamos unos a los otros y la capillita
común resonaba con los golpes de pecho; cuando nos exaltábamos o la devoción nos inflamaba, se alzaba poderoso nuestro
clamor, confesábamos ante los demás nuestros pecados y faltas
o alabábamos al Señor. Dios había favorecido a algunos de
nosotros con el don de lágrimas, hasta tal punto que cuando las
derramaban, les corrían por las descarnadas y macilentas mejillas en tal abundancia que caían hasta el suelo y el llanto les
había abierto en ellas surcos profundos.
Llevábamos al extremo las mortificaciones y penitencias. Un día se flageló ante un montón de leña verde las espaldas
de un postulante, pues esperábamos que cuando ya estuviera
bien purificado o bastante castigado, bajara fuego del cielo y
encendería los troncos. No resultaba la cosa tan incomprensible
como en principio pudiera parecer, pues era bien sabido que al
profeta Elías le había sucedido algo parecido.
El frío nos amorataba de tal modo los pies, y las piedras
y zarzas nos los herían hasta tal punto, que se los dijera berenjenas antes que miembros humanos.
180
Una talla de san José que nuestro director guardaba en su
celda, todas las noches le enumeraba las faltas que durante el día
había cometido. La talla tenía entreabiertos los labios y los
monjes la llamábamos “el santo hablador”.
Para que mi vida fuera más ordinaria y completa, Dios
permitió que –como a Job– se me persiguiera y aun calumniase.
Se me acusaba de excederme en la mortificación y caer en
prácticas aberrantes. Era verdad que además de vestir el cilicio
ordinario confeccionado con púas de puercoespín, me ponía en
los muslos y brazos otros varios de alambre metálico. Pero no
creo que la cosa mereciese el escándalo.
Según la doctrina común de la Iglesia, por orden del
Señor ha de negarse el yo, lo cual exige mortificar el cuerpo.
Hay que olvidarse de sí mismo para poder abrir los ojos y mirar
a los otros, a los que representa el verdadero Varón de Dolores,
nombre que se da también a Jesucristo.
La persecución malevolente llegó a tal extremo, que por
algún tiempo se me echó de la celda y aun alguno me denunció
al obispo y pidió se me desterrase a un lugar apartado.
Mas Dios velaba por mí. Cuando por necesidades del
servicio me desplazaba de un lugar a otro, san Nicéforo de
Otranto me enviaba un perro que me acompañaba, un caniche
blanco moteado de negro, que pasado el peligro desaparecía.
Mi desusado celo espantaba a los más mediocres y
tímidos y algunos de los que me acompañaban en la vida del
yermo pensaron que yo, como san Benito de Nursia, era exigente en exceso y no aceptaba que –como se decía– "se viviera
prendiendo una vela a Dios y otra al diablo", ni permanecer en
esa vida de retiro tan viciosamente como en el mundo, de modo
que no quisieron sufrirlo por más tiempo y buscaron deshacerse
de mí y matarme. Y cuando se les presentó la oportunidad
echaron un fuerte veneno en el vino que en ocasión de la fiesta
de Pascua y para celebrar la resurrección del Señor me iba a
tomar. Pero tal como acostumbraba hacer con todo lo que me
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llevaba a la boca, bendije la copa, que saltó por los aires hecha
mil pedazos. Entonces me di cuenta de que mi vida corría peligro entre aquella gente, y determiné alejarme de allí.
Además padecía espantosas tentaciones impuras. A la
imaginación se me presentaban las escenas más corruptas y me
llegaba el recuerdo de cierto mozo al que había visto hacía
tiempo y por el que con fuerza había sentido incomparable
pasión. Yo rezaba y pedía ayuda al cielo, y al fin cuando me vi
al borde del desfallecimiento y de tal modo me temblaban
emocionada las piernas que casi no podían sostenerme, me lancé
contra un matorral lleno de punzantes espinas y me revolqué en
él hasta que todo el cuerpo me quedó herido y lastimado. Así,
mediante esas heridas corporales logré curar las heridas del
alma, y la tentación impura se alejó de mí.
De san Benito se contaba que en sus años ya no tan
mozos había orado y luchado contra las tentaciones carnales tres
años seguidos, pues al parecer el rijo no lo dejaba tranquilo. Sin
duda era hombre viripotente. Una noche soñó con una muchacha
a la que había conocido en Nursia. La visión le produjo tal
pánico que se arrojó desnudo sobre una mata de ortigas, que de
inmediato se convirtieron en rosas fragantes.
Dios permitió igualmente fuera mi alma probada con la
mayor oscuridad espiritual. Movida de mi ansia de contemplación, me encerré en la celda para permanecer en ella cinco días
seguidos. Los dos primeros días me sentí inundada de dulzura
celestial; pero al tercero me acometió tal turbación y guerra del
enemigo, que me vi obligada a volver a la vida normal. Dios se
retira en ciertas ocasiones, para que los hombres experimenten
su propia debilidad y reconozcan que la vida es una lucha.
A esta vida de retiro absoluto del mundo, de oración y
consagración a Dios, uníase la más estricta continencia y una
inmensa variedad de privaciones y penitencias.
En todo ello me mostré la primera; a todos superaba yo
en la austeridad de vida, que llegó a hacerse proverbial entre los
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monjes; pero sobresalía de un modo especial por mis prácticas
ascéticas, que siempre realizaba con el más acendrado espíritu
de amor a Jesucristo e imitación de su pasión y con el ansia de
reparar los pecados en que el mundo se encenagaba sin tasa. Me
poseía el fervor y sentía por Dios un amor extraordinario.
Tanto es así que por parecérmele todavía más en lo que
respecta a su divinal pasión me confeccioné con los tojos silvestres que por doquier abundaban, una corona de espinas, y con
extraordinario orgullo lucía constantemente en la cabeza sus
flores vívidamente amarillas, sin quitármela ni para dormir, cosa
no muy difícil porque dormía muy poco.
De tal modo me impulsaba el ansia de mortificarme y
padecer, que me ejercitaba en largas vigilias, y para que no me
rindiera el sueño me mantenía fuera de la cabaña, quemada por
el sol durante el día y transida de frío por la noche.
Mas la igualdad de los días se me hizo pesada y procuré
introducir alguna variedad en la vida en común.
Como santa Jacinta antes que yo, en memoria de los siete
pecados capitales que a Dios más ofendían levanté siete
oratorios o capillas, que con los pies desnudos y una cruz a la
espalda a diario recorría de una en una, y en todas ellas me
detenía a cantar alguno de los salmos de David. De ese modo
tuve los primeros atisbos de los éxtasis y los arrebatos místicos.
También santa Begga de Landen, hermana mayor de
santa Gertrudis y nuera de san Arnoldo levantó siete capillas; en
honor de las siete iglesias que en su tiempo había en Roma.
El número siete era número arcano. Hay que recordar los
siete brazos del candelabro judío, los siete dones del Espíritu
santo, los siete días de la semana que necesitó Dios para crear el
mundo y lo que contiene, y los siete planetas entonces
conocidos. Además de los siete días que navegó san Brandán
para llegar a las islas Afortunadas según unos y de las Hespérides según otros. Sin olvidar que para el folclore popular, cada
siete años comienza en la vida de una persona una nueva etapa.
183
Mientras vivía con mis padres y hermanos, el espíritu de
religión y piedad había sido el más preciado adorno o florón de
la familia. Por ello habían tratado de inculcármelo. En aquel
ambiente hogareño sentí por vez primera que me atraía un ideal
excelso y se despertó mi predilección por las ceremonias litúrgicas. Cuando niña, en el jardín de nuestra casa me complacía en
levantar capillitas y remedar las celebraciones y rezos de nuestra
santa madre la Iglesia cristiana, y procuraba vestirme de la
manera más adecuada posible al rito que en el momento imitaba.
Recordando ahora aquellas niñerías pasadas, quise repetir lo que entonces había vivido, y pensé acudir a los rezos en
común revestida de los ornamentos litúrgicos que prescribía el
ritual del día, para seguir con devoción y compostura lo más
perfectas que fuera posible las ceremonias sagradas. Pedí a
nuestro padre espiritual licencia para satisfacer tan devota afición, pero aquel maestro de virtud sólo me permitió cambiar
conforme a las distintas festividades el grueso y el color del
cíngulo del hábito y el material de que estaban hechos los varios cilicios que como ya he dicho portaba.
Tenía por frivolidad pecaminosa la fantasía excesiva,
pues como era sabido los colores vivos excitan la concupiscencia, lo que es lo mismo que decir el apetito y deseo de los
bienes terrenos, sobre todo los carnales.
Suerte mejor había corrido san Ildefonso, a quien la
misma Virgen se le había aparecido y le había regalado las
vestiduras litúrgicas. Como se ve, ella no se había andado con
remilgos; no se había hecho la estrecha ni armado una tempestad
en un vaso de agua.
Me sentía llamada a una vida aun más apartada
Vivir en aquella comunidad no me pareció sacrificio.
Comencé primero a comer sólo un día de cada dos, hasta
que me cansé y me empeñé en comer sólo los lunes. Aprendí
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entonces que san Macario de Alejandría ya lo había hecho, se
me había adelantado en la proeza, de modo que si él había
llegado a comer tan sólo una vez por semana, yo lo haría mejor
y no comería ni siquiera eso. Pasé pues a alimentarme sólo en
semanas alternas, y por imitarlo aun más, igual que él también
yo pasaba a la intemperie la mayor parte del tiempo.
Debía de agradar al Señor mi áspero modo de vida, pues
yo vivía sana y ni en lo más mínimo mi salud se resentía de
tanto rigor penitente. Dios me había dado un cuerpo especialmente apto para sobrellevar las más duras maceraciones y sacrificios, por lo cual, movida siempre por el ansia de agradarlo,
trataba de imitar y aun sobrepasar cualquier ejercicio espiritual
que veía u oía de otros solitarios.
De nuevo cundió el descontento entre los hermanos en la
fe. Empezaron a murmurar y a reprocharme la imaginación
desbocada, y a pedir que se me obligara a someterme a la regla,
en resumen, a ser como todos sin querer distinguirme de nadie,
ya fuera en lo bueno tanto como en lo malo.
Acostumbrada a los cilicios comunes quise algo nuevo y
con mirto silvestre hice una cuerda y me la enrollé estrechamente al cuerpo, con tanta violencia que se me adhirió a la piel y
me llagó la carne hasta hacerme sangrar. El maestro común
intervino, y los otros ascetas me la despegaron a fuerza de agua.
En otra ocasión, de paso con otros ascetas por una cueva
vecina en la que había morado largos años santa Nerea de
Sampayo, me detuve a rezar. Prosternada en el suelo permanecí
tanto tiempo que mis acompañantes empezaron a impacientarse. Cuando salí del trance me disculpé ante ellos. Se me había
aparecido la santa y me había animado a no desfallecer en la
búsqueda del camino de perfección y proseguir por la senda
emprendida. Y me había prometido apoyarme.
Aquello había colmado la medida del santo director, que
lo halló exagerado y con tacto me sugirió buscase otro lugar en
185
que pudiese hacer a mi gusto penitencias pasmosas sin escandalizar a los que infelizmente no eran tan heroicos como yo.
No me sentía satisfecha. Aquella vida no me parecía lo
bastante áspera. Cavilaba acerca de lo que me convenía hacer.
Un día, en la capilla, un monje predicaba las bienaventuranzas.
Yo pregunté al Señor: ¿Qué debo hacer, Señor, para merecer la
salvación? Y con voz inaudible Él me respondió lo siguiente:
“Lo más seguro es dejarlo todo, incluso la vida en común con
los demás, y llevar una vida anacorética”.
Sin embargo había oído hablar de una santa abadesa, que
para ejercitarse en la humildad rehusaba ocupar en el monasterio
la celda privada que a justo título por su cargo le hubiese
correspondido y dormía en el mismo dormitorio que las
hermanas más pobres y se mezclaba con ellas.
En otra ocasión, también en la iglesia, rogaba a Dios se
sirviese mostrarme la manera en que mejor podría servirle y
tuve un sueño. Cavaba la tierra para poner los cimientos de un
edificio. Pensé: ya está. Mas una voz me apremiaba: “Tienes
que ahondar más, todavía más” Seguí cavando, la advertencia se
repitió dos veces hasta que oí: “Ya está bien, hay bastante; ahora
podrás elevar el edificio con seguridad”
Ya no cabía duda. El Señor me llamaba por otro camino. Dejé pues aquella comunidad de santos ascetas y me interné
sola en el monte. Anduve indecisa hasta que encontré una cisterna abandonada y sin agua, me bajé a ella y allí pasé cinco días
en oración incesante.
Arrepentidos los otros monjes me buscaron, me sacaron
del pozo y me rogaron que volviera con ellos. Llegaba la
cuaresma y quise pasarla entera sin comer, pedí consejo a mis
compañeros, me dijeron que estaba bien, pero que por si acaso
llevase conmigo agua, sal y pan.
Quise entonces probar la modalidad de anacoretismo
dicha del recluso, de modo que me metí en la cabaña, los otros
me tapiaron con piedras y lodo la puerta y me dejaron.
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Pasé en pie los primeros días, luego, sentada, por fin
tendida por tierra. Terminada la vigilia, acudieron los otros y
echaron abajo la tapia, me encontraron poco menos que muerta.
Me dieron agua y reviví. Tenía 23 años.
Mas yo estaba resuelta a vivir por mi cuenta. Agradecí el
amable interés que se tomaban por mí, pero les hice comprender que Dios me llamaba a otra vida, más solitaria y agreste.
Por muy ascética que fuera aquella vida, no acababa de
sentirme satisfecha. Aborrecí hallarme constantemente entre
hombres y anhelé llevar la misma vida que llevaba, pero entre
mujeres. No sé que me impulsaba a semejante deseo. Vestida de
hombre, tal vez me había identificado con el rol masculino y
anhelaba verme entre mujeres, como sultán en su serrallo, yo el
único hombre entre tantas mujeres, sin rivalidades ni amenazas
de celos. Por otro lado, tal vez me inclinase a desear vivir entre
mujeres mi condición femenina verdadera. El vivir disfrazada de
hombre conllevaba constante tensión. Ante todo por el temor a
que un día aciago alguien descubriera mi verdadera naturaleza.
En aquel tiempo hubiera significado peligro mortal. Porque se
tenía muy en cuenta las palabras de la Biblia: “No tomarás
vestido de mujer, ni ella se disfrazará de varón. Si así lo hicieren, sean reos de muerte.”
En el antiguo desierto había habido comunidades de
mujeres, tanto cenobíticas como anacoréticas. Tan pronto los
hombres se habían apartado del mundanal ruido, los siguieron
en masa las mujeres, que como las abejas en una colmenera se
afanaban solícitas en torno a las moradas ascéticas. Unas
amasaban el pan o cocinaban las legumbres; otras hilaban lana y
como una complacida sonrisa de Dios bajaba sobre ellas la luz
cenital. Algunas meditaban a la sombra de las palmeras
raquíticas; sus blancas manos pendían a los lados porque, llenas
de amor, habían escogido la parte de María de Betania y se
ejercitaban sólo en la plegaria, la contemplación y el éxtasis. Se
las llamaba las Marías y vestían de blanco, mientras se llamaba
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Martas a las que trabajaban manualmente y vestían de azul. Para
preservar del tórrido calor el delicado cutis y que no se les ajara
prematuramente, todas portaban el velo, no por virtud, como
erróneamente se creía, sino por higiene; pero a las más jóvenes
se les veía rizos sobre la frente, sin saberlo ellas, pues la regla no
lo permitía.
Se contaba que cuando a instancias del varón venerable
Pafnucio la cortesana Thaïs de Alejandría había decidido abandonar arrepentida la vida disoluta y frívola que hasta entonces
había llevado como bailarina, la abadesa de uno de aquellos
asciterios la había puesto penitente en una cabaña, vacante desde
el fallecimiento de la virgen Leta, que con su presencia la había
santificado. No había en la estrecha habitación más que un catre
elemental, una mesa y un cántaro, y Thais, cuando puso el pie en
el umbral, sintióse penetrada de infinito júbilo. La abadesa había
ordenado a una de las fámulas legas que servían a las demás:
“Hija mía, lleva a Thais lo que necesita: pan, agua y una flauta
de tres agujeros”.
Vivo como anacoreta
Mas no era posible realizar aquel sueño. De modo que
decidí vivir en soledad.
En los primeros tiempos de aquel primitivo cristianismo
se creía que los espíritus diabólicos la poblaban; en todas partes
se topaba uno con ellos; al labrar un campo, al excavar un pozo,
al levantar una casa o una choza, siempre aparecían los Djins. Se
encarnaban en los animales salvajes, en las aves de rapiña, en las
serpientes y en los lagartos, a veces se le aparecían a la gente
como seres híbridos hirsutos, cubiertos de pelo.
Un día que caminaba abstraído, san Antonio Abad había
tropezado con un hipocentauro, que con su aspecto terrible y
repugnante de torso de hombre y vientre de équido trató de
intimidarlo; a aquella bestia incomún se había unido en seguida
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todo un coro de otros monstruos, los sátiros de patas y barbas de
chivo, encargados de atemorizar al asceta y obligarlo a volver al
monasterio. En todos ellos se manifestaba el diablo hecho carne.
El santo había tenido que enzarzarse en una prolongada y
descomunal lucha contra tales monstruos. Finalmente no le
hicieron ningún daño; el bicho era inofensivo, como para todo el
que sirviese a Dios fielmente lo eran todos aquellos endriagos.
Yo no temía la soledad. En la soledad también montan
guardia los ángeles, prontos a encadenar al demonio y a servir a
los que en el combate lo derrotan. Como el ermitaño san Pablo,
yo sabía que además de la compañía de animales salvajes y de
aves feroces podía contar con la de los ángeles, que, aunque
invisibles, estaban muy cercanos a mí, atentos siempre a protegerme contra las potestades tenebrosas y listos para presentar
ante el trono de Dios los méritos a que con mis penitencias y
oraciones me hiciera acreedora.
Así como Dios había llevado al desierto a su pueblo
predilecto con el fin de hablarle allí confidencialmente al corazón, me había conducido a mí para hacer otro tanto. En el desierto Dios había adoctrinado directamente a su pueblo elegido,
que nunca olvidó la catequesis divina; aquellos días de peregrinación en la soledad, Israel celebró sus desposorios con Yahvé.
Otro tanto haría conmigo.
Cavilando acerca de lo que me convenía hacer y de cómo
a partir de aquel momento me las apañaría en mi nueva vida,
consideré los ejemplos de tantas piadosas mujeres como dejando
de lado las vanidades y pompas del mundo falaz habían huido al
desierto para hacer vida ermitaña y allí habían muerto colmadas
de santidad y en olor de ella, con lo que de nuevo, aunque por
una vía no tan rápida como la del martirio en que primeramente
había pensado, ganaría por fin la bienaventuranza eterna.
Tomada pues la decisión, sólo quedaba el ponerla en
práctica, así que repasé las vidas de tantos como me habían
precedido en el estrecho sendero de la perfección.
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Anhelé me sucediera lo que al anacoreta Pablo sucedió
cuando buscaba un paraje a su gusto para aislarse y hacer vida
contemplativa. Se cuenta que en una de las ocasiones en que
volvía a su guarida, adentrándose hasta el mismo corazón del
desierto, dio con un monte pedregoso en cuya falda divisó la
entrada de una caverna medio obstruida por una gran piedra.
Movido por la curiosidad penetró en la cavidad y se halló
en un vestíbulo espacioso, a cielo abierto, cubierto por las ramas
de una vieja palmera. Divisó asimismo allí un manantial de
aguas purísimas que tras un brevísimo curso desaparecían en el
suelo. Prendóse de aquel lugar y decidió instalarse allí para
siempre. La palmera se encargaría de alimentarlo, el agua del
manantial le apagaría la sed. El mundo quedaba lejos y
únicamente había de temer los ataques de la carne y el demonio,
que lo seguían hasta el escondite y de continuo amenazaban la
paz de su alma. Pero no era su soledad un feudo de los espíritus
diabólicos, porque también allí imperaba Dios sobre ellos. Era
bien sabido que en otros tiempos el demonio Asmodeo había
huido al Egipto superior y que allí un ángel lo había atado a una
estaca. Asimismo, muchas veces, a la hora del alba se había
visto huir a algunos bañados en lágrimas y que interrogados
acerca de las causas de semejante congoja habían respondido:
“Lloro y gimo porque tal o cual asceta que habita aquí me ha
dado de palos y me ha expulsado ignominiosamente”.
También san Macario había buscado un monte salvaje
para vivir en la soledad más completa. Había encontrado una
tumba vacía y en ella había pasado algún tiempo. Mas como aun
no se sintiese del todo a gusto, la había dejado para penetrar
hasta la espesura más recóndita, y para aislarse aun más si cabe
del mundo, había levantado en derredor de sí un muro de
piedras, y con una cadena que consigo arrastraba se había atado
por un pie a un peñasco; ya razonablemente asegurado de que le
sería difícil dejar el lugar si lo abandonaban sus primeros
propósitos, se había entregado a la contemplación.
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Allí el demonio había redoblado sus ataques para vencer
la resistencia increíble de tan santo varón. A veces lo espantaba
con ruidos fortísimos, que lo hacían creer se hallaba en medio de
un horrorosa batalla de gigantes titanes; otras se le aparecía bajo
el aspecto de fieras terribles, o trasgos y brujas, no menos
aterradores que ellas, que lo atemorizaban y le causaban indecibles padecimientos morales.
Anhelé parecérmele. Así que con el fin de evitar en lo
posible inesperadas visitas humanas, me interné en lo más
profundo de aquella espesura, sin apartarme de una corriente
que por allí fluía y me proporcionaría por de pronto lo necesario para no deshidratarme, y busqué también si por acaso
crecía en algún sitio escondido algún árbol frutal, pues no solo
de pan vive el hombre, y en el Paraíso terrenal los había, morada primera del hombre, con lo que Dios ya había dado a
entender cuál era el lugar más apropiado y como si dijéramos
providencialmente dispuesto para adorarle y servirle. Por otro
lado los tales árboles suelen dar fruto sin concurso de arado ni
reja o sementera otoñal, pues así como el Señor cuida de los
pajarillos del aire y las florecillas del prado, no dejaría de mirar
por esta pobre doncella, ahora en traje de varón, que buscaba no
otra cosa que complacerlo en silencio y tras muchos años morir
en paz para entrar en su reino.
Infelizmente la improvidencia del género humano no ha
previsto sembrar de árboles frutales los bosques, antes bien se
prefiere criarlos en el huerto, cercanos a la casa, donde para
recoger los maduros frutos no se precisa otro esfuerzo que el de
alargar la mano, de modo que en aquella espesura no había higueras, ni manzanos o perales, sino las más de las veces robles y
algún que otro castaño o nogal silvestre.
