"indicadores de humanidad" y

Anuncio
Dificultades bioéticas de los términos “indicadores de humanidad” y “calidad de vida”. Ventajas e inconvenientes.
Antonio Pardo Caballos
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Ponencia en las II Jornadas de Bioética: Controversias bioéticas en situaciones límite,
Córdoba, 4 y 5 de Junio de 1993.
Publicada en Bioética y Ciencias de la Salud, 1994;1:26-32.
Antes de comenzar, quiero agradecer al Comité organizador de estas Jornadas su
amable invitación a participar, invitación que me ha obligado a preparar este trabajo, lo
cual es nuevo motivo de agradecimiento, pues a veces no es fácil ponerse a escribir sin
el estímulo de una fecha límite. Siguiendo la sugerencia del Comité, comentaré los problemas que pueden surgir del empleo de las expresiones “indicadores de humanidad” y
“calidad de vida”.
Indudablemente, para analizar esta conveniencia, es necesario estudiar, en primer lugar, qué función desempeñan esas expresiones en el ejercicio de la Medicina, y si se corresponde con la necesidad para la cual fueron acuñadas.
Pero surge, en segundo lugar, otra cuestión: esos términos, por arte de la divulgación
médica, se están haciendo patrimonio común de la sociedad. En ese uso común, ¿producen efectos positivos o negativos? ¿Tiene la bioética algo que decir al respecto?
1. Utilidad médica de los “indicadores de humanidad” o de la “calidad de vida”.
La Medicina es una técnica o, con un término más clásico, un arte. Este último término se presta a cierta confusión, que reside en la asociación que tendemos a realizar de
arte con bella arte. Arte, en su significado original latino, es la traducción literal del techné griego. En su derivación castellana, “técnica”, ha conservado el significado original: capacidad de actuar sobre una materia para realizar un trabajo. El arte, entendido
como bella arte, es también una técnica pues, además de la inspiración del artista, precisa un conocimiento de los materiales y su manejo adecuado. Pero mientras toda bella
arte es arte, es decir, técnica, no toda técnica es bella arte.
La Medicina, como técnica que es, se dedica a manipular unos materiales y producir
unos resultados. El material que maneja es el hombre, y los instrumentos que emplea
van desde la sencilla infusión hasta la compleja tecnología que se encierra en un gran
hospital. Y el resultado que se pretende es la curación o alivio de los enfermos. Esto nos
confirma que la Medicina no es una ciencia, pues la ciencia se ocupa de conocer qué
son las cosas, o cómo funcionan, de establecer hipótesis teóricas y de intentar comprobarlas posteriormente: su objetivo es saber1. Ninguna de estas actividades científicas es
propiamente curativa. La Medicina se puede servir de los conocimientos científicos para
curar, pero el investigador que realiza estudios básicos, no relacionados con una ocupación clínica, no está trabajando como médico. La investigación básica sólo se puede
llamar Medicina en tanto que puede tener aplicación clínica. Por esto, puede haber químicos y biólogos que llevan a cabo investigaciones básicas: no son médicos, ni necesitan serlo, pues no se dedican a curar. De todos modos, la frecuente confusión de la Medicina con una ciencia es disculpable: a diferencia de otras técnicas, como puede ser la
carpintería, la Medicina no se ejerce casi por mero hábito, sino por medio de un conocimiento muy razonado de lo que se hace. Y, en este aspecto, se parece a la ciencia.
1
4.
Tomás de Aquino: Exposición del De Trinitate de Boecio (Pamplona, Eunsa, 1987), q. 5, a. 1, ad
La Medicina está interesada por la salud del hombre. Por esta razón, el médico procura que su trabajo rinda lo más posible. La Medicina, como toda técnica, debe buscar
la eficacia. Pero debe buscarla de modo más intenso que otras actividades productivas,
porque lo que desea conseguir es el bien del hombre, que es el mayor bien que se puede
querer, aunque no se trate de un bien absoluto2. Por esta razón, la Medicina afronta sin
dudarlo costes que otras técnicas no se pueden permitir: en el caso de la salud un gasto
grande vale la pena –o, como suele decirse, la salud no tiene precio–; sus gastos de investigación serían difícilmente justificables en otras actividades.
