EUROPA FRENTE AL ESPEJO Pablo José Castillo Ortiz (Univ. Almería) Es obvio a estas alturas que el debate acerca de la entrada de Turquía en la Unión Europea ha desbordado sobradamente la temática que es propia de la inclusión de un nuevo miembro en la Unión, para convertirse en un interrogante sobre la Unión misma, sobre su identidad, génesis y devenir. Hasta el momento, la UE había venido desarrollando un movimiento expansivo desacomplejado por el espacio geográfico del continente. Los criterios para la aceptación de nuevos miembros eran relativamente débiles, exigiéndose apenas unas mínimas garantías democráticas, ciertos requisitos económicos, y la pertenencia geográfica al continente, a lo que había que sumar la, en cierto modo redundante, aceptación del acervo comunitario1. Con Turquía, extrañamente, las cosas no han sido así. Con la excusa de la equívoca situación geopolítica del país, para muchos combinada con sus especificidades religiosas, Europa ha iniciado un fuerte debate en el que, casi por primera vez, han emergido con estruendo unas cuestiones, las de la identidad cultural europea, que hasta entonces se manejaban con discreción y, básicamente, cerca de los prudentes –e inofensivos- ámbitos de lo académico. La paradoja de plantear, ahora, dicho debate reside en que en la actual “Europa de los 27” hace ya tiempo que conviven ciudadanos de países que no solo tienen un pasado reciente radicalmente distinto, sino que habitan además espacios alejados, tanto en lo geográfico como en lo cultural. Tal ha sido el modo en que países tan dispares como Estonia, Irlanda o Rumania, por ejemplo, han llegado a formar parte de un mismo bloque económico-político. Los países europeos, con su entrada en la Unión, decidieron incluso privilegiar sus vínculos continentales frente a otros lazos evidentemente mas fuertes desde el punto de vista cultural o incluso lingüístico –véase el caso de España con Latinoamérica- por motivos, la mayoría de las veces, no exentos de un marcado ánimo lucrativo. 1 Artículo 49 y los principios del artículo 6, apartado 1, del Tratado de la UE Si nos atenemos a los criterios de adhesión a la Unión, prácticamente el único cemento cultural que hasta ahora unía a los países miembros era la adhesión compartida a los principios democráticos y de libre mercado. Pero cierta tensión latente acerca de la identidad cultural de Europa siempre ha estado presente; e inevitablemente conectada a esta cuestión de la identidad, la del debate sobre los bordes de la Unión. No es de extrañar, pues como sobradamente ha sido señalado democracia y libre mercado no son patrimonio exclusivo de los países europeos, luego era difícilmente aceptable la idea de que estos valores pudieran actuar legítimamente como criterio de delimitación geográfica y exclusión política. Paradójicamente, es el hecho de que estos valores estén tan extendidos lo que les vuelve irrelevantes a estos efectos2. Europa, por tanto, sabía a veces dónde empezaba –tal vez en Bruselas- pero rara vez sabía en qué lugar terminaba y, cuando lo hacía, nunca era capaz de contestar porqué ahí y no en otra parte. Además, en un proceso tan difícil como está siendo el de la construcción de Europa, tan lleno de avances y retrocesos, el asunto de la identidad y los bordes nunca encontraba un hueco preferente en una agenda cargada de emergencias, por más extraordinario que fuera el alcance de sus implicaciones. Turquía ha hecho precisamente esto: ha visibilizado la urgencia de la cuestión, y ha explicitado las trampas del discurso oficial al respecto, cuya débil construcción sólo pudo ser sostenida mientras no se rompió el consenso tácito que ignoraba, o a lo más demoraba, la revisión de los artificios sobre los que se construía. Formalmente, reconozcámoslo, Turquía cumple, o podría cumplir en poco tiempo, con los requisitos básicos de adhesión. Es lo bastante europeo como para estar en la Unión, y no es menos democrático hoy de lo que algunos países que hoy forman parte del corazón de Europa lo eran a inicios de los 90. Pero esto parece ser lo de menos. Con la excusa de su adhesión, el debate identitario se ha reabierto, y han aparecido en el escenario elementos que hasta ahora habían permanecido en silencio, a la espera 2 Will Kymlicka ofrece un argumento que, aplicado analógicamente, nos puede resultar de utilidad: “Es cierto que en los Estados multinacionales existen valores compartidos (…). Sin embargo, no está claro que estos valores, por sí mismos, sean una razón que haga que dos o mas grupos nacionales permanezcan unidos en un país (…)”. “Ciudadanía multicultural”. Will Kymlicka. Editorial Paidós. Barcelona. 