Nº 25 - La Paz

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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA BOLIVIANA “SAN PABLO” ∙ Nº 25 ∙ NOVIEMBRE DEL AÑO 2010
Avenida 14 de septiembre N° 4807, calle 2 de Obrajes
www.ucb.edu.bo • [email protected]
La Paz, Bolivia
ISSN: 2077 - 3323
Nº 25
NOVIEMBRE
AÑO 2010
ARTÍCULOS Y ESTUDIOS
IDEAS Y PENSAMIENTOS
En este número:
Lecturas bolivianas: entre la crítica y la creación
CIENCIA Y CULTURA
UNIVERSIDAD CATÓLICA BOLIVIANA “SAN PABLO”
REVISTA DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA BOLIVIANA “SAN PABLO”
ISSN: 2077 - 3323
Revista de la Universidad Católica Boliviana San Pablo
Nº 25 NOVIEMBRE del aÑo 2010
Hans van den Berg
Rector
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Vicerrectora Administrativa
Financiera Nacional
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Secretario General Nacional
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Vicerrector Regional
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Director de Cultura
Director
Carlos Rosso Orosco
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Walter I. Vargas
Carlos Rosso Orosco
Editor responsable
Consejo Editorial Internacional
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Walter I. Vargas
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Noviembre del año 2010
La Paz - Bolivia
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UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN ANDRÉS
Contenido
Presentación
5
Obras y autores
Los cuentos de escritores de Henry James
Walter I. Vargas
9
La alegría irreverente de escribir: poemas de Wislawa Szymborska
Mónica Velásquez Guzmán
25
Vasili Grossman (1905-1964) y su novela Todo fluye
Hans van den Berg
37
Las insistencias del sentido.
Un acercamiento a Cosmos, de Witold Gombrowicz
Alan Castro Riveros
73
La herida vital o el amor en la escritura de Clarice Lispector
Alejandra Canedo Sánchez de Lozada
91
El primer servidor del último hombre.
A propósito del escritor Büchner y del soldado Woyzeck
Blanca Wiethüchter
113
Ecos y propuestas
Ensayo, otredad y tiempo fracturado
Javier Sanjinés C.
127
Geografía inconclusa. Notas sobre poesía hispanoamericana
Rubén Vargas Portugal
143
Cuatro notas literarias
Juan MacLean
169
Una lectura provisoria sobre el lector brumoso Alonso Quijote
Cristian Vera Ossina
185
Reverberaciones de la Antígona de Sófocles
en Jacques Lacan y Wolfgang Goethe
Omar Rocha Velasco
199
Política editorial
211
Presentación
El Comité Editorial de la revista Ciencia y Cultura ha querido dedicar este
número a las lecturas de literatura que se hacen en Bolivia. En números anteriores habíamos volcado nuestra atención al teatro nacional, a la música y
también a la literatura boliviana, cuando publicamos trabajos de la ambiciosa
investigación “Hacia una historia crítica de la literatura boliviana” (N° 9, julio
de 2001). Pero en esta ocasión la idea inicial fue un tanto distinta: se trataba no
tanto de revisar, a la luz de la crítica especializada, los nuevos aportes creativos
o diagnosticar la situación general de la literatura nacional, sino más bien algo
especial: reunir un conjunto apreciable de trabajos de profesionales y críticos
nacionales que hubieran dedicado trabajos especializados a autores u obras de
la literatura universal. ¿Cómo, desde qué perspectivas y con qué presupuestos
leemos los bolivianos a los grandes autores clásicos y contemporáneos?, fue
aproximativamente la pregunta que nos movió a solicitar trabajos a diferentes
escritores y críticos.
En fin, es el lector quien juzgará, como siempre, este conjunto de aportes.
5
Revista número 25 • noviembre 2010
Este propósito original, sin embargo, cambió a medida que los aportes se diversificaron, y al advertir nosotros que los rumbos y las propuestas tenían una
diversidad más heterogénea de lo previsto, incluso planteando alternativas que
iban más allá de la crítica literaria, al asociar a ésta con la creación y el ensayo.
Por ello, el número está dividido en dos secciones, la primera consagrada precisamente a ensayos monográficos dedicados a escritores de alcance mundial,
tanto clásicos como contemporáneos, y la segunda a una muestra alternativa de
acercamientos heteróclitos y originales que van desde dos ensayos de carácter
general y panorámico, uno concentrado en la poesía latinoamericana del siglo
XX, y el otro de crítica general de la cultura moderna, hasta una serie de breves
notas de crítica literaria periodística, una relectura especulativa del Quijote de
la Mancha y una recuperación de las claves de lectura lacanianas de la Antígona a través de la correspondencia de Goethe con Eckermann.
Obras y
autores
Henry James
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
9 - 22
Los cuentos de escritores
de Henry James
Henry James Short Stories on Writers
Walter I. Vargas*
Resumen:
El artículo examina el contenido de varios relatos de Henry James que la crítica literaria suele denominar “cuentos de escritores” por tener como tema principal el oficio
literario, para iluminar a la luz de su contenido la posición de Henry James como
artista celebrado en la literatura anglosajona de fines del siglo XIX y principios del
siglo XX.
Palabras clave: Relato, Henry James, arte literario
Abstract:
9
This article browses on a series of Henry James short stories on writers, as critics use to
call them, because they deal mainly with the literary trade. The purpose is to highlight
James position on these issues, as a celebrated artist of Anglo-Saxon literature at the
ends of XIXth century and the opening XXth century.
Keywords: Short stories, literary trade, Henry James
Universidad Católica Boliviana "San Pablo".
[email protected]
Revista número 25 • noviembre 2010
*
Universidad Católica Boliviana
Una segunda oportunidad...; he ahí el engaño. Pues nunca será
una. Trabajamos en tinieblas..., hacemos lo que podemos, y damos
lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es
nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte.
H.J.
Primera parte
Una anécdota evocativa, una circunstancia especial, una comparación literaria,
una fecha, suelen ser recursos apreciados, a los que los escritores hacen una
venia agradecida allá donde las dificultades se acrecientan, es decir, cuando no
se sabe cómo iniciar un artículo (en este caso, el destino final del escrito es casi
siempre un prólogo). El conocimiento personal, así sea lejano, también sirve
a las maravillas, lo que ocurre cuando nos enfrentamos a un ensayo obituario.
Carente de los dos primeros, muy lejos de la época en que vivió Henry James
(bien que me hubiera gustado vivir en ella y no en ésta), muerto éste ya hace
demasiado tiempo, puedo quizá apelar a una anécdota... pero que no existió,
que no existirá, dado mi anonimato.
Me refiero a que alguna editorial me pida uno de esos populares volúmenes
por los cuales la Literatura, llamémosla todavía de esa manera, como si fuera
una señora desastrada, trata de atraer todavía a los escasos nuevos lectores: una
colección de mis mejores cuentos, mis relatos preferidos. Así un Julio Cortazar
puso entusiasmado entre sus favoritos La lección del maestro, de Henry James.
En mi caso, yo pondría La bestia en la jungla (aunque debo agregar que, al entrar en el mundo literario de James, quizá convenga mejor hacer como en esas
galerías de arte en las que se suceden las obra maestras: ponerlas gozosamente
una al lado de la otra, y mejor si a la misma altura).
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Su acucioso y devoto biógrafo, León Edel, dedica a este cuento dos de las 800
páginas que resumen la biografía en cinco tomos que construyera en 20 pacientes años, y señala, entre otras cosas: “The Beast in the jungle es un cuento de
melancolía y soledad. El transcurso de una entera vida es narrado en seis partes
correctamente balanceadas” (Edel, 1987:611). Dice algunas otras cosas más,
como que quizá sea “la más bella historia de James”, intentando, como siempre
la crítica, hacer justicia a ese enorme relato. Ustedes saben, cosas como “es una
historia sobre...” o “el cuento termina cuando John Marcher ( John Marcher es
el héroe del cuento)...” Pero es siempre lo mismo. Emocionada, sólo apela a los
adjetivos más cercanos, en la confianza de que la lectura o la relectura reales
harán el trabajo de reproducir verdaderamente la experiencia estética, esto es,
el proceso por el cual seguimos el transcurso o el retrato de un personaje.
Circunstancia que es agravada, en el caso de James, por el hecho de que pocas
cosas ocurren en la vida de sus personajes, y muchas de ellas, si no la mayoría,
lo hacen en la mente. Que la anécdota, morosa, muy morosamente desarrollada, hasta casi hacerse imperceptible, sea el descubrimiento de un aspecto de
la propia personalidad; que la conversación sea un duelo de interpretaciones
y anticipaciones, lo que Günter Blöcker denominara adecuadamente como “el
arte inmenso de sus diálogos”; que, sobre todo en las novelas, nos interesemos
vivamente por uno y hasta dos o tres personajes para luego darnos cuenta que
ninguno de ellos es, burda y directamente hablando, el personaje principal, son
nada más tres de los muchos elementos que hacen peculiar a su arte narrativo.
O ese su casi natural genio para retratar con un suave sarcasmo o simpatía a los
personajes. Saquemos, casi al azar, uno de estos innumerables retratos en los
que seguramente se complacía tanto:
Era una anciana damita de cabeza enorme; eso fue lo primero que Ransom observó: la frente descubierta, franca, protuberante, clara, vasta, presidiendo un
par de ojos débiles y bondadosos, de aspecto fatigado... La prolongada práctica de
la filantropía no había acentuado sus rasgos; había borrado sus transiciones, sus
significados... En su amplio semblante su sonrisita borrosa apenas se veía. Era
un mero esbozo de sonrisa, una especie de cuota o de pago inicial; parecía decir
que sonreiría más si tuviera tiempo, pero aun sin ella podía verse que era amable
o fácil de engañar... ( James, 1886:36)
Claro, hay que seguir leyendo la novela (Las bostonianas) para comprender que
esa filantropía del reformista social, en la cual podemos ver fácilmente prefigurado al socialista que atormentó todo el siglo XX, es objeto de un delicado
sarcasmo a lo largo de todo el libro:
Desde el fin de la guerra civil muchas de sus ocupaciones habían cesado; ya que antes
la mayor parte de su vida había transcurrido imaginándose que ayudaba a algún
esclavo del Sur a escapar. No era por tanto desatinado el preguntarse sin en lo más
profundo de su corazón no desearía a veces, sólo por volver a experimentar aquel
género de excitación, que los negros volvieran a encontrarse encadenados (p. 37).
11
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También podríamos hablar de esa su manera encantadora, tradicional si las
hay, pero altamente efectiva, de enseñorear al narrador y darle todos los poderes para introducirnos en la historia y recorrerla e interferir cuando le pareciera
necesario. Pero, bien pensada (y quizá vuelva sobre este tema en el transcurso
de este ensayo) ésta es una cuestión inútilmente fatigada por un flaubertismo
mal entendido, y, en nuestro caso latinoamericano, mediado por una afectación vargasllosista (perdón por los barbarismos) más bien basta. ¿Acaso un
Faulkner, bastantes años después, tantos como para hacer nebulosa la idea de
que el arte de la novela cambió en cierto momento, no comenzaba uno de sus
cuentos con un “Trataré de contarles algo acerca de Monje” (Faulkner, 1951:47),
sin sentirse avergonzado?. Don Julio Cortazar, más recientemente aun, cayó
presa, imagino que con gusto, de este flaubertismo al que aludo, al censurar
como cursilería anacrónica el hecho de que Lezama Lima, en su famosa novela
Paradiso, haya interrumpido la narración con esta frase: “¿Que
hacía, mientras transcurría el relato de sus ancestros familiares, el
joven Ricardo Fronesis?” (Lezama Lima, 1976: 383)1.
James era tan consciente de que esto era parte importante de
la riqueza del juego, que lo aprovechaba (no había cosa cuyo
aprovechamiento este infatigable obrero de la ficción no considerara posible) para convertir a las limitaciones del narrador
en motivo de chanza:
Ser desinteresado era incompatible con la idea de beneficios. Y los beneficios eran algo que Selah Tarrant tomaba muy en consideración.
Deseaba ver llegar el día en que afluyeran copiosamente: el lector tal
vez logre ver el gesto con el cual, en sus coloquios interiores, acompañaba esa imagen mental ( James, 1886:126).
Un poco más y no agrega: “porque a mí me da flojera describirlo”.
O su absoluto desprecio del lenguaje hablado y la seguridad de que era necesario siempre construir un lenguaje literario, tan a contracorriente de mucha
literatura actual, que consiste, llevando las cosas al terreno de la caricatura, en
desgrabar la manera de hablar de la gente y pasarla al papel. El lector tiene que
saber que está leyendo un libro, solo y en silencio, parece insistir James todo el
tiempo, no en una sala de teatro o en una reunión familiar, encima de boca de
un Marlow cualquiera, inseguro de sí mismo2. Está bien, queremos un mundo,
pero por favor, que no se parezca tanto a este.
En fin, terminaríamos siempre exclamando, si nos interesa escribir: ¡qué de cosas podemos aprender de James! En cuanto al oficio, ha sido ya suficientemente admirado, creo yo, al punto que, según algunas opiniones autorizadas, cuesta
saber de qué finalmente nos habló. Thomas Hardy, que fungía como el Pope de
la literatura inglesa en los últimos años de la vida del escritor, sostuvo que éste
había desarrollado “un estilo asombrosamente cálido para no decir nada, eso sí, mediante frases interminables”. Interminables o no, hay que decir que alguien que
ha escrito miles de páginas y conseguido no decir nada, debe de todas maneras
considerarse un genio, aunque destinado a otro tipo de panteón, quizá al de
las ocurrencias de la humanidad... Y no creo que el hecho de haber cultivado
conscientemente la ambigüedad deba llevarnos a la incuria de suponer que no
tuvo el propósito de decirnos algo.
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1 Toda la novela del cubano goza de esta libertad que los profesionales de la novela censuran. He aquí otro ejemplo de
los muchos que salpican aquí y allá su texto. “El padre de José Cemí, a quien vimos en capítulos anteriores dentro de las
ordenanzas y ceremoniales de su jerarquía de coronel, lo vamos a ir descubriendo en su niñez hasta su encuentro con la
familia de Rialta, su esposa, su alegre justificación y su caridad suficiente” (Lezama Lima, 1976:85)
2 No hay cosa que pueda demostrar mejor esta férrea convicción que el uso que a veces hacía de los paréntesis en los
parlamentos de sus personajes, ¡como si éstos estuvieran escribiendo sus charlas, no hablando!
Qué fue lo que quiso decirnos, ya no es, por supuesto, tan fácil de determinar.
No por ser repetida una y otra vez una verdad deja de serlo: el gran artista se
caracteriza por prestarse a infinitas y contrapuestas interpretaciones. En general, no siempre, su método consistía en desarrollar imaginativamente una
situación inverosímil o absurda: la suerte de un secreto o el decurso de una
imposibilidad. Para poner dos que tres ejemplos: En Los amigos de los amigos, un
hombre y una mujer intentan conocerse infructuosamente durante años, pese
a todos los esfuerzos que hacen, ellos y sus amigos, y al final solo se juntan de
muertos; en Maud Evelyn, un joven asume poco a poco el pasado de una niña
muerta y, junto a los padres de ésta, le provee de un futuro, se convierte en el
marido que no tuvo, y la acompaña hasta que muere. En La tercera persona, dos
solteronas encuentran en la casa a la que se van a vivir al espíritu de un hombre,
del cual se enamoran hasta pelear y enredarse en escenas de celos.
En el caso de La bestia en la jungla, a John Marcher le parece que algo terrible
le va a pasar en su vida, y se pasa ésta al acecho de este evento, esperándolo, en
compañía de una amiga. Ninguno de los dos sabe de qué se trata, o parece que
fuera así, y James juega con nosotros haciéndonos suponer que se trata de algo
muy concreto, para terminar sorprendiéndonos al señalar que la cosa terrible
de la que debió haberse cuidado, porque ya es tarde, era solamente su profundo
egoísmo.
El comentario siempre teme empobrecer un relato de James, pues justamente
lo priva de ese “estilo asombrosamente cálido” que por arte de magia, o mejor, por
la magia del arte, evita que una trama así se rebaje a la condición de melodrama. Tampoco es fácil acudir a la oportuna cita que encierre el decurso adormecedor y hechicero de cincuenta páginas al cabo de las cuales nos enteramos
que el héroe ha estado ciego al amor que tenía al lado toda su vida, es decir, a
la amiga confidente de su espera, hasta que ella muere.
De manera que, vistas las cosas en la perspectiva de la obra y la vida de James,
hay algo no convincente en esa tardía y triste iluminación por la cual el héroe
de este relato descubre que no ha vivido, no ha amado. Alrededor de la cin-
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Revista número 25 • noviembre 2010
Tolstoi dijo una vez que nadie que no hubiera estado en la cárcel podía saber
lo que era el Estado, y alguien le observó con perversidad que era extraño que
alardeara de semejante sabiduría, toda vez que el novelista ruso no había entrado jamás en prisión. Del mismo modo, el cuento de James es tan conmovedor
que sorprende comprobar que el escritor optó por la soltería con creciente
convicción a medida que se entregaba a la literatura. Quiero decir que no consideraba que la compañía humana o ser pater familias fuera el problema central
de su existencia. Como las mujeres siempre preguntan ese tipo de cosas, a una
amiga que le interrogó por qué no se casaba, le contestó en cierta ocasión de la
siguiente manera: “Tal como estoy soy lo bastante feliz y lo bastante desdichado, y no
deseo añadir nada a ningún plato de la balanza”.
Universidad Católica Boliviana
cuentena de años James parece haber sido acosado por la sospecha de que la
vida que había llevado no había sido tal. Es lo mismo, si no he leído mal, lo
que de manera lateral y solapada pasa en la novela Los embajadores, que algunos
consideran la mejor de las suyas (yo no) y que, por añadidura, parece la más
autobiográfica. Trata un poco de lo mismo, y otra vez a la manera jamesiana, es
decir, construyendo una situación más bien baladí, casi frívola, pero que contiene en su calidad de símbolo la gravedad de las consideraciones existenciales.
En Retrato de una dama, asimismo, está uno de los más asombrosos fragmentos
literarios, aquél en que la heroína, una vez comprobado que se ha equivocado al
escoger marido, decide permanecer casada pese a todo. Asumo que a una mujer
actual esto le podrá parecer sacado de otro planeta, por lo que se puede optar
por considerarlo un símbolo de lo que podría ser la “figura en la alfombra”, esa
famosa y compleja figura en un tapiz de muchos escritos de James: la certeza
intempestiva, dolorosa si las hay, de que las aguas de un río nunca serán las
mismas, que no hay marcha atrás ni segunda oportunidad.
Pero, insisto, él había optado por ser escritor, o quizá no podía ser otra cosa,
quién sabe. En su caso, pues, examinar la eventualidad de si tenemos o no derecho a otras oportunidades se refería a la experiencia del arte, vicaria de la vida.
Y no deja de ser una suerte de burla benévola de la dirección del mundo que a
quien canjea seriamente, son pocos los que lo hacen, la vida por el sacerdocio
del arte, le sea destinada la ironía inversa: que siempre habrá una nueva oportunidad, que con el arte uno sólo se detiene definitivamente ante la muerte.
Es lo que podemos ver, para comenzar, en La edad madura, un melancólico
relato en el que un escritor, admirado convenientemente por todo lo que ha
escrito hasta entonces, está sin embargo seguro que apenas ha comenzado,
que, ahora que está enfermo y próximo a morir, es cuando recién está en condiciones de emprender una obra. Un reciente amigo que adora su obra y quiere
confortarlo le insiste en que ya ha hecho bastante por la literatura, pero el
agonizante quiere aún otra oportunidad. Insiste tanto en esto que al lector la
situación sólo puede resultarle o chocante o cómica. Pues, ¿acaso la Literatura
es una persona, a la que encima hay que dedicar nuestra vida?
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Entendido en clave irónica (cosa que no se puede hacer si se saca de contexto
la frase, tal como se puede comprobar por la emotiva parrafada de ese cuento
que he puesto como epígrafe en este trabajo3), el escritor de este relato resulta
pues conmovedor y gracioso, como cualquier otro personaje, pese a su aparente
solemnidad.
3
Motivo por el cual no discreparía conmigo mismo si me propusiera cambiarlo por este otro, también tomado de uno
de sus muchos cuentos: “Decía tanto y se reservaba tanto al mismo tiempo que el único modo de referirse a la situación
que exponía parecía ser tomándolo todo en broma”, para explicar el extraño arte de James. Confío en poder explicar
después por qué haría esto.
Decir que el arte es largo puede perder fuerza si no se aclara
que, como ha señalado Cerruto en uno de sus poemas, lo es
más que la vida4. La más desgarradora ironía para un artista es
esa risible pero conmovedora actitud de, siempre después de
terminar una obra, pensar, no sólo que se podía haberla hecho
mejor, sino que ésta le había abierto los ojos a nuevas posibilidades, resultado de lo cual se decía que la próxima vez lo haría
verdaderamente bien, como anhelaba. Ante lo cual sólo cabía
ejercitar una sonrisa lo más simulada posible.
Como Kafka, como Proust, James llevaba a veces la sutileza tan
lejos que sólo él se reía de sus chistes. Según mi perspectiva,
este cuento fracasa por eso (pero, ¡qué fracaso!), pues tengo
la hipótesis ad hoc (esto es, para los efectos de este ensayo),
quizá fácilmente desmentible, de que siempre que se ocupaba del tema de los
escritores en su relación con el mundo, James tendía a recurrir al humor para
quitar solemnidad al oficio de su vida. En el caso de La edad madura esto no
se puede ver muy bien, pero no hay duda que en los otros llamados cuentos de
escritores o de la vida literaria, como la crítica ha tenido el gusto de denominar,
es mucho más claro5.
Por ejemplo, en La lección del maestro. Se insiste tanto y tan pomposamente en
la grandeza literaria y en la idea de la obra maestra que pone en duda nuestra
capacidad comprensiva, haciéndonos preguntar si en verdad no está el autor
ironizando. James nos hace querer tanto a sus dos personajes principales, el
gran y viejo escritor y su sincero y joven admirador, que lamentamos, al seguir
la lectura, ir descubriendo que es muy probable que el primero haya armado
toda una tramoya para arrebatar al segundo una joven mujer a la que finalmente hace su esposa, pese a las diferencias de edad. Sin embargo, nunca estaremos
plenamente seguros de esto, pues hay la posibilidad de que en realidad, después
de todo, lo haya hecho por altruismo (para apoyar a su joven amigo a hacer
la mejor literatura que podía hacer). ¡Hasta se nos invita a interpretar como
un sacrificio haberle arrebatado la novia para que ésta no perjudicara su alta
misión artística! Es el lector el que aquí se ve comprometido. Si ha de creer
verdaderamente en la literatura, en que “cierta perfección (literaria) es posible y
aun deseable” ( James, 1962:62), creerá en la amistad del maestro, si no, en su
profunda corrupción moral.
5 En la literatura boliviana no ha faltado quien, apurado por los requisitos de la vida literaria, ha despachado un relato
como cuento policial por la detención del personaje central a manos de un carabinero. Pero los editores mexicanos de un
reciente volumen de “cuentos de escritores” de James lo han hecho peor, incluyendo cuentos como El altar de los muertos
o La esquina alegre.
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4 “Ah pero el arte es largo, largo/la vida corta,/¿no es verdad, viejo Machado?,/ “y a nadie al final le importa”. Este
fragmento pertenece al último poema que escribiera Cerruto: “La mano en el teclado (y la otra en los dientes mordida)”
(Cerruto, 1976:230)
15
Universidad Católica Boliviana
Este maestro tiene además una magnífica esposa que le anima a producir, le
allana el camino de los grandes editores, le otorga “la imagen honorable del éxito,
de la prosperidad económica y del prestigio social de la literatura”, para todo lo cual
la condición suprema es que no entienda en absoluto el sentido artístico de lo
que hace su marido.
-- … todo lo que digo es que nuestros hijos dificultan la perfección. Nuestra mujer
la dificulta. El matrimonio la dificulta.
-- ¿Usted piensa entonces que el artista no debiera casarse?
-- Lo hace a su riesgo y a su costa
-- ¿Ni siquiera cuando su mujer simpatice con su trabajo?
-- ¡Nunca lo puede, nunca lo podrá!. Las mujeres no conciben esas cosas
Como he dicho, esta circunstancia es rematada por el hecho no menor de que,
una vez muerta la mujer, el Maestro se consigue rápidamente otra, para colmo
llena de vida y hermosa, a costa de su amigo admirador.
Igual grandeza machacona es observable en La muerte del león (que tiene otra
traducción, harto torpe, como La muerte del hombre célebre), por lo cual James
opta por otorgar al cuento un risible escenario de confusión, porque intervienen dos escritores (¿o debo decir un escritor y una escritora?), una con seudónimo masculino y el otro con seudónimo femenino. Y nadie podrá dejar
de sentir lo contemporáneo que puede resultarnos James cuando se observa
que esta jocosa situación tiene motivos comerciales. Guy Walsingham es en
realidad una señorita que quiere hablar con mayor libertad de la libertad, por
lo cual firma como hombre, en tanto que Dora Forbes es en verdad un hombre
que no puede hablar de lo mismo como hombre sin parecer no autorizado a
hacerlo, por su sexo. En cualquier caso, es la muerte del gran escritor la que
importa, la que le importa al joven que, a medida que transcurre el relato, pasa
de ser un periodista en busca de “su nota” a cómplice de la huida del escritor
hacia la muerte. Como sea, al final el pobre hombre muere, y es rápidamente
sustituido por ella (elija el lector a uno de los dos escritores comerciales que lo
rondaban).
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Los escritores longevos sufren este tipo de problemas pero a la larga también
dejan este mundo, y finalmente se puede decir que descansen en paz de sus
seguidores. Pero ¿qué hacer mientras se vive, si no le ha tocado “tomar el atajo
de la posteridad”, muriéndose a tiempo?6
El entorno de los escritores de James es así, lleno de mundanidad. Y en él a
menudo las amenazas distan mucho de ser las más concretas. Que alguien conocido y estimado tenga la intención de pedirnos escribir un prefacio para su
6
Se ha dicho que El lugar de nacimiento es un cuento que se ocupa indirectamente, sin nombrarlo, de Shakespeare, o
mejor, de la memoria de Shakespeare en los hombres.
próximo libro no tiene por qué ocasionar necesariamente raptos de angustia.
Pero esto es lo que ocurre en El guante de terciopelo. Y antes de llegar a ese convencimiento tenemos que hacer un esfuerzo superlativo para entender lo que
significa ser artista. El pobre escritor (pobre es un adjetivo preferido de James
para aludir a sus escritores) es lo suficientemente ingenuo para pensar que ha
sido objeto de un flechazo amoroso, hasta que la hermosa dama que lo está
merodeando… le pide un prólogo para su nueva obra. El cuento sugiere que el
escritor sueña con conocer una mujer que no haya a su vez escrito un libro, o
varios, y que no le interese hacerlo7.
Si algo caracteriza más o menos a estos cuentos es el esfuerzo que hacía su
autor para evitar la imagen, casi inevitable, de la soberbia del artista dotado.
Así en El árbol del conocimiento8, en el cual se sabe sólo muy de pasada que Peter
Brench “había escrito algo, pero jamás hablaba del asunto” ( James, 1995:95); lo
importante es siempre el otro, el amigo escultor, el pésimo escultor a cuyo hijo
Peter está decidido a evitar que sepa eso, que lo que su padre asume orgullosamente como gran arte es una gran basura. Por lo demás, es un perdedor en toda
la línea, pues debe asumir un papel de padrino del hijo de la pareja, en tanto ha
decidido quedarse soltero (porque siempre ha estado enamorado, precisamente
de la mujer de su amigo) por lo cual su principal tarea es ocultarle a ésta sus
convicciones para no lastimar su sensibilidad. La vuelta de tuerca humorística
que opera James a medida que se desarrolla el cuento (que, después de todo,
ella siempre sabía que su esposo era un solemne mediocre) no agrega alivio,
pues, dado que el amor va por otros caminos, ella siempre va a estar enamorada
de él.
7
James nos recuerda en muchas ocasiones que la literatura es una cosa de hombres, pero no hay que olvidar, para no
despertar la antipatía de las lectoras potenciales de este artículo, que en otro de sus cuentos más conocidos, La figura en
la alfombra, es una mujer la que escribe.
8
Si traducimos "El árbol de la ciencia", como hace la señora o señorita María Antonia Oyuela en la edición que estoy
usando, no habremos aludido al significado más importante del cuento, esto es, el conocimiento que el héroe tiene de
la verdad común y corriente.
17
Revista número 25 • noviembre 2010
Denostar al escritor o artista mediocre es un género de sátira casi habitual.
Hacer una escultura grandiosa, componer una música divina o escribir algo
memorable, son los acicates casi inevitables en el fatuo mundo del arte. Todos
quisieran escribir algo parecido a una obra maestra, y muchos, acompañados
por la figura no menos curiosa del crítico, creen rápidamente que ya lo han
hecho. Más raro es uno que quiera escribir mal y fracase, que no pueda sino
escribir muy bien. Es la idea de La próxima vez, uno de los cuentos más divertidos de James. Por lo que se llega a saber, el personaje del cuento anterior
no pretende publicar nada, le basta con su propia seguridad, y además está
involucrado en otros problemas. Éste, en cambio, es un escritor profesional,
y basta decir ello para suponer por añadidura que su faena gira alrededor de
otro tipo de complejidades. Sus comentaristas han citado repetidamente que
el disparador de ese relato fue la experiencia de James con las revistas y otras
Universidad Católica Boliviana
publicaciones a las que enviaba sus narraciones siempre esperadas, y que le pedían no ser tan exquisito, abrirse más a las necesidades populares. En el caso de
su héroe, se pone a la tarea de escribir obras populares porque de otra manera
le será muy difícil venderlas para mantener a su familia. ¡Pero no puede! Es ineluctablemente talentoso, de manera que al final todo lo que escribe va a parar
al desván de la gran literatura, que casi nadie compra y pocos leen.
Segunda parte
Todo esto parece muy presuntuoso y, para decirlo francamente, despide nomás
el mal olor de la torre de marfil y la soberbia del arte por el arte, en un mundo
que tuvo que enfrentarse, unos años después, a la realidad brutal de la Primera
Guerra Mundial, un mundo que estaba conociendo por primera vez que la
prosperidad y el fin del hambre sólo significaban el comienzo de los problemas
para los seres humanos. Artistas como Mallarmé o Rilke tuvieron sin duda que
hacerse esas preguntas, pues no carecían de inteligencia, y la inteligencia, aunque no parezca, comporta sensibilidad, incluso social. Reflexionando acerca de
ellos Auden ha señalado:
Los peligros espirituales para los hombres de gran talento son dos. Está tentado
de atribuirse el mérito de un don sin haber hecho nada para merecerlo, y concluir
consecuentemente que puesto que él es un ser superior a la mayoría en la ciencia
o en el arte, es un ser humano superior al que las normas religiosas o éticas no se
aplican. Y está tentado a imaginar que la actividad particular para la que tiene
talento es de importancia suprema... el hombre talentoso, aun más que el millonario, es el hombre rico para quien es muy difícil entrar en el Reino de los Cielos
(citado en Bendix, 1975:130).
James se hizo famoso justamente por sus veleidades de gran artista. Pero el
acento puesto en los deberes de éste parece recordar peligrosamente una pecaminosidad innecesaria. Podríamos, pues, argumentar contra Auden señalando
que el artista tiene esas tentaciones, es cierto...pero también paga algún precio.
Si esto no se hace muy visible quizá es porque el escritor genial casi inevitablemente nos hace pensar que su obra ha sido realizada con cierta facilidad,
o porque nosotros permanecemos en la posición de lectores absortos ante sus
hazañas.
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Por ejemplo, esa soledad querida, esa verdadera splendid isolation a la que me
he referido líneas arriba, escondía al mismo tiempo parte del precio pagado por
el arte. Lo muestran unas palabras que de algún modo asustan. Uno entre sus
devotos admiradores, afanoso a su vez de “ser escritor”, recibió esta admonición
respecto a la soledad esencial e inevitable que debe arrostrar un escritor al asumir
su destino literario: “Sí, es soledad. Si corre detrás de usted y lo alcanza, bien. Pero por
Dios, no corra detrás de ello. Es la soledad absoluta” (cit. en Edel, 1987:704).
Quizá no sea correcto alinear las preguntas espirituales junto a las que acucian
el hambre o la indefensión material, pero James parece decir que, ya que a algunos les ha sido dado ver el mundo desde arriba, tienen por deber aprovechar
el hecho para indagar sobre los problemas más serios. Y Auden y otros, como
Hermann Broch, yerran al olvidar que llamar al redil al artista es proponer
que no hay urgencia otra en el mundo que la satisfacción de las necesidades
materiales, cuando siempre se recala, una vez que se ha dejado de vivir la vida
cotidiana, en que la existencia siempre va a ser un enigma.
De cualquier manera, el mundo había decidido que James era “El Maestro” ¿Y
qué se puede hacer frente al mundo sino ponernos ligeramente de perfil, en
la seguridad de que no nos ha sido dada la opción de darle la espalda? Entre
nosotros, latinoamericanos, le ocurrió lo mismo a Borges. Si en la vida pública
de cualquiera ya ha avanzado uno algo cuando ha aprendido que debe resignarse al malentendido, cómo no lo será en la de alguien como James, que, a esas
alturas de su vida, ya había alcanzado la condición de gloria literaria en una de
las más antiguas y prestigiosas literaturas9.
Porque la fatuidad es estúpida, tendemos, es comprensible, a considerar que un
autor admirado no puede tomar esto sino como una necesidad ineluctable del
mundo10. Como se sabe, James tuvo una vida social intensa, en calidad de advenedizo querido en el mundo aristocrático inglés, un mundo que apenas puedo
entrever a través del sentido que el novelista se encargó precisamente de publicitar como el mejor para hacer más tolerable la vida: el de la imaginación.
Por eso debe llamar la atención por fundamental, en cuanto a lo que estoy comentando, el cuento La vida privada, pues allí el escritor está más que nunca
en un medio social, es el tipo de escritor más social, el que escribe no para ser
leído en soledad, sino para ser escuchado y representado en público: el dramaturgo11. Ciertamente lo social está reducido a un epítome, lo cual no inhibe de
percibir el acento con el cual James nos avisa sobre su carácter absorbente:
… gozábamos de la presencia de gente muy selecta: Lord y Layd Mellifont, Clare
Vawdrey, la mayor gloria (en opinión de muchos) de nuestra literatura, y Blanche
Adney, la mayor gloria (en opinión de todos) de nuestro teatro. Si los menciono
en primer lugar es porque eran, ni más ni menos, la gente que en Londres y en ese
momento, todo el mundo asediaba ( James, 1975:11)
10 Las ideas de H. G. Wells podían ser lo rumbosas que se quiera, pero no hay duda que la palabra imaginación en su
cabeza era muy diferente, harto más pobre (bien que el tema de la pobreza, pero esta vez material, está mucho más cerca
de nosotros que la ociosidad aristocrática de James, pero ese es el privilegio precisamente de la literatura y el arte, pasar
por alto las diferencias sociales). Y basta leer algo de Stevenson y un poco más de Conrad para elucubrar que ellos y
James eran discretamente conscientes de la superioridad artística de éste. Esto para nada más tomar en cuenta a algunos
de sus contemporáneos visibles en la escena literaria de su época y a quienes James frecuentó física o epistolarmente.
11 Más aun si recordamos que James incursionó en la escritura de obras de teatro (y fracasó).
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9 El horrible y tonto opúsculo que le dedica Javier Marías en su libro Vidas escritas es una prueba de ello. “Nada de
literatura, todo sobre lo ridícula persona que era James”, parece ser la consigna adoptada por Marías (Marías, 2007:
69-73).
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Pues bien, nos enteramos luego que ese Clare Vawdrey es una suerte de monstruo doble, alguien que tiene dos entidades físicas, una para atender a los amigos, y otra que permanece aislada en su cuarto, escribiendo12. En cuanto a las
razones de este fantaseo, James se pone incómodo para decirlo, como siempre,
pero no se reprime:
Un rayo colaboró para iluminar duramente la verdad, que había intuido durante
años, a la que concedían fundamento los dos últimos días: la certeza irritante de
que para las relaciones personales, este genio admirable pensaba que su segunda
personalidad bastaba… El mundo es estúpido y vulgar, y no tenía por qué cometer la torpeza de enfrentarlo si podía disponer de un delegado para la reuniones
( James, 1975:48).
Si algo pueden enseñar estos cuentos de la vida literaria de James, y tendrían
que hacerlo, dada la forma en que asumió su destino de escritor, creo yo, es que
la comunicación viva es vana. No podemos obtener una imagen adecuada de
la realidad de los otros cuando los tenemos al frente hablando. No voy a recaer
en el aspecto terrorífico de esta condición, aludiendo al abismo de soledad al
que condena a todo ser humano, sino a su otra posibilidad: la literatura como
una forma menos infeliz de comunicación, tanto para el lector como para el
escritor13; lo cierto es que en el cuento de James el asunto es tan radical que
los asombrados descubridores de su doble personalidad llegan a sostener que
cuando el hombre público leía sus textos estaba leyendo a otro autor.
Conclusión
Parece injusto señalar que la mejor literatura no es atendida adecuadamente,
prueba de lo cual es precisamente que tengamos a mano a James para leerlo,
pero no es menos verificable que en realidad fue, como tantos otros, un escritor
póstumo. Algunos llevan el festejo de la literatura jamesiana tan lejos como las
palabras de Graham Greene, quien glorificó la “posición” de James en la historia de la literatura, al ponerlo al lado de Shakespeare “solitario en la historia de la
novela como Shakespeare lo es en la historia de la poesía” (Greene, 1973:36)14.
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Pero por grande que sea la obra de un escritor, está condenada a desaparecer,
como dijo Proust. Sin embargo, ni éste ni James previeron la eventualidad de
la desaparición de la literatura como tal. Éste llegó a su plena madurez artística
en los años en que se inventaba el cine. De ahí al hecho de que yo termine de
escribir este fragmento y luego encienda el televisor, hay sólo un matiz, grande
pero matiz al fin. Quiero decir con esta innecesaria circunvolución que siempre
12 Compensado por otro, un Lord inglés que sólo tiene vida social, que no existe cuando está solo. Agrego esto para no
sentirme culpable de simplificar demasiado los argumentos de James.
13 Por eso no puedo entender por qué a Kafka le gustaba tanto leer en público y en voz alta.
14 Por mi parte, yo suscribiría este aserto, si no fuera que temo no haber leído lo suficiente a Shakespeare.
que levantamos la vista de una lectura y nos topamos con el entorno electrónico en el que se vive actualmente, tenemos la sensación, aun sin haber vivido la
época correspondiente, de que la literatura ya no es lo que seguramente fue en
algún momento. Hasta no hace mucho no dudaba de ella, pero he comenzado
a hacerlo, pensando que se trata de una falsa sensación. De Balzac dice Proust
que salía de sus afanes literarios como de los efectos del cloroformo: poco a
poco, hasta volver a departir animadamente con sus contertulios sobre dinero
y política. James cuenta por su parte que al principio le molestaba la irrupción
(muy beneficiosa, por otra parte, para su secretaria) de la máquina de escribir,
invento reciente, pero que al cabo llegó a acostumbrarse tanto a ella, que su
ruido llegó a formar parte de la ceremonia de dictar sus novelas y cuentos, que
antes había construido a mano y por sí mismo.
Pero, ¿por qué persiste, pese a cuanto argumentemos, la idea de que
en el mundo de la velocidad y las imágenes instantáneas, del texto
en la pantalla, hay algo diferente en juego? “Hasta que el mundo sea
un áspero desierto, el espejo continuará reflejando imágenes. Lo que nos
concierne, por lo tanto, de modo perentorio, es velar porque esas imágenes
conserven su vividez y riqueza” (cit. en Gardini, 1975:10), dijo Henry
James. Pues bien, el mundo dista de parecerse a un desierto misterioso, más bien brilla con luces y está atiborrado de información y gente.
Pero quizá no estaba pensando en las imágenes de la misma manera
que nosotros. Por lo menos en ese aspecto el envidioso Wells lo superó ampliamente. Pues si atendemos a sus previsiones del futuro,
nos puede resultar instructivo observar que incluso el lenguaje pueda
dejar de prevalecer en lo que aún se llame civilización. Entretanto,
nosotros nos hemos habituado ya tanto a recibir las imágenes, no
a construirlas en la mente, que es comprensible que ya desde hace
décadas se haya discutido tanto sobre la curiosa aseveración de que
la novela como tal había muerto.
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Yo pienso que si no ha muerto, ha salido del siglo XX bastante malograda, esto es,
sin una de sus extremidades más interesantes: la extensión, la duración, la cantidad, pero ésta incrementada al punto de convertirse en cualidad. Si la gran literatura permanece ahí, en los estantes o en las mentes de los lectores, ha sido eclipsada por algo que parece literatura. Quiero decir que, colocadas ante los cuentos y
microcuentos que se imponen en la actualidad, las novelas y los relatos de James
parecen ilegibles, pues exigen siempre un extremo aislamiento y concentración.
“El que ha leído a Henry James a toda velocidad, jamás ha sacado mucho de él; probablemente el que ha aportado mucho a su lectura, siempre ha sacado de ella mucho más”
(Sampson, 1967:6), dice uno de sus lectores. Se dice de algunos grandes escritores
que son ellos solos toda una literatura. Pues bien, me parece que una manera de
poder disfrutar verdaderamente de James en las actuales circunstancias es considerarlo el único escritor existente. Así leerlo daría para toda la vida.
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Referencias bibliográficas
1.
Bendix, Reinhard. 1975. La razón fortificada. México: FCE
2.
Blöcker, Günter. 1969. Líneas y perfiles de la literatura moderna. Madrid: Guadarrama.
3.
Cerruto, Oscar. 1976. Cántico traspasado. Obra poética. La Paz: Editores Biblioteca del Sesquicentenario
de la República.
4.
Cortazar, Julio. 2006. Cuentos inolvidables. Buenos Aires: Alfaguara.
5.
Edel, León. 1987. Vida de Henry James. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano. Colección
temas. Traducción Antonio Bonnano.
6.
Faulkner William. 1951. Gambito de caballo y otros relatos. Buenos Aires: Emecé Editores.
7.
Gardini, Carlos. 1975. Prólogo a Henry James (1975).
8.
Greene, Graham. 1973. Ensayos. Buenos Aires: Sur. Tr. Edgar Cozarinsky.
9.
James, Henry. (1886). 2007. Las bostonianas. Barcelona: Ediciones de bolsillo, Tr. Sergio Pitol
10. ------------- (1880). 1997. Retrato de una dama. Barcelona: Ediciones Grupo Zeta. Tr. Noemí
Sánchez.
11. ------------- 1962. La lección del maestro y otros relatos. Buenos Aires: Los libros del mirasol. Tr. José
Bianco.
12. ------------- 1975. La vida privada y otros relatos. Ediciones Librerías Fausto. Buenos Aires. Tr. Carlos
Gardini.
13. ------------- 2000. La pátina del tiempo y otros relatos. Madrid. Ediciones Valdemar. Tr. Fernando
Jadraque.
14. ------------- 1995. El altar de los muertos y otros cuentos de escritores. México: Ediciones Coyoacán.
Colección Reino imaginario. Tr. María Antonia Oyuela
15. ------------- 1995. La lección del maestro y otros cuentos de escritores. México: Ediciones Coyoacán.
Colección Reino imaginario. Tr. María Antonia Oyuela
16. Lezama Lima, José. 1976. Paradiso. Buenos Aires: Ediciones de la flor.
17. Marías, Javier. 2007. Vidas escritas. Barcelona: Ediciones de Bolsillo.
18. Sampson, Martín. 1967. Prólogo a Henry James. 1967. Los embajadores. Colombia: Editorial Albon.
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Wislawa Szymborska
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
25 - 34
La alegría irreverente
de escribir: poemas de
Wislawa Szymborska
The irreverent happiness of writing:
Wislawa Szymborska poems
Mónica Velásquez Guzmán*
Resumen:
En este ensayo se recorren las líneas de un pensamiento poético que revela el horror
del mundo y de las palabras, a tiempo que se ríe de ellas con implacable lucidez.
Frente al mundo de los autoritarismos, desapariciones y muerte, esta poesía ofrece
la única resistencia posible: la de su palabra a medio decir y a medio callar.
Palabras clave: Poesía polaca, autoritarismo, resistencia, silencio, ironía.
25
Abstract:
Keywords: Polish poetry, resistence, silence, irony.
*
Universidad Mayor de San Andrés, La Paz.
[email protected]
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This essay browses over the lines of Wislawa Szymborska poetic thought, which
unveils the horror of the world and of words, but at the same time is able to laugh
at this horror with relentless clearness. Facing an authoritative world where
death and persons vanishing are daily facts, this poetry offers the only possible
resistance: that of a half saying, half concealing word.
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Nadie en mi familia murió de amor.
(Morían a balazos, mas por otros motivos,
en el frente, en un catre bien tosco)
Wislawa Szymborska
Si algo se puede agradecer a los Premios Nóbel es la difusión y la traducción
de obras que, de otro modo, eran inaccesibles para los lectores en otros idiomas.
En 1996, dicha distinción reconoció el valor de la obra poética de Wislawa
Szymborska, poeta polaca poseedora de una de las voces más valientes y originales de la poesía universal contemporánea. Afrontar la escritura como un
desafío frente a la historia y a la palabra, y hacerlo sin solemnidades ni heroísmos, es el aspecto que me interesa acompañar en esta poesía.
Para su generación, “llenar el vacío que habían dejado los sistemas filosóficos
era un reto, y el reto fue aceptado” de formas variadas en las que se debió renunciar a algunos aspectos propios de la tradición a la que pertenecía el o la
escritor-a. Así, por ejemplo, “la forma poética debía ajustarse a las exigencias
del contenido. Se suprimió el exceso de metáforas, se sacrificó en parte la musicalidad del verso, que “(…) adquiere un tono jocoso, como si el autor nos hiciera
un guiño”. (Slawomirski v) Interesante la particularidad de una poesía que,
recogiendo esta demanda contextual que apela a una posición política desde la
estética, no descuida la mirada a su materia, al lenguaje como única arma para
contestar. El desafío fue acogido por esta poeta desde un lenguaje desprovisto de muchos de sus aspectos líricos, pero pleno de una limpieza y sencillez
que mantienen una densidad como palabra y como respuesta al mundo que
la sostiene. Por ello en esta pluma abundan la ironía, la irreverencia, el humor
negro y la oscilación entre la duda y la reafirmación a las im-posibilidades de
la palabra.
Si en las calles de la época la lucha por la humanidad desafiaba los atropellos
del poder; en la página se evidencian, se revelan y exacerban otras luchas no
menores. El poema “Museo” ilustra tanto el vacío de las sociedades como el
silencio en sus ritos:
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Hay platos, pero no apetito.
Hay anillos, pero no amor correspondido,
Desde hace al menos tres siglos.
Hay un abanico, pero ¿qué fue del arrebol?
Hay espadas, pero ¿qué fue de la ira?
Y el laúd no suena entre dos luces.
[…]
La corona duró más que la cabeza.
La mano perdió contra el guante.
El zapato derecho venció sobre el pie.
¿Qué decir de mí? De morirme, ni hablar.
Contra mi traje lucho en incruenta contienda.
¡Qué aguante tiene la prenda!
¡Qué tenaz afán de durar más que yo!
Si las formas han subsistido pero despojadas de lo que fuera su esencia, su razón de ser, la batalla es constante, pues en perfecta metonimia se desplaza ese
“afán de durar más” que desde los objetos y las prendas no consiguen fortalecer
u obedecer al cuerpo. Por el contrario, éste es vencido en el pie pisoteado. Sin
embargo, en el fondo del despojo algo sobrevive renunciando a su ausencia de
manera por demás irónica. Ahora, ese desafiante “de morirme, ni hablar” guarda una ambigüedad nada casual en el contexto del poema, pues la expresión
coloquial “ni hablar” es una negación pero también un silencio, un no pasar por
las palabras para decir algo de sí misma.
De manera complementaria, el poema “Acaso” pone en escena la arbitrariedad del destino de cualquier sobreviviente; esa mezcla de vergüenza y orgullo
de quien vivió en lugar de otro sin que ninguna razón alcance a explicar ese
desenlace, es descrita con un verso desprovisto de adornos y fuertemente interrumpido por una serie de frases telegráficas como la forma de la resistencia,
de los vanos intentos de explicación:
Pudo haber sucedido.
Debió suceder.
Sucedió antes. Después.
Más cerca. Más lejos.
Pero no a ti.
Te salvaste por ser el primero.
Te salvaste por ser el último.
Por estar solo. Con gente.
A la izquierda. A la derecha.
Porque llovía. Porque había sombra.
Porque lucía un sol esplendoroso.
A causa de, puesto que, sin embargo, pese a.
A saber qué hubiera ocurrido si la mano, si el pie
Por un pelo, a un paso
De una coincidencia.
¿Estás pues aquí? ¿Salido de un instante aún entreabierto?
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Por suerte había un bosque.
Por suerte no había árboles.
Por suerte, un raíl, un gancho, una viga, un freno,
una repisa, una curva, un milímetro, un segundo.
Por suerte había a mano un clavo ardiendo.
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¿La red sólo tenía una malla, y tú a través de la malla?
No logro salir de mi asombro ni articular palabra.
Escucha
En mí late, desbocado, tu corazón.
Ante la arbitrariedad del autoritario poder, la voz del poema no logra salir del
asombro y decir. Sus balbuceos son conectores de causa o de oposición pero
quedan sin completar. Se parte del “no sé” como punto de partida y de llegada
que renuncian a la opción de dar cuenta de lo sucedido, pero no debido a optar
por la indiferencia, sino más bien al elegir la incertidumbre como el lugar de la
resistencia permanente desde el lenguaje. Paralelamente, la carrera del otro, de
la otra escapando “por un pelo” o cayendo por esa misma distancia en la muerte
late en la voz poética, desbocadamente (agitado pero también fuera de la boca
como más allá del beso o de la palabra como puentes entre dos personas). La
intemperie a la que queda expuesto el sobreviviente es la misma que la que
enfrenta la palabra en su lucha por recoger en breves y entrecortadas maneras
algo de ese fugitivo y cruel “azar” con que el poder niega sus razones.
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Y es que si se abraza al que escapó sin que nunca se sepa por qué logró hacerlo, eso no borra –si acaso sólo entretiene– la culpa del testigo, del salvado,
del que está fuera de la experiencia sin saber cómo nombrarla. Escarmenar en
el lenguaje buscando palabras para lo inefable, distraerse del resto de hechos
en el mundo mientras el ojo clava la mirada en la falta, son actitudes por las
que la voz se excusa: “Pido perdón al azar por llamarlo necesidad/ Pido perdón a
la necesidad por si me equivoco”… “Pido perdón al tiempo por la multiplicidad del
mundo desapercibida por segundo”. La culpa crece cuando no es sólo lenguaje o
tiempo, si no capacidad de continuar la vida: “Pido perdón a quienes claman desde
el abismo por mis discos de minué”… “Pido perdón a las grandes preguntas por las
nimias respuestas”. Y cuando ya todo parece cercado por esa culpa, la palabra
perdón se vuelve contra sí misma en el mismo gesto conciente de su palabra
como logro y como imposibilidad a la vez: “No te ofendas conmigo, lenguaje, por
tomar en préstamo palabras patéticas/ y esforzarme luego para que parezcan ligeras”
(De “Bajo un lucero”).
Me interesa destacar los niveles que hay en esta disculpa; pues
si por una parte se pide disculpas por el mundo que se ha tornado ilegible, por otro la vida privada se erige como el único
lugar donde replegarse y vivir. Aun así, la tensión es descrita
desde el terreno del lenguaje, donde las palabras son ajenas y
quedan como “patéticas” ante las tragedias que se atreve a retratar, y, peor aun, quedan torpes en ese intento de aligerar un
peso irremediable.
Esta impronta de la vergüenza y la disculpa ha sido estudiada
por Agamben (2005) en el contexto del Holocausto, pero sus
palabras son igualmente iluminadoras para los contextos de todos los genocidios y abusos del siglo pasado. Frente a la degradación absoluta y permanente,
¿qué hacer para evitar el “naufragio de la dignidad”, qué hacer para aceptar la
voluntad y las palabras como insuficientes para detener o revertir la violencia,
la culpa de otro que nunca se excusará por lo hecho…? Estas preguntas planteadas por Agamben hallan parcial respuesta en el hecho de escribir sin mitificar lo sucedido, es decir, sin hacer de lo acontecido un horror inefable y con ello
disculpar la responsabilidad tanto ética como jurídica de quienes cometieron
estos delitos. La escritura poética de Szymborska responde desde ese intento
de responsabilizarse, de dignificar la historia desde la cotidianidad del horror
y lo hace desde el perdón suplicando por un lenguaje que se sabe insuficiente
para revertir o saldar cuentas, pero irrenunciable como responsabilidad ética y
estética para con su historia.
Un poema ejemplar como respuesta a contextos históricos apremiantes que
exigen una palabra ética y una escritura tejida a contrapelo de sí misma es el
poema dedicado a la historia del cuerpo humano bajo las “Torturas”:
Nada ha cambiado.
El cuerpo es doloroso,
Necesita comer, respirar y dormir,
Tiene piel fina y, debajo, sangre,
Tiene buenas reservas de dientes y de uñas,
Huesos quebradizos, articulaciones dúctiles.
Para las torturas todo se tiene en cuenta.
Nada ha cambiado.
El cuerpo tiembla como temblaba
Antes y después de la fundación de Roma,
En el siglo veinte antes y después de Cristo,
Las torturas son como fueron, aunque la tierra ha menguado
Y diríase que todo sucede a la vuelta de la esquina.
Nada ha cambiado.
Quizá los modales, las ceremonias y las danzas
Pero el gesto de un brazo protegiendo una cabeza
Sigue siendo el mismo.
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Nada ha cambiado.
Salvo el número de habitantes por metro cuadrado,
A las viejas culpas se suman las nuevas,
Reales, imputadas, momentáneas y nulas,
Pero el grito del cuerpo que las avala
Era, es y será un grito de inocencia
Según el baremo y escalas regulares.
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El cuerpo se retuerce, forcejea para liberarse,
Cae postrado, dobla las rodillas,
Lividece, se hincha, babea y sangra.
Nada ha cambiado.
Salvo el curso de los ríos
La línea de los bosques, costas, desiertos y glaciares.
Por esos parajes el alma yerra
Desaparece, vuelve, se acerca y se aleja,
Ajena a sí misma e inasequible,
Ora segura, ora insegura de su existencia,
Mientras el cuerpo es, es y sigue siendo,
Y no tiene dónde cobijarse.
En este poema se oponen claramente dos persistencias en la historia de la humanidad: de un lado, la capacidad del ser humano para alterar su espacio vital
torciendo ríos o borrando costas, talando bosques o delimitando eras antes y
después de los hitos; y, por otro, su permanencia de fragilidad y de vulnerabilidad frente al poder ejercido sobre su cuerpo. El grito de inocencia del cuerpo
no es oído por siglos de abuso, masacre y matanza. El cuerpo “no tiene dónde
cobijarse” porque ni el lenguaje ni la cultura con todas sus religiones, políticas y
sofisticaciones ha logrado darle atención y protección. No importa cuán lejos
hayamos ido, el cuerpo sigue siendo todo él un talón esperando la forma de su
muerte. Pero, además, Szymborska se niega a vestir, ocultar o sedar ese cuerpo
y nos lo presenta así de desnudo, de vulnerablemente, obscenamente expuesto
ante nuestros ojos tan impotentes como voyeristas. Y algo más, al presentar así
el cuerpo en cada una de sus aperturas y sus inútiles defensas, en cada uno de
sus gritos o sus gemidos, se nos aparta de la familiaridad con que nos atrevemos a mirar los cuerpos forzados, mutilados, muertos o desaparecidos.
Y si a esta altura de los hechos creíamos estar ante la impotencia vital y verbal
de oponernos al horror, la voz poética no nos deja sitio a la autocompasión o la
renuncia y reconoce valientemente que:
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La realidad exige
Que también se diga:
La vida sigue.
Sigue en Cannas y en Borodino
Y en Kosovo Pole y en Guernica.
[…]
En los desfiladeros trágicos
El viento se lleva los sombreros
Y, no podemos evitarlo,
Nos produce una risa loca.
Cabe preguntarse qué es esta exigencia de lo real apelando a lo
simbólico, qué es ese viento llevándose nuestras protecciones y
produciendo nada más que “una risa loca”… Las respuestas están
en la paradoja que esta poesía parece situar como lugar de enunciación: la vida sigue. Esta frase odiosa en los momentos de pena
y de rabia, se hace oracular e ilumina la persistencia de la vida,
de la risa excedente de la lógica, de la manera en que se puede
exorcizar los poderes del viento, de la muerte y del horror con
los que la humanidad ha oscurecido veinte siglos. Ahora bien, no
creo que dicha risa sea olvido, distracción, frivolidad o ni siquiera
defensa ante algo intolerable. Más bien apuntaría a esos momentos de gran dolor, cuando en lugar de llanto reímos, como si en la paradoja de
la reacción pudiera resolverse la tensión de la pérdida y el no-lugar que deja
la muerte. Poder seguir con la vida es posible porque somos concientes de los
vientos que nos derrumban o que nos roban el sombrero; y es posible porque
uno se hace cargo de ello y vuelve a poner vida, desde el lenguaje y desde la risa,
en Kosovo, en Cannas, en Borodino, en Guernica, en Irak, en Afganistán.
Esa misma sonora risa hace de la escritura un ejercicio de irreverencia, de desacato y de sobrevivencia que, si bien se atreve y soporta el peso de su historia,
también consigue hacerlo evadiendo los riesgos de la tragedia y los heroísmos.
Por ello mismo, la voz se encarga de registrar lo que exige la vida del lado vital
y del lado mortal:
Escríbelo. Escribe. Con tinta normal
en papel normal: no les dieron de comer […] Cantaban con tierra en la boca. Un
bello canto
que habla de cómo la guerra llega directamente al corazón.
Escribe qué silencio hay aquí.
Sí.
Antes de seguir hablando del lenguaje en la obra de esta poeta, vale la pena
detenerse brevemente en su concepción amorosa. El amor es visto acá con suficiente humor e irreverencia como para aterrizarlo en la más pura cotidianidad,
alejado de mitos, idealizaciones o melodramas. Valga recordar los versos que
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Seductoramente, la orden o exigencia se vale de materiales “normales” para dar
lugar a lo que nunca tendrá uno. Escribir el hambre, la tierra en las bocas de
aquellos ya sin palabra es el silencio escrito, nombrado por el poema. Y no se
debe olvidar que ese nombrar el silencio de los muertos es hacerlos presentes,
devolverles en alguna pobre medida la humanidad que se les quitó en las fosas
comunes o los trabajos forzados donde descobijaron sus cuerpos. Finalmente,
lo posible en la escritura ante el horror o rodeada de él es, como afirma Todorov, dar lugar en el lenguaje a lo que ha perdido sitio en la historia, en la
política. Volveremos a ello en la reflexión final.
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figuran en el epígrafe para darse cuenta de la dimensión amorosa tensamente
real que habita esta escritura. Y es que el amor, como la mirada a la historia y
la mirada crítica a la escritura, no está hecho de remiendos que escondan las
fisuras, los desencuentros y los dolores de toda realidad humana. Como ellos,
tampoco el amor permite la inmovilidad o la autocompasión que se regodea en
los dolores. Salta este terrenal amor por las ventanas para morir de balas o de
cotidianidades compartidas, reales presencias del otro y del mundo.
“La alegría de escribir” es entonces definitivamente el establecimiento de una
lógica paralela que obedece otras leyes, derrotando a la muerte y al poder en
fugas y risas profundamente vitales, deseantes:
¿A dónde va la corza escrita por el bosque escrito?
¿A tomar agua escrita
que refleje su hocico puntualmente?
¿Por qué alza la cabeza? ¿Escucha algo?
Se apoya en cuatro patas que la verdad le presta.
Mueve bajo mis dedos una oreja.
Silencio, esa palabra, susurra en el papel
como las otras y remueve ramas
por las palabras del bosque cansadas.
En la hoja blanca de papel acechan
letras que pueden componerse mal,
frases que pueden ser un cerco
y no habrá salvación.
En la gota de tinta un regimiento
de cazadores enfocan la mira
listos para correr pluma empinada abajo,
cercar la corza y preparar el tiro.
Olvidan que esto no existe
Otras leyes gobiernan el blanco sobre negro
parpadeará el ojo el tiempo que yo quiera
y podré dividirlo en pequeñas eternidades
llenas de balas quietas en el aire.
Por siempre, si lo ordeno; nada pasará aquí.
Ni una hoja caerá si no lo quiero
ni las pezuñas hollarán la hierba
¿Existe pues un mundo sobre el cual
soy un destino independiente?
¿Ese tiempo al que une la cadena de signos,
existe bajo mis órdenes constantes?
La alegría de escribir.
La posibilidad de eternizar.
La venganza de una mano mortal.
Este poema estructurado bajo la alegoría de la caza no es nada casual; hay en
el acecho de los cazadores un deseo de muerte gratuita que funciona sólo para
satisfacer una competencia, para lucir como trofeo el cadáver del frágil, de la
presa. Ante ese atento vigilar, la presa es salvada por el lenguaje y sus leyes. Así
puede eternizarse el instante petrificando las balas disparadas o aligerando la
huída del ciervo. Esa certeza, sin embargo, es formulada en forma de preguntas, lo que vuelve a tambalear el poder del lenguaje de subvertir realmente los
poderes de la muerte. Esta “posibilidad de eternizar” con que efectivamente el
lenguaje guarda personas u objetos a pesar o más allá de su desaparición es
presentada como una celebración, una felicidad, una irreverencia desde la mortalidad de quien escribe contra la ausencia.
Estamos ante una noción de escritura y de una implacable ironía que la cuestiona permanentemente mientras no deja de afirmarla. Se trata de una posibilidad efímera pero plena y la marca más visible es el instante en que sucede:
El instante podría definirse también como el momento en que el poema es dado a
luz a través de las palabras; un momento que no es simplemente el de la transición entre un antes y un después, sino el de un iluminarse de la conciencia a través
de la escritura” (Cano Gaviria, 3).
