SOBRE DERECHO Y UTOPÍA Ensayos de filosofía política y social

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Massimo La Torre
SOBRE DERECHO
Y UTOPÍA
Ensayos de filosofía política y social
Traducción castellana de
FRANCISCO JAVIER ANSUÁTEGUI ROIG
Murcia, 1999
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Esta edición ha sido posible por una ayuda del Instituto Universitario Europeo de Florencia.
Primera edición, 1999
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier
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© Res publica, de esta edición
©
Massimo La Torre
I.S.B.N.: 84-8425-026-1
D.L.: MU-1633-1999
Edición a cargo de: Diego Marín Librero-Editor
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ÍNDICE
PREFACIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO I. EL LLANTO Y LA UTOPÍA. CONDICIÓN HUMANA,
SOCIABILIDAD Y CIVILIZACIÓN INDUSTRIAL . . . . . . . . . .
1. El llanto … . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. … y la utopía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO II. ¿CONTRA EL GARANTISMO? LA DINÁMICA DE
LA LIBERTAD EN LAS DEMOCRACIAS CONTEMPORÁNEAS
1. Apuntes sobre garantismo, marxismo, anarquismo . . . . . . . . .
2. De la Revolución burguesa al Estado social . . . . . . . . . . . . . .
3. Liberalismo y Estado de Derecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. «Grundnorm», «Grundgesetz», Constitución republicana . . . .
5. El Estado de Derecho como Estado ético . . . . . . . . . . . . . . . .
6. Variantes del totalitarismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7. Qué sentido para garantismo, libertad, tolerancia . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO III. EL SISTEMA DEL PODER ANÓNIMO Y LOS
DERECHOS DEL HOMBRE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. Premisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. La estructura política de los países del «socialismo real» . . . .
3. Ley, derechos políticos y disenso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO IV. RELEYENDO EL ENSAYO SOBRE LA LIBERTAD
DE JOHN STUART MILL. LIBERALISMO, DEMOCRACIA,
ANARQUISMO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. Premisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. Responsabilidad y derechos de los individuos. Gobierno del
pueblo y defensa de las minorías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. La cuestión de la delimitación del poder político . . . . . . . . . .
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4. La organización política en una sociedad libre. Libertad negativa
y libertad positiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. Liberalismo y anarquismo. Afinidades históricas y teóricas . .
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CAPÍTULO V. DISCUTIENDO DE DEMOCRACIA. REPRESENTACIÓN POLÍTICA Y DERECHOS FUNDAMENTALES . . . . . . .
1. Premisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2 El método democrático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. Instituciones y sociedad civil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. De nuevo sobre la división de poderes . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. Transformación social y libertades civiles . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO VI. EL PROFETA MUDO. POLÍTICA Y CULTURA EN
EL PENSAMIENTO DE ANDREA CAFFI . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. Premisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. Ideología, mito y sociedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. El concepto de poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Política y democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. El profeta mudo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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EXCURSUS I. EL MARXISMO, PIERRE CLASTRES Y LA HISTORIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. La concepción marxista de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. El pensamiento de Pierre Clastres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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EXCURSUS II. MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y CUATRO Y
ALREDEDORES. UNA NOTA SOBRE LA «SUSTANCIA»
ESTADO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. 1984: Expansión de la esfera estatal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. Sociedad burguesa y dimensión estatal . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. Del Estado liberal al Estado social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Estatalización y movimiento socialista . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. Estado total y neo-corporativismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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EXCURSUS III. ANARQUISMO, IUSNATURALISMO Y POSITIVISMO JURÍDICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. Premisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. Iusnaturalismo y definiciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. Anarquismo y positivismo jurídico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Anarquismo y no-cognitivismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PREFACIO
Reúno en este volumen una serie de estudios pensados y publicados en
un período de tiempo de más de veinte años, desde la época llena de promesas en la que acababa de culminar los estudios de Derecho a los años felices
de mi docencia en el Instituto Universitario Europeo. Ciertamente he dudado antes de osar reorganizarlos en un volumen. Algunos de ellos tienen ya
tiempo y en buena medida no se corresponden con mis concepciones actuales. Confieso además que algunas de las opiniones vertidas en ellos me incomodan e incluso me irritan. No obstante —me he dicho al fin y al cabo—
merecen volver a ver la luz y así quizás puedan ser releídos. Ello sobre todo
por dos razones: de una parte, por ser el testimonio de un tiempo lleno de
promesas pero también precursor de decadencia ideológica como han sido
los primeros años Ochenta (los años en los que aparecieron los más antiguos
de los ensayos aquí recogidos); de otra, por el mantenimiento de una esperanza.
La esperanza en cuestión es la de la utopía, a la que —aún siendo ahora,
espero, más sabio— no quiero renunciar todavía. En el derecho en particular es importante conservar una actitud utópica. Parecería en realidad que el
derecho fuera el ámbito de experiencia más lejano posible de la utopía. El
derecho está vinculado a menudo a la violencia, a la coacción; evoca imágenes dolorosas como las de la cárcel o las de una ejecución capital. Es cierto
que el derecho y la fuerza (y por tanto el principio de realidad) están estrechamente conectadas. Recuérdese que una de las justificaciones normativas
del paso de la moral al derecho se ofrece precisamente por la eliminación de
las indeterminaciones motivacionales todavía presentes en la moral, y por
tanto de las capacidades de éste (el derecho) de regir sin titubeos (y también
sin piedad) las conductas humanas. Sin embargo, el derecho es más que «facticidad», «validez», «valor», «norma». Existe —como dice Kelsen a propó-
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sito de la norma jurídica— desde el momento en que «vale». La mera facticidad no le basta, no es suficiente para hacerlo operativo y eficaz. La eficacia del derecho —por muy paradójico que pueda sonar— reside en su
validez. Pero la validez es algo cercano a lo ideal, a lo contrafáctico. Y la
contrafacticidad, que está conectada al «ningún lugar», resulta de esta manera inmediatamente utópica.
El derecho por tanto no es solamente contrario a la utopía, sino que se
encuentra también vinculado a ella. Estrechamente vinculado si se introduce en escena otro concepto sin el cual el derecho pierde efectos pragmáticos: la justicia. El pretender ser justo es un ideal del derecho. De otro modo
—como bien nos recuerda Robert Alexy— se incurre en una profunda contradicción performativa.
Pero todavía hay más. El derecho de la modernidad, que es un derecho
«de los derechos», tiene también como propio núcleo conceptual/normativo
el principio de autonomía. El cual, transportado al plano colectivo —como
demuestra Ulrich Klug—, se convierte en el criterio de la «anarquía». Es
esta la paradoja de las paradojas: el derecho que es fuerza y coerción se
basaría en los Estados democráticos en un principio que implica absoluta
ausencia de fuerza y coerción. Precisamente para una primera discusión de
esta paradoja me permito someter al benévolo lector estos trabajos en forma de volumen.
Florencia, Villa Schifanoia, Abril 1999
M. L. T.
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CAPÍTULO I
El llanto y la utopía.
Condición humana, sociabilidad y civilización industrial
1. EL LLANTO …
«Lloráis, cuando veis la muerte frente a vosotros, lloráis cuando el amor
llega, cuando el niño crece. ¿Está prohibido emocionarse? ...El sentimiento es
como la gracia; nos vuelve a poner en contacto con el mundo de la creación.
Quizás fuera necesario elegir otra palabra, pero ¿con qué ventaja? Los tecnócratas por doquier niegan la existencia de los sentimientos; como mucho provocan el miedo, el entusiasmo o la solidaridad...».
«No tengo ninguna gana de hablar de la Vida, de la Familia, o de los vínculos de la Sangre. Pero la desaparición de estas mayúsculas nos sitúa frente
a nuevos problemas: ¿debemos subordinar todo a la racionalidad y por consiguiente al poder —siempre irracional por naturaleza— que la manipula o
podemos llegar a ser dueños de nuestras propias elecciones? ¿Quién nos protegerá de los peligros de una intervención así? ¿Quién alejará de nosotros el
fantasma de las soluciones finales y de las intervenciones autoritarias en el
campo biológico por parte de un poder absoluto? Nadie más que una sociedad que valora las lágrimas al precio de diamantes. Si la emoción es desterrada, si el nacimiento y la muerte no son más que ceremonias sociales e
inscripciones en el registro civil, si la distancia, las ocupaciones, y las distracciones convierten en indiferente a cada uno la vida de los demás, ¿quién
se opondrá a la racionalización que nos inunda, a la vida en cadena que continúa el trabajo en cadena?...»
«Quién de nosotros vive solamente del consumo, de bienes adquiridos y
consumidos el mercado? Todo lo que se refiera a la oscuridad, al sufrimien-
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Massimo La Torre
to, a la muerte, se disfraza. Pero también todo lo que se refiere a la acción.
Henos aquí reducidos a no ser más que productores-consumidores, codiciando sólo trabajar y gastar, amontonados en los metros y en los trenes, repartidos en las ciudades-dormitorio, donde nos desahogamos con la televisión. La
antigua vida comunitaria ha muerto con la proliferación de los negocios a larga distancia, pero invadiendo su territorio el Centro quiere dominar el destino de todos y cada uno de nosotros. En el momento de un nacimiento o de
una muerte, junto a aquel que llegó o que se va, ¿no queda más que el pequeño grupo de familiares más cercanos? ¿la vida de cada cual carece de sentido, de importancia colectiva, debido a su muerte solitaria en un hospital
anónimo o en un monótono cementerio? Cómo han debido vivir de felices
aquellos que son acompañados a la fosa por el canto de los amigos y por la
ternura de las flores cortadas de los setos, aquellos que han podidos ser más
que números de matrícula, que han tomado parte en un esfuerzo colectivo
para dominar un destino representado hoy por las luces hipnotizadoras de la
T.V. ...»
Pido excusas por las largas citas, todas ellas pertenecientes a un libro de
Alain Touraine aparecido hace algún tiempo (Lettres à une étudiante)1.
Leyendo este libro me ha impresionado el acento puesto sobre el papel, o
mejor sobre el mermado papel, de las lágrimas en nuestra sociedad. El análisis del sociólogo francés no es nuevo, ya que en otras ocasiones se ha escrito
sobre la soledad del hombre contemporáneo y sobre la paradoja de la «multitud solitaria», como ha sido descrita la pérdida del sentimiento comunitario;
no obstante, quizás, es la primera ocasión que alguien esboza un «elogio del
llanto».
La sociedad industrial (o mejor «post-industrial», retomando un término
que se ha convertido en famoso precisamente a través de la sociología de Touraine), en cuanto «sociedad de consumo», es una sociedad de la felicidad, una
sociedad que es toda ella bienestar y que se identifica con la adquisición y
posesión de bienes y productos. El hambre, las escaseces, la indigencia han
amenazado durante tanto tiempo a los hombres y han poblado sus pesadillas,
que la felicidad ha sido concebida como abundancia. Así, cuando tenemos
bastante para comer, no se llora.
En la determinación de la noción de felicidad el temor al hambre se tropieza con la lógica del capitalismo: producir, producir cada vez más, y consumir, consumir para alimentar la producción. La felicidad se convierte por lo
tanto en consumir más, consumir lo más posible, una «grande bouffe». Y
cuando se consume, cuando se compran pantalones vaqueros, cosméticos,
coches, una televisión, no se llora. ¿Habéis visto alguna vez en cualquier
1 Las citas son extraídas de la edición Seuil, París 1976, pp. 228-230.
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«sketch» publicitario alguien que llore sollozando? Por el contrario todos ríen
normalmente, con dientes especialmente blancos y caras sin arrugas: todos
están llenos de alegría cuando pueden comprar una lavadora, un cepillo de
dientes, un detergente. «La felicidad moderna del hombre consiste en “divertirse”. Divertirse significa consumir y comprar alimentos, bebidas, cigarrillos,
gente, libros, películas. Todo se consume, se engulle. El mundo es un gran
objeto que despierta nuestros apetitos, una gran manzana, una gran botella, un
gran seno...»2.
Sin embargo, siempre se continúa sufriendo, muriendo, queriendo compartir la propia vida con los demás, queriendo amar. Y esto se convierte, dentro del sistema industrial, en objeto de consumo, o bien es expulsado, puede
decirse, del diseño de las relaciones sociales. Es el caso de la muerte. Hoy se
está más sólo todavía cuando se muere, incluso si, y es la excepción, se estuvo terriblemente solo durante la vida. Nadie está allí para recoger los últimos
borbotones de la vida de un hombre, nadie vela el cadáver frío y verdoso porque en él todavía reconoce todo lo que era la persona viva: el techo de la casa
se derrumba rápidamente sobre aquella extraña y mísera cosa que era una
vida, para evitar la turbación de los vivos. La muerte altera la locura del consumo y el normal abrirse y volver a cerrar de aquel sistema de compuertas que
es la regla social (aquí nos referimos a la regla social industrial y capitalista):
«La privatización de la muerte se incluye en los esfuerzos para aumentar la
funcionalidad de la cooperación social, para excluir decisiones imprevisibles
en cuanto que cuestionan un funcionamiento «sin roces» del engranaje engranaje. La tendencia a desproblematizar en nombre de la efectividad de las interacciones sociales culmina con la eliminación de la muerte y de la limitación
del actuar»3. La muerte le recuerda al hombre, con su inmisericorde soledad
en presencia del momento supremo, trágicamente y en el mismo momento en
el que le anula, su esencial individualidad, y la imposibilidad de quedar reducido a la dimensión social (y por consiguiente la vanidad de la regla social),
la diferencia de fondo entre individuo y sociedad. El «memento mori» es la
consciencia de esta exclusión y del irreductible estatuto autónomo del individuo. Frente al evento supremo, a la extinción de la vida, a este punto de huida sin retorno, el hombre se encuentra sólo. Aquí la soledad es el evento
mismo, el hombre se encuentra sólo para morir incluso allí donde esté rodeado de la piedad y del dolor de los más queridos y de la participación de la
colectividad. La muerte es el supremo hecho natural, que se toma la revancha
sobre la constitución del ser humano (la cultura) y su mundo de símbolos, y
2 E. Fromm, The Art of Loving, trad. it. L'arte di amare, Il Saggiatore, XXI ed., Milano
1981, p. 111.
3 C. von Ferber, «Soziologische Aspekte des Todes», en Zeitschrift für evangelische Ethik,
7, 1963, p. 358.
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por lo tanto no destruye la determinación, sino que agudiza la individualidad
y la subjetivación del hombre, arrastrándole a él y sólo a él bajo la guadaña
del final. Para quien muere, muere sólo él. El «memento mori» constituye la
consciencia de la separación entre el individuo y la sociedad, que pasa por la
irrupción de la «naturalidad» del primero frente a la constante «artificialidad»
de la segunda.
Igualmente el dolor, la enfermedad, son rápidamente recluidas y aisladas
en un hospital, ya que a la gente no le gusta ver el sufrimiento, ni inclinarse
sobre aquellos que sufren y ver reflejada la propia «fragilidad». El sufrimiento indica la exigencia de otro bienestar que no es mensurable «cuantitativamente» (según el número de los objetos poseídos y consumidos) y por lo
mismo la «vanidad» de la carrera a las compras. Además el sufrimiento, que
equivale a la ineficiencia, a la no productividad, choca con la racionalidad del
sistema industrial. En la industriosa ciudad de Orano (utilizada por Camus
como metáfora de la sociedad contemporánea), en donde está en incubación
el virus de la peste y donde de repente las ratas saldrán a la superficie para
diseminar el mal, enfermar y morir es «difícil»: «Lo que es más original en
nuestra ciudad es la dificultad que allí se encuentra para morir. Dificultad, por
lo demás, no es la palabra adecuada y sería más justo hablar de incomodidad.
Nunca es agradable estar enfermo, pero existen ciudades y países que sostienen que en la enfermedad, cuando se puede, en cierta manera, hay que abandonarse. Un enfermo necesita dulzura, le gusta apoyarse sobre algo, es
bastante natural. Pero en Orano, los excesos del clima, la importancia de los
asuntos que se tratan, la poca importancia de las buenas costumbres, la rapidez del crepúsculo y la calidad de los placeres, exigen buena salud. Un enfermo allí se encuentra muy sólo. Piénsese entonces en quien se está muriendo,
encerrado en una trampa tras centenares de paredes crepitantes de calor,
mientras en ese mismo momento, una población entera, por teléfono o en los
bares, habla de letras de cambio, de pólizas de contratos de transporte y de
descuentos. Se comprenderá lo incómoda que puede ser la muerte, aunque sea
moderna, cuando llega en un lugar tan duro»4.
También el amor, en cuanto sentimiento irreverente en relación con la
lógica del poder y del beneficio, en cuanto principio opuesto al de la guerra
que rige las estructuras jerárquicas («es el enemigo irreconciliable de la razón
4 A. Camus, La peste, Gallimard, París 1980, pp. 12-13. En relación con la represión de la
conciencia de la muerte en la sociedad industrial avanzada, véase E. Fromm, Escape from Freedom,
trad. it., Ed. di Comunità, XI ed., Milano 1978, pp. 211-212. «Existe una emoción prohibida... ya
que su supresión incide profundamente en las raíces de la personalidad: el sentido de la tragedia»
(ibid., p. 211). Sobre el tema de la desaparición social de la muerte, y más en general sobre el significado social de la muerte, existe hoy una literatura bastante abundante. Véase, por ejemplo,
S. Acquaviva, «Crisi nei significati della morte», Schema, n. 6, 1980-III, pp. 43-65.
Sobre derecho y utopía
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dominante ya que los amantes no se preservan ni se protegen a sí mismos o a
la colectividad» escribe de él Max Horkheimer), también el amor, por consiguiente, es rechazado y combatido por el sistema industrial y estatal. La liberalización de las relaciones sexuales en el Estado nazi, el desprecio de la
virginidad y de la fidelidad, demuestran en un contexto paroxístico, extremado casi hasta convertirse en un ideal-tipo, qué obstáculo puede interponer
frente al Estado-sociedad (el Estado que se convierte en Imperio en su interior, es decir total) el sentimiento que produce la comunión y la ternura hacia
el otro y que tiende a constituir una esfera de intimidad impermeable al resto
de las relaciones sociales. Cuantas veces no se ha criticado aquel amor que
conducía al abandono, al alejamiento de la vida política, al ocupar el propio
tiempo en la búsqueda del otro, el presentarse frente al grupo social como dos
en pareja. A pesar de todo lo que de hay de antiautoritario en lo que significa
reivindicación de un espacio de algún modo autónomo, de una dimensión de
algún modo diversa, respecto al grupo entendido como ente total o propenso
a serlo. El amor es aún un obstáculo a la productividad: aquel que ama se pierde en sus pensamientos, en el laberinto de los sueños, no trabaja, se vuelve
lento: «La pareja se ralentiza a sí misma y los retrasados no deben esperar
ninguna piedad en el mundo reformado» (Horkheimer). Y para quien ama es
el amor el valor supremo: la regla social se subordina a la esfera de la intimidad. Entonces, para que la regla social industrial se reafirme, el amor debe ser
objetivado, cosificado, enfriado: será transformado en objeto (en mercancía)
o por lo menos en posibilidad de consumo (en fechas, piénsese por ejemplo
en la fecha del 14 de Febrero, San Valentín, o en el «día de la Madre»). También en el amor no deberá haber lugar para las lágrimas.
Hablo del llorar en público, ya que a nadie se le puede impedir llorar dentro de sí, o escondido de todos, de cualquier manera de la que nadie pueda
tener noticia (aunque a veces se sospeche). Cuando se llora «en público»,
delante de los «otros», se está frente a ellos sin ninguna defensa, privados de
aquella nuestra coraza de cotidiana indiferencia que nos preserva de las fuertes emociones (en lo bueno y en lo malo) y que delimita nuestro individual
Lebensraum, se es débil. En esta situación, en la que has bajado la guardia,
puedes ser golpeado, y gravemente herido, por tu «público», ya que te
encuentras respecto a él en un estado de completa disponibilidad, de completa abertura: llorando te abres a él, lo buscas, lo aceptas, renuncias en definitiva a la conducta normal entre los hombres que está inspirada (al menos en el
ámbito de las emociones) por la desconfianza en el otro, por una especie de
vulgarización práctica de la teoría hobbesiana del hombre lobo para el hombre. Cuando lloras demuestras tener confianza en el otro, te fías de él, ya que
actuando así confías en que no te atacará en aquel momento en el que le sería
muy fácil hacerlo y tu estás desarmado, desnudo.
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Massimo La Torre
Eso es inaceptable para la sociedad jerárquica e industrial. En el interior
de una organización social jerárquica entre los hombres rige una relación de
hostilidad, el hombre siempre es un enemigo pues evidentemente entre dueño y siervo no puede existir otra cosa que una relación de guerra, por muy
velada e ideológicamente recompuesta que esté. Además de un enemigo, en
la sociedad consumista, el otro (el extraño a uno mismo) es también un objeto; pero en el concepto de enemigo hay siempre algo de «objeto», o de extraño a mi que soy el sujeto (piénsese en la acepción de «bárbaro» y en su
significado común). El otro es un objeto de consumo; hasta la amistad se convierte de vez en cuando en una especificación de la relación de consumo:
entre dos amigos se puede crear una especie de dinámica sujeto-objeto, allí
donde cada uno se arriesga en todo momento a sucumbir (a convertirse, por
lo tanto, en un objeto). Dentro de una sociedad industrial, el hombre es un
objeto en cuanto vive en función de la producción, es una parte de la máquina, no es un fin sino un instrumento.
Las lágrimas, por consiguiente, son un comportamiento «subversivo»;
abandonarse, entregarse, dejarse vencer por la emoción (o, como dice Touraine, dejarse atrapar por aquello que nos supera) es «subversivo»; el regalo es
«subversivo». Todo ello es subversivo respecto a la actualidad históricosocial, pues reconoce en el otro a uno de nosotros, un ser humano como yo,
es decir, a) un igual (que por lo tanto rompe la relación jerárquica), y b) un
sujeto (que rompe la relación de consumo sujeto-objeto).
Existe todavía otra razón, a la cual hemos aludido anteriormente, por la
cual el llanto resulta extraño a las «compatibilidades» del sistema social
actual: el llanto supera violándola la «racionalidad» (la racionalidad, entiéndase, interna a tal sistema) y se constituye como dimensión utópica. «¿Por
qué renunciar a estos momentos, felices o tristes, en los que nos dejamos llevar por el río, por la corriente del amor, del vino, de la lucha, de la muerte?
Todo debe convertirse en vida social, regla, intercambio, orden, intervención,
mercado»5. Y aquí se sitúa la pregunta sobre la racionalidad: ¿qué significa
hoy racionalidad? ¿quizás que las sociedades del pasado estaban privadas de
una racionalidad?; pero entonces ¿en qué se caracteriza la racionalidad de las
sociedades industriales (capitalistas y post-capitalistas)?
La sociedad industrial se distingue de las anteriores por haber puesto en el
primer lugar de su escala de valores la producción, y por lo tanto la productividad. Anteriormente la vida social se regía por un código principalmente
moral que tenía como finalidad el hombre (también en un sentido metafísico
y escatológico, la «salvación» del hombre): piénsese, como ejemplo de cuanto se dice, en la prohibición cristiana de llevar a cabo algunas profesiones
5 A. Touraine, op. cit., pp. 227-228.
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lucrativas. Lo que, una vez más, demuestra por un lado la imposibilidad de
distinguir un espacio económico «puro» separado del espacio social, y por
otro vuelve a demostrar la inadecuación de la teoría que ve en el hecho económico (limitado por otro lado al hecho de la producción, ya que el momento de la distribución se encuentra aquí infravalorado) la razón última de los
comportamientos sociales. «Los hechos económicos son los hechos sociales,
y no aquellos que explican los hechos sociales», escribe a propósito de esto
Alain Touraine6. La regla social, y la racionalidad unida a ella, estaba así en
la sociedad feudal ligada a la persona humana, era ésta el punto de referencia
(aunque fuera, repito, para configurarla en relación con un modelo ultramundano) de los modelos de organización. De modo que, tratándose de una racionalidad (de una regla) a fin de cuentas interna al individuo humano, la
emoción, la pasión, el sentimiento, ocupaban allí un puesto importante. La
Iglesia, con la apropiación de los momentos cruciales de una vida y de sus
sentimientos más intensos puestos en relación con los «sacramentos» (el nacimiento con el bautismo, la adolescencia con la primera comunión y la confirmación, el amor con el matrimonio, la muerte con la extrema unción) hacía
de ellos ritos colectivos, y las lágrimas se convertían por sí mismas en un
hecho coral: ¿quién no ha tenido, todavía en la actualidad, unas fuertes ganas
de estallar en sollozos en la atmósfera sagrada de una iglesia durante la celebración de un funeral, aunque la muerte, objeto del rito, no afectara directamente a nuestros sentimientos?
En la sociedad industrial tiene lugar la irrupción de la economía, su aislamiento, su hipostatización: economía y técnica, producción y ciencia, íntimamente relacionadas, constituyen el nuevo punto de referencia de la regla
social. La producción se convierte en el fin, la técnica ofrece los medios, la
ciencia su lógica. El fin es el beneficio, o mejor la productividad, el medio se
toma de la ciencia. El resultado será entonces, al principio de siglo, el taylorismo en la fábrica, en la administración el desarrollo elefantíasico de la burocracia, en política los partidos; hoy la cibernetización. Como intuyó Weber, la
tendencia y el alma del capitalismo no son el «desorden», la «anarquía capitalista» de la que habla Marx en repetidas ocasiones, sino lo opuesto, el orden,
la organización, lo uniforme, la racionalización de los hechos sociales. En
relación con esto Werner Sombart en su obra clásica sobre la burguesía (Der
Bourgeois), señala cómo la idea de empresa está estrechamente conectada al
concepto de organización y constituye una «species» de ésta: ello se observa
también, por ejemplo, en el art. 2082 del Código Civil italiano, donde la
6 Ibid., p. 67. Respecto a la relación entre economía y sociedad en los sistemas pre-capitalistas, no se puede olvidar la obra de Karl Polanyi dirigida a demostrar que la economía estaba,
antes del surgir del capitalismo, «embedded» (incrustada) en el espacio social. Cfr. K. Polanyi,
Origins of Our Time: The Great Transformation.
18
Massimo La Torre
empresa es definida como «una actividad económica organizada con la finalidad de la producción y del intercambio de bienes o de servicios». Contrariamente, por lo tanto, a lo mantenido por Marx y comprendido en la
expresión «anarquía capitalista», el capitalismo ya en su origen contiene
como exigencia propia y como elemento característico una tendencia a la
organización y a la reducción de la complejidad social.
Retomando una frase de Touraine, pero situándola en un contexto diferente al original, «lo que diferencia la sociedad de hoy ... de aquellas que la
han precedido en la historia es que aquellas son las primeras en no someter
más los hechos sociales a otra categoría distinta de hechos, considerada como
determinante y en consecuencia como no social, como situada más allá de las
relaciones sociales»7. En la sociedad feudal la religión (y por consiguiente
indirectamente como punto de referencia la persona humana, una persona
humana completamente ideal y metafísica) constituía un tal orden metasocial; mientras que en la sociedad industrial la regla es interna a la sociedad
pero no en su conjunto, sino solamente en un ámbito artificialmente depurado: la economía, la materialidad de las fuerzas de producción, allí donde no
existe otra referencia a la persona humana que no sea aquella de «trabajador»,
de «proletario». En este sentido puede decirse, sin temor a excederse, que
Marx es el principal teórico de la sociedad industrial. En una racionalidad que
tenía como referente al hombre (en cuanto ser abstracto; pero donde la abstracción se desarrollaba de lado del sujeto), las lágrimas tienen un papel e
importante: llorar en público, llorar frente a los otros, el sufrimiento compartido, la muerte celebrada, son al mismo tiempo la racionalidad de la regla y la
irracionalidad de la emoción. En la sociedad industrial la regla, aplicada al
hombre como mera «fuerza-trabajo», suprime toda posible emoción, todo
posible sentimiento. El ideal anterior de sociedad era un cuerpo viviente con
sus pulsaciones y sus arritmias; el ideal contemporáneo es la máquina, que no
tiene detenciones, ni palpitaciones, ni emociones (ni lágrimas). Por esto el
llanto se ha convertido en una forma de utopía, es el recuerdo de otra sociabilidad que situaba en el centro al hombre (y por consiguiente más allá de sí
misma), es la «reducción» de la dimensión emocional que es el único material con el que puede construirse la «sociedad nueva».
Por último, alguna ulterior observación sobre la desaparición del llanto de
la esfera social. Hoy como mañana, al menos hasta que las glándulas lacrimales no se sequen, el hombre continuará llorando, pero lo hará en el secreto
de su foro interno, escondiéndose de la vista de los demás, aislado tanto en su
sufrimiento como en su alegría. Si es que, tal y como escribe Castoriadis, «los
modos de socialización «externa» tienden cada vez más a ser modos de de7 A. Touraine, op. cit., p. 65.
Sobre derecho y utopía
19
socialización «interna». Cincuenta millones de familias que, aisladas cada
una en su propio hogar, miran la televisión, representan juntas la socialización
externa más acusada que jamás se haya conocido, y la de-socialización «interna», la privatización más extrema»8. La socialización en la era de la racionalidad técnica significa simple control social, con el fin de que la organización
social se perpetúe y funcione sin estorbos. Paul Goodman, estudiando la condición de los jóvenes estadounidenses a finales de los años cincuenta, denunciaba justamente esta «inmanencia» de la sociabilidad, su tendencia a la
neutralidad valorativa y cuestionaba el tradicional planteamiento de los sociólogos del otro lado del océano, formulando la pregunta: están socializados
¿para qué? ¿para qué sociedad dominante y cultura disponible?9. Los sociólogos estadounidenses tendían, en realidad, a disolver el problema de la «desviación» juvenil en un defecto de socialización, sin preguntarse sobre el
contenido de tal socialización, y en eso reflejaban precisamente la ausencia
de valores y la racionalización técnica de la sociabilidad capitalista e industrial. Si la sociabilidad se concibe como una máquina, cualquier detención
suya es un problema de sustitución de piezas, y la pieza esta hecha para la
máquina y no puede usarse para otra cosa que no sea trabajar para aquélla, y
no puede ser utilizada para otro destino. La regla social finalmente inmanente rechaza tanto cualquier ética como cualquier estética: gracias a su vinculación con la racionalidad científica se hace sólo técnica. Así, en el ámbito del
arte, existen siempre menos obras y más productos, destinados no a permanecer y a ser admirados, sino a consumirse y a ser consumidos. Si la sociabilidad es sólo técnica, si la regla se autojustifica, no es posible para la sociedad
producir «obras» como el llanto. Este debe esconderse en el interior del individuo, quien sin embargo, carente de un referente social que le permita manifestarse y desarrollarse, se empobrece y se reduce, exaspera la propia
dimensión de aislamiento aumentando su distancia de los demás, y la interioridad aumentada de un modo anormal puede arrastrarlo hacia la neurosis y la
muerte.
2. … Y LA UTOPÍA
2.1. Si atribuimos a la utopía el sentido de una dimensión social diferente
de aquella fijada en un determinado status quo (una sociedad históricamente
existente), podemos identificar cuatro principales tipos de la utopía como nopresente social. Hablamos de no-presente social, adjuntamos el adjetivo
8 C. Castoriadis, «Transformation sociale et création culturelle», en C. Castoriadis, Le contenu du socialisme, Union générale d'editions, París 1979, p. 437.
9 P. Goodman, Growing Up Absurd. Problems of Youth in the Organized System, trad. it.,
Gioventù assurda, Einaudi, II ed., Torino 1977, p. 24.
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Massimo La Torre
«social», para permanecer en el plano de la inmanencia: si no existiese este
adjetivo estaríamos obligados a examinar el problema del «más allá», que es
el no-presente absoluto y trascendental. Aquí sin embargo queremos ocuparnos del «ningún lugar» en un plano estrictamente inmanente, y nos referiremos a aquella utopía que, no obstante siendo no-presente, tiene a lo social
como su único horizonte de manifestación y como su único punto constante
de referencia. Decíamos, por lo tanto, que podemos distinguir cuatros tipos de
la utopía como no-presente social. Pero, antes de proceder a su enunciación,
me interesa aclarar que esta clasificación, como otras del género, es del todo
arbitraria, no tiene la pretensión de ser exhaustiva; sirve sólo para la exposición de tesis opinables y absolutamente personales. Dicha clasificación tiene
por lo tanto el valor de un esquema explicativo de nuestra argumentación.
A. Tipos de la utopía (no-presente social) que operan a nivel material (que
crean formas sociales):
1). Utopía junto a la sociedad dada (fuera del espacio de la sociedad dada:
exterioridad espacial). Aquí se trata de la presencia de diferentes costumbres,
hábitos y organizaciones sociales, unas al lado de las otras, es decir, de la
existencia al mismo tiempo de varias sociedades diferentes entre ellas. Un
ejemplo puede servir para aclarar este concepto. Consideremos la sociedad
habsburgica y la otomana de hace dos siglos; las diferencias entre ambas son
enormes en el siguiente sentido: una sociedad es respecto a la otra un no-presente social, una utopía. Este tipo de utopía coincide con el pluralismo social
externo.
2). Utopía en la sociedad dada (en el interior del espacio de la sociedad
dada: interioridad espacial). Aquí se trata de la composición de la sociedad
como de una encrucijada, un «relais», o una red de varios grupos sociales
dotados de una relevante autonomía recíproca. En este caso cada grupo social
respecto a los otros es un no-presente social dentro del cuadro social concreto. Por ejemplo, en la sociedad medieval que nos ofrece quizá el modelo histórico más claro de este tipo de utopía, los plateros constituyen respecto a los
curtidores una «utopía», y el barrio llamado del «ganso» lo es —por ejemplo— al barrio del "caracol". Este tipo de utopía coincide con el pluralismo
social interno.
B. Tipos de la utopía (no-presente social) que actúan a nivel ideológico
(que ya no crean formas sociales, sino que, estando radicados en la realidad
social existente, contienen bien a) un principio, o bien b) un modelo alternativo de reconstrucción social):
3). Utopía de este lado de la sociedad existente (en el interior del tiempo
de la sociedad dada: interioridad temporal). Aquí se trata de la afirmación de
la irreductibilidad del individuo a la sociedad, del sentimiento a la racionalidad, de la subjetividad a la objetividad; aquello que puede llamarse, volvien-
Sobre derecho y utopía
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do a Marcuse, la dimensión estética, es decir el dar vida, propio tanto del arte
como del sentimiento, del cual aquel es una expresión altamente formalizada,
a «aquella otra realidad, interna a la constituida, que es el universo de la esperanza»10. En la dimensión estética el universo utópico actúa dentro de la sociedad existente, pero su existencia interna a tal sociedad, su interioridad respecto
a ésta es sólo temporal, y no también espacial. El tiempo de la creación artística y de la expresión del sentimiento es el tiempo mismo del dato social, pero
el espacio es diferente: el arte, el sentimiento, trascienden del espacio propio
de la sociedad histórica y ocupan otro territorio, definen una nueva realidad.
4). Utopía más allá de la sociedad existente (en el exterior del tiempo de
tal sociedad: exterioridad temporal). Aquí se trata del proyecto de una nueva
sociedad subversiva respecto a la existente, que sitúa la propia realización (a
diferencia de la «dimensión estética») en un tiempo futuro. Esta, podemos
afirmar, es la utopía en sentido estricto. La utopía en sentido estricto puede
actuar de dos maneras principales, según que diseñe una vía hacia la sociedad
futura o prefigure una imagen ya acabada del futuro (que llega a ser así la
sociedad «perfecta»), y por lo tanto constituya un plan social pormenorizado.
En el primer caso, el acento se sitúa sobre el método, sobre el medio, la utopía está dentro de tal medio; en el segundo caso la utopía está en la meta, en
el fin, que se presenta inmóvil, no en movimiento, no resultado determinado
por el medio, sino como un a-priori traspuesto del plano lógico al histórico.
Al primer significado atribuible a la utopía «en sentido estricto» (utopía como
vía) pueden reconducirse, entre otros, tanto el marxismo como el anarquismo:
ambas doctrinas no prefiguran a priori una imagen acabada de la sociedad
futura sino que esbozan la evolución solamente a grandes rasgos. Ambas doctrinas fijan el elemento utópico (el proyecto social en este caso) en un medio;
para el marxismo este medio se inserta en la transformación de las relaciones
de producción, para el anarquismo el medio está completamente incluido en
la transformación de las relaciones interpersonales (dicho de otra manera, en
la cuestión de la relación sociedad-individuo, o todavía con terminología
moderna y quizá más apropiada en la cuestión de la relación entre «instituyente» e «instituido»). Escribía Landauer: «Aunque la utopía sea desmedidamente bella, ciertamente más que por lo que dice, por el modo en que lo dice,
lo que consigue la revolución es precisamente su propio final, que no se diferencia demasiado de lo que había antes de ella»11. De esta frase de Landauer
puede extraerse la diferencia, quizá no todavía suficientemente clara, entre
aquello que hemos llamado «utopía en sentido restringido» (utopía más allá
10 H. Marcuse, The Aesthetic Dimension, trad. it. La dimensione estetica, Mondadori, Milano 1978, p. 66. Cursivas del autor.
11 G. Landauer, Die Revolution (1907), cit. en M. Buber, Pfade in Utopia, trad. it. Sentieri
in Utopía, Ed. di Comunità, Milano 1967, pp. 64-65.
