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TALLER DE LETRAS N° 50: 223-237, 2012
ISSN 0716-0798
Los mapas en la crónica social de Carlos Monsiváis:
sus aportes críticos para América Latina
Ximena Póo Figueroa
Universidad de Chile
El artículo aborda las representaciones de la modernidad latinoamericana en las
crónicas de Carlos Monsiváis, las cuales articulan los “grandes discursos” sobre la
historia, la modernización y la cultura de estas latitudes con la experiencia concreta
de los sujetos que pueblan sus textos. Mediante esta articulación, Monsiváis consigue
presionar ese mismo “gran discurso” construyendo así una historia “desde abajo” para
nuevas políticas identitarias de lo latinoamericano. El artículo examina las distintas
estrategias textuales y las formas de producción de subjetividad con las cuales el autor
logra realizar dicha articulación.
Palabras clave: crónicas, Carlos Monsiváis, historia “desde abajo”.
The essay approaches the representations of the Latin-American modernity in Carlos
Monsiváis’ chronicles, which articulate the “grand narratives” on history, modernization
and culture of these latitudes with the concrete experience of the subjects that populate
his texts. By means of this articulation, Monsiváis press this very “grand narratives”
constructing, this way, a history “from below” for the path to new identity politics for
Latin America. The paper examines the different textual strategies and the ways of
subjectivity production with which the author manages to achieve this articulation.
Keywords: chronicles, Carlos Monsiváis, history “from below”.
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Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo
(Xavier Villaurrutia, fragmento de Nocturno de la estatua)
“Si un acto público de cualquier índole quiere sobrevivir en esta época,
deberá, irremisiblemente, adoptar las características del control remoto.
Algo de esta nueva dictadura de las sensaciones perciben los que se llaman
a mutilación y desierto si no hay cámaras en las cercanías y el planeta no
les sigue la pista…” (Monsiváis, Los rituales 58). Este párrafo inaugura la
crónica La hora del control remoto. ¿Es la vida un comercial sin patrocinadores?, uno de los textos incluidos en un libro clave en la obra del mexicano
Carlos Monsiváis, Los rituales del caos (1995). Se trata de un fragmento que
revela, en síntesis, el orden en el desorden, la búsqueda sobre las miradas,
la forma despiadada y a la vez cálida en que el autor de Catecismo para
indios remisos intentó confeccionar el mapa social y cultural de una época,
en especial de una época mexicana teñida por los desequilibrios obscenos
del siglo XX y su entrada al XXI. El fragmento revela un despojo del que se
hacen cargo cronistas que, como Monsiváis, levantaron escuela en lo que a
construcción de la historia “desde abajo” se refiere, en el intento de cimbrar
el establishment de las imposiciones establecidas “desde arriba”, desde el
poder institucional de la industria cultural, la política partidista, el imperio
económico.
Polifónicas, compatibles con voces atropelladas que debe desenredar, sus
crónicas surgieron incrustadas en la ciudad, en la polis que contiene diálogos
y sus (des)encuentros dinamiteros. Sin censuras, sin cortapisas, entregadas
a las historias, a contarlas en contexto, como si de tapices se trataran, sin
importar las heridas internas, desarmadas para volver a armarse al interior
de cada construcción de ideas. Sin olvidar a la mujer, al hombre, a la sociedad heterogénea, a los proyectos empecinados en no quedar truncos para
la gran Historia. Monsiváis se entregó a las historias en textos como Los
rituales del caos, esa compilación de crónicas en donde el extrañamiento es
parte del paisaje, ese paisaje de arrabales, del poder escupido sobre quienes
desposeen la vida. Las calles para él fueron los tapices abiertos cuando cae
la noche triste y se desgarra en el día febril.
La crónica, y en especial la periodística, es social por definición. Aunque
ha sido difícil catalogarla, la crónica es ese ornitorrinco de la prosa del que
habla Juan Villoro, otro mexicano inspirado en los escritos de Monsiváis y
sus tributos a la tradición de contar. La crónica es tiempo y andar, marcando
lo digno de contar para producir en quien lee una acción, una conmoción
visceral que sacuda al intelecto. La crónica, como lo anterior, es cacofonía
para no dejar de insistir. Esa es su libertad. Su programa político es la dignidad y la indignación, es provocar desvelos. Y es que la crónica da cuenta
de entierros, expulsiones, de más muertes que vidas. Devela lo no develado.
Es un documento sin género definido, escurridizo, que grita las injusticias
del capitalismo con ironía, con ira, con decepción y, en ocasiones, hasta en
saudade, invoca a la nostalgia por el futuro prometido.
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¿Qué discursos, qué sujetos, qué instituciones, qué estructuras ha ido
develando a lo largo de sus crónicas representativas del malestar social,
de la construcción de la modernidad y sus efectos? En Días de guardar,
por ejemplo, cuya primera edición es de 1970, da cuenta de los aspectos
residuales que se reactualizan en la sociedad mexicana a partir de los días
señalados como emblemáticos en el calendario. Residuales y reactualizados,
porque son los hitos del camino anual que recorre un país para expresar sus
heridas, los colgajos de la historia y los levantamientos que encumbran esa
misma historia hasta hacerlas emerger en un contexto global, inspirador
desde la ironía del destino que agrega nuevas fechas a ese itinerario que de
tanto desacralizar consagra un nuevo discurso.