Se trata de ese lapso del tiempo que parece beberse todos los tiempos, el presente del amor, de la palabra y de la vida, fugándose de la muerte para robarle
transcurso a lo mortal y robar al mundo referente su privilegio de única realidad. Entre los poemas de Szymborska, podemos relacionar ese instante con
otro: “no existe vida/ que, aun por un instante,/ no sea inmortal.// La muerte/
siempre llega con ese instante de retraso”.
La escritura irónica de esta poeta polaca nos hace visible la construcción de otro
lugar en el lenguaje desde donde se intenta hacer legible la realidad del horror y
de la muerte. Hacerlo implica un reto doble: cómo evitar la trivialidad, la excesiva familiaridad con estos hechos históricos que en lugar de devolverles alguna
dignidad los convierte en una cínica familiaridad, y cómo hallar palabras que
sustenten ese deber. Si el lenguaje hace visible y presente lo que nombra,
33
lo nombrado se torna disponible, frecuentable, circulante. Acuñado por palabras,
lo nombrado adquiere el cuerpo ingrávido de una forma del uso común. Llega a
ser, por ejemplo, ‘tema’ y en eso ‘tema familiar’ o recurrente” (Rojas, 2000:180).
presentimos la exigencia del texto de la catástrofe. Pero esto significa también
la catástrofe del texto mismo. Necesidad del texto que narra o exhibe su propia
imposibilidad de cerrarse” (Rojas, 2000: 181).
Revista número 25 • noviembre 2010
Por eso, entre otras explicaciones, hallamos una escritura que, valiéndose de
la ironía y de un registro desnudo de retóricas, presenta el drama en su doble
dimensión, es decir, como hecho de mundo casi irrepresentable y como palabra
insuficiente. En este caso, como en algunas otras escrituras,
Universidad Católica Boliviana
Lo interesante en este caso es que esa imposibilidad es presentada como tensión, como esa “risa loca” que es a un tiempo impotencia y rebeldía. No es un
texto que se vuelque sobre su propio decir en olvido del mundo que lo sustenta,
sino más bien de una escritura que evidencia las fisuras tanto de su decir como
de su referente en crisis. Por ello leemos poemas despojados de emoción, de
marcas enunciativas, de emociones apelantes de identificación y tenemos entre
manos una impiadosa mirada que habita la im-posibilidad de mantener el ojo
en el miedo, en la acechanza de lo real cuando rebasa toda comprensión dejándonos sin palabras. Evidencia, de este modo, la
ausencia en un discurso ya iniciado por otro soberano de la palabra. Interrupción
de la lógica predominante del discurso, sea ésta la de la represión o de la reparación” (Rojas, 2000: 182).
Las dificultades de significar el pasado desde hoy, de verlo como fue en su
dureza y en su error, exhiben un doloroso más allá del lenguaje y del entendimiento al que debe resignarse todo testigo, todo sobreviviente, todo escritor.
Y aun así, ningún desasosiego, por el contrario la risa loca que mira, sin bajar
los ojos ni llorar ni explicar, mira de frente el viento que arrastra los sombreros
de tantas esperanzas, ilusiones y vidas perdidas. Al reírse, la mirada del testigo
dignifica lo mirado, le devuelve su nombre, su identidad y aun en las fosas comunes, simbólica y piadosamente, le cierra los ojos al pasado.
Referencias bibliográficas
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1.
Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Pretextos, Valencia, 2005.
2.
Rojas, Sergio “Cuerpo, lenguaje y desaparición”, en Nelly Richards (editora), Políticas y estéticas de la
memoria, Cuarto Propio, Santiago, 2000.
3.
Slawomirski, Jerzy, “Prólogo” a Paisaje con grano de arena. Barcelona: Lumen 1997.
4.
Szymborska, Wislawa, Paisaje con grano de arena, Lumen, Barcelona, 1997.
5.
Todorov. Tzvetan, Los abusos de la memoria, Paidós, Barcelona, 2000.
Vasili Grossman
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
37 - 71
Vasili Grossman (1905-1964)
y su novela Todo fluye
Vasili Grossman (1905-1964)
and his novel Forever Flowing
Hans van den Berg*
Resumen:
El autor examina la vida y obra del escritor ucraniano-judío Vasili Grossman,
uno de los escritores de la era soviética más importantes, pero no suficientemente
leído ni estudiado debido a la represión y persecución que sufriera en vida durante el régimen de Stalin. La segunda parte del trabajo se concentra específicamente
en el análisis de la novela Todo fluye, y finalmente el autor concluye reflexionando
sobre el sentido general de la obra de Grossman en relación a la libertad y otros
valores humanos y su trágico destino en la historia de Rusia.
Palabras clave: Vasili Grossman, Libertad, totalitarismo soviético, hitlerismo.
Abstract:
Keywords: Vasili Grossman, Freedom, soviet totalitarianism, hitlerianism.
*
Universidad Católica Boliviana "San Pablo".
[email protected]
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The author goes over the life and works of Ukrainian-Jew writer Vasili Grossman,
one of the most important writers of the soviet domination period, nevertheless
not known or studied sufficiently due to the Stalin regime repression and persecution he suffered during his live. The second part of the paper analyzes his novel
Forever Flowing, and ends up evaluating the general meaning of Grossman’s
works concerning freedom and other human values related to his tragic doom in
Russia’s history.
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1. Introducción
Fascinante y al mismo tiempo impactante es la historia de la suerte de los manuscritos de muchas obras literarias que fueron producidas durante la era de
la Unión Soviética. Lo primero, porque esta historia ha tenido con frecuencia
características verdaderamente policíacas y detectivescas. Lo segundo, porque
esta historia nos revela mucho acerca de las tragedias personales de los autores.
Muchas obras fueron confiscadas y depositadas en los archivos de la tristemente famosa cárcel Lubianka, en Moscú, y fueron conocidas recién después de la
desintegración de la mencionada Unión. Otras llegaron por vías clandestinas
y secretas a Occidente y fueron publicadas allá antes de ser editadas en su país
de origen, algunas ya durante la vida de sus autores, como en el caso de Dr.
Zivago, de Boris Pasternak, y Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn,
otras después de la muerte de su autor, como en el caso que presentaremos en
este estudio (Chentalinski, 1994 y Shentalinski, 2006).
Hace cuarenta años, seis años después de su fallecimiento, llegó a Alemania
una primera versión, bastante reducida, de la obra Todo fluye del autor judío
ucraniano Vasili Grossman, la última novela que escribió en su vida (Grossman,
2010b). Fue editada en el original ruso por la editorial Posev, en Fráncfort del
Meno. Dos años después aparecieron ya traducciones al alemán y al inglés.
Pasaron, sin embargo, veintiocho años para que se llegase a conocer la versión
completa de la obra. Poco antes de su muerte, Grossman había confiado esa
versión integral de su obra a Ekatarina Vasilevna Zabolotskaya, viuda del poeta Nikolai Zabolotski (1903-1958). Ella guardó cuidadosamente la obra y la
entregó en marzo de 1992 a John Garrard, catedrático de la Universidad de
Arizona. Garrard publicó la obra y la tradujo también al inglés (ver también
Garrard, 1994). Empezó a investigar la vida de Grossman, junto con su esposa Carol, y publicó en 1996 en Nueva York una extensa biografía del autor
(Garrard-Garrard, 1996). Dos años antes ya se había publicado en Oxford una
primera biografía de Grossman (Ellis, 1994).
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En 1980, diez años después de la aparición en Occidente de Todo fluye, se conoció en Suiza la obra magna de Vasili Grossman: Vida y destino (Grossman,
2007b), en la que había trabajado durante diez años, de 1950 a 1960, y que
tiene como tema principal la historia del cerco que los alemanes pusieron en la
Segunda Guerra Mundial a la ciudad de Stalingrado. Grossman entregó una
copia de esta obra a dos de sus amigos íntimos, Semen Izraelevich Lipkin y
Viaceslav Ivanovic Loboda. Lipkin encargó a Vladimir Voinovic y a Andrei
Sajarov y su esposa, Elena Bonner, hacer microfilms del manuscrito. A finales
de los años setenta del siglo pasado, la austríaca Rosemarie Zigler, especialista
en literatura eslava, logró hacer pasar estos filmes al filólogo Efim Etkind, un
ruso emigrado, y éste, junto con un colega ruso, Simon Markish, reconstruyó
la obra de Grossman a base de estos filmes, los mismos que lastimosamente
tuvieron considerables deficiencias. La obra fue editada en Lausanne, Suiza,
por la editorial L’Age d’Homme, en 1980. Pronto se hicieron traducciones a
otros idiomas. En Rusia la versión de Lausanne de Vida y destino fue reeditada
en 1988, primero en la revista Oktjabr y después como libro en la editorial
Knishnaya Palata. A finales de los años ochenta la otra copia fue entregada
a los herederos de Vasili Grossman por Vera Ivanovna Lobanova, la viuda de
Viaceslav Ivanovic Loboda, y a base de este original se pudo editar en Moscú,
en 1990, la obra completa.
2. La vida de Vasili Grossman
Vasili Grossman nació el 12 de diciembre de 1905 en Berdichev, una ciudad ucraniana que albergaba una de las comunidades judías más grandes de
Europa. Sus padres, Semyon Osípovich Grossman y Yekaterina Savelievna
Grossman, eran judíos acomodados y asimilados. Hacia finales de la primera
década del siglo XX, Semyon y Yekaterina se divorciaron, y la mujer fue con su
hijo a Suiza, donde vivieron entre 1910 y 1912. En 1912 retornaron a Berdichev. Entre 1914 y 1919 Vasili hizo sus estudios secundarios en Kiev, la capital
de Ucrania. A causa de la guerra civil, retornó a Berdichev. En el año 1921 se
trasladó nuevamente a Kiev, para estudiar ingeniería química. En 1923, Vasili
se estableció en Moscú para continuar sus estudios de química en la Universidad Estatal. Sin embargo, ya durante su estadía en Moscú empezó a interesarse
por la literatura y sentir la vocación de ser escritor. El 22 de enero de 1928 se
casó con Anna Petrovna Matsuk, y en enero de 1930 nació su hija Yekatarina.
Después de su graduación como químico retornó a Ucrania y se estableció en
Donetsk, donde trabajó como inspector en una mina de carbón y profesor de
química en un instituto médico. En 1931 se enfermó de tuberculosis, estuvo
un tiempo en un sanatorio en Sukhumi, la capital de Abjasia, en el Cáucaso, y
después regresó a Moscú. En 1932 se divorció de su primera mujer.
En 1934 escribió su primer cuento, titulado En la ciudad de Berdichev, que en
abril de aquel año fue publicado en la Literaturnaya Gazeta. Se trata de la historia de una mujer, comisaria de la caballería del ejército rojo durante la guerra
civil, que en un momento dado se encuentra embarazada. Se hospeda en la
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En el año 1933 Vasili fue interrogado por la policía secreta en relación con
la detención de una prima hermana suya, Nadezhda Almaz, que había sido
acusada de trotskismo y mantenía ciertos contactos políticos con el trotskista Viktor Serge (1890-1947). Grossman tenía también ciertas relaciones con
Viktor Serge, pero éstas eran más de carácter amistoso. Nadezhda fue condenada a un breve período de trabajo en un campamento penitenciario. Para el
mismo Grossman, este episodio no tuvo consecuencias. Viktor Serge logró
huir de la URSS en 1936 y murió en México en 1947.
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casa de una familia judía pobre, donde da a luz a un hijo. Cuando los ejércitos
blancos avanzan hacia la ciudad, la comisaria decide unirse a su regimiento,
dejando a su hijo en manos de la pareja judía1. Este cuento llamó la atención
del famoso escritor Maksim Gorki (1868-1936), y éste aconsejó a Grossman
dedicarse enteramente a la literatura. A finales del mismo año 1934 fue publicada la primera novela de Vasili Grossman: ¡Buena suerte!2, que tiene como
tema principal la vida de los mineros de carbón en Ucrania. A esta novela
siguió la trilogía Stepan Kolchuguin, escrita entre 1937 y 19403. En esta obra
Grossman describe la vida de Stepan y de pobres obreros, mineros y soldados
desde el año 1905 hasta los primeros años de la Primera Guerra Mundial. De
hecho, la obra quedó inconclusa, porque Grossman había concebido la idea de
escribir una gran epopeya sobre la Revolución, lo que no logró.
En 1935 Vasili Grossman empezó a relacionarse con Olga Mijailovna Guber,
esposa del poeta Boris Andreevich Guber. Olga se divorció y se casó con Vasili
en mayo de 1936. Boris Guber fue arrestado y ejecutado en 1937. Olga fue
también arrestada, acusada de no haber denunciado a su esposo. Grossman
escribió una carta al director de la NKVD, Nikolai Iezhov (1895-1940), indicándole que Olga era su esposa y que había roto totalmente con su ex marido4.
Además, Grossman adoptó oficialmente a los dos hijitos que Olga tenía de
Guber, Fiodor y Misha. En 1938 Olga Mijailovna fue puesta en libertad.
En el mismo año 1937 Vasili Grossman fue integrado como miembro en la
Unión de Escritores Soviéticos. Sin embargo, nunca se afilió al partido comunista.
Cuando el 22 de junio de 1941 las tropas alemanas invadieron la Unión Soviética, Grossman quiso viajar a Berdichev para traer de allá a su madre. Su esposa
no estaba muy de acuerdo con esa idea, o porque el departamento que tenían
en Moscú era muy pequeño, o porque ella no se llevaba muy bien con la madre
de Vasili. Sea como sea, Grossman ya no logró viajar a Ucrania: Berdichev
fue ocupada por los alemanes el 7 de julio y en septiembre del mismo año se
perpetró la masacre de los 30.000 judíos de la ciudad, entre ellos Yekaterina
Savelievna Grossman5. Durante prácticamente toda su vida Vasili Grossman
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1 En 1967 el cineasta Aleksandr Askoldov hizo de este cuento una película, titulada Kommisar. Fue el año del 50
aniversario de la Revolución de Octubre, y las autoridades soviéticas confiscaron la película por carecer de lo que se
llamaba ‘realismo heroico’ y por enfatizar demasiado el papel que en ella jugaban los judíos. Askoldov fue expulsado
del partido comunista y se le prohibió seguir dedicándose al cine. En 1986, durante el Festival de Cine de Moscú,
Aleksandr Askoldov fue rehabilitado y pudo realizar una reconstrucción de Kommisar, la misma que fue presentada en
1988 y obtuvo aquel mismo año el Oso de Plata en el famoso Festival de Cine de Berlín.
2 No conocemos una traducción de este libro a alguna lengua occidental.
3 No existe traducción de esta obra a algún idioma occidental.
4 Años más tarde, el amigo íntimo de Vasili Grossman, Semyon Lipkin, escribió acerca de esta carta: “Todo esto podría
parecer perfectamente normal, pero sólo un hombre muy valiente se hubiera atrevido a escribir una carta como ésa al
principal verdugo del Estado”.
5 Ver: Grossman, Vasili, Holocaust in Berdichev, http://www.berdichev.org/holocaust.html. Durante los años de la guerra
Grossman mantuvo de alguna manera una vaga esperanza de que su madre siguiera viva, pero poco a poco la fue
mantuvo el remordimiento de no haber rescatado a tiempo a su madre. La
recordaba siempre. Es más, en dos momentos de su vida, en 1950 y en 1961, le
escribió una carta6. En la primera de estas cartas escribió:
Querida mamá:
Me enteré de tu muerte en el invierno de 1944. Cuando llegué a Berdichev entré en la casa donde vivías y que la tía Aniuta, el tío David y Natasha habían
abandonado, y comprendí que habías muerto. Pero desde septiembre de 1941 mi
corazón ya sentía que habías muerto. […] Sólo lo supe cuando llegué a Berdichev
y hablé con la gente que sabia de la ejecución en masa que tuvo lugar el 15 de
septiembre de 1941.
He tratado docenas o quizá cientos de veces de imaginarme cómo moriste, cómo
caminaste hasta encontrar tu muerte. He tratado de imaginar a la persona que
te mató. Fue la última persona que te vio viva. Sé que estarías pensando en mí
en aquel momento.
Ahora han pasado más de nueve años desde que dejé de escribirte cartas, contándote mi vida y mis trabajos, y he acumulado tantas cosas en mi alma durante
estos nueve años que he decidido escribirte para contártelo, y por supuesto para que
conozcas mis penas, nadie más está particularmente interesado en ellas. Tú eras la
única que te interesabas siempre por mis aflicciones.
Puedo sentirte hoy tan viva como estabas el día en que te vi por última vez, y tan
viva como cuando me leías de pequeño. Y mi dolor es todavía el mismo que aquel
día cuando tu vecino de la calle Uchilishchnaya me dijo que habías muerto, que no
había esperanza de encontrarte entre los vivos. Y pienso que mi amor por ti y esta
terrible pena no se alterará hasta el día de mi muerte (Beevor y Vinogradova,
2006: 321-322).
Y en la segunda leemos:
Querida madre:
Han pasado veinte años desde el día de tu muerte. Te quiero, te recuerdo todos los
días de mi vida y mi dolor nunca me ha abandonado durante estos veinte años.
6 Estas cartas están reproducidas en Grossman (2006 y 2010a).
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perdiendo. En la primera quincena de octubre de 1941 (¡dos o tres semanas después de la muerte de su madre!) pasó
dos días en Moscú y aprovechó de la oportunidad para hacer una breve visita a su padre: “Pasé un rato en casa con
papá. Hablé con papá sobre mi mayor preocupación, pero no debo escribir sobre ella. Está en mi corazón día y noche.
¿Está viva? ¡No, no lo está! Lo sé, lo presiento” (Beevor y Vinogradova, 2006: 91). El 10 de enero escribió a su esposa:
“Pienso en mamá, todavía no creo que esté muerta. No puedo aceptarlo. El dolor real por ella me atenazará después…”
(Beevor y Vinogradova, 2006: 117-118). El 31 de mayo de 1942 dijo en una carta a su padre: “He recibido una carta
del Departamento de Emigración diciendo que mamá no está en la lista de los evacuados. Sé que no había conseguido
escapar, pero el corazón se me encoge cuando leo esas líneas mecanografiadas” (Beevor y Vinogradova, 2006: 153). El 20
de marzo escribió a su padre: “Veo a mamá en mis sueños. Estaba justo frente a mí, y tan vívida, toda la noche, mientras
viajaba. Después de esto me sentí muy extraño el día siguiente. No, no creo que siga todavía viva. Viajo todo el tiempo
por zonas liberadas, y veo lo que han hecho esos malditos monstruos a nuestros ancianos y niños. Y mamá era judía”
(Beevor y Vinogradova, 2006: 281). Por fin se enteró de su muerte: fue en el invierno de 1944, más de tres años después
de la muerte de ella.
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Yo soy tú, querida madre, y mientras viva también tú
estarás viva. Y cuando yo muera tú vivirás en el libro
que te he dedicado y cuyo destino es tan parecido al
tuyo. Me parece ahora que mi amor por ti se está haciendo más grande y más responsable porque quedan
muy pocos corazones en los que vivas todavía.
He estado releyendo hoy, como lo he hecho durante
La madre del escritor
todos estos años, las pocas cartas que conservo de las
cientos que me escribiste […] He llorado sobre tus cartas, porque tú estás en ellas: con tu amabilidad, tu pureza, tu vida tan amarga, tu
equidad, tu generosidad, tu amor por mí, tu preocupación por la gente, tu mente
maravillosa. No temo a nada, porque tu amor está conmigo y porque mi amor
está contigo siempre (Beevor y Vinogradova, 2006: 322-323).
Se trata precisamente de su majestuosa obra Vida y destino, en cuya página
dedicatoria se lee: “A la memoria de mi madre, Yekaterina Savelievna Grossman”.
En esta obra se encuentra una larga carta de la madre de uno de los grandes
protagonistas del libro, Viktor Pávlovich Shtrum, en la que se despide de su
hijo desde el gueto que las tropas alemanes han formado en la ciudad donde
vive (¡Berdichev!) (Grossman, 2007b: 94-110). Sin duda Vasili Grossman ha
redactado esta carta como si su propia madre se despidiera de él.
Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea
del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no recibiré tu respuesta,
puesto que ya no estaré en este mundo. Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida.
Es difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía las noticias de
última hora. Salía de la policlínica, después de las consultas, y me detuve a escuchar la locutora, que leía en ucraniano un boletín sobre los últimos combates. Oí
un tiroteo a lo lejos. Luego algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí
mi camino a casa, sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma
aérea. De repente vi un tanque y alguien gritó: “¡Los alemanes están aquí!”.
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Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me
entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una
vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo
(Grossman, 2007b: 94).
Vítenka, termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la entregaré
a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi última conversación
contigo, y cuando la haya entregado me habré apartado de ti definitivamente,
nunca sabrás lo que han sido mis últimas horas. Ésta es nuestra despedida. ¿Qué
puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? En estos últimos días, como
durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de
la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera
carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días
de vida hasta la más mínima noticia que recibí de ti, el telegrama que recibí el 30
de junio. Cerraba los ojos y me parecía, querido mío, que me protegías del horror
que se avecinaba sobre mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de
que no estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino.
¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso
tus ojos, tu frente, tu pelo.
Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en
los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo.
Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive,
vive siempre…
Mamá
(Grossman, 2007b: 109 y 110)7
Todavía al final de su vida Vasili Grossman debe haber pensado en su madre, a
saber, cuando concluyó de redactar la última página de Todo fluye. El protagonista de la novela ha retornado a su pueblo natal en Ucrania y sube una colina
para buscar la casa de sus padres:
Quedaba el último recodo del camino. Por un momento fue como si una luz nunca
vista antes, increíblemente viva, inundase la tierra. Unos pasos más aún y en
aquella luz vería su casa, y su madre se acercaría a él, hijo pródigo, y él se arrodillaría ante ella, y las jóvenes y bellas manos de ella se posarían sobre su cabeza
calva y cana” (Grossman, 2010b: 286).
Grossman se presentó ofreciéndose entrar como soldado raso en el ejército
ruso para ayudar a combatir a los invasores alemanes. No fue aceptado debido
a su mal estado de salud, pero las autoridades militares lo destinaron como
periodista a Estrella Roja, el periódico del los ejércitos rusos. Allá conoció a
otro gran autor ruso del siglo XX, Ilyá Ehrenburg (1891-1967), quien, al igual
que él, escribió reportajes sobre el desarrollo de la guerra entre Alemania y
la Unión Soviética. A solicitud de Grossman, en 1942 fue aceptado también
como reportero de la guerra para Estrella Roja un tercer gran novelista del siglo
pasado, Andrei Platónov (1899-1951)8.
7 Ver también sobre esta carta: Bonnet (2010).
8 Para una buena información sobre la vida de este escritor, ver: de Julián Aguiles: “Andrei Platonov o la tragedia del
escritor como ingeniero del alma”, http://www.diariodigital.com.do/articulo,56432,html.
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Vasili Grossman siguió al ejército ruso donde sea que fuese posible, sin temor, valientemente, relacionándose en especial con los soldados rasos, entre
los que ganó pronto gran popularidad por su profundo sentido humano, su
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buen humor y su sincero interés en la suerte de aquellos hombres. El escritor
Viktor Nékrasov (1911-1987), que sirvió como soldado en el ejército que defendía Stalingrado, recordó más tarde: “Los periódicos con artículos de Grossman
y Ehrenburg eran leídos y releídos por nosotros hasta que quedaban hechos jirones”
(Nékrasov, 1962).
A comienzos del año 1942, Grossman fue herido en una escaramuza y tuvo
licencia médica durante algo más de dos meses. Durante este tiempo escribió
su primera novela bélica: El pueblo inmortal (en Grossman, 2009: 9-204), que
relata las hazañas heroicas de un pelotón de soldados9, publicada por entregas
en Estrella Roja en el verano de aquel año. Estuvo presente en Stalingrado casi
durante todo el tiempo que allá se enfrentaron los ejércitos rusos y alemanes10.
Después de la derrota de los alemanes en la última batalla que se libró alrededor de aquella ciudad, Grossman siguió al ejército soviético en sus movimientos hacia occidente, entró con ellos en Ucrania y llegó finalmente a Berlín11.
En 1943 falleció uno de los hijos adoptivos de Vasili Grossman, Misha Guber,
a causa de la explosión de una bomba cerca del cuartel donde era recluta. Tenía
quince años. Su madre, Olga Mijailovna, entró en una profunda crisis y necesitó mucho tiempo para superar la trágica pérdida de su querido hijo. Años
más tarde, en Vida y destino, Grossman proyectó los sentimientos dolorosos
y las profundas penas que había tenido su mujer por entonces, en Liudmila
Nikoláyevna, la esposa de Viktor Pávlovich Shtrum, uno de los alter ego de
Grossman en su gran novela. Liudmila recibió la noticia de que su querido hijo
Tolia, fruto de su primer matrimonio, había sido gravemente herido y que se
encontraba en un hospital de la ciudad de Sarátov, a orillas del río Volga. Decidió ir allá para acompañar a su hijo. Poco después de llegar a aquella ciudad,
se entera de que su hijo había fallecido.
Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.
Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una
mano fría jugara con ellos.
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Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban
túmulos idénticos, grises, sin hierba, sin flores, con una única ramita de madera
que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla
con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.
9 El protagonista de la obra es el comandante Hamazasp Khachaturovich Babadyanian (1906-1977), el mismo que en
1956 aplastó cruelmente la insurrección de Hungría.
10 En 1943 se publicó su obra Stalingrad, una colección de ensayos que describen la defensa de la ciudad, la contraofensiva
soviética y el cerco que los rusos pusieron a las fuerzas alemanas. Esta obra se encuentra en Grossman (2009: 245376).
11 Para informarse sobre la labor periodística que Grossman realizó durante aquellos años, ver Beevor y Vinogradova
(2006).
Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde
estaba, qué hacía, en qué pensaba, si su pequeño dormía apoyado contra la pared
de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba té, si estaba corriendo campo a
través bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le
habría servido té en la taza, le habría dicho “come un poco más de pan”, le habría
quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor
del cuello… Pero siempre desaparecía, no conseguía encontrarlo. Y ahora que había encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.
Lo que estaba vivo había muerto. El único que vivía en todo el mundo era Tolia.
¡Qué silencio la rodeaba! ¿Sabía él que su madre había venido…?
-- Aquí estoy, ya he llegado, y tú probablemente pensabas que tu madre no vendría… (Grossman, 2007a: 182-184).
Al entrar con las fuerzas soviéticas en Ucrania, Grossman se enteró primero de la enorme masacre que los alemanes habían perpetrado en Babi Yar,
cerca de Kiev, los días 29 y 30 de septiembre de 1941, matando a alrededor
de 100.000 personas, entre las cuales alrededor de 35.000 judíos12. Grossman
entró también en su ciudad natal, Berdichev, y obtuvo informaciones acerca de
la matanza que los nazis habían hecho allá en septiembre de 1941, matanza
en la que perdió la vida, como hemos dicho, su propia madre. En dos impactantes textos Grossman fue el primero en informar al mundo sobre lo que se
había vivido y experimentado en su tierra natal durante la ocupación nazi. Allá
escribió El viejo profesor13, Ucrania14 y Ucrania sin judíos15. Al dirigirse hacia
Berlín, el ejército rojo pasó por Treblinka y Grossman escribió un escalofriante
reportaje sobre lo que observó y escuchó acerca de los dos campamentos que
los nazis habían construido allá16. Los alemanes, preocupados por el avance de
12 Beevor da como cifra exacta 33.771 judíos: “A finales de septiembre de 1941 sus tropas [del mariscal de campo Von
Reichenau] fueron utilizadas para transportar a 33.771 judíos hasta el barranco de Babi Yar, en las afueras de la ciudad
[de Kiev], donde fueron sistemáticamente asesinados por el Sonderkommando 4ª de las SS” (Beevor y Vinogradova,
2006: 104).
13 El viejo profesor es un judío anciano que acompaña a su pueblo desde el día 7 de julio de 1941, día de la ocupación de
Berdichev por las tropas alemanas, hasta la matanza de los judíos que se realizó el 15 de septiembre de aquel año (en
Grossman, 2009: 207-244).
15 Este artículo fue rechazado por la redacción de Estrella Roja, porque, conforme a las instrucciones de Moscú, no se
podía llamar la atención hacia grupos especiales de ciudadanos de la Unión Soviética. El artículo fue publicado por la
revista Eynikayt, del Comité Antifascista Judío. No hemos encontrado una traducción de este artículo a algún idioma
occidental. Está parcialmente reproducido en Beevor y Vinogradova (2006:311 y 313-314).
16 El campamento N.º 1 era un campo de trabajo o penitenciario ordinario, el campamento N.º 2 era un campo
exclusivamente de exterminio de judíos. El segundo campo fue construido a mediados del año 1942 y funcionaba como
‘fábrica de la muerte’ hasta finales de invierno de 1943, cuando Heinrich Himmler visitó el campo y ordenó poner fin
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14 En este pequeño ensayo, escrito cerca de Kiev en octubre de 1943, Grossman describe los sufrimientos de su pueblo
bajo el dominio alemán y resalta de modo especial el papel que han jugado durante la ocupación los guerrilleros
ucranianos. Grossman termina este ensayo con las siguientes palabras: “Estas líneas han sido escritas no lejos de Kiev.
La ciudad se ve a lo lejos. Brillan las cúpulas del monasterio, se vislumbran en la ligera neblina los blancos muros de las
altas casas… Gentes llegadas de Kiev relatan que los alemanes han rodeado con un cordón de tropas la inmensa tumba
de Babi Yar, a la que fueron arrojados los cadáveres de cincuenta mil judíos asesinados en Kiev a finales de septiembre
de 1941. Ahora los están desenterrando febrilmente para quemarlos… ¿Acaso son tan insensatos como para creer que
pueden borrar sus tétricas huellas? Esas huellas han sido impresas para la eternidad con el fuego de las lágrimas y de la
sangre de Ucrania. Y en la noche más cerrada se percibe su siniestro fulgor” (Grossman, 2009:444)
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las tropas soviéticas, eliminaron a todos los habitantes de aquel triste campamento de concentración. Sin embargo, algunos pudieron escapar a la matanza, y Grossman tuvo la oportunidad de entrevistarles. En noviembre de 1944
se publicó en Estrella Roja lo que escribió Grossman sobre esta experiencia:
El infierno de Treblinka (Grossman, 2009: 508-562. Ver también Grossman y
Aharoni, 1984), texto que más tarde fue presentado como testimonio en los
famosos juicios de Núremberg:
El espíritu de economía, la exactitud, el cálculo, la pulcritud pedantesca son todos
ellos rasgos plausibles que poseen muchos alemanes. Aplicados a la agricultura o
a la industria, dan sus frutos. El hitlerismo aplicó estos rasgos al crimen contra
la humanidad y las SS del Reich procedieron en el campo de concentración polaco
exactamente como si se tratara del cultivo de coliflores o de patatas.
El terreno ocupado por el campo de concentración está dividido por unas barracas iguales y rectangulares construidas a cordel, y por caminitos bordeados de
abedules y enarenados. Se construyeron estanques de cemento para aves domésticas, lavaderos para la ropa con unos cómodos peldaños, servicios para el personal
alemán, un horno de cocer pan bien acondicionado, peluquería, garaje, surtidor
de gasolina con una esfera de cristal, depósitos. […] En la construcción de estos
campos se reflejaron los rasgos característicos de la precisión alemana, del espíritu
de ahorro mezquino, la pedantesca tendencia al orden, la afición alemana a la
reglamentación, al esquema elaborado hasta los más pequeños e insignificantes
detalles. […]
El campo Nº 1 existió desde otoño de 1941 hasta el 23 de julio de 1944. Fue
completamente suprimido cuando los detenidos oían ya el sordo rugido de la artillería soviética…
El 23 de julio por la mañana temprano los guardianes y los SS, después de beber
unas copas para armarse de valor, emprendieron la liquidación del campo de concentración. Por la noche habían sido muertos y enterrados todos los presos.
El carpintero de Varsovia Max Levit logró salvarse saliendo herido de entre los
cadáveres de sus compañeros cuando se hizo oscuro, y se arrastró hacia el bosque.
Contó cómo, tumbado en la zanja, oyó a treinta chicos que al ser fusilados cantaron la canción Mi gran país querido (Grossman, 2009: 510 y 511).
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Grossman presenta la historia de Treblinka tal como la había reconstruido a
base de los testimonios que dieron los sobrevivientes y algunos habitantes de
la región a quienes entrevistó. Una historia escalofriante en todo sentido, al
final de la cual dijo:
a las matanzas e incinerar todos los cadáveres que se encontraban amontonados en las inmensas fosas que se habían
excavado. Según los cálculos de Grossman, fueron asesinados en Treblinka alrededor de tres millones de judíos.
La mera lectura de estas cosas es terriblemente dura. Pero que
el lector me crea: no es menos duro escribirlas. Es posible que
alguien pregunte: “¿Para qué escribir, para qué recordar todo
esto?” El deber del escritor es el de contar la espantosa verdad, y
el deber ciudadano del lector es conocerla. Todo aquel que vuelve
la cabeza, que cierra los ojos y pasa de largo ofende la memoria
de los caídos (Grossman, 2009: 549).
De 1943 a 1946 Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg, ambos judíos, fueron integrantes del Comité Antifascista Judío y participaron en la elaboración de un Libro Negro sobre las matanzas de judíos por parte de los nazis, una iniciativa mundial de
Albert Einstein. La parte del proyecto dedicada a la exterminación de judíos dentro de la Unión Soviética fue concluida en
1946, pero las autoridades soviéticas se negaron a publicarla, es más, decidieron
destruir los originales. Además, se disolvió el Comité y trece de sus miembros
fueron ejecutados. Sin embargo, también de esta obra se pudo guardar una copia, y parte de la misma fue publicada en 1980. Una versión integral de la misma salió en Kiev, en 1991, y de esta edición se hizo una traducción al francés,
en 1995 (Grossman y Ehrenbourg, 1995)17. Tenemos que añadir a estos datos
algo que Grossman escribió acerca del Libro Negro en una carta a su amigo y
colega Ilyá Ehrenburg, a saber, que su obligación moral era hablar en nombre
de los muertos, “en nombre de los que yacen en la tierra”18.
Tres años después de la conclusión de la Gran Guerra Patriótica, Vasili Grossman concluyó la redacción de una obra llamada Por una causa justa,
considerada como el primer volumen de su proyecto sobre Stalingrado. La
entregó a la revista Novy Mir. Tres veces Novy Mir comenzó a imprimir la
novela, pero la suspendió por órdenes del partido. Finalmente se publicó esta
novela en 1952, pero con muchos cambios hechos en el texto original. Hubo
reseñas bastante positivas, pero en febrero de 1953 el escritor Mijail Bubennov
(1909-1983) publicó en Pravda una crítica vehemente contra el libro. Recién
en 1956, tres años después de la muerte de Stalin, se pudo editar la novela en
una versión integral.
17 De la mano de Grossman se encuentran en esta gran obra dos contribuciones: “La matanza de los judíos en Berdichev”
y “Treblinka”.
18 Ver el artículo de Robert Chandler, “Vasili Grossman. En nombre de los que yacen en la tierra”, publicado en Letras
Libres de febrero de 2007: http://www.letraslibres.com/index.php?art=11832.
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El 5 de enero de 1951 murió en total pobreza Andrei Platónov. Grossman,
amigo íntimo suyo, le había visitado casi diariamente durante las últimas semanas de su vida, y pronunció el discurso más profundo en la ceremonia de
su entierro. A mediados de los años 50, Grossman tomó la iniciativa de crear
y dirigir una Comisión para la Herencia Literaria de Andrei Platónov, que
tenía como objetivo principal editar las obras de este gran escritor. El proyecto
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no pudo prosperar, porque el Gobierno no autorizó la publicación de ningún
texto de Platónov.
En marzo de 1952 el periódico oficial Pravda publicó un artículo en el que se
reveló el descubrimiento de un complot contra Stalin y otras autoridades soviéticas orquestado por un grupo de médicos judíos. Se organizó una campaña
de firmas para exigir la pena de muerte contra aquellos médicos. Entre muchos
otros autores, temerosos de ser perseguidos al no aprobar esa iniciativa, también Grossman puso su firma al pie del documento. Pronto tuvo que reconocer
que había cometido un grave error, pero no pudo liberarse del remordimiento
que le había causado lo que había hecho. Transmitió este remordimiento a
dos de sus grandes obras. En Vida y destino, Viktor Pávlovich Shtrum, el gran
físico nuclear, no mucho después de haber hecho un descubrimiento sumamente importante, es llamado por teléfono por Stalin, quien le comunica que
se encuentra muy satisfecho de él y le felicita por la importante labor que está
realizando. Unos días después llega a su oficina y sus colegas le hablan de una
campaña que se estaba realizando en Inglaterra contra la Unión Soviética:
Una campaña de difamaciones –insistió Shishakov. Han publicado una lista de
científicos y escritores soviéticos que supuestamente habrían sido fusilados; se habla de un número increíble de individuos condenados por motivos políticos. Con
un fervor incomprensible, incluso diría sospechoso, tratan de refutar los crímenes
del doctor Pletniov y Levin19, los asesinos de Maksim Gorki, delitos corroborados
en la instrucción del caso y por el tribunal (Grossman, 2007b:1056)20.
Los colegas presentan luego a Shtrum un documento que han elaborado y le
piden poner su firma debajo de él. Shtrum, absolutamente convencido de la
inocencia de los mencionados dos médicos, después de muchas vacilaciones,
pero sobre todo para quedar bien con Stalin, pone su firma en el documento.
Pero luego se arrepiente y el narrador señala su remordimiento:
¿Con qué fin había cometido ese terrible pecado? En el mundo todo era insignificante comparado con lo que había perdido. Nada valía tanto como la verdad, la
pureza de un pequeño hombre, ni siquiera el imperio que se extendía del océano
Pacífico al mar Negro, ni tampoco la ciencia.
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Vio con claridad que no era demasiado tarde, que todavía tenía fuerzas para
levantar la cabeza, para continuar siendo el hijo de su madre.
No buscaría consuelo ni justificación. Aquel acto torpe, vil, bajo le serviría de
eterno reproche: se acordaría de él noche y día. ¡No, no, no! No se debía aspirar a
la proeza para después enorgullecerse y jactarse.
19 Se trata de los médicos Dmitri Pletniov (1871-1941) y Lev Levin (m. 1938).
20 El investigador ruso Vitali Chentalinski ha comprobado, a base de documentos que encontró en los archivos del KGB,
que Maksim Gorki murió de muerte natural (ver Chentalinski, 1994:397-483).
Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a
ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia, sólo para la humildad. Y si en un momento terrible llega la
hora desesperada, no se debe temer a la muerte, no se debe temer si se quiere seguir
siendo un hombre.
“Bueno, ya veremos –dijo-. Tal vez tendré la fuerza. Tu fuerza, mamá (Grossman,
2007b: 1066-1067).
En Todo fluye es Nikolái Andréyevich, primo hermano del protagonista de la
obra, un famoso biólogo, a quien pone Grossman en la situación en que él se
había encontrado en el año 1952:
En los periódicos comenzaron a aparecer artículos satíricos que desenmascaraban a los arribistas y granujas que, de modo fraudulento, habían obtenido sus
diplomas y grados académicos; a los médicos que trataban a los niños enfermos
y a las parturientas con una crueldad criminal; a los ingenieros que, en lugar de
hospitales y escuelas, construían dachas para sus familiares. Casi todas las personas denunciadas en esos artículos eran judías, y los periódicos daban sus nombres
y patronímicos con un celo especial (Grossman, 2010b: 26).
Nikolái dudaba mucho de la verdad de todas las acusaciones que se presentaban, pero, como había crecido su fama y estaba esperando una promoción
que lo incorporaría a la Academia Soviética de Ciencias, cede a las presiones,
como Grossman da a entender entre líneas, y se solidariza con los que pedían
el castigo más severo para los criminales. Muere Stalin y se revela que todo
había sido falso:
La mañana del 5 de abril [de 1953], Nikolái Andréyevich despertó a su mujer
con un grito desesperado:
-- ¡Masha” ¡Los médicos no son culpables! ¡Los sometieron a torturas, Masha! El
Estado ha reconocido su terrible culpa, ha confesado que utilizaron métodos de
interrogatorio no permitidos por la ley.
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Después de un primer momento de felicidad y una luminosa sensación de alivio
espiritual, Nikolái Andreyévich experimentó por primera vez en su vida un
sentimiento desconocido: algo turbio, tormentoso (Grossman, 2010b: 40-41).
Iván Grigórievich, que ya había comprendido que la visita a su primo, lejos de
procurarle alivio le acarrearía nuevas angustias, le preguntó con gravedad:
-- Dime, ¿firmaste aquella carta que condenaba a los médicos asesinos? Oí hablar
de ello en el campo por la gente que fue arrestada.
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Cuando un tiempo después Nikolái se encuentra con su primo, a quien ha
recogido en la estación de trenes y ha traído a su casa, en la conversación que
tienen allá, se desarrolla el siguiente diálogo:
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-- Querido, sigues siendo el mismo excéntrico de siempre… - dijo Nikolái Andréyevich, pero se le entrecortó la voz y se quedó callado.
Sintió que la angustia se le helaba la sangre en las venas, y que al mismo tiempo
estaba sudando, ruborizado, que las mejillas le ardían.
Sin embargo, no se arrodilló y finalmente dijo:
-- Amigo mío, amigo mío, no sólo para vosotros, en los campos, la vida ha sido
difícil; también lo ha sido para nosotros (Grossman, 2010b:64).
En 1950 Vasili Grossman había empezado a trabajar en lo que iba a ser la obra
más voluminosa e impactante de su carrera literaria: Vida y destino. La redacción de esta gran novela le tomó más de diez años. Contra el consejo de sus
amigos más íntimos, Semyon Lipkin y Yekaterina Zabolotskaya, Grossman
entregó el manuscrito de su obra a los editores de la revista Znamya. Fue en
octubre del año 1960. Los editores de Znamya, después de haber leído la novela, decidieron entregarla en las oficinas del KGB. El 14 de febrero del año
siguiente tres agentes de esta famosa institución estatal se presentaron en el
apartamento de Grossman y se llevaron todo lo que encontraron relacionado
con la redacción de la obra. En febrero de 1962, desesperado por la suerte de
su obra, Vasili se atrevió a escribir una carta a Jruschov21, pidiéndole devolverle
su obra:
Constantemente he pensado en el desastre que se ha realizado en mi vida de escritor y en la trágica suerte de mi libro.
Sin rodeos quiero hacerle partícipe de mis pensamientos. En primer lugar tengo
que decirle lo siguiente: he llegado a la conclusión de que mi libro no contiene
mentiras. He escrito lo que consideraba y sigo considerando como la verdad, y sólo
he descrito lo que he meditado, sentido y vivido.
Mi libro no es un libro político. En cuanto me lo permitieron mis limitadas capacidades, he hablado de seres humanos, sobre sus tristezas, sus alegrías, sus errores
y su muerte. He escrito sobre amor para con los hombres y compasión con los
hombres.
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En mi libro hay páginas amargas y tristes que tratan de nuestro pasado reciente
y de acontecimientos de la guerra. Tal vez sea difícil leer estas páginas. Créeme,
fue difícil también escribirlas. No pude hacerlo de otro modo.
Su discurso en el XXII Congreso del Partido22 ha echado una fuerte luz nueva
sobre los trágicos errores que bajo el gobierno de Stalin han sido cometidos en
nuestro país y me ha fortalecido en la convicción de que Vida y destino no está en
contradicción con la verdad que usted ha hablado, que ya ahora la verdad está en
21 La carta está reproducida en Grossman (2006 y 2010a).
22 25 de febrero de 1956.
posesión nuestra y que no puede esperar 250 años. Tanto más doloroso es que se me
ha quitado con violencia mi libro. Amo este libro como un padre ama a sus hijos.
Robarme mi libro es como robarle a un padre su hijo.
Ya ha pasado un año y no sé si existe todavía mi libro, si se lo ha guardado o si tal
vez ya haya sido destruido o quemado.
Si mi libro es una mentira, que se lo cuente a los que quieren leerlo. Si es calumnia,
que se lo diga. ¡Que los ciudadanos soviéticos, los lectores soviéticos, para quienes
estoy escribiendo desde hace treinta años, juzguen acerca de lo que es verdad y lo
que es mentira en mi libro!
Le ruego poner en libertad a mi libro. No hay sentido ni verdad en mi actual
situación, en mi libertad física, mientras el libro al que he dado mi vida se encuentra encarcelado. Por fin, lo he escrito, no me he distanciado de él y no lo haré.
Hace doce años empecé a trabajar en este libro. Sigo creyendo que he escrito la
verdad, por amor y compasión, porque creo en los hombres. Le ruego una vez más
poner en libertad a mi libro23.
A causa de esta carta Vasili Grossman fue invitado a mantener una conversación con el ideólogo soviético Mijail Suslov (1902-1982). Éste le hizo entender que el libro era peligroso y que ni en doscientos años sería editado24.
Esto significó que la obra no fue liberada. Es más, las autoridades soviéticas
ordenaron sacar sus obras anteriores de las librerías.
A pesar de su tristeza y su abatimiento, Grossman seguía trabajando en lo que
iba a ser su última novela, Todo fluye. Pero antes de concluirla, tuvo la oportunidad de hacer un viaje de dos meses a Armenia. Fue en octubre de 1961. Tenía
que tomar contactos allá para revisar una obra del escritor armenio Hratchia
Kotchar (¿1911?-1966), Los hijos de la casa grande. No sabemos cómo atendió
el encargo que se le dio, pero sí que tomó allá apuntes de las impresiones que le
dieron los habitantes de aquella parte de la Unión Soviética. Con estos apuntes
redactó su penúltimo libro: La paz esté con vosotros. Apuntes de un viaje en Armenia (Grossman, 2007a). Grossman entregó el manuscrito a la revista Novy
Mir, solicitando la publicación del mismo. No se le hizo caso. Recién después
de su muerte se publicó la obra, de forma muy mutilada, en la revista Literaturnaia Armenia. En 1988 esta obra fue editada integralmente.
51
Grossman falleció el 14 de septiembre de 1964 y, a solicitud suya, fue enterrado
en el cementerio judío Vostrykovskoe de Moscú.
24 Un relato de la conversación entre Suslov y Grossman está reproducido en Grossman (2006).
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23 El texto de esta carta lo encontré en un pequeño libro en holandés: De geschiedenis van een manuscript. Over Vasili
Grossman Leven & lot, Amsterdam, Uitgeverij Balans, 2008. Traduje los fragmentos reproducidos del holandés al
castellano. La carta a Jruschov está reproducida en Grossman (2006).
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3. Todo fluye
3.1. La narración básica
La copia de su obra Todo fluye que Vasili Grossman confió a Ekaterina Vasilevna Zabolotskaya, y que ella, a su vez, entregó a John Garrad, demuestra
claramente que Grossman trabajó largamente en esta novela y que este trabajo
ha tenido varias etapas. La base de la obra es un relato sobre Iván Grigórievich,
un hombre que, siendo estudiante universitario, fue delatado por uno de sus
compañeros, Vitali Antónovich Pineguin, y que pasó durante treinta años en
cárceles y campos penitenciarios. Gracias a una amnistía que las autoridades
soviéticas decretaron después de la muerte de Stalin, Iván fue puesto en libertad. Desde alguna estación ferrocarril de la ruta transibérica -he aquí el comienzo de la novela- manda un telegrama a un primo suyo, el biólogo Nikolái
Andréyevich, anunciando su retorno a Moscú y pidiendo que, si fuese posible,
lo recoja en una de las estaciones de la ciudad.
La primera parte de la novela describe el encuentro que Iván tiene en Moscú
con su primo Nikolái y la esposa de éste, María Pávlovna, y la visita que hace
después a Leningrado. En la casa de su primo Iván se entera de que la que había sido su novia en sus días de estudio en la universidad, Ania Zamkovskaya,
se había casado. La noticia le impacta seriamente:
-- Kolenka –intervino de repente María Pávlovna-, háblale de Ania Zamkovskaya.
Al instante marido y mujer sintieron la agitación de Iván Grigórievich.
-- Ella te escribía, ¿verdad? – preguntó Nikólai Andréyevich.
-- Su última carta es de hace dieciocho años.
-- Sí, sí, está casada. Su marido es físico-químico, en fin… Se dedica a
cuestiones nucleares. Viven en Leningrado, imagínatelo, en el apartamento donde vivió un tiempo con sus padres. La vemos a menudo
durante las vacaciones, en otoño… Antes preguntaba siempre por ti,
pero después de la guerra, a decir verdad, dejó de hacerlo.
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Iván Grigórievich tosió y dijo con la voz enronquecida:
-- Creía que estaba muerta: dejó de escribirme (Grossman,
2010b:60).
Iván se da cuenta que su presencia en Moscú no es del agrado
de Nikolái y María y, por más que insisten en que se aloje en su
casa, decide alejarse de ellos. Viaja a Leningrado, donde pasa
tres días. Visita el famoso Museo del Hermitage, pero no estaba
en condiciones de quedarse mucho tiempo en él25. Un día pasa por la casa de
su antigua novia.
Se acercó hasta la casa donde vivía Ania Zamkovskaya y le pareció increíble volver a ver las ventanas altas, el revestimiento de granito de las paredes, el mármol
de los peldaños que blanqueaba en la oscuridad, la red metálica alrededor del ascensor… ¡Cuántas veces se había acordado de aquella casa! Acompañaba a Ania
después de sus paseos nocturnos y se quedaba allí parado, debajo de la ventana,
hasta que se encendía la luz. Ella le decía: “Aunque volvieses de la guerra ciego o
mutilado, sería feliz por tu amor”.
Iván Grigórievich vio las flores en la ventana entreabierta. Permaneció un rato
al lado de la puerta, después siguió su camino. No le dio un vuelco el corazón: allá,
cuando estaba detrás de la alambrada, esa mujer que creía muerta estaba más
cerca de su alma que hoy, cuando se había detenido bajo su ventana (p. 76).
En Leningrado Vitali Antónovich Pineguin, ahora un hombre acomodado y
de prestigio, por casualidad –había tenido que dejar su coche en un garaje e ir a
pie a su oficina- se encuentra con Iván. De inmediato se siente incómodo y se
pregunta si Iván sabía que en aquel tiempo él lo había denunciado.
Se reconocieron enseguida, si bien el Iván Grigórievich actual no se parecía en
nada al estudiante universitario de tercer curso, y el Vitali Antónovich Pineguin
que se había encontrado, con impermeable gris y sombrero de fieltro, no se parecía
al joven que en otro tiempo llevaba una chaqueta de estudiante gastada.
Al percibir el estupor en la cara de Pineguin, Iván Grigórievich dijo:
-- Veo que ya me dabas por muerto.
Pineguin se quedó desconcertado.
-- Hace unos diez años se decía que…
Con sus ojos vivos y penetrantes, escrutaba la mirada de Iván Grigórievich.
-- No te preocupes– dijo Iván Grigórievich -, no he vuelto del otro mundo ni soy un
fugitivo, lo que sería aun peor. Tengo pasaporte y todo lo demás, igual que tú.
53
Esas palabras indignaron a Pineguin.
-- Cuando me encuentro con un viejo amigo, no me interesa por su pasaporte.
Había llegado muy alto, pero, en el fondo, continuaba siendo un buen tipo.
Revista número 25 • noviembre 2010
25 “Fue al Museo del Hermitage y lo abandonó lleno de aburrimiento y de frío. ¿Era posible que los cuadros hubieran
seguido siendo tan bellos durante todos aquellos años, mientras él se transformaba en un viejo presidiario? ¿Por qué no
habían cambiado, por qué no habían envejecido los rostros de las divinas madonas y el llanto no había cegado sus ojos?
¿Era posible que de aquella eternidad, de aquella inmutabilidad, no derivara su fuerza sino su debilidad? ¿Era así como
el arte traicionaba al hombre que lo había creado?" (p.75).
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Hablase de lo que hablase –de sus hijos, de “lo mucho que has cambiado, pero
igualmente te he reconocido al instante”-, sus ojos seguían a Iván Grigórievich,
ávidos y fascinados.
-- Bueno, eso es todo, en pocas palabras…- dijo Pineguin - ¿Y tú, qué me cuentas?
Iván Grigórievich pensó para sus adentros: “Sería mejor que tú me contaras algo
más…”.
Por un instante Pineguin se quedó helado, casi como si le hubiese leído el pensamiento.
-- No sé nada de ti– dijo Pineguin.
Y de nuevo la espera, como si Iván Grigórievich fuera a responderle: “Bien que
hablaste de mí cuando lo creíste oportuno. ¿Qué quieres que te cuente ahora?”.
Pero Iván Grigórievich guardó silencio e hizo un gesto de indiferencia con la
mano.
Y de repente Pineguin lo comprendió: Vánechka, el pobre diablo, no sabía nada y
no podía saber nada. Los nervios, los nervios… ¿Por qué diantres había escogido
aquel día para llevar el coche al mecánico? (Grossman, 2010b:80-81).
Poco después de este encuentro con Vitali Antónovich Pineguin, Iván abandona Leningrado para dirigirse a Ucrania, su tierra natal. Con esto termina la
primera parte de la novela.
En una pequeña ciudad ucraniana, Iván Grigórievich encuentra trabajo en una
cooperativa para inválidos, y alojamiento en la casa de la viuda de un sargento,
muerto en el frente, Anna Serguéyevna26. Anna tiene un hijo que está prestando su servicio militar, y en su casa vive también un sobrino, Aliosha, con
quien pronto Iván llega a tener una relación de agradable amistad. También
la relación entre Anna Serguéyevna e Iván va profundizándose poco a poco y
llega finalmente a un verdadero amor mutuo.
Iván Grigórievich vio a su madre en un sueño. Caminaba por el margen de un
camino y se echaba a un lado para dejar pasar una larga fila de tractores y camiones de descarga. Ella no veía a su hijo. Él le gritaba: “Mamá, mamá, mamá…”,
pero el pesado estruendo de los tractores ahogaba su voz.
Revista número 25 • noviembre 2010
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No dudaba que en medio del bullicio del camino ella reconocería en el presidiario
de cabello blanco a su hijo: sólo con que le oyera, sólo con que le viera un instante,
pero ella no le oía, no le veía.
Desesperado abrió los ojos. Inclinada sobre él había una mujer medio vestida: él
había llamado a su madre en sueños, y la mujer se le había acercado.
26 En la novela se la llama también con el nombre de su esposo finado, Anna Mijaliova, o también simplemente
Mijaliova.
Estaba a su lado. De repente, con todo su ser, sintió que era hermosa. Le había
oído gritar en sueños y se le había acercado, sintiendo por él ternura y piedad. Los
ojos de la mujer no lloraban, pero en ellos había visto algo más grande que las
lágrimas de compasión: vio algo que nunca había visto en la mirada de la gente.
Era hermosa porque era buena. La cogió de la mano. Ella se acostó a su lado y él
sintió su calor, sintió su tierno pecho, los hombros, el cabello. Le parecía sentir todo
aquello no despierto sino en sueños: despierto, nunca había sido feliz.
Toda ella era bondad, y él comprendía con cada milímetro de su cuerpo que la
ternura, el calor, el susurro de aquella mujer eran hermosos porque su corazón
estaba lleno de bondad hacia él, porque el amor es bondad.
La primera noche de amor… (p.163-164).
Este amor no puede desarrollarse y profundizarse como a Iván le hubiera gustado: Anna se enferma de cáncer de pulmón. “Pasaron tres semanas, y a Anna
Serguéyevna la ingresaron en un hospital. Al despedirse de Iván Grigórievich, le
dijo: ‘Está claro que nuestro destino no era ser felices en este mundo” (p. 201).
Una hermana de Anna, que vivía en la misma ciudad, recoge a Aliosha, e Iván
se siente solo como nunca: “Iván Grígorievich entró en la habitación vacía. Todo
estaba en silencio. Le pareció que, después de haber vivido toda la vida solo, únicamente aquella tarde había sentido de verdad qué era la soledad” (p. 201).
No mucho tiempo después muere Anna Serguéyevna.
Como epílogo de la novela, Grossman cuenta que Iván Grigórievich abandona
la ciudad donde había sido feliz y se dirige en tren a su pueblo natal, cerca al
mar, donde ‘todo fluye’:
En verano Iván Grigórievich partió hacia la ciudad costera, donde, al pie de la
verde montaña, estaba la casa de su padre.
El tren corría junto a la orilla, y durante una breve parada Iván Grigórievich
bajó del vagón para mirar el agua verde y negra en continuo movimiento, que
olía a frescor salado (p. 283)
Por lo que respecta a las narraciones, encontramos primero un largo relato
sobre Nikolái Andréyevich, cuando éste está esperando a su primo en una
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En esta parte narrativa de Todo fluye, que en la copia de Ekatarina Vasilevna
Zabolotskaya abarca 78 páginas mecanografiadas, Grossman ha insertado en
diferentes lugares otros textos que debe haber escrito una vez concluido el texto principal. Estos fragmentos están en parte manuscritos, en parte mecanografiados. Se puede reunirlos como dos conjuntos: un conjunto de narraciones
y testimonios sobre acontecimientos históricos y vivencias personales, y un
conjunto de reflexiones sobre diferentes temas relacionados con la historia de
Rusia y de la Unión Soviética.
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estación de Moscú donde aquél debe llegar. Nikolái hace una reflexión acerca
de lo que hasta aquel momento ha sido su vida dentro de las peculiares circunstancias del rumbo que ha tomado su país. Demuestra cierta inclinación hacia
la autocrítica, pero en el fondo hace una justificación de sus actos: dadas las
circunstancias ha tenido que acomodarse a la situación para salvar su pellejo
y no correr el riesgo de ser degradado o perseguido, como había pasado con
tantos de sus conciudadanos. El tercer capítulo de la novela empieza con las
palabras: “Mientras esperaba a su primo, Nikolái Andréyevich pensaba en su vida y
se preparaba para arrepentirse de ella ante Iván” (p.21). Había estudiado biología
y en una primera etapa de su vida profesional había tropezado con muchas
dificultades para hacer una buena carrera. Sin embargo, siempre había podido
contar con el apoyo incondicional de su esposa, quien lo consideraba un verdadero genio. Poco a poco le había ido mejor y en aquel momento de espera
en la estación se consideraba un hombre que había alcanzado casi la meta
que se había puesto. Sin embargo, algo le remordía en su conciencia: “¿Había
vivido correctamente? ¿Era de veras un hombre honesto como todos a su alrededor
le consideraban? Crecía, se reforzaba en su alma aquel sentimiento tormentoso, de
penitencia” (p. 41). Encuentra la respuesta en el hecho de que a lo largo de toda
su vida había acatado lo que las autoridades soviéticas decretaban al pueblo:
“Toda su vida consistía en un gran y prolongado acto de obediencia; ni una vez había desobedecido” (p.43). Y esto, en el fondo, significa que el Estado es, en última
instancia, el responsable de los actos de los súbditos sumisos:
La divinidad, la infalibilidad del Estado inmortal, no sólo oprimía al individuo
sino que también lo protegía y lo consolaba de su debilidad, justificaba su nulidad:
el Estado cargaba sobre su espalda de hierro todo el peso de la responsabilidad,
liberaba a los hombres de la quimera de la conciencia (p. 41).
Una breve narración nos lleva a la persona de Pineguin. Después del encuentro
con Iván sigue su camino, todavía molesto consigo mismo por haber llevado su
auto al taller mecánico, pero, para tranquilizar su conciencia, se dirige al restaurante donde siempre se le recibe con todos los honores que merece.
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“¡El diablo fue quien me empujó a ir a pie!”, se repetía Pineguin. No quería pensar en lo malo y oscuro que durante décadas había dormido en él y que ahora de
repente se había despertado. No se trataba de su mala acción, sino de la estúpida
casualidad que le había hecho encontrarse con el hombre al que le había buscado
la perdición. De no haberse encontrado con él por la calle, lo que dormía en su
interior nunca se habría despertado.
Pero se había despertado, y Pineguin, sin darse cuenta, cada vez pensaba menos
en la estúpida casualidad y se alarmaba y preocupaba cada vez más. “En definitiva, es un hecho, fui yo, precisamente yo, el que denunció a Vánechka, mientras
que habría podido no hacerlo; le rompí la columna vertebral a un hombre, pero…
¡que se vaya al diablo!
Estaba sentado en la penumbra, en silencio, con los ojos entornados, y el convencimiento de que la suya había sido una vida justa pugnaba con la confusión y el
horror que habían resucitado en él, con el fuego y el hielo del arrepentimiento.
Pero en ese momento el pesado terciopelo que encortinaba la puerta de la cocina
comenzó a moverse, y Pineguin, al reconocer por la cabeza calva a su camarero,
pensó: “Es para mí”.
La bandeja, emergiendo de la penumbra, flotó hasta Pineguin, y éste vio el rosa
ceniciento del salmón entre soles de limón, el negro del caviar, el verde de invernadero de los pepinos, los lados escarpados de una garrafa de vodka y una botella
de agua mineral.
No es que fuera un sibarita, ni tampoco tenía tanto apetito, pero en aquel preciso
instante al viejo enfundado en el chaquetón dejó de perturbarle la conciencia (pp.
105-106).
Mashenka Liubímova es una mujer sencilla que, después de haber pasado ocho
meses en la famosa cárcel moscovita Butirki, fue mandada a un campo de régimen especial, sin derecho a correspondencia, por la simple razón de que no
había denunciado a su marido. Ahora va en un convoy en dirección del campo
al que la han destinado. Pasan por su memoria las dos veces que los agentes habían llegado a su casa para registrarla y llevarse a su querido Andréi, la primera
vez, y a ella misma, la segunda. Y se hace preguntas: “Masha no comprendía por
qué ella, y decenas de otras como ella, debían denunciar a sus maridos, por qué Andréi,
y cientos de otros como él, debían denunciar a los compañeros de trabajo, a los amigos
de la infancia” (p.142). Estas preguntas no tienen respuesta, como tampoco la
pregunta referida a dónde habían llevado a Yulka, su niña de tres años.