1996 de que llegara su tiempo. Y han emergido lógicas subterráneas cuyo resultado podría acabar siendo el de cercenar la potencialidad integradora de la democracia que Europa intenta empezar a construir. Por eso, Turquía ha puesto a Europa frente al espejo. Porque siempre que Europa empieza a preguntarse si Turquía es europea, se está planteando tácitamente la cuestión irresoluta de qué es la europeidad. Y ha de acabar iniciando un viaje introspectivo, a la búsqueda, si la hubiera, de su identidad resbaladiza. En los siguientes apartados trataré: I) de esbozar varias lógicas rivales pero interrelacionadas que conviven en la Unión Europea, de entre las cuales la del mercado es hegemónica; II) de mostrar que Europa puede llegar a desaprovechar su potencial democrático, cercenado por los excesos de algunas de aquellas lógicas; III) de hacer una exposición sumaria de los retos y esperanzas que se presentan a las formas de democracia que Europa tiene aún la posibilidad de construir. I) Dibujándole cara a Europa: la cuestión de la identidad. La Unión Europea comenzó como una unión económica. De poco importan –aquílos valores que movieran a los líderes europeos de la posguerra, y si junto al afán de progreso económico estaban la aspiración de una paz duradera o los valores de la supranacionalidad3. Lo determinante es que finalmente, para alcanzar tales fines, lo que construyeron fue una unión de carácter económico, articulada entorno al mercado4. Y esta concepción economicista de Europa fue afianzándose a medida que pasaron los años, se sucedieron las ampliaciones, y la Unión se alejó del impulso ético que supuso el horror de la Segunda Guerra Mundial. Quizá por eso, a pesar de la ampulosidad 3 Weiler distingue como ideales presentes en la fundación de la Comunidad “prosperity”, “peace” y “supranationalism”. “The Constitution of Europe”. J.H.H. Weiler. Ed. Cambridge University Press. Cambridge. 2005. 4 En la Declaración Schuman de 1950 leemos “La puesta en común de las producciones de carbón y de acero garantizará inmediatamente la creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación europea (…)La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible (…)”. retórica de los tratados y los discursos, la dimensión ciudadana de la Unión acabó convirtiéndose en una carencia estructural5. A pesar de ello en Europa, esto es verdad, siempre hubo quienes no renunciaron a renegociar los términos en que se iba gestando la criatura. A diferentes niveles jugaron –aún juegan- numerosos actores, algunos de ellos tremendamente poderosos, que tratando de redefinir Europa mediante la enfatización de determinados rasgos sociales o culturales; quizá, a este respecto sea el mas famoso el intento de incluir en el Tratado Constitucional Europeo una referencia a las “raíces judeocristianas” del continente. O por citar otro célebre ejemplo, la no menos seria, aunque igualmente poco fructífera tentativa de vincular Europa a la idea del modelo social, si bien en una época en la que dicho modelo parecía comenzar a desvanecerse6. Huelga decir que estos intentos no han sido los únicos. Era cuestión de tiempo que alguien intentara anudar los cabos sueltos que la Unión fue dejando de la manera que le resultara mas favorable, y que tratara de usar en su beneficio el vacío explicativo que dejaban los pilares de “democracia y mercado” en el ámbito de los justificación de la delimitación geográfica e identitaria de la Unión. En este sentido, el debate sobre Turquía, país de mayoría social musulmana, casi llevaba implícita la reapertura de la cuestión -¿religiosa, antropológica?- antes aludida. El problema de los debates identitarios es que se presentan -y por cómo ha sido la génesis de la Unión, ya siempre lo harán- con una sombra de sospecha ineludible. Aparecen como retóricas a posteriori, que tratan de reinterpretar y resignificar retrospectivamente el proceso de construcción de Europa. La secuencia lógica hubiera sido la inversa: el debate sobre Europa no puede venir una vez que Europa ya está hecha. 5 “The evolution of EU Law” nos ofrece un detallado recorrido por algunos de los déficit democráticos de la Unión. “The evolution of EU Law”.P. Craig y Grainne de Burca. Oxford University Press. 1999. 6 “La situación de Alemania refleja la de otras sociedades occidentales. En los años setenta, sólo la décima parte de la población laboral pertenecía al grupo de los precariamente ocupados. En los setenta, era ya la quinta parte (…). De mantenerse esta tendencia (…) dentro de diez años uno de cada dos trabajadores tendrá un puesto de trabajo duradero a tiempo completo, mientras que la otra mitad trabajará, por así decir, ‘a la brasileña’.” Ulrich Beck. “Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización”. Ed. Paidós. Barcelona. 