La Medicina, por tanto, necesita comprobar la eficacia real de los procedimientos
que utiliza para ayudar a los enfermos. No se puede conformar con una apreciación inicial “a ojo de buen cubero”. Tiene que poner en marcha los ensayos controlados, la estadística, la experimentación clínica. De estas investigaciones se deriva el uso o el rechazo de medicamentos, técnicas quirúrgicas, regímenes, y demás. Este enfoque, que
suele denominarse científico –perpetuando la confusión de la Medicina con una ciencia–, debe aplicarse a rajatabla: lo que no ha demostrado su inocuidad y eficacia no
pertenece al arte médico.
Pero la Medicina, si es realista, ha de reconocer que hay situaciones en que no puede
pretender la curación. En ese momento hay que iniciar el alivio, y aparece la Medicina
paliativa. Ésta también debe emplear un control de calidad objetivo de sus logros. Aparecen así en escena los términos “indicadores de humanidad” y “calidad de vida”. Estas
expresiones designan unos índices que permiten evaluar objetivamente el estado físico
del paciente, sus limitaciones, sus molestias o su sufrimiento3. Sólo deberán emplearse
en Medicina paliativa las técnicas que hayan demostrado su efectividad para el alivio
del paciente. La buena práctica médica se evalúa, también en la Medicina paliativa, por
el estado del paciente al terminar la acción médica: si disminuye un dolor, si mejora una
disfunción, si aumentan las posibilidades vitales del paciente, etc. Los “indicadores de
humanidad” o índices de calidad de vida son, por tanto, necesarios para la buena práctica médica, pues evalúan el estado físico del paciente y permiten saber la efectividad de
los cuidados paliativos aplicados.
2
P. Vogelsanger. Die Würde des Patienten. Bull Schweiz Akad med Wiss 1980; 36: 249-58.
Agradecemos al Dr. Herranz la traducción castellana de este texto.
3 En este trabajo nos limitamos voluntariamente a estudiar las repercusiones de los “indicadores de
humanidad” y de los índices de “calidad de vida” cuando éstos se entienden como métodos de evaluación
de los cuidados paliativos. Con ese significado se emplea con más frecuencia la expresión “calidad de vida” que “indicadores de humanidad”. Puede verse una revisión de los diversos índices en Jesús Poveda de
Agustín. Valor terapéutico de la información al paciente terminal como terapia de apoyo y su cuantificación. Tesis doctoral inédita. Madrid, Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma, 1990, pp. 38-54.
O bien, otra más reciente en Carlos Centeno Cortés. Medicina paliativa: necesidades psicosociales del
enfermo oncológico terminal. Tesis doctoral inédita. Valladolid, Facultad de Medicina, 1993, pp. 94-114.
Cabe también considerar que estos índices son propiamente indicadores de humanidad, es decir, datos
empíricos acerca de la actividad de una entidad que permiten decir que esa entidad es humana o es persona. Cfr. Fletcher J. Indicators of Humanhood: A Tentative Profile of Man. Hastings Center Report, Nov.
1972 (11/5): 1-4. Como es evidente, este segundo sentido confunde radicalmente la realidad humana con
algunas manifestaciones externas que suelen ser típicas de ella. Las consecuencias bioéticas de este planteamiento son abismales, pues permite justificar la eliminación de cualquier vida humana que no cumpla
con unos parámetros de inteligencia, capacidad de comunicarse, autoconciencia, etc. A Dios gracias, en
nuestro medio, la eliminación de personas con graves limitaciones repugna a la mayoría de los médicos.
Esta ha sido la razón de que enfoquemos este trabajo sólo en la línea de los “indicadores de humanidad” o
“índices de calidad de vida” como medidores de la eficacia de los cuidados paliativos, sin entrar en interpretaciones filosóficas de estos índices o indicadores. De todos modos, indudablemente, cuando estos índices de cuidados paliativos se constituyen en criterio absoluto de la atención médica, se aproximan, desde el punto de vista práctico, al enfoque que propone Fletcher desde el punto de vista teórico.
2
Pero, en un segundo momento, estos índices puede producir problemas: cuando el
médico, arrastrado por la visión exacta y científica de su actividad, comienza a concebir
–erróneamente– que el objetivo de su “ciencia” consiste en optimizar la “calidad de vida”4. Veamos, pues, lo que sucede, cuando la calidad de vida se convierte en el objetivo
de la Medicina, y deja de lado el triple objetivo clásico, de curar, aliviar y consolar. Para
mayor claridad, llamaremos “moderna” (entre comillas) a la Medicina que tiene como
objetivo exclusivo la calidad de vida y “clásica” (también entre comillas) a la que, con
los adelantos técnicos modernos, sigue aceptando los objetivos clásicos de la Medicina.
