SOBRE LA FILOSOFÍA DE LA DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

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POR JOSÉ M. J. CRAVERO
os tratadistas de economía dicen que la renta es un flujo de
ingresos y que la riqueza es un
stock. Obviamente ambos conceptos se interrelacionan de
manera muy estrecha.
Se puede analizar cómo se
opera la distribución del ingreso o de la renta entre regiones o bien entre generaciones, o también entre los factores de la producción. En este trabajo se apunta principalmente a la
distribución entre el capital y el trabajo y entre distintos grupos de trabajadores (Samuelson, 1996).
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Pienso que desde la filosofía se puede contribuir a esclarecer este tema por lo menos de tres
maneras. Primero, hay un trabajo lógico y epistemológico, que consiste en examinar la coherencia
de los discursos en los que se expresan las diferentes posiciones y que aspira a dibujar el mapa de las
diferentes áreas disciplinarias que intervienen en
los análisis, señalando fronteras y conexiones entre
sociología, economía, política, filosofía y teología.
Esto es lo que podríamos denominar una función
elucidatoria. Segundo, es muy útil desentrañar, sacar a luz, identificar y evaluar los presupuestos
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ideológicos y el trasfondo político y de poder, que
suelen subyacer en diferentes enfoques, los que se
presentan a sí mismos como puramente técnicos y
científicos. Esta podría ser la función terapéutica
del filosofar. Tercero, tenemos que indagar y formular criterios y propuestas en orden a la práxis individual y social. Esta es la función normativa que,
desde luego, por la propia índole de la filosofía, se
mantiene en un nivel de principios; pero que puede
y debe ser inspiradora y guía de la acción concreta.
El problema de la distribución del ingreso
no es idéntico al de la pobreza.
En efecto, tanto a nivel teórico como a nivel
práctico cabría plantearlo aunque no hubiese pobres. Porque el inconformismo económico parece
ser inherente a la naturaleza humana, y también
parece ser el motor principal que impulsa el dinamismo creativo de la economía. A raíz de esto, dada cualquier forma de desigualdad de ingresos, se
genera un lógico e incesante replanteo del problema de la distribución, porque todos aspiramos
siempre a un ingreso mayor. Pertenece a la esencia del “homo oeconomicus" que, en tanto que tal,
apunte a maximizar el beneficio.
Tampoco debe identificarse toda igualdad
con justicia y toda desigualdad con injusticia.
Aristóteles, y detrás de él Tomás de Aquino
y la Escolástica, sostuvieron que lo justo es lo
igual, no en las cosas y en las personas, sino en el
valor y en la estima.
Lo justo es, según ellos, “una proporción"
(análogón), que consiste en “una igualdad de razones" (analogía isótes ésti lógon) (Etica a Nicómaco, Lib. V; Suma Teol., II-IIae, 57-122).
Vale la pena acotar que Aristóteles fue el
primero que propuso un enfoque formalizado
(¿matemático?) de la idea de justicia. Y que además introdujo el concepto adicional de “epieikeía"
(usualmente traducido como “equidad"), la que
consiste en corregir el error producido por una
aplicación “absoluta" de la justicia cuando ésta no
tiene en cuenta realidades concretas que quedan
fuera de su formulación universal (Etica, V, 10).
Por otra parte, en las democracias industrializadas de nuestro tiempo, se da una característica
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combinación de pluralismo político, pluralismo
ideológico, pluralismo cultural y prosperidad económica; y esta combinación introduce nuevos matices en la problemática distributiva. Por ello, en
las modernas teorías de la justicia, sobre todo a
partir de Rawls, ya no se habla meramente de ingresos, sino también de oportunidades (Arneson,
Cohen), de capacidades y de funcionamientos
(Sen), de recursos (Dworkin). Se discute sobre el
exacto significado de términos tales como “utilidad" y “bienes". Y se asigna una importancia capital a la preservación y a la expansión de la libertad individual, no solo de la libertad para obtener sino también para concebir y diseñar el propio
bienestar (Van Parijs).
Pero no es menos cierto que la terrible realidad de la pobreza, de la desocupación, de la miseria y de la exclusión social, asume hoy como
ayer proporciones masivas en el mundo entero.
Según el PNUD, las diferencias de ingresos en la
población activa eran en 1960 de 30 a 1, en 1990
de 60 a 1, y en 1997 de 74 a 1. Pero ¿qué realidad
viviente late y anida en esa estructura de “proporciones"? Baste una cifra aterradora: 1.500 millones de personas deben sobrevivir con un dólar
diario (Diario “La Nación", 6/9/99, p. 14). Y esto
ocurre en la era del progreso y de la opulencia, del
dominio de la naturaleza por el hombre, del apogeo de las ciencias y de la exhaltación de los derechos humanos.
