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AUTORES CIENTÍFICO-TÉCNICOS Y ACADÉMICOS
La lucha
contra el tiempo
Julián Sanz Pascual
Se trata de un largo recorrido sobre lo que es el tiempo. Sólo
voy a citar las conocidas palabras de San Agustín: “¿Qué es, pues,
el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero, si quiero explicárselo al que me pregunta, no lo sé. Lo que sí sé sin vacilación es que
si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese no
habría tiempo futuro; y si nada existiese no habría tiempo presente.
Pero aquellos dos tiempos, el pretérito y el futuro, ¿cómo pueden
ser si el pasado ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al
tiempo presente, si permaneciese siendo presente y no pasase a ser
pretérito, ya no habría tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente,
para ser tiempo, es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya razón de ser es dejar de ser, de tal modo
que no podemos decir del tiempo que existe, sino cuando tiende a
no existir?1”.
Nuestro olvidado filósofo catalán Jaime Balmes (1810-1848),
recogiendo esta misma idea del obispo de Hipona, dice: “El tiempo
no parece que pueda ser distinto de las cosas; porque, ¿hay quien
pueda pensar ni imaginar lo que es una duración distinta de lo que
dura, una sucesión distinta de lo que sucede? ¿Será una sustancia?
¿Será una modificación inherente a las cosas, pero distinta de ellas?
Todo lo que es algo, existe, y, sin embargo, el tiempo no lo encontraréis existente nunca. Su naturaleza se compone de instantes divisibles hasta el infinito, esencialmente sucesivos y, por tanto, incapaces de simultaneidad. Imaginad el instante más pequeño que
queráis, ese instante no existe, porque se compone de otros infinitamente pequeños que no pueden existir juntos. Para concebir un
tiempo existente es necesario concebirle actual, y para eso es nece-
1
San Agustín, Confesiones, XI, cap. 14, 17.
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ACTA
La lucha contra el tiempo
sario sorprenderle en un instante indivisible; mas
éste ya no es tiempo, ya no envuelve sucesión, ya
no es duración en que haya un antes y un después”2. La conclusión, tanto en Balmes como en
Agustín, es el absurdo de que sólo existe el tiempo
que no dura nada, es decir, sólo existe el tiempo
que no existe.
A pesar de todas estas dificultades para comprender lo que sea el tiempo, de lo que todos estamos
seguros es de que el paso del tiempo produce efectos
que resultan inevitables, lo que imprime en todas las
cosas una fugacidad que resulta angustiosa para el
hombre.
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1. La fugacidad de todas
las cosas y las ansias
de inmortalidad
Una de las convicciones más profundas y universales que tiene el hombre es que todos somos dinámicos, que somos temporales. Aunque quizá se trate
de una convicción más teórica que práctica, al
menos si nos atenemos a la vida que hace mucha
gente, la que se ha instalado en este mundo de tal
manera que parece se va a quedar aquí para toda la
eternidad. A este objetivo corresponde sin duda el
sentido tan profundo como arraigado que en nuestras sociedades ha ido adquiriendo el derecho de
propiedad, el que busca una seguridad absoluta
para el futuro mediante la acumulación de riquezas
prácticamente sin límite alguno. Los grandes faraones de Egipto con sus célebres enterramientos bajo
enormes y costosísimas pirámides constituyen un
buen ejemplo de lo que decimos, de hasta qué
punto puede llegar el hombre en su falta de sentido
en la lucha contra el paso del tiempo. Se trata de
una forma de inmortalidad material individualizada,
muy poco realista en todo caso, demasiado cara
además, al menos en relación a la inmortalidad
ideal más generalizada que prometen las religiones,
que ya está al alcance de todas las fortunas, pues
para conseguirla basta con el acatamiento incondicional a un determinado credo. El único problema
es que esta inmortalidad se pone en un lugar nada
asequible desde aquí, en el que además no existe
libro de reclamaciones.
2
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Figura 1. Conjunto de las pirámides de Gize--h.
à
2. El instinto de conservación
y la angustia por el paso
del tiempo
Mas dejando a un lado lo de la inmortalidad, lo
que parece claro es que en el hombre está profundamente arraigado el instinto de conservación, el que
le lleva a luchar contra el paso del tiempo como si
éste fuese su más encarnizado enemigo. Así, el célebre panta rei (παντα ρει) de Heráclito, “todo pasa,
nada permanece”, constituye un especial motivo de
angustia, la angustia que recogió de una manera
especial la literatura existencialista del siglo XX, que
identificaba el ser con el tiempo, de manera que
nuestra esencia es el tiempo, algo completamente
inasible y tan fugaz que se nos va de las manos así
que pretendemos tocarlo. Esto al menos es así si
entendemos el tiempo como absoluto, como algo
único y continuo que fluye de manera irreversible y
fatal para todos.