Sin duda sólo en un joven corazón femenino pueden convivir estos dos tormentos:
la inquietud de una madre, el apasionado deseo de salvar a un hijo abandonado,
y al mismo tiempo, la infantil sensación de indefensión ante la cólera del Estado,
el deseo de esconder la cabeza en el pecho de la madre (p. 145).
La historia de Masha (Mashenka) que presenta Grossman es la historia de una
mujer que se rehúsa a dejar de esperar; que, cueste lo que cueste, sigue creyendo
que un día podrá reencontrarse con su esposo Andréi y con su querida hijita
Yulia (Yulka). Una vez en el campo, a pesar del trabajo durísimo a que es sometida, sigue alimentando esa esperanza:
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El convoy sigue avanzando, y Masha siente los primeros síntomas del tifus: la
cabeza confusa, turbia, pesada. Pero no, nada de tifus, está bien. Y de nuevo, en el
tren, la esperanza ha encontrado un sendero hacia su corazón. Pronto llegarían
al campo y le gritarían: “Liubímova, sal de la fila, hay un telegrama para ti.
Estás libre”, etcétera, y así sucesivamente: viaja hacia Moscú en un tren de pasajeros, he aquí Sófrino, Púshkino, la estación de Yaroslavl, ve a Andréi, que tiene
a Yulia entre sus brazos (p. 148).
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Pero la melancolía por el marido y la hija persistía y la esperanza no había muerto, sólo se lo parecía: la esperanza dormía. Y Masha sentía su sueño como se siente
en los brazos a un niño dormido y, cuando la esperanza se despertaba, el corazón
de la joven se llenaba de felicidad, de luz y de aflicción” (p. 152).
Su vida en el campo se hace cada vez más dura, se agota cada vez más. “Y sin
embargo la esperanza anidaba en su corazón: volvería a ver a su familia…” (p.
153). Y más adelante: “Masha también esperaba, con una esperanza atormentadora. Pero era esa esperanza la que le permitía respirar, incluso cuando la atormentaba”
(p. 158). Sin embargo, a la larga, por más que se esforzara para mantenerla viva,
la esperanza iba convirtiéndose en desesperación; y finalmente muere.
La esperanza la había abandonado, se había quedado completamente sola…
Nunca vería a Yulia, ni hoy ni de vieja con los cabellos canos, nunca.
Dios mío, Dios mío, ten piedad de ella, Señor, perdónala.
Un año después Masha abandonó el campo. Antes de cobrar la libertad, permaneció acostada en una cabaña helada, sobre una tarima de pino. Ya no la apremiaban para que fuese a trabajar. Nadie la maltrataba. Los camilleros depositaron
a Masha Liubímova en una caja cuadrangular, hecha de tablas que el servicio
de control técnico había desechado. Miraron por última vez su cara. Tenía una
expresión de dulce éxtasis infantil, de confusión, la misma con la que había escuchado, al lado del almacén de la serrería, aquella música alegre, primero sintiendo
alegría, luego comprendiendo que no había esperanza (p. 161).
El tema de los convoyes que parten de muchas partes de Rusia hacia los campamentos penitenciarios de Siberia juega un papel importante en la novela de
Vasili Grossman. El convoy es símbolo de la vida misma. Cuando Iván ha encontrado por fin su tranquilidad en la casa de Anna Serguéyevna, se da cuenta
que ha llegado también al final de su vida:
Pero aquellos treinta años de trayecto, aquel estruendo del tren que se había prolongado durante una treintena de años seguía tronándole en la cabeza, le resonaba en los oídos, como si el convoy corriese, corriese… Pero no era el ruido del viaje
lo que le zumbaba en los oídos: en su cabeza retumbaba la esclerosis, la vida que
tocaba a su fin (p. 119)27.
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27 En otras partes de la novela leemos: “[A Iván] le embargó una extraña sensación, como si toda su vida hubiera
transcurrido viajando día y noche en el interior de un vagón chirriante y durante décadas hubiese oído el rumor
sordo de las ruedas, y ahora por fin hubiese llegado a destino: el convoy se había detenido” (p. 119). “De repente, Iván
Grigórievich pensó: '¿Era de veras mi camino, mi destino? Sí, con aquellos convoyes empezó mi ruta. Pero ahora el viaje
ha terminado” (p. 134).
Y es precisamente en relación con los convoyes que aparece en
la obra de Grossman el título de su obra: Todo fluye.
No hace mucho tiempo, poco después de la Gran Guerra Patriótica28, se instalaron peines de acero bajo el fondo de los vagones
de cola. Si durante el trayecto un detenido desmonta el suelo y se
lanza de plano sobre las vías, el peine lo agarrará, lo estirará y
lo arrojará bajo las ruedas. ¡Ni para ti ni para mí! Para los que
después de romper el techo del vagón se encaraman a él, han instalado proyectores que, como puñales, atraviesan las tinieblas,
desde la locomotora hasta el último vagón; y la ametralladora
que vela el convoy sabe qué tiene que hacer si un hombre corre
sobre el techo… Sí, todo evoluciona. La economía del convoy ha
cristalizado. Está todo: al valor añadido, el bienestar de los oficiales del convoy en su vagón de estado mayor, la reducción de las raciones de los
detenidos y de los perros, la compensación del traslado calculada en función de
los sesenta días de trayecto del convoy hacia los campos de la Siberia Oriental,
la circulación de mercancías en el interior de los vagones, la feroz acumulación
primitiva y la pauperización paralela. Sí, todo fluye, todo muta, nadie entra dos
veces en el mismo convoy (p. 133)29.
En el concepto de Grossman la muerte significó para Mashenka encontrar la
libertad. El tema de la libertad es constante en toda la novela Todo fluye. Lo
toca por primera vez en el capítulo dedicado a la reflexión que hace su primo
Nikolái sobre su vida. Nikolái contrasta su propia actitud de obediencia (ciega)
al Estado con el afán de Iván de defender la libertad:
En la universidad, en su círculo de estudios filosóficos, Iván mantenía violentas
discusiones con los profesores de materialismo dialéctico. Las discusiones se prolongaron hasta que el grupo fue disuelto.
Entonces Iván intervino en el auditorio contra la dictadura: declaró que la libertad era un bien igual a la vida misma, que la restricción de la libertad mutilaba
a los hombres igual que los golpes de hacha, que cortan dedos y orejas, y que la
destrucción de la libertad equivalía al asesinato. Después de aquel discurso, fue
expulsado de la universidad y deportado por tres años a la región de Semipalatinsk (p. 49).
29 Todo fluye, ta panta rhei, expresión atribuida al filósofo griego Heráclito (ca. 535 a.C. – ca. 475 a.C.), de hecho no
es de él, sino del autor romano Simplicio de Cilicia (ca. 490 – ca. 560 d.C), quien con la misma quiso sintetizar el
pensamiento de Heráclito en su comentario de la Física de Aristóteles (1313.11). La frase sobre el movimiento del
agua, igualmente atribuida a Heráclito, se encuentra en la obra Preparación evangélica, del obispo Eusebio de Cesarea:
“[…], precisamente como lo hace Heráclito. Queriendo aclarar que hay una eterna producción de almas inteligentes
por exhalación, las compara con ríos, diciendo lo siguiente: Aunque uno entra en los mismos ríos, las aguas que fluyen
sobre él de vez en cuando son diferentes” (XV.XX.II).
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28 La Segunda Guerra Mundial.
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¿En qué consiste la libertad que Iván buscaba y en cuyo nombre perdió su
propia libertad?
Antes creía que la libertad era libertad de palabra, de prensa, de conciencia. Pero
la libertad se extiende a la vida de todos los hombres. La libertad es el derecho
a sembrar lo que uno quiera, a confeccionar zapatos y abrigos, a hacer pan con
el grano que uno ha sembrado, y a venderlo o no venderlo, lo que uno quiera. Y
tanto si uno es cerrajero como fundidor de acero o artista, la libertad es el derecho
a vivir y trabajar como uno prefiera y no como le ordenen. Pero no hay libertad
ni para los que escriben libros ni para los que cultivan el grano o hacen zapatos
(pp.118-119).
Esta libertad está simbolizada en la inmensidad del mar. Al final de la novela,
cuando Iván, al retornar a su pueblo natal, contempla el mar, reflexiona: “El
mar no es la libertad. Es su imagen, su símbolo. ¡Qué hermosa es la libertad si basta
con evocarla para que su imagen llene de felicidad al hombre!” (p. 283)30
El peor momento de su vida es para Iván la conversación que tiene en la cárcel
con otro preso, Alekséi Samóilovich, “la persona más inteligente que nunca he
conocido” (p. 277), porque esa persona hace lo posible para quitarle su ideal y su
sueño de libertad. Pero Iván no se rinde:
Y ahí estoy, acostado en la litera, medio muerto, y siento que en mí sólo queda viva
mi fe: la historia de los hombres es la historia de la libertad, de la más pequeña a
la más grande; la historia de toda la vida, desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad, es el paso de una libertad menor a otra libertad
mayor; que la vida misma en sí es libertad. Esa fe me da fuerzas (pp.280-281).
Pero, esa historia, por lo que respecta a Rusia y la Unión Soviética, está contrariada por otra historia:
Rusia había visto muchas cosas en mil años de historia. Durante los años soviéticos el país había sido testigo de victorias militares mundiales, enormes construcciones, ciudades nuevas, presas que detenían el curso del Dniéper y el Volga
y canales que unían los mares, la potencia de los tractores, de los rascacielos... La
única cosa que Rusia no había visto en mil años era la libertad (pp.71-72).
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A la narración de la historia de Masha sigue otra, a saber: la que Anna Serguéyevna cuenta sobre lo que había pasado en Ucrania durante los años 19291932: primero la llamada deskulakización y después la gran hambruna en el
campo31. El primer tema lo introduce Anna, diciendo: “La deskulakización comenzó en 1929, a finales del año, pero el viraje definitivo se produjo entre febrero
30 En la novela Vida y destino, la estepa calmuca, por la que pasa el teniente coronel Darenski para revisar las tropas, es el
símbolo de la libertad: “La estepa tiene una particularidad maravillosa. Esta particularidad vive en ella, invariablemente,
ya sea al alba, en invierno, en verano, en sombrías noches de lluvia o bajo el claro de luna. Siempre y por encima de todas
las cosas la estepa habla al hombre de la libertad… La estepa se la recuerda a aquellos que la han perdido” (Grossman,
2007b, pp. 368-369).
31 Para el caso de la hambruna en Ucrania, ver Tottle (1987).
y marzo de 1930” (p.165). En la historia de Rusia y de la Unión Soviética los
llamados kulaks eran terratenientes que tenían grandes propiedades agrícolas y
que eran capaces de contratar peones y arrendar partes de sus terrenos. Desde
el inicio de la era soviética fueron perseguidos, pero a partir del año 1929 se
hizo su persecución mucho más sistemática e incluso se extendió el estigma
de kulak a campesinos que, de hecho, no pertenecían a esta categoría. Se llegó
a una situación verdaderamente extrema: los kulaks no solamente fueron despojados de sus propiedades, sino también detenidos, matados o mandados a
Siberia.
Lo recuerdo bien: antes del arresto les aplicaron un impuesto. Lo pagaron. Para la
primera vez les alcanzó; la segunda vez aquel que pudo vendió, con tal de pagar.
Creían que si pagaban, el Estado tendría piedad. Algunos sacrificaron el ganado,
destilaron vodka del grano, y bebían, comían, porque en cualquier caso, decían, la
vida para ellos se había acabado.
Quizá las cosas fueran distintas en otras regiones, pero en la nuestra fue así.
Comenzaron arrestando sólo a los cabezas de familia. […] A los de la primera
redada los fusilaron en bloque, ninguno de ellos quedó con vida. A los que arrestaron a finales de diciembre los retuvieron en las cárceles dos o tres meses y luego los
deportaron a áreas de reasentamiento para kulaks. Cuando arrestaban al padre
no tocaban a las familias, sólo hacían un inventario de sus bienes, que ahora ya
no pertenecían a la familia: se los confiaban para que los guardaran.
La dirección regional trazaba el plan con el número de kulaks que debían eliminar en cada distrito, los distritos dividían esa cifra entre los diversos sóviets
rurales, y los sóviets rurales confeccionaban las listas.
Encarceladas ya los cabezas de familia, a principios de 1930 comenzaron a arrestar a las familias (pp. 165-166).
Y Anna, por entonces todavía una jovencita, confiesa que también ella había
participado en esas operaciones: “Y yo también comencé a caer en el hechizo; cada
vez estaba más convencida de que todas las desgracias procedían de los kulaks y que,
eliminándolos a todos de un plumazo, llegarían tiempos felices para los campesinos”
(p. 167). Pero a la hora de dar su relato, ya ve con otros ojos lo que por entonces
pasaba y con qué se había identificado: “Ahora, cuando recuerdo la deskulakización, lo veo de otra manera; el hechizo pasó y veo a los seres humanos” (p.169).
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Los que participaban en la persecución de los kulaks estaban convencidos que
después de haberlos expulsado del campo, vendrán mejores tiempos para todos
los pobres campesinos: “¡Nos equivocamos! – dijo Anna – El hacha se abatió sobre
todos los de aquel pueblo, desde el más pequeño hasta el más grande. Llegó el castigo
de la hambruna” (p. 173). La causa de esta hambruna fue doble. Por un lado,
61
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precisamente en aquellos años las tierras produjeron menos32, y, por otro lado,
el Estado exigió mayores entregas de trigo a los campesinos. “Se veía que Moscú
tenía todas sus esperanzas puestas en Ucrania. Y fue sobre todo contra Ucrania contra
la que más tarde se desencadenaría su ira. El discurso es de sobra conocido: tú no has
cumplido el plan, tú eres un kulak encubierto” (p. 175).
El largo relato de Anna es realmente escalofriante, pero presenta algo que
ha pasado y que forma parte de una dramática y trágica historia dentro de
lo que ha sido el desarrollo de la construcción de una nueva sociedad. Anna
(y sin duda, el mismo Vasili Grossman), apelando a la memoria colectiva y
la conciencia colectiva de la humanidad, termina su relato con las siguientes
preguntas:
Y nada de eso queda. ¡Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie
responda por todo aquello? ¿Qué todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo
cubrirá todo.
Ahora te hago una pregunta: ¿Cómo ha podido pasar todo esto? (p. 192) 33
A este relato de Anna Serguéyevna, sigue otro, que presenta el caso concreto de
una pequeña familia, Vasili Timoféyevich, su esposa Hanna y su hijo pequeño
Grisha, víctima de la tremenda hambruna que azotó Ucrania a comienzos de
los años ’30.
Vasili Timoféyevich murió el primero, anticipándose dos días al pequeño Grisha.
Había dado casi todas las migajas de comida a su mujer y al niño, por eso murió
antes que ellos. Sin duda, no ha habido en el mundo sacrificio más grande que
el suyo ni una desesperación más profunda que la que él sintió al ver a su mujer
deformada por el edema y a su hijo agonizante (pp. 195-196).
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En la última narración insertada en su novela, Grossman presenta al judío
Lev Mekler, fanático revolucionario y bolchevique, responsable de justicia en
Ucrania, convencido de que, para que la Revolución pueda prosperar y alcanzar su meta, hay que usar la violencia y sacrificar gente: “Era un predicador, un
apóstol y un combatiente de la Revolución socialista mundial. […] El futuro reino
mundial le parecía infinitamente bello, y por eso Mekler estaba dispuesto a utilizar
la más despiadada violencia” (p. 217). Pero, en un momento dado la Revolución
ya no lo necesitaba, porque se optó por el socialismo en un solo país y se pasó a
perseguir a los llamados cosmopolitas. Grossman lo compara con un perro que
ama a su amo y lo sigue donde sea, aunque a veces el amo lo pisotea, hasta que
al final para el amo el perro está por demás.
32 “Después de la deskulakización la superficie de tierra cultivada disminuyó considerablemente y el rendimiento bajó”
(Grossman, 2010b:174).
33 En el año 1990 se presentó en un pequeño teatro de Moscú (U Nikitokix Vorot) una versión dramatizada de este relato
de Anna Serguéyevna, titulada “Monólogo a la luz de una vela”. En la segunda parte de la noche se dio lectura de la
carta que la madre de Viktor Pávlovich Shtrum escribió a su madre desde el gueto de Berdevich.
Pero el perro no había comprendido algo sencillo: que el amo había abandonado
su casa de entusiasmo juvenil para trasladarse a una casa de granito y cristal
donde aquel perro de corral se había convertido en una carga absurda para él, y
no sólo en una carga sino también en un peligro. Y lo mató (p. 221).
3.2. Reflexiones
“El hechizo pasó y veo a los seres humanos”, dijo Anna Serguéyevna al final de su
dramático relato. Iván Grigórievich, Nikolái Andréyevich, Vitali Antónovich
Pineguin, Anna Serguéyevna, Mashenka, Vasili Timoféyevich, Lev Mekler, y
tantos otros que aparecen en las narraciones de Vasili Grossman: seres humanos, pero de una u otra manera: ¿todos víctimas de una Revolución, víctimas de
un sistema o víctimas de la historia de Rusia? Esta pregunta es la esencia de las
reflexiones que Grossman ha hecho y que ha insertado también en la historia
de Iván Grigórievich, cambiando la última pregunta de Anna Serguéyevich:
“¿Cómo ha podido pasar todo esto?”, en otra: ¿Quién es el culpable de todo
esto, de todos estos dramas humanos?
Hasta cierto punto Grossman introduce esta cuestión al final de la breve conversación que Nikolái Andréyevich e Iván Grigorievich tienen sobre la cuestión de la subscripción de la carta que exigía el castigo más severo para los
médicos judíos. A las palabras de Nikolái: “Amigo mío, amigo mío, no sólo para
vosotros, en los campos, la vida ha sido difícil; también lo ha sido para nosotros”,
Iván reaccionó: “¡Dios me libre! No te juzgo, ni a ti ni a nadie. ¿Qué clase de juez
sería yo?” (p. 64).
Entre el encuentro que Iván Grigórievich tiene con Vitali Antónovich Pineguin y la reflexión que este último hace acerca de la delación que había hecho,
Grossman insertó un largo capítulo sobre la actuación de los delatores en la
historia de la Unión Soviética, actuación de la que tantísimos seres humanos
han sido víctimas, de modo muy especial en el año 1937, llamado el año del
Gran Terror.
63
El capítulo comienza con estas palabras: “Quién es culpable, quién responderá por
ello… Hay que reflexionar, no hay que darse prisa en contestar” (p. 83).
Y Grossman presenta a cuatro delatores, a cuatro Judas, cada uno con su historia, sus antecedentes, sus denuncias. Y al final de cada relato da una advertencia:
“ Y aun así, esperemos todavía, no dictemos ninguna sentencia sin reflexionar”.
“Sí, sí, en este punto también hay que pararse a reflexionar. Qué terrible es condenar también a un hombre terrible”.
“Reflexionemos con calma, la sentencia llegará después”.
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“No nos precipitemos, reflexionemos seriamente sobre este delator”.
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La segunda parte de este capítulo nos lleva a la sala de un juzgado. Allá se
encuentran el acusador, los informadores y delatores, el defensor y el juez. El
acusador ataca, insiste en que los que se encuentran delante de él, son culpables: “¿Se reconocen culpables de la muerte de ciudadanos soviéticos inocentes?”.
Ellos se defienden:
No, lo negamos categóricamente. El Estado había condenado a esa gente de antemano. Nosotros construimos, por así decirlo, la fachada exterior. En realidad,
poco importaba lo que nosotros escribiéramos, si los imputábamos o los absolvíamos; aquellas personas estaban ya condenadas por el Estado (p. 94).
Es un diálogo de sordos, que termina con las siguientes palabras del defensor, palabras inquietantes, con las que Vasili Grossman, en su búsqueda de ser
sincero y justo consigo mismo y con los demás, apela también a nosotros, sus
lectores:
Sí, sí. Ellos no son culpables. Fuerzas de plomo, oscuras, los empujaron, millones
de toneladas pesaban sobre ellos. No hay inocentes entre los vivos, todos son culpables: tú, el acusado, tú, el fiscal, y yo, que estoy pensando en el acusado, en el fiscal
y en el juez (p. 101).
Llamativo es el hecho de que el acto en la sala del juzgado termina con el
alegato del defensor. No hay sentencia, el juez no aparece o se resiste a tomar
la palabra.
Esa culpabilidad ha de ver de alguna manera con la historia misma de Rusia,
una historia que se caracteriza grandemente por la ausencia de libertad, por la
esclavitud, por la sumisión a un poder supremo que aplasta. Sus reflexiones llevan a Grossman a pensar que en última instancia es el Estado, zarista o soviético, quien es el culpable extremo de la aniquilación del hombre, de la presencia
en la sociedad de delatores, de perseguidores, de policía secreta, de ejecutores
ciegos de órdenes, de torturadores y verdugos, por un lado, y de hombres y
mujeres acusados, encarcelados, expulsados, destruidos…
64
Revista número 25 • noviembre 2010
Lo que había dicho Grossman en una de las primeras páginas de su obra
acerca de la historia de Rusia, una historia de grandes logros, pero una historia
en que no se ha visto la libertad, lo explicita en una de las últimas páginas del
mismo libro. Donde “la historia de la humanidad es la historia de su libertad”, “el
desarrollo ruso ha revelado una extraña naturaleza: se ha confundido con el desarrollo de la falta de libertad” (p. 246).
El zar Pedro I el Grande (1682-1725) y la zarina Catalina II la Grande (17291796) promovieron y favorecieron grandemente el progreso en todos sus niveles, pero durante sus reinados “el abismo entre la libertad y la no libertad cada
vez se hacía más profundo” (p. 246)34. “Cada escalada hacia la luz ahondaba aún
más el negro foso de la esclavitud” (p. 248). Fue recién en la segunda mitad del
siglo XIX, bajo el reinado del zar Alexandr II (1818-1881), cuando se produjo
un cambio en esta situación: el 19 de febrero de 186135, día del aniversario de
su coronación, Alexandr promulgó el famoso decreto de la emancipación de la
servidumbre36. Cuarenta millones de siervos se convirtieron en hombres libres.
Para Grossman,
ese acontecimiento, como se demostró en el siglo siguiente, era más revolucionario
que el acontecimiento de la gran Revolución de Octubre. Ese acontecimiento sacudió los fundamentos milenarios de la vida rusa, fundamentos que ni Pedro ni
Lenin tocaron: la dependencia del progreso respecto de la esclavitud” (p. 248).
Esta novedad extraordinaria del siglo XIX tendría que haber desembocado en
la democracia, tal como, según el historiador Leonid Serguéyevich Madiárov
en Vida y destino, otro alter ego de Vasili Grossman, lo había concebido el
gran escritor Anton Chejov (1860-1904), considerado erróneamente cincuenta años después de su muerte, debido a “la estrechez de miras del Partido”, como
“portavoz de un fin de siècle” (p. 356).
Pero Chejov es el portador de la más grande bandera que haya sido enarbolada
en Rusia durante toda su historia: la verdadera, buena democracia rusa. Nuestro
humanismo ruso siempre ha sido cruel, intolerante, sectario. Desde Avvakum37
a Lenin nuestra concepción de la humanidad y la libertad ha sido siempre partidista y fanática. Siempre ha sacrificado sin piedad al individuo en aras de una
idea abstracta de humanidad. […] Chejov dijo: dejemos a un lado a Dios y las
así llamadas grandes ideas progresistas; comencemos por el hombre, seamos buenos y atentos para con el hombre, sea éste lo que sea: obispo, campesino, magnate
industrial, prisionero de Sajalín38, camarero de un restaurante; comencemos por
amar, respetar y compadecer al hombre: sin eso no funcionará nada. A eso se le
34 Al encontrarse en Leningrado, Iván Grigórievich observa también el monumento erigido en homenaje a Pedro el
Grande: “Le pareció que no hacía treinta años ni ciento treinta desde que Pushkin había llevado al héroe de su poema
a aquella plaza; el divino Pedro nunca había sido tan grande como hoy. No había en el mundo una fuerza más poderosa
que la que él había captado y expresado: la fuerza majestuosa de un Estado excelso. Ésta crecía, se levantaba, reinaba
sobre los campos, sobre las fábricas, sobre los escritorios de los poetas y los científicos, sobre las construcciones de los
canales y las presas, sobre las canteras, los aserraderos y los astilleros, capaz, en su potencia, de apoderarse también de la
vastedad de los espacios y de las arcanas profundidades del corazón del hombre que, fascinado, le entrega el don de la
libertad, el deseo mismo de libertad” (Grossman, 2010b:79-80). Grossman hace referencia al poema Poltava, por medio
del cual Alexandr Pushkin (1799-1837) quiso ensalzar la victoria que el zar consiguió sobre los suecos que buscaban
conquistar la Ucrania, en la batalla de Poltava, 27 de junio de 1709. El mismo Pushkin escribió, sin embargo, el poema
Oda a la libertad, en el cual criticó fuertemente la autocracia de los zares.
36 El mismo zar dijo, al justificar su decreto frente a los opositores: “La situación actual no puede permanecer, y es mejor
suprimir la servidumbre de arriba que esperar hasta que se suprima de abajo”.
37 Petrov Avvakum (1620-1682), arcipreste y líder de los creyentes que durante el gobierno del patriarca moscovita Nikon
(1652-1666) se opusieron a la reforma litúrgica que aquél había introducido. Avvakum murió en la hoguera.
38 Sajalín: una isla penitenciaria, con cárceles y campos de trabajos forzados, delante de la costa oriental de Siberia. En
1890 Anton Chejov hizo un viaje a esta isla para conocer la suerte y las circunstancias de vida de los detenidos allá (ver
Chejov, 2005).
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35 Según el calendario ruso, 3 de marzo según el calendario occidental.
65
llama democracia, la democracia que todavía no ha visto la luz en el
pueblo ruso (Grossman, 2007b: 356-357).
En vez de atender a lo que Chejov trabajó tanto en sus famosos
cuentos, se ha hecho el camino inverso. Desde la Revolución, con
todos sus sueños e ideales, hacia la aniquilación de los diferentes
partidos y la hegemonía total de un partido único, el partido bolchevique de Lenin y sus más fieles seguidores, y hacia la creación
de un Estado todopoderoso y omnipresente, concepto abstracto encarnado primero en la persona de Lenin y después, de una
manera más brutal aun, en Stalin39, y como resultado una nueva servidumbre, una nueva esclavitud, una nueva sumisión total,
con todas las consecuencias de víctimas y sufrimientos humanos:
hombres y mujeres destrozados, perseguidos, etc.
Pero éstos no están solos. En 1954, Vasili Grossman visitó en Moscú una exposición de objetos de arte de museos alemanes que habían sido llevados a
Rusia después de la ocupación de la parte oriental de la Alemania hitleriana, y
que iban a ser devueltos a aquellos museos. Entre estos objetos se encontraba
un cuadro del pintor italiano Rafael Sanzio (1483-1520), La Madona Sixtina40,
que los rusos habían robado de la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde y
llevado a Moscú41. El judío Grossman visitó esa exposición y se dejó impactar
grandemente por La Madona Sixtina.
Más tarde, caminando en la calle, estupefacto y desconcertado por el poder de estas
impresiones instantáneas, no traté de desenredar la mezcla de mis sentimientos
y de mis pensamientos. No comparaba esta turbación con los días de lágrimas y
de felicidad que a mis quince años había conocido al leer Guerra y Paz, ni con
lo que había experimentado al escuchar la música de Beethoven en los momentos
particularmente sombríos y difíciles de mi vida.
Entendí que la visión de esta mujer joven con su niño en los brazos me llevaba,
no a un libro o a una música, sino a Treblinka…42
66
Para Grossman, es esa Madona con su niño que “pisaba con sus pies desnudos y
ligeros esta tierra vacilante de Treblinka, caminando desde el lugar donde se descargaban los vagones hasta la cámara de gas”, la que en la primavera de 1945,
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39 Ver los capítulos 21 a 25 de Todo fluye. Para Stalin, ver en especial Sebaq (2004).
40 Rafael Sanzio creó la imagen entre 1513 y 1514, probablemente para el sepulcro del papa Julio II (1443-1513), Giuliano
della Rovere, cuya familia tenía como patrono a san Sixto, que fue papa de 115 a 125. De ahí el título del cuadro, que
fue entregado a los monjes benedictinos de Piacenza. En el año 1754 los benedictinos vendieron el cuadro al príncipe
elector de Sajonia Augusto III.
41 Sobre la Madona Sixtina en la literatura rusa, ver: Alda Gallerano, La Madonna Sistina en Russia, http://spazioinwind.
libero.it/gburrini/contributi/alda/sistina.html.
42 Grossman, en 1955, escribió un pequeño libro sobre esta experiencia, titulado precisamente La Madona Sixtina, del cual
se encuentra un extracto en internet: http://www.lekti-ecriture.com/contrefeux/La-chapelle-sixtine.html. Las citas de
este extracto han sido traducidas por nosotros del francés al castellano. El libro editado es Grossman (2002).
ha venido con nosotros, no como invitada, tampoco como extranjera de paso, sino
con los soldados y los chóferes, por los caminos hundidos por la guerra. Ella se ha
hecho parte de nuestra vida. Ella es nuestra contemporánea.
“Ella es contemporánea de la época de la colectividad”. “ Yo la he visto – dice Vasili
Grossman – en la estación de Konotop43, donde se acercó a un vagón del expreso,
bruñida por los sufrimientos. Levantó sus ojos espléndidos, y dijo, sin hablar, justamente con los labios: “Pan…”. – “La encontramos nuevamente en 1937: era ella que,
de pie en su habitación, apretó a su hijo en sus brazos por última vez, diciéndole adiós
y devorando su rostro con sus ojos”44. Y así, Grossman quiere hacernos entender
que entre nosotros está esa Madona. Termina esta enumeración de encuentros
de la Madona con la gente, diciendo:
Nosotros, los hombres, nosotros la hemos reconocido, nosotros hemos reconocido a su
hijo: ella, somos nosotros, su destino, somos nosotros. Ellos son lo que hay de humano
en el hombre. Y si el futuro conduce un día a la Madona a la China o al Sudán,
adonde sea, los hombres la reconocerán como nosotros la hemos reconocido hoy.
Surge espontáneamente la pregunta: ¿Qué es exactamente este humano?
En primer lugar: la libertad, de la que ya hemos hablado en este artículo y que
es un tema central tanto en Vida y destino como en Todo fluye.
En segundo lugar: la fuerza de la vida. Al reflexionar sobre la esencia de la
existencia humana y acerca de lo humano en el hombre, Grossman escribió un
pequeño ensayo, titulado Descanso eterno, en el que contrapone el ‘todo fluye’ a
lo que no cambia, a lo que queda siempre, a saber: lo humano en la fuerza de
la vida, el espíritu vital del hombre.
Siguiendo a von Clausewitz45, se podría decir que el cementerio es una continuación de la vida por otros medios. Los sepulcros expresan tanto los caracteres de los
individuos como el carácter de una época particular.
Por supuesto, hay muchos sepulcros tristes, sin carácter. Pero esto significa que hay
mucha gente triste, incolora.
67
Hay una gran diferencia entre los sepulcros de gente importante de años recientes
y sepulcros de mercaderes y consejeros privados de antes de la Revolución.
Pero no menos instructivo que esta diferencia es una semejanza: la clara semejanza entre los sepulcros sencillos y ordinarios del pasado y los sepulcros ordinarios
de nuestro siglo de cohetes y reactores nucleares.
44 Los pequeños hijos de mujeres detenidas fueron llevados a internados especiales.
45 Carl von Clausewitz (1780-1831), militar y filósofo prusiano.
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43 Una ciudad en el norte de Ucrania.
Universidad Católica Boliviana
¡Qué poder constante! Una cruz de madera, un montículo de tierra, una guirnalda de papel. Y si vas y observas los sepulcros de un cementerio ordinario de una
aldea, este poder constante resulta todavía más evidente.
“Todo fluye, todo cambia”, dijo el griego.
Pero esto no se hace evidente en los pequeños montículos con sus cruces grises. Si
todo cambia, se cambia de una manera apenas perceptible. Y esto no es simplemente una cuestión de la tenacidad de tradiciones funerarias. Lo que vemos aquí
es la tenacidad del espíritu vital, del mismo fondo de la vida.
¡Qué obstinación! Como en un cuento de hadas, todo ha cambiado. El nuevo
orden –electricidad, la aplicación de fuerza química y fuerza nuclear– ha traído
numerosos cambios y escuchamos de estos cambios todos los días.
Pero esta pequeña cruz gris, tan similar a la cruz gris puesta allá hace ciento
cincuenta años, parece simbolizar la futilidad de las grandes revoluciones, de los
grandes cambios científicos y técnicos que han probado ser incapaces de cambiar
los aspectos más profundos de la vida. Cuanto más inmutables son las profundidades de la vida, tanto más abruptos son los cambios a la superficie del océano.
Tormentos vienen y van, pero las profundidades del océano permanecen46.
Y en tercer lugar: la bondad.
Todo el capítulo 16 de la primera parte de Vida y destino está dedicado a una
reflexión atribuida a Ikónnikov, un antiguo tolstoísta que se encuentra detenido en un campamento de concentración alemán. Esta reflexión gira alrededor
del tema del bien y del mal. Según Ikónnikov, a quien también podemos considerar como un alter ego de Vasili Grossman, el bien universal o general se ha
fragmentado en bienes particulares, el bien de una iglesia, una secta, un país,
un partido, etc., y esto implica que los que se identifican con tal bien particular
tratan de eliminar o marginar a los que no comparten este bien. Sin embargo,
este bien universal se concreta también en la bondad, que es precisamente lo
esencial de lo humano en el hombre.
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Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la
bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que
oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que,
poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos,
con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres.
Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos,
pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad
de los hombres al margen del bien religioso y social.
46 “Eternal rest”, en Grossman (2010a). El texto está también en Grossman (2002).
Pero si nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que bondad sin sentido,
particular, casual, es eterna.
En estos tiempos terribles en que la locura reina en nombre de la gloria de los Estados, las naciones y el bien universal, en esta época en que los hombres ya no parecen
hombres y sólo se agitan como las ramas en los árboles, como piedras que arrastran
a otras piedras en una avalancha que llena los barrancos y las fosas, en esta época
de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida en la vida como
una partícula de radio, no ha desaparecido (Grossman, 2007b: 517-518).
El daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la
clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están
dotados de ella.
Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le
define, el logro más alto que puede alcanzar su alma (Grossman, 2007b:519)47.
En la persona de Iván Grigórievich, Vasili Grossman ha querido presentarnos
un hombre que, a pesar de todas las fluctuaciones de su trágica vida, en el
fondo de su corazón, silenciosamente, ha conservado la cordura, la libertad, el
espíritu vital y la bondad, estas virtudes constantes que marcan precisamente
lo humano en el hombre y son capaces de enfrentarse con todo lo que fluye
en nuestra realidad. Por eso quiso terminar la composición de su obra Todo
fluye con estas palabras sobre el protagonista de su obra, cuyo último sueño fue
retornar a la casa de sus padres:
Vio los matorrales, los lúpulos. Ni casa, no pozo: sólo algunas piedras blancas,
dispersas en medio de la hierba polvorienta, quemada por el sol.
Permaneció allí, de pie: canoso, encorvado y aun así el mismo de antes, inalterable
(Grossman, 2010b: 286).
4. Epílogo
69
Ya en los años ’80 y ’90 del siglo pasado se llegó a conocer a Vasili Grossman
y sus libros comenzaron a impresionar a sus lectores. Sin embargo, fue en especial durante esta primera década del siglo XXI que se descubrió la enorme
envergadura de la obra de este autor ucraniano, tanto en su dimensión literaria
como en su dimensión humana.
+ El 2 de diciembre de 2005 tuvo lugar en la universidad de Eichstätt-Ingolstadt una conferencia internacional e interdisciplinar, organizada por el
Instituto Central para Estudios de Europa Central y Europa Oriental, y el
47 Para el tema de la bondad en Grossman, ver Rossi (2006:13-38).
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En el centenario de su nacimiento se realizaron dos grandes simposios, uno en
Eichstätt, Alemania, y el otro en Turín, Italia.
Instituto Hanna Ahrendt, con el tema: ¿Enemigos emparentados? El estalinismo y el nacionalsocialismo reflejados en la novela Vida y destino de Vasily
Grossman48.
En 2005 también se defendió una tesis doctoral en Duke University, Durham
NC, Estados Unidos, sobre Grossman: Anna Lind-Guzik, Vasily Grossman:
Testing the waters of soviet literary politics and propaganda.
Los días 12 y 13 de enero de 2006 se realizó en Turín un simposio internacional,
organizado por el Centro Cultural Pier Giorgio Frassati, con la colaboración de
la Fundación de Arte, Historia y Cultura Hebraicas de Casale Monferrato y la
Fundación Rusia Cristiana, con el título: Vita e destino. Il romanzo della libertà
e la battaglia di Stalingrado49. Resultado de este simposio fue
también la creación del Centro Studi Vita e Destino: www.
grossmanweb.eu. Un segundo simposio tuvo lugar en Turín
del 19 al 21 de febrero de 2009, con el título: Vasilij Grossman
tra ideologie e domande eterne.
En relación con la celebración del centenario del nacimiento
de Vasili Grossman se organizó en Turín también una exposición sobre Grossman y su gran obra Vida y destino. Esta exposición, que se presentó en Turín en diciembre de 2005 y enero
de 2006, se presentó también en otras ciudades de Europa, en
Jerusalén (2008), Buenos Aires (2009) y Nueva York (2010).
Del 4 al 7 de febrero de 2007 se presentó en La Maison de la
Culture de Bobigny, Francia, una adaptación teatral de Vida
y destino, escrita por el siberiano Lev Dodine y actuada por
estudiantes de la Academia Teatral de San Petersburgo. Y los
días 28 y 29 de enero de 2009 se estrenó en Turín una representación teatral de La Madre, una adaptación de la carta que
escribió la madre de Viktor Pávlovich Shtrum a su hijo.
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Para terminar, el 6 de mayo de este año 2010 el periódico The Guardian de
Londres publicó una entrevista que el periodista Luke Harding tuvo en Moscú
con la hija de Vasili Grossman, Ekaterina Korotkova Grossman. Ella relató
que en 1941 pudo escapar con su madre de la ciudad de Kiev, la capital de
Ucrania, y establecerse en Tashkent. En 1955 se estableció en Moscú, donde
por fin pudo conocer de cerca a su padre. En la entrevista la ahora octogenaria
Ekaterina dio el siguiente sencillo testimonio de su padre:
Mucha gente perdió su fe en los seres humanos. Él nunca lo hizo. Si se lo compara
con los que hoy en día interpretan los acontecimientos, él era un idealista. Creía
que aún en la persona más terrible se puede encontrar algo bueno.
48 Las ponencias fueron publicadas en Forum für osteuropäische Ideen- und Zeitgeschichte, 10 (2), 2006.
49 Las ponencias de este simposio fueron publicadas en Maddalena y Tosco (2007).
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12. Grossman, Vassili. 2002. La Madonne Sixtine. Paris: Interferences Eds.
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71
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23. Shentalinski, Vitali. 2006. Denuncia contra Sócrates. Nuevos descubrimientos en los archivos literarios del
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Revista número 25 • noviembre 2010
22. Sebaq Montefiore, Simon. 2004. La corte del zar rojo. Barcelona: Crítica.
Witold Gombrowicz
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
73 - 89
Las insistencias del sentido.
Un acercamiento a Cosmos,
de Witold Gombrowicz
Persistence of the sense:
an approximation to Witold
Gombrowicz, Cosmos
Alan Castro Riveros*
Resumen:
*
Universidad Católica Boliviana "San Pablo".
[email protected]
73
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A partir del diálogo directo que Cosmos entabla con la estructura y recursos de la
novela policial, esta lectura crítica insiste en una similitud y una diferencia. La
semejanza tratada es el intento de organizar un caos, la diferencia es la forma
de hacerlo. Mientras el relato de enigma organiza sus “pruebas” para reconstituir el puzzle. Cosmos enumera “pruebas” truculentamente insignificantes que
no tratan de resolver el misterio, sino de indagar sobre aquello que en su imagen
incomprensible inquieta, hechiza y reproduce. Concentrándose en una serie de
colgamientos que se suceden en la novela, y tomando en cuenta que Gombrowicz
llamaba a Cosmos “una novela sobre la formación de la realidad”, este trabajo
inquiere en torno a la producción del sentido inquiere en torno a la producción del
sentido en relación al acto de la creación literaria, a la concepción de la realidad
como acontecimiento y a la potencia generadora de detalles aparentemente insignificantes donde la huella el trabajo humano olvidado en la cosa persiste para
hacer de la narración un río imparable.
Universidad Católica Boliviana
Palabras clave: literatura polaca, literatura argentina, Witold Gombrowicz,
producción de sentido, novela policial.
Abstract:
Considering the direct dialogue Cosmos brings about with the structure and resources of the detective genre, this paper insist on a similarity and a difference
The similarity dealt with is the intent of organizing a chaos, while the difference
is how to do it. As the enigma story settles “proofs” in order to solve a puzzle,
Cosmos lists “proofs” that are quarrelsome insignificant, not intended to solve
mystery but, to explore that which, having a non comprehensible image, perturbs,
enchants and reproduces. Focusing in a series of hangings occurring in the novel,
and acknowledging Gombrowicz used to refer to Cosmos as “a shaping of reality
novel”, this paper inquires on the production of sense related to the act of literary
creation, on the conception of reality, the conception of reality as an event, and
on the power generating details apparently non significant carrying the trace of
human work forgotten on the thing persisting and making the narration a non
retainable river.
Keywords: Polish literature, Argentinian literature, Witold Gombrowicz,
production of sense, detective novel.
____________________
Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.
Witold Gombrowicz, Diario
1. Cosmos
Las palabras no tenían sentido más que porque el sentido, al introducir la
sospecha, al filtrarse (...) de un lugar sin origen, no cesaba, al tiempo que parecía
darles vida, de romper en pedazos, de mortificar las palabras.
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Maurice Blanchot
El polaco Gombrowicz (1904-1969)
gustaba llamar a Cosmos (1967) “una
novela sobre la formación de la realidad”, o referirse a ella como a una
investigación sobre “los orígenes de
la realidad”. Dentro de su bibliografía, que incluye sus anteriores novelas, Ferdydurke (1937), Transatlántico
(1953) y Pornografía (1960), Cosmos
retoma –desde una perspectiva que
alumbra con particular claridad el
trajín del acto de narrar (la puesta en
marcha de una realidad)– su obsesión
por lo Imperfecto, lo fatalmente Inacabado; poniendo además en evidencia un dispositivo estilístico que
complementa y abre nuestro acercamiento a su escritura: lo Improbable:
la imposibilidad de comprobar la realidad de un hecho que descarte, sin
dar lugar a dudas, cualquier otra probabilidad de haber sucedido de diferente forma. Sus lazos paródicos con
la estructura y recursos de la novela
policial hacen que esta Improbabilidad resalte. No se puede resolver un
misterio sin pruebas (demostraciones
irrecusables de una verdad) que configuren las huellas de regreso al origen enigmático de un hecho anormal,
pero central –por su marginalidad,
paradójicamente–, que, al descubrir
con su brutal aparición el acostumbrado caos a su alrededor, necesita ser
metódicamente reconstruido en el
ordenamiento y tejido de los hechos
aislados que lo circundan.
En Cosmos, en cambio, la Improbabilidad de los hechos no frena el
sentido de la narración (su racional
Para profundizar en lo ya expuesto
es necesario presentar a grosso modo
la trama de Cosmos, la última y, según
muchos, más ambiciosa novela de
Witold Gombrowicz.
Todo comienza cuando, en medio del
bosque, en una rama, Witold y Fuks
descubren un gorrión ahorcado, colgado de un alambre. “Algo absurdo.
Un pájaro ahorcado. Un gorrión ahorcado. Era algo que proclamaba a gritos
su excentricidad” (Gombrowicz, 2002:
13) Poco después los dos amigos llegan a un alojamiento donde vive una
familia. La mujer que abre la puerta,
Katasia, tiene una malformación en la
boca, producto de un accidente. Esa
boca se convierte en otro elemento que intriga a Witold, el narrador,
que al conocer a Lena, una joven
linda, hija de León y Bolita (dueños
de casa) no sólo relaciona esa nueva
boca “normal” con la de Katasia, sino
que siente el contagio de una mons-
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Las pruebas son, por tanto, señalamientos absolutos del camino a seguir en la resolución de eso innombrable; y la narración avanza mientras
ellas se entrelazan para indicar entre
todas el sentido que hace del crimen
un hecho inteligible, lógicamente expuesto como una maquinaria detallada y, a todas luces, comprensible. La
falta de pruebas crearía, en una novela
policial común, una indeterminación
en la cual cualquier explicación del
misterio es posible (y creíble, según
la manera de exponerla), pero jamás
definitiva; el crimen, ramificado en
sus asomos, sería irresoluble: nublado
por la proliferación de sospechas que
señalan, cada cual por su lado, la verdad de los hechos, resultaría ser –sobre todo para el detective– apenas un
motivo terrible para zambullirse en
un bullicioso e insensible desorden.
hilado); un sentido que si bien ha revelado su arbitrariedad (azarosa y oscura) no deja de ser imperiosa y, por
tanto, fatalmente irreemplazable. En
la novela de Gombrowicz cualquier
fragmento de la realidad (que resalta
generalmente por su truculenta insignificancia) es un indicio imposible
de dejar pasar si obsesiona inexplicablemente al narrador. Es así que cualquier nimiedad empieza a cobrar una
importancia desmesurada, y expande
sus tentáculos en una trama que se
hizo tal por un hecho marginal que,
apareciendo apenas como la alteración nerviosa de un latido, crece, rítmicamente, con insospechada omnipotencia.
Universidad Católica Boliviana
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truosidad al haber sido llevado de la
primera boca a la segunda.
Esa incógnita íntima de Witold (una
historia subjetiva conservada en secreto) comienza a unirse al misterio
más público, el del gorrión colgado,
que poco a poco se convierte en motivo de conversación en la mesa del
alojamiento, pues resulta que antes de
la llegada de los viajeros habían encontrado un pollo ahorcado al lado
del camino. Se suceden, entonces, un
torbellino de asociaciones que tratan
de crear una lógica en un mundo de
cosas que reclaman su lugar en la narración. De tal manera una raya en el
techo, un palito colgado, un palo inclinado, un alfiler clavado, una foto,
las grietas de la pared, las manos de
Lena y su esposo Ludwik, las manías
de León, las peroratas de Bolita, las
acciones de Fuks, un sapo en una caja,
un gato colgado, un viaje con desconocidos, “terrones, red, alambre, cama,
piedrecillas, mondadientes, pollo, eczemas, bahías, islas, agujas, y así por el
estilo, sin parar, hasta el aburrimiento,
hasta el hastío” (Gombrowicz, 2002:
87); cualquier detalle, cualquier imagen, cobra una importancia inusitada,
una resonancia in crescendo, cada vez
más exasperante en
el avance narrativo.
Nuestra lectura conjuga interiormente los
hechos aislados. Sabemos de primera mano
la historia de uno de
los colgamientos. En
medio del caos nos
placen todas las cosas
que empiezan a car-
garse de un sentido poderosamente
intuitivo. Y, naturalmente, la investigación del colgamiento del gorrión
y la extraña relación de las bocas se
desplaza. Importa más su relación
con la Totalidad, la posibilidad abierta en la intimidad del narrador, su investigación privada, la insistencia de
un sentido inaprensible que todo lo
abre y mortifica.
Uno de los comentarios más fecundos
sobre la novela de Gombrowicz es el
de Gilles Deleuze. En su curso del 17
de marzo de 1987 en Vincennes, en
el cual quiere aclarar la filosofía de
Leibniz a través de su cotejo con las
nociones sobre “acontecimiento” del
matemático y filósofo inglés Albert
North Whitehead, Deleuze afirma
que la aseveración capital de la filosofía de Leibniz es: No hay objeto, no hay
sujeto, todo es acontecimiento. A partir
de un cuarteto de cuestiones que ubica en la obra de Whitehead, Deleuze
señala el devenir del problema de la
filosofía: el de la formación de la novedad. Si decíamos que Gombrowicz
llamaba a Cosmos “una novela sobre la
formación de la realidad”, no debemos
dejar de escuchar ese eco repercutiendo en las observaciones de Deleuze
en torno a esta novela
en particular. Esta resonancia estaría señalando –más allá de un
enlace entre realidad y
novedad– que la realidad es una maquinaria
de donde emergen sin
césar acontecimientos permanentemente
nuevos.
Para explicar el concepto de “acontecimiento”, Deleuze describe cuatro
momentos que Whitehead distingue
en su libro El concepto de naturaleza
(1920), donde se refiere al “acontecimiento” como “ocasión actual”. Resumiremos estos cuatro puntos de la
siguiente manera: A) Primera instancia: el acontecimiento parte del caos,
del caos-cosmos, como pura diversidad disyuntiva. B) Segunda instancia:
aparece una criba para instaurar un
proceso de clasificación y selección
que funciona como campo electromagnético. C) Tercera instancia: la
criba ejerce acción sobre la diversidad
disyuntiva, para organizar el caos en
series infinitas (vibraciones) que entran en relaciones de todo y de partes.
D) Cuarta instancia: las vibraciones
hacen notar sus características internas, un flamante caos que ordenar, de
donde nuevamente se forman series
que no son del mismo tipo que las
precedentes.
Digamos, en pocas palabras, que cada
elemento de las series organizadas a
partir del caos es a su vez un microcaos, una semilla que dentro del orden
lleva ya la potencia del caos, la memoria de su origen. Resultaría forzado
decir que el sentido de Cosmos, aquél
que insiste en enlazar sus extravagantes pruebas (improbables) para dar
unidad a la narración, está en una de
las estancias clasificadas por Deleuze para hablar del “acontecimiento”.
El sentido no es un acontecimiento;
es lo que traspasa sus estancias: su
movimiento. El acontecimiento es la
prueba, lo evidente, cada una de las
estancias por donde pasa el sentido:
caos, criba, series, caos derivado. El
sentido es la constante que se abre
paso desde un origen indiferenciado
a otro caos en potencia. Su vitalidad es ésa: la regeneración incólume
de su origen caósmico, el recuerdo de
una rasgadura que no sólo hizo visible el caos, sino que impulsó su ordenamiento. Si la manera de formar
una realidad es insistiendo en su origen crítico, en esa consciencia de un
desorden intimidante que exige ser
comprendido, ¿qué clase de fuerza ordenancista sería aquella que organiza
series de elementos incomprensibles?
¿Cómo reverbera el caos potencial en
lo insignificante?
En el género policial el crimen es lo
incomprensible que debe hacerse lógico a medida que avanza la narra-
77
Revista número 25 • noviembre 2010
Sólo hay una manera de salir del caos,
haciendo series. La serie es la primera palabra después del caos, es el
primer balbuceo. Gombrowicz hizo
una novela muy interesante que se
llama Cosmos, en la cual él se lanza,
como novelista, en la misma tentativa. Cosmos es el desorden puro, es el
caos. ¿Cómo salir del caos? (…) Entonces vean la novela de Gombrowicz, es muy bella. Se organizan las series a partir del caos; sobre todo hay
dos series insólitas que se organizan.
Una serie de animales ahorcados, el
gorrión ahorcado, el pollo ahorcado.
Es la serie de los ahorcamientos. Y
después una serie de bocas, una serie
de bocas, una serie de pollos. Cómo
interfieren la una con la otra, y cómo
poco a poco trazan un orden en el
caos (Los cursos de Gilles Deleuze
www.webdeleuze.com).
Universidad Católica Boliviana
ción, el hilado de pruebas siempre
significativas. En Cosmos, en cambio,
las pruebas no son indicios para la
reconstrucción de una realidad, sino
reflejos formales del primer enigma:
nuevos “crímenes” (el gorrión colgado,
por ejemplo, inicia la serie analógica
de los colgados.) La novela de Gombrowicz adquiere su legibilidad por la
proliferación serial de estos disparatados “crímenes” que, si bien señalan
el misterio original (por ser su eco
renovador), no lo hacen para explicarlo, sino para restaurar su poder
hechizante.
Gombrowicz, refiriéndose a Cosmos,
escribió en su Diario, en 1963 (cuatro
años antes de su publicación):
¿Será que la realidad es, en esencia,
obsesiva? Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos
haya habido una asociación gratuita
y repetida que fijara una dirección
dentro del caos, instaurando un orden (Gombrowicz, 2005)
Siendo las pruebas las evidencias
en una investigación, las flechas que
apuntan a una resolución (ése es el
asesino, ése es el lugar, esos los motivos), ellas indican un destino, una conclusión hacia la que se apuntaba desde
un comienzo. Por tanto, no importaría tanto la flecha sino el lugar hacia
donde apunta, el blanco escogido (generalmente a priori) para fungir como
concreción formal de un misterio que
trata de fijar con luminosa especificidad, enmarcándolo hasta ocultar una
flecha sombría, una fisura negra, que
seguramente –haciendo de ese destino
un lugar insuficiente donde descansar
los ojos– señalaría nuevamente, caprichosamente, un secreto que mutilaría
su perfección. En Cosmos no interesa
la llegada al destino, sino la residencia
movilizadora en el habitáculo oscuro
del sentido (cabal anagrama de destino), desde donde la última palabra se
desordena e insiste en su incompletitud. Lo Improbable es la trampa que
se esconde en todo argumento, el reflejo del caos en las infinitas insignificancias que, amenazando con hacer
perder el sentido, lo señalan.
2. Detrás del espacio
78
Una aparición de nada, una aparición mínima: algunos indicios de una desaparición. Nada que ver, para creer en todo.
Revista número 25 • noviembre 2010
Georges Didi-Huberman
El hallazgo de lo inexplicable (del gorrión colgado, en pleno descanso de
una caminata por el sofocante bosque) en Cosmos es el reconocimiento
del pasado en el espacio, la conciencia
de un paso humano anterior; pero su
revelación no hace más que apuntar
lo enigmático del acto que la originó.
Despojada de razón, la imagen del
gorrión colgado deja surgir su inutilidad estrambótica en quien la mira.
El caos que desata la aventura del
conocimiento, emerge
avasalladoramente de
ese elemento aislado
que lleva en sí la memoria del origen caósmico, para teñir todo el
bosque con su incongruencia. No se trata,
por tanto, de una indignación moral ante
lo criminal, sino de la
curiosidad ante la lógica que materializó
tal incoherencia. El futuro será desde entonces la reconstrucción, paso a
paso, de un pasado innombrable. Ese
gorrión excede la normalidad supuesta del bosque donde ha sido colgado.
Por un lado, está lo que veo de la tumba, es decir, la evidencia de un volumen,
en general una masa de piedra, más o
menos geométrica (...): una masa de
piedra trabajada (...) Por el otro, está
(...) lo que me mira: y lo que me mira
en una situación tal ya no tiene nada
de evidente (évident), puesto que, al
contrario, se trata de una especie de vaciamiento (évidement). Un vaciamien-
79
Revista número 25 • noviembre 2010
El bosque nos interesa como espacio
imaginario aparentemente conocido,
como eso que los biólogos llamarían
un ecosistema (una comunidad, artificiosamente cerrada en cierto ambiente físico, de relaciones vitales:
un organismo, una organización ya
hecha). Sabemos que la intrusión de
cualquier organismo ajeno en un ecosistema supone su crisis, en muchos
casos devastadora. El gorrión colgado
es un intruso en el bosque; muerto
no daría mucho de qué hablar, pero
¿colgado en un alambre? Hay algo en
esa imagen que desbarata todo el bosque; su presencia está fuera de lugar y
parece, además, señalar otro lugar. Su
intromisión tiñe al bosque de extrañeza: lugares ocultos, travesuras perversas de las que no hay testigos; te
hace mirar alrededor, como si señalara
su explicación en los intersticios de las
formas conocidas e incitara a husmear
en lugares menos iluminados.
El bosque alrededor
es el mismo, pero ha
perdido su organicidad,
por obra del elemento
que, manteniéndose al
margen de ese territorio físico de interrelaciones, pero dentro de
él, excede la conciencia apriorística de su
funcionamiento. Pero
el cadáver colgado del
gorrión no sólo hace
desaparecer el centro imaginario
(siempre inconsciente, nunca nombrado) que sostenía la familiaridad
del bosque, sino que se convierte en el
centro que lo vacía de maquinaria interior, de sostén cosmogónico. De ahí
la necesidad de querer ver detrás de
los arbustos y de las sombras: nos espanta la posibilidad de que el espacio
esté sustentado por un abismo, colgado inexplicablemente en un presente
sin antecedentes. Es lo que el francés
Georges Didi-Huberman, en Lo que
vemos, lo que nos mira, llama “el sentido
ineluctable de la pérdida” (1997), partiendo de la visión humana frente a
una tumba, y jugando con el parecido
entre la palabra francesa que nombra
lo evidente y el vaciamiento.
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Revista número 25 • noviembre 2010
80
to que ya no concierne en absoluto al
mundo del artefacto o el simulacro,
un vaciamiento que allí, ante mí, toca
lo inevitable por excelencia: a saber, el
destino del cuerpo semejante al mío,
vaciado de su vida, de su palabra, de
sus movimientos, vaciado de su poder
de alzar sus ojos hacia mí. Y que sin
embargo en un sentido me mira –el
sentido ineluctable de la pérdida aquí
en obra (Didi-Huberman, 1997:19).
La evidencia-vacío de la que habla
Didi-Huberman podría compararse
en muchos sentidos a la presencia del
cadáver leída por Maurice Blanchot:
ahí donde el cuerpo presente hace
evidente su ausencia, y revela su lugar como no-lugar. Las evidencias,
policialmente hablando, son objetos
concretos, guardados cuidadosamente para no borrar de su materia las
huellas de un pasado revelador; son
piezas tomadas del espacio que, en
conjunción, arman un plano general.
Las cosas alrededor de un escenario
criminal apuntan a recapitular la materialización del cadáver allí donde
fue hallado; y, por tanto, hacen del
espacio un asunto primordial: el lugar
de los hechos se carga de un sentido
que siempre apunta a la resolución
del enigma. En tal caso las evidencias
se cargan de sentido en cuanto todas
señalan (aunque sea de reojo) al cadáver, y tratan de llenar el vacío que ha
producido.
En el caso de Cosmos, el cuerpo del
delito es el que apunta a todas partes, prolongando su vacío; como si
no pudiera dejar de señalar y contornear el hueco detrás de toda pieza de
puzzle: esa ausencia que incompleta,
que hace evidente su presencia en
otro lugar justamente por su notable
falta en este lugar: un tiempo anterior
donde estaba, un futuro donde estará.
Se trata de una ausencia que ha empezado a habitar en quien la evidenció –y cuya sola presencia en sus ojos
se expande con incontrolable fuerza–,
porque el testigo ya no está presenciando el espacio superficial al querer
ver aquello que lo sustenta, sino que
es trasladado imaginariamente a ese
otro espacio (todos los escenarios posibles) señalado por algo que notoriamente está fuera de lugar, pero está,
preponderantemente, en ese lugar.
Por otra parte el gorrión colgado es
una forma concreta que concentra y
hace surgir ciertas escenas del pasado de Witold y se proyecta, a su vez,
como irresolución; una imagen epifánica donde todas las formas que dan
vueltas por la cabeza del narrador se
han reflejado en el espacio, reclamando la disipación de su extrañeza más
allá/más aquí del bosque.
¿Quién había sido el ahorcador? ¿Y
para qué? ¿Cuál podía ser la causa?,
pensaba yo confusamente en medio
de aquella vegetación que se excedía
en miles de combinaciones; por otra
parte estaba el fatigoso viaje en tren,
la noche llena de ruidos ferroviarios,
el sueño, el aire, el sol, la marcha con
Fuks, mi madre, Jasia, el conflicto provocado por aquella carta, mi
frialdad hacia Roman, mi padre,
incluso los problemas de Fuks con el
director de su oficina (problemas de
los que me había hablado), las huellas dejadas por las ruedas, los terrones, los zapatos, pantalones, piedras,
hojas, todo se concentraba de golpe en
ese gorrión, como una muchedumbre
arrodillada. Y él reinaba en su total
excentricidad... Reinaba en aquel sitio (Gombrowicz, 2002: 13).
Como vemos en este fragmento del
capítulo Primero, la pregunta por el
ahorcador se esfuma rápidamente, y
la confusión del hecho lleva a Witold
a pensar en el pasado y en el espacio
que circunda el reinado el gorrión. En
este sentido, recuerda a esa palabra
–desgastada de tanto uso, pero relampagueante en sus resurrecciones– que
Walter Benjamin nos regaló: el aura,
esa trama singular de espacio y tiempo.
Aparte de la conjunción de lejanía y
cercanía, que suele ser la veta más tratada al hablar de aura, nos interesa una
aclaración que Benjamin comparte
con T. W. Adorno en su correspondencia, donde se refiere al aura como
huella del trabajo humano olvidado en
la cosa (Benjamin, 1987:). Y ése pájaro ahorcado “señalaba acusadoramente
una mano humana que había penetrado en la maleza... ¿la mano de quién?”
(Gombrowicz, 2002: 13).
Tratemos de responder a la cuestión
planteada. El hecho de un gorrión
colgado, a diferencia de la mayoría de
las cosas encontradas en un bosque,
señala la intervención humana y, por
tanto, supone una acción consciente
cuya razón de ser no se limita al modus operandi del colgamiento, sino al
tramado de palabras que han hecho
posible tal acción. A diferencia de
cualquier otro objeto, ente o cuadro
en el bosque, esta imagen no tiene
antecedentes; de ahí que haga buscar,
en quien la mira, dentro de su propio pasado. El gorrión pasa a ser una
evidencia más íntima, una especie
de clave detonante que demanda la
articulación de imágenes subjetivas,
fragmentos para ordenar un espacio
interior. Como si al vaciar el plano
espacial, en la indagación de algo, no
solamente en las sombras y fisuras del
bosque, sino en la memoria personal,
descubriera que ese abismo atisbado detrás de la imagen está también
detrás de los ojos, endurecido en el
tuétano de los huesos. Se trata de un
vacío lo suficientemente poderoso
como para tomar el cuerpo de quien
lo mira, e insertar así una oscura interioridad en las cosas; interioridad que,
al ser sentida en el cuerpo del mismo
narrador (lo que ve y lo que mira a
través de él), prolonga subterráneamente su subjetividad en el espacio.
