Domingo 10 de septiembre de 2006 3/M EL IMPARCIAL-Hermosillo, Sonora, México Ópera en Sonora Con el montaje de “Le Villi”, queda claro que la Licenciatura en Música de la Unison es un semillero de brillantes voces para el canto Por Ignacio Mondaca La ópera es un género complejo, no sofisticado. En la ópera coinciden la música, el teatro, el baile y las artes plásticas; su producción exige siempre la concertación de muchos. Una ópera promedio pone a unos 100 artistas en movimiento. El autor de este género toma del escritor la historia; compone la música para voces y orquesta, y cede el resto a los especialistas de teatro, ballet y escenografía. Visual y auditivamente, el público se enfrenta a una densa dosis de significados, de tal suerte que las grandes creaciones operísticas exigen del público una sensibilidad a toda prueba, dispuesta a asumir un reto tan complejo como bello. En la ópera, la belleza es llevada de la mano de las artes a través del corazón y la razón. Es por ello que la ópera es un género potencialmente muy popular, como lo ha demostrado en épocas menos pragmáticas que la nuestra. Sin embargo, el enorme obstáculo que encuentra este arte es sin duda la mediocridad artística prevaleciente, donde el gusto popular es condicionado por un pseudoarte de tres pesos promovido especialmente por las televisoras comerciales y sus negocios discográficos. Hace unos días, se presentó en el Teatro de la Ciudad “Le Villi”, primera ópera del autor italiano Giacomo Puccini, precursor del llamado verismo (una suerte de hiperrealismo dramático). Esta producción, dirigida por el barítono hermosillense Octavio Moreno y apoyada por un grupo de amigos, hizo posible, pese al bajo presupuesto, una representación bastante bien lograda y con una respetable calidad. La dirección musical estuvo a cargo del maestro veracruzano Daniel Villegas, quien interpretó la obra al piano con la sensibilidad a que nos tiene ya acostumbrados. Stephen Costello y Ailyn Pérez, tenor y soprano estadounidenses con un interesante desempeño en el mundo de la lírica, actuaron junto con Octavio Moreno los roles principales. Los tres son jóvenes estudiantes becarios de la Academy of Vocal Arts de Filadelfia. El maestro Jorge Rojas estuvo a cargo de la dirección escénica, mientras que el muralista toluqueño Carlos Ríos concibió la vistosa escenografía. Breve y sencilla La historia se desarrolla en la selva negra alemana. Roberto, un joven aldeano comprometido con su amada Ana, recibe inesperadamente una herencia y tiene que marchar. Mareado por la fortuna sostiene amoríos con una cortesana y falta a su promesa de regresar a su pueblo. La amada muere consumida por una pena de amor. Finalmente, Roberto regresa a la aldea para enterarse de que la novia ha muerto. Perseguido por la culpa y el remordimiento, Roberto es presa de la leyenda de las “Villi”, una variante de las Erinias griegas, que representan las almas de las mujeres que han muerto por moivos amorosos. Estos espectros, personificados por bailarinas de la Escuela de Danza de la Universidad de Sonora, hacen bailar a Roberto hasta que éste muere, cumpliéndose así la venganza de Guglielmo, padre de Ana. Breve y sencilla, esta ópera-ballet presenta ciertas dificultades vocales a los protagonistas e incluye secciones para el coro realmente sublimes. Opacada quizá por grandes éxitos dramáticos del mismo autor, como “La Bohéme” o “Madama Buterfly”, “Le Villi” es poco conocida por el público aficionado. Pese a ello, las dos presentaciones lograron una magnífica respuesta del público y una generosa asistencia, lo que refrenda el creciente gusto por el género en Hermosillo. El elenco coral, una combinación de noveles y experimentados cantantes, en su mayoría estudiantes de la licenciatura de canto de la Universidad de Sonora, es la materia prima que puede hacer posible en un futuro no muy lejano que nuestro estado pueda sostener un par de producciones operísticas por año. En