Jaime Balmes, Filosofía fundamental, BAC, Madrid 1963, pp. 500-1.
Figura 2. Desarrollo de la abeja (metamorfosis).
La lucha
contra
el tiempo
Conviene añadir que esta angustia no le afecta
sólo al hombre, sino a todas las cosas de la naturaleza, tanto de la animada como de la inanimada. La
única diferencia estaría en el grado de conciencia
que el hombre puede tener de esta fugacidad, que
es mucho mayor, suponemos, que la del resto de los
seres, incluidos los del mundo animal más próximos.
Todas las cosas son dinámicas, me parece que de
esto estamos todos convencidos, pero también
podemos estarlo de que todas ellas pugnan por permanecer, por no dejar nunca de identificarse consigo mismas, lo que se convierte en una lucha eterna
y sin cuartel contra el tiempo y los destrozos que al
pasar se producen.
Pongamos otro ejemplo: si nos presentan por primera vez a una persona y nos preguntan si la conocemos, nuestra respuesta va a ser que no, que no la
conocemos. El caso es que la estamos viendo, incluso tocando y oliendo, pero no la conocemos. Lo que
nos falta es una imagen del pasado con la que pudiéramos identificar la que tenemos en el presente. Es
que el conocimiento no nos le da la imagen presente,
sino la identificación con la pasada. En otras palabras, el conocimiento se produce cuando aplicamos
un principio intelectual, en este caso el de identidad,
que es seguramente el más elemental y el más universal de todos, el que da la más inmediata respuesta al
efecto demoledor del paso del tiempo.
à
Se trata de una cuestión muy vieja que ya afrontó Epicuro mediante lo que se ha llamado la teoría de
la anticipación. “A la anticipación la entiende como
comprensión, opinión recta: cogitación, o como un
general conocimiento innato, esto es, la reminiscencia
de lo que hemos visto muchas veces, verbigracia, tal
como esto es el hombre; pues luego que pronunciamos hombre, al punto por anticipación conocemos su
forma, guiándonos los sentidos.... Ciertamente no
inquiriríamos lo que inquirimos si antes no lo conociésemos”3.
3. Somos memoria
Al decir que somos memoria, no estamos haciendo literatura, sino ciencia de verdad. El mundo no
existiría sin memoria, al menos no lo podríamos
conocer, pues sería algo absolutamente macizo y sin
sentido. Nosotros concretamente, cuando hablamos,
cuando pensamos, lo hacemos desde el pasado,
desde la información que guardamos en la memoria.
La dificultad de los enfermos de alzheimer, por ejemplo, para conocer el presente es que han perdido los
circuitos cerebrales donde se guarda la información.
Se quedan sin referentes del pasado con los que
poder identificar las percepciones del presente. De
manera más general se puede decir que cualquier
persona sólo conoce el presente en función de la
información que guarda en su memoria, es decir, el
conocimiento que se nos produce de lo que es el presente va a depender de lo que nos haya quedado del
pasado, de lo que guardemos de él en la memoria.
Quizá para comprender esto bien, habría que recuperar la clásica noción de entendimiento (de intendere
= dirigirse, aplicar). Según esta noción, para comprender algo necesitamos apuntar a ello intencionalmente
con alguna idea que tenemos en la memoria. Es más,
la riqueza o pobreza del conocimiento no va a depender de la mayor o menor agudeza de nuestros sentidos,
incluso auxiliados por los mejores instrumentos de
ampliación y de medición, sino de la pobreza o riqueza de ideas de que dispongamos. Si a un profano le
ponen ante un televisor abierto, su conocimiento va a
ser muy pobre, pues a lo sumo va a poder aplicar ideas
muy generales; por el contrario, para un experto el
conocimiento va a ser muy rico, pues dispone de ideas
más precisas con las que se puede informar.