Mientras el enfermo pueda curarse, no se aprecian grandes diferencias entre la Medicina “clásica” y la “moderna”. La Medicina “moderna”, orgullosa de su poderío, ve en
el enfermo difícil de curar un desafío técnico, acepta ese reto y se lanza a intentar lo casi
imposible. También lo haría la Medicina “clásica”, movida por el deseo de ayudar al
paciente, y emplearía todos los recursos técnicos a su alcance, si son proporcionados.
Dicho de otro modo: en la atención médica ordinaria, la diferencia entre la Medicina
“clásica” y la “moderna” es sólo algo tan sutil como la intencionalidad del médico.
Sin embargo, las diferencias aparecen, y abundantes, cuando el paciente no es, por
así decir, “normal”, es decir, cuando no es susceptible de curación. En esas situaciones,
la Medicina “clásica” se ponía en marcha para aliviar o consolar, movida por la compasión hacia el enfermo. La Medicina “moderna” reacciona de un modo que al médico
“clásico” le resulta sorprendente: declara que hay vidas que no merecen ser vividas, que
son un error, un fracaso de la naturaleza; que sólo una vida biológicamente plena, llena
de satisfacciones, es capaz de dar sentido al vivir humano; que, en ciertas ocasiones, es
preferible no vivir a vivir con limitaciones insoportables.
Consecuente con esos postulados, la Medicina “moderna” pretende que el mejor modo de ayudar a algunos pacientes, víctimas de un sufrimiento o de una limitación crónicas, es ayudarles a morir, bien directamente (con el aborto eugenésico o la eutanasia),
bien con procedimientos más o menos indirectos (de los que tenemos descripciones suficientes en el informe holandés Remmelink5).
No hace mucha falta subrayar que el límite que separa la vida digna de ser vivida de
la vida “errónea” es perfectamente arbitrario. Además, tiene una tendencia a correrse
progresivamente hacia situaciones bastante normales. Y es que los médicos “modernos”, en un primer momento, llevados por la tradición “clásica”, tienden a llevar el alivio y a considerar aceptables ciertas vidas con limitaciones; pero, si empiezan a considerar eliminables algunos pacientes, terminan pensando que casi todo el mundo estaría
mejor muerto que vivo.
Lógicamente, cuando dos médicos con ideas opuestas sobre la Medicina deben colaborar, aparece la discusión. Lo deseable en ese caso sería llegar a una situación de compromiso: por acuerdo se desarrollaría tal o cual curso conjunto de acción. Pero esas soluciones de compromiso, necesarias, no son una solución. Porque, como vimos, la diferencia entre la Medicina “clásica” y la “moderna” no radica en decisiones particulares,
sino en la intencionalidad del médico. Por tanto, lo que está en juego no es la decisión
particular de si vamos a respetar esta vida o no. Lo que está en juego es una visión del
hombre. Y el único modo de aclarar cuál es el modo correcto de ejercer la Medicina es
revisar, desde el punto de vista teórico, cuál de los dos modelos de vida humana se
ajusta mejor a la realidad, el “moderno” con su acento en la vida física y en su descrip4
G. Herranz. Scienze biomediche e qualità della vita. En: AAVV. Persona, verità e morale. Atti
del Congresso Internazionale de Teologia Morale (Roma, 7-12 aprile 1986), pp. 79-87.
5 Para una interpretación de los datos de este informe no tan benévola como la oficial, véase R.
Fenigsen, The Report of the Dutch Governmental Committee on Euthanasia; Issues in Law & Medicine 7
(1991):339-344.
3
ción “científica” o el “clásico” con su integración de una vida física con una vida espiritual, que sólo se puede describir adecuadamente desde la reflexión filosófica.
Por tanto, como reflexión intermedia, debemos examinar en qué consiste el vivir
humano.
2. Cómo es el vivir humano.
Hojeando recientemente un discurso pronunciado ya hace algunos años por Juan Pablo II ante la Unesco quedé cautivado por la descripción que hace de la vida humana. El
punto de partida era una descripción de Santo Tomás de Aquino, de honda raigambre
aristotélica: homo ex arte et ratione vivit. Que podría traducirse aproximadamente por
“el hombre vive de su técnica y de sus conocimientos”. O, como glosaba el Papa, el
hombre vive culturalmente: lo más característico de la actividad humana no es lo biológico, sino lo cultural.