Y así lo hace en 15 de septiembre. La independencia nacional. Tepito
como leyenda, en donde ahoga a la Ciudad para comprender finalmente que
“el sentido de la comunidad se prolonga hasta el momento de pagar todos
las deudas de todos” (Monsiváis, Días de guardar 288). Y es precisamente
esa Ciudad la que interroga y por la que se va a interrogar Monsiváis a lo
largo de toda su obra. Ciudad continente y contenido del mundo de la vida,
de las acciones políticas, de las armas de las palabras y de las otras. Del
mundo de una modernidad que no termina en afirmaciones cerradas, prometiendo continuidad y “progreso” en la madeja abierta de América Latina.
En la “empresa” de los procesos de emancipación es la Ciudad la construida
para domesticar y, a la vez, alzar. Es la ciudad como el continente en donde
las fuerzas se entrampan y liberan en tanto tradiciones y emergencias que
cargan esas tradiciones en la producción revolucionaria1.
Fuimos entonces inexorablemente domados. Aquí hubo
una ciudad que de pronto se vio acechada, se miró asediada, se sintió troyanizada (...). Las ciudades dotadas
de fisonomía (que siempre son las menos) suelen vivir
dos vidas: la de su personalidad externa proveniente del
mito reverencial que propagan viajeros, departamentos
de turistas y medios masivos de difusión y la de su personalidad interna, surgida de ese fenómeno imponderable,
indefinible, mas no por ello menos notorio: el rostro de sus
pobladores, esos rasgos donde se acumulan y desbordan
la seguridad, el orgullo, no-tan-de-vez-en-cuando la jactancia, el cinismo, la sabiduría popular (dícese de aquella
que logra encontrar cualquier calle remota y cualquier
buen restorán), el humor, la melancolía que elige los sitios
adecuados para teatralizarse y la tradición. (Monsiváis,
Días de guardar 276-277)
Ese rostro optimista de la Ciudad, dice Monsiváis, es reconocible durante
los años de refugio de la Segunda Guerra Mundial. Un rostro de leyenda que
luego fue desdibujado por la megalópolis en que se fue convirtiendo el DF,
1 En la tradición de narrar la Ciudad surgen como referentes a la obra de Monsiváis autores
como Ángel Rama (La ciudad letrada, Hannover, Ediciones del Norte, 1984) y José Luis
Romero (Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976).
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escenario por excelencia de la construcción nacional. Así sería como, reactualizando el principio de independencia y de “espíritu conformador” en la
tríada residual-emergente-dominante (Williams, 1994), “la Ciudad, al crecer,
fue sometida y conquistada: los inspectores de espectáculos confiscaron
sus silbidos obscenos; los granaderos descargaron su persuasión; la furia
de todos los actos se dispersó entre el resentimiento y el rezongo. Y en un
momento dado sólo quedaba a mano la leyenda” (277).
En Los rituales del caos, la crónica se apaña aún más del ensayo para
lograr el tramado de una tela, que es el texto, cubierta por la vida cotidiana
en función de la puesta en escena de clases sociales, disrupciones colmadas
de imágenes y diálogos en que la poética de la política cubre de espanto y
bálsamos las constataciones y hallazgos de una Ciudad de México plena de
ruido inabarcable, incluso de aquel que proviene de su pasado como lago,
como si ésta fuera una metáfora continental de multitudes ahogándose por
y en un sueño apocalíptico. Aquí los arquetipos van a la orden del discurso
que sustentan relatos como La hora de la identidad acumulativa. ¿Qué fotos
tomaría usted en la ciudad interminable?: Es ahí donde “El reposo de los
citadinos se llama tumulto, el torbellino que instrumenta armonías secretas
y limitaciones públicas” (Monsiváis, Los rituales 17). De fondo, en esta crónica la interpelación al lenguaje de los “criterios de la derecha” que también
surge de los postmodernistas, es maestra.
Fe de erratas o rectificaciones: en donde decía Pueblo dice
Público; en donde se hablaba de la Sociedad crecen por vía
partenogénica las Masas; donde se ponderaba a la Nación
o el Pueblo se elogia a la Gente, proyección de la primera
persona. (Para entender de modo cabal las expresiones
“La Gente dice, la Gente piensa que…”, colóquese “Yo digo,
yo creo…”). La élite se resigna, da por concluido su libre
disfrute de las ciudades y se adentra en los ghettos del
privilegio: “Aquí todo funciona tan bien que parece que
no viviéramos aquí”. Y lo exclusivo quiere compensar por
la desaparición de lo urbano. (22-23)
La pregunta por la sociedad, sus sujetos y discursos, en los relatos de
Monsiváis es el eje de reflexión de este texto que indaga en las identidades
asociadas, por lo que se hace necesario interrogar al concepto que trasciende
a la crónica como género literario imbricado a la no ficción como un maridaje vinoso, necesario para conmover entrañas y exaltar al intelecto. No hay
comienzo ni fin, no hay clausuras en las crónicas en las que se desenvuelve,
como si éstas fueran una fotografía, un documental, un poema extendido
bajo sí, volcado a la realidad de los hechos, los argumentos, las percepciones.