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Massimo La Torre
de la sociedad existente) y utopía como «dimensión estética» (utopía más acá
de la sociedad existente). En el primer caso, o tipo de utopía, la utopía «es
bella», o sea es utopía, por cuanto dice, por lo que prefigura, por la imagen
del futuro que nos propone; en el segundo tipo de utopía, la utopía «es bella»,
sobre todo, por la manera de decir las cosas, es decir por su constituirse en
«otra realidad», en el interior mismo de la realidad existente, en cuanto fija lo
«bello» aquí y ahora en una imagen que rechaza firmemente el status quo y
lo descubre como «feo».
Tradicionalmente se ha atribuido el valor de utopía solamente a aquello
que hemos llamado «utopía en sentido estricto», el proyecto global de una
nueva sociedad. Utopía es el u-topos, el no-where, el «ningún lugar», aquello
que no existe (pero no aquello que no puede existir), y hasta el primer periodo de la civilización capitalista el pluralismo social (que es a fin de cuentas el
concepto al que pueden reducirse las formas de utopía de los números 1 y 2)
y la importancia otorgada al sentimiento en el seno de las relaciones sociales
(vid. el número 3) eran la realidad, lo presente, los topoi. Existe ciertamente
en la utopía entendida como «dimensión estética» (el número 3) un elemento
de universalidad que escapa a las periodizaciones y que se presenta en toda
convivencia social de los hombres: el desajuste sociedad-individuo y aquel
entre condiciones materiales de existencia y forma artística. Pero dicho desajuste era de alguna manera reabsorbido, en la civilización precapitalista, por
una sociabilidad que asumía el sentimiento y la subjetividad como valor y que
todavía no había hecho del arte el lugar privilegiado del trabajo intelectual y
de su división del trabajo manual (el artista y el artesano hasta el Renacimiento coinciden, es decir el artista es tal en cuanto «homo faber» y viceversa). La utopía stricto sensu (el número 4), concebida en el primer período de
la civilización industrial, presuponía, y continuará lógicamente presuponiendo, una sociabilidad existente sobre la cual presionar para trastornar la forma
y la institucionalización. Más bien, en el pensamiento utópico del siglo XIX
es tan grande la confianza en la posibilidad de la sociabilidad que la hipótesis más extendida (aunque no siempre conscientemente expresada) de utopía
social es que la sociabilidad no necesita en realidad de formas ni de instituciones: se piensa en fórmulas como aquella del «gobierno de la fábrica» o de
la «administración de las cosas». En el período tardo-industrial y post-industrial, la sociabilidad progresivamente se encoge, agoniza, y con su desaparición o con su crisis desaparece o entra en crisis el proyecto social alternativo
(la utopía stricto sensu). De hecho, como el concepto de sociedad «nueva»
presupone una sociedad «vieja» y un paso de ésta a aquella, que por muy
extremo y repentino sería siempre una transición de alguna cosa a alguna otra
cosa (de una sociedad a otra sociedad) y no el mero apocalíptico hacer «tabla
rasa», hablar de «sociedad nueva» sólo tiene sentido en presencia de una
Sobre derecho y utopía
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«sociedad vieja», que por muy vieja y decrépita que sea es igualmente siempre una sociedad. Hoy sin embargo el problema es distinto, dramáticamente
nuevo: no cambiar la sociedad, sino reencontrar una sociedad.
2.2. Aquello que he denominado 1) utopía junto a y 2) utopía en la sociedad existente, es decir el pluralismo social externo e interno, constituyen los
elementos fundantes de una genuina sociabilidad. Y ello en dos aspectos. Por
un lado la sociedad incluso formalmente no es más que sociedad de sociedades, es el resultado de muchos agregados que se componen y descomponen
en un movimiento continuo: la sociedad no es un espacio vacío sino un terreno lleno de grupos diferentes. «La sociedad se compone por su naturaleza no
de individuos aislados, sino de unidades asociativas y de sus asociaciones» se
compone de un conjunto de tradiciones, de sus encuentros y también de sus
conflictos, así como cualquiera «tradición»12. La sociedad no puede constituirse de otra manera; incluso hoy en una época de decadencia de la sociabilidad la sociedad sigue siendo una «sociedad de sociedades». Sólo que estos
grupos que se integran y forman el cuadro social son hoy o prótesis sociales,
miembros de plástico aplicados al cuerpo social del Estado (un ejemplo
importante son los denominados servicios sociales que cubren el espacio
dejado por las formas espontaneas de solidaridad popular), o meros grupos de
presión y de intereses sin aquello que Landauer llamaba «espíritu comunitario». Más bien hoy como efecto de la confusión público-privado, de la conversión en sociedad por parte del Estado, asistimos a una proliferación de
nuevas corporaciones público-privadas que constituyen una respuesta a la
caída del modelo del Estado neutral y garante y al fin de la sociedad civil
devorada en su interior por la racionalidad burocrática. La cadena de reacciones puede diseñarse así: a) en principio está la denominada «anarquía capitalista» y el Estado garante, pero ello comporta una cruel explotación de las
masas trabajadoras y un general clima de incerteza económica que golpea
también a la clase media y a los mismos detentadores del gran capital. La respuesta es entonces: b) la economía regulada y el Estado social, y la consecuencia es la compenetración cada vez más estrecha entre Estado y sociedad.
En este punto parecería que, al identificarse la sociedad con el Estado, el
espacio social se libera de sus numerosas formaciones componentes y se convierte en uno, pero la dinámica que quiere la sociedad «sociedad de sociedades» vence, y es el Estado-sociedad el que se rompe esta vez, se segmenta, se
corporativiza. Sin embargo este pluralismo corporativo expresa una sociedad
ficticia, una sociabilidad de plástico, ya que la comunidad en cuestión es «privada de espíritu», y agrupada sólo en torno a un interés de poder y de benefi12 M. Buber, op. cit., p. 23.
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Massimo La Torre
cio no asume una propia posición cultural independiente respecto al marco
social más general. La sociedad es por consiguiente sólo aparentemente
«sociedad de sociedades», y por consiguiente atravesada de muchas culturas
y de muchos sistemas de valores: en ella la uniformidad de los comportamientos sociales es casi total. La pluralidad en resumidas cuentas no es más
que poli-arquía, provocada por la fusión Estado-sociedad y por la acción centrífuga de lo social (o de lo privado), cuya forma es en cualquier caso menos
multívoca, una vez que éste se ha fusionado con lo estatal (o con lo público).
Una logia masónica, que permanece no ya en virtud de su ideal político-moral
que históricamente no tiene mucho sentido, sino de concretos intereses de
negocios y de poder, y que se desenvuelve principalmente como una sociedad
anónima, ciertamente no puede merecer el nombre de «comunidad». Del mismo modo los pilotos de las líneas aéreas comerciales, o los conductores del
metro o los ferroviarios no forman «comunidades», no existe entre ellos ningún espíritu de solidaridad interpersonal que se refiera a las necesidades existenciales del individuo: constituyen corporaciones. Éstas son bien diversas de
los gremios del medievo, no generan ningún valor propio distinto de aquellos
expresados por la sociedad en su conjunto. Tampoco las anunciadas «privatizaciones» nos llevarán a formas espontaneas de cooperación social.
Decíamos que el pluralismo social (interno y externo) es el elemento fundante de una genuina sociabilidad, y hemos intentado explicar que ello es
sobre todo porque la sociedad es estructuralmente «sociedad de sociedades»,
lo cual le permite conservar un aspecto interpersonal incluso en el interior de
las relaciones impersonales. Pero el pluralismo es un elemento de una genuina sociabilidad por otra razón. Podemos referirnos aquí a la muy conocida terminología de Francesco Alberoni que identifica dos modos principales de
coagulación de lo social: el «movimiento» y la «institución». Sin entrar en el
mérito de las tesis de Alberoni, puede decirse que en la sociedad conviven
estos dos elementos (el «movimiento» y la «institución», y que una sana
sociabilidad, una sociabilidad efectiva tiene lugar cuando la «institución»
expresa en la mayor medida posible el «movimiento» y cuando no impide el
surgimiento de nuevos movimientos. No obstante el proceso de institucionalización es inevitable, y también fundamento de la sociabilidad. Para que el
movimiento sea posible es entonces importante que el momento institucional,
además de acomodarse al «movimiento», sea pluridimensional, se fragmente
en muchas instituciones diversas entre ellas, de manera que un «movimiento»
o incluso sólo una impresión de «movimiento» surja de su relación. Puede ser
útil a propósito de esto citar a John Stuart Mill: ¿qué ha hecho que el destino
de Europa fuera diverso del de los países asiáticos? —se pregunta el filósofo
inglés. «No alguna mayor excelencia suya, la cual, cuando existe, existe como
el efecto, no como la causa, sino su notable diversidad de caracteres y de cul-
Sobre derecho y utopía
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turas. Individuos, clases, naciones han sido muy diversas las unas de las
otras...»13. El Occidente debe su progreso científico-económico a la estructura social pluralista: «En mi opinión, Europa debe por completo su progresivo
y multiforme desarrollo a esta pluralidad de opciones alternativas»14.
Pero, y el mismo Mill es uno de los primeros en darse cuenta, estos dos
fundamentos de la sociabilidad (pluralismo social interno y externo) comienzan a deteriorarse con la revolución industrial y con la sociedad de masas.
«Anteriormente, clases diferentes, vecindades diferentes, comercios y oficios
diferentes vivían en lo que podemos llamar mundos diferentes; ahora, en gran
parte, en el mismo mundo. En comparación, hoy leen y escuchan las mismas
cosas, van a los mismos sitios, tienen sus esperanzas y sus temores dirigidos
a los mismos objetos...»15. Mill nos ofrece aquí, justo en el momento en que
advierte el declive del pluralismo, una implícita confirmación de la tesis que
identifica en el pluralismo una forma de utopía. Los diversos grupos sociales,
a los que se refiere el filósofo inglés, «vivían en lo que podemos denominar
mundos diversos»: cada grupo era respecto al otro un territorio extraño, un
«no-presente social»; y ello valía tanto más entre diferentes sociedades. Piénsese, por ejemplo, en la gran diferencia que existía hace un siglo entre la vida
de Londres y la de Estambul: un modelo era respecto al otro una utopía. Hoy
esta diferencia se ha anulado por el modelo capitalista-industrial que se ha
impuesto en todo el mundo: Ankara no se distingue en nada de cualquier ciudad europea, en Ankara, como en Londres como en Madrid la gente lleva los
mismos vestidos, en términos generales come y bebe las mismas cosas, se
divierte de la misma manera.
La civilización industrial-capitalista y la sociedad de masas han vaciado
de contenido al pluralismo social: el capitalismo, haciendo de todo el mundo
un único mercado y afirmando universalmente el poder de la máquina, ha
anulado el pluralismo externo, de manera que las costumbres y los mismos
paisajes nacionales son hoy uniformes, impuestos como están por la racionalidad industrial y no expresión de la cultura y de la sociabilidad de un grupo
o de un pueblo. Si hasta el 1700 el barroco de Mesina puede ser diverso del
barroco palermitano, en los umbrales del siglo XXI un edificio de París es
exactamente idéntico a aquel construido en Pekín o en Moscú. Pero la civilización industrial corroe, quizá todavía antes que el pluralismo externo, el
interno. Aquí la integración, la uniformidad se hace más global, y actúa en
profundidad gracias también al manifestarse de la sociedad de masas. Piénsese en la Sicilia de hace un siglo: en ella nobles, burguesía y campesinos constituían verdaderamente otros tantos «mundos diferentes». Cada clase
13 J. S. Mill, On Liberty (1859), Penguin, Harmondsworth 1976, p. 138.
14 Ibidem.
15 Ibid., p. 139. Cursivas del autor.
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expresaba su cultura auténtica, tenía sus tradiciones, sus diversiones, su música, su poesía. Se refleja en el destino de la cultura popular, y particularmente
de la campesina: entonces ésta era rica, pujante, si bien se expresaba a través
de canales informales como la tradición oral o los comportamientos colectivos. ¿Qué queda hoy? Nada o, peor que eso, la basura, los subproductos de la
cultura industrial. Así, para poner un ejemplo, la bellísima tradición musical
napolitana se ha descompuesto en una serie de cancioncillas que sólo conservan la estructura formal, reproducida hasta el infinito según la lógica de la
producción discográfica. Lo mismo ocurre en los países islámicos donde la
moderna música «árabe» escuchada principalmente por el subproletariado
urbano, mantiene vivo sólo el ritmo y la cadencia de la antigua música árabe.
La sociabilidad, por lo tanto, está en crisis, está moribunda, y con ella la
perspectiva de la reforma social. Ello porque la utopía que hemos definido
«más allá de la sociedad existente» (o utopía «stricto sensu») presupone para
su operatividad como proyecto social alternativo una estructura pluralista en
el interior y en el exterior de la sociedad existente, esto es, presupone una
sociabilidad efectiva. ¿Cuál ha sido el razonamiento común a todos los «utopistas» (empleamos este término como equivalente a «revolucionario» o
«reformador social»)? Consideraban que en aquel presente en el que vivían la
sociedad no podría manifestar plenamente sus potencialidades, pues se
encontraba oprimida y explotada por instituciones parasitarias. La consecuencia de este razonamiento es que era necesario liberar a la sociedad de las
garras de las instituciones malvadas de manera que se pudiera expresar espontánea y directamente. Este modo de razonar es común tanto a los más maduros pensadores «utopistas» ligados a la práctica del movimiento obrero (el
marxismo y el anarquismo) como a muchos de los llamados «socialistas utópicos». Saint-Simon, por ejemplo, dirige toda su crítica al presente social
sobre el rechazo del parasitismo y sobre la necesidad de situar en primer plano a la economía y la producción respecto a la política; lo que presupone la
visión de una sociedad (que a caballo entre el siglo XVIII y el XIX es descrita principalmente como lugar de la producción) corroida por el «cáncer»
gubernamental y por los oisifs (los ricos ociosos). Similar planteamiento respecto al problema de la «nueva sociedad» es el de los babuvistas, de Blanc y
Blanqui. No se trata de construir la nueva sociedad desde cero, después de
haber hecho «tabla rasa» de la precedente, sino de partir de ésta para llegar
(aunque sea a través del trauma revolucionario) a un orden diverso, más conforme a la que es la naturaleza de la sociedad.
La cuestión social del siglo XIX es una «recomposición» de la sociedad,
o mejor su liberación de las excrecencias tumorales de la propiedad y del
Estado. Lo cual suponía por descontado una sociabilidad efectiva, incluso
fuerte, tan potente que hubiera podido prescindir de toda institución que qui-
Sobre derecho y utopía
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siera reemplazara su movimiento autónomo. Al final de la infeliz existencia
del siglo XX, la «cuestión social» es totalmente diferente. En la época en la
cual «comienzan los tiempos en los que ya no existe una unidad del pueblo,
un espíritu que une; y por lo tanto las instituciones terrenales, la convivencia
de los hombres, la sociedad y sus uniones, dejan de formarse libre y espontáneamente, mantenidas y unificadas por la comunidad de los individuos: se
vuelven rígidas, mantenidas juntas por vínculos externos, o decaen»16; en una
época que ve desecarse a la sociabilidad y volverse puramente formal, «cuestión social» significa reconstitución de una sociedad, recomposición del tejido de las relaciones comunitarias. Fromm ha expresado bien esta profunda
transformación de los términos de la cuestión social: «En el siglo diecinueve
el problema era: Dios ha muerto; en el siglo veinte el problema es: el hombre
ha muerto. En el decimonoveno siglo inhumanidad significaba crueldad; en
el vigésimo siglo significa alienación esquizoide. El peligro, en el pasado, era
que los hombres se convirtieran en esclavos. El peligro del futuro es que los
hombres se conviertan en robots»17.
La sociedad industrial ha encumbrado la vertiente impersonal de las relaciones entre los hombres, que se dan como mera forma. Pero como la forma
no puede darse sin contenidos, la envoltura de las relaciones impersonales se
rellena de sucedáneos de espíritu comunitario: el asistente social sustituye en
las tareas que antes correspondían o a la familia o al vecindario o a la comunidad de trabajo, el «animador social» ocupa el espacio dejado vacío por la
pérdida de la fantasía y de la creatividad popular, y sobre todo, en todos los
ámbitos de las relaciones humanas, los espacios abiertos en los cuales se desplegaba espontáneamente el espíritu comunitario, se sustituyen por los espacios cerrados de despachos e instituciones burocráticamente ordenados. En tal
contexto, en donde «los hombres se convierten en iguales los unos de los
otros sin por esto aproximarse»18, la cuestión social ya no es la liberación de
la sociabilidad (pues ésta no existe, o está tan asfixiada y corrupta que ya no
es capaz de «liberarse») sino su reconstitución. Dicho de otro modo, la cuestión social es hoy la cuestión de la reanimación de las relaciones impersonales petrificadas como mera formalidad a través de la trasfusión de plasma
comunitario. En el cuerpo vivo de la sociedad las relaciones impersonales son
como las arterias por donde circula la sangre de las relaciones interpersonales; esta sangre falta en la actualidad y la arteriosclerosis de la sociedad ha
16 G. Landauer, Die Revolution (1907), trad. it., Cacucci, Assisi 1970, pp. 58-59.
17 E. Fromm, «La condizione attuale dell'uomo», en E. Fromm, The Dogma of Christ, trad.
it., Dogmi, gregari e rivoluzionari, Ed. di Comunità, III ed., Milano 1977, p. 107.
18 M. Horkheimer, «La trasformazione dell'uomo dalla fine del secolo scorso», en M. Horkheimer, Gesellschaft in Übergang, trad. it. La società in transizione, Einaudi, Torino 1979, p. 90.
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alcanzado un estado avanzado de manera que ya ha afectado a la salud mental y amenaza la supervivencia.
El problema al que se enfrenta la sociedad es nuevo por completo. En el
pasado se trataba de gobiernos más o menos injustos, de propietarios más o
menos codiciosos, y por ciento había masacres y terribles crueldades, pero junto a todo ello la sociedad continuaba con su vida, y la existencia del hombre,
en cuanto que sufrida y golpeada por el poder y por la injusticia social, encontraba un sentido en sí misma y en la sociedad en la cual se hallaba inmersa. Al
hombre, a pesar de ser explotado, esclavizado, no se le podía extirpar su propia sociabilidad, sus ceremonias, sus llantos, sus cánticos, que eran distintos y
contrapuestos a los de la clase dominante. Junto a la Historia con mayúscula,
construida a base de guerras y de sangre, ha existido, modesta pero poderosa,
la historia de los oprimidos que han desarrollado una sociabilidad alternativa,
o, más exactamente, que han conservado la sociabilidad sin adjetivos, la han
protegido y calentado con el calor de sus cuerpos contra los golpes dirigidos
hacia ella por parte del poder. A propósito escribe Martin Buber: «Pero frente
a la esfera política en sentido estricto, al Estado con su poder policial y con su
burocracia, se ha opuesto la sociedad articulada de un modo orgánico-funcional, una sociedad formada por varias sociedades, en la que se vivía y se producía, en la que luchaban los unos contra los otros y colaboraban; y en cada
una de las pequeñas y grandes sociedades de las que se componía, en cada una
de estas comunidades y asociaciones la persona humana, a pesar de dificultades y conflictos, se sentía en su casa como en el grupo familiar, se sentía aprobada y confirmada en su propia autonomía y responsabilidad funcional»19. En
la época post-industrial, el poder ha logrado trastornar aquel potente dique que
antaño era la sociabilidad de los hombres viviendo en comunidad, a causa de
las modificaciones estructurales del marco social que han potenciado la vertiente de las relaciones impersonales en perjuicio de las interpersonales («De
miembro vivo de un organismo comunitario la persona humana se transforma
en engranaje de la máquina colectiva»20). La sociabilidad ha sido destruida
progresivamente no sólo por el maquinismo de la sociedad industrial y por la
acción invasora del Estado, sino también por lo que Buber llama el principio
político. Aquello a lo que hemos asistido y estamos asistiendo no es sólo la
destrucción de los grupos sociales y de las comunidades por obra del Estado y
del mercado, que actúan como una apisonadora aplanando las asperezas y las
diferencias naturales del terreno social; sino también (y sobre todo) la adopción por parte de los distintos grupos y comunidades del «principio político»,
o sea de la racionalidad burocrática y centralista. Podemos poner ejemplos.
19 M. Buber, op. cit., p. 165.
20 Ibid., p. 166.
Sobre derecho y utopía
29
Los partidos y los sindicatos no estarían, por su misma función social, dominados por la lógica del beneficio y por la productividad, a pesar de que su organización reproduce la de la fábrica (y la del Estado). Estos, que podrían haber
constituido, en la crisis de la época de las antiguas formas de comunidad, las
alternativas, han fracasado miserablemente. Ello es así porque han asumido el
«principio político», contagiado del mito de la eficiencia y de la técnica,
haciendo de la colectividad una máquina y del individuo un engranaje suyo. Y
aunque les pueda costar entenderlo a unos liberales, es el principio político, lo
que Habermas define como «racionalidad estratégica».
2.3. De las cuatro dimensiones utópicas anteriormente señaladas, las primeras dos (el pluralismo social externo e interno) quedan reducidas a un pálido reflejo de sí mismas y caminan progresivamente hacia la extinción, la
cuarta (la utopía social stricto sensu, o el proyecto social alternativo), privada de aquellas (el pluralismo), es como una planta cuyas raíces se hunden ya
sólo en el vacío, ya no existe terreno en el que desarrollarse ni alimentos que
la puedan nutrir. Queda, todavía vigorosa, la tercera forma utópica, aquella
que hemos llamado la «dimensión estética». Pero ¿cómo puede la dimensión
estética, que es por su naturaleza interna al individuo, individual y privada, y
por otra parte en su expresión más típica (el arte) fijada en una forma, en un
objeto, cómo puede actuar sobre lo social y condicionarlo? ¿Cómo puede
tener un valor político-social más allá y fuera de su contenido?
Preliminarmente, aunque no sea su forma específica de reflejarse sobre la
sociedad, considérese precisamente el aspecto privado, íntimo, de la dimensión estética. No cabe duda que cuando se escribe o se dibuja el sujeto se
repliega sobre sí mismo, y la soledad es el efecto, y la condición, de este
esfuerzo destinado a arrancarse, tras haberlos circunscrito, trocitos de «alma»
(de interioridad). La «privacidad» es propia de la forma artística, ya que ésta
tiene como contenido el sentimiento, y el sentimiento, la emoción, es un asunto intrínsecamente privado en cuanto vinculado al individuo singular. Lo cual
tiene no obstante un efecto social, o quizás sería más correcto decir «asocial», en cuanto que siempre distingue el estatuto del individuo del de la
sociedad, y por consiguiente la «frialdad» de ésta situada en el nivel de la
objetividad frente al «calor» de aquel, única fuente de la subjetividad, es
entonces la dependencia o la inferioridad de la sociedad respecto al individuo.
Sin embargo, en una situación histórica de politización y «socialización»
general, de invasión por el Estado (la esfera pública) y por el Mercado (la
esfera «social» en el sentido criticado por Hannah Arendt, como espacio de la
producción, del labour) de los territorios de la esfera privada (no sólo la vieja «sociedad civil», sino el mismo tejido de sentimientos que cubría y que
cubre cada vez menos la vida social de los individuos) el «retorno a lo priva-
30
Massimo La Torre
do», el «reflujo», tienen un eminente significado político, o antipolítico: el
intento de restablecer aquella desvinculación del individuo, aquel mínimo de
autonomía que, antes, bien o mal, toda sociedad consentía y cultivaba. Hemos
llegado a este punto, en la era post-moderna, allí donde la sociabilidad es
simple racionalidad técnica, instrumental o estratégica, ya no se trata, o no se
trata sólo, de construir la otra sociedad, de recomponer la sociedad dividida
en clases, sino de reconstruir una (cualquiera) sociedad. Así, la dimensión
estética llega a ser un arma política y la única forma posible de utopía: Winston el protagonista de 1984 (la archiconocida y archicitada novela de Orwell)
se rebela frente al sistema comenzando a escribir su propio diario, un acto de
reafirmación de la propia individualidad, y sigue por la vía de la insurrección
enamorándose (hecho aún más superlativamente individual), y corre el riesgo de ser detenido por la «psicopolicía» por tener (alquilada) una habitación
propia. Escribe al respecto Marcuse: «La "huida hacia la interioridad" y la
insistencia en la esfera privada pueden representar de hecho un válido baluarte contra una sociedad que guía y administra todas las dimensiones de la existencia, y ofrecer el espacio interior e intersubjetivo para una revolución de la
experiencia, para el advenimiento de una realidad distinta»21.
El elemento específico de la dimensión artística es su traducción formal
del sentimiento, y por lo tanto la creación de una objetividad diversa (de otra
realidad) que tiene en el sentimiento su único referente, y que constituye la
universalización. Así, a través de la forma artística se consigue, en el interior
de la sociedad existente, una realidad diferente, utópica, que indica una posibilidad diferente de plantear las relaciones sociales. Esta visión utópica intrínseca al arte cercena la confianza en el progreso de la Historia:«la posibilidad
de lo «otro» que aparece en el arte es metahistórica ya que trasciende todas
las situaciones históricas específicas»22; dicha posibilidad de lo «otro» se
repropone constantemente, prescindiendo de la constitución de la sociedad, y
tiene aquí un ulterior carácter de universalidad. Dicha visión utópica tiene
como contenido lo «otro» como un «otro» de felicidad. Así, «ésta está en condiciones de mantener viva otra imagen de la praxis y de sus objetivos, o sea
la reconstrucción de la sociedad y de la naturaleza sobre el principio de que
el potencial de felicidad del hombre debe ser acrecentado»23. La forma artística constituye una realidad distinta y por lo tanto una utopía, y su efecto típico sobre la realidad social está determinado por ésta su indicación de la
posibilidad de felicidad. Es decir, la dimensión estética es un punto de partida: es un lugar fortificado de supervivencia del sentimiento en un mundo cada
vez más objetivizado y enfriado, y este lugar fortificado puede ser el punto de
21 H. Marcuse, op. cit., p. 53.
22 Ibid., p. 73.
23 Ibidem.
Sobre derecho y utopía
31
partida para reintroducir en la sociedad el sentimiento, esto es la subjetividad,
para reconstruir en definitiva la sociabilidad. La sociedad en realidad es el
resultado de una pluralidad de subjetividades, y a falta de éstas se crea un
espacio vacío que debe entonces ser rellenado (ya que el continente reenvía
siempre al contenido) con materiales artificiales, sucedáneos de subjetividad
y prótesis de humanidad: la solidaridad se convierte en «previsión social», los
llamados «servicios sociales» sustituyen al espontaneo entrelazarse de las
comunidades humanas, la reglamentación estatal invade la zona de la que se
ha retirado la iniciativa individual y colectiva. La dimensión estética —salvando porciones de subjetividad, y constituyendo, gracias a su universalidad,
un vínculo entre todos los individuos, el supremo vehículo de comunicación
entre los hombres (más allá del espacio y del tiempo), lo que se expresa cuando se habla de la «eternidad» del arte— le recuerda al hombre su infeliz destino como sujeto, y que el lugar de la sociedad se encuentra precisamente en
este destino comprimido entre la felicidad y el dolor, pues «la solidaridad y la
comunidad, lejos de significar absorción del individuo, surgen de una decisión individual y autónoma y unen entre sí a los individuos que se asocian
libremente, no a las masas»24.
Por lo tanto: 1) La forma artística es rebelión contra el principio de realidad y subversión de la experiencia, y constituye una realidad diferente en la
objetividad de la forma. 2) La forma artística es exaltación de la subjetividad:
en cuanto la subversión de la experiencia y la rebelión contra la realidad abren
nuevas fronteras a las capacidades del sujeto; y en cuanto es sublimación/formalización/universalización de la subjetividad, que puede de esta manera preservarse en el tiempo desafiando a la historia, y puede salir de su «molde»
particular y comunicarse (justamente en cuanto subjetividad) a los otros individuos. La forma artística además es denuncia de lo existente. a) La sensibilidad artística, es llevada hasta el extremo, y por lo tanto posee capacidades
cognoscitivas desconocidas a la fría observación de los hechos. La realidad es
«aquello que aparece a los amantes de todos los tiempos»; la realidad es aquella de Romeo y Julieta y no la de sus familias, la de Woyzeck y no la del Capitán. «De esta manera la realidad se desmitifica. La intensificación de la
percepción puede llegar a distorsionar las cosas hasta el punto de que lo inexpresable sea pronunciado, lo invisible sea visto y lo intolerable estalle»25. b)
La forma artística, si bien se rebela contra el principio de realidad y lo trasciende, mantiene el recuerdo: el contenido, lo material es aquel determinado
por esta sociedad, así que en la forma contradictoria que caracteriza a la forma artística se puede percibir el rostro descarnado de la sociedad concreta. El
24 Ibid., p. 53.
25 Ibid., p. 61.
32
Massimo La Torre
arte es como aquel chico de la poesía de la Antología de Spoon River, que
arranca la venda a la estatua de la Justicia. «Desde el momento que en hombre y naturaleza se constituyen dentro de una sociedad caracterizada por la
opresión, sus potencialidades sofocadas y distorsionadas son representables
sólo en forma enajenante. El mundo del arte es el que responde a otro principio de realidad, de la enajenación, y sólo como enajenación el arte desarrolla
una función cognoscitiva, comunicando verdades no comunicables en otro
lenguaje, en una palabra, contradiciendo»26.
Aquí se justifica el extraño título de este escrito «El llanto y la utopía». En
la sociedad post-industrial, el pluralismo social está agonizante y con él el
proyecto de transformación social. Este, sin aquel, es como un pájaro que sin
la resistencia del aire no puede alzarse en vuelo. Si la sociedad es un espacio
vacío, si en ella el aire (la sociabilidad) ha sido reabsorbido, el pájaro (la utopía stricto sensu) tiene que permanecer en el suelo. La única dimensión utópica que sobrevive es la «estética», en su doble expresión del sentimiento (la
sustancial) y del arte (la formal). De aquí, de tal dimensión, se puede partir
para rellenar de nuevo aire el espacio vacío de la sociedad, permitiendo por
lo tanto al pájaro mantenerse en el vuelo. El trayecto es desde el sentimiento
(y desde el arte) a la sociabilidad, de la sociabilidad a la transformación
social. Hoy, por lo tanto, el llanto es la utopía.
26 Ibid., p. 26.
33
CAPÍTULO II
¿Contra el garantismo? La dinámica de la libertad en las
democracias contemporáneas
1. APUNTES SOBRE GARANTISMO, MARXISMO, ANARQUISMO
La pretensión de este escrito es relacionar la concepción garantista de la
libertad con el movimiento de transformación social, teniendo en cuenta que
en multitud de ocasiones se ha negado su conexión y que se ha concebido su
relación en términos de conflicto (de guerra). Ello, tanto por parte de los que
defienden el actual estado de cosas, como por parte de los que expresan a
grandes voces su «deseo de revolución». Ha ocurrido y ocurre, por tanto, que
el garantismo es interpretado sólo como una variante del constitucionalismo,
o como una de las dimensiones de éste. De otro lado, la transformación
social, concebida en términos rígidamente opuestos a los derechos civiles tal
y como han sido elaborados por el régimen político burgués, es desprovista
del bagaje de experimentación de libertad, de modo que la perspectiva del
cambio es arrastrada, y ha sido arrastrada, hacia la espiral de la barbarie
terrorista y totalitaria. Una y otra posición están entre sí en relación refleja,
porque remiten a la misma definición del garantismo como constitucionalismo es decir como técnica del Poder. Esta es la imagen sobre la cual convergen, por ejemplo, el extremismo tardomarxista de Antonio Negri y el
liberalismo conservador de Jean-Marie Benoist. Negri sostiene que no habría
podido tenerse constitucionalismo democrático (del cual el garantismo es un
elemento) sino en presencia del modo de producción capitalista, que por su
expansión y por su misma constitución requería ámbitos protegidos de libertad: los derechos civiles son el expediente jurídico para la manifestación del
conflicto que se encuentra en el corazón del capitalismo. «Sin el capitalismo
34
Massimo La Torre
el constitucionalismo nunca hubiera sido democrático. Sólo el capitalismo
ofrece un terreno dinámico al desarrollo de los equilibrios constitucionales.
Los equilibrios se convierten en proporciones, relaciones. Pero con la crisis
del capitalismo, consiguientemente, el constitucionalismo debe vaciarse de
su contenido dinámico y por lo tanto de su contenido democrático»1. Esta
tesis es una versión ulterior de la convicción marxista de que la esfera política se da sólo como 1) supradeterminación respecto a la relación de producción y 2) forma de lo económico (lo que Negri llama «constitución
material»). En consecuencia el constitucionalismo (como el garantismo que
«es lo mismo que el constitucionalismo, considerado principalmente desde
el punto de vista de los procedimientos») es subestimado y condenado: a)
porque es un espejo supraestructural del capitalismo; b) pero también en
cuanto forma, abstracción separada de la materia, mediación escindida de la
socialidad inmediata que gira en torno a las fuerzas productivas. «La división entre comunismo y constitucionalismo no consiste en «uso» diverso,
sino en actividades funcionales, elementales, fundamentales, completamente divergentes. No existe posibilidad de utilización. El constitucionalismo es
un sistema de empleos de valores de intercambios, el comunismo es un sistema de valores de uso».
Esta segunda crítica, basada en la noción de mediación o de «representación», afecta a la forma en cuanto tal, y es por lo tanto extensible desde el
constitucionalismo a todo ordenamiento jurídico institucional separado. Diría
incluso a todo ordenamiento jurídico, ya que éste exige en sociedades que no
sean absolutamente simples, frente a un mínimo de complejidad de las relaciones sociales, el elemento de la especificación formal. Así, por ejemplo, en
Henri Lefebvre la crítica de la representación política se hace crítica de la
«representación» y la Institución «representación» se reconduce, volviendo a
Marx, al espacio de la Ideología. De esta manera describe Lefebvre la formación del Estado burgués: «En el curso de la larga gestación que prepara los
acontecimientos revolucionarios se verifican numerosas disociaciones. Se
escinden entonces [..] valores (lo individual) e instituciones (el Estado), entre
los cuales se interponen las representaciones. Las relaciones inmediatas pierden su antigua prioridad, y prevalecen las mediaciones, con las relaciones
1 A. Negri, La norma rivoluzionaria. Sempre nel rompicapo della transizione. Appunti, en
«Critica del diritto», año V, nº 14, mayo-agosto 1978. Es necesario sin embargo añadir que en un
posterior escrito Negri se pronuncia «por un garantismo obrero» y afirma que «hoy batirse en términos garantistas es válido y revolucionario» considerado que «el interés por la libertad política
y por el pluralismo en la expresión del pensamiento y por la verdad en la gestión de los conflictos (y en la regulación del conflicto)» es «definitivamente asumido dentro de la actual composición de la clase obrera y del proletariado» (Per un garantismo operaio, en «Critica del diritto»,
año V, nº 15, septiembre-diciembre 1978).
Sobre derecho y utopía
35
comerciales, los mercados y los comerciantes, los circuitos monetario y la
banca, las instituciones especializadas»2.
La idea antes señalada de Antonio Negri que traza la diferencia entre
constitucionalismo y comunismo a través de la oposición entre valor de usovalor de cambio, se refiere precisamente a la noción de «representación»
como momento determinante de la servidumbre del hombre (concebida principalmente como alienación, cosificación, victoria del trabajo muerto sobre
el trabajo vivo). El valor de cambio constituye la formalización-representación-abstracción del valor de uso, de manera que éste resulta alienado, trastornado, y finalmente negado. Análogo proceso se desarrolla en el paso del
trabajo a la mercancía. La solución, por lo tanto, se reconoce no en la formulación de una nueva y mejor representación, sino en la eliminación del
elemento formal, de la mediación-institución-representación. El comunismo
será así la sociedad del valor de uso, de la inmediatez y de la transparencia
de las relaciones sociales.
El razonamiento es de nuevo el siguiente: los derechos civiles constituyen
una postura particular del constitucionalismo (supradeterminación específica
del modo de producción capitalista), es decir, de la Organización política (forma de la sociedad productiva, mediación institucional alimentada por la inmediatez de la relación de producción). Y precisamente del constitucionalismo
democrático, que une a la expresión dinámica, progresiva, del capital («el individualismo posesivo, el sentido capitalista de la apropiación han constituido,
en el período heroico del capital, las tablas de los derechos del hombre»). De
ello se desprende que ningún uso liberador, positivo, puede hacerse de los
derechos civiles y del garantismo: respecto a ellos la única relación posible es
la guerra. Con mayor razón hoy que la supradeterminación constitucional, a
continuación de la evolución y de la crisis del capitalismo, ha mantenido únicamente su segundo aspecto: el ser pura forma, pura mediación, puro mandato, desvinculado de su base productiva. El Poder se da en el Estado
tardo-capitalista exclusivamente en la forma y por lo tanto como violencia, la
sociedad política no tiene ya tras de sí a la sociedad civil3.
2 H. Lefebvre, Lo Stato, trad. it., vol. 4, Le contraddizioni dello Stato moderno, Dedalo, Bari
1978, p. 67.
3 «En la medida en la que la realización del beneficio se imputa al Estado, la sociedad civil
desaparece. Se disuelve no porque las categorías de la renta y de la desocupación desaparecen
sino porque su cualificación reconduce directamente al Estado. Se disuelve porque las reglas del
mercado, que permanecen y a veces parecen reforzarse, pueden existir (esto es lo nuevo de la
situación) únicamente a través de la mediación cualificante del Estado. La autonomía de lo político se quebranta y se reduce a puro hecho técnico, sin ninguna razón material de clase, cuando el enlace con el beneficio de las otras formas de renta social se torna de momento
autónomamente fundado en lo social a momento cualificado de la acción del Estado [...] En este
nivel del desarrollo capitalista —y de las luchas obreras que lo determinan— la sociedad civil
36
Massimo La Torre
La relación posible es la guerra, 1) porque el constitucionalismo es de
todos modos la superestructura de la estructura capitalista («[...] cuando el
capital hace de cualquier concepto de democracia la envoltura vacía del constitucionalismo, la ruptura no puede ser más radical constitucionalismo y comunismo en una situación de guerra»); 2) porque en el Estado tardo-capitalista se
da como vacía violencia («el pensamiento negativo de la burguesía, entre
Nietzsche y Weber, la metodología de Krisis, nos han llevado a percibir la
vacuidad ontológica del poder en su figura constitucional. Pero sólo el punto
de vista de clase puede llegar a apreciar justamente la potencia de este vacío,
y por lo tanto a comprenderla en la única situación metodológicamente correcta, aquella de la guerra»).