En consecuencia, el espacio criminal
está detrás de quien lo ha interiorizado con la mirada; y su ordenamiento
corresponde a la organicidad corpo-
81
Revista número 25 • noviembre 2010
Pero además “se entiende por aura de
un objeto ofrecido a la intuición del
conjunto de las imágenes que, surgidas
de la mémoire involontaire, tienden
a agruparse en torno a él” (Benjamin,
1993:196). La pregunta que nos hacemos, al recordar particularmente
estas menciones al aura es: ¿cómo la
huella de un trabajo humano olvidado
agrupa imágenes en torno a sí, persistiendo además en el espacio como
la evidencia de esa pérdida, el olvido
de la acción forjadora, el micro-caos
en expansión? (de ahí que la novela
no pueda evitar presentarse como una
investigación sobre “los orígenes de la
realidad”).
Universidad Católica Boliviana
Revista número 25 • noviembre 2010
82
ral del narrador, a esa historia biológica
con la que Roland Barthes denominaba el estilo de una escritura.
Sin embargo, si habíamos dicho, volviendo a la filosofía de Leibniz, que
el acontecimiento anula al sujeto y
al objeto, ¿cómo es posible esta subjetividad objetivada en el espacio? El
acontecimiento, por ser una fulguración flamante de lo Real, del espanto primordial, imposibilita cualquier
asimilación simbólica (objetiva) de lo
visto, pues el terror nace precisamente
de esa realidad innombrable que no
puede ser ordenada (simbolizada); y
siendo el acontecimiento un hecho
irracional, no tiene ningún sujeto
que lo ejecute, nadie opera sobre el
acontecimiento, nadie lo hace ser: la
dimensión humana, como conciencia
creadora, es incorpórea, desaparecida. Matizando la pregunta, diríamos,
¿qué clase de huella del trabajo humano olvidado en la cosa produce esta
evidencia del sin-sentido? Y aun más
allá: ¿por qué esa evidencia, para simbolizarse, actúa como criba que organiza series de imágenes tomadas de la
historia personal del narrador? ¿Será
ese reflejo en el interior el primer balbuceo después del caos, la necesidad de
retroceder a los antecedentes más íntimos a manera de indagar sobre el
origen propio?
El escritor argentino Ricardo Piglia,
en un artículo sobre Gombrowicz titulado La lengua de los desposeídos, en
el cual indaga brevemente sobre el
desdén del escritor polaco por la lengua “culta”, se refiere a su estilo de la
siguiente manera: “Gombrowicz está
siempre cerca de la afasia. Mejor sería
decir, Gombrowicz trabaja sobre la afasia como condición del estilo. El afásico es un infante crónico” (Piglia, 2008.
Siendo la afasia un trastorno del
lenguaje a nivel de la expresión, esa
dificultad para pronunciar las palabras, un estilo afásico sería justamente
ese balbuceo que emerge del caos, del
bullicio en lo simbólico, allí donde las
palabras también están confundidas
y nunca parecen cargar con la exactitud necesaria para ser pronunciadas
sin rodeos. Si la condición del estilo de
Gombrowicz es la imposibilidad de
enunciar cabalmente la realidad, es
porque la realidad a la que se refiere
Gombrowicz es de una cotidianidad
notablemente intrascendente, cuyo
sentido se escapa porque la huella de
lo humano en las pruebas escogidas
exhibe su estrafalaria inutilidad. La
objetividad se diluye en la escandalosa insignificancia de la criba que
determina el ordenamiento cósmico; mientras la subjetividad (la interpretación de los hechos) se pierde
por la insuficiencia del lenguaje para
explicar las nimiedades que están al
margen de los “grandes hechos y las
grandes acciones” que suelen utilizarse para resolver los mayores enigmas
de la humanidad.
3.
La formación de realidad
La escritura: una flecha que apunta al vacío –lo anacrónico del futuro- pasado– y que cae siempre demasiado pronto, en la excesiva totalidad de un pasado
agobiante, de un futuro sin porvenir o, incluso, lo cual es peor, en la plenitud de
un presente que se transforma todo en escrito repleto de recursos y de vida.
Maurice Blanchot
Cabalmente. Ante el sopor de la caminata entre la maleza, cuyos poderes alborotadores se potenciaron con
la visión del gorrión colgado, Fuks y
Witold buscan un lugar donde alojarse. No está por demás decir que
la multitud excesiva de imágenes y
bagatelas que muestran la huella del
trabajo del hombre en sí mismas, ya
dentro del alojamiento –todas exhibiendo ese olvido a causa del imparable vaciamiento que mira a través del
narrador– es agobiante. Razón por
la cual no vamos a detenernos en la
infinitud de sus relaciones, sino sólo
en dos colgamientos posteriores y sus
murmuraciones. Nos detendremos en
estas dos escenas porque son nudos
donde se hace notoria la transformación movediza (formal) del sentido y
su incólume insistencia (en la perennidad de la forma).
3.1. La línea del sentido
Fuks volvió a hablar
(...) Propuso que investigáramos si
la flecha señalaba algo; dijo que no
perderíamos nada con averiguarlo;
si nos convencíamos de que no señalaba nada, por lo menos estaríamos
tranquilos, sabríamos que no era una
flecha especialmente trazada por alguien, sino sólo una ilusión (...) De
pronto accedí e incluso me levanté
inmediatamente de la cama, pues la
idea de avanzar por una línea determinada, la idea de un movimiento penetrante, decidido, me pareció
mucho más agradable que un vaso
de agua helada (...) no obstante, [tenía] en sí cierta dosis de imbecilidad
(Gombrowicz, 2002: 42-43).
Una línea, que puede o no ser una
flecha, señala caprichosamente el
sentido que nos llevará al segundo
colgamiento. Fuks y Witold siguen
la línea. Los lleva más allá de la casa,
al jardín, pues era claro que no señalaba algo dentro del cuarto. Otra vez
el calor, un caminar cansado, ocioso,
que los lleva hasta un muro cerca de
la maleza. Y encuentran algo:
83
Revista número 25 • noviembre 2010
Recapitulemos ordenadamente los
hechos –a veces enrevesados en la
narración– que nos llevan al segundo colgamiento. Fuks y Witold, en su
recámara compartida, echados en la
cama mirando el techo, ven una línea
que parece ser una flecha y que, según
Fuks, no estaba el día anterior. Esta
flecha, según Fuks, señala la misma
dirección que otra línea en el comedor –que también parecía una flecha,
pero no tan clara como esta.
Universidad Católica Boliviana
Revista número 25 • noviembre 2010
84
Un palito. Un pequeño palito de dos
centímetros de longitud. Colgaba de
un hilo blanco del mismo tamaño
enganchado en una grieta del ladrillo” (...) era difícil fingir que no sabía
de qué se trataba: un gorrión colgado,
un palito colgado; era algo estrambótico y por ello aumentó de golpe la intensidad del gorrión (...) El palito y
el gorrión intensificado por el palito.
Era difícil no pensar que alguien por
medio de esa flecha nos había dirigido hacia el palito para que lo asociáramos con el gorrión... ¿Pero, por
qué? ¿Para qué? ¿Se trataba de una
broma? (...) Alguien se reía a nuestra costa, se burlaba, se divertía...
(46-47)
No es casual que en 1939 Ernesto
Sábato haya advertido en el cuento
“Filifor forrado de niño” (el quinto capítulo de Ferdydurke) un tipo de humor paranoico que él creía haber inventado/descubierto junto a su amigo
astrónomo Miguel Itsigzohn, y que
habían llamado margotinismo. Así lo
cuenta el propio Sábato (2006:7) en
su prólogo a la edición argentina de
Ferdydurke. La sensación de sentirse
mirado, desde atrás, desde una ventana oscura, mantiene el suspenso
y da más sentido a cualquier acción
de los personajes. ¿Quién puede colgar un palito para gastar una broma?
Ese pensamiento es absurdo, ridículo,
pero también obsesivo, perturbador.
Es la sensación de que lo visto nos
mira desde su pasado, que ya resulta el nuestro. Alguien, una mano, ha
trazado una flecha en el techo no sólo
para señalar un palito colgado, sino
para que sea relacionado con el gorrión; como si esa mano fuera la de
un delator secreto, apuntando con su
índice aquello que debe ser visto por
los ociosos investigadores (¿la misma mano que colgó al gorrión?), un
ojo vigilante, siempre oculto, jugando una broma pesada, para mantener
la tensión del relato con la ilusión de
obediencia a un sentido inamovible.
La huella del trabajo humano está
ahí, pero ahora con antecedentes: el
gorrión colgado, el pollo colgado del
que se habló en la cena, la flecha en
el techo, una posible mano que señala
raras evidencias; pero, sobre todo, la
latencia de un ojo invisible exigiendo
acciones decididas –aunque ridículas–, verificando si el sentido trazado
está siendo seguido rectamente:
¿Sería posible que alguno de esos cristales me mirase con ojos humanos?
Todos dormían aún la siesta vespertina a juzgar por el silencio, pero
no era imposible que tras el vidrio
de alguna ventana nos estuvieran
observando: ¿Leon? ¿Bolita? ¿Katasia? (...) No, eso no era lógico (...)
pero lo absurdo era un cuchillo de dos
filos. Y Fuks y yo actuábamos al otro
lado de aquél absurdo y actuábamos
y nos movíamos con una lógica absoluta, así que yo, entregado a tan laboriosas tareas, debía no obstante (si
no quería que lo que hacíamos perdiera todo sentido) tomar en cuenta
la posibilidad de una mirada que nos
espiara tras los vidrios... (44)
La relación del sentido con una mirada inquietante –que brilla en lo
oscuro, detrás de algún cristal, posi-
blemente detrás de los matorrales que
eran escrutados por nuestra mirada
en el primer colgamiento– ya supone
un giro de aquella evidencia explosiva
que colgaba en el bosque: la posibilidad de ser una línea, de apuntar a un
solo lugar. Pero, ¿cómo diríamos que
esta mirada se relaciona con la flecha
unidireccional?
Me gusta pensar en la caminata paranoica del narrador Witold como
el guiño que lo hace cómplice, al
mismo tiempo que lo separa, de un
narrador omnisciente. La novelística
de Gombrowicz está escrita siempre
en primera persona, desde un personaje narrador llamado Witold Gombrowicz, que relata sus aventuras.
Siempre asistimos a los hechos desde
la acción subjetiva del narrador; y en
este sentido, a diferencia del narrador
omnisciente (sólo un ojo), la inmersión en la trama es de cuerpo entero.
La complicidad está en la fijación de
un sentido, que Witold acepta necesitado y el ojo lejano ofrece seductor.
La transformación del caos sensorial en línea de sentido resulta de la
aparición vigilante de una sombra
antropomorfa que parece ofrecer el
conocimiento –gradual– de aquello
que sustenta lo absurdo, haciendo
ingresar a los investigadores, de cuerpo entero, al espacio sin testigos que
desean reconstruir, hasta que se topan
con un muro donde encuentran un
palito ahorcado.
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En primer lugar, es necesario tener en
cuenta la inversión producida a nivel
espacial. Si en el bosque fueron los investigadores quienes observaron a su
alrededor, imaginando lugares ocultos
y acciones sin testigos en un tiempo
anterior al de su paso, ahora ellos son
los mirados: ellos ocupan el espacio
perdido: su acción ya adquiere los rasgos de una reconstrucción. Habiendo
salido de su dormitorio sin querer ser
mirados, “al otro lado de aquel absurdo”, recorren el jardín a ocultas hasta
llegar cerca de la maleza, hasta ese
muro; pero siempre con la extraña
necesidad de crear un testigo, para
continuar su paso, por no querer que
su acto “perdiera todo sentido”. Si el ojo
fantasmal en alguna ventana mira el
camino seguido por los resueltos detectives (y no a cualquier otro lado),
¿acaso no es
la latencia
de la flecha
que persiste
en su sentido? Ya es
una flecha
humanizada,
comprendida como un
signo trazado cons-
cientemente por una subjetividad;
no importa si se trata de un bromista
perverso o un secreto conocedor del
misterio que de pronto ha decidido
compartirlo veladamente, en la truculencia del juego. Lo importante
aquí es la emergencia, aunque leve
–todavía dudosa–, del recuerdo de
un trabajo humano; pero ya no en un
espacio ajeno, sino en la organicidad
de sus pasos, dirigidos por la flecha
latente en el ojo que los antecede, que
ya ha visto (supuestamente) lo que
ellos no.
Universidad Católica Boliviana
3.2. Un exceso de realidad
El relato del tercer colgamiento lo
conocemos de primera mano: asistimos a su fechoría. Para llegar a él
es necesario recordar algunos antecedentes. Cuando Witold y Fuks llegan
al alojamiento, una deformación en la
boca de Katasia (la empleada que les
abre la puerta) empieza a obsesionar
a Witold, quien paulatinamente va
relacionando esa boca con la boca de
Lena, la hija de los dueños de casa,
por quien siente una atracción enamoradiza. Pero además Witold intuye una correspondencia secreta entre
el gorrión colgado, el palito colgado y
Katasia; supone que la sirvienta es la
más cercana a los colgamientos (por
esa boca deformada en un accidente:
no una malformación natural, sino
con intervención de la famosa mano
humana). Mientras Witold trata de
olvidar el ridículo asunto en su cuarto, la noche siguiente al hallazgo del
palito, Fuks propone volver a ver el
lugar donde está el palito, para mostrarle algo que ha encontrado. Fuks le
muestra una vara.
“Mira lo que señala esa vara.” [dice
Fuks] “¿Qué?” “El cuarto de Katasia.” Sí, la vara señalaba directamente
hacia su cuarto, que estaba junto a la
cocina, en una casucha construida al
lado de la casa. “Ajá”
Revista número 25 • noviembre 2010
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Precisamente. Si la vara no ha cambiado de posición, entonces, de cualquier manera, no importa, el asunto
carece de trascendencia. Pero si alguien la movió, lo hizo para señalarnos el cuarto de Katasia... Alguien,
¿te das cuenta?, alguien que debido a
lo que dije anoche a la hora de la cena
sobre el palito y el hilo advirtió que
ya estábamos sobre la pista (67-68)
Como es de suponer, esa misma noche ambos van al cuarto de Katasia,
sabiendo que ella no estaría allí. Entran con una linterna, sin saber lo que
buscan, aislando con su luz innumerables fruslerías, entre las que encuentran un retrato de Katasia con la
boca “normal”, anterior al accidente.
Sin embargo, lo que de pronto resalta
es una aguja clavada en la mesa, seguida por una plumilla clavada en un
limón, una lima de uñas clavada en
una caja de cartón y, finalmente, un
clavo incrustado en la pared, pero curiosamente sólo a unos cuantos centímetros del suelo. Sin saber si su inspección estaba terminada o no, Fuks
y Witold salen del cuarto y de pronto
escuchan unos martillazos, detrás de
la casa. Witold se asoma por la ventana y ve a doña Bolita elevando una
herramienta, golpeando furiosamente el tronco de un árbol. Y mientras
Witold quiere olvidar la persistencia
de las cosas clavadas en el cuarto de
Katasia relacionándose con ese martilleo, se escuchan unos nuevos golpes
en el piso superior (¿en el cuarto de
Lena?), como si respondieran a los
anteriores. Witold corre a tocar la
puerta del cuarto de Lena, pero nadie
le abre. La idea de que Lena estaría
ahí dentro, pero no quiere abrir la
puerta, lo atormenta. Sale, entonces,
de la casa, y se trepa a un árbol para
ver a través de su ventana.
Estos precedentes al tercer colgamiento nos interesan porque notamos
que el palito y la flecha han tomado
nuevas dimensiones. Ese sentido lineal empieza a proliferar exageradamente: el alfiler, la lima, la plumilla, el
clavo, todas las formas parecidas a una
línea recta, que señalan algo o lo fijan.
Y esa multiplicación es justamente la
que abre la nueva dimensión: su sentido auditivo, sensorial. La fijación de
sentido adquiere la fuerza de un claveteo, una manera más ardua –a veces
violenta– de entrar en profundidad.
Antes de entrar en cualquier otro
asunto es conveniente ver la relación
entre ahorcamiento y colgamiento,
que aquí resulta más clara, teniendo
87
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Tampoco podemos evitar detenernos
en la imagen de Witold como el vigilante tras la ventana. El personaje
narrador va adquiriendo los rasgos de
quien supuestamente sabía la verdad
de los hechos; y el ojo sombrío, a su
vez, abre los oídos para empezar a perfilarse de cuerpo entero. Pero Witold
no sólo escucha los golpes, sino que
participa de ellos al tocar la puerta del
cuarto de Lena y su esposo Ludwik,
aunque no haya penetrado en él y se
tenga que conformar aun con atisbar
a través de la ventana, desde afuera de
la casa. Este desplazamiento es crucial
en cuanto el vigilante ya no mira hacia afuera, sino hacia adentro. Pero, de
alguna manera, es el mismo mecanismo previamente expuesto: el investigador mira la oscuridad detrás de los
matorrales, luego es mirado desde una
ventana oscura, y finalmente él mira
por esa ventana –sólo que ahora está
iluminada. La sombra antropomorfa,
al tomar forma, al encarnarse en el
narrador, ilumina además el misterio
que sustenta lo evidentemente vacío,
absurdo, altamente dudoso. Es por
eso que Witold, nervioso, presiente
que verá algo determinante detrás de
la ventana.
Una tetera. Estaba preparado para
todo (...) menos para ver una tetera.
Hay una gota que hace derramar el
vaso, algo que resulta ya “demasiado”. Existe algo así como un exceso de
realidad, una abundancia que ya no
se puede soportar. Después de tantos
objetos que no soy capaz de enumerar
(...) y ahora esta tetera, sin venir a
cuenta, sin que tuviera nada que hacer, como algo extra, gratuito, como
un lujo del desorden (...) Se me cerró
la garganta. No podía tragar eso (...)
Ludwik tomó la tetera (...) Apagó
la luz. Agucé la mirada, pero no vi
nada; con ojos ciegos, clavados en la
oscuridad de esa cueva, intentaba
ver algo (...) Ahora todo era posible
allá (...) Nunca sabré nada sobre
ella. Salté a tierra, me sacudí la ropa
y me dirigí lentamente hacia la casa
(...) En la balaustrada estaba echado
Dawidek, el gato de Lena. Al verme se levantó y arqueó el lomo para
que yo lo acariciara. Lo agarré por el
cuello y empecé a ahorcarlo con todas
las fuerzas de que era capaz (...) Lo
ahorqué, quedó muerto (...) Había
que hacer algo con ese gato, ponerlo
en algún sitio, ocultarlo (...) ¿Sería
mejor enterrarlo? (...) recordé que en
el muro había un gancho que servía
no sé para qué (...) llevé al gato a ese
sitio y no muy lejos, a unos veinte
metros del porche, lo colgué del gancho. Estaba colgado como el gorrión,
como el palito. Formaba con ellos un
trío (87-90).
Universidad Católica Boliviana
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el relato del colgamiento de primera
mano. La larga cita que acabamos de
leer nos muestra algo significativo.
Después del anonadamiento que produce la tetera, el narrador dice: “Se me
cerró la garganta. No podía tragar eso”.
Luego se apaga la luz, y con el desaliento producido por tener los ojos
“clavados” en la oscuridad, se dirige de
vuelta a la casa, en cuyo tramo ahorca
y cuelga al gato de Lena, asegurándose de que nadie lo vea.
El ahorcamiento del gato tiene una
reveladora resonancia en el ahogo de
Witold. La tetera resulta paralizante
en cuanto ya no queda espacio para
ella en el interior del narrador (no
podía tragar eso): es una imagen de
cierre, de vaso colmado, de cuerpo
hartado, que oscurece nuevamente la
ventana. Pero es también el elemento excesivo que lleva a Witold a vivir
la experiencia sin testigos del colgamiento. Es casi una transferencia de
su ahogo, cuya azarosa víctima resulta
ser el gato de Lena. Pero, sobre todo,
es apropiarse del colgamiento; ya no
hacer de ello algo ajeno que nos interesa investigar, sino incorporarlo de
tal manera que continúe su materialización en la acción de nuestro propio
cuerpo.
Ahí está el nuevo giro del sentido,
ése que lo hace más íntimo, que deja
su lejana impersonalidad para convertirse en un acto que sobrepasa la
racionalidad del actor, poseyéndolo
irremediablemente. Ahorcar al gato,
entonces, es liberar ese enérgico vacío, cuya expansión estaba siendo frenada por la aparición inexplicable de
la tetera; es un acto irracional que, de
alguna manera, acepta el hermetismo
de la tetera materializando (haciendo posible, realizable) un hecho aun
más incomprensible: la encarnación
del sentido en el narrador. Pero no
sólo ahorca al gato, liberando así ese
fluido oscuro que amenazaba con reventarlo sin darle un respiro, sino que
lo cuelga; es decir, lo hace participar
de aquello que lo excede (la historia
antecedente) y que a los ojos de cualquiera (pues no había testigos) comenzó antes de la llegada de Witold:
lo libra, si se quiere, de sospechas. Se
convierte en la fuerza de un sentido
que exige ser revivido –más que reconstruido como algo ajeno–, formalizado en el organismo de un cuerpo
sensorialmente reconocido.
Este tercer ahorcamiento, situado a
mitad de la novela, abre maravillosamente los hechos que se movilizan
más allá del alojamiento, de los montes y del perímetro espacial donde,
más o menos cercanos, sucedieron
los tres colgamientos expuestos. La
segunda mitad de la novela se inicia
con cierta satisfacción por ese trío
gorrión-palito-gato; pero aún queda
la perturbadora –por incomprensible– relación entre los colgamientos,
la boca de Katasia y la boca de Lena.
Esto se hará evidente en el cuarto y
último colgamiento. Acerca de ese
colgamiento me gustaría anticipar
una frase, donde la insistencia del
sentido cobra su dimensión más terriblemente humana: “todo resultaba
demolido por la fuerza con que aquel
colgado gigantesco había penetrado en
mí y yo en él”.
Referencias bibliográficas
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Benjamin, Walter. 1993. Baudelaire. Madrid: Ed. Taurus.
2.
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Clarice Lispector
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
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La herida vital o el
amor en la escritura
de Clarice Lispector
The Vital Wound, or Love in the
Writing of Clarice Lispector
Alejandra Canedo Sánchez de Lozada*
Resumen:
La escritura de Clarice Lispector instaura una ética que rompe con esquemas tradicionales, de modo tal que se despliega a partir de en un espacio en gran medida
afín a ese más allá del bien y del mal de Nietzsche. Este artículo, entonces, explora el
regreso que realiza la escritura hacia la alegría y fuerza de lo vivo, hacia el amor de
y hacia los procesos neutros y violentos de la vida. Esto conlleva la exploración de una
escritura que tiene sentidos corpóreos, que hace circular por las palabras aquello que
no tiene un lenguaje. Se trata, en última instancia, de una escritura que es amorosamente, puesto que la autora expone su palabra y la individualidad de sus personajes
a la herida vital.
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Palabras clave: Herida, amor, carencia, regreso.
University of Pittsburgh.
[email protected]
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*
Universidad Católica Boliviana
Abstract:
Clarice Lispector’s writing has an ethic that goes beyond traditional points of view,
meaning that this writing sets itself in closeness to the Nietzsche’s beyond good and
evil. Hence, this article explores the writing’s return to the joy and power of life itself,
as well as the return to the love of, and the love to the violent and neutral processes of
life. This means an exploration of a writing that has bodily senses, a writing that has
circulating in itself the non-nameable. Since the author exposes her words and the
individuality of her characters to the wound of life, we are talking about a writing
that exists lovingly.
Keywords: Wound, love, lock, writing.
____________________
Toda palabra es el abismo de la imposibilidad,
y en ella se cumple.
Áurea María Sotomayor
La escritura de Clarice Lispector sigue (o es) el surco de la herida; no es una
herida que pueda sanar o cicatrizar en algún momento, pues la autora se encarga de tenerla expuesta. En otras palabras, su escritura es una forma de estar a
la intemperie: “Estoy viva. Como una herida, flor en la carne, está en mí abierto el
camino de dolorosa sangre” (Lispector, 2003). La herida-flor en la carne parece,
entonces, que es un sinónimo de estar viva. Como se puede notar en el tono
de esta cita, así como en el de todos los textos de la autora, se trata de una celebración de la herida y no su lamentación.
El tema de la herida aparece en distintos contenidos o contextos poéticos,
que en muchos casos refiere una falta o una nostalgia como su causa. Entre
estos contextos está el tocante a un orden primigenio y su pérdida. Lukács, por
ejemplo, apunta que el ser humano moderno ha perdido su techo con el arribo
de la filosofía, y nostálgicamente dice: “¡Bienaventurados los tiempos que pueden leer en el cielo estrellado el mapa de los caminos que le están abiertos y que
deben seguir por la luz de las estrellas!”. En aquellos tiempos, señala, aunque
existía una separación entre el mundo y el yo, éstos no llegaban a serse extraños
y, así, “no [había] ningún acto del alma que no tenga plena significación y no se
acabe en esa dualidad” (Lukács, 1971:29). Sin embargo, la llegada de la filosofía -específicamente, Platón, quien separa la esencia y la forma- es un síntoma
de la ruptura de ese orden:
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92
Filosofía -dice Novalis- significa precisamente nostalgia, aspiración por doquier
a estar en sí mismo”. Por eso la filosofía, en tanto que es forma de vida como en
tanto que determina la forma y el contenido de la creación literaria, es siempre un
síntoma de una interrupción entre el exterior y el interior, significativa de una
diferencia esencial entre el yo y el mundo, de una no adecuación entre el alma y la
acción. Ésa es la razón por la cual las épocas felices no tienen filosofía o -lo que es
lo mismo- todos los hombres de esos tiempos son filósofos. (Lukács, 1971:29-30)
Kundera, por su parte, relaciona la nostalgia divina y la literatura; señala que
cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa,
don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo.
Éste, en ausencia del Juez supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que
los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y
con él la novela, su imagen y modelo (Kundera, 1988:13-14).
En una línea parecida, y para dar un último ejemplo, Octavio Paz anota que la
llaga humana se debe a la nostalgia del orden primigenio diluído por el cristianismo y la caída en el tiempo:
Al romper los ciclos e introducir la idea de un tiempo finito a irreversible, el cristianismo acentuó la heterogeneidad del tiempo; quiero decir: puso de manifiesto
esa propiedad que lo hace romper consigo mismo, dividirse y separarse, ser otro
siempre distinto. La caída de Adán significa la ruptura del paradisíaco presente
eterno (…). El tiempo en su continuo dividirse no hace sino repetir la incisión
original, la ruptura del principio (...). Ese continuo cambio es la marca de la
imperfección, la señal de la caída (Paz, 1985:20-21)
De manera distinta a estas perspectivas, Clarice Lispector celebra la herida
y, paradójicamente, en ocasiones lo hace a través de la novela, el género de la
dispersión y la nostalgia (el de la caída, usando el imaginario cristiano). Y es
que el tiempo (histórico) no es símbolo de caída, sino que es una posibilidad
de lo vivo. Por otro lado, la escisión de sus personajes es necesaria para alcanzar
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En estos planteamientos, el pertenecer a un Orden (divino) implicaba tener un
lugar y un por qué; el ser humano estaba en armonía consigo y con su mundo
(su tiempo, sus dioses, sus semejantes). Al perder tal Orden, queda escindido,
con un alma mermada. Para los tres autores citados, las consecuencias de esta
pérdida devienen literatura. Así, para Lukács, la novela es la épica de la sociedad moderna, pues la característica de dicho momento es la dispersión y,
entonces, el conflicto del “héroe” consiste en recomponer (y recomponerse) el
mundo dividido, donde, por lo demás, se encuentra solo con su proyecto (vive
en un mundo privado, no total, como el héroe épico); para Kundera, el ser humano juzga antes que comprende, porque busca desesperadamente una clara
división entre el bien y el mal, la novela, por tanto, es una forma de sabiduría:
“la sabiduría de la incertidumbre” (Kundera, 1988:15); Paz, por su parte, señala
que la novela tiene “héroes” fragmentados como su mundo, que perdieron el
tiempo mítico/paradisíaco y avanzan en el tiempo histórico: linealmente, añorando/pretendiendo una utopía (cristiana).
Universidad Católica Boliviana
una especie de completud1, pues, como se vio en la cita del comienzo, la herida
es sinónimo de vida, y la vida en la obra de la autora es apasionada, despierta,
curiosa y ansiosa por el azar de lo que está sucediendo. Es por ello que, en la
misma dirección que Kundera, la obra de Lispector no juzga a través de preceptos morales, tampoco pretende una claridad con respecto al bien y al mal;
quizás solamente busca comprender lo que (se) es.
La celebración de la herida, por ser sintomática de la vida, es un punto de convergencia de nuestra autora con Nietzsche. Ambos regresan a la potencia vital
del ser humano, ajena a cualquier principio de Bien y Mal; así, dice el filósofo:
“El ser vivo necesita ante todo y por sobre todas las cosas dar libertad de acción
a su fuerza, a su potencial. La vida misma es voluntad de poderío” (Nietzsche,
2003: 21)2.
La relación de la alegría y la tristeza del filósofo dialoga con la que esboza la
escritura de Lispector, en cuanto que, así como para ella la tristeza es una superficie de la alegría (y el dolor, su exacerbación), para Nietzsche, la tendencia
a lo trágico no se basa en la tristeza, sino que el dolor en la tragedia se debe a
la alegría, la salud exuberante y el deseo de vitalidad (Nietzsche, 2007: 11-12).
De ahí que describa el estado dionisíaco (adonde lleva lo trágico) como una
mezcla de miedo y éxtasis (26-27). Este estado, por otro lado, se relaciona con
la intemperie en la que Lispector deja a la herida: se trata de un estar expuestos
a la vida (y a lo vivo), cuya profundización desemboca en el éxtasis (que implica
dolor, pasión, alegría, entrega: todos a la vez).
Se podría decir, pues, que el “Sí” del final de La hora de la estrella3 es una afirmación de la vida que despierta en Rodrigo S.M., y surge a través de la vivencia
de Macabea y de la tragedia de esta última4. Este “Sí” es una presencia artís1 Con esta afirmación no se pretende decir que Lispector tiene una comunicación mística con el orden primigenio (o
lo divino), pues el regreso de la escritura a lo más básico de la vida nunca logra comunicar tal hecho; siempre deviene
silencio o un afuera (que implica una dispersión).
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Revista número 25 • noviembre 2010
2 En este mismo texto, Nietzsche señala que “lo que se hace por amor siempre se hace más allá del bien y del mal” (74);
es decir, en un diálogo virtual con Lispector, implica que el amor obedece a principios más propios que impuestos,
principios que van de la mano de las pasiones y de la propia naturaleza humana. Sucede que la autora brasileña
considera que el amor está enlazado con los procesos (básicos y neutros) de la vida, con aquéllos que obedecen a la
especie de cada ser.
3 Esta novela es el relato de la creación de un personaje, Macabea. El autor (ficcional) es Rodrigo S.M., quien decide
inventar a esta muchacha porque en la inmensa Río de Janeiro vio pasar a una chica muy pobre, emigrante del norte
de Brasil. El narrador intenta parecerse a la muchacha para poder entenderla o conocer el secreto de la interioridad
de una mujer tan carente (no sólo en el sentido económico y social, sino también espiritual, en cuanto que tiene una
interioridad vacía, que está en constante meditación y en silencio). Sin embargo, le resulta imposible y su personaje
permanece en “estado de ebullición”. No obstante, Rodrigo S.M. siente pasión por la norestina; ella es el vértigo de una
experiencia que no se posee: “(Mi pasión es la de ser el otro. En este caso, la otra. Me estremezco tan desaliñado como
ella)” (Lispector, 2001:30). En otros términos, el otro (la otra, en esta novela) es siempre una experiencia nueva, nunca
algo preconcebido: el despertar del otro en Lispector es siempre bajo el modo de la oscuridad y, por tanto, el deseo está
siempre espabilado, curioso y apasionado; pero, sobre todo, la distancia conlleva una relación de respeto hacia quien es
Otro para el Mismo.
4 La manera de entender la tragedia en la obra de Lispector se relaciona a la vivencia de lo inevitable: la vida en sí misma,
sin hechos. Asimismo, se refiere al dolor de la individualidad por abandonar las certezas y abandonarse a ser (lo cual se
relaciona al amor, puesto que el amor sigue el flujo de lo que es).
tica-material de dicha afirmación, tal como lo es el coro de sátiros (presencia material, viva) de la tragedia griega de la que habla
Nietzsche:
... los abismos que separan a los hombres los unos de los otros,
desaparecían ante un sentimiento irresistible que los conducía al
estado de identificación primaria con la Naturaleza. La consolación metafísica que nos deja, como ya he dicho, toda verdadera
tragedia, el pensamiento de que la vida, en el fondo de las cosas, a
despecho de la variabilidad de las apariencias, permanece poderosa
y fecunda de alegría, este consuelo se manifiesta con una evidencia
material, bajo la figura del coro de sátiros. (Nietzsche, 2007: 56)
Ahora bien, si la herida y la tragedia son una celebración de la vida, ¿por qué se
trata de una herida que siempre implica dolor, violencia física, ruptura o desgarro? Sucede que en Lispector siempre estamos en falta, pues de lo contrario,
el deseo permanecería dormido, y lo que llama al deseo es una herida; es decir,
se trata de una especie de círculo vicioso entre falta/herida y deseo.
No obstante, hay que tener en cuenta que en el mundo del trabajo5 no se está
alerta o se dispersa cualquier tipo de atención en el deseo y en la herida. Éstos
son escondidos, puesto que implican plétora, derroche, ruptura de un estado
consciente, discontinuo. Por ello, Bataille señala que “lo que atrae el deseo (…)
es la herida que expone la integridad de la carne, que es su ruptura, y que no
mata, pero sí profana” (Bataille, 2001:29; mi traducción).
Es en este sentido que la atención cobra tanta importancia en La pasión según
G.H.6, pues se trata de exponerse a la vida sin trascenderla con lo bello o con
cebos -como diría la protagonista de este texto. La trascendencia, entonces, es
un escape del estado de alerta vital; por eso G.H. le dice lo siguiente al “tú” a
quien se dirige:
Pues, como yo, has querido trascender la vida y así la has superado. Pero ahora no
voy a poder trascender, voy a tener que saber, e iré sin ti, a quien quise pedir socorro. Reza por mí, madre mía, pues no trascender es un sacrificio, y trascender era
antiguamente mi esfuerzo humano de salvación, había una utilidad inmediata
en trascender. Trascender es una transgresión. Pero permanecer dentro de lo que
es, ¡eso exige que no tenga miedo! (Lispector, 2000:68).
6 Esta novela es narrada en primera persona por G.H., una mujer de clase acomodada que decide limpiar su casa el día
en que se marcha su empleada, Janair. Empieza por el cuarto de esta última; sin embargo, queda paralizada cuando ve
que en el ropero hay una cucaracha. El insecto la aterroriza, pues ve en él lo más básico, neutro y violento de la vida y
sus procesos. Tomando fuerzas, la aplasta con la puerta del armario, pero esto no la alivia, al contrario, la materia que
sale del cuerpo del insecto la acerca más aún a dicha violencia. Esta experiencia la lleva a un silencio “inhumano”, del
que intenta salir contándole todo a un “tú”, que inventa para que la acompañe en la comprensión (esta vez humana, en
el lenguaje) de la experiencia. Pese a ello, la narración regresa al punto del que partió: la pasión por lo ilimitado de vida
la devuelve al silencio.
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5 El mundo del trabajo, o la esfera de la actividad, es aquél que, según Georges Bataille, acumula, prevé el futuro y regula,
así, cualquier tipo de derroche físico, espiritual o material.
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Permanecer “dentro de lo que es” implica “saber”: encarar/atender lo que es; en
otras palabras, la atención es la inmanencia en la vida. La cucaracha, entonces,
es la que sustrae a G.H. del devaneo en la trascendencia que escapa de lo vivo.
Y es que solamente el animal (insecto, en este caso) tiene la capacidad de estar
siempre abierto o alerta continuamente: “La vigilancia de la cucaracha era viva
viviendo, mi propia vida vigilante viviéndose” (Lispector, 2000:74). Sucede que
en la obra de la autora, el animal siempre está, por así decir, en el presente progresivo del verbo vivir, porque no tiene conciencia de muerte: continuamente
es. Cuando G.H. deviene cucaracha le sucede lo mismo, permanece abierta
(herida) hacia la existencia.
El amor o la indiferencia de sólo-ser
Pero ¿de dónde vienen el deseo y la herida que produce? Quizás una forma de
respuesta la da una voz del cuento “La mujer más pequeña del mundo”: “Dios
sabe lo que hace”. En este relato, Pequeña Flor es la diminuta mujer que captura el explorador francés Marcel Pretre. La extrañeza de la mujercita causa
diversas reacciones en el público que lee la noticia en los periódicos; nadie sabe
explicarse cómo es posible que exista alguien tan altérico, y, como tal, la desean
para sí mismos (unos para asustar a sus hermanos, otros para que les sirva en la
casa o, como el propio explorador, para investigarla), a la vez que les despierta
sentimientos de miedo, nostalgia, ternura, horror, etc. Entre todas estas reacciones, está la de una anciana, y es la que cierra el relato:
Marcel Pretre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero por lo menos se
ocupó de tomar notas. Quien no tomó notas tuvo que arreglárselas como pudo:
-Pues mire- declaró de repente la vieja cerrando el diario con decisión-, pues
mire, yo sólo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace (Lispector, 2001:96).
Vemos que, como decía líneas más arriba, una de las reacciones del explorador
es comprenderla -léase poseerla- a través de la observación científica, ésa es su
manera de trascender (escapar) de la que le pone la vida delante de los ojos7.
A diferencia de él, y dado que no toma notas, la anciana tiene que arreglárselas
como puede (“Quien no tomó notas tuvo que arreglárselas como pudo”), es
decir, abandonando cualquier tipo de deseo de propiedad, o de comprensión
consciente de los secretos de la naturaleza. En otras palabras, la anciana cree8.
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7 Un ejemplo de la condensación de la vida en Pequeña Flor lo vemos en el siguiente fragmento: “Mientras tanto la
propia cosa rara [Pequeña Flor] tenía en el corazón algo más raro todavía, algo así como el secreto del mismo secreto:
un hijo mínimo”. Ese secreto sonríe por estar viva, lo cual perturba mucho al explorador: “Fue en ese instante en que
el explorador (…) en vez de sentir curiosidad o exaltación o triunfo o espíritu científico, el explorador sintió malestar.
Es que la mujer más pequeña del mundo se estaba riendo (…). Pequeña Flor estaba gozando de la vida (…), estaba
sintiendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía” ((Lispector, 2001:94).
8 En este caso, la creencia está en el hacer divino; sin embargo, en otros casos de la obra de Lispector, la creencia no
necesariamente está aliada a alguna religión, y sí a la fuerza de la vida. Así lo vemos, por ejemplo, en La hora de la estrella,
en cuya dedicatoria Rodrigo S.M. (en verdad Clarice Lispector) se dirige a la sangre y dice que cree llorando.
Como se sabe, la creencia no necesariamente tiene que ver con lo racionalmente explicable; al contrario, suele relacionarse con (in)existencias subjetivas
o culturales (como las divinidades, o los dogmas de fe católicos, por ejemplo).
No obstante, la fuerza de la creencia es innegable y, en la obra de nuestra autora, viene precisamente de su no explicación posible. Así, en Un soplo de vida9,
el Autor dice:
Ah, melancolía de haber sido creado. Mejor habría sido permanecer en la inmanencia de la naturaleza. Ah, sabiduría divina que me hace moverme sin que yo
sepa para qué sirven las piernas.
¿Sabrá Dios que existe?
Creo que Dios no sabe que existe. Estoy casi seguro de que no. Y de ahí viene su
fuerza vehemente. (Lispector, 2001:124)
La sabiduría divina hace que las piernas del narrador se muevan sin que él sepa
por qué, de lo que se deduce que tampoco se sabe por qué es creado (como
implica la primera línea de la cita). Es decir, su existencia es tal porque, sin
saber, obedece a alguna sabiduría divina. Pero el punto del fragmento en el
que todo confluye es el de la ignorancia de la propia divinidad, es decir, el no
saber de Dios, ya que es precisamente de ello que viene su fuerza y, por ende,
la fuerza del narrador (lo existente). Se puede decir, entonces, que la creación
y fuerza divinas son indiferentes, no tienen ningún motivo o agenda: son. Es
esa potencia que, en Lispector, hace de Dios un ser absolutamente necesitado,
como se verá un poco más adelante.
Volviendo al cuento sobre Pequeña Flor, no es casual que sea una anciana la
que cierra el relato y la que crea en la sabiduría divina -o sea, en lo que es-,
puesto que ella, igual que Dios, no tiene una agenda en el mundo: solamente
es. La ancianidad se repite en varios relatos de Lispector; entre ellos también
está “La partida del tren”, donde Ángela Pralini es la joven protagonista que se
sube a un tren para alejarse de su novio -quien sólo sabía pensar, dice la narradora. Se sienta frente a una anciana, María Rita, que se va después de haber
visitado a su hija. La señora está muy arreglada y lleva muchas joyas, además
sonríe todo el tiempo para mostrarse agradable y, quizás, encajar en su alrededor. Sin embargo, dice la narradora sobre ella:
9 Éste es un texto que no trata de nada específicamente. Es el intercambio de voces de Ángela Pralini y su Autor; es decir,
es la reflexión del creador y la propia escritura. Reflexión que se abre (como la mayoría de los textos de Lispector) a lo
sagrado de la vida.
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Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo con
severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía
engañar a nadie: su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes
la veían. Ella ya no dependía de nadie. (Lispector, 2001b: 370)
97
Universidad Católica Boliviana
Y más adelante:
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados
a ella como un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie (…). Sólo que no
tenía nada que hacer (…) en el mundo, salvo vivir como un gato, como un perro
(…). No hacía nada, hacía sólo eso: ser vieja. (373)
En este último fragmento, la anciana es comparada con un mueble viejo, con
un gato y con un perro, pues estos elementos no tienen nada más que hacer que
vivir/estar en el mundo. En el primer fragmento, esta misma cualidad hace de
la anciana una persona que trastorna los ojos de quienes la ven, porque no puede interrumpirse (“no podía interrumpirse”): como una cosa o un animal, es; es
y no hace nada más que ser. Al no tener ningún compromiso con ninguna de
las industrias o proyectos humanos, tampoco depende de nada, y esto le da la
libertad continua (y violenta) que los demás temen y que ella misma intuye -en
el primer fragmento, la narradora dice que María Rita se mantiene a sí misma
con severidad y con temor a llegar al punto de ser ininterrumpidamente.
Asimismo, en La pasión, Dios es presentado como un ser indiferente a los
proyectos; ni siquiera tiene el objetivo u oficio de la Creación, sólo se ocupa en
ser: “El está ininterrumpidamente ocupado en ser, tal como todo está siendo,
pero Él no impide que nos unamos a Él, y con Él permanezcamos ocupados
en ser, en un intercambio tan fluido y constante como el de vivir” (Lispector,
2000:124).
Otro personaje que tiene estas características es Macabea; en la novela, su presencia en el mundo es descrita como la de un cachorro o la de un tornillo prescindible (en la sociedad). De ahí que su silencio interior sea ininterrumpido
durante su vida y su muerte. Esto se ve más claramente en la parte final de La
hora de la estrella:
Muerta, las campanas doblaban pero sin que sus bronces resonaran. Ahora entiendo esta historia. Es la inminencia que hay en las campanas que casi-casi
doblan.
98
La grandeza de cada uno.
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Silencio (Lispector, 2001a:80-81)
Podríamos decir que el ser humano es el “casi” anterior a la muerte: siempre
estamos casi muertos. Mientras que las campanas de la norestina muerta sí
doblan (en silencio), las de su narrador están a punto de hacerlo; es decir, la
vida es un estar a punto de ser ininterrumpidamente; así lo explica Rodrigo
S.M.: “Las cosas son siempre vísperas y si ella [Macabea] no muere ahora, está como
nosotros en vísperas de morir” (Lispector:2000:79). En otras palabras, la muerte
de la norestina da fe de su particular manera de habitar-ser en el mundo: una
silenciosa interioridad.
Ahora bien, los momentos epifánicos de los personajes de Lispector son la
visión de lo continuo/ininterrumpido. Si bien esta visión causa terror, el deseo
latente produce la herida del estado discontinuo -estado que intenta trascender
la fuerza de lo vivo. No obstante, aunque la herida arde o sangra -por ponerlo
de alguna forma- más intensamente en dichos instantes epifánicos, el deseo o
herida está en la cotidianidad y se la puede adivinar en los pequeños detalles
que Clarice Lispector sabe traducir. En el relato de la mujer más pequeña del
mundo, por ejemplo, la narradora cuenta que en otra de las casas donde se lee
la noticia del descubrimiento de Pequeña Flor,
se dieron al trabajo alborozado de calcular con una cinta métrica los cuarenta
y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue ahí mismo donde, encantados, se
asustaron al descubrir que ella era todavía más pequeña de lo que la más aguda
imaginación inventara. En el corazón de cada miembro de la familia nació,
nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa
salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. (Lispector, 2001b:
93; énfasis añadido)
Al hacerse conscientes de que pueda existir una mujer de cuarenta y cinco
centímetros, la narradora señala que los miembros de la familia se asustan
porque Pequeña Flor es más pequeña de lo que la más aguda imaginación
inventara; es decir que la extrañeza de la mujercita abre a estas personas a un
espacio que está más allá de sus posibilidades. No es casualidad, entonces, que
luego de hablar de la imposibilidad de la imaginación, la narradora se refiera a
la nostalgia que sienten los miembros de la familia, puesto que, tal como dice
la narradora de La pasión…, parece ser que los seres humanos sienten nostalgia
de su grandeza imposible (124) y, entonces, desean ir más allá de sus límites,
desean a Pequeña Flor: ella es, claramente, señalada como un ser intensamente
vivo por ser indomable y simplemente existir (salvada de ser comida, dice); por
lo mismo es una fuente de permanente caridad: fuente de deseo, de posibilidad
de apertura de los límites.
A diferencia de los seres humanos, en Lispector, Dios10 ya está abierto a la
imposibilidad de los límites y, por lo mismo, está abierto a la existencia en sí: la
usa porque la necesita. G.H. lo explica de la siguiente manera:
10 Quizás es preciso recalcar que, interpretando los textos de Lispector y la lectura del mundo que veo en ellos, Dios es un
concepto que no necesariamente obedece al imaginario judeocristiano (el background de la autora), sino que puede ser
entendido también como el misterio de lo vivo, el centro de la fuerza de la vida, el centro de la esfera de lo divino, etc.
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(…) pero Él no impide que nos unamos a Él, y con Él permanezcamos ocupados
en ser, en un intercambio tan fluido y constante como el de vivir. Él, por ejemplo,
nos usa totalmente porque no hay nada en cada uno de nosotros que Él, cuya necesidad es absolutamente infinita, no precise. Él nos usa, y no impide que nosotros
hagamos uso de Él. (Lispector, 2000: 124-125)
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Vemos, entonces, que la existencia de Dios es continua, fluida y, como tal, no
tiene fronteras que lo delimiten. Esta desfronterización lo hace tan necesitado que usa lo existente sin encontrarle límites. Se podría decir que la carencia
de Dios es tan intensa que la de los seres humanos se alimenta de ella:
Y si presentimos, es también porque nos sentimos de modo inquietante usados por
Dios, sentimos de modo inquietante que estamos siendo utilizados con un placer
intenso e ininterrumpido, lo que por otro lado es nuestra salvación, por cuanto
que, si somos utilizados, no somos inútiles. Dios nos aprovecha intensamente;
cuerpo, alma y vida son para eso: para el intercambio y el éxtasis de alguien. Inquietos, sentimos que estamos siendo utilizados en cada instante, pero eso despierta en nosotros el inquietante deseo de utilizar también. (Lispector, 2000:126)
En este fragmento sucede algo parecido a lo que les sucede a los miembros
de la familia que en la cinta métrica miden cuarenta y cinco centímetros para
tener una idea del tamaño de Pequeña Flor; G.H. apunta que si tenemos el
deseo de alguien, de utilizarlo, es porque presentimos que alguien nos está
utilizando y aprovechando ininterrumpidamente; entonces, en ambos relatos,
la carencia humana (la herida) se agranda en la medida que el deseo despierta
y va deslimitando las propias fronteras. En el caso de la familia, se deslimita su
imaginación de lo que es la vida, y en el caso de G.H., poco a poco y a lo largo
del relato se deslimita su yo discontinuo/individual.
En cuanto a la anciana de “La partida del tren”, María Rita, aunque no es usada
por su familia y está en la casa como un mueble, está a punto de ser ininterrumpidamente, puesto que no tiene el amparo de la belleza, o de los proyectos,
y por tanto está más abierta (hacia lo divino); de modo que, y siguiendo el razonamiento de G.H., María Rita está más dada a que Dios la utilice y, a su vez,
a utilizar ella a Dios. Y es que, como señala la narradora de “La partida…”, la
anciana no necesitaba hacer algo, ser era ya un hacer (Lispector, 2001b:374).
Con lo dicho, se puede deducir que el deseo por el otro está siempre relacionado a un deseo por el Otro. La intensidad de la carencia/herida viene de la
premonición de la fuente, o de lo anterior; de modo que el deseo por el otro es
la huella del Otro.
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El deseo por el o/Otro
En la escritura de Lispector, la huella del Otro es semejante a una huella en
el agua, es decir, nunca encontramos un original: lo divino está siempre descentrado. Trasladando las palabras de Kristeva, podemos decir que “de ahora
en adelante, sólo el deseo será testigo de ese latido ‘original’” (23). Sin duda, la
escritura de la brasileña es un testigo de dicho latido; su escritura está cargada
de deseo y, por lo mismo, tiene la fuerza del “latido original”. El deseo de la
escritura es el Otro: la escritura es la huella del Otro.
Para ajustar más esta idea, vayamos a La hora de la estrella, donde Macabea es
la creación/escritura de Rodrigo S.M. y entonces, siguiendo el razonamiento
hasta aquí desarrollado, la norestina tendría que ser la huella del Otro. En
efecto, el narrador dice que su escritura es una orden de Dios -léase un deseo
de Dios: “Pero, al escribir, que se dé a las cosas su verdadero nombre. Cada cosa es
una palabra. Y cuando no se la tiene, se la inventa. Ese Dios de ustedes que nos ha
ordenado inventar” (Lispector, 2001a:19). Si las palabras crean la cosa que no se
tiene porque Dios nos ha ordenado inventar, entonces, el invento (la escritura)
es una huella del deseo de Dios; en otros términos, la escritura se deja usar por
Él, a la vez que lo usa, puesto que su deseo proviene del primero. Este tráfico
de utilización constituye el amor en la obra de nuestra autora.
Antes de reflexionar sobre ese tema (el amor), veamos un ejemplo en el que
la carencia de Macabea es tan amplia (ininterrumpida) como la vida/Dios; o
quizás sea mejor referirnos a su carencia, como lo hace Rodrigo S.M.: ella era
crónica (Lispector, 2001a:59). Cuando Olímpico rompe su relación para estar
con Gloria, la compañera de trabajo de Macabea, “(no se sintió desesperada,
etc., etc.)”, puesto que su vida incluso carece de tristeza: “Hasta la tristeza era
cosa de ricos, era para alguien que podía” (59). Lo que entonces hace la norestina es un festejo por la vida (igual que Pequeña Flor, quien sonríe por el simple
hecho de no ser comida). Así, al día siguiente de la despedida con Olímpico,
le surge la idea de darse una fiesta a sí misma, ya que nadie se la daba (y menos
una fiesta de compromiso, como dice el narrador). La celebración consiste en
comprarse un lápiz labial muy rojo, que se lo pone en el cuarto de baño de la
oficina:
En el servicio de la oficina se pintó la boca y hasta fuera del contorno, para que sus
labios finos tuvieran ese aspecto bonito de los labios de Marylin Monroe. Después
de pintarse se quedó mirando en el espejo la imagen que a su vez la miraba espantada. Porque en lugar de carmín, parecía que sus labios echaran mucha sangre
a causa de una bofetada en plena boca, con dientes rotos y carne herida (pequeña
explosión). (59)
Esta apertura se debe a que la norestina carece infinitamente. Rodrigo S.M. nos da muchos ejemplos de ello, y
ya en tan sólo este pequeño fragmento del texto existe
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Empecemos diciendo que el lápiz labial es una expresión
del deseo de Macabea: con el carmín desea salir de sus
límites: literalmente, desborda sus delgados labios porque
desea que sean tan bonitos como los Marylin Monroe. Y,
sin embargo, y dado que es crónica, esto va mucho más
allá, su boca no sólo tiene la intensidad del rojo del lápiz,
sino que parece sangre: su deseo deviene herida. Macabea
queda expuesta a lo vivo, con la carne abierta.
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mucha falta: carece de tristeza, carece de alguien que la quiera, carece de una
imagen estandarizada de belleza y, por lo mismo, carece de presencia en la
sociedad (es anónima, dice el narrador).
Esta carencia, no obstante, es un intercambio con y, a la vez, una huella de lo
divino. En este sentido, la pobreza de Macabea la vuelve un ser abierto a todo,
incluso al destino, que es, en última instancia, la muerte: cuando va donde
madama Carlota para que le lea su futuro, el narrador dice que la cartomante
es el punto culminante de la vida de la norestina y que “por primera vez iba
a tener un destino” (71). Este destino (deslimitación total en la muerte) surge
gracias a otro (o a la posibilidad de su existencia): surge en el momento en que
la madama le dice que su novio volverá a pedirle matrimonio y, más adelante,
cuando le dice que un extranjero se enamorará de ella. No es casualidad, entonces, que el deseo de Macabea se torne voraz y salga de lo limitado -si tenemos
poco es porque necesitamos poco, dice G.H. en La pasión… (124) y, sin duda,
la norestina necesita crónicamente:
Macabea nunca había tenido ánimos de tener esperanza. Pero ahora escuchaba a
madama como a una trompeta que llegara de los cielos, mientras sobrellevaba una
taquicardia feroz. Madama tenía razón: por fin Jesús ponía su atención en ella.
Sus ojos se agrandaban en una súbita voracidad de futuro (explosión). (Lispector,
2001a: 72)
Si en las vísperas de su muerte Macabea tiene la atención de Jesús, se supone
que el flujo de utilización o comunicación con lo divino se intensifica, lo cual se
corresponde con la voracidad del deseo de la norestina. La posible propuesta
de matrimonio y la posibilidad de un extranjero que la quiera constituyen la vía
para dicha utilización. Por ello, no es casual que el destino de la norestina esté
en interrelación con lo divino y con el deseo (por un) humano: cuando está a
punto de morir, tirada en la acera, Rodrigo S.M. dice:
Un gusto suave, pavoroso, gélido y agudo como en el amor. ¿Sería ésta la gracia
que ustedes denominan Dios? ¿Sí? Si moría, en la muerte pasaría de virgen a
mujer (…). Su esfuerzo por vivir parecía una cosa que, si nunca la había experimentado, virgen como era, al menos había logrado intuir, pues en ese momento
comprendía que la mujer nace mujer desde el primer vagido. El destino de la
mujer es ser mujer (Lispector, 2001a:79)
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En este pequeño fragmento encontramos tres elementos interconectados:
Dios, muerte y primer llanto; todos están atravesados por un hilo común: la
sexualidad. Este tema tiene un lugar central en la obra de nuestra autora, en
cuanto que la sexualidad es el punto de partida de la generación de la vida; asimismo, es el punto en el que dos seres se comunican movidos por el deseo, es
decir, su necesidad es una manera de abrirse a lo ininterrumpido. No obstante,
es importante notar que el hecho de que la norestina sienta pasión (o sienta su
esfuerzo por vivir, como dice el fragmento) no significa que deje de sólo-ser
(crónica); al contrario, como indica el narrador en la cita, al pasar de la vida a la
muerte deja de ser virgen -“Si moría, en la muerte pasaría de virgen a mujer”-,
puesto que intuye su destino (que siempre estuvo dado) y la “esencia” de sí
misma: ser mujer. En otras palabras, sólo siendo lo que es (mujer) Macabea ya
es/tiene la posibilidad de ininterrumpirse (dejar de ser virgen, morir).
En este sentido, también es interesante recordar lo que dice Rodrigo S.M. sobre el órgano sexual de su personaje: “su sexo era la única marca vehemente de
su existencia. Ella no pedía nada, pero su sexo exigía, como un girasol brotado
de una sepultura” (Lispector, 2001a: 67). Como un cachorro, la norestina nada
pide, sólo es, pero su sexo exige su deslimitación: necesita mucho y, por tanto,
se deslimita más hacia Dios; así es como se puede interpretar que, en esta cita,
de una tumba nazca un girasol.
Para profundizar la interpretación de dicha flor, traigamos las palabras de la
narradora de Agua viva:
¿Vamos a no morir como desafío?
No voy a morir, ¿me oyes, Dios? (…) Porque es una infamia nacer para morir
no se sabe cuándo ni dónde. Voy a estar muy alegre, ¿me oyes? Como respuesta,
como insulto. Una cosa te garantizo: nosotros no tenemos la culpa (Lispector,
2003:98)
El desafío a la muerte, entonces, es estar muy alegre, pues en la obra de la
autora, la alegría es lo ya dado, una anterioridad que llama al regreso, a la deslimitación: “la alegría hace desbordarse a la tierra en el exceso desenfrenado de la
hierba” (Tagore, 1966:29). Es decir, la muerte no es una frontera que impida el
tránsito hacia el silencioso secreto (ininterrumpido). En la última línea de este
fragmento, la narradora dice que nosotros no tenemos la culpa; se supone que
se refiere a que la alegría no es culpa del ser humano, sino que es su reacción
(o deseo de) a la muerte; es obvio, entonces, que tampoco es su culpa el morir:
ambas (muerte y alegría) tienen una fuerza más grande, un deseo más amplio.
Volviendo de manera más específica a la relación entre Dios, la muerte y lo
anterior, también la encontramos en La pasión…, donde, igualmente, es el otro
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Si trasladamos esta visión a La hora…, resulta que no es casual que uno de los
títulos que Rodrigo S.M., (en verdad Clarice Lispector), le pone a esta novela
sea “La culpa es mía”, pues el deseo anterior al de la norestina es el narrador, y
el anterior al de éste es el de la autora. Macabea no tiene la culpa de ser alegre,
ni de morir: es la consecuencia de una carencia anterior a ella. Sin embargo,
no podría afirmarse que, en este caso, se trate de una carencia mayor, ya que,
como dice el narrador a lo largo de la obra, Macabea nunca es aprehendida por
él, siempre es una otredad, como, por tanto, lo es el deseo de ella también. En
otras palabras, la escritura va más allá del autor; lo que explica que otro de sus
títulos sea “Yo no puedo hacer nada”.
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(y el sexo) el que atraviesa y conecta todos estos elementos: “Asesinato el más
profundo: aquél que es un modo de relación, el modo de un ser de hacer existir a otro
ser, un modo de sernos y de tenernos, asesinato donde no hay víctima ni verdugo,
sino un vínculo de ferocidad mutua” (67). El asesinato más profundo es, pues, la
muerte de la existencia individual y discontinua, cuya consecuencia es el nacimiento a “un modo de relación” en el que se da existencia a otro ser a través
del vínculo del deseo (la “ferocidad mutua”). Se trata de una especie de flujo de
existencias sin fronteras, donde -y esto es muy importante- no ocurre ningún
tipo de posesión: sí una ampliación de lo que era cada existencia separada, un
modo de serse, de tenerse abiertamente.
Ahora bien, vimos que Rodrigo S.M. inventa a Macabea porque “[e]se Dios de
ustedes (…) nos ha ordenado inventar”; entonces, dado que las palabras son la
huella del deseo de Dios, el lenguaje de los textos también va silenciándose y
va ampliando su deseo o, mejor dicho, pretende hacerlo, pues -parafraseando a
G.H.- las palabras se quedan sin poder nombrar la experiencia, pero sí alcanzan a estar en la zona de vibración (114):
Soy consciente de que todo lo que sé no lo puedo decir. Sólo puedo pintando o
pronunciando sílabas ciegas de sentido. Y si tengo que usar aquí palabras, tienen
que tener un sentido casi únicamente corpóreo, estoy en guerra con la vibración
última. (Lispector, 2003:13)
La narradora señala que, para representar la vibración última, sólo puede usar
sílabas ciegas; mirando cuidadosamente esa expresión, tenemos que imaginar
sílabas que tienen como único sentido de orientación/dirección las sensaciones. Es decir, el lenguaje que se acerca a la zona de vibración tiene que tener,
como dice la narradora, un sentido corpóreo. Esto implica que, por ejemplo, en
relatos como La hora de la estrella, los personajes sean semiabstractos sólo por
la fuerza de las circunstancias (55): veamos la conversación entre Olímpico y
Macabea:
-- (…). Escúchame: ¿estás haciéndote a la idiota o lo eres de verdad?
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-- No sé bien lo que soy, me parece que tal vez un poco… ¿un poco cómo?... Quiero
decir, no sé muy bien quién soy yo.
-- ¿Pero al menos sabes que te llamas Macabea?
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-- Es verdad. Pero no sé qué hay dentro de mi nombre (…).
El comentario del narrador es el siguiente:
(¿Pero y yo? ¿Y yo que estoy contando esta historia que nunca me ocurrió a mí ni
a nadie que conozca? Me siento abismado al ver que sé tanto de la verdad. ¿Será
que mi oficio doloroso es el de adivinar en la carne la verdad que nadie quiere
percibir?…). (54; énfasis añadido)
Macabea señala que no sabe qué hay dentro de su nombre y el oficio doloroso
de Rodrigo S.M. parece ser, entonces, asistir a lo que está dentro de “Macabea”.
Obviamente, nunca lo dice/nombra, sino que el narrador asiste a la zona de
vibración: la sensación en su carne (y en la del lector) de la dolorosa pobreza
de la norestina, la profunda injusticia social, por ejemplo; así como también, las
sensaciones del enamoramiento, del placer de un día de ocio, etc. La escritura
es, pues, jugar a la pelota sin pelota (Lispector, 2001a:18); el cuerpo siente y
juega con el balón aunque no esté. En otros términos, el sentir del cuerpo se
articula en la escritura, por eso se puede decir que la escritura es el cuerpo
(Negrón, 2009:249).
