Bajo la sombra de la Historia

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Bajo la sombra
de la Historia
Ensayos sobre el islam y el judaísmo
VOLUMEN I
HISTORIA
FERNANDO DEL PASO
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
B a j o l a s o m b r a de l a Hi s tori a
FERNANDO DE L PA S O
Bajo la s ombra
de la His toria
ENSAYOS SOBRE EL ISLAM
Y EL JUDAÍSMO
VOLUMEN I
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2011
Paso, Fernando del
Bajo la sombra de la Historia. Ensayos sobre el islam y el judaísmo, vol. I / Fernando del
Paso. – México : FCE, 2011
XVIII + 934 p. ; 23 × 17 cm – (Col. Historia)
ISBN 978-607-16-0637-2 (empastada)
ISBN 978-607-16-0811-6 (rústica)
ISBN 978-607-16-0636-5 (obra completa)
1. Islam – Ensayo 2. Judaísmo – Ensayo 3. Religión I. Ser. II. t.
LC BP42
Dewey 297P536b
Distribución mundial
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Imagen: Panel del Tríptico de la Redención: Adán y Eva expulsados del paraíso (1455-1460),
de Vrancke van der Stockt, Museo del Prado
D. R. © 2011, Fernando del Paso
D. R. © 2011, Fondo de Cultura Económica
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el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-0637-2 (empastada)
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ISBN 978-607-16-0636-5 (obra completa)
Impreso en México • Printed in Mexico
Su m ar i o
Agradecimientos, XI
Nota de advertencia, XIII
Primera parte
LAS MIL Y UNA NOCHES DE LA BBC, 1
I. De la mano de Dios, 3
II. La guerra era una fiesta, 65
Segunda parte
MAHOMA Y EL NACIMIENTO DEL ISLAM, 133
I. Introducción, 135
II. Mahoma: vida y milagros, 177
Tercera parte
HISTORIA ANTIGUA DE UN PUEBLO “DEICIDA”, 297
I. De los orígenes de la nación judía
al principio de la Diáspora, 299
II. ¿El fin de la nación judía? Del retorno de Babilonia
a la rebelión de Bar Kokhba, 462
Apéndices, 501
Cuarta parte
EL CORÁN, 519
I. Introducción, 521
II. La palabra de Dios, 554
III. Los versículos satánicos, 644
Apéndices, 667
Bibliografía, 733
Índice analítico, 751
Índice general, 927
Este libro está dedicado a una institución mexicana,
la Universidad de Guadalajara, en reconocimiento
por la confianza, el apoyo moral y, lo que es más importante,
el tiempo y el respaldo económico que me dio durante varios
años, y que fueron indispensables para escribirlo.
A g r ade c i m i e n tos
A El Colegio Nacional (México), del que me honro en ser miembro desde 1996,
por todo el apoyo moral y económico que siempre me ha brindado.
A la Biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México, que me permitió gozar de la categoría de lector externo con préstamo a domicilio, y muy
en particular a su directora, la maestra Micaela Sánchez, a quien tantas gentilezas debo.
A mi amiga de siempre, la profesora Elizabeth Corral Peña, investigadora de
la Universidad Veracruzana, quien con tanta devoción y amor se ha dedicado
desde hace muchos años al estudio de mi obra, y que en este libro se encargó inicialmente del ordenamiento de las citas y referencias bibliográficas, así como
del índice onomástico y temático, labores ambas continuadas y completadas con
excelencia por el profesor Gerardo Hurtado, a quien agradezco su inapreciable
apoyo.
A la doctora Jimena Nélida Rodríguez, de El Colegio de México, quien por
varios años me auxilió de una manera extraordinaria en la consecución de innumerables libros y artículos de revistas, así como en la búsqueda de una muy
variada información.
A Axel Retif, cuya erudición, acuciosidad y suspicacia contribuyeron a la
exactitud y el rigor máximos posibles de este libro.
A Alejandra García, de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica,
por sus valiosos comentarios e indicaciones, y al profesor Guillermo Hagg, por
su lectura de la parte correspondiente a “El Corán” y por su contribución para
enriquecer el índice analítico.
A mi secretaria, la licenciada Rosario Trejo, lectora fiel del manuscrito, quien
XI
siempre me brindó una invaluable asistencia técnica y me hizo también observaciones que me fueron de gran utilidad.
A mi muy querido y culto amigo Rafael Tovar y de Teresa, quien tuvo la
gran gentileza de ser el primer lector de este libro, y a quien también debo inapreciables consejos.
A mi hija Adriana del Paso de Durán, quien me consiguió numerosos libros que me fueron indispensables para escribir este que el lector tiene en sus
manos.
Al profesor Giancarlo Pizzi y el licenciado Rubén Marín, quienes a su vez
se encargaron de enviarme libros y materiales desde Francia. Mi agradecimiento
especial a Rubén, subdirector de la Casa de México de la Ciudad Universitaria
de París, por la prontitud y el entusiasmo con los que respondió a mis solicitudes.
A mi prima Michèle Juin, quien me proporcionó algunos libros que me
resultaron indispensables.
A Abraham Castillo, quien tuvo la gentileza de enviarme cuanto material
encontrado en Internet juzgó que era de interés para este libro.
A Emmanuel Alejandro Alvarado, de El Colegio de México, quien se encargó de proporcionarme materiales que me fueron también de gran provecho.
A mi esposa Socorro y a mis otros dos hijos, Alejandro y Paulina, por el
cariño y la confianza que me han tenido a lo largo de tantos años, y sobre todo
por su paciencia. Esta actitud fue compartida también, en vida, por nuestro
hijo mayor desaparecido, Fernando, a quien llamábamos Chico.
A la poeta quebequense Françoise Roy, entusiasta traductora al francés de
las tres primeras partes del volumen I de esta obra, quien además colaboró
asimismo a la corrección del manuscrito en español y a la de todos los términos, nombres y citas en francés, y a su colaborador, el profesor Gabriel Martin,
quien se encargó de cotejar el manuscrito original con la traducción y me proporcionó un valioso auxilio en la revisión general de la obra.
A Carmen Balcells, que, más que mi agente literario, ha sido una gran amiga
que siempre ha mostrado una fe inquebrantable en mi trabajo.
XII
Nota de advertencia
LOS NOMBRES extranjeros de personas y lugares que aparecen en este libro fueron tomados de diversas fuentes escritas en español, francés e inglés y, ocasionalmente, de otras lenguas. Las grafías correspondientes son, por lo general,
distintas. Por ejemplo, todos aquellos nombres que en inglés y francés comienzan por ‘Kh’, como Khomeini o Khadija, en español se escriben con ‘j’,
y a su vez ésta se transforma en ‘ch’. Así, en castellano la grafía correcta sería
Jomeini y Jadicha, respectivamente. La existencia durante casi ocho siglos de
una España musulmana es la responsable de que muchos de estos nombres aparezcan escritos de esta manera en las bibliografías castellanas y, cuando así ha
sido, he respetado la grafía. Sin embargo, y en virtud de que la documentación a
la que acudí es, en un altísimo porcentaje, de origen francés, el lector también
encontrará muchos nombres —tanto de personas como de ciudades y lugares— con la grafía francesa kh, puesto que así aparecen en las bibliografías e
índices onomásticos, notas, referencias, etc., de las obras y estudios consultados, y por lo mismo así son localizables tanto en el material impreso como en
Internet. Ejemplos de estos casos serían el nombre del terrorista francoargelino Klahed (Kelkal) o el apellido del investigador (Farhad) Khosrokhavar.
Por otra parte, el lector encontrará que me he atenido a la grafía de la mayor parte de aquellos nombres que en francés contienen la sílaba ou, equivalente,
en su sonido, a la ‘u’ castellana. Por ejemplo, los de investigadores modernos como
Arkoun (Mohammed), Hourani (Albert), Sifaoui (Mohamed) o Jazouli (Adil),
que el lector no encontraría escritos como Arkun, Hurani, Sifaui o Jazuli en las
bibliografías y enciclopedias contemporáneas, ni en Internet. Algunos, sin embargo —muy pocos—, que fueron tomados directamente de estudios escritos
XIII
en español, o que son muy conocidos en nuestra lengua, como Harún (alRashid) o al-Mansur, en ocasiones Almanzor (tanto el califa abasida fundador
de Bagdad como la gran figura de la España musulmana) —en francés Haroun
y al-Mansour—, conservan la grafía española.
Creo que a pesar de estas pequeñas dificultades, el lector sabrá orientarse,
puesto que se trata de términos semejantes. En un mundo cada día más globalizado, donde de la noche a la mañana Pekín dejó de llamarse así para ser
conocido como Beijing, y Bombay, Mumbai, y España —por lo menos en el
dominio de las comunicaciones electrónicas— pasó a ser Espana, sin la ‘ñ’,
no parecen ya prevalecer las reglas de grafías generalizadas y definitivas. Lo
vemos en lo que concierne al concepto de guerra santa, o mejor, guerra religiosa, a la que en español me refiero como yijad, y sobre la que me he encontrado, tan sólo en francés, tres grafías distintas: jihad, djihad y gihad. Por
otra parte, la palabra ben, que en árabe significa “hijo de”, aparece en los textos franceses, ingleses y españoles unas veces así, ben, otras como bin —Bin
Laden— y unas más como Ibn, por ejemplo, cuando se hace referencia a uno
de los más conocidos biógrafos de Mahoma, Ibn Ishaq. Otros autores, españoles, introducen una variación más: a Ibn Jaldún, por ejemplo, lo llaman
Abenjaldún.
Por otra parte, en cuanto a los términos israelita e israelí, usaré el primero para las referencias históricas del antiguo Israel, el pueblo semita tal como
se nombra en los textos bíblicos, y el segundo para los nacidos en el Estado
de Israel.