unos cuantos años, Sonora, y especialmente la Licenciatura en Música, opción-canto de la Unison, se han convertido en un exportador de voces que comienzan a brillar en el panorama internacional: Octavio Moreno, Arturo Chacón, Jesús León, Manuel Acosta, Karina Romero, entre otros, son promesas cumplidas de la lírica sonorense. Esperamos que las nuevas generaciones sigan superándose. * Ignacio Mondaca Romero es integrante del Coro Universitario. Correo electrónico: [email protected] Flor Carduño, “Mujer que sueña” (1991), plata s/ gelatina. Ambra Polidori, “Bosnia the naked beauty” (1997), fotografía digitalizada. La ciencia poética Pocos reconocen su talento y aportación a la cibernética, pero la escritora Ada Byron es la “Madre de la computación” Por Eve Gil B ill Gates no sería hoy el hombre más rico del mundo si no fuera gracias a una señora. Para ser más exactos, una señora que a mediados del siglo XIX se preguntó si sería posible perfeccionar la calculadora inventada por el científico protoinformático Charles Babbage, introduciéndole funciones que auxiliaran en la composición musical y la producción de gráficos. Empezó traduciendo un artículo del matemático italiano L.F Menabrea donde se describía y analizaba la máquina de cálculo. Terminó incluyendo demostraciones de cómo calcular funciones trigonométricas que contuvieran variables, así como las instrucciones del primer programa que haría funcionar la máquina. No lo sabía, pero estaba a punto de convertirse en la primera programadora de computadoras. Usaba su nombre de casada, Lovelace, pero esta mujer de treinta y pocos años cargaba a cuestas un apellido demasiado notorio para ser ignorado: Se llamaba Ada Byron. Y si bien se asegura que su tumba es ahora más frecuentada que la de su padre, los historiadores de la tecnología se han encargado de minimizar, cuando no de obviar, su injerencia en el desarrollo de la cibernética, aun cuando en 1979 el Departamento de Defensa de los Estados Unidos se basó en el lenguaje de programación diseñado por ella en 1843 para crear el primer programa informático moderno; un lenguaje de multitareas que puede ser compilado por lenguajes separados y en 1980 sería patentado, en su honor, con el nombre de ADA. Y aunque haya partido de la idea de Babbage, Ada terminó obteniendo un producto absolutamente original al que nombró “máquina analítica”, que no llegó a construirse en su momento pero tuvo el buen tino de registrar bajo las iniciales AAL, temerosa de que se supiera que su inventor era una mujer. El futuro de la humanidad quedaba encerrado en el sueño de una mujer. A pesar de que Ada no destacó fuera de su círculo social –donde brilló no precisamente por su talento científico sino por ser hija de Lord Byron–, y de que su existencia estuvo marcada por la nostalgia por el padre y una serie de quebrantos de salud que la llevarían prematuramente a la tumba, oh ironía, a la misma edad que Byron (36 años), puede decirse que fue afortunada. Su madre, lady Anabelle Milbanke, única mujer legítima de Byron, castigó las infidelidades de su célebre marido de la forma más cruel que pudo ocurrírsele: separándolo para siempre de su única hija, a la que ni siquiera llegó a conocer. Para llenar el hueco de la hija a la que siempre echó de menos y a quien le escribió sus más hermosos poemas, Byron adoptó a Allegra, la niña que procreó durante su aventurilla con Clare Claremont, hermanastra de Mary Shelley, autora de “Frankenstein”, la cual moriría ahogada a los nueve años. Esta fatalidad no haría sino incrementar el dolor que le producía la ausencia de la hija a la que no conocía, y por la que despilfarró una verdadera fortuna en abogados que nunca pudieron concederle la alegría de besarla. Apenas les fue posible intercambiar algunas cartas. Decepcionado, Byron permaneció alejado de la Gran Bretaña y moriría en Grecia, como parte del ejército griego contra los turcos, en 1862. Fórmulas y números Nacida el 10 de