Por su parte Benoist retoma del constitucionalismo el alma tradicionalista
y conservadora y afirma la urgencia «de volver hoy a Montesquieu y a Burke,
a su paisaje poblado de diferencias y de conexiones». Su discurso, interno a la
lógica de la composición del poder, tiende a conectar sin solución de continuidad el régimen político del Antiguo Régimen y el Estado liberal, de manera
que bien puede afirmar la similitud de la relación existente entre Monarca y
Orden Judicial (los «Parlamentos») en el tiempo del Rey Luis con la dinámica contemporánea entre ejecutivo y legislativo. Según esta interpretación, la
independencia del juez no significa respecto al derecho de remontrance aquella ruptura que se suele señalar. «Si bien el derecho de protesta mediante el
cual la justicia real llegaba a controlar y a limitar el ejercicio del poder ejecutivo, provenía de la misma fuente del Estado, el rey, del cual dependían los parlamentarios, sin embargo se puede entender cómo su uso por parte del
Parlamento explicaba la función de separación de los poderes: ésta era algo de
origen real que limitaba el ejercicio del poder soberano, y recordaba sobretodo que el rey, por derecho divino, admitía más allá de la ley divina un límite
humano a su poder»4.
Aquí el constitucionalismo se asienta sobre la formación aristocrática de la
sociedad, es decir sobre la sociedad vista como necesariamente por la desigualdad pero al mismo tiempo orgánicamente recompuesta, pues está recubierta por una trama de privilegios que no olvida ninguno sus razones. En
consecuencia Benoist explica la división de los poderes no en el sentido de una
distinción de los órganos o de los sujetos titulares del poder público, sino como
diversificación funcional de los cometidos institucionales: «Es, en efecto, en
viene tras el Estado; la autonomía de lo político es por consiguiente sólo la reproducción ideológica de un orden muerto. Por el contrario, la realidad del Estado es exaltada, no como sede de
imposibles mediaciones sino como centro de imputación total de la actuación social, como
momento de cualificación predeterminada de éste» (A. Negri, Proletari e Stato. Per una discussione su autonomía operaia e compromesso storico, Feltrinelli, Milano 1977, pp. 30-1).
4 J. M. Benoist, Revenir à Montesquieu, en «Le Monde», 4 mars 1980.
Sobre derecho y utopía
37
términos de funcionamiento relativo en que es necesario ya entender, caso por
caso, la relación separada del legislativo y del ejecutivo, del ejecutivo y del
judicial».
El razonamiento que subyace al primer punto de vista (aquel del cual Negri
es una de las variantes avanzadas) está basado en el concepto de democracia
burguesa. Se sabe lo que ésta constituye para el pensamiento marxista, y para
parte del anarquismo: un fetiche, una máscara totémica tras la cual el poder
esconde su horrible rostro de torturador. Por tanto no hay que extrañarse
(según tal razonamiento), está en las cosas, si de la democracia burguesa se
pasa al fascismo, y del fascismo nuevamente a la democracia, dependiendo de
los intereses de la clase dominante. Más bien, desde el punto de vista revolucionario, se llegaría a esta paradoja: tanto mejor cuanto peor. Hay que augurar
un régimen concienzudamente reaccionario, que arrebatando finalmente al
Estado la máscara democrática desarrolle una función altamente educativa
sobre la conciencia antiautoritaria de las masas, mientras que un Estado que se
les diera de tutor de las libertades podría adormecer peligrosamente dicha conciencia (desde un punto de vista político así un estado garantista sería quizás
más peligroso que un Estado no garantista5).
La visión del garantismo en términos de «libertad burguesa» hunde sus raíces en una visión economicista del sistema social: el Estado se configura
entonces como simple instrumento en las manos de la clase propietaria de los
medios de producción («el poder político del Estado moderno no es más que
un comité, que administra los asuntos comunes de toda la clase burguesa»)6.
Por otra parte, si la alienación del hombre se inscribe, aunque «en última instancia», en lo económico, la diferencia entre un régimen liberal y uno dictatorial, aunque ambos basados en relaciones de producción capitalistas, es nula:
son opresivos en igual medida. Por tanto, la descalificación del garantismo y
el desprecio de la «libertad burguesa» implican en el marxismo la tesis de la
relación estructura-superestructura, y por ello Burguesía- Estado; y en el anarquismo el juicio sobre el Estado considerado una vez por todas la clave del
dominio, institucionalización de la jerarquía social. Todo Estado es opresión:
es gracias a esta tesis fundamental por lo que tiene razón de ser el pensamiento libertario. Pero decir que todo Estado es opresión a veces llega a ser obnu5 Para un ilustre antecedente de esta opinión, léase Vittorio Alfieri: «[...] que no existiendo contra la tiranía otro remedio definitivo que la universal voluntad y opinión; y no pudiéndose ésta cambiar sino lentísima e inciertamente sólo en el ámbito de los pocos que piensan, sienten,
razonan, y escriben; el más virtuoso individuo, el más educado, el más humano, se encuentra desgraciadamente forzado a desear en su corazón que los tiranos mismos, más allá de cualquier
actuación razonable, más rápidamente y con mayor certeza, transformen esta universal voluntad
y opinión» (Della tirannide (1789), Rizzoli, Milano 1949, pp. 95-96).
6 K. Marx, F. Engels, Manifesto del Partito Comunista, trad. it., Editori Riuniti, Roma
1977, p. 58.
38
Massimo La Torre
bilante, si no se acompaña de un análisis atento de lo que cada Estado es concretamente en el momento dado. Podríamos decir que si el Estado es por lo que
concierne a su calidad siempre idéntico sí mismo, es decir es en esencia autoritario, su cantidad sin embargo varía dependiendo de las diversas formas que
asume. Por adoptar una distinción acuñada por Giulio Chiodi —que distingue
tres formas principales elementales de poder: 1) el Príncipe (el poder violento); 2) el funcionario (el poder jurídico); 3) el Ideólogo (el poder
ideológico)7— el núcleo del Estado está constituido sin embargo por la figura
del Príncipe: en el Estado al principio es la violencia8. Para quien piensa lo
político como dimensión omnicomprensiva o en términos de superestructura,
para quien concibe la mediación institucional como hecho siempre constrictivo-autoritario de la inmediatez social9, es natural que el garantismo se trans7 A las cuales Chiodi hace corresponder dos contraejemplos situados el espacio del súbdito: 1) el buen ciudadano (que acepta la ley como cuerpo de reglas que mantienen unida la colectividad; conducta simbolizada por Sócrates que acepta la muerte aunque injusta que le es
decretada según aquellas reglas que él reconoce); 2) el anarquista (figura simétricamente opuesta al Príncipe: el que niega completamente el Poder). La tripartición Príncipe-Funcionario-Intelectual es la traducción subjetivizada de la tesis por la cual en el sistema político «la violencia, la
ideología y el derecho son los tres ámbitos fundamentales en los que se sitúa su ejercicio efectivo» (cfr. G. M. Chiodi, La menzogna del potere, Giuffrè, Milano, 1979).
8 Sobre la violencia como hecho primordial y constitutivo del Poder véase también: E.
Malatesta, Il programma anarchico (1920), ahora en Gli anarchici, editada por G. M. Bravo, vol.
I, Utet, Torino 1971. En este escrito malatestiano, la oposición Dominio-Servidumbre es considerada al principio como relación vencedores-vencidos. De igual opinión es Proudhon cuando relaciona el surgir de la propiedad al «derecho del más fuerte»: «del derecho de la fuerza se derivan
la explotación del hombre por parte del hombre, llamada de otro modo servidumbre, usura, o el
tributo impuesto por el vencedor al enemigo vencido, y toda esta familia tan numerosa de impuestos, contribuciones, regalías, servicios, descuentos, alquileres, arrendamientos, etc., en una palabra la propiedad» (Qu'est-ce que la propriéte? ou Recherches sur le principe du droit et du
gouvernement (1840), Garnier-Flamarion, París 1966, p. 293). Escribe a propósito Franz Hoppenheimer: «El Estado [...] es una institución social, impuesta por un grupo humano vencedor sobre
un grupo derrotado, con el único fin de regular el dominio del grupo vencedor sobre el conquistado
y de asegurarse contra la revuelta interna y los ataques externos» (Der Staat, Fischer, Stuttgart 1956),
cit. en T. Bottomore, Politica e società, trad. it., Il Mulino, Bologna, 1980, cap. IV, n. 8, p. 124.
9 Diversamente a Lefebvre, al marxismo situacionista (que se refiere al joven Marx) y a
aquel más acentuadamente economicista, Mario Tronti (refiriéndose a la tradición leninista),
identificando en la mediación un hecho intrínsecamente autoritario —«la dirección y la mediación, es decir la autoridad» (Introduzione a: Il Político, antología de textos a cargo de M. Tronti,
vol. 1, tomo I, Feltrinelli, Milano 1979, p. 3) no preconiza su extinción sino que la asume y la
recupera (como ontología de la acción humana en la sociedad) en el ámbito de la práctica del
movimiento obrero: «El movimiento obrero ¿es el fin de la política, o es la política encarnada en
las masas? [...] ¿Muerte de la política o política de clase?» (ibid., p. 8). La respuesta es decidida:
«La vía es aquella otra. ¡Confiad en Dios, pero tened la pólvora seca! Maquiavelos pero con los
Ironsides» (p. 12). De esta disposición no se podía no derivar una descalificación de los derechos
civiles: «[...] es un hecho [...] que la unidad y la concentración del poder, y por tanto la realidad
del poder soberano, viene antes y fundamenta la libertad, la soberanía, la propiedad misma del
individuo burgués» (p. 7).
Sobre derecho y utopía
39
forme en su contrario, ya que el garantismo se advierte como palabra vacía y
las aclamadas «garantías» en gran parte fórmulas y sellos que revisten de legalidad la ilegitimidad intrínseca del Poder. No obstante el problema del garantismo es no de forma sino de sustancia, o mejor, admitido que la forma está
necesariamente conectada con la sustancia, es la cuestión de la forma más adecuada y más libre: tiene relación no sólo con un paquete de medidas procesales, sino con la misma dinámica de la sociedad. Entonces, no es tanto una
cuestión de represión como de acción, no tanto de disenso cuanto de consenso. El garantismo no hay que considerarlo, al menos de manera exclusiva o
preponderante, del lado del Poder, cuanto del de la sociedad, y respecto al individuo no en términos negativos (por aquello que impide) sino en términos
positivos (por lo que permite y hace posible).
2. DE LA REVOLUCIÓN BURGUESA AL ESTADO SOCIAL
Con la revolución burguesa y la formación del Estado de Derecho la clase
capitalista ascendente obtiene una victoria decisiva: aísla la zona política de la
sociedad y libera en consecuencia la sociedad de aquel conjunto de vínculos
feudales (eminentemente políticos) que obstaculizaban el movimiento y el
desarrollo, preconstituyéndolo y regulándolo a priori. Aquellos vínculos (piénsese, por ejemplo, en el fideicomiso), impedían la iniciativa empresarial, la
libertad de la industria y del comercio; eran la expresión de un cuerpo social
homogéneo en el cual el fenómeno conflictivo asumía los caracteres de la
patología. Así el Estado como forma separada, como «zona de la política»,
toma cuerpo gracias a la liberación en el terreno social de las nuevas energías
industriales, o sea del conflicto asumido dentro de la fisiología del sistema.
Es la famosa separación entre Estado y sociedad civil. El Estado se constituye plenamente concentrando la fuerza y la administración en sus manos,
continuando a lo largo de una trayectoria que ya había sido iniciada por el
Estado absoluto, el cual había identificado entre sus más decididos adversarios a la clase de los antiguos feudatarios10. Lo que aquí interesa subrayar es
10 Tocqueville, de hecho, gracias a su propia lúcida consciencia de aristócrata, logra prever
los desarrollos totalitarios del Estado liberal-democrático y subrayar la continuidad entre el Estado post-revolucionario y el Estado absoluto, continuidad que radica sobre todo en el papel progresivamente preponderante de la Centralización y de la Administración: «Los primeros esfuerzos
de la Revolución habían destruido esta gran institución de la monarquía [la feudalidad, m.l.t.]; fue
restaurada en 1800. No son, como se ha dicho muchas veces, los principios de 1789 en materia de
administración pública los que han triunfado en aquella época y después, sino más bien, al contrario, los del Ancien Régime, que fueron entonces puestos otra vez en vigor y así permanecieron.
Si se me pregunta cómo esta porción del Ancien Régime ha podido ser trasladada enteramente a
la nueva sociedad y se ha incorporado a ella, responderé que, si la centralización de hecho no
sucumbió en la Revolución, es porque ésta misma era el inicio de esta Revolución y su signo; y
40
Massimo La Torre
que dicha separación entre sociedad civil y sociedad política, o mejor entre
sociedad y poder político, es inexistente en el sistema feudal. Por lo tanto, el
Estado liberal es una zona de la sociedad burguesa, no es su forma completa.
La legitimación de los comportamientos sociales no pasa en ella exclusivamente a través de la forma política; el Estado asume por el contrario el cometido de arbitrar los conflictos en el interior de la sociedad civil.
Mientras en el ordenamiento feudal las relaciones de clases se daban en la
forma de dominio, éstas eran por tanto inmediatamente políticas y el jefe era
inmediatamente poder político; con la formación de una zona separada de la
política y con la paralela monopolización de la violencia concentrada en las
manos del Estado, las relaciones de clase vigentes en el ordenamiento burgués
se dan en la forma de contrato, son inmediatamente económicas y el jefe no
es luego poder político. En esta última situación al Estado le aguarda una función de arbitro, de componedor del conflicto, de garante del respeto de los
contratos estipulados por las partes en régimen de libre concurrencia. Mientras en el sistema feudal el poder político penetra en los fundamentos del
organismo social, haciéndolo homogéneo y compacto puesto que está uniformemente politizado, el sistema burgués al concentrar (y delimitar) la zona del
poder político (con la formación del Estado centralizado) rompe la sociedad,
ya que la hace deforme (lo público y lo privado nuevamente se escinden) y
traslada el conflicto: 1) en el interior del sistema, entre sociedad civil y sociedad política; 2) en el interior de la sociedad civil, entre libre vendedores y
compradores de fuerza-trabajo y de productos de consumo, entre libres y concurrentes vendedores de fuerza-trabajo y de productos de consumo, entre
libres y concurrentes compradores de fuerza-trabajo.
No se quiere con ello sostener que el Estado liberal fuera verdaderamente neutral. Todo lo contrario, intervenía poderosamente en los conflictos de
clase, haciendo caer bruscamente la balanza de la parte del capitalista. Debe
recordarse, a propósito de esto, la naturaleza estrictamente censataria de la
representación política en el Estado liberal, y por lo tanto la visión de la sociedad civil como el agregado de los propietarios. En este sentido, el Estado liberal era verdaderamente el Estado de la Burguesía, en cuanto la sociedad civil
de la que constituía la instancia política era enteramente sociedad de burgueañadiré que, cuando un pueblo ha destruido en su seno la aristocracia, corre por sí mismo hacia la
centralización. Bastan entonces muchos menos esfuerzos para empujarlo por esta pendiente que
para detenerlo. En su interior todos los poderes tienden naturalmente hacia la unidad, y sólo con
mucha pericia puede lograrse tenerlos separados. La revolución democrática, que ha destruido tantas instituciones del Ancien Régime, debía por lo tanto consolidar ésta y la centralización encontraba naturalmente su lugar en la sociedad que ésta revolución había formado de modo que se ha
podido fácilmente tomarla por una de sus obras» (A. de Tocqueville, L'Ancien Régime et la Révolution, cit., en J. P. Mayer, Alexis de Tocqueville et son oeuvre, introd. a A. de Tocqueville, De la
Démocratie en Amérique, Gallimard, París, 1968, pp. 19-20).
Sobre derecho y utopía
41
ses. Lo que se quiere afirmar es que el Estado liberal no pretendía agotar dentro de sí toda la socialidad, toda la riqueza de los comportamientos sociales.
Y mucho menos pensaba en la reglamentación (como prescripción normativa) de estos comportamientos que eran dejados, al libre juego del mercado, a
aquella «mano invisible» considerada de por sí suficiente instrumento de conservación del orden burgués. Es decir, el Estado como «guardián nocturno».
Que luego los siervos de la gleba, convertidos en propietarios, pagarán su
libertad con el desarraigo, la marginación, y la más terrible miseria, califica
social y éticamente a la sociedad burguesa, pero no altera los términos de la
relación que ésta tenía con la forma Estado.
La transformación de la sociedad civil de sociedad de propietarios en
sociedad de masas, con el advenimiento del movimiento obrero y con la
mejora económico-cultural de la condición de las clases trabajadoras a medida que las feroces exigencias de la acumulación primitiva de capital venían
disminuyendo, el modelo originario del Estado liberal (Estado censatario, y
en consecuencia más o menos fielmente representativo) entra en crisis, y con
él la misma dinámica de los procesos de la representación política. Desde la
primera guerra mundial en adelante se sabe lo que ha ocurrido. La guerra que
es un «estado» extraño al universo ideológico de la burguesía (¿no es quizás
«burgués» aquel que no viste un uniforme?) exalta, el rol del Estado, y por
otra parte la guerra moderna exalta el rol de las masas (en el sentido peyorativo de amontonamiento que puede tener esta palabra). Hoy la guerra es total,
ya no respeta la distinción entre «militar» y «civil».
La guerra por una parte militariza (y por consiguiente estataliza) la sociedad entera; por otra pone en funcionamiento (y por consiguiente mediatiza)
masas imponentes, que con el uniforme adquieren conciencia de sí, una identidad como cuerpo colectivo. Además, los encargos militares vinculan cada
vez más los destinos de la gran industria a las decisiones del poder políticomilitar y no a la inversa. La guerra revaloriza la figura y el «status» del guerrero, y lo hace autónomo, lo hace independiente del oro del mercader del
cual ha sido hasta ahora el siervo armado. Y en realidad uno de los motivos
conductores tanto del fascismo como del nacional-socialismo es el odio del
militar frustrado hacia su jefe, hacia el rico al que le debe su propio uniforme de gala: el odio del teniente Wilhelm Lohse hacia el banquero judío
Efrussi11.
El Estado se apodera gradualmente de la gestión industrial, poco a poco
asume para sí mismo el papel que antes pertenecía al capitalista clásico, el de
la caricatura del obeso con el sombrero de copa y el puro. Y allí donde no es
el Estado el que se apodera de la empresa transformándola, casi siempre para
11 Cfr. J. Roth, Das Spinnennetz.
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Massimo La Torre
salvarla (es el '29), es la empresa la que tiende cada vez más a parecerse al
Estado. La estructura de las sociedades por acciones hace que la propiedad y
la gestión tiendan a separarse, y que la gestión, con connotaciones de «administración», «burocracia» en definitiva, se plasme en el modelo jerárquico de
la administración pública.
La separación entre sociedad civil y sociedad política se atenúa, se hace
indistinta, a través de toda una serie de graduaciones en el sentido de la progresiva superposición de las dos dimensiones. A ello contribuye el carácter
«social» asumido por el Estado por el impulso de las reivindicaciones del
movimiento obrero y en la crisis propia del orden liberalizador (salvajemente concurrencial) del capitalismo. El Estado se presenta como garante
ya no de las reglas del juego (que se desarrolla más allá de sus muros), sino
del bienestar de los ciudadanos y de las condiciones generales de vida; ya
no es guardián, sino creador de las libertades civiles: se afirma la idea de
que «el gobierno puede y debe considerarse un instrumento para asegurar y
extender las libertades individuales»12. Pensiones, seguros, asistencia
social, enseñanza obligatoria, subvenciones públicas, y así sucesivamente,
aumentan desmedidamente la medida de las funciones de la Administración13. No es casual que hoy en Italia el número más alto de trabajos esté en
el sector terciario.
12 J. Dewey, Liberalism and Social Action, trad. it., La Nuova Italia, Firenze 1946, p. 6.
13 «Abro por casualidad, de los almanaques piamonteses que tengo en mi librería: 1848:
año fatídico: el Ministro de Exteriores tiene un primer oficial, seis jefes de división, tres secretarios, once subsecretarios, veintiún agregados, un tesorero, dos escribientes, el de Interior dos primeros oficiales, seis jefes de división, cinco jefes de sección, once entre secretarios y
subsecretarios, quince agregados, dieciséis escribientes; el de Finanzas tiene un primer oficial,
tres jefes de división, dieciséis entre secretarios y subsecretarios, cuatro agregados, dieciocho
escribientes; el de Obras Públicas tiene en total diecisiete empleados, el joven Ministerio de Educación, tiene seis. Desde la época de Vittorio Amadeo II, en ciento cincuenta años, la burocracia
casi no debe haber cambiado. Salto al almanaque de 1861, el año de la constitución del reino. El
Ministerio de Exteriores tiene cuatro jefes de división, cinco jefes de sección, nueve secretarios,
catorce agregados; el de Interior, organizado sobre seis divisiones y una inspección de las cárceles, ha ascendido a 186 funcionarios; el de Finanzas tiene un secretario general, un inspector
general, tres directores generales, cuenta ya con 270 funcionarios, más un cuerpo de técnicos adscritos al catastro, lo que suma 383 unidades. El Ministerio de Obras Públicas, que integra correos, telégrafos y ferrocarriles, alcanza las 296 unidades; el Ministerio de Educación no tiene más
que ochenta y ocho. En 1884 el Ministerio de Exteriores tiene 60 funcionarios; el de Interior
permanece aproximadamente en la cifra de 1861; me faltan los datos de los otros ministerios, ya
que los almanaques no registran los funcionarios de categoría inferior a contable o archivero,
pero incluso con estas lagunas, Educación tiene ya 191 empleados. El crecimiento debe ser de
relativa lentitud hasta 1915; a primera vista no diría que entre 1884 y 1915 en las administraciones centrales se hubiera doblado el número; bien distinto a lo ocurrido en los últimos treinta y
cinco años. Pero en estos últimos treintaycinco años ha tenido lugar el enorme desarrollo, también, de los organismos provinciales: las Prefecturas, por lo que he oído en mi familia, eran en
torno a 1885 organismos de diez-quince personas, y desde 1915 hasta hoy diría que se ha dupli-
Sobre derecho y utopía
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A estas modificaciones estructurales y funcionales del Estado corresponden importantes cambios institucionales. Está el totalitarismo que nace bajo
varias y distintas formas. Estalinismo, fascismo, o New Deal, su número de
matrícula es idéntico: 1984. La segunda guerra mundial en cierto sentido
supone un punto de detención, puesto que los distintos totalitarismos se
enfrentan ferozmente y se desangran respectivamente (y con ellos millones de
seres humanos). Y luego la reconstrucción, el boom de la posguerra, la industrialización de zonas periféricas del mundo occidental (como Italia), dan
vigor a una renovada iniciativa empresarial, y la affluent society parece relanzar el mito de un neo-liberalismo revisado y corregido. La Constitución italiana de 1948 es el documento notarial de esta situación: el compromiso entre
el Estado social y el liberalismo. Se prevén un conjunto de derechos (sociales) antes cuidadosamente excluidos de las cartas liberales: el individuo en
realidad es tomado en consideración no sólo como persona sino también en
relación «a las formaciones sociales donde se desarrolla su personalidad»
(art. 2). Más allá de la igualdad ante la ley (igualdad formal), es proclamada
la igualdad sustancial cuya realización es una misión del Estado (art. 3); la
propiedad privada es garantizada, pero se subraya su función social (art. 42).
No existen no obstante, en la Constitución de 1948 normas equivalentes a las
de los artículos 18 y 21 de la Grundgesetz de la República Federal Alemana.
3. LIBERALISMO Y ESTADO DE DERECHO
El art. 18 de la Grundgesetz prescribe la pérdida de los derechos fundamentales (de expresión, de prensa, de reunión, etc.) para cuantos abusan de
ellos «para combatir el ordenamiento fundamental democrático y liberal». El
art. 21, segundo punto, a su vez establece: «Los partidos que por sus fines o
por la actitud de sus miembros tiendan a desvirtuar o destruir el ordenamiento fundamental democrático y liberal o a amenazar la existencia de la República federal de Alemania son inconstitucionales». Y ocurre así que el
Tribunal Constitucional Federal (Bundesverfassungsgericht) competente para
juzgar sobre la constitucionalidad de los partidos políticos, en 1952 y en 1956
decretó la disolución del S.R.P (neonazi) y del K.P.D. (el partido comunista).
«El Estado renuncia a su tradicional posición de neutralidad; frente a amenazas concretas a la propia existencia, se defiende y —para decirlo con una feliz
cado el personal; se han formado los enormes organismos paraestatales, Previsión Social, INAIL,
INA, INAM, etc.» (A.C. Jemolo, La crisi, dello Stato moderno, en AA.VV., La crisis del diritto,
Cedam, Padova 1953, pp. 123-4). Es interesante señalar que Jemolo identifica dos períodos de
aceleración de la expansión cuantitativa de la función pública en Italia, los años 1861-1884
(aquellos en los que se funda el Estado unitario), y los años siguientes a 1915 (aquellos marcados por la Gran Guerra, que verán surgir a un tiempo el fascismo y el Estado social).
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Massimo La Torre
expresión del Bundesverfassungsgericht— aparece como una streitbare
Demokratie, una democracia lista para combatir a los propios enemigos»14. El
Estado pierde su neutralidad basada en la aceptación del conflicto social y de
la autonomía de la dimensión social. Cuando tal autonomía desaparece, en el
momento en el que el Estado absorbe la sociedad, deja de ser árbitro para convertirse en parte, dueño: es más bien el propietario. De la autonomía de lo
social se pasa a la autonomía de lo político.
El Estado liberal se transforma en streitbare Demokratie, Democracia
militante, Democracia homogénea y compacta, y se precipita en el Estado de
Guerra: el conflicto (ineliminable) no transcurrirá a lo largo del eje de lo
social, a lo largo de una línea por así decirlo horizontal (en el interior del Sistema), sino que se desplegará verticalmente (fuera del Sistema), entre el Estado y sus enemigos que son el conjunto de los comportamientos sociales que
huyen de la formalización estatal, o que en una situación determinada resultan incompatibles con ella. El conflicto, vinculado íntimamente con la esencia de la socialidad humana, no admitido y sofocado, se incuba y vuelve a
explotar bajo los ropajes de la Guerra, más o menos fría, no importa si interna o externa, civil o militar: el Estado, en cuanto organización política jerárquica tendencialmente compacta y uniforme, en cuanto tendencialmente
streitbarer Staat, el Estado es la Guerra en el interior y en el exterior de su
territorio. Parecen confirmarse otra vez las palabras de Bakunin: «todos los
Estados, desde que existen sobre la tierra, están condenados a una lucha perpetua: lucha contra sus propias poblaciones que oprimen y arruinan, lucha
contra todos los Estados extranjeros, cada uno de los cuales no es potente sino
a condición de que los otros sean débiles; y como no pueden conservarse en
esta lucha más que aumentando cada día su poder, tanto en el interior, contra
los propios súbditos, como en el exterior, contra las potencias vecinas, resulta que la ley suprema del Estado es el aumento de la propia potencia en detrimento de la libertad interna y de la justicia externa»15.
Cuando se habla de garantismo se habla precisamente de esto: de la legitimidad del conflicto; y ya no del fundamental habeas corpus. O mejor: el
habeas corpus es un efecto de la aceptación del juego conflictual, de la autonomía de lo social (y no desde lo social), del rol paradójicamente neutral del
Estado. Garantismo es, por lo tanto, aquella proposición que se encuentra en
la cima de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de
1789, que es retomada por el artículo 16 de la Constitución de 1791, y que
dice así: «toda sociedad en la que la garantía de los derechos no se encuentra
14 P. G. Lucifredi, Appunti di diritto costituzionale comparato. Il sistema tedesco (La repubblica federale), Giuffrè, Milano 1977, pp. 21-2.
15 M. A. Bakunin, Oeuvres, Stock, París 1985-1913, vol. 2, pp. 61-2.
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asegurada, ni determinada la separación de los poderes, no tiene constitución»
(cursivas mías). Lo que significa que los derechos de libertad y el ordenamiento liberal constituyen un prius respecto a la forma y al documento constitucional. Ello significa reafirmar la prioridad del derecho natural, de un
modelo jurídico racional deducido de las aspiraciones generalmente humanas,
sobre el derecho positivo, y por lo tanto la legitimidad del conflicto, su introducción en el Sistema.
Que ésta fuera la opinión de la burguesía revolucionaria es testimoniado
también por el hecho de que la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano se encuentra separada de la auténtica carta constitucional, de la
que constituye el precedente lógico-temporal y el fundamento jurídico. La
libertad del individuo es declarada y afirmada por sí misma: sobre la base única y exclusiva del derecho de la naturaleza, y no por la Constitución formal.
Esta viene después, tanto en el tiempo como en la jerarquía de las fuentes.
La forma legal es posterior respecto a la vigencia de los derechos propios
del hombre y del ciudadano, como demuestra precisamente la prioridad de la
Declaración respecto a las Constituciones y a las leyes ordinarias. Los derechos públicos subjetivos son realizados principalmente por los ciudadanos,
que constituyen el cuerpo principal, destinado a velar con el fin de que aquellos derechos nos sean violados. Y aún son los ciudadanos los principales
agentes de su reintegración en caso de violación. Piénsese en una institución
de la Revolución liberal, ya caída en el olvido, la Guardia Nacional, que quería atenuar el monopolio de la violencia ejercido por el Estado a través del
Ejército, y afirmar el principio de la no delegabilidad de la defensa de los
derechos del ciudadano: «Otro de los grandísimos beneficios de la asamblea
constituyente es la institución de la guardia nacional: en un país donde sólo
van armados los soldados, y no los ciudadanos, no puede existir ninguna
libertad duradera»16.
Se afirma que la pareja Declaración de los derechos-ciudadano prevalece
sobre aquella otra Ley-juez. Es decir, existe en la organización política del
liberalismo revolucionario una zona jurídica considerada fundamental, que es
formalizada a través de la Declaración y sometida al control de ciudadano,
que se activará directamente frente a una violación suya. Las otras partes del
territorio jurídico son por el contrario formalizadas por la Ley y sometidas al
control del juez. «Algunas máximas abstractas que la erudición de Blackstone había deducido del espíritu de la Constitución inglesa fueron consideradas
en lo sucesivo como derechos originarios innatos, inalterables por el hombre,
16 Así escribía Germaine Necker (Madame de Staël), inteligencia no sospechosa de simpatías jacobinas o roussonianas. Cfr. Considerazioni sui principali avvenimenti della Rivoluzione
francese, trad. it., ISPI, Milano 1943, parte II, capt. IV.
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Massimo La Torre
los cuales apenas necesitan ser formulados en una declaración para que sean
válidos. Pero el pensamiento de que tales derechos fundamentales tienen el
propósito de ser transferidos a la ley, de ser aplicados en una jurisdicción de
órganos permanentes, seguía siendo extraño a la nación. Para hacer valer
aquellos derechos basta, según la opinión general, la voluntad y la fuerza del
pueblo»17. La concepción del juez como único garante de las libertades, y por
lo tanto de una libertad totalmente resuelta en la ley, es propia de la construcción doctrinal alemana del Rechtsstaat. En la concepción revolucionaria
de las «guarentigie» del individuo respecto a las constantes potencialidades
opresivas (absolutistas) del poder político, la defensa es externa a la Ley, a la
forma jurídica, y se resuelve en el derecho de resistencia.
La diferencia entre el liberalismo revolucionario y la teoría del Rechtsstaat radica en el diverso rol que en las dos doctrinas asume la forma legal:
en la una no agota el entero sistema jurídico, que permanece un sistema
abierto mediante el reconocimiento a los comportamientos sociales en sí
considerados de una verdadera y auténtica juridicidad, en la otra la ley constituye la malla que filtra la juridicidad de estos comportamientos, y el sistema por consiguiente está cerrado. Además en la moderna teoría democrática
del Estado de Derecho aparece un ulterior elemento de diferenciación. Entre
liberalismo y democracia lo spartiacque es el análisis y el juicio sobre la
naturaleza del poder político, y por lo tanto la posición respecto a éste. El
liberalismo desconfía del poder político porque lo considera como potencialmente opresivo, fácilmente desembocable en el arbitrio, y construye en
consecuencia una barrera, un muro de mantenimiento de la agresividad estatal con la proclamación de una serie de libertades negativas todas ellas en
torno a las prerrogativas de gobierno. Los derechos del ciudadano en el régimen político liberal son, por hacer una similitud, como una casa construida
en una pendiente (el Estado) que amenazadoramente domina la construcción
y siempre puede desmoronarse; para evitar entonces el derrumbamiento, es
necesario contener el terreno en pendiente comprimiéndolo con cemento (las
libertades negativas).
El hecho de que este muro de contención se haya demostrado insuficiente para el fin, ya que a menudo es demasiado débil para frenar la mole de la
pendiente, puede evidenciar la contradicción ínsita en la idea liberal del
Gobierno como mal menor pero necesario, y señalar que la conciencia de la
naturaleza en el fondo absolutista del poder político estaba oscurecida y no
suficientemente desarrollada, pero no acusar de fingimiento a una instancia
antiautoritaria sinceramente advertida. En el pensamiento democrático la des17 R. Gneist, Lo Stato secondo il diritto, trad. it. en Biblioteca di scienze politiche, dirigida
por A. Brunialti, vol. III, Utet, Torino 1891, p. 1233 (cursivas del autor).
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confianza respecto al crecimiento de las atribuciones estatales disminuye,
probablemente como consecuencia de la ecuación trazada entre interés público (demasiado a menudo y demasiado profundamente sacrificado en el liberalismo) e interés de Estado. Aquí el análisis se dirige no tanto al cómo se
gobierna, cuanto al quien gobierna, de manera que el juicio sobre el poder
político se resuelve en la enumeración de los detentadores de éste. La libertad es construida como libertad positiva, como posibilidad de participación en
la gestión del poder. Para la teoría democrática no es tanto cuestión de diques
contra el poder, cuanto del carácter de los instrumentos del poder; éstos deben
ser tales como para dar a todos la posibilidad de gobernar.
Mayores consonancias con el pensamiento democrático tiene la teoría del
Rechtsstaat; de hecho, en uno y otro caso, por vías distintas, el Estado tiende
a convertirse en el centro de imputación de todos los comportamientos sociales, la juridicidad a hacerse toda ella entera legalidad, y el Derecho Ley.
4. «GRUNDNORM», «GRUNDGESETZ», CONSTITUCIÓN REPUBLICANA
Con la llegada del Estado democrático, que sustituye al liberal mediante
la extensión del derecho de voto y la intervención de los partidos políticos de
masa, la posición respecto a la carta constitucional cambia. Puesto que el
Estado se encuentra cada vez más cargado de funciones sociales, la carta que
lo funda y lo regula adquiere una mayor importancia. Y tras la experiencia de
los fascismos que habían podido afirmarse sin cambiar formalmente una
coma de las respectivas constituciones (piénsese en el Estatuto Albertino
vigente también durante el ventenio), los juristas se esforzaban en atribuirles
un mayor rigor formal. La Constitución de la República Italiana es, por ejemplo, una constitución rígida, es decir sus normas tienen una eficacia superior
a la de la ley ordinaria, y su revisión requiere un procedimiento diferente, más
complejo y «garantizado», respecto al procedimiento de aprobación de la ley
ordinaria. Pero Constitución rígida quiere decir también Grundnorm (norma
fundamental), norma que da la forma a la entera sociedad.
El concepto de Grundnorm fue elaborado por Hans Kelsen, que queriendo explicar el entero sistema jurídico en términos de deber ser (sollen), se
encuentra ascendiendo de norma en norma hasta la cúspide del ordenamiento. Pero aquí ya no se nos podrá reenviar más al «deber ser», a un mecanismo interno al ordenamiento jurídico, ya que la Grundnorm es tal porque es
tal: «El ordenamiento jurídico no es [...] un sistema de normas de igual jerarquía y que se encuentran situadas la una junto a la otra en un mismo nivel,
sino que es un ordenamiento escalonado, compuesto de diferentes niveles de
normas jurídicas. Su unidad es producida por la concatenación resultante del
hecho de que la producción y por lo tanto la validez de la una se refiere a la
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Massimo La Torre
otra cuya producción es a su vez determinada por otra, un regreso que desemboca al final en la norma fundamental, en la regla hipotética fundamental y
por lo tanto en el fundamento supremo de validez que constituye la base de la
unidad de esta concatenación productiva»18. La reine Rechtslehre está obligada a abandonar una concepción totalmente formalista del derecho hacia referencias sociológicas y políticas. El «deber ser» formal, que explica el derecho
a través del derecho, la norma inferior mediante la norma superior, se detiene
frente a la Grundnorm, que puede ser explicada únicamente evadiendo el
campo rígidamente circunscrito del derecho positivo: retornando a la sociedad por tanto, y violando el fin de la pureza de la construcción jurídica19.