Es obvio que esta realidad incontrovertible
introduce un ingrediente en la problemática de la
distribución del ingreso que genera una dimensión
cualitativamente distinta.
Esto da origen necesariamente a una preocupación teórica y sobre todo práctica, de enorme
relevancia política y ética.
En este sentido, me parece claro que en la
época moderna ha germinado y se ha expandido
una filosofía de la libertad que, con muchas imperfecciones y en medio de graves turbulencias, ha
dado origen a las sociedades democráticas de
nuestro tiempo.
Ellas legítimamente se enorgullecen por la
vigencia de los derechos individuales, por el plu-
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ralismo ideológico y cultural, por la división de los
poderes del Estado y por la limitación de su ingerencia en la vida de la sociedad (Touraine, 1995).
Pienso que son conquistas irrenunciables.
En ese contexto y como una lógica secuela,
ya desde la declaración de la independencia del
estado de Virginia en 1776, se instaló la libertad
económica, la dinámica del mercado libre; sobre la
cual en ese mismo año teorizaba Adam Smith,
proclamando ex cathedra el dogma de “la mano
invisible", que aún hoy tiene sus devotos. Esta
idea de un orden espontáneamente beneficioso
para todos, que Smith ya había esbozado en 1759
en la Teoría de los sentimientos morales (Vattuone, 1998), ha sido recientemente retomada y amplificada por la escuela austríaca y especialmente
elaborada por Hayek (1980). Pero no resiste airosamente un buen análisis lógico (Montalvo-Durán,
1998), ni resulta compatible con la observación de
la realidad. Considero que hay abundante y actualizada evidencia empírica sobre la eficacia creativa del mercado libre; es decir, sobre su capacidad
para generar riqueza.
Pero también considero cosa comprobada
que la lógica del mercado es ambivalente. El mercado no es solo una poderosa fuerza creadora de
riqueza, sino que también genera grandes desequilibrios. Y esto ocurre en primer lugar a causa de
factores tales como las asimetrías de información,
las externalidades y los bienes públicos, que impiden que los mercados sean perfectamente competitivos (Ver Pindyck, 1995). En segundo lugar, actúan
factores volitivos tanto de tipo individual como colectivo, los que generan desequilibrios inaceptables,
orientando los procesos económicos en beneficio
exclusivo o predominante de minorías con poder, y
en grave desmedro de los sectores más pobres y
más débiles... y por ende, más necesitados.
Sin embargo, al mismo tiempo es preciso reconocer que a lo largo de los últimos dos siglos se
han operado algunos cambios importantes y positivos. En efecto, enormes masas de individuos se
han incorporado en casi todos los continentes a los
beneficios del bienestar generado por el desarrollo
científico y tecnológico y por el crecimiento de la
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economía. Es históricamente claro que la masificación del bienestar se ha debido a profundos
cambios políticos y sociales, impulsados por una
nueva y activa conciencia social y por la lucha organizada de los sectores del trabajo asalariado.
También la historia de la ciencia económica
presenta cambios muy significativos en relación
con nuestra temática distributiva. Los clásicos, señala Popescu, pensaban que para obtener el bienestar bastaba con acrecentar la riqueza, hasta
que Arthur C. Pigou en 1912 demostró lo contrario, y sostuvo la necesidad de una acción específica para lograr una distribución más igualitaria del
ingreso nacional. A partir de allí se suceden hasta
nuestros días los intentos de diversos economistas
de diferentes escuelas para elaborar una teoría
consistente de la distribución del ingreso (Ver Popescu, 1968). Sin embargo, hay quienes piensan
que la teoría económica todavía está en pañales al
respecto (Fleurbaey, 1996).
Pero quizá el cambio más importante es que
lo que antes no se podía hacer, ahora sí se puede lograr. Hay recursos suficientes para satisfacer las necesidades básicas de todos los habitantes del planeta. (Y permítaseme de paso y entre paréntesis acotar que estas referencias fácticas son fundamentales
para no filosofar en el vacío. Obviamente de su
acierto depende la consistencia del planteo, tanto
como de la validez de los principios invocados).
Ante esa realidad la pregunta se hace más
acuciante: ¿por qué no se logra implementar una
distribución más equitativa del ingreso, tal que
permita satisfacer las necesidades básicas de todos? ¿Qué nos falta: conciencia, sensibilidad, convicción, determinación, coordinación, eficacia, solidaridad, decencia? Puesto que no nos faltan recursos, ni ciencia ni tecnología.
Si nos ceñimos a América latina, podemos
observar que en los últimos cien años se han obtenido grandes progresos en el crecimiento del
producto y de la productividad, y en los indicadores básicos de desarrollo humano. Pero la pobreza
y la exclusión siguen siendo muy importantes; en
algunos casos se han incrementado recientemente,
y la inequidad se presenta como un fenómeno
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profundamente arraigado y persistente, según el
sereno juicio con que concluye una reciente investigación de R. Thorp (1998).