La zona de vibración, entonces, no está en el signo lingüístico, sino en otro espacio. Por lo mismo, es posible afirmar que, como señala Fitz (2001), la visión
realista de Lispector es “meretricious”, pues “the realist sign obscures its true status
as a linguistic sign by generating the illusion that through it the reader can perceive
‘reality’ as it ‘really’ is” (26). Así, la narradora de Agua viva le pide a su lector
que capte la otra cosa de la que habla:
Escúchame, escucha mi silencio. Lo que digo nunca es lo que digo sino otra cosa.
Cuando digo “aguas abundantes” estoy hablando de la fuerza del cuerpo en las
aguas del mundo. Capta esa otra cosa de la que en realidad hablo porque yo misma no puedo (…).
Me soy.
Pero está también el misterio de lo impersonal que es el “it”: yo tengo lo impersonal dentro de mí (...), me seco al sol y soy un impersonal de semilla dura y
germinativa (...).
La trascendencia dentro de mí es el “it” vivo y blando y tiene el pensamiento que
una ostra tiene (32-33).
En cuanto al entrelíneas u otra-cosa de la escritura, en el fragmento citado se
apela al lector y se le pide que comprenda lo que no tiene lenguaje. Otro ejemplo parecido en la misma obra lo vemos cuando la narradora dice que “Ésta
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El “it”, entonces, es aquello que la palabra no puede decir, o que lo dice entrelíneas; es esa zona impersonal que está más allá del yo y, a la vez, es el yo/todo.
Ahora bien, el “it” es lo que está entrelíneas en dos sentidos: en la escritura y en
la vida -si es que estos dos espacios se pueden separar en la obra de Lispector.
Está en el entrelíneas del mundo porque, en la obra de la autora, la vida es un
misterio; por eso, en el segundo párrafo citado habla de la ostra: un animal
que simplemente es; no tiene pensamiento, subjetividad ni lenguaje accesibles:
es/existe misteriosamente, indescifrable. Y en otra parte del mismo texto, la
narradora señala que “nosotros somos de soslayo” (75) y que presentimos el “it”
como una sabiduría sin explicación: es “como saber arreglar flores en un jarrón,
una sabiduría casi inútil” (74).
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es la palabra de quien no puede” (36); es decir que la palabra está en constante
batalla, ya que, por un lado, no puede contener o tocar la sabiduría de arreglar
un jarrón y, por otro lado, sí la bordea e incluso por bordearla (asiste a la zona
de vibración), es una palabra corpórea: una escritura que experimenta/vive, una
palabra que late articulando lo que “realmente es”.
Es, pues, una escritura “it”. Dice: “¿Esta palabra te parece promiscua? (...) Cuando pinto o escribo soy anónima. Mi profundo anonimato que nadie ha tocado nunca”
(Lispector, 2003:37). Bordea su anonimato, lo experimenta/escribe, pero a la
vez, lo mantiene como tal, lo mantiene en secreto: la escritura es, así, como la
ostra: es un secreto que está ahí, latiendo silencioso, delicado y que se es.
Este tipo de escritura (corpórea) va a contrapelo de los signos de la esfera de
actividad, pues regresa a lo que la cultura expulsa de lo civilizado (la violencia
de la muerte, la sangre, el cuerpo materno, el sexo, etc.). Como explica Kristeva
(2006), “podemos mantener abiertos los ojos [al deseo/fascinación materna] a condición de que nos reconozcamos siempre alterados por lo simbólico: por el lenguaje”
(110). En otros términos, el lenguaje, o la entrada al mundo simbólico, actúa
como una especie de ley de impunidad que “a partir de los elementos discretos,
encadena un orden, precisamente reprimiendo esta autoridad materna y la topografía corporal que las acercan” (Kristeva,2006:97).
Bajo este contexto, la obra de la autora intenta regresar a dicha topografía corporal silenciando el lenguaje. Así, G.H. señala, por ejemplo, que su diálogo se
va haciendo cada vez más mudo, que hablar con Dios es mudo y que hablar
con las cosas también lo es (Lispector, 2000:132). En otras palabras, el lenguaje pretende ir cosificándose/silenciándose/animalizándose. Y es que los textos
de Lispector no son relatos, son la vida primaria que respira, respira, respira
(Lispector, 2001a:15).
Las (im)posibilidades del lenguaje
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Más arriba se afirmó que, así como la existencia de los personajes se debe a otro
(o cobra sentido por otro), el lenguaje también emerge por un otro. Uno más
de los ejemplos a este respecto -y que copio como punto de partida para esta
sección- está en el siguiente fragmento:
Macabea, Ave María, llena de gracia, serena tierra de promisión, tierra del perdón, tiene que llegar el tiempo, ora pro nobis, y yo me uso como forma de conocimiento. Yo te conozco hasta la médula por medio de un sortilegio que va de mí
hacia ti. Extenderse salvajemente y entre tanto, por detrás, late una geometría
inflexible (Lispector, 2001a:77-78)
La yuxtaposición entre la Virgen María y Macabea es bastante clara, por lo que
se puede entender que la norestina es algo así como la otra orilla adonde llega
el deseo, la petición o la carencia. De ahí, entonces, que Rodrigo S.M. se refiera
a extenderse salvajemente, con una geometría inflexible; es decir, la relación de
deseo con Macabea (o con el otro, en general) tiene un modo (de deseo) inexorable, ésa es la forma de existir. Y ¿cómo se ve esto en la escritura de nuestra
autora?; pues, como señala el mismo Rodrigo S.M., es el sortilegio de la escritura lo que permite tal extensión. La novela en sí es una extensión, el narrador
experimenta un nacimiento y una muerte o, lo que es lo mismo, una experiencia
instantánea de lo Vivo, porque Macabea es la otra orilla de su deseo.
Otro ejemplo, menos macro, de que el deseo/posibilidad está en la escritura
-que siempre surge por otro, valga la reiteración- está en uno de los títulos de
la misma novela: “En cuanto al futuro.”. El punto aparte de este título “promete
una frase (un futuro) desconocida(o); el punto nos ubica en el estado de “casi”. Tan es
así, que Rodrigo S.M. en medio de su escritura dice: “En el futuro,
que no toco en este relato, (…)” (Lispector, 2001a:45); o sea que no
sólo el título, sino todo el relato es el vértigo de acercarnos al futuro: vértigo que llama a caer en el abismo de la carne: “mi oficio
es el de adivinar en la carne la verdad que nadie quiere percibir”
(54), dice el narrador de esta novela.
Ahora bien, la escritura que surge por el deseo hacia el centro de
la zona de vibración -llámesele Dios, lo sagrado, lo vivo, el otro,
etc.- no es una escritura inocua. Dado que regresa a lo anterior,
a lo corporal o al punto cero de la vida, se trata de una escritura
peligrosa, gozosa y destructiva a la vez. Así como puede ser una
especie de “salvación” (como en el caso de G.H., quien humaniza
su experiencia por el lenguaje), también tiene “un carácter traicionero (…), tiene algo de arenas movedizas” (Bataille, 1972 :25).
En Agua viva, por ejemplo, la narradora presiente el poder de las palabras y los
espacios desconocidos y prohibidos a los que la puede llevar:
Palabras… Me muevo con cuidado entre ellas porque pueden volverse amenazadoras; puedo tener la libertad de escribir lo siguiente: “peregrinos, mercaderes y
pastores guiaban sus caravanas rumbo al Tíbet y los caminos eran difíciles y primitivos”. Con esta frase he hecho nacer una escena, como en un flash fotográfico (25).
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Aquí vemos que la amenza de las palabras proviene de la libertad que éstas
ofrecen, pues llevan a la narradora a espacios totalmente desconocidos y ajenos
a la realidad y/o instauradores de una nueva realidad. En el caso de esta cita,
asistimos a la creación de una imagen de viajantes que se dirigen al Tíbet,
cuadro no tan alejado de lo real, como si la narradora sólo quisiera probar el
poder de la escritura, o sea, su poder creativo/performativo. No obstante, en
el siguiente párrafo continúa tentando dicho poder hasta que las palabras se
acercan a aquello que escandaliza a la esfera de la actividad:
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¿Qué dice ese jazz improvisado? Dice brazos anudados a piernas y las llamas
subiendo y yo pasiva como una carne que es devorada por la garra afilada de un
águila que interrumpe su vuelo ciego. Me expreso a mí misma y a ti mis deseos
más ocultos y consigo con las palabras una orgiástica belleza confusa. ¡Me estremezco de placer por entre la novedad de usar palabras que forman un inmenso
matorral! Lucho por conquistar más profundamente mi libertad de sensaciones y
de pensamientos, sin ningún sentido utilitario: estoy sola, mi libertad y yo. Es tan
grande la libertad que puede escandalizar a un primitivo (25).
El jazz improvisado deviene un águila devorador de carne, puesto que las palabras devienen música y, entonces, la narradora se entrega “pasiva” al placer
(“¡Me estremezco de placer …!”) violento de este jazz-escritura. Asimismo, los
ritmos de la música y escritura devienen matorrales, o sea que las palabras regresan, una vez más, al espacio de la naturaleza primaria; la narradora dice que
allí busca su máxima libertad, inútil (“sin ningún sentido utilitario”) y escandalosa para la esfera de actividad.
La libertad de la escritura, entonces, regresa a las palabras al espacio prohibido,
relacionado a lo sexual, al vientre materno, a lo animal, en fin, a lo abyecto. Así,
el último párrafo citado continúa de la siguiente manera: “Me rodeo de plantas
carnívoras y animales legendarios, todo bañado por la tosca y agreste luz de un sexo
mítico. Sigo delante de un modo intuitivo y sin buscar una idea, soy orgánica” (2626). Las referencias a los animales legendarios, al sexo mítico y a lo intuitivo
son un claro ejemplo de que la escritura arrastra a la narradora (y al lector)
al “principio”, que, según Kristeva, “precede al verbo”, anterioridad al lenguaje
en la que “sólo tenemos la experiencia del placer y del dolor” (Kristeva,2006:83).
Toda esta anterioridad se opone, pues, al orden que separa y regula la vida; al
regresar hacia allí, la escritura se torna abyecta y “lo abyecto no tiene más que una
cualidad, la de oponerse al yo” (Kristeva, 2006:8): la narradora retrocede tanto
que, por lo mismo, señala que es intuitiva y orgánica. De esa forma, cae en “lo
abyecto, objeto caído, [y] es radicalmente excluid[a], y [atraída] hacia allí donde el
sentido se desploma” (8). Para decirlo de otra manera, el deseo de la escritura es
una homologación con lo abyecto, una especie de regreso a lo “radicalmente
excluído”. A la vez, está en relación al amor, ya que al ser orgánica, la narradora
entrega su individualidad y sólo-es.
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Siguiendo con el sentido que toman las palabras cuando se dejan llevar por el
deseo, en La pasión… sucede algo parecido, ya que al inicio de su escritura, las
palabras son para G.H. una tabla sobre la que flota para no ahogarse en las inmensas olas de mutismo y, sin embargo, dejan de serlo, siguen lo anterior y van
llenándose de mutismo, mojando los pies de la protagonista; humedeciéndola
con lo esencial y violento de la vida. Esta humedad empieza a surgir cuando
G.H. olvida la lógica humana y se apropia de la lógica de la neutralidad de las
cosas; cuando ya se siente parte de la habitación de Janair y es una cosa: “Cuán
lujoso es este silencio. Tiene el cúmulo de siglos. Es un silencio de cucaracha que ob-
serva. El mundo se mira en mí. Todo mira a todo, todo vive lo otro; en este desierto
las cosas conocen cosas (55). Es, pues, con la lógica del desierto de las cosas que
G.H. puede abandonarse a la presencia de las mismas, puede ser parte de lo
anterior al lenguaje y puede, así, componer una escritura cuya lógica ya no es
racional, sino “cósica”, por ponerle un nombre.
En este contexto, las palabras dejan de ser un amparo y, a medida que avanza
la obra, se convierten en una amenaza, en un peligro que enfrenta a la protagonista con toda aquella anterioridad que va coartando su estado discontinuo.
Las palabras, aquí, son un reflujo de lo anterior, lo que hace de esta escritura
algo “radicalmente diferente”, pues “cuanto se pone en juego en la imposibilidad,
no se sustrae a la experiencia, sino que es la experiencia de cuanto se deja sustraer”
(Blanchot, 1996:90). En otros términos, la escritura se deja sustraer (como
la barca de G.H.) en la experiencia de lo anterior. Sin duda, esta experiencia
implica el peligro de muerte o, lo que es lo mismo, la entrega de la vida discontinua: una entrega amorosa.
Esto se ve también en Agua viva, donde la escritura se entrega a lo oscuro, pues
se deja llevar por el deseo y la pasión por la libertad:
Mi voz cae en el abismo de tu silencio. Tú me eres en silencio. Pero en ese ilimitado
campo mudo despliego alas, libre para vivir. Entonces acepto peor y entro en el centro de la muerte y para eso estoy viva. El centro sensible. Y me vibra ese it (60).
La narradora se deja llevar por el silencio que le es (el silencio de la escritura,
el de Dios, el de otro, etc.) y se lanza a la libertad aceptando lo peor: entrar en
el centro de la muerte, en el centro del “it” (como dice la narradora). Escribir
es, entonces, un gran peligro, ya que es descender a la muerte, a lo desconocido
y, allí, dejarse morir en ello. Esta caída implica, pues, la ruptura del yo discontinuo y la des-limitación errante del lenguaje; por ello, Agua viva termina así:
“Me miras y me amas. No, tú te miras y te amas. Es lo correcto. Lo que te escribo
continúa y estoy hechizada”.
A manera de conclusión, tenemos, entonces, que el lenguaje es siempre insuficiente para la profundidad del deseo; esta profundidad es una herida permanente que atrae al lenguaje, que, a su vez, queda herido en la búsqueda. De
modo que en la obra de Lispector, “Toda palabra es el abismo de la imposibilidad,
y en ella se cumple”. (Sotomayor, 2004:57).
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El amor y la escritura se corresponden; la distancia de la mirada-amor entre
el “yo” y el “tú”- se va disolviendo y, por lo mismo, la mirada des-limitadora
deviene amor. Dado que el “me miras-me amas” pasa a ser “te miras-te amas”
en la escritura -y pasa a serlo por el otro-, ésta también busca romper sus
fronteras, lo que escribe la narradora se abre: “continúa”, pues está hechizada
por lo Otro, que es infinito; tan infinito como se torna el deseo hechizado de
la escritura.
Universidad Católica Boliviana
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12. ------------. 1997. El erotismo. Barcelona: Tusquets.
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Callejón.
31. Tagore, Rabindranath. 1966. Gitanjali. Barcelona: Ediciones G.P.
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George Büchner
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
113 - 123
El primer servidor del
último hombre. A propósito
del escritor Büchner y
del soldado Woyzeck
The first server of the lost men. On
Büchner and Woyzeck the soldier
Blanca Wiethüchter*
Resumen:
El texto toma la obra dramática Woyzeck, de George Büchner, y se enfoca en
resaltar su significación simbólica y el sentido que reviste como lectura de la modernidad, marcando sus diferencias con la tradición del romanticismo y con la
obra de Shakespeare.
113
Palabras claves: drama, época moderna, Woyzek, Büchner, Shakespeare.
Este texto es el registro escrito de los apuntes que la crítica Blanca Wiethüchter hiciera como ayuda-memoria para dar
una conferencia en el Goethe Institute el año 1997, con motivo de la puesta en escena de Woyzeck en La Paz. Blanca
Wiethüchter falleció en 2004 y fue coordinadora del Departamento de Cultura de la UCB.
Ciencia y Cultura la recuerda y le rinde homenaje publicando estas notas, por ser una de las voces más importantes de
la poesía boliviana.
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*
Universidad Católica Boliviana
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Abstract:
The text emphasizes, on George Büchner drama Woyzeck, the symbolic meaning
and its implications as a reading of modernity, pointing out the differences with
the romantic tradition and with Shakespeare’s dramas.
Keywords: Drama, Modernity, Woyzeck, Büchner, Shakespeare
____________________
La obra de Georg Büchner no es precisamente muy conocida en Bolivia, a
pesar de haberse proyectado dos películas, La muerte de Danton y Woyzek,
basadas en su obra. Woyzeck se vio en la
versión del realizador alemán Werner
Herzog, con Klaus Kinsky. Aparte de
ello, creo que no hubo mayor difusión
de la reducida obra de Büchner por
estos lares, aunque debo aclarar que
no soy muy confiable en ese aspecto
(no sé si en otros lo soy). Como fuera,
la presentación de la ópera Woyzek, de
Alban Berg en el Goethe Institut en
estos días y el grupo Desnudoteatro
que presentará el drama, aunque tal
vez sea más certero decir tragedia, es
una buena ocasión para aproximarnos
a una obra que no ha dejado, a pesar de
todo el tiempo pasado (1836/37, más
de un siglo y medio), y, a pesar de no
estar acabada (tal vez sea su carácter
fragmentario una de las razones de su
actualidad), de interrogarnos sistemáticamente sobre la condición humana.
Georg Büchner vivió poco tiempo.
Un lapso cortísimo para lo que significa hoy en día nuestra medida del
tiempo. Vivió 24 años, al cabo de los
cuales murió de tifoidea en Zürich.
Estaba exiliado por razones políticas.
Según sus comentaristas, había terminado los estudios de medicina, estaba
enseñando en la Universidad, ena-
moraba epistolarmente y durante las
noches, clandestinamente, escribía.
Vivía apresurado, y no sin razón, así
lo confirma su biografía -lo dicho, 24
años no es mucho tiempo de vida en
un escritor. Por lo mismo, también sus
obras son escasas. Se cuentan dos dramas: La Muerte de Danton y Woyzeck,
éste último, como dijimos, inacabado,
una comedia: Leonce y Lena, un relato:
Lenz, un panfleto que tiene coautores, algunas cartas, trabajos escolares
y universitarios. Eso sería todo, pero
suficiente para pasar honrosamente a
una historia literaria exigente.
Me toca ocuparme aquí, ya lo dije, de
la tragedia Woyzeck, una obra que de
manera extraña (valga la retórica) se
introduce en nosotros, nos conmueve
y nos sugiere sensaciones tan contradictorias que de inmediato se destruye
la línea del tiempo que nos separa de
su versión al papel para dejarnos a solas, como toda lectura, con preguntas
sobre la condición humana, la ética, la
justicia social; sobre la pobreza, sobre
el centro y la periferia, sobre nuestra
condición de tercer mundo, aquí, en
Bolivia. Lo extraordinario es que la
obra se revela como un drama cuyas
innovaciones formales tiñen todo el
siglo XX. En realidad, no es poco.
Tengo el presentimiento de que no
muchos de los presentes han leído la
obra, de manera que me voy a permitir leer una síntesis de su contenido.
No es mía, aunque ignoro quien la escribió. La he obtenido, cosas del tercer mundo, a través de una fotocopia.
En el drama, Woyzeck es un simple
soldado raso que tiene con Marie un
hijo ilegítimo de unos cuatro años.
Para ayudar al mantenimiento de la
mujer y del niño, y como complemento a su soldada, se presta como conejillo de Indias para los experimentos
fisiológicos que realiza el doctor, para
lo cual debe comer exclusivamente
garbanzos durante meses. Esto va
trastornando su estado físico, de modo
que le surgen manías persecutorias y
alucinaciones, hasta culminar en visiones apocalípticas. Cuando Marie,
inducida por su propia sensualidad,
sucumbe a la seducción del Tambor
Mayor, despiertan los celos de Woyzeck. En una ocasión, observando a
los dos durante el baile, percibe las
apasionadas palabras de Marie: “Más
y más ¡y más y más!” (escena 11). Estas palabras se convierten en una obsesión para él. Adquiere un cuchillo y
lleva a Marie a pasear por las afueras
de la ciudad, donde la apuñala.
4
Es casi natural que para cualquier
lector se hace necesario resolver este
asunto, pues, lo dicho, la tragedia no
concluye y el lector se queda solo, sin
el final de la obra que en general lo
absuelve de este tipo de preguntas al
proponer una solución. Sin embargo,
esta no conclusión puede leerse como
señal de la fortuna, como llamaban
los griegos al destino, pues en lugar
de cerrar la obra sobre una condena,
la abre, asombrosamente, para sobrepasar lo sucedido e ingresar al interrogatorio sobre la condición social
humana. Ocurren cosas así. Porque es
cierto, si bien el drama no se terminó
de escribir, difícilmente podría uno
imaginarse un final más adecuado
a la trama, y lo digo a pesar de que
en algunas versiones, como la ópera
de Alban Berg, se opta por el suicidio del protagonista. El hecho de no
estar terminada o el carácter de obra
inacabada le otorga, a mi modo de
ver, un halo de perfección altamente
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Cómo habría de terminar el drama,
queda en última instancia, incierto…
Como posibles variantes del final, las
numerosas ediciones y escenificaciones modernas ofrecen, o el suicidio
de Woyzeck o su detención (y su condena) o la posibilidad de que muera
ahogado al intentar hacer desaparecer
el arma homicida. (Esc. 31)
Lo digo de una vez porque la interrogante persigue al preguntón durante
el trabajo crítico. Woyzeck es inocente y chau. Y con esta afirmación
quiero de una vez romper la tensión
a la que nos arrastra el drama al plantearnos implícitamente dos lógicas,
mejor, dos razones éticas distintas que
entran constantemente en contradicción y que se pueden sintetizar en la
siguiente pregunta: ¿es posible no juzgar un asesinato en el que el asesino es
tan claramente el asesino y en el que
uno cree que las razones del homicidio sobrepasan los valores negativos
del mismo? ¿Puede uno permitirse
pensar éticamente de esa manera?
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significativo. Si bien
muchos comentaristas
intentan “razonar un
final”, su ausencia está
en plena armonía con
el momento dramático: el asesinato de María significa, y el lector
lo intuye muy bien, la
muerte de Woyzeck.
¿Para qué añadir más
palabrerío? Lo que
tal vez valga la pena
plantear es que Woyzeck no podía
-después de saber de la infidelidad de
Marie o, si se quiere, de la humillación social que ello implicaba- continuar viviendo de la misma manera, y
que entonces, no le queda sino afrontar el riesgo de destruir. En ese lugar
encuentra Büchner al hombre actual:
el hombre nuevo, solitario, misántropo. Pero no nos apresuremos.
Lo que se desprende de la obra como
un vacío es ciertamente el juicio de
Büchner sobre el caso. O tal vez no
se trate sino de nuestro propio vacío
para valorar éticamente el caso. Y
aquí entran en juego elementos extra
literarios. La elección del tema por
parte de Büchner no es casual, evidentemente. Su preocupación es ética
y social. En años anteriores había sido
juzgado y sentenciado a muerte en
Leipzig un antecesor del anti-héroe
de apellido Woyzeck por asesinar a su
concubina en un ataque de celos. De
lo que se desprende que la intención
del autor fue precisamente intervenir
en la reflexión sobre la sentencia de
aquel juicio; y lo que propone es “otra”
-entre comillas- versión de aquel pro-
ceso o, más apropiado
ahora, otra versión de
ese texto que condenó
a muerte a aquel soldado. No sabremos nunca
la sentencia de Georg
Büchner, pero sí otras
cosas, como, por ejemplo, de qué manera se
puede transformar al
lector en testigo de un
crimen para obtener de
él el derecho de pensar
de manera autónoma y proponer, mal
que bien, una esperanza que permita
existir. Estas obras no contienen en
realidad una respuesta sino una pregunta. Una apelación.
Los especialistas en Büchner insisten
en la influencia que tuvo en este autor
la obra dramática de Shakespeare. Y
parece ser cierto que las referencias y
directamente citas de la obra del gran
dramaturgo inglés encienden la obra
de Büchner. Prueba de ello es de algún
modo la versión en español que he
leído. En ella, el traductor, José Luis
Cerezo, se da el trabajo de mencionar
las citas o el parentesco de alguna figuras con las del escritor inglés.
También resulta popular, diríamos a
estas alturas, la comparación que se
hace de Woyzeck con Hamlet, pues
aparece citado en múltiples comentarios, gracias, tal vez, al ensayo del
escritor Rodolfo Modern, un crítico argentino volcado a la literatura
alemana, titulado Woyzeck: un antiHamlet. Según este caballero, en Woyzeck, Büchner buscaba un personaje
contrapuesto al héroe más famoso de
Shakespeare, buscaba el antihéroe.
No tengo las armas suficientes como
para dirimir este asunto, lo cierto es
que las referencias y las citas existen
y que la contraposición de ambos
personajes resulta realmente productiva. Pero, antes de ingresar concretamente en la contraposición de ambos
personajes, es necesario remarcar que
no sólo son los textos o imágenes de
Shakespeare los que tienen el privilegio de ser reproducidos.
Las citas de Shakespeare aparecen
efectivamente bajo la luz de su propia
aureola como textos absolutos. Veamos dos:
El cuchillo ensangrentado en la imaginería culposa de Macbeth aparece
intocado en la imaginería de Woyzeck: La luna es una larga daga ensangrentada, dice el soldado alemán
visionario.
También la frase de Otelo antes de
matar a Desdémona (“Nunca beso tan
dulce fue tan fatal…”) coincide con Büchner, manteniendo todos los poderes.
Woyzeck: Qué labios tan ardientes tienes, ardientes, ardiente aliento de puta,
y a pesar de ello daría cualquier cosa por
besarla una vez más.
Por ejemplo, el cuento que narra la
abuela a los niños es una reelaboración de dos cuentos de los hermanos
Grimm. En el relato, la situación del
pequeño héroe nunca deja de ser desgraciada, nunca se transforma, parece
un “aparecer” kafkiano, pues repetitivamente no deja de encontrar valores
deteriorados y su viaje por el universo
resulta del todo inútil. De esta manera no se puede cumplir la función
compensatoria de los cuentos de hadas. Así, en Woyzeck, esta función se
demuestra imposible porque, en realidad, el mundo está muerto. La abuela, que por mandato de la tradición
también narra el cuento en el drama,
ya no puede transmitir los mismos
valores: estamos en otro tiempo. La
esperanza se revela inútil. Las cosas
ya no están en el mismo lugar, han
cambiado. El mundo ha muerto, lo
que concuerda con la afirmación de
Woyzeck en la primera escena:
Silencio, nada se mueve, como si hubiera
muerto el mundo. (186)
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En estas citas es cierto que el espíritu
shakespereano no es traicionado, como
si lo que tenía que decirse no hubiera
podido expresarse de mejor manera.
Pero este trabajo intertextual tiene en
Büchner otros matices cuando la cita
proviene de los cuentos de hadas o de
la Biblia, puesto que los textos reproducidos participan activamente en la
elaboración de nuevos sentidos. Estos
fragmentos trasladados no sólo deben
ser valorados como anafóricos, simples
repeticiones, como en el caso de los
desplazamientos textuales de Shakespeare, sino como una transformación
de los hilos discursivos antecesores en
los que se busca producir una fractura
ideológica. Para realizar esta articulación, ¿qué libros más conocidos que
la Biblia y los cuentos de hadas de los
hermanos Grimm? (Rumpelstilzchen, o
Los siete cuervos), que ahora, en el Woyzeck, se articulan a una situación discursiva no sólo nueva sino contraria en
sus sentidos profundos. Se trata pues
de introducir fragmentos de un discurso colectivo conocido para proponer,
articulado al propio, un texto nuevo.
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Pero, aquí va el cuento, relatado por
aquella abuela: (Manfred Schönfeld
es el traductor):
Había una vez un niño pobre y no
tenía padre y no tenía madre y todo
estaba muerto y no había nadie en el
mundo. Todo estaba muerto y entonces fue y buscó día y noche. Y porque
no había nadie en la Tierra, quiso ir
al Cielo. Y la luna lo miraba con tanto cariño. Y cuando finalmente llegó
a la Luna, ésta no era más que un
trozo de madera podrida. Y entonces
fue al sol. Y cuando llegó al sol, éste
no era más que un girasol marchito,
y cuando llegó a las estrellas no eran
más que pequeños mosquitos dorados
que estaban pegados allí, así como la
urraca los pone sobre las acacias. Y
cuando quiso volver a la Tierra, la
Tierra era un jarrón volcado. Y el
niño estaba muy solo, y se sentó y lloró y todavía está sentado allí y está
muy, muy solo.
Isis debe buscar los pedazos del cuerpo de Osiris para reconstituirlo. Aquí,
el cuerpo textual ya no es el mismo
y los pedazos recogidos ya no dan
cuenta del cuerpo íntegro de lo que
fue un cuento de hadas. La versión
de la abuela es otra. El hombre-niño
aparece inevitablemente abandonado
a su suerte en un universo deteriorado, por no decir directamente podrido. Esa es ahora la tradición que
inauguran las abuelas, y el mismo Büchner se hace precursor con ello de
los “hombres subterráneos” que, como
él, hablan de los seres sumidos en la
vergüenza de ser, y sin permitirse morir de modo tan sorpresivo, continúan
esta nueva versión del hombre: Dostoievski y Nietzsche.
Otra forma de intertextualidad propuesta por Büchner es la que construye el hilo bíblico. Aquí las citas de
la Biblia no sólo funcionan como presagios apocalípticos, como en la primera escena de Woyzeck: el fuego, las
trompetas, la huida de Lot de Sodoma y Gomorra…
Los textos pueden, a veces, no ser trozos de lo que un día fue un cuerpo
único, sino presentarse sin modificaciones, pero con un lector que ha perdido la comunicación profunda con
ellos, o si se quiere, la fe.
Marie (hojeando la biblia): Y no se halló
engaño en su boca. ¡Señor, Señor! No me
mires. (Sigue hojeando)…Pero los fariseos le llevaron una mujer sorprendida
en adulterio y la colocaron en medio.
Pero Jesús dijo “tampoco yo te condeno.
Vete y no peques más” ( Juntando las
manos) ¡Señor, Señor! No puedo. Señor,
permíteme tan sólo rezar.
En este ejemplo se puede observar
con claridad la pérdida de convicción
en la lectura de la escritura. La Biblia,
que es la Escritura por excelencia, ha
perdido el poder de convocatoria, y
de esa manera el deseo de la mujer se
hace superior a la palabra que ahora
profana.
Se trata, en estos dos casos, de la réplica fragmentaria de un discurso colectivo, ajeno a la obra misma, que se
saca de su contexto primigenio para
recontextualizarlo en otro texto, ordenándolo según la razón del propio
escritor, que elabora de esta manera
uno absolutamente original.
De algún modo, esta ruptura textual
es también un quiebre de mundo. El
hombre tiene que vérselas con significados tradicionales rotos. Se resignifica una época, fracturándola en sus
sentidos habituales. Así, la significación del espíritu clásico mitológico,
que, visto desde esta nueva mirada,
permite que se quiebre la definición
que los construía mitológicamente.
En este caso, se trataría de los mitos
de Narciso y Eco, que rompen los
prohibiciones sobre las que se erige su
identidad. Recogiendo la sugerencia
que a este respecto hace Lisa Block,
se podría decir que al fin Eco lograría
un encuentro con Narciso.
A través de la cita ambos se encuentran: Eco se repite, Narciso se refleja;
en fragmentos o por entero una y otro
doblan su imagen en la lectura que
es una repetición parcial, como el eco,
silenciosa como la reflexión del texto.
Pero aún creo que hay que añadir un
comentario más al trabajo intertextual
de Büchner, y que también es parte de
las formas registradas en la literatura
del conflictivo siglo XX. Se trata de la
famosa, desde Mallarmé, “muerte del
autor”, en favor del libro.
La intertextualidad, como estrategia escritural sistemática en el Woyzeck, -no olvidemos que, además de
Shakespeare, la Biblia y los cuentos
de hadas, también figuran las canciones populares-, produce un efecto de
lectura que tiende a borrar la presencia del autor. Sucede que con la reproducción de textos conocidos, deformados o no, -y siempre y cuando
mantengan su señal de procedencia
discursiva y que son
de conocimiento colectivo- se elabora
algo así como un ganar autonomía del
discurso sobre el autor, pues no se observa la invención de un
escritor sino la lógica
de un discurso sobre el
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Podría decirse, entonces, que el texto
mismo del drama se abre a otros discursos para cerrarse luego, realizando
una nueva articulación que al recoger
-nuestro primer caso de los cuentos
de hadas-, fragmentos, trozos, que
cortados del discurso anterior al que
pertenecen, lo destrozan para componer otro que inaugura una memoria
textual diferente. A
esta estrategia la llamaríamos hoy en día
simplemente un trabajo de bricolage. O en
términos que siempre
quieren ser nuestros, la
confección de un saco
de aparapita. Pero no
hay que olvidar que
esto ocurrió un siglo y medio atrás, y
que semejante collage significa no sólo
una discontinuidad sino una clara
ruptura, no sólo con Shakespeare, por
mucha influencia que éste haya podido ejercer sobre Büchner, sino con el
romanticismo o, si se quiere más puntillosamente, con el pos-romanticismo
para ingresar con un siglo y medio de
anticipación a las formas críticas de la
pérdida de todas las seguridades, que
no han constituido sólo una escuela sino construido el espíritu que ha
atravesado/atraviesa todo el siglo XX.
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mundo que ha cambiado, como prueban los acontecimientos que padecen
los personajes del drama, y que ya no
tienen lugar en el mundo. Es el devenir de un discurso histórico el que se
impone sobre un discurso individual,
aun si paradójicamente sea Woyzeck
un héroe salido del individualismo
romántico. Puesto que no importa
Woyzeck, importa lo que el mundo
ha hecho del mundo, valga el juego
de palabras.
Si Hamlet, el Príncipe de Dinamarca,
está forzado a componer el mundo
que se ha salido de sus goznes, Woyzeck, ni príncipe ni mendigo, no tiene
más tarea que la propia sobrevivencia
y la de su familia. Nada lo ata al mundo. El mundo, como él mismo había
podido constatar en su delirio, está
muerto. Lo hemos oído, también lo
cuenta la abuela.
Ahora bien, en lo que sigue, no vamos
a retomar estrictamente las comparaciones y oposiciones que hace Modern
entre la más célebre obra de Shakespeare y Woyzeck. Nos interesa un
ingreso, más que a las similitudes, a
las diferencias, las que resultan sumamente productivas para comprender el
mundo que elabora Büchner en la tragedia. Pero, particularmente, hay algunas contraposiciones no elaboradas
por Modern que me gustaría relevar.
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Hamlet se encuentra con un mundo “mancillado”, por decirlo así, de
la misma manera como denuncia a
Tebas el oráculo que pide Edipo. Un
crimen impune es la causa del estigma a la que tanto Edipo como Hamlet tendrán que ofrendar la vida. En
el primer caso, por ser Edipo mismo
el culpable y, en el segundo, como una
especie de chivo expiatorio. No hay
más. Mal o bien, se trata de “salvar” el
mundo, la comunidad, se trata de un
acto de purificación. El heroísmo de
ambos está en su linaje. Edipo es rey;
Hamlet, príncipe. Nada más lejos de
éstos que Woyzeck, el último eslabón
de la escala social. Como el mono, en
palabras del charlatán de feria, que en
la escala animal elevada a la humana
puede decirse que ha adquirido ya,
por lo menos, la calidad de soldado.
En armonía con la pertenencia aristocrática del príncipe de Dinamarca,
le favorece un lenguaje pulido, célebres frases y una gran amplitud en sus
razonamientos sobre el mundo, sobre
la muerte, sobre la locura. Goza de la
libertad de tratar mal a todo el mundo, de burlarse y, finalmente, en esta
empresa purificadora, de “limpiarse” a
variados amigos, y no sólo a Claudio
el implicado principal. El “mundo”,
como se dice popularmente, le “debe”,
sí. Está bien, finalmente está pagando
un precio por algo que no ha cometido. En tanto la historia de Woyzeck
es aun más triste que un calcetín izquierdo, por lo que le falta de heroico,
de grande, de palabras célebres. Si no
es estrictamente un lenguaje monosilábico el que acompaña a Woyzeck
sí es audible un lenguaje atado a lo
pobre, al dialecto, a lo entrecortado, a
lo que nunca realmente llega a tener
forma, ya sea por las interrupciones,
ya sea por sus propias carencias.
Woyzeck. Verá, doctor, a veces uno tiene
ese carácter, esa estructura. Pero la naturaleza es otra cosa; mire, la naturaleza…
(se chasca los dedos). Es como si… ¿cómo
lo diría yo, por ejemplo…? (197)
Oh, eres tonto, absoluta y despreciablemente tonto etc.
Doctor: Woyzeck, estás filosofando
otra vez…
Eres un buen hombre- (pero) piensas
demasiado
Por otra parte, el príncipe Hamlet
sabe quién es y no necesita ser identificado. Su nombre recorre con honores la tragedia sin necesidad de dar
explicaciones, en tanto una intención
de identificar al soldado Woyzeck recorre el drama de Büchner. Este esfuerzo de “definir” se realiza a través
de todos los personajes principales,
incluido él mismo.
El doctor, que lo usa de conejillo de
Indias, lo mantiene desde hace unos
buenos meses a plan de garbanzos
para medir el equilibrio entre la composición química de los alimentos
ingeridos y los residuos expulsados,
de ahí los delirios y desmayos del
soldado Woyzeck, que son valorados
inmediata y profesionalmente por el
médico:
La más reiterada y significativa forma es, sin lugar a dudas, el uso de la
tercera persona, que ejercen tanto el
doctor como el capitán al hablar con
Woyzeck. La traducción al castellano
no registra esta forma impersonal, que
debe ser entendida en este caso como
el ninguneo de Unamuno, que originalmente proviene de las partículas
ni, no, uno, que implican la exclusión
total de la persona a la que se refiere y
que convierte al soldado Woyzeck en
plena conversación con el capitán o
con el doctor o con el profesor en un
tercero excluido. Es decir, el soldado
Woyzeck es, por comenzar, ninguno.
Dr.: Padeces la más bella aberratio mentalis partialis de segunda especie: ideas
fijas con estado general racional, ¿Haces todo como de costumbre, ¿afeitas a
tu capitán?… Eres un caso interesante.
Sujeto Woyzeck, recibirás un aumento.
¡Sigue portándote así! ¡Muestra el pulso!
Venga… etc.
El capitán, al que sirve de barbero
para hacerse de unos pesos, preocupado por el tiempo y la moralización se
esfuerza constantemente en definirlo,
de alguna manera, en conocerlo,
Un hombre bueno que tiene tranquila la conciencia…./
Dr. Examínenlo, señores, examínenlo
A propósito Woyzeck, mueve las orejas para los señores: tenía ganas de
enseñárselo. Dos músculos actúan en
él. ¡Allons, adelante!
121
W. Ay doctor
Dr. Bestia, ¿tendré que moverte yo
las orejas? ¿quieres hacerlo como el
gato? De modo que, señores, éstas son
etapas de evolución hacia el asno, habitualmente…
A su vez, el mismo Woyzeck va definiéndose a lo largo de sus conver-
Revista número 25 • noviembre 2010
Siempre pareces tan apremiado/un
hombre bueno no se conduce así
La humillación del soldado como
conejillo de Indias se hace casi insoportable en la escena entre el médico
y los estudiantes:
Universidad Católica Boliviana
saciones como un “pobre diablo” que
por pobre no tiene acceso a la moral,
ni a las virtudes. De alguna manera
Woyzeck verifica en sí mismo la mirada con la que los otros lo miran.
Lo cierto es que en realidad accede
a nombrarse tan sólo cuando puede,
por primera vez, ejercer su voluntad
con libertad. Y esto sucede el instante en el que, harto de vacilaciones,
ha decidido finalmente hacer caso
al acoso al que le someten sus celos,
su humillación y matar a Marie, que,
como él mismo lo afirma, cuando el
Capitán le sugiere la infidelidad de la
mujer:
Woyzeck Mi capitán, yo soy un pobre
diablo, y no tengo otra cosa en el mundo
mi capitán; si Ud. se burla…
Revista número 25 • noviembre 2010
122
No sé si extrañamente o no, pero la
decisión del asesinato es probablemente una de las causas de recuperación de cierta dignidad, esto es, del
ejercicio de la libertad de un sujeto.
La decisión de matar es suya y le devuelve su condición de hombre libre.
Pues, sujeto al reino de la necesidad,
Woyzeck era un animal o bestia, como
decía el doctor, bestia de trabajo para
solventar lo único que le posibilitaba
la sobrevivencia en este mundo: Marie. Desaparecida ella, ¿qué es lo que
puede atarle a este mundo? Su decisión de alguna manera lo convierte
en el hombre rebelde del que hablaba
Albert Camus. Es el hombre que dice
no a la ofensa de ser en esas condiciones. Es reemplazar el valor del
juez por el de creador. Su tentativa de
vivir, por decirlo en palabras de Antonin Artaud, consistiría en: “He luchado por tratar de existir, por tratar de
consentir las formas (todas las formas)
de las que la delirante ilusión de estar en
el mundo ha revestido la realidad”, y lo
único, -esto es añadido mío- que he
conseguido, es verificar mi nada y la
extrañeza de mi existencia.
Para Woyzeck, hacerse libre es acceder a una identidad, ya no ser “ese
pobre diablo que soy”, sino asumir la
dignidad de un nombre propio que lo
identifica como un ser humano. Ese
momento, casi sagrado en la obra,
pues paralelamente se desprende de
la tierra, de su vida y de sus contadas
tenencias, lee en voz alta:
Friedrich Johann Franz Woyzeck,
que tiene una función social y pertenencia
Soldado, fusilero, del Segundo Regimiento
Segundo Batallón, Cuarta Compañía, con fecha de nacimiento, nacido
el día de la Anunciación de María…
y que el día de su libertad tiene 30
años, 7 meses y 12 días.
Ahora bien, si la decisión de matar a Marie, que es obviamente una
elección transgresora de la ley, es el
ejercicio de su única libertad posible,
entonces ¿qué es lo que nos quiere
decir Büchner? Si la libertad de este
último eslabón de la escala social, de
este último hombre sólo se cumple en
contra de la ley, ¿entonces cualquier
intento de dignificación de sí mismo
estaría siempre subordinada a transgredir la ley y a hacerse culpable? Entonces, querría decir que Woyzeck es
culpable, no por asesinato, sino por
ser lo que es, por pertenecer a la escala social más baja, porque en el mun-
do no hay lugar para sujetos como él
en el ordenamiento social del mundo.
La transformación de Woyzeck como
individuo hacia el reino de la libertad
pasa pues necesariamente por la condena. No tiene salida.
El enclaustramiento, o si se quiere “la
culpa”, entre comillas, de Woyzeck es
la pobreza, a la que no asiste ninguna
razón. Hay en esta obra de Büchner
una interpelación al mundo que clama por una ley liberadora del pobre,
así tal cual suena, que nos concierne
directamente a nosotros como país
del tercer mundo y condicionados
a la culpabilidad de nuestros pobres
recursos y a la imposibilidad de liberación a no ser por la vía de la transgresión. Véase el caso de Cuba vista
hacia Estados Unidos. El margen, la
periferia o como quiera llamársele, es
culpable de ser. Y sin embargo, no habría centro sin margen. ¿Entonces?
Y para terminar, volvamos sobre Hamlet. Su muerte liberadora logra poner el mundo entre sus goznes, convirtiéndolo nuevamente en habitable.
En tanto, la condena de Woyzeck, la
que de alguna manera estamos padeciendo, no sirve a nadie, y sólo está
ahí para poder constatar que el mundo hueco seguirá girando indiferente sobre sus ejes porque Woyzeck es
ninguno para nadie, es nada.
Hamlet: Yo muero, Horacio; tú vives,
explica mi conducta y justifícame a los
ojos del que ignore.
Sin pedírselo, expresamente puede
reconocerse en el gesto de Büchner
un servidor del último hombre, del
más desgraciado, y nos cuenta esa
historia de la que nos hacemos eco:
de Johann Cristian Woyzeck nacido
en 1770 en Leipzig, hijo de un peluquero, que después de varios intentos
de establecerse, había servido como
soldado raso en las tropas holandesas,
suecas y prusianas; al ser licenciado,
volvió a Leipzig, donde entró en relación con una viuda de mediana edad,
que al mismo tiempo mantenía relaciones con otros hombres. Woyzeck,
que siempre había tenido que sufrir
muchas humillaciones, apuñaló por
celos a su amante y, después de un
largo proceso, fue decapitado públicamente en Leipzig el 27 de agosto
de 1824. Los informes médicos solicitados por el fiscal y la defensa suscitaron una larga diatriba sobre la capacidad mental del encausado. ¿Había
cometido el presunto demente su crimen con premeditación y alevosía y,
por tanto, merecía la pena asignada
según el orden jurídico vigente?
No sé si con esta historia Büchner
hace posible el mundo, pero tal vez le
entrega una memoria…
123
Revista número 25 • noviembre 2010
Si desaparece el África, como alguien
dijo alguna vez, no pasaría nada importante en las relaciones económico-sociales del mundo. No está lejos
de aplicarse a Bolivia. Al parecer, por
aquí cerca, no hay nada que merezca
siquiera la memoria y aquí aparece
nuevamente Büchner como haciéndose eco de Hamlet, cuando herido
de muerte solicita a Horacio,
Ecos y
propuestas
Giorgi Lukacs
Emile Cioran
Walter Benjamin
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
127 - 140
Ensayo, otredad y
tiempo fracturado
The essay or Form, Otherness,
and the Fracture of Time
Javier Sanjinés C.*
Resumen
El artículo propone la adopción del ensayo como forma discursiva que expresa
adecuadamente la tensión irresuelta entre la crisis de la modenidad cultural y
política importada de Occidente y el planteamiento de una alternativa descolonizadora y desembarazada de la tradición historicista hegeliana.
Palabras clave: Ensayo, modernidad cultural, modernidad política, descolonización.
127
Abstract
Keywords: Essay, cultural modernity, political modernity, de-colonization.
*
University of Michigan Ann Arbor.
[email protected]
Revista número 25 • noviembre 2010
This article posits the essay as a discursive form capable of expressing appropriately the unsolved tension between the crisis of present-day western cultural and
political modernity, ant its de-colonizing alternative, free from the tradition set
up by the perspective of Hegelian historicism.
Universidad Católica Boliviana
Revista número 25 • noviembre 2010
¿Debemos seguir empeñados en construir el futuro, en buscar el progreso,
sin detenernos a considerar las razones por las cuales hoy asistimos a la crisis
del proyecto histórico de la modernidad? ¿Acaso no presenciamos el impasse histórico producido por la falta de un mapa capaz de orientar los futuros
transitables? ¿No son precisamente sociedades “periféricas”, olvidadas o rezagadas por los sistemas de conocimiento dominantes, las que hoy rechazan, a
veces mediante el ejercicio de la violencia, sistemas filosóficos y morales que
la modernidad concebía como universales? La duda, esa exaltación de profeta
desilusionado, parece haber bañado como agua regia todas las certezas que
apuntalaban nuestra existencia, y que nos cegaban convenientemente, a fin de
que pudiéramos continuar existiendo en un universo que acabó por perder su
meta, su certero rumbo.
¿Qué hacer ante la duda que nos invade? Desolidarizarnos de la especie sería
olvidar que no se es nunca tan humano como cuando se lamenta serlo, como
cuando se comprueba que es imposible eludir lo que está sucediendo. Afirmo
desde ahora, al igual que más tarde, cuando aborde la propuesta del ensayo, que
de lo que hoy dudamos no es tanto de la muerte como del nacimiento de una
nueva era, suceso que ya no puede ser buscado con la confianza con que esperábamos la llegada plena de la modernidad. Para vastos grupos humanos que
han encontrado la voz en el justo tono de la afonía, la conciencia se presenta
sin desearla, enfangada en lo virtual, gozosa de la plenitud nula de un yo, de
una identidad que debe franquear el espinoso camino que la lleva a hurgar en
un pasado “ruinoso”, en un “yo” anterior al que surge con la modernidad. Ahí,
en ese espacio, mejor aun, en ese espacio-tiempo, estaría la luz de lo que E.M.
Cioran llama “la pura anterioridad” (Cioran, 1980). Al no poder confirmarnos
en el aullido animal, ni en la inanidad mineral, los humanos nos vemos obligados a urdir un nuevo proyecto que más se nutre de pasado y de un presente
continuo que de futuro. Su “ritmo” exige un nuevo estado, una nueva disposición de ánimo no condicionada exclusivamente por los supuestos filosóficos
-particularmente, aquéllos que gobiernan la moderna filosofía de la historiaque rigen la temporalidad occidental. Hoy día, la dinámica
social de nuestros pueblos desprestigia muchos de nuestros
prestigiados conceptos y obliga a reconsiderar la estructura espacio-temporal de nuestro pensar. No se trata de que
seamos indiferentes espectadores del problemático tiempo
histórico que nos toca vivir. Todo lo contrario: nos toca ser
desengañados observadores, críticos de la meta utópica de la
modernidad. Puesto que no se puede hoy dejar de cuestionarla, creo que conviene abordar algunos de los aspectos, sin
duda conflictivos, de esa meta de la cual hoy dudamos.
1. La modernidad en vilo
Vista desde la perspectiva europea, desde el pensamiento que se tiene por “universal”, la modernidad -el proyecto histórico que comenzó en el Renacimiento
con el “descubrimiento” de América- sentó sus fundamentos teóricos durante
el siglo XVII. Pero fue el siglo XVIII que transformó el pensamiento filosófico. Menos teólogo, menos erudito (salvo quizás algunos casos extraordinarios
como los de D’Alembert y de Buffon), filósofo de este siglo fue el hombre
europeo que se mantuvo al corriente del avance de las ciencias, que tomó parte
en todas las disputas intelectuales, que se apasionó por las cuestiones de la teoría política (piénsese en Diderot) o por la accíón (tengo en mente a Voltaire),
y que, sobre todo, se convirtió en hombre de letras. En efecto, la filosofía, en
adelante, se expresará en cuentos, en obras de teatro (Voltaire, Diderot), en
novelas (Rousseau, Jacobi). Y los filósofos, los modernos pensadores, reflexionarán sobre la estética, de la que, con Baumgarten, a mediados del siglo, se
soñará hacer ciencia.
Rasgo fundamental del siglo XVIII es que en él se asistió al conflicto creado
por la ambigüedad de la naturaleza humana. Poco convencido de la existencia
de Dios y de haber sido creado a su imagen, ambiguo respecto del mundo
material del que llega a afirmar que es el producto y el dueño, ignorando si depende más de su propia organización o de causas exteriores, el hombre europeo
debió, no obstante, situarse, construirse como sujeto histórico, cambiarse de
hombre social a hombre civil, diferenciarse de aquéllos que no estaban convidados a participar del festín de la modernidad. De ello se deduce que el nuevo
sujeto sobresalió por su “perfectibilidad” (Rousseau), por la “superioridad” de
una razón que era la única capaz de combinar sus ideas mediante el lenguaje y,
gracias a él, poder inventar. En cuanto a la relación con sus semejantes, particularmente con esos conglomerados humanos distantes, colonizados, solamente
quedó la duda: ¿estaba el europeo vinculado a ellos por accidente? ¿quizás por
instinto? Fue la necesidad de autoidentificarse que hizo que el europeo imperial debiera definir al “otro”, llamarlo “salvaje”, relacionarlo con el hombre
natural. Y ¿qué pensar de la variedad de las razas humanas? Puesto que no se
hablaba todavía de evolución, el “otro” terminó siendo una especie constante
cuyas variedades eran imputables a toda clase de factores: clima, alimentación,
mezcla de sangres, degeneración, selección de los más fuertes. En suma, el europeo investigó, creó, pero también justificó arbitrariedades y erró.
Revista número 25 • noviembre 2010
¿Podía el dominado, el sojuzgado, aceptar pacíficamente una modernidad que
se le imponía desde afuera, que lo definía sin importar las particularidades de
su propio ser? Conflictuada por los intelectuales que provenían de las ex colonias de España, de Portugal y de Francia, la mirada victoriosa y rectilínea de la
modernidad no podía ser tenida en cuenta si no se la asociaba con la “colonialidad”, es decir, con su concepto complementario, con esa violencia histórico-
129
Universidad Católica Boliviana
estructural que Walter Mignolo ha denominado, siguiendo el pensamiento de
Frantz Fanon, la “herida colonial” (Mignolo, 2005: 5-8), y que constituye, aún
hoy, el lado oscuro de la modernidad. Pues bien, esta ‘herida’, que introduce la
duda en el certero y bienaventurado rumbo de la modernidad, no es otra cosa
que la consecuencia, física y psicológica, del racismo, del discurso hegemónico
que les negó y les niega aún la humanidad a los desposeídos, que se arroga la
capacidad de comprenderlo todo y de clasificar el estadio de evolución y de
conocimiento de los demás.
La Historia, conocimiento forjado en el siglo XVIII por el movimiento mismo
del método analítico, es hasta el día de hoy el privilegio de la modernidad que
los subordinados también pueden tener si se adaptan a la perspectiva impuesta
por el conocimiento europeo. Esta perspectiva gobierna la vida, la economía, la
subjetividad, la familia y la religión de las naciones dominadas y modeladas de
acuerdo con los principios organizativos de las naciones dominantes.
Vista desde la “otredad”, desde el punto de vista de los dominados, la Historia
es una institución que legitima el silencio de las otras historias; que oculta el
testimonio de los desheredados. Así, la propia filosofía hegeliana de la Historia
es el mejor ejemplo de cómo Occidente tornó irrealizable cualquier otra posible visión de mundo. Occidente retuvo las categorías de pensamiento a partir
de las cuales el resto del mundo pudo ser descrito, interpretado y clasificado.
El “occidentalismo” de Hegel se ubicó, geohistórica y geopolíticamente, en el
corazón de la modernidad.
Ahora bien, la así llamada “matriz colonial del poder”1 -de la cual la filosofía
hegeliana de la Historia es pieza fundamental- sólo podía ser observada críticamente si se construía un nuevo paradigma capaz de entender la diferencia
del desheredado, es decir, la “diferencia colonial”. Como bien lo ha observado
Mignolo (2003), éste es un giro geopolítico de notable importancia al interior
del propio conocimiento. Gracias a él caemos en cuenta de que sólo cuando
se abandona la creencia natural de que la Historia es una sucesión cronológica
de acontecimientos ordenados linealmente (pasado, presente, futuro) en pos
del desarrollo progresivo de la humanidad, se comprende que, en realidad, ella
está entretejida con la colonialidad en una distribución espacial de nódulos que
ocupan un lugar “estructural” y no simplemente lineal. Más importante aun es
tomar conciencia de que cada hito histórico, además de tener una ubicación
Revista número 25 • noviembre 2010
130
1 La matriz colonial del poder debe ser entendida como una empresa que trabaja los cinco ámbitos a partir de los cuales
se controla la experiencia humana: 1) el económico, particularmente la apropiación de la tierra, la explotación del trabajo
y el control de las finanzas; 2) el político, fundamentalmente el control de la autoridad, 3) el cívico, particularmente el
control del género y de la sexualidad; 4) el epistémico, es decir, el origen y el control del conocimiento; 5) el personal, es
decir, el control de la subjetividad.
La mayoría de las veces, esta matriz colonial opera de manera invisible a los ojos distraídos. En los hechos, la combinación
de, por un lado, una ideología en expansión (el cristianismo occidental) y, por el otro, la transformación del comercio
mercantil en una empresa de posesión de la tierra y de explotación masiva del trabajo con la finalidad de producir bienes
para un mercado globalizado, engendraron esta matriz colonial del poder. Para una explicación más amplia del tema, ver
Mignolo (2003).
estructural y no lineal, es también profundamente heterogéneo. Por ello, si se
tiene en cuenta que no estamos precisamente ante el “final de la historia”, como
lo afirmaba prematuramente Francis Fukuyama, sino ante la caducidad del
concepto hegeliano de la Historia, se podrá también comprender los vericuetos
espacio-temporales que componen la modernidad preñada de colonialidad.
La “heterogeneidad histórico-estructural” -concepto que, siguiendo a Ernst
Bloch, llamo “contemporaneidad no contemporánea”- nos aparta de las narrativas seculares de corte hegeliano. En vez de aceptar la historia como una
sucesión lineal de acontecimientos, hablo de la “contemporaneidad no contemporánea” de nuestros pueblos porque la historia, vista desde lo local, lejos de las macronarrativas occidentales, obliga a ver que el espacio social está
repleto de múltiples y contrastantes perspectivas y procesos históricos. De
este modo, podemos mirar la historia como un conjunto de heterogeneidades
histórico-estructurales que son la consecuencia de acontecimientos que deben
ser interpretados tanto desde la retórica de la modernidad (progreso, felicidad,
riqueza), como desde la lógica constitutiva de la colonialidad (retraso, muerte,
pobreza). En vez de observar la modernidad desde el proceso histórico que
trae la felicidad, la heterogeneidad histórico-estructural abreva del hecho de
que los “sueños utópicos” de la modernidad se lograron gracias al enorme costo
humano que padecieron y que seguirán padeciendo nuestras sociedades dependientes. Fundada en el siglo XVII, la retórica de la modernidad se asienta
en la idea de que la historia es un proceso lineal que tiene el progreso como la
fuerza motriz que la impulsa al futuro.
2. El conflicto temporal y el “giro descolonizador”
131
Revista número 25 • noviembre 2010
Ahora bien, constituida por indígenas y no indígenas, por sujetos individuales
y colectivos que viven sus vidas de acuerdo a lógicas liberales y comunitarias,
¿pueden sociedades tan diversas y regionalmente complejas como las latinoamericanas -pienso fundamentalmente en las sociedades andinas- responder a
un solo y unificado tiempo histórico? Me parece que la investigación en torno
al tiempo debe ser particularmente sensible al hecho de que hoy vivimos el
conflicto planteado entre la modernidad liberal, por un lado, y, por el otro, los
sistemas comunales y las “modernidades alternativas” promovidas por el Estado. El conflicto entre lógicas espacio-temporales tan disímiles da lugar a una
gama de contrastes: entre modelos desarrollistas neoliberales firmemente enraizados en la modernidad y políticas contrarias al neoliberalismo que adoptan
un cariz modernizador híbrido; entre el Estado-nación, como se lo concibió
en la República, construida durante los dos siglos pasados, y el Estado plurinacional actual; entre la cultura nacional criollo-mestiza y la interculturalidad;
entre el desarrollismo capitalista y el socialismo que hoy se construye y que
Universidad Católica Boliviana
Revista número 25 • noviembre 2010
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todavía cuesta definir; entre el “giro a la izquierda” y el “giro descolonizador”
más radical.
Puesto que los contrastes aquí señalados son abruptos, la novedad de los diferentes giros también es desconcertante. El tema de fondo, sin embargo, es la
crisis de la modernidad. Recalco que se trata de la crisis de los discursos, prácticas, estructuras e instituciones que, íntimamente relacionados con el crecimiento de las ciencias sociales, dominaron el conocimiento durante los últimos
doscientos años, aferrándose la modernidad a postulados culturales y ontológicos de las sociedades europeas dominantes. De este modo, la modernidad
planteó la convergencia entre la filosofía, la biología, y la construcción de las
ciencias sociales. Se dio así una ontología moderna que establece la separación
entre la naturaleza y la cultura; la supremacía racista de ciertos seres humanos
sobre otros; la noción de que el individuo autónomo forja su existencia apartado de la comunidad; la creencia de que el único conocimiento válido es el
objetivo, racional y científico; la percepción de que la construcción cultural de
la economía es una práctica social independiente, autoregulada por la mano
invisible del mercado, alejada de las relaciones sociales (Escobar, 2010).
Note el lector que es de crucial importancia para mi propuesta descolonizadora
el hecho de que el tipo dominante de la modernidad imperial no seduce todo
el pensamiento europeo. Hay en Europa, qué duda cabe, un importantísimo
pensamiento descentrado, ex-céntrico, ocupado en revelar la caída de las ficciones en las que hemos vivido hasta la fecha. Se trata de un pensamiento
desengañado, heterodoxo, disidente de los sistemas dominantes, que hostiga
las buenas conciencias y las enfrenta con la necesidad de aceptar el desmoronamiento de una civilización cuya validez universal está siendo cuestionada.
Veo una clara similitud entre este pensamiento, descreído de la modernidad y
de su idea de progreso, y las propuestas que encontramos en América Latina,
particularmente las de intelectuales indígenas que piensan a partir de las necesidades propias. Hablo, pues, de un “paradigma otro”2 que se articula teniendo
en cuenta no sólo la diversidad de las historias coloniales que hoy plantean
el “diálogo Sur-Sur” (América Latina, África, Asia), sino también aquel descollante “lugar de enunciación” que es la Europa del sur y del este, devaluada
tanto por la geopolítica del conocimiento, como por la estética de Kant y la
filosofía de la historia impuesta por Hegel (Mignolo, 2003: 235). Esa Europa
descentrada ocupa en mi investigación un lugar muy importante, particularmente el pensamiento de aquellos europeos que cuestionan el historicismo y
que, como se verá luego, recuperan una vieja misión del ensayo: dudar, meditar,
alcanzar la sabia aspiración antigua de vivir en acuerdo con la Naturaleza.
2 Mignolo (2003: 27) se refiere al "paradigma otro" como "pensar a partir y desde la diferencia colonial. No transformar
la diferencia colonial en un 'objeto de estudio' estudiado desde la perspectiva epistémica de la modernidad, sino pensar
desde el dolor de la diferencia colonial; desde el grito del sujeto. . ."
Para ensayistas tan diversos, heterodoxos y subversivos, como
el rumano E.M. Cioran (1980), y como el judío alemán Walter
Benjamin ([1940] 1973), cuya lectura crítica de la filosofía de
la historia es fundamental en mi investigación, la historia no es
más que un desequilibrio, una rápida e intensa dislocación del
tiempo mismo, una prisa por alcanzar un porvenir donde ya
nada ocurre (Cioran, 1980: 127). En su ataque inmisericorde
del tiempo histórico, Cioran lo concibe como un tiempo tan
tenso que resulta difícil no ver cómo no podría estallar cuando
entra en contacto con la realidad concreta. Si el hombre hace la
historia, ésta, verdadera máquina trituradora de seres humanos,
lo deshace. La modernidad creyó dominarla, pero hoy se sabe
que se le escapa y que florece, como expresa Cioran, “en lo insoluble y lo intolerable: una época demente cuyo término no implica ninguna idea
de finalidad” (1980: 131). Suprimido el “porvenir”, ¿cómo asignarle un objetivo?