Las crónicas aquí aludidas se sitúan en la tradición modernista del siglo XX,
ésa en la que los modernistas Martí, Rodó, Darío se inscriben para seguir el
entramado hereditario en el que encuentran un lugar, asimismo y anterior,
cronistas como Felipe Guamán Poma de Ayala o Bartolomé de las Casas. La
indignidad y el europeísmo progresista, articulados como bisagra, son parte
del orgullo emancipador de estos escritos referenciales. Un orgullo del que
esta tradición se ha hecho cargo dentro de los procesos de modernización
–en donde el periodismo y sus prácticas y rutinas se cruzarán aquí para
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encontrar una perturbación libertaria– y no fuera de ellos. Se trata, por
tanto, de procesos de modernización en donde la voz del sujeto se vuelve
continente a la vez. Para Monsiváis,
La crónica es una reconstrucción literaria de los sucesos
y figuras, géneros donde el empeño formal domina sobre
las urgencias informativas (…). El reportaje, por ejemplo,
requerido de un tono objetivo, desecha por conveniencia
la individualidad de sus autores (…). En la crónica el juego
literario usa a discreción la primera persona o narra libremente los acontecimientos como vistos y vividos desde la
interioridad ajena. Tradicionalmente –sin que eso signifique
ley alguna– en la crónica ha primado la recreación de
atmósferas y personajes sobre la transmisión de noticias
y denuncias. (Monsiváis, Antología de la crónica 15)
En el contexto de esa tradición que vincula literatura y periodismo en el
abismo que une las fisuras de lo macro y lo micro en términos de impacto en
la cotidianeidad y en los procesos sociales –como sistema de narración–, es
posible observar un símil con la crónica desarrollada por José Martí. Coincido
con Rotker –quien observa como crítica cultural el caso Martí; observación
que es válida para Monsiváis–, cuando sostiene que “la estética que propone
no es limitación de nada: sobrepasa los esquemas de los que salió, fundando
en Hispanoamérica un modo de relacionar los elementos del lenguaje y de la
realidad, una escritura y una voz propia. Vista así, la hibridez de la crónica
no es peyorativa, sino la expresión más ajustada a una concepción poética.
Como decían Medvedev y Bajtín: el género es la expresión total y no sólo
un aspecto más” (Rotker 229).
La polis o el orden del caos
De vuelta a la ciudad, la crónica urbana enciende en él y en narradores
como Elena Poniatowska o poetas como José Emilio Pacheco, una trayectoria
seguida por otros que escrutan la polis como lugar significativo de la vida en
sociedad. La ciudad habitada por ensueños, desperdicios, locura, normalizaciones dotadas de una burocracia de hegemonías, caudillos, descalzos2.
Entre esos otros la estirpe es variada, y destacan hoy Juan Villoro, Alma
Guillermoprieto, Leila Guerreiro, Martín Caparrós, Julio Villanueva Chang,
Juan Pablo Meneses. Han seguido la línea circular del tiempo en donde la
polis se convierte una y otra vez en el lugar de la discusión por la idea del
tiempo y el espacio, por el lugar en donde sus significados están en disputa
en pos de uno u otro proyecto civilizatorio bajo el atuendo del “progreso”
y el sistema que norma esa disputa que lo constituye finalmente. Sobre la
2 Véase Monsiváis, Carlos. A ustedes les consta. Antología de la crónica en México. Ciudad
de México: Ediciones Era, 2006. Se trata de un texto en que repasa la crónica desde la
representación que Europa logra de América para conquistarla hasta autores recientes. Es
posible revisar la crítica que el autor construye a partir de la obra de autores como Gil, Ortega,
Poniatowska, Villoro, Avilés, Blanco, entre más de una veintena de escritores mexicanos.
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crónica arraigada en el proceso modernizador, Vallejo Mejía sostiene lo que
para Monsiváis es válido hasta hoy, en su ausencia:
Muchos (cronistas) oficiaban de poetas; de ahí el aliento
poético que subyace en estas breves piezas, y que también trato de rescatar en su estado más puro, cuando ya
los cronistas le habían torcido el cuello al lirismo. Otros
eran filósofos sin pretenderlo; dejaban caer sus tesis
sobre lo divino y lo humano, sin ánimo de pontificar, con
la certeza de que esas palabras profundas terminarían en
las profundidades del cesto de la basura… De cualquier
manera, es de admirar la capacidad de los cronistas para
comprimir un paisaje, la catedral del pueblo, un discurso
parlamentario o un episodio callejero en una superficie
literaria de quince centímetros cuadrados; o de discurrir
sobre los más metafísicos, escatológicos o terrenales
asuntos en un espacio tan reducido. (Mejía 1998)
¿Qué escenario se construye para guiar y desviar el tiempo en el espacio
para provocar efectos de mayor o menor cercanía? Es interesante seguir
algunas pistas al interrogar la realidad respecto de cercanía y distancia,
una duda apropiada para comprender cómo la crónica es fotografía de un
espacio determinado para dotarlo de un tiempo preciso, “digno de anotar”
como diría el periodista polaco Ryszard Kapuscinski en más de alguna de
sus reflexiones sobre el periodismo. Un tiempo que ofrece una huella para
ser observada en una línea que –y ése es precisamente el encanto de la
crónica, referida al cronos al que apela– puede ser leída con igual valor durante un antes, un ahora y un después. Basta imaginar el Metro de Ciudad
de México, pero antes detener esa posibilidad para reflexionar y situarse en
un lugar de enunciación que remite a una época fechada, pero cuyo sentido
trasciende su propio calendario espacial y temporal para ir constituyéndose
en una historia del presente. La posibilidad es, además, la de la perpetuidad
no cerrada de ese continuo que insiste, a modo de filme hipertextualizado,
en provocar un efecto mariposa al interior de los textos.
Paul Virilio distingue respectivamente entre cercanía inmediata, que
está ligada al movimiento del cuerpo; cercanía mecánica, que depende de
determinados medios de transporte como la diligencia, el auto, el avión o el
ascensor; y cercanía electrónica, que se alcanza con la velocidad de la luz y
que amenaza con transformarse en una absoluta cercanía. ¿La distancia significa un lugar donde aún no estamos, pero en el cual alguna vez estaremos,
o acompaña a cada acercamiento como una sombra? ¿Existe una distancia
inalcanzable? (Waldnefels cit. en Gerhart et Breuninger 165).