Dios aprieta, pero no ahoga –pensé; y me avine a vivir de
castañas y nueces y si al caso viniere alguna bellota, que la
práctica había demostrado asaz digestibles e incluso nutritivas.
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Construí con cañas e incombustible barro refractario mi
oratorio –también elemental ermita– sin olvidarme del musgo
sedoso para tapar y rellenar las grietas, y me dispuse a pasar las
horas y a rezarlas incluso, como según había aprendido en los
libros las rezaban cuantos en el servicio divino vivían.
Quise seguir entregándome a los trabajos manuales que
en mi anterior estado llevaba a cabo, a saber, tejer esteras y
cestos, pero descubrí que por aquellos parajes no había mimbres ni juncos ni otro material apropiado, por lo que de momento me sentí perpleja, ante la perspectiva de no tener nada
qué hacer y pasar vacías las horas. Por fortuna el Señor, que
estaba al tanto de mis inclinaciones y actividades pasadas, se
puso en mi lugar y apiadándose de mí proveyó el remedio, que
consistió en enviarme regularmente por medio de un ángel
abundante y variada lectura, con lo que me evitó correr el peligro de que sin otra cosa que hacer que meditar en la brevedad de
esta vida, la ociosidad me corrompiera y llevara por mal camino.
La cosa no era tan rara como pudiera parecer, pues
Dionisio de Alejandría había recibido del cielo la orden de leer
todos los libros. E incluso había sucedido en la ajenas creencias,
pues antes que otra cosa el arcángel Gabriel había aconsejado,
por no decir ordenado, a Mahoma: ‘Lee’. Y no cabía dudarlo.
De lo que acabo de decir no se ha de sospechar que me
sentía tentada a darme la gran vida, una de holganza completa
en la que libre de cuidados vería en el cielo pasar lentamente las
blancas nubecillas. Nada de eso. Tenia muy claros mis deberes
para con el Dios que así proveía a mis necesidades, espirituales
al menos, y no me olvidaba de ganar a pulso la salvación eterna,
que a nadie se le daba por entonces de rositas, de modo que
seguí guardando los ayunos preceptivos, y en los días marcados
azotándome las desnudas espaldas con manojos de los
abundantes arbustos espinosos que por doquier se esponjaban.
Este mundo era un valle de lágrimas, y no estábamos en
él para pasarlo bien, sino para amar y servir a Dios en esta vida
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y después gozarlo en la eterna. Lo habían dicho sentenciosamente los santos Padres o san Pablo, no lo recuerdo bien, y no
cabía dudarlo. Hablarían por propia experiencia.
Entre ayunos, azotes y provechosas lecturas pasaban mis
días, que aumentaba comiendo solamente crudos, más naturales
y nutritivos que los cocinados, y teniendo cuenta además que el
hacer fuego hubiera sido laborioso en extremo, tanto si golpeaba
uno con el otro dos cantos rodados, como si hacía girar con las
palmas de las manos un palitroque sobre una superficie mejor
resinosa de alguna madera fácilmente inflamable, aparte de que
de hacerlo correría el riego de que se me escapase de las manos
el invento y pegase fuego al mismo bosque que me daba
sustento y cobijo.
Inmersa de lleno en la vida contemplativa, meditaba en
la de santa María Magdalena, que me había leído mi madre
empeñada en educarme y a la que en los años primeros del
naciente cristianismo alguno había considerado esposa carnal de
Jesucristo, cuando era todavía solamente Jesús, el hijo de un
carpintero, y no Cristo, el fundador de una secta judaica. En uno
de los evangelios apócrifos, es decir, no autorizados por la
Iglesia posterior, el tal lo había dejado escrito en negro sobre
blanco, para escándalo de generaciones futuras.
Siguiendo lo dicho en el tal evangelio, en las bodas de
Caná se había celebrado las de Jesús con Magdalena, y en ellas,
María, la madre del novio, además de encargarse de vigilar el
servicio para que nadie se propasara y todo discurriera dentro de
un orden, había ejercido el papel de sumiller, que es lo mismo
que decir el que cuidaba de que no faltara a los convidados el
vino, y de que se lo bebiera según las reglas del juego, que
consistían en beber primero del bueno y de solera y dejar para el
final, cuando ya todos estuvieran achispados y de todo se les
diera una higa, el de garrafón e inferior calidad.
Nadie sabe si las cosas sucedieron realmente de ese
modo. En todo caso se contaba que la pareja en aquellas bodas
193
desposada se había retirado a la Provenza francesa, en el sur del
país, donde había cultivado una granja y como cualquier otra
familia de entonces, procreado y cuidado la prole. Cosa que
habían hecho una vez dejada atrás la pasión y muerte del divino
salvador, a la que como es evidente Jesucristo habría sobrevivido, y de la que se había recuperado al parecer sin trauma
incapacitante alguno, quizá debido a los cuidados que le habían
prodigado las tres santas mujeres que lo habían acompañado en
vida y luego visto pendiente en la cruz.
Ya entonces las mujeres sobrevivían a los hombres, su
esperanza de vida era mayor que la suya, se dijera, de modo que
Magdalena había enviudado, y sin querer volverse a casar, como
muchos años después recomendaría en sus escritos el gran san
Ambrosio, se había retirado a una gruta cercana y en ella había
pasado los años postreros. Ya se había arrepentido de sus
juveniles devaneos, en los cuales había sido supuestamente
promiscua y había conocido (carnalmente) a muchos hombres.
Lo decían las lenguas censoras menos favorables a quienes
satisfacían a placer el apetito venéreo. Estaba ya de vuelta del
doloroso calvario en que había presenciado la amagada muerte y
agonía del divino Jesús.
Una vez en que a solas e igualmente contrita de mis
yerros ya idos imaginaba yo la pasión del Señor, que dócilmente se había abajado a morir por todos nosotros, la santa había
acudido en mi auxilio, se me había aparecido y me había animado a no desfallecer en la penitencia.
Desde ese momento progresé mucho en la vida espiritual. Me atraían sobre todo los Cristos hechos un cristo, ensangrentados y con señales de pasarlas canutas. En una ocasión me
detuve ante un crucifijo sangrante en extremo y le pregunté:
Señor, ¿quién te puso en tal forma? y me pareció que una voz
me respondía: “tus ratos de holganza, los que pasas sin pensar
en mí; esos son los que así me ponen”; y me eché a llorar tremendamente compungida.
194
Renuncié pues a cualquier rato de ocio y otras ocasiones
de disipación y de faltas menores, con lo que Dios empezó a
favorecerme frecuentemente con la oración de la quietud y de
unión, y sobre todo los viernes de vigilia empezó a visitarme
con visiones y comunicaciones interiores. Me sentí inquieta,
pues recordé a las muchas santas a las que el demonio había
engañado miserablemente con falaces espejismos. Aunque persuadida de que los míos procedían de una fuente sin mácula, la
perplejidad me llevó a consultar el asunto con las aves del cielo
y las bestias de la tierra, en contacto con el origen de todo más
que los simples mortales, las cuales, por desgracia, no guardaron el secreto a que estaban obligadas y para gran confusión
mía la noticia de mis apariciones empezó a divulgarse.
Sola en aquella espesura, por especial favor de Dios las
alimañas compartían mi vida y me endilgaban sermones, que yo
jamás me cansaba de oír, “por malos que fuesen”. De tal modo
me había hecho a vivir en el bosque y a no ver figura humana
que busqué su compañía; aprendí a hablar el lenguaje animal y a
conversar con ellas; me compadecí de los antepasados de los
lobos maltratados de Gubbio y oía sus quejas.
Consulté a la tórtola, el animal que según san Ambrosio
es el mas fiel de todos, modelo de virtud en la pareja, ya que
“una vez viuda y perdido el macho, decepcionada y defraudada
por este primer amor, breve en el goce y amargo en el resultado, por la pérdida del amado más pródigo en dolor que en
amorosas delicias, siente profunda aversión contra todo lo que
signifique apareamiento, de modo que renuncia a nuevos
vínculos y no vulnera las leyes de la caridad ni de los lazos que
la unieron a su primera pareja: sólo a ella guarda su amor, sólo
para ella preserva el nombre de compañera”.
La tórtola me presentó al zorro, el animal más astuto de
su reino, el reino animal, el cual dictaminó que el demonio me
engañaba, ya que era imposible que Dios favoreciese a un vulgar
mono primate, como yo.
195
Las pruebas que Dios me enviaba me purificaron el
alma, y sus favores extraordinarios me encendieron en el deseo
de poseerlo. Me enseñaron a ser humilde y fuerte, me despegaron aun más de las cosas del mundo, no sólo en metáfora, pues
en algunos éxtasis me elevaba hasta un metro del suelo.
Otro día quise imitar a san Simeón llamado el estilita. De
pequeño él había sido zagalillo y al frente de un rebaño de
ovejas recorría las montañas vecinas.
También santa Genoveva había tenido una niñez parecida. Supe, leyendo su Vida, que había apacentado los rebaños
de su padre, de modo que vi de parecérmele.
Puesto que me había ido de casa, no podría apacentar los
rebaños de mi padre, que tampoco él tenía, si no era el de los
corderos metafóricos de sus conversos a la fe cristiana. De modo
que traté de componérmelas como mejor pudiera. Eché una
mirada alrededor y no vi rebaño alguno que pudiera servir a mi
propósito, sólo me rodeaban las alimañas del bosque, como ya
he dicho, pero ellas eran muy suyas. Se resistían a juntarse en
rebaños y dejarse llevar a un redil y no toleraban ni perro ni
pastor. Se pudiera decir que eran modelo de ácratas.
Asimismo contaba Genoveva con un pozo y una gruta a
los que, cuando llevadas del sopor debido a la canícula las
saciadas ovejas se tendían a descansar, se retiraba a orar, con los
brazos en cruz, fijos los ojos en lo alto y pronta a derramar las
lágrimas que preciso fuere, para recibir las inspiraciones que
Dios todopoderoso se sirviera mandarle, pues aquella doncella
estaba dotada con los dones del Espíritu santo.
También en esto quise copiarla, pero infelizmente tampoco había gruta o pozo a mano, así que me propuse buscarlos
tan pronto dispusiese de tiempo. Mientras tanto traté de ir ganando tiempo y me puse a orar con los brazos en cruz como lo
hacía ella; pero la circulación se me estorbaba y sentía en ellos
hormigueo, por lo que tenia que bajarlos antes de lo que hu-
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biese querido y haber alcanzado la cota de mortificación que me
había propuesto.
La mirada fija en el firmamento sin nubes (durante el día,
como es natural) no me costaba tanto, pues viviendo en latitudes
altas el cielo era mas bien fresco y no tan luminoso como
hubiera sido más al sur. En cuanto a los dones del Espíritu santo,
no sabía si los había recibido, pues no tenia experiencia en el
asunto y que yo supiera sobre mi cabeza no habían aparecido
nunca lenguas de fuego, ni había bajado alguna paloma, como
en el Jordán había bajado una sobre Jesús cuando lo de su
bautismo a manos de aquel que predicaba en el desierto, el
anacoreta Juan.
Como se sabe, Salomé, la hijastra de Herodes, se había
enamorado de Juan, llamado el Bautista; y como él horrorizado
rechazara sus requerimientos, ella había pedido al padre la
cabeza de aquel hombre imposible que se alimentaba de miel y
saltamontes y preparaba el camino del Señor. La quería en una
fuente de plata, pues no en vano había bailado para él, su padre,
la danza del vientre, envuelta en sólo siete velos transparentes
que no dejaban nada a la imaginación.
Herodías, su madre, la había empujado a hacerlo, ya que
se había sentido ultrajada porque Juan amonestaba al esposo el
que se hubiera abarraganado con ella, que además de ser su sobrina, era también su cuñada y aun por encima ni siquiera había
enviudado, unión conyugal que la ley judía de los fariseos, más
fundamentalistas que los saduceos, desaprobaba firmemente.
Era evidente que en cuanto a santidad, me faltaba mucho para estar a la altura de santa Genoveva, pues de ninguna
manera sucedían por mi intercesión los portentos que por la de
ella ocurrían. La había visitado san Germán, y del cielo había
caído una medalla que a modo de sagrado talismán o ‘Detente’
el santo se había apresurado a colgarle del cuello.
Después un imprudente varón, insensible a su virtud, la
había insultado y quedó muerto en el acto. También su madre se
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había pasado. Sin duda cegada por la ira, un día que al parecer
se había levantado de talante malo, había abofeteado a la santa,
y de inmediato cegó; pero Genoveva se mostró generosa y pidió
a Dios que la perdonase, como la perdonaba ella, y le devolviera
la vista, a lo que Dios accedió y de nuevo la madre vio como
antes.
De edad avanzada vivía en París, a la que las guerras
civiles asolaban, y en la ciudad se sentía la hambruna; mas ella,
compadecida de los pobladores y pese a que se vigilaba rigurosamente las puertas, había salido envuelta en un manto que la
volvía invisible, cogiera una barca, navegara por el río Sena, las
cascadas se habían allanado momentáneamente para dejarle vía
libre, los graneros campestres se habían abierto a su paso y una
cuadrilla de ángeles le había llenado de grano la barca, y las
otras 11 que se le habían ido uniendo, y repletas todas de trigo
habían regresado a la ciudad.
Con lo que los parisinos se habían salvado de morir de
inanición y de devorarse unos a otros en un acto de canibalismo
anacrónico. Los antes paganos salvajes ya no ofrecían a los
dioses sacrificios humanos, porque desde que se habían convertido al cristianismo, dejaran de ser nómadas, se habían asentado, y como siervos de la gleba, que es decir del terrón, habían
aprendido a cultivar los campos en beneficio de obispos,
clérigos, marqueses, duques y en general de los más poderosos,
pagaban a la Iglesia los diezmos de todas las cosechas y
animales de granja, y en lugar de comerse mutuamente, los
vivos daban sepultura en sagrado a los que morían.
Era imposible seguirla en estos ejemplos; en primer
lugar, yo no vivía en la urbe, sino en la soledad rural. Pese a que
también en mi tierra se enfrentaban unos con otros los hijos del
emperador Ludovico, no había la hambruna, y aunque la hubiera
habido, por entonces en los campos no se cultivaba el trigo, con
el que la santa había alimentado a los ciudadanos, pues se le
prefería la avena, a la que se tenía por más saludable para el
198
aparato digestivo y menos perjudicial para el medio ambiente y
el desarrollo sostenible que con su reforma agraria había
defendido Carlomagno.
Como detalle curioso, diré que una reina que había peregrinado devota a la tumba de santa Genoveva, había entregado
en ella como exvoto a los monjes guardianes varios diamantes,
pero un tasador entendido había descubierto que eran falsos.
Pues ya entonces era de rigor la picaresca.
El diablo me tienta
Como otra santa Paula mi cántico eran los salmos, mi
palabra el evangelio, mis delicias la continencia, mi vida el
ayuno y la abstinencia
Pero el demonio no sufría que así tan fácilmente se le
escapase un alma, y también se hubiese avergonzado si dejándose llevar por la debilidad y aquel ambiente sereno se hubiese
mantenido mano sobre mano en lugar de bregar por impedírlo,
como era su profesión y obligación. Los que habían recibido las
órdenes sagradas solían decirlo en latín, quia in inferno nulla est
redemptio, o lo que es lo mismo, para los que están en el
infierno no hay redención, de modo que no le era posible,
aunque lo hubiera querido, dejarme en paz e incluso simpatizar
conmigo. Se le hubiese afeado el haberse dejado enredar y se le
hubiese acusado de padecer el llamado síndrome de Estocolmo.
Que padecen los torturadores y los terroristas que convertidos al
bien y haciéndose amigos de los torturados, dejan ya de
torturarlos y aterrorizarlos e incluso les curan las heridas.
Por eso el diablo me tentaba. Se las sabía todas. Primero
quiso que me sintiera culpable del vicio feo del egoísmo. Se me
apareció en forma de un caballero elegante y bien vestido que
fingiendo compasión, me dijo amablemente: “¿qué hace aquí
una muchacha como tú, Juana, entregada a esta vida inútil?
Viviendo de este modo no das nada. Sal de este lugar apartado,
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de esta soledad estéril, y vete a donde puedas hacer algo positivo
y devolver a la sociedad lo que de ella has recibido.”
¡Oh, palabras arteras y engañosas!
“Puedes ser enfermera diplomada –prosiguió. Incluso lo
puedes ser de las que después de la batalla recogen en el campo
a los heridos, los llevan al hospital de campaña más próximo y
les lavan y vendan las heridas. Haciéndolo así ¿a cuántos no
devolverías el amor por la vida y los impulsarías a dar un adiós a
las armas? En fin, puedes dedicarte a la educación especial de
niños con problemas”.
Tuvo la prudencia de no exagerar y apuntarme la ocasión de conquistar un marido que luego, agradecido por haberle
hecho las curas, me llevaría con él a su patria, que era la patria
de la libertad.
Al ver lo mucho que me afectaban sus palabras de
emponzoñada dulzura, colegí de inmediato que se trataba del
maligno en persona y disfrazado de ella, (de persona) que quería
inducirme a abandonar aquella vida de oración y penitencia tan
grata al Señor para devolverme a la engañosa vida ciudadana.
Me arrojé al suelo y le grité indignada: “Sólo a rastras se
me sacará de aquí”. "Hacedlo por la fuerza, si podéis; pues yo os
aseguro que espontáneamente no me iré".
Y para desanimarlo haciéndole ver que en aquella ocasión no hablaba por hablar, que lo mío no era una bravata, un
farol, ni un bluff, llené de tierra una espuerta que yo misma
había confeccionado, la cargué sobre las espaldas y caminé sin
parar de un lado a otro, una y otra vez, hasta agotarme. Hice lo
que algunos franceses llamarían luego los cuatrocientos pasos.
Tomando ejemplo de aquel Simón que había ayudado a
nuestro divino redentor a portar la cruz camino del calvario, mi
ángel de la guarda, que me veía marchar agobiada, se brindó a
compartir conmigo la carga y ayudarme a llevarla; pero yo no
quise aceptar su ofrecimiento desinteresado, y si alguno hubiese
habido allí que me hubiese pedido explicaciones de una con-
200
ducta aparentemente tan extraña, le hubiese respondido, como
en situación pareja había contestado san Antonio abad: “atormento a este cuerpo que tanto me atormenta a mí”.
En aquel tiempo remoto la gente cristiana era dualista; se
consideraba desdoblada en alma y cuerpo, y consideraba a éste
como un objeto, algo de lo que uno disponía a voluntad.
También me tentaban la vanidad y el amor propio. Un
día, a la manera de Thais y Pafnucio, la cortesana de Alejandría
y el asceta que salió del desierto para devolverla al Señor, me
vino a la memoria un mimo que en mi juventud había visto en
Ingelheim. Era mimo famoso. Todos lo mimaban y querían por
su belleza juvenil más que por su destreza en el arte. Aunque
dada su voz pura, angelical, algunos lo decían castrado, a la
manera de los que con voz atiplada cantaban en el coro de la
catedral episcopal, se me ocurrió que sería meritorio a los ojos
de Dios dejar por un tiempo el retiro y acudir a la ciudad en la
que aquel bailarín seguía cosechando triunfos mundanos; allí le
mostraría como todo en el mundo es vanidad de vanidades y
sólo vanidad, y con la ayuda del cielo lo persuadiría a dejar atrás
aquellos vanos placeres y aplausos efímeros y acompañarme a la
montaña, donde viviríamos los dos lo que nos quedase de vida
alabando al Señor y entonando los salmos de David.
Me parecía obvio que él habría de estar por la faena.
De rodillas en mi celda ante la cruz de aquel que con su
sangre había limpiado los pecados del mundo, pensaba yo en el
mío para dolerme de él. Porque había faltado muy poco para que
también yo hubiese consentido en el pecado carnal. Las malas
lenguas decían que innumerables se habían rendido a los
encantos del mimo. De modo que como buen anacoreta medité
largamente sobre la horrible fealdad de las delicias carnales. En
mis días de inconsciente ignorancia aquel mozo había provocado en mí con fuerza grandísima el deseo del placer concupiscente. Tras varias horas de meditación, me pareció que lo tenía
ante mí con la mayor nitidez. Al principio se me mostraba en la
201
imagen de Eros, tendido triunfante en un lecho de azucenas,
refulgente de hermosura varonil como un sueño adorado: consciente de sí, brillantes los ojos y resplandecientes, palpitantes las
aletas de la nariz, entreabiertos los labios, musculoso el pecho,
agresivo, excitante, y fuertes los brazos como dos perturbadoras
cadenas. Ante tal aparición, yo me golpeaba el pecho y decía:
–¡Bien ves, oh, Dios mío, que medito acerca de la fealdad de la tentación!
Me sentí turbada en lo hondo del alma. Doblé las rodillas y recé esta plegaria:
–¡Oh, tú, que pusiste en nosotros la piedad como depositas en los prados el rocío matinal! ¡Dios justo y compasivo,
bendito seas! ¡Seas por siempre bendito y alabado! Apaga en tu
sierva esta engañosa ternura que lleva al pecado y concédeme la
gracia de amar a las criaturas sólo en Ti, porque ellas pasan y Tú
permaneces. Sólo por ser obra tuya me turba este hombre. Los
mismos ángeles se ponen a su servicio.
¿Acaso con el soplo de tu boca no le has insuflado la
vida, Señor? Se impone evitar que siga pecando con tantas
mujeres que desean tenerlo en sus brazos. En lo más íntimo me
apiado de él. Sus crímenes son abominables, y con sólo pensar
en ellos me estremezco tanto que de horror se me eriza el vello
del cuerpo. Pero cuanto más culpable él, más compasión me
merece. Lloro al verlo padecer eternamente en el infierno.
Según meditaba de este modo descubrí sentado a mis
plantas un perrillo faldero. Me sorprendió, porque no lo había
visto hasta entonces. El animal parecía leerme los pensamientos
y meneaba incesantemente el rabo. Hice la señal de la cruz y él
bostezó. Entonces mojé los dedos en el agua de un cántaro
desportillado que a mano tenía y de nuevo tracé en el aire la
señal salvadora. Él extraño animal se esfumó. No cabía duda,
era el demonio. Recé una breve plegaria y de nuevo pensé en el
mimo. Era preciso acudir a salvarlo, con la ayuda de Dios.
202
Pero pasadas las horas y tras pensarlo con detenimiento
renuncié al proyecto, temerosa de que en vez de persuadirlo yo a
él, para que abandonara el mundo, me persuadiera él a mí, para
que lo acompañara de vuelta.
Como remate y por si aún lo dudara, se me apareció
Jesucristo y me dijo que aquello no estaba nada bien, que el
tiempo que al otro dedicaba era tiempo perdido y que me
acordara solo de Él y de nadie más.
Después el diablo quiso hacerme creer que no había visto
a Jesús y que lo había soñado.
