PROYECCIONES DE LA POPULORUM PROGRESSIO EN EL TERCER MUNDO Exposición de Belisario Betancur en la sala de conferencias del Museo Nacional de Bogotá, el día 21 de agosto de 1968. 1.- LA AMBIVALENCIA. La Encíclica sobre el desarrollo de los pueblos considerar de una doble manera el problema del crecimiento económico y social: desde el punto de vista de los países desarrollados y desde el punto de vista de los países en vías de desarrollo. En el primer caso resaltan los peligros que un desarrollo material logrado, trae consigo para los valores del espíritu. Pablo VI analizada a este propósito la riqueza, el trabajo y el desarrollo mismo a la luz del concepto de ambivalencia. Es la parte propiamente filosóficas de la Encíclica. La riqueza, el trabajo y el crecimiento económico no deberían ser más medios para alcanzar un humanismo pleno y para sentar las bases infraestructurales de una civilización rica en espiritualidad; pero cuando una sociedad de consumo vierte esos medios en sus fines últimos, se opera a un desdoblamiento o ambivalencia que agrega a ese primer sentido positivo otro sentido cargado de inhumanidad y alienación. En el segundo caso, el de los países en vías de desarrollo, la Encíclica Populorum Progressio trata de temas que tienen una incidencia más directa en la vida económica, política y social. En este; la preocupación de Pablo VI resiste con frecuencia un carácter mucho más práctico. Los objetos de su preocupación son, por ejemplo, los tres términos de la relación de intercambio entre los países ricos y los países pobres, la necesidad de programar el desarrollo económico por parte de los poderes públicos, la conveniencia de crear un fondo mundial de ayuda a los países en desarrollo echando mano de los presupuestos militares de los grandes países. Si en el caso de los países ricos se trataba de denunciar los peligros de un materialismo inhumano, en el caso de los países pobres se trata, para Pablo VI, de denunciar la miseria y la opresión y demostrar que, con la carencia de bases de materiales adecuadas la sociedad de los hombres difícilmente puede aproximarse al reino del espíritu. 2.- PAÍSES POBRES Y PAÍSES RICOS. Los países pobres se integran aquella parte del mundo en el colonialismo que ejerce como ejerció su imperio, donde "las potencias coloniales han perseguido su propio interés... y al retirarse han dejado a veces una situación económica vulnerables", o todavía donde el neocolonialismo prolonga el sistema de dominación de unos pueblos por otros bajo la forma de "ayuda financiera o asistencia técnica... de presiones políticas y de dominación económica", según palabras de la eclesiástica. Pablo VI enfoca así, de entrada, el problema de los países pobres desde el punto de vista de su dependencia comercial, financiera y política en relación con los países ricos. La realidad de los países pobres no puede ser pensada al margen de esta dependencia. Pablo VI se refiere concretamente al problema del monocultivo y de la necesidad de importar bienes de producción. El monocultivo es considerado como consecuencia directa de la dominación colonialista. Y, en efecto, la historia de los países del tercer mundo a través de los últimos siglos se confunde con el proceso de su conversión en economías mono-productoras. En los países directamente colonizados, como fueron en general los del África y el Asia, los colonizadores realizaban sus inversiones sólo en aquellas áreas que podían reportar les una rentabilidad inmediata y segura, de acuerdo con las ventajas naturales de cada región y, sobre todo, de acuerdo con las necesidades de la metrópoli. En la América semicolonial de siglo XIX, los países ricos de Europa ejercieron su imprudencia deformante a través del libre-cambio. Si bajo el dominio mercantilista español los metales preciosos habían sido el principal artículo de exportación colonial, bajo el régimen librecambista las materias primas y los productos agrícolas alimenticios pasaron al primer plano. Mientras la competencia de las manufacturas europeas aniquilaba la industria y la artesanía naciente de América Latina, la demanda selectiva de los mercados en Europa orientaba la producción de esta región hacia unos pocos artículos primarios. En todos los casos, en África, en Asia y en América Latina, la competencia ruinosa de las manufacturas extranjeras y la demanda unilateral de artículos coloniales especializaron a los países dependientes -colonias o semicolonias- en