Una distancia y cercanía que es a la vez metáfora de los tiempos históricos. Así, en la representación del espacio y del tiempo asociados al estar
en el Metro de la polis, también se representa el estar social que determina
formas de relación que presionarán sobre estructuras que, a la vez, condicionan a los sujetos constituidos y articulados desde lo político, social, cultural
y económico. Escribe Monsiváis en La hora de Robinson Crusoe. Sobre el
Metro las coronas, y antes de presentar sus prejuicios y devociones como
un voyerista que reflexiona a destiempo:
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El vagón es la Calle, el Metro es la ciudad, el boleto es el
santo y seña para sumergirse en la asamblea del pueblo, el
hacinamiento es el origen de las especies, y el usuario (yo,
en este caso, o cualquier otro de los escasos seis millones
que al día se agregan y se alejan) acepta las fatigas de la
convivencia y, lo acepte o no, admira los espectáculos a
su alcance, que en sitios con espacio disponible o posible
le parecerían abominables. Si algo acelera el respeto a
la diversidad, es el Metro, escuela de respeto a fuerzas.
(Monsiváis, Los rituales 169)
En esa polis se confinan, para expandirse por América Latina, los efectos
de las crónicas contenidas en Los rituales del caos. Sin un orden jerarquizado
se ubican, por ejemplo, textos que interpelan a un tiempo de modernidades
y simulacros de postmodernidades. Entre ellos: La hora de las convicciones
alternativas. ¡Una cita con el diablo!; La hora de la pluralidad. ¡Ya tengo mi
credo!; La hora del transporte. El Metro: viaje hacia el fin del apretujón; La
hora de los amanecidos. Lo que se hace cuando no se ve tele; La hora del
consumo alternativo. El tianguis del chopo; La hora de la máscara protagónica. El santo contra los escépticos en materia de mitos; La hora cívica. De
monumentos cívicos y sus espectadores; La hora del paso tan chévere. No
se me repegue, que eso no es coreografía; La hora del lobo. El sexo en la
sociedad de masas; La hora de Robinson Crusoe. Sobre el Metro las coronas
y La hora de codearse con lo más granado.
Se trata de títulos referidos a una historia cultural interpelada desde una
cotidianeidad que se constituye a la larga en discurso y posición ideológica.
Apropiada, entonces, es la imaginería puesta en juego por Roland Barthes,
cuando sostiene que “el discurso histórico es esencialmente elaboración ideológica, o, para ser más precisos, imaginario, si entendemos por imaginario
el lenguaje gracias al cual el enunciante de un discurso (entidad puramente
lingüística) “rellena” el sujeto de la enunciación (entidad psicológica o ideológica)” (Barthes 174).
Desde esta perspectiva resulta comprensible que la noción de “hecho”
histórico haya suscitado a menudo una cierta desconfianza” (Barthes 174).
Nótese, por ejemplo, las imágenes que Monsiváis representa al describir la
devoción que comulga en la Basílica de Guadalupe, ironizando el concepto de
“lo sublime” como expresión de una fe que compra baratijas importadas con
el cuerpo de la Guadalupana esculpido bajo el “gusto charro” que la precede
en la compra-venta de espiritualidad. En una crónica ejemplar referida a
asuntos de fe y su administración simbólica y material, cuenta el siguiente
pasaje de La hora de la sensibilidad arrasadora. Las mandas de lo sublime:
…en el campo de la fe con intención estética, también Lo
Sublime tiene que actualizarse. Hace unos años –me informa Ida Rodríguez Prampolini–, antes de las ceremonias
de Semana Santa, un grupo de vecinos de un pueblo veracruzano convocó al alcalde y al cura. “No podemos seguir
con los ritos tal cual”, les dijeron. “A nadie le importan los
centuriones y los fariseos ni nadie sabe quiénes fueron.
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Esa historia quedó muy lejos. Hoy los enemigos del Señor
necesitan otro aspecto”. La discusión fue muy acre, los
vecinos no cedieron, las autoridades tampoco, y al final,
al representarse la Pasión, hubo un desfile alternativo.
Por un lado las cohortes romanas y los funcionarios de
la Sinagoga; por otro... pitufos, goonies, ewaks de Stars
War, el Freddy Krüger de Pesadilla en Elm Street, Darth
Vader... El pueblo aplaudió. Lo más entendible, se quiera
o no, es lo más tradicional. (Monsiváis, Los rituales 57)
Para Monsiváis, en consecuencia, la crónica es el lugar del punto de
vista en el sentido de que se levanta para “…darles voz a los marginados
y desposeídos, cuestionando los prejuicios y las limitaciones sectarias (…)
registrar y darle voz e imagen a este país que, informe y caóticamente, va
creciendo entre las ruinas del desperdicio burgués…” (Monsiváis, Antología
de la crónica 76).
