PROYECCIONES DE LA POPULORUM PROGRESSIO EN EL

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PROYECCIONES DE LA POPULORUM PROGRESSIO EN EL TERCER
MUNDO
Exposición
de
Belisario
Betancur en la sala de
conferencias
del
Museo
Nacional de Bogotá, el día 21
de agosto de 1968.
1.-
LA AMBIVALENCIA.
La Encíclica sobre el desarrollo de los pueblos considerar de una doble
manera el problema del crecimiento económico y social: desde el punto de
vista de los países desarrollados y desde el punto de vista de los países en
vías de desarrollo.
En el primer caso resaltan los peligros que un desarrollo material
logrado, trae consigo para los valores del espíritu. Pablo VI analizada a este
propósito la riqueza, el trabajo y el desarrollo mismo a la luz del concepto de
ambivalencia. Es la parte propiamente filosóficas de la Encíclica. La riqueza, el
trabajo y el crecimiento económico no deberían ser más medios para alcanzar
un humanismo pleno y para sentar las bases infraestructurales de una
civilización rica en espiritualidad; pero cuando una sociedad de consumo
vierte esos medios en sus fines últimos, se opera a un desdoblamiento o
ambivalencia que agrega a ese primer sentido positivo otro sentido cargado
de inhumanidad y alienación.
En el segundo caso, el de los países en vías de desarrollo, la Encíclica
Populorum Progressio trata de temas que tienen una incidencia más directa
en la vida económica, política y social.
En este; la preocupación de Pablo VI resiste con frecuencia un carácter
mucho más práctico. Los objetos de su preocupación son, por ejemplo, los
tres términos de la relación de intercambio entre los países ricos y los países
pobres, la necesidad de programar el desarrollo económico por parte de los
poderes públicos, la conveniencia de crear un fondo mundial de ayuda a los
países en desarrollo echando mano de los presupuestos militares de los
grandes países.
Si en el caso de los países ricos se trataba de denunciar los peligros de
un materialismo inhumano, en el caso de los países pobres se trata, para
Pablo VI, de denunciar la miseria y la opresión y demostrar que, con la
carencia de bases de materiales adecuadas la sociedad de los hombres
difícilmente puede aproximarse al reino del espíritu.
2.-
PAÍSES POBRES Y PAÍSES RICOS.
Los países pobres se integran aquella parte del mundo en el
colonialismo que ejerce como ejerció su imperio, donde "las potencias
coloniales han perseguido su propio interés... y al retirarse han dejado a
veces una situación económica vulnerables", o todavía donde el
neocolonialismo prolonga el sistema de dominación de unos pueblos por
otros bajo la forma de "ayuda financiera o asistencia técnica... de presiones
políticas y de dominación económica", según palabras de la eclesiástica.
Pablo VI enfoca así, de entrada, el problema de los países pobres
desde el punto de vista de su dependencia comercial, financiera y política en
relación con los países ricos.
La realidad de los países pobres no puede ser pensada al margen de
esta dependencia.
Pablo VI se refiere concretamente al problema del monocultivo y de la
necesidad de importar bienes de producción.
El monocultivo es considerado como consecuencia directa de la
dominación colonialista. Y, en efecto, la historia de los países del tercer
mundo a través de los últimos siglos se confunde con el proceso de su
conversión en economías mono-productoras. En los países directamente
colonizados, como fueron en general los del África y el Asia, los colonizadores
realizaban sus inversiones sólo en aquellas áreas que podían reportar les una
rentabilidad inmediata y segura, de acuerdo con las ventajas naturales de
cada región y, sobre todo, de acuerdo con las necesidades de la metrópoli.
En la América semicolonial de siglo XIX, los países ricos de Europa
ejercieron su imprudencia deformante a través del libre-cambio. Si bajo el
dominio mercantilista español los metales preciosos habían sido el principal
artículo de exportación colonial, bajo el régimen librecambista las materias
primas y los productos agrícolas alimenticios pasaron al primer plano.
Mientras la competencia de las manufacturas europeas aniquilaba la industria
y la artesanía naciente de América Latina, la demanda selectiva de los
mercados en Europa orientaba la producción de esta región hacia unos pocos
artículos primarios.