unos pocos productos en los que se concentraba el trabajo Nacional y la inversión extranjera. Esta especialización deformante termino por configurar una estructura demográfica viciosa en los países del tercer mundo. En el caso de Colombia, más de un tratadista muestra como la distribución regional y geográfica de la población estuvo presidida por las exigencias del primer producto de exportación: "El café se cultiva en las vertientes de las cordilleras andinas y en el siglo pasado uno de los hechos geográficos del desarrollo histórico de la economía colombiana es el tránsito de la altiplanicie a la vertiente". (Luis Eduardo Nieto Arteta. "Economía y cultura en la historia de Colombia"). Todavía es más importante observar que el monocultivo y las tendencias monoproductoras de los países del tercer mundo no sólo constituyen un producto de la dependencia sino que son hoy los factores que prolongan esa dependencia, a despecho de los movimientos liberadores y de la afirmación de soberanía política por parte de las nuevas naciones. El desarrollo del tercer mundo depende fundamentalmente del desarrollo industrial. El esfuerzo industrial del tercer mundo ha modificado las condiciones del intercambio comercial con los países avanzados: en las nuevas condiciones, el tercer mundo comprar bienes de producción, aunque sigue exportando artículos primarios. Esto hace que sus economías sean todavía más vulnerables a las variaciones del comercio exterior, como bien lo observa Pablo VI. " Las naciones altamente industrializadas exportar sobre todo productos elaborados, mientras que las economías poco desarrolladas no tienen para vender más que productos agrícolas y materias primas, dice el Papa. Gracias al progreso técnico, los primeros aumentan rápidamente de valor y encuentran suficiente mercado. Por el contrario, los productos primarios que provienen de los países desarrollados sufren amplias y bruscas variaciones de precios, muy lejos de esa plusvalía progresiva. De ahí provienen para las naciones poco industrializadas grandes dificultades, cuando han de contar con sus exportaciones para equilibrar su economía y realizar su plan de desarrollo. Los pueblos pobres permanecen siempre pobres y los ricos se hacen cada vez Más ricos. (P.P.). Pablo VI insiste en la falta de reciprocidad que afectan las relaciones entre los pueblos avanzados y los atrasados, falta de reciprocidad que termina por incidir en los términos del intercambio, elevando cada vez más los precios de los bienes de producción que necesitan los países en desarrollo y reduciendo relativamente los precios de los productos del tercer mundo. Esta falta de reciprocidad se manifiesta en diversos niveles: un país dependiente exportar unos pocos productos primarios pero necesita importar una gran variedad de productos manufacturados (bienes de capital, fundamentalmente); un país avanzado puede soportar sin mayores traumatismos la falta o disminución de un producto primario de importación, incluso sustituirlo por otro producto natural o sintético, pero un país atrasado no puede prescindir de los bienes de capital que importa de los países avanzados. Es bien conocida la manera cómo incide en el empleo, la producción, la inversión, una caída de las importaciones determinada por la escasez de divisas: un país atrasado depende de la ayuda financiera y técnica de los países avanzados con que comercia, y esta dependencia no constituye precisamente una situación favorable para discutir de precios de intercambio, máxime si los bienes de capital importados son adquiridos dentro de un plan de crédito. Tal falta de reciprocidad, en sus diversos aspectos, está en la base de la distorsión creciente que afecta, según Pablo VI, las relaciones entre el tercer mundo y los países desarrollados. Las relaciones internacionales deben ser programadas y no abandonadas al libre juego de la oferta y la demanda. "El deber de solidaridad de las personas es también de los pueblos... se debe considerar como normal el que un país desarrollado consagre una parte su producción a satisfacer las necesidades de los países desarrollados; igualmente se debe considerar normal que forme educadores, ingenieros, técnicos y sabios que pongan su ciencia y su competencia al servicio de ellos... Estos esfuerzos, a fin de obtener su plena eficacia, no deberían permanecer dispersos o aislados y menos aún opuestos, por razones de prestigio o poder: la situación exige