Indudablemente, el hombre es biología: no somos ángeles ni espíritus puros. Pero la
descripción meramente biológica de la vida humana es incapaz de dar una idea adecuada sobre ella. Quedan fuera de esa descripción los elementos más distintivos de nuestra
especie, que se derivan de nuestra inteligencia: el trabajo y el conocimiento, es decir, la
cultura. Visto desde otro punto de vista, que suelo emplear con los alumnos de Ciencias
Biológicas: los animales nacen y viven en un mundo que les viene dado, en la naturaleza tal y como es. Si acaso, realizan pequeñas construcciones más o menos efímeras para
la crianza de su prole (nidos, madrigueras, etc.). El hombre, por contra, vive en un mundo material que construye él mismo con su técnica (casas, carreteras, pantanos, electricidad, etc.), y en un mundo cultural, que también construye con sus acciones y palabras.
Si consideramos la vida del hombre como un “híbrido” de lo biológico y lo cultural,
podremos justificar la postura de la Medicina “clásica” ante el sufrimiento crónico o sin
remedio, pues daremos a la vida humana y a la Medicina una meta suprabiológica. Sin
esta reflexión que clarifica los fines de la Medicina, el médico “clásico” puede defender
su postura sólo hasta cierto punto, basado en sus intuiciones morales fundamentales. Pero, ante la insistencia del médico “moderno” en considerar sólo lo biológico del hombre,
se encuentra desarmado, y abocado a una mera solución de compromiso que puede llegar a ser una claudicación de principios.
¿Qué es, pues, realmente, la salud? Ésta no es la integridad orgánica (esto sería una
utopía), pero, evidentemente, tiene que ver con esta integridad. La salud es integridad
orgánica pero dentro de un contexto: la vida propiamente humana, que incluye lo somático y lo cultural. Y, siguiendo una larga tradición que se remonta a Platón, podemos definirla como la integridad orgánica suficiente para la vida propiamente humana, que es a
la vez vida biológica y vida del espíritu, vida orgánica y vida cultural, vida animal y vida compuesta de técnica e ideas, de arte y ratione6.
La Medicina tiene como objetivo conseguir la salud, es decir, recuperar la integridad
orgánica suficiente como para vivir esa vida física y cultural propia del hombre. Esto
hace que el ejercicio de la Medicina posea unos límites naturales, que están marcados
por modos culturales de vivir inadecuados para el hombre. El médico “clásico” sabe que
hay cosas que no “puede” hacer, aunque se puedan realizar técnicamente, porque no son
una ayuda para el vivir propiamente humano. Degradan al hombre más que ayudarle.
Pero, si la vida humana es a la vez biológica y cultural, la ejercicio de la Medicina al
estilo “moderno”, omitiendo el aspecto cultural del hombre, es necesariamente deshumanizador. Además, sume a la Medicina en profundas perplejidades. Expliquemos esto
con más detalle.
6
Tomás de Aquino. Summa Theologiae, I-II, q. 50, a. 1, c.
4
Supongamos, por un momento, que el hombre no tiene vida cultural, que es sólo
biología. Entonces, la Medicina existe sólo en función del vivir orgánico del hombre.
Los hombres, dentro de esta suposición, viven, como los animales, para sobrevivir y reproducirse. La Medicina, dentro de este contexto vital, se configura como lo que hemos
llamado Medicina “moderna”, como una técnica destinada a proporcionar la plenitud
física a los hombres.
En el momento en que acepta este objetivo meramente biológico, la Medicina “moderna” encuentra muchas preguntas sin respuesta satisfactoria. Porque el médico observa que hay enfermos que no toleran un estado físico que a él le parece aceptable, mientras que otros sobrellevan su enfermedad con resignación, incluso aunque se les sugiera
que hay una salida expeditiva a sus sufrimientos. Desde el punto de vista biológico, lo
“normal” es preferir vivir, en las condiciones que sea: los animales no se suicidan. ¿Qué
pasa entonces con el paciente que desea la muerte? ¿Es esa situación un desquiciamiento del instinto de supervivencia?
Normalmente, ante esas preguntas, la Medicina “moderna” acepta como salida
orientar su actividad según las preferencias del paciente, pero sin llegar a admitir que el
vivir humano es una integración de biología y cultura. La Medicina, según este planteamiento, no debe conseguir la plenitud física, sin más, sino la plenitud suficiente como
para que el paciente considere que vale la pena vivir7. Es decir, el objetivo de la Medicina es satisfacer los deseos de los enfermos. Desde este punto de vista, la vida humana
es, propiamente hablando, sólo la subjetividad, que es la fuente de los deseos; la vida
corporal es sólo un apéndice de ese núcleo, pero no es lo radicalmente humano. Aparecen así los intentos de cartografiar la subjetividad de los enfermos, para poder plegarse a
lo que éstos solicitan (dicho sea de paso, como es evidente, el fracaso de esta “cartografía” –o filosofía, como la llaman algunos– está garantizado). En suma, la Medicina
“moderna” deja de ser profesión liberal.