3
à
4. La memoria y la flecha
del tiempo
Mas, ¿cuál es el recurso de que se valen generalmente los seres para tener éxito en esa lucha, para
hacer frente a ese fatum que a todos los amenaza
desde la cuna y que parece decretado por algún Dios
bastante melancólico? Por fijarnos sólo en el hombre,
es evidente que lucha con todos los recursos a su
alcance para hacer frente a los deterioros que el paso
del tiempo va produciendo en su realidad física, los
recursos que su industria o la de los demás le ofrecen:
cosméticos y afeites, incluso hasta la cirugía estética si
llega el caso; no digamos nada de todos los remedios
que hoy nos proporciona la medicina en su lucha
contra las enfermedades, contra los deterioros que el
paso del tiempo produce en nosotros. Ahora bien,
todos estamos persuadidos de que a la larga ésa es
una guerra que la tenemos perdida: podemos dilatar
el tiempo, podemos estirarlo hasta los noventa o cien
o algún año más, pero todos llevamos impresa en
nuestros genes una fecha de caducidad más o menos
fija, la que al final inexorablemente se cumple. Nos
queda el recurso de permanecer en nuestros descen-
Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, Aguilar, Madrid 1959, p. 506.
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La lucha contra el tiempo
dientes biológicos, también en alguna de nuestras
obras de mayor o menor calado, incluso en decisiones que hemos tomado en vida con la garantía legal
de que se han de respetar después de la muerte. Sin
embargo, esa garantía legal tampoco es que sea
demasiado consistente, pues nadie nos puede asegurar que, una vez que hemos cerrado el ojo, alguien no
vaya a desatar lo que tan duramente creíamos tener
tan “atado y bien atado”.
No obstante, el recurso más universal que la naturaleza ha encontrado para hacer frente al paso del tiempo
es la memoria, el recuerdo de las experiencias pasadas
al objeto de que en lo sucesivo se pueda aprender de
ellas: de los errores para no volverlos a cometer, de los
aciertos para aprovecharlos lo mejor posible.
Cuando hemos hablado de la flecha del tiempo
(ver: VI, 7), hemos dicho que su rasgo más característico y singular es que resulta irreversible: en el tiempo
no hay marcha atrás. Sin embargo, esta irreversibilidad, si fuese absoluta, sería absolutamente destructiva
para la realidad, pues, al quedarse ésta sin pasado,
haría imposible el presente, y por lo tanto también el
porvenir. Esto, de acuerdo con lo que hemos dicho del
principio de causalidad: post hoc, ergo propter hoc, lo
que precede es la causa de lo que le sigue. Si lo que
precede desparece, si es borrado absolutamente por el
paso del tiempo, difícilmente podrá ser la causa de lo
que le debía seguir. Entonces, lo que suponemos que
ya ha pasado, de alguna manera tiene que permanecer, y esta manera no puede ser otra que la memoria.
La memoria es lo que permanece, lo que queda de lo
que ha pasado, siendo la causa de lo que sigue, bien
que no necesariamente en el instante inmediato, sino
que puede serlo en un tiempo muy posterior.
El lenguaje ordinario en su uso más corriente nos
ofrece magníficos ejemplos de esta memoria: cuando
yo digo una palabra, al instante siguiente ha desaparecido su materialidad, “las palabras se las lleva el
viento”; sin embargo, en el que la oye queda la
memoria, el recuerdo, lo que permite que de inmediato, con un determinado contexto, pueda hacer saltar un primer significado, y poco tiempo después ese
mismo término, sin necesidad de repetirlo, con otro
contexto, pueda hacer saltar un nuevo significado que
rebota contra el primero, que es lo que desata la risa.
Es lo que ocurre en los chistes verbales, según ya
hemos expuesto en el capítulo VII, 8.
Permítaseme un nuevo chascarrillo. Iba un señor
haciendo deporte por el campo y, sin darse cuenta, se
metió en unas instalaciones militares. Entonces le
salió al encuentro un sargento que le dijo: “¿No ha
visto que a la entrada había un letrero que decía ‘Pro-
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hibido el paso’?” Entonces también el hombre se justificó: “Sí, pero es que yo iba al trote”. Es evidente
que en este caso el tiempo sí es reversible, pues en la
contestación que da dicho señor el tiempo da marcha
atrás para que el término “paso” signifique de forma
completamente distinta a como lo había hecho en las
palabras del sargento. En el lenguaje, pues, la flecha
del tiempo sí tiene un doble sentido.