Kelsen considera que todo sistema jurídico no puede más que ser unitario
y único. Los diferentes sistemas jurídicos se disponen como subsistemas del
sistema general que es el derecho internacional. A diferencia de Gurvitch,
para el cual el derecho internacional (como el derecho sindical) constituye un
ejemplo eminente de «derecho social»20 y el campo privilegiado del pluralismo jurídico, el jurista de Praga, para dar una plenitud lógica a su doctrina,
debe reconstruir el derecho internacional no ya como un derecho pacticio,
como suma de la pluralidad de diversos sistemas, sino como verdadero y
auténtico ordenamiento coactivo con sus auténticas y propias sanciones (la
represalia y la guerra). El derecho internacional se convierte en el derecho
principal, y los derechos nacionales en los subsistemas, normas derivadas. El
Estado deviene «un ordenamiento jurídico parcial derivado inmediatamente
del derecho internacional»21. «Dos conjuntos de normas aparentemente distintos pueden constituir un sistema unitario: o en el sentido de que un ordenamiento se presenta como subordinado al otro en cuanto el uno encuentra en
18 H. Kelsen, Reine Rechtslehre. Einleitung in die rechtswissenchaftliche Problematik,
Franz Deuticke Verlag, Wien 1934, p. 74.
19 Escribe a propósito R. Mónaco: «ascendiendo de una norma a otra se observa que, en vez
de alcanzar una absoluta certeza del ordenamiento jurídico, nos aproximamos a las raíces de hecho
de todo el sistema, es decir se llega al punto en que es casi imposible separar la vida jurídica de la
vida social que es el presupuesto de la primera» (Manuale di diritto internazionale pubblico, Utet,
Torino 1977, p. 52). Sobre los efectos del formalismo de la reine Rechtslehre en el terreno de la
interpretación de la norma, razón por la cual «el jurista [...] no puede ir más allá del sentido unívoco del lenguaje formal y debe detenerse frente a toda alternativa de significado», cfr. A. Falzea,
Introduzione alle scienze giuridiche (il concetto di diritto), Giuffrè, Milano, 1975, pp. 211-2.
20 Gurvitch, enunciando las deficiencias de la teoría proudhoniana del derecho social, entre
éstas señala «el empobrecimiento del derecho social mediante la exclusión del derecho internacional, que sin embargo es una de sus manifestaciones más importantes» (L’idée du droit social,
Editions du Recueil Sirey, París 1932; ahora ampliamente reproducido en: Qui a peur de l’autogestion?, en Cause Commune 1978/1, Unión générale d’éditions, París 1978, p. 343).
21 Kelsen, op. cit., p. 150. Para un diferente punto de vista, según el cual el ordenamiento
internacional se configura «como un ordenamiento común a los miembros de la sociedad de los
Estados, y en cuanto tal tiene una estructura paritaria y no jerárquica, cfr. Monaco, Manuale di
diritto internazionale pubblico, cit., pp. 13-6.
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el otro, esto es en una norma del otro, el fundamento de su validez y por lo
tanto su norma fundamental (en sentido relativo), la determinación fundamental de su producción; o bien en el sentido de que ambos ordenamientos
resultan equiparados entre ellos, es decir recíprocamente delimitados en su
esfera de validez. Esto presupone no obstante un tercer ordenamiento más
elevado que determine la producción de los otros dos, los delimite recíprocamente en sus esferas de validez de manera que, sobre todo, los coordine»22.
No podría haber una más clara negación del pluralismo jurídico, y una afirmación más neta del carácter necesariamente jerárquico del fenómeno jurídico. Hoy, y volvemos a aquello que se entiende por garantismo, la
Constitución es interpretada de acuerdo con el esquema kelseniano. El intento consiste en explicar la Democracia en términos puramente formales, y su
relación con el resto del sistema jurídico (y del sistema social) en términos
jerárquicos. Se asciende de norma en norma hasta la Constitución, y aquí nos
detenemos. La relación con la sociedad, que posiblemente se encuentra contenido en el mismo concepto de constitución, es omitida, y la libertad es toda
ella resuelta a través de esta serie de disposiciones dispuestas piramidalmente. Se guarda silencio que justifica el ordenamiento constitucional, y la moralidad política sobre la constitución material, sobre el hecho incontrovertido
de que cualquier carta constitucional, aunque sea la más amplia y detallada,
no puede agotar la categoría de las normas constitucionales. Piénsese en la
fundamental relevancia de los usos en el ámbito del derecho parlamentario;
un ejemplo clásico de dicha relevancia es el ofrecido por el complejo procedimiento, en gran parte regulado por los usos, que los órganos constitucionales siguen para controlar y solucionar las «crisis de gobierno».
En esto, el Estado italiano se revela mucho más formalista que la
República Federal Alemana, cuyo Bundesverfassungsgericht para medir
la tasa de constitucionalidad de un partido, o el eventual «abuso» de los
derechos fundamentales, utiliza el concepto de «ordenamiento fundamen22 Kelsen, op. cit., p. 137. La exaltación de lo existente implícita en la teoría kelseniana, por
la cual la efectividad, no constituyendo la condicio per quam del derecho es la condicio sine qua
non, está cargada de potencialidades autoritarias. Esta es la opinión de Balladore Pallieri, que
comenta de esta manera las implicaciones políticas de la reine Rechtslehre: «representa, aunque
ciertamente de manera involuntaria, la más completa y meditada justificación de aquella que
habíamos observado como la principal directriz del Estado moderno: la tendencia al totalitarismo y al absolutismo. [...] Aunque sea democrática, como quiere Kelsen, la sociedad moderna:
pero permanece abierta de par en par la puerta a aquel totalitarismo democrático del que ya
hemos examinado los orígenes y los desarrollos. Con el agravante de que, donde se realizase la
aspiración kelseniana al universal reconocimiento de un único ordenamiento positivo que abarcara a la entera humanidad, faltaría también el único que hoy puede subsistir frente al totalitarismo de las comunidades políticas: su efectiva pluralidad actual y las limitaciones para cada una
que ella necesariamente comporta» (Dottrina dello Stato, Cedam, Padova 1964, p. 73).
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Massimo La Torre
tal liberal y democrático»23, que representaría la sustancia o mejor el espíritu o —empleando la terminología de Ronald Dworkin— la «mejor teoría» de la Grundgesetz. En Italia es suficiente la Constitución como carta,
como Grundnorm, para calificar el ordenamiento como democrático,
mientras que en Alemania federal es sobre todo la organización de la
sociedad el parámetro de la democraticidad del ordenamiento, o también
la ideología profesada y perseguida. Así, en Alemania se recurre, para
explicar la constitucionalidad, a un criterio sustancial-ideológico; en Italia más bien a una medida de adecuación formal.
5. EL ESTADO DE DERECHO COMO ESTADO ÉTICO
No es cierto que en estos tiempos el poder se vista con ropajes garantistas. Casi más bien ocurre lo contrario, cuando desde muchos sitios se tiende
a describir la sociedad del Estado democrático en términos «comunistas» y
«organicistas», como comunidad orgánica en la que el peso de los valores
colectivos expulsa el conflicto a los márgenes del espacio social. Esta parece
ser una interpretación que recuerda motivos de la germánica Gemeinschaft24.
23 Este concepto ha sido introducido por el Grundgesetz en los arts. 10.II. y 11.II. El art. 10
tutela «el secreto epistolar, postal y de las telecomunicaciones», el art. 11, «la libertad de circulación». Ambos artículos prevén la posibilidad de limitaciones de los derechos garantizados por
ellos «si la limitación sirve para la defensa del ordenamiento fundamental liberal y democrático
(art. 10.II c), «o en los casos en los que ello sea necesario para combatir un inminente peligro
para la existencia o para el ordenamiento fundamental y democrático del Bund o de un Land»
(art. 11, II C). En los correspondientes arts. de la Constitución italiana, arts. 15 y 16, la limitación está prevista: a) para lo que concierne al derecho de circulación sólo «por motivos de sanidad o de seguridad», pero nunca por razones políticas; b) con referencia a la libertad y secreto
de la correspondencia o de toda otra forma de comunicación «sólo por acto motivado de la autoridad judicial con las garantías establecidas por la ley». En uno y otro caso no existe referencia
alguna a limitaciones posibles extra sistema, y motivadas a través de conceptos no estrictamente
jurídicos.
24 Cfr. F. Tonnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. Grundbegriffe der reinen Soziologie, Hans
Buske, Darmstadt 1935 (trad. it., Comunità, Milano 1979). Se precisa que la «Gemeinschaft»
de Tönnies no tiene nada que ver con la Volsgemeinschaft nazi ampliamente criticada por el
sociólogo alemán por su carácter marcadamente autoritario, ni mucho menos con los temas propagados por los militantes de la Jugendbewegung que, en el momento de la aparición en 1912 de
la segunda edición del libro, malentendiendo el pensamiento del autor, «creen poder encontrar en
su obra el fundamento científico de su irracionalismo y de su entusiasmo por la «fuerza vital de
la vida», sin darse cuenta de que [...] «casi ninguno en su época fue racionalista y científico como
él, y nada fue más extraño a su mentalidad que la impronta emocional y el irracionalismo
del movimiento de la juventud» (R. Treves, Introduzione a F. Tonnies, Comunità e società,
Comunità, Milano 1979, pp. XXVI-XVII). Mientras que el organicismo nacionalista alemán
es absolutamente irracional, impregnado como está de mitología nibelunga, de antisemitismo y
de «voluntad de poder», el organicismo comunitario de Tönnies se desarrolla en la senda de la
Sobre derecho y utopía
51
En algún llamamiento de hombres políticos y de intelectuales de Partido
parecen volverse a oir las palabras de Robespierre, el cual, habiendo decidido la Convención consagrar las últimas cinco jornadas del año republicano a
los valores sociales, entre los cuales se encontraba la inteligencia, consiguió
cambiar la fiesta de la inteligencia en fiesta de la virtud, y celebrar esta primero que la fiesta del genio. Los sistemas políticos para vincular a sí mismos
a los sujetos sociales necesitan una trama de símbolos agregativos (la Ideología), cuya fuerza de atracción debe ser directamente proporcional a la intensidad del poder ejercido, y cuyo grado de formalización resulta por el
contrario inversamente proporcional a su fuerza atractiva. He ahí porqué
cuando el Poder político habla de virtud, de salvación o de revolución, lo cierto es que se prepara para nuevas invasiones del territorio social. El Garantismo procesal, aunque también hunde sus raíces en una teoría del Estado, se
presta poco a reagrupamientos totalitarios de la sociedad en torno al poder
político, por el hecho de ser (olvidando también sus contenidos liberales)
manifestación del fenómeno jurídico positivo, de un fenómeno social por tanto muy formalizado. A fin de cuentas el derecho positivo, en cuanto formalización avanzada, se presenta como un estorbo, un límite al Poder que tiende
a la totalidad y por lo tanto a la confusión con los sujetos sociales. Más que
la Ley (como derecho positivo) es la legalidad social la que manipulada, y
volvemos al concepto de virtud, puede asegurar al Poder el gusto de considerarse también individuo. Ello tenido en cuenta, puede explicarse el constante
tradición positivista y socialista de la segunda mitad del siglo XIX. Para captar el espíritu de esta
obra recuérdese el subtítulo de la primera edición (1887), sustituido luego por el de «Conceptos
fundamentales de sociología pura»: Abhandlung des Kommunismus und des Sozialismus
als empirische Kulturformen. La perspectiva socialista de su pensamiento le valió a Tönnies el
aislamiento y la desconfianza del ambiente académico de su tiempo. Como es sabido, la distinción entre «comunidad» y «sociedad» ha sido posteriormente revisada por los estudiosos de las
ciencias sociales. Entre otros, últimamente, Francesco Alberoni retoma la idea de «dos estratos
de lo social» con la teorización de la dinámica estado naciente-estado institucional, donde el
estado naciente es la forma de transición de un estado institucional a otro. Pero esta distinción
está bastante lejana del pensamiento de Tönnies, que Alberoni de hecho critica: «El estado
naciente, en cuanto forma de transición entre una situación social y otro, se puede encontrar prácticamente a cualquier nivel de agregación social. El no haberlo reconocido como estado social en
sí ha creado una notable confusión en sociología. Pensemos, por poner sólo un ejemplo, en el
concepto de comunidad utilizado tanto para indicar una comunidad tradicional, estructurada,
estable (el pueblo) como para indicar lo opuesto de todo ello, y por tanto una nueva formación,
dinámica, en desarrollo, como un nuevo religioso o ideológico o nacional en su formación»
(F. Alberoni, Movimento e istituzione, Il Mulino, Bologna 1977, p. 31). Debajo, en la nota 25
(capt. I) Alberoni reprocha «el confuso debate que ha producido el libro de F. Tonnies (...) donde con la palabra comunidad se entienden, en concreto, estas dos cosas distintas y sin la mínima
idea de su diferencia». Para una fundamentación filosófica de la diferencia entre «comunidad» y
sociedad», cfr. R. De Stefano, Politica e stato, Editori meridionali riuniti, Reggio Calabria 1974,
sp. pp. 17-20.
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Massimo La Torre
estado de ilegalidad en el que consiste el Poder en los Países del «Socialismo
Real», que sistemáticamente viola o deja de aplicar la misma propia Ley.
Reaparece, en los discursos de los políticos y de los juristas más sensibles
a la coyuntura política, la categoría amigo-enemigo (Freund-Feind) acuñada
por el máximo teórico nacionalsocialista del derecho, Carl Schmitt. El razonamiento que se hace, es el siguiente: los derechos civiles, y ante todo la
libertad personal, son garantizados si y en cuanto que el sujeto que es titular
de ellos se reconoce en el cuadro institucional, si son por lo tanto una profesión de lealtad. Si ello no ocurre, si el sujeto es un «terrorista» (la doble ecuación «disidente»-«subversivo»-«terrorista» es ya un lugar común del poder25),
éste puede ser arrojado fuera de las garantías propias del Estado liberal.
Por otra parte, y esta es la idea-fuerza contenida en la propuesta del «espacio judicial europeo», que ya era atractiva para Giscard d’Estaing, el Estado
Democrático es considerado por definición exento de involuciones autoritarias, de la posibilidad de una propia evolución opresiva. Puesto que en las
Democracias occidentales el Derecho y el Estado son identificados tout court,
todo Estado democrático es por definición un Estado de derecho. Deben caer,
en consecuencia, aquellas barreras, aquellas «garantías» a favor de los ciudadanos que eran el resultado de la desconfianza de fondo (constitutiva del pensamiento liberal) respecto a la forma política estatal. Con la única condición
de que el Estado sea democrático, el Derecho viene a coincidir con el Estado,
la esfera jurídica se ensambla perfectamente con la esfera política, y la esfera política con la moral26. Concebida la Democracia de este modo, ya no Estado de Derecho sino en las celebraciones complacidas del régimen, se presenta
a los ojos del observador desencantado como una nueva versión de Estado ético: en ella en realidad es el Estado el instrumento, la sede, el agente de la realización de los valores éticos fundamentales. Mientras que en el Estado liberal
la libertad se realiza fuera de él, y tendencialmente en contra de él, en el Estado democrático es precisamente el aparato estatal el instrumento, la sede, el
agente de la realización de la libertad.
Para justificar el «espacio judicial europeo», tiene lugar también la transposición en el plano procesal de esta tesis, vinculada a la concepción del Estado democrático como axiomáticamente Estado de derecho: la negación del
conflicto que no sea meramente institucional o institucionalizado. Se acepta
el conflicto, así como la lucha entre las clases, pero se lo quiere reconducir
dentro de cauces institucionales. La acción política debe transcurrir a través
25 Para el concepto de «lugar común» en filosofía política, cfr. Chiodi, op. cit.
26 «La superación de la separación entre política y derecho (...) supone la verificación de la
concepción schmittiana del ‘político’, donde la única tensión cualificadora es aquella entre amigo y enemigo» (E. Stame, Crisi, Diritto, Politica, en «Quaderni Piacentini», año XVII, n. 72-3,
octubre 1979, p. 12).
Sobre derecho y utopía
53
de los Partidos, y de reflejo, a través de la constelación de organismos electivos dispersos en el territorio y destinados a producir y gestionar el consenso,
y a difundir la Administración, la Burocracia, sobre todo el tejido social. El
conflicto social debe reducirse a concurrencia, término éste que en el actual
cuadro social que observa la dimensión económica tendencialmente coincidir
con la dimensión política es considerado en un plano publicista (político):
concurrencia entre corporaciones políticas. Pero en la concurrencia queda un
resto, llamativo por lo demás, de una forma privatista de entablar la relación:
lo económico, absorbido en la esfera pública, ha transportado abundantemente la concepción privatista del beneficio como interés particular.
La lucha de clase debe pasar a través de los Sindicatos y tener lugar en forma de concurrencia (cogestión). Sólo quien se reconoce ética y políticamente en la Constitución tiene derecho a la defensa, y puede ejercer validamente
los derechos que la Constitución establece27. La inteligencia debe hacerse virtud, de otra manera es sólo inteligencia con el enemigo. Puesto que el deber
de fidelidad a la República está prescrito por la Constitución, (art. 54), ¿cual
puede ser el significado del juramento de fidelidad? Una vez más el paso de
la inteligencia a la virtud, la implicación ideológica, estimular al ciudadano a
un comportamiento activo respecto a la Institución y no simplemente negativo: se requiere la iniciativa, la acción del ciudadano, y no ya su «pati», la abstención.
Dentro de la categoría amigo-enemigo tertium non datur, la alternativa no
existe e incluso es perseguida penalmente. En el discurso «o conmigo o contra mí», que es el discurso de la guerra, la neutralidad es sospechosa, más bien
se viola en tanto que imposible, «contra natura». La lógica amigo-enemigo,
como los hierros de un cepo, golpea cada vez que un «tercero» pasa por
enmedio. Este está destinado a luchar, irremediablemente preso entre los
dientes, hasta morir desangrado. Para escapar del cepo hay que defenderse,
huir de la neutralidad como de la peste, plegar la propia identidad a la forma
27 Se refleja sobre los efectos del «deber de fidelidad política» exigido a los funcionarios de
la R.F.T. deber que va más allá del respeto de las leyes y se concreta en la adhesión ideológica a
la Razón de Estado y en la movilización permanente (política y no sólo administrativa) del funcionario. Afirma el Bundesverfassungsgericht: «el deber de fidelidad política exige más que un
comportamiento formalmente correcto, por otra parte desinteresado, frío e internamente distanciado frente al Estado y a la Constitución; exige sobre todo, del funcionario, que se aleje inequívocamente de grupos o movimientos que critican, atacan y difaman a este Estado, sus órganos
constitucionales y su ordenamiento constitucional. Debe exigirse al funcionario público que
entienda y reconozca este Estado y su Constitución como alto valor positivo por el cual vale la
pena comprometerse. [...] El Estado [...] debe poder confiar en que el funcionario, en su servicio,
esté dispuesto a asumir responsabilidades en favor del Estado, que se comprometa por su Estado, que se sienta en su Estado como en casa; que sirva al Estado [...]» (cit. en C. U. SchminckGustavus, La rinascita del Leviatano. Crisi delle libertà politiche nella Repubblica federale
tedesca, trad. it., Feltrinelli, Milano, 1977, pp. 134-5).
54
Massimo La Torre
de los dos brazos dentados. No se puede solamente «observar», es necesario
defenderse y movilizarse.
En el Estado de la burguesía revolucionaria es el derecho de libertad (que
encuentra su propio fundamento en la naturaleza humana) el que produce las
cartas constitucionales; hoy, en los Estados democráticos son estas cartas las
que crean los derechos del individuo, que existe entonces sólo en virtud de un
reconocimiento superior. Podría a través de normas constitucionales decretarse la falta, la ausencia de los individuos. No existe un ordenamiento que sea
libre desde el punto de vista sustancial, sino un ordenamiento que la Constitución declara libre. No se tiene un ordenamiento libre si la Constitución no
lo declara como tal. Y la afirmación de la «transformación del Estado en santuario de la libertad y de la institucionalización de la libertad como represión
conduce a la gradual disolución de la libertad política como contraparte de la
pretensión del Estado al dominio; tendencialmente se convierte en la bandera de batalla del Estado contra los ciudadanos [...] el ordenamiento libre devora a sus propios hijos y edifica en el Estado el reino de la libertad, frente al
cual los derechos de libertad pueden pretender valer sólo en la medida en la
que no colisionan con el ordenamiento libre del Estado»28.
Los términos de la relación Poder-individuo, tal y como era configurada
en el pensamiento liberal, se transforman; ya no son los ciudadanos los que
deben estar garantizados frente a la tendencia absolutista del Poder (el cual,
aunque sea el más liberal y el más limitado, tiene una natural propensión a
convertirse en Imperio), sino que por el contrario es el Poder el que tiene que
defenderse de la tendencia antiautoritaria de los ciudadanos y de su necesidad
de libertad. «En consecuencia, en un último análisis, los ciudadanos no tienen
derechos frente al Estado, sino que es el ordenamiento libre el que los tiene
frente a los ciudadanos [...]. Una ulterior consecuencia [...] radica en hacer al
Estado el portador del derecho fundamental frente a los ciudadanos: en cuanto fiduciario de las libertades de los ciudadanos hace uso de todas las libertades que le han sido confiadas contra aquellos que no emplean su libertad en
el sentido del ordenamiento libre»29.
Se ha llegado, al final, en la República federal alemana a construir el derecho de resistencia no en función antiestatal sino en función antisubversiva, no
28 U. K. Preuss, Tesi sui mutamenti di struttura del dominio politico nello stato costituzionale borghese, en AA.VV., Stato e crisi delle istituzioni, a cargo de L. Basso, Mazzotta, Milano
1978, p. 26.
29 Ibid., pp. 26-7. «El concepto de «ordenamiento liberal-democrático» ha sido definido
polémicamente como nueva supralegalidad constitucional, como totalidad político-ideológica, en
la cual se sincroniza la realidad constituida con la Constitución (...) En la actual interpretación en
concepto de ordenamiento liberal-democrático (...) se convierte en una petrificación del status
quo político-social, la legitimación ideológica del autoritarismo dominante» (Schminck-Gustavus, La rinascita del Leviatano, cit., p. 132).
Sobre derecho y utopía
55
en defensa de la sociedad contra posibilidades autoritarias del Ordenamiento,
sino en defensa del ordenamiento contra posibilidades libertarias de la sociedad: como un cañón cuya boca tradicionalmente ha apuntado contra el Poder
y ahora apunta contra el individuo. Dice el art. 20.IV del Grundgesetz: «todos
los alemanes tienen el derecho a la resistencia contra cualquier intento de
subvertir el ordenamiento vigente, si no es posible otro remedio». Estamos
bastante lejos de la teorización del derecho de resistencia llevada a cabo por
la burguesía revolucionaria: para ésta la resistencia encontraba su propio fundamento no en la lesión del Ordenamiento en cuanto tal, sino en la lesión del
ámbito de libertad del ciudadano al que se debía el Ordenamiento y del cual
recibía la necesaria cualificación. Esto porque la noción de libertad no estaba
encerrada dentro de los ásperos muros de los artículos de un Código, sino que
estaba situada en las raíces de la vida social de los ciudadanos. Existía en definitiva, en la configuración revolucionaria del derecho de resistencia, la conciencia de la desviación entre lo social y lo jurídico, y por lo tanto el interés
en que ésta segunda dimensión no adquiriera excesiva autonomía. En la teoría liberal el Ordenamiento reenvía a un cuerpo de derechos precedentes, así
como la Constitución reenvía a la Declaración de derechos: aquel necesita
una ulterior cualificación para legitimarse. En la teoría de la streitbare Demokratie el Ordenamiento se basta a sí mismo, puede actuar con independencia
de adjetivos, ya que encuentra la propia legitimidad en sí mismo, en la norma
o en el espíritu de ésta entendido como abstracción del enunciado de la ley (el
«ordenamiento liberal y democrático» al que se refiere la Grundgesetz).
6. VARIANTES DEL TOTALITARISMO
Remitiéndose a cuanto escribe Danilo Zolo pueden identificarse cuatro
elementos característicos del presente orden institucional, cuatro fenómenos
político-sociales que marcan la constitución material del Estado en el capitalismo maduro30: 1) La decadencia de las funciones representativas del poder
legislativo; 2) la evolución del derecho penal (a) hacia instituciones de legislación excepcional que hacen pedazos el principio de legalidad y la teoría
garantista, (b) hacia un control social informal y difuso y un sistema de sanciones positivas31; 3) la tendencia de los Partidos políticos y de los Sindicatos
30 D. Zolo, Democrazia corporativa, produzione del consenso, socialismo, en L. Ferrajoli,
D. Zolo, Democrazia autoritaria e capitalismo maturo, Feltrinelli, Milano 1978.
31 Norberto Bobbio define las sanciones como las medidas predispuestas por el ordenamiento jurídico (a) para reforzar la observancia de las propias normas, (b) eventualmente para
poner remedio a los efectos de la inobservancia. Fundamentalmente las sanciones son el conjunto de mecanismos que todo sistema normativo adopta para su propia conservación. Es necesario
añadir que «el reforzamiento de una norma (no importa si es un mandato o una prohibición) pue-
56
Massimo La Torre
a convertirse en «corporaciones público-privadas», es decir, derivaciones
del ejecutivo; 4) la difusión capilar de órganos representativos en todo el territorio social (véanse los órganos colegiales en la escuela, los comités de
empresa, las asociaciones de vecinos, los diversos órganos electivos en la
administración pública, etc.).
El punto uno corresponde a la dislocación del poder en el ejecutivo y en las
diversas corporaciones público-privadas, con una probable fuga de poder real
hacia dimensiones trans-nacionales (por ejemplo, la C.E.E., o el sistema de bloques, o las multinacionales). Por otra parte, la decadencia de las funciones
representativas del legislador tiene como consecuencia la decadencia de la forma Ley como norma general y abstracta, y, si la Ley decae, posiblemente también la institución del delito, tal y como es concebida en el Estado de Derecho,
entra en crisis. Las barreras formalistas de la Ley se pudren en el cenagal de los
concretos procedimientos administrativos. Un indicio de la deconstrucción de
la función legislativa es el hecho de que la inmensa mayoría de las leyes de la
República Italiana son aprobadas mediante el procedimiento «descentralizado»
(es decir, de las comisiones, «en sede deliberante»)32, reduciendo a un simulacro el momento del debate público y discusión que está en la raíz de la institución parlamentaria. Con el procedimiento descentralizado, que es introducido
en Italia por los arts. 15 y 16 de la L. 19 de enero de 1939 nº 129, que suprimía
la Cámara de los Diputados e instituía en sustitución la Cámara de los fascios y
de las corporaciones, la discusión y la aprobación de la ley se desplazan formalmente de la asamblea pública hacia un restringido círculo de profesionales
de la política teledirigida desde las diferentes centrales de los partidos.
El punto dos comporta una profunda modificación de la política criminal
del sistema, cada vez más transferida en formas administrativas (aún cuando
son gestionadas por el juez) y según la lógica amigo-enemigo (que implica
cierto principio de responsabilidad colectiva) y ya no de acuerdo con aquella
de la responsabilidad individual y de la taxatividad y legalidad de las figuras
de delito y de la tipología de las penas. El control social, en la teoría liberal
de tener lugar tanto a través de una acción dirigida a promover la observancia (o la ejecución),
por ejemplo, un premio, cuanto con una acción dirigida a contrarrestar la inobservancia (o la inejecución), por ejemplo, una pena. La primera medida se puede llamar positiva, la segunda negativa» (N. Bobbio, Sanzione, in Novissimo Digesto, vol. XVI, p. 531). Sanciones positivas son,
por lo tanto, las medidas dirigidas a promover la observancia de una norma (es decir a determinar un comportamiento positivo); sanciones negativas las medidas dirigidas a contrarrestar la
inobservancia de una norma (es decir a determinar un comportamiento negativo). En el primer
caso, (en las sanciones positivas) el objetivo del ordenamiento jurídico es provocar al sujeto y
hacerlo partícipe de alguna manera de la función estatal; en el segundo caso el objetivo es el de
mantener el sujeto en una situación de pasividad (en la aceptación y en la obediencia del mandato), y sobre todo extraño a la función estatal que se desarrolla fuera y contra él.
32 T. Martines, Diritto Costituzionale, Giuffré, Milano 1978, pp. 307-10.
Sobre derecho y utopía
57
rígidamente formalizado y delimitado, tiende ahora a hacerse informal y a
difuminarse en todo el territorio social; y todo ello paralelamente a la modificación de la función clásica del Derecho penal. Este no va hacia su «ocaso»
en el sentido de que pierda su connotación de intervención violenta sobre el
hombre, sino que sobre todo se carga de funciones positivas que parecen
superar progresivamente las negativas asumidas en su plasmación en el Estado de derecho. El derecho penal asume importantes funciones promocionales
que ensombrecen su tradicional función disuasiva y de represión.
Puesto que el Estado «asistencial» («social») puede funcionar solamente con la corresponsabilización de los ciudadanos en sus mecanismos operativos, a la obsoleta forma negativa (a la que acompaña para asegurar la
observancia una medida o sanción negativa) se sobrepone una red de normas positivas dirigidas a sostener la movilización y la activación en sentido político («político» en el significado de «participación en la
Administración»), a las que acompañan sanciones positivas («premios»,
«incentivos»)33. Es, además, importante señalar que a través del uso de normas y sanciones positivas pasa una posición integradora, anticonflictual, del
derecho. El paso del Estado liberal al Estado social está marcado por la diferente función del derecho en las dos formas políticas: en uno represiva, instrumento de control, en el otro promocional, instrumento de planificación.
«Definir la función promocional del derecho (esto es destacar el fin «en
positivo», es decir alentar comportamientos considerados útiles mediante
incentivos, premios y recompensas antes que desalentar comportamientos
considerados dañinos mediante penas) significa sin embargo subrayar y
exaltar la función integradora, significa, lo más, utilizar como presupuesto
del propio análisis un concepto de la sociedad como sistema de relaciones
integradas o integrables»34.
El punto tres hace de los Partidos y de los Sindicatos principalmente los
aparatos ideológicos productores de simbologías de agregación, mastodónticas agencias de producción del consenso que tienden a modificar (ideológicamente) el sentido de la corriente de la decisión política: ésta es de hecho
descendiente, desplazada de lo alto hacia lo bajo, pero es un cometido de la
33 «El paso de la concepción negativa a la concepción positiva del estado, del estado liberal al estado-bienestar, tiene como consecuencia el aumento de las normas que requieren una
intervención activa del ciudadano respecto a aquellas que se contentan con una abstención. En
virtud de la correspondencia [...] entre normas positivas y medidas positivas, el aumento de las
normas positivas está destinado a favorecer el aumento de las medidas positivas; en otras palabras, la organización del estado asistencial tiene como consecuencia un empleo cada vez más frecuente de la técnica del alentamiento» (Bobbio, Sanzione, cit., pp. 533-4).
34 V. Tomeo, Prefazione, en E. Nocifora, Squilibri territoriali e sviluppo urbano, Casa del
libro editrice, Reggio Calabria 1980, p. X.
58
Massimo La Torre
Ideología, de la simbología agregante, invertir el sentido: la corriente se transforma en ascendiente. No hay que olvidar las palabras de Platón: «Si hay
alguien que tiene el derecho de mentir, estos son los gobernantes, para engañar a los enemigos o a los conciudadanos en el interés del estado» (República, 389 b). Este punto merece una particular atención desde el momento en
que, desde muchas partes, se define a nuestro Estado como Estado de Partidos. Anteriormente se ha dicho que éstos constituyen los «arietes del ejecutivo», lo cual es cierto, por un lado, por su carácter de agencias ideológicas y,
por otro, por que constituyen el específico caldo de cultivo de una nueva clase dominante con sus propias connotaciones y con una propia y auténtica
«conciencia». No sería paradójico sostener, con la actual erosión de los
baluartes de las clases y con la confusa situación de la jerarquía social que si
existe un grupo social que tenga verdaderamente «consciencia en sí y para
sí», si existe una clase, ésta es la clase política.
Por último el cuarto punto, que realiza una especie de sistema de Soviet al
contrario, comprometiendo en la gestión de porciones del poder a toda la
población. En este sentido de la Democracia podría, con un poco de exageración, hablarse de Estado Total. El Estado contemporáneo, que se hace llamar
«social» por su intervencionismo directo en muchas o quizás en todas las
zonas de la sociedad, ya no puede basarse en un comportamiento negativo, de
abstención de los ciudadanos: necesita de su acción, de la participación de las
masas, de su total implicación. Una confirmación de esta cuestión, lo hemos
visto, viene ofrecida por la transformación de perspectiva del sistema penal,
al superponerse la función promocional (positiva) a la función represiva
(negativa). Puede ocurrir, entonces, que sectores de la clase política auspicien
la realización de un programa autogestionario; pero de autogestión del Estado se trata allí donde la escisión funcionario-ciudadano tiende a desaparecer,
no en el sentido de que la primera determinación se anula, sino al contrario
que se multiplica por el número de los habitantes. Se materializará la profecía de Lenin: «Censo y control: he aquí lo esencial, aquello que es necesario
para la organización y para el funcionamiento de la sociedad comunista en su
primera fase. Todos los ciudadanos se transforman aquí en empleados asalariados del Estado, constituido por los obreros armados. Todos los ciudadanos
se convierten en los obreros y en los empleados de un único «cartel» de todo
el pueblo, del Estado»35.
La relación sociedad-Estado no se resuelve positivamente (en dirección
libertaria) superponiendo las dos dimensiones. Si no fuera una paradoja
demasiado expuesta a la equivocación, me permitiría compartir la afirmación
de Pio Marconi, según el cual la URSS sería un ejemplo de «sociedad sin
35 V. I. Lenin, Stato e Rivoluzione, trad. it., Feltrinelli, Milano 1976, p. 142.
Sobre derecho y utopía
59
Estado»36. Marconi tiene del Estado la concepción formalista de centro de
decisión política transparente, típica del liberalismo, que imputa al legislador
la trama o el momento terminal de las decisiones políticas relevantes. Y por
tanto, observando que los órganos constitucionalmente (formalmente) destinados a poner en marcha el proceso político (identificado de acuerdo con una
óptica formalista en la producción de las leyes) en los regímenes del «socialismo real» en realidad no deciden gran cosa, está obligado a concluir que el
poder está más allá, en el Partido, en la tecno burocracia: por consiguiente
fuera del Estado. El Estado es ante todo Administración, ejecutivo (es quizás
el caso de recordar que el Estado moderno nace con los impuestos), y poco (o
nada, según el caso) centro transparente de decisión política. La transparencia, como la verdad, no es del Estado, porque no es del Poder, el cual tiende
siempre sin embargo a la mentira y al secreto. Decir Razón de Estado es decir
otra razón, que se cualifica precisamente, respecto a los valores del hombre
común y a sus criterios de conducta, por ser mentira, mala fe, secreto.
Me permitiría, por lo tanto, compartir aquella afirmación, pero rellenándola de contenidos bastante diferentes. Si el Poder tiende a convertirse en
Imperio, el Estado tiende a hacerse Sociedad, a superar la diferencia que lo
separa de la espontaneidad de las relaciones sociales. Si el Imperio37 es el objetivo de la máxima extensión (la universalidad) del Poder, el Estado-Sociedad
es el objetivo de su máxima intensidad. Puede decirse que el gran sueño del
Estado es el de extinguirse como ente institucional separado diferenciado de
la sociedad y ser interiorizado a nivel individual por cada ciudadano. La relación de mandato ya no tendría lugar en el interior del sistema social, entre
sociedad política y sociedad civil, sino dentro del individuo mismo converti36 Marconi tiene bien claro que la sociedad sin Estado preconizada por Lenin en Stato e
Rivoluzione no tiene capacidades liberatorias: «La condena del Estado no deja, en el modelo leninista, espacio para ninguna forma de «liberación» humana. Las instituciones públicas deben dejar
el paso a un sistema de relaciones sociales coercitivas, a un mecanismo social en el cual la orden,
la división de las funciones, una forma de orden existe, sin que todo ello sea formalizable en un
sistema controlable de reglas» (P. Marconi, Stato e Rivoluzione, en «Mondoperaio», Vol. 33, nº 1,
gennaio 1980). En la sociedad comunista la extinción del Estado, su desaparición, no precede a
la destrucción de los mecanismos represivos, sino sólo a la destrucción de su formalización, con
la consecuencia (ya que formalizar es en alguna medida limitar de la misma manera que individualizar significa circunscribir) de una difusión de los mecanismos represivos en el interior del
tejido social.
37 A propósito escribe De Stefano: «Como objetivo último de la aspiración política al Poder
se formula la idea de una dominación universal extendida a todo el género humano. Es sustancialmente la idea de Imperio. Imperio y Poder son dos voces y dos ideas estrechamente conectadas, ya sea por su origen histórico ya sea por su significado esencial. Como ideal último del
Poder, el Imperio representa la comunidad política universal que agrupa bajo un sólo hombre a
todo el género humano. En una comunidad así que debería abarcar toda la tierra las fuerzas sociales de las que dispone el poder político ya no tendrían límites de espacio y naturalmente no estarían condicionadas por fuerzas superiores» (Política e Stato, cit., pp. 30-1).
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Massimo La Torre
do irremediablemente en esquizofrénico por la interiorización de la dinámica
siervo-dueño: el individuo ya no tendría un status distinto al del Estado. Así,
para Lenin, puede hablarse de extinción del Estado cuando el sentido de la
disciplina y de la autoridad ha penetrado de tal manera en el sistema distintivo de los individuos (hasta el punto de constituir un «hábito»), y este SuperEgo se ha inflado tanto, que el mandato externo ha llegado a ser superfluo38.