La tentación de la vanidad.
Cual a la luz de un relámpago, por un momento me vi
envuelta en blusas de seda, en vestidos de la época romana,
faldas de flores, tejidos delicados, adornos de puntillas. Llevaba
una chaqueta gris bordada en Lurex con Strapples y falda larga
al tono. Top y falda larga en pedrería de cristal gris. Luego,
envuelta en una estola en fausse fourrure, sobre un fourreau en
terciopelo negro decoré en mariposas. O también portando una
chaqueta de matelassé rematado con fausse fourrure, sobre vestido en terciopelo negro con devoré en lunares. Y aun un matelassé, en una chaqueta corta con puños de boa de lana y lurex,
rematada con una falda de gasa negra devoré con lurex.
No terminó aquí la cosa, pues luego me vi envuelta en un
etéreo vestido de tul blanco con corsé, combinado con un abrigo
de flores, una diadema de abalorios y unas botas color crema
atadas con cordones, el conjunto todo de modistos de primera
línea. Luego, como tras las bambalinas de un teatro de ensueño,
un abrigo beis, debajo unas bermudas de cuero marrón, y cisne
estampado en flores y tocado de ‘strass’. Seguían un vestido
verde, cuerpo lencero y cárdigan de punto grueso, bufanda de
lamé y collar de cuentas de flores.
A punto ya de desvanecerme ante tantas impresiones.
203
A punto ya de desvanecerme ante el acoso de tantas
impresiones, mudó de táctica el diablo y redondeó la faena
haciéndome tomar conciencia de mi cutis, harto ajado y reseco
por haber vivido a la intemperie, de modo que me condujo a
pensar en maquillajes fluidos o en crema, contorno de ojos,
toallitas de papel secas antes que húmedas, para que en ellas no
anidaran los microorganismos; una crema hidratante, luego otra
nutritiva a base de chocolate, azúcar y miel, perfecta para acabar con la tirantez y eliminar las grietas debidas al frío, completado todo con un tratamiento en profundidad que me hiciera
recuperar el perdido encanto de la juventud.
Me flaquearon las piernas, pero por la misericordia
infinita de Dios me sobrepuse al tormento.
Me gustaba comer, también por aquí me tentaba el maligno. Una vez y por mediación suya recibí de un desconocido
una canasta de brevas jugosas; enseguida vi en ella la faz
diabólica, de modo que haciéndome fuerza la envié a un monje
doliente que habitaba una cueva vecina. Pero el diablo me pudo
en astucia. Aquel siervo de Dios quiso también mortificarse, de
modo que la envió a otro monje; éste, con el mismo espíritu, se
la envió a un tercero; y así fue pasando el regalo de peñasco en
peñasco y de cabaña en cabaña hasta que el último anacoreta, no
menos adepto a mortificarse que todos los demás, me lo envió a
mí. El diablo se las sabe todas, por viejo diablo.
Yo comía vegetales tan sólo. También entre ellos son
diferentes los sexos y, como entre la mayoría de los animales,
hay plantas fecundantes y otras que se dejan fecundar, de modo
que como norma yo evitaba alimentarme de aquellas cuyo
género contradecía al mío. Al principio fui presa de escrúpulos,
porque vacilaba en comer sólo plantas masculinas, en
consonancia con mi atuendo varonil fingido, o sólo femeninas,
como sería de cajón dada mi verdadera naturaleza femenina.
204
Finalmente llegué a un compromiso: evitaba las plantas
separadas según el sexo y buscaba tan sólo las hermafroditas,
que reuniesen en sí ambos géneros, masculino y femenino.
En los monasterios nunca se comía animales del sexo
contrario al de los monjes, sobre todo cuadrúpedos, como había
dejado dispuesto en su Regla san Benito, ni se cultivaba plantas
asimismo del género maldito, y hasta se vacilaba en servir
huevos en la mesa del refectorio, sobre todo si pasados por agua,
porque el verlos duros y empinados en el plato pudiera traer a la
mente de los monjes recuerdos no del todo inocentes. Era cosa
sabida que en los conventos del griego monte Athos no se
mantenía gallinas, ovejas ni cabras, ni perras, ni vacas, ni se
cultivaba plantas que a la manera de las hembras humanas
hubiesen de recibir la semilla del macho.
Sin embargo, y aunque en principio y dados los antecedentes o premisas pudiera la cosa parecer extraña, aquella
prevención no se extendía a la tierra, que debía encuadrarse en
la misma categoría que la más arriba apuntada, puesto que
siempre recibía pasivamente la simiente y con el tiempo daba
los frutos, ciento por uno en el mejor de los casos si el invierno
era benigno y llovía en el momento adecuado. Más aun; dado
que generalmente todos coincidían en llamarla madre tierra y
reconocerla por tal, fácilmente se la hubiera asociado al pecado
de incesto, cuando la sembraban sus hijos. Pero probablemente a
los antiguos teólogos del imperio de oriente, ocupados con la
Trinidad y el filioque por el que se derramó tanta sangre, no se
les había ocurrido lo arriba apuntado.
Lo del filioque se refiere a la disputa de aquellos que
sostenían que el Espíritu santo, la tercera persona de la Trinidad, procedía a un mismo tiempo del Padre y del Hijo, procedía
de los dos, y aquellos otros que en cambio afirmaban que sólo
procedía del Padre. Pues les parecía absurdo equiparar con el
padre a cualquier hijo.
La palabra filio-que significaba”y del Hijo”.
205
Se la puso en el Credo y desde entonces los católicos,
que consideran Papa al obispo de Roma, dan por sentado que el
santo Espíritu procede a un tiempo del Padre y del Hijo.
Por 7 años seguidos me alimenté únicamente de plantas
comestibles y algunos granos de mies, y durante los 3 siguientes me limité a escasos corruscos de pan diarios y un poco de
agua. Debo decir que se trataba de pan del desierto, cocido en
hornos primitivos, mal amasado y nada cernido. Conservaba
pues todas sus vitaminas y propiedades nutrientes, a lo cual se
debía sin duda el que yo nunca enfermase y no se me resintiese
la salud. Además se ha dicho que “la dieta es la mejor lanceta”.
Por si algún día por descuido o prolongada sequía faltaba el condumio y corría yo el peligro de morir de inanición,
sobre mi cabeza revoloteaba permanentemente con un pan en el
pico un cuervo vigilante; por espacio de los años todos que duró
mi apartamiento del mundo, no faltó ni un solo día al deber, ni
dejaba nunca de depositar el pan a mis pies, si veía que yo no
prestaba la atención debida a mis necesidades naturales. Si el día
era de ayuno, Dios me enviaba por el mismo recadero sólo
medio pan.
La tentación de la gula
Pero el demonio me tentaba también por este flanco. Una
tarde ante mi cabaña me sentía triste, tenía hambre, tenía sed.
Estaba deprimida. Entonces, el ángel caído, que percibió mi
debilidad transitoria quiso sacarle partido y ver si conmigo tenía
éxito la treta que con el divino Salvador de todos los hombres le
había fallado. Me animó como a Él a transformar en pan
crujiente y dorado las abundantes piedras que había en mi
entorno, pero como yo le afease la falta de imaginación y pereza
en inventar tretas nuevas, sintió picado el amor propio y me
indujo en un trance.
206
(Bien hubiese podido sugerirme transformara en buen
vino el agua corriente, que tanto abundaba en aquellos parajes,
como Jesús la había transformado en las bodas de Caná. Pero se
ve que no le vino a las mientes la idea.)
Alucinada me hallé en medio de un banquete de reyes.
Lino de color blanco y de color violeta pendía cubriendo los
muros; cordones de seda marina y púrpura roja lo sujetaban a
anillas de plata y columnas de mármol; sobre un pavimento de
esmeralda, mármol, alabastro y otras piedras preciosas, descansaban divanes de oro y plata. Se servía en copas de oro y vasos
de variadas y artísticas formas las bebidas, y con regia liberalidad corría abundante el vino mejor. Y vi ante mí una mesa
rebosante de manjares exquisitos, en la que no faltaban centollos, angulas, caviares diversos, langostas al ajillo, y de postre, la
rara fondue de carne. Se me hizo agua en la boca y me sentí
desfallecer; no pude más, alargué la mano y quise darme un
festín; pero todo se desvaneció en el aire, mientras con una
humillante carcajada el tentador maligno se burlaba de mí.
En otra ocasión tuve un sueño: se me aparecía Jesús, que
compadecido de mí y no queriendo que con tanta austeridad
ajase las carnes de esta su esposa mortal, me preparaba queso y
me daba a comer de la cuajada
Dios no permitía que con el ayuno pusiese en peligro mi
vida. En una ocasión me sentí desganada y sin apetito. A la hora
de comer me senté inmóvil ante el pan y el agua que solían ser
mi cotidiano alimento. De pronto vi a mi lado, de pie, al Señor
Jesús, que vestido con su túnica de lino de Arimatea, desdoblaba
la servilleta que consigo traía, me la anudaba al cuello, partía el
pan y me daba de comer, a bocaditos pequeños, como a un niño,
mientras me decía: “Come, hija mía. Con razón estás disgustada.
Mas no debes descorazonarte, pues nada dura eternamente;
también esto pasará”. Y sin añadir otra cosa, al acabar la faena
se fue. Por donde había venido, supongo.
207
Cuando me asaltaba la tentación de variar el menú y con
nostalgia añoraba el plato de ‘cap i pota’ que en las fiestas preparaba mi madre, enfadada yo misma me reconvenía agriamente diciéndome: “Glotona, que eres una glotona; ya has tomado vino y aceite, y pan con tomate. ¿Qué más quieres?
¿Nunca te contentarás?”
Con pequeños milagros Dios aliviaba mis penas. Un día
me consumía la fiebre, tenía seca y llagada la boca y no podía
tragar nada. Sin embargo sentí el capricho de comerme una
sandía. Si ya la soledad no me impidiera satisfacer el deseo,
tampoco la estación lo consintiera, pues no era aquella en que
acostumbran madurar tales frutos. Mas de pronto apareció un
monje vecino que me traía un regalo, precisamente una porción
de una jugosa sandía.
Más que el alimento corporal echaba a faltar el espiritual. Durante todo un mes y por la causa antedicha no pude
comulgar. Y cuando alguien me preguntó si no me parecía
aquella la peor de las privaciones, le contesté que si Dios lo
había dispuesto, nadie era yo para ponerle objeciones.
Aquellos combates me dejaban exhausta. Y fatigada de
aquella continua lucha espiritual, dirigía amargos improperios al
diablo diciéndole: “¿Te debo algo? ¿Qué quieres? ¡Vete y
déjame en paz!”
Pero él se reía de mí y no cejaba.
La tentación del poder político
A continuación y tras haberle fallado la tentación por la
gula, igual que había tentado a Jesús en el desierto el demonio
me tentó con el poder llevándome a identificarme con
emperatrices tales como santa Elena, la madre del emperador
Constantino; que había viajado mucho, hiciera por el Rin un
crucero, había conocido mundo, había estado en los santos
208
Lugares y finalmente se la había recompensado permitiéndole
descubrir los restos de la Vera Cruz.
Con la emperatriz Irene de Constantinopla, basilisa que
había mandado cegar a su hijo y se había encaprichado
amorosamente de un precursor de los templarios; con Teodora
de Bizancio, la emperatriz que amaba a Justiniano y con firmeza
lo salvó del alzamiento de las masas en el Hipódromo famoso. Y
aunque menos conocida y popular que las otras, porque había
nacido en el norte de Europa y en un país que se consideraba
salvaje y no civilizado, Irlanda o Escocia, con Boadicea, reina
batalladora y guerrera insigne que había llevado a los suyos a
victorias incontables sobre los pueblos primitivos vecinos. Y
dado que yo, al igual que otrora habían hecho los ascetas
pasturantes, me alimentaba del verde, me tentó mostrándome a
otro rey, Nabucodonosor, que me había precedido comiendo a
cuatro patas la hierba del campo.
Para hacer más atractiva la oferta, me ofrecía luego
prodigiosos tesoros de perlas, gemas raras y oro, y me hacía
imaginarme vestida de raso, adornada con las más raras preseas
y despertando la admiración de propios y extraños que fascinados caían postrados a mis pies y con el incienso de sus mentidas lisonjas hacían que me desvaneciese envanecida. Pero yo me
defendí recordándole que Pablo, el santo ermitaño, cubría sus
desnudeces con una túnica de hojas de palmera y nada echaba de
menos. Además –le recité- “Mil gracias derramando pasó (el
Señor) por estos sotos con premura; y, yéndolos mirando, con
sola su figura vestidos los dejó de su hermosura”.
El demonio me llamó sabihonda y marisabidilla.
Sin citar ya al bienaventurado Antonio, que nunca se
había lavado ni cambiado de ropa, ni había conocido lociones o
perfumes, pese a vivir en el desierto, donde según decían los
entendidos, debido al calor por fuerza hay que bañarse varias
veces al día si se quiere perdurar en la vida.
209
Para librarme de las tentaciones, empecé a flagelarme
con ramos de ortigas; mas entonces Satán me atacó por el flanco
de la voluptuosidad. También aquí pasé por un periodo de
incertidumbre, pues el demonio no supo al principio si tentarme
con las imágenes de vigorosos efebos, o con la de voluptuosas
huríes, porque él, como yo, no estaba seguro de mi identidad
sexual. Mas al fin y tras echarlo a suertes se decidió y empezó
por mostrarme en efigie a la reina de Saba, por la que Salomón
había perdido el norte y demás orientaciones; y a la que aquel
poderoso había dedicado uno de los primeros poemas del
mundo, el llamado luego Cantar de los Cantares, que según san
Ambrosio había sido compuesto para celebrar los amores de
Jesús con su Iglesia, la madre de todos. Para otros era un
epitalamio o cantar de bodas metafórico de las relaciones conyugales del pueblo judío con Yahvé.
Se consideraba que el pueblo de Israel era poseído por su
dios y con él yacía (metafóricamente, se entiende). Él era la
parte femenina de la pareja; y Yahvé, la parte masculina.
El diablo prosiguió con Zenobia, la reina de Palmira, que
había desafiado a las legiones romanas, cuando el Emperador
que las mandaba la había conminado a rendirse. Ella le había
respondido de tú a tú y no había querido doblegarse. Y
finalmente con Friné, la ateniense con quien departía en el lecho
o diván Aristóteles; que pese a su amor por la sabiduría, se había
enamorado de una hetaira.
Me presentó luego a Onfalia, que tras haber seducido con
sus encantos a Hércules, durante algún tiempo lo había visto
travestido a sus pies y entregado a hilar en la rueca la lana y a
otras labores no menos impropias de su sexo, mientras en el
ínterin recuperaba las fuerzas para usar de nuevo la clava en la
empresa amorosa.
Una que no figuraba precisamente entre las 12 que Hera
le había ordenado.
210
Y así otras varias. Pero como su magia no surtiera efecto,
pensó haber fallado el blanco, y cambiando de tercio, me tentó
por el lado por el que comúnmente se tienta a las mujeres.
Primero hizo que se me apareciera Antínoo, el que se suicidó
por amor al emperador Adriano, que incapaz de superar la
pérdida y tras dedicarle una ciudad, no levantó ya cabeza.
Como con él no tuviera éxito, hizo que me viera ante el
mismo Príapo en persona, armado de todos sus carnales y
descomunales atributos. Aquí la resistencia ya me fue más
penosa; pero arrojándome sobre la cabeza un cubo de agua
helada, pasé la prueba sin daño. Como plato definitivo y fuerte
me hizo soñar que en el anfiteatro de Roma luchaba con un
egipcio musculoso y negro, un cachas semental verdadero, al
que yo vencía y rendía a mi voluntad, tras lo cual el prefecto de
la ciudad, que presidía los juegos, y a ruegos de la multitud
enfervorecida, me regalaba unas manzanas de oro y me
nombraba campeona suprema.
La tentación de la lujuria
Sin embargo, el ataque por el lado de los personajes
literarios fracasó, de modo que vio si por la parte de la más grosera realidad acababa conmigo. He aquí que en mi disfraz de
mozo apuesto, había conquistado sin saberlo el afecto de una
joven y bella doncella, llamada Katerina, que me había seguido
a los bosques. Tan pronto me di cuenta de su presencia, me tiré
sobre tojos y zarzas y me revolqué hasta que el ardor me excitó;
después, tras coger un puñado de ellos, flagelé con el quemante
ramo a la joven. El fuego externo consiguió extinguir el interno,
y ella, arrepentida, quiso compartir conmigo aquel modo de vida
y aquella soledad. Pero yo la expulsé de mi lado y la arrojé de
cabeza a una charca. No volví a saber nada de ella y de ahí
deduje que una vez más me había tentado el demonio.
211
Aunque el común enemigo no dejaba de asaltarme sobre
todo con tentaciones de impureza, con hermosos mancebos que
me invitaban a fornicar, en ocasiones se me aparecía en toda su
gloria y majestad el Señor, rodeado de ángeles y santos,
impalpables espíritus puros todos, con los que si bien me sentía
frustrada en la carne, luego me acudían renovadas las fuerzas
para perseverar en el camino elegido y me consolaba. Me vino a
la memoria el caso del bendito abad Equicio, al que en la
juventud perturbaba la provocación de los sentidos. Rezaba
continuamente por un remedio contra ese mal, hasta que se le
presentó un ángel y lo consoló; y desde entonces, tal como antes
había destacado entre los hombres amando a las mujeres,
después destacó entre las mujeres amando a los hombres.
Aquel ángel se parecía como una gota de agua a otra gota
al ángel Moroni que se apareció a José Smith en oración, y tras
decirle que las religiones del momento no valían nada porque en
todas se había corrompido el evangelio, le reveló dónde estaba
enterrado el libro de Mormón, y lo designó profeta y fundador
de la orden mormona, o de los santos de los últimos días.
Cuando pequeña, santa Francisca Romana veía a su
ángel de la guarda, que ni de día ni de noche la desamparaba.
Jamás la dejaba, ni a sol ni a sombra, y en ocasiones, como
favor especial, le permitía admirar el esplendor de su figura.
"Su belleza era increíble –dejó dicho la santa; tenía más
blanco que la nieve el cutis y el rubor que lo animaba superaba
el arrebol de las rosas. Siempre abiertos, tornaba al cielo los
ojos, y el largo cabello –del color del oro bruñido– le formaba
en torno al rostro incontables y delicados rizos. Vestía túnica
blanca azulada, que le llegaba hasta al suelo y a veces destellaba reflejos rojizos. Tal irradiación luminosa emanaba de él, que
a su luz cualquiera hubiese leído en plena noche maitines, si la
ocasión se le terciara".
El padre de Francisca era volteriano y más bien escéptico, de modo que no acababa de creerse lo que ella afirmaba.
212
Por eso y ya harto de su insistencia, en una ocasión le requirió le
hiciese el honor de presentarlo a tal criatura supuestamente
imaginaria. Dicho y hecho. Sin hacerse rogar ni demasiado la
estrecha, ella tomó de la mano al ángel, y uniéndola a la de su
padre, los presentó, con lo que él pudo verlo y ya no volvió a
dudar de la sensatez de su hija.
Cuando tuve noticia de aquel prodigio, también yo –como aquel varón de saberes– albergué bastantes dudas al respecto. No era verosímil que el ángel no cerrara nunca los ojos, pues
al menos nosotros, los mortales de aquí abajo, tenemos que
parpadear con una frecuencia establecida, para conservar en
ellos la debida humedad, si hemos de creer a los que de la cosa
entienden. Por otro lado, el no apartar de los cielos la vista y
caminar sin ver donde se pone los pies, conlleva el riesgo de
caer en un hoyo, como otrora había caído aquel Tales de Mileto
que sin cesar, cual este ángel que ahora me ocupa, volvía a las
nubes la vista y no dejaba de indagar en ellas acerca de los
misterios que pueblan el mundo universo. Mas de nuevo me
viene a las mientes el que los ángeles no son seres corrientes,
sino que vuelan, cual las aves terrestres, y nunca caminan, pese
a que a menudo en las pinturas y retablos se los represente
calzados con dorados y elegantes borceguíes o sandalias de las
que en tiempos pasados solían portar en Constantinopla los
porfirogénitos, que como ya he dicho eran los descendientes de
los basileos o emperadores, a los que no más nacidos envolvían
las dueñas que de ellos se ocupaban en paños de púrpura y no en
vulgares trapos de lino.
Dejando a un lado los aconteceres sublimes que la vida
de aquella santa Francisca regalaban, diré que de la misma manera que san Antonio Abad había combatido las tentaciones de
la carne, combatía yo las mías: manteniéndome siempre ocupada y evitando el ocio; tejía espuertas de juncos y cestas de mimbre y sin cesar cantaba canciones piadosas.
213
Cap. 7 - Cunde mi fama, acude la gente, me aclama y me
confiere las órdenes sagradas.
La tentación de la herejía
De nada valieron al diablo sus asechanzas malignas.
Todos sus esfuerzos se vieron frustrados. Bien hubiera podido
ahorrárselos. La escasa comida y la soledad habían apagado en
mí los ardores de la carne mejor que cualquier devoción, de
modo que había que atacarme por otro flanco que no fuera el de
la concupiscencia carnal.
A la visión de los placeres carnales y la voluptuosidad de
la mesa sucedieron finalmente las dudas religiosas. Atravesé
momentos penosos de sequedad espiritual, en los que pensé
vanagloria inútil los esfuerzos en persecución de la gloria del
cielo, y me sentí tentada a tomar al pie de la letra aquello que
había dicho el divino Señor: “No os preocupéis por vuestra vida,
qué comeréis o qué beberéis, ni por vuestro cuerpo, con qué os
vestiréis. Considerad los lirios del campo cómo crecen: no se
fatigan ni hilan. Poned los ojos en las aves del cielo, que ni
siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre
celestial las alimenta; si el Señor cuida de ellos, mucho más
cuidará de vosotros, ¡oh, los de poca fe!”
No atesorar para mañana y dejar a Dios todo cuidado.
Se me aparece el demonio
Además de causarme algunas tentaciones y turbaciones
interiores y secretas, me causaba otras casi públicas. Imposible
no saber que era él. Estaba yo una vez en oración y se me apareció hacia la izquierda, de abominable figura; en especial le vi
la boca, porque me habló, y la tenía espantosa. Parecía que del
cuerpo le salía una gran llama, toda clara, sin sombra. Rechinando los dientes que daba espanto, me dijo que hasta el mo-
214
mento me había librado de él, pero que no había motivo para
cantar victoria, porque acabaría haciéndose conmigo.
Sentí mucho miedo y me santigüé lo mejor que pude; de
momento se fue, pero no tardó en volver. Dos veces seguidas
sucedió lo que digo. Yo no sabía qué hacer. Tenía allí agua
bendita, lo rocié con ella y no regresó.