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5. La memoria inconsciente
en el mundo inanimado
En el mundo inanimado, lo mismo que en el animado, el paso del tiempo destruye las cosas; sin
embargo, de ellas siempre queda algo que se conserva en su memoria, una memoria que, pasado el tiempo, puede causar. Ahora bien, para entender esto es
necesario que precisemos lo que es destruir, que no
es aniquilar, sino simplemente descomponer. Y aquí
es donde puede estar la clave, en que el poder del
tiempo a su paso es mucho menor de lo que a primera vista parece, pues no aniquila las cosas, sino que
simplemente las descompone, que no es otra cosa
que separar sus elementos, intemporizarlos. Esto no
anula sus posibilidades de recomposición, posibilidades que de alguna manera quedan en su memoria, la
que el tiempo no siempre puede borrar. Incluso la
descomposición que produce el paso del tiempo abre
o descubre nuevas posibilidades de composición que
antes no tenía o no se conocían.
Esta doctrina, en el fondo, está recogida en una
vieja cuestión de la mejor filosofía clásica, que distinguía entre esencia y substancia. La esencia es lo que
son las cosas, que es lo que destruye el paso del tiempo; substancia (de sub = debajo, y sto = estar) es lo
que está debajo, lo que permanece en el cambio,
según se definía en los antiguos manuales de filosofía. Para nosotros aquí la esencia sería la composición, mientras que la substancia serían los componentes. El tiempo descompone, sí, pero no destruye.
Quizá estas olvidadas nociones de la vieja filosofía se
puedan asimilar a un principio de la física que es bastante moderno, que “la energía ni se crea ni se destruye, sino sólo se transforma”. Es más, si aceptamos
la teoría de Einstein de que la materia es energía, bien
podemos concluir también que “la materia ni se crea
ni se destruye, sino sólo se transforma”. El tiempo,
pues, ni crea ni destruye la materia, sino sólo la transforma. Entendiendo aquí por destruir aniquilar y por
crear sacar de la nada. Ahora bien, entendemos que
es el tiempo relativo el que ni crea ni destruye, el
tiempo que de alguna manera podemos comprender
La lucha
contra
el tiempo
y manejar porque tiene marcha atrás, como hemos
visto que ocurre en el lenguaje, no el tiempo absoluto, el que no tiene marcha atrás y que no sabemos lo
que realmente es. Del tiempo absoluto lo único que
podemos decir es que, si aniquilase todas las cosas al
pasar, se aniquilaría a sí mismo, pues al desaparecer
todo lo que tiene movimiento ya no habría tiempo.
Lo mismo podemos decir si suponemos que algo se
puede crear en el sentido de sacarlo de la nada. La
nada sería la más absoluta inmovilidad, y de la más
absoluta inmovilidad es imposible que surja la movilidad, y sin haber algo que se mueva no puede existir
el tiempo. Como se ve, estos son los absurdos a que
se puede llegar con las ideas absolutas, no así cuando se las relativiza, que nos permite una cierta comprensión y manejo. ¿Y no es esto precisamente lo que
han tenido que hacer los físicos modernos para poder
progresar en su ciencia, lo que les ha llevado a desentenderse del tiempo absoluto para tener que conformarse con el relativo?
Mas, volviendo a la memoria, parece incuestionable que en los seres vivos la hay, ¿pero la hay también
en el mundo inanimado? Si el paso del tiempo, como
hemos dicho, no aniquila, sino que únicamente descompone, es evidente que en el mundo inanimado, en
la medida en que es compuesto, discontinuo, además
de los componentes, queda al menos memoria de la
composición de donde procede, incluso aparece una
nueva memoria de todas las composiciones posibles
que desencadenan los elementos una vez separados.
Una de las cosas que a mí más me sorprendieron cuando en el bachiller estudié la cristalografía fue la capacidad que tiene el magma eruptivo incandescente para
organizar su materia molecular en torno a unos determinados retículos de manera que puede producir
bellos cristales. Según se nos decía, para que esto fuese
posible eran necesarias tres condiciones básicas: 1ª,
que el enfriamiento se hiciese con la debida lentitud, es
decir, que se hiciese con el tiempo suficiente; 2ª, que
no hubiese presiones exteriores; 3ª, que la quietud
dentro del fluido incandescente fuese absoluta en el
sentido de que no hubiese corriente alguna. Cuando
estas condiciones se dan, que no son más que las de la
libertad necesaria, se produce la materia cristalina,
cuando no se dan, se produce la materia amorfa. Parece indudable que para que la cristalización se produzca, además de las condiciones mencionadas, ha de
haber una memoria en las moléculas, la que las va a
llevar a que se organicen de una determinada manera
y no de otra. Ahora bien, ¿esta organización se ha de
producir necesariamente y de forma absolutamente
previsible? Suponemos que sí, lo que quiere decir que
se trata de una memoria todavía inconsciente, al
menos para las moléculas.