Revoluciones para ser contadas en privado y en público
La narración se construye alrededor del eje arquitectónico de un punto
de vista, desde un lugar ideológico desde donde mirar, analizar, argumentar
y sostenerse para concluir, en el caso del cronista mexicano, con un punto
aparte que asienta aún más la política editorial trazada en función de los
derechos humanos, la participación ciudadana, la denuncia y la bofetada –al
unísono– en contra de los regímenes dictatoriales. A contrapelo del poder,
observa e interpreta (las cursivas no son suyas) movimientos sociales como
la gran huelga de la UNAM, entre 1986 y 1987:
Al concluir la asamblea, el compañero que no intervino,
seguramente por modestia, se disculpa ante las huestes
a su alcance: “Yo no creo en el hombre público. Esa es
una pinche falacia burguesa. Creo en el hombre anónimo, el verdadero autor de la historia. Ya he explicado en
varios ensayos el carácter hegemónico del estrellato. En
la medida en que todos seamos anónimos, destruiremos
la pretensión de los líderes, de esas vedettes que nunca
desconfiarán del poder. El caudillismo niega a la masa,
utiliza a la masa como escalera, detesta a la masa porque
le hace sombra. Pero una multitud es anónima, y sólo
las multitudes crean la conciencia de clase. No habrá un
socialismo genuino mientras no se destierren todos los
Nombres y los Apellidos”. (Monsiváis, Entrada libre 285)
Monsiváis cierra esta extensa investigación bajo el registro de la crónica
aquí seleccionada, el “Martes 17 de febrero. El anticlímax”, citando al final,
como apoyo argumentativo, a Lezama Lima, asumiendo su voz poéticaideológica como propia (Póo, 99-115):
Por doquier se entregan las instalaciones a las autoridades.
La huelga se levanta y sólo siguen en paro de labores la
FES-Cuatitlán y la ENEP-Zaragoza. Pierden su filo belicoso
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las conversaciones, y ya sólo algunos se refieren al número
de concesiones a que fue obligada Rectoría.
Alguna vez le dijo Lezama Lima a María Zambrano: “Ahora usted ha
apretado el botón y ha encendido la luz de esta oficina, pero que puede
que sea la Constelación de Orión la que se ilumine”. ¿Y quién es uno para
dictaminar en el reino de las causalidades? (Monsiváis, Entrada libre
285-306).
A lo largo de las crónicas como la aquí citada, aparecida en Entrada libre:
crónicas de una sociedad que se organiza, el autor reformula una crítica a
la sociedad del espectáculo sobre la que teoriza Guy Debord en su libro La
sociedad del espectáculo (1967), al tiempo que escruta las fuerzas históricas plausibles como la revolución y luego los intentos por el socialismo real,
hurgando en sus continuidades y quiebres para localizar al sujeto popular
y como éste –aunque sea en una parte mínima, mediada, condicionada,
dominada– puede abrir espacios para liberarse del dominio de los poderes
institucionalizados en función del poder de una élite, ya sea ésta política,
religiosa, militar, económica o todas las anteriores.
La narración epocal de Monsiváis se puede detener en la escena radical
o bien en la estética camp. Los límites del lenguaje se cruzan para des y recomponer géneros en virtud de lo narrado como si se tratase de una tragedia
sobre la que no es posible advertir letargos sino, más bien, provocaciones
constantes para preservar una poética alterada por la conciencia política. Y
es que en sus textos no hay estética popular sin política, sin contexto social
y viceversa, como si esto dependiera de un rasgo atávico que se reproduce en cada tertulia o susurro íntimo emergiendo de las noches largas del
pueblo mexicano. Escribe Monsiváis, a propósito del muralismo, la prosa
épica y la música popular (corridos) que señala como la “nueva estética” de
la Revolución construida a balazos.
Si por el “siglo XX” entendemos la sensibilidad moderna,
la dependencia de la tecnología y la internacionalización
de la cultura, México se incorpora con retraso al siglo XX.
Tan fallida como pueda vérsele, la Revolución mexicana
logra cambios fundamentales, entre ellos destruye la
parálisis del medioevo rural, moviliza a centenares de
miles que a la fuerza renuncian al sedentarismo y origina
instituciones que fortalecen el Estado. Esto entre minicidios y magnicidios, batallas, rudimentos ideológicos que
se vuelven el habla oficial, demagogia, hazañas técnicas.
También, la Revolución conforma la plataforma de héroes
que mueren fusilados sin derramar la ceniza del puro, de
conspiradores, de militares autodidactas y de oportunistas
obsesos y sonrientes, los compadres Mendoza del cuento
de Mauricio Magdaleno y el filme de Fernando de Fuentes,
los carentes de ideales, los ocasionados. El héroe se lleva
las palmas del martirio y, resignado, el traidor acepta las
responsabilidades del poder y la riqueza (Monsiváis, Las
tradiciones 16).
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Son los rostros que van puliendo la textura de sus textos, apelando a esa
revolución desde la observación del crítico del pueblo, aquel que sostiene la
belleza de las cosas en la profundidad de la lanza levantada para quebrar el
statu quo del poder en dominancia. Luego vendrá la crítica a esa modernidad esculpida bajo los parámetros burgueses que suele alzar ahora su copa
en “hoteles disneylándicos”. Con ironía escribirá en octubre de 1970, y que
hoy se propone aquí para constatar su extrema validez en 2011, la matanza
de Tlatelolco, TLC, el fin de la supremacía del PRI, las espaldas mojadas, el
narcotráfico y sus ajustes, las fosas comunes y el eufemismo de una mundialización que promueve las desigualdades bajo el simulacro del régimen
de igualdad en las diferencias:
Estos años recientes han sido propiedad de la clase media.
Datos de la expansión: los equipos de offset a colores, el
auge de las novelas pornográficas, la aparición cotidiana de
nuevas industrias, el culto de la astrología, la reproducción
de la conducta del burgués norteamericano de 1920 que
es la aspiración formativa del burgués mexicano de 1970.