programas concentrados". (P.P.). El llamamiento que Pablo VI hace, así, a los países avanzados para que abandonen su voracidad mercantilista conlleva, por supuesto, la exigencia a los países del tercer mundo para que superen su dispersión y aun en sus esfuerzos en un programa concertado. La falta de reciprocidad que afectan tan desfavorablemente las relaciones internas de intercambio, se funda en última instancia en la dispersión del tercer mundo: el intercambio de un país avanzado con un pequeño país representa una ínfima parte de su comercio exterior, y al revés, el comercio de un pequeño país con un país avanzado llega a representar consecuencia más de cincuenta por ciento de su comercio exterior; situación que sólo podría ser modificada si los países del tercer mundo afrontaran sus relaciones con los países avanzados a nivel de grandes pactos comerciales. 3.- LA PROGRAMACIÓN DEL DESARROLLO. "La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo, dice el Papa. No hay que arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la potencia de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndole a la servidumbre de los oprimidos, los programas necesarios para animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas, agrupadas en esta acción común". (P.P.). Su preocupación sincera por los problemas concretos que plantea el desarrollo económico en los países del tercer mundo, lleva a Pablo VI a tomar posición en relación con las condiciones políticas de ese desarrollo y, en particular, en relación con el papel del estado. Resulta evidente que Pablo VI considera que el liberalismo económico que fue el clima en que se produjo la industrialización de los países hoy desarrollados, no pueden garantizar el desarrollo de los países atrasados. El liberalismo económico que, en los siglos XVIII y XIX, permitió la expansión del capitalismo europeo y norteamericano, puede hoy, según Pablo VI, agravar la miseria de los pueblos del tercer mundo. De ahí que la Encíclica populorum progressio haya sido considerada por muchos como socializaste. Pablo VI parte de una convicción que corresponde por completo a la realidad histórica del tercer mundo: el juego espontáneo del mercado, el libre movimiento de los fenómenos económicos, no conduce al crecimiento de la producción. Y ello porque las estructuras económicas y sociales con figuradas por siglos de dependencia colonial y semicolonial, no son dinámicas. Esto significa que, dentro de esas estructuras, los estímulos que se le presentan a la iniciativa individual conducen con frecuencia a actividades contrarias al interés general y opuestas al desarrollo del conjunto de la economía. El problema es el siguiente: ¿qué esferas económicas ofrecen la mayor rentabilidad y seguridad al inversionista? Si esas esperas son productivas -agrícolas, mineras, industriales- puede decirse que se está en presencia de una estructura económica dotada de un dinamismo espontáneo, dentro de la cual el Estado no debe jugar un mayor papel activo en la vida económica ya que la inversión de los particulares se canaliza espontáneamente hacia la producción y garantiza por sí misma el desarrollo. Pero si las esferas más rentables son las que podrían denominarse especulativas -sector comercial hipertrofiado, tierras adquiridas con fines de valorización o de especulación, tráfico de divisas, crédito usuario- se está ante una estructura económica regresiva, una estructura que es preciso transformar a través de planos económico que precisamente no pueden ser confiados a la iniciativa particular. Aquí, el Estado debe desplegar el dinamismo económico que no tienen las estructuras existentes. Sabiamente, el Papa Pablo VI dirime el pleito entre liberalismo e intervencionismo a la luz de las realidades históricas y de las necesidades concretas de los pueblos, sin que su opción por la programación y la planificación constituya por lo tanto una repulsa de principio a los postulados del liberalismo. Los pueblos del tercer mundo, que dependen de la exportación de unos pocos productos primarios para realizar las importaciones exigidas por sus programas de desarrollo, carecen con frecuencia de las divisas necesarias. La gran mayoría de estos países encuentran en la escasez de divisas un obstáculo para sus planes de inversión e industrialización. Los capitales nacionales sólo pueden invertirse productivamente a condición de que, en una buena proporción, se trueque por moneda extranjera