En todos los casos, en África, en Asia y en América Latina, la
competencia ruinosa de las manufacturas extranjeras y la demanda unilateral
de artículos coloniales especializaron a los países dependientes -colonias o
semicolonias- en unos pocos productos en los que se concentraba el trabajo
Nacional y la inversión extranjera. Esta especialización deformante termino
por configurar una estructura demográfica viciosa en los países del tercer
mundo.
En el caso de Colombia, más de un tratadista muestra como la
distribución regional y geográfica de la población estuvo presidida por las
exigencias del primer producto de exportación: "El café se cultiva en las
vertientes de las cordilleras andinas y en el siglo pasado uno de los hechos
geográficos del desarrollo histórico de la economía colombiana es el tránsito
de la altiplanicie a la vertiente". (Luis Eduardo Nieto Arteta. "Economía y
cultura en la historia de Colombia").
Todavía es más importante observar que el monocultivo y las
tendencias monoproductoras de los países del tercer mundo no sólo
constituyen un producto de la dependencia sino que son hoy los factores que
prolongan esa dependencia, a despecho de los movimientos liberadores y de
la afirmación de soberanía política por parte de las nuevas naciones. El
desarrollo del tercer mundo depende fundamentalmente del desarrollo
industrial. El esfuerzo industrial del tercer mundo ha modificado las
condiciones del intercambio comercial con los países avanzados: en las
nuevas condiciones, el tercer mundo comprar bienes de producción, aunque
sigue exportando artículos primarios. Esto hace que sus economías sean
todavía más vulnerables a las variaciones del comercio exterior, como bien lo
observa Pablo VI.
" Las naciones altamente industrializadas exportar sobre todo
productos elaborados, mientras que las economías poco desarrolladas no
tienen para vender más que productos agrícolas y materias primas, dice el
Papa. Gracias al progreso técnico, los primeros aumentan rápidamente de
valor y encuentran suficiente mercado. Por el contrario, los productos
primarios que provienen de los países desarrollados sufren amplias y bruscas
variaciones de precios, muy lejos de esa plusvalía progresiva. De ahí
provienen para las naciones poco industrializadas grandes dificultades,
cuando han de contar con sus exportaciones para equilibrar su economía y
realizar su plan de desarrollo. Los pueblos pobres permanecen siempre
pobres y los ricos se hacen cada vez Más ricos. (P.P.).
Pablo VI insiste en la falta de reciprocidad que afectan las relaciones
entre los pueblos avanzados y los atrasados, falta de reciprocidad que
termina por incidir en los términos del intercambio, elevando cada vez más
los precios de los bienes de producción que necesitan los países en desarrollo
y reduciendo relativamente los precios de los productos del tercer mundo.
Esta falta de reciprocidad se manifiesta en diversos niveles: un país
dependiente exportar unos pocos productos primarios pero necesita importar
una gran variedad de productos manufacturados (bienes de capital,
fundamentalmente); un país avanzado puede soportar sin mayores
traumatismos la falta o disminución de un producto primario de importación,
incluso sustituirlo por otro producto natural o sintético, pero un país atrasado
no puede prescindir de los bienes de capital que importa de los países
avanzados.
Es bien conocida la manera cómo incide en el empleo, la producción,
la inversión, una caída de las importaciones determinada por la escasez de
divisas: un país atrasado depende de la ayuda financiera y técnica de los
países avanzados con que comercia, y esta dependencia no constituye
precisamente una situación favorable para discutir de precios de intercambio,
máxime si los bienes de capital importados son adquiridos dentro de un plan
de crédito.
Tal falta de reciprocidad, en sus diversos aspectos, está en la base de
la distorsión creciente que afecta, según Pablo VI, las relaciones entre el
tercer mundo y los países desarrollados.
Las relaciones internacionales deben ser programadas y no
abandonadas al libre juego de la oferta y la demanda. "El deber de
solidaridad de las personas es también de los pueblos... se debe considerar
como normal el que un país desarrollado consagre una parte su producción a
satisfacer las necesidades de los países desarrollados; igualmente se debe
considerar normal que forme educadores, ingenieros, técnicos y sabios que
pongan su ciencia y su competencia al servicio de ellos... Estos esfuerzos, a
fin de obtener su plena eficacia, no deberían permanecer dispersos o aislados
y menos aún opuestos, por razones de prestigio o poder: la situación exige
programas concentrados". (P.P.).