Otra vez me estuvo atormentando cinco horas seguidas,
con dolores tan terribles y tal desasosiego, así interior como
exterior, que ya me pareció no poderlo aguantar. Ya no sabía
cómo valerme. Cuando los dolores y el mal corporal se me
hacen intolerables, me he acostumbrado a rezar y suplicar al
Señor me de paciencia para soportarlo hasta que su Majestad sea
servida. Así lo hice esta vez. Quiso Dios mostrarme que me
tentaba el demonio, porque vi a mi lado un negrito abominable
que con muecas y visajes de desesperación manifestaba la suya
al ver que conmigo nada podía, y que yo lo vencía siempre. Lo
vi y me reí y ya no temí, pese al gran tormento, porque sentía
golpes en el cuerpo, la cabeza y los brazos, sin que me pudiera
resistir. Lo peor era el desasosiego interior, que no había manera de que me tranquilizara.
La mucha experiencia de estos lances me ha enseñado
que para poner en fuga a los agntes infernales no hay cosa mejor
que el agua bendita. Aunque también huyen de la cruz,
enseguida vuelven. Pero la virtud del agua bendita es muy
grande. Cuando la tomo de la concha en que la guardo, me
siento tan consolada que no acierto a ponderarlo. Un deleite
interior y una recreación me inundan el alma y me la confortan.
Admirable cosa es lo que dispone la Iglesia. Mucho me
anima la fuerza de las palabras con que se bendice el agua; es
tanta que se le transmite y hace que la diferencia entre ella y lo
que no está bendecido no tenga ni comparación.
Primero me rocié yo, sin éxito; luego, asperjé con ella al
demonio, que se fue de inmediato y se me quitó todo el mal.
Sólo me sentía cansada, como si me hubiesen molido a palos.
215
Aun no siendo suyos mi cuerpo y mi alma, cuando el
Señor le da licencia, el diablo hace mucho mal. ¡Qué no haría, si
el cuerpo y el alma fuesen suyos!
Otra vez, aún hace poco, me sucedió lo mismo, aunque
no duró tanto como la vez anterior. Eché agua bendita hacia
todos lados y entonces se sintió un olor como a azufre y huevos
podridos, una peste espantosa.
El verdadero siervo de Dios no teme a estos espantajos,
que sólo buscan asustarlo. Una noche de ánimas, estaba en
oración y tras haber rezado un nocturno y dicho unas plegarias
muy devotas, sobre el libro de rezos se me puso el demonio,
para interrumpirme e impedirme acabar; me persigné y se fue.
Reanudé donde lo había dejado y otra vez allí estaba él; hasta
que le eché agua bendita, no pude terminar el rezo. Entonces vi
que unas pocas almas abandonaban el Purgatorio, y pensé que el
demonio se me había aparecido para retrasar la salida.
Otra vez, cuando aún vivía con los otros monjes en el
eremitorio de que ya he hablado, y cuando me hallaba en uno de
los arrobamientos que ya entonces empecé a experimentar, vi
una gran contienda de demonios contra ángeles. De momento no
supe qué quería decir aquella visión; pero antes de quince días
hubo en el monasterio una sonada trifulca entre un grupo de
monjes que se distinguía por su extremado celo en la observancia de la regla y otro que se mostraba mucho más laxo.
Peleas que redundaban en mucho detrimento de la comunidad.
En otra ocasión me vi rodeada de multitud de demonios.
Me parecía estar en medio de una gran claridad que me cercaba
toda y que les impedía aproximarse a mí. Me guardaba Dios de
que se me llegasen y me pusiesen en ocasión de ofenderlo.
Pese a tantas derrotas, el enemigo de las almas no cejaba.
Perseveró en los ataques e hizo pasar ante mi a los herejes que
hasta aquel momento habían amenazado dividir a la cristiandad
y empañar el limpio espejo de la fe: gnósticos, maniqueos,
novacianos, donatistas, macedonios, arrianos, luciferianos, pela-
216
gianos, nestorianos, apolinaristas, monofisitas y tantos otros; vi
desfilar a Prisciliano, según quien el alma nace de Dios y para
enfrentar al mal surge de un como "almacén"; la instruyen los
ángeles, y luego desciende a través de unos círculos donde la
atrapa el principio maligno y la liga a los diversos cuerpos, a los
que se adscribe en forma de quirógrafo, documento escrito de
puño y letra del autor y por el que reconoce una deuda, que
Cristo disuelve y fija a la Cruz mediante su pasión.
También enseñaba que los nombres de los patriarcas son
miembros del alma –Rubén la cabeza, Judá el pecho...- mientras
que los miembros del cuerpo corresponden a los signos
zodiacales –Aries la cabeza, Tauro la cerviz, etc.–, con lo cual
queda claro el origen de las tinieblas y del príncipe del mundo.
Además sostenía que Cristo no había sido engendrado.
Se castigó sus disparates degollándolo en Tréveris.
Me hizo ver luego a Donato, para quien los sacramentos
que administraba un clérigo malvado no valían nada. A Arrio,
para quien Cristo era una criatura y no parte del Creador, aunque había sido la primera creada. De ninguna manera eran
iguales el Padre y el Hijo de la Trinidad santísima. A Pelagio,
que negaba cualquier pecado original y por consiguiente que el
bautismo lo borrase o que el redentor lo redimiese. El hombre
puede hacer el bien por sí mismo, no necesita la gracia de Dios.
Como bien se ve, Pelagio estaba equivocado. Como lo
estaban las funestísimas doctrinas de todos los demás.
Luego y para confundirme y llevarme a no saber por
donde andaba, me mostró a los ídolos todos, las imágenes
tiernas de Eros, Venus afrodita, Astarté, Apolo, Proserpina, el
sátiro Marsias,… y por fin las más diversas divinidades y falsos
profetas, desde Moloch hasta Cibeles, Buda y Confucio.
Pero de nada le valieron tales asechanzas. Con la ayuda
del Señor, que todo lo puede, me sobrepuse a ellas y salí del
crisol acrisolada, que es lo mismo que decir pura y sin ganga.
Bendito y alabado sea el Señor, amén.
217
Para la santa Iglesia el demonio no es un símbolo, sino
una realidad presencial, material y concreta como una piedra,
aunque impalpable. A veces entra en un hombre o mujer y los
posee. También se adueña de un animal irracional. Para expulsarlo de los poseídos, primero hay que asegurarse de que se trata
de una verdadera posesión, y no de una vulgar dolencia psicosomática. Con unas pruebas, se confirma o desecha la presencia
maligna. Conviene no divulgarlas, pues el poseso podría mudar
de comportamiento. Los vómitos normales, los de injurias, así
como los de clavos y cristales, y las levitaciones, dan ya que
sospechar. Irrefutable es la prueba de que el supuesto poseso
hable lenguas muertas o poco habituales que no haya aprendido.
Si de pronto un niño de escasos años habla el fenicio sin serlo,
no cabe duda, lo posee el demonio. Se comienza el exorcismo
recitando pasajes escogidos de la sagrada Biblia y leyendo la
letanía de los santos. Al final se conjura a Dios para que lleve a
cabo la expulsión. Hay casos más complejos que otros. Un
exorcismo puede durar de horas a semanas o meses. Cuando lo
hacían los apóstoles, de inmediato el diablo se marchaba
corrido; pero si lo hacía un clérigo común, no se sabía a lo cierto
cuánto tiempo iba a hacer falta, semanas, puede que meses.
El demonio no elige a sus víctimas: las personas le abren
la puerta. La brujería, el espiritismo, el santerismo, la ouija... son
invitaciones al diablo.
Hubiese querido yo también que como a sus discípulos el
Señor me diese poder para lanzar los espíritus impuros y para
curar toda dolencia e indisposición. Tras haberles dicho: curad
enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, lanzad demonios,
los había enviado a predicar.
Hago milagros
En lo tocante a los milagros, al principio atravesé una
época de aridez y de sequía: no se me daban nada bien, no
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acertaba con uno. Los de la edad adulta, pues en la infancia ya
había realizado con éxito alguno que otro. Pero luego supe que
el anacoreta Macario los había hecho sólo al final de su vida,
cuando ya su vocación y su santidad no ofrecían dudas a nadie.
Me tocaba pues esperar, ponerme a la cola.
De Macario se contaba que un sacerdote al que aquejaba
en la cabeza una llaga cancerosa lo había buscado, y que el santo
varón se había negado a atenderlo y lo rechazaba, porque Dios
le había revelado que con aquella llaga castigaba en él un feo
pecado de la carne. Finalmente, como el sujeto parecía sinceramente arrepentido de sus yerros, el santo le había impuesto
las manos y lo había curado.
En los evangelios figuraba un episodio parejo. Cabría
preguntarse si se habría copiado de él aquel otro. En Lucas, una
viuda había insistido para que Jesús le curase a un deudo y Él la
había rechazado porque no era del pueblo escogido y por consiguiente elegible para ser objeto de los milagros de un rabí
nazareno. Pero a las razones de Él había ella retrucado con tal
donaire y espíritu, que el Señor, rendido ante tanta discreción la
había complacido.
La inteligencia, el amor a la vida, lo consigue todo. Se
hace irresistible.
También de una santa sierva de Dios se la decía tan
avanzada en la santidad, que aún en vida había hecho un
milagro: las velas que había encendido en el altar de la Virgen
habían ardido muchísimo tiempo y no se habían consumido.
Los pocos que yo conseguía, parecían ocurrir ajenos a mi
voluntad, como que se independizasen de mí y no me tuviesen
en cuenta; no ocurrían los que yo hubiera preferido ni cuando yo
lo hubiese querido. Al final la cosa resultaba frustrante.
Con razón se me hubiese acusado de excesivo amor
propio. Pues a final de cuentas no me tocaba ser otra cosa que
una dócil herramienta en manos del Señor, que a mi través se
dignaba manifestarse en mí.
219
Sea como fuere, me hubiera gustado hacer milagros
estupendos que dejaran boquiabiertos a la gente, como el
llamado «operación caballo», atribuido a san Eligio.
Este santo tenía que herrar un caballo y el bruto animal
no se lo ponía fácil, coceaba, relinchaba y no paraba quieto; en
suma, se le resistía. Pero el santo no se dejó amilanar; para él
aquella rebeldía nada santa era muy poca cosa; de modo que le
cortó la pata y sobre el yunque le fijó cómodamente la herradura, tras lo cual volvió a colocarle la zanca al animal. Por eso
se lo nombró patrón de los herradores y junto al lago suizo de
Constanza se celebró desde entonces la llamada «Eulogiusritt» y
en su honor se bendice los caballos.
¡Con qué fervor admirado leía yo los milagros de tantos
santos varones! De san Severino se contaba que un día se le
había pedido desenmascarara a los miembros de una secta
destructiva reciente cuyas prácticas nefandas habían ganado en
la aldea numerosos adeptos. Condescendió él en hacerlo, y
según su costumbre, había predicado al pueblo y pedido a los
sacerdotes un ayuno de tres días. Al cabo de ellos Severino
ordenó repartir por todas las casas otros tantos cirios, que luego
para asistir en el templo a los oficios divinos cada uno llevaría
consigo. Así se lo hizo. Rogaron todos entonces al Espíritu santo
enviara su luz para poner en evidencia a los malvados, con lo
cual de pronto se encendieron como por ensalmo muchos cirios,
mientras otros permanecían apagados. Como es de suponer,
éstos pertenecían a los impíos.
¡Qué de maravillas en aquellos siglos dichosos!
En la misma ciudad acaeció que la invadieron las innumerables langostas de una plaga de ellas, y que como era de
rigor, los lugareños solicitaron por medio de una rogativa el
auxilio de Dios. Acudieron al templo “todo sexo y edad, incluso los que con la voz aún no rezaban”, y cuando todos oraban
con fe, se levantó uno y dejando a los otros entregados a las que
creía sus vanas plegarias, se fue a los campos a ver de hacer in
220
situ algo más positivo. Al parecer era de los que se habían tragado aquello de “A Dios rogando y con el mazo dando”. Y ¡oh,
portento increíble! Su cosecha quedó devorada, mientras aquel
año la de los otros daba ciento por uno.
Yo vivía en el mayor apartamiento, de modo que al no
tener trato con ninguno no se me ofrecía la ocasión de curar las
llagas de nadie ni devolver la salud a quienquiera que fuese, por
lo que atribuí a mi condición todavía novata en lo de ser santa y
asceta la falta de hechos milagrosos. Esperé pues que con el
tiempo y si el Señor era servido cambiarían las tornas y me
serían concedidos poderes taumatúrgicos.
No era imposible la cosa; a otros se los había concedido.
En Alejandría, la cortesana Thais a la que ya me he referido,
creía en efecto por haberlo oído decir, que de los Apóstoles
habían heredado los santos del desierto el poder de castigar las
ofensas hechas al Dios verdadero, de modo que nada salvaba a
los que ellos condenaban; les bastaba con tocar con el báculo a
los impíos, para que la tierra se entreabiera y echando humo se
los tragara. ¿Por qué no había de ser yo tanto como ellos?
La gente de mala vida, los mimos, los danzarines, los
sacerdotes casados y las cortesanas, los temían a muerte.
Mi vida ejemplar atrae imitadores
Vivía yo feliz en mi retiro, luchaba con todas mis fuerzas por adelantar en el camino escogido, y codiciosa de aprender de los mártires los secretos del reino de los cielos y de imitar
sus virtudes, leía asiduamente sus vidas y las de tantos otros
ascetas que me habían precedido en el vivir atormentada.
En medio de una vida de tal austeridad, y teniendo con
Dios trato especial, atraía de tal modo a la espesura del bosque a
los demás solitarios, que innumerables se habían congregado ya
cerca de mí y me solicitaban para que les permitiese ponerse
bajo mi dirección espiritual.
221
De san Juan Clímaco se contaba que, al principio aislado,
su erudición y santidad habían transcendido y las personas
acudían a él en busca de consejo y orientación.
Otro tanto ocurría conmigo.
Numerosas mujeres me pedían que las orientara. A mí,
como persona humilde que era, se me hacía difícil instruir a los
otros y al principio no lo hacía de muy buena gana, pero luego
me asaltó el escrúpulo de que si quería ser caritativa tenía que
hacerlo. En situación pareja decía santa Sinclética: "Un tesoro
está seguro sólo cuando escondido; descubrirlo es exponerlo a la
codicia del primero que venga y a perderlo; igualmente, la virtud
sólo está segura si secreta; ostentada se disipará como el humo".
Me hice pues a la idea y para no ofender a nadie procuré revestir
de modestia y buena fe mis palabras, con lo cual impresionaba
mucho a los oyentes. Con ejemplos variados y diversas
parábolas exhortaba yo a los demás a la caridad, a la vigilancia,
a la responsabilidad y a todas las demás virtudes.
Poco a poco me dejé conquistar. La gota del halago
paciente acabó horadando la roca de mi humildad.
Finalmente acepté admiradores.
Se me quería y estimaba. No hacía mucho tiempo que
vivía aislado, pero mi sabiduría y mi virtud andaban en lenguas.
Aunque se decía que nunca había habido en aquellos
montes un asceta tan bien parecido, nadie sospechó mi
condición de mujer. Dieron en llamarme Juan “el angelical”. Se
me atribuía rasgos de ángel, ojos chispeantes y encendidos y
cutis suave y lampiño, y se consideraba que para enveredar a los
demás por la vía de la santidad nadie más apto que yo.
En cierta ocasión uno de los que se habían puesto a mi
disposición, se sentía apenado porque en lo espiritual no le
cundían como hubiese querido los esfuerzos, de modo que buscó desahogarse conmigo y vino a contarme sus cuitas.
Lo dejé hablar y cuando hubo terminado lo consolé diciéndole: "No te entretengas con esta tentación y no dejes de
222
repetir para ti: mi amor a Jesús me obliga a perseverar aquí hasta
el fin; estoy decidido a permanecer en este destierro, aunque
sólo sea para darle gusto a Él y cumplir su voluntad.” Con lo
que el tal se fue reconfortado.
Mi fama no hizo más que crecer. Se me hacía el favor de
atribuirme un espíritu rayano en lo sublime y cundió la noticia
de que dirigía a mis discípulos con rienda firme y segura en el
camino de la perfección.
Afortunadamente para los que así se mostraban dispuestos a cederme su albedrío y ponerse incondicionalmente en
mis manos, las mías nunca fueron tan duras como según
referencias habían sido las del anacoreta Marino al que ya en
otro lugar me he referido. Este hombre había tomado bajo su
dirección al futuro san Romualdo. Y paseando ambos bajo las
encinas, el maestro hacía recitar al discípulo en un sitio veinte
salmos, unos pasos más allá, cuarenta, y así hasta cansarse. El
joven, cuyas letras hasta entonces habían sido escasas, con
frecuencia trastrabillaba y decía unas palabras por otras, con lo
que cada vez su mentor, no se sabe bien el porqué de la preferencia, le arreaba un bastonazo en la oreja izquierda, hasta que
un día con la mayor humildad el paciente hizo saber al verdugo:
“Maestro, golpeadme en el lado derecho, porque del izquierdo
ya estoy sordo del todo”. No cabía duda de que para aquel
pedante se enseñaba a golpes la virtud. “La letra, con sangre
entra. Quien bien te quiera, te hará llorar”. Los antiguos
maestros se habían aprendido la cartilla.
Mas aquella no buscada popularidad me incomodaba.
Empezaba a echar de menos mi primitivo aislamiento. No me
sentía llamada a encabezar ningún movimiento. A ser líder de
nadie. Rasgo que demuestra inteligencia. Aquel cortejo de
jóvenes que ni a sol ni a sombra me dejaban, amenazaba acabar
con mi aguante. Bien estaban los fan, los partidarios, pero
también era un agobio. Lo bastante es bastante. De modo que
para guardar las distancias y elevarme un poco por encima de la
223
multitud grosera, llamé a mis más allegados y les pedí que por
amor a Dios levantasen en un claro una columna o pilar de diez
codos de alzada, que luego aumenté a quince, y finalmente hasta
veinte. Ahí me detuve. No quise pasarme. Pues ya empezaba a
sentir el vértigo de las alturas. Y como de los soberbios había
dicho el profeta que “más dura es la caída”, temí propasarme.
(Como se recordará, el codo era la medida de longitud
que Dios había señalado a Noé cuando le había mandado construir el arca. El arca de Noé, la del primer Diluvio.Universal.)
Mientras aquellos devotos se afanaban en alzar por mí la
columna, de vez en cuando hacía que se les sirviese de beber
hidromiel, esto es, miel diluída con agua de manantial, que por
costumbre encargaba a los ángeles que me abastecían de lo más
necesario. Pero sintiendo el escrúpulo de que mi generosidad
llegase a desbordar la paciencia de unos servidores tan amables
como ellos, cuando en una ocasión faltó la bebida, la hice escanciar con santa parsimonia, pero ¡oh, maravilla! había temido
yo en vano, porque si creía que vertía la última gota, la cántara
seguía estando llena a rebosar.
Erigida aquella peana profana me retiré a ella y pasé a
cielo raso algún tiempo, expuesta a la lluvia, al sol y al viento, al
rocío matutino y a la escarcha invernal. No dormía, comía una
sola vez por semana y en la Cuaresma me abstenía de comer del
todo. No apartaba de la mente el parangón de Jesús, que en los
cuarenta días y cuarenta noches que había pasado en el desierto
donde Satán lo había probado con la tentación, no había ingerido
un solo bocado ni bebido un sorbo de agua, lo que daría hoy que
pensar a los que adviertes del riesgo de la deshidratación. Pero
aquellos eran tiempos de fe y la ciencia estaba aún por venir.
Nadie empleaba la razón; no hacía falta, porque uno pensaba por
los demás y ellos sólo obedecían. Era más cómodo y mucho más
práctico, en especial para los que mandaban..
En todo caso yo empleaba en la oración la mayor parte
del día y de la noche, ya de pie, ya postrada; y cuando de pie,
224
hacía continuamente reverencias hasta dar en el suelo con la
coronilla, lo que se tenía por rasgo singular de santidad incomparable; ya otro santo me había precedido. En las grandes
festividades y sin cansarme ni desfallecer, oraba toda la noche
alzados los brazos al cielo. He de reconocer aquí que pese a
tanta oración no cesaban las guerras. Quizá el Señor las apruebe
y no haya que pedirle que cesen.
Hubiera querido parecerme a san Benito y a una monja
que lo había imitado, a quienes el duro suelo en que dormían los
demás les parecía excesivo regalo, por lo que se revolcaban en
ortigas, ayunaban todo el año y sólo hablaban con Dios.
Mas los adeptos no me dejaban en paz. De nuevo insistieron y me representaron que por caridad no los abandonara a sí
mismos, pues se sentían débiles y necesitados de una mano
fuerte que los dirigiera. Me instaron a que desde mi altura metafórica tanto como real les predicase doctrina.
Al final consentí. Me resigné al baño de multitudes.
Puesto que aun sin merecerlo se me tenía por sabia y letrada,
acepté compartir con los demás lo que había aprendido.
Me vino a la memoria la parábola del Salvador divino
acerca de aquel que habiendo recibido de Dios algún don, lo
oculta bajo el celemín en lugar de ponerlo en el candelero. No
estaba bien que yo retuviera mis dones, pues todo procede de
Dios y nosotros no somos otra cosa que su instrumento o canal
por el que Él hace llegar a los demás lo que conviene saber para
alcanzar la eterna ventura. Por especial disposición incomprensible de Dios, algunos somos sus portavoces. Y como en las
cercanías de Constantinopla había hecho en tiempos ya idos el
bienaventurado san Daniel, pedí que se pusiera a la plataforma
una barandilla, para utilizar el conjunto como púlpito y evitar el
caerme al vacío en un momento en que llevado del entusiasmo y
presa del demonio maligno sintiera el pujo de lanzarme a volar
para ejemplificar mejor el vuelo de las almas que van al paraíso.
225
Al principio, confundida por llamar la atención y deseosa de recobrar la soledad y con ella mis rezos, me conformaba
con responder ojos bajos a las preguntas que se me hacía. Pero
poco a poco empecé a tomar por caridad cristiana el deseo de
agradar. Creía no poder dejar que los amables visitantes se
fueran sin haberlos acogido cálidamente y haberme interesado
por sus dificultades. Tenía yo un corazón tan agradecido que con
un dátil que me dieran, ya se me sobornara. Pronto todos
comentaron lo encantadora que era mi conversación.
Los visitantes se admiraban de que a mi edad ya algo
madura conservara el encanto de una persona joven, pero con el
añadido de una especie de sal proveniente sin duda de mis años
de aislamiento gracias a mis muchas lecturas, a mis meditaciones y a mis padecimientos. Mi juicio sólido, mi espíritu abierto
cautivaban a todo el que me oía.
Un mi devoto llegó a decir que junto a mí las horas del
día se le pasaban sin sentir, y con el ansia de volver a verme al
día siguiente las de la noche.