a fin de adquirir materias primas, bienes intermedios y de capital, en los mercados internacionales. Los límites que encuentra así la inversión productiva, hacen que los capitales nacionales se procuren otras esferas de inversión, las cuales, una vez abiertas, absorben por su propia fuerza de atracción nuevos capitales. Ahí comienza el círculo del atraso. El capital especulativo congela, por ejemplo, tierras que podrían destinarse de otra manera a la compra de bienes productivos. Muchas obras de infraestructura empresas estratégicas e industrias pesadas y semipesadas de rendimiento a largo plazo, que serían viables y tendrían efectos decisivos sobre el conjunto de la vida económica Nacional, no sólo no presenta ningún atractivo para el inversionistas particular sino que, en términos sociales, tampoco son posibles porque una buena parte del ahorro nacional se encuentra dedicado a operar estérilmente en esferas improductivas. El llamamiento de Pablo VI a los poderes públicos para que animen, estimulen, coordinen, suplan e integren, ya dirigido a los países que se encuentran en esta situación. En estos países los ricos deben "sostener con su dinero las obras y las empresas organizadas en favor de los más pobres", "pagar más impuestos para que los poderes públicos intensifiquen su esfuerzo por el desarrollo", pero, sobre todo, deben abandonar su repulsa a la función económica del estado. "Los cambios son necesarios; las reformas profundas indispensables". (P.P.). 4.- EL CHOQUE DE CIVILIZACIONES. "El choque entre las civilizaciones tradicionales y las novedades de la civilización industrial rompe las estructuras que no se adaptan a las nuevas condiciones. Su marco, muchas veces rígido, era el apoyo indispensable a la vida personal y familiar, y los viejos se agarran a él, mientras que los jóvenes lo rehuyen, como un obstáculo inútil, para volverse ávidamente hacia nuevas formas de vida social. El conflicto de las generaciones se agrava así como un trágico dilema: o conservar instituciones y creencias ancestrales, y renunciar al progreso; o abrirse a las técnicas y civilizaciones, que vienen de afuera, pero rechazando con las tradiciones del pasado toda su riqueza humana. De hecho los apoyos morales, espirituales y religiosos del pasado ceden con mucha frecuencia sin que por eso mismo esté asegurada la inserción en el mundo nuevo" (P.P.). Así plantea Pablo VI lo que podría considerarse como el fenómeno social y cultural más importante de la vida moderna en los países del tercer mundo. La civilización industrial ha llegado a estos países como un producto de importación y se expande en su suelo como una planta extraña. Mientras que en Europa llegó a la época de gran maquinismo a través de una evolución progresiva de una tecnificación creciente de la manufactura, los países del tercer mundo compran con los productos de sus economías tradicionales, las instalaciones modernas que permiten poner en marcha los procesos de producción más que tecnificados. Al lado de la mina, de la parcela minifundista o de la plantación se levanta la fábrica, al lado de la rutina campesina crece el torbellino vertiginoso de la vida urbana. Al mismo tiempo que el motor importado irrumpe las ideas, los valores, las actitudes y las modas de las sociedades industrializadas, y su impacto en la vida social y en la psicología de las gentes no es menos fuerte que el de la máquina en la vida económica. Se trata de elementos extraños que no pueden ser enquistados por el cuerpo de la sociedad, sino que despliegan en ella vastos efectos revolucionarios, traumáticos, disolventes, perturbadores o vigorizantes. La conducta o la idea que en su país de origen tuvo una formación espontánea y era un reflejo auténtico de la vida social, llega ya hecha a las sociedades del tercer mundo y se levanta en toda su novedad al frente de las conductas y las ideas tradicionales. Esta absoluta solución de continuidad entre las nuevas y las viejas ideas, entre los nuevos y los viejos valores y conductas, confiere su tensión peculiar a la vida social de los pueblos en desarrollo, comunica una intransigencia radical a los debates ideológicos y políticos y priva de un lenguaje común a las nuevas y a las viejas generaciones, para operar en relevo de las responsabilidades históricas entre padres e hijos. El choque de generaciones son más permeables a la influencia cultural de los países avanzados, y la juventud de los países del