El llamamiento que Pablo VI hace, así, a los países avanzados para
que abandonen su voracidad mercantilista conlleva, por supuesto, la
exigencia a los países del tercer mundo para que superen su dispersión y aun
en sus esfuerzos en un programa concertado. La falta de reciprocidad que
afectan tan desfavorablemente las relaciones internas de intercambio, se
funda en última instancia en la dispersión del tercer mundo: el intercambio
de un país avanzado con un pequeño país representa una ínfima parte de su
comercio exterior, y al revés, el comercio de un pequeño país con un país
avanzado llega a representar consecuencia más de cincuenta por ciento de su
comercio exterior; situación que sólo podría ser modificada si los países del
tercer mundo afrontaran sus relaciones con los países avanzados a nivel de
grandes pactos comerciales.
3.-
LA PROGRAMACIÓN DEL DESARROLLO.
"La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no
serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo, dice el Papa. No hay
que arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la potencia
de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndole a la
servidumbre de los oprimidos, los programas necesarios para animar,
estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los
cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de
imponer los objetivos que hay proponerse, las metas que hay que fijar, los
medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas,
agrupadas en esta acción común". (P.P.).
Su preocupación sincera por los problemas concretos que plantea el
desarrollo económico en los países del tercer mundo, lleva a Pablo VI a tomar
posición en relación con las condiciones políticas de ese desarrollo y, en
particular, en relación con el papel del estado.
Resulta evidente que Pablo VI considera que el liberalismo económico
que fue el clima en que se produjo la industrialización de los países hoy
desarrollados, no pueden garantizar el desarrollo de los países atrasados. El
liberalismo económico que, en los siglos XVIII y XIX, permitió la expansión
del capitalismo europeo y norteamericano, puede hoy, según Pablo VI,
agravar la miseria de los pueblos del tercer mundo.
De ahí que la Encíclica populorum progressio haya sido considerada
por muchos como socializaste.
Pablo VI parte de una convicción que corresponde por completo a la
realidad histórica del tercer mundo: el juego espontáneo del mercado, el libre
movimiento de los fenómenos económicos, no conduce al crecimiento de la
producción. Y ello porque las estructuras económicas y sociales con figuradas
por siglos de dependencia colonial y semicolonial, no son dinámicas.
Esto significa que, dentro de esas estructuras, los estímulos que se le
presentan a la iniciativa individual conducen con frecuencia a actividades
contrarias al interés general y opuestas al desarrollo del conjunto de la
economía.
El problema es el siguiente: ¿qué esferas económicas ofrecen la
mayor rentabilidad y seguridad al inversionista? Si esas esperas son
productivas -agrícolas, mineras, industriales- puede decirse que se está en
presencia de una estructura económica dotada de un dinamismo espontáneo,
dentro de la cual el Estado no debe jugar un mayor papel activo en la vida
económica ya que la inversión de los particulares se canaliza
espontáneamente hacia la producción y garantiza por sí misma el desarrollo.
Pero si las esferas más rentables son las que podrían denominarse
especulativas -sector comercial hipertrofiado, tierras adquiridas con fines de
valorización o de especulación, tráfico de divisas, crédito usuario- se está
ante una estructura económica regresiva, una estructura que es preciso
transformar a través de planos económico que precisamente no pueden ser
confiados a la iniciativa particular. Aquí, el Estado debe desplegar el
dinamismo económico que no tienen las estructuras existentes.
Sabiamente, el Papa Pablo VI dirime el pleito entre liberalismo e
intervencionismo a la luz de las realidades históricas y de las necesidades
concretas de los pueblos, sin que su opción por la programación y la
planificación constituya por lo tanto una repulsa de principio a los postulados
del liberalismo.
Los pueblos del tercer mundo, que dependen de la exportación de
unos pocos productos primarios para realizar las importaciones exigidas por
sus programas de desarrollo, carecen con frecuencia de las divisas
necesarias. La gran mayoría de estos países encuentran en la escasez de
divisas un obstáculo para sus planes de inversión e industrialización. Los
capitales nacionales sólo pueden invertirse productivamente a condición de
que, en una buena proporción, se trueque por moneda extranjera a fin de
adquirir materias primas, bienes intermedios y de capital, en los mercados
internacionales.