Si existe una diferencia fundamental entre los sistemas dictatoriales (a la latino-americana, para entendernos) y los sistemas totalitarios (de la manera en
que, por ejemplo, se han realizado en los Países del Este europeo), radica precisamente en la propensión de estos últimos al anonimato y a la autocinesis39.
Reconsiderando la relación sociedad-Estado, cuando se habla de sociedad
sin Estado como de sociedad liberada, debe entenderse por tanto no una
sociedad que haya «democratizado» (difundido/popularizado/llevado al anonimato) la función política sin haberla modificado antes hasta hacer de ella
algo distinto en esencia (y no sólo en cantidad), sino una sociedad que haya
liberado la socialidad espontanea de los individuos repristinando la reciprocidad de los comportamientos sociales. La función política aquí, en la reciprocidad de los comportamientos sociales, se convierte en algo absolutamente
contrario a la red de relaciones que culminan en la institución del Estado y en
la ideología que las preside.
7. QUÉ SENTIDO PARA GARANTISMO, LIBERTAD, TOLERANCIA
Una ulterior crítica al garantismo proviene de aquellos que consideran que
los elementos de rigidez de la situación político-social son tales que los Estados no pueden más que tomar decisiones en sentidos férreamente establecidos. No existiría, por ello, ningún margen de discrecionalidad para los
Estados. Mientras que en un tiempo, cuando eran posibles elecciones políticas «alternativas», el orden democrático ofrecía a los ciudadanos un cierto
38 «Cuando en realidad todos hayan aprendido a administrar y administren realmente ellos
mismos la producción social, cuando todos procedan por sí mismos la censo y al control de los
parásitos, de los hijos de papá, de los bribones y similares «guardianes de las tradiciones del capitalismo», todo intento de escapar a este censo y a este control ejercido por todo el pueblo llegará a ser muy difícil, una excepción tan rara, provocará un castigo tan inmediato y tan ejemplar
(...) que la necesidad de observar las reglas simples y fundamentales de toda sociedad humana se
convertirá bien pronto en un hábito» (Lenin, Stato e Rivoluzione, cit., p. 143). Aquí autogestión
popular es autogestión de la función policiaca, delación y control de masa (el «censo» no es más
que esto); y la muerte del Estado no rubrica finalmente la libertad tan anhelada y el florecer de
sus mil posibilidades, sino la muerte de la libertad (aunque sea en su forma corrupta que es el
delito): «Cuando la mayoría del pueblo proceda por sí misma a este censo y a este control (...),
este control se convertirá verdaderamente en universal, general, nacional, y nadie podrá sustraerse
a él de ninguna manera, no sabrá donde esconderse para huir de él» (ibid, p. 142).
39 Cfr. V. Havel, Il potere dei senza potere, CSEO, Bologna 1979, p. 24.
Sobre derecho y utopía
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margen de movimiento y autonomía, hoy éste ya no existe. La Democracia se
construye en la forma del consenso a posteriori (no a priori), es decir sobre
elecciones obligatorias y ya llevadas a cabo. El consenso ya no es un input del
sistema político, sino un output; no es el consenso el que contribuye a la existencia y al funcionamiento del sistema, sino que es el sistema el que procede
a producir el consenso necesario para su existencia y su funcionamiento. Así,
si en el Estado liberal el consenso tenía un origen extra-estatal, en el Estado
social el consenso es una función del Estado40. En esta situación el disenso,
en caso de que se apele a las garantías que el mismo sistema apareja, se
resuelve en consenso».
El análisis de la rigidez del actual orden político ciertamente es acertado,
pero es demasiado perentorio. Aquello que me parece que se escapa a esta
posición es la relación intercurrente entre el método democrático aplicado a
la sociedad política y el mismo método operante en el ámbito de la sociedad
civil. Si el primero es una de las posibles formas de gobierno del hombre
sobre el hombre, el segundo merece escapar de un juicio apresurado. Si el
primero (el método democrático aplicado a la sociedad política) se refiere a
la organización del Estado y de sus mecanismos de decisión política, el
segundo (el método democrático aplicado a la sociedad civil) se inserta en la
vida cotidiana de todos nosotros. Por otra parte, el primer aspecto se refiere
a un momento estático de la sociedad (su institucionalización), el segundo
aspecto a un momento dinámico (el conflicto, la transformación). Por tanto,
si el primer momento nos resulta extraño en cuanto constitución del mecanismo jerárquico, el segundo momento está en el corazón mismo de la tensión hacia la transformación social. El terreno propiamente político, el
terreno de las Instituciones, si nos es extraño, no puede sin embargo sernos
indiferente, por el simple hecho de que las formas de organización del Poder
repercuten inmediatamente en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, un poder
dividido ejercerá respecto al territorio social una presión menor que la que
ejercería un poder indiviso, un poder teocrático y pertrechado de recursos
simbólicos mayores que aquellos que tiene a su disposición un poder laico,
y así sucesivamente.
A este propósito es interesante hacer referencia a la tesis de la ambivalencia de la dimensión política: ésta se articula por una parte como Dominio,
por otra como consenso que abre espacios a la iniciativa autónoma de los
individuos y de los grupos. Si reconocemos como nuestro ámbito el entero
sistema social y no sólo el espacio político, y en consecuencia la peculiaridad de la lógica del sistema, podremos comprender «que los procesos de
40 Sobre ello, cfr. D. Zolo, Democrazia corporativa, produzione del consenso, socialismo,
en Ferrajoli, Zolo, Democrazia autoritaria e capitalismo maturo, cit., y esp. pp. 76-7.
62
Massimo La Torre
representación y de decisión no están plenamente adecuados a la lógica del
dominio, sino que responden a exigencias del sistema y funcionan según
mecanismos específicos, necesarios para la articulación de las sociedades
complejas»41.
Pero si lo político tiene dos caras en relación con el sistema (social), una
similar ambivalencia manifiesta el garantismo: «Salvaguarda los intereses
dominantes, ya que éstos están estructuralmente inscritos en la neutra funcionalidad de las garantías formales, que cómo es sabido nunca son puramente
‘técnicas’. Pero al mismo tiempo crea espacio para la expresión de las demandas sociales»42.
Póngase atención en el concepto de sistema aquí expresado: la sociedad
no es nunca plenamente reconducible a la lógica de lo político y su funcionamiento no está totalmente subordinado a él. Lo cual explica por qué a una
acción de lo político corresponde una reacción de lo social que se adapta a
ella en el marco de las compatibilidades del sistema. Aquí está la base de toda
esperanza revolucionaria, ya que el sistema social nunca puede ser reconducido a la dimensión político-institucional, como el todo a la parte. De otro
modo, la reivindicación de los derechos civiles avanzada en el disenso en los
países del este europeo carecería de sentido, más allá de una enésima hipocresía del Poder: la única prospectiva concreta sería por consiguiente el vuelco total e inmediato de lo existente. O esto (la totalidad y la inmediatez de la
transformación social) o la condena (aunque camuflada y motivada) a la Servidumbre. Pero, me pregunto, ¿sobre qué se producirá este vuelco si todo lo
existente está dominado por la dimensión política, si el sistema social y lo
político son la misma cosa? Si el sistema social fuese tout court el Estado,
tendría razón Bernard-Henry Lévy al decir que el Individuo es otro nombre
del Dueño.
Además, aquellas libertades demasiado a menudo expeditivamente liquidadas como «burguesas» se refieren sin embargo a la existencia de todo individuo le hacen la vida vivible, le reconocen la dignidad. Tales libertades,
entendidas como libertades fundamentales que están detrás y por encima de
la ley (sea ésta ordinaria o constitucional), son el signo de la posibilidad del
conflicto y de la transformación. Ciertamente, la libertad en cuanto establecida autoritariamente deviene concesión allí donde el Estado transfiere a los
sujetos privados los derechos que no les pertenecen originariamente sino que
son propios de la potestad pública; o en la mejor de las hipótesis autorización,
donde los derechos civiles son propios de los sujetos privados pero necesitan,
41 A. Melucci, Democrazia autoritaria, rappresentanza e conflitti nel capitalismo maturo
en «Quaderni Piacentini», año XVIII, nº 72-73, octubre 1979.
42 Ibid.
Sobre derecho y utopía
63
para que puedan ser eficaces y operativos, de la intervención y de la garantía
del Estado: y es la hipótesis iusnaturalista del Estado liberal. Pero en ambos
casos los efectos prácticos no cambian: para decirlo con Stirner, el libre se
degrada en liberto. El problema, entonces, no es tanto rechazar la sustancia
de tales libertades, cuanto, utilizando esta vez una imagen de Marx, volverlas
a poner en pie, es decir, situarlas en el lado justo.
El problema del garantismo, al margen de una óptica estrechamente estatalista, se plantea en una doble dirección: por un lado, sostener siempre la
posibilidad de la transformación social, del conflicto, y por lo tanto la primacía de la sociedad sobre cualquier tipo de formalización, y tanto más sobre la
formalización estatal; por otro lado, referirse siempre a un derecho que se
encuentra ya en los individuos, en su estatuto ¿por qué no? natural, y respecto al cual el derecho positivo no puede más que ser posterior e inferior: una
especificación y una aplicación. El derecho contra la ley, como la sociedad
contra el Estado: ésta es la perspectiva libertaria. En su interior garantismo
significa intento constante de ampliar los espacios de autonomía del individuo: libertad como tensión.
Estas líneas mías, si tienen algún sentido, lo extraen del «esfuerzo por
incluir la reflexión sobre el garantismo (...) en un horizonte más amplio que
el de la mera problemática jurídica, como elemento esencial de una renovada
reflexión sobre la acción colectiva»43. Aquí, en definitiva, se quiere sobre todo
recordar la sustancial homogeneidad de esta serie de conceptos: garantismopluralismo-conflicto-transformación social.
Hoy, mientras el Estado de Partidos tiende a agotar en su interior toda
posibilidad de participación activa en la vida social y decaída la gran esperanza del socialismo, el garantismo es un medio para mantener siempre abierto el camino de la transformación social. Más allá de ello, más allá de la
tensión libertaria (esto es lo que es para mí el garantismo: «un garantismo de
los hombres y de las luchas contra un garantismo del papel timbrado y de las
papeletas») entre Partido armado y Estado corporativista, no existe más que
la barbarie. Frente a la rigidez de la Política, que cada vez tiene menos márgenes de maniobra porque se va haciendo total, y frente a la flexibilidad y
pluralidad de los comportamientos sociales que es su riqueza, la tolerancia
ya no es represiva.
El término «tolerancia» es aclarado para que no haya equívocos sobre lo
que mantengo. Para la tolerancia vale grosso modo cuanto he dicho a propósito del garantismo: se la considera desde una perspectiva que no es la del
poder. En verdad, el verbo tolerar tiene como componente principal el significado de soportar. La palabra tolerancia, examinada desde arriba, asume
43 Melucci, loc. cit.
64
Massimo La Torre
el sentido de un soportar manifestado con suficiencia hacia aquellos elementos que nos incomodan pero no demasiado, de la misma manera que se
tolera que alguien nos moleste mientras que la molestia no llegue a ser excesiva. Vista desde abajo, la tolerancia puede asumir el sentido de la cristiana
resignación, del soportar la desgracia, o el «pati» de los juristas. En ambos
sentidos, trasladado al plano de las relaciones sociales, es evidente la presentación de un orden conflictual-jerárquico entre los seres humanos. Pero
tolerancia puede, en mi opinión, significar también otra cosa, y sobre todo el
recíproco respeto de las ideas ajenas, es decir una actitud ligada a una visión
laica del mundo, y por lo tanto una profesión anti-dogmática. Si el saber no
es nunca Ley, ya que la duda y la conciencia de sus límites (el «sé que no sé
nada») son sus rasgos distintivos, y el que sabe no puede convertirse en Juez
sino so pena de subvertir una fe por una verdad (aquí nace el dogma), la actitud hacia la opinión ajena no será la condena y la excomunión, sino la atención y la consideración.
Pero, se puede objetar, ¿qué sentido tiene una tolerancia así entendida,
toda ella proyectada en el plano de las ideas, cuando en los hechos el orden
de la sociedad rompe dicho respeto recíproco? Ella confirmaría la aceptación
de lo existente jerárquico, puesto que a la disposición inigualitaria de los
hechos se superpondría una disposición igualitaria de las ideas que reforzaría
y justificaría la primera. Si yo en los hechos no soy libre, el creer serlo en las
ideas me priva de la consciencia de la desigualdad y me desarma de aquella
agresividad (ideal) que es necesaria para combatir la injusticia de los hechos.
Por tanto, a la disposición desigualitaria de los hechos, para que ésta pueda
ser atacada debe corresponder una disposición desigualitaria de las ideas,
pero de signo contrario.
Esta es la opinión expresada por Marcuse en un ensayo muy conocido:
«La conclusión alcanzada es que la realización del objetivo de la tolerancia
requeriría la intolerancia hacia las políticas, los comportamientos, las opiniones dominantes y la extensión de la tolerancia a las políticas, a los comportamientos y a las opiniones que son prohibidos o suprimidos. En otras palabras,
hoy la tolerancia aparece de nuevo como aquello que era al principio, en el
inicio de la edad moderna: un objetivo de parte, una idea y una práctica subversiva y liberadora. Viceversa, lo que hoy se proclama y se practica como
44 H. Marcuse, La tolleranza repressiva, en AA.VV., Critica della tolleranza, Einaudi, Torino 1968, p. 79. La tesis de Marcuse es compartida, entre otros, por P. Flecchia, para el cual: «La
cultura humana no puede más que rechazar con horror el concepto de tolerancia. Allí donde hay
tolerados, tiene lugar una sonrisa de compasión: que ningún hombre aceptaría infligir, ya que ningún hombre puede aceptar sufrir. Con todo este ultraje al hombre se ha convertido en un valor
cultural, tan elevado a lo alto como para ponerlo en el corazón de la visión del mundo» (P. Flecchia, La cultura della viltà, Emme Edizioni, Milano 1978, p. 60).
Sobre derecho y utopía
65
tolerancia está en muchas de sus más efectivas manifestaciones al servicio de
la causa de la opresión»44.
Estas críticas recuerdan y repiten, más o menos conscientemente, más o
menos claramente, la crítica marxiana al derecho burgués, que es considerada signo del dominio en cuanto que a la desigualdad de la relación de clase
superpone la igualdad de los sujetos frente a la ley, su equivalencia, la posibilidad por lo tanto para los sujetos de entrar en una relación de intercambio.
«Entre sujetos no recíprocamente libres e iguales no se puede crear relación
alguna de intercambio, sino sólo relaciones de dominio-subordinación. Para
que la fuerza-trabajo se presente como mercancía, su poseedor debe, por ello,
en primer lugar, presentarse (no como «clase», sino como) individuo, «persona», sujeto de derecho, y precisamente «propietario privado». La relación de
compraventa, por su parte, debe realizarse como «relación jurídica, cuya forma es el contrato». Para que el poseedor de la fuerza-trabajo pueda venderla
como mercancía, debe poder disponer de ella, y ser por ello: a) «libre propietario» (freier Eigentümer) de ella; b) «jurídicamente igual» (juristisch gleich)
al comprador»45.
Al derecho burgués, el derecho «igual», funcional a la libre contratación
de la fuerza-trabajo que es el presupuesto del asalariado y de la alienación de
la fuerza-trabajo, se opone el derecho «desigual», mediante dos vías: 1) el
socialismo (derecho desigual en las relaciones de producción, derecho igual
en las relaciones de distribución) y 2) el comunismo (derecho desigual tanto
en las relaciones de producción como en las relaciones de distribución). Traducida al plano político institucional, la oposición marxiana derecho igualderecho desigual se transforma en aquella otra más conocida democracia
(burguesa)-dictadura (del proletariado). Para una consideración crítica de
dicha concepción baste subrayar aquí la frase anteriormente citada de Riccardo Guastini y que aquí se puede traer a colación de nuevo: «Entre sujetos no
recíprocamente libres e iguales no se puede crear relación alguna de intercambio, sino sólo relaciones de dominio-subordinación».
El intercambio es entonces, por explícita admisión de parte marxista, una
dimensión constitutivamente alternativa al dominio y a la jerarquía. Lo que
ocurre en la sociedad burguesa es, ciertamente, que a la forma del intercambio le corresponde la sustancia del dominio (la relación de asalariado en la
sociedad civil, la relación se sujeción a la potestad pública en la sociedad política). Marx no ve esta oposición entre forma y sustancia en la sociedad burguesa e incluso considera que el intercambio es la forma peculiar de la
relación de dominio tal y como ésta se manifiesta en la sociedad burguesa (o
45 R. Guastini, I due poteri. Stato borghese e Stato operaio nell’analisi marxista, Il Mulino, Bologna 1978, pp. 41-2.
66
Massimo La Torre
capitalista). Pero privándose de la forma idónea para contener el material de
la liberación, Marx recae en la dialéctica siervo-dueño, o utópicamente en la
indistinción del individuo reabsorbido totalmente por la sociedad (y por la
naturaleza). En ambos casos es todavía «Nacht und Nebel» por las concretas
exigencias de libertad del hombre.
67
CAPÍTULO III
El sistema del poder anónimo y los derechos del hombre*
1. PREMISA
En este escrito me referiré en la primera parte a la estructura política de
los países del llamado «socialismo real», y en la segunda parte a la cuestión
de la legalidad y de la reivindicación de los derechos políticos tal y como se
plantea en aquellos países. Una breve consideración sobre el valor del disenso y de la reivindicación de los derechos humanos en aquel contexto concluirá este estudio. Para afrontar los problemas que acabo de mencionar, utilizaré
las reflexiones al respecto de Václav Havel, el comediógrafo checoslovaco
impulsor en su país del llamado movimiento de la Carta 77. Havel es el autor
de un panfleto sobre la situación de los países «socialistas» (El poder de los
sin poder), que ha sido traducido y publicado en Italia hace algún tiempo, y
que ha suscitado poco interés y ningún clamor, siendo quizás, desde mi punto de vista, uno de los textos más lúcidos sobre la situación presente en las
sociedades del Este europeo. A dicho escrito, en las páginas que siguen, efectuaré múltiples referencias.
Una precisión, antes de proseguir. Havel emplea, para definir el sistema
político del «socialismo real», el término «post-totalitario». Yo lo adoptaré,
* Esta ponencia fue pensada y escrita antes de los acontecimientos que entre 1988 y 1990
modificaron profundamente la situación política de los países de la Europa oriental y de la Unión
Soviética. No obstante, este escrito mantiene —en mi opinión— su actualidad, no sólo porque el
modelo (el denominado «Socialismo real») en el que los regímenes de aquellos países se inspiraban está todavía presente en algunas partes del mundo, sino sobre todo porque aquel modelo
representa un «tipo ideal» cuya consideración es útil para la teoría del Derecho y de la política
más allá de una específica contingencia histórica.
68
Massimo La Torre
pero pretendo clarificar previamente el significado. Para ello, me remito a
cuanto sostiene sobre el argumento Cornelius Castoriadis. Este pensador, en
su libro Devant la guerre (Fayard, París 1982), considera que en los países del
Este, ya no se está en presencia de un régimen típicamente totalitario, sino
principalmente frente la emergencia de un sistema distinto (post-totalitario),
que denomina «stratocracia», sociedad dominada por el ejército (stratòs en
griego). Castoriadis enuncia una serie de hechos evidenciados en los países
«socialistas» que apoyarían la tesis de una mutación del régimen totalitario:
a) fin del terror de masa (las deportaciones, los procesos y ejecuciones de
millones de personas); b) fin del delirio stalinista y declive de la ideología (es
la mentira la que domina), en el sentido de que ya no se busca un control positivo total sobre la realidad (el régimen ha renunciado a controlar el espíritu y
el pensamiento de la gente); c) no existe el Führerprinzip (lo que Solgenitsin
llama el «egócrata»)1. El régimen post-stalinista ha renunciado a la supersocialización forzada de la gente (ya no se les arrastra a la fuerza a las reuniones). El régimen empuja a los individuos hacia la privatización, hacia
pequeñas ocupaciones personales, hacia el pequeño jardín individual, si lo tienen, y hacia el vodka. El proyecto de una «maîtrise totale» de la sociedad ha
tenido que abandonarse. El fin de la «maîtrise» es perseguido todavía, pero
como «maîtrise exterieure»2.
Este régimen, por lo tanto, que ya no apunta a la homogeneidad y a la unificación absoluta y que, como dice Castoriadis, se ha convertido en «pavloviano-skinneriano», ¿puede seguir considerándose totalitario en el sentido en
el que lo era el stalinismo? Tengo la impresión de que es sensato responder
negativamente a tal interrogación, si consideramos que terror indiscriminado
y delirio de la ideología (aquello que Hannah Arendt llama «logocracia») son
caracteres distintivos del totalitarismo3. De manera que, con el fin de evitar
confusiones sobre la sustancia de fenómenos sociales que aparecen diversos,
sumiré el término «post-totalitario» para definir el actual sistema de los países «socialistas». «Post-totalitario» no significa sin embargo «no totalitario»:
el prefijo «post» se refiere a la evolución del sistema, y no a la ruptura respecto a él. Entre «totalitario» y «post-totalitario» no existe solución de continuidad.
1 Sobre el «egócrata», cfr. C. Lefort, Un homme en trop, II ed., Seuil, París 1986, p. 57
y ss.
2 Utilizo aquí alguna de mis notas tomadas de la conferencia Sorti del totalitarismo e imperialismo soviético, impartida por Castoriadis en el Palazzo Dugnani, en Milán, en 27 de marzo
de 1982.
3 Esta es la tesis de Hannah Arendt, desarrollada en su célebre libro Le origini del totalitarismo, Comunitá, Milano 1967.
Sobre derecho y utopía
69
2. LA ESTRUCTURA POLÍTICA DE LOS PAÍSES DEL «SOCIALISMO REAL»
2.1. Normalmente, en la literatura periodística que prospera en los Estados Occidentales, el sistema de gobierno de los países del Este Europeo en los
cuales está vigente (por declaración de las autoridades o de su clase intelectual) el «socialismo real», viene definido como una «dictadura», la dictadura
en este caso de una burocracia política sobre una sociedad estratificada. Esta
forma de gobierno (dictadura) cimentaría el propio poder sobre instrumentos
abiertamente pesadamente represivos y resultaría recognoscible por el hecho
que la grandísima mayoría sólo debe «negativamente» ajustarse al diktat del
pequeño número de gobernantes y «sufrir» la ideología de éstos. Por consiguiente, —si así fuera— basándose esencialmente en la represión y en la inercia forzada de las masas populares, y teniendo el propio centro en un baluarte
compuesto por hombres investidos de un poder enorme, la existencia de esta
forma de gobierno tendría un elevado índice de provisionalidad, ya que estaría ligada a la vida de las personas que la han instaurado. En verdad, el sistema de los «países socialistas» tiene bien poco de provisional y bien poco en
común con un régimen dictatorial (aquel que Reinhardt Künhl llama dictadura «reaccionaria», Franz Neumann dictadura «simple», y Havel «clásica»).
Lo cual no excluye que en los momentos más agudos de crisis política el régimen totalitario de reduzca a un simple régimen de opresión, y por consiguiente a una dictadura.
En primer lugar, el sistema político del «socialismno real» no tiene una
extensión limitada y arraigada ideológicamente en un específico espacio
nacional (tal y como ocurría con los fascismos, cuyo «eje» era constantemente acechado por respectivos motivos nacionalistas extremos) sino que es
común a todo el inmenso bloque de poder dominado por una de las actuales
superpotencias. Por otro lado, si es cierto que un elemento imprescindible de
la dictadura reaccionaria es su histórica inestabilidad, ésta no puede ser afirmada a propósito del «socialismo real». Incluso aunque ya hace tiempo que
se ha distanciado de todos los movimientos sociales originarios en cuyo fondo social e ideal había nacido, con todo eso la autenticidad de aquellos movimientos le ofrece una innegable estabilidad histórica.
El sistema del «socialismo real» dispone de una ideología mucho más concisa, lógicamente estructurada, generalmente comprensible y por su esencia
muy elástica, la cual por su globalidad y exclusivismo asume casi la importancia de una religión secularizada: ofrece al hombre una respuesta rápida a
cualquier pregunta, y el asumirla repercute profundamente sobre la existencia
humana. «Es necesario (...) estar atentos a no definir la dictadura totalitaria
simplemente como el reino de la violencia. Sin ella, es cierto, semejantes regímenes no podrían sobrevivir, pero sería del mismo modo imposible que dura-
70
Massimo La Torre
ran mucho si no existiera una notable identificación por parte del pueblo oprimido con sus gobernantes»4. Aquí encontramos el dato que vincula los regímenes fascistas con aquellos otros «socialistas». El paralelismo entre ellos se
encuentra no en su calificación como «dictadura» (como regímenes políticos
gobernados esencialmente por el terror ejercido por un puñado de hombres
sobre el resto de la sociedad) sino en el hecho de la confusión a) del partido
único con el Estado, y b) del Estado con la sociedad. Nacionalsocialismo alemán, fascismo italiano, socialismo soviético, de un modo casi idéntico si bien
con una ideología de referencia diferente, constituyen «el intento de involucrar
toda la sociedad en una red capilar de organizaciones de masa, que debería permitir reunir organizadamente, plasmar ideológicamente y controlar políticamente en la mayor medida posible todo grupo social»5.
2.2. A falta de todo mecanismo efectivo institucional de relación entre
poder político y sociedad, allí donde el mismo mecanismo representativo burgués se encuentra bloqueado por la presencia del partido único, la relación
debe establecerse a través de un ritual ideológico despojado de cualquier referencia jurídica. Pero no sólo, el sistema, anulando la tradicional distinción
entre sociedad y Estado, (y propiciando por consiguiente la politización integral de la sociedad), no puede sobrevivir de la simple actividad negativa de
los súbditos, y debe involucrarlos totalmente en el movimiento de sus mecanismos. «Es parte del sistema post-totalitario el involucrar a cada hombre en
la estructura del poder, no para que realice de este modo la propia identidad
humana, sino para que renuncie a ella en favor de la "identidad del sistema",
esto es, para que se convierta en un apoyo de toda la "autocinesis", un siervo
de su autofinalidad, para que comparta la responsabilidad y se encuentre
involucrado e implicado precisamente como Fausto y Mefistófeles (...). De
4 F. Neumann, «Note sulla teoría della dittadura», en F. Neumann, Lo stato democrático e
lo stato autoritario, trad. it., Il Mulino, Bologna 1973, p. 345.
5 R. Kühnl, Due forme di dominio borghese: liberalismo e fascismo, trad. it., Feltrinelli,
Milano 1973, p. 229. Este estudioso de ciencia política establece así la diferencia entre los regímenes fascistas y las dictaduras clásicas: «El análisis que hemos desarrollado hasta el momento
ha demostrado que la dictadura fascista se diferencia notablemente de otras formas de opresión
reaccionaria. Las diferencias no se refieren a la función social, que consiste en todos los casos en
la salvaguardia del orden social existente y de los privilegios de las clases sociales superiores unidas a ese orden. Por el contrario, en la estructura del régimen y en los métodos utilizados para
conservarlo, el fascismo se distingue claramente de las formas tradicionales de dictadura reaccionaria. Así, mientras, por ejemplo, las dictaduras de América latina, que son principalmente
expresión de una clase superior feudal, basan su poder exclusivamente sobre el aparato ejecutivo, y por lo tanto sobre las fuerzas armadas, sobre la policía y la burocracia, el fascismo dispone de un sistema de organizaciones que le aseguran una base en las masas» (op. cit. p. 232). Sobre
la diferencia entre tiranía y totalitarismo, cfr. también Lefort, op. cit., p. 46.
Sobre derecho y utopía
71
este modo arrastra a todos en la propia estructura del poder, hace de ellos un
instrumento del totalitarismo recíproco, del "autototalitarismo" social»6.
La ideología aquí no es ni a) «falsa conciencia», ni b) «doctrina política
operante en la práctica» (es decir «un conjunto de principios ideales y de presupuestos e interpretaciones de hecho, más o menos coherente, que se refiere
al orden político y tiene la función de guiar los comportamientos políticos
colectivos»7), sino simbología legitimante y ocultante del poder: un cuerpo de
principios que tiene el cometido de movilizar a las masas en relación con los
objetivos del poder, pero que no es el auténtico cuerpo de principios directivos de la acción del poder; al mismo tiempo legitima al poder y oculta sus
verdaderos fines. Así definida, la ideología no es sin embargo característica
exclusiva del sistema del «socialismo real», sino de cualquier sistema de
poder. El poder es de todas maneras mentira en cuanto que es de todas maneras consenso, y para obtener éste debe elevar una cortina de humo (la ideología) alrededor de su verdadera naturaleza (de sus fines) y mostrarse allí donde
no está y con modos que no tiene: «Pero el Estado miente en todas las lenguas sobre el bien y el mal; y cualquier cosa que diga, miente y todo cuanto
posee lo ha robado. Todo es falso en el Estado; muerde con dientes que ha
robado el mordedor. Hasta sus vísceras son falsas. Confusión de las lenguas
sobre el bien y el mal: Esta muestra os doy como signo del Estado»8.
En los «países socialistas» la ideología es la materia energética que hace
posible, implicando y activando a los ciudadanos, el movimiento de los mecanismos del sistema que se va haciendo cada vez más total: es al mismo tiempo, a) coartada que suministra legitimación al sistema, b) principio de
cohesión del conjunto, que va adquiriendo progresivamente las señas de un
auténtico marco de relaciones formal. La ideología se convierte en una coartada-puente que oculta al mismo tiempo la crueldad y el vacío moral (y
social) del primero y la miseria cotidiana de los segundos. A uno le consiente legitimarse y usurpar el consenso, a los otros sobrevivir sufriendo una mera
apariencia de dignidad humana. «La ideología —como coartada-puente
extendido entre el sistema y el hombre— salva el abismo entre intenciones
del sistema e intenciones de la vida; da a entender que las pretensiones del sistema derivan de las necesidades de la vida: es una especie de mundo de la
«apariencia» expedido como realidad»9.
6 V. Havel, Il potere dei senza potere, CSEO, Bologna 1979, p. 24.
7 Así, Mario Stoppino, en su comunicación «Ideología e Política» en las jornadas de estudio sobre Ideología e crisi delle istituzioni (Messina, 10-12 marzo 1980), organizadas por la
Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Messina.
8 F. Nietzsche, Cosi parlò Zarathustra, trad. it., Adelphi, Milano 1976, p. 54.
9 V. Havel, op. cit., p. 15.
72
Massimo La Torre
Para explicar el significado de la ideología en los «países socialistas»,
Havel se sirve de un ejemplo: una frutería en el centro de Praga. Allí, entre la
fruta y la verdura, sobre una pared, el frutero ha pegado un cartel, raro de
encontrar en aquel ambiente: está escrito «¡Proletarios del mundo, uníos!»
¿Qué sentido tiene, en la Checoslovaquia de Husak, en una tienda de fruta y
verdura, pegar un cartel con las últimas palabras del Manifiesto de Marx?
Quizás el frutero ha querido reafirmar su fidelidad al régimen. Es probable;
¿pero porqué con aquel cartel, con una frase que en los años ochenta y en un
régimen impuesto por los carros de combate soviéticos no tiene ciertamente
un gran reflejo en la realidad? Y sabiendo además que las personas que entran
a comprar patatas y coles ni siquiera le dirigen una mirada, o por lo menos le
dedican una atención superficial. La respuesta es entonces que, mediante
aquel cartel, el frutero, antes que escribir crudamente «obedezco» y admitir la
propia miseria y la violencia ajena, de esta manera eleva el nivel de la relación que media entre él y el sistema, lo ideologiza con el doble efecto de no
degradarse y de iluminar con gran idealidad el rostro sin expresión del sistema. Ambos, de esta manera, individuo y sistema, súbdito y soberano, sitúan
en un espacio superior el sentido de su papel y de su «status».
No es cierto que el sistema post-totalitario (para mantener la definición de
Havel), como la dictadura, se base en la exclusión de las masas de la vida
política. La necesidad de la movilización de las masas, que es el efecto de la
totalidad del Estado, más allá de exaltar el rol de la ideología como materia
energética que alimenta los movimientos del sistema, comporta —es casi una
tautología— la movilización, la participación de las masas. La jerarquía, que
en los países capitalistas es esencialmente de tipo económico (establecida por
la cantidad de riqueza poseída) y es en gran medida de tipo dicotómico (proletariado-burguesía), aquí se hace inmediatamente política y se fragmenta
ulteriormente. La distancia entre la base y el vértice, realmente no aumenta,
la pirámide no se alarga más hacia arriba. Si fuera posible medir cuantitativamente la «distancia política» entre un obrero de Mirafiori y Gianni Agnelli, o entre un campesino de Calabria y un «mánager» de la industria privada
o pública, no resultaría superior a aquella que media entre Andropov y un
obrero de Togliattigrad o entre un campesino uzbeco y un buróacrata del partido. La diferencia, en los «países socialistas», está marcada por la multiplicación de los niveles intermedios y por la proliferación de los grados
políticos. Y en dicha proliferación de las jerarquías se sitúa el sentido de lo
que definía anteriormente como la necesidad y la realidad de la participación.
La capilar organización de las masas10, la estatalización de la sociedad pro10 El sistema totalitario creó «toda una serie de organizaciones especiales que debían permitir pronunciarse, por decirlo así, individualmente a los diversos grupos sociales y actuar de
Sobre derecho y utopía
73
duce la multiplicación de las jerarquías, y por otro lado cada nivel jerárquico
se atribuye una porción (ya sea un pedazo o una migaja) de poder. «Para este
sistema organizativo era necesario un gran número de funcionarios, que debían organizar la actividad más y más hasta la última célula. Así, centenares de
millares de personas han sido investidas de funciones específicas y han tenido la sensación de ser corresponsables de la construcción del gran Reich»11
(sustitúyase «Reich» por «Estado socialista»).
No existe en el sistema del socialismo real un lugar donde se decida todo
(incluso formalmente) y un espacio de mera obediencia. Existen sin embargo
múltiples niveles de decisión y múltiples competencias a las que contribuye
la actividad de las masas. Pero estas competencias se encuentran firmemente
introducidas en el marco de las compatibilidades y del ritual del sistema.
Dichas formas de participación han hecho sostener a alguien, por ejemplo a
Rita Di Leo y a Giuseppe Boffa, que existe contradicción entre esta «autogestión de la vida material» y el Estado centralizado y despótico. Pero lo que
Boffa llama la «autogestión de la vida material» no es otra cosa que la adhesión de los súbditos a las decisiones adoptadas por los diversos niveles jerárquicos: la participación por lo tanto se encuentra circunscrita a un particular
nivel y no puede sobrepasarlo. Adviértase que no pretendo sostener que este
poder participativo extendido sea sólo aparente, al contrario es efectivo para
las competencias a las que se refiere, ni que se trate sólo de correas de transmisión entre vértices y base. La participación se detiene sin embargo en los
límites de las competencias institucionalmente fijadas, no pueden poner en
tela de juicio la estructura y las decisiones de la estructura jerárquica.
La organización post-totalitaria es muy compleja, y puede ser comprendida si se constata que aquí es la ideología el marco de referencia de la constitución material. De ello se desprende que el poder a fin de cuentas no tiene
rostro, es anónimo, que ésta o aquella persona en el vértice tienen una relativa importancia, y que lo fundamental es sin embargo el ritual y el cuadro de
manera que cada uno de estos tuviera la impresión de ser precisamente el centro de su interés.
Las organizaciones especiales para los médicos y para los juristas, para los empleados y los obreros, para las mujeres y los adolescentes, constituían el esqueleto de una estructura organizativa
que, tras la conquista del poder político, ha mostrado la tendencia a acoger completamente a
todos los grupos de la población» (Kühnl, op. cit., p. 229). Kühnl escribe esto a propósito del
régimen nacionalsocialista, pero las mismas observaciones sirven para describir las metástasis
organizativa del «socialismo real».
11 Kühnl, op. cit., pp. 229-230. «Hombres que hasta aquel momento habían permanecido
poco menos que excluidos de los acontecimientos políticos y que habían sido siempre solamente objeto de la voluntad ajena, se han visto confiar responsabilidades de mando, aunque sea en
un sector restringidísimo, como responsables de barrios y encargados de la defensa pasiva contra los ataques aéreos. De esta manera el Estado fascista ha suscitado sentimientos de idealismo
y abnegación, ha movilizado las energías de grandes masas, les ha dado la sensación de ser sujetos activos y de estar llamados a participar en las grandes decisiones» (ibid., p. 230).
74
Massimo La Torre
compatibilidades en el que se mueven las personas. Por otro lado, el sistema
se hace autocinético, ya que la ideología actúa de tal manera que base y vértice se muevan automáticamente dentro del rol que el ritual les asigna. «Pero
implicados y esclavizados lo están verdaderamente todos: no sólo el verdulero, sino también los jefes de los gobiernos. La diversidad de posiciones en la
jerarquía del poder determina solamente una diversidad de vínculos: el verdulero está poco inmiscuido, pero también detenta un poder muy escaso; el
jefe del gobierno, obviamente, tiene un poder mayor, pero justo por esto se
encuentra mucho más vinculado. En definitiva ninguno de los dos es libre,
pero cada uno de un modo un poco distinto. En esta relación, por lo tanto, el
partner más apropiado para el hombre no es el otro hombre, sino el sistema
como estructura que constituye un fin en sí misma. La posición en la jerarquía
del poder diferencia a los individuos por lo que se refiere a la responsabilidad
y a la culpa: sin embargo no ofrece a ninguno una responsabilidad y una culpa incondicionada, y por otra parte no exonera a nadie de la responsabilidad
y de la culpa»12.