Como sabemos, los géneros de las cosas cambian de un idioma a otro. Por
ejemplo, en inglés, el artículo the no es ni femenino ni masculino, y de esta
regla sólo existen dos o tres excepciones. Por otra parte, muchas palabras que
en francés son masculinas, como le front, le sang, le lait, le genou, en español
son femeninas; esto es, la frente, la sangre, la leche y la rodilla. En lo que concierne al género de vocablos hebreos y árabes, me he apegado algunas veces a
la tradición francesa, y otras a la española. En muchas ocasiones ambas coinciden: los franceses, cuando se refieren a la celebración judía del sábado (masculino en ambas lenguas) dicen le Shabat, y en español decimos el Shabat, cuando, en términos estrictos, debía ser la Shabat, puesto que ese día, en hebreo, es
“una Reina”. Siendo notoria la misoginia que prevalece tanto en el mundo judío como en el musulmán —además de aquella que ha caracterizado al cristianismo, que no es en sí tema de este libro—, he tenido cuidado, sin embargo,
de preservar el género femenino cuando éste adquiere una singular importancia, como en la palabra Shekhinah, que en la mística judía se refiere al elemento
femenino que es parte de Dios mismo.
XIV
Cuando me refiero a algo ya dicho o por decir, he empleado indiscriminadamente la primera persona del singular: “como dije, como diré”; la primera
del plural: “como vimos, como veremos”, o la neutra: “como se mencionó,
como se mencionará”, con el único propósito de no caer en la monotonía. El
lector me perdonará esta frivolidad.
Debo también ofrecer disculpas al lector en el caso de que no me sea posible cumplir todas las promesas que hago en este primer volumen sobre los temas “que trataré más adelante”. Para lograrlo, necesitaré vivir algunos años más
y conservar, durante ellos, la lucidez.
Esta obra se titula Bajo la sombra de la Historia y no A la sombra…, como
podría esperarse, debido a que el autor considera que la Historia es en sí, ella
misma, una sombra.
XV
El contenido de este libro no es lo que yo quiero enseñar:
su contenido es lo que yo quería aprender.
Prime ra parte
las mil y una noches de la bbc
I
De la mano de Dios
LIBRE DEL PECADO DE ORGULLO
Yo no soy un historiador. Pero soy un testigo de mis tiempos. Un testigo privilegiado.
Privilegiado por ser agnóstico y por ser latinoamericano.
Que me había transformado en agnóstico —aunque en ese entonces no
conocía esta palabra— lo descubrí cuando tenía 12 o 13 años de edad: un día
perdí la fe de una manera fulminante y definitiva.
Que era yo un latinoamericano me di cuenta cuando salí de México para
vivir primero en Estados Unidos y después en Londres.
Hay una diferencia entre ser ateo y ser agnóstico. Agnóstico es un término acuñado por el célebre biólogo inglés del siglo XIX T. H. Huxley, quien al
parecer se inspiró en la inscripción Agnostos Theos —“Al Dios desconocido”— que San Pablo afirmó haber visto en un altar de Atenas.1 Ateo —y en
particular el dogmático— es el que niega de manera rotunda la existencia de
Dios. Agnóstico es el que está convencido de que nunca será capaz de descifrar los misterios de la Creación, y por lo tanto se abstiene de cualquier intento al respecto. El Diccionario de filosofía de Ferrater Mora nos dice: “El
agnosticismo en el sentido de Huxley no se opone al saber; se opone únicamente a la pretensión de saber lo que no se sabe”.2 Y más adelante nos recuerda que el filósofo español Tierno Galván distingue, en el ateo, una voluntad:
la de que Dios no exista, voluntad que no tiene el agnóstico. El agnóstico no
echa de menos a Dios, se limita “a vivir en la finitud”. En cierto modo, el ateo
dogmático es un no creyente activo y proselitista, y el agnóstico, un no cre1
2
E. Royston Pike (1960), p. 10.
José Ferrater Mora (1994), p. 73.
3
yente pasivo. Pero existe también el ateo escéptico, que comparte con el agnóstico el reino de la indiferencia.
También comparten ambos —el ateo y el agnóstico—, aunque no siempre, la indignación ante tanto crimen y tanta estulticia consentidos por el
Dios al que los creyentes judíos llaman justo y los musulmanes, y en mayor
medida los cristianos, todo misericordia. Pero al mismo tiempo ambos procuran vivir un poco dentro del olvido de la realidad —nadie tolera una dosis
muy alta de realidad, decía Cioran, a quien cito de memoria— y darle cada día
un poco de sentido a su vida. Este poco de sentido crece a medida que tanto el
uno como el otro actúen dentro de un marco ético que pudo haber tenido
como origen, algunas veces, el haber sido educado en la infancia en el seno de
una religión, o que es resultado de haber elegido, motu proprio, un equilibro
entre el egoísmo, que es el amor por sí mismo, y el amor a los demás, cuando
éste existe. Porque no siempre se da. También entra en estas consideraciones
la conveniencia: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”,
como dice el Talmud.
En ocasiones, los no creyentes despertamos cierta compasión en algunos
creyentes: después de todo, para ellos, los no creyentes somos unos seres desvalidos, literalmente abandonados por Dios. Suelen también pensar, los creyentes, que para un ateo la vida no tiene sentido. En realidad, vista desde cualquiera de las dos posiciones, la vida no tiene sentido. El creyente se lo inventa.
El ateo lamenta esta ausencia y trata de superarla porque sabe, o intuye, que si
la vida del ser humano tuviera sentido, no tendría sentido: todos seríamos
ángeles. Dios nos dio esa maravilla que es la razón, pero al mismo tiempo la
limitó a un extremo doloroso. Dios nos creó, dice la Biblia, dice el Corán, para
que lo adorásemos, pero no nos proporcionó las herramientas suficientes
para hacerlo. Yo no puedo adorar algo que no entiendo y que sé que nunca entenderé. Un dicho judío afirma que lo único que tiene que explicar el creyente
es la existencia de Dios. En cambio, el ateo tiene que explicar la existencia de todo
lo demás.3 Pero yo pienso que, si una de las características inmanentes de Dios
es la inexplicabilidad, los creyentes, entonces, nada se explican, y esto nos coloca en igualdad de circunstancias.
Sin embargo, las más de las veces los ateos provocamos no la lástima de
los creyentes, sino su irritación, y algo más grave aún: el desasosiego. No entienden por qué no creemos, no quieren entenderlo, no les gustaría entenderlo. Lo que es más: a lo largo de mi ya larga vida, me he encontrado con muchas
personas que piensan que en el fondo, muy en el fondo, los no creyentes cree3
4
Michel Levin (2002), p. 28.
mos, pero que la soberbia no nos deja confesarlo. Les molesta también que no
creamos en el infierno —sólo en el que vivimos—, que sería por antonomasia el castigo merecido por los ateos, ni en el premio al que nos acercaríamos
si comenzáramos a creer: el cielo. No comprenden que para un ateo —el buen
ateo, esto es, el buen amigo, el hombre honesto y leal, el buen ciudadano,
buen hijo y buen padre— el premio de sus buenas acciones son las acciones
mismas. Y el castigo para las malas acciones, si no el infierno eterno, sí algunas temporadas en él. Concepto nada nuevo, por supuesto; ya lo decía el gran
filósofo judío Baruch Spinoza y, varios siglos antes, el heresiarca Pelagio, quien
además de no creer en la transmisión del pecado original, afirmaba que la gracia sobrenatural del Señor no era indispensable para que un hombre viviera
una vida santa.
“Creer en Dios es un pecado de orgullo […] el ateísmo, a la inversa, es una
forma de humildad”, nos dice el filósofo francés André Comte-Sponville,4 quien,
sin embargo, no deja de señalar que, en lo que se refiere a la pérdida de un ser
querido, los agnósticos somos mucho más vulnerables que los creyentes:5 tenemos la convicción de que nunca lo volveremos a ver, nunca, en toda la eternidad.
Aunque esto nos da una pequeña ventaja: cuando ocurre una desgracia así,
no tenemos un Dios a quién reclamarle. No tenemos un Dios de cuya misericordia podamos dudar.
¿En qué creen los que no creen? es el título de la publicación de un debate
que se dio entre el gran escritor y lingüista italiano Umberto Eco y el entonces cardenal de Milán, Carlo Maria Martini. La mejor respuesta que yo encontré en su lectura a esta pregunta es de Eco: “[los ateos] encuentran en la Vida,
en el sentimiento de la Vida, el único valor, la única fuente de una ética posible”. Y agrega a continuación: “Y sin embargo, no existe un concepto más
fugitivo, vago, o como suelen decir ahora los lógicos, fuzzy —esto es, confuso—”.6 Eco tiene razón. Muy pocas cosas hay tan vagas, fugitivas y, en una palabra, confusas, como la propia vida. En otras palabras, el sentido que para un
agnóstico tiene la vida corresponde a las características mismas de la vida.
Pascal piensa que la autoafirmación de un no creyente, lejos de ser una
manifestación llena de alegría, debería ser un acto cargado de tristeza. Para mí,
ser un no creyente no es un hecho que me haya dado una satisfacción particular. Tampoco una tristeza especial. No vivo en la noche oscura del alma, como
podría suponer San Juan de la Cruz. Tristeza tengo, sí; la he tenido desde siem4
André Comte-Sponville (2006), p. 133.
Ibid., p. 20.
6
Umberto Eco y Carlo Maria Martini (2000), p. 47.
5
5
pre, por el mundo. “Pobre gente toda la gente”, decía el gran poeta portugués
Fernando Pessoa. Sí, pobre gente todos nosotros.
Esto no significa que tenga lástima de mí mismo. Al menos no más de
la que es estrictamente necesaria para aproximarme a la comprensión de los
vínculos que existen entre mi persona, como ser humano, y la realidad. Entre
mi persona y los demás. Entre mi vida y mi muerte. Entre el encanto del paraíso perdido que es la infancia, cuando se tiene una infancia razonablemente
feliz —que no es siempre el caso, pero fue el mío—, y el desencanto que, con
paso lento, se apodera de nosotros a medida que pasan los años. Que tampoco
es siempre el caso, pero que sí es el mío.
Durante muchos años pensé —lo que desde luego implicaba una buena
dosis de arrogancia— que los no creyentes entendemos mejor por qué creen
los creyentes, de lo que los creyentes entienden por qué no creemos los no
creyentes. Sin embargo, un día me di cuenta de que no siempre es así, y que
una buena parte de mi vida la había dominado —la domina todavía— una curiosidad nunca saciada: la de encontrar una respuesta a la pregunta inversa a la
que da título a la polémica entre Eco y el cardenal de Milán: ¿en qué creen los
que sí creen? Y sobre todo, ¿por qué?
Una de las experiencias que más me impresionaron en la infancia está
vinculada a un muchachito que no podía tener un apellido más judío: Cohen.