2000. Los propios actores que participan de estos debates cometen un error si pretenden organizar su estrategia a partir de la pretensión de haber ostentado en su inicio un peso del que siempre carecieron; todo lo mas, a lo que pueden aspirar es a reconducir el proceso por los cauces que a ellos mas convengan, negociando, ofreciendo a la Unión económica precisamente aquello de lo que mas carece: legitimidad. Pero aunque fuera cierto que la Europa de los ciudadanos apenas haya pasado de ser un apéndice necesario -aunque en ocasiones incómodo- de la Europa del mercado, no se pueden negar las posibilidades que su desarrollo encierra. La lógica democrática o, de otra parte, alguna de las lógicas identitarias europeas, pueden rivalizar con la lógica del mercado, e incluso devenir en un futuro los mecanismos hegemónicos de integración en el continente, mutando de forma mas o menos acusada la naturaleza y perfiles de la Unión. La hipótesis de la preeminencia del mercado, de que Europa es básicamente y sobretodo mercado, no es fruto de una epistemología catastrofista, sino de la mera descripción de un proceso que aún puede cambiar. Europa constituye un espacio político en sentido amplio, que se desarrolla mas allá de los espacios oficiales del poder –de ahí parte del déficit democrático- y donde diferentes actores aún batallan por construcciones europeas alternativas. Los mecanismos del mercado, la lógica democrática o los intentos de construcción de un ethos europeo, junto a muchos otros elementos, se tamizan en el proceso de construcción de Europa, de formas ora complementarias, ora conflictivas, siempre interactuando y modulándose recíprocamente, perfilando, definiendo en su juego conjunto, en sus diferentes combinaciones de proporciones cambiantes, aquello en que Europa deviene en cada uno de sus niveles y aquello en que Europa en su conjunto devendrá en el futuro próximo. II. Desdibujándole la piel a Europa: la cuestión de la frontera. Ya en 1989, el presidente de la Comisión Europea hablaba del valor de la diversidad para Europa7. A veces da la sensación de que Europa ha sabido hacer de la 7 “Pues en el fondo, eso es lo que implica la puesta en común de nuestros destinos: no solamente el reconocimiento pasivo de nuestras diversidades, en el sentido de mutua tolerancia, sino mas bien, ésa es necesidad virtud, convirtiendo lo que prima facie pudiera parecer un obstáculo a su integración, la enorme heterogeneidad cultural que la caracteriza, en un valor a reivindicar, hasta el punto de que tal era la divisa del enterrado proyecto de Tratado Constitucional Europeo: “unida en la diversidad”8. La idea, verdaderamente, no era mala. Al contrario, conceptualmente ha implicado, a mi modo de ver, un paso adelante en términos democráticos. Pero ocurre como en tantas otras ocasiones con la democracia, que su capacidad inclusiva tiende a desatarse y a llegar más allá del lugar a donde estaba previsto que llegara; y como un golem –como la ley misma-, cobra vida y se convierte en una fuerza autónoma, de consecuencias imprevisibles. Este “valor de la diferencia” de quienes participan de un demos europeo común – aunque aún en formación- ha sido objeto incluso de esforzadas construcciones teóricas que ven aquí aquello que es específico de Europa, aquello que Europa tiene de europeo. Lo que le da a Europa un carácter singular que en los principios del libre mercado o derechos humanos –por su pretensión de universalidad- no se puede encontrar sería su disponibilidad para aceptar la vinculación política de decisiones tomadas por otros, o al menos con la participación de otros9, de personas extrañas de países lejanos. Una victoria del demos sobre el ethos10, el cual, históricamente, al tiempo que ofrecía un ámbito cómodo a la democracia, la restringía, restringiendo la titularidad de los derechos y el status de ciudadanía a los miembros de una determinada comunidad nacional11. mi convicción, un reconocimiento activo que haga posible el mutuo enriquecimiento (…)”. Jacques Delors. “El nuevo concierto Europeo”. Acento Editorial. Madrid. 1993. 8 Artículo 1-8 del Tratado por el que se Establece una Constitución para Europa. 9 “[…] the acceptance by its members that in a range of areas of public life, one will accept the legitimacy and authority of decisions adopted by fellow European citizens in the realization that in therse areas preference is given to choices made by the out-reaching, non-organic demos, rather than by the inreaching one”. J.H.H. Weiler, op. Cit. 10 Habermas menciona “[…] la pugna entre los principios universalistas del Estado democrático de derecho, por un lado, y las pretensiones particularistas de integridad de las formas de vida en que se ha crecido, por otro”. Jürgen Habermas, “Ciudadanía e identidad nacional”, en “Facticidad y Validez”. Editorial Trotta. Madrid. 