Para aceptar como norma de acción la subjetividad del enfermo, el médico “moderno” está obligado a hacerse violencia intelectual. Lo coherente ante la disparidad de
modos de vivir8 de los pacientes sería preguntarse: ¿qué pasa ahí? ¿Cuál es el objetivo
de la vida? ¿La simple existencia biológica es una razón para querer seguir viviendo?
Cualquier respuesta a estas preguntas pasa por considerar que el hombre es más que
subjetividad indeterminada y caprichosa; es un ser biológico con motivaciones biológicas y no biológicas, pero orientadas armónicamente hacia fines que le vienen dados, por
así decir, “de fábrica”.
El médico “moderno” ha renunciado a hacerse estas preguntas. Su labor, al no importarle la corrección o incorrección de los ideales humanos, resulta, como dijimos,
deshumanizadora. Su preocupación, que inicialmente versaba en exclusiva sobre la vida
biológica y su calidad, termina siendo plegarse a los caprichos del paciente. Su actividad está curiosamente dividida: después de admitir que el hombre es sólo lo que la
“ciencia” puede describir, tiene que admitir que el hombre es sólo un yo indeterminado
y caprichoso. Aparece así en Medicina la dicotomía, heredada de la filosofía del siglo
7 Esta es la idea que subyace a la definición de la OMS de salud como bienestar. Laín Entralgo
también se debate entre el concepto objetivo y el concepto subjetivo de salud, inclinándose al final por
una visión ecléctica, en la que también entra una aportación de la sociología dominante. Cfr. Antropología médica. Barcelona: Salvat, 1985; pp. 179-202, y su artículo ¿Qué es la salud? Jano 1988; 35: 123-8.
Este autor no se mueve dentro de una visión clásica de la salud, sino dentro de una moderna, con sus dificultades insalvables.
8 Esta observación de modos de vida inconciliables fue el origen del concepto de naturaleza entre
los griegos. Cfr. Leo Strauss: Natural Right and History (Chicago: University Press, 1971), especialmente
pp. 97 y ss. La deducción clásica continúa siendo plenamente vigente, aunque deba renovar su forma para
poder ser entendida en toda su riqueza.
5
XVIII, entre lo biológico y lo humano, dicotomía que, dicho sea de paso, no tiene solución posible. El médico “moderno” está condenado a la esquizofrenia en su trabajo profesional.
3. Influencia de los indicadores de calidad de cuidados sobre la sociedad. O, el médico como forjador de cultura.
Después de esta digresión sobre la naturaleza del vivir humano y de la Medicina, estamos en condiciones de responder la segunda cuestión que nos planteábamos al principio: en la sociedad ¿qué efecto produce la insistencia contemporánea en la calidad de
vida? Se trata de una insistencia abrumadora, que está empezando a estar tan omnipresente como el término “natural”, actualmente tan manido que hace pocos días pude ver
un anuncio de un yogur pregonando: “más cremoso, más natural”. O sea, que cuando
estaban empleando la palabra “natural” en la anterior edición de esa marca de yogur,
nos estaban tomando el pelo.
Pongamos un ejemplo en esa línea: en una reciente entrevista, el médico de Induráin,
en lugar de afirmar que su paciente llevaba una vida sana, afirmaba que tenía gran calidad de vida. De este tipo de frases, lo primero que se deduce es que los comunes mortales, que no llegamos a desarrollar 300 watios de potencia, tenemos una pobre calidad
de vida. Así influye el médico en la sociedad.
El médico, en el ejercicio de su profesión provoca modos de pensar. Y esto sucede
tanto cuando se aplica a conseguir la salud de un paciente, es decir, con su técnica, como cuando habla, sea al paciente, sea a los medios de comunicación, es decir, con sus
conocimientos. Cuando el médico actúa como tal, está aportando a la sociedad su arte y
su ratio, es decir, está configurando la cultura de la sociedad en que vive. De aquí se
deduce que es imposible un ejercicio aséptico de la Medicina, un modo de actuar del
médico que, junto con la práctica profesional, no aporte un modo de ver la vida ni influya sobre el modo de vivir del paciente, de un modo u otro.