En la calle donde nací, en la colonia Roma de la Ciudad de México, vivían dos
o tres familias judías que tenían grandes residencias. Unas cinco calles hacia el
este del barrio existía un núcleo de judíos de muy escasos recursos. Éstos eran
los que enviaban a sus hijos a las escuelas públicas. Mis padres me inscribieron
primero en una escuela de monjas, pero no pudieron pagar la colegiatura y me
enviaron entonces a la primaria Benito Juárez. Allí conocí a Cohen. Como en
toda escuela pública mexicana, estaba prohibido enseñar religión. Pero la maestra de tercero de primaria, una española franquista, católica acérrima, nos obligaba a todos a rezar el Padre Nuestro y a persignarnos antes de comenzar las
clases. No hacía excepción con el pequeño Cohen, el único judío de la clase:
era necesario salvar su alma. Y a Cohen, mientras movía la mano y los labios,
se le escurrían las lágrimas. Creo que ésa fue la primera vez que aprendí lo que
significaba la palabra injusticia, porque cuando se lo conté a mi madre, católica
ella misma, eso dijo: “Es una injusticia”. No fui amigo de Cohen, pero nunca
olvidé sus lágrimas. Nunca, tampoco, por qué la profesora no entendía que
Cohen no creía en las mismas cosas que ella, y que estaba en su derecho de hacerlo. Pero comencé a darme cuenta de que había en el mundo personas que creían
en cosas muy diferentes de las que me habían enseñado en la casa como las
únicas cosas en las que había que creer.
6
En la secundaria tuve mi primer amigo judío, un genio de las matemáticas
—a las que entonces yo aborrecía—, quien durante los exámenes me pasaba a
hurtadillas las soluciones. En una ocasión le dije que quería volverme judío. Su
familia, como era de esperarse, me disuadió. Fue en esa misma época en la que
comencé a frecuentar las librerías esotéricas, en las que adquirí Isis sin velo, de
Madame Blavatsky, y leí a Maimónides. El título del tratado más conocido
de este célebre filósofo, teólogo y médico judeoespañol se ha traducido al español cuando menos de dos maneras diferentes: Guía de los descarriados y
Guía de los perplejos. Prefiero la segunda versión, porque, después de leerlo, a
los doce o trece años de edad, me agregué, como era de esperarse, a la lista
de los perplejos. A esa edad, desde luego, nunca había oído yo hablar de Aristóteles ni su influencia sobre el sabio judío.
En la secundaria tuve otro amigo, que era evangelista. Un sábado en la tarde me invitó a asistir a su templo, a lo que él llamaba “un duelo”. Me agregué a
una reunión de unas diez o quince personas, de sexos y edades diferentes,
aunque los jóvenes éramos mayoría. Cada uno tenía en sus manos una Biblia
cerrada: la protestante, la versión de Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina.
A mí me prestaron un ejemplar. El director del duelo, al frente de nosotros,
tenía también una Biblia en las manos. El duelo, o competencia, consistía en
que el director pronunciaba el nombre de uno de los libros de la Biblia y los
números de un capítulo y versículo de éste, del Nuevo o del Antiguo Testamento, si bien con mucha mayor frecuencia de este último. Por ejemplo, decía:
“Sofonías uno diecisiete” o “Éxodo veintinueve veinte”. El primero que encontrara el versículo lo leería enseguida en voz alta y se anotaba un punto. De Sofonías: “Y atribularé a los hombres, y andarán como ciegos, porque pecaron
contra Yahveh; y la sangre de ellos será derramada como polvo, y su carne será
como estiércol”. Del Éxodo: “Y matarás al carnero, y tomarás de su sangre y
la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón…” Y así por el estilo.
Pronto aprendí a calcular dónde quedaba cada uno de los libros. Era difícil
localizar los atribuidos a los profetas menores, como el mismo Sofonías, Habacuc, Hageo o Abdías, ya que no pasan de una o dos páginas. Lo mismo el Libro de Jonás. Pero era más fácil ubicar libros como el Levítico, Isaías o Ezequiel. Vencí en algunos duelos, pero lo más importante es que me habitué a
leer la Biblia. La leí varias veces en mi juventud. La volví a leer otras tantas
cuando comencé a escribir este libro.
Conozco algunas de las principales teorías científicas o pseudocientíficas
que explican el origen de las religiones. Por otra parte, la necesidad de entender en qué creen los que sí creen me llevó, también desde muy joven, a leer
una parte de la obra de Aristóteles y a los escolásticos como Aquino, San Bue7
naventura, Alberto Magno; después a Luis de Molina y Francisco Suárez, Duns
Escoto. También, por supuesto, al fundador de la Escolástica, el santo inglés
Anselmo, quien en su Proslogium —Discurso o Alocución— estableció según
él la prueba de la existencia de Dios, que a partir de Kant recibió el nombre de
“prueba ontológica”,7 y que proclama que la idea de Dios como un ser absolutamente perfecto es en sí misma la prueba de su existencia. Todo eso me llevó,
varios años después, a teólogos como los suizos Karl Barth y Hans Küng; al
estudio —superficial— de otras religiones; a la adquisición desordenada de diccionarios y libros sobre religión; a la lectura de los profetas de los movimientos milenaristas y mesiánicos, y, por último —y de manera ya no tan superficial—, al misticismo judío y a la teología islámica; a la pasión, también, por la
historia, y en particular la del judaísmo y el islam. El interés por el antisemitismo, por la Alemania nazi, por el Holocausto, por la negación de éste y por el
conflicto en el Medio Oriente fue consecuencia natural de esa pasión.
Los creyentes pensarán que una buena parte de mi vida, hasta ahora, no ha
sido otra cosa que una intensa búsqueda del Dios que perdí cuando era niño. Y
que, como toda búsqueda, su propósito —consciente o inconsciente— ha sido
el de encontrar el objeto del deseo.
Sin embargo, es evidente —al menos yo así lo veo— que creer o no creer
es una cuestión de predestinación, y no de libre albedrío. No es posible tomar
la decisión de comenzar a creer un día, a las diez de la mañana o las tres de la
tarde, y comenzar a creer. En otras palabras, no se cree por el solo deseo de
creer. Existen, sí, lo que unos llaman revelaciones súbitas, a las que yo llamaría
más bien alucinaciones, que logran el milagro de la conversión. Quizá yo experimenté una revelación, pero en sentido contrario: el resultado fue una desconversión. Pero se trata de revelaciones que no obedecen a nuestra voluntad.
Vienen de fuera, llegan, quizá de lo alto —otros dirían que de lo bajo—, pero
nos son impuestas. Dos de las más célebres de esas conversiones milagrosas,
como sabemos, fueron la que tuvo Saulo de Tarso camino a Damasco y la que
le ocurrió al emperador Constantino el Grande en el puente Milvio en las cercanías de Roma. Por supuesto, esta última estaba teñida de oportunismo político. De la misma manera, es imposible proponerse el dejar de creer un día, y
lograrlo gracias a la sola fuerza del deseo. Comenzar a creer o dejar de hacerlo
son cosas que pasan, nada más. Que nos pasan a los seres humanos. Tampoco
he gozado del privilegio de ser un gnóstico, es decir, uno de aquellos que se
acercan al conocimiento de Dios por medio del conocimiento de sí mismos:
yo no me conozco, por la simple razón de que toda mi vida —como es el caso
7
8
Ferrater Mora (1994), pp. 268-269.
de casi todos los seres humanos, supongo— he sido una sucesión de yoes distintos, con frecuencia contradictorios y en ocasiones simultáneos.
No considero por otra parte que sea el cristianismo el mejor método de
conocerse a sí mismo, si comenzamos por odiar nuestra propia vida y odiar a
nuestro padre, a nuestra madre, a nuestra mujer, a nuestros hijos, como condición para ser discípulo de Cristo, tal como lo expresa el Nazareno en el capítulo 14 del Evangelio según San Lucas: “Si alguno viene donde mí y no odia a
su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas
y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”,8 y de otra forma en el capítulo 10 del Evangelio de San Mateo: “El que ama a su padre o a su madre más
que a mí no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no
es digno de mí”.9 Yo prefiero el humilde amor pedestre que he tenido a mis seres queridos. No cambiaría el amor por un hijo por ningún Cristo. Por ningún
cielo.
Por último —y considero esto como un alivio—, los agnósticos no nos
vemos obligados a escoger entre el libre albedrío y la predestinación, ni debemos preocuparnos por nuestra incapacidad de elegir entre esos dos conceptos
antagónicos, o de aceptar su milagrosa coexistencia.
Lo único que me queda claro es que nadie tiene la libertad para elegir nacer o no nacer, ni el momento o las circunstancias de su nacimiento. Tampoco
nadie tiene la libertad de elegir entre la muerte o la inmortalidad en este mundo, ni la hora ni las circunstancias de su muerte. La única libertad verdadera y
completa es el suicidio.
Aun así, mi madre, si estuviera viva, diría —pese a que ella calificaría este
libro como el de un hereje— que Dios fue quien me puso en este camino, y
que por él he transitado de la mano de Dios.
LA PROMESA Y LA ESPERANZA
Bajo la sombra de la Historia no es, desde luego, un libro de memorias. Y esta
parte, que hace las veces de introducción, no pretende ser una especie de presentación de credenciales, sino una exposición de aquellas circunstancias de
mi infancia, mi adolescencia y mi vida como adulto que me llevaron a escribirlo. De esas circunstancias y también de los intereses que me han absorbido a lo largo de los años que lo hicieron inevitable. No sólo los intereses pro8
9
Nueva Biblia de Jerusalén, Lucas 14:26.
Ibid., Mateo 10:37.
9
pios; desafortunadamente también aquellos de las empresas y las instituciones
en las que me vi obligado a dejar una parte de mi vida para ganarme el pan.