2005. 11 “The congruence of nationality and citizenship equalised the political status of all (…). This inclusive effect, however (…) rendered it all the more difficult for non-national residents to acquire the status of a national because it was the key to become simultaneously the citizen of that state”. Ulrich K. Preub. “Problems of a Concept of European Citizenship”, en “European Law Journal”, Vol.1, nº3, noviembre 1995. La paradoja, no obstante, es que con este salto cualitativo, al crear una “democracia mas allá de la frontera”, Europa se pone a sí misma en entredicho. Porque no sólo no consigue cerrar la cuestión del límite geográfico -¿dónde acaba Europa?sino que deja obsoletas las respuestas que se empezaban a esbozar para responder a esa pregunta, algunas de las cuales hemos citado mas arriba. Con inocencia podríamos pensar: tal vez Europa, sencillamente, no debiera “acabar” en ningún lugar. Tanto es así que la pregunta misma deviene por ello sospechosa. Lleva una trampa implícita: la necesidad de dar una respuesta. Y en responder hay un riesgo cierto, pues una vez que Europa diseña una democracia sin fronteras, cuya capacidad expansiva –en términos teóricos- es potencialmente ilimitada, cualquier intento de re-territorialización, incluso a nivel europeo, amenaza con convertirse en un lastre. Si se considera un avance el construir un demos mas allá de los ethos nacionales, ¿para qué reconstruir este ethos a nivel europeo de una forma, además, un tanto artificial? Puede ser, entonces, que la Unión Europea, cuando valora las bases que de lo que parece ser su proyecto de modelo político democrático, debiera relativizar su importancia como modelo regional para subrayar las aportaciones que hace a la construcción de una “democracia cosmopolita”12. Si la democracia es un modelo susceptible de ser universalmente asumido, y Europa propone un modelo supranacional, avanzado de democracia, entonces, para tomarse en serio la democracia, Europa quizá debiera no tomarse tan en serio su propia europeidad. Tal vez una analogía con el viejo dogma marxista ayude a comprender mejor la idea. La Unión Europea, que un día puso sus fuerzas al servicio del avance de la democracia, amenaza con convertirse hoy en un corsé para las fuerzas democráticas que ella misma ha liberado13. Aunque aquí no se trata de enterrar Europa. Se trata, eso si, de no dejar escapar oportunidades para construir democracia. 12 “The establishment of a cosmopolitan model of democracy is a way of seeking to strengthen democracy ‘within’ communities and civil associations by elaborating and reinforcing democracy from ‘outside’ (…)”. David Held. “Democracy and the Global Order. From the Modern State to Cosmopolitan Governance”. Ed. Polity. Londres. 2004. 13 “El monopolio del capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido junto con él y bajo su amparo. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista (…)”. Karl Marx. “Tendencia histórica de la acumulación capitalista. Del capitulo XXIV del primer tomo de El Capital”, en “K. Marx – F.Engels. Obras escogidas, 1”. Ed. Akal. Madrid. 1975. La idea de tratar de confinar territorialmente la democracia de una Europa “que nunca ha tenido fronteras fijas” en nombre de una identidad “eternamente inalcanzada, enojosamente elusiva y siempre en desacuerdo con la realidad de su tiempo”14 no puede ser fácilmente asumida, a no ser que aceptemos que los ideales del proyecto europeo se han ido marchitando hasta convertirse en poco mas que una excusa para defender los privilegios económicos de unos antiguos imperios hoy en decadencia, caricaturizando incluso a las mas pesimistas visiones de Europa que la tachan de enorme pero yermo, gélido mercado. Convendría que al menos olvidemos, bajo cualquier hipótesis desde la que partamos, la idea ingenuamente optimista de que las fronteras fijas de la Unión pudieran trazarse –pues a día de hoy, recordémoslo, todavía no existen- siguiendo criterios inocentes. III. Conclusiones: Europa frente al espejo. La pregunta, por tanto, nunca ha sido, nunca será, si Turquía es o no europea. Turquía podría haber sido “desde siempre” netamente europea si ahora Bruselas así lo hubiera decidido. La cuestión no es acerca de la naturaleza o identidad de Turquía. La cuestión es acerca de qué quiere la Unión Europea, y porqué. Quizá Europa, después de todo, no se haya equivocado al intentar tomarse un tiempo para responder a los ya impacientes -¿pronto enojados?