2.3. En su estudio sobre la estructura elemental del poder, Giulio Chiodi
muestra gráficamente dicha estructura con la fórmula DS donde D se identifica con el espacio del dominio y S con el del súbdito y la línea de fracción
representa el umbral del dominio. Allí donde el espacio del dominio se formaliza a través de procedimientos jurídico-administrativos, viene indicado
como d, y del mismo modo allí donde el espacio del súbdito sufra un proceso de formalización, éste será indicado con s.
De esta manera, la fórmula ideológica del régimen liberal será Sd , donde
el ámbito del dominio está formalizado a través de la constitucionalización de
los procesos de decisiones y de la forma ley. Pero, ya que según dicho autor
12 V. Havel, op. cit., pp. 24-25. Que el régimen burocrático sea la sociedad de la «servidumbre de todos» ha sido lúcidamente presentido por John Stuart Mill: «Pero donde todo es llevado a cabo a través de la burocracia, nada se puede hacer que no plazca en realidad a la
burocracia. La constitución de tales países es la organización de la experiencia y de la habilidad
práctica de la nación en un cuerpo disciplinado que tiene como fin el gobierno del resto del país;
y cuando dicha organización más se perfecciona en sí, tanto mayor es el éxito que consigue en
atraer y educar por sí misma a las personas de más capacidad en provenientes de todas las clases
sociales, más completa es la servidumbre de todos, incluidos los miembros de la burocracia. Pues
los gobernantes son tan esclavos de organización y disciplina como los gobernados lo son de
los gobernantes. Un mandarín chino es instrumento y creación del despotismo del mismo modo
del mismo modo en que lo es el más humilde campesino. Un jesuita en particular es esclavo
de su congregación hasta el punto límite de la humillación, si bien la congregación en sí existe por el poder colectivo y la importancia de sus miembros» (J. S. Mill, On Liberty, a cargo de
G. Himmelfarb, Harmondsworth 1976, p. 184). Más adelante Mill intuye la dimensión autocinética del régimen burocrático ciando lo define como «un gran sistema que, como todos los
sistemas, procede conforme a normas fijas e invariables» (ibidem).
Sobre derecho y utopía
75
«donde el titular está formalizado, es siempre titular aparente: el verdadero
titular se encuentra oculto»13, la fórmula real del régimen liberal no será Sd
d
sino S(D) , donde (D) indica el titular oculto del poder, que, en el régimen
liberal, se encontrará precisamente en el espacio del súbdito, de la sociedad
civil, sectores de la cual logran condicionar el espacio formalizado del dominio (el Estado de Derecho). Por el contrario, mientras la fórmula ideológica
d
del régimen colectivista es DS
«en donde d indica siempre un titular formalizado y DS indica la identificación —se podría hablar por añadidura de identificación interiorizada en el individuo— de titular y súbdito»14, la fórmula
real es d(D)
donde el titular oculto (efectivo) del poder se sitúa en el espacio
s
del dominio, o sea dentro de la estructura político-burocrática.
d
Chiodi, en fin, sostiene que la fórmula s(D) es la fórmula tendencial general de los principales sistemas políticos actuales, tenida en cuenta la promiscuidad Estado-sociedad que está presente tanto en los regímenes
tardo-capitalistas como más acentuadamente en los regímenes del «socialismo real», «donde con s minúscula, análogamente a d, se quiere indicar que el
espacio S sufre la formalización que le es impuesta por el proceso de burocratización generalizado, por el cual los sujetos de S son construidos como
figuras solamente abstractas, subsumidas en las modalidades y en las dinámicas propias de la organización»15.
Y aquí llegamos al punto que nos interesa: el proceso de burocratización
actúa de tal manera que el espacio del poder y el del súbdito se difuminan
cada vez más, se desvinculan de las cualidades, particularidades de los individuos que los ocupan y que sea el conjunto del sistema lo que determina la
figura social y su movimiento. De esta manera, el poder llega a ser «anónimo» y «autocinético», donde el espacio efectivo, el real del poder está en la
estructura en su conjunto y, por consiguiente, en el elemento unificador de
ésta: la ideología. El poder efectivo (D) se independiza de las figuras formalizadas d y s y permanece más allá de la línea de fracción.
Se puede afirmar que el sistema post-totalitario está al servicio del hombre sólo en la medida en la que ello es indispensable, para que el hombre esté
al servicio del sistema. En este contexto el sistema post-totalitario, con sus
pretensiones, afecta al hombre en todo momento (el poder es «ubicuo») y lo
toca con los guantes de la ideología. Por lo tanto en ese, en mayor medida respecto a lo que ocurre en cualquier otra sociedad con sus convenciones, la vida
se encuentra atravesada por una finísima red de hipocresía y de mentira: el
poder de la burocracia se llama poder del pueblo, la clase obrera es hecha
esclava en nombre de la clase obrera, las tropas invasoras marchan al canto
13 G. Chiodi, La menzogna del potere, Giuffrè, Milano 1979, p. 134.
14 Ibid., p. 138.
15 Ibid., p. 143.
76
Massimo La Torre
de la Internacional, el Primero de Mayo ve desfilar en la Plaza Roja misiles
con cabeza nuclear, los adversarios son siempre y en todo caso «contrarevolucionarios» o «elementos antisociales», los disidentes criminales o enfermos
mentales; y Breznev recibe el premio Lenin de literatura por sus memorias,
mientras Bulgakov, al que no se le concede la ración de papel debe escribir en
las paredes de su habitación. Sucede como en «Oceanía Fascia Area n. 1»
donde los tres slogans del Partido son:
La guerra es paz
La libertad es esclavitud
La ignorancia es fuerza
En este Super-Estado sólo existen cuatro ministerios en los que se divide
toda la organización gubernamental: «El Ministerio de la Verdad que se ocupaba de la prensa, de las diversiones, de las escuelas y de las artes. El Ministerio de la Paz, que se ocupaba de la guerra. El Ministerio del Amor, que
mantenía el orden y hacía respetar la ley. Y el Ministerio de la Abundancia,
que era el responsable de los problemas económicos»16. Aquí hay paz por
guerra, verdad por mentira, amor por represión y tortura, abundancia por
miseria y razonamiento.
El hombre es obligado a vivir en la mentira evidenciada en el cartel pegado por el frutero a la pared de su tienda. La ideología como interpretación de
la realidad proporcionada por el poder se encuentra siempre subordinada al
interés de éste constituye una ayuda y un apoyo cada vez más importante. La
ideología adquiere una auténtica fuerza real, se convierte ella misma en realidad, aunque una realidad sui generis, que a ciertos niveles tiene un peso
mayor que la realidad en cuanto tal. El poder anónimo, así, se refiere más a
la ideología que a la realidad: extrae la propia fuerza de sus tesis, de sus tesis
depende su desarrollo. Logra que al final tesis e ideología dejen de estar al
servicio del poder, y que éste ultimo comience a estar al servicio de aquellas.
Si la ideología es la principal garantía de la consistencia interna del poder, se
convierte también en la garantía más decisiva de su continuidad.
3. LEY, DERECHOS POLÍTICOS Y DISENSO
3.1. Podemos compendiar las características del disenso (y el contenido de
la reivindicación de los derechos de libertad «mínimos») en los países del
«socialismo real» del siguiente modo. La primera característica de los movi16 G. Orwell, Millenovecentottantaquattro, trad. it., Mondadori, Milano 1973, p. 28.
Sobre derecho y utopía
77
mientos del disenso es el «rechazo de la política» (entendida como lucha por
el poder político). El rechazo de la política significa: por un lado el rechazo
de la dimensión institucional (el gobierno) y por consiguiente de la intervención a este nivel; por otro el rechazo de la dimensión total de la acción social
(del «sistema»), allí donde la concreta consideración de la calidad de vida de
cada individuo se subordina al análisis abstracto del cuadro social en conjunto y la mejora de aquella calidad está subordinada a la transformación total
del sistema.
El rechazo de la política expresado a través de la reivindicación de los
derechos del hombre tienen sus raíces en el «escepticismo hacia el modo de
pensar basado en la idea de que podemos obtener cambios sociales reales sólo
a condición de un cambio (en algún modo) de sistema o bien de gobierno y
que tal cambio —en tanto que fundamental— justifica también el sacrificio
de cuanto es "menos fundamental", esto es, la vida humana»17. Aquí, en el
rechazo de la política como dimensión totalizadora de la acción social, el respeto por la vida real del hombre prevalece sobre la consideración del propio
proyecto teórico; en la inversión de este orden de prioridades «se encuentra el
potencial peligro de un nuevo sometimiento del hombre»18. A partir de esta
posición de rechazo del nivel institucional como terreno privilegiado de la
acción social y de la dimensión «total» de la acción política resultan inadecuadas para definir esta actitud las categorías de «reformista» y «revolucionario».
La segunda característica del disenso es la «reivindicación de la legalidad» del sistema político (aquello que Havel llama «seguridad jurídica» y que
nosotros denominaremos «certeza del derecho»). Pero —el propio Havel no
huye de esta pregunta— ¿qué sentido tiene apelar a la ley en una situación en
la que la ley no es otra cosa que una fachada tras la cual se esconde el puño
de hierro y el arbitrio del poder? «¿Tiene sentido apelar a las leyes cuando
éstas —y en partículas aquellas universales que atañen a los derechos humanos— son sólo una fachada, parte integrante del mundo de la «apariencia»,
puro juego, tras del cual se esconde sólo una manipulación totalizadora?»19.
¿Esta referencia a la letra de la ley no será quizás una forma de ejercicio de
aquel «ius murmurandi» permitido también en los regímenes más opresores,
«un refunfuñar a la Svejk, en definitiva otro modo de aceptar el juego propuesto y otra forma de sometimiento?»20. ¿Y cómo se concilia esta referencia
a la ley, instrumento de la ideología dominante, con el principio de la «vida
en la verdad» que guía, según Havel, la lucha por los derechos del hombre?
17
18
19
20
V. Havel, op. cit., p. 66.
Ibidem.
Ibid., p. 67.
Ibidem.
78
Massimo La Torre
En este punto es necesario preguntarse sobre la naturaleza y las funciones
del Derecho en el sistema post-totalitario. En las dictaduras clásicas, el poder
se realiza inmediatamente, por dos razones esenciales: a) porque el poder no
pretende someter o conducir a toda la sociedad y absorberla en su aparato,
sino sólo intervenir en ella (incluso brutalmente) para corregir aquellas dinámicas que resultan incómodas de modo que la sociedad continúa viviendo
autónomamente (aunque siempre bajo la espada de Damocles de la represión), b) porque el poder no tiene pretensiones ideológicas nuevas, no pretende crear al hombre nuevo, sino que más bien se apoya en el antiguo
sistema de valores tradicionales, acentuando la vertiente autoritaria (Dios,
Patria, Familia). A diferencia, por lo tanto, de las dictaduras tradicionalistas,
en las que la ley no asume ni la función de reorganización de la sociedad (que
es dejada bastante a merced de sí misma) ni la de cobertura y legitimación
ideológica, «el sistema post-totalitario por el contrario se encuentra obsesionado por la necesidad de regular todo con un reglamento»21.
3.2. Intentemos volver al positivo estas determinaciones negativas del
Derecho en el sistema post-totalitario, de determinar aquello que es en relación con lo que no es. El ordenamiento jurídico del «socialismo real» es sobre
todo una de las formas en que se manifiesta el señorío de la mentira, el señorío de la ideología que es como el cemento que mantiene unida la construcción política: el sistema del poder anónimo precisamente en tanto que basado
sobre el «diktat del ritual» exalta la función ideológico-ritual y la abstracción
del Derecho. Mientras aún en el Estado liberal-democrático la ley está vinculada a un referente físico, humano, el legislador, en el sistema post-totalitario
la ley es la pura forma de sus movimientos y al mismo tiempo la inserción de
la ideología en la máquina política. La ley por lo tanto es un «ritual» y al mismo tiempo vale como «circular administrativa»: su lado externo es meramente ideológico y su uso concreto, su función normativa es interna (interna
al aparato administrativo, y por eso la ley se convierte en una circular). En el
Estado liberal, la función de la ley es la de proteger la esfera privada de los
ciudadanos y por consiguiente reglamentar algunas (no todas) relaciones
entre los ciudadanos y entre los ciudadanos y los poderes públicos, en el Estado post-totalitario, (y más incluso en el Estado democrático) la función de la
ley es la de regular la actividad de los órganos estatales, ya que la tradicional
distinción entre sociedad política y sociedad civil ha venida a menos.
Por otra parte, mientras que en el Estado liberal la ley es neutral, desvinculada de la moralidad, en el sistema post-totalitario, estos dos planos se
superponen nuevamente, la ley es una expresión de la ideología comunista
21 Ibid, p. 68.
Sobre derecho y utopía
79
(que asume en sí los caracteres de la «ciencia» y de la ética). Esta tendencia
a la ideologización de la ley se halla presente, más difusa, también en los regímenes tardo-democráticos, donde para la determinación de los contenidos
normativos se reenvía a los principios políticos que rigen el sistema. En este
sentido Franz Neumann vislumbraba tal tendencia ya en la República de Weimar con la vinculación de las leyes a los «legal standards of conduct» y la
supremacía de éstos sobre aquellas. «Los standards jurídicos de comportamiento tansformaron en sistema jurídico en su conjunto. Haciendo referencia
a valores extrajurídicos destruyeron la racionalidad formal del Derecho.
Dotaron al juez de poderes discrecionales sorprendentemente amplios y destruyeron el vínculo entre poder judicial y poder administrativo, de manera que
las decisiones político-administrativas tomaron la forma de decisiones judiciales ordinarias»22.
La ley es, consiguientemente, en este nuevo contexto, ideología, «coartada»: «el «ínfimo» ejercicio del poder se (envuelve) en el manto de la propia
«letra»: crea la fascinante ilusión de la «justicia», de la «tutela de la sociedad», y la regulación objetiva del ejercicio del poder para poder esconder la
esencia real de la praxis jurídica: la manipulación post-totalitaria de la sociedad»23. En realidad, también en el Estado liberal la ley desempeña una función ideológica, tras la neutralidad de la norma se oculta el dominio de una
clase sobre el resto de la sociedad: la neutralidad de la norma (o bien su generalidad) sirve para mantener el juego de la concurrencia entre libres empresarios y para liberar a un nuevo sujeto social de los vínculos feudales (la fuerza
del trabajo como libre contratante, pero solo desde el punto de vista formal).
La igualdad formal frente a la ley, si por una parte contribuye al funcionamiento del sistema capitalista asegurando el juego del mercado, por otro lado
disimula la realidad de la desigualdad sustancial: la neutralidad, si bien indirectamente, es en sí ideología. Sin embargo, en el sistema post-totalitario, la
función ideológica viene desempeñada directamente por la norma, que ya no
se declara neutral sino encaminada a la realización de la igualdad sustancial.
Así, en el Estado liberal la norma no mentía, sino que simplemente ocultaba
una parte de la realidad social; en el «socialismo real» aquella en primera persona es mentira.
La norma liberal dice la verdad, puesto que no se pronuncia sobre la realidad social. Afirma la igualdad frente a la ley, y afirma una verdad, aunque
calla en lo que se refiere al plano formal, a la estratificación de clases. La norma post-totalitaria, sin embargo, miente siempre. Se pronuncia sobre la realidad social, ya que asume la tarea de ser el arma de un sector social para su
22 F. Neumann, Behemoth. The structure and practice of Nacional Socialism (1933-1944),
Cass, London 1967, p. 446.
23 V. Havel, op. cit., p. 69.
80
Massimo La Torre
emancipación o el instrumento regulador de una sociedad sin clases: la referencia al contenido de la vida social es explícito pero falso. No oculta, pero
miente.
En el Estado liberal, caracterizado por la presencia paralela de una activa
sociedad civil, la ley tiene como característica específica la «generalidad»: es,
de esta manera, una disposición dirigida a la generalidad de los ciudadanos
con la finalidad de establecer las condiciones, el ámbito normativo dentro del
que se ha de explicar su autonomía. La generalidad de la ley reenvía a la autonomía contractual, la ley de esta manera toma cuerpo en la vida social a través de la libre iniciativa y el encuentro de las voluntades de los sujetos
privados. La diferencia fundamental entre las dos esferas de la legislación y
de la administración está precisamente en este punto: en la una está vigente el
principio de la «generalidad» de la disposición, y en la otra el principio de la
«especificidad». La actuación administrativa no restituye la autonomía de las
partes, sino que la anula. Pero la generalidad de la ley para poderse desplegar
y tener eficacia (para ser pro consiguiente verdaderamente general) presupone por un lado la igualdad de los sujetos a los que se refiere, y por tanto en el
interior del sistema capitalista una situación en la que los empresarios tienen
grosso modo una similar capacidad económica, y por otra parte una rígida
delimitación de los poderes del Estado (es decir una situación en la que las
competencias de este último se encuentran reducidas lo más posible) con el
fin de posibilitar el desarrollo de la autonomía contractual, o de la actividad
que media entre norma general y conducta humana y hace posible la primera
especificándola, esto es, le permite, sin dejar de ser general, ser eficaz en los
diversos (específicos) campos y momentos de la vida social.
Pero ya con el desarrollo del sistema capitalista y la formación de los
monopolios la primera condición que hace posible la generalidad de la ley se
debilita: ya no estamos frente a sujetos de una similar fuerza económica, sino
que en el interior mismo de la clase capitalista (aquí no se cuestiona la fuerza del trabajo) se han creado importantes desigualdades. «En un sistema
organizado monopolísticamente (...) la ley general no puede tener una preminencia absoluta. Si el Estado se encuentra frente a un monopolio no tiene
sentido regularlo a través de una ley general. En un caso así la disposición
particular es la única expresión apropiada del poder soberano»24. En una
situación así la pareja ley-contrato es sustituida por la disposición unilateral
de la administración, que puede, o no, dependiendo de su importancia, revestirse con forma de ley, que ahora es «únicamente» enmascaramiento ideológico.
24 F. Neumann, Mutamenti della funzione della legge, en F. Neumann, Lo stato democratico e lo stato autoritario, cit., p. 279.
Sobre derecho y utopía
81
El paso de la ley a la disposición administrativa se acentúa más cuando se
viene abajo la segunda condición que hace posible la generalidad de la ley: la
limitación de las competencias del Estado y el dualismo de alguna manera conflictivo entre Estado y sociedad. En una situación de monopolio, en realidad,
dicho dualismo continúa subsistiendo, si bien modificado en gran medida, en
el ámbito de la sociedad civil, y con la sociedad civil sobrevive cambiado en
su propia sustancia la figura del contrato (piénsese, por ejemplo, en la proliferación de los contratos de adhesión y a través de formularios). Pero cuando el
dualismo se atenúa o desaparece, como ocurre en las sociedades del «socialismo real», la transformación de la ley es completa. Aquí faltan las dos condiciones para la subsistencia de la ley general: la autonomía contractual ya no es
posible pues se ha deslomado su presupuesto estructural: un espacio social
diverso del estatal. Por otro lado en una organización social que se identifica
en líneas generales con la estatal, no existe ninguna igualdad de sujetos, sino
su disposición según la escala jerárquica típica de la estructura estatal.
De esta manera, la ley, en el contexto del «socialismo real», es, algo más
que 1) «ideología» (o coartada), 2) «instrumento de comunicación interna del
poder» y desarrolla en el inmenso archipiélago burocrático del Estado-sociedad una función análoga a aquella desarrollada por el contrato en el ámbito
del archipiélago propietario de la sociedad burguesa («El contrato pone fin al
aislamiento de los propietarios individuales y constituye un medio de comunicación entre ellos»25). En el sistema del «socialismo real» es un instrumento técnico que le permite al Estado organizarse adheriéndose a cada pliegue
de la sociedad: el Estado-sociedad necesita una inmensa burocracia, y ésta es
regulada, gestionada, coordinada, cuando la ley desarrolla esta función de
coordinación. Esta es ahora una circular administrativa, actuación dirigida no
ya a los ciudadanos sino a los funcionarios del Estado. Por otra parte, la
extensión de la racionalidad organizadora al conjunto de la sociedad significa justamente precisamente proliferación de normas que tienden a recubrir
cada espacio de la vida social. El perro se muerde la cola: la extensión de la
racionalidad estatal significa más normas, mayor número de normas comporta más burocracia, más burocracia necesita un mayor número de normas.
3.3. La comparación entre régimen democrático y régimen autoritario,
descrita con anterioridad26, puede servir para aclararnos posteriormente las
25 Ibid. pp. 255-256.
26 El régimen democrático, como régimen de masas, contendría en sí el germen de una
sociedad liberal (Tocqueville) y totalitaria (Silone, Arendt). De Ignazio Silone léase a propósito
de esto La scuola dei dittatori. Consideraciones similares a las de Silone y Arendt eran desarrolladas por Nicola Chiaromonte (cfr. su La morte si chiama fascismo [1935], ahora en N. Chiaromonte, Scritti politici e civili, Bompiani, Milano 1976, en particular p. 65).
82
Massimo La Torre
ideas sobre la naturaleza del sistema político post-totalitario. Escribía Guido
De Ruggiero: «La figura tradicional de la tiranía, de la manera en que ha sido
configurada por los escritores en el pasado, y como por otra parte se ha manifestado en la historia hasta tiempos recientes, es la de una fuerza dominante
pero externa y efímera, que exige una conformidad exterior de actos y de
palabras, pero que se desinteresa de la interioridad espiritual, que no podría
alcanzar ni siquiera con sus propios medios, y que es dejada a merced de sí
misma, casi a título de compensación o de desahogo de la tensión producida
por el rigor de las leyes. La tiranía democrática apunta directamente al espíritu. Exige el consenso, sin el cual su acción resultaría ineficaz (...). Que la
sociedad sea todo y que por lo tanto deba reasumir en sí todo es un principio
que no se puede realizar solamente desde lo alto, a través del gobierno, sino
que exige una colaboración general del público, por consiguiente una reciprocidad de odios, envidias, de delaciones. La tiranía democrática encuentra
en cada ciudadano a un policía y por lo tanto no pone límite a su extensión
(...). No sólo se ejerce sobre los actos, sino también, de un modo especial,
sobre las opiniones, precisamente porque de opiniones está compuesto el
prestigio de la democracia, y cualquier divergencia, cualquier singularidad
aparece fácilmente como un intento de subvertir el Estado»27.
Si la democracia debe ejercer el propio poder/control no sólo sobre los
actos sino también sobre las opiniones, ya que su ser está compuesto de opiniones, y de colaboración/participación necesita su intento y su tendencia a
hacer que «la sociedad sea todo», más de lo que está presente en los sistemas
del «socialismo real» allí donde la ideología (o bien la opinión oficial y legítima de la sociedad) es el cemento y el lubricante de la máquina estatal. Si en
la democracia cualquier singularidad de la opinión puede aparecer como un
intento de subvertir el Estado, en el sistema del poder anónimo cualquier opinión puramente individual, constituye ya de por sí un conato «contrarrevolucionario». «"La vida en la mentira" puede funcionar como pilastre del sistema
solamente si se caracteriza por la universalidad; debe abarcar todo, infiltrarse
en todo; no es posible coexistencia alguna con la "vida en la verdad"; cualquier evasión de ella la niega como principio y la amenaza en su totalidad»28.
Aquí, por consiguiente, se hunden las raíces de la afirmación que Havel hace
de la verdad como primer derecho a reivindicar, y como circunstancia desestabilizadora del régimen. En el sistema post-totalitario por oposición puede
entenderse aquel conjunto de personas o grupos que, dentro de la estructura
del poder, desarrollan sigilosamente un conflicto de poder con los niveles
27 G. de Ruggiero, Storia del liberalismo europeo, Feltrinelli, Milano 1962, pp. 361-362.
28 V. Havel, op. cit., p. 28.
Sobre derecho y utopía
83
superiores. Sin embargo, propiamente dicho, oposición es todo intento de
vida en la verdad. En ello coinciden oposición y disidencia29.
En un régimen que tenga el monopolio de las consciencias, nada puede
conseguir la mera violencia y la revuelta armada, prescindiendo de la consideración del aparato represivo cuasi omnipotente de un Estado que no
encuentra resistencias institucionales en el tejido social y que tiene por lo tanto la capacidad de reclutar toda la fuerza social. En una tal situación , lo que
es posible, y al mismo tiempo necesario, hacer es rehabilitar, desenterrar valores como la confianza, la sinceridad, la responsabilidad, el amor, la solidaridad entre los miembros del cuerpo social, cuyos canales de comunicación se
encuentran inmersos en el ligamen ideológico del Estado. No es una casualidad que los obreros de Dantzig un día después del «agosto polaco» cuando
debían dar un nombre a su periódico, eligieran el de «Solidarnosc». Lo
importante es crear estructuras de afirmación y de comunicación de la verdad
(el fondo de la oposición, por lo tanto, es moral) y lograr estructuras que estén
orientadas no al aspecto técnico del poder, sino al significado que debe asumir su ejercicio, estructuras que se apoyen en la percepción común de realización de los significados identificados y aceptados como justos y racionales,
comunidades caracterizadas más por el sentido mismo de su existencia que
por ambiciones expansionistas hacia «fuera».
El occidental que lee el «samizdat», los documentos del disenso soviético o de los otros países del Este comunista a menudo permanece desorientado por poco alcance de las reivindicaciones de los disidentes30; él está
acostumbrado a razonar en términos de reforma, de revolución y sin embargo de globalidad, o de totalidad, del proyecto político. Ya no entiende nada
cuando lee, por ejemplo, las peticiones contenidas en la Charta '7731, que no
quieren otra cosa que la aplicación por parte del gobierno checoslovaco de
los principios contenidos en la Declaración Universal de los derechos del
hombre (aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de
diciembre de 1948), en el «Pacto Internacional de derechos civiles y políticos» y en el «Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales» (ambas aprobadas por la misma asamblea en 1966). Así, el occidental
acaba concluyendo que el disenso en el Este «se limita» a reivindicar un
29 Para una distinción entre «oposición», «contestación» y «disidencia» en los países socialistas, cfr. I. Yannakakis «Differenze e analogie tra i movimenti del dissenso» en AA.VV., Libertà
e socialismo. Momenti storici del dissenso (Atti del convegno sul tema «Libertà e socialismo»,
Venezia, 15-18 noviembre 1977), Sugarco, Milano 1978, p. 145 ss.
30 De reivindicaciones «mínimas» y de programa «mínimo» habla, por ejemplo, J. Kuron,
en su escrito La situación actual y el programa de la oposición (1979), ahora en AA. VV., Capire Danzica, a cargo de P. Bernocchi y F. Bottaccioli, ed. Quotidiano del lavoratori, Roma 1980,
pp. 129-133.
31 Charta '77, CSEO, Bologna 1978.
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Massimo La Torre
retorno sic et simpliciter a las democracias parlamentarias, a las libertades
consideradas burguesas, y por consiguiente a una práctica legalista más
coherente. No obstante, estás reivindicaciones insertas en aquella realidad
político-social están en condiciones de ofrecernos nuevas y mejores aclaraciones sobre lo que se ha llamado en muchas partes «libertades burguesas»,
y sobre el efectivo alcance de los derechos del hombre, esto es, de una serie
de facultades más o menos exigidas por, y garantizadas al, individuo como
tal frente a la acción del Estado.
Estos derechos encuentran su primer fundamento en la revalorización del
individuo, en su desvinculación del «sistema de la mentira», y en su esfuerzo
por vivir momentos de verdad. Retomando el ejemplo del vendedor anteriormente utilizado, éste reivindica con eficacia un derecho y actúa de manera
que esto se traduzca en efectiva autonomía respecto al poder, no cuando consigue que esos derechos sean sancionados en la Gaceta Oficial, sino cuando
ellos mismos constituyan un motivo para hacerse realidad. Podrá validamente ejercitar-reivindicar aquellos derechos comenzando por arrancar aquel cartel «¡Proletarios del mundo, uníos!», que por inercia, por el automatismo que
se transmite desde el poder a los individuos y viceversa, había colocado como
una bella muestra sobre los muros de su bodega. Así, la reivindicación de los
derechos del hombre llega a ser no sólo una práctica política sino una práctica moral y existencial inmediata, firmemente vinculada a la existencia ética
de cada individuo y a la cotidianeidad del «aquí y ahora». En el sistema posttotalitarios el ámbito real de la política potencial es algo más: la tensión continua y lacerante entre las pretensiones totalitarias del sistema y las
intenciones de la vida, o sea la necesidad elemental que el hombre tiene de
vivir al menos en una cierta medida en sintonía consigo mismo, de vivir tan
sencillamente, sin ser humillado por superiores y por funcionarios, sin ser
continuamente controlado por la policía; poder expresarse más libremente,
poder realizar su propia creatividad natural, tener una seguridad jurídica, y
otras cosas semejantes (...). Los hombres que viven en un sistema post-totalitario al final saben demasiado bien que lo que cuenta no es si en el poder está
un partido o varios y los nombres que tienen, sino si se puede o no vivir
humanamente»32. La reivindicación de la legalidad del sistema político (uno
de los caracteres del disenso anteriormente señalados) significa, en el contexto de los «países socialistas», reivindicación de los derechos del hombre, de
límites a la intromisión del poder33.
En un sistema cerrado al pluralismo de los grupos sociales y de las ideas,
la tradicional diferencia entre reforma y revolución se desvanece. La reforma,
32 V. Havel, op. cit., pp. 42-43.
33 Sobre ello, cfr. N. Chiaromonte, La tirannia moderna (1968), ahora en Chiaromonte,
Scritti politici e civili, cit., p. 316.
Sobre derecho y utopía
85
supuesto que parta de la base de la sociedad y no sea un mero proceso de
adaptación/racionalización del sistema (véase, por ejemplo, el modelo de
Kadar en Hungría), es para el sistema totalitario tan subversiva como un
intento abiertamente revolucionario34. Cambiar un pequeño trozo del sistema,
criticarlo en algún aspecto, significa destruir su totalidad, por lo tanto su misma existencia. Alejarse, tomar distancias respecto a él, aunque sólo sea moralmente, significa cuestionar los fundamentos de legitimidad. Así, aunque las
oposiciones populares en aquellos países rarísimamente se proponen revolucionar completamente el sistema, (es el caso también de «Solidarnosc»), ellas
son «objetivamente» revolucionarias desde el mismo momento en el que se
afirman como oposición, y por consiguiente a) alzan el velo ideológico del
sistema, b) interrumpen la autocinesis del sistema o bien atacan a la totalidad35. He aquí por qué indefectiblemente, antes o después, tarde o temprano,
sobre aquellas oposiciones se abate el puño de hierro de la represión.
Por otro lado, dicha situación nos muestra bastante bien el valor de aquellos derechos, de aquellas pequeñas revueltas parciales, que con demasiada
frecuencia han sido despreciadas y ridiculizadas, el valor mismo de la forma
jurídica, ya que «se observa (...) como demuestran los hechos, que entre la
libertad considerada "abstracta" y la libertad considerada «concreta», o existe un juego de palabras o no hay diferencia alguna»36. Como frente al rey
absoluto, así frente al poder anónimo, a la Organización37, la libertad de pala34 «En el sistema soviético las reformas radicales son más o menos imposibles, ya que llevar a cabo reformas efectivas equivaldría a trastornar la naturaleza del sistema. Incluso las reformas parciales, las únicas posibles, son inevitablemente inutilizadas por la naturaleza del sistema,
que en cuanto percibe la amenaza de las reformas las rechaza» (así lo afirma Vladimir Maksimov, escritor soviético emigrado en Occidente, en una entrevista con G. Stewart, en La Repubblica del 18 de mayo de 1983). Sobre este punto, cfr. también L. Kolakowski, Il socialismo
burocrático è riformabile?, en Kolakowski, Marxismo. Utopia e antiutopia, Feltrinelli, Milano
1981, p. 114 ss.
35 «El fundamento del totalitarismo es la concepción hegeliana en la que el Estado es la
suma de todas las individualidades que no son particulares, absorbe la totalidad de los elementos
de un conjunto, el régimen en el que el poder confisca la totalidad de las actividades de la sociedad que domina. Hegel decía: «Fuera del estado el pueblo no sabe lo que quiere». El disenso sin
embargo concibe el Estado como un puro accidente de la historia, un elemento contingente y no
una necesidad. El individuo trasciende la contingencia, es superior al Estado» (J. Daniel, Il diritto di dire no, en AA. VV. Libertà e socialismo. Momenti storici del dissenso, cit., p. 16.).
36 N. Chiaromonte, op. ult. cit., p. 316.
37 El sistema del poder anónimo encuentra su más pura y fría manifestación en la experiencia de Camboya tras la caída de Phom Penh (1975) y la toma del poder por parte de los
Khmer rojos. En la estructura comunista creada por los Khmer rojos, cualquier forma de mediación social formal era abolida y la sociedad era concebida y tratada como un todo homogéneo (y
por lo tanto amorfo). El partido comunista de los Khmer rojos que dominaba despiadadamente
el país, se había desprendido de su denominación tradicional para llamarse simplemente Angkar
(Organización), volviéndose así abstracto y anónimo. «Una sociedad sometida a un control total
e indiscutido había sido creada como consecuencia lógica de la igualdad absoluta, y en su vérti-
86
Massimo La Torre
bra, de prensa, de asociación, el derecho a una propia esfera privada, asumen
toda su carga subversiva y antiautoritaria38. Carga que siempre se encuentra
en su interior, incluso en las democracias más moderadas, que han hecho de
aquellos derechos unas «concesiones»: ésta por lo tanto constituye su contradicción política interna.
ce estaba la anónima "Organización"» (F. Feher, Cambogia: l'utopia omicida, en Mondoperaio,
marzo 1983, p. 97, cursivas en el original).
38 «No vale afirmar los derechos si no por este antagonismo, la declaración de los derechos
debe ser leída como una declaración de guerra. No se trata de producir una sociedad más o menos
ideal y un buen gobierno a partir de un grado cero de la vida social. Se trata por el contrario de
afrontar la amenaza, la "presencia" o el "recuerdo reciente" del despotismo» (A. Glucksmann,
Una strategia del dissenso: i diritti umani, cit., p. 143, cursivas en el original).
87
CAPÍTULO IV
Releyendo el ensayo sobre la libertad de John Stuart Mill.
Liberalismo, democracia, anarquismo
1. PREMISA
En las páginas que siguen intento presentar y discutir argumentos y tesis
del conocidísimo ensayo sobre la libertad de John Stuart Mill (On Liberty,
1859)1, del que apareció hace algunos años una nueva traducción italiana precedida por un interesante y en cierto sentido provocador prólogo de Giulio
Giorello y Marco Mondadori2.
En este estudio pretendo, en particular, analizar las ideas de Mill referentes a la relación óptima entre sociedad e individuo, y entre organización política y ciudadano. Para ello no me limitaré a la exposición del pensamiento del
filósofo inglés. También confrontaré, brevemente, el modelo de Estado liberal preconizado por Mill con las líneas de desarrollo del Estado democrático
contemporáneo, y en especial con algunas tendencias manifestadas en la Italia de los últimos cuarenta años. Me detendré luego a discutir y a criticar la
interpretación bastante extendida según la cual la libertad auspiciada por la
teoría política liberal sería exclusivamente aquella considerada «negativa».
Como conclusión propondré una hipótesis sobre las raíces teóricas del liberalismo de Mill y sobre la influencia de éste sobre otras doctrinas políticas pos1 Para un análisis reciente de este clásico de la filosofía política, cfr. J. Gray, Mill on
Liberty. A defence, Routledge & Kegan Paul, London, 1983.
2 J. S. Mill, Saggio sulla libertà, trad. it. de S. Magistretti, Il Saggiatore, Milano 1981. Respecto al impacto de esta última traducción de On Liberty sobre el debate actual de la izquierda italiana, cfr. las intervenciones aparecidas en Pagina, mayo-junio 1981, pp. 30-33, y N. Bobbio, Il
futuro della democrazia. Una difesa delle regole del gioco, Einaudi, Torino 1984, p. 102 ss.
88
Massimo La Torre
teriores. Entonces propondré la tesis de una conexión entre pensamiento liberal y anarquismo, considerando este último como una filosofía política localizada históricamente y no como un «tipo ideal» de comportamiento del
individuo respecto al Estado y a la sociedad3. Una relación así puede, en mi
opinión, encontrarse en las ideas expresadas por Mill en el ensayo que aquí
se analiza.
2. RESPONSABILIDAD Y DERECHOS DE LOS INDIVIDUOS. GOBIERNO DEL PUEBLO Y
DEFENSA DE LAS MINORÍAS
Los temas del ensayo sobre la libertad de Mill son fundamentalmente tres:
a. la cuestión de la libertad de pensamiento conectada al desarrollo de las
potencias intrínsecas de la personalidad humana y de sus conocimientos;
b. la defensa del individuo frente a las posibles intromisiones por parte del
Estado y de la colectividad;
c. la reestructuración de las instituciones políticas destinada a favorecer la
libertad de pensamiento y de acción de los individuos (aquello que desde
Constant en adelante se suele llamar «libertad negativa»), pero también la
participación activa de los individuos en los asuntos comunes y en la gestión
de la cosa pública (la «libertad positiva»).
El propósito principal de Mill es, ya desde las primeras páginas de su
libro, bastante claro. Quiere trazar una zona de inviolabilidad de la persona
humana, el «sagrado recinto» (como él lo denomina) dentro del cual la colectividad y el aparato institucional de la sociedad no deben efectuar ninguna
intrusión.
Antes de continuar, es conveniente hacer alusión a una puntualización
hecha por el propio Mill. El objeto de las argumentaciones desarrolladas en
On Liberty no es el denominado libre arbitrio (que Mill, como se sabe, niega4), argumento esencialmente teorético y con implicaciones de carácter
metafísico. El tema principal del libro es al contrario la libertad política y
social, es decir un tema eminentemente práctico. La libertad que interesa a
nuestro autor en el ensayo del que nos ocupamos no es tanto aquella del ser
humano respecto a Dios y a las leyes del universo, cuanto la libertad del ciudadano en relación con la comunidad y sus instituciones, o sea «la naturaleza
3 Este último es por ejemplo el significado atribuido a la locución «anarquismo» por un
filósofo como Höffe. Cfr. O. Höffe, Political Justice. Outline of a Philosophical Theory, en
Archiv für Rechts - und Sozialphilosophie, 1985, 2, p. 146 ss.