A los 18 años de edad me estrené como copywriter en una agencia de publicidad: la sucursal en México de la que en ese entonces era la agencia más
importante del mundo y, por lo mismo, la más célebre de Madison Avenue:
Walter Thompson. La palabra copywriter, que en la jerga publicitaria quiere
decir “escritor de textos”, perdió su sentido original con el desarrollo, en los
años cincuenta, de la televisión y los comerciales filmados. Los escritores de
textos de los anuncios de los diarios y publicaciones como Life o Selecciones
del Reader’s Digest nos transformamos en “creativos”. Teníamos que crear las
imágenes y la estructura de los comerciales, aunque desde luego el idioma escrito y hablado no dejó nunca de desempeñar un papel primordial en la imagen del producto y en su campaña publicitaria, ya fuera en el texto de los comerciales como en los slogans o lemas, o los jingles —comerciales cantados—,
así como en la publicidad a base de grandes carteles, folletos y radio. En los
primeros dos años mi salario ascendió vertiginosamente. Las ideas estaban muy
bien pagadas, porque, cuando eran buenas, se traducían en ganancias millonarias para los clientes.
El gurú de la publicidad en aquel entonces era un tal doctor Ernst Dichter,
el genio que descubrió, modeló y explotó los motivos que llevaban al consumidor a comprar tal o cual producto, a preferir uno sobre otro. Los antigurúes
eran Ralph Nader y Vance Packard. El primero se hizo célebre en 1965 con la
publicación de Unsafe at Any Speed [Inseguro a cualquier velocidad], en el
que hizo una acerba crítica de la industria automotriz norteamericana, y en
particular del automóvil Corvair, de la General Motors, por las fallas de seguridad que distinguían a este modelo. Nader se transformó en una especie de
apóstol del consumidor y, junto con sus asociados, los Nader’s Raiders —los
Corsarios de Nader—, realizó a fondo estudios sobre la calidad y los posibles
riesgos para la salud que representaban productos como los alimentos para
bebés y los insecticidas, así como las plantas procesadoras de carne de aves y
de res. Con estas y otra multitud de iniciativas, Nader logró que se hicieran
cambios importantes en la legislación norteamericana.10 Se distinguió también, este apóstol del consumidor, por participar varias veces como candidato
a la presidencia de los Estados Unidos, a sabiendas de que le sería imposible
triunfar.
Del segundo, Vance Packard, aprendí, en libros como The Hidden Persuaders —traducido al español como Los cazadores ocultos—, que los publicistas
10
10
Véase “Ralph Nader”, Encyclopaedia Britannica.
formábamos parte de esa inmensa conspiración destinada a crear necesidades
artificiales y los productos que las satisfacían. Productos de precios inflados
—duplicados, triplicados a veces— por los costos de empaque y presentación:
envases de lujo innecesarios, etiquetas impresas a todo color, etc., y por su
publicidad. Productos de los cuales los consumidores podrían prescindir, sin
por ello ser un ápice menos felices. Pero la publicidad no se distingue por normas éticas, sino por las que rigen la mercadotecnia.
Trabajé durante catorce años en distintas agencias: dos veces en Walter
Thompson, dos veces en Young & Rubicam y por una temporada en la agencia
mexicana más importante, Noble y Asociados. Durante ese tiempo hice textos
e imaginé comerciales para todos los productos imaginables y por imaginar:
cigarrillos, papel higiénico, pegamentos, conservas, calcetines y camisas; ginebra, ron, whisky y cervezas; automóviles, lubricantes y bujías para automóviles; fotocopiadoras, pastas, peines y cepillos de dientes; harina para hot-cakes,
mantequilla, mayonesa, mostaza, cereales; plumas fuente, cremas de afeitar,
colchones, desodorantes, lociones para el cabello, antiácidos, jabones y detergentes; vajillas de melamina, salsas catsup, jarabes para la tos y tónicos geriátricos; tractores, pudines y gelatinas en polvo; café instantáneo, gaseosas; brasieres y fajas; lápiz de labios, aerosoles vaginales; aparatos de televisión; escuelas
de danza, raquetas de tenis; cemento, acero; aspiradoras; comida para cerdos y
gallinas y cien cosas más. En otras palabras, dediqué todo el ingenio y el tiempo de los que disponía, toda mi energía, a vender los productos de empresas
como Kimberly Clark, Dupont, Monsanto, Kellogg Company, Anderson Clayton, Minnesota Mining & Manufacturing Company, Johnson & Johnson, Mobil Oil, Kodak, Ford Motor Company, Lever Brothers, American Airlines, Nestlé, John Deere, Bayer, Goodrich, Xerox, Westinghouse Electric Corporation,
Philips, Bristol-Myers y otra decena más, de las cuales fui un servidor eficaz y
anónimo.
Hablar de política no era bien visto en la publicidad. Dejarse la barba, tampoco. La dejé crecer en una ocasión y estuve a punto de que me despidieran.
Eran los tiempos en los que Fidel Castro afianzaba su poder en La Habana, el
Che Guevara hacía sus maletas para luchar y morir en las selvas bolivianas y
Wright Mills publicaba Listen, Yankee! —¡Escucha, yanqui!—, una apasionada
defensa de la Revolución cubana. Estados Unidos había perdido un burdel de
lujo, regenteado por Santo Trafficante, Anastasia y Genovese, los miembros
de la Mafia que, expulsados del territorio norteamericano, se mudaron a La Habana y construyeron un emporio hotelero. No faltaba el capo di tutti i capi —jefe
de jefes— Lucky Luciano, al que la justicia norteamericana había conmutado
una pena de treinta a cincuenta años de prisión, tras los valiosos servicios que
11
el siciliano había prestado a la inteligencia de la marina estadounidense. Y el
bufón y perro faldero de los mafiosos, Frank Sinatra. Los lujosos casinos de la
capital cubana, los restaurantes y cabarets como el Tropicana, el Sans-Souci y
Club 21 recibían a los millonarios y a los políticos norteamericanos —muchos
de ellos también dueños de grandes fortunas— para esquilmarlos a su gusto,
en tanto que, para redondear el negocio, algunos miembros de la Mafia, como
Trafficante, le vendían armas a Castro.
La literatura y el arte eran también temas tabú en la publicidad. Los que
hablábamos de una u otro formábamos un pequeño círculo en el que prevalecía la discreción. Menos tolerable era el pretender ser escritor o artista. La publicidad exigía que uno le entregara el alma. Durante todos los años que trabajé en las agencias, sólo unos cuantos amigos sabían que estaba yo escribiendo
una novela. Era yo una especie de escritor “clandestino”. De hecho, en ninguna
empresa en la que trabajé recibí el menor aliento en este sentido. Cuando ingresé al Servicio Exterior mexicano, primero como consejero cultural de la
embajada de México en Francia, y después como cónsul general de México en
París, reconocido ya como un escritor de prestigio, la intensidad del trabajo
me impidió contar con tiempo suficiente para escribir. Sólo hasta que regresé
a México, a los 58 años de edad, la Universidad de Guadalajara me dio el apoyo
y el tiempo que yo necesitaba, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes me otorgó una beca vitalicia, e ingresé a El Colegio Nacional. Los ingresos
procedentes de estas tres instituciones me permitieron, al fin, dedicarme de
lleno a mi obra.
No puedo, sin embargo, decir que la experiencia en la publicidad haya sido
negativa. El trabajo era fascinante, porque todo comercial, toda campaña cuyo
fin es el de vender un producto, representaba un reto cotidiano para la imaginación. La publicidad no sólo es una ciencia, sino un arte. En los festivales
anuales en los que se exhibía una antología de los mejores comerciales de todo
el mundo, tuve oportunidad de ver anuncios que no sólo eran un derroche de
talento comprimido en treinta segundos: también algunos de una gran belleza. Lástima, sí, que más que vender productos, vendíamos promesas y esperanzas que en su mayor parte nunca se cumplían. Ningún jabón hace a una
mujer más bella. Ningún detergente hace a un ama de casa más feliz. Ningún
automóvil hace a un hombre más valioso. Pero al público estas consideraciones no parecen importarle. La satisfacción, como sabemos, está en la compra.
En la línea de pensamiento del teórico canadiense de la comunicación Marshall McLuhan, se podría aventurar la idea de que la casa es la extensión del
cuerpo entero de quienes la habitan, y que, por lo mismo, hay que alimentarla
en la medida en que sus habitantes tienen también que alimentarse: la casa
12
traga aspiradoras, lavadoras, refrigeradores, vehículos, aparatos de televisión y
toda clase de objetos chatarra. Hoy día, en su dieta se incluyen numerosos aparatos y artificios electrónicos que más temprano que tarde, por ser todos desechables por excelencia, formarán parte de sus excrecencias naturales.
El trabajo en la publicidad era también una promesa y una esperanza de
enriquecimiento personal. Una se cumplía, y por lo tanto la otra se satisfacía
con la lealtad de por vida a los principios sacrosantos de la publicidad. Los salarios, como comenté antes, eran muy altos. No sólo los de los copywriters,
también los de los dibujantes, con los que trabajábamos en mancuerna. Algunos copywriters y algunos dibujantes tenían talento y soñaban con ser escritores o pintores. A casi todos los devoró la publicidad. Se hicieron ricos, sí, pero
envejecieron a la par que sus ilusiones. Yo aproveché la primera oportunidad
que se me presentó para dejar atrás la promesa y la esperanza de hacer una fortuna vendiendo corn flakes y pasta Colgate, y un día salí de México decidido a
hacer uso, como artista y como escritor, de las armas que recomendaba Stephen Dedalus en A Portrait of the Artist as a Young Man [Retrato del artista
adolescente], de James Joyce: el silencio, el exilio y la astucia.
“EL MUNDO EN MARCHA”
En algo más participé al ingresar en Walter Thompson, durante los primeros
años. Fue un trabajo especial en el que aprendí algo más importante que manipular las motivaciones del consumidor para seducirlo con tal o cual producto:
se trataba de manipular la conciencia de los ciudadanos mexicanos para convencerlos, a través de un noticiario, de la grandeza de Estados Unidos. De su
papel en el mundo como defensor de la democracia y la libertad y azote de los
tiranos. El Servicio de Información de la embajada norteamericana le había
encomendado a Walter Thompson la tarea de producir un programa semanal
de radio, llamado El Mundo en Marcha. El programa, cuya duración era de una
hora, se transmitía los sábados de ocho a nueve de la noche por la estación de
radio de más prestigio y mayor alcance de México —y Latinoamérica—, la
XEW, la cual, en una época en la que la televisión estaba en pañales, era también
el medio de comunicación no impreso más influyente del país.