La animada recepción social de la antisolemnidad es parte
del boom: ya podemos darnos un lujo, desempolvemos
las caritas sonrientes de la cultura prehispánica, siempre
que no aspiren a ser tomadas en cuenta. (Monsiváis, Días
de guardar 16)
En los extramuros de la academia circulaban estas crónicas que hoy se la
han tomado por asalto. Se puede ir trazando una escala de los mapas en los
vericuetos de la multitud que marcha y en la soledad de una intersubjetividad
popular urbana aludida en cada espacio de estos textos –en la calle, el Metro,
los espacios de consumo, de fiesta, de comunidad, de alienación– esculpidos
contra la censura que no resiste el carnaval del que goza Monsiváis. Una
máscara tras otra va cayendo, al tiempo que se incrustan otras en el rostro
de un México que se abre como excusa para hablar de cualquier otro país
latinoamericano.
Para él hay un conocer de México que busca no estar vedado, como durante
aquel carnaval que libera aunque sea marchando en una noche de silencio.
O como cuando la Ciudad-Panteón envuelve por igual a paganos y viajeros
de postal. Quien ha estado en México para esos días sabe que el incienso
circula entre las velas ardientes, los santos y sus monedas, los círculos de
tiza, las flores chillonas, la alucinación calavérica, la piedra de los templos pre
y poshispánicos. Y sabe que circula como un acto de pagana resistencia y, a
la vez, como un acto de pagana mercantilización de la vida y de la muerte.
De Pátzcuaro se adueñó la Kodak. A principios del mes
de noviembre, de todos los meses de noviembre, la celebración del Día de Muertos en un pueblo del Estado de
Michoacán atrae y sectariza a la fotografía. Los turistas
descienden en bandadas intermitentes sobre los cementerios y las honras fúnebres. Los turistas, con el anhelo
del cuadro perfecto y la composición inmaculada, con la
gula cronométrica de quien se apodera del universo gracias
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al entreguismo de un obturador, se extienden sobre las
costumbres, revolotean en pequeños círculos sobre el
ocioso esplendor de la ceremonia. (295)
Es preciso detenerse en esta lectura de un Monsiváis que vuelve sobre
la tradición contestataria y la obscenidad mercantil cuando habla de los
muertos y su día, invitando a dialogar en medio del zócalo o la plaza para
observar lo monstruosa y feble que es la vida, expuesta en su eros para
lograr ser reinventada a fuerza de voluntad; una voluntad que por esos días
cubre las ciudades, deteniendo cualquier otro rito menor. Son las calaveras
el telón de fondo de historias marcadas por la épica de la muerte con sentido
de construcción (morir por la revolución, por ejemplo) y por el absurdo que
también suele develar, al quedar reificada en su momento final, donde no
hay lugar para un paraíso extraterrenal cuando a los muertos se les invoca
para encauzar su regreso a los zaguanes mundanos.
En la crónica recién citada, el autor dibuja a ese sujeto casi como una
excusa para hablar del underground mexicano del 68 y que hoy perfectamente
podemos reconocer durante una mañana en que Tánatos y Eros bailan una
vez al año. Ese día todos hablan de revoluciones privadas o públicas, aunque
sea escuchando, como lo decía él, a Miles Davis.
De nuevo, el rito engendra su contrapartida: el Carnaval
auspicia la aflicción de la carne, el Día de Muertos patrocina el élan vital. Se dispersan y desintegran las teorías
de la ilícita relación pública entre la Muerte y México. No
hay intimidad, no hay intimidación. ¿Adónde “si me han
de matar mañana que me maten de una vez”? ¿Adónde
“anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo”?
¿Adónde el humor negro y su “de tres tiros que le dieron
nomás uno era de muerte”? En pleno pueblo típico, en el
día de difuntos, un sitio a gogo lo niega todo. Y el empeño
de diversión, el reto y la ostentación sexuales se despliegan en la vestimenta y en las actitudes de la audiencia,
una audiencia que anticipa el Carnaval de Veracruz, que
vocifera canciones rancheras con tal de adelgazar una
sensibilidad que es materia seducible, con tal de apoderarse burlonamente del machismo. (299-300)
Así es como el supuesto espacio de la intimidad es público y no se privatiza
en las letras de Monsiváis. De ahí su solidez moderna y no su fragmentación
postmodernista. Y ahí radica un valor inesperado en estos tiempos en que se
hace necesario reconocer en los fragmentos las piezas sólidas de las voluntades, posadas en la razón como hilo de Ariadna frente a la efímera sensación
que ensalza la subjetividad extrema. Textos como los anteriores, que son
también la fotografía de los 60 y 70, cobran vida en décadas posteriores.
La crónica revuelve el olvido para exponer la memoria nuevamente mientras
él se ríe de las arrogancias con un humor negro que, seguramente, encubre
las suyas para provocar y remecer desde lo lúdico como expresión literaria
bajo el escrutinio de una estética afincada en la razón social, en el poder
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del discurso que hace aparecer feble a la voluntad individual y no así a la
colectiva, apelando el sentido de comunidad arrojada contra el poder que la
oprime, ya sea éste burgués o fascista. Elocuente es, entonces y como una
forma de hacer historia, una de las Viñetas del movimiento urbano popular –capítulo de Entrada libre–, en donde el escritor mexicano escribe una
escena de La ciudad capitalista. En el origen, la ganancia:
La desesperación urbana y su imagen arquetípica: la
pareja desciende del camión, con bultos que incluyen 6
niños, y se lanza a conquistar el Edén subvertido. En su
pueblo no hay trabajo ni agua, los latifundistas le imponen
precios de hambre a sus productos, un hijo se les murió
por falta de atención médica... La historia continúa tristemente, con las alegrías a cargo de la amnesia (Monsiváis,
Entrada libre 237).