Decían graciosa mi manera de hablar y chispeante, y
dulce y grave a la vez mi conversación, sencilla y sensata. Mis
palabras irradiaban un calor tan suave que derretía los corazones de quienes se me acercaban, aunque no los quemaran. Porque entre otros dones poseía la llamada gratia sermonis y
arrastraba tras de mí a cuantos me escuchaban.
Sin embargo no acababa de tenerlas todas conmigo. Las
palabras del apóstol san Pablo me habían venido a las mientes:
“En la Iglesia de Dios callen las mujeres; no prediquen en
púlpito, ni lean en cátedras, ni impriman libros”. Pero luego me
di cuenta de que para los que me veían yo no era Juana, sino
Juan, de modo que lo que aquel santo había dicho no iba conmigo. Él había rechazado a las mujeres, y yo, Juana, mujer
travestida, para los demás era varón, de modo que estaba dentro
del orden. No quise perderme en vacilaciones bizantinas.
226
Otros santos Padres habían insistido en lo mismo. Para
san Agustín las mujeres no habíamos sido hechas a imagen y
semejanza de Dios. Y para san Ambrosio, el varón era perfecto,
como perfecto es el cuadrado frente a los otros polígonos,
mientras que yo era imperfecta, una mujer, un subterfugio de la
naturaleza para que la especie siguiera viviendo, un triángulo de
sólo tres míseros lados.
Y era peligroso poner al alcance del vulgo las sagradas
Escrituras; mucho más lo que aun en lo más mínimo pareciera
contradecirlas. Sólo estaba permitido las leyeran los clérigos
autorizados, y aun así, preferiblemente en antiguo arameo.
Como muy pocos en occidente sabían algo de aquella lengua
perdida, se toleraba se las leyese en latín cuando la audiencia era
escogida, vale decir noble letrada; porque al pueblo sencillo se
predicaba en lengua rústica y sólo lo más elemental.
No había que echar margaritas a puercos.
De modo que en lugar de meterme en camisa de once
varas ocupándome de la Biblia, determiné hablar de los mitos
antiguos que de labios de mi madre había oído. Puesto que se
desconfiaba de quien hablaba de lo sagrado sin que alguna
autoridad le hubiese dado el título académico adecuado, resolví
atenerme a lo profano, sobre todo si no dejaba quedar mal a lo
otro. Para san Romualdo no había otra filosofía digna de tal
nombre que la contenida en las Escrituras sagradas.
Como en los libros de caballerías, para ser caballero
había que recibir espaldarazo. Y para participar en los antiguos
misterios, había que pasar por el rito de la iniciación. Y yo no
había pasado por lo uno ni lo otro,
Por todo lo que dejo apuntado, añadido al peligro que he
dicho, de ser varón simulado, yo corría el de que se me tuviese
por un alumbrado, que se llamaba alumbrados a los que se reunían para comentar por los rincones que no fueran del templo, la
Palabra de Dios, hasta el punto de decirlos adeptos a rincones y
doctrinas secretas.
227
¡Me librara Dios de oponerme a la Iglesia! No querría
verme obligada a decir como aquel otro afamado: ¡Con la
Iglesia hemos topado, amigos!
San Romualdo no se lavaba el hábito
Quizá por ser femenina, en esto en concreto me repugnaba lo que habían hecho algunos santos ascetas varones. Uno
de ellos, Pietro Damiani, dirigió un monasterio de monjes, a los
que animaba a dejar a su aire el cuerpo, la barba y el cabello;
importaba ante todo domar la naturaleza a fuerza de mortificaciones y porfiar en sobresalir y ser en esto los primeros. No en
vano su maestro, san Romualdo, se ufanaba de no haber lavado
nunca el hábito que en vida vestía.
Infelizmente, incluso en los monasterios más reformados
y puros dominaba la rivalidad y se competía por un puesto mejor
en el reino de los cielos. Claro está que en este caso se trataba de
una pía rivalidad, no como la otra vulgar, que buscaba ventajas
sólo en este bajo mundo terrenal.
Nada de extraño tenía la cosa si se atenía uno al pasaje de
los evangelios en que los discípulos habían preguntado a Jesús
quién se sentaría más próximo a Él en su reino. Con lo que se
habían ganado un buen tirón de orejas.
Igualmente en otros aspectos se había distinguido de sus
pares aquel varón ejemplar. Según él, todos sus monjes debían
disciplinarse diariamente por espacio de 40 salmos, 60 en
Cuaresma y 70 en Adviento. Sin que el abad les fuese a la
mano, algunos se excedían y se azotaban durante el rezo de todo
un salterio y aun más. En esto se había llevado la palma un
santo Domingo Lorigado, que se ceñía las carnes con una loriga
de hierro, que sólo se quitaba para flagelarse. La loriga era una
armadura de pequeñas láminas de acero sobrepuestas unas a
otras como las escamas de un pez o las tejas y lajas de un tejado
invernal. Cuando un monje moría, todos los demás debían
228
ayunar por él siete días y darse mil golpes de verga. Para evitar
la rutina y que a fuerza de costumbre se perdiera los efectos,
probaron formas diversas de darse los azotes y descubrieron que
los atraía más la flagelación recíproca. Alguno aventuró que tal
cosa era tal vez indecente, pero aquel abad la defendió y le quitó
los escrúpulos. Para él, si hecha con espíritu de humildad y de
paciencia, la flagelación era el espectáculo más sublime y
delicioso: O quam iucundum, o quam insigne spectaculum!,
exclamaba en un célebre tratadito que en los ratos libres había
compuesto: De laude flagellorum.
Según aquel varón ejemplar, cardenal, santo y Padre de la
Iglesia: Si un castigo de 50 azotes era lícito y saludable, más
aun lo sería uno de 60, 100, 200 e incluso 1000 ó 2000.
Fácilmente se lo llamara un santo varón, entendiendo por
tal el aumentativo de vara, una vara muy grande, por lo mucho
que disfrutaba dando la vara, como se la había dado a su padre.
En un lance, aquel padre infeliz había matado a un sujeto,
y arrepentido, se había ido a uno de los conventos del hijo; pero
al cabo de un tiempo, quizá porque creyese haber expiado con
creces el crimen, había pensado salirse. Enterado su hijo, no lo
quiso consentir, para lo cual tras atarle con cadenas los pies hizo
que lo flagelaran con una vara de avellano y con saña tal que el
pobre mayor renunció a su proyecto y se quedó donde estaba
hasta que por fin se murió.
Mas según sus biógrafos, al parecer gente romántica, en
lo más íntimo de Pietro Damiani manaba una fuente de ternura y
crecía la mística flor de la poesía. Cuando hablaba de Jesucristo
y sin que nadie pensase en Sodoma y Gomorra, se le traslucía el
arrebato y mostraba el íntimo fervor de un enamorado; se
extasiaba con la cruz, sentía la fragancia infinita e inenarrable de
las llagas de Cristo y saboreaba los néctares y las mieles de la
sangre que goteaba de Él.
Así se lo ha dejado contado.
229
Muy devoto de la Santísima Virgen, a todos alentaba a
imitarlo. Quizá por ello se distinguió persiguiendo el nicolaitismo, nombre con el que se conocía la costumbre de muchos clérigos de vivir con barraganas, es decir, mujeres con las que no
los había casado la Iglesia.
Aquel santo abad había lanzado furiosas invectivas contra las concubinas, tigresas, leonas, víboras, cortesanas, prostitutas, harpías, raza de pecado, siervas de Satanás, que según él
hacían caer en el abominable pecado de la carne a tanto servidor del Señor. Pues, como él afirmaba, Cristo virgen, hijo de la
Virgen, sólo a sacerdotes vírgenes podía confiar su cuerpo en la
Misa. Quien tenía la desgracia de tener una esposa, no podía
tener celo apostólico.
Y en los ratos de inspiración escribía versos de tan alta
belleza como los que dedicó a la gloria del paraíso, en los que
expresaba la sed de Dios que padecía su alma.
«Ad perennis vitae fontem--mens sitivit arida».
Redondeaba la píldora abominando de toda filosofía
terrestre, animal y diabólica, frente a la ciencia sublime que
enseñaba el santo Evangelio.
Un papa León lo tituló doctor de la Iglesia.
No era sin embargo el único doctor de ella al que había
distinguido la inquina por el otro sexo. San Jerónimo llamaba al
matrimonio el octavo pecado capital y en un rapto poético
proponía “abatir con la segur de la virginidad el nefando árbol
de la coyunda”. A una joven llamada Eustoquia que le era
devota –vaya uno a saber por qué– escribió una carta en la que
exaltaba los placeres de la castidad; a lo que algún malicioso
apuntó que quizá el fulano nunca había probado los de la lujuria.
Le dijo que también con el pensamiento cabía perder la
virginidad y que la mejor defensa conocida hasta la fecha eran el
cilicio y el no regalarse en la mesa.
El lo sabría, puesto que así lo afirmaba.
230
Mis devotos quieren hacerse con reliquias mías
No se crea que en la vida de un asceta afamado todo eran
mieles; también tenía sus pegas. Mis fervorosos devotos
pugnaban por hacerse con trozos de mi hábito o cualquier cosa
que yo hubiese bendecido o tocado. Por fortuna no llegaban a
extremos tales como aquellos a los que habían llegado los
seguidores de san Romualdo. Se decía que su fama entre los
campesinos de la comarca que había escogido era tal que,
cuando supieron que planeaba dejarlos, habían contratado a un
asesino a sueldo para que lo matase y disponer de ese modo
libremente de sus reliquias y restos.
Tampoco extremaban su celo hasta el punto de considerar reliquias los árboles y arbustos del bosque en que yo vivía,
quizá porque ignoraban las limosnas que recibía un monasterio
famoso del que se decía guardaba como reliquia preciosa un
árbol del Paraíso terrenal de nuestros primeros padres.
Al menos la vegetación salía ganando.
Yo hablaba con los animales
Hablaba yo corrientemente con los animales y ellos me
transmitían su saber, sobre todo como sanar a los enfermos. De
ellos aprendí las virtudes curativas de muchas plantas silvestres,
conocimiento que sumé a los de la curandera y comadrona que
había asistido a mi madre en mi nacimiento. Los había olvidado,
pero con ocasión de mi nueva vida en la soledad de aquellas
asperezas, los fui recobrando poco a poco. A ello me impulsó la
necesidad de curar a las alimañas que venían a que las auxiliara
cuando por obra de los cazadores, la contaminación de las aguas
o por causas naturales resultaban heridas o padecían algún mal.
Mi trato con las bestias del campo no debe extrañar. De
san Payo de Navia se contaba que próximo a morir, vio acudir a
un león que con las zarpas y uñas le abría la tumba. Supo así que
231
Dios lo llamaba a su seno, de modo que fue a visitar a todos sus
hermanos en la penitencia, de uno en uno los besó en la mejilla,
les deseó la paz y se acostó alegremente en el suelo, donde con
placidez se durmió en el Señor.
La gente acudía a mí pues en busca de ayuda. Se corrió
la voz de que, en las gentes tanto como en las bestias, yo era
capaz de curar las dolencias que no curaban los médicos y veterinarios de la época, de modo que se me tenía a un tiempo por el
mejor de los unos y de los otros.
Eran especiales y muy apreciadas mis recetas para
cataplasmas y emplastos.
Se me tiende una trampa
León VIII, el Papa reinante, había enfermado, y
conocidas mis capacidades terapéuticas y taumatúrgicas, envió
una delegación a consultarme sobre el mal que padecía.
Formaban aquella diputación el médico personal de su
santidad, que como se comprende fácilmente me veía como una
inoportuna competidora y con gusto hubiese preferido no saber
nada de mí; lo acompañaba un cardenal legado, para quien la
muerte del papa hubiese significado una buena ocasión de subir
a la silla pontificia, pues por aquel entonces se elegía por
aclamación popular al obispo de Roma, y en la curia tanto como
en la ciudad el dicho cardenal contaba con amigos que
apoyarían su candidatura.
Para probarme y ponerme en evidencia, me pidieron que
examinando la muestra de orina que traían consigo en un frasco,
diagnosticara la dolencia del santo Padre.
Sospeché la celada y me preparé para lo que pudiera
suceder. Me dieron el recipiente y tras oler detenidamente e
incluso probar con la punta de la lengua aquel líquido, descubrí
que se trataba de la orina de una mujer embarazada.
232
¿Cómo saldría de la trampa tan astutamente tendida?
Reflexioné y les contesté: “Admiremos la omnipotencia de Dios
ante el milagro que está a punto de obrar; dentro de unos meses
su santidad el papa va a dar a luz en el Vaticano.”
Quedaron confundidos los enviados y de manifiesto su
mala fe. Los presentes se echaron a reír a la vista de la añagaza
que se me había tendido y de momento todo quedó tal como
estaba. El santo padre padecía tan sólo de los excesos en el
comer y el beber a que de buena gana se entregaba. Sólo
necesitaba moderarse en la mesa.
También en dos horas de brillante dialéctica san Agustín
había derrotado y abochornado al obispo maniqueo Fortunato,
que para conservar el honor no halló otra salida que renunciar a
su sede e irse a vivir a otra parte.
Habiendo muerto Ludovico Pío en el 840, su hijo Lotario, que lo había sucedido, acudió a visitarme. Y en señal de
veneración y respeto se quitó de la cabeza la corona imperial y
la puso en mis manos.
Para verme con total libertad ya otras veces me había
visitado disfrazado y de incógnito.
Por fin el obispo, admirado de mi penitencia, en la misma columna me ordenó sacerdote.
También san Ambrosio era un laico y en el espacio de
una semana recibió los sacramentos, las órdenes sagradas y la
consagración episcopal: no fue el primero ni el único que en la
Historia de la Iglesia había conocido un ascenso tan rápido.
233
Cap. 8. Juana es Papa, ama a Dios, queda preñada,
da a luz a un niño.
La mujer no será sacerdote, porque a causa de Eva
el género humano está caído. S. Ireneo
No se permita a la mujer hablar en la Iglesia, ni
tampoco enseñar, bautizar, ofrecer el sacrificio ni
reivindicar la función sacerdotal propia del varón.
Tertuliano
Si se hubiese llamado al sacerdocio a la mujer,
también María habría sido sacerdote en el Nuevo
Testamento... Pero no tuvo esta gracia.
San Epifanio
Si la cabeza de la mujer es el hombre, es injusto que
el resto del cuerpo corone la cabeza.
La Didascalia y las Constituciones Apostólicas
El modelo de la mujer es María, y la Virgen no tiene
nada de obispo...
Evdokimov, prelado griego heterodoxo.
Me instan a dejar el retiro y aceptar ser obispo y papa
El papa León VIII había muerto; se imponía buscar un
sucesor. Había en Roma dos partidos, el partido pro Lotario,
emperador de Alemania, hijo de Ludovico el Piadoso, y el
partido pro Roma, que pretendía mantener el papado independiente del poder del otro lado de los montes. Hubo altos y bajos,
disputas y propuestas varias. Finalmente alguien pensó en una
tercera vía y se acordó de mí. Después de tantos papas belicosos
y enredados en las intrigas y tramas del poder, se deseaba un
234
papa tranquilo, independiente, que no debiera nada a nadie. Por
eso se fijaron en mí.
El pueblo me aclamaba, y por mis virtudes me quería
como su pastor.
El destino de todos los que alcanzaban la popularidad era
bien triste y el pensarlo produjo en mí un cambio profundo. Aun
más que antes sentí nuevos deseos de meditar solamente el
Evangelio y servir al Señor, cuyo imperio no tiene fin. Como me
había dado a entender el mismo Dios, viene daño al mundo
porque no se conoce las verdades de la Escritura. El caso es que
la gracia de Dios me fue disponiendo para otra dignidad
espiritual en la que mi alma distraída no había pensado casi
nunca. Al morir León, obispo de Roma, el voto popular me
eligió para sucederlo en el episcopado. Humildemente opuse mi
condición de lego y solitario anacoreta, desconocedor de los
modos del mundo, pero no fue óbice, pues de la columna donde
predicaba, los dignatarios de la Iglesia me elevaron a la cátedra
de san Pedro. Manifesté entonces a los que me oían: “Una
pesada carga se ha impuesto a mi indignidad; me siento
oprimido, debo enseñar antes de haber aprendido; se me
constriñe a predicar el bien antes de practicarlo; como un árbol
estéril, no puedo ofrecer frutos de buenas obras; sólo puedo
presentar hojas, mis palabras”.
Vine a decir lo que ya san Pablo antes que yo había
sabiamente manifestado, a saber, Video meliora proboque,
deteriora sequor. Pese a que conozco el bien, no consigo evitar
hacer el mal.
A todos encantó mi modestia y se convencieron aún más
de haber elegido acertadamente.
Sin embargo hubo algún prelado que por prudencia o
temiendo tal vez la cólera del partido que proponía a otro
candidato, vacilaba a la hora de votar a mi favor. Hermanos
míos –decía solemnemente a los allí presentes: “Cuidad de no
arrebatar al Señor su legítimo hijo, en cuyas penitencias se ha
235
complacido”. Temía también ir contra los sagrados cánones, que
prohibían conferir de golpe las órdenes sagradas, sin seguir el
orden dispuesto, al que nunca las había tenido. Mas inspirado
sin duda por Dios, que ya había decidido elevarme al solio
pontificio, me adelanté y dije a aquel santo varón: “Si dudas en
aceptar que se me consagre, si temes a los hombres más que a
Dios, que así me llama a servirle, Él te pedirá cuentas del alma
de tus ovejas”. Estas palabras decidieron al buen prelado, que
aceptó ya sin reservas mi ascensión a la silla de Pedro.
Desfilando lentamente en procesión los delegados
papales llegaron hasta mi columna y se detuvieron.
Juan, llamado el inglés –se dirigió a mí Pascual, el
primicerio; por la voluntad del supremo Hacedor y la del pueblo de Roma, se os ha elegido Papa y obispo de la sede romana.
Primicerio era el de más alto rango en una institución.
Luego se postraron a mis pies para que los bendijera.
Finalmente por orden del emperador debía abandonar mi
retiro y aceptar los honores de obispo y de papa.
De camino hacia Roma, adonde me llamaba la voluntad
del Supremo (Hacedor) asaltaron la comitiva mis devotos. Un
rico labrador, apostado a la vera del camino me suplicó que me
detuviera en su casa, donde en mi honor había dispuesto un
tentempié o refrigerio; de treinta leguas a la redonda había
hecho venir a sus hijos, nietos, yernos y nueras, criados, fámulos y demás parentela y sirvientes, para que yo los bendijese.
También estaban allí sus ganados y el tintineo de las esquilas y
de los cencerros se mezclaba con el murmullo de los rezos de
todos, que vestidos de fiesta permanecían de rodillas.
Aquel cuadro enternecía, por su noble rusticidad tanto
como por la abundancia de platos sabrosos en las numerosas
mesas recordaba los tiempos patriarcales y bíblicos; pero no
quise detenerme y tras bendecir a todos seguí mi camino.
En Bolonia nos salieron al paso los frailes de la
vecindad, y al verlos descalzos y envueltos en sus capas raídas,
236
me conmovieron y creí revivir aquellos tiempos pasados de los
santos Padres, cuando eran aún pocos los cristianos y se tomaba
más en serio la religión de Nuestro Señor.
Me habían traído dos pequeñas imágenes y me rogaban
las aceptara, una del niño Jesús y otra de su madre sonriente, la
Virgen, y a lo largo del desfile todo eran farolillos, altarcitos,
paños, colgaduras, ramos de flores, exvotos y flámulas. De
pronto la imagen del Niño cobró vida y mientras duró el
recorrido no paró de saltar de las manos del discípulo que lo
llevaba por mí a los altarcitos y de ellos de vuelta a ellas.
Precedida así del favor del Hijo de Dios vivo, entré en la
ciudad santa en medio de una multitud entusiasmada que me
aclamaba y cantaba mientras repicaban las campanas y todos me
ensalzaban en nombre del Señor.
JUANA.- Bien sabe Dios que huiría de ser Papa si
pudiera huir. Querría vivir como las antiguas sibilas, que se
limitaban a dar buenos consejos y vestidas de arpillera se
enclaustraban en celdas de piedra.
Se me eligió para el papado, pero no se esperaba que
conmigo cambiase gran cosa. Todos confiaban en que yo sería
un papa de mera transición. Dada mi vida pasada, se contaba
con pasar de un papado activo y belicoso a otro de la intimidad;
más interesado en el reino del espíritu que en este mundo terreno; más proclive a llevar a la gente a reconocerse pecadora que a
inflamar los ánimos a favor de una empresa política. Un papado
de pequeños pasos y gestos, ya que se daba por sentado que Juan
VIII no iría contra el modelo que lo había precedido. En lo
tocante a cambios substanciales, no sorprendería, bastaría con
un cambio de clima.
También se me consideraba un Papa sabio, con más
altura doctrinal que mi predecesor y de un nivel capaz de
discutir con los grandes intelectuales.
237
Yo me había volcado en el estudio, mi preparación había
sido realmente excepcional; era versada en mitología, en
medicina, en teología moral. Oculta en las breñas, me había
entregado aun más a la tarea reflexiva, y como ya he dicho,
muchos me atribuían sabiduría y conocimientos por encima de
la media y me buscaban para consultarme. Se me suponía
capacidad y virtud más que suficientes para ser Papa.
Como ya dije, en la schola catedralicia había estudiado
con el sabio Rábano Mauro.
Disfrazada de hombre, disputé con los más célebres
doctores, san Anscario u Óscar al que los escandinavos hicieron
su patrón, el fraile Beltrán y el abad Lobo de Ferriere, que
habían venido a verme en mi columna; allí pasé algunos años, y
a mi saber universal unía una elocuencia que admiraba a todos;
tal entusiasmo causaban mis arengas e improvisaciones que se
me adjudicó el título de príncipe de los sabios.
Nobles, cardenales, sacerdotes, diáconos y frailes se
honraban con mi amistad, y admirando mi pureza y talento
formaron un gran partido que a la muerte de León me elevó a la
silla pontificia; ante los enviados del emperador en la basílica de
San Pedro me consagraron tres obispos.
La escena de mi coronación
Para recibirme en el palacio de Roma y después de
prepararme lo mejor que se pudo para lo que me aguardaba, la
curia había organizado una fiesta. La oportunidad lo exigía.
Tapices, colgaduras, cruces que las más raras gemas cuajaban,
lámparas entre las columnas, mosaicos de dorados reflejos, las
melodías de clérigos y chantres, las aclamaciones de los fieles.
Me sentí conmovida, transportada. No acababa de verme
así elevada a la altura de aquella suprema dignidad.
Y dije al cardenal que me conducía: En verdad, padre,
que pareciera esto el cielo que el Señor nos tiene prometido.
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No, hijo –respondió él; es solamente su antesala.