Yo fui una de las tres personas elegidas para confeccionar el programa. Se
trataba de una labor extra que estaba muy bien pagada. Cada jueves de cada
semana nos reuníamos con el encargado del Servicio de Información de la
embajada, quien nos daba instrucciones sobre cuáles noticias no podían faltar
en el programa y la forma de enfocarlas. Dedicábamos toda la noche del jueves
13
a escribir el programa; lo enviábamos a la embajada el viernes por la mañana y,
en la tarde del mismo día, asistíamos a otra reunión para hablar sobre las correcciones y los cortes o añadidos necesarios, de acuerdo siempre con el criterio del funcionario norteamericano en turno. Los sábados, una o dos horas
antes de la transmisión del programa, nos presentábamos en el estudio de la
XEW para hacer la última revisión y, si era necesario, para eliminar alguna parte
y sustituirla por una noticia importante de última hora. A medida que ganábamos experiencia las correcciones eran cada vez menores en número y trascendencia: aprendimos a conocer la mentalidad de los encargados del Servicio de
Información de la embajada. Nos transformamos en buenos servidores de los
intereses económicos y políticos de los Estados Unidos.
El programa, por otra parte, gozaba de una gran popularidad. Todo el mundo, en México, escuchaba El Mundo en Marcha.
Por supuesto, nunca se pronunciaba el nombre del patrocinador. El programa parecía un regalo semanal de la XEW a sus oyentes.
Cuando comencé a trabajar en El Mundo en Marcha, había todavía en los
restaurantes y cafés de varios estados norteamericanos letreros que decían “No
Mexicans, no dogs”; esto es, “no se admiten ni mexicanos ni perros”. En varios
de esos estados estaban prohibidos los matrimonios interraciales entre blancos y negros. Martin Luther King iniciaba su lucha por los derechos humanos
de los negros y el Ku Klux Klan cumplía noventa años de vida. Esta siniestra
organización había nacido en 1865, y su primer presidente, o Grand Wizard,
fue el general Forrest.
En esas fechas, Estados Unidos vivía en plena paranoia. Aunque en realidad ésa ha sido la constante de su vida política, en ese entonces había poderosas razones que, si no la justificaban, la explicaban.
Cuando comencé a trabajar en El Mundo en Marcha habían pasado dos años
de la ejecución, en la prisión norteamericana de Sing Sing, de Julius y Ethel Rosenberg, acusados de suministrar al vicecónsul soviético en Nueva York información sobre el proyecto nuclear norteamericano de Los Álamos, en Nuevo
México, donde laboraba un hermano de Ethel, el sargento David Greenglass.
Ambos, Julius y Ethel, eran hijos de inmigrantes judíos. También eran judíos el
fiscal Irving Saypol, su asistente Roy Cohn y el juez Irving Kaufman.11
Cuando me inicié en el arte de adaptar, no mi pensamiento pero sí mi
forma de enfocar y escribir las noticias de acuerdo con el criterio de la propaganda norteamericana, el tristemente célebre senador por Wisconsin Joseph
McCarthy estaba ya al borde del abismo en el que la insania y el odio lo iban a
11
14
Howard W. Sachar (2005), p. 688.
precipitar. No era desde luego el único político norteamericano que se había
distinguido por una feroz y estridente retórica anticomunista. En diciembre
de 1920, el Departamento de Justicia norteamericano había expulsado a seis
mil personas que consideraba “rojillos”, según nos cuenta Alicia Gojman de
Backal en su libro sobre el antisemitismo en México —el entrecomillado es de la
autora—.12 Y a principios de la década de los cuarenta se había puesto en vigor
la Ley de Registro de Extranjeros —o Alien Registration—, que pretendía conocer a fondo las afinidades políticas e ideológicas de todo aquel extranjero
residente en Estados Unidos que tuviera más de catorce años, así como averiguar su supuesta pertenencia o filiación a un partido o movimiento clandestino. Por otra parte, en 1949 el senador demócrata por Nevada, Pat McCarran,
acusó a la Displaced Persons Commission —Comisión de Personas Desplazadas— de Estados Unidos de seguir procedimientos laxos que permitían el ingreso al país de elementos subversivos. Esta comisión había sido creada para
estudiar el problema de los refugiados europeos sobrevivientes del Holocausto, los cuales eran desde luego judíos en su mayoría, y varios años después de
haber terminado la guerra, continuaban, decenas de miles de ellos, viviendo
en circunstancias lamentables, con frecuencia en compañía de sus verdugos y
torturadores y algunas veces en los mismos campos de concentración donde
habían sufrido el cautiverio, a falta de vivienda, y portando los mismos uniformes carcelarios proporcionados por los nazis, a falta de fondos destinados a
renovar su vestimenta. Como nos señala Leonard Dinnerstein, McCarran no
estaba preocupado por la entrada a Estados Unidos de nazis o fascistas. Se temía a los comunistas, esto es, a lo que se pensaba que podrían ser, en buena parte, judíos “bolchevizados”. Esta aprensión se había puesto ya de manifiesto en
1946, junto con una buena dosis de desprecio hacia las víctimas que más habían sufrido durante la guerra, por otro senador norteamericano, Chapman
Revercomb, de West Virginia, quien creía que todos los judíos habían sido influidos por las teorías comunistas.13
La paranoia había sido también alimentada por el célebre caso de Alger
Hiss, un funcionario del Departamento de Estado norteamericano, acusado de
ser miembro de la red de espionaje comunista en Estados Unidos. El acusador,
un tal Whittaker Chambers, quien había participado en un movimiento comunista clandestino, hizo la denuncia ante el ya existente House Committee
on Un-American Activities —Comité de Actividades Antiamericanas—. Chambers afirmó que Hiss le había proporcionado documentos clasificados provenientes del Departamento de Estado para ser entregados a un agente soviético.
12
13
Alicia Gojman de Backal (2000), p. 67.
Leonard Dinnerstein en Encyclopedia of the Holocaust, pp. 387, 389.
15
Hiss se declaró inocente y nunca se probó su culpabilidad. Condenado a cinco
años de prisión por perjurio, salió libre a los tres años, en 1953. Sobre el caso
de Alger Hiss se han publicado varios libros.
Cuando yo trabajaba en El Mundo en Marcha, Richard Nixon era vicepresidente de Estados Unidos. Eisenhower lo había designado como segundo
durante su campaña electoral, debido a su bien ganada reputación de anticomunista. Nixon desempeñó un papel importante durante el macartismo. Primero lo alentó, al insistir a los congresistas a ocuparse del caso Hiss. Después, según afirman algunos historiadores, cuando el macartismo adquirió una
magnitud insostenible, Eisenhower instruyó a Nixon para que engatusara a
McCarthy con objeto de que éste implicara en sus acusaciones a personajes
del gobierno norteamericano que gozaban de un sólido prestigio. El delirio del
senador por Wisconsin llegó a tal extremo que no se escaparon de sus diatribas el propio Eisenhower y algunos líderes de los partidos Demócrata y Republicano.
La ferocidad de McCarthy y la enjundia de sus discursos le hicieron ganar
una gran popularidad. Fueron acusadas por él, por realizar actividades antinorteamericanas, cerca de doscientas personas, pero su blanco preferido fue el
mundo del cine y del arte. Entre otras de sus víctimas figuran el guionista
Dalton Trumbo, uno de los talentos más brillantes de Hollywood, autor de los
guiones de Thirty Seconds Over Tokio, Exodus y Spartacus [Treinta segundos
sobre Tokio, Éxodo y Espartaco], quien en 1947 se negó a atestiguar ante el
Comité de Actividades Antiamericanas, y fue condenado a once meses de prisión. El famoso autor de novelas policiacas Dashiell Hammett —El halcón
maltés, la más conocida—, quien pasó seis meses en la cárcel por negarse a
revelar los nombres de los contribuyentes del fondo del llamado Civil Rights
Congress —Congreso de los Derechos Civiles—, del cual era fideicomisario.
El director Jules Dassin, autor de Brute Force, quien abandonó su país para
establecerse en Francia. El compositor norteamericano Aaron Copland, hijo
de un judío ruso inmigrante. Hubo artistas de cine que se destacaron en la
defensa de los acusados, como Humphrey Bogart y su esposa Lauren Bacall, y
también quienes se adhirieron al macartismo. El destacado director de cine
nacido en Constantinopla, Elia Kazan —en cuya obra figuran filmes tan destacados como Al este del paraíso, Un tranvía llamado deseo y ¡Viva Zapata!—, no
pudo desprenderse nunca, en vida, del estigma de haberle proporcionado al
Comité de Actividades Antiamericanas los nombres de artistas y trabajadores
de teatro que habían sido miembros secretos del Partido Comunista Norteamericano.
Joseph McCarthy se hundió cuando el malestar causado por su fanatismo
16
lo condujo a una audiencia en el Senado, en la que fue condenado por 67 votos
contra 22 por una “conducta contraria a las tradiciones del Senado”. El macartismo había sido una desgracia para los Estados Unidos y, una vez más, su prestigio internacional quedó lastimado; entre los extranjeros ilustres perseguidos
se encontraban el dramaturgo Bertoldt Brecht —que se refugió en la República
Democrática Alemana— y quien sin duda fue el caso más notorio: Charles
Chaplin. Una parte de la prensa norteamericana intentó vincular al famoso
cómico inglés con actividades subversivas y, en consecuencia, Chaplin dejó los
Estados Unidos, y no volvió hasta 1972, para recibir el premio de la Academia
de Artes y Ciencias Cinematográficas. Mientras tanto, había producido en Londres A King in New York [Un rey en Nueva York], película que contenía una
ácida crítica al Comité.
El macartismo condujo a Arthur Miller a escribir una de sus más brillantes obras teatrales: The Crucible [El Crisol], traducida al español como Las
brujas de Sálem, obra en la que recrea los célebres juicios de 19 supuestas
“hechiceras” que tuvieron lugar en 1692 en la población aludida en el título,
en el estado de Massachusetts, y en la que sigue el modelo de Un enemigo del
pueblo, de Ibsen.14 También, entre muchas otras películas, el macartismo inspiró Good Night, and Good Luck [Buenas noches y buena suerte], sobre el
comentarista de televisión Edward Murrow —de la cadena CBS—, quien, por
denunciar una y otra vez las maniobras del senador, fue humillado y perdió
su empleo.15
Cuando yo trabajaba en El Mundo en Marcha, la llamada Guerra Fría no
alcanzaba aún su apogeo, pero afectaba no sólo las decisiones diarias del comportamiento de Washington sino, por ende, también el comportamiento y el
humor semanales de los Servicios de Información de sus embajadas. El término Cold War fue difundido por un asesor presidencial de los Estados Unidos,
Bernard Baruch, en 1947, es decir, un año antes de la creación del llamado Plan
Marshall y de la imposición, por parte de la Unión Soviética, de gobiernos comunistas en los países de Europa Oriental que habían sido “liberados” por el
Ejército Rojo. A todo esto se añadió el bloqueo, por parte de los mismos soviéticos, del sector occidental de Berlín, que estaba en manos de los aliados. Trece
años más tarde, los soviéticos levantarían el muro de Berlín, o Berliner Mauer.