Los límites que encuentra así la inversión productiva, hacen que los
capitales nacionales se procuren otras esferas de inversión, las cuales, una
vez abiertas, absorben por su propia fuerza de atracción nuevos capitales. Ahí
comienza el círculo del atraso. El capital especulativo congela, por ejemplo,
tierras que podrían destinarse de otra manera a la compra de bienes
productivos. Muchas obras de infraestructura empresas estratégicas e
industrias pesadas y semipesadas de rendimiento a largo plazo, que serían
viables y tendrían efectos decisivos sobre el conjunto de la vida económica
Nacional, no sólo no presenta ningún atractivo para el inversionistas
particular sino que, en términos sociales, tampoco son posibles porque una
buena parte del ahorro nacional se encuentra dedicado a operar estérilmente
en esferas improductivas.
El llamamiento de Pablo VI a los poderes públicos para que animen,
estimulen, coordinen, suplan e integren, ya dirigido a los países que se
encuentran en esta situación. En estos países los ricos deben "sostener con
su dinero las obras y las empresas organizadas en favor de los más pobres",
"pagar más impuestos para que los poderes públicos intensifiquen su
esfuerzo por el desarrollo", pero, sobre todo, deben abandonar su repulsa a
la función económica del estado. "Los cambios son necesarios; las reformas
profundas indispensables". (P.P.).
4.-
EL CHOQUE DE CIVILIZACIONES.
"El choque entre las civilizaciones tradicionales y las novedades de la
civilización industrial rompe las estructuras que no se adaptan a las nuevas
condiciones. Su marco, muchas veces rígido, era el apoyo indispensable a la
vida personal y familiar, y los viejos se agarran a él, mientras que los jóvenes
lo rehuyen, como un obstáculo inútil, para volverse ávidamente hacia nuevas
formas de vida social. El conflicto de las generaciones se agrava así como un
trágico dilema: o conservar instituciones y creencias ancestrales, y renunciar
al progreso; o abrirse a las técnicas y civilizaciones, que vienen de afuera,
pero rechazando con las tradiciones del pasado toda su riqueza humana. De
hecho los apoyos morales, espirituales y religiosos del pasado ceden con
mucha frecuencia sin que por eso mismo esté asegurada la inserción en el
mundo nuevo" (P.P.).
Así plantea Pablo VI lo que podría considerarse como el fenómeno
social y cultural más importante de la vida moderna en los países del tercer
mundo.
La civilización industrial ha llegado a estos países como un producto de
importación y se expande en su suelo como una planta extraña.
Mientras que en Europa llegó a la época de gran maquinismo a través
de una evolución progresiva de una tecnificación creciente de la manufactura,
los países del tercer mundo compran con los productos de sus economías
tradicionales, las instalaciones modernas que permiten poner en marcha los
procesos de producción más que tecnificados. Al lado de la mina, de la
parcela minifundista o de la plantación se levanta la fábrica, al lado de la
rutina campesina crece el torbellino vertiginoso de la vida urbana.
Al mismo tiempo que el motor importado irrumpe las ideas, los
valores, las actitudes y las modas de las sociedades industrializadas, y su
impacto en la vida social y en la psicología de las gentes no es menos fuerte
que el de la máquina en la vida económica. Se trata de elementos extraños
que no pueden ser enquistados por el cuerpo de la sociedad, sino que
despliegan en ella vastos efectos revolucionarios, traumáticos, disolventes,
perturbadores o vigorizantes. La conducta o la idea que en su país de origen
tuvo una formación espontánea y era un reflejo auténtico de la vida social,
llega ya hecha a las sociedades del tercer mundo y se levanta en toda su
novedad al frente de las conductas y las ideas tradicionales.
Esta absoluta solución de continuidad entre las nuevas y las viejas
ideas, entre los nuevos y los viejos valores y conductas, confiere su tensión
peculiar a la vida social de los pueblos en desarrollo, comunica una
intransigencia radical a los debates ideológicos y políticos y priva de un
lenguaje común a las nuevas y a las viejas generaciones, para operar en
relevo de las responsabilidades históricas entre padres e hijos.