tercer mundo adopta rápidamente en las últimas modas y las conductas nueva-Orleáns que los sociólogos consideran como el producto más genuino de una sociedad de consumo. Es tal la fuerza de la modernidad que hasta los sectores más tradicionalistas dan muestra de una suerte de complejo de inferioridad ante todo lo nuevo, por más que choque con sus convicciones. Un producto (manufacturado o ideológico) tiene asegurado un vasto mercado desde el momento en que pueda acreditar sus títulos de modernidad, novedad y revolucionarismo, incluso en una sociedad profundamente conservadora. Al revés, lo viejo se considera como idéntico a lo anticuado, lo obsoleto, lo regresivo y lo reaccionario. Ante lo novedoso, lo viejo se muestra siempre dispuesto a abandonar la escena. Como observa Pablo VI, "los apoyos morales, espirituales y religiosos del pasado ceden con mucha frecuencia, sin que por eso mismo esté asegurada la inserción en el mundo nuevo". Y no se trata para Pablo VI de conservar a toda costa los valores tradicionales: los viejos cuadros sociales deben aflojar progresivamente su dominio. De lo que se trata es de que, en su lugar, se levanten nuevos cuadros y nuevas estructuras, que los viejos valores no sean reemplazados por una moda efímera y sin sustancia sino por otros valores más altos que en cierta forma contengan y superen a los primeros. Así mismo, de lo que se trata es de saber discernir, en medio de la madeja de valores e instituciones que conforman la vida social de un pueblo, cuáles han cumplido su tarea histórica y no responden ya a ninguna necesidad real, y cuales siguen siendo válidos, ya sea porque tienen aún una tarea histórica que cumplir, ya sea porque se trata de valores eternos y transhistóricos. Tal es el caso, para Pablo VI, de la familia, "como punto en que coinciden distintas generaciones que se ayudan mutuamente a lograr una más completa sabiduría y armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social". Pablo VI denuncia los peligros de un nacionalismo que con criterios estrechos trate de evitar los problemas inherentes al choque de civilizaciones. En lo económico y lo político, un nacionalismo de este tipo sería particularmente nocivo allí "donde la debilidad de las economías nacionales exige la puesta en común de los esfuerzos, de los conocimientos y de los medios financieros, para realizar los programas del desarrollo e incrementar los intercambios comerciales y culturales". (P.P.). En la vida cultural, muchas veces se busca afirmar lo propio por oposición a lo foráneo mediante la promoción de lo folklórico, lo pintoresco y lo autóctono, sin tomar conciencia de que muchas de estas manifestaciones de la cultura popular con frecuencia reflejan muy poco el presente histórico de la vida Nacional y tienen apenas un valor sentimental y arqueológico. No es cerrándose a la internacionalización creciente de la economía y de la cultura como los pueblos del tercer mundo pueden afirmar su personalidad histórica en medio de los cambios vertiginosos de la modernidad. Considerada en sí misma, la industria no es extranjera, no es inglesa ni norteamericana. Esto es válido también con las ideas: el cristianismo no es romano, el liberalismo no es inglesa ni francés, y el marxismo no es alemán. De lo que se trata para el tercer mundo es de convertir la industria en un producto nativo, que la producción de bienes de capital no sea por siempre una patente exclusiva de Europa o Norteamérica. De lo que se trata para el tercer mundo es de que si adopta, por ejemplo, el liberalismo, no sea por imitación servil de los grandes países de occidente, sino porque se han consultado las realidades concreta y las necesidades del desarrollo de la economía nacional y se ha visto que los principios liberales responden a esas realidades y necesidades. Y si se adopta el socialismo, se trata de que ello se haga no a modo de repetición de algún modelo europeo o asiático sino porque se haya llegado a la convicción de que, en las condiciones nacionales concretas, el desarrollo sólo puede ser asegurado a través de la socialización de los medios de producción. Es decir, a semejanza de la industria, el liberalismo, el socialismo, el marxismo o cualquiera otra ideología que se adopte, de del ser nacionalizados y no tomados como productos acabados de importar. Nacionalizados, es decir confrontados con la realidad social, empapados en las particularidades históricas nacionales y vitalizados por las necesidades concretas de los pueblos. 