Ya existía para entonces el concepto de Iron Curtain [Cortina de Hierro]
como barrera ideológica edificada por la Unión Soviética apenas finalizada la
segunda Guerra, concepto que hoy se atribuye al ministro de propaganda nazi
Joseph Goebbels, pero del cual se llevó el crédito Winston Churchill cuando
14
15
Véase “Arthur Miller”, Grand Larousse Universel.
Véase el filme Good Night, and Good Luck, de George Clooney, 2005.
17
en 1946, en referencia a los países comunistas, dijo: “Desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, ha descendido sobre el continente europeo
una cortina de hierro”.16
Al secretario de Estado norteamericano George C. Marshall se debe el
nombre del plan destinado a la rehabilitación de diecisiete países cuyas economías habían sido gravemente lastimadas por la segunda Guerra Mundial. Entre
estas naciones se encontraban Alemania Occidental y Gran Bretaña. Como era
de esperarse, los Estados Unidos adujeron que la democracia sólo podía florecer en países con regímenes estables. Pero existían sin duda otros motivos
para esta reconstrucción de Europa: el mundo había ya aprendido la amarga
lección del Tratado de Versalles —un país humillado y en ruinas, como quedó
Alemania tras la Gran Guerra, era terreno fértil para el rencor, la venganza y la
dictadura—, y era urgente crear mercados para los productos y servicios derivados de la transformación imperativa —aunque parcial, desde luego— de la
industria militar de los Estados Unidos. El fortalecimiento de Alemania, por
otra parte, habría de constituir otro muro —esta vez de contención— que detuviera el avance soviético en Europa. Se dio asimismo un poderoso estímulo
a la economía del Japón, que obedeció a motivos similares, frente a la amenaza
latente de China: entre 1949 y 1953 los norteamericanos financiaron la duplicación de la producción industrial japonesa.17 El Plan Marshall hizo posible el
nacimiento de un pacto de defensa colectiva, bautizado como Tratado de Bruselas, entre el Reino Unido, Francia y los Países Bajos, más Bélgica y Luxemburgo.
Pero esto no era suficiente. Al Tratado de Bruselas se agregó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuyo objetivo era presentar un
contrapeso militar a la presencia soviética en Europa. Como sabemos, los
países del bloque comunista respondieron con el Pacto de Varsovia seis años
más tarde. El Plan Marshall y la creación de la OTAN exacerbaron la Guerra
Fría. Un tercer factor que incidió en el conflicto fue, desde luego, la feroz
competencia por la conquista del espacio, estrechamente vinculada a la carrera armamentista.
Cuando mis colegas y yo nos pasábamos en vela la noche de cada jueves
para presentar los viernes por la mañana al Servicio de Información de la embajada el primer esqueleto del programa de la semana, estaba cerca de su fin la
Guerra de Corea. Como se recordará, en el conflicto, iniciado en 1950 por un
enfrentamiento entre la República Popular Democrática de Corea del Norte y
la República de Corea del Sur, intervino Estados Unidos con la complicidad
16
17
18
Véase “Iron”, Encyclopaedia Britannica.
Eric Hobsbawm (2005), p. 278.
y el apoyo de las Naciones Unidas. El objetivo era detener la expansión del
comunismo en Asia en nombre de la democracia. Esta defensa de la democracia ajena costó cerca de tres millones de muertos. A nosotros, desde las oficinas de Walter Thompson, nos tocaba defender —y glorificar— la intervención norteamericana.
Cuando yo era un colaborador externo, bien pagado y muy joven del Servicio de Información de Estados Unidos, el Plan Marshall y la OTAN gozaban
de óptima salud, y el científico alemán Wernher von Braun trabajaba para ese
país en el centro de investigación militar norteamericano de White Sands, Nuevo México, en un proyecto secreto que culminaría el 31 de enero de 1958 con
el éxito del primer satélite norteamericano, el Explorer I, en respuesta a los
satélites soviéticos Sputnik I y II, lanzados al espacio tres y dos meses antes,
respectivamente. Los Estados Unidos le pisaban los talones a la Unión Soviética: en mayo de 1961, apenas un mes después de que la cápsula Vostok llevara
a Yuri Gagarin al espacio, los norteamericanos repitieron la hazaña con Alan
Shepard, y finalmente tomaron la ventaja en 1969, al enviar a Armstrong y Aldrin a la Luna. Von Braun había trabajado para el gobierno nazi en el desarrollo del misil V2, que fue utilizado contra Inglaterra en el Blitz, o Blitzkrieg, guerra relámpago cuya eficacia habían ya ensayado los nazis en España, en 1938,
durante la Guerra Civil, y en 1939 en Polonia. Según Sven Lindqvist, los V2 no
causaron grandes estragos en Inglaterra: sólo mataron a unas cinco mil personas con un costo de producción enorme.18
En el centro de investigación de Peenemünde —un pueblo del extremo
noroeste de la isla de Usedom, situada en el estuario del Río Penne en Pomerania— era donde se efectuaban los experimentos de los misiles de Von Braun.
Éste junto con su hermano Magnus, su asistente el notable ingeniero Walter
Robert Dornberger y cerca de cien científicos a sus órdenes fueron llevados a
Estados Unidos. Nunca se les llamó “nazis” y ni siquiera “ex nazis”, a pesar de
que habían estado al servicio del esfuerzo de guerra de los nacionalsocialistas,
cuyo propósito era exterminar a los amos para los cuales trabajaban ahora;
eran inmigrantes alemanes al servicio de la democracia, dignos de todo respeto. El Proyecto Manhattan, que se había creado en 1942 con financiamiento
oficial de seis mil dólares y que en 1945 —cuando Estados Unidos hizo explotar en julio su primera bomba experimental en Alamogordo, Nuevo México— tenía ya un presupuesto de 2 000 millones de dólares, había así añadido
la crema y nata de la inteligencia científica nazi a los grandes talentos locales
que habían colaborado en el proyecto, como Enrico Fermi y Robert Oppen18
Sven Lindqvist (1999), p. 212.
19
heimer. Entre otros extranjeros involucrados participaron Irene Joliot-Curie
—hija de María Curie— y el danés Niels Bohr. Cooperó también, de manera
indirecta, el que quizá fue el genio más grande del siglo XX, Albert Einstein,
quien en 1939 se dejó persuadir por sus colegas científicos para que convenciera a Roosevelt del gigantesco potencial destructivo de la fisión nuclear.19 En
su libro Historia de los bombardeos, Sven Lindqvist nos cuenta que desde 1947
se había elaborado en Estados Unidos el primer proyecto de guerra nuclear,
llamado Broiler, en el cual se planeaba —en caso de que Europa fuera invadida por la URSS— destruir veinticuatro ciudades soviéticas con treinta y cuatro
bombas atómicas.20
Pero la carrera nuclear no fue nunca un tema trillado en El Mundo en
Marcha. La explosión, en 1949, de la primera cabeza atómica de la Unión Soviética había sido el principio del fin del monopolio nuclear de Estados Unidos. Ese país desarrolló la bomba de hidrógeno en 1953 y, unos cuantos años
después, ambos bandos tenían suficientes bombas como para destruirse uno al
otro varias veces. El historiador Eric Hobsbawm nos señala que la Guerra Fría,
una “confrontación de pesadillas”,21 había alcanzado una etapa en la que ambas
potencias dieron por hecho que ninguna de las dos deseaba una guerra suicida
y, por lo mismo, ninguna de las dos la iniciaría. Esta convicción, como sabemos, sólo se tambaleó durante la breve pero intensa crisis de los misiles que
los soviéticos desplegaron en Cuba en octubre de 1962.22 Pero para entonces
hacía ya tiempo que yo había renunciado a colaborar en El Mundo en Marcha
y aprendido que en los años en los que yo era uno de sus guionistas habían
coincidido con el auge de algunos de los más sanguinarios dictadores latinoamericanos, como Anastasio Somoza de Nicaragua, Papa Doc de Haití o Alfredo Stroessner de Paraguay, perpetuados todos en el poder gracias al apoyo
de Estados Unidos. De Somoza se cuenta una anécdota célebre: cuando un secretario de Estado norteamericano —al parecer John Foster Dulles— abogó
por el tirano ante el presidente Eisenhower, éste dijo: “But he is a son of a
bitch” —“Pero es un hijo de puta”—, a lo que Dulles contestó, “Yes, but he is
our son of a bitch” —“Sí, pero es nuestro hijo de puta”—. El destacado es mío,
pero estoy seguro de que Dulles enfatizó esa palabra.
No puedo decir que, por haber trabajado en ese programa, viví en las entrañas del monstruo. Pero ya había aspirado su olor. Poco después, sí habitaría
19
Véase “Manhattan”, Encyclopaedia Britannica.
Sven Lindqvist (1999), p. 254.
21
Eric Hobsbawm (2005), p. 189.
22
Ibid., p. 233.
20
20
yo en el corazón de otro monstruo magnífico de la historia del imperialismo:
Londres.
“ÉSTA ES LA BBC DE LONDRES…”
Dejé México un año después de la matanza de estudiantes que hizo el gobierno de mi país en la Plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México, y a un
año y medio de distancia de la Primavera de Praga. En 1969, con una novela
escrita, mi esposa y tres hijos —otro hijo, o más bien otra hija nacería después
en Kent, Inglaterra—, me instalé en Iowa City, en el estado del mismo nombre, en Estados Unidos, como participante del International Writing Program
—Programa Internacional de Escritores—, fundado por un poeta norteamericano y su esposa, una novelista china. En 1971, con una beca Guggenheim bajo
el brazo, viajé a Inglaterra, donde muy pronto comencé a trabajar en el Servicio
Latinoamericano de la BBC.