Figura 3. Cristal de cuarzo bipiramidal.
à
6. La memoria consciente en
los seres vivos. El olvido
En los seres vivos la memoria ya parece incuestionable, únicamente quedaría por precisar cuándo ésta
empieza a resultar consciente. La cualidad de consciente indica que el efecto puede no ser necesario,
sino que, dentro de las alternativas de composición
posibles que aparecen, se va a elegir una u otra de
acuerdo con una voluntad. Hoy la genética nos enseña que cada ser vivo se origina en un embrión en el
que está escrita toda o parte de la historia de sus antepasados o de muchos de ellos. La vida, desde la más
primitiva bacteria hasta el hombre, sólo ha sido posible porque la naturaleza ha dotado a los individuos
de una memoria que ha ido recogiendo las experiencias negativas y las positivas, y que se ha perpetuado
a través de las semillas en las plantas, del embrión en
los animales. Así, podemos entender la vida como
historia, no como algo fijo y asentado para siempre.
La gestación de un niño, por ejemplo, se produce en
función del programa del embrión en el que está la
memoria orgánica entre otras, la que sólo se activa
adecuadamente si las condiciones del embarazo no
introducen factores que impidan el proceso natural.
Es claro, según se nos dice, que en la propia memoria genética del embrión puede haber copias erróneas, lo que después se manifiesta en deformaciones
y dificultades para el desarrollo posterior. Hoy la biología nos dice que el hombre en su genoma de más
de treinta mil genes comparte información en altas
proporciones con otras especies animales, más a
medida que son más próximas a nosotros.
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ACTA
La lucha contra el tiempo
Figura 4. Genoma humano. Del ser humano al esquema
molecular del ADN (La enciclopedia EL PAÍS).
Parece claro que todavía estamos hablando de
una memoria inconsciente, bien que hoy la ciencia ha
sido capaz de conocerla y de encontrar la manera de
intervenir en los mecanismos que esta memoria desencadena a fin de adelantarse, si es posible, a los
efectos no deseados y corregirlos. Pero la naturaleza
no se ha conformado con esa memoria genérica que
suponemos inconsciente, aunque sí muy inteligente a
veces, sino que ha dotado a algunas especies de la
facultad de adquirir una memoria consciente individual, la que en el hombre ya puede ser personal, la
que le permite luchar contra el paso del tiempo no
sólo en cuanto que individuo, sino en su proyección
social, política, cultural y otras. Sin duda que otras
especies vivas también tienen memoria individual,
pero en ningún caso suponemos que sea personal y
menos con el alcance de la del hombre, sin duda
mucho mejor dotado anatómica e histológicamente,
pero además apoyado muy eficazmente en la memoria cultural y en todos los instrumentos de que se ha
ido dotando, de manera especial los que le proporcionan los lenguajes. Hoy la informática, que no es más
que un lenguaje tratado mecánicamente, se ha convertido en un gigantesco depósito de memoria artificial como jamás el hombre pudo haber soñado.
Hoy como nunca estamos seguros de que la escritura se ha convertido en un fantástico elixir para la
memoria, por emplear una frase de Platón, que nos
puede garantizar el depósito casi absoluto de cuanto
ha pasado, al menos de lo que sabemos hasta hoy, y
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cada vez más de lo que irá pasando. Ahora bien,
¿quedan así resueltos todos los problemas del presente y aún los del futuro? Hay una frase de Thomas
Hobbes (1588-1679) recogida por Balmes que puede
ser un buen aviso: “Si yo hubiese leído tanto como
ellos, sería tan ignorante como ellos”. Esto quiere
decir que el exceso de información, el exceso de
memoria, lejos de ser unas alas, se puede convertir en
un lastre que impida remontar el vuelo. La sabia
naturaleza ha inventado la memoria para hacer frente al paso del tiempo, sí, pero también ha inventado
el olvido; y es que, sin una selección de lo que ha
pasado, difícilmente vamos a poder abrirnos paso
hacia un futuro prometedor. En el propio hombre
individual los efectos beneficiosos del olvido son evidentes, pues tan difícil le es caminar por la vida con
falta de memoria como con su exceso. Así, entre las
patologías de la memoria está la dificultad para olvidar que tienen algunas personas, a veces patologías
muy graves, las que le pueden llevar a tener recuerdos no sólo obsesivos que le impidan el desarrollo de
una vida normal, sino también compulsivos, los que
le lleven a hacer cosas que no quisiera. Estamos
hablando ya de la memoria subconsciente, la que,
según la teoría freudiana, todavía es posible elevar a
nivel consciente; pero luego está la inconsciente, la
que, según esa misma teoría, es imposible elevar a
nivel consciente, lo que ya la convierte en una patología que puede ser muy grave.