Pero seguir por aquí nos llevaría demasiado lejos. Volvamos al hilo inicial de este
apartado: la actuación del médico y su influencia social. Siguiendo la división didáctica
que hemos hecho anteriormente, veamos qué efectos sociales producen el ejercicio “clásico” y el ejercicio “moderno” de la Medicina. Ya adelantábamos que el modo “moderno” de actuar es deshumanizador. Pero esa afirmación inicial requiere ser precisada. Podemos obtener bastantes luces a partir de la pregunta siguiente: Cuando el médico ejerce
la Medicina, ¿qué motivos tiene para ejercerla?
Para el médico “clásico”, la respuesta a esa pregunta está bastante clara: porque el
paciente es un ser humano y, por el mero hecho de serlo, merece una acción altruista por
parte de sus semejantes. Este altruismo no tiene nada que ver con la biología: una hormiga soldado es “altruista” (entre comillas) cuando entrega su vida defendiendo el hormiguero de algún animalillo que lo ataca, pero no tiene en su conducta más imperativo
que la supervivencia biológica. El hombre, sin embargo, emprende acciones biológicamente inútiles. El cuidado de los ancianos, de los enfermos, no es un atavismo biológico
(la preocupación biológica por la prole que se equivoca de objetivo, como pretende
Wilson con su Sociobiología), sino una preocupación plenamente humana que se deriva
del reconocimiento de la dignidad del hombre enfermo o necesitado.
El médico “moderno” tiene más difícil saber por qué ejerce la Medicina. Como considera que la fuente principal de conocimiento es la “ciencia” (la ciencia empírica, en su
sentido más estrecho), no puede admitir que la biología humana tenga algo llamado dignidad, o que la tenga en una medida distinta a la de cualquier otra entidad biológica.
Bajo su punto de vista, no se puede ser “especiecista”, es decir, poseer una preferencia
6
injustificada por la especie humana sobre las demás especies animales a la hora de repartir acciones benéficas y altruistas.
Se ve obligado entonces a recurrir a ese elemento subjetivo, superior y yuxtapuesto a
la biología, para justificar sus acciones sobre el cuerpo humano. El resultado es un imperativo categórico: debo respetar a los demás; o, más bien, debo respetar las decisiones
vitales arbitrarias de los demás. La razón es sencilla: de no hacerlo, no puedo pedir ese
mismo respeto para mis decisiones; para que sea viable la vida en sociedad, es necesario
un imperativo categórico moral. Curiosamente, en el fondo, ese imperativo moral que
obliga a respetar a los demás no reconoce que los demás seres humanos sean dignos de
respeto por sí mismos: se les respeta sólo por razones funcionales, porque, en el fondo,
quienes vivimos en sociedad buscamos sólo nuestro provecho9. Dicho de otro modo: para el médico “moderno” la palabra “altruismo” no significa lo mismo que para el médico “clásico”. Para el médico “moderno”, “altruismo” es hacer cosas que satisfagan el
capricho de los demás por puro egoísmo personal, porque reportará algún beneficio.
Este fundamento “moderno” de la actividad médica veta radicalmente todo intento de
influencia en la vida del paciente. El médico “moderno” está para cumplir los deseos
arbitrarios del enfermo y, a pesar de que es imposible, intenta no influir sobre ellos de
ninguna manera. Como consecuencia, el mensaje que transmite este tipo de ejercicio de
la Medicina configura socialmente un hombre cuyo ideal es “haz lo que quieras”10, pero
sin indicarle ni por asomo objetivos que merezca la pena perseguir. Por esta razón, ese
ideal es un falso ideal, pues sólo subraya que las elecciones deben ser siempre incondicionadas; no proporciona fines, y los verdaderos ideales son fines. La Medicina “moderna”, al poner el falso ideal de una libertad absoluta, incapacita para poseer verdaderos ideales por los que vivir. El resultado trágico de este modo de concebir la vida humana está descrito magníficamente por Alan Bloom en El cierre de la mente moderna11:
una mezcla de egoísmo, superficialidad, soledad, ausencia de horizontes e incapacidad
de sacrificio. Esa es la deshumanización que la Medicina “moderna” produce en la sociedad.
Hemos mencionado que el médico “moderno” atiende a sus pacientes, en el fondo,
por egoísmo. Como dijimos al comienzo, lo que permite distinguir entre médicos “clásicos” y “modernos” es su intencionalidad. Sería ilusorio pensar que esa motivación de
fondo no se traduce en una atención médica distinta. Ya dice el refrán que la cara es el
espejo del alma: no se puede ocultar el hecho de que los enfermos no importan nada en
absoluto. La atención médica “moderna” tiende, debido a la intencionalidad que la anima, a ser descuidada, superficial, poco cortés, a atender al enfermo sin contemplaciones,
porque, en el fondo, sólo contempla los intereses del médico.