Nos instalamos en el barrio de Sydenham, en el sureste de Londres, el
mismo donde había vivido el vicario Dietrich Bonhoeffer, defensor a ultranza
de la Iglesia alemana contra el nacionalsocialismo y a quien los nazis ahorcaron
en Flossenbürg en 1945.23 Nuestra casa, el número 5 de Longton Grove, estaba
a media cuadra de una calle que tenía el peculiar nombre de Jews Walk, esto es,
el Camino de los Judíos. En ella había vivido una hija de Carlos Marx.
En Londres aprendí que los ingleses son sólo aquellos que nacen en Inglaterra, así como son galeses sólo los que nacen en Gales, y escoceses sólo los
que nacen en Escocia. Los tres son súbditos británicos, y juntos forman lo que
se llama Britain, o Gran Bretaña; ésta e Irlanda del Norte conforman el United
Kingdom, o Reino Unido. La Commonwealth, en español Comunidad Británica de Naciones, es una asociación libre de Estados soberanos que comprende al Reino Unido y numerosas de sus ex colonias, desde Australia y Canadá
hasta las islas Maldivas. Comparten, aunque desde puntos de vista diferentes
—de hecho antagónicos—, una misma historia y están asociadas por intereses
comunes de carácter comercial, cultural y deportivo, entre otros. Bien dice el
historiador británico John Strachey que estos pueblos tienen en común “algo
que oscila entre la afición al cricket y la capacidad para el parlamentarismo”.24
Los británicos, desde luego, explotan esas relaciones más en su beneficio que
en el de sus asociados. Pese a la aclaración anterior, en este libro me tomaré la
libertad de referirme a ingleses o británicos de manera indistinta, en aras de
una tradición inexacta, pero de indudable arraigo. De la misma o parecida ma23
24
Michael Burleigh (2004), p. 235.
John Strachey (1974), p. 285.
21
nera, los ingleses —o británicos— llaman a todos los latinoamericanos que
nacemos y vivimos desde el Río Bravo a la Patagonia, South Americans: sudamericanos.
Lo que también aprendí en Londres —y aquí me permitiré hacer una paráfrasis de George Orwell— es que, si los ingleses son todos iguales, hay unos
ingleses más iguales que otros. A grandes rasgos la sociedad inglesa se divide
en aristócratas, clase media y los cockneys o clase baja. Es la clase media educada la que habla el inglés más bello, según mi gusto. El inglés de los aristócratas
suele ser engolado y pastoso. El de los cockneys —o clase baja— es un inglés
gutural y entrecortado que nunca acabé de entender. El salto de una clase
a otra es imposible. Un aristócrata sin un centavo será siempre un aristócrata. Un cockney millonario será siempre un cockney. Salvo unas cuantas excepciones, a los cockneys no les interesa cambiar su modo de hablar el inglés: están orgullosos de serlo. Una de esas excepciones fue el gran escritor H. G.
Wells, quien nunca fue aceptado en la Royal Society porque era de origen cockney.
Lo que se conoce como The British Broadcasting Corporation, o BBC, tuvo
como origen una empresa de radiodifusión privada, la British Broadcasting
Company Ltd., fundada en 1922. Poco después el parlamento británico decidió
transformarla en una entidad pública, y así se hizo, mediante decreto real, en
1927. La BBC mantuvo el monopolio de la televisión en Gran Bretaña hasta la
creación de la llamada Autoridad de la Televisión Independiente en los años
cincuenta. Este monopolio no se dio en el campo de la radiodifusión.
Aunque las actividades de la BBC están controladas por un Consejo de Gobernadores nombrados por el monarca, no es propiedad del gobierno británico, y goza de una casi total independencia en sus criterios y su programación,
de los que se espera siempre la mayor imparcialidad posible. Algunas de las
críticas más abiertas e incisivas que se han hecho en contra de la política y el
gobierno británicos, así como de los personajes relevantes en esos y otros campos, incluyendo a la familia real, han sido responsabilidad de la BBC y obedecido a la iniciativa de sus periodistas y colaboradores. Lo mismo las más feroces
caricaturas. Durante los 14 años que viví en Londres, sólo había un tema tabú,
el terrorismo irlandés, en uno solo de sus aspectos: estaba prohibido entrevistar a miembros del Irish Republican Army (IRA) —en español ERI, Ejército Republicano Irlandés—. Una condición, por otra parte, comprensible. Esta autonomía está garantizada por el hecho de que el gobierno británico no financia a
la BBC; lo hace directamente el público, mediante el pago anual de una licencia
—por casa, no por individuo— que otorga el derecho a la posesión y al uso de
varios aparatos de radio y televisión. Los dos canales de la BBC, llamados sim22
plemente BBC 1 y BBC 2, produjeron en el siglo XX la mejor televisión del mundo.
Al punto que, cuando apareció el primer canal de la televisión independiente,
éste se vio obligado a establecer una programación de alta calidad, semejante a
la que tenía acostumbrado la BBC al público británico.
Pero la radio de la BBC que se escuchaba entonces en onda corta a lo largo
y redondo del mundo es otra cosa muy diferente. John Reith, un distinguido
británico que entre otras cosas fue director general de la BBC de 1927 a 1938,
hizo llegar la programación de esa emisora a todas las islas británicas, y se
transformó en el precursor de los servicios extranjeros de la BBC —en inglés
BBC External Services—, cuyo objetivo fue y es el de una emisora dedicada a
la propaganda oficial, como ha sido también el objetivo de radiodifusoras internacionales oficiales, como La Voz de América; Radio Pekín; Radio Moscú;
la RFI, Radio France Internationale; la Deutsche Welle alemana; Radio Vaticano; la radio de El Cairo, Saoud El Arab; Radio Martí de Miami; Radio Europa Libre, o Kol Yisrael. Esos servicios extranjeros de la BBC no los pagan ni
los han pagado nunca los ciudadanos británicos: los costos corren por cuenta
directamente del Foreign Office, o Ministerio de Relaciones Exteriores de
Gran Bretaña, en virtud de que constituyen un importante instrumento de la
política exterior del país. Por lo mismo, la imparcialidad está muy lejos de ser
una de sus prioridades: el criterio de los servicios extranjeros de la BBC da
tantos bandazos hacia la izquierda, la derecha o el centro como sean necesarios para ajustarse a los imperativos políticos de los sucesivos gobiernos británicos. Una fue la BBC que existía poco antes de que yo ingresara en ella en
1971, cuando entonces era primer ministro y líder del Partido Laborista Harold Wilson, y otra muy distinta la BBC de la que salí, en 1985, cuando Margaret Thatcher, la Dama de Hierro, era líder del Partido Conservador, y quien
llevaba las riendas del Reino Unido. En aquel entonces, los líderes laboristas
gozaban de un prestigio particular, el mismo que Tony Blair se encargó de hacer pedazos.
Los servicios extranjeros o externos de la BBC están situados en un hermoso y monumental recinto, llamado Bush House, en el corazón de Londres.
Desde allí se transmite en inglés la programación dirigida a todos los países y
personas de habla inglesa del mundo. Esto incluye desde luego Canadá, Australia, Estados Unidos y todas las naciones de la comunidad británica. A las transmisiones en inglés se agregaban las que se hacían en otros treinta idiomas:
desde el chino hasta el swahili, desde el húngaro hasta el árabe, el polaco, el coreano, el búlgaro, el francés, el rumano, el hindi, el turco, el farsi o persa, etc.,
etc. Había asimismo un servicio portugués para Portugal, y otro en portugués
para Brasil, y lo mismo un servicio en español para España, y otro en español
23
para la América de habla hispana. Fue a este servicio al que me incorporé, a
mediados de 1971, en calidad de escritor y productor de programas de radio,
periodista, traductor y locutor.
Un día, los servicios en español para España y en portugués para Portugal desaparecieron. A medida que se consolidó el Mercado Común Europeo
—nombre después sustituido por uno más corto y menos explícito, Unión
Europea—, se consideró que ya no era necesario aleccionar a los países miembros de esa comunidad.
Entre esos idiomas no figuraba el hebreo. Es decir, no existía el servicio en
esa lengua, y no sé si existió alguna vez. Se me ocurren sólo dos razones de esa
notable ausencia. Una, que Inglaterra no tenía, en relación con Israel, los intereses suficientes como para justificar los costos de un servicio en hebreo. Otra
—para mí la más probable—, el rencor, aún vivo, que los británicos sentían
por los actos terroristas de los independentistas israelíes que, en los años cuarenta, habían causado la muerte de numerosos soldados y civiles británicos, y
que culminaron en 1946 con el espectacular atentado, organizado por Menachem Begin, contra el Hotel King David, cuartel general de los británicos en
Jerusalén. Esto contribuyó a la salida de los británicos de Palestina, con el rabo
entre las piernas, apenas un año después de que la joya de la corona, la India,
adquiriera la independencia. El Imperio se desintegraba. Winston Churchill
fue uno de sus enterradores.
Sí era lógico, por el contrario, que existiera un importante servicio árabe.
El servicio de América Latina era el segundo más grande de toda Bush House.
Sin embargo, aparte de los jefes y del personal auxiliar, no pasábamos de quince los periodistas latinoamericanos que trabajábamos en él. Los periodistas árabes, en cambio, pasaban de setenta. Esta sola cifra da una idea muy clara de la
importancia de los intereses británicos en el mundo árabe. En Radio France
Internationale (RFI), a la que ingresé en 1985, la proporción entre latinoamericanos y árabes era semejante.