Desacreditado, el tiempo histórico se ha vuelto una pesadilla, dejando caer tantas mayúsculas como ilusiones hemos conocido (¿quién tiene hoy la ingenuidad
de escribir “progreso” con una gran “P”?).
¿Visión demasiado pesimista la que planteo? Es posible, puesto que corre el peligro de ser tomada como una apología de la irracionalidad. Del mismo modo
en que afirmábamos la necesidad que tenemos de explorar nuestra identidad
retrotrayéndonos a un “yo” anterior al construido por la modernidad, también
se postula la existencia de “otro” tiempo dentro del tiempo histórico -Ernst
Bloch lo llamó “contemporaneidad no contemporánea” ([1918] 2000)-, y que,
al introducir el pasado en el presente, ese “tiempo otro” es incapaz de proyectarse “hacia adelante”, no pudiendo escapar al futuro, al devenir3. Su deserción
está relacionada con el hecho de que resulta imposible medir la vida social con
la vara del futuro, debiendo ahora adoptarse el criterio de que ella depende de
un presente “endurecido” que está siempre en construcción.
Repito lo que afirmé líneas arriba: la crisis de la modernidad y de su tiempo
histórico también implica que la noción de economía no es esencial o naturalmente capitalista, que las sociedades tampoco deben ser regidas exclusivamente por el liberalismo, que la noción de Estado no es la única forma de instituir
el poder social. Dicho brevemente, la crisis del tiempo histórico, teleológico,
lineal y progresivo, va ligada al descentramiento del capitalismo, del liberalisRevista número 25 • noviembre 2010
3 En su sugerente ensayo "Porcelana y volcán", Gilles Deleuze tiene unas observaciones temporales muy apropiadas a este
extraño "endurecimiento" del presente que vengo explicando. Para Deleuze, el alcohólico no vive nada en el imperfecto
o en el futuro, sólo tiene "pretérito perfecto". Con su embriaguez, el alcohólico compone un pasado imaginario, "como
si la dulzura del participio pasado viniera a combinarse con la dureza del auxiliar presente: he-amado, he-hecho, hevisto... Aquí el pretérito perfecto no expresa en absoluto una distancia o un acabamiento" (1969: 166). Muy parecida a
la explicación de Deleuze en torno al tiempo verbal empleado por el alcohólico, la subjetividad andina parece también
aferrarse al empleo de este pretérito perfecto endurecido que, descolorido y sin dominio, deja en suspenso el futuro,
sustituyéndolo por la rigidez de este presente que está en relación con un efecto de fuga del pasado. Así, todo culmina en
un "ha sido" carente de objetivo preciso; en un "efecto-alcohol" que pueden también producirlo otros acontecimientos:
la pérdida del dinero, la pérdida del prestigio social, la pérdida de la comunidad de origen.
133
Universidad Católica Boliviana
mo y del Estado, este último tradicionalmente tenido como matriz de la organización social. La centralidad discursiva de todas estas categorías forjadas por
la modernidad ha quedado seriamente conflictuada.
En un ensayo de próxima aparición sobre las utopías del futuro, Fernando
Coronil anota con notable precisión un tema que recuperaré luego como característica del ensayo, si éste quiere ser una expresión estética del mundo postliberal: la crisis del tiempo histórico y la inseguridad en torno a la forma del
futuro chocan con los contenidos del activismo político del presente (2010: 2).
Y puesto que el activismo político no tiene forma o a priori alguno, siendo su
naturaleza mutable, la heterogeneidad de América Latina, muy en particular la
del área andina, obliga a pensar la realidad desde distintas concepciones de la
historia y desde variadas cosmogonías. De este modo, debemos hoy enfrentarnos al hecho de que nuestras naciones contienen muchas naciones; que nuestra
diversidad de comunidades internas da lugar a múltiples visiones de mundo.
Así, la aparición de las “sociedades en movimiento” (Zibechi, 2006) ha puesto
sobre la palestra pública una amplia gama de actores sociales y de tiempos que
se superponen y que dan lugar a diversas concepciones de vida.
Coronil también observa que la crisis del capitalismo, del liberalismo y de la
forma Estado, no conduce necesariamente a un porvenir redentor que esté
“más allá” de los conceptos aquí indicados. Por este motivo, afirma Coronil, los
“sueños utópicos” adoptan nuevas formas que tienen que ver con el cruzamiento de dos corrientes: una, la política transformativa del “aquí” y del “ahora”; la
otra, la pobre certeza del futuro (2010: 4). Ambas tendencias jalonan el tenso
panorama social en el cual actuamos y crean la situación que Coronil define como “crisis ‘del’ presente y ‘a propósito’ del futuro” (2010: 5). Dicha crisis
nos lleva a cuestionar si el futuro es ese “horizonte de expectativas” concebido
afirmativamente por el conocido historiador alemán Reinhart Koselleck, o si,
antes bien, es una construcción incierta, dudosa, que en vez de expandirse, se
achica. ¿Es el futuro el acontecimiento prospectivo y perfectible que pensaba
el liberalismo? Por el contrario, ¿no será este acontecimiento una etapa de deterioro, de anomia social y de depresión?
Revista número 25 • noviembre 2010
134
La duda aquí sembrada a propósito del futuro no está solamente condicionada
por la crisis del liberalismo y por sus prácticas librecambistas; también está
ligada al deterioro y desprestigio del socialismo, a su colapso de fines del siglo
XX, hecho que dio lugar a la tan mentada victoria del capitalismo y al así llamado “final de la Historia”.
Los efectos de la crisis del capitalismo y del socialismo resultan ser bastante
reveladores: hoy día asistimos a la creciente polarización de nuestras sociedades, a la también creciente desigualdad global, a la destrucción ecológica del
planeta, a la exclusión masiva de vastos sectores y grupos humanos que jamás
tuvieron acceso al desarrollo, al predominio de la especulación financiera sobre
la producción, al consumismo y al individualismo exacerbados. ¿Cómo tener
optimismo en el futuro frente a tan inquietante panorama?
Si bien los efectos perniciosos de la crisis de la modernidad se dieron primero
en las naciones del Sur, desencadenando protestas en contra de los “ajustes
estructurales” impuestos por los regímenes neoliberales, las limitaciones del
sistema capitalista se hicieron globalmente visibles solamente cuando ellas impactaron el corazón del Imperio hace apenas un par de años atrás. De este
modo, queda hoy claro que no sólo asistimos al fracaso de las políticas financieras de aquellas naciones pobres que han demostrado ser poco aptas para
recibir los beneficios de los mercados globalizados, sino a la honda crisis de
todo el sistema financiero que deja ver sus quiebros y sus limitaciones.
Pues bien, los cambios políticos producidos por la crisis del sistema capitalista,
particularmente el conflictivo “giro a la izquierda” que Coronil menciona en su
ensayo, tienen un resultado claro: la historia no se ha acabado; por el contrario,
vuelve con inusitada fuerza. Pero, ¿cómo deberíamos concebirla ahora? ¿Qué
tipo de historia nos gobierna? ¿Qué futuro la inspira? ¿Es posible pensar formas estéticas capaces de interpretar la nueva realidad?
3. El ensayo como propuesta estética
4 Casi al final de su primer ensayo en Die Seele un die Formen, Lukács menciona su triple concepción del tiempo como
irrecuperable añoranza del pasado, como intolerable disyunción entre los ideales no cumplidos y la realidad presente,
y como visión destructiva del futuro. Pérdida, alienación y cancelación son, pues, las características temporales de esta
obra que se distingue por su visión trágica, opuesta al tiempo prospectivo, hegeliano, que domina Teoría de la novela,
la obra posterior (1918) del gran esteta húngaro. Die Seele und die Formen me es también útil porque en ella, en su
planteamiento del ensayo, Lukács contrarresta el historicismo con una teoría mucho más próxima a la naturaleza
alienante y excéntrica de la historia.
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Recupero la problemática del ensayo porque pienso que hoy, más que nunca,
andamos necesitados de una nueva ordenación conceptual de la vida, un ordenamiento de las ideas que ponga en duda las soluciones heladas y definitivas
que contienen los valores abstractos de la filosofía. Quizás porque necesitamos
hoy más del arte que de la misma ciencia, llamo la atención de mi lector con la
propuesta del ensayo como una forma estética intermedia entre los universales
abstractos y los hechos concretos sucedidos en la vida empírica. El ensayo les
da a los acontecimientos humanos un sentido, una significación a la que ellos
no pueden llegar por sí mismos, interrogándolos y relacionándolos con los
problemas últimos de la vida y del destino. Y, como el esteta húngaro Georg
Lukács vio casi cien años atrás ([1911] 1970)4, aquí se separan los caminos. Si
la vida empírica (incluida la literatura) está aferrada a lo sensible y no puede ir
más allá de lo que Lukács definió como “sonido del acontecimiento”, el ensayo
logra lo que la empiria no puede: acceder al estatuto de “forma” propiamente
dicho. La empiria, la vida cotidiana, necesita, pues, del ensayo. Pero el ensayo,
por su proximidad a los conceptos y a los valores, corre el riesgo de convertirse
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en helada filosofía, de desligarse de la vida empírica que gobierna nuestra cotidianidad. Para evitar el riesgo de que se convierta en un “universal abstracto”,
el ensayo habla siempre de temas concretos y sensibles, a los que da un nuevo
ordenamiento conceptual con la finalidad de que pregunten y cuestionen (aunque jamás resuelvan) los más importantes problemas de la vida. Así, el ensayo
es una experiencia histórica irrecusablemente mundana porque implica una
apertura intelectual preocupada en relacionar lo formal con los complejos pliegues de lo vivido. Al así hacerlo, la experiencia histórica del ensayo se vuelve
una práctica particularmente interesante para la exploración de temas conectados con problemáticas “ex-céntricas” como son las experiencias cotidianas de
la migración y del exilio. De este modo, el ensayo se abre a la presencia vigorizadora de temas frecuentemente invisibilizados por el historicismo. No serían
las “comunidades imaginadas” por la cultura dominante las que interesen con
exclusividad a esta nueva experiencia histórica planteada por el ensayo, sino
que éste debe también recuperar las experiencias comunales alternativas, es
decir, las experiencias étnicas otrora marginadas y poco exploradas.
Pero esta nueva experiencia estética planteada por el ensayo no es exclusivamente política. En efecto, sería un error sólo considerarlo como un extenso mensaje
político. El ensayo, como forma estética ligada a los avatares de lo vivido, debe
reavivar nuestros sentidos. Al final de la introducción a su libro Reflections on
Exile (2002), Edward Said expone que el exilio debe aguzar nuestra visión de
las cosas, no retenernos en el lamento y, menos aun, en el odio que lo corroe
todo. Lo olvidado, lo invisibilizado, debe ser un nuevo motivo para entender
que aunque no hay retorno al pasado que pueda ser repatriado plenamente
por el presente, éste debe necesariamente ocuparse de aquél si va a pretender
romper con lo que Cioran llamaba “la quietud de la Unidad”, promovida por el
historicismo europeo y por la más íntima de sus aspiraciones nacionalistas: la
construcción del “yo” moderno. Opuesto a esta perspectiva historicista, el ensayo que avizoro, siguiendo la estética del primer Lukács, debe necesariamente
reinsertar la discontinuidad del pasado invisibilizado en el continuo duracional
de la historia. Como forma mediadora entre los valores y el mundo empírico,
me parece que la forma del ensayo está hoy mejor preparada para abordar la
problemática de las comunidades activas, de las comunidades en movimiento,
que el gesto pretencioso de las épicas nacionales que, al olvidar la experiencia
asincrónica del “otro”, tendió a homogeneizar y a igualarlo todo.
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Puesto que la problemática del ensayo fue, y sigue siendo aún, uno de los aspectos que más me atraen intelectualmente, tiene absoluta razón Xavier Albó
cuando, en el prólogo a mis Rescoldos del pasado (2009: XI), identifica mi investigación con la propuesta del ensayo. En efecto, en este libro coincide notablemente la duda que hoy tenemos a propósito del sentido de la historia con las
incertidumbres que el ensayo nos plantea como forma estética.
Ni ciencia, ni filosofía, cuyas relaciones destinales se aferran a “universales abstractos”, el ensayo es, como lo expresé al iniciar este apartado, la forma literaria
que mejor se las arregla para plantear dudas y conjeturas a propósito de la vida
concreta de los seres humanos. A fin de no volverse el esqueleto abstracto de
universales desligados de la vida inmediata, el ensayo bucea en la empiria, en
la vida sensible y concreta. De gran importancia para la investigación que propongo es tener conciencia de esta importante limitación del ensayo: plantea
problemas relacionados con el futuro humano, pero sin dar respuestas definitivas. En otras palabras, las respuestas del ensayo no aportan con soluciones
como a las que aspiran a llegar la ciencia y, en las alturas más puras, la religión
y la filosofía. La ironía del ensayo radica en que el ensayista pretende conocer
los problemas últimos de la vida de una manera tal que incita a creer que no se
trata más que de acontecimientos pasajeros de la vida (Lukács, 1970: 15-39).
Existe, pues, una clara diferencia entre el filósofo de la historia y el
ensayista. El primero actúa en el plano de las ideas; el segundo busca las conexiones con la compleja realidad concreta. Mientras aquél
siempre tiene respuestas, éste sólo proyecta dudas y conjeturas. Para
el ensayista lo excepcional no es que la Historia se haya acabado o
definitivamente ido, sino que vuelva hoy con fuerza, de una manera tan particular y sui generis que deja de ser progresiva porque
se desembaraza del rumbo dictado por el carácter rectilíneo de las
historias nacionales. El ensayo capta, pues, el incierto derrotero de
esta historia. Así, y como Coronil observa en su texto, ni la derecha
ni la izquierda proyectan hoy un destino claro, seguro, épico, capaz
de expresar la adecuación entre los seres humanos, por un lado, y la
comunidad y el universo, por el otro. Rota toda posibilidad totalizadora, toda capacidad explicativa del mundo en el que vivimos, lo
estético ya no puede redoblar lo ético, capacidad que, en el sentido
hegeliano del término, se le podían conferir, en mejores tiempos, a
las épicas nacionales. Por ello, me aventuro a plantear la necesidad del ensayo
como forma estética porque es el género literario que, junto con la paradoja y
el fragmento, mejor expresa esta actual ruptura entre el ser humano y su universo social. Pretender trasladarse nuevamente a la modernidad eurocentrada
que encubre esta disfunción, que la resuelve de acuerdo a valores abstractos, es,
pues, una de las utopías más conflictivas del presente.
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A partir de la Conquista y de la colonización europeas, América Latina muestra que sus élites siempre tuvieron, siguiendo la directriz de Occidente, un
sentido ordenador del futuro. Lo problemático es que, actualmente, los horizontes de expectativa que avizoraban este futuro ideal se han vuelto oscuros e
impredecibles. En efecto, el arbitraje de quienes tradicionalmente estuvieron
preparados para participar del convite de la modernidad, y que dejó a amplios conglomerados humanos reducidos a un incierto “no todavía”, pospuso
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los anhelos de aquellas identidades “no contemporáneas” que hoy irrumpen en
la historia con gran fuerza. Se trata de vastos sectores de la sociedad latinoamericana poscolonial que, durante siglos, debieron resignarse a esperar en la
“antesala de la historia” (Chakrabarty, 2000).
Me parece que no es función de la filosofía de la historia, fundamentalmente
teleológica y progresiva, sino del ensayo, captar la revuelta de estos sectores
de la sociedad latinoamericana que, hasta el día de hoy, tienen como pasado
una gran inestabilidad económica y política, una incertidumbre crónica que
ahonda los desniveles entre lo moderno y lo no moderno, entre lo moderno y
lo anacrónico, y que da lugar a la “contemporaneidad de lo no contemporáneo”.
Y ello tiene mucho que ver con los ejemplos de Venezuela, Ecuador y Bolivia.
De este modo, los países aquí indicados muestran hoy un “giro descolonizador”
mucho más confrontacional (socialista, indigenista y revolucionario) que aquellas sociedades donde la izquierda tiende a establecer alianzas y compromisos
políticos fundados en procedimientos democráticos formales. Los casos aquí
indicados muestran, pues, una modalidad histórica para la cual el futuro se
plantea etéreo y fantasmático, como si fuera un espacio habitado por espectros
del pasado. Vivimos un agitado presente que se prolonga a través del tiempo
y que ocupa el espacio y el tiempo de lo que usualmente era el futuro, pero sin
ser ya éste, quedando entonces el futuro como un tiempo de espera que no
puede confundirse con el mucho más seguro horizonte de expectativas de la
modernidad.
Empujado más allá del horizonte de expectativas que promueve la modernidad,
el futuro adopta una forma espectral, una presencia fantasmática que acecha el
rumbo de nuestras vidas. ¿Qué son estos espectros que vienen del pasado? Son
espectros formados por el colonialismo; acontecimientos que, a pesar de la Independencia y de casi doscientos años de vida republicana, siguen influyendo
(y perturbando) nuestro presente. Reconocerlos y superarlos sería la función
más importante de nuestra empresa descolonizadora. Por ello, propongo la
forma del ensayo como aporte estético descolonizador, como una práctica estética ubicada en los márgenes de la temporalidad histórica; una práctica que
encarna el desplazamiento, incluso el quiebre de la forma-tiempo cuando ésta
debe vérselas con la empiria del mundo moderno/colonial. Descolonizar significa reinscribir lo suprimido, lo ruinoso, en el presente. De este modo, recuperar
la esencia del ensayo es mostrar cómo la forma-tiempo -el tiempo histórico; la
épica nacional- se rompe al chocar con la vida5. En otras palabras, me pregunto
si no fue un “gesto” propio de la intelectualidad mestizo-criolla la adopción
de una modernidad que se desentendió de la infinita precariedad de lo local.
5
La forma-tiempo regula el proceso de las narrativas fundacionales. Éstas-pienso en Nacionalismo y coloniaje ([1943]
1994), ensayo a partir del cual Carlos Montenegro inauguró ideológicamente el "nacionalismo revolucionario" y fundó
el moderno Estado-nación en Bolivia- son estructuradas linealmente a fin de que los conflictos catastróficos del pasado
histórico precedan a la iniciación épica del nuevo orden social introducido por el moderno Estado-nación.
¿Acaso no choca el imaginario de la intelectualidad dominante con la empiria
del mundo moderno/colonial, con el lugar donde queda inscrita la localización
subalterna de América Latina?
Concluyo, pues, esta nueva propuesta del ensayo como forma estética de la
descolonización. De acuerdo con ella, se observa que el tiempo histórico de
Occidente se rompe al chocar con la vida de nuestros pueblos. Después de dos
largos siglos de proyectos homogeneizadores dirigidos por élites culturales y
políticas identificadas con la noción occidental de progreso, los movimientos
actuales parecen estar cambiando las reglas de juego, abriendo camino para que
la “no contemporaneidad” de la multiplicidad de naciones y de sus respectivas
cosmogonías rompan con la forma témporo-espacial del Estado-nación. Así,
las “ruinas del pasado” -he preferido llamarlas “rescoldos” en el libro que acabo de publicar-pueden incendiar los imaginarios del presente. La necesidad
de recuperar iconos del pasado es un síntoma que revela la ansiedad que nos
produce saber que el futuro es incierto y que necesitamos darle estabilidad al
presente. Es por ello que prefiero hablar de “rescoldos” que iluminan las luchas
del presente, siendo éstos un nuevo concepto que revela la presencia actual
de llamas aparentemente extinguidas que se encienden nuevamente para alimentar los sueños utópicos. El objetivo de estos “rescoldos” es mostrar que las
“sociedades en movimiento” (Zibechi, 2006) han abierto nuevamente la grieta
-el hiato, diría Lacan- entre lo simbólico y lo real. Habría que añadir que las
propuestas descolonizadoras que estos movimientos traen son muy diferentes
a las planteadas por los discursos desarrollistas. Ellas exigen que se cumplan
las arcanas demandas sociales que no han sido satisfechas a lo largo de los
siglos (el pasado como recurso de un presente endurecido); que los valores originarios puedan ser aceptados e integrados a la sociedad, y que tenga lugar la
transformación del ser con la superación del egocentrismo de la modernidad.
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1.
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Salomón de la Selva
Oliverio Girondo
Nicanor Parra
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
143 - 166
Geografía inconclusa. Notas
sobre poesía hispanoamericana
Unfinished Geography.
Notes on Hispanic
American poetry
Rubén Vargas Portugal*
Resumen:
El trabajo aborda la forma en que se plantea la figura del poeta o del hablante del
poema en relación con la introducción de registros coloquiales que quieren acercarse al habla, y las posibilidades que esta confluencia abre para la inscripción de
la historia en el poema. Para ello se acerca críticamente a la propuesta inscrita en
las obras de Oliverio Girondo, Salomón de la Selva y Nicanor Parra, ubicando a
éstas en el contexto cultural de la tradición de las vanguardias del siglo XX. Finalmente, proyecta líneas posibles de ampliación y profundización de la temática
en alguna poesía latinoamericana posterior.
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Palabras clave: Yo poético, lenguaje coloquial, vanguardia poética, historia.
Universidad Mayor de San Andrés, La Paz.
[email protected]
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Abstract:
This paper aims to see how the poet’s image is related to the introduction of colloquial registers, close to spoken utterances, and the possibilities this convergence
opens for the inscription of history (story) in the poem. Works of Oliverio Girondo, Salomón de la Selva and Nicanor Parra, placed within the cultural context
tradition of XXth century avant-garde, are critically addressed. Finally, this
article draws possible lines where this issue can be amplified and deepened in
some works of subsequent Latin-American poetry.
Keywords: Poetic avant-garde, colloquial language, poetic I, history.
__________________
¿Quién habla en el poema? Cada momento del devenir de la poesía y hasta
quizás cada protagonista de ese transcurso, debidamente interrogado, puede formular una respuesta. De la continuidad sin distancias que identifica la palabra
con una subjetividad plena (el espíritu del poeta) hasta la más radical voluntad
de objetividad o despersonalización (las cosas o el lenguaje son los que hablan);
desde el encargo vicario que asume el poeta a cuenta de otras fuerzas (la naturaleza, la historia o los sin voz) hasta el poeta que se niega y se anula a sí mismo,
todas son, finalmente, configuraciones, es decir, las figuras que el poeta construye
o que se construyen en torno a él.
Una de esas figuras, la que afirma al poeta como visionario o profeta, es particularmente terca en el curso de la poesía moderna. Aparece y es coronada de
muchas maneras y de muchas maneras también es combatida y defenestrada.
En la poesía hispanoamericana del siglo XX, esta querella en sus momentos más
intensos e interesantes es una de las encarnaciones de otra: el pleito de los hombres con la historia. En efecto, si uno se pregunta ¿quién habla en el poema?,
también puede preguntarse ¿desde dónde habla el poema?, ¿desde un punto
atemporal o desde un aquí y ahora determinados?
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Se trata, en verdad, de un problema antiguo, de fantasmas que los exploradores
de la poesía moderna encontrarán agitándose en sus sedimentos más profundos.
En efecto, la figura del poeta como un visionario, como alguien que puede ver
más lejos o más profundo que el común de los hombres, como un ser tocado
por una fuerza que lo excede pero que actúa a través de él, configura uno de los
rostros más definidos del Romanticismo. Quizás esa figura, la del poeta como un
ser privilegiado, un mago, un adivino, un alquimista, no nace con el Romanticismo, pero sin duda encuentra en este movimiento su proyección más duradera,
su aura más transparente. Esa desmesura con la que el poeta se pone de pie
frente al mundo es el reverso simétrico de otra desmesura: la del espíritu de la
Modernidad que despoja o cree despojar al mundo de su misterio y se afirma
en las certezas de la ciencia y la racionalidad. Frente a ello, se levanta la figura
del poeta que se afirma en el lado oscuro de las cosas, en el otro conocimiento:
la intuición, el sueño, la locura, en suma, en las fuerzas irracionales capaces de
revelar la realidad negada, la realidad reprimida por la razón, una realidad más
substancial, más humana y más verdadera. El poeta, la figura del poeta, se convierte así en la de un provocador, de un “maldito”: socava las certezas del orden
burgués. En su origen moderno, entonces, la imagen del poeta como visionario o
como profeta es una rebeldía. A Octavio Paz (1974), que tanto y tan bien exploró estos senderos, le gustaba repetir que la poesía moderna es la hija rebelde de
la Modernidad: sólo es posible en las condiciones que ofrece esa era de la razón
y el optimismo, pero no para afirmarla sino para cuestionarla y para negarla.
Pero esos sedimentos no están petrificados, prolongan su sombra, transfigurada
y travestida, hasta el presente: del simbolismo al modernismo, del creacionismo
al surrealismo y todas las vanguardias y la “poesía comprometida”. Allí donde
aparezca un poeta-mago, un poeta-profeta, un poeta-héroe o mártir se agita la
sombra del origen.
Esa figura del poeta alcanza esa magnitud y esa duración, entre otras cosas,
porque se entrelaza, paradójicamente, con otra de las fuerzas mayores de la Modernidad: la invención del futuro. Si la historia es para la imaginación moderna
un curso lineal y continuo, un camino siempre ascendente en pos del progreso,
una promesa de lo por venir, el futuro es el tiempo de la plenitud. Y los hombres
conscientes de ese desarrollo ineluctable deben someterse a él. Hay una palabra
que encarna ese espíritu: revolución, es decir, evolución permanente, sin límite,
siempre hacia el futuro. Por ello, el problema del hablante poético, de la figura
que toma a su cargo la voz del poema, está relacionado con la manera cómo el
poema se relaciona con la historia.
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1922 es el anno mirabilis de la poesía latinoamericana del siglo XX. De pronto,
una constelación nueva aparece en el firmamento: Trilce, del peruano César
Vallejo (1892-1938), Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, del argentino
Oliverio Girondo (1891-1967), El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959). Hay algo de emblemático en este golpe de dados
que pone a girar simultáneamente tantos planetas: las vanguardias. El credo de
las vanguardias fue el cambio y su forma de profesar ese credo fue la religión
de lo nuevo, la superstición de la novedad. Con esto no hacía sino encarnar
plenamente el tiempo progresivo de la Modernidad. No podía ser de otra manera; en esos años, la acción de los hombres había demostrado que la conquista
del futuro, la realización de la historia, no era un deseo ni una utopía, sino una
realidad: la Revolución Rusa de 1917 era su demostración. Ese reconocimiento
del lugar central del cambio no podía sino reafirmar la figura del poeta como
un visionario, esta vez y en sus versiones más extremas, visionario y profeta
de esas fuerzas de la historia. Este gesto de las vanguardias es plenamente
romántico. Hay una consecuencia central de esta manera de asumir la poesía:
si para el Romanticismo la autenticidad de la obra provenía de la verdad de los
sentimientos o de las pasiones, es decir, de la autenticidad de la subjetividad,
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para gran parte de la poesía de las primeras décadas del siglo XX, e incluso más
adelante, esa autenticidad está relacionada con la historia o, mejor aun, con la
posibilidad de reconciliar la subjetividad con la historia.
Pablo Neruda (1904-1973) es un ejemplo consumado de este fenómeno. En
Residencia en la Tierra (1935), Neruda descubre las fuerzas irracionales, no del
subconsciente humano –a cuya liberación apuntaba el surrealismo– sino de la
Naturaleza. La fuerza genésica creadora del mundo, el magma primordial de
la vida. Es decir, un mito creador; pero un mito sin dioses, un mito enraizado
únicamente en la oscura e incontenible fuerza creadora de la Naturaleza. Y el
hombre es parte de esa Naturaleza. Así, el poeta, la figura del poeta que habita
esos poemas de Neruda, es una encarnación de esa fuerza, es su portavoz. Si
hay alguna oscuridad en esta zona de la poesía de Neruda no es, precisamente,
como a veces se asume, por su vena surrealista, sino por la oscuridad propia
de su objeto poético: la oscuridad primordial del mundo1. Más adelante, en el
Canto general (1954), al poder que le viene de la fuerza del mito, Neruda suma
el poder que le viene de asumirse como un intérprete de la historia, de la concepción marxista de la historia: los pueblos marchan ineluctablemente hacia su
destino, hacia la conquista del futuro, a la realización plena de la historia como
la sociedad de los iguales. Así, el poeta ya no sólo encarna las fuerzas genésicas
de la Tierra sino también el destino que los hombres construyen sobre la Tierra. Si el mito podía darle poderes visionarios, la historia le otorga al poeta la
condición de profeta.
El chileno Vicente Huidobro (1893-1948) es autor de la expresión “el poeta
es un pequeño Dios”. Lo que hay de proclama en esta expresión, es decir, la
radical autonomía del poema respecto a la realidad que ni lo engendra ni es su
fuente de sentidos, es práctica plena en Altazor (publicado en 1932 pero escrito
desde la primera mitad de los 20): el creacionismo. El poema no es reflejo ni
recreación ni imagen, es una creación inédita, un objeto autónomo y autosuficiente. Este gesto radical, sin embargo, aterriza en su complemento: la autonomía que el poema conquista respecto a la realidad no lo libera de anclarse en un
origen: el creador, es decir, el poeta mago, el soberano que compite con dios.
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Otro es el cantar de César Vallejo. Muy lejos de su primer libro, Los heraldos negros (1916), que no alcanza a saldar cuentas con los últimos coletazos del Modernismo, en Trilce, César Vallejo repliega la figura del poeta ante la evidencia
brutal de su propio lenguaje: destrucción de la forma, de la sintaxis y hasta de la
ortografía. Y por las grietas de esa trizadura, hay otra lengua que balbucea, hay
otra lengua que se abre paso en los versos, otra lengua que se filtra mansamente
en el poema, pero acaba imponiéndole sus torsiones, sus giros y sus desvíos. En
Trilce hay alguien que habla a espaldas del poeta y no es otro que él mismo,
pero un sí mismo más antiguo, anterior a la poesía y al poeta: una voz arcaica,
1
Al respecto véase Yurkievich (1971).
la génesis del mestizaje de las hablas que, sin embargo, renace inédita. No
son casuales, por ello, las imágenes de la infancia que atraviesan esos poemas,
edénicas y melancólicas. Importa ese otro, ese otro que deja oír sus palabras
resquebrajando el lenguaje, ese otro que viene de muy lejos y, finalmente, se
impone al poeta. Mucho después, en España, aparta de mí este cáliz, libro escrito al calor y al dolor de la guerra civil española y publicado póstumamente en
1939, Vallejo intentará la imposible reconciliación de esa voz que se filtra en
los poemas de Trilce con la historia, entendida como una dolorosa épica pero
también como una utopía en su expresión más humana: la esperanza.
En estas figuras del poeta hay, sin embargo, una suerte de imposibilidad de nacimiento, que viene de la propia naturaleza de las vanguardias: su modernidad,
es decir, su condición crítica. Pasados los primeros entusiasmos, la vanguardia
en sus mejores expresiones da un giro que es, quizás, una de sus más altas lecciones: el momento mismo de asumir el lugar central de la historia, es decir,
del cambio, y, en consecuencia, la exaltación de la figura profética del poeta,
anuncia también su propia disolución.
Estas notas tratan de indagar, a propósito de la obra de tres poetas (Oliverio Girondo, Salomón de la Selva y Nicanor Parra), el devenir de una triple
relación. La crítica de la figura del poeta o del hablante del poema por la vía
de su pérdida de prestigio o su degradación tiene una relación cercana con la
introducción de registros coloquiales que quieren acercase al habla. Al mismo
tiempo, la confluencia de esa figura del poeta despojado de afanes visionarios,
proféticos o mágicos y ese lenguaje atento a lo cotidiano, situado en un aquí y
un ahora, abren la posibilidad de la inscripción de la historia en el poema.
1. Oliverio Girondo: En la médula
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En la constelación canónica de las vanguardias históricas hispanoamericanas
–Vicente Huidobro, Pablo Neruda, César Vallejo– el poeta argentino Oliverio
Girondo es un comodín. Quizás esta imagen no le resultaría antipática a él
mismo, atendiendo a la figura provocativa del poeta que promueve, sobre todo
en sus primeros libros, pero a donde se quiere apuntar es a cierta incomodidad
clasificatoria. Lo cierto es que el trazo que dibuja su escritura a lo largo de su
obra es singular. De inicio, se mueve en cierto fervor típicamente vanguardista,
en la inquietud de la sorpresa, la desmesura e incluso de la provocación, pero
ni en estos gestos de familia está ausente un sentido crítico frente al poema,
que será el rasgo más pleno en el remate de su trabajo. Ese sentido crítico se
manifiesta, al principio, en la presencia en sus poemas de una figura del poeta
que se empeña en restarle solemnidad a la realidad, en socavar sus apariencias
para hacer brotar el absurdo como un espectáculo, y para ello tiene siempre a
mano la ironía y el humor. En el final de su periplo, el sentido crítico se encarna
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en la materia misma del poema, en el lenguaje. Ese transcurso implica, en el
principio, una poesía volcada a la inmediatez de lo cotidiano y un hablante que,
fiel a esa inmediatez, no busca ni sentido ni trascendencia en la realidad sino su
revelación como un espectáculo y convertirse él mismo en un espectador. En el
final, implica una poesía volcada enteramente a la densidad del lenguaje y un
hablante que se disuelve en ese magma.
Entre 1922 y 1956, Oliverio Girondo escribió y publicó seis libros de poesía2.
Esta obra puede ser dividida, grosso modo, en dos momentos. Esto no niega ni
el carácter de totalidad de su escritura ni los impulsos singulares de los libros,
cada uno con intensidad y alcances propios. Veinte poemas para ser leídos en el
tranvía (1922), Calcomanías (1925) y Espantapájaros (1932) corresponden al
primer momento, el que puede inscribirse más plenamente en los afanes vanguardistas de los años 20. Es el momento de la exacerbación sensorial y sensual
como vía para atrapar el mundo en su inmediatez y asombro. Persuasión de los
días (1942) y En la masmédula (1956, edición aumentada y definitiva: 1963)
corresponde a otro momento; en el primero de estos libros se manifiesta una
distancia frente al mundo, antes tan inmediato, y el peso abrumador de la conciencia de la muerte, la destrucción y el vacío, conciencia que deviene crítica del
lenguaje; en el segundo, ese vacío se revierte en una de las más audaces aventuras de la poesía hispanoamericana: un lenguaje inédito que quisiera consumar
la utopía de la autogeneración. En esta división hay que anotar que, en rigor,
Espantapájaros opera como una transición entre los dos momentos, como el
espacio de consumación radical del primer impulso y como apertura y augurio
de lo que después vendrá.
Los dos primeros libros de Girondo son, en un sentido literal, libros de viaje. Los lugares y las fechas que el poeta consigna al pie de cada uno de los
poemas podrían reconstruir su itinerario. La ciudad es el escenario de estos
poemas y el movimiento su ley fundamental. Pero la ciudad no se convierte
estrictamente en un espacio, como en los juegos tipográficos de Cinco metros de
poemas (1927), del peruano Oquendo de Amat, un contemporáneo de Girondo
igualmente obsesionado y maravillado por el espectáculo de la ciudad moderna, sino en un flujo que discurre ante los ojos del poeta: “la calle pasa con olor
a desierto entre un friso de negros sentados sobre el cordón de la vereda”, escribe en
“Fiesta en Dakar”. Y en “Apunte callejero”, las pupilas del poeta apenas pueden
contener, literalmente, ese flujo de imágenes:
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En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando
una sonrisa sobre la mesa. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los
árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.
2 La Obra completa de Oliverio Girondo se publicó en 1968 (Buenos Aires: Losada). Las referencias a los poemas de
Girondo de esta sección provienen de esa edición y de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías y otros
poemas. Edición y notas de Trinidad Barrera. Madrid: Visor, 1989.
Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que me entran
por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar… Necesitaría
dejar algún lastre sobre la vereda.
Al llegar a la esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las
ruedas de un tranvía.
Los procedimientos de la escritura de Girondo tienen su eje en una imagen
de corte metafórico: sorprendente, creadora de analogías entre elementos muy
diversos, fuertemente visual e inmediata. Su tono es el del asombro y también
el de la ironía, el de la irreverencia e incluso el de la provocación. “Es necesario
declararle la guerra a la levita” escribe en la “Carta abierta a La Púa”, que sirve
de prólogo a sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Y esa guerra a la
levita no es sólo la batalla contra la estética tradicional sino también contra las
apariencias que fundan el orden de la realidad. Esa batalla se manifiesta, por
ejemplo, en la elección de lo cotidiano como objeto poético y en una estrategia
para hacer que esa cotidianidad se revele como un espectáculo: la desmesura.
Así, el poema llega a su objeto, lo nombra y lo rebasa por la línea de fuga que el
mismo objeto propone. En un poema sobre Rio de Janeiro escribe: “El Pan de
Azúcar basta para almibarar toda la bahía”, “El sol ablanda el asfalto y las nalgas de
las mujeres” y “Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma un barrio
de la ciudad por diez minutos”. Pero esa desmesura, siendo como es celebratoria,
puede ser también irritante y agresiva:
Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les
liban las nalgas en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores se pasan tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
(…)
Las chicas de Flores viven en la angustia de que las nalgas se les
pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los
hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de
él como de un corsé ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a
pedacitos y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda.
(“Exvoto”)
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En los poemas en prosa de Espantapájaros, la relación de inmediatez que el
poema establece con el mundo en sus dos primeros libros, sin desaparecer del
todo, está ahora enturbiada por una mayor participación de la conciencia. El
absurdo como mecanismo generador de imágenes, e incluso del humor negro
a la manera de los surrealistas, es un elemento dominante. Sin embargo, como
Universidad Católica Boliviana
bien apunta Guillermo Sucre (“Adiciones, adhesiones”, en Sucre, 1986), “Girondo no tiene una visión del mundo como absurdo (…) el absurdo no es para él un
signo ni negativo ni positivo; es sólo un hecho, y más bien estimulante”. Esto tiene
una consecuencia importante: el poeta que habla en los poemas de Girondo
no “denuncia” el absurdo del mundo, no quiere ni corregirlo ni componerlo ni
hacer de él otra realidad, no es ni un profeta ni un mago: lo contempla, lo toca,
lo hace estallar como un espectáculo con una sonrisa o con una carcajada. En la
escritura de Espantapájaros, el juego con el lenguaje aparece como una alternativa al uso privilegiado de la metáfora de sus primeros libros. Las asociaciones
comienzan a operar en el plano sonoro y en la sintaxis antes que en el plano
semántico, es decir, la imagen no aproxima objetos sino, sobre todo, palabras.
El lenguaje es también un espectáculo, un absurdo estimulante:
Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás,
los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados. Dejé la
sociabilidad a causa de los sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los solitarios. No quise saber nada de los prostáticos. Preferí lo sublimado a lo sublime.
Lo edificante a lo edificado. Mi repulsión a los parentescos me hizo eludir los
padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjuraciones más concomitantes con
las conjugaciones conyugales. Fui célibe con el mismo amor propio que hubiese
sido paraguas. A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio, con la flagelación, con
los flamencos.
(“Espantapájaros 4”)
Enrique Molina, en el prólogo a las Obras completas de Girondo (“Hacia el
fuego central o la poesía de Oliverio Girondo”, en Molina, 1983), escribió:
Espantapájaros marca otra faz de la poesía de Girondo, hasta ese momento absorta en el fulgor de las apariencias, retozando entre los decorados de la realidad
inmediata. Su desplazamiento era horizontal. Aquí en cambio comienza a ordenarse en el sentido de la verticalidad, se sitúa entre la tierra y el sueño”.
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Esa verticalidad –“¡Y subo las escaleras arriba! / ¡Y bajo las escaleras abajo!”
escribe Girondo en un poema caligramático que abre Espantapájaros– será el
movimiento dominante en sus siguientes libros.
En este punto quizás cabe una disquisición. La percepción que tiene Molina
de la poesía de Girondo es la de un largo periplo que abarca sus seis libros con
una clara dirección:
el balance cada vez más desolado de una exploración esencial de la realidad exterior y de los límites últimos del ser. Aventura jugada en dos planos paralelos:
experiencia y lenguaje, vida y expresión. Comienza por la captación sensual y
ávida del mundo inmediato y la fiesta de las cosas. Termina por un descenso hasta
los últimos fondos de la conciencia en su trágica inquisición ante la nada.
En esta visión, la horizontalidad y la verticalidad están asociadas sobre todo, lo
dice bien Molina, a “una exploración esencial”, es decir, al pasaje de las cosas
del mundo (dimensión horizontal) al mundo del ser (dimensión vertical). En
esta medida, la imagen es iluminadora porque el fin del periplo aparece como
una caída en profundidad, y esa caída en el ser es también una caída a las profundidades del lenguaje, a su esencia. Eso explica el lugar culminante que tiene
para Molina En la masmédula.
Ahora bien, desde el punto de vista de la escritura, no de las cosas o del ser,
otra asociación también es posible. El periplo de la poesía de Girondo también
puede ser pensado como el desplazamiento de una escritura dominantemente
metafórica (Veinte poemas para ser leídos en el tranvía) a una escritura cuyos
efectos son sobre todo sintagmáticos (En la masmédula). En este sentido, los
términos de la asociación se invierten: la primera estancia del viaje es, entonces, vertical porque la metáfora opera en el eje del lenguaje de la selección y la
sustitución, es decir, en el eje paradigmático. La última estancia, en cambio, es
horizontal porque la escritura opera en el plano de la combinación, en el eje
sintagmático. No se trata simplemente de una precisión more lingüística, tiene
algunas consecuencias poéticas. Como se verá más adelante, En la masmédula
es una experimentación en la que Girondo toca el cuerpo mismo del poema, su
materialidad: las asociaciones son sonoras y sintácticas antes que semánticas, es
decir, la fuerza que mueve al poema es la dinámica proliferante de atracciones
y repulsiones que opera en la superficie del poema3.
Volvamos ahora a la poesía de Girondo. Diez años después de Espantapájaros,
publicó Persuasión de los días. Éste es un libro desesperado. Desesperado porque
“la usura, / el sudor, / las bobinas / seguirán produciendo, / al por mayor, / en serie, /
iniquidad, / ayuno, /rencor…”, como se lee en el poema “Lo que esperamos”. El
tono y el verso desbordantes de sus anteriores libros ceden a una expresión descarnada, sin metáforas, poco sensorial y nada sensual. La crítica de la realidad
es evidente, pero ésta en verdad es la expresión de una crítica más fundamental:
la crítica del lenguaje, de “las lenguas carcomidas por los vocablos hipócritas”.
Todo parecería suceder como si el trabajo de descubrimiento del mundo, de sus
desmesuras y maravillas, de su absurdo y sus sueños, desplegado en sus primeros libros con un entusiasmo que no tenía, sin embargo, nada de ingenuidad,
dejara al descubierto un gran vacío: el espacio para la caída. La crítica del lenguaje, sin embargo, no pone en cuestión sus límites para la representación de la
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3 Este hecho explica, por ejemplo, el rescate o, mejor, la reinscripción contemporánea de la poesía de Girondo como
punto de referencia de algunas formas del neobarroco hispanoamericano. Por ejemplo, en la caracterización y valoración
de las obras de los argentinos Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini y de los uruguayos Roberto Echavarren y
Eduardo Espina, a los que se los suele agrupar en el neobarroso (juego de palabras con neobarroco en alusión al limo
del fondo del Río de la Plata). Véase al respecto, Transplatinos. Muestra de poesía rioplatense de Roberto Echavarren
(México: El Tucán de Virginia, 1991), Medusario. Muestra de poesía latinoamericana de Echavarren, Kozer y Sefamí
(México: Siglo XXI, 1996) y el prólogo de Eduardo Milán a Aura Amara de Roberto Echavarren (México: Cuadernos
de La Orquesta, 1988).
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experiencia sensorial o anímica sino su pérdida de autenticidad. La nostalgia o
la esperanza son por las “palabras sustanciosas, auténticas”.
Catorce años después de Persuasión de los días, esa palabra verdadera regresa al
mundo. Para hacerlo, Girondo ha tenido que romper todas las cadenas lógicas,
sintácticas, fonéticas, semánticas; ha tenido que ir más allá de la médula del
lenguaje para llegar a En la masmédula. (“Cortar las amarras lógicas, ¿no implica
la única y verdadera posibilidad de aventura?”, ya se preguntaba premonitoriamente Girondo en el prologo a sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía).
Ésta es la culminación de su obra, el punto en que la experimentación se sitúa
en el cuerpo mismo del poema.
El NO
el no inóvulo
el no nonato
el noo
el no poslodocosmos de impuros ceros noes que noan noan noan y nooan
y plurimono noan al morbo amorfo noo
no démono
no deo
sin son sin sexo ni órbita
el yerto inóseo noo unisolo amódulo
sin poros ya sin nódulo
ni yo ni fosa ni hoyo
el macro no ni polvo
el no más nada todo
el puro no
sin no
En la masmédula es sobre todo un universo verbal. Guillermo Sucre, en el ensayo ya citado, resume claramente esta condición del libro final de Girondo:
antes de significar o sugerir, el lenguaje es en él una presencia, un cuerpo proliferante, una verdadera alquimia de signos. No se trata de la normal transfiguración de una realidad por medio de la palabra: sino de la transfiguración misma
de la palabra: la realidad que ella nombra o propone es inseparable de lo que ella
es en el continuo cambio.
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¿Cuál es el tema de En la masmédula? Quizás sólo cabe decir que es la búsqueda del poema mismo, su generación, su “fugaz perpetuo”. Poco importa además
su tema o sentido, lo que importa es su presencia, su verbalidad que regenera el lenguaje inventándolo, buscando acaso devolverle una cualidad mágica
y ritual, una sustancia encantatoria. Se pueden describir los procedimientos
de Girondo –la creación de palabras nuevas por adición y resta, por fusión y
confusión, por mezcla-, pero sus alcances se confunden con una utopía de la
poesía: la autogénesis que quisiera hacer estallar el lenguaje. En esa realidad
tan radicalmente material del poema, la figura del poeta se disuelve, el lugar de
la enunciación es el propio lenguaje.
2. Salomón de la Selva: coloquios de trinchera
En 1922, el mismo año que Oliverio Girondo publicó sus Veinte poemas para
ser leídos en el tranvía, el poeta nicaragüense Salomón de la Selva publicó en
México El soldado desconocido. No fue su único libro, pero sin duda es un libro
único y por el cual merece ser recordado4. ¿Cuál es la singularidad de El soldado
desconocido? En realidad son dos. La primera, su tema: la gran guerra europea
(1914-1918) vivida y sufrida desde la experiencia y la percepción de un soldado en las trincheras. La segunda: su lenguaje. La primera puede parecer
anecdótica (aunque no lo es, como lo veremos enseguida); la segunda constituye un hecho fundacional para la poesía hispanoamericana: la aparición, por
primera vez en esta tradición poética de un registro coloquial y prosaico como
eje ordenador del poema.
Salomón de la Selva tenía 29 años cuando publicó El soldado desconocido. Desde
adolescente vivió en los Estados Unidos, donde no sólo se dedicó al estudio de
la poesía en lengua inglesa –es autor de traducciones al español de Coleridge
y Swinburne– sino también se familiarizó tempranamente con el Modernism
anglosajón y, especialmente, con la llamada New Poetry norteamericana. En
1918 viajó a Inglaterra y se alistó como voluntario en el ejército de ese país
para combatir en Flandes. De esa doble experiencia, su contacto con la tradición poética norteamericana y su participación en la guerra europea, nació El
soldado desconocido.
Si para un vanguardista europeo avant la lettre como Guillaume Apollinaire,
la guerra fue sobre todo un espectáculo –“la guerra es resueltamente una cosa
hermosa”, escribió en una carta, “(…) el lugar es muy desolado; ni agua, ni árboles,
ni aldea, ni nada más que la guerra suprametálica, architronante”5–, para el voluntario nicaragüense fue lo que para cualquier soldado, no importa de qué bando:
sangre y lodo. En el Prólogo de su libro escribió:
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El héroe de la Guerra –puesto que un héroe debía resultar, porque para eso se
peleó, ya que toda lucha y aun todo esfuerzo de los hombres no es sino para hacer
florecer un hombre superior– el héroe de la guerra es el Soldado Desconocido. Es
5 Jorge Luis Borges cita esta carta en “La paradoja de Apollinaire”. En: Ficcionario. Una antología de sus textos. Edición,
introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
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4 Antes, publicó un libro en inglés, Tropical Town and Other Poemas (1918) y, después, Evocación de Horacio (1949), Canto
a la independencia nacional de México (1955) y Acolmixtli Nezahualcóyotl (1958). En 1989 se publicó El soldado desconocido
y otros poemas. Antología (México: Fondo de Cultura Económica). En ese volumen está todo lo que vale la pena leer de
Salomón de la Selva, incluida una selección de sus traducciones de la poesía griega clásica. Todas las referencias a los
poemas de El soldado desconocido de esta sección provienen de ese volumen.
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barato y a todos satisface. No hay que darle pensión. No tiene nombre. Ni familia.
Ni nada. Sólo patria.
Ése es el héroe-antihéroe de los poemas de Salomón de la Selva, ese desconocido que vive, sueña, pelea, habla y muere en las trincheras:
He visto a los heridos:
¡Qué horribles son los trapos manchados de sangre!
Y los hombres que se quejan mucho;
y los que se quejan poco;
y los que no han dejado de quejarse!
Y las bocas retorcidas de dolor;
y los dientes aferrados;
y aquel muchacho loco que se ha mordido la lengua
y la lleva de fuera, morada, como si lo hubieran ahorcado!
(“Heridos”)
Son gente.
De eso no cabe duda.
Gente como nosotros,
que come, que duerme, que se entume, que suda,
que odia, que ama.
Gente como toda la gente,
y sin embargo –diferente…
(“Prisioneros”)
Y a ese soldado desconocido le corresponde una imagen del poeta igualmente
degradada y doliente. El poeta que habla en los poemas de Salomón de la Selva es también un antihéroe. Es un poeta que ha descendido no a un infierno
metafórico sino a algo mucho peor: a la tierra de nadie, al no man’s land del
horror. El poeta que habla en estos poemas siente la poesía no como un don o
un poder sino como una vergüenza y una culpa:
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Éste era zapatero,
éste hacía barriles,
y aquél servía de mozo
en un hotel de puerto…
Todos han dicho lo que eran
antes de ser soldados;
¿y yo? ¿Yo qué sería
que ya no lo recuerdo?
¿Poeta? ¡No! Decirlo
me daría vergüenza.
(“Vergüenza”)
Ya me curé de la literatura.
Estas cosas no hay cómo contarlas.
Estoy piojoso y eso es lo de menos.
De nada sirven las palabras.
Está haciendo frío
por unas razones muy sencillas
que no recuerdo ahora.
Tal vez porque es invierno.
Unos libros forrados
que hallarás en mi casa
explican con lucidez indiscutible
la razón de las temperaturas.
Cuando me escribas, dime
por qué hay calor y frío.
¡Fuera horroroso
morirme en la ignorancia!
(“Carta 3”)
La impronta “norteamericana” de la poesía de Salomón de la Selva no fue
un dato que pasó desapercibido por mucho tiempo. En 1941, en el prólogo a
Laurel, una antología que puso ejemplarmente en diálogo horizontal a la poesía hispanoamericana y española desde el mediodía del modernismo hasta las
vanguardias y su declinación, Xavier Villaurrutia apuntaba que el autor de El
soldado desconocido era uno de los poetas que:
…hacen entrar en la poesía de lengua española cierto voluntario prosaísmo que
si en otros tiempos hubiera hecho el efecto de un desconocido, intruso en un sitio
al que no hubiera sido invitado, presta ahora a la lírica un sabor y sobre todo un
acento de intimidad y más aun de familiaridad frecuente en la poesía inglesa o
en la poesía norteamericana, mas no en la española…
Pero fue el escritor mexicano José Emilio Pacheco quien en un breve pero esclarecedor ensayo (“Nota sobre la otra vanguardia”, 1979, en Sosnowsky, 1997)
no sólo resumió muy bien lo que lector puede encontrar en las páginas de El
soldado desconocido sino también intentó inscribir este libro en una perspectiva
crítica de mayor alcance a la que alude, precisamente, el título de su texto:
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Himnos patrióticos y gritos de batalla quedaron atrás: la guerra antiheroica ha
engendrado una poesía antipoética. El primer desplazamiento lo sufre la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o del estridentismo, al poeta como ‘mago’, se opone la figura del bufón
doliente y del ser degradado. Escribir versos no es jugar al ‘pequeño dios’, sino una
debilidad y una vergüenza que, sin embargo, pueden expiarse describiendo lo que
sucede en el lodo de las trincheras…
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Según Pacheco, en Hispanoamérica, junto a la vanguardia
que tiene como punto de partida la pluralidad de “ismos”
europeos, aparece otra corriente, “realista y no surrealista”,
dice él, cuyo punto de referencia es la New Poetry norteamericana. Esta comprobación es, en realidad, una oposición. Y
ése es su aporte. Las referencias al “pequeño dios” huidobriano o al “triunfalismo” de los estridentistas mexicanos
comandados por Manuel Maples Arce dejan claro que, en
oposición, hay otra vertiente de las vanguardias. Los fundadores de esta “otra vanguardia”, a la que Pacheco asocia una
“poesía antipoética”, son el dominicano Pedro Henríquez
Ureña (1884-1946), el mexicano Salvador Novo (19041974) y Salomón de la Selva. Y el espacio de su aparición
es México. En su ensayo, Pacheco abunda en información
sobre la confluencia, en un período breve, de estos tres poetas y sobre su interés
y relación con la poesía norteamericana (Henríquez Ureña y Novo son autores
de sendas antologías). Hay, además, un magisterio de unos sobre los otros, a
propósito del cual resulta particularmente interesante la siguiente anotación:
Lo que Novo, adolescente de dieciocho años, aprende de De la Selva, es la posibilidad de expropiar, para los fines de su propia lengua y dentro de su molde, la dicción poética angloamericana, como los modernistas habían ampliado inconmensurablemente el repertorio lírico castellano con recursos aprendidos en Francia.
Lo que Pacheco parece apuntar al pasar es sugerente en más de un sentido. Con relación a lo inmediato, la analogía propuesta entre las actitudes del
modernismo hispanoamericano respecto a la poesía francesa, especialmente el
simbolismo, y la de la “otra vanguardia” respecto a la poesía angloamericana en
términos de “expropiación”, permite reafirmar una de las lógicas de la poesía
moderna: la noción de influencia para explicar las relaciones entre distintas tradiciones queda desplazada por las nociones de apropiación, de diálogo y, más
allá, de reescritura o aun de “antropofagia”, como quería el brasileño Oswald
de Andrade para explicar las dimensiones radicalmente nuevas en las que se
mueve la relación entre la tradición y la novedad.
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Por otra parte, y esto ya tiene que ver con el aspecto más general de su propuesta, las ideas de Pacheco permiten introducir un giro de lectura en el cuerpo
de las vanguardias. No se trata sólo de reconocer distintas filiaciones en las
vanguardias hispanoamericanas (la poesía francesa, por un lado; la poesía norteamericana, por el otro) sino, un paso más allá, de calibrar sus consecuencias.
La estrecha relación en el desarrollo de las vanguardias europeas e hispanoamericanas es harto conocida, baste pensar en la querella en torno a la paternidad del creacionismo entre el chileno Vicente Huidobro y el francés Pierre
Reverdy o en el curso que siguió en esta orilla del Atlántico el surrealismo
Siguiendo esta línea, se podría dar otro paso. Tanto para el creacionismo como
en el surrealismo, y ni qué decir, para el ultraísmo, cultivado tanto en Sevilla
como en Buenos Aires, el centro del poema es la imagen. Y, por lo menos en
los dos primeros “ismos” citados, el correlato de la centralidad de la imagen –ya
sea como creación autónoma desvinculada radicalmente de la realidad como
fuente de la creación o como una suprarealidad más auténtica, más profunda y
por ello más verdadera– es la figura todopoderosa del poeta: el mago. El privilegio de la imagen como elemento articulador del poema es, por lo demás, una
clara manifestación de la antigua convicción en los poderes de la analogía: si el
poema es el territorio donde es posible poner en relación de correspondencia
elementos antes irreconciliables es porque, en el fondo, todo está conectado
con todo. Y el poema a través de la imagen, explora, hace evidente y materializa esa simpatía universal que une profundamente a todos los seres y todas
las cosas: la realidad es un vasto sistema de relaciones que el poeta es capaz de
vislumbrar y el poema de revelar.
En cambio, la vertiente de la New Poetry en la que se apoya la “otra vanguardia”
no hace eje en la imagen sino en la dicción, en la prosodia. No se trata solamente de una elección estilística –aunque en la tradición anglosajona estén ya
cifradas desde antiguo las posibilidades expresivas de la dicción–, lo que está
en juego en el fondo para una zona de la poesía norteamericana de las primeras
décadas del siglo XX es algo nuevo: el camino que puede permitirle al poema
acercarse al habla. Esta actitud frente a la escritura tiene, por lo menos, dos
claras consecuencias: por una parte, la esfera del habla es la calle, lo cotidiano,
y es natural, por ello, que el poeta salga a la calle en busca de esa otra música.
Por otro lado, la figura del poeta, antes que la de un creador, es la de un escucha,
lo que supone que sus privilegios, si es que aún conserva alguno, se confunden
con los del hombre de la calle. El poeta que canta puede ser un mago o un profeta o un visionario; el poeta que habla sólo puede ser un hombre. Es un giro
radical en la figura del poeta. Y hay una tercera consecuencia posible: el tiempo del habla es siempre un tiempo situado, un aquí y ahora inexcusables. El
habla es una realización singular, no el sistema potencial de la lengua, es decir,
la esfera de las posibilidades abstractas Por lo tanto, el tiempo del habla es el
tiempo de la historia. Lo que la aparición de la “otra vanguardia” pone en juego
es, entonces, una estrella de tres puntas: el habla cotidiana, la desacralización
de la figura del poeta y la inscripción de ambos en la historia.
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El lugar de El soldado desconocido en la poesía hispanoamericana es, entonces,
claro. Apuntar que con este poema hace su ingreso en nuestra tradición el
coloquialismo y el prosaísmo a través de la apropiación de ciertas formas de
la poesía norteamericana no es un dato meramente histórico. Marca, por una
parte, el inicio de una línea de escritura que de maneras muy diversas y con
alcances igualmente distintos tendrá una notable continuidad en la poesía del
continente. En la poesía nicaragüense, por ejemplo, el coloquialismo tendrá
un desarrollo particularmente intenso y no, paradójicamente, por influencia
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de Salomón de la Selva, quien regresando de su aventura bélica en Europa se
radicó en México, donde desarrolló todo el resto de su obra, muy lejana, por
cierto, y muy menor que El soldado desconocido, sino por obra del gran difusor
de la poesía norteamericana en Hispanoamérica: José Coronel Urtecho. Éste
regresó en 1927 a su país desde Estados Unidos, y poco después, hacia 1929,
junto a un grupo de poetas jóvenes de Granada, fundó el grupo Vanguardia.
El activismo de Urtecho, quizás más que su propia obra poética, los trabajos
de Pablo Antonio Cuadra y Joaquín Pasos, de los años treinta para adelante,
y posteriormente la poesía de Ernesto Cardenal, pueden marcar con suficiencia el curso de una rica tradición de poesía atenta a la sensibilidad cotidiana,
a los registros del habla y a las derivas hacia la narratividad. En la década de
los sesenta, el coloquialismo, por sus posibilidades de introducir en el poema
el tiempo de la historia, se convertirá en una de las corrientes dominantes en
la poesía hispanoamericana, al calor precisamente de un hecho histórico: el
triunfo de la revolución cubana y la expansión continental de las posibilidades
de un cambio social.
El soldado desconocido, por otra parte, introduce una fractura en las escrituras vanguardistas hispanoamericanas. La degradación de la figura del poeta
y del propio lugar de la poesía, si bien se inscribe de manera funcional en la
economía simbólica de los poemas (a una realidad degradada le corresponde
una voz también degradada, a un realidad antiheroica le corresponde un poeta
antihéroe), tiene un efecto de mayor alcance: la tradición romántica del poeta
como un ser privilegiado, que las vanguardias heredaron casi intocada, tuvo
que abrir paso a otra manera de encarar el poema. Las consecuencias de este
giro son mayores: socavado el monologismo de las grandes figuras, la poesía
tuvo en sus manos la posibilidad de abrirse a un tejido más denso de voces, a
una pluralidad de registros. Y por esta vía, la inscripción de la historia en el
poema, una querella que acompaña todo el curso de la poesía moderna, multiplicó sus caminos.
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3. Nicanor Parra: el bufón sin corte
“Hacia 1945 –escribe Octavio Paz en Los hijos del limo (1974)– la poesía en
nuestra lengua se repartía en dos academias: la del ‘realismo socialista’ y la de los
vanguardistas arrepentidos. Unos cuantos libros de unos cuantos poetas dispersos
iniciaron el cambio”. Uno de esos poetas es el chileno Nicanor Parra (1914)
y uno de esos libros, escrito entre 1937 y 1954, Poemas y antipoemas (1954)6.
6 La obra de Nicanor Parra comprende: Cancionero sin nombre (1937), Poemas y antipoemas (1954), La cueca larga (1958),
Versos de salón (1962), Manifiesto (1963), Canciones rusas (1967), Obra gruesa (1969), Los profesores (1971), Antipoemas
(1972), Artefactos (1973), Tres rondas infantiles (1973), Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977), Nuevos sermones
y prédicas del Cristo de Elqui (1979), El anti-Lázaro (1981), Artefactos II (1982), Poemas y antipoemas a Eduardo Frei
(1982), Ecopoemas de Nicanor Parra (1982), Alta marea y otros poemas (1983), Coplas de Navidad (anti villancico) (1983),
Hojas de Parra (1985). Fotopoemas (1986), Décimas. Autobiografía en verso (1988), Discurso de sobremesa (1997). Los
Con este libro se inició una aventura poética altamente singular, marcada por
su abierta disidencia con los cánones poéticos dominantes y por un espíritu de
rebeldía y renovación que su autor sabría llevar a sus últimas consecuencias.