El choque de generaciones son más permeables a la influencia cultural
de los países avanzados, y la juventud de los países del tercer mundo adopta
rápidamente en las últimas modas y las conductas nueva-Orleáns que los
sociólogos consideran como el producto más genuino de una sociedad de
consumo. Es tal la fuerza de la modernidad que hasta los sectores más
tradicionalistas dan muestra de una suerte de complejo de inferioridad ante
todo lo nuevo, por más que choque con sus convicciones.
Un producto (manufacturado o ideológico) tiene asegurado un vasto
mercado desde el momento en que pueda acreditar sus títulos de
modernidad, novedad y revolucionarismo, incluso en una sociedad
profundamente conservadora. Al revés, lo viejo se considera como idéntico a
lo anticuado, lo obsoleto, lo regresivo y lo reaccionario. Ante lo novedoso, lo
viejo se muestra siempre dispuesto a abandonar la escena.
Como observa Pablo VI, "los apoyos morales, espirituales y religiosos
del pasado ceden con mucha frecuencia, sin que por eso mismo esté
asegurada la inserción en el mundo nuevo".
Y no se trata para Pablo VI de conservar a toda costa los valores
tradicionales: los viejos cuadros sociales deben aflojar progresivamente su
dominio. De lo que se trata es de que, en su lugar, se levanten nuevos
cuadros y nuevas estructuras, que los viejos valores no sean reemplazados
por una moda efímera y sin sustancia sino por otros valores más altos que en
cierta forma contengan y superen a los primeros.
Así mismo, de lo que se trata es de saber discernir, en medio de la
madeja de valores e instituciones que conforman la vida social de un pueblo,
cuáles han cumplido su tarea histórica y no responden ya a ninguna
necesidad real, y cuales siguen siendo válidos, ya sea porque tienen aún una
tarea histórica que cumplir, ya sea porque se trata de valores eternos y
transhistóricos. Tal es el caso, para Pablo VI, de la familia, "como punto en
que coinciden distintas generaciones que se ayudan mutuamente a lograr
una más completa sabiduría y armonizar los derechos de las personas con las
demás exigencias de la vida social".
Pablo VI denuncia los peligros de un nacionalismo que con criterios
estrechos trate de evitar los problemas inherentes al choque de civilizaciones.
En lo económico y lo político, un nacionalismo de este tipo sería
particularmente nocivo allí "donde la debilidad de las economías nacionales
exige la puesta en común de los esfuerzos, de los conocimientos y de los
medios financieros, para realizar los programas del desarrollo e incrementar
los intercambios comerciales y culturales". (P.P.).
En la vida cultural, muchas veces se busca afirmar lo propio por
oposición a lo foráneo mediante la promoción de lo folklórico, lo pintoresco y
lo autóctono, sin tomar conciencia de que muchas de estas manifestaciones
de la cultura popular con frecuencia reflejan muy poco el presente histórico
de la vida Nacional y tienen apenas un valor sentimental y arqueológico.
No es cerrándose a la internacionalización creciente de la economía y
de la cultura como los pueblos del tercer mundo pueden afirmar su
personalidad histórica en medio de los cambios vertiginosos de la
modernidad.
Considerada en sí misma, la industria no es extranjera, no es inglesa ni
norteamericana. Esto es válido también con las ideas: el cristianismo no es
romano, el liberalismo no es inglesa ni francés, y el marxismo no es alemán.
De lo que se trata para el tercer mundo es de convertir la industria en
un producto nativo, que la producción de bienes de capital no sea por
siempre una patente exclusiva de Europa o Norteamérica.
De lo que se trata para el tercer mundo es de que si adopta, por
ejemplo, el liberalismo, no sea por imitación servil de los grandes países de
occidente, sino porque se han consultado las realidades concreta y las
necesidades del desarrollo de la economía nacional y se ha visto que los
principios liberales responden a esas realidades y necesidades.
Y si se adopta el socialismo, se trata de que ello se haga no a modo de
repetición de algún modelo europeo o asiático sino porque se haya llegado a
la convicción de que, en las condiciones nacionales concretas, el desarrollo
sólo puede ser asegurado a través de la socialización de los medios de
producción.
Es decir, a semejanza de la industria, el liberalismo, el socialismo, el
marxismo o cualquiera otra ideología que se adopte, de del ser
nacionalizados y no tomados como productos acabados de importar.
Nacionalizados, es decir confrontados con la realidad social, empapados en
las particularidades históricas nacionales y vitalizados por las necesidades
concretas de los pueblos.