La propaganda de la BBC era muy diferente de la que hacían radiodifusoras
extranjeras como las ya mencionadas, que se distinguían por su cinismo y agresividad. La propaganda de la BBC, en cambio, se destacaba por su sutileza y elegancia, y los servicios externos gozaban de un bien ganado prestigio: había sido
desde la BBC de Londres —en una localidad secreta, ya que Bush House era entonces un blanco fácil para los bombardeos— que Charles de Gaulle transmitía
sus arengas dirigidas a Francia durante la segunda Guerra Mundial, en las que
exhortaba a los ciudadanos franceses a unirse a los maquisards y que solían terminar con la exclamación Vive la France! En los mismos días, y por los mismos micrófonos, el continente europeo escuchaba la voz del escritor alemán
24
Thomas Mann —grabada por la NBC en Los Ángeles y transmitida por teléfono
desde Nueva York—, quien, en la serie de programas Escucha Alemania, y con
un estilo muy sencillo, directo y firme, a veces exaltado, en ocasiones rabioso,
denunciaba las atrocidades de los nazis y el peligro que representaba para Alemania el nacionalsocialismo. El genial autor de Los Buddenbrook y La Montaña
Mágica calificaba a Hitler como “un loco malvado y furioso”,25 a su gobierno
como la más infame tiranía que hubiera amenazado al mundo,26 y sobre las palabras pronunciadas en una ocasión por Goebbels: “La humanidad sin Alemania
es inimaginable”, expresó: “Lo absurdo es que Alemania haya creído ser imaginable sin la humanidad”.27 También se preguntaba con infinita tristeza: “¿Cómo
puede tener derecho a vivir un pueblo con el que nadie puede vivir?”28
Ignoro qué clase de consideraciones de política exterior hicieron que el
Servicio Latinoamericano de la BBC de Londres creciera hasta ser el segundo
de Bush House, si no en importancia, sí en el número de sus empleados. Lo que
si sé es que a principios de los años ochenta corrió el rumor de que Margaret
Thatcher quería eliminarlo porque lo consideraba inútil. De hecho, siempre
tuve la impresión de que el Foreign Office no lo tomaba en serio.
El periodista británico Robert Fisk —en ese entonces corresponsal en
Beirut del diario londinense The Times— cuenta en su espléndido libro sobre
la tragedia del Líbano que numerosos corresponsales extranjeros en ese país,
en un momento de gran peligro, abandonaron el exclusivo Hotel Commodoro de Beirut para refugiarse en Chipre, y desde allí informaban a sus respectivas publicaciones —o radiodifusoras— sobre lo que pasaba a cien kilómetros, al otro lado del mar; es decir, hablaban y escribían sobre lo que no veían,
o en pocas palabras, de aquellos acontecimientos de los que no eran testigos
oculares. Su fuente era la AP y si acaso alguna otra agencia de noticias cuyos corresponsales tuvieron el valor de permanecer en el Líbano. Pero los
medios respectivos de esos periodistas, alojados en los lujosos hoteles, cómodos y seguros de Famagusta, no le decían a sus lectores u oyentes desde
dónde enviaban sus reportajes. Simplemente decían “nuestro corresponsal
en el Medio Oriente informa…”29 El propio Fisk nos cuenta que en los momentos más intensos de la guerra del Líbano, de todos los corresponsales
extranjeros sólo quedaban en Beirut él y dos reporteros más: el de la radio
sueca y el de radio ABC.30
25
Thomas Mann (1968), p. 52.
Ibid., p. 26.
27
Ibid., p. 204.
28
Ibid., p. 85.
29
Robert Fisk (2002), p. 433.
30
Ibid., p. 615.
26
25
Algo muy semejante ocurrió siempre en el Servicio Latinoamericano de la
BBC. Durante todo el tiempo que laboré en él, tuvimos un solo corresponsal
en todo el ámbito latinoamericano. Vivió unos años en Argentina y otros en
México. Desde Buenos Aires, informaba lo que sucedía en Managua o en La Habana. Desde la Ciudad de México informaba sobre lo que pasaba en São Paulo
o en Santiago de Chile. Es decir, de lo que sucedía a una distancia equivalente a
la distancia que existe entre México y Londres. Podía hacerlo porque sin duda
tenía buenas relaciones amistosas con los representantes en América Latina de
las grandes agencias de noticias internacionales, como la AP, la UPI, Reuters,
Agencia F, Prensa Latina o France Press, de cuyos despachos se alimentaba para
redactar sus reportajes, y por supuesto, nosotros, en la BBC, tampoco dábamos
el nombre de la ciudad desde la cual nos informaba nuestro corresponsal, a
menos que, por un milagro, fuera el mismo del acontecimiento que generaba la noticia, o en otras palabras, su lugar de residencia. Decíamos: “Nuestro
corresponsal en América Latina informa…”
EL LÍBANO, SIEMPRE EL LÍBANO
Ingresé al Servicio Latinoamericano de la BBC poco después de que Assad tomara el poder en Siria y fuera proclamada la Federación de Repúblicas Árabes
—Egipto, Siria y Libia—, en la primavera de 1971. En unos cuantos meses, ya
me había convertido en uno más de los traductores consumados de noticias y
otros textos. En este material abundaban, como es de suponerse, las noticias
y los comentarios sobre el Medio Oriente.
La matanza en septiembre de 1972 de once atletas israelíes que participaban en las Olimpiadas de Múnich.
La guerra de octubre de 1973, en la que Egipto y Siria efectuaron un ataque sorpresa contra Israel en el día más sagrado del calendario judío: Yom
Kippur, y el embargo que declararon en Kuwait los países exportadores de petróleo, a menos de dos semanas de iniciado el conflicto.
El asesinato de Faisal, el rey de Arabia Saudita.
La reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas en la que el
sionismo fue equiparado con el racismo.
La sensacional visita del presidente egipcio Sadat a Jerusalén.
El secuestro, por un comando palestino, de los huéspedes del Hotel Semíramis de Damasco.
El ataque, también realizado por comandos palestinos, de las embajadas
sirias en Roma e Islamabad.
26
El descubrimiento de que Israel le había suministrado material militar al
ejército iraní.
El rescate espectacular, en Entebbe, Uganda, de los rehenes israelíes que
habían sido secuestrados por fundamentalistas musulmanes.
El acuerdo Sinaí I que, a instancias de Henry Kissinger, firmaron Israel y
Egipto, y que le permitió a este último retener el control del Canal de Suez.
La renuncia en Israel de Golda Meir y el consecuente ascenso como primer ministro de Yitzhak Rabin.
La reunión en Rabat de los líderes árabes, en la que quedó consolidada la
Organización de Liberación Palestina (OLP), y la invitación que hizo a esta organización la ONU para que, en su representación y la del pueblo palestino,
Yaser Arafat dirigiera la palabra a la Asamblea General.
Ése era el pan de cada día.
Nuestra libertad, como periodistas, era limitada. Siete semanas después
de la matanza de los deportistas israelíes en Múnich, un avión de la aerolínea
alemana Lufthansa —en el que, extrañamente, sólo viajaban doce pasajeros
de Beirut a Fráncfort— fue secuestrado por guerrilleros palestinos, quienes
exigieron, por la liberación de la aeronave, la libertad de los tres secuestradores sobrevivientes, presos de los alemanes. Willy Brandt, en una de las más
indecentes actuaciones de su gobierno, dobló las manos y los entregó. Algunas personas consideraron este intercambio como una farsa planeada entre
alemanes y árabes. Los israelíes, como se sabe, se encargaron de asesinar a dos
de los secuestradores sobrevivientes y a cerca de otros doce palestinos que se
suponía habían participado en la planeación de la masacre de Múnich. Esas
críticas contra Brandt se publicaban en la prensa inglesa y en los canales y
estaciones de la BBC, pero no tenían lugar en las transmisiones de los Servicios Externos.
Podíamos, sí, en la BBC, escribir o planear —y producir— programas de
música, de arte o literatura, de libros, reseñas de teatro, de cine o de exposiciones; el material disponible para que elaboráramos esos programas era, desde luego, muy abundante. Pero los programas de contenido político, meollo de
los propósitos propagandísticos de la BBC, eran siempre escritos por quienes
trabajaban en el News Central Desk —Oficina Central de Noticias de Bush
House—, o por periodistas británicos de diversas publicaciones, como los diarios The Times, The Guardian, The Economist, The Financial Times, o los semanarios como The New Stateman, por poner algunos ejemplos, y que le vendían sus artículos a los Servicios Externos en calidad de free-lancers. Teníamos
que traducirlos al pie de la letra, sin cambiar una coma, al igual que todas las
noticias, originadas en la misma oficina. Allí, todas y cada una de las noticias
27
a obra de Fernando del Paso se ha caracterizado por
su lucidez y creatividad, y estas páginas no son la excepción. En Bajo la sombra de la Historia. Ensayos
sobre el islam y el judaísmo el autor presenta en tres
volúmenes un conjunto de excelentes ensayos de interpretación histórica y convierte a la historia misma
en vehículo de explicación y en una fuente inagotable
de respuestas para su propia curiosidad. A partir de
la pregunta ¿en qué creen los que sí creen?, Fernando
del Paso desarrolla su interés por “el otro” y nos presenta un recorrido por la historia del Medio Oriente,
cuna del islam y del judaísmo, donde analiza sus prácticas y representaciones culturales: dioses, costumbres,
tradiciones,
ideologías, cosmologías y todo
aquello que constituía, y constituye, su interpretación
del mundo. El resultado es una visión panorámica del
surgimiento y desarrollo de estas dos religiones, escrita con precisión pero sin carecer de profundos elementos narrativos que la sitúan al alcance de todo público.
FERNANDO
DEL
PASO nació en la Ciudad de México en 1935. Cursó dos años en la
facultad de Economía de la
UNAM.
Trabajó en diversas agencias de publicidad y ha
colaborado en diversos diarios y revistas. Vivió dos años en los Estados Unidos
(como participante del International Writing Program de la Universidad de Iowa),
catorce en Londres (como colaborador de la
BBC)
y ocho en París (como consejero
cultural y cónsul general de México). Es miembro de El Colegio Nacional. Como
dibujante y pintor ha presentado sus obras en México, Londres, Madrid, París y
varias ciudades de los Estados Unidos.
Su primera novela, José Trigo (1966), obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, y
la segunda, Palinuro de México (1977), el Premio de Novela México a la mejor novela inédita, además del Premio Internacional Rómulo Gallegos (1982) y el Premio
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a la Mejor Novela Extranjera Publicada en Francia (1985). En 1991 le otorgaron el
Premio Nacional de Letras y Artes y, en 2007, el Premio
FIL
de Literatura.
Además de las mencionadas novelas, ha publicado Noticias del Imperio (1986),
Linda 67 (1995), La muerte se va a Granada (1998), obra de teatro en verso sobre
Federico García Lorca, y Cuentos dispersos (1999). Ha escrito también ensayo y
poesía: Sonetos del amor y de lo diario (1997); De la A a la Z por un poeta (1988), versos para niños; Paleta de diez colores (1990), y PoeMar (2004), entre otros títulos.
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