De irreverente y desacralizador, desmitificador e iconoclasta ha sido calificado
frecuentemente el trabajo poético de Parra. Todos los adjetivos trazan un cerco
en torno al espíritu que anima su escritura: la búsqueda y el encuentro de un
nuevo lugar para la poesía. Y para abrir este espacio renovador, Parra tuvo que
arremeter violentamente contra las tradiciones imperantes. Contra la poesía de
ambiciones cósmicas con la que Neruda impregnaba el ambiente de la época,
Parra desplazó deliberadamente su palabra hacia el terreno de las cosas menores, hacia la calle y el individuo concreto; contra los pequeños dioses proclamados por el creacionismo huidobriano, Parra decidió que “los poetas bajaron del
Olimpo” y su escritura instauró un sujeto enunciador cambiante y despojado
de todo afán profético e incluso de verosimilitud; contra el lenguaje sublime y
elevado de la retórica reclamativa o sentimental, el poeta chileno optó por el
lenguaje coloquial, por los giros del habla popular y los registros próximos a la
oralidad. Pero eso no es todo: contra la solemnidad y las verdades trascendentes, Parra antepuso el humor, la risa y la carcajada.
El gesto que funda la escritura de Parra es la paradoja. Cuando bautiza sus
poemas como antipoemas afirma paradójicamente una negación. Pero, en realidad, no se trata de negar la poesía sino de quitarle el piso, de atentar contra
sus certezas. Por ello, quizás, lo menos indicado es buscar o intentar una definición de la antipoesía y de su natural correlato, el antipoeta. Es un camino
sembrado de equívocos. En los años sesenta, por ejemplo, bajo el rótulo de antipoesía se enmarcó una franja de la literatura hispanoamericana caracterizada
por su carácter contestatario. Se trata de una literatura disidente o francamente
enfrentada, las más de las veces, sin embargo, de modo voluntarista, no sólo al
orden social establecido sino también al stablishment literario, que, en el plano
simbólico, era considerado como un agente perpetuador de ese orden.
En un conocido ensayo (“Antiliteratura”, en Fernández Moreno, 1972), Fernando Alegría intenta diseñar ese amplio campo, en el que incluye a la poesía
de Parra. Para Alegría, la antiliteratura y con ella la antipoesía
Esta perspectiva, más declarativa que analítica, supone la existencia de una realidad verdadera anterior al lenguaje, sólo así puede proponer que la literatura, o
poemas citados en esta sección provienen de Hojas de Parra (Valparaiso: Ganímedes, 1985); y las antologías: Chistes
(parra) para desorientar a la (policía) poesía (Madrid: Visor, 1989) y Antipoemas. Antología (1944-1969) (Barcelona: Seix
Barral, 1972).
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es una revuelta contra la mentira aceptada socialmente y venerada en vez de la
realidad. Esta antiliteratura empieza por demoler las formas, borrar las fronteras de los géneros, dar al lenguaje su valor real y corresponder con sinceridad a la
carga de absurdo que es nuestra herencia.
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más propiamente la antiliteratura, puede devolverle al lenguaje su “valor real”.
Consecuentemente, como Alegría lo explicita en su ensayo, las manifestaciones de la antiliteratura, “lo blasfemo, así como lo irreverente, insultante y hasta lo
obsceno”, son “modos de declararle al hombre el espejo donde está su imagen”. Lo que
implica, a su vez, que hay una imagen “real” del hombre, velada u oscurecida
por esa “mentira aceptada socialmente”. En verdad, esto poco o nada tiene que
ver con la poesía de Nicanor Parra, que si bien puede ser blasfema, irreverente,
insultante y hasta obscena, no apunta a descubrir ninguna “realidad” verdadera
del hombre. Nada más alejado de la antipoesía de Parra que el señalamiento
de algo esencial:
Qué es la antipoesía:
¿Un temporal en una taza de te?
¿Una mancha de nieve en una roca?
¿Un azafate lleno de excrementos humanos
como lo cree el padre Salvatierra?
¿Un espejo que dice la verdad?
¿Un bofetón al rostro
del Presidente de la Sociedad de Escritores?
(Dios lo tenga en su santo reino)
¿Una advertencia a los poetas jóvenes?
¿Un ataúd a fuerza centrífuga?
¿Un ataúd a gas de parafina?
¿Una capilla ardiente sin difunto?
Marque con una cruz
La definición que considere correcta.
(“Test”)
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Para Alegría, finalmente, esa noción de la antiliteratura le permite dos consideraciones. Primero, que “la antiliteratura es una imagen del mundo contemporáneo como un caos y del hombre como una víctima de la razón” y, segundo, que “los
frutos de esta imagen constituyen un acto de violencia exterior e interior”. Sobre
lo primero, el propio Parra podría responder: “Ni siquiera tenemos el consuelo
de un caos”, es decir, de “un rompecabezas que es preciso resolver antes de morir /
para poder resucitar después tranquilamente”. Pero hace falta una consideración
más para alejar definitivamente a la antipoesía de Parra de la antiliteratura de
Alegría. Guillermo Sucre, en un ilustrativo ensayo (“El antiverbo y la verba”,
en Sucre, 1986) coincide con una apreciación generalizada sobre la poesía de
Parra: en ella el mundo es un absurdo, “carece de sentido o lo ha perdido”. Pero
que el mundo sea absurdo, como evidentemente lo recuerda casi cada poema
de Parra, no quiere decir que sea un caos. Por el contrario, dice Sucre, “el sinsentido del mundo sigue fundándose en un orden inalterable. Conciencia habituada,
mixtificación y simulacro, ese orden parece inexorable también”. Luego, Sucre acota
una idea que es fundamental: “Quien introduce el caos es el poeta bajo la forma del
humor”. Esta idea es fundamental porque permite considerar al humor como
una fuerza disgregadora de la realidad, como una acción sobre “el orden inalterable” para socavar sus fundamentos. Y, por supuesto, ese humor es también,
de manera radical, un disgregador de la imagen del poeta. Lo que en Veinte
poemas para leer en el tranvía de Oliverio Girondo era un atisbo, el poeta capaz
de reírse de sí mismo, en los poemas de Parra es desfachatez: el poeta es, si algo
es, un bufón. El de Parra, dice Sucre, es
un humor que no produce catarsis; más bien, la suspende hasta que el lector descubre en él su propio espejo. Parra no intenta trascender el absurdo a través del
humor; éste por el contrario, lo hace más acechante, lo intensifica, lo lleva a la
exasperación. El humor, en su obra, es una visión del mundo.
La antipoesía de Parra no es, como ya se vio, una definición. Es
una posición. Es decir, un lugar para producir el poema. Por ello,
fiel a su definición negativa, la antipoesía no estaba destinada a
erigirse en un edificio de cimientos inamovibles en el centro del
espacio ganado a los lenguajes poéticos dominantes. Por el contrario, lo suyo es la movilidad, la extrema movilidad. La poesía
de Parra no sólo operó una radical apertura en el plano temático,
llevando al poema una serie de materiales reconocidos tradicionalmente como “no poéticos”; no sólo convirtió el plano formal
en un territorio para el despliegue del coloquialismo y, más aun,
de la parodia del coloquialismo; sino también, y sobre todo, descentró el lugar del sujeto de la enunciación. El “yo” que habla en
sus poemas, la imagen del poeta, es una figura móvil, una máscara
o un juego de máscaras, un disfraz, una parodia de la imagen del
poeta como elegido y también una parodia de sí mismo: el fantasma de la tribu.
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Éste es, por supuesto, un punto central de la poesía de Parra. Las vanguardias, que tantas cosas cambiaron en la poesía, dejaron prácticamente intocada
la centralidad de la imagen del poeta. Si el creacionismo asumía un lenguaje
autónomo era natural que proyectara una figura del poeta a la altura de ese
postulado. Incluso el surrealismo, con su énfasis en el proceso de la creación
antes que en la obra creada, no podía escapar a centrar la creación en el sujeto,
es decir, en el poeta. Parra, como ningún otro, juega no sólo a desplazar la identidad de la figura del poeta sino a socavarla. Alonso y Triviños (en Parra, 1989)
hablan, con inocultables huellas de la teoría del sujeto, de “la erosión antipoética
del mito del sujeto pleno, dotado de unidad psicológica” y “de decir confiable”. Esta
erosión se manifiesta, por ejemplo, en una “abundancia de hablantes contradictorios, exasperados, discontinuos, descentrados”. En efecto, el catálogo de hablantes
de los poemas de Parra podría ser muy extenso, desde el huaso que entona cuecas chilenas hasta el Cristo de Elqui, profeta radiofónico, “doble local y profano
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de N.S.J”. En términos de la querella de la antipoesía con la tradición poética
chilena, esta erosión del sujeto pleno se hace visible también en lo que Alonso
y Triviños llaman “la metáfora del Gran Pedagogo”. Casi no es necesario decir
que la figura del Gran Pedagogo, dueño de las grandes certezas y voz de la Naturaleza y de los hombres, tiene su referente en Pablo Neruda. O más bien en
la figura del poeta que construyen y proyectan sus poemas: ese poeta poderoso,
afirmativo, pleno de certezas. Ese poeta que dice en una obra temprana, Veinte
poemas de amor y una canción desesperada, “Puedo escribir los versos más tristes
esta noche”. Ese “puedo” no implica posibilidad, es una rotunda afirmación del
poder de su escritura. Ese poeta que, más adelante, crecido en el tiempo y en su
obra, es capaz de anunciar a todos los hombres en el Canto general: “Yo vengo a
hablar por vuestra boca muerta”. A través de él se expresan los pueblos, y no sólo
ellos sino la Naturaleza y el territorio que habitan. La antítesis del antipoeta.
Si la deconstrucción del sujeto poético, la fuga de cualquier identidad con posibilidades de configuración estable, es uno de los aspectos más liberadores de
la escritura de Parra, resulta casi natural que esa figura se mantenga siempre en
movimiento. Hay algo de nómada en su poesía, o de francotirador. La figura
del poeta parriano aparece donde menos se la espera. Ha hecho suyo, como
quería Roland Barthes en su elogio de la literatura, el arte de burlar o despistar
a los códigos que acechan a todo acto del habla para clasificarlo y fijarlo en un
orden discursivo (Lección inaugural, 1977). Aparece como un estallido disgregador del orden, se deja oír y leer, y antes de entregarse a los goces de sus propios hallazgos o de configurarse como un discurso poético acabado, borra toda
huella, se niega a sí misma –“Me retracto de todo lo dicho”— y desaparece. Pero
sólo para aparecer en otro lugar, donde nadie la espera, con otro disfraz, con
otra voz y otros gestos. (La boutade de Barthes: el lenguaje no es revolucionario ni reaccionario es simplemente fascista, porque el fascismo no es obligar a
callar sino obligar a decir, haría a Parra levantar las cejas con un gesto de socarrona complicidad). No hay nada de casual, por ello, en el título de uno de sus
libros: Chistes para desorientar a la policía/poesía. Burlar y burlarse, tal parecería
el juego de la antipoesía. Burlar y burlarse del poder para mejor denunciar su
rostro sangriento; burlar y burlarse de las jerarquías, las ideologías y las buenas
costumbres, para vacunar y vacunarse contra ellas; y sobre todo, burlar y burlarse de los lugares comunes de “lo poético”. “TODO / ES POESÍA / menos
la poesía”, como escribe en uno de sus Artefactos (1973).
La radicalidad con la que la escritura de Parra cuestiona todos los órdenes del
poema es un camino sin retorno. El rasgo más inmediato de su verso es la deliberación con la que se aleja de la retórica tradicionalmente poética para acercarse a los registros del habla. Pero en ello no hay ninguna ilusión mimética
respecto al lenguaje popular, ningún afán de naturalización de la palabra de los
otros. Por el contrario, en sus poemas casi siempre se opera un distanciamiento,
una explicitación de su carácter de objeto escrito. La de Parra es, en este preciso
sentido, una escritura irónica: como ya se dijo, la antipoesía es una enunciación
paradójica: afirma una negación. Pero no sólo es una enunciación paradójica,
también es un acto paradójico. A partir de sus Artefactos y de forma continua y
creciente, el poema también se sustrae de lo escrito. Muchos de sus textos tienen un aire de graffiti: están hechos para ser primero mirados y después leídos.
Y más aun, sus objetos poéticos, de principio, ya no admiten ninguna lectura.
Hay algo de ready made en ellos: un último límite donde la naturaleza misma
del objeto –poético o antipoético, en realidad ya no importa– no es un atributo
intrínseco sino el resultado de la circunstancia de ser propuesto y admitido
como tal: es un gesto más que una obra. Hay una importante consecuencia en
esta deriva de su trabajo: la figura del poeta o del antipoeta, en todo caso del
creador, ya no está desplazada, como de tantas maneras lo está a lo largo de
toda su poesía, sino anulada. La degradación de la figura del poeta, que empieza cuando se nombra antipoeta, su alejamiento de toda fuente de prestigio,
incluyendo naturalmente el prestigio literario, toca su último límite: el poeta
se despoja incluso de su condición de autor. La figura del poeta anuncia su
anonimato.
A modo de conclusión: Una perspectiva
Estos apuntes sobre la poesía de Oliverio Girondo, Salomón de la Selva y
Nicanor Parra intentaron indagar las diversas configuraciones de una triple
relación: la crítica de la figura del poeta o del hablante del poema en relación
con la introducción de registros coloquiales que quieren acercase al habla y las
posibilidades que esta confluencia abre para la inscripción de la historia en el
poema.
El ámbito que sirve como punto de partida para pensar las relaciones entre la
figura del poeta, el lenguaje coloquial y la historia como un problema de la poesía hispanoamericana es el de las vanguardias. El espíritu de las vanguardias
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En la poesía de Oliverio Girondo, el primer gesto consiste en desplazar la figura del poeta a la situación de un observador del espectáculo del mundo desde
la esquina del asombro y del humor. El gesto final de su poesía es la disolución
del sujeto poético en el magma del lenguaje. El soldado desconocido de Salomón
de la Selva, por su parte, es un texto fundador, pero no en el sentido prestigioso que podría dar la historia literaria a este término, sino porque esa poesía,
degradando la figura del poeta, hace posible un espacio para el encuentro del
lenguaje coloquial y la historia. Finalmente, la poesía de Nicanor Parra opera
una sistemática línea de fuga: la figura del poeta nunca llega a configurarse,
es un incesante juego de máscaras que se usan y abandonan y, en ese juego, la
palabra poética sólo existe como un enunciado circunstancial que borra sus
huellas y se va con la música a otra parte.
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fue el cambio; y su forma, la novedad. Pero asumir esta perspectiva comporta
el riesgo de la limitación: la novedad nace condenada; en rigor, basta su enunciación para que deje de ser tal. La novedad de hoy es el repertorio de pasado
mañana. Por ese camino, desde la perspectiva del presente, las vanguardias son
también historia, un momento de la historia de la poesía hispanoamericana,
acaso el más intenso, del cambio y la novedad. Sin embargo, las vanguardias
podrían ser también pensadas, así sea hipotéticamente, no como un momento
de la historia sino como un gesto de la escritura. Así, una escritura vanguardista sería aquella para la cual todavía no hay una lectura constituida, es decir,
una inscripción en el orden de los discursos. Frente al texto clásico, el lector se
reconoce; frente al texto vanguardista, el lector se desconoce. Idealmente, un
texto vanguardista sería ilegible, en el sentido de que no hay certezas previas
para su lectura. Si esto es posible, hay una fuerza en las vanguardias que no se
limita ni se agota en el lugar que le asigna la historia literaria.
En este sentido, la indagación que motiva este texto podría prolongarse en
ciertas zonas de la poesía hispanoamericana de las últimas décadas. En esas
zonas, el terco fantasma de la historia insiste reclamando un lugar para su inscripción en el poema y lo hace con frecuencia volviendo a poner en el tapete
nuevas apariciones de la figura del poeta y otros registros del lenguaje7. Así,
por ejemplo, y sólo para marcar algunas posibilidades, las obras del peruano Antonio Cisneros (1942), del chileno Raúl Zurita (1951) y del argentino
Néstor Perlongher (1949-1992), muy diferentes entre sí, podrían extender las
coordenadas de esa indagación por caminos singulares.
En Canto Ceremonial contra un oso hormiguero (1967), acaso el libro central de
su obra, Antonio Cisneros logra una perspectiva renovadora: una escritura que
se sitúa deliberadamente en el centro mismo de la problemática de su momento (la década de los sesenta y todas las exigencias de la historia inmediata) y
desde allí elabora un testimonio y una crónica, un retrato y un autorretrato, una
inscripción de la historia, en versos extensos en los que la impronta anglosajona
que tiende a la narratividad y el coloquialismo es una clave visible. Y el poeta
que entona esos cantos es una figura compleja: un yo oblicuo, desplazado, en
el que participan lo biográfico y lo generacional, lo literario y lo cotidiano, la
conciencia de la época y la autoconciencia irónica.
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A través de este sujeto –de su voz y de las voces que en él convergen–, Cisneros
elabora un testimonio y una crónica, un retrato y un autorretrato. Es un sujeto,
por otra parte, que explicita siempre el lugar y la situación desde los que entona
su canto (ojo: éste es el lugar de la inscripción histórica). Esta explicitación o,
más bien, este sistema de explicitaciones, conforman un universo de referencias
7 A propósito, para seguir pensando la relación de la inscripción de la historia y el lenguaje coloquial como un rasgo
distintivo de la poesía hispanoamericana frente a la poesía española, resulta muy sugerente el “Prólogo” a Las ínsulas
extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000), de Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel
Valente y Blanca Varela (Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2002).
concretas que sitúa a cada poema en un aquí y un ahora definidos: fechas, lugares, nombres propios, citas, claves que remiten a la historia, a la literatura o a
la complicidad de una experiencia generacional. Estas características no hacen,
sin embargo, del Canto ceremonial… un orbe cerrado ni a su época ni a su circunstancia; en rigor, se puede decir que son sólo estrategias para plantear y resolver un problema de mayor alcance: la invención de un lugar, descentrado de
los usos de la tradición, para un decir poético. La visión que se desprende de los
poemas de Canto ceremonial… es, por otra parte, igualmente esclarecedora: escribiendo desde el centro emblemático del Imperio, centro asediado y cercado
por las contraculturas, el poeta asiste a una suerte de revancha descolonizadora
sin héroes ni batallas, y toda su habilidad está en dar (darse) cuenta de ello.
En 1994, otro poeta chileno, Raúl Zurita, quien no dudaría en declararse nerudiano, publicó un poema vasto y ambicioso: La vida nueva. Hay en este extenso
libro, sin duda, un gesto nerudiano: la ambición del poema totalizador. Pero
hay al mismo tiempo, y esto quizás sólo es posible en la escritura de hoy, una
conciencia lúcida de la imposibilidad de la totalización. Si Neruda construyó
un lenguaje para la utopía, Zurita se empeñó en una utopía del lenguaje.
Como el Canto general, de Neruda, La vida nueva, de Zurita, es también un
desmesurado poema de pueblos y geografías. En él están los hombres y la vastedad geográfica. Neruda quiso ser el portavoz de ese hombre porque sabía que
éste encarnaba la certeza del destino de la historia; en el canto de Zurita, a ese
hombre sólo se puede acceder a través de sus sueños, de la memoria desdibujada e incierta que deja a la vigilia el viaje innombrable por la noche del alma.
Chile y América Latina son para Neruda un territorio, una desmesura material
que debe ser recorrida y nombrada palmo a palmo; sólo en esa medida existe
como historia y tiene, por lo tanto, un destino. En La vida nueva de Zurita
la geografía por excelencia es el desierto, Atacama, la planicie vacía, muerta,
inhabitada en la que, como en una página, el lenguaje deja sus huellas o sus
cicatrices. Los pueblos en marcha hacia el horizonte pleno de la Historia son
los sujetos del Canto general; en el poema de Zurita los sujetos de la historia
son los desaparecidos, los que no tienen cuerpo y sólo nombre, los insepultos,
los llorados.
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Referencias bibliográficas
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Nieves Alonso y Gilberto Treviños. Madrid: Visor.
Páginas de Enrique Molina seleccionadas por el autor. Buenos Aires: Celtia.
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11. ------------ 1977. Sermones y prédicas del Cristo de Elqui. Valparaiso: Ganymedes.
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William Shakespeare
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
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Cuatro notas literarias
Four Notes on Literature
Juan MacLean*
Resumen:
Al estilo de la nota literaria de carácter periodístico, el autor propone cuatro textos
breves sobre algunos aspectos de la literatura y la filosofía: la traducción literaria,
la temática del bandolerismo en la literatura popular, la importancia de las bebidas alcohólicas en la historia de la cultura y, finalmente, la celebración de la obra
poética del poeta boliviano Fernando Rosso.
Palabras clave: Traducción poética, filosofía antigua, literatura popular,
Fernando Rosso.
Abstract:
Following the style of literary journalistic notes, the author builds up his own
writing in proposing four texts concerning literature related themes: poetry
translation, bandrity in popular songs, alcoholic drinks in the history of culture,
and finally, a celebration of Fernando Rosso poetic works exploring its ethical
dimension.
*
Escritor y periodista cultural.
[email protected]
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Keywords: Poetic translation, ancient philosophy, popular literature, Fernando Rosso.
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1. Poesía, lectura
y traducción
Por lo mismo que vivimos en tan agitados e inciertos tiempos, cuando se
espera que cualquier fulano que regularmente publica en los periódicos
se ponga a sentenciar en el ruedo,
abogar por un bando y vituperar al
otro, muy convencido de desarrollar y
exponer muy clara su propia claridad;
por lo mismo, decía, (sólo) por hoy
prefiero, personalmente, dedicar estas
líneas a asuntos mucho más triviales,
muy irresponsablemente, como quizá dirán algunos, que de esos nunca
faltan.
¿Y a qué quiero dedicarme aquí? Pues
con su permiso, quiero dedicarme al
tema de la poesía. Pero, ojo, haciéndolo desde el punto de vista más llano, amable y si quieren hasta popular.
Nada de teorías literarias o similares.
Para dejar esto más claro, confesaré
que pienso, sobre todo, en algunas
anécdotas extraordinarias que cuenta Carlos Monsivais en su bellísimo
libro Aires de familia, en el que se
dedica a historiar, narrar y dar cuenta de cómo funcionaba, funciona, el
ámbito de lo que decimos “cultura” en
Latinoamérica. Y ello, conste, con la
mirada puesta en lo “popular”. Y así
entonces cuenta cosas como estas:
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Cuando el poeta mexicano Amado
Nervo –que todo mundo se sabía de
memoria en Latinoamérica- falleció,
creo que en Buenos Aires, y un barco fue navegando con el féretro hacia
México, ocurrió que en cada puerto
en que la nave atracaba en su periplo
la esperaban multitudes. ¡Había un
duelo continental! Lloraba, la gente, la gente que había leído, y amado
y aprendido los versos de Nervo. O
bien, del portentoso poeta colombiano Peces-Barba, se cuenta de las multitudes que asistían a sus recitales de
poesía.
El libro de Monsivais cuenta anécdotas como esas a montones. Y aquí
perdóneseme que no me anime a
contar más, pues temo que se me dé
por fabular.
Valido de historias tan conmovedoras
como esas, vuelvo ahora al tema de la
poesía en general, para subrayar esto
que todos ya sabían: la poesía (o digamos de momento que alguna poesía) afecta al lector, sin necesidad de
que éste sea “cultivado”. Por ejemplo,
quienes hayan cursado siquiera unos
cursos de secundaria, ¿no se sintieron, siquiera un tanto, emocionados y
tocados por los conocidos versos de
Gustavo Adolfo Bécquer que dicen:
“Y volverán las oscuras golondrinas / de
tu balcón sus nidos a colgar”?
¿Y no los estremeció la “peregrina paloma imaginaria” de Jaimes Freyre?
Antes de seguir, vale destacar una
pequeña, inquietante y tentativa observación: el niño, el adolescente, son
mucho más capaces de ser afectados
por unos bellos versos. Que más luego, pareciera, se cierra el alma ante
esas cosas. Vale la pena recordar,
abundando en esa intuición, a ese pequeño montón de gente a la que se
le da por confesar, con trago y medio,
que de muy joven “escribía poesía”.
(Pasemos de largo aquí el caso in-
verso y tan patético de aquellos que
¡siguieron haciéndolo!).
Pero dejemos tan complejas disquisiciones y volvamos, como lo habíamos prometido, a tratar de la poesía
en el nivel más elemental, aquél en
el que ella es, llanamente y como lo
dijo Wallace Stevens, “la alegría del
lenguaje”. Esto es, la capacidad que
ella puede tener a veces de agitar el
corazón, remover el alma de cualquier
ser humano que no sea un patán embrutecido.
A fin de ilustrar y demostrar esa
sensata aseveración, os regalo, como
primer ejemplo, estas líneas del gran
Vicente Aleixandre:
Cuando contemplo tu cuerpo extendido,
como un río que nunca acaba de pasar (…)
¿Qué hombre decente en este mundo no habría querido que se le ocurra
decir eso? En todo caso, y menos mal,
puede recitarlo. Y, ya que aquí nos
dedicaremos sólo a salvar versos “para
todos” de muy inmediato efecto espiritual, uno más de Aleixandre y que
enojará a algunos que no siga:
Dime pronto el secreto de tu existencia, (…)
Y siguiendo esta política de las citas
incompletas, para todos, véase esto
del gran Carlos Pellicer:
besos (…)
Paramos aquí lo de las citas ejemplares, tal vez para indignación de un
Lo complejizaremos de la
siguiente forma: así como
muchas veces uno se siente
traspasado, desbordado, maravillado o
aplastado por algunos poemas que lee
en su propia lengua, pues así también
le ocurre cuando se topa con otras
maravillas -en otras lenguas dichas.
Y uno no puede creer, se aprende de
memoria tales versos, etc.
Más tarde (ahorramos aquí un proceso largo, a veces incluso doloroso) al
gozoso sufriente se le ocurre la idea
alevosa, desvergonzada, irrespetuosa,
imperdonable, de traducir a su lengua
esas líneas que tanto ama en el otro
idioma.
Y baste, ya en fin, de tanta cháchara.
Se trata todo esto, de una vez, de unos
versos prodigiosos tomados de la pieza Measure for measure del libretista,
popular en sus días, William Shakespeare. Esta maravilla inaudita dice así
en inglés:
Take, Oh, take those lips away,
That so sweetly were forsworn;
And those eyes, the break of day,
Lights that do mislead the morn:
But my kisses bring again, bring
again
Seals of love, but sealed in vain, sealed in vain.
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Que se cierre esa puerta
que no me deja estar a solas con tus
0.01 de los lectores. Aun
así, y en todo caso, creemos
haber demostrado el meollo
simple de lo muy simple –y
desactualizado, por cierto,
obsoleto, por cierto- que inmediatamente quisiéramos
complicar.
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Comentar ese milagro poético tomaría más espacio del que disponemos
aquí y más competencia de la habida.
Mejor, entonces, ir de una vez al grano. La traducción que ofrezco es una
primera versión, tentativa como lo es
toda traducción. Es esta:
¡Aparta, ay aparta de una vez esos
tus labios
que tan dulcemente se fugaron!
¡Y aquellos tus ojos en los que el día
rompe,
luceros que a las primeras luces extravían!
Pero igual dame, dame y dame más
tus besos
Esos que tanto el amor sella
Una vez y todavía otra más en vano,
en vano.
2. Bandoleros, santos
y canciones
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El doble del héroe, su esbozo, su perfecto negativo, su tentación y su fracaso heroico, es la figura del bandido,
del bandolero. Y dándole una vuelta
de tuerca más, el bandido a su vez
puede transvertirse en santo. El héroe, el bandolero y el santo: una trica
de ases más insigne, imposible. Pero
en todo caso, la figura del bandolero
tiene y tuvo diversos avatares y encarnaciones. Hoy el paradigma del
bandido (que ya ni bandolero) es el
narcotraficante. Como quiera, la evolución de esa figura queda retratada
por la historia de las baladas, tangos
o corridos que siempre acompañaron
las hazañas, los puñales, las muertes y las balas de los bandoleros: del
romance español al narco-corrido
mexicano.
Todos hemos conocido, si no amado,
personajes literarios o semiliterarios
de esta catadura. Desde Robin Hood,
el bandolero de los bosques, a Sandokán, el bandolero de los mares. Y
ahí están Billy the Kid y Butch Cassidy, los gauchos Vairoleto y Mate
Cocido o el cangaçeiro Lampiao.
Una de las novelas más grandes (si
no la más grande) de América Latina
entera, justamente, trata de cangaçeiros: Gran Sertao: Veredas de Guimaraes Rosa.
La historia del bandolerismo viene de
lejos, cada país tuvo sus salteadores
o bandidos. Las etimologías, como
siempre, son interesantes. Cuando
hace siglos pululaban los cuatreros
en las cercanías de Sevilla, se trataba de contrarrestar el fenómeno de
los “llamados por entonces bandidos,
por haber sido pregonados en algún
bando de busca o captura, forajidos,
por haber sido expulsados o huidos
de alguna ciudad, relegados, acotados
o encartados. Salteador viene de saltus, “bosque” en latín, porque era el
lugar preferido para sus fechorías…”
(Wikipedia).
Las historias de bandoleros, aunque
muy reales, obedecen a un patrón
bastante similar en todos los casos:
en vida el bandolero comete una venganza, un crimen y luego se embosca
o echa al monte, se convierte en un
proscrito, roba a los ricos, es generoso
con los pobres, su temeridad y valentía lo empujan a las gestas, los asaltos,
las huidas y las balas, hasta que un
día, inevitablemente, muere como un
héroe, en su propia ley. Ya muerto, en
muchos casos, su tumba se convierte
en lugar de peregrinación, empieza a
obrar milagros. No en vano, como todos los oficios o los rubros, el de bandolero también tiene su santo: San
Pedro de Armengol (también las putas tiene una santa, pero no recuerdo
ahora cuál es), el bandolero español
tarragonés que luego fue rescatado
por la Iglesia o, más propiamente, por
la canalla eclesiástica, como dice Badiou. De semejantes personajes y la
literatura fraguada en torno a ellos ya
decía Julio Caro Baroja, el gran iniciador de la historia cultural:
los temas se ajustan a la capacidad de
un público ávido de relatos tremendos o tremendistas, sean protagonistas de ellos los santos o los pecadores:
y si son santos que antes fueron pecadores, mejor que mejor.
Es que más que las propias gestas,
desventuras y glorias de los bandoleros, lo que más asombra es la extraordinaria y voluminosa literatura
popular, canciones y música que los
acompañó en vida o celebró póstumamente. Toda una llamada literatura de cordel surgió paralelamente de
esos bajos fondos de la vida y de las
letras1. La literatura de cordel
Desde los versos del cordel, pues –hay
que repetirlo–, hasta el narco-corrido,
mucha agua y sangre pasaron bajo los
puentes de este mundo. En la revista
referida en la nota se da cuenta de las
asombrosas crónicas en verso con que
en Buenos Aires y Santiago de Chile,
por ejemplo, se daba cuenta de lo que
hoy llamamos periodismo amarillo.
Está la Lira popular chilena (18801910), una de cuyas partes era de versos por fusilamiento y cuyo repertorio
consistía, sobre todo, en la defensa del
pobre frente al rico, en el elogio de
los perseguidos por la ley. En el caso
del cancionero criminal argentino,
éste bordea el lunfardo como lengua
de las hampas, a la vez que asiste al
nacimiento del tango arrabalero. Así,
en el tango prostibulario de fines del
XIX se encuentran canciones con estos extraordinarios títulos: “La clavada”, “Con qué tropieza que no entra”,
“Cachucha pelada”, “La concha de
la lora”… Y si bien no puede decirse de ellos que tengan nada poético,
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Revista número 25 • noviembre 2010
1 Buena parte de la información de esta nota proviene
de la abultada revista francesa Caravelle (más de 350
págs.), dedicada a estudios hispano-luso americanos; el
número 88 está dedicado al bandolerismo, bajo el título
Chanter le bandit: Ballades et complaintes d’Amerique
Latine.
es un tipo de poesía, originalmente
oral, y después escrita en los llamados
pliegos de cordel puestos en venta en
tendederos de cuerdas, de ahí su nombre. Fueron típicas en España y Portugal y tuvieron mayor éxito aun en
Brasil. Los autores, o cordelistas, recitaban los versos de forma melodiosa acompañados de viola. La historia
de la literatura de cordel comienza
con el romancero luso-español de la
Edad Media y del Renacimiento. El
nombre de cordel está ligado a la forma de comercialización de los folletos
en Portugal, donde eran colgados en
cuerdas” (otra vez Wikipedia).
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sí en cambio en otros casos las composiciones tocan la poesía. Tan cerca
como en 1976, un operativo policial
permitió sorprender (gracias, por supuesto, a una mujer) a Isidro Velásquez, que junto con un socio se había
estado dedicando a asaltar y asolar los
caminos del Norte argentino. De los
varios versos cantados que se le dedicaron, destaca éste:
Isidro Velásquez ha muerto
Enancado a un sapucay,
Pidiéndole rescate al viento
Que lo vino a delatar.
Revista número 25 • noviembre 2010
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Los casos de los que da cuenta la revista que aquí nos guía son muchísimos y sin duda darían para todo un
libro. El grueso de los grandes personajes y las baladas o corridos que
van con ellos parecen haber florecido,
sobre todo, en México, Argentina y
Brasil (y no se salva cierto vals peruano). Quedémonos con algunos casos
o ejemplos. Por la extensión y actualidad de su culto, está el de Jesús Malverde, quien fue un bandolero de principios del siglo pasado. Como suelen
rezar las leyendas de estos personajes,
Malverde robaba a los
ricos y repartía entre
los pobres… Pero un
buen día la policía le
tendió una redada y lo
acribilló a tiros. Prohibieron que su cuerpo sea enterrado y a
raíz de ello, a manera
de cubrirlo, la gente
al pasar tiraba piedras
a su cuerpo. Alguien que tiró una
recuperó inmediatamente el caballo que daba por perdido. El rumor
creció y la gente iba a tirar piedras,
a pedir cosas, hacer promesas. Y tal
fue la cantidad de piedras que se creó
un montículo y sobre él se construyó
una capilla. Hasta hoy, a un siglo de
la muerte de Malverde, la capilla es
visitada masivamente, mientras que
corridos, exvotos y promesas florecen
en una cantidad inusitada. Suelen ser
de este tono:
Al ánima de Malverde
la manda vine a pagar;
los milagros que él me hizo
con nada puedo olvidar; por eso vine
a cantarle
a su templo en Culiacán.
Y está el caso de Lampiao en el
nordeste del Brasil, en los sertones.
Quien haya leído Gran Sertón Veredas, de Guimaraes Rosa, (o La guerra
del fin del mundo, de Vargas Llosa), ya
de por sí siente un escalofrío ante la
sola palabra: cangaçeiro. Y fue justamente Lampio el creador de la moda
del cangaçeiro: grandes sombreros
con monedas al frente,
anillos y joyas, fusiles
atravesados al cuerpo,
sedas, botas, puñales en
ambos lados –y canciones y caballos, montes
y galopes. Lampiao es
también de principios
del siglo pasado. Su reinado de fechorías duró
nada menos que veinte
años y tiene ribetes ex-
traordinariamente románticos: una
vez vio a una muchacha muy bella a
la vera del camino, inmediatamente
y por supuesto la raptó en el caballo
y se la llevó. Era María Bonita, con
quien vivió el resto de su vida. Hasta
el día, claro, en que él y sus hombres
sufrieron una encerrona de las fuerzas
policiales y fueron todos acribillados,
María Bonita incluida. Luego fueron
decapitados y sus cabezas (eran nueve) fueron exhibidas en una especie
de museo. Éste fue visitado por decenas de miles de gente de todos los
alrededores, mientras el cancionero
dedicado a Lampiao debe bastar para
varios miles de páginas.
El título ese no es un error, no es una
errata, aunque de alguna forma la filoposía y a veces las palabras o actos
que se cometen en un estado filopósico no dejan de inscribirse, justamente,
bajo el signo de la errata. ¿Pero qué es
la filoposía? Para saberlo hay que remitirse al hermosísimo libro “Qué es
la filosofía antigua” de Pierre Hadot.
En él Hadot hace un recorrido erudito por la filosofía antigua, mostrándola como un modo de vida, como un
verdadero ejercicio espiritual. En sus
primeras páginas, rastrea la misma
palabra filosofía; cuándo surgió, cuándo fue por primera vez usada, etc.
Y bien, es en esas páginas donde nos
encontramos con este párrafo, traducido fielmente de la página 37 del
libro:
Heródoto revela pues la existencia
de una palabra que tal vez ya estaba de moda y que en todo caso habría
de estarlo en la Atenas del siglo V,
la Atenas de la democracia y los sofistas. De una forma general, desde
Homero, las palabras compuestas con
philo- servían para designar la disposición de alguien que encuentra su
interés, su placer, su razón de vivir,
en consagrarse a tal o cual actividad:
philo-posia, por ejemplo, es el placer
y el interés que se toma en la bebida,
philo-timia es la propensión a adquirir honores, philo-sophia será pues el
interés que se toma por la sophia.
Lo de la filosofía ya lo sabíamos todos.
Lo de la filotimia lo recordarán muy
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Para cerrar la nota, conviene referirse
a otra relación de literatura y bandidaje. Las figuras del afuera es el título
del libro de Keneth White dedicado
a los grandes de la literatura. Rimbaud, Thoreau, Miller y tantos más,
en tanto que personajes fuera de la
sociedad, fuera de dioses, patrias y de
familias, son otros grandes forajidos.
Waldlänger es el título de otro libro,
éste de Ernst Jünger; la palabra se traduce como el emboscado o el rebelde
y, literalmente, quiere decir “el que se
va a la selva”, el que apela al “recurso
de la selva”. En el mismo libro asevera Jünger que “el individuo cercado
prospera en el ámbito del arte”. El artista, que es la figura que nos faltaba,
es quien busca un “ajuste de cuentas”
con la sociedad y así se convierte en
rebelde, “pues la calidad de autor sólo
representa uno de los nombres de la
independencia”.
3. La filoposía y
los filóposos
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pocos. Pero de todas formas, aquí,
la palabra extraordinaria, la palabra
deslumbrante, es la de la filoposía. Ya
quedó bien explicada: la filoposía es
la afición a la bebida. Un estado filopósico, por ejemplo, sería la embriaguez. Un filóposo, luego, alguien que
se ejercita en el arte o disciplina de la
filoposía.
posium, como cualquiera que lo haya
leído podrá recordarlo, es también la
historia de una farra. En sus inolvidables primeras páginas, en efecto,
Pausanias y Aristodemo hablan sobre
la bebida, mientras algunos cuentan
que padecen del malestar que sucedió
a una noche anterior excesivamente
filopósica.
La filoposía, por otra parte, no sólo
que poco ha compartido de las glorias
de la filosofía. A decir verdad, incluso
puede afirmarse que, en general, filoposía y filosofía tomaron caminos
muy diferentes, casi nunca convergieron. Después de todo, la filosofía fue
una ocurrencia local, inicialmente originada en el milagro griego, mientras
la filoposía es universal. Con todo, es
pertinente recordar a los primeros filóposos, a los grandes fundadores de
la disciplina filopósica.
A partir del Banquete, en el que filoposía y filosofía se encarnaban en un
mismo héroe, lo cierto es que los caminos de la filoposía y los de la filosofía se separaron. Para dar un ejemplo
saltando unos siglos, resulta así inimaginable que Kant, en este sentido,
haya tenido la menor tentación filopósica. A lo sumo tomaría un licor
de anís tras las comidas, pero antes
de encarar el mismo anís como una
cuestión filopósica, no habrá pasado
de considerarlo como una micro estrategia dietética.
El primero de ellos, evidentemente,
es Noe. En Génesis 9:20-21, en efecto, vemos que no sólo inventó el vino,
sino que es descrito como un borracho: “Entonces Noé comenzó a cultivar
la tierra y plantó una viña. Y bebiendo
el vino, se embriagó y quedó desnudo en
medio de su tienda”.
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Tras el rubor que hace pasar Noé a
los filóposos, como el equívoco padre fundador de la disciplina, estos se
sienten aliviados, sin embargo, gracias
a la otra gran figura que se sienta a
su lado: la de Sócrates. Y no solo eso,
pues ocurre que el Banquete de Platón, en el cual se traza la gloriosa semblanza de Sócrates –que bebe siempre
lo que parece- como un gran filóposo,
es además el primer gran tratado de
filoposía. Es que el Banquete, o Sim-
El divorcio que se sucedió a través del
tiempo entre la filoposía y la filosofía
tuvo otra cara, dura, terrible y también gloriosa: la filoposía se refugió,
a veces a escondidas, a veces radicalmente, en las artes. A partir del siglo
XVI, en efecto, es en los grandes poetas donde hay que buscar a los filóposos más notables. Chaucer, Rabelais,
Bocaccio, vuelven a cantar los excesos
del vino y de las intensidades parejas con que la dicha sexual aporta a la
plenitud de las prácticas filopósicas.
La figura del poeta vinosus, en todo
caso, queda completamente afianzada. El hic bibitur rabelaisiano se convierte en una divisa, en una enseña.
Debido a que el escueto espacio del
que disponemos en esta página no nos
permitiría excedernos en señalar los
innumerables hitos de la Historia de
la filoposía, permítasenos mencionar
sólo algunos y muy arbitrariamente.
Las grandes corrientes
filopósicas2
En alguna página que tiene por ahí,
Octavio Paz, pese a no haber sido
ningún filóposo –lejos de ello- establece una aguda distinción entre las
bebidas –posein- destiladas y las fermentadas. Ejemplifica luego su distinción entre estas grandes corrientes
filopósicas oponiendo el whisky al
vino. Una pequeña fenomenología
del estado filopósico y social en que
resulta el ejercicio de una u otra de
tales corrientes filopósicas lo lleva, sin
que él se de cuenta –y pese a no filoposar- a acercar la destilación al materialismo y la fermentación al idealismo, a oponer la brusca y urbana
inmanencia del whisky al estacional y
agrario trascendentalismo del viñedo.
A partir de tales reflexiones, apunta
al carácter comunitario del consumo
de las posein fermentadas, al solitario
de las posein destiladas. Lo notable,
cuando uno revisa estas distinciones
esenciales, radica en las consecuencias
sociales, personales e históricas en
que, a través de los pueblos europeos,
tales corrientes llegaron a manifestarse. Para ir rápido, atengámonos ini-
Gran parte de la gran literatura anglosajona, en efecto, está constituida
por inmensos filóposos. Ejemplos
que se le viene rápido a uno a la cabeza: Dylan Thomas, Auden, Malcom
Lowry, Scott-Fitzgerald, Dashiell
Hammet… Y eso por hablar de los
más recientes. Que cualquiera que
revise las biografías de una buena antología de literatura anglosajona se
quedará pasmado.
Pero ya que entramos a hablar de
las relaciones de la filoposía y de los
pueblos, no dejemos de señalar la
suerte de los alemanes y los chinos
en cuanto compete a este campo de
la gnoseología corporal y espiritual.
En cuanto a los primeros, ya habíamos mencionado el caso de un Kant,
por demás extensible no solo al resto
de los filósofos germanos, sino a sus
otras lumbreras. ¿Acaso podría imaginarse alguien a un Goethe, a un
Thomas Mann ebrios? Jamás de los
177
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2 Por razones de espacio, nos abstendremos de
considerar, en este breve tratado, las relaciones por
demás complejas entre el cristianismo y la filoposía. Si
bien por una parte el vino, en cuanto posein, ocupa un
lugar central en la mitología cristiana, sus relaciones
con la filoposía propiamente dicha son por demás
ambiguas. Con todo, la figura del cura ebrio, filóposo
eclesial, es muy cara a los pueblos. El púlpito ebrio, en
este sentido, quizá sea uno de los espacios privilegiados
desde los que se imparte el sermón poético.
cialmente a dos ejemplos
y muy a grosso modo: en la
literatura francesa brillan
los grandes filóposos por
su ausencia. Villon, Verlaine, Baudelaire… muy
pocos más. Que hay montón de pasados de uno u
otro tipo, de acuerdo, pero
filóposos propiamente dichos… Hijas de Descartes
después de todo, las letras francesas
no conocieron una práctica seria de
la filoposía. ¡El mundo anglosajón en
cambio! Para decirlo de una forma un
tanto tajante y quizá exagerada: es en
él que la filoposía sentó más definitivamente sus reales.
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178
jamases. Pero aquí viene lo más sorprendente: ¡que fueron, más bien, los
grandes músicos los más destacados
filóposos! ¡Bach incluido! Consta en
los diarios de su mujer, Ana María
Magdalena Bach, en efecto, que una
buena parte del exiguo presupuesto
familiar se iba en pagar los vinos de
Johann Sebastián. Y luego Mozart,
Beethoven, Schubert… todos una
punta de filóposos.
Casi finalmente, tenemos el caso de
los chinos. Es que ellos fueron, quizá,
los mayores filóposos conocidos. Los
ejemplos son montones pero aquí no
podemos extendernos en presentar un
resumen abreviado de la poesía china
filopósica. Bástenos recordar al gran
Li Po, el eximio poeta de la dinastía
Tang. Si ya los jarrones Tang son de
por sí famosos, cuánto más lo son, en
el mundo de las letras, ¡las copas Tang
en que bebió Li Po! La leyenda en
torno a la muerte o desaparición de
Li Po (como bien lo recuerda Pound
en un poema), por otra parte, ya dice
bastante: estando en un profundo estado filopósico, Li Po quiso abrazar
la luna y, al tratar de hacerlo, perdió
el equilibrio en el puente en el que
estaba y fue a parar al río –y se ahogó. Vale la pena recordar los primeros
versos del poema Mientras bebo, solo, a
la luz de la luna:
Un vaso de vino entre las flores:
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bebo solo, sin amigo que me acompañe
Levanto el vaso e invito a la luna:
con ella y con mi sombra seremos tres.
Hasta ahí, pues, un breve recorrido
por la historia de la filoposía. Aún
nos faltaría referirnos, en alguna ex-
tensión de este resumen, a los casos
de la filoposía en el campo de la poética boliviana, cuando no al de la posein del maíz fermentado de los valles.
Pero eso queda para otra ocasión. Entretanto, ¡Salud!
4. Rosso o la ética de
la constatación
-Es lo que cabe -dijo Zeque.
Jesús Urzagasti, Un verano
con Marina San Gabriel.
La parca obra poética de Fernando
Rosso, desde “El danzante y la muerte” de 1983, pasando por “Aire hereje”
(1986), “Parte de copas” (1989), hasta
“Los días” de 1995, y últimamente “El
eje de las horas (2oo7)”, con algunos
pequeños añadidos y variaciones aquí
y allá, está reunida toda, por una parte
en un volumen titulado “Los días” y
por otra, casi con el mismo contenido, en “El danzante y la muerte”, ambos en las Ediciones del Hombrecito
Sentado, la última del 2003.
La brevedad de la obra, hace pensar
en la excepcional estirpe del “escritor
que no escribe”, tan cara por ejemplo
a Blanchot cuando habla de Joubert y
de la que forma parte una minoritaria
multitud secreta y cuidadosa.
Pero, también, puede que esa misma
brevedad obedezca a una voluntad de
vaga precisión, signada ella por los
protocolos del pudor -o del pundonor, como con justeza cabría decirlo
en este caso- y la involuntaria voluntad de ser fiel a un mismo camino,
voz y hálito. Así, sin impaciencia, es
ajena a cualquier tentación retórica
que incurra en contraer epifanías al
mayor. No hay prisa, pues uno aguarda (y por tanto su espera es infinita),
pero al mismo tiempo es aguardado,
es decir ya ha sido recibido, Es que,
se sabe,
alguien nos está llamando siempre
y nos espera
Ocurre que en un caso como este, la
práctica, la entrega a la poesía, es hasta cierto punto ajena a los frutos que
ella misma pudiera producir. En este
contexto, la práctica de la poesía es
también una condición poética con
que se vive la vida y de la cual la escritura, en el fondo, a veces puede ser
más bien su subproducto, cuando
“Lo que busco se mide en mí
y en mi se queda”.
Tan es así que no podrá decirse, de
quienes la ejercitan, eso de que “Por
sus frutos los conoceréis”. Más bien:
por sus silencios los conoceréis, por
sus manos vacías los conoceréis: “Sólo
el humo se salva”, dice Rosso.
Con puntualizaciones, declaraciones
o versos de tal naturaleza, de tan aparente simplicidad ya se nos sitúa, de
hecho, en la prodigiosa fenomenología horaria (cómplice de “la amistad
del tiempo”) de la que se sirve Rosso
a la hora de vivir las horas (“Tarde”,
“Los días”, etc.) que pasan por el
mundo, entre las que pasa el mundo.
Para escuchar o hacer resonar (como
en un reloj de pared) este aspecto
deudor, cómo no, de una suerte de
observatorio atmosférico y existencial, veamos esta frase que aparece en
“Tarde”:
“La vida cuadra”
Aquí la palabra “cuadra”, puede resonar en dos sentidos simultáneos: por
una parte podemos escuchar que La
Vida (ella misma, sí) cuadra en, cabe
en –¿en qué?. No lo dice
el poema, ya que eso no
puede ni decirse ni saberse.
Por otro lado, la misma
palabra nos indica que
es la vida la que “cuadra” –algo a/con algo.
Es decir es la que hace
cuadrar –caber- algo
que cabe. ¿Algo a qué?
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Por cosas así, muchos de sus poemas,
en su temple y parquedad, son tan tributarios de la tradición de la sentencia, se emparentan con
el relámpago aforístico,
el dicho o la canción, el
juramento. En efecto,
antes que desarrollos
poéticos
sembrados
de imágenes, adjetivaciones, colores y paisajes, narraciones, en
seco aquí se enuncia y
se proclama nada más
que el evento simple de
aquello que es tal cual es. O, dicho de
otra forma, simplemente se constata
que es así lo que es, y así, por ejemplo,
ocurre que “Alegra saber del mediodía”. Pero esta alegría quizá vaya va
más allá de la simple constatación del
mediodía. En El eje de las horas, esto
se precisa: “El mediodía/ declara el
orden de las cosas”.
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Ocupémonos más bien, muy simple
y prácticamente, de los instrumentos
con los que se mide, se evalúa, se inspecciona tal cuadrar, que en última
instancia además, traza la cuadratura
del círculo de vivir.
¿Con qué instrumento? Pues, como
cabe que sea, con el cuadrante. En el
caso específico que nos ocupa, con el
cuadrante solar.
El Larousse define al cuadrante solar
como “superficie plana en la que se
han trazado unas líneas, que permiten conocer las horas de acuerdo con
la sombra proyectada por el sol”.). Es
decir, y en otras palabras, la observación del paso del día y de las horas: las
mañanas, las tardes, la llegada de la
noche… Y la “superficie plana”, aquí,
es además la página.
Se escriben o inscriben las mediciones: “Ya todo parece ido/pero la hora
media todavía”. Estas mediciones,
sin embargo, son actos profundamente enraizados en la vida misma
o, más que actos, actuaciones, en los
dos sentidos de la palabra, tanto los
movimientos en un drama como las
efectuaciones de un proceso: “Templo la hora”. Extremando las cosas,
para Meschonic, el poema no dice, el
poema hace, así como no celebra, sino
transforma.
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Se da pues parte y se da cuenta, en los
poemas de Rosso, de lo que ocurre,
lo que pasa, lo que es, como cabe que
sea, cumpliéndose así con una ética de
la constatación, desdoblada, también
en una exigencia para lo cual lo que
es, al mismo tiempo debe ser lo que
cabe que sea, pero en el sentido, tam-
bién, de la promesa: que lo que es, tal
como es, sea también lo que quepa
que sea: lo que le venga bien que sea:
lo que cuadre.
Una tal ética de la constatación, como
acepción de lo que ocurre, como
aquello que es lo que cabe que ocurra, es la que cree que las cosas son
como tienen que ser, como cabe y
cuadra que sean. Ello inmediatamente nos remite a la hae ccitas de Duns
Scoto, como “la característica que las
cosas tienen de ser esto que ahora está
aquí”. Pero la cosa va más allá, o llega
más aquí, cuando Deleuze-Guattari
convierte la haeccitas latina en hecceité francesa, a la que definen en estos
términos: “Una estación, un invierno,
un verano, una hora, una fecha tienen
una individualidad perfecta y a la que
no le falta nada, sin que se confundan
con la de una cosa o un sujeto” (Mille
Plateaux, p. 318)
¿Pero qué es lo que diferencia a la
pragmática y gramática cotidiana de
la constatación (se ha puesto el sol)
de la poética, de la ética de la misma
(ya otra) constatación?
Pues, que en el segundo caso, el dar
cuenta de que el sol se pone, da cuenta, a su vez, de quien cuenta y canta
que ese sol se pone, de el temple con
que recibe tal hecho:
Toda esta tarde se vaya
Y celebrando la víspera
Siga el mundo
Copa a la redonda
El transcurrir se realiza entonces
acompañado de una señalización intensiva de las etapas, los estadios (tar-
de, noche –raras veces mañana), los
humores, mientras “El tiempo deja su
atadura/al tino de la vida”.
Dentro de este ejercicio en el que se
van escanciando las horas, como el
vino, todo parece apuntar a que el
momento del día que se va es el de
su mayor esplendidez – resulta como
menos “espontánea” que la matinal: a
la tarde, el día se ha hecho, a lo largo
del día, como es ahora: después de las
lluvias y cuando sale el sol, o cuando
el atardecer se pone muy rojo, etc.,
(“crece el cielo lejos de la mañana”).
El día ha pasado por avatares, ha madurado. “Hay miradas que ayudan a
la tarde a anochecer”, dice Roberto
Juarroz.
Sin embargo, inevitablemente se
esconde entonces, y quizá peligrosamente, una voluntad de fidelidad
hacia la noche, hacia lo oscuro, la embriagada noche del alma y de los días
en que resplandece algo no intercambiable. Tan así que en sus más graves
momentos, esa voluntad ebria por la
noche también puede llegar a extremos destemplados, que uno se imagina fuera de cabida:
“Pero no me engañará/ Tu cielo por
mi noche”.
Pero es posible que ese mismo estar
fuera de cabida, a su vez nos anuncie,
también y debido a su propia suspicacia, la inversión que cabe:
Temblor que ajusta
El peligro de todo esto es que algo
(¿el mismo autor?) se quede encerrado en un arte y una práctica de la degustación, sea atrapado por los prestigios de la celebración, se rinda ante
los beneplácitos de lo inconsecuente.
Que caiga presa, es decir, de una política del asentimiento cuya propia
voluntad de celebración se base en el
escamoteo de lo no asintiente.
Sin embargo, tal peligro queda conjurado por la exigencia de que se ve
acompañada cualquier delectación
celebratoria: la de que, lo que sea, sea
también lo que quepa que sea, lo que
cuadre que sea. La transmutación de
lo que es, tal cual es, en aquello que
está al filo de lo que debiera ser, solo
se opera en el lenguaje, que, como se
sabe es entonces que tiene lugar, lo
hace gracias a la parte de “tarea espiritual” que Mallarmé achacaba a la
poesía: “La Poesía es la expresión, por
el lenguaje humano conducido a su
ritmo esencial, del sentido misterioso
de los aspectos de la existencia: ella
dota así de autenticidad a nuestra estadía y se constituye en la única tarea
espiritual”. Es a esa escuela que pertenece, como toda poesía verdadera,
la que se encuentra en las páginas de
Fernando Rosso.
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Vilo que ama
Con lo que, al filo de las horas y la
vida, pues, hay o está lo que nos tiene
en vilo, pero justamente entonces lo
hace al mismo tiempo que ama, amor
que nos sume en un temblor que nos
ajusta, es decir nos cuadra.
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182
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Shakespeare, William. 1951. Obras completas. Tr. Luis Astrana Marin Madrid: Aguilar ediciones
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White, Kenneth. El testamento de Ovidio. Bolonia: Il Pomiero. 1997.
Miguel de Cervantes
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
185 - 197
Una lectura provisoria sobre el
lector brumoso Alonso Quijote
A provisional reading Alonso
Quijote, the hazy reader
Cristian Vera Ossina*
Resumen:
A partir de un forma de lectura ensayística, el autor propone distinguir en Don
Quijote de la Mancha una propuesta subterránea de subversión de la lectura
tradicional de la literatura, postulando el inicio con esta obra de una escritura
“ilegible”, es decir, destinada a no ser leída, por oposición a la línea hermenéutica,
que insiste en el descubrimiento de sentidos plenos en el texto literario. Sugiere
además que esta inesperada revolución de la lectura que presenta el Quijote encuentra una línea de continuidad en proyectos literarios posteriores, como los de
Sterne, Mallarmé y Lacan.
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Palabras clave: Escritura, sentido, lectura, hermenéutica, Don Quijote de
la Mancha.
Universidad Católica Boliviana San Pablo.
[email protected]
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*
Universidad Católica Boliviana
Abstract:
From an essay reading standing point, the author proposes here to uncover in
Don Quijote de la Mancha an underlying plan that challenges the traditional
way of reading literature, suggesting that this masterpiece is the beginning of an
“illegible” writing. Writing that is not intended to be read as hermeneutics insists: trying to unveil full senses in the literary text. Instead the unexpected revolution the Quijote presents in the rhetoric of reading is set in a line of continuity
with subsequent literary projects such as Sterne’s, Mallarmé’s and Lacan’s.
Keywords: Rethoric of reading, writing, hermeneutics, Don Quijote de la
Mancha.
____________________
Texto quiere decir Tejido, pero si hasta aquí se ha tomado este tejido como un
producto, un velo detrás del cual se encuentra más o menos oculto el sentido (la
verdad), nosotros acentuamos ahora la idea generativa de que el texto se hace, se
trabaja a través de un entrelazado perpetuo; perdido en ese tejido –esa textura– el
sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela.
Roland Barthes, Lección inaugural
Comienza el delirio interpretativo cuando al hombre, inadvertido, lo sorprende
un miedo repentino en la selva de los símbolos.
André Breton, El amor loco
(…) no es una hermenéutica: pinta en vez de excavar (…)
Roland Barthes, Lección inaugural
Advertencia:
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Este texto no teme a la ambigüedad espectral de los molinos, ni a la implacable monstruosidad de los gigantes. Tampoco subestima las potencialidades
de su objeto. Por el contrario, se hunde sin certeza alguna en él. En este acto
el texto es un modesto tejido de hebras sueltas, desmesuradas, confusas, provisorias. Hebras que intentan perseguir las huellas de lo poético. Hebras que
en su soltura enredan los mecanismos, los supuestos “atributos” enunciativos
del académico, del crítico que redacta el texto; y al hacerlo extravía al autor en
los poderes vertiginosos de la palabra. El texto, entonces, intenta registrar la
bruma del delirio interpretativo del lector Alonso, sin más herramienta que la
propia ficción…
La quijotesca empresa de Alonso Quijano desordena la prolija estantería que
impone el orden monolítico de la lectura y en este vertiginoso afán el aséptico
ejercicio lector se enreda en una intrincada maraña laberíntica, que lo subsume
a la lógica voraz del pantano en la que no hay piso teórico que soporte sus
manías, sus prácticas, sus poses, sus caprichos e incluso mida la profundidad de
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sus abismos. En esta segunda oración valga enunciarlo y subrayarlo: se trata de
una empresa difícil de asir por la versatilidad y transparencia de sus engranajes
y piezas que forman parte de esa gran maquinaria que se alimenta en el leer y
que fluye por las coordenadas de lo poético y del delirio. La corajuda lectura
de Alonso Quijano, arbitraria, se derrite –como se derriten los sesos de Alonso travestido en Quijote– y de ella fluye su caliente magma que viaja por las
débiles costuras de una vieja armadura oxidada, tal cual resbalan las poéticas
letras en los arriesgados caligramas de Apollinaire, tal cual se chorrean los
relojes pintados por Dalí que extrañamente proyectan la hora ausente de los
sueños perpetuos; así las leves partículas lectoras del hidalgo lector Alonso se
desvanecen irresponsables, invadiendo como moscas aladas el decadente macrocosmos del estrecho canon, literalmente lo infectan. Canon de múltiples
brazos que en cada texto impone la bruma de lo que se debe leer y lo que no;
ese que pedazo a pedazo desentraña sin deseo al cuerpo rugoso e infinito de la
ficción. Alonso, enjuto lector de nadas, al leer la ociosa inutilidad de la ficción,
multiplica los ecos vacíos que se esconden detrás de todo proyecto de lectura.
En otras palabras, instaura un quiebre en las imposiciones del canon. El hidalgo lector Quijano, al leer, ficcionaliza el deseo voraz por desentrañar el tuétano
irreductible de la ficción. Y en este afán insinúa perverso que, al leer ficción
desde la irrupción quijotesca, se suspenden los vicios explicativos –en otros términos: los vicios explicativos caen en las voraces arenas movedizas del pantano;
también se suspende a todos aquellos entramados expositivos que Quijano
trastoca en complejos escenarios para construir la parodia del desciframiento.