Actualmente es frecuente la queja por la deshumanización de la atención médica.
Con excesiva frecuencia, en los ambulatorios y hospitales de la Seguridad Social se trata
al paciente como acabo de describir. Y este trato no se debe a un momento malo provocado por una discusión reciente o por una sobrecarga momentánea de trabajo. Ni tam-
9
Esta es la única postura plenamente coherente dentro de los planteamientos “modernos”. Cfr. H.
T. Engelhardt. The Foundations of Bioethics. New York, Oxford University Press, 1986, pp. 66 y ss.
10 Es el lema que encuentra Bastián al poco de llegar a Fantasia: cfr. M. Ende, La historia interminable, Alfaguara, 1977. El desarrollo de su estancia en el mundo de Fantasia es una riquísima parábola en
la que Bastián, partiendo del egoísmo, termina encontrando la realización personal cuando se decide a
amar de modo verdaderamente altruista.
11 Barcelona: Plaza y Janés, 1989. La descripción de la vida de sus alumnos sólo puede parecer
deseable a quien carezca por completo de ideales en la vida, a excepción del espejismo de una libertad
incondicionada.
7
poco a un problema de sintonía entre temperamentos diferentes. Se trata de una actitud
constante, que intenta regatear al paciente toda la atención posible.
Pretender solucionar esa deshumanización, que podríamos denominar sintomática,
con medidas que no ataquen su causa es prácticamente imposible. Los médicos sabemos
bien que para tratar ciertas enfermedades se requiere tratamiento etiológico, no bastan
las medidas sintomáticas, que, a lo sumo, ocultan los problemas por un tiempo. Y la
deshumanización actual de la Medicina no se debe a cuestiones circunstanciales de la
vida en los hospitales o en los ambulatorios, sino a actitudes de fondo de los profesionales de la salud. Mientras no nos empeñemos en el necesario cambio de actitud (lo
primero es el enfermo, luego nosotros), las medidas destinadas a mejorar la situación serán vanas.
Resumamos lo que llevamos dicho: cargar el acento en la calidad de vida conduce,
de modo coherente y directo, a una consideración puramente organicista de la vida humana, que queda sujeta al dominio de la técnica. La conducta del médico queda al arbitrio de la voluntad caprichosa del paciente. Y ese modo de concebir la Medicina y, en
general, la vida humana, es deshumanizador. Intentar elevar a toda costa la “calidad de
vida” o los “indicadores de humanidad” termina hundiendo lo que pretende elevar.
Puede parecer que la solución a este problema consiste en el ejercicio “clásico” de la
profesión, que ve al enfermo como alguien digno de nuestra atención, que se merece
nuestra dedicación, y no precisamente porque obtengamos de él un beneficio. Sin embargo, incluso este modo de ejercer la Medicina debe obrar con ciertas precauciones, si
no quiere producir los mismos efectos sociales que los planteamientos “modernos”. Me
explico.
El médico que desee curar a su paciente debe utilizar medios técnicos, empleados
con competencia y con el adecuado control de eficacia, como ya mencionamos al comienzo. El paciente, ante el despliegue de medios técnicos, puede terminar con la impresión subjetiva de que el médico lo puede todo o casi todo. Así, puede terminar pensando que la técnica médica está al servicio de su problema, o de lo que a él le parezca
que es su problema. Que el médico, en una palabra, debe estar a lo que él le pida, y que
no tiene por qué negarse a sus exigencias, sean éstas las que sean.
A esta actitud de los pacientes contribuye, evidentemente, la presión ambiental actual, que empuja en ese sentido. Pero también contribuye a ella el médico “clásico” que,
para prestigiarse ante el paciente, o para destacar sobre sus colegas, ensalza sus éxitos
técnicos. Al actuar de este modo, no se da cuenta de que lo que hace de él un buen médico no son los medios técnicos –cualquier hospital bien dotado los tiene–, sino esa especial dedicación al paciente. Esa dedicación, junto con la técnica, es lo que producirá
una atención auténticamente humana y humanizadora.