diciembre de 1815, en pleno auge de las batallas napoleónicas, Ada Augusta Byron nunca logró convencer a su madre de que le permitiera conocer a su padre, a quien Anabelle describía como un verdadero monstruo de depravación, sin que por ello ceja- ra la pequeña Ada de su empeño. A favor de lady Anabella hay que señalar que nunca puso reparos en que su hija se enfrascara en el estudio de las Matemáticas, descuidando aspectos más propios de la educación de una dama. Los biógrafos de Ada consideran que la razón por la que Anabella alentó el interés científico de su hija, fue porque pensó que las fórmulas y los números la mantendrían alejada de la poesía, cuyo cultivo, temía, pudiera desencadenar en ella las mismas bajas pasiones que en su padre. No obstante, Ada llamaba a lo suyo “ciencia poética”. No se le escatimarán tampoco otras prácticas “poco femeninas” como la gimnasia y la equitación. Superioridad intelectual Naturalmente, Ada empezó a frecuentar los círculos científicos desde muy jovencita. Ahí conocería a quien sería su mentora, la astrónoma y también matemática Mary Sommerville, junto a la que tradujo, a la edad de 17, unos textos de La Place que serían utilizados más tarde en Cambridge, aunque el interés de Ada rebasaría pronto el campo de las Matemáticas para involucrarse en la aplicación de éstas a la tecnología. Por conducto de Mary, casada por cierto con un hombre que detestaba a las sabihondas, el capitán Samuel Greig, conocería Ada al que sería su futuro esposo, William King, octavo barón de King y conde de Lovelace, del que, dicen las malas lenguas, se enamoró por lo mucho que le recordó a los retratos de su padre, pues William distaba de ser tan inteligente como ella. Por fortuna para Ada, él no sólo no se sintió acomplejado por su superioridad intelectual sino que impulsó sus estudios matemáticos, amén de permanecer fielmente a su lado cuando se presentan las inesperadas complicaciones de un sarampión contraído durante la infancia y que estuvo a punto de dejarla inválida, aunque terminara convirtiéndose en una espléndida amazona. Enferma y todo, Ada le da a William tres hermosos hijos. La condesa de Lovelace estuvo muy cerca de Charles Babbage durante su creación del motor calculador. Éste imaginaba una máquina dotada de memoria, una perforadora de tarjetas y una impresora, pero adolecía de dos puntos débiles: La mecánica y las tarjetas perforadas. Ada corrigió los errores más graves del proyecto y Babbage no sólo la escuchó atentamente cuando hizo algunas sugerencias que presagiaban el que sería su invento personal, sino que incluyó todas las observaciones de su aprendiz, con el respectivo crédito, en el resumen que se publicaría en una revista científica francesa. La cara poco amable de la entrañable amistad entre Ada y su mentor, es que este la introdujo en la afición por las carreras de caballos donde ella terminó jugándose la fortuna familiar. Además de Babbage, Ada se granjeó la confianza y la amistad de otros personajes célebres como sir David Brewster, inventor del calidoscopio; Michael Faraday, inventor del motor eléctrino, el generador y el dinamo, y el novelista Charles Dickens. De este último se dice, fue el último en verla con vida cuando convalecía de cáncer uterino. Muerta el 27 de noviembre de 1852, Ada será sepultada al lado de su padre, por petición propia, en Nottinghamshire, sin obtener nunca el menor reconocimiento por su contribución a la ciencia. En 1890, el estadounidense Herman Hollerith utiliza la primera tarjeta para tabular la información del censo de Estados Unidos. En 1931, Vannevar Bush construye la primera computadora análoga de la era moderna. La intervención Alan M Turing, en 1937, y de John von Neumann, en 1946, fue decisiva para desarrollar la moderna computadora electrónica digital. Pero nada de eso hubiera sido posible sin la idea original de lady Ada Lovelace. * Eve Gil es escritora. Correo electrónico: [email protected] Personajes