La obsesión absorbente de la exégesis, esa suma milimétrica de valores que se
acopian en las insípidas lecturas con la empresa de Alonso se embarrancan
al precipicio donde caen los escombros del edificio del erudismo. Y es que el
manchego Alonso es el arrojado lector que con el instrumental poco afilado
de la lecto-locura aborda la temida operación de leer con todo el espesor y los
contornos de su magullado cuerpo acompañado de sus menudencias. Éste es
el resquicio que configura su empresa: leer desde la flaqueza del cuerpo viejo,
con los infinitos ramajes que ofrecen sus nervaduras y la espigadura de sus extremidades. Quijano, como un confuso héroe trágico, sobreviviente manchego
de la épica lectora medieval, asume que su gesta frente al texto consiste en encarar las múltiples dimensiones del temible fantasma del sentido, junto con sus
sombras, que se apropian de aquello que lo tenue esconde detrás de las bambalinas de la ficción. Así, el “positivo” hábito humanista del leer, instrumento
para cultivar y reproducir las ficciones políticas de las élites, hace un crack en
los circuitos lectores del frágil lector Alonso; en quien la lectura visibiliza las
costuras de un rostro que lo dibuja más perverso, más confuso, más poético,
más grotesco; rostro carcomido por ese esquivo bicho de la ambigüedad que se
incuba en la versatilidad de la ficción y se fermenta en los prodigios siempre
impalpables que, a su vez, se refugian en los costados porosos del sentido. El
atrevido acto quijotesco de leer avienta a Alonso a los meandros más confusos,
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allí donde las aguas revoltosas de las palabras confunden el devenir opaco del
río libresco, y como un inmenso aluvión embisten a los letrados muros donde
se capturan los núcleos que incentivan el trazado ilusorio de las verdades. La
hazaña lectora de Alonso Quijano deja de ser una herramienta manipulable,
aplicable a otros horizontes, a otros textos; al contrario, adquiere los vestigios
y formas que queda de una anárquica masa diluible. Su lectura –si es que así
se puede nombrar a su inútil hazaña quijotesca– se transforma en un molde
contradictorio, ensimismado, solipsista, especular e infinito, desde el cual se
configura un complejo tejido de insinuaciones de lectoras. Molde que desde
el capricho lee sombra donde el sentido impone leer el rigor de la luz. Molde
que, inmerso en la cápsula del delirio, lee ficción donde el sentido impone leer
el peso autoritario de lo real. Molde que bajo la oxidada armadura lee la sinuosidad de La Mancha, donde el sentido impone leer el realismo académico de
la referencia histórica que se circunscribe en La Mancha. Molde que a través
del Aleph quijotesco lee en la ficción el refilón pluridimensional de lo siniestro
donde el sentido impone leer la descripción lineal de las buenas
costumbres de la historia. Pero, ya es tiempo de pasar a otro párrafo. Saltemos a él…
Parcialmente en este pantanoso e infinito ámbito ficcional, todas
las estructuras de lectura –aun las más complejas– se hunden en
las arenas movedizas de lo quijotesco, incluso aquellas ilusorias
certezas elementales que impulsan al manchego lector a entrelazar la incertidumbre que se incuba en las letras (en el reverso de
las palabras, en el envolvente tejido textual que cubre la lectura
ficcional); pausadamente son devoradas por las arenas movedizas
de la ficción, que se tragan enormes trozos de su empresa. Las
dentelladas son tan explícitas que es posible observar las cicatrices
del proyecto lector de Alonso en su magullado y golpeado cuerpo.
Quijano es un lector que difumina, evapora y fractura esa manía
de excavar profundos pozos en los textos para extraer e industrializar el sentido. Y es que las arenas movedizas desestabilizan las raíces de las
estructuras que se afanan en diseccionar las fauces intrincadas de la ficción
quijotesca, que no hacen otra cosa que enmohecer los engranajes fundamentales del leer. El insomne lector Quijano –crónico lector– mastica letras, devora
párrafos, carcome libros, disecciona personajes, deambula en laberintos ficcionales, con su disfraz de “viejo, seco, enjuto” trastoca el núcleo del ejercicio de la
lectura. Y aquí detengo rápidamente la expansión del párrafo, pensando sobre
todo en la salud visual del lector y no solamente en un asunto estructuralargumentativo.
Alonso, astillero, adarga, aldea, abismo, son cinco palabras móviles sobre las
que gravita el inicio de esta empresa lectora. Estas palabras sostienen el temido
remolino ficcional que arrasa y amputa a todo el humus textual y transforma
a la ficción en un extenso palimpsesto donde se traspapelan los escombros
del sentido. Humus con el cual –según la doctrina de la academia– se nutren
las necesidades primordiales de los lectores, especialistas, semiólogos, eruditos,
filólogos, hermeneutas y otras versiones y especies que devienen de la institucionalización lectora. La empresa del lector Alonso no hace más que montar
en escena –sobre los escombros del sentido, sobre este transitado palimpsesto–
un extenso entremés que satiriza las mecánicas con las que científicos de la
lectura, eruditos de la historia de la ficción, críticos agudos y filósofos que ven
más allá de las aguas turbias, descifran códigos, despejan accidentes y nebulosas para revelar la esencia, apartando los velos de la apariencia para descubrir
aquello que se denomina como la verdad. La lectura de Alonso instaura la
polémica antiesencialista de la ficción, como una ligera y compleja parodia de
la metáfora de la profundidad, de la noción de que hay significados profundos
ocultos para el vulgo, significados que sólo pueden conocer los bastante afortunados como para descifrar un código muy difícil. La lectura de Alonso es
producto exclusivo del atributo del asombro. Una extraña virtud que la recoge
de los escombros del erudismo con los alicates y las tenazas que proporciona el
sentido del humor y de la tragedia. Es una lectura que instaura abismos insondables en su ilegibilidad, que perfora la virtud intrínseca de destilar sentidos
del supuesto tuétano de la máquina de los textos. La de Alonso es una lectura
que galopa por la periferia de la experimentación, a tal punto que su acción se
transforma en un acto silencioso: un arte tenue, invisible, inaudible, intraducible. Irreverencia que su cuerpo pagará con la muerte, la extinción del cuerpo.
Sin embargo, su lectura no parará de galopar y de enloquecer los circuitos
que limitan el perímetro de acción semántica de la máquina textual. Pero, iré
explorando más capas de esta cebolla nombrada como lectura quijotesca. Al
hacerlo intento dejar de lado el miedo a la redundancia y escapo del rigor y de
la precisión de la novedad argumentativa.
Alonso danza sobre el caliente magma, acción que trasciende los estrechos
límites medievales e instaura en occidente la apertura de múltiples resquicios
para transitar hacia los pantanosos laberintos del sentido por los senderos que
ofrece la locura. Como muestra de esta empresa, ya en los textos busca desentrañar las íntimas “entrincadas razones” que le abundan, que se envuelven
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Alonso, los ratos que estaba ocioso (que era la mayor parte del tiempo), se
entrega a habitar el ámbito lineal que surcan los relatos de caballería (¿qué
nebulosa oscurece el sentido común de su lectura?). Se empapa de sus desvaríos, de los mecanismos que instaura su ingenua fantasía, de toda esa pátina
resbalosa que bordea y se cultiva en la lecto-locura. Alonso traga el polvo añejo
que duerme en la superficie de las hojas, de la tinta. También absorbe esos pulgones líricos que se comen enormes fragmentos de las páginas. Palpa incluso
la curvatura de la caligrafía de los textos y cree. Instaura su fe literaria. Alonso
saborea ese juguito que chorrea de las palabras.
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como una maraña de intestinos inasibles, que le alimentan y que, a su vez,
le agotan y le despiertan subrepticias intenciones lectoras que le impulsan a
habitar la ciénaga del delirio. El ingenioso lector Quijano, compulsivamente,
levanta la cabeza del texto, y es en esta mecánica que bulle el núcleo viscoso
de su lectura. Alonso, en el instante que separa la cabeza del texto, escucha
los ecos de la ficción y regresa a él cargado de insumos que detonan zonas
textuales, transformando las palabras en dinamitas poéticas. Abandona el texto donde se cifran las vicisitudes de su inagotable deseo de leer, y vuelve a él
para transformarlo, para trastocarlo, y sobre esos cimientos construye la más
arriesgada empresa de lectura. Empresa que no teme al fracaso. En este espacio
el leer se traduce en una empresa excéntrica. Valga introducir en esta ficcionalización argumentativa sin rumbo la incertidumbre de una duda: ¿Qué tipo
de operaciones1, de cirugías2, de estrategias3, de sistemas algebraicos4, se deben
“aplicar” a la lectura del lector Alonso para proyectar una trama, una narrativa
científica que traduzca el valor literario en una plataforma eficiente para erigir
otra lectura? ¿Este texto tendrá un lector que hilvane su sentido o será que se
trata de una sangría textual por la que fluye la sangre inevitable del sentido?
Detrás de la trama de este obsesivo lector –precisamente en el obturado ámbito de sus sombras– se encuentra cifrada y ficcionalizada la mecánica que
constituye el tuétano equívoco y esquivo de la literatura: el sentido. Bajo el
orden de esta salvaje obsesión se teje una matriz desde las entrañas mismas
del delirio y sobre ella es que se han montado todos los mecanismos del leer.
Leer no es más que esa fría costumbre por saciar esa obsesión de negociar con
la arbitrariedad de asignar sentido en medio de la tupida selva de los símbolos.
Mecanismo que ostenta la ruptura infranqueable entre las palabras y las cosas,
fractura insuperable entre las intenciones del autor y las del texto, asfixiante
quiebre entre los deseos arbitrarios e interesados del lector y la bruma poética
dibujada en los textos. Y es que el sentido irrumpe en la lectura de la ficción
quijotesca como lo sobrenatural irrumpe en la monotonía de lo prosaico y lo
pervierte todo, lo enmohece todo, lo envuelve todo, lo traspasa todo. El sentido
despliega su melosidad. Melosidad que tiñe de un profundo azul metileno la
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1 Operaciones: la palabra es enojosa, porque su sentido se enreda inevitablemente con el campo quirúrgico, el matemático
y el militar, o no: quizás sea oportuna, porque estos sentidos no desaparecen del todo cuando el descuido mecánico de
la jerga crítica contemporánea la usa en forma generalizada para referirse a sí misma.
2 Cirugías: puesto que, cuando diseca el cuerpo textual, aspira a dejar su marca de superficie, a escribir encima, a ser
lectura canónica, o por lo menos, pasaje obligado hacia la lectura del texto, su “objeto” o su “cadáver” (se reconocerán
aquí las metáforas de la vulgata derrideana).
3 Estrategias: puesto que la crítica es una combatiente en las batallas literarias (la frase es de Benjamín), y también porque,
como estrategia convencida, descubre las maniobras y las tácticas que los escritores, los grupos y los textos mismos
ejecutan en la historia, en los discursos o en el interior de los “campos” literarios (se advertirá aquí la omnipresencia de
Foucault, y la de Bourdieu).
4 Sistemas algebraicos: puesto que, extraviada en su propio murmullo discursivo y abandonada hoy por las certezas
estructurales y metodológicas, añora ese rigor perdido, ese tutelaje disciplinario que la acomodaba en los “sistemas”
(“murmullo” y “sistema” son dos palabras que han definido a dos Barthes diferentes, contradictorios, coexistentes hasta
el final).
superficie reticulada del texto, esbozando la poética de lo inútil. No hay palabra, no hay coma, no hay párrafo, ni intención quijotesca que se libere del
corrosivo ácido del sentido. La porosidad del sentido lo subsume todo a los
rigores y a los garabatos de su agresivo mandato.
Sin embargo, en el ejercicio delirante de Alonso el gobierno del sentido palpa
su impotencia. Su lectura es una batalla en contra de la implacable colonización
del sentido. Contra la vastedad de su imperio… Y lucha con los instrumentos
que proporciona el desvarío, tomando las rutas imperfectas del extravío. Son
las herramientas de la ficción que encierran al sentido en un extraño cerco,
en el centro del laboratorio de la biblioteca de Quijano. Por tanto, la ficción
quijotesca escenifica los movimientos del sentido, los replica, juega con sus
máscaras, transita en sus mecanismos, en sus fugas, pulveriza
su extraño fundamentalismo, lo encierra en una probeta y lo
expande en el yermo de La Mancha. En el centro de esta mecánica lectora el sentido se transforma en una pastilla irreductible,
en un fantasma que lo envuelve todo con las mañas de su égida
sombra. Alonso Quijano no sabe qué hacer con él, sobre todo
con su ubicuidad; entonces, literalmente pierde el juicio en la
insaciable búsqueda del sentido, como metodología, como pre –
texto para escudarse en su asfixiante aporía. Sentido fantasmal
(casi transparente) que reproduce sus más profundos miedos,
de formas invisibles y espejadas. Para Quijano la sinuosidad del
sentido es un inmenso puzzle incompleto, por el que transita en
medio de la somnolencia lectora intentando completarlo, ficha
a ficha, y en ese absurdo redibujar las anacrónicas matrices de
la narrativa caballeresca (tarea imposible, le dicen las voces que
infectan su contexto de verdad: tanto el Cura, como el Barbero,
además del Bachiller Sansón, más los Canónigos y un largo etcétera de sujetos
abruman la empresa).
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Pero, en esta faena por completar el mosaico, el rompecabezas, el sentido indócil –como no podía ser de otra manera– complota en la exigua obsesión de
Quijano. El rompecabezas se transforma, entonces, en un laberinto de zonas
inaccesibles que al abordarlas desciende a la maquinaria que motiva a la lectolocura. Aquella donde la arbitrariedad secuestra desde las raíces al sentido común. Y es en ese sin sentido que el corajudo Alonso lee… El sentido es a la
ficción quijotesca, como la palabra picante a la poesía, como el círculo al cerco,
como la bruma a lo tenue, como Sancho a don Quijote, como el rucio a Rocinante, como Cervantes al canon. Sin miedo a la redundancia y a la expansión,
valga anotar las siguientes ideas: el sentido antes de que surja la ficción y sobre
todo antes de la irrupción lectora de Alonso era una suma de metáforas que
configuran el muro de la verdad mediante los mecanismos institucionales del
saber. La práctica lectora del ingenioso lector fractura el sentido, le extrae el es-
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tigma de sustancia, de títere pasa a ser titiritero. La ficción quijotesca escenifica
ese procedimiento con los condimentos de la parodia, de la ironía, del humor,
del surrealismo. Con este proceder el sentido como un ratón inefable transita
en medio del libro –tanto en los que lee Alonso como el que leemos nosotros
sus quijotescos lectores–, también se moviliza por el suelo y el entretecho de
la venta, en los bordes de los laberínticos caminos de La Mancha. Hasta se
podría decir que Alonso teje y articula los trastos de armadura que pesados
marcan el transcurso de la ficción con el único fin de protegerse de la radiación
inmisericorde del sentido.
Del mismo modo que un día Gregorio Samsa despertó transformado en un
repugnante bicho, el lector Alonso despierta trastocado por el bicho de la lectura, de la ficción; ensortijado en su magma, dibujado con las manchas de la
locura. Bicho que lo infecta del delirio procaz y del desvarío poético. En medio de este aquelarre el ingenioso hidalgo Alonso arbitrariamente ha decidido
renacer bajo la anacrónica estructura de un obsoleto héroe de ficción. Y éste
es el primer paso para ejercer su arriesgada empresa. Literalmente deviene
otro. Se reinventa desde las nervaduras del lector, como en un proceso larvario en el que la oruga se transparenta oscura en el halado transitar de una
taparako forrado con fragmentos de lata que provienen de las sombras de un
antiguo paladín. El lector Alonso desea cambiar de piel y nacer a mitad de un
nuevo y excéntrico camino, in medias res... Se reconstituye transformándose
en un caballero andante, al que bautiza con el nombre que corresponde a la
insignificante pieza que protege la rodilla de los armados caballeros: el quijote.
Subsumido en los rasgos de la locura de su proyecto, al mismo tiempo que se
enriquece desata toda posibilidad de cordura, se nombra entonces como don
Quijote de la Mancha. Alonso Quijote rescata su mal compuesta celada de la
gélida galería de los héroes de caballería. Alonso don Quijote es una réplica
exacta e imprecisa a la vez, un destartalado doble del modelo del caballero
andante, sometido en perfecta cirugía a la matriz que reproduce el molde, a
imagen y semejanza, representación esperpéntica conforme a los designios de
la ficción caballeresca. Alonso Quijote se encuentra en plena metamorfosis de
modesto lector aldeano a ingenuo defensor armado de las causas justas. Don
Quijote se halla entrampado en medio de una red de peligrosas líneas de fuga
que le bifurcan el deseo en múltiples posibilidades de tránsito. Alonso Quijote
observa el horizonte manchego, ya sea deseando el pasado, cediendo al goce de
vivir plenamente la literatura, la supuesta edad clásica-dorada-añeja, por ello
es que se desea bajo el manto del bien, y ostenta un deseo de justicia. Esto en
la superficie de la empresa. Y aquí es importante rescatar un detalle: tanto la
novela como su personaje padecen la enfermedad letrada. Síntomas evidentes
en su andar libresco. Desde el delirio que proviene de esa patología reconstruye el mundo a través de los trazos de lecturas acumuladas, que sustituyen los
entramados de lo real5 por las referencias que circulan al interior del mundo de
las letras; justamente entiende que lo real es una ausencia, un vacío, casi un eco
impalpable. En este acto el homem de lettres se enferma de una fiebre exhaustiva de citas, se hunde en un juego de referencias, sustituye la fantasmagoría
del mundo por una compleja capa de capas de narrativas que se acumulan y
aglomeran una sobre otra, para luego mezclar esas narrativas compulsivas en la
paradójica y contradictoria empresa que encara Alonso Quijote, quien transita
sobre un tendal de puntos suspensivos que permiten visualizar los alcances
de una crisis que se va instaurando en cada uno de sus pasos. Transita con el
fin de arrojarse a los laberintos de La Mancha. La metamorfosis de Quijano
en Quijote es el reverso de la empresa de Descartes: el sujeto dibuja lo real a
partir de sus complejas e invisibles categorías, de sus caprichos, de sus manías,
reglas subordinadas a los guiños de la literatura, de la ficción, de lo poético, del
delirio…
En la empresa del neurótico lector Alonso se articula una suma heterogénea
de tipologías lectoras; afanes lectores que superponen un complejo ajtapi de
saberes. Saberes donde operan el fetichista, el obsesivo, el paranoico, el histérico6. Atributos y manías lectoras que enredan las hebras con las que se tejen las
virtudes ociosas e inútiles del leer; actitud irreverente en un contexto político
que ya tramaba la expulsión de los moros, de los judíos y que perseguía a todos
aquellos que complotaban con el fundamentalismo religioso. En ese ámbito, el
lector Alonso Quijote, transeúnte de La Mancha, dibuja en los cimientos del
saber occidental las estructuras que desempeñan simultáneamente una apariencia
de verosimilitud y una incertidumbre de verdad. La herramienta fundamental
de esta aventura es la paradoja. Sin embargo, se trata de una paradoja que se
incuba en el afán lector de Alonso Quijote y que apunta a ejercer una lectura a
5 El término real permite establecer una diferencia con el término “realidad”, cuya impronta sustancialmente positiva
suele estar, en literatura, constituida sobre la base de los realismos. La concepción lacaniana de lo real –entendida
como aquello que se resiste a ser formulado (simbolizado) y a ser representado (imaginado)– permite desplazar el
eje de lectura desde la realidad “tal cual es” hasta esa falta que supone lo irrepresentable. Pero dando una vuelta de
tuerca más al término real, hay pensadores que encuentran justamente en esa falta el motor productivo del arte. Toni
Negri se refiere a lo real en el arte como un encuentro, un acontecimiento que irrumpe en el desierto de la abstracción
postmoderna. “Cuando se arrebata la realidad a la verdad no se le puede seguir llamando verdad. Es lo real lo que se ha
vuelto verdadero” (Negri, 2000:23). Por su parte, Deleuze llama a la unidad real mínima “agenciamiento”, y un escritor
sería para él quien inventa agenciamientos a partir de otros ya inventados. En ese sentido, el escritor, a diferencia del
“autor”, es el que escribe con el mundo, no en nombre de éste. Por eso, para el autor “lo real siempre se deja para mañana”
(Deleuze, 1996:60). El lector Alonso habita esa ausencia que se resiste a ser representada. En su empresa extrae la
realidad a la verdad. En otras palabras, asume que lo real siempre se deja para mañana…
proyectarse en él)” (Barthes, 1996:104).
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6 Roland Barthes aborda estas tipologías lectoras; dice: “Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura –o
de los lectores de placer–; esta tipología no podría ser sociológica, pues el placer no es un atributo del producto ni de la
producción, sólo podría ser psicoanalítica, comprometiendo la relación de la neurosis lectora con la forma alucinada del
texto. El fetichista acordaría con el texto cortado, con la parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con
el placer de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los lenguajes segundos, excéntricos, de
los meta-lenguajes (esta clase reuniría todos los logófilos, lingüistas, semióticos, filólogos, todos aquellos para quienes el
lenguaje vuelve). El paranoico consumirá o producirá textos sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos,
construcciones propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuanto al histérico (tan contrario al obsesivo)
sería aquel que toma al texto por moneda contante y sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje,
aquel que no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a través del texto (que es una cosa totalmente distinta a
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partir del no leer (no es casual que su trascendental acompañante de aventura
sea un no lector, el gran Sancho, el lúcido iletrado que arrastra con humor e
ingenio el peso absurdo de las sombras del inservible y anacrónico caballero).
Alonso Quijote lee bajo las aguas alborotadas y brumosas de un conjunto de
ausencias, de vacíos, de hiatos, de negaciones, de quiebres, de nubarrones. En
este accionar la tesitura de su ejercicio lector se transforma en un complejo
hacer que niega la lectura y compromete incluso al autor que escribe… A continuación una modesta vuelta de tuerca hará que la trama argumentativa trastoque las rutas de esta ficción interpretativa que necesariamente tomará otra
senda. Una senda que se caracteriza por el laberinto que ofrece el No.
1. Génesis del No
Luego de leer (¿?) la aventura lectora del lector Alonso Quijote, ¿se puede seguir buscando el sentido o el significado de un texto? ¿No es acaso su peripecia
lectora la ficción que desahucia la remota posibilidad de recuperar el fantasmal
sentido de la obra? ¿No es acaso el Quijote la ficción que escenifica la construcción de una lectura a destiempo: anacrónica, excéntrica, peligrosa? ¿Cómo
se escribe una sistemática lectura que no lea? ¿En qué piensa una lectura quijotesca que se propone no leer? ¿Qué sentidos fluyen en una no lectura? ¿Cómo
leer desde el no? ¿Qué clase de hermenéutica, de mecánica lectora se despliega
en una no lectura? ¿Qué hace el lector cuando la escritura no se deja leer?
En el capítulo uno de la primera parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote
de la Mancha surgen datos que construyen esta compleja peripecia alrededor del no. De entrada sabemos que el lector Alonso, por “el poco dormir y
del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”.
Alonso era un adicto lector del famoso Feliciano de Silva y de sus “entrincadas
razones”. Su obsesión llegó a tal que “(...) el pobre caballero [perdía] el juicio,
y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara
ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello”. [Cap I-I]
Otro de los vicios lectores del obsesivo Alonso refiere a su pasión excesiva por
leer la extraña obra de Jerónimo Fernández. Obra en la que el autor termina
pidiendo a su lector que encuentre unos manuscritos en griego perdidos por el
gigante Fristón. En otras palabras, la escritura de Fernández apela al lector a
concluir la intriga. Detalle que despierta la incómoda obsesión de Alonso por
desentrañar el centro de la fábula: “Pero, con todo, alaba en su autor [se refiere
a la obra de Jerónimo Fernández] acabar su libro con la promesa de aquella
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
fin al pie de la letra, como allí se promete”. [Cap. I-I] Por un lado, entonces,
se tiene el afán de Alonso por desentrañar el sentido de la obra de Feliciano
de Silva (mediante una maniática mecánica lectora); por otro, la obra de Fernández reclama del lector Alonso despertar su potencialidad de escritura y de
fabulador. La lectura y la escritura se interceptan, como en un pálido eclipse.
¿Cómo responde a estos dos afanes el lector Alonso? Desde el no. He aquí la
aparición de una nueva especie de lector, destinado a sembrar pánico y terror
por toda la literatura occidental. Nos referimos al lector que no lee, acompañado de su cómplice: el escritor que no se deja leer. Contra una opinión muy
difundida que establece que la lectura es una relación –casi natural– entre un
lector y un escritor, la aventura de Alonso se niega empecinadamente a que
haya relación entre el escribir y el leer. E instaura ese quiebre, ese orificio por el
cual se desangra la equilibrada armonía literaria. El pacto entre lector y autor
se fractura a tal punto que arroja a Alonso a salir de este embrollo por la puerta
ficcional de la locura…
195
Revista número 25 • noviembre 2010
“En efeto, rematado ya su juicio, –dice el narrador– vino a dar en el más estraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible
y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y
caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído
que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno
nombre y fama”. [Cap. I-I] Alonso no desmenuzará hasta la última partícula el
sentido que proviene de las novelas que lee, tampoco escribirá la continuación
de las historias caballerescas que con tanta pasión y fe aborda. Asume una sutil
negación y deviene en la más loca empresa de la no lectura: armarse caballero
andante para irse por el mundo entre sus oxidadas armas, en una época donde
los caballeros eran un objeto de lustre en los museos. Abandona el arma de
doble filo de las letras y opta por la excentricidad tóxica e inútil que impulsa
a perseguir la fugacidad del sentido. Transforma su lectura en un vertiginoso
y fisurado hacer. El Ingenioso Hidalgo Alonso ni lee, ni escribe, simplemente
atraviesa la vastedad de la Mancha adherido a su particular empresa del no.
Postula un modelo de la no lectura y pulveriza la idea de un autor que se comunica mediante su escritura. La escritura, o es un imposible o es una trama que
especula con lo inacabado… Al escenificar lo leído, al “ejercitarse” en todo aquello que Alonso Quijote había leído que los caballeros andantes se “ejercitaban”,
no interpreta, no desentraña el sentido, sino que opta por habitar el sinsentido
de su lectura. Y desde esta fisura lee erróneamente, tergiversadamente, brumosamente, configurando el caótico mundo que de forma compulsiva rodea a
Alonso y que al mismo tiempo lo acosa y lo agota en su vértigo. En sí la propia
novela encara el conflicto de leer la fisura y con ella afronta la encrucijada de
los sentidos encontrados, perdidos, invisibles; sentidos inexistentes, parciales y
provisorios. La novela escenifica la apariencia de heterogéneas interpretaciones motivadas por la negativa del leer. A cada paso que da el inocente lector
en la enormidad de la obra se encuentra con guiños que exponen la peripecia
quijotesca que opta por el irreverente no; frente a una numerosa hueste de in-
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quisidores que quieren trasladar a Alonso Quijote al platónico mundo lineal de
la razón, tanto el Cura como el Barbero, además del Bachiller Sansón, más los
Canónigos, se entretienen en el intento de traer de la periferia del sinsentido y
del delirio interpretativo a las cabales coordenadas del monolito institucional
que captura en probetas el sentido para administrarlo con fines políticos, religiosos, en sí para manipular los costados exiguos del poder.
A diferencia del hermetismo y de la ilegibilidad, no es la dificultad o la imposibilidad de descifrar un escrito lo que determina la empresa de Alonso, sino que
se trata de un corte, de una ruptura configuradora. El que enfrenta Alonso no
es un texto oscuro o indescifrable sino un texto que exhibe burlonamente un
autor sin lector y un lector sin autor. Semejante idea echa por tierra una de las
evidencias mayores de la literatura. Esto es: que los lectores leen aquello que
los autores escriben. O lo que es lo mismo: que la lectura es un acto sometido a
la escritura. La ficción quijotesca es el macedoniano encuentro entre un lector
que no lee con un autor que no escribe.
2. Contagioso No
En 1759, año de la publicación de los dos primeros volúmenes de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne, surge uno de los primeros contagios de la quijotesca no lectura y de la escritura que no se lee. En
el capítulo vigésimo del primer volumen, podemos leer:
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196
-- ¿Cómo ha podido usted, señora, ser tan displicente al leer el capítulo
anterior? En él indicaba yo que mi madre no era papista.
-- ¿Papista? Usted no decía tal cosa.
-- Señora, con su permiso voy a repetirlo de nuevo: en otras palabras y por
deducción directa, le indicaba semejante hecho.
-- Entonces, señor mío, debo de haber saltado una página.
-- No, señora, no se ha perdido usted ni una palabra.
-- Entonces, estaba dormida.
-- No, señora, mi orgullo me impide aceptar semejante supuesto.
-- Pues confieso que no entiendo nada de nada.
-- Esto es, señora, lo que le reprocho. Como castigo le impongo que vuelva
la página hacia atrás en cuanto haya usted terminando de leer este párrafo
y lea usted por completo el capítulo anterior.
He aquí la reaparición de ese lector que nace en las disquisiciones intrincadas
del lector Alonso. Ese lector que incendia la armonía de la literatura occidental. Nos referimos nuevamente al lector que no lee, acompañado de su cómplice: el escritor que no se deja leer.
Para frenar los estragos que podía provocar semejante sofisma, el siglo
XIX inventó a Schleiermacher, y Schleiermacher volvió a descubrir la
hermenéutica, un antídoto contra este tipo de veneno inventado por
la extravagancia del lector Alonso.
Muchos dejaron escapar un largo suspiro, creyendo que la literatura,
o mejor dicho, una de sus mayores instituciones, que es la interpretación, había quedado a salvo. Pero se equivocaron.
Saltó Baudelaire, picado por el bicho de lo quijotesco, afirmando: “El
mundo solo se mueve por el malentendido universal, por el malentendido todo el mundo se pone de acuerdo. Porque si, por desgracia, todo
el mundo se comprendería, no podría entenderse jamás”.
Y es Mallarmé quien saborea el quiebre instaurado por Alonso Quijote: “Impersonificado, el libro, del mismo modo que uno se separa como autor, no exige
cercanía del lector”.
Para silenciar de una vez para siempre estos cantos de sirena que nacen en
el Quijote, el siglo XX inyectó un nuevo antídoto. En realidad, se trataba de
la hermenéutica decimonónica, pero con una nueva fórmula, adaptada a los
tiempos modernos y con un nuevo nombre: “teoría de la recepción”. La teoría
de la recepción intentó convencer que entre el autor y el lector hay un nudo
que garantiza la circulación de los mensajes. A este nudo Wolfang Iser le llama
interacción; Robert, Jauss, lógica de la pregunta y la respuesta; Umberto Eco,
cooperación; Stanley Fish, comunidad interpretativa.
Pero no pudieron apagar la gasolina incendiaria de Alonso Quijote. Gasolina
que llega hasta Lacan, quien escribe: “El escrito es, en mi opinión, algo hecho
para no ser leído”.
Y es Macedonio Fernández quien lleva hasta límites insospechados la empresa
de la no lectura de Alonso y de la no escritura; dice: “Escribir es el verdadero
modo de no leer y de vengarse de haber leído tanto”.
197
¿Acaso no es con Macedonio Fernández que este círculo excéntrico de la lectura de Alonso Quijote se avienta sobre su propio orificio?
Referencias bibliográficas
Barthes, Roland. 1996. El placer del texto. México: Siglo XXI.
2.
Deleuze, Gilles. 1996. Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama.
3.
Negri, Toni. 2000. Arte y multitud. Madrid: Editorial Trotta.
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1.
Sófocles
Ciencia y Cultura Nº 25
Noviembre 2010
199 - 209
Reverberaciones de la Antígona
de Sófocles en Jacques
Lacan y Wolfgang Goethe
Sophocles' Antigone repercussions on
Wolfgang Goethe and Jacques Lacan
Omar Rocha Velasco*
Resumen:
El presente artículo plantea un recorrido por las conversaciones entre Wolfang
Goethe y Johann Peter Eckermann sobre la Antígona de Sófocles, siguiendo los comentarios que Jacques Lacan hace al respecto en su seminario sobre la ética del psicoanálisis, esto lleva necesariamente a comparar las distintas visiones que adoptan,
tanto Hegel como Lacan, sobre las preguntas más polémicas para aproximarse a
esta tragedia: ¿Por qué castigar a un muerto? ¿Por qué invadir territorios que no
corresponden a los atributos humanos? ¿Qué fue lo que llevó a Creonte a lanzar
la tremenda prohibición de enterrar a un muerto? ¿Cómo explicar el accionar de
Antígona? ¿Qué fue lo que la que la motivó a cuestionar la prohibición de su tío?
¿Qué significación tiene su decisión y morir antes que ceder?
199
Palabras clave: ética, héroe trágico, tragedia, Antígona, Creonte, Sófocles,
Goethe, Eckermann, Lacan, Hegel, Steiner,
Universidad Mayor de San Andrés, La Paz.
[email protected]
Revista número 25 • noviembre 2010
*
Universidad Católica Boliviana
Abstract:
This article presents a tour of the talks between Wolfgang Goethe and Johann
Peter Eckermann on Sophocles’ Antigone, following the comments made about
Jacques Lacan in his seminar on the ethics of psychoanalysis, this necessarily leads
to compare the different views that take, both Hegel and Lacan, on the most
controversial questions to approach this tragedy: Why punish a dead man? Why
invade territories that do not correspond to human attributes? What was it that
led to the tremendous launch Creon prohibition of burying the dead? How to explain the actions of Antigone? What was the question that prompted the ban on
his uncle? What is the significance of its decision and die rather than surrender?
Key words: Ethics, tragic hero, tragedy, Antígona, Creonte, Sófocles,
Goethe, Eckermann, Lacan, Hegel, Steiner.
___________________
1.
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200
Dos hombres conversan, uno vive los
últimos años de su vida y el otro sigue con pasión la voz de quien considera su gran maestro, los gestos y la
actitud nos remiten a lo que fueron
las enseñanzas de Sócrates y Cristo.
Pura oralidad, ninguno escribió una
sola línea, fueron sus discípulos los
encargados de difundir esa enseñanza haciéndole una jugarreta al olvido,
pergeñando notas, haciendo que la
memoria recupere algo de lo que se
dijo. Tal la imagen de Johann Peter
Eckermann en sus conversaciones
con Johann Wolfgang Goethe. La
voz del maestro resuena todavía en
los oídos del discípulo, pero el peligro
de olvido es inminente: para escribir
las dos primeras partes tenía “viento
a favor” (Goethe había muerto hace
poco), dice Eckermann, pero para la
tercera parte la voz está callada desde hace muchos años. Sin embargo,
es necesario revivir el pasado y mostrar “las grandes ideas y caracteres como
montañas lejanas”, es necesario evocar
la voz de Goethe, “revivir el curso de
las ideas y de las expresiones como si las
hubiera oído ayer” (Eckermann, 1920:
6). Difícil tarea, pues se trata de construir un recuerdo, de mirar notas, de
poner en marcha esa capacidad humana que mira hacia el pasado, que
reconstruye e inventa, que le hace un
rasguño al olvido.
A Goethe le interesaba todo, la lengua, la política, la ciencia, la literatura,
la música, etc. Eckermann comparte
momentos gratos junto a quienes frecuentan la casa del gran maestro, es
testigo de la fascinación de Goethe
por la experimentación con nuevos
elementos, como el yodo y el cloro;
también es testigo de la construcción
y defensa de la teoría de los colores;
sigue elucubraciones sobre el mundo
antiguo, sobre los grandes hombres
chinos, indios, persas, griegos; sigue con atención los complementos
y acotaciones a lo que el maestro escribió; y también sueña, sueña que
está en una ciudad extranjera y que
se encuentra con Fausto y Mefistófeles, ambos absolutamente bellos,
uno más viejo que el otro, ambos caminando entre la gente sin hacerles
caso. Goethe es la expresión moderna
de la confluencia de la ilustración y el
romanticismo, es la fascinante figura
que hacia el final de su vida conversa
con Eckermann, quien durante todos
los días de su vida tendrá el recuerdo
de esa voz que se apaga: “Calló Goethe.
Más yo guardé en mi corazón sus palabras grandes y buenas” (Eckermann,
1920: 334).
2.
¿Cuál fue la lectura que hizo Hegel
sobre Antígona? En términos generales podríamos decir que él ve en Antígona el conflicto entre dos formas
de derecho: el de la familia y el del
Estado. Siguiendo a George Steiner, podríamos decir que Hegel se
preocupó por la tragedia desde muy
temprano, él y otros pensadores de
occidente “vieron en Antígona la presencia suprema que entró en el mundo de
los hombres” (Steiner, 1986: 27). Antígona es afín al pensamiento de Hegel,
cayó como anillo al dedo, comparable
a lo que fueron los poemas líricos y
las odas de Hölderlin para Heidegger. Continuemos todavía las consideraciones de Steiner. La generación
de Hegel idealizó la antigua Hélade,
el filósofo llamó “el doloroso anhelar”
al impulso de los modernos por recordar la antigua Grecia. Preguntar
filosóficamente era como preguntar
a Minerva1. Surge la oposición entre
Religión y Estado, “la religión es la nodriza de los hombres y el Estado la madre”, dirá Hegel en 1795. Es en este
contexto que surge la primera mención explícita a Antígona.
Hegel realza la condición esencialmente social del ser humano, cuestiona, y esto en una discusión con
Fichte, la autorrealización moral del
individuo. Pone acento en la historicidad y el carácter colectivo de las
1 No olvidemos la famosa sentencia de Hegel: “Cuando
la filosofía pinta el claroscuro, ya un aspecto de la vida ha
envejecido y en la penumbra no se le puede rejuvenecer, sino
sólo reconocer: el búho de Minerva inicia su vuelo al caer el
crepúsculo” (Hegel, 1968: 37).
201
Revista número 25 • noviembre 2010
La Antígona de Sófocles ha motivado
el comentario y la preocupación de
formidables pensadores, quizá fue la
obra más importante para tratar preocupaciones del pensamiento occidental durante los tres siglos que anteceden al que vivimos. Sin embargo,
y a pesar de la riqueza de los comentarios e interpretaciones, todavía quedan discusiones sobre aspectos claves
de la tragedia, algunas de ellas están
expresadas en las siguientes preguntas. ¿Por qué castigar a un muerto?
¿Por qué invadir territorios que no
corresponden a los atributos humanos? ¿Qué fue lo que llevó a Creonte
a lanzar la tremenda prohibición de
enterrar a un muerto? ¿Cómo explicar el accionar de Antígona? ¿Qué
fue lo que la motivó a cuestionar la
prohibición de su tío? ¿Qué significación tiene su decisión y morir antes
que ceder? He aquí la presentación
de respuestas surgidas de las conversaciones de Eckermann con Goethe,
exploradas por Jacques Lacan y que
cuestionan las aportaciones de Hegel
sobre esta tragedia.
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202
decisiones éticas que el
individuo está obligado
a tomar. Esto genera
una contradicción en la
conciencia, el hombre
no puede alcanzar una
posición ética y autoconsciente fuera del
Estado. Dichas consideraciones “son los gérmenes de su teoría de la
tragedia” (Steiner, 1986:
29), junto al comentario sobre la figura de Abraham. Este
personaje bíblico es para Hegel la representación del monoteísmo judaico,
“responde a un pathos de alienación”; es
la ciega aceptación de dictados morales y racionales que son externos a él.
Es el abandono del ser más íntimo del
hombre “que se entrega a una trascendencia extraña a él”. Por eso no existe
la tragedia en el monoteísmo judaico.
En cambio, en el mundo griego la
cosa es diferente. El ideal griego está
mezclado con la fecundidad de la tragedia, que es el fruto de las concepciones helénicas particulares de ley y
castigo. Estas concepciones se fundan
en la relación “agonística”, entre el
hombre y la naturaleza, entre el hombre consigo mismo y entre el hombre
y los dioses.
Lo dicho anteriormente corresponde
todavía a una incipiente teoría de la
tragedia. Hegel estudia a varias de
ellas y su razonamiento en términos
generales es el siguiente: todo conflicto supone división de uno mismo,
el conflicto y el choque son necesarios para el despliegue de la identidad individual y pública. La vida no
puede estar ligada a la
división (alejarse de la
armonía con la vida es
propio del judaísmo),
la vida como unidad
es en definitiva la meta
del hombre auténtico y
por eso el conflicto engendra la “culpa trágica” (Steiner, 1986: 27).
Durante un tiempo
Hegel creyó que esta
culpa podía ser superada por el “alma bella”, Cristo o el Hyperión de Hölderlin son un ejemplo,
aunque el conflicto y los sufrimientos
llevan a la muerte, no acarrean una
alienación de la unidad existencial.
Luego, Hegel cambia de perspectiva
y observa que la autorrealización está
en lo heroico, el hombre (o la mujer)
heroicos deben pasar por “ese crepúsculo de la mañana que es la conciencia
desdichada”. Éste es un momento indispensable para la autorrealización
del espíritu en la historia. Es en este
punto que aparece la contradicción
esencial. Se presenta una polémica
entre el hombre como ser estatal y
el hombre como ciudadano (motivaciones familiares, económicas y de
conservación). ¿Cómo resolver esos
dos ejes? Centrando la atención en
la tragedia, donde están delineados el
conflicto y la resolución. El Estado es
considerado por Hegel como Estado
de guerra (también puede ser llamado
Estado Nación), ser ciudadano es portar el derecho privado. Los impulsos
de éste no son guerreros, ni el campo
de batalla, ni el sacrificio cívico tienen
cabida, sólo la preservación de la fa-
milia. El Estado trata de absorber la
esfera familiar, pero no lo hace totalmente, porque si lo hiciera destruiría
todo aquello que lo alimenta.
Las ideas que plantean el conflicto
entre el Estado y la familia provienen
directamente de la Antígona de Sófocles (Steiner se empeña en mantener
a rajatabla esta afirmación, a pesar de
las constantes referencias que Hegel
hace a las Euménides, de Esquilo).
En otras palabras, el conflicto Estado
Nación y familia (entre los derechos
de los vivos y de los muertos, entre
la decisión legislativa y ética consuetudinaria, etc.), tienen que ver con
Antígona, porque allí están expuestos
estos temas de forma primordial.
Este es el marco en el que se desenvuelve la dialéctica de la colisión de lo
universal y lo particular, de la esfera
del hogar femenino y el foro masculino, de las polaridades de las sustancias éticas que se cristalizan alrededor
de valores inmanentes y trascendentes. Todos estos binomios (Hombremujer, Estado-familia, derecho de
los muertos-derecho de los vivos,
viejos-jóvenes, hombres-dioses, etc.)
giran en torno a las consideraciones
anteriores. Muchos de los análisis que
luego se hacen de esta tragedia parten
de tales ideas y logran llevar más agua
a ese molino.
3.
En el seminario sobre la Ética del
Psicoanálisis (1991)2, Jacques Lacan
pensó que Goethe estuvo más acertado y advierte que toda la lectura que
éste hace de esta tragedia -alternativa a la de Hegel-, parte de una de
las conversaciones que mantuvo con
Eckermann:
2 El paréntesis hace referencia al año de publicación en
castellano, sin embargo, el seminario fue dado del 18 de
noviembre de 1959 al 6 de julio de 1960.
203
Revista número 25 • noviembre 2010
“Un individuo no puede cobrar auténtico conocimiento de sí mismo hasta no
haberse realizado por obra de la acción”
(Ibid: 34). Por eso el ser para Hegel
es pura “traducción”, es decir, “despertar en el amanecer de la acción”, “ir de la
latencia del yo, del adormecimiento del
yo a la acción”. Es en este sentido que
la Antígona de Sófocles cobra tanta
importancia, su acto existencial es el
advenimiento del ser. Obrar no es
sólo ocuparse o preocuparse (como
en el caso de Ismena, la hermana de
Antígona). Obrar equivale a sustancia ética o moralidad. Sustancia ética
y ser personal son tautologías para un
ser íntegro, para “un espíritu lúcido en
sí mismo, para estos hombres lo justo es
la sustancia absoluta”. La Antígona leída por Hegel es toda sustancia ética,
en ella el espíritu se hace actual, la
sustancia ética encarna. Sin embargo, surge una inevitable división, una
inevitable polarización. Lo absoluto
sufre una división al tener que pasar
por la dinámica de la condición humana e histórica. El hombre, por ser
medio de esta división, debe sufrir el
carácter agonístico de la experiencia
ética/dialéctica y debe ser destruido
por ella. Esa destrucción es lo que
constituye la dignidad del hombre, lo
que permite la unificación de la conciencia y el espíritu, “al otro lado de la
historia” (Ibid: 35). Entonces adviene
la muerte.
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Goethe, sin duda, rectifica aquello de
lo que se trata en Hegel, quien opone
a Creonte y Antígona como dos principios de la ley, del discurso. El conflicto estaría ligado entonces a las estructuras. Goethe muestra en cambio
que Creonte, impulsado por su deseo,
se sale manifiestamente de su camino
y busca romper la barrera apuntando
a su enemigo Polinice, más allá de los
límites dentro de los que le está permitido alcanzarlo –quiere asestarle
precisamente esa segunda muerte que
no tiene ningún derecho a infligirle.
Creonte desarrolla todo su discurso
en este sentido y esto sólo basta para
precipitarlo hacia su pérdida.
Si no está dicho exactamente así, está
implícito, entrevisto, por Goethe. No
se trata de un derecho que se opone a
un deber, sino de un perjuicio que se
opone ¿a qué? A algo diferente que es
lo que Antígona representa. Les diré
qué es, no es sencillamente la defensa
de los derechos sagrados del muerto y
de la familia, tampoco todo lo que se
nos quiso representar como la santidad de Antígona. Antígona es arrastrada por una pasión y trataremos de
saber de qué pasión se trata (Lacan,
204
Revista número 25 • noviembre 2010
1960: 306).
Sigamos más de cerca los pasos dados
por Lacan en relación a la Antígona
de Hegel. La conversación de Eckermann y Goethe, a la que se hace
referencia, se llevó a cabo el 28 de
marzo de 1827. La evocación hecha
por Eckermann lleva el sello de esa
relación maestro - discípulo que no
necesita estar mediada por una clase
o un curso formal. Se trata simplemente de la instauración de un espa-
cio de conversación en la que uno de
los que interviene proporciona algunos libros, que sirven de provocación,
a su interlocutor. Y, justamente, todo
lo relacionado a Antígona parte de
un libro de Hinrichs –un discípulo
de Hegel– que Goethe aconseja leer
a Eckermann. El libro trataba sobre
la esencia de la tragedia antigua y se
detenía sobre todo en Edipo y Antígona. Eckermann, como confirmando su virtud de buen conversador,
lee cuidadosamente el libro (confiesa
que lee también las obras de Sófocles para estar a tono) y emprende el
diálogo con Goethe. En principio el
gran maestro cuestiona algunos aspectos oscuros del lenguaje de Hinrichs, muestra su molestia por aquellos
capítulos que no se dejan entender,
“qué dirán los ingleses y los franceses
si ni nosotros entendemos a nuestros
filósofos” (Eckermann, 1920: 119), le
espeta a su interlocutor. Poco a poco
van entrando en materia y aparece
una primera estocada:
Su idea de la familia y el Estado
–respondió Goethe– y de los conflictos
trágicos que de ellos pueden dimanar
es exacta y fecunda, indudablemente; pero no puedo conceder que sea la
más justa y mucho menos la única
para la tragedia. Sin duda que todos
vivimos en familia y en el Estado,
y que no es fácil que nos alcance un
destino trágico que no nos afecte como
miembros de ambas. Sin embargo,
podemos ser muy bien personas trágicas, quedando en segundo término
nuestra condición de miembros de la
familia o del Estado. Porque lo que
origina la tragedia es el conflicto in-
soluble, y éste puede ser originado en
la contradicción de circunstancias de
un orden cualquiera, con tal que esté
sólidamente afirmado en la naturaleza y que sea genuinamente trágico.
La tragedia de Ayax la produce el
demonio de la honra mancillada, y la
de Hércules, el de los celos amorosos.
En ninguno de los dos casos aparece
el menor conflicto de afecto familiar
o de virtudes políticas (Eckermann,
1920: 120).
La conversación continúa y llega al
punto exacto que Lacan retoma para
plantear su comentario sobre la tragedia de Sófocles. Es decir, el accionar de Creonte y Antígona.
[...] Creon no obra por virtud política, sino por odio al muerto. El hecho
de que Polinicio tratase de recuperar
la herencia de su padre, de la que
había sido violentamente desposeído, no constituía tan inaudito crimen contra el Estado que no fuese
suficiente pena contra él la muerte y
hubiese que exigir también el castigo
del cadáver inocente.
Finalmente, Goethe plantea una duda
filológica a Eckermann. Piensa que la
última parte de la tragedia en cuestión,
esa en la que Antígona justifica sus acciones diciendo que las hizo porque se
trataba de su hermano (no lo hubiera hecho por su hijo, si fuese madre,
ni por su marido si fuese esposa), era
falso, muy rebuscado y artificioso. Esta
duda confirma que realmente Goethe
concebía que la tragedia iba por otro
lado, que no apuntaba a esa relación
de parentesco o a la reflexión moral,
como pretende Hegel.
Yo no me opongo –dijo Goethe– a que
un poeta dramático se proponga ejercer un efecto moral; mas para tratar
de hacer desfilar clara y eficazmente
el argumento de su obra ante los ojos
del espectador, de poco pueden servirle
sus objetivos morales. Lo que necesita
es una gran capacidad de exposición
y un gran conocimiento de la escena
para saber qué es lo que tiene que
hacer. Si en el argumento incide un
efecto moral, éste aparecerá aunque
el poeta sólo se haya ocupado de desarrollarlos con eficacia y arte. Y un
poeta que posea un alma tan grande
como la de Sófocles producirá un efecto moral haga lo que haga. Además,
3 Ponemos los nombres tal cual aparecen en la edición
en español con que contamos.
205
Revista número 25 • noviembre 2010
En general, nunca debiera llamarse
virtud política a un proceder que va
contra la virtud en general. El que
Creon prohiba que Polinicio sea sepultado, con lo cual no sólo determina
que el cadáver putrefacto envenene el
aire, sino que es causa de que perros
y aves de rapiña arrastren trozos
arrancados al muerto, profanando
con ellos hasta los mismos altares,
este proceder que ofende a los hombres y a los dioses no sólo es virtud
de Estado, sino un verdadero crimen
de Estado. Además contra él están
cuantos intervienen en la obra; están
contra él los ancianos que forman el
coro, lo está el pueblo en general; está
contra él Tiresias, y hasta su propia
familia está contra él. Mas él no escucha nada, sino que sigue su camino
criminoso hasta que consigue aniquilar a todos los suyos y hasta que él
mismo, al final, ya no es sino su sobra
(Eckermann, 1920: 122)3.
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206
Sófocles conocía la escena y dominaba el oficio tan bien como cualquiera
(Eckermann, 1920: 124).
Lacan le da mucha importancia al pasaje final en el que Antígona justifica
sus actos haciendo referencia a su relación fraternal con Polinice. Resalta,
sobre todo, la capacidad de lectura
y anticipación de Goethe, pues este
pasaje ha intrigado, e intriga todavía,
a los comentaristas de Antígona, y
en muchas ediciones es considerado
como una interpolación indigna de
ser incluida en el texto de Sófocles. En
definitiva, Lacan encuentra el camino
que le permite ver más allá de Hegel.
Respecto al pasaje que provoca la
duda filológica de Goethe, Hegel lo
considera, más bien, de vital importancia. Muestra que la relación hermano-hermana es una relación privilegiada en el seno de la familia. Son la
misma sangre, cosa que no acontece
entre marido y esposa. “Entre ellos no
hay impulso sexual, o si lo hay (Hegel
admite implícitamente esta posibilidad), ha quedado superado” (Steiner,
1986: 36). La relación entre padres e
hijos está sellada por el egoísmo. Los
padres buscan en los hijos la continuidad de su ser. “Hermano y hermana se hallan uno frente al otro en la
desinteresada pureza de la libre decisión humana. Su afinidad trasciende
lo biológico para hacerse electiva”. La
mirada que tiene Antígona hacia su
hermano pasa al plano ontológico.
En la muerte, los varones de la familia
pasan nuevamente al cuidado del seno
femenino. Es un retorno al hogar, un
retorno a la primigenia custodia femenina. Desde este punto de vista, los
ritos de entierro son tarea particular
de la mujer. Esta tarea le corresponde
a la hermana si no están presentes la
madre o la esposa. Por eso el “acto de
Antígona es el más sagrado que pueda cumplir una mujer” (Ibid.). En la
tragedia que venimos trabajando, el
Estado no quiere renunciar a la autoridad sobre el muerto. En muchos
casos el Estado es el que se encarga
de los muertos, les rinde honores, los
hace héroes, etc. Pero en el caso de
Polinices, el Estado, representado por
Creonte, va más allá de sus propios
límites, le quita la posibilidad de volver a la tierra, a la custodia de los dioses domésticos, le priva de volver a la
negatividad otorgada por la mujer. El
Estado transgredió el derecho de los
muertos y por eso surge el conflicto.
La dialéctica de la colisión de lo universal y lo particular, de la esfera del
hogar femenino y del foro masculino,
de las polaridades de sustancias éticas
tales como se cristalizan alrededor de
valores inmanentes y trascendentes,
se concreta ahora en la pugna entre el hombre (Creonte) y la mujer
(Antígona) por el cuerpo del muerto
(Polinices). El mero hecho de que se
entable semejante pugna define la
culpabilidad de la mujer a ojos de la
Nación-Estado (Ibid.).
El castigo de Creonte es político,
la acción de Antígona es ontológica. Puestas así las cosas, cabría decir
que Antígona alcanza un vuelo mucho más alto que el de Edipo, o que
el de cualquier personaje trágico que
es presa del destino. Aceptar el destino es lo que les pasa a los personajes
trágicos. Antígona, en cambio, asume
su propia suerte, ella es plenamente
consciente de su acción, aun antes de
plantearse una aceptación de su destino. “Antígona posee una comprensión de la calidad de su propia culpa
que Creonte no posee”. Es cierto que
Antígona eleva al más alto rango la
relación familiar con su hermano. La
significación de este pasaje puede encontrarse en un intento de fusión que
ella busca en la muerte. El hermano
es irreemplazable porque la matriz
común ha desaparecido (en la tragedia de Sófocles, Yocasta está muerta,
otras versiones la consideran todavía
viva). La elección de Antígona implica quedar muerta junto a su hermano,
es una fusión que hace de dos, uno.
4.
Para Aristóteles la estructura de la
tragedia en general es básicamente
la misma y Lacan sitúa a Antígona
de Sófocles en el “punto de mira que
define el deseo”4. ¿Cuáles son las razones? En primer lugar, Antígona
nos liga a la turbación, algo de ella
nos intranquiliza, y esa intranquilidad está dada por un
elemento fundamental: la
muerte. Efectivamente, el
castigo que Creonte impone a Antígona es el de
la muerte. Pero no se trata
de una muerte cualquiera,
sino una “segunda muerte”,
la muerte en vida, la vida
que vive la muerte, “ella
que, en vano, tratara de
efectuar un doble entierro al
hermano, precisamente ella
recibe la tumba que hubiera
querido para Polinices”. En
segundo lugar, Antígona fascina por
su belleza. Lo bello, para Lacan, no es
un valor estético –que más que nada
estaría dado por un consenso, por una
norma social, al igual que el bien. La
función de lo bello es más compleja
que una apreciación. Ciertamente,
lo bello tiene relación con el deseo,
una relación ambigua, ya que lo bello,
en realidad, tiene como función suspender, disminuir, desarmar el deseo
(Ibid: 287).
4
No olvidemos que para Lacan, en los momentos del
desarrollo de este seminario, la revelación del carácter
decisivo del ser humano, el lugar donde se sitúa el
deseo, es en la relación del hombre con el significante.
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Desde la perspectiva de Lacan, que
sigue muy de cerca a Goethe, Antígona nos muestra un límite. Si se
supera este límite estamos ante algo
irreversible, algo que no puede dar
vuelta atrás. Es un más allá de la desgracia que convierte a Antígona en
un ser sin compasión ni temor. Antígona entra entonces en una zona que
la sitúa entre dos muertes: muerta
simbólicamente (no realmente, porque será enterrada viva) y en esa tierra
de nadie desde la que ella profiere la
misma frase que su padre Edipo: ¡no
haber nacido! La vida es aborrecible
para Antígona, no es adorable, sólo
puede ser pensada desde ese límite
donde ella perdió ya la vida, donde
ella ya está más allá, pero desde allí
ella puede verla, vivirla bajo la forma
de lo que está perdido. Por eso Lacan
retoma la tragedia, permite acercarnos a este límite con el que tiene que
vérselas el psicoanálisis como experiencia que obra con el deseo.
Universidad Católica Boliviana
Antígona, pues, “fascina con su brillo
insoportable, con lo que tiene, que nos retiene y que a la vez nos veda en el sentido
en que nos intimida; en lo que tiene de
desconcertante esta víctima tan terriblemente voluntaria” (Ibid: 298). Éste es
el atractivo que hace presente el verdadero alcance de la tragedia, este lado
de la turbación, el lado que Aristóteles
supo mostrar al guiarnos por la tragedia a partir de las dos pasiones que la
caracterizan: temor y compasión. Es
a través de estas pasiones que somos
purgados –catarsis– como espectadores, esa purificación se da justamente
por intermedio de una imagen entre
otras: la de Antígona. La imagen de
Antígona se impone ante todas las
otras imágenes. Todas las demás imágenes parecen desvanecerse ante ella,
todas se reducen, pierden su brillo
ante ella. ¿A qué se debe? Justamente
a la belleza de Antígona. Ella extrae
su brillo de ese lugar, del lugar de la
belleza que el Coro supo destacar.
Antígona es la guardiana de ese límite, frente a la potencia aniquiladora
de la ley de la ciudad ella se erige cuidando un más allá5. El límite no se
puede franquear sin lesionar el sentido mismo de lo humano, por eso es
que Antígona es tan importante para
los psicoanalistas.
Revista número 25 • noviembre 2010
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Antígona representa al héroe de la
tragedia. Ella sufre el horror del suplicio, ser enterrada viva, estar entre
la vida y la muerte. “El tercio central
de la obra está centrado en la apofanía
detallada que se nos da de lo que significa la posición, la suerte de una vida que
5
El límite nos muestra siempre que hay un más allá.
va a confundirse con la muerte cierta...”.
Por otro lado, cuando Antígona evoca al hermano irremplazable (evocación que hace Lacan de Goethe), es
la indicación más clara y rigurosa en
cuanto al carácter intransigente y pasional que caracteriza a Antígona.
Antígona es el único héroe trágico de
la obra: su pasión6 es absoluta, es un
ser inflexible, inhumano, que ‘sale
de los límites humanos’; pero sobre
todo..., es la única que se sitúa, hasta
el final, más allá del temor y la piedad (Lacoue-Labarthe, 1997: 26).
Éste es el gran aporte de Goethe y la
inversión que hace sobre esta heroína
trágica: Antígona no es víctima de la
hamartía7, como Creonte, ella es víctima de la hibrys8. Está, pues, más allá.
En cambio Creonte, que podría representar al héroe –por querer honrar
a quien defendió la patria y deshonrar
6 El término es romántico por excelencia, nos conduce
a cierta inclinación desmedida por una cosa; a una
afición vehemente que llega incluso a subyugar al que
la padece y que puede llegar a expresarse en el cuerpo
como enfermedad o desorden. La pasión tiene que
ver, cómo no, con el sufrimiento, de allí su inevitable
relación con los tormentos que Jesucristo padeció por
redimir al género humano. Por último, la pasión se une
a la acción –a pesar de la inicial posesión de la que es
objeto el sujeto– y a la muerte, sobre todo, a aquella de
los nervios, que fue la que padecen y padecieron los
apasionados.
7 Hamartia, del griego “error”, es un error de juicio
cometido por un héroe trágico. Mientras que las
intenciones de los personajes y los defectos personales
desempeñan un papel central en este proceso, hamartía
se refiere específicamente a la acción errónea del
personaje. Este error puede ser el resultado de una falta
de conocimiento o defecto moral y por lo general trae
consigo la tristeza, la caída o la muerte del héroe. Los
resultados de hamartía suelen ser lo contrario de las
expectativas del personaje. (http://www.lular.info).
8 Uno de los conceptos fundamentales en la configuración
de la poética de la tragedia griega clásica es el de hybris:
orgullo, altanería, insolencia, soberbia, impetuosidad,
inquietud, arrebato, ultraje, violencia, desenfreno,
empecinamiento, daño (http://www.dramateatro.
com).
a quien no–, no hace más que caer en
lo que se llama la hamartía o el error
de juicio. Error de juicio en tratar
de hacer cumplir su voluntad y propagarla como ley pensando lograr el
bien de todos, pero que, sin embargo,
es una ley injusta, soberana, incuestionable, que rebasa todo. Sin embargo
“...el bien no podría reinar sobre todo sin
que apareciese un exceso real sobre cuyas
consecuencias fatales nos advierte la tragedia” (Lacan, (1960): 310). Creonte,
finalmente, se deja guiar por el temor,
por eso no es heroico. En realidad, él
desea el bien, responde a su vocación
política, al cargo por el que debe a la
comunidad (a la polis). Por ello
su edicto tiene la forma kantiana
y habla con el lenguaje de la razón
práctica: no se puede honrar de la misma manera a los que defendieron a la
patria y a los que la atacaron. Desde
el punto de vista kantiano se trata de
una máxima que puede ser dada como
regla de razón con valor universal
(Lacoue-Labarthe, 1997: 26).
De esta manera se revela que la tragedia es la principal objeción a la
ética del bien, pues muestra que “el
bien no podría reinar sobre todo, sin
que aparezca un exceso de cuyas fatales
consecuencias ella nos advierte” (Lacan, 1991: 354). Efectivamente, algo
queda siempre fuera del bien y de lo
bello, fuera de la ley, siendo un campo donde el que incurre, comete una
falta a esa ley, pero tal vez sin cometer
un error de juicio.
Referencias bibliográficas
1.
Aparicio, Agustín, Néstor Braustein y Frida Saal (compiladores). 1988. “Un diván para Antígona”. En:
A medio siglo del malestar en la cultura de Sigmund Freud. México: Siglo XXI.
2.
Aristóteles. 1963. Poética. (Traducción del griego por Francisco de P. Samaranch). Madrid: Aguilar.
3.
Eckermann, Johann Peter. [1822-1832] 1920. Conversaciones con Göethe en los últimos años de su vida,
Tomo III. Madrid: Calpe.
4.
Guyomard, Patrick. 1997. El goce de lo trágico: Antígona, Lacan y el deseo del analista. Buenos Aires:
Ediciones La Flor.
5.
Hegel, Georg Wilhelm. 1954. Estética. El Ateneo. Buenos Aires.
6.
------------ 1968 Filosofía del Derecho. Editorial Claridad. Buenos Aires.
7.
Lacoue-Labarthe, Philippe. 1997. “De la ética: a propósito de Antígona”. En: Varios. Lacan con los
filósofos. México: Siglo XXI.
8.
Lacan, Jacques. [1960] 1991. La ética del psicoanálisis: Seminario 7. Paidós. Buenos Aires.
9.
Steiner, George. 1984. Antígonas: una poética y una filosofía de la lectura. Barcelona: Gedisa.
http://www.lular.info/a/idioma/2010/09/Que-es-Hamartia.html (fecha de consulta 11/10/2010).
http://www.dramateatro.com/joomla/index.php?option=com_content&view=article&id=77:hybrisy-castigo-en-la-tragedia-y-la-historiografia-griegas&catid=5:ensayos&Itemid=9 (fecha de consulta
11/10/2010).
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