En el texto, él nombra como la “Pareja Legendaria” a los protagonistas
de esta historia de obstinación, sobrevivencia, cuya visión del “Edén Posible”
–el ethos en el que se desenvuelven sus anhelos– amortizará a los pocos
días, cuando se haga evidente que los dueños serán otros en la Ciudad, con
ropajes distintos a los de quienes ostentan el poder fuera de ella; pero serán
dueños al fin y al cabo. Y ellos, “La Pareja”, intentará remendar su historia
macerada en el cuenco de la gran historia de la migración campo-ciudad; la
gran historia de la inequidad que requiere, para su liberación y de acuerdo
al postulado ético del autor, de la organización entre pares para revertir la
injusticia.
Es un explícito relato sobre la conciencia política construida “desde abajo”.
Monsiváis logra el clímax de la historia en lo que él evoca como “toma de
conciencia”. Y la “Pareja Legendaria” transita de un régimen feudal a uno
asalariado, en donde la lucha por la dignidad de los trabajadores es vista
como la única salida para sostenerse –bajo la consigna del “bien común”–
en un sistema que insiste –a través, pero no exclusivamente, del sistema
mediático– en ser el “Edén Posible”.
“Red de relatos” para evocar al cronos de la historia
El juego se expresa en la “red de relatos”, como diría Arendt al referirse
a la construcción del relato público en su dimensión histórica-política (La
condición humana, 1958), convocados a partir de estrategias narrativas hoy
reconocibles en autores latinoamericanos que han seguido la ruta sobre lo
social en busca de los relatos identitarios sobre los que se edifican sentidos
de actualidad enmarcados en los procesos dialógicos. En esos procesos intervendría la crónica en tanto depositaria de diálogos, elucubraciones filosóficas
y políticas, argumentos lógicos, espacios biográficos y contextos de todo tipo.
La crónica periodística –que otorga sentidos de realidad a los periodos
de la historia– interviene esos sentidos apelando a género, etnias, a la vez
que articula –sin llegar a resolver la paradoja– aquellas políticas de identidad admitidas desde la igualdad en reconocimiento de diferencia (totalidad
y mundos vitales en diálogo).
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En esta “red de relatos” –condicionada por la construcción de la historia
“desde abajo”– adquieren voz las experiencias representadas, la materialidad
de la cultura expresada en el contenido y en la forma, posibilidad que para
el periodismo es deseable en la dialéctica desafiante que considera juego
de fuentes de diverso orden, documentación, contexto y texto en tensión
continua.
El cronista reconoce la oportunidad, volviéndose autor en el momento
exacto en que reconoce el conflicto, la no-languidez, el hallazgo, la imaginación libertaria. Es así como increpa al Estado desde los testimonios y
prácticas –cuando no basta sólo el discurso– que va reconociendo, por ejemplo, en las calles luego del terremoto de 1985, sobre el suelo de un DF que
no se sostuvo en pie. Es, precisamente, ese tipo de reconocimientos el que
da lugar a la “red de relatos” conocida como el texto No sin nosotros. Los
días del terremoto 1985-2005. En lo que sigue, Monsiváis sitúa la expresión
“sociedad civil” en el momento exacto de su porfiada instalación resignificada
en el imaginario popular mexicano:
Ante la ineficacia notable del gobierno de Miguel de la
Madrid, paralizado por la tragedia, y ante el miedo de
la burocracia, enemiga de las acciones espontáneas, el
conjunto de sociedades de la capital se organiza con celeridad, destreza y enjundia multiclasista, y a lo largo de
dos semanas un millón de personas (aproximadamente)
se afana en la creación de albergues (...). A estos voluntarios los anima su pertenencia a la sociedad civil, la
abstracción que al concretarse desemboca en el rechazo
del régimen, sus corrupciones, su falta de voluntad y de
competencia al hacerse cargo de las víctimas, los damnificados y deudos que los acompañan. Por vez primera,
sobre la marcha y organizadamente, los que protestan
se abocan a la solución y no a la espera melancólica
de la solución de problemas. Cientos de miles trazan
nuevas formas de relación con el gobierno, y redefinen
en la práctica sus deberes ciudadanos. (Monsiváis, No
sin nosotros 9)
En fragmentos como éste se han ido observando aquellos aspectos residuales (continuidades, como la solidaridad, la comunidad), emergentes
(los pliegues tramposos del mercado que homogeniza, adormece, recrea
expectativas en la falsedad del acceso) y dominantes (la supremacía de una
clase sobre, en la disputa de quién tiene la última palabra) de una historia
social en construcción que “desde abajo” alude a una historia del presente
articulada “desde arriba” (instituciones, aparatos ideológicos de las élites).
Así es como busca ir ubicando, como si fuera un teatro nacional, a protagonistas desprendidos desde realidades cruzadas por descalzos, proletarios,
burgueses, intelectuales, extranjeros, burócratas, comerciantes, pistoleros,
artistas, en definitiva, compositores de historias traducidas para ser escritas
por autores como un Monsiváis que luchó contra el extrañamiento y, al parecer, ganó las batallas autoimpuestas y determinadas al estar en el mundo
de la vida como cronista y no como quien pasa sin detenerse.
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La reflexividad propuesta nos permite coincidir en este punto con Castoriadis,
cuando se pregunta (en un encuentro-debate con Jorge Semprún, Octavio
Paz y Carlos Barral, en 1988)3 por el lugar de enunciación del escritor que
alude en su obra a la democracia. Evocando el tiempo griego como un péndulo proyectado a una América Latina construida sobre los pretextos de sus
propios imperios, traduce un anhelo que en autores como Monsiváis logra
cierta obsesiva materialidad:
La mayor parte del tiempo nos pasamos la vida en la
superficie, presos en las preocupaciones, en las trivialidades, en la diversión. Pero debemos, o debemos saber,
que vivimos sobre un doble abismo, o caos, o sin fondo.