Por tanto, el médico “clásico” debe tener presente que el diálogo con el paciente debe
subrayar los aspectos humanos y, sin dejar de prestar la atención necesaria a los aspectos técnicos –pues hay que informar adecuadamente al paciente–, estos aspectos técnicos deben pasar a ocupar un discreto segundo plano. Con el enfermo hay que hablar de
los fines que se pretenden, y no cargar el acento en los medios, siempre secundarios. El
problema que surge en cuanto nos planteamos este objetivo es la formación del médico.
En las Facultades de Medicina producimos muy buenos “científicos”. Pero, ¿producimos buenos médicos? Dicho de otro modo: los médicos que terminan la carrera ¿saben
tratar a los pacientes? ¿Saben dar conversación? ¿Son capaces de descubrir las verdaderas preocupaciones de sus enfermos? ¿Saben controlar su vanidad técnica y mencionan
al paciente las debilidades y problemas de los procedimientos que emplean, de una manera objetiva?
8
Quizá los médicos que llevan tiempo de ejercicio profesional están en mejores condiciones de enfrentarse a estos desafíos; pero, actualmente, la formación humana de
nuestros futuros colegas es un problema preocupante.
Pero la influencia social de la palabra del médico no se limita a los momentos de
contacto con el paciente. También le incumbe la obligación de la educación sanitaria de
la población. Al cumplir con este deber, es frecuente que el triunfalismo técnico entre en
acción: los artículos de divulgación médica suelen informar de los aspectos esenciales
de una patología, y de las medidas sanitarias que la población general puede emprender
para evitarlas. Pero suelen terminar cantando las virtudes del último avance técnico en
ese terreno. No me extraña que, con cierta frecuencia, estas virtudes se propaguen para
atraer clientela, pues, aunque se haga con las mejores intenciones, al día siguiente la
consulta está llena de pacientes, todos con la misma petición: ¿doctor, se podría usar esa
técnica en mi caso?
Para evitar ese tipo de problemas, el médico, si logra arrebatar a los periodistas el
papel de divulgador médico, deberá oscurecer el éxito del último aparato alemán con
negras tintas sobre los efectos secundarios comprobados de cierta cirugía, la eficacia de
los trasplantes con un relato detallado de los casos de rechazo que ha vivido, la comodidad de la litotricia con el precio de cada estudio de resonancia magnética. En el fondo,
todo esto no es más que ser realista, y difundir una imagen menos optimista de la Medicina: es lo único que quiero sugerir.
Por supuesto, dentro de su papel de divulgador, el médico debe evitar el empleo de la
expresión “calidad de vida” como sinónimo de vida sana pues, propiamente, la expresión “calidad de vida” incluye una idea sobre la vida buena que es irreductible a la salud. Es una idea de la vida humana que lleva, por su dinámica interna, a la profunda
deshumanización que observamos en la sociedad contemporánea.
Pero, como dijimos, el médico influye en la sociedad, no sólo por medio de su palabra: también su arte produce la cultura. Cuando aplica la técnica debe tener la misma
precaución que cuando habla: no debe dar la impresión de que su técnica lo es todo.
Aparece así el curioso deber de ocultar la técnica que emplea; o, mejor dicho, de que el
paciente la sitúe en un segundo plano. Indudablemente, el médico no debe escatimar al
paciente ningún medio técnico disponible, si es necesario. Pero debe emplear esos medios de tal modo que el enfermo recuerde antes los fines de la Medicina que los medios
que emplea: que aprecie antes la preocupación y delicadeza del médico que la intervención quirúrgica que le han practicado; el intento de alivio de las molestias de la enfermedad que el afán resolutivo por curar; la conversación amable y consoladora que la
puntualidad germánica en la toma de las constantes.
Este modo de actuar coincide con las metas de humanización de la Medicina, al menos tal como se preconiza normalmente. Pero su objetivo va más allá: al actuar así, el
médico pretende cambiar el modo de pensar de la sociedad en que vive y hacerla más
humana.
Podemos concluir afirmando que, si el médico persigue sobre todo la “calidad de vida” de los pacientes, u optimizar los “indicadores de humanidad”, el fin perseguido –
que el paciente tenga una vida más humana– se le escapa y se convierte en una meta
difícil o imposible. Este objetivo tiene que ver con la felicidad: cuando se la persigue
derechamente, cifrándola en la calidad de vida, la felicidad se oculta; sólo se alcanza
cuando no se la busca. Sólo cuando la calidad de vida ocupa un puesto subordinado y
suficientemente oculto en la praxis médica está en condiciones de colaborar al objetivo
de la felicidad humana. Porque, como es evidente, la “calidad de vida” y los
“indicadores de humanidad” son medios, no fines.
9
Descargar