Vestida de seda escarlata entretejida de hilos de oro y a
lomos de un blanco palafrén asimismo adornado con gualdrapas que el oro y la plata recamaban, cabalgué hacia mi apoteosis. Todo a lo largo de la Vía Sacra con banderolas y flámulas de
variegado color se había engalanado puertas y ventanas. Se
había cubierto de perfumado mirto la calzada. El público se
agolpaba a los lados y no cesaba de vitorearme. Al mando de su
capitán, los guardias papales montados me daban escolta. De
esta manera la larga procesión se abrió lentamente camino hacia
el palacio laterano,o de Letrán, que el emperador Constantino
había regalado a la Iglesia. Cuando a mediodía la comitiva se
detuvo ante la catedral del Papa, allá arriba el sol brillaba en
todo su esplendor. Me bajé del caballo y seguida por los
cardenales, obispos y diáconos dispuestos de acuerdo con el
respectivo rango, subí los escalones y entré en el interior de la
iluminada basílica.
El ritual de la coronación duró varias horas. Llevada de
la mano a la sacristía, dos obispos me revistieron con el alba, la
casulla y la pénula o manto y luego me condujeron al altar
mayor para cantar la letanía de todos los santos y llevar a cabo la
unción. Mientras se recitaba el vere dignum, himno que abre la
consagración de un Papa nuevo, Desiderio, el archidiácono y
dos de los diáconos menores mantuvieron sobre mi cabeza los
Evangelios. A continuación se cantó la misa, que duró más que
lo habitual, porque se le añadió oraciones especiales.
En tanto duró la ceremonia, me mantuve hierática y
digna bajo el peso de las vestiduras litúrgicas, que como las de
cualquier príncipe bizantino el oro y la plata cuajaban. Pese a la
magnificencia de aquellos ropajes, me sentía inadecuada y
pequeña ante la enorme responsabilidad que se me echaba encima. Pensé que sin duda todos aquellos que me habían precedido
en la dignidad se habían sentido como me sentía yo ahora y que
sin embargo se las habían arreglado para salir adelante.
239
Mientras tanto el cielo parecía acreditar con muchas
maravillas el gozo que le tocaba en la unción de la primera
mujer que era Papa. Debido al inmenso gentío que llenaba la
plaza, el portador del sagrado crisma no pudo penetrar en la
basílica, por lo que el obispo de Ostia, que oficiaba la coronación, suplicó al Señor se dignase remediar aquella falta, y en el
aire límpido de aquella fría mañana al punto se dejó ver una
paloma azul que llevaba en el pico una ampolleta llena de un
bálsamo milagroso, y revoloteando blandamente la puso en
manos del clérigo, que la tomó con humilde acción de gracias y
con aquel óleo celestial me ungió y consagró. Con el nombre de
“santa Ampolla” se guarda en san Pedro ad vincula esta botellita bajada del cielo, y se ha propuesto consagrar con aquel
milagroso óleo a todos los papas de Roma venideros.
El arcipreste Eustatio, primicerio porque ocupaba el
rango más alto, recitó la bendición final: Dios Todopoderoso,
extiende Tu mano diestra, bendice con ella a Tu siervo Joannes
Anglicus y derrama sobre su cabeza el don de tu gracia, amén.
Un paje se adelantó con un cojín de seda en el que
portaba la triple corona de mi dignidad; el obispo de Ostia la
tomó y tras alzarla en el aire me la puso sobre la cabeza.
Larga vida a nuestro ilustre señor Joannes Anglicus, por
decreto de Dios obispo de Roma y Papa de la cristiandad –cantó
Eustatio.
Y mientras el coro entonaba el Laudes, me volví de cara
a los allí reunidos.
Ya era Papa.
Salí a la escalinata y la multitud reunida me aclamó.
Miles de personas habían aguantado a pie firme mientras se me
consagraba. Ahora entusiasmados gritaban: ¡Papa Juan! ¡Papa
Juan! ¡Papa Juan! ¡Viva nuestro Papa Juan!
Alcé los brazos y me sentí transportada. Dios lo había
querido. Cualquier duda y temor que hubiera sentido, aquella
mañana se desvanecieron.
240
Debo contar aquí algo que había soñado antes de que
todo esto hubiera sucedido. En una visión de las que solía tener
en mi soledad, el Señor se me había aparecido y tras mostrarme
un rosal me había dicho: “Cuándo este florezca, tu vida cambiará; te verás llamada a otro estado. Reza y vigila, porque no
sabes el día ni la hora”. A seguir y con sus mismas manos
incorpóreas me había dado, bajo las dos especies del pan y el
vino, la sagrada comunión. Y precisamente, el día en que se me
había ungido, que era uno de la primavera de 855, al lado de la
calzada por donde pasaba el cortejo había visto florecidos profusión de rosales. Recordé entonces lo que hacía tiempo se me
había dicho.
Ya soy Papa, quedo preñada,me descubren y me internan
Desde la misma llegada a Roma, me deslumbró el reverbero del sol en los blancos muros, en los mármoles de los
monumentos y esculturas antiguos; todo estaba húmedo, el
menor soplo de aire traía fuertes olores de plantas sedientas, el
mareante perfume de los jazmines que abrasaba el calor. Me
afligían los abominables pecados que por fuerza se había de
cometer en unas tierras en las que hasta el mismo clima enervaba las almas. Siempre había oído decir que en latitudes tales y
para tentar a los seres humanos el diablo tenía más mano que en
otras septentrionales. Había en las cosas un algo de violento, y
en las personas un no sé qué de huidizo. ¡Oh, las mentiras que
por doquier se decía! ¡Y las exageraciones! Todo el mundo
hablaba a gritos. ¡Bastaba para volver loca a una! La gente de
aquella tierra no era para mí, nacida en el norte.
El fuego de Roma me requemaba y resecaba el alma. Era
allí como un infierno. Nunca en mi vida me había visto tan
pusilánime y cobarde como me sentía en aquella ciudad. No me
reconocía. Aunque no dejaba de confiar en el Señor, como
siempre había confiado, me pareció que ahora Él quería darme a
241
entender que el ánimo que otras veces me animaba era cosa
suya, y que sin su mediación, por mí sola nada podía.
Era Papa. Nunca se me hubiese ocurrido aspirar a semejantes alturas. Mas Dios había sido servido en alzarme a aquel
puesto. Es verdad que yo había querido ser santa, había aspirado a ser más buena que nadie, y lo mismo habían querido mis
padres, que se habían desvivido para que lo consiguiera.
Yo les había dado por el gusto. Los caminos de Dios son
inescrutables. El Señor escribe derecho con renglones torcidos.
¿Quién mejor que el representante de Dios en la Tierra?
Los primeros días en el nuevo puesto que la voluntad del
divino Señor me había señalado, rezaba indecisa y le rogaba me
mostrase cómo habría de servirlo mejor desempeñando las
nuevas funciones.
Me hallaba un día en oración cuando sentí que el espíritu se me elevaba con ímpetu y con los sentidos en suspenso se
me admitía al Consejo secreto de Dios donde se me dijo que a
los Padres debían importar ante todo cuatro cosas, a saber, que
vivieran en paz entre ellos, que no se extremasen en levantar
iglesias, pues se lleva a Dios en el corazón, que en lo posible
viviesen apartados del mundo y por último que enseñasen con el
ejemplo más que con las predicaciones.
Cuando de nuevo bajé a la Tierra, recordé todo aquello y
tras convocar a la curia me apresuré a comunicarles lo que en el
empíreo se me había encarecido, aunque sin decirles la fuente,
porque temía escandalizarlos si les hacía saber así, de buenas a
primeras, que mantenía tratos con Dios, la Virgen y los demás
habitantes de la corte celestial. No todos los espíritus están
preparados para lo inefable.
Me escucharon con atención y no comentaron nada. De
seguro atribuyeron mis palabras a la piedad que por mi vida
pasada se me suponía. Debo decir que infelizmente las cosas
siguieron como antes estaban, pues cuesta mucho cambiar de
costumbres y todavía más de manera de pensar. Con los años a
242
las gentes se les anquilosa la mente y ya son incapaces de probar
vías nuevas.
Mi vida amorosa mística. Deliquios, éxtasis, levitaciones
Como ya he dado a entender, me inclinaba yo más a la
vida contemplativa que a la activa. Dije también que se me
consideraba un Papa de transición, uno al que se había elegido
más por compromiso que por verdadera afición.
De modo que aunando la fuerza de las circunstancias a la
de mis inclinaciones más íntimas me propuse vivir al margen de
cualquier emprendimiento mundano y desarrollar en mí en lo
posible el sentimiento de amor. Yo sería un Papa místico antes
que uno inmerso en los negocios del siglo.
También he contado que a la vuelta de mi intento de
convertir a los mahometanos a la fe verdadera mi padre había
querido casarme y que tras pensarlo con calma decidí no satisfacer sus deseos, para amar en exclusiva a Dios y sirviéndolo en
esta vida, después gozarlo en la eterna. Muy bien hubiera podido
decir entonces a aquel que con la aquiescencia de mi padre me
solicitaba lo que andando el tiempo diría Don Quijote a
Maritornes, la sirvienta que en la venta donde el caballero vela
sus armas hace pasar por enamorada hija del señor del castillo a
la del ventero: “Lástima os tengo, fermoso caballero, de que
hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es
posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y
gentileza, de lo que no debéis dar culpa a esta miserable indecisa
doncella, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su
voluntad a otro que aquel que en el punto que supo de Él lo hizo
señor absoluto de su alma…”
Ya Papa, pasaba en mis aposentos la mayor parte del día
entregada a la contemplación y poco a poco dejé que me inflamara el amor del divino Salvador. Como bien se nos recordaba
243
en la Primera carta de Juan, Dios es amor, y quien permanece en
el amor, permanece en Dios y Dios en él.
Ahora quiero pues hablar del amor. En un mundo en el
que a veces con el nombre de Dios se justifica la venganza e
incluso la obligación de odiar y la violencia, el amor es más
necesario que nunca. No hay mejor remedio que el amor. Lo que
necesitas es amor.
Dios nos colma de él y debemos comunicarlo. Yo no
quería otra cosa que amar. Arrebatada de amor quise poner por
escrito lo que tal sentimiento me inspiraba; por de pronto redacté un opúsculo que titulé Conceptos del amor de Dios. Mas tuve
escrúpulos y consulté con la curia si debería publicarlo. Se me
disuadió, por lo cual lo guardé en la gaveta de un bargueño y lo
olvidé. Más tarde sin embargo una santa escribió algo parecido y
se llevó los laureles que me hubiesen correspondido.
Tras el amor a Dios, el amor sexual supera a los otros
amores: el amor a la patria, a la profesión, al trabajo, a la familia o a los amigos. En él intervienen inseparablemente el cuerpo
y el alma, y se promete al ser humano una felicidad aparentemente irresistible.
Es preciso oponerse al mal uso del nombre de Dios y a la
ambigüedad de la noción del amor.
Con Ángela de Foligno creía yo que la pasión y muerte
de Cristo es la muestra más grande de amor que el Hijo de Dios
ha podido dar a la especie humana. Como en el caso de aquella
santa, era tal la devoción que sentía yo hacia la cruz, que, si me
cuadraba contemplar una estampa o un cuadro en que se representaba alguna escena de la pasión, se apoderaba de mis miembros la fiebre y caía enferma.
Un día, al pasar por el oratorio papal, vi el busto de un
Ecce Homo que alguien acababa de dejar allí. Era una imagen de
Cristo muy llagado, y tan al natural que, mientras la miraba, me
turbé extremadamente de verlo tal, porque representaba bien lo
que por nosotros había pasado. Sentí de tal modo lo mal que yo
244
había agradecido aquellas llagas, que el corazón me pareció
como si se me partiese, y derramando más lágrimas que las que
en pareja situación hubiese derramado la Magdalena, me arrojé
sobre él y le supliqué que de una vez por todas me fortaleciese
para no ofenderlo ya nunca más.
Aquella efigie grisácea que las heridas lastimaban y los
surcos de sangre horadaban, aquel semblante sanguinolento bajo
la corona de espinas, aquella mirada turbia y dolorida de unos
ojos angustiados, me revelaron mi pequeñez.
Comprendí que el amor de Jesús sobrepasa a todos los
gozos de la Tierra, a todos los deleites y a todos los contentos.
En la meditación de la pasión conocía yo con más viveza la gravedad de mis pecados pasados y los lloraba con mayor
dolor. “En esta contemplación de la cruz ardía en tal fuego de
amor y de compasión que, estando junto a la cruz, tomé el
propósito de despojarme de todas las cosas y ya libre de ellas
consagrarme por entero a Cristo” –podría yo haber dicho imitando a una santa que en tales sentimientos me había precedido.
Junto a la cruz, aprendí a ser la gran confidente del Señor.
Un día en que contemplaba un crucifijo, fui de repente
penetrada de un amor tan ardiente hacia el Sagrado Corazón,
que lo sentía en todos los miembros. Produjo en mí ese sentimiento delicioso el ver que con sus dos brazos desclavados de la
cruz el salvador me abrazaba el alma. Parecióme también en la
dulzura inefable de aquel abrazo divino que mi alma entraba en
la suya”.
Otras veces se me aparecía el sagrado Corazón para
invitarme a que acercase los labios a su costado y bebiese de la
sangre que de él manaba. Abrasada en esta hoguera de amor, me
derretía en ardientes deseos de padecer martirio por Cristo.
También inflamaba mi ardor la experiencia que había
vivido san Juan de Carintia. Un día, al ver una imagen de Cristo
con la cruz a cuestas, se sintió tan transportado que corrió, tambaleándose, a abrazarse a una cruz de palo negra que destacaba
245
sobre el blanco muro del claustro de su monasterio, y allí mismo
un éxtasis lo embargó.
En la consagración o durante la adoración de la sagrada
hostia, el Señor me recreaba con numerosísimas visiones. No se
encarecerá lo bastante el acercarse a menudo a ese sacramento;
si uno medita en el grande amor que en él se contiene, sentirá
transformada en ese mismo divino amor su alma.
La mía conocía las inefables experiencias místicas, los
admirables raptos y la contemplación del misterio de la santísima Trinidad. Mis éxtasis eran para dar escalofríos incluso a
personas más fuertes que yo. En ellos trataba íntimamente con la
divinidad, que me confiaba secretos celestiales. Gustaba yo las
inefables dulzuras nacidas del contacto íntimo con Dios.
Hablaré ahora del arrobamiento o elevación, que otros
llaman también vuelo del espíritu, arrebatamiento y éxtasis.
La unión con Dios en la oración contemplativa produce
efectos solamente internos, pero los de la elevación son internos tanto como externos.
En el arrobo me sucedía como si la nube de la Majestad
divina hubiese bajado a la Tierra, y sorbiendo el alma, como las
nubes aspiran los vapores de la tierra, la levantara; y asciende al
cielo la nube, y lleva consigo el alma, y le comienza a mostrar
cosas del reino que le ha prometido.
Parece que no está el alma en el cuerpo, al que falta el
calor natural, de modo que se va enfriando, aunque con grandísima suavidad y deleite.
El arrobo es como una pena grande sin dolor, sin saber
de qué y sabrosísima; como una herida que en el alma produce
el amor de Dios, no se sabe dónde, ni cómo, ni si es herida, ni
qué es, se siente un dolor agradable que nos hace quejarnos:
Sin herir, dolor hacéis y sin dolor deshacéis el amor de
las criaturas.
246
Porque cuando de veras está el alma tocada con este
amor de Dios, sin pena ninguna se va el que se siente por las
criaturas.
No cabe aquí el resistirse. En la oración contemplativa, si
se resiste uno, basta con esforzarse y sufrir la pena que causa.
Mas aquí casi nunca hay remedio, sino que viene un ímpetu tan
fuerte y repentino, que se ve y se siente levantarse esta nube o
águila caudal y que con sus alas nos coge. Se da uno cuenta de
que se lo lleva no se sabe adónde, porque si bien es placentero,
al principio se siente temor; y hay que tener ánimo para arriesgarlo todo, venga lo que viniere, y dejarse en las manos de Dios,
e ir de buen grado a donde nos llevaren, pues nos llevan aunque
nos pese.
Un día, estando en maitines, me vino el arrobo, en presencia de gran número de gentes, y lo hubiese querido más disimulado. No sirve de nada el resistirse y no cabe esconderse. Es
más fuerte que uno. Se siente tal embarazo que no sabe una
donde meterse para que nadie la vea. No quisiera estas manifestaciones externas y con gusto me contentara con la común
oración. De todos modos no cabe otra cosa que alabar al Señor
por el uno y la otra.
Yo me encogía y lloraba por esos dones tanto como por
mis pecados, pero nada me cabía hacer. No buscaba los arrobos
y visiones, no pedía voces ni consuelos, pero Dios me amaba,
me había escogido y atraído bruscamente cuando aún vacilaba,
antes de consagrarle mi virginidad, hacía ya luengos años, y era
incapaz de evitar esos raptos espirituales tanto como el agua de
que el sol la evapore y la convierta en nube.
El pasado domingo de Ramos me sentí arrebatada de tal
suerte que no podía tragar la sagrada forma. Cuando recobré el
conocimiento tenía llena de sangre la boca. Era sangre redentora y me inundaba de gozo, pues el Señor en el rapto me había
dicho: “Hija, quiero que mi sangre te aproveche. Con muchos
247
dolores yo la derramé; ahora gózala tú con tan grande deleite
como sientes; te pago el convite que me has hecho este día.”
Pues hacía años que yo solía comulgar siempre el
domingo de Ramos para que mi alma sirviese de morada al
Señor. Me parecía que los judíos habían sido muy crueles con
Jesús, pues después del gran recibimiento que le habían hecho y
los cánticos de hosanna lo habían dejado ir a buscar de comer
lejos, de modo que yo le ofrecía quedarse conmigo.
En ese día no tomaba yo ningún alimento hasta las tres
de la tarde, y daba a un pobre lo que solía tomar ya cerca de la
noche. Jesús me había comparado con María Magdalena cuando
me había dicho que “a ella la tuve por amiga mientras estuve en
la Tierra; a ti te tengo ahora que estoy en el cielo”.
Una mañana, en la comunión, el sacerdote que me la
daba partió la Forma sagrada para que con ella comulgase
también otro hermano. Yo le había dicho que me gustaba recibirla entera. No porque creyese que Nuestro Señor no estuviese
también completo en cualquier trozo, por pequeño que fuese, tal
como Él mismo me lo había dado a entender en otra ocasión. El
caso es que esta mañana se me apareció Jesús en forma
imaginaria, como otras veces, muy en lo interior, alargó la mano
derecha, para que se la viese, y me dijo: “Mira la herida que me
hizo aquel clavo, es señal de que desde hoy serás mi esposa;
hasta este momento no te lo habías ganado, mas de aquí en
adelante, no sólo como Creador, Rey y Dios tendrás en cuenta
mi honra, sino también como Esposa mía verdadera. Mi honra
está en tus manos, como en las mías está la tuya”.
Estos desposorios difieren de los habituales entre hombre y mujer. En las bodas con Dios jamás hay cosa que no sea
espiritual, porque todo es amor con amor y sus operaciones son
limpísimas y tan delicadísimas y suaves que no se las alcanza a
describir con acierto, mas el Señor sabe darlas muy bien a sentir.
Nada más alejado de ellas que el goce corpóreo, y de los
transportes espirituales y los gustos que da el Señor, al que de-
248
ben tener los que se casan vulgarmente, hay un abismo que no se
alcanzara a medir.
Las bodas espirituales fueron una fiesta celestial y grandiosa a la que asistieron multitud de ángeles y arcángeles.
Desde ese momento el que se manifestara a mi lado en
cualquier circunstancia, mientras comía o dormía, mientras rezaba o caminaba, se convirtió en algo habitual, un acontecimiento cotidiano de la vida del esposo y la esposa.
¡Nos amábamos hacía ya tantos años! ¡Ambos habíamos
padecido tanto, habíamos luchado tanto el uno por el otro, el uno
junto al otro! E incluso en la lucha, ¡habíamos compartido tantas
alegrías! Nuestra unión había fructificado en obras prodigiosas.
Nunca dejé de hablar a mi esposo con pura adoración confiada.
Me parecía bien lo que bien le parecía; lo que Él quería, quería
yo; e ignoraba en que acabaría aquel encantamiento.
Llegada a este punto, mi alma vivía ya en estrecha
intimidad con Dios, pero al mismo tiempo no dejaba de desearlo. Dios me hablaba y me arrebataba en éxtasis, me elevaba y
me atraía a sí, y cómo cuando el ámbar levanta a una paja, yo
sentía una herida muy sabrosa de la que nunca querría ser
sanada.
A la esposa regala el Rey sus joyas más preciosas, la
conciencia de la grandeza de Dios, el cabal conocimiento de sí
misma y la perfecta humildad, el menosprecio de las cosas
terrenas si no hubieren de valer para servirlo. Sin que me
importasen nada las burlas, yo hubiese querido gritar ante el
mundo las maravillas de este gran Dios de los cielos.
¡Oh, qué buena locura! Ya no temía el infierno, no
pensaba en la eterna salvación o la condenación eterna, porque
lo único importante era el amor. El alma y el espíritu son una
misma cosa, como lo son el sol y sus rayos.
Prosiguiendo en lo mismo, el alma y Dios eran como si
dos velas se juntasen tan íntimamente que toda la luz fuera una,
o que el pabilo y la luz y la cera fuesen todo uno. Finalmente el
249
alma está en Dios y Dios en el alma, como cuando del cielo cae
agua en el mar o en un río y ya todo es una agua única y no se
podrá dividir ni apartar la que ha caído y la que ya estaba, como
si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase la luz,
que aunque entra dividida, se hace toda una luz sola.
Tal es la íntima unión del matrimonio espiritual en la
cámara secreta donde reina Su Majestad. En este templo de
Dios, en esta morada suya, sólo Él y el alma se gozan con grandísimo silencio.
Las fuerzas de la esposa se redoblan, no para gozar, sino
para servir.
Me impresionó de tal forma esta entrega de Dios que no
cabía ya en mí y me sentí como alelada, de forma que rogué al
Señor que una de dos, o me hiciese digna de los desposorios o
me librase de ellos; porque no me sentía capaz de sobrellevarlo
si seguía siendo la que era. Todo el día me duró la emoción. Me
sentí después inundada de gracia y al mismo tiempo confusa y
afligida, consciente de que no estoy a la altura de semejantes
dones.
Como la mártir santa Teodota, quise que mi corazón no
estuviese, en adelante, sino en el de Jesús y el de María, o que
los Corazones de Jesús y María estuviesen en el mío, para que
ellos le comunicasen sus movimientos; y que el mío no se agitase ni se moviese, sino conforme a la impresión que de ellos
recibía.
Como santa Paula, fui una enamorada del verbo Encarnado y sus divinas palabras y sabía de memoria las Escrituras.