4 Cfr. J. S. Mill, A System of Logic Rationative and Inductive Being a Connected View of
the Principle of Evidence and the Methods of Scientific Investigation, Longmans, Green and Co.,
London 1884, Book III, Ch. V, § 11, p. 232 ss.
Sobre derecho y utopía
89
y los límites del poder que puede ser legítimamente ejercido por la sociedad
sobre el individuo»5.
Dos son los principios que constituyen la base justificativa de la filosofía
política de Mill. El primero es que el individuo no es responsable frente a la
sociedad en lo que concierne a las acciones que no ponen en juego intereses
diversos de aquellos del agente, es decir intereses ajenos. El segundo es que,
en lo que se refiere a las acciones que son perjudiciales respecto a los intereses ajenos (esto es, que constituyen un daño o una amenaza de daño para el
otro), el individuo es plenamente responsable frente a la sociedad. En tal caso,
el individuo puede ser sometido a sanciones tanto sociales como legales, en
el caso de que la sociedad considere que una u otra sanción (o ambas) sean
necesarias para su defensa6.
En todos los asuntos que se refieren a las relaciones del individuo con los
otros sujetos humanos, él es responsable —según Mill— respecto a aquellos
cuyos intereses están en juego, y, si es necesario, respecto a la sociedad como
ente protector de tales intereses. Sin embargo —sostiene el filósofo inglés—
existe una esfera de acción respecto de la cual la sociedad, en cuanto realidad
distinta de los individuos que la componen, tiene sólo un interés indirecto.
Esta esfera es aquella parte de la vida y de la conducta de una persona que
concierne solamente a la persona misma, o, en el caso de que afecte también
a los otros, que lo hace con el libre y voluntario consentimiento de éstos últimos.
Esta esfera —según Mill— constituye el ámbito de la libertad humana.
Comprende, en primer lugar, el foro interno de la conciencia y por consiguiente implica la libertad de conciencia en su sentido más amplio, como
libertad de pensar y de comprender, como absoluta libertad de opinión en
cualquier materia, ya sea práctica o especulativa, científica, moral o teológica. Téngase en cuenta que para Mill la libertad de expresar y hacer públicas
las propias opiniones es consecuencia inmediata del principio de libertad de
conciencia. Afirma claramente, en efecto, que la libertad de expresar la propia opinión no es otra cosa que la libertad de pensamiento en acción, es decir
el ejercicio concreto de tal libertad. De la libertad de pensamiento —escribe
Mill— «es imposible separar la conjunta libertad de hablar y de escribir»7.
Como se observa, Mill se encuentra bien lejos del liberalismo conservador y
legalista que interpreta restrictivamente la libertad de conciencia exclusivamente como libertad de pensamiento, y que influye sobre todo en los sistemas
jurídicos de los Estados liberales de la primera mitad del siglo XIX.
5 J. S. Mill, On Liberty, edited with an introduction by G. Himmelfarb, Penguin, Harmondsworth 1976, p. 59.
6 Cfr. J. S. Mill, op. ult. cit., p. 163.
7 Ibid., p. 74. Cfr. también ibid., p. 119.
90
Massimo La Torre
El ámbito de la libertad humana —según el autor inglés— incluye, en
segundo lugar, la libertad de las preferencias y de las inclinaciones, esto es la
libertad de proyectar la propia vida de acuerdo con el propio carácter y con
las propias inclinaciones, de hacer aquello que se prefiere en lo que concierne al propio estilo de vida. Tal libertad se afirma, asimismo, de manera absoluta, al menos en tanto en cuanto no ocasione un daño a otro. Mill considera
por lo tanto injustificada cualquier intervención externa que limite esta libertad, siempre y cuando no perjudique los intereses materiales del otro, incluso
cuando éste, por casualidad considerara que aquella conducta o que aquel
modo de vida son estúpidos, perversos o equivocados.
En tercer lugar, de la libertad de conciencia y de preferencias reconocida
al individuo, Mill extrae la libertad de relacionarse con los otros individuos,
y del mismo modo la libertad de asociarse para cualquier fin que no implique
un daño a los otros, dentro de los límites enunciados anteriormente y presumiendo que las personas que se asocian no sean obligadas ni engañadas en
modo alguno. En esta concepción, la libertad de pensamiento y de su expresión, la libertad de conducta, y la libertad de asociación son las tres columnas
de aquello que el filósofo inglés retóricamente define como «el recinto sagrado» (the sacred precinct) de la individualidad.
Para asegurar la efectiva vigencia de estas tres libertades fundamentales,
la cuestión más urgente es determinar y fijar institucionalmente límites al
enorme poder del Estado, de cualquier Estado prescindiendo del color de su
bandera. Otra cuestión muy importante, conectada con esta primera, es la de
encontrar un equilibrio entre dos vertientes: (a) por un lado entre la justicia
social y la libertad individual, entre las exigencias de la sociedad y el valor de
la autonomía, o —por utilizar una terminología hoy de moda entre los filósofos anglosajones— «entre utilidad y derechos»8, (b) y de otro lado entre la
voluntad de la mayoría y la de las minorías9.
8 Cfr. H. L. A. Hart, «Between Utility and Rights», en Columbia Law Review, 1979, ahora
también en H. L. A. Hart, Essays in Jurisprudence and Philosophy, Clarendon, Oxford 1983.
Sobre este tema, cfr, tility and Rights, edited by R. G. Frey, Basil Blackwell, Oxford 1985.
9 Piénsese, por lo que concierne a la cuestión de los límites de las competencias del Estado
moderno en el pensamiento de Ronald Dworkin, y en particular en su obra más conocida Taking
Rights Seriously. New Impression with a Replay to Critics, Duckworth, London, 1978. Para la búsqueda de un equilibrio entre la libertad del individuo y la justicia social es obligada la referencia
a la comparación entre A Theory of Justice de John Rawls (Harvard University Press, Cambridge/Mass. 1971) y Anarchy, State and Utopia de Robert Nozick (Basic Books, New York 1974).
También respecto al debate contemporáneo sobre los derechos humanos Mill constituye un constante punto de referencia: cfr. por ejemplo D. N. MacCormick, Legal Rights and Social Democracy. Essays in Legal and Political Philosophy, II ed., Clarendon, Oxford 1984, p. 23 ss. En una
perspectiva milliana se sitúa también el intento de E. Pattaro, On Rights and Duties: Notes for a
Normative Ethics, en Archiv für Rechts - und Sozialphilosophie, 1986, 1. p. 67 ss. Cfr. también
E. Pattaro, «Individuo, libertà, stato», en Nuova civiltà delle macchine, primavera 1983, p. 21 ss.
Sobre derecho y utopía
91
El filósofo inglés concibe los derechos del individuo con dos significados
principales: por un lado como afirmación de un estatuto propio del individuo,
distinto del de la sociedad; por otro lado como protección ofrecida al individuo contra eventuales —y más bien probables (ya que Mill comparte el pesimismo del pensamiento liberal sobre la naturaleza del poder político)—
excesos del gobierno —y no sólo de éste sino también de la sociedad en su
conjunto— en las áreas en las que se desarrolla la libre actividad de los individuos. Mill afirma sin reservas el valor de los derechos del hombre, y de este
modo lleva a cabo una reelaboración de la ética utilitarista que había recibido
de Bentham. La inspiración individualista del pensamiento de Mill se refleja
en su interpretación de la filosofía utilitarista con consecuencias muy relevantes. El utilitarismo de Mill —como escribe Hart— «mantenía sólo la letra
al tiempo que cambiaba el espíritu de la originaria doctrina utilitarista en
muchos aspectos importantes»10.
Mill modera el principio utilitarista de la «máxima felicidad para el mayor
número» con el reconocimiento de algunos derechos inalienables del hombre.
En el célebre ensayo Utilitarism (1863), Mill afirma que «la justicia implica
algo, que no sólo es justo hacer e injusto no hacer, sino que cualquier individuo puede exigirnos tal acción, por tratarse de un derecho moral suyo»11. El
ámbito de lo justo se hace coincidir aquí con la esfera de los derechos de la
persona. El respeto de los derechos morales es considerado desde ese momento como la más alta expresión de la utilidad general. De hecho —escribe
Mill— la justicia «es un término para algunas exigencias morales que, consideradas colectivamente, están en la cima de la escala de la utilidad social»12.
Y en el ensayo sobre la libertad Mill mantiene que la utilidad que se considera como criterio último del juicio moral es «la utilidad en el sentido más
amplio, fundada sobre los intereses permanentes del hombre como ser progresista»13.
Los derechos del hombre son reconstruidos por Mill como un tipo especial de utilidad que —como señala Hart— en caso de conflicto prevalecerá
sobre la utilidad concebida como máximo bien del mayor número14. Además,
10 H. L. A. Hart, Utilitarianism and Natural Rights, en Tulane Law Review, 1979, ahora en
H. L. A. Hart, Essays in Jurisprudence and Philosophy, cit., p. 183. Una opinión opuesta parece
ser la de Norberto Bobbio que sin embargo subraya la continuidad entre el utilitarismo riguroso
de Bentham y la filosofía de Mill: cfr. N. Bobbio, Liberalismo e democrazia, Angeli, Milano,
1985, pp. 45-46.
11 J. S. Mill, Utilitaranism, en J. S. Mill, Utilitarianism, On Liberty and Considerations on
Representative Government, a cargo de H. B. Acton, J. M. Dent & Sons-E. P. Dutton. LondonNew York 1977, pp. 46-47.
12 Ibid., p. 59.
13 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 70.
14 Cfr. H. L. A. Hart, op. ult. cit., pp. 188-191.
92
Massimo La Torre
la justicia consiste —según Mill— en el reconocimiento de los derechos
morales que pertenecen a cada hombre con independencia del hecho de que
tales derechos sean atribuidos por el Derecho o por la práctica de una determinada sociedad15.
Partiendo de la afirmación sin reservas de los derechos del hombre16, Mill
subraya las posibilidades de involución autoritaria del principio de las mayorías y del concepto de soberanía popular. Como es sabido, muchos teóricos de la
democracia, comenzando por Rousseau, sostienen que allí donde los órganos
del Estado son expresión de la voluntad popular (o bien «la vanguardia de la
clase obrera», en la versión organicista de la teoría de la representación popular que nos ha suministrado el marxismo), el poder de gobierno ejercitado por
estos órganos (o por aquella «vanguardia»), no podrá ser fuente de abusos ni
podrá ser ejercido en detrimento de los intereses del pueblo (o de la «clase obrera»). Como escribe Giörgy Konrád, a propósito de las llamadas «vanguardias
revolucionarias», pero desarrollando consideraciones que pueden aplicarse
también a la clase política de los regímenes democráticos, «los revolucionarios
de profesión y, más tarde, los burócratas de partido son los difusores y las víctimas de la ilusión según la cual desarrollarían su papel en representación de los
otros, representarían a los demás y convertirían en superflua la participación
inmediata de éstos en el poder. Quieren hacer creer que representan una poderosa dignidad impersonal que está más allá de ellos mismos»17.
En una visión así de la democracia, los derechos del hombre (como garantía dada al individuo contra el exceso del Estado) pierden todo su significado y
su misma razón de ser, que es precisamente la limitación del poder estatal. Ello
es así porque se ha supuesto desde el principio la equivalencia entre la libertad
del pueblo y la voluntad popular, es decir se concibe completamente la libertad
15 Mill, no obstante, sostiene también que el sentimiento de justicia en los hombres es un
efecto de la acción condicionante y represiva del derecho. La moral positiva derivaría así, históricamente, del derecho positivo, de la ley. Del mismo modo, la idea de los derechos fundamentales del hombre, de derechos que preexisten al ordenamiento jurídico positivo, habría tenido
origen en el concepto de derecho subjetivo conferido por la ley. «Los precisos derechos del hombre significan los derechos que la ley les otorgaba. Un hombre justo era aquel que nunca había
violado, ni intentaba violar, los derechos legales de los otros individuos, como por ejemplo la
propiedad. La noción de una justicia superior, a la cual las mismas leyes se podrían reconducir,
y a la cual la consciencia estaría vinculada sin una prescripción positiva de la ley, constituye una
extensión sucesiva de la idea que está sugerida por la justicia legal y de la que se deriva la analogía, manteniendo una dirección paralela a ella a través de todas los matices y variedades del
sentimiento, y tomando prestada de ella casi toda la terminología. Las mismas palabras justus y
justitia derivan de jus, ley» (J. S. Mill, Saggi sulla religione, trad. it. a cargo de L. Geymonat, II
ed., Feltrinelli, Milano, 1972, p. 44).
16 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 76.
17 G. Konrád, Antipolitik. Mitteleuropäische Meditationen, Suhrkamp, Frankfurt am Main
1985, p. 219.
Sobre derecho y utopía
93
como libertad positiva, libertad de participar en la gestión de la sociedad (y del
Estado) y de ningún modo como libertad negativa, o sea como libertad de sustraerse a los mandatos o a la intervención de la sociedad (y del Estado). Por lo
tanto se ha postulado la equivalencia entre la voluntad del pueblo y la voluntad
de la institución (sea ésta social o estatal). Si la voluntad del gobierno equivale
a la voluntad del pueblo, y acaba coincidiendo con ella, si el gobierno puede
entonces identificarse con el pueblo mismo, deberá concluirse, teniendo en
cuenta que un sujeto (el pueblo) no puede «auto-oprimirse», que el gobierno
democrático no puede lógica ni prácticamente resultar despótico.
La nación no necesita ser protegida contra su propia voluntad, sostienen
—según Mill— algunos teóricos de la democracia18. Uno no puede ser tirano
consigo mismo —afirman éstos—. Dejad —continúan— que los gobernantes
sean efectivamente responsables frente a la nación, y ésta podrá arriesgarse
sin demasiado temor a conferirles aquel poder cuyo empleo determina la
nación. Contra una argumentación así y una semejante actitud teórica se dirige en particular la crítica de Mill. «Este modo de pensar —escribe—, o más
bien de sentir, era común en la última generación del liberalismo europeo, y
en el continente todavía es claramente predominante»19.
Según algunos teóricos liberales (entre los que hay que recordar a James
Mill, el padre de John Stuart Mill), el poder de los representantes de la nación
no era más que el poder de la nación misma concentrado en pocas manos con
el fin de hacer eficaz su ejercicio. La réplica de John Stuart Mill a esta interpretación del liberalismo es áspera. La realización de la voluntad del pueblo
—escribe el filósofo inglés— no garantiza a los individuos una esfera de
libertad por dos razones: (a) ante todo porque el «pueblo» que ejercita el
poder no es el mismo «pueblo» sobre el cual el poder es ejercitado, (b) y luego porque el pueblo podría querer oprimir a una parte de sus propios miembros20. Por eso, en opinión de este autor, la limitación del poder del gobierno
sobre los individuos no pierde nada de su importancia, incluso allí donde los
que detentan el poder rindan cuentas periódicamente frente a la comunidad a
través del control electoral de su mandato. Según Mill —como se ha señalado— el Estado, y no sólo él sino también la sociedad como realidad distinta
de los individuos, implican, siempre por el mero hecho de existir una amenaza para la libertad de los individuos. La actualidad de esta amenaza es recordada por H. L. A. Hart que, recordando la admonición de Mill, escribe lo
siguiente: «Parece fatalmente fácil creer que la lealtad a los principios demo18 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 61 ss.
19 Ibid., p. 61.
20 Cfr. ibid, p. 62. En relación con esto, para una comparación entre el pensamiento de Mill
y el de Rousseau, cfr. A. Ryan, Mill and Rousseau: Utility and Rights en Democratic Theory and
Practice, a cargo de G. Duncan, Cambridge University Press, Cambridge 1983, p. 39 ss.
94
Massimo La Torre
cráticos implica la aceptación de lo que puede ser definido populismo moral:
la opinión que la mayoría posea un derecho moral a señalar como debe vivir
cada uno. Lo cual es una equivocación de la democracia, que aún amenaza la
libertad individual»21.
En el pensamiento de Mill tal y como es expresado en On Liberty, no sólo
el Estado como aparato institucional coercitivo constituye un permanente
peligro para la libertad individual, como sin embargo ocurre en la tradición
liberal (piénsese por ejemplo en la primera página de Common Sense de Paine)22. Para Mill también la comunidad, en cuanto entidad hipostasiada y situada más de las posibilidades de acción y de control de los individuos, y la
sociedad como lugar del interés general, constituyen una fuente de peligros
para las libertades de los sujetos. He ahí por qué este pensador se distancia de
las posiciones de Augusto Comte, del cual por otra parte estuvo muy próximo y cuya filosofía positivista influyó en particular su obra A System of Logic
(1843). Mill se aleja de las teorías de Comte, manifestando respecto a ellas un
explícito desacuerdo cuando el estudioso francés preconiza un sistema social
comunitario respecto al cual el individuo resulta estar totalmente subordinado, aquella commuunauté contra la cual se desarrolla gran parte de la crítica
de Proudhon. Mill disiente claramente de Comte «cuyo sistema social,
expuesto en su Système de Politique Positive aspira a establecer (si bien
mediante mecanismos más morales que legales) un despotismo de la sociedad
sobre el individuo que supera cualquier otro despotismo contemplado en el
ideal político de los más inflexibles autoritarios (disciplinarian) entre los
filósofos antiguos»23. Este libro, —escribe del Système de Politique Positive
Mill en otro momento— «es una monumental advertencia a aquellos que
reflexionan en torno a la sociedad y la política de lo que ocurre una vez que
los hombres pierden de vista, en sus especulaciones, el valor de la libertad y
de la individualidad»24.
21 H. L. A. Hart, Law, Liberty and Morality, Oxford University Press, Oxford 1971, p. 79.
22 Cfr. T. Paine, Common Sense, a cargo de I. Kramnick, Penguin, Harmondsworth 1983,
p. 65.
23 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 73. El Essay on Liberty de John Stuart Mill —señala Giovanni Sartori— no fue escrito tanto para reivindicar una «libertad respecto al Estado» cuanto una
«libertad respecto a la sociedad» (cfr. G. Sartori, Democrazia e definizioni, III ed., Il Mulino,
Bologna 1972, p. 85).
24 J. S. Mill, Autobiography, edited by J. Stillingre, Oxford University Press, Oxford 1971,
pp. 127-128. Otro motivo de desacuerdo entre Mill y Comte es que éste último teoriza, en el
ámbito de una visión organicista de la sociedad, la inferioridad natural (y por lo tanto, en opinión
de Comte, también social) de la mujer respecto al hombre. Mill, defensor convencido de la causa de la emancipación de la mujer (a la cual dedica uno de sus ensayos más célebres, The Subjection of Women, 1869), no podía no reaccionar frente a esta posición de Comte. La cuestión de
la opresión de las mujeres es tratada, si bien bastante marginalmente, también en On Liberty: cfr.
J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 175.
Sobre derecho y utopía
95
El gobierno de una sociedad —advierte Mill— constituye un poder ya
enorme de por sí como para que sea conveniente equiparlo con más competencias. No solamente el gobierno entendido como la producción de normas
por parte de un restringido grupo de individuos, sino la dimensión social
como tal ya hipostasiada ya entendida como norma emanada también del conjunto de los asociados (consciente o inconscientemente) pero sustraída luego
de la discusión y de su modificación por parte de éstos, es fuente de opresión
y señal de dominio público, de «despotismo».
3. LA CUESTIÓN DE LA DELIMITACIÓN DEL PODER POLÍTICO
Tres son las objeciones que el filósofo inglés dirige hacia toda forma de
interferencia gubernamental que no implique violaciones de la libertad individual25. Estas últimas son en realidad rechazadas a priori como absolutamente inadmisibles, con la excepción de algunos casos señalados
anteriormente (que pueden reconducirse a la necesidad admitida por parte de
Mill de la garantía de la seguridad física de los miembros de la sociedad). Mill
no sólo considera ilícita la acción del Estado cuando implica restricción de la
libertad de los individuos, sino que entiende dañosa tal acción también cuando no obstaculiza el movimiento de los individuos, sino que lo promueve. La
acción del Estado se considera dañosa, desde esta perspectiva, tanto cuando
ataca o restringe la libertad negativa, como cuando tiende a sustituir la libertad positiva de los sujetos, reemplazándola o manipulándola. Esta acción de
intervención del Estado se considera perniciosa sobre todo —es ésta la primera objeción— porque cuando se trata de hacer cualquier cosa es probable
que esto sea hecho mejor por los individuos que por el gobierno. Ello es así
porque se considera que el más apto para dirigir un determinado asunto es
aquel que está personalmente interesado en él. Dicho principio implica el
rechazo de la interferencia de la administración y del poder legislativo en los
procesos ordinarios de producción y de distribución de bienes.
La segunda objeción dirigida por Mill a la intervención gubernamental en
los asuntos de la sociedad es la siguiente. En muchos casos —escribe Mill—,
incluso si los individuos no están en condiciones de hacer aquella cosa concreta mejor que los agentes del gobierno, no es menos deseable que sea llevada a cabo por los individuos antes que por el gobierno, con la finalidad de
educar y reforzar las facultades y las capacidades de iniciativa de los miembros concretos del cuerpo social. Por eso, por ejemplo, Mill recomienda la
introducción de los jurados populares en lugar de los tribunales compuestos
por magistrados profesionales y el desarrollo de las instituciones locales en el
25 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 180 ss.
96
Massimo La Torre
lugar de la administración central del Estado. Atribuye al asociacionismo
voluntario una importancia en cierto sentido similar a aquella que le atribuían pensadores anarquistas como Kropotkin y Malatesta26.
Desde muchos ángulos se asume que uno de los caracteres distintivos de
la teoría política liberal es el de preconizar una sociedad en la cual el único
ente colectivo es el gobierno, y en la que entre el gobierno y los individuos
no se interponga ninguna «sociedad intermedia». Ello es cierto por lo que se
refiere a una versión del liberalismo, pero no es un principio constitutivo, y
por lo tanto irrenunciable, de este pensamiento. Mill, manteniéndose en el
ámbito del liberalismo y aun representando una de sus versiones más conocidas apoya la creación del número más amplio posible de asociaciones voluntarias, o sea de «sociedades intermedias», a las que atribuye un papel
fundamental en su concepción de la sociedad libre.
La revalorización del asociacionismo voluntario me parece una aplicación
consecuente de los principios liberales. Una vez, en efecto, que la intervención del gobierno se considera de cualquier modo sospechosa y siempre precursora de implicaciones autoritarias, la iniciativa espontánea de los
individuos y su asociación se convierten en el modelo alternativo para el cuidado de los asuntos comunes del grupo social.
Por otra parte, Mill no es el único, en el ámbito de los pensadores liberales, en apostar de manera decisiva en favor del asociacionismo voluntario
como alternativa a la intromisión estatal. Humboldt sostenía que «el verdadero fin del Estado debe ser el de conducir a los individuos, a través de la libertad, a la asociación cuya actividad pueda sustituir en multitud de ocasiones a
la del Estado»27. Hayek, más recientemente, ha escrito a propósito: «La perjudicial idea de que todas las necesidades colectivas deben ser satisfechas por
organizaciones forzosas y que todos los medios que los individuos están dispuestos a transferir al Estado para los fines públicos deben estar bajo el control del gobierno es completamente ajena a los principios fundamentales de
una sociedad libre. El verdadero liberal debe al contrario desear en la mayor
medida posible aquellas «sociedades privadas dentro del Estado», organizaciones voluntarias entre el individuo y el gobierno, que el falso individualismo de Rousseau y la revolución francesa querían suprimir»28.
26 Cfr. por ejemplo E. Malatesta, L'anarchia, La Fiaccola, Ragusa 1973, p. 94 ss.
27 G. Humboldt, Saggio sui limiti dell'attività dello Stato, trad. it a cargo de G. Perticone,
Giuffré, Milano 1965, p.106; cfr. también la carta de Humboldt a George Foster del 1 de junio de
1972 parcialmente traducida en W. von Humboldt, Stato, società e storia, a cargo de N. Merker,
Editori Riuniti, Roma 1974, pp. 211-213.
28 F. A Hayek, Law, Legislation and Liberty, vol. 2, The Mirage of Social Justice, Routledge & Kegan Paul, London 1976, pp. 150-151.
Sobre derecho y utopía
97
La tercera y más consistente razón para limitar la interferencia del gobierno en los asuntos de la sociedad consiste en el peligro de excesos y desviaciones siempre presentes en el ejercicio del Poder político. Tras este
argumento se intuye el prejuicio típico del liberal para quien «el gobierno es
un mal necesario», de modo que el gobierno, aunque aceptado como «necesario», continúa siendo sin embargo por su naturaleza un «mal», y por lo tanto siempre es visto con sospecha. Es cierto que Mill habría estado de acuerdo
con la fórmula por la cual «el mejor gobierno es aquel que menos gobierna»29.
Si el gobierno es de por sí un peligro —argumenta Mill—, la intensidad de tal
peligro es directamente proporcional a la extensión de las competencias del
gobierno.
Toda función añadida a las ya ejercitadas por el gobierno aumenta —según
Mill— la influencia gubernamental sobre los miedos y esperanzas de los ciudadanos, convertiéndoles en «clientes» (hangers-on30) del gobierno o de
cualquier partido político que pretenda instalarse en el gobierno. Esto lo
escribía Mill en la Inglaterra de 1859, donde y cuando el aparato estatal,
comparado con los actuales, era poca cosa. Piénsese sólo en el reducidísimo
número de ministerios que entonces formaban el gobierno británico, y en
general los gobiernos europeos. Compárese aquella situación, en la Inglaterra del 1859, y la nuestra, en particular la italiana de los años 80, y nos daremos cuenta del fundamento de los temores que Mill manifestaba en la mitad
del siglo pasado.
La corrupción de nuestra sociedad —que es consecuencia no solo de la
propagación verdaderamente formidable de delitos como la apropiación indebida y la malversación de fondos públicos pero también y sobre todo del
deseo, que hoy cada uno alimenta, de querer vivir de las dádivas del tesoro
público, de dinero público— distingue la cualidad de «cliente» (en el significado que los latinos daban a este vocablo) o de postulante al que se ha reducido aquel que anteriormente se hacía llamar orgullosamente «ciudadano»31.
Como temió Mill, el crecimiento de las dimensiones del Estado es un factor
profundamente perversor para los hábitos y las capacidades del individuo. La
dilatación del poder político produce la corrupción antes que nada de sí mismo más allá de todo límite y luego la del conjunto del tejido social. Este, a su
vez, reproduce la corrupción y la transmite a la instancia política. «En realidad —como ha escrito un comentarista político a propósito de la situación
29 Cfr. H. D. Thoreau, On the Duty of Civil Disobedience, en H. D. Thoreau, Walden or Life
in the Woods and On the Duty of Civil Disobedience, Harper & Row, New York 1965, p. 251.
30 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 182.
31 En relación con esto Nicola Matteucci habla de desaparición del «ciudadano, portador de
una voluntad general, la de la civitas» (N. Matteucci, Individuo, società, stato, en Nuova civiltà
delle macchine, primavera 1983, p. 19).
98
Massimo La Torre
italiana— también lo «inferior» se comunica siempre con lo «superior» ya
que vuelve a entrar a su vez en la oligarquía política que controla todo: dependiendo de la «consulta a las fuerzas políticas» todo o casi todo: la vida de
barrio y las circunstancias del gobierno, las soluciones legislativas o las salvataggi industriales, el reparto de las plazas al azar, la misma condición y la
respetabilidad de las personas»32.
Continuemos con la argumentación de Mill en On Liberty y nos daremos
cuenta de la perversa naturaleza de los Estados democráticos contemporáneos así como del vasto y profundo proceso de estatalización que ha tenido
lugar en los más de cien años que nos separan de la primera edición del libro
del filósofo inglés. Si las carreteras, los ferrocarriles, los bancos, las asociaciones, las universidades, la asistencia pública fueran todas ellas ramificaciones del Estado; si, es más, las instituciones locales con todas sus
competencias se convirtieran en parte de la administración central; si los
empleados de todos estos entes fueran asumidos y pagados por el gobierno y
esperaran del gobierno la mejora de su nivel vida; pues bien —concluye
Mill— la libertad de prensa y la elección por parte del pueblo de las asambleas legislativas no bastarían para hacer de un país así una nación libre, como
no fuera sólo en el nombre33.
El peligro sería todavía mayor —añade nuestro autor— cuanto más científicamente fuera construida la máquina administrativa, y cuanto más eficaz
fuera la manera de reclutar para tal administración el personal capaz y cualificado. Si cada sector de la administración de la sociedad que exige el acuerdo de grandes esfuerzos estuviera en manos del gobierno, y si las despachos
del gobierno estuvieran ocupados por los hombres más capaces, Mill considera que toda la cultura y la inteligencia del país acabarían por concentrarse
en una enorme burocracia, a la cual el resto de la comunidad se vería obligada a dirigirse para cualquier cosa.
Mill se halla bien lejos de las concepciones que consideran la política (y
el Derecho) como «tecnología social». No creo que Mill compartiera en relación con esto las tesis por ejemplo de Hans Kelsen y de Hans Albert, que se
reclaman dentro del pensamiento liberaldemocrático. Una concepción instru32 A. Cavallari, «L'Italia che ho visto in quei tre anni», en La Repubblica del 5 de octubre
de 1984. Sobre este tema, cfr. M. D'Antonio, La costituzione di carta, II ed., Mondadori, Milano
1978, p. 160 ss. Sobre la naturaleza de «cliente» del italiano contemporáneo, son ilustrativas las
páginas de I. Silone, Uscita di sicurezza, Mondadori, Milano, 1980, pp. 168-174. Sobre la reciente configuración de las relaciones políticas como relaciones entre un «patrono» y un «cliente»,
que es un ulterior signo del actual proceso de privatización y feudalización de la esfera pública
en los piases occidentales y en especial en Italia, cfr. N. Bobbio, «La crisi della democrazia e la
lezione dei classici», en AA.VV., Crisi della democrazia e neocontrattualismo, Editori Riuniti,
Roma 1984, pp. 25-27.
33 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 182.
Sobre derecho y utopía
99
mentalista de la política y del derecho, considerados esencialmente como instrumentos de «ingeniería social», contrasta —como señala Isaiah Berlin—
con el humanismo que inspira el pensamiento liberal34 por lo menos a partir
de Kant. Una concepción instrumentalista de la política choca con la atribución al sujeto humano de un valor absoluto, de tal manera que deba ser tratado —según la famosa máxima kantiana35— siempre como un fin y nunca
como un medio. Una concepción así presupone una antropología según la
cual el hombre actúa esencialmente mediante estímulos externos y de imitación. Esta no es la antropología de John Stuart Mill. «Aquel —escribe— que
deja que el mundo, o la parte de éste que le corresponde, elija por él su programa de vida no necesita ninguna otra facultad que aquella simiesca de la
imitación»36. Pero la naturaleza humana —según Mill— es muy distinta de la
de los monos. «La naturaleza humana no es una máquina construida según un
modelo, y obligada a hacer exactamente el trabajo prescrito para ella, como
un árbol, que tiene la obligación de crecer y desarrollarse por todas sus partes, según la tendencia de las fuerzas internas que hacen de él algo vivo»37. Se
podría quizás avanzar la hipótesis de que Mill sitúa como fundamento de la
política más que una racionalidad de tipo instrumental (centrada en la relación
medio-fin) una racionalidad «comunicativa» o «discursiva» (basada en la
posibilidad igual de las partes de hacerse entender) parecida a aquella teorizada en nuestros días por Karl-Otto Apel y por Jürgen Habermas38.
Como se ha visto, la lectura de Mill nos pone de manifiesto la enorme distancia que separa nuestra sociedad de las liberales del pasado siglo, por lo que
se refiere a la relación entre Estado e individuo. Mill deseaba que los asuntos de la sociedad continuasen siendo regulados con exclusión de la intervención estatal, y que los más capaces no malgastasen su talento en el interior de
los órganos de la administración política. Con este deseo contrastaba, en la
sociedad civil del siglo XIX, un extendido sentimiento por el cual el empleo
público era visto, respecto a la actividad privada, como una ocupación de rango inferior. «No existe un joven inteligente que estudie leyes para entrar en
una «Administración»; todos aspiran a la abogacía, a los negocios, a la vida
política. No existe un alumno-ingeniero capaz que no aspire a la industria o a
34 Cfr. I. Berlín, Due concetti di libertà, trad. it. en AA.VV., La libertà politica, a cura di A.
Passerin d'Entreves, Comunità, Milano 1974, p. 121.
35 Cfr. I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, trad. it., Laterza, Bari 1980, p. 61.
36 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 123.
37 Ibidem. Cfr. también J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 121. Sobre la antropología humanística, cfr. además B. Russell en colaboración con D. Russell, The Prospects of Industrial Civilization, The Century Company, New York-London 1923, pp. 274-275.
38 Para una primera aproximación a estos temas, cfr. Rationalität. Philosophische Beiträge,
Herausgegeben von H. Schnädelbach, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1984, passim.
100
Massimo La Torre
la profesión independiente. Al «Cuerpo de Ingenieros», a los «Ferrocarriles
estatales», a los «Servicios eléctricos», acuden generalmente los inútiles, los
tímidos que no se atreven a lanzarse a la vida, los muchachos sin carácter y
sin personalidad, los empollones, los «primeros de la clase», que no conciben
la entrada en la vida más que a través de la puerta santa de la oposición»39.
Así podía escribir un liberal como Armando Zanetti todavía en 1937. ¿Pero
quién podría hoy repetir sus palabras en una sociedad donde el empleo público constituye la principal (y a menudo la única) oportunidad de trabajo, y que
por lo tanto se ha convertido en la máxima aspiración de capaces y menos
capaces?
4. LA ORGANIZACIÓN
POLÍTICA EN UNA SOCIEDAD LIBRE.
LIBERTAD
NEGATIVA Y
LIBERTAD POSITIVA
¿Cuál es la organización política que más se adecúa al ideal de una sociedad libre? Mill responde a la pregunta recurriendo a su principal tesis epistemológica, que puede resumirse en la afirmación, muy anterior a Karl Popper
y a Hans Albert, de la falibilidad del conocimiento.
De la constatación de la «debilidad» de las facultades cognoscitivas del
hombre John Stuart Mill hace derivar la necesidad, para que se alcance un
grado aceptable de probable certeza del conocimiento, de proceder a múltiples y distintos ensayos y a la formulación de variadas hipótesis en conflicto
entre sí. Mill retoma aquí una idea que ya se encuentra in nuce en la Areopagitica de John Milton40, y que circula en el pensamiento ilustrado 41. Esta idea
había encontrado, durante la revolución francesa, una síntesis muy eficaz en
el lema que acompañaba en ocasiones, en los manifiestos revolucionarios, a
la llamada a participar en una asamblea: Du choque des idées jaillit la lumière (del encuentro de las ideas surge la luz). Con esta tesis, del pluralismo
como fundamento del conocimiento, Mill en el segundo capítulo de On
Liberty justifica la reivindicación de la libertad de pensamiento42.
Mill utiliza cuatro argumentos para «justificar» la libertad de opinión y
expresión. (a) Una opinión puede siempre ser verdadera, teniendo en cuenta
que nosotros, seres humanos, no disponemos de un criterio absoluto de ver39 A. Zanetti, Il nemico, III ed., La Fiaccola, Ragusa 1981, p. 88.
40 J. Milton, Areopagitica. A Speech fir the Liberty of Unlicensed Printing, to the Parliament of England, en J. Milton, Prose Writings, con introducción de K. M. Burton, Everyman's
Library, London-New York 1974, p. 177.
41 Carlo Cattaneo parafrasea aquella divisa cuando escribe que «del perpetuo encuentro de
las ideas se enciende todavía hoy la llama del genio europeo» (C. Cattaneo, Scritti letterari, Le
Monnier, Firenze 1925, p. 292).
42 Sobre la conexión entre aumento del conocimiento y libertad de opinión, cfr. G. Giorello, M. Mondadori, Prefazione, en J. S. Mill Saggio sulla libertà, trad. it. cit., pp. 14-18.
Sobre derecho y utopía
101
dad. Reducirla al silencio significaría asumir nuestra infalibilidad43. (b) Incluso si una opinión es engañosa, puede no obstante contener partes de verdad.
Y ya que la opinión dominante jamás o muy raramente nos ofrece toda la verdad sobre una materia, la posibilidad de obtener la parte restante de verdad
sólo puede darse a través del encuentro de la opinión mayoritaria con otras
opiniones disidentes. (c) Aunque se admita que la opinión dominante expresa toda la verdad sobre una determinada materia, es probable que sea considerada por aquellos que la sostienen como un prejuicio del cual no se
comprenden ni el alcance ni los fundamentos racionales, a menos que la disputa sobre aquella verdad obligue a sus defensores a indagar sobre su significado y sus bases científicas. (d) En fin, una opinión dominante verdadera
pero no debatida corre el riesgo de transformarse en un dogma, en una mera
profesión de fe, incapaz de promover el desarrollo ulterior del conocimiento,
que sólo es posible a través del ejercicio no conformista de la razón y del
libre desarrollo de la experiencia personal44.