- llamamientos de Ankara, pues su respuesta puede ser mas determinante para la evolución futura de Europa que para la de la propia Turquía. Especialmente, puede significar un giro, en un sentido u otro, en la definición del modelo europeo de ciudadanía. El modelo democrático de la Unión ya tiene suficientes carencias como para además renunciar a su principal aportación: su novedosa manera de tratar de construir democracia más allá de divisiones nacionales y culturales a un nivel tan complejo. 14 Zygmunt Bauman. “Europa. Una aventura inacabada”. Editoral Losada. Madrid. 2006. En esto consiste el riesgo de levantar fronteras que no sean trazadas desde criterios estrictamente político-democráticos15. La Unión estaría asestando un golpe mortal al elemento supranacional, “post-étnico” si se me permite, de su democracia y, aquello que tenía que ofrecer a la idea de construcción de una democracia cosmopolita se vería seriamente comprometido. Al tiempo, y paradójicamente, la moderna teoría democrática se comienza a construir en unos términos que son esperanzadores precisamente por esto: no existe respuesta posible a la pregunta por los límites. Una teoría democrática definitivamente desensamblada de la dimensión étnica, de la que la Unión Europea debe seguir representando uno de los más ambiciosos intentos, difícilmente puede aceptar las categorías del “adentro” y el “afuera”: la exclusión se entiende cada vez mas como un elemento extraño, casi antagónico, al discurso democrático. Es en este concepto abierto, expansivo e inclusivo de demos en donde la dimensión social de la ciudadanía debe encontrar su lugar. Las posibilidades de supervivencia del modelo social aumentan con cada redimensionamiento al alza de su ámbito de actuación. No es solamente que la especial naturaleza de los derechos sociales, para su realización en la “era de la globalización” apunte necesariamente a la supraestatalidad16. Con los derechos sociales, además, ocurre igual que con el resto de los derechos humanos: no son susceptibles de ser predicados sólo de ciertos segmentos de la humanidad sin dejar, precisamente por ello, de tener sentido como tales. De nuevo, la especificidad europea debe ser relativizada, precisamente para preservar aquello de que Europa tanto se enorgullece. A pesar de todo, es obvio que la Unión Europea no puede, sin más, ampliarse hasta el absurdo por rincones ajenos y extraños del orbe, sin perder precisamente por ello la capacidad de poder ser llamada “Europea”, es una obviedad. Pero la lógica 15 “Hay quien sostiene la idea (…) de una cultura europea basada en los valores judeocristianos y humanistas, y de un espíritu (…) plasmado a lo largo de los siglos por la herencia cristiana, griega y romana. (…) La Turquía de predominio musulmán, aunque oficialmente sea laica, quedaría fuera de una Europa así definida”. En “Salir de los Guetos culturales”. Marco Martiniello. Edicions Bellaterra. 1998. Barcelona. 16 “Se hace imprescindible, pues, la adopción de medidas políticas y jurídicas globales o transnacionales, esto es, una auténtica globalización jurídica y política para corregir los efectos devastadores de la globalización económica neoliberal (…)”. Mª José Fariñas Dulce. “Mercado sin ciudadanía. Las falacias de la globalización neoliberal”. Ed. Biblioteca Nueva. Madrid. 2005. democrática supranacional, “cosmopolita”17, que se ha comenzado a gestar en el contexto de la Europa política ha de responder a una caracterización diferente, pues su potencialidad es mucho mayor. Esta forma de entender la ciudadanía, por su propia dinámica interna, tiende a desparramarse por doquier. La lógica democrática supranacional, una vez liberada del pesado e incomodo caparazón de etnicidad excluyente y homogeneizante con que otrora trataran de protegerse las democracias del Estado-nación, nos ofrece ahora una herramienta fértil para, al fin, crear vínculos de ciudadanía “a partir” y no “a pesar” de la diversidad política y cultural. El difícil proceso de redefinición conceptual e ideológica que requiere la elaboración de una forma tal de ciudadanía la convierten, durante su largo periodo de formación, en una criatura tremendamente delicada. Es sólo teniendo esto en cuenta cómo seremos capaces de entender los riesgos que implica introducir ahora elementos propios de lógicas de exclusión -por cualquiera de las vías analizadas- en un mecanismo político cuya principal aportación a la elaboración de formas nuevas de democracia es su capacidad incluyente. Es a partir de estas coordenadas como en este debate comprenderemos, precisamente desde una cierta óptica europea, que Europa es lo de menos. 17 “El cosmopolitismo combina la valoración positiva de la diferencia con los intentos de concebir nuevas formas democráticas de organización política mas allá de los Estados nacionales (…)”. Ulrico Beck, Edgar Grande. “La Europa cosmopolita. Sociedad y política en la segunda modernidad”. Paidós Estado y Sociedad. Barcelona. 2006.