Desde mi más tierna infancia llevaba dentro de lo más
profundo de mi ser, mamado con la leche de mi madre, el nombre de mi Salvador, el Hijo unigénito de Dios; lo guardé en lo
más recóndito de mi corazón; y todo lo que ante mí se presentaba sin ese Divino Nombre, aunque fuese elegante, estuviera
bien escrito e incluso repleto de verdades, no fue bastante para
arrebatarme de Él.
250
Ofrecí al Señor mi corazón y lo introduje en el Suyo. Él
trocó con el suyo mi corazón y le dio la gloria eterna".
En una ocasión, maravillado de mis rasgos angelicales,
uno de mis asistentes me dijo: “Nunca he visto una sonrisa así;
revela un estado de arrobo total.”
Un día una experiencia más que milagrosa me cambió la
vida. Estaba sentada en una terraza que daba sobre el río, en el
que había inmóvil una barca. De pronto el aire se llenó de una
música cuyo igual no he oído jamás. Era a un mismo tiempo
melancólica y extraña, y no obstante tenía una melodía oculta de
alegría, como el movimiento del agua profunda. Me levanté, me
dirigí a la barca y remé en dirección al sonido. Y así llegué a
unas rocas donde la música parecía más próxima, pero no más
alta que la oída a distancia. Como en un trance, escalé la roca
hacia un joven allí reclinado, que creaba aquel son, aunque no
tenía ningún instrumento y sus labios no se movían. Yo tenía la
impresión de que él era la música. Me cogió en sus brazos y la
música seguía sonando a nuestro alrededor y yo gusté de un
deleite que supera los límites de la imaginación. Me uní a él y
logré una etérea perfección de unidad, frente a la cual cualquier
unión sexual ordinaria no es más que una obscena, indefinida
representación de la realidad. Digo un joven, pero por supuesto
no era algo humano, sino un espíritu, un elfo, la plenitud de todo
lo que se puede desear. Hicimos el amor mientras el sol se
ponía en el occidente, y mientras duró la oscuridad y hasta que
salió otra vez en un cielo moteado de rosa, detrás de las
montañas. Y la música no cesó de sonar. Entonces él cerró mis
ojos con un beso y murmuró que sería parte de mi vida para
siempre y que de nuevo volveríamos a reunirnos. Y yo desperté,
cuando el sol caía de plano en la roca y no había más sonido que
el mar, y me hallé sola. Los erizos de mar saben a él, porque él
pertenece al mar, y al mar se volvió. Un día me llamará desde
allí. A nadie sorprenderá pues que como desprecio a los gallos
251
que se tiran sobre las gallinas en el corral, desprecie yo las
uniones sexuales comunes.
Transida de amor por el todopoderoso, le decía arrobada: “Bésame de los besos de tu boca, pues mejores que vino son
tus amores. Gratos son al olfato tus perfumes; perfume que se
expande es tu nombre; por eso te aman las doncellas. ¡Llévame
tras de ti; corramos a donde nadie nos vea! Introdúceme, oh, rey,
en tu cámara secreta; jubilaremos y nos alegraremos, celebraremos más que el vino tus amores. Justamente te aman.
Aunque me quede mal el decirlo, soy hermosa, ¡oh, hijas de
Roma!, como las tiendas de Quedar, cual los pabellones de
Salomón. Indícame tú, a quien ama mi alma, donde apacientas,
donde al mediodía sesteas.”
“Mientras el rey se hallaba en su diván, mi nardo dio su
fragancia. Bolsita de mirra es para mí mi amado, que entre mis
pechos descansa. Racimo de flor de Chipre es para mí mi amado en las viñas de En-gaddí. ¡Eres bello, mi amado! ¡Cuán
agradable! Ciertamente nuestro lecho verdea.
¡Yo soy narciso de Sarón, lirio de los valles! Cual manzano entre los árboles silvestres es mi amado entre todos. A su
sombra estoy sentada y su fruto es dulce a mi paladar. Me
condujo a la sala del convite, mientras enarbolaba sobre mí el
pendón del amor. Restablecedme con pasteles de pasas,
reanimadme con manzanas, porque enferma estoy de amor. Su
izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me abraza amorosa.
¡La voz de mi amado! He aquí que él viene saltando
sobre los montes, brincando sobre los collados. Es mi amado
como la gacela o el cervatillo. Vedle que está ya detrás de
nuestros muros, mira por las ventanas, atisba por entre las
celosías. Mi amado habló, y me dijo: “Levántate, amada mía,
hermosa mía, y ven, pues el invierno ha pasado, la lluvia ha
cesado, desapareció. Se han mostrado las flores en la tierra, el
tiempo de la canción ha venido, y en nuestro país se ha oído la
voz de la tórtola. La higuera ha echado sus higos y las vides en
252
cierne dieron olor. Levántate, amada mía, hermosa mía, y
ven. Paloma mía, que estás en los agujeros de la peña, en lo
escondido de escarpados parajes. Muéstrame el semblante,
hazme oír tu voz. Porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu
semblante”.
Dormía yo, y estaba mi corazón velando; y he aquí la
voz de mi amado, que llama y dice: Ábreme, hermana mía,
amiga mía, paloma mía, mi inmaculada: porque está llena de
rocío mi cabeza y del relente de la noche mis cabellos. Y respondíle: Ya me despojé de mi túnica.
El amor es una virtud, el amor sabe elevarse naturalmente a celestiales pensamientos.
¡Cuán digna de amor es la que recorre los senderos de la
vida! ¡Qué bellos son sus pies y cómo resplandece su rostro!
Mi hice obediente hasta el aniquilamiento más extremo.
Me entregué mansamente en rendimiento blando y absoluto.
No sólo me resigné, sino que gustosamente me dejé estrujar destilando óleo de paz, bálsamo de humildad.
Es la revancha de Dios. Es el éxito de su gracia. Paso a
paso, renuncia tras renuncia, porque la santidad es bordado lento
y despacioso, me he ido adentrando en el amor de Aquel que
merece todo el sacrificio de nuestro "yo" y que, después de
aniquilarlo en su germen vicioso, lo torna criatura nueva, recién
nacida del Agua, del Espíritu y de la Sangre.
Desde los diecisiete años busqué un sitio para amar, pero
Jesús encontró en mí un alma a propósito para redimir.
Un día vi a mi lado izquierdo en forma corporal un
ángel. Era pequeño antes que grande, muy hermoso, tan encendido el rostro que parecía el de un querubín, de los que más de
cerca contemplan a Dios. Traía en las manos un dardo de oro,
largo, al que lamían las llamas. Sentí que con él me penetraba el
corazón no una, sino varias veces, hasta las mismas entrañas.
Cuando lo sacaba me parecía que se las llevaba consigo y me
dejaba toda abrasada en indecible amor de Dios. Era tan grande
253
el dolor que no podía menos que quejarme, y tan inefable su
suavidad que lejos de desear se me fuera, quisiera bien que
durase, pues no se contenta el alma con menos que Dios. Aunque el cuerpo participaba en cierta medida, no se trataba de un
dolor corporal, sino espiritual. Era un requiebro tan agradable
entre el alma y Dios que para todos lo deseé.
Cuando así me veía traspasada y abrasada por el amor
divino, andaba como embobada, no quisiera ver, ni hablar, sino
abrasarme con su fuego, que para mí era mayor gloria que
cuantas hay en todo lo creado.
Tuve tres clases de visiones de mí misma, pero a todas
superaba la que tenía lugar "por vía de comunicación".
Mi amado me daba repetidos "ósculos de amor", hasta
que se estableció entre nosotros la Unión transformante. La
fuerza del éxtasis me arrebataba y levantaba del suelo. Sentía
bajo los pies una fuerza que me elevaba, con un ímpetu tan
acelerado y tan fuerte, que era como si una nube o un águila me
cogieran y llevaran con ellos.
Un buen día, el 25 de junio del año 854 estaba como
siempre sin hacer nada en mis aposentos del palacio cuando de
pronto noté que el éxtasis me sobrecogía. Empecé a sentirme
rara, a sentirme rara y en unos instantes me hallé transportada al
paraíso. Perdí la conciencia del lugar donde me hallaba. Me vi
en medio de una multitud que vestía ropajes preciosos, que
desprendía luz nunca vista, todos parecían transparentes y sin
embargo corpóreos, sonaba una música dulcísima, una música
que enaltecía al alma hasta el séptimo cielo, que no estaba producida por instrumentos vulgares, groseramente sensibles, sino
ellos mismos etéreos, todo irradiaba un celeste resplandor, todo
se hallaba inmerso en una atmósfera hecha al mismo tiempo de
luz impalpable y de impalpables sonidos. Y simultáneamente se
sentía la presencia de Dios. Dios se conservaba invisible, pero
no cabía duda de que estaba allí. Dios en sus tres personas, era
una presencia Una y Trina al mismo tiempo. Se sentía la
254
presencia de Un solo Dios verdadero y al mismo tiempo la de
sus Tres personas divinas.
Aquello era el arrobo. No era el primero que me inundaba de gozo. Pero el de aquel día parecía ser único. Insensiblemente me fui elevando del suelo. A los pocos instantes ya me
hallaba a un metro de él. Todo estaba tranquilo.
Entregada, rendida, confiada, no esperaba nada malo.
Otros me habían precedido en el Amor a los seres divinos
En lo de preferir amar a Dios antes que a nadie no he
sido original; innumerables otros me habían precedido. Los
santos varones se enamoraban ante todo de María, mientras las
santas mujeres se enamoraban de Jesús. Este Amor era espiritual
y místico ante todo, pero difícilmente se descartaría de él el
amor corporal, aunque no me corresponda a mí reconocerlo. Un
aspirante a Padre de la Iglesia había dicho agudamente que “así
como nadie elimina de una relación el componente sexual,
tampoco se lo elimina de la relación con la divinidad”. Lo que
en palabras profanas vertió luego un espíritu libre añadiendo que
si bien sin Dios se disfruta del sexo, sin sexo no se disfruta de
Dios. Volviendo al asunto, el amor de los santos varones se
expresaba habitualmente con el beso en el pecho de Nuestra
Señora, en tanto que el de las santas mujeres se expresaba con el
coito, más o menos disimulado, con el Esposo Espiritual.
En innumerables leyendas, María aparecía excitante y
tentadora y concedía a sus amantes satisfacciones sensuales
además de las espirituales, cubriéndolos de leche, dejándose
cortejar y acariciar, forzando a sus devotos a abandonar a sus
novias terrenas y entrar en un convento.
Así por ejemplo y según se contaba, el abad Odilón se
echaba al suelo cada vez que en su presencia se pronunciaba el
nombre de María; le daba como una especie de sublime ataque
epiléptico, al parecer placentero; y en el monasterio de Steinfeld,
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el monje Hermann había vivido en total intimidad amorosa con
la Virgen santísima.
Este Hermann había sido hijo de padres ricos venidos a
menos hasta casi caer en la miseria, y desde los siete años había
sido muy devoto de la Virgen. En los momentos libres se iba a
la iglesia y se ponía a contemplar con arrobo una imagen de
Nuestra Señora. En una ocasión a la hora de comer se privó del
postre, que era una simple manzana, y se la ofreció al Niño
Jesús, que la aceptó complacido. Otra vez y como llegara
descalzo a adorarla, la Virgen lo proveyó de calzado adecuado a
la estación. También se contaba que ante el altar de María
permanecía horas postrado en el mayor de los éxtasis
María ofrecía el pecho a numerosos devotos. Del beato
Alano de la Roche, célebre predicador de la Bretaña francesa, se
decía admirado: «De tal manera correspondió María a su amor
que, ante el mismo Hijo de Dios acompañado de muchos
ángeles y almas escogidas, tomó por esposo a Alano y con su
boca virginal le dio un beso de paz eterna, le dio a beber de sus
castos pechos y como señal de matrimonio le puso en el dedo un
anillo y al cuello una gargantilla hecha de sus propios cabellos
(los de la Virgen, que al parecer los tenía ensortijados).
La Virgen sentía por él especial predilección pues lo
visitaba a menudo, al parecer para instruirlo acerca de la manera
de salvarse y convertirse en un buen sacerdote y perfecto
religioso, además de perfecto imitador de Jesucristo. En cierta
ocasión le había dicho: “En tu juventud pecabas sin tasa, pero
obtuve de mi Hijo que te convirtieras, he intercedido por ti ante
Él y de ser posible hubiera deseado padecer toda clase de penas
para salvarte, pues me glorío de los pecadores a los que llevo a
dolerse de sus yerros pasados”.
La Virgen nos daba aquí un ejemplo de lo que es amar de
verdad. En otra ocasión los demonios atormentaban
horriblemente a aquel santo varón y lo tentaban, con lo que lo
reducían a la mayor de las tristezas y poco menos que a la
256
desesperación, pero ella, la Virgen, lo consolaba y con su
presencia disipaba todas aquellas tinieblas y nubes.
San Bernardo de Claraval había gozado igualmente de
los favores íntimos de Nuestra Señora. Según él mismo decía
«este santo ósculo (que él daba a María) es de efectos tan
violentos que la Novia recibe al punto lo que de ella surge, y sus
pechos se hinchan y rebosan de leche». Cuando no la besaba, los
ángeles lo rociaban con la leche de los pechos de María. Y
rogaba a la madre de Dios: «Monstra te esse matrem», con lo
que ella, inmediatamente, descubría su pecho y amamantaba al
orante: «monstro me esse matrem». Ya en su infancia, él había
contemplado en una visión cómo el niño Jesús surgía «ex útero
matris virginis». El útero de María lo fascinaba.
En cuanto a las santas, la beata Margarita Ebner dormía
junto a una cuna en la que había una imagen de palo del Niño
Jesús. Un día oyó que el Señor le decía: ¿me amas sobre todas
las cosas? Y como ella callase al parecer desconcertada, él
añadía: pues si no me amamantas me apartaré de ti. Obediente al
fin, Margareta había acercado a su pecho desnudo la imagen,
con lo que había sentido un placer inenarrable. Pero Jesús no se
había calmado, la importunaba, se le aparecía hasta en sueños,
de modo que ella lo amonestaba: «'¿por qué no eres más
considerado y me dejas dormir?' Mas él le respondía mimoso:
'no quiero dejarte dormir, tienes que cogerme'. De modo que,
ansiosa y contenta -dice ella- lo cogí de la cuna y me lo coloqué
en el regazo. Era un niño de carne y hueso. Entonces le dije:
'bésame, para que olvide que me has quitado la tranquilidad'.
Con lo que él me abrazó, me agarró del cuello y me besó.
Después le pedí que me dejara ver la santa circuncisión. Y él me
la enseñó».
También Elisabeth Beckün gozaba del amor de Jesús,
que se le acercaba «muy en secreto» y se sentaba en un banco
frente a ella. «Entonces ella saltó llena de gozo, como fuera de
sí, y se lo acercó y lo tomó en su regazo y se sentó en el lugar
257
que Él había ocupado y lo piropeó, aunque no se atrevía a
besarlo, hasta que, arrebatada de anhelo, con amor sincero le
habló de este modo: 'ay, corazón mío, ¿osaré besarte acaso?'. Y
Él le respondió: 'sí, por el ansia de tu corazón, tanto como tú
quieras'». Así ha quedado escrito.
Otra esposa de Jesús cantaba a su Amado: “ungüento
derramado, infatigable y complaciente bullidor, que me
enciendes y me consumes con el más amable de los fuegos. Las
delectaciones de mi alma quieren derramarse hacia el exterior o
hacia la parte inferior, pero el espíritu envía todo hacia arriba”.
En el monasterio de Helfta (junto a Eisleben), Matilde de
Magdeburgo se encendía y consumía en el lecho del amor. Tenía
que amar con todos los miembros: «hay que amar y hay que
amar / y nada distinto se puede empezar»; no podía rechazar
nunca más el amor, tenía que manar amor. «A mí, indigna
pecadora, a mis doce años, estando sola, me besó el Espíritu
Santo, en flujo sobremanera dichoso» -confesaba. Y cada vez
fluía con mayor frecuencia, tanto si cantaba: «Amor manar, /
dulce regar» o bien: «¡Oh Dios, que fluyes en Tu amor!», o si se
sentía «campo seco» y suplicaba: Ea, amadísimo Jesucristo,
envíame ahora la dulce lluvia de Tu humanidad. Mientras tanto,
aseveraba constantemente que quería vivir y fluir inmaculada y
pura.
No sólo ella andaba tras el Señor; también Él la
codiciaba y estaba enfermo de amor. «Señor, Tú estás todo el
tiempo enfermo de amor por mí» -revelaba la santa. Y Él
entonaba dulcemente: «tienes que sentir dolor sin fin / en tu
cuerpo»; «eres mi almohada», «mi lecho de amor»; «siente el
arroyo de Mi ardor»; y fluía a su vez, y de nuevo la hacía fluir.
Si Yo brillo, debes quemar, si Yo fluyo, debes manar.
La «roca excelsa» -así lo llamaba ella- quería «vivir con
ella, como esposo», le prometía «un dulce beso en la boca», y la
apremiaba para que «le concediese enfriar en ella el ardor de Su
Divinidad, el anhelo de Su Humanidad y el gozo del Espíritu
258
Santo» Repetidamente, las Tres Personas se la disputaban y
hacían muy variado su deleite; a la hora de recibir ella a Nuestro
Señor, los tres, Padre, Hijo y Espíritu santo, fogosamente, desde
lo alto intervenían: Era la energía de la Santísima Trinidad y el
bendito fuego celestial, tan cálido.
Matilde suspiraba:
Oh, Señor, mimas demasiado mi encenagado calabozo.
Y el divino Esposo replicaba:
Amado corazón, reina mía, ¿qué atormenta tus
impacientes sentidos? Si te hiero hasta lo más profundo, al
momento, con todo mi amor te unjo.
A menudo, Dios la consolaba en el lecho del amor.
Algunas doncellas amaban hasta perder el sentido.
Gerburga de Herkenheim, a quien la dulzura del cielo penetraba
en el interior del cuerpo como una fuente efervescente de vida,
era presa de tal ardor que se desplomaba inconsciente.
De Elisabeth von Weiler escribía una compañera: “Su
mirada era tan elevada y tan tamizada de gracia que quedaba
tendida a menudo uno, dos, tres días, de modo que sus sentidos
exteriores nada percibían. En cierta ocasión en que yacía en tal
estado, llegó al convento una mujer de la nobleza. Como no
quería creer que nuestra hermana había perdido el sentido
merced a la gracia, se le acercó y le hundió una aguja en los
talones. Mas debido a su ardiente amor, Elisabeth nada sintió”.
También santa Catalina de Siena quedaba tendida
durante horas en un «estado de muerte aparente» y aunque se la
sometía igualmente a la prueba de las agujas, «el sentimiento de
amor» sujetaba «todos sus miembros».
A sus 26 años santa Catalina de Génova no soportaba el
ardor. «Toda el agua del mundo –gritaba- no me refrescaría lo
más mínimo». Y se arrojaba por tierra: «amor, amor, no puedo
más». Un fuego sobrenatural la consumía. Metía las manos en el
agua y la hacía hervir; hasta el vaso se recalentaba. También la
alcanzaban afilados dardos «de amor celestial». En una ocasión
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la hirieron tan profundamente que perdió el habla y la vista
durante tres horas. Con señas daba a entender que tenazas al rojo
le apretaban el corazón y otros órganos internos. Y arrodillada
ante su confesor sentía en el corazón la herida del
inconmensurable amor de Dios.
Igual que ella, madame Guyon, a los diecinueve años,
notó «en el momento en que conoció a su confesor», «una
profunda herida que me colmó de amor y de embeleso, una
herida tan dulce que deseaba que nunca sanara».
Santa María Magdalena dei Pazzi, que solía flagelarse y
lacerarse con espinas, a menudo se mantenía de pie, inmóvil,
«hasta que el derramamiento amoroso llegaba y con él un nuevo
amor penetraba en sus miembros». Con frecuencia saltaba de la
cama, agarraba con frenesí a una hermana y exclamaba: «ven y
corre conmigo para llamar al amor». Entonces corría por el
convento bramando como una ménade y gritaba: «¡amor, amor,
amor, ah, no más amor, ya basta!». En el jardín, según su
confesor, arrancaba «todo lo que caía en sus manos» y, ya fuera
verano o invierno, a causa «de la gran llama de amor celestial
que la consumía» y que ella a veces apagaba en el pozo
vertiendo agua «sobre sus pechos», se desgarraba el vestido. «Se
movía con increíble rapidez» y el 3 de mayo, en el coro de la
capilla en la fiesta de la Invención de la Cruz, saltó nueve
metros de altura para agarrarse a un crucifijo. Luego soltó el
santo cuerpo, se descubrió los senos y los ofreció al Señor para
que las monjas lo besaran.
«Amor vincit omnia»: el Amor todo lo vence.
Ángela de Foligno, que como ya he dicho se bebía el
agua de lavar a los leprosos, no saltaba hacia Jesús, sino que Él
mismo la perseguía enamorado. «¡Mi dulce, mi amada hija, mi
amada, mi templo!» languidecía por ella. «Toda tu vida, tu
alimento, tu bebida, tu sueño, sí, toda tu vida me agrada. Haré
grandes cosas a través de ti a los ojos de todos. Amada hija, mi
dulce esposa, ¡te amo tanto! El Dios Omnipotente te ha dado
260
mucho amor, más que a ninguna otra mujer de esta ciudad. Se
ha deleitado por ti.
En Silesia, el cantor clerical Ángelus Silesius había
escrito un opúsculo 'Placer santo de almas o églogas espirituales
de la Psique enamorada de Dios': « ¡Alma enamorada! Aquí te
entrego las églogas espirituales y ansias amorosas de la esposa
de Cristo a su Esposo, con lo cual te complacerás a tu gusto, y
en los desiertos de este mundo suspirarás por tu amado Jesús, tu
tesoro, íntima y amorosamente, como una casta tortolita».
Los libros de cánticos de iglesia rebosaban de poemas
como « ¡Oh, Rosamunda, ven y bésame!» «Estrella polar de las
almas enamoradas». «Que yo esté enamorado, tu juicio
enamorado lo provoca». «Príncipe de las Alturas, que me
prometiste matrimonio» y otros similares.
Un poema de iglesia (que se cantaba con la melodía de
«Jesús de mi corazón, contento mío») comenzaba:
Ven, paloma mía, placer purísimo,
ven, que nuestro lecho está floreciendo.
Fogoso placer, oh, casto lecho, en él mi amor me encuentra,
del dulce matrimonio el yugo entre nosotros dispones:
por eso te ofreces, por eso penetras, mi espíritu quiere que lo
atravieses, y sólo tu juego al fin padecer (...)