La creciente concentración de la riqueza, del
bienestar, del poder y de las decisiones estratégicas que se observa de manera clara en la actualidad a nivel planetario, constituye una especie de
gobierno mundial de facto. Si esa cúspide de poder
decidiese actuar con un fuerte sentido de justicia
distributiva, todo debería encaminarse rápidamente hacia un mejoramiento sustancial de la situación
de millones de personas que hoy viven en condiciones infrahumanas. Pero, si no lo hace ¿no cabría
atribuirle una gran responsabilidad, dado que de
hecho interviene activa y decisivamente en el curso de los acontecimientos del mundo?
Claro que ello no nos exime de nuestro irrenunciable compromiso personal y nacional con la
justicia distributiva.
Pero, sin duda, la presión del contexto internacional nos impone políticas que, a pesar de su
retórica justiciera, resultan ser de extrema crueldad para los que menos tienen.
Dada como se da, la globalización de la
competencia, parece poco probable que un país
aislado y más aún si es relativamente débil pueda
adoptar pautas socioeconómicas que privilegien la
equidad limitando la eficiencia, si este comportamiento no es adoptado antes por los países más
avanzados y fuertes, y si en definitiva no se generaliza (Figueroa, 1998; Solimano, 1998).
La competencia deportiva se ajusta estrictamente a reglas preestablecidas.
La actual competencia económica internacional se asemeja más a una guerra salvaje que a
una justa deportiva.
Así como se ha avanzado algo en la línea de
dar vigencia universal efectiva a los derechos individuales, debería avanzarse de inmediato hacia
la vigencia universal efectiva de los derechos sociales, de la equidad económica y de la justicia
distributiva.
Es cosa sabida que hay individualistas como
Hayek y sus seguidores para quienes los conceptos
de derechos sociales y de justicia distributiva carecen de significado.
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Ante esa realidad se hace más patente la relevancia de un correcto enfoque filosófico del problema de la distribución del ingreso, a partir de
tres requisitos básicos: racionalidad, democracia y
justicia.
Actualmente ha ganado mucho terreno la
opinión según la cual existe una estrecha interdependencia entre los derechos humanos y el desarrollo humano; es decir entre la efectiva vigencia
de los derechos civiles y políticos por un lado, y
los derechos sociales y económicos por otro
(PNUD, IDH 2000,Cap.1).
Parece obvio que si una persona tiene un
derecho respecto de otra, ésta tiene un deber correlativo respecto de la primera. Consecuentemente la vigencia de los derechos se da en el contexto de una red de derechos y deberes correlativos.
Y esto lleva a plantear a quién habrá de reclamarse el cumplimiento de tales deberes, y mediante
qué recursos (legales, físicos, económicos) podrán
implementarse dichas exigencias (Op. cit., ib.).
Pero lo más importante es que las políticas
sociales y económicas conciernen a todos los
miembros de la sociedad y afectan de diversa manera a diferentes sectores. Consecuentemente es
incuestionable que todos tienen pleno derecho a
participar activamente en la formulación de esas
políticas y en las decisiones gubernamentales que
las implantan.
No tiene la más mínima racionalidad suponer que la mayoría de los pobres, desocupados y
excluidos a quienes ciertas políticas perjudican tan
manifiesta y gravemente, aprueba esas políticas.
La democracia representativa es vulnerada
en su esencia cuando el pueblo no es adecuadamente informado, o cuando quienes han sido elegidos para gobernar no cumplen con sus promesas
electorales, contradicen abiertamente con su acción los compromisos programáticos que asumieron al postularse para los cargos electivos, y se
convierten en ejecutores serviles de los dictados de
grupos minoritarios de poder económico; sea cual
fuere la necesidad o urgencia que invoquen para
legitimar su conducta.
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Por su parte, los integrantes de esos grupos
de poder y todos los que los secundan incurren en
una conducta de abuso violatorio de la integridad
democrática y de los derechos de los que menos
tienen, cuando presionan a los gobernantes para
que adopten políticas sociales y económicas que
no han sido explícita y formalmente aprobadas
por la mayoría y que afectan los derechos sociales
y económicos de la mayoría.
A raíz de la prevalencia de esas conductas
inmorales es que "la gran deuda de los argentinos
es la deuda social" (Declaración de la C.E.A.,
11/11/2000, n° 6 in fine).
Y esa deuda social consiste en una injusta
distribución del ingreso, cuya realidad no se refleja en algunas estadísticas y en algunos índices que
solo expresan promedios globales, y que no explicitan el grado de concentración de la riqueza, ni la
magnitud relativa de la pobreza, ni la desigual distribución de los beneficios del crecimiento, ni la
dinámica del ensanchamiento de la brecha entre
ricos y pobres.
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