5.-
EL MARCO NACIONAL.
En rigor, el punto de partida es la formación de comunidades
auténticas que afirmen su propio ser como preámbulo de su integración, a fin
de aparecer en los grandes escenarios mundiales en donde se tomen las
decisiones a escala internacional, como bloques solidarios que la firmen
propósitos comunes.
Las integraciones imponen el sacrificio de la renuncia a cuotas de
soberanía que muchas veces no es nada distinto del disfraz que los privilegios
ponen a su continuidad en el poder. Los problemas actuales desbordan esos
marcos estrechos, tal como lo advierte que el Papa Pablo VI. Quizá por
primera vez en la historia, ahora ciertamente cuantos coincidimos en este
trayecto en el mundo somos contemporáneos los unos de los otros, en el
sentido de que el dolor de aquí repercute de allá, el otro lado del planeta, y el
dolor de los unos es ya sin duda también el dolor de los otros.
Los países en vías de desarrollo se encuentran para la solución de sus
graves problemas estructurales, ante el aparente dilema de escoger la Vía
capitalista o lanzarse al comunismo.
Todo un aparato de propaganda los apuesto contra la pared.
Como históricamente unos se están vinculados a la órbita capitalista,
sus fórmulas parecen ser las únicas que esos pueblos deben aceptar, sin que
nadie pueda adentrarse en el análisis de la teoría y la práctica económica que
tal camino implica.
En vista de los cambios operados en la política mundial por la
conformación del mundo socialista, los países líderes del llamado mundo
occidental llegaron a la conclusión de que debían dedicar recursos
económicos a la defensa de su posición.
Primero fue el plan Marshall, luego la ayuda militar y, por último, la
creciente atención a los países víctimas del "círculo de hierro de la pobreza".
El plan Marshall funcionó perfectamente porque en él se trataba de poner
nuevamente en marcha una estructura industrial destruida por la guerra.
Pero las dificultades empezaron cuando se trasladó la tesis a los países en
vías de desarrollo, al elaborarse el programa del punto cuarto. La teoría
básica de este plan, de acuerdo con lo que puede observarse en documentos,
las Actas del Congreso de los Estados Unidos, consistía en proporcionar a los
países recipientes ciertos medios para tecnificarse más o menos dentro de
sus condiciones actuales, es decir, manteniéndose en su condición de
productores de materias primas.
Desde entonces y procurando evitar una conducta distinta del
gobierno norteamericano, los grandes intereses financieros dieron la voz de
alerta sobre los peligros que para el comercio mundial, en la versión de
dichos intereses, representaba el colocar países tradicionalmente
abastecedores de materias primas y compradores de las manufacturas que se
les exportaban, en calidad de competidores ya industriales y con costos de
mano de obra que seguramente colocarían a los países avanzados en
situación difícil.
Allí empezó el calvario de la ayuda exterior, pues la presunta filosofía
oficial no coincidía con la de la libre empresa occidental. Aquellos grandes
intereses arreciaron su ofensiva y aprovechando deficiencias y errores
evidentemente graves de los organismos encargados de administrar la ayuda
exterior norteamericana, iniciaron un proceso de descalificación sistemática
de dicha ayuda. Todo se ha hecho bajo el signo del anticomunismo, pero ese
eslogan está tropezando o por hoy con problemas de honor y soberanía
nacionales en la gran mayoría de los países a los cuales llega con modestas
raciones de dólares.
Algo similar ha ocurrido con la ayuda proveniente de los países de la
órbita socialista como la Unión Soviética y la República Popular China: tales
potencias realizan acuerdos no con una mira de exaltación de los valores
intrínsecos de los pueblos que reciben asistencia técnica o préstamos en
otros bienes de capital, sino con los ojos puestos sobre metas de tipo político
que van determinando la cuotificación de las inversiones.
En ninguna de las dos vías, que se identifican en el fondo, está el
camino para las áreas periféricas. Lo está en la renuncia a los nacionalismos
hirsutos pero después de afirmarse en la autenticidad de su ser. Toda
integración parte de prerrequisitos sine qua non, como el recorte de la
antigua noción de soberanía en cuanto a política monetaria, aranceles,
acuerdos de pagos, en procura de la formación de áreas de comercio cada
vez mayores.
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