Todo esto nos lleva a plantearnos la memoria en
sus dos aspectos fundamentales: uno positivo y otro
negativo. Consecuentemente esto nos lleva también a
valorar el paso del tiempo en dos sentidos, uno positivo y otro negativo. El positivo es la descomposición
de lo que hay, que resulta inevitable para permitir el
progreso, para crear nuevos mundos en el lenguaje
cosmológico de Epicuro; el negativo es la dificultad
que en esa descomposición puede haber para conseguir nuevas composiciones positivas. La muerte de
una persona joven suele ser muy negativa por las
posibilidades de futuro que cierra; la de una persona
mayor y ya inútil puede ser positiva en el sentido de
que deja de ser un lastre y porque además deja un
hueco para los que vienen detrás. Esto al margen,
claro está, de los problemas afectivos que genera. La
muerte tiene como negativo la conciencia que destruye, junto con los valores de la madurez y de la experiencia que se pierden. Es claro que para preservar
esto queda la memoria cultural. Sin embargo, es claro
también que hay elementos de esta memoria que
pueden constituir un lastre para el progreso intelectual, el lastre de las contradicciones, lo que exige la
pérdida de la memoria, o lo que es lo mismo, la recuperación de la inocencia. Es indudable que la muerte
La lucha
contra
el tiempo
es necesaria para que siga siendo posible la vida. A
no ser que la vida se convierta en algo inmóvil, lo que
ya no sería la vida.
De mis lecturas de joven recuerdo un libro que en
otro tiempo fue muy leído, Viajes de Gulliver, del
autor inglés Jonatan Swift (1667-1745). En uno de
sus viajes hace esta consideración:
“Los más viejos conservan siempre la esperanza
de vivir un día más y consideran la muerte como el
mayor de los males, del que la Naturaleza siempre les
acucia que se aparten; únicamente en la isla de Luñag
el ansia de vivir no es tan fuerte, por el continuo ejemplo de los struldbrugs que tienen ante sus ojos”.
Poco más adelante cuenta la miseria en que vive
esta gente precisamente por la excesiva longevidad
que pueden alcanzar sus miembros, que nunca se van
a morir. Entre otras miserias, cuenta ésta:
“Como el lenguaje del país es sobremanera fluctuante, los struldbrungs de un época no comprenden
a los de otra, ni son capaces, al cabo de doscientos
años, de seguir ninguna conversación –aparte de
algunas generalidades– con sus prójimos mortales; de
suerte que viven con la misma desventaja de los
extranjeros en su propio país”4.
El problema de entendimiento que plantea un
exceso de longevidad se debe a que la realidad es
dinámica, lo que exige un ajuste mental permanente,
el que suelen ir haciendo las nuevas generaciones, lo
que choca con la inmovilidad a que inevitablemente
conduce la vejez, al menos una vejez tan desfasada
como la que propone Jonatan Swift en este libro, de
varios cientos de años, la que impediría la necesaria
renovación de la memoria.
à
7. La memoria a nivel cósmico
Hemos visto que los seres vivos han podido y a
veces han sabido hacer frente a los efectos destructivos del dinamismo a que están sometidos por su
naturaleza temporal, y lo han hecho gracias a la
memoria genética, la que han podido ir transmitiendo a sus descendientes de manera inconsciente, la
que se ha ido enriqueciendo con las nuevas y sucesivas experiencias de las generaciones posteriores. ¿Se
puede decir que esto ocurre también a nivel cósmico?