En otro Libro de Cánticos brillaban las estrofas:
Te busco en el lecho hasta la mañana, oculta en la alcoba de
mi corazón: te callo o te llamo, recorro el gentío y me ven
perseguirte, Jesús, por amor. Le tengo, le retengo, y no quiero
perderle, deseo que me acoja y abrazarlo, quisiera introducirlo
en la alcoba de la madre; para disfrutar de sus mercedes.
Otros escritos irradiaban el mismo espiritual arrullo:
Amor mío, tesoro mío, Esposo mío, me tiendo en tu regazo,
penetro en tu corazón, tú nunca te desprenderás de mí; quiero
estar embarazada de ti.
Y así otros muchos.
261
Algunas metáforas daban que pensar: Más adentro, más
adentro, al costadito se allega un pajarillo que acaba de venir
para cantar exultante «pleurae gloria» y en la dulce herida
acomodarse. Lo atrae el imán primigenio, en un tierno arrobo se
mantiene erguido y no hay para él bien mayor en estima que
aquel cuerpo amado del que está prendido.
La herida del costado de Jesús era «herida-ahejilla»,
«herida-pañito», «herida-pececillo»; y se leía: «se desliza en el
huequecito del costado», «hurga en él», «roe», «lo lame».
Ay, al hueco de la lanza, acerca tu boca, que besado,
besado ha de ser.
Y se ensalzaba el falo como «miembro secretísimo» de
los «ungüentos conyugales».
El prepucio de Jesús atrajo la curiosidad de numerosos
siervos y siervas de Dios.
Los Padres de la Iglesia se habían preguntado si se había
podrido; si se había vuelto demasiado pequeño o había crecido
milagrosamente; si se fabricó el Señor uno nuevo; si lo tenía en
la última Cena, cuando convirtió el pan en su cuerpo; si en el
Cielo tenía prepucio y era adecuado a su grandeza; cuál era la
relación de su divinidad y el prepucio; si también se extendía al
prepucio la divinidad al prepucio; y en cuanto a la reliquia, si
podía ser auténtica; si se la debía adorar, como otras reliquias, o
simplemente venerar.
Al menos trece lugares se vanagloriaban de poseer el
prepucio verdadero de Jesús: la iglesia de Letrán, la de Charroux
(junto a Poitiers), en Amberes, París, Brujas, Bolonia, Besançon,
Nancy, Metz. Le Puy, Conques, Hildesheim, y Cálcala. Un
ángel lo había dado a Carlomagno y él lo había llevado a Roma.
Un monje exaltaba el prepucio de Jesús como anillo de
compromiso para sus esposas. «Según ha dejado escrito una
doncella tenida por santa –decía aquel santo varón- en el
misterio de la circuncisión, Jesús envía a sus esposas el anillo de
carne de su preciosísimo prepucio. No es duro; enrojecido con
262
sardónice, lleva la leyenda 'por la sangre derramada', y otra
inscripción recuerda el amor, es decir, el nombre de Jesús.
Fabricó este anillo el Espíritu Santo, en el taller del purísimo
útero de María. El anillo es blando y si te lo pones en el dedo
adecuado, hará de un corazón de piedra uno de carne
compasivo. Es resplandeciente y rojo porque nos vuelve capaces
de derramar nuestra sangre y de resistir al pecado, y porque nos
convierte en seres puros y piadosos».
Santa Catalina de Siena, que rodaba por el suelo
gritando, suplicando los «abrazos» de su «dulcísimo y
amadísimo joven Jesús, llevaba en el dedo el prepucio
(invisible) de Cristo, que Él mismo le había regalado. Y a
menudo y con muchísima timidez declaraba a su confesor que
veía el anillo constantemente, que no había un solo momento en
que no lo notara; y una vez muerta, diversas personas piadosas
que rezaban ante sus restos también veían el anillo, aunque era
invisible para el resto. La misma gracia se le había concedido a
dos jóvenes de la Aquitania francesa que tenían los estigmas,
Célestine Fenouil y Marie Julie Jahenny; en esta última, catorce
hombres vieron cómo el anillo que llevaba se hinchaba y
enrojecía bajo la piel.
También una monja vienesa, Agnes Blannbekin, había
sabido del prepucio divino.
Casi desde la adolescencia, había echado de menos esa
parte que Jesús había perdido: el ilocalizable pellejo del pene.
Siempre que llegaba la fiesta de la Circuncisión, solía llorar con
íntima y muy sincera compasión que Cristo hubiera derramado
su sangre desde el mismo comienzo de su vida. Y en una de
estas fiestas, justo después de la comunión, lo sintió en la
lengua. Mientras lloraba y me compadecía de Cristo –relataba
ella- comencé a pensar en dónde estaría el Prepucio; y de pronto
sentí en la lengua un pellejito, como la película de la cáscara de
un huevo, de una dulzura superlativa, y me lo tragué. Apenas lo
había tragado, de nuevo sentí en la lengua el dulce pellejo, y una
263
vez más me lo tragué. Lo hice unas cien veces. Y se me reveló
que el Prepucio había resucitado con el Señor el día de la
Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando me lo tragué, que
sentí en todos los miembros una dulce transformación.
Concibo por obra del viento del norte.
Puesto que renunciando al amor profano me había privado adrede de la cópula ordinaria, si no quería morir estéril y
sin descendencia no me quedaba otro recurso que poner en
manos de un espíritu la concepción del retoño.
Así fue. De pronto me pareció que un soplo de viento
sutil entraba quedo en la habitación. Me soñé al mismo tiempo
desnuda. Fue como si de súbito dejase de sentir en el cuerpo el
tacto de la ropa. Estaba aún vestida, pero me vestía una materia
incorpórea, impalpable, como una tela de araña, infinitamente
fina, infinitamente leve, inmaterial. Me sentía a un tiempo
vestida y desnuda; sin embargo la certeza de hallarme vestida
bastaba para impedirme tuviera conciencia de estar expuesta a la
vista de todos tal como viniera al mundo. Mi pudor no padecía.
Inmersa en el trance de gozo y suspense, levitando en el aire,
hecha yo misma espíritu sin perder la materia, sentí una
dulcísima voz que decía: “Alégrate, Juana, porque has hallado
gracia a los ojos de Dios. He aquí que por obra del Espíritu
santo concebirás un hijo, al que darás el nombre que mejor te
parezca. Será motivo de escándalo; mas por él, tú, su madre,
jamás serás olvidada. Pasados los siglos, se hablará de ti, por ser
la primera de tu género que habrás presidido la Iglesia y
representado a Dios en la Tierra”.
Así habló aquella voz. El ángel de Dios me poseía. Y
añadió: “Para pagar tus pecados y convertir a los pecadores,
tendrás que escoger qué prefieres. ¿Los nueve meses que durará
el embarazo y la vergüenza y humillación que padecerás cuando
nazca tu hijo, o padecer 38 horas las penas del Purgatorio? Y yo
264
le respondí: "prefiero 38 horas en el Purgatorio". Y sentí que me
moría y empezaba a sufrir.
Pasaron 38 horas y 380 y 3.800 y mi martirio no terminaba, y al fin pregunté, "¿Por qué Nuestro Señor no me habrá
cumplido el contrato que hicimos? Me dijo que me viniera 38
horas al Purgatorio y ya llevo en él 3.800".
"¿Cuántas horas crees haber estado en el Purgatorio?"
¡Pues 3.800! –dije. “¿Sabes cuánto tiempo ha transcurrido desde
que escogiste entre lo que se te proponía? ¡No han pasado aún
cinco minutos, y ya imaginas que van 3.800 horas!". Al oír tales
palabras, me asusté y grité: Dios mío, prefiero entonces terminar
la gestación y dar a luz a la vista de todos. Y aquella voz
sentenció: “Bien, pues lo has querido, padecerás aquí abajo,
vivirás la pasión como antes la ha padecido Jesús. Sentirás el
oprobio con que la multitud de los necios habrá de cubrirte, te
escupirán y te golpearán; te aterrarán sus gritos de odio; pero no
debes temer. Dios lo ha dispuesto y estará siempre contigo”.
Aquí se calló de veras la Voz del Señor. Sentí que todo
volvía a ser como era. Ya no soplaba el viento. En la habitación
todo se había calmado y de nuevo el aposento era vulgar. Y yo
ya no levitaba suspensa en el aire. Me arrodillaba en el reclinatorio al pie de la cama, como si nada hubiera pasado. Pero no lo
había soñado. Al sentirse existente en carne y sangre mortales,
el niño que albergaba ya en el seno dio muestras de gozo. Y
supe que lo anunciado se había cumplido.
Por fin en su infinita dulzura y providencia Dios había
atendido a mis súplicas; me concedía el don de hacer milagros,
don que tanto había deseado. Iba a dar a luz un hijo, y no hay
milagro comparable al de la concepción. A su lado, los que hasta
el momento había ido realizando eran menos que nada. ¿Qué
eran el convertir el agua en vino, con cinco panes dar de comer a
una multitud o incluso resucitar a un leproso, ante el prodigio de
dar vida a un ser vivo? Dios nunca hubiera podido hacerme un
regalo mayor.
265
Mas por de pronto y pasadas las horas se impuso la realidad concreta. No todos iban a compartir necesariamente mi
entusiasmo ante tal don. Durante nueve meses tendría que disimular mi nueva condición, hacer como si nada hubiera pasado.
Era preciso que nadie supiese lo ocurrido. Puesto que se me
había asegurado que Él estaría siempre conmigo, llegada le
fecha del inevitable parto, Dios proveería.
Mas el pensamiento de lo que inevitablemente se me
había venido encima me colmó de angustia. Así como Jesucristo había padecido en el huerto de los olivos, también yo
padecí. Llegada la noche y al igual que Él, sudé agua y sangre.
Sudé de temor y congoja y tras arrodillarme en las losas de
mármol del frío pavimento oré diciendo: “Dios Todopoderoso,
si quieres, traspasa de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la Tuya”. Entonces venido directamente del cielo se me
apareció un ángel que me confortaba. Y entré en agonía, y oré
más intensamente. Y el sudor se me hizo como gotas de sangre
que caían al suelo. Y queriendo llamar a mis asistentes, hallé
que en la cámara de al lado dormían, descuidados de lo que me
habría de sobrevenir. Y entre dientes los felicité, porque sobre
ellos no pesaba la responsabilidad que pesaba sobre mí. Mas
ellos siguieron durmiendo.
Transcurridas al fin aquellas oscuras horas de triste
ansiedad y llegado el nuevo día con su vigorizante resplandor, a
solas conmigo misma meditaba en la rueda de la vida. Se repetía
la historia. Nada nuevo había bajo el sol. Así como había
fecundado a mi madre el viento del norte o aquilón en que el
santo Espíritu se había materializado, ahora me fecundaba a mí.
Así como yo había nacido de madre virgen, no poseída por
varón de carne, nacería de madre intocada mi hijo, por la
voluntad y el efecto de Dios.
Hablé antes del milagro y maravilla que suponía el
concebir a un ser viviente. Del mismo modo lo era el concebirlo sin recurrir a las fastidiosas relaciones, y aun más cuando la
266
edad ya era avanzada, pues entre afanes e inquietudes también a
mí se me habían ido pasando sin sentir los días de la fertilidad.
Aunque todavía no era una anciana, pues todo lo que aquí relato
sucedía a mis 32 años cumplidos, ya hacía tiempo que se me
había pasado la edad de la prometedora juventud primera.
No era yo la primera y ciertamente no sería la última a
quien tales prodigios sucedían. Pues dejando aparte a la santísima Virgen, de quien había nacido Jesús, a santa Isabel, su
prima, a santa Ana, su madre, a Sara, la mujer de Abraham,
todas las cuales habían concebido de manera incomún, unas
cuando ya no tenían esperanza de hacerlo, otras sin intervención de varón, también a santa Ilduara, mujer ya de edad avanzada, un ángel impalpable había anunciado que por obra del
Espíritu santo había quedado preñada de un hijo que luego había
de ser san Rosendo, de bendita memoria.
Ocupada con estos pensamientos me vino de pronto a las
mientes la idea de que siempre un ángel anunciaba los prodigios, y nunca “una” ángel, así como siempre tentaba a las
gentes un demonio, y no “una” demonio. Es decir, se daba por
supuesto que para servirlo y cantar sus alabanzas Dios había
creado seres espirituales de un solo género, equiparables en todo
caso a los varones, lo que muy bien cupiera interpretar como
ejemplo de incomprensible discriminación por parte del
Altísimo. Si bien y como era sabido “los ángeles no tienen
sexo”, la cuestión era curiosa.
También era curiosa la historia de origen gnóstico si no
recuerdo mal, según la cual en una ocasión tres ángeles se
habían enamorado de tres mujeres mortales. ¿Cómo podrían
haberse enamorado si no tenían sexo? Daba que pensar.
No sé hasta que punto se habría considerado heréticos
tales pensamientos. En todo caso me consolé con la idea de que
dada la infalibilidad que generalmente se me reconocía, la Fe no
era algo que estuviese dado de antemano: yo hacía la Fe.
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Volviendo a lo práctico de todos los días, comenzó para
mí un horroroso martirio. Cada vez me aquejaban más incómodas molestias. Sentía náuseas continuas, aborrecía muchos
manjares que antes me habían complacido, padecía jaquecas
interminables, no hallaba posición en la cama que me permitiera dormir cómoda, tenía fiebre y mi sed era insaciable.
Por suerte nadie imaginaba siquiera lo que ante sus ojos
estaba sucediendo.
Pasaban los días y yo no acababa de aceptar el destino
que Dios me había señalado. Cuando inmóvil en la cama oía el
ajetreo de tantos como en palacio se entregaban afanosamente a
sus tareas, despreocupados de otra cosa, me ponía a llorar y
preguntaba al Señor por qué me había escogido para tan amarga
pasión. Un día, por su misericordia, envió a que se me apareciese santa Liduvina, que como yo había vivido largos años de
padecimientos y martirio, la cual me dijo: “Dios, al árbol que
más quiere, y para que produzca mayor fruto, más lo poda, y a
los hijos que más ama, más los hace padecer”. Y luego me
aconsejó que pusiera ante la cama un crucifijo, y que de cuando
en cuando mirara a Jesús crucificado y me comparara con él, y
pensara que si Cristo había soportado tantos padecimientos,
debía de ser porque a través del dolor se alcanza la santidad.
Al principio me resistí a seguir el consejo de la santa, y
después huía de mirar el crucifijo y lloraba y me sentía muy
infeliz. Pero de pronto empecé a fijar en él los ojos y a meditar
en las heridas de Cristo, en sus angustias y tormentos y en su
Santísima Pasión y recordando los sufrimientos de Jesús cambió totalmente mi modo de pensar y de padecer. En adelante ya
no pedí a Dios que apartara de mí el cáliz de amargura que me
había preparado, sino que me dediqué a rogarle me diera valor y
amor para sufrir como Jesús por la conversión de los pecadores
y la salvación de las almas.
Llegué a amar tanto mis padecimientos que repetía: "Si
para evitar el dolor bastara una pequeña oración, no la rezaría".
268
Hallé mi verdadera "vocación", mediante mis penas
convertir a los pecadores. Y para ello me dediqué a meditar con
todas las fuerzas en la Pasión y Muerte de Jesús. En adelante los
sufrimientos se me convirtieron en una fuente de gozo espiritual y en otras tantas "armas" y "redes" con las que apartaría
del camino al infierno a los malos y los encaminaría al cielo.
La Sagrada Comunión y la meditación en la Pasión de
Nuestro Señor me concedían valor, alegría y paz.
Entonces recibí de Dios nuevamente los dones de anunciar el futuro a muchas personas y de curar a numerosos enfermos orando por ellos. A los 2 meses de la concepción del ser
que llevaba en el vientre, redoblaron en mí los éxtasis y visiones a los que ya estaba acostumbrada. Únicamente ahora se
volvían más recios. Mientras el cuerpo quedaba como abandonado y sin vida, conversaba yo transportada con Dios, con la
santísima Virgen y con mi ángel de la guarda. Unas veces Dios
me mostraba los sufrimientos que Jesucristo padeció en su
Santísima Pasión. Otras, me permitía contemplar los tormentos
de las almas del Purgatorio, y en ocasiones, algunos de los goces
que nos esperan en el cielo.
Tras cada éxtasis me afirmaba más en la dedicación a
salvar las almas por medio del sufrimiento ofrecido a Dios, y al
finalizar las visiones crecía en mí la angustia que me producía el
sentir como mi embarazo llegaba a término, pero aumentaba
también el amor con el que ofrecía todo por Nuestro Señor.
Poco a poco lo que llevaba en el seno se me fue imponiendo, sin sentirlo me invadía. Por fortuna dadas las vestiduras
papales holgadas nadie se daba cuenta de mi estado interesante,
que en otro caso hubiese causado un escándalo imposible. Pese a
mi situación angustiosa, nadie me veía triste o desanimada, sino
todo lo contrario: feliz, por penar por amor a Cristo y para
convertir a los pobres pecadores. Y cosa rara, pese a que mi mal
me resultaba tan agobiante, desprendía yo a mi alrededor un
269
aroma embriagador con el que todos los que me rodeaban
sentían el alma colmada de deseos ardientes de rezar y meditar.
Y el 14 de abril de 857, día de Pascua de Resurrección
poco antes de las tres de la tarde, tuve una visión; contemplé
como en la eternidad se me tejía una hermosa corona de
premios; pero faltaba todavía un pedacito para terminarla. Eran
los días últimos anteriores al parto. Con mucha paciencia ofrecí
todo a Dios y luego oí una voz que me decía: "con tantos sufrimientos como todavía te faltan se completará la corona. Y ya
podrás dar a luz tranquilamente".
Me pareció entonces oir el rumor como de una multitud
que de pronto invadiera mis aposentos, los pasos de un ejército
de gente, el roce de su calzado con las losas del suelo, el vuelo
de sus amplias vestiduras que movían el aire a mi alrededor, y
cuando me aprestaba a llamar a mis servidores y a pedirles
cuentas de aquel inesperado tumulto, caí en la cuenta de que
formaban aquella muchedumbre gozosa de caballeros y damas
vestidos con el máximo esplendor diez mil mártires que escogidos de entre los innumerables de ellos venían a prepararme
primero para la pasión y a convidarme después a compartir su
eterno goce en el cielo.
Las calles son mi Gólgota y mi vía crucis.
Y como me hubieran sacado en una procesión de rogaciones, yendo a caballo, revestida de los ornamentos pontificales, seguíame gran multitud de pueblo y de mujeres, que tendían
sus mantos en el suelo, para que mi cabalgadura los hollase, y
toda la muchedumbre de los gozosos asistentes comenzó con
grandes voces a alabar a Dios por la grandeza con que había
revestido a su representante en la Tierra, y decían: “¡Bendito sea
el Pontífice que viene en nombre del Señor!” “¡Paz en el cielo y
gloria en las alturas supremas!”
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Algunos miembros de la curia, a los que el desorden
asustaba más que la injusticia, querían frenar los entusiasmos y
me pedían que hiciera callar a los que así exultaban, a lo que yo
los tranquilicé diciéndoles: “Si estos callaran, clamarían las
piedras”. De modo que de nuevo silenciosos, me dejaron seguir.
Las mujeres lloraban de emoción. Y volviéndome a ellas,
les dije: “Mujeres de Roma, no lloréis sobre mí, sino sobre
vosotras y sobre vuestros hijos. Porque no están lejos los días en
que se ha de decir: “Dichosas las estériles y los vientres que no
concibieron y los pechos que no amamantaron”.
Y cuando el cortejo llegaba ya cerca de la basílica de San
Clemente, me asaltaron los dolores de parto, tan grandes, que sin
poderlo evitar solté las riendas y caí del caballo, al tiempo que
exclamaba: ¡Señor, Señor! ¿Por qué me has abandonado? En
medio de horribles gritos, la confusión y el revuelo, sobre mis
descompuestas vestiduras di a luz un niño.
Me internan en un convento
Escribo esta confesión por orden de mis superiores. Al
principio, ante el papel, no supe qué decir ni cómo comenzar.
Me faltaban palabras y pensaba que mi vida estaba a la vista de
todos y que fuera excusado contar lo que ya todos sabían. Me
sentía como esos pájaros a los que alguien enseña a hablar, que
luego demuestran no saber más que lo aprendido, y lo repiten.
Mas después he pensado que el Señor pondría en los puntos de
mi pluma lo que Él me dictase; si en algo he acertado, no ha sido
mío, pues mi poco entendimiento y habilidad para estas cosas de
nada valdrían si el Señor, por su misericordia no supliera la
carencia. Por fin Él me calmó y animó a que escribiera. Se me
apareció y me mostró el plan de la obra como un laberinto de
cristal hermosísimo, a la manera de un templo, con nueve
entradas y aposentos, y en el último, que remataba el conjunto,
estaba el Rey de la Gloria, con grandísimo resplandor.
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En otra ocasión, cuando escribía a solas en mi celda,
llegó el carcelero y me distrajo. De pronto me sentí arrebatada
en éxtasis, y al volver en mí, las páginas antes en blanco estaban
llenas de fina escritura.
A los venerables sacerdotes, diáconos, abades, novicios y
monjes, amados hermanos en Cristo, religiosos y predicadores
del Evangelio, a quienes ha nombrado nuestro santo obispo,
dirigente bueno y tierno padre, a todos los que viven bajo la
observancia religiosa, yo, miserable hembra de origen sajón, la
última y la menor en la vida tanto como en las maneras, me
atrevo a escribir, por el bien de la posteridad y de los presentes,
el relato de mi vida que el pecado ha marcado.
Aunque sin la necesaria experiencia y conocimiento,
pues sólo soy una débil mujer, me gustaría sin embargo y con
arreglo a mis luces, resumir aquí los sucesos de mi vida y
ofreceros algo que ayude a recordarlos. Y al emprender una
tarea para la que soy tan inepta, ruego a Dios aleje de mí la
presunción. Vuestra autoridad, amabilidad y la gracia divina me
han dispuesto a describir las maravillas del Verbo encarnado,
que vivió en este mundo, padeció y resucitó por nosotros. No
parecía conveniente dejar que todas esas cosas cayeran en el
olvido, ni guardar silencio acerca de las que Dios ha mostrado a
su sierva en nuestros días.
Parecerá mucho atrevimiento de mi parte el escribir este
relato cuando tantos santos sacerdotes lo harían con más arte
que yo, mas humilde obedezco a mis mejores. Esperando que
me excusaréis y me concederéis benevolencia, confiada también
en la gracia de Dios, os ofrezco esta narración escrita con tinta y
dedicada a la gloria de Dios, de quien todo procede.
Diré de esta pecadora como vino al mundo y vivió sus
años primeros, se sometió a la vida monástica e imitó la vida de
los santos. Hablaré de su juventud, del tiempo de su madurez y
de su ancianidad, incluso de sus años últimos sobre la tierra,
combinando y ordenando los datos en un hilo continuo. Amén.
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