5.- EL MARCO NACIONAL. En rigor, el punto de partida es la formación de comunidades auténticas que afirmen su propio ser como preámbulo de su integración, a fin de aparecer en los grandes escenarios mundiales en donde se tomen las decisiones a escala internacional, como bloques solidarios que la firmen propósitos comunes. Las integraciones imponen el sacrificio de la renuncia a cuotas de soberanía que muchas veces no es nada distinto del disfraz que los privilegios ponen a su continuidad en el poder. Los problemas actuales desbordan esos marcos estrechos, tal como lo advierte que el Papa Pablo VI. Quizá por primera vez en la historia, ahora ciertamente cuantos coincidimos en este trayecto en el mundo somos contemporáneos los unos de los otros, en el sentido de que el dolor de aquí repercute de allá, el otro lado del planeta, y el dolor de los unos es ya sin duda también el dolor de los otros. Los países en vías de desarrollo se encuentran para la solución de sus graves problemas estructurales, ante el aparente dilema de escoger la Vía capitalista o lanzarse al comunismo. Todo un aparato de propaganda los apuesto contra la pared. Como históricamente unos se están vinculados a la órbita capitalista, sus fórmulas parecen ser las únicas que esos pueblos deben aceptar, sin que nadie pueda adentrarse en el análisis de la teoría y la práctica económica que tal camino implica. En vista de los cambios operados en la política mundial por la conformación del mundo socialista, los países líderes del llamado mundo occidental llegaron a la conclusión de que debían dedicar recursos económicos a la defensa de su posición. Primero fue el plan Marshall, luego la ayuda militar y, por último, la creciente atención a los países víctimas del "círculo de hierro de la pobreza". El plan Marshall funcionó perfectamente porque en él se trataba de poner nuevamente en marcha una estructura industrial destruida por la guerra. Pero las dificultades empezaron cuando se trasladó la tesis a los países en vías de desarrollo, al elaborarse el programa del punto cuarto. La teoría básica de este plan, de acuerdo con lo que puede observarse en documentos, las Actas del Congreso de los Estados Unidos, consistía en proporcionar a los países recipientes ciertos medios para tecnificarse más o menos dentro de sus condiciones actuales, es decir, manteniéndose en su condición de productores de materias primas. Desde entonces y procurando evitar una conducta distinta del gobierno norteamericano, los grandes intereses financieros dieron la voz de alerta sobre los peligros que para el comercio mundial, en la versión de dichos intereses, representaba el colocar países tradicionalmente abastecedores de materias primas y compradores de las manufacturas que se les exportaban, en calidad de competidores ya industriales y con costos de mano de obra que seguramente colocarían a los países avanzados en situación difícil. Allí empezó el calvario de la ayuda exterior, pues la presunta filosofía oficial no coincidía con la de la libre empresa occidental. Aquellos grandes intereses arreciaron su ofensiva y aprovechando deficiencias y errores evidentemente graves de los organismos encargados de administrar la ayuda exterior norteamericana, iniciaron un proceso de descalificación sistemática de dicha ayuda. Todo se ha hecho bajo el signo del anticomunismo, pero ese eslogan está tropezando o por hoy con problemas de honor y soberanía nacionales en la gran mayoría de los países a los cuales llega con modestas raciones de dólares. Algo similar ha ocurrido con la ayuda proveniente de los países de la órbita socialista como la Unión Soviética y la República Popular China: tales potencias realizan acuerdos no con una mira de exaltación de los valores intrínsecos de los pueblos que reciben asistencia técnica o préstamos en otros bienes de capital, sino con los ojos puestos sobre metas de tipo político que van determinando la cuotificación de las inversiones. En ninguna de las dos vías, que se identifican en el fondo, está el camino para las áreas periféricas. Lo está en la renuncia a los nacionalismos hirsutos pero después de afirmarse en la autenticidad de su ser. Toda integración parte de prerrequisitos sine qua non, como el recorte de la antigua noción de soberanía en cuanto a política monetaria, aranceles, acuerdos de pagos, en procura de la formación de áreas de comercio cada vez mayores.