Hoy la ciencia nos dice que el cosmos es un ser con
historia, que un día nació y se fue haciendo hasta
hoy, incluso se supone que un día dejará de existir. Su
4
pasado, sin duda, no es una mera negación de la
esencia, de la composición que se destruye con las
explosiones, por ejemplo, sino que queda la substancia, los componentes. El proceso entonces no es más
que una descomposición de los todos para dejar en
las partes “escrito” el futuro. ¿Se puede hablar de un
código genético en el cosmos de manera similar al
que entendemos en los seres vivos, el que supone
acumular experiencias negativas y positivas que permiten corregir y aprender? El presente estaría “escrito” en el pasado y el futuro en el presente.
Únicamente nos quedaría por aclarar dos cosas:
1ª, si en el cosmos existe un soporte físico concreto en el que queda asentado el código genético de la
memoria de manera similar al que descubrimos en los
seres vivos.
2ª, qué grado de determinación se da en él.
En cuanto a lo primero, lo único que podemos
decir es que el hombre ha sido capaz de descubrir en
la lectura del libro de la Naturaleza, que es algo del
presente, muchos de sus secretos del pasado y lo que
le ha permitido otear el porvenir. En cuanto a lo
segundo, al grado de determinación o de necesidad
de lo que se desprendería del estudio de ese código
genético, nos interesaría saber si hay algún margen
para la corrección por parte de alguna inteligencia
consciente, la que nos proporcionaría la esperanza de
un futuro no absolutamente cerrado, sino siempre
algo abierto a la incertidumbre. Sobre esto bien poco
podemos decir, pues ya nos tendríamos que salir de la
razón para entrar en el mundo de la imaginación, por
no decir en el de la fantasía, que puede ser muy loca.
Entonces, esta incertidumbre, ¿quién la ha de
gobernar? ¿El puro azar? ¿O puede haber alguna
clase de voluntad cósmica que la dirija, aunque sólo
se limite a reorientar los peligrosos descarríos que en
el loco deambular del cosmos se pueden producir? Es
indudable que estamos interpretando el cosmos de
manera antropomórfica, de manera similar a como lo
han hecho todas las culturas con la idea de Dios, por
ejemplo, las que le presentan como el inventor del
hombre, siendo que al parecer es más bien al revés,
que el hombre es el inventor de Dios. ¿El hombre es
también el inventor del cosmos? Pensamos que no.
Lo que sí es cierto es que toda la información que
tenemos o creemos tener de él la entendemos en la
medida que se adapta a nuestra capacidad de comprensión. Einstein lo decía de esta manera tan simple
y tan profunda a la vez: “Lo asombroso del cosmos es
que lo podamos comprender”.
Jonatem Swift, Viajes de Gulliver, Aguilar, Madrid 1962, pp. 388 y 392.
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ACTA
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La lucha contra el tiempo
8. La historia del hombre
Hemos estado hablando de la historia del tiempo;
sin embargo, lo que realmente nos interesa es la historia del hombre, y este hombre es historia en la
medida en que es temporal. A la vez esta temporalidad es positiva en la medida en que nos permite ser
y alcanzar cotas que nos proponemos. El drama se
produce porque el tiempo que nos da la vida y todas
sus posibilidades al mismo tiempo nos las va quitando según pasa. De aquí nuestra angustia, nuestra
lucha contra el tiempo, una lucha que nos marca en
toda nuestra realidad, la que tiene sus versiones más
brillantes en la literatura, en poemas tan hermosos
como el tan conocido de Jorge Manrique a la muerte
de su padre, que no es otra cosa que un canto a la
memoria:
“Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando:
cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor,
cómo a nuestro parecer
cualquier tiempo pasado
fue mejor.”
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Subrayamos los tres últimos versos, “cómo a
nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”,
como la expresión más viva del absurdo que constituye la esencia del hombre en cuanto ser temporal, la
contradicción permanente en la que se tiene que
mover, la que nos lleva a valorar lo que no tenemos
por encima de lo que tenemos, el tiempo pasado por
encima del tiempo presente. Esto es tanto como decir
que lo que más valoramos, lo único que nos importa
es la memoria, el tiempo en cuanto que deja de ser
temporal. Es la nostalgia blanda, el recurso más universal del hombre para hacer frente a esa angustia
que le produce el paso del tiempo, el recurso de la
memoria, la que nos lleva a hacer sustantivo lo que
ya no existe, la eterna lucha del hombre contra su
caducidad.
Y esta es nuestra historia, nuestra angustiosa historia, la que nace de nuestra temporalidad, temporalidad de la que muchos han tratado de escapar sin
reparar en medios, sin darse cuenta de que la única
salida que le queda al que así huye son los abismos
de la nada.
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