en rebeldía “Así en la tierra como en el cielo” no sólo es una película de amor, es una historia de redención que usted debe conocer Por Isabel Gracida El contexto social y cultural en el que se generan las manifestaciones artísticas, entre ellas el cine, dota a quienes se acercan a éstas de una hoja de ruta, de una guía de lectura para advertir sus valores o la falta de ellos, de acuerdo con la situación en la que se coloca quien lee, ve, escucha o escribe respecto de su visión de mundo. Es evidente que para ver de una forma determinada un filme, un principio de la mirada parte del contexto en el cual el espectador se inserta, de las condiciones en las que se ve la película, de sus conocimientos (o no) de la cultura de la que se habla y otros elementos. No cabe duda que, como espectadores, con frecuencia se dejan de lado aspectos como los mencionados para situarse de manera acrítica en “la forma de ver cine” que nos ha impuesto, a lo largo de un siglo, el cine de Hollywood. La percepción del espectador tiende a encajar, para la decodi- ficación de un texto fílmico, una serie de instrumentos o herramientas que le van bien a ciertas propuestas canónicas del cine estadounidense. Todo este preámbulo es para hacer referencia a una cinta de las de corta duración en cartelera, un trabajo de la cinematografía sueca que tan lejos se coloca de la cotidianidad que ofrecen las grandes cadenas de distribución, e incluso también de lo que programan las entidades culturales. Es el caso de “Así en la tierra como en el cielo” (recién puesta en carteleras de cines hermosillenses) dirigida por Kay Pollack, con actuaciones tan interesantes como la de Michael Nyqvist, quien está soberbio en su trabajo como el director de orquesta que deja el glamur de su vida por las grandes escenarios mundiales y se va al inhóspito lugar de su nacimiento, un pequeño pueblo con toda la carga de infierno posible. Profundas ataduras “Así en la tierra como en el cielo” se hermana con múltiples cintas en las que la búsqueda de sí mismo por la vía de alguna clase de redención sirve para conocer a fondo las motivaciones de un personaje. En esta cinta, la redención a través de la música encuentra un camino natural para el artista, pero no del todo para quienes, coro de pueblo, empiezan a romper sus más profundas ataduras consigo mismos y su entorno. Volviendo a la forma de leer el mundo, hay espectadores a quienes la manera de presentar la historia les incomoda, a quienes les resulta difícil enfrentarse a un ritmo lento y a un relato con seres de la vida diaria –sin rasgos de heroísmo a lo Hollywood, más bien feos o desgarbados e incluso con deficiencias mentales o anímicas acusadas– con los que se rechaza la identificación, quizá porque el espejo devuelve una realidad sin maquillaje lejana a la de las producciones de casi el todo cine estadounidense. Kay Pollack, fiel a su contexto y a sus orígenes étnicos y culturales, sugiere con sus imágenes momentos del cine sueco más sobresaliente, del más valorado incluso (ecos de Bergman o de August), y al mismo tiempo se despega de los iconos para proponer una historia simple -pero también llena de complejidades en la que con frecuencia se roza el filo de la navaja por el tema y el género- que se inclina demasiado, por momentos, al melodrama más convencional, pero al mismo tiempo relata una circunstancia suficientemente difícil en la vida de un ser humano que tiene connotaciones universales, de un valor que sí conmueve y emociona. “Así en la tierra como en el cielo” no es sólo una historia de amor, no es sólo una historia de redención, también es una historia de rebeldía en la que, por boca y acción de distintos personajes, se advierten cambios, en la que la elección es terminar con el adocenamiento, con la grisura, con la muerte en vida para permitirse salir de su limitado horizonte. * Isabel Gracida es crítica de cine. Yolanda Andrade, “Monalisa, pintora” (1985), plata/gelatina