El abismo que somos nosotros mismos, en nosotros
mismos y para nosotros mismos; el abismo detrás de las
apariencias frágiles, el velo friable del mundo organizado
e incluso el mundo supuestamente explicado por la ciencia
(…). El escritor, en cierto tipo de sociedad –precisamente
en aquella donde comienza a germinar la democracia–,
como el artista en general o, de otra manera, el pensador
o el filósofo, rechaza esta ocultación del abismo. Si dialoga
con el mundo y con los otros, como dice Octavio Paz, no
es para atenuar, esconder, consolar o edificar, sino para
develar, romper los velos de nuestra existencia instituida
y constituida para hacer aparecer el caos. (Castoriadis,
82-83)
Por último, y para concluir este texto en memoria del autor de Amor perdido (1977), es necesario reconocer que, esgrimiendo estrategias literarias
para capturar espacios que desde su materialidad se alzan como espacios
simbólicos, el narrador-poeta-fotógrafo levantó escuela entre los cronistasescritores-periodistas de una América Latina por contar. Una escuela que
debiera resistirse a ser parte de la estrategia comercial de lo que se ha
autodenominado “nuevo periodismo”, porque lo que hacen estas crónicas
y sus cronistas es rescatar una tradición y ponerla en valor al reactualizar
formas de decir desde la oralidad, el entramado hereditario de lo popular y
los sujetos que la construyen para no ser esencializados ni abyectos; sujetos
que Monsiváis y la escuela que lo sigue y precede irá reconociendo como
históricos, protagonistas al momento –esquivo momento en los medios masivos salvo en revistas como Etiqueta Negra o Gatopardo4– de contar(nos).
3
En la Feria del Libro de Aix, en Provence, el 4 de junio de 1988, publicado en Détours
d’éscriture, núm. 13/14, dedicado a Octavio Paz, primavera-verano de 1989, pp. 1119-129.
4 Gatopardo (www.gatopardo.com) es una revista que, aunque se funda en Colombia,
se traslada y muta en Ciudad de México, publicando contenidos periodísticos (crónicas,
entrevistas, reportajes, columnas) generados en diversos puntos del planeta, en especial en
Latinoamérica. Sus actuales creadores la definen así: “Es una revista dedicada al periodismo
narrativo que presenta una mezcla de buena escritura, aguda intuición social, reportajes en
profundidad y retratos memorables de la gente más influyente de la región ( ). Tiene dos
agendas: Pública y Privada. Las secciones de la Agenda Pública son de interés general, con
temas como periodismo y política latinoamericana y los eventos relevantes del mes en toda
la región. La Agenda Privada se enfoca en estilo de vida, con páginas de arte, música, libros,
cine, diseño y de consumo como tecnología, autos y gastronomía”. Etiqueta Negra (www.
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XIMENA PÓO FIGUEROA
LOS MAPAS EN LA CRÓNICA SOCIAL DE CARLOS MONSIVÁIS:…
Obras citadas
Barthes, Roland. El susurro del lenguaje: Más allá de la palabra y la escritura.
Tr. C. Fernández Medrano. México D.F.: Paidós, 1994.
Castoriadis, Cornelius. Ventana al caos. Tr. Sandra Garzonio. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica, 2008.
Monsiváis, Carlos. A ustedes les consta. Antología de la crónica en México.
México DF: Ediciones Era, 1996.
_____. Días de guardar. 17ª ed. México D.F.: Ediciones Era, 2000.
_____. Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza. México D.F.:
Ediciones Era, 1987.
_____. Las tradiciones de la imagen. México D.F.: Fondo de Cultura Económica,
2003.
_____. Los rituales del caos. 6ª ed. México D.F.: Ediciones Era, 2010.
_____. No sin nosotros. Los días del terremoto 1985-2005. México D.F.:
Ediciones Era, 2005.
Póo, Ximena. “Imaginarios latinoamericanos en la crónica periodística actual.
Aproximaciones a Juan Villoro, Martín Caparrós y Carlos Monsiváis”.
Revista Mapocho 64 (2º semestre 2008): 99-115.
Rotker, Susana. La invención de la crónica. México D.F.: Fondo de Cultura
Económica, 2005.
Vallejo Mejía, Maryluz. “La crónica en Colombia: medio siglo de oro”. Alma
Mater 2, Colección Documentos, Universidad de Antioquia (octubre
1998).
Waldenfels, Bernhard. “El habitar en el espacio físico”. Tr. Laura S. Carugati
y Román Setton. Teoría de la cultura. Un mapa de la cuestión. Comp.
Gerhart Schröder y Helga Breuninger. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2005.
Williams, Raymond. Sociología de la cultura. Tr. Graziella Bravalle. Barcelona:
Ediciones Paidós, 1994.
etiquetanegra.com.pe) se funda en Perú y, entre el delirio y la razón crítica de su equipo
creador, se convierte en un referente para las mejores crónicas periodísticas-literarias de la
región. Sus editores la definen así: “No es una revista del corazón, o, mejor: no sólo es una
revista del corazón. Tampoco es una revista de espectáculos, ni de política, ni de sexo, ni
de estilos de vida. No es una revista sólo para hombres, ni para intelectuales, ni para amas
de casa. No publicamos lo último de la moda en París y en Nueva York. Ni fotografías de
sociales. Ni guías del ocio ( ). Es, más bien, un poco de todo eso: una revista de historias,
crónicas, perfiles, ensayos y cuentos. Una revista hecha en el Perú, para descubrir el mundo”.
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