Mediante la tesis de la falibilidad del conocimiento humano John Stuart
Mill «justifica» también la libertad de acción45. «El argumento de Mill —escribe un estudioso del pensamiento de este filósofo— en favor de la libertad de
acción, la mayor expresión posible de la individualidad, era exactamente paralelo a su argumento sobre la libertad de discusión [...]. Precisamente porque
asumía que la verdad emergería de la libertad, afirmaba también que cualquier
tipo de bien, el desarrollo más pleno del individuo, la virtud, el vigor, también
el talento, resultarían del cultivo de la individualidad»46.
Del mismo modo, Mill construye su modelo de democracia sobre la necesidad del pluralismo de los conocimientos y de la experiencia. Ya que las acti43 Un argumento análogo es utilizado por Milton, Areopagitica, cit., p. 160. La afirmación
de la libertad individual como «deducción» de la asunción de la «falibilidad» de los conocimientos humanos es una tesis central en W. Godwin, Enquiry Concerning Political Justice and
Its Influence on Modern Morals and Happiness, a cargo de I. Kramnick, Penguin, Harmondsworth 1976, p. 198 ss.
44 También este argumento de Milton tiene un correspondiente en J. Mill, «Areopagitica»,
cit., p. 172.
45 Sobre tal falibilidad exagerada hasta el extremo del relativismo cognoscitivo y del llamado «anarquismo metodológico» funda su filosofía política Paul K. Feyerabend, que considera que «una sociedad libre es una sociedad relativista» (P. K. Feyerabend, La scienza in una
società libera, trad. it. de L. Sosio, Feltrinelli, Milano 1981, p. 33). Contra P. Strasser, «Ist eine
freie Gesellschaft eine relativistische Gesellschaft?», en Grazer Philosophische Studien, 1980,
p. 141 ss. Sobre la falibilidad de la razón humana se funda también la filosofía política de Hans
Albert: cfr. H. Albert, Regole metodologiche e regole democratiche, en Biblioteca della libertà,
1986, n. 92, p. 63 ss. Es frecuente en los filósofos políticos la tentación de fundar sus enunciados normativos sobre alguna teoría del conocimiento. Un reciente intento en esta línea es el de
M. Zirk-Sadowski, Democracy as Hermeneutics, en Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie,
1985, 2, p. 159 ss.
46 G. Himmelfarb, Introduction, en J. S. Mill, On Liberty, cit., pp. 32-33.
102
Massimo La Torre
vidades del gobierno —escribe Mill— tienden a ser para todos las mismas, y
puesto que, al contrario, por lo que concierne a los individuos y a las asociaciones voluntarias, existe gran cantidad de experiencias y diversidad de experimentaciones, la organización política de un país puede actuar útilmente y
sobre todo constituirse como un órgano central que recoja y luego difunda el
saber resultante de las múltiples experiencias de los individuos y de los grupos. Esta es una concepción de la instancia política central que recuerda
mucho aquella «comisión de estadística» que en los programas de reorganización social de los internacionalistas era concebida como alternativa a la
administración central del Estado47.
Mill considera que, como no podemos conocer a priori cual es el conocimiento más cierto, cuál es la experiencia más fructífera, es necesario lograr
que muchos conocimientos y muchas experiencias contrasten entre sí con el
fin de establecer cuál de ellas es la más afortunada. Lo que vale en el campo
del conocimiento vale todavía más en el ámbito de la práctica social48. Por lo
tanto, según Mill, el Estado se debe encargar de permitir a cualquier proyecto de práctica y de organización social beneficiarse de la experiencia de los
otros, en vez de no tolerar otras actividades que no sean aquellas que provienen de sus órganos. A juicio de Mill, el principio práctico que debe inspirar la
organización política de una sociedad libre es, por lo tanto, el de la más grande dispersión del poder político compatible con la eficiencia, y al mismo
tiempo la más extensa centralización posible y la más minuciosa difusión de
la información desde el centro hacia la periferia49.
Para entender mejor el carácter de la organización política promovida
por Mill es necesario dirigir la atención a la concepción que el filósofo
inglés tiene de un pueblo libre. ¿Cuál es, según Mill, el modelo antropológico del ciudadano libre? Mill establece una conexión entre civilización
desarrollada y vigencia de un «espíritu insurreccional»50. Si la población de
47 Cfr. por ejemplo J. Guillaume, Idées sur l'organisation sociale, Courvoisier, La Cahuxde-Fonds 1876.
48 El relativismo cognoscitivo y el pluralismo de los conocimientos y de la experimentación
que se derivan son del mismo modo la «justificación» adoptada por Mill para la defensa de la emancipación femenina y de un régimen de igualdad entre los sexos. Cfr. J. S. Mill, The Subjection of
Women, en J. S. Mill, On Liberty, Representative Government, The Subjection of Women, con
introducción de G. Fawcett, Oxford University Press, Oxford 1954, p. 431.
49 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 185. Sobre la compatibilidad entre centralización y
democracia entendida como autoorganización de la sociedad, cfr. C. Castoriadis, Democrazia e
centralizzazione, en AA. VV., Dissenso e democrazia nei paesi dell'Est. Dagli atti del convegno
internazionale di Firenze gennaio 1978, a cargo de P. Nadin, Vallecchi, Firenze 1980, p. 41 ss.
50 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 183. Al insurreccionismo de Mill se refiere en su
reinterpretación del liberalismo Carlo Rosselli, cfr. C. Rosselli, Socialismo liberale, a cargo de
J. Rosselli, Einaudi, Torino, 1979, p. 103.
Sobre derecho y utopía
103
un país —escribe el filósofo inglés— o una gran parte del mismo, es capaz
(y cita como ejemplo a los franceses) de improvisar y dirigir eficaces planes de acción en una insurrección; si un pueblo es capaz ( y cita a los americanos) de llevar adelante, sin la intervención del gobierno y con suficiente
inteligencia, la gestión de la cosa pública; entonces aquel pueblo podrá llamarse libre. Este es el modelo de un pueblo libre: un pueblo capaz de defenderse militarmente y de administrarse económicamente por sí mismo, sin la
ayuda (o el estorbo) del gobierno. Un pueblo así difícilmente se dejará
esclavizar, por dos razones:
a. porque es capaz de luchar eficazmente contra cualquier amenaza
armada del Estado;
b. porque es capaz de regir las actividades sociales y económicas y de
tomar en sus propias manos la administración de los asuntos públicos.
Se discute en relación con esto un lugar común en el pensamiento político liberal.
Desde muchas perspectivas, pero especialmente desde la marxista, se ha
representado el tipo antropológico preconizado por la teoría liberal como
aquel del burgués, del comerciante, el cual a cambio de la seguridad prometida a sus negocios, y más en general a su esfera privada, cede a otros el ejercicio del poder político51. Esta imagen del homo liberalis está diseñada de
algún modo sobre el modelo del burgués renacentista en las cuidades-estado
italianas que gustosamente delega en los mercenarios la gravosa defensa de
su ciudad y restringe progresivamente sus intereses de la vida pública a la
económica, acelerando así la desaparición de la ciudad y el surgimiento de la
«signoría».
Esta interpretación del modelo antropológico preconizado por el liberalismo se basa en la famosa distinción efectuada por Benjamín Constant entre
libertad positiva (o «libertad de los antiguos») y libertad negativa (o «libertad
de los modernos»). Constant toma partido, como es sabido, a favor de la libertad negativa, esto es la libertad que consiste no en la participación en el poder
político, sino en la abstención por parte del poder de toda arbitraria invasión
de la esfera privada del ciudadano y en la protección de este último contra
aquella eventualidad (el arbitrio del poder político). En esta postura alguien
ha visto la exaltación del egoísmo «privado» y la recomendación al individuo
de abstenerse de cualquier actividad pública, la invitación a despojarse de los
hábitos de «ciudadano» para asumir aquellos más cómodos de «propietario»
51 Para una interpretación de este tipo, cfr. D. Neri, Le libertà dell'uomo, Editori Riuniti,
Roma 1980, pp. 75-76.
104
Massimo La Torre
o de «padre»52. No pretendo, en el espacio de este trabajo, entrar en el fondo
de tal interpretación; eso requeriría un análisis cuidadoso de textos de Constant que excede el tema (el pensamiento de Mill sobre la libertad) del que se
trata aquí. Me importa, sin embargo, afirmar que, aunque Constant hubiera
predicado el abstencionismo político en el sentido anteriormente señalado (de
lo cual tengo importantes dudas), la postura «abstencionista» no podría atribuirse al pensamiento liberal en su conjunto. A semejante atribución inmerecida se oponen, entre otras cosas, las ideas de Mill.
Por otro lado no se ve por qué la afirmación de la denominada libertad
negativa debería colisionar con el reconocimiento de la libertad «positiva». A
propósito de esto, se comparte la opinión de Claude Lefort según el cual «la
afirmación de que la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no
daña a los otros no implica el repliegue del individuo en la propia esfera de
actividad. La fórmula negativa: "Aquello que no daña a...", en la cual se detiene Marx, —continúa Lefort— es inseparable de la forma positiva: "hacer todo
aquello que..."»53. Aquí se puede intentar proponer la siguiente tesis. La libertad negativa es la condición necesaria, aunque no suficiente, condicio sine
qua non pero no condicio per quam, de la libertad positiva. Pensar en una
libertad positiva en una situación en la que no está garantizada la libertad
negativa es, en mi opinión, un sinsentido. Para participar libremente en la gestión de la cosa pública —subrayo el «libremente» ya que la mera participación no nos posibilita aún la libertad positiva— es necesario antes de nada,
poder desplazarse libremente, por lo tanto no encontrarse en estado de cautividad, y además también poder estar en la propia casa sin el temor de una
irrupción de cualquiera y con mayor razón de las fuerzas que deberían velar
por la seguridad de los ciudadanos, poder salir de casa sin la amenaza de una
agresión. Además, con el mismo fin, (la libre participación política, o libertad
positiva), es necesario poder discutir libremente, para lo cual es necesario
poder encontrarse libremente, intercambiar las propias opiniones, y por consiguiente poder enviar y recibir correspondencia sin que ésta sea interceptada
y censurada, y, en fin, poder hacer públicas (a través del empleo de los media
o de reuniones en lugares públicos) las propias ideas.
Andrea Caffi ha escrito sobre la libertad palabras simples pero esenciales.
«Donde quiera que exista vida en común (¿y donde no existe vida en común
52 Una opinión contraria es la de Mauro Barberis que concluye así un estudio sobre el pensamiento de Constant: «Estando así las cosas, será necesario eliminar de una imagen así construida del liberalismo algunos connotaciones que no hemos encontrado en la obra de Constant:
el clasismo por ejemplo o el partido filopropietario, o el prejuicio antidemocrático, o el moderantismo, o el conservadurismo» (M. Barberis, Il liberalismo empirico di Benjamin Constant.
Saggio di storiografia analitica, Ecig, Genova 1984, p. 199, cursiva en el texto).
53 C. Lefort, Les droits de l'homme en question, en Revue interdisciplinaire d'etudes juridiques, 1984, 13, pp. 28-29.
Sobre derecho y utopía
105
con los otros?), la libertad consiste en que se me deje tranquilo lo más posible, de manera que no tenga que devanarme el seso en la famosa elección
entre «libertad abstracta» y «libertad concreta», democracia «formal» y
democracia «sustancial». Si no temo ser despertado a las seis de la mañana
por la NKVD o por la Gestapo, soy libre; en caso contrario, no lo soy, y no
hay más que decir»54. Aquí Caffi se refiere más que a la pareja libertad negativa/libertad positiva a aquella otra libertad abstracta/libertad concreta, con la
cual en ocasiones se tiende a confundir la primera. Esta segunda pareja (libertad abstracta/libertad concreta) es introducida en la teoría política por la doctrina marxista. El marxismo nos enseña, en realidad, que la libertad negativa
es libertad «abstracta», y que la libertad «concreta» (que no consiste tampoco en la libertad positiva, por lo menos en el sentido atribuido por Constant)
resulta de la combinación de la colectivización de la propiedad con la dictadura proletaria. Así, la libertad «concreta» se resuelve (a) en una determinada organización de la economía y (b) en alguna forma de participación en la
organización política del país, a través de la mediación orgánica de la vanguardia proletaria. Puede concluirse que en la doctrina marxista la libertad
política se especifica por una parte en un status económico, y por otra en la
movilización del cuerpo social interesado (del sujeto de la «libertad»).
Uno de los ensayos de teoría política más interesantes escritos por John
Stuart Mill es el dedicado a la obra de Alexis de Tocqueville, La Democracia
en América. En este largo ensayo, en un determinado momento, siguiendo la
argumentación de Tocqueville, Mill se enfrenta a la cuestión del abstencionismo político y del repliegue en el ámbito privado del ciudadano en las
sociedades democráticas. «El señor de Tocqueville —escribe Mill— es de la
opinión que una de las inclinaciones de un estado democrático es la de hacer
que cada uno, de algún modo, se refugie en sí mismo y se concentre en sus
intereses particulares, deseos y objetivos en el interior de sus propios asuntos
y del propio hogar»55. Para Mill, como para Tocqueville, tal tendencia es perniciosa. «Por ello, ya que el carácter de la sociedad cada vez es más democrático, es siempre muy necesario alimentar el patriotismo56 a través de
medios artificiales; entre éstos ninguno es tan eficaz como las instituciones
libres, o bien una amplia y frecuente intervención de los ciudadanos en la ges54 A. Caffi, Critica della violenza, Bompiani, Milano 1966, p. 169.
55 J. S. Mill, M. de Tocqueville on Democracy in América, en J. S. Mill, Dissertations and
Discussions Political, Philosophical and Historical, vol. 2, II ed., Longmans, Green & Co., London 1867, p. 46. Que lo «privado» tendiera a constituir el centro de gravedad de la vida política
de la sociedad burguesa había sido ya agudamente señalado por Heinrich Heine. Sobre esto, cfr.
los Englische Fragmente (1828), en H. Heine, Reisebilder, Aufbau Verlag, Berlin und Weimar
1983, p. 396 ss.
56 Con patriotismo Mill intenta expresar el sentimiento de pertenencia a la comunidad, y no
una determinada forma de ideología nacionalista.
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tión de los asuntos públicos»57. Así, para evitar aquel repliegue en la esfera
privada que según algunos constituía la quinta esencia del pensamiento liberal, Mill —siguiendo a Tocqueville— recomienda la adopción cada vez
mayor de free institutions, de instituciones políticas libres que se basen en la
generalizada y espontánea participación de los ciudadanos. Las «instituciones
libres» son concebidas por Mill como un correctivo a la tendencia de las
sociedades democráticas (aquí en el sentido de sociedades de masa) a aislar
al individuo de sus semejantes, al ciudadano de los otros consociados. A tales
instituciones libres Mill asigna la función de constituir una escuela de cooperación y de solidaridad. «No es sólo el amor al propio país el que reclama esta
dedicación, sino todo sentimiento que une sea por interés o por simpatía a los
hombres a sus vecinos y compañeros»58.
Sin embargo, Mill es —como se ha visto anteriormente— bien consciente de la insuficiencia de la exclusiva participación en el poder político allí
donde ésta no esté acompañada de la libertad negativa, y también de las tentaciones autoritarias innatas en una participación que no tenga en cuenta el
estatuto autónomo del individuo. Lo cual no quiere decir que la participación,
la libertad positiva sea a su vez olvidada. Tampoco Mill cae en el defecto típico de la teoría política liberal de limitar el radio de acción de la libertad positiva a la esfera política. La participación es, según Mill, no solamente
participación en la vida de las instituciones políticas, sino también en la de las
instituciones económicas, de la fábrica, en primer lugar. Sobre este particular,
el filósofo inglés llega a desear «la asociación de los mismos trabajadores en
un plano de igualdad, los cuales posean colectivamente el capital necesario
para sus asuntos y trabajen a las órdenes de managers elegidos y revocables
por ellos mismos»59. Va subrayado, además, que Mill considera que el princi57 J. S. Mill, op. ult. cit., pp. 47-48.
58 Ibid., p. 48. La mejor forma de gobierno es para Mill aquella por la cual «el conjunto
entero de la comunidad» es investido de un poder soberano, es decir es «llamado a tomar parte
efectiva en el gobierno» (J. S. Mill) «Considerations on Representative Government», en J. S.
Mill, Utilitarianism, On Liberty and Considerations on representative Government, a cargo de
H. B. Acton, cit., p. 207. Mill no restringe el valor y la operatividad del espíritu de cooperación
solamente a la esfera política. Considera, sin embargo, que la cooperación es beneficiosa y necesaria también en el ámbito económico, donde debería amparar y limitar el principio opuesto de
la concurrencia (cfr. J. S. Mill, Civilization, en J. S. Mill, Dissertations and Discussions Political, philosophical, and Historical, vol. 1, II ed., Longmans, Green & Co., London 1867, p. 189).
Sobre el valor que Mill atribuye a la cooperación en el ámbito económico, cfr. H. Jacobs,
Rechtsphilosophie und Politische Philosophie bei John Stuart Mill, H. Bouvier u. Co. Verlag,
Bonn 1965, p. 136 ss.
59 J. S. Mill, Principles of political Economy with Some of Their Applications to Social Philosophy, VII ed., Longmans, Green, Reader, and Dyer, London 1872, Book IV, Chap. VII, § 6,
p. 465. La constante preocupación en la obra de J. S. Mill por afirmar el principio del autogobierno es señalada por A. Ryan, Mill and Rousseau: Utility and Practice, cit., p. 53.
Sobre derecho y utopía
107
pio del «libre cambio» no se basa sobre los mismos fundamentos sobre los
cuales, en su opinión, descansa el principio de la libertad individual. «La doctrina del libre cambio —escribe— no implica el principio de la libertad individual»60. Mill, por lo tanto, distingue claramente entre libre cambio, doctrina
del libre mercado, y liberalismo. En este sentido, Rawls y no Nozick está más
próximo de la filosofía política de Mill.
En relación con esto se menciona la posición de Mill respecto a la sucesión hereditaria. El filósofo inglés se opone tanto al principio que concentra
la herencia en manos del primogénito como al de la división obligatoria del
patrimonio hereditario según cuotas iguales entre los descendientes, el sistema llamado del partage forcé61. Indicativas de la aspiración a una plena justicia social que invade todo el pensamiento de Mill son las razones que él
aduce ya sea contra el principio de la primogenitura como contra el principio
del partege forcé.
El principio de la primogenitura es criticado por el hecho de que conduce a la concentración de la riqueza. Para Mill, en realidad, «es deseable el
reparto de la riqueza, y no su concentración» y «el estado más sano de la
sociedad no es aquel en el cual fortunas inmensas son poseídas por pocos y
deseadas por muchos, sino aquel en el cual el mayor número posible posee
y se conforma con ingresos moderados que cada uno puede esperar conseguir»62. El principio de la división obligatoria del patrimonio hereditario
según cuotas iguales entre los descendientes es criticado por Mill, sobre
todo porque conduce al control por parte del Estado de las actividades del
propietario con el fin de proteger los derechos futuros y eventuales de los
herederos. Además, Mill subraya que la división por cuotas iguales, lejos de
favorecer la igualdad entre los herederos, puede beneficiar a los más capaces (respecto a los menos capaces) y a aquellos que ya disponen de medios
para proveer su sustento (respecto de aquellos que carecen de tales medios).
A los menos capaces y a los menos acomodados, sin embargo, por un principio de justicia, —sostiene Mill— les debería corresponder una cuota hereditaria mayor respecto a aquella destinada a los más capaces y a los más
acomodados.
60 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 164. Que Mill no concibiese el liberalismo como doctrina
de la libertad aplicable sólo a las clases privilegiadas y en el interior del ámbito de acción de la
burguesía es señalado, entre otros, por Dino Cofrancesco: cfr. D. Cofrancesco, J. S. Mill e Tocqueville nell'ottocento liberale, en J. S. Mill, Sulla «Democrazia in América» in Tocqueville, trad.
it., a cargo de D. Cofrancesco, Guida, Napoli 1971, p. 86.
61 Sobre las propuestas de Mill en el tema de la sucesión hereditaria, cfr. V. Ferrari Successione per testamento e trasformazioni sociali, Comunità, Milano 1972, pp. 22-23.
62 J. S. Mill, Principles of political Economy with Some of Their Applications to Social Philosophy, VII ed., cit., Book V, Chap. IX, § 2, p. 538.
108
Massimo La Torre
La propuesta de Mill en lo referente a las sucesiones es por lo tanto la
siguiente. Es necesario permitir la libertad de disponer por testamento de
los propios bienes, pero con dos importantes limitaciones. (a) Si existen
descendientes incapaces de mantenerse a sí mismos, cuyo sustento por ello
recaería sobre el conjunto de la comunidad, se les debe conceder el equivalente de lo que el Estado otorgaría para su sustento. (b) Nadie puede
adquirir por vía hereditaria un patrimonio mayor del necesario para una
moderada independencia63. A partir de tal propuesta resulta evidente que
Mill entiende la sucesión como un mecanismo de redistribución equitativa
de la riqueza.
5. LIBERALISMO Y ANARQUISMO. AFINIDADES HISTÓRICAS Y TEÓRICAS
¿Cuál es, a fin de cuentas, el núcleo del pensamiento político de John
Stuart Mill expresado en On Liberty? El «gran principio directivo» (como
Mill lo define retomando las palabras de Wilhelm von Humboldt) que guía al
filósofo en su ensayo sobre la libertad es aquel según el cual la coerción en
todas sus formas ahoga las energías humanas y produce toda clase de mezquindades. Vale para Mill todo lo que escribe a propósito von Humboldt: «La
coacción mortifica el esfuerzo y excita todos los deseos egoístas, y las más
bajas estratagemas de la debilidad. La coacción puede quizás impedir alguna
equivocación, pero priva de hermosura también a las acciones más justas. La
libertad produce quizás algún error, pero ofrece al vicio mismo una apariencia menos innoble»64. La libertad es definida así por Mill: «La única libertad
digna de este nombre es la de perseguir nuestro propio bien según nuestros
particulares modos, siempre y cuando no intentemos privar a los otros de la
suya u obstaculizar sus esfuerzos por obtenerla»65. En la condena de la coerción y en la afirmación rigurosa de la libertad como autonomía del individuo
el liberalismo consecuente y radical de John Stuart Mill llega —en mi opinión— hasta los confines del anarquismo66.
63 Cfr. ibid, Book V, Chap. IX, § 4, pp. 540-541. Sobre la postura de Mill en relación con
la sucesión, cfr., también, ibid, Book II, Chap. II, §§ 3-4, pp. 140.
64 G. Humboldt, Saggio sui limiti dell'attività dello Stato, trad. it. cit., pp. 90-91. Que la
condena de la coacción expresada por Humboldt sea compartida plenamente por Mill es mantenido, entre otros, por H. B. Acton, Introduction, en J. S. Mill, Utilitarianism. On Liberty and
Considerations on Representative Government, a cargo de H. B. Acton, cit., p. 12.
65 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 72.
66 Que la concepción individualista de la sociedad y de la historia sea el punto en el cual
liberalismo y anarquismo se convergen, o por lo menos entran en contacto, es señalado por N.
Bobbio, Il futuro della democrazia, cit., p. 123.
Sobre derecho y utopía
109
La atribución de una autenticidad anarquista al pensamiento político de
Mill, al menos tal y como éste es expuesto en On Liberty, podrá parecer quizás forzado67. Creo, sin embargo, que un argumento en favor de esta tesis
puede encontrarse en la Autobiografía de Mill (publicada por Helen Taylor
en 1873), donde el autor expone las fuentes teóricas de su ensayo sobre la
libertad y hace explícitas algunas referencias que pueden ya leerse tras las
líneas de aquel ensayo. Pues bien, una de estas referencias, además de Wilhelm von Humboldt (una de cuyas frases aparece como encabezamiento de
On Liberty) la constituye el pensamiento de Josiah Warren68. Josiah Warren
fue una anarquista individualista americano, impulsor de una experiencia
comunitaria (Modern Times) que se desarrolló en Long Island aproximadamente de 1850 a 186069. Por otra parte, en la obra de pensadores anarquistas
posteriores pueden encontrarse reconocimientos del débito teórico que éstos
tienen en relación con Mill, y en especial del Mill de On Liberty. Así, por
ejemplo, nos encontramos con la siguiente afirmación de Luigi Fabbri, teórico bastante influyente del anarquismo italiano, cuando redacta una especie
de elenco de fuentes del pensamiento anarquista: «La exposición del concepto de libertad, ya se encuentra por completo en un librito de Stuart
Mill»70. Y de inspiración milliana —en su condena del conformismo y en su
interpretación del socialismo como teoría individualista— es una de las más
bellas obras de la literatura anarquista: The Soul of Man under Socialism de
Oscar Wilde71.
Nico Berti, en un intento de reconstrucción histórico—teórica del anarquismo, ha sostenido que esta corriente de pensamiento es de alguna manera
67 No está de más recordar que On Liberty es recibido por sectores conservadores de la opinión pública inglesa como un libro «anarquista». El liberalismo radical de Mill fue duramente
criticado por Matthew Arnold en el segundo capítulo («Doing as One Likes») de Culture and
Anarchy (1869). Según Arnold, la reivindicación de una completa libertad de palabra incluía una
incitación a la «anarquía» y a la «subversión».
68 Cfr. J. S. Mill, Autobiography, cit., p. 152.
69 Sobre Warren, y en general sobre la conexión entre anarquismo y tradición liberal estadounidense, cfr. R. Rocker, Pioneri della libertà, trad. it. de Rossella Di Leo, Antistato, Milano
1982, especialmente p. 71 ss. Sobre Warren, cfr. también G. Woodcock, Anarchism. A History of
Libertarian Ideas and Movements, The World Publishing Company, Cleveland and New York
1962, p. 456 ss, y sobretodo R. Greagh, Laboratori d'utopia, trad. it., Antistato, Milano 1985, p.
59 ss. Un ejemplo reciente de continuidad entre anarquismo y liberalismo en el ámbito del pensamiento político estadounidense es el hermoso libro de P. Goodman, La società vuota, trad. it.
de M. Mazzini, Rizzoli, Milano 1970.
70 L. Fabbri, «L'anarchismo nella dottrina e nel movimento» en Pagine Libere, Lugano, 1
de junio de 1907, año I, n. 12, p. 761.
71 Cfr. O. Wilde, The Soul of Man under Socialism, ahora en O. Wilde, De Profundis and
other Writings, con introducción de H. Pearson, Penguin, Harmondsworth 1984, p. 19 ss.
110
Massimo La Torre
el producto teórico consecuente del proceso de secularización del cual el liberalismo constituiría una primera etapa72. La obra de Mill, que constituye una
de las interpretaciones más coherentes y avanzadas del liberalismo, parece
confirmar la hipótesis de una conexión entre pensamiento liberal y pensamiento anarquista. En concreto On Liberty, por sus raíces teóricas, parece
demostrarnos que tal conexión no sólo es válida en una dirección, del liberalismo al anarquismo, en el sentido en el que el anarquismo aprovecha alguno
de los principios fundamentales del liberalismo desarrollándolos. La conexión se da también en dirección opuesta, del anarquismo al liberalismo, como
nos indica el mismo Mill, que reconoce haber extraído motivos de reflexión
y de inspiración de la obra de Warren. El anarquista Luigi Fabbri reenvía al
liberal John Stuart Mill, el liberal John Stuart Mill reenvía al anarquista
Josiah Warren. A su manera, en el ámbito de los vínculos impalpables existentes entre los diversos mundos del pensamiento, el círculo se cierra.
72 N. Berti, «Per un bilancio storico e ideologico dell'anarchismo», en Volontà, 1984, n. 3,
p. 43 ss. Afirma «el carácter liberal en sentido amplio del anarquismo» Luce Fabbri (cfr. L. Fabbri, Sotto la minacia totalitaria. Democrazia, liberalismo, socialismo, anarchismo, Edizioni RL,
Napoli 1955, p. 46). En relación con esto recuerdo la carta de Camillo Berneri a Piero Gobetti,
en la cual Berneri sostenía «esta verdad histórica: que los anarquistas han sido, dentro de la Internacional, los liberales del socialismo» (C. Berneri, Il liberalismo nell'Internazionale en Rivoluzione liberale, Torino, 24 de abril de 1923, ahora en C. Berneri, Pietrogrado 1917-Barcelona
1937. Scritti scelti, a cargo de P. C. Masini y A. Soerti, Sugar, Milano 1964, p. 60. Cursivas en
el texto).
111
CAPÍTULO V
Discutiendo de democracia.
Representación política y derechos fundamentales
1. PREMISA
Hace algún tiempo en el curso de una acalorada discusión con algunos
amigos nos ocupábamos de la «universalidad» del método democrático y
de su validez respecto a la construcción de una sociedad de seres humanos
libres. Nos preguntábamos sobre todo si, desechando el historicismo marxista, podía atribuirse a determinados valores una validez universal. (Atribuíamos a «universalidad» el sentido no tanto de validez «para todos los tiempos
y para todos los lugares» cuanto de «universabilidad», o de «universal aceptabilidad»). Y como todos respondíamos afirmativamente, alguno situaba
como principal entre estos valores «universales» el método democrático; el
cual —se afirmaba— nos dotaría de un instrumento seguro de juicio respecto a cualquier sistema político y social. He aquí precisamente aquello sobre lo
que en primer lugar querría fijar la atención de quien me lee.
«Universalidad» puede atribuirse a los valores. Estos son «ideas-fuerza»,
la libertad es un valor, y también la igualdad. Llamo «valores» a todo lo que
está destinado a orientar el comportamiento del hombre y que es enunciable
mediante reglas universalizables, allí donde se adopte la noción de la universalizabilidad que la interpreta como la posibilidad de alcanzar un consenso
entre todos los interesados en una situación discursiva ideal (caracterizada por
una misma dignidad, imparcialidad y libertad de los sujetos). El método
democrático —entendido como mecanismo de representación de voluntades
e intereses y como instrumento para lograr decisiones vinculantes— es antes
de nada un instrumento de aplicación y de realización de valores y de princi-
112
Massimo La Torre
pios entre los que ocupa un puesto importante la libertad. La libertad (principio ético, o «valor») se realizaría así a través del empleo del método democrático. De esta manera el método democrático ser concebido puede como el
resultado de la adhesión a principios universalizables, y no como uno de estos
principios.
Entre libertad y método democrático parece mediar la misma distancia
que entre la ética y la política1. Dicha distinción se advierte por los mismos
teóricos liberales que no califican su Estado como «ético» sino como «Estado de Derecho». Mientras que el denominado «Estado ético» realiza en sí
mismo la justicia y los más altos valores y por consiguiente la actividad del
Estado es intrínsecamente justa (el Estado llega a ser un fin en sí mismo,
incluso el fin por excelencia), en el Estado de Derecho las dos esferas de la
ética y de la política permanecen claramente diferenciados y el Estado se configura como uno de los medios para la realización de aquellos valores que tienen su sede natural (de expresión y de realización) en la sociedad civil y en
última instancia en la conciencia de cada individuo. Haciendo nuestra una
distinción propuesta recientemente por John Rawls, podríamos quizás añadir
que el método democrático es expresión de una «political conception» y no
de una «comprehensive theory» vinculada a una concepción sustancial del
bien y de la moral2.
Utilizando el método democrático como prisma valorativo es posible calificar dos regímenes políticos de manera que definamos al uno «democrático»
y al otro «liberal», únicamente mediante el análisis de sus mecanismos legislativos. No se puede hacer lo mismo, con un prisma semejante, en relación
con los otros ámbitos de la trama social, respecto a la estructura económica,
a los grupos primarios, a fenómenos como la alienación económica y la represión sexual. ¿Cómo se haría, utilizando la medida de la adecuación a la voluntad de la mayoría, para afrontar la problemática de la organización familiar?
¿Quizás la represión interna en un grupo primario depende de la mayor o
menor aplicación del método democrático? ¿Y cómo establecer a través de
éste el carácter de la dependencia entre salario y capital? Si por el contrario
sustituimos dicho método por la libertad, si por lo tanto sustituimos el método democrático por el valor, nuestra capacidad de juicio y de análisis se
amplia considerablemente. ¿Es libre el asalariado? ¿Es libre la mujer? Ciertamente, previamente, será necesario llegar a un acuerdo sobre el significado
que se atribuya a un término tan utilizado como el de libertad. Sin embargo
1 Sobre la relación entre ética y política, cfr. N. Bobbio, Etica e politica, en Etica e politica, a cargo de W. Tega, Pratiche, Parma 1984.
2 Véase J. Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York 1993, p. 12.
Sobre derecho y utopía
113
permanece la diferencia entre el instrumento jurídico y el valor, entre la particularidad y la universalidad.
A partir de esta premisa puede extraerse la siguiente conclusión. La libertad como valor es potencialmente expansiva y desencadena una fuerza global; el método democrático, al contrario, precisamente respecto al valor
«libertad», constituye una reducción, un marco reducido en cualquier medida. Es decir, el método, o mejor éste método, puede traicionar la energía, la
potencialidad, la universalidad del valor. Ello ocurre tanto en el plano práctico, donde el método democrático constituye una reducción de las posibilidades de la libertad, como en el plano teórico, donde el método democrático es
el criterio de análisis restringido e insuficiente de la libertad. Corrobora en
parte esta tesis la historicidad del método democrático, su aplicación concreta solamente a sociedades comprendidas entre el siglo XVII y el XX3. Tal
constatación sin embargo no nos compromete con ninguna forma de historicismo: mientras que el instrumento político se adecua perfectamente a la historia, de la cual es un reflejo (existe por la historia), el valor, el principio
ético, actúa dinámicamente respecto a ésta (se encuentra, en cierta manera
contra la historia).
Ciertamente, la distinción entre «valor» y «método», apenas esbozada es
algo vaga, si no realmente oscura. Quizás es mejor, por lo tanto, hablar de
dos tipos distintos de valores: morales y epistémicos. Los valores morales
son principios inmediatamente directivos de la acción. (Sin embargo pueden
requerir para operar en un caso particular, y guiar conductas concretas, una
especificación ulterior). Los valores «epistémicos» son los principios que
nos orientan no tanto en la acción, cuanto en el proceso de identificación de
los valores morales, en su especificación, y en la deliberación en relación
con éstos. Podríamos decir por lo tanto que la democracia más que constituir
un «valor moral», representa un «valor epistémico», un valor por consiguiente subordinado e instrumental respecto al precedente, funcional en relación con su «conocimiento»4. Podríamos sostener por el contrario que la
libertad, o todavía mejor la autonomía, representa un verdadero y auténtico
valor moral.
3 Sobre ello continúan siendo válidas las observaciones de F. Stame, Democrazia autoritaria e movimenti di libertà, en «Quaderni Piacentini», abril 1977, y en particular, pp. 18-19. Para
Stame «es indudable que las técnicas jurídicas formuladas por el pensamiento liberal son completamente incapaces para controlar los fenómenos de expansión incontrolada del poder de las
sociedades modernas» (ibid, p. 18).
4 Sobre el «valor epistémico» de la democracia, véase C. S. Nino, The Epistemic Value of
Democracy, en «Ratio Juris», 1991, pp. 36-51. Cfr. también C. S. Nino, Positivism and Comunitarianism: Between Human Rights and Democracy, en «Ratio Juris», 1994, en particular
pp. 36-37.
114
Massimo La Torre
En este punto no puede ser omitida una contraposición muy importante
para esta nuestra discusión preliminar: aquella entre democracia formal y
democracia material5: la primera incluiría criterios procedimentales para la
producción de normas (principio de legalidad, principio de mayorías, representación) prescindiendo de esas; la segunda, además de introducir los criterios exigidos por la democracia formal, condicionaría también el contenido de
la legislación mediante principios y normas constitucionales referidas esencialmente a derechos fundamentales y necesidades primarias de los ciudadanos. Ahora bien, esta distinción no altera los términos de nuestra discusión,
puesto que la democracia formal coincide «grosso modo» con lo que hemos
llamado «método» y al cual se le puede atribuir valor «epistémico», mientras
que la democracia material supera a la formal precisamente en cuanto apela a
lo que anteriormente llamábamos «valor», es decir a principios morales,
como la libertad, la autonomía, la igualdad, la solidaridad.
Esta última contraposición es un signo elocuente de los problemas que se
le presentan a una concepción democrática «pura» centrada en procesos de
decisión colectiva, en presupuestos «epistémicos», y no en valores morales,
por consiguiente no en su contenidos. La distinción entre «democracia formal» y «democracia material» propone de nuevo aquella entre dos conceptos de «Estado de Derecho»: uno «formal», que se basa en la correspondencia
con la ley (entendida como actos revestido de ciertas formas y producido en
virtud de ciertos procedimientos), en el cual por lo tanto «derecho» equivale
a «ley»; el otro «material», que ciertamente también se basa en la correspondencia con la ley, pero que posteriormente la interpreta no como acto formal,
o no sólo como acto formal, sino principalmente como «derecho», como acto
de justicia. En un caso la ley es «ley en sentido formal», en el otro «ley en
sentido material»6.
2. EL MÉTODO DEMOCRÁTICO
Preliminarmente, si bien muy sistemáticamente, podemos individuar dos
aspectos de éste, es decir dos sectores que van a componer el método democrático, y por consiguiente a constituir un régimen político democrático: el
sector institucional en el plano de la sociedad política, y el sector extra-institucional en el plano de la sociedad civil. Un tercer aspecto, adicional, es el del
5 Sobre esta distinción véase por ejemplo L. Ferrajoli, Il diritto come sistema di garanzie,
en «Ragion pratica», 1993, pp. 143 y ss.
6 Para una distinción en estos términos de «ley en sentido formal» y «ley en sentido material», véase F. Neumann, The Rule of Law. Political Theory and the Legal System in Modern
Society, Berg, Leamington Spa 1986.
Sobre derecho y utopía
115
posible empleo del método democrático como instrumento de transformación
de la sociedad.
Antes de nada es necesario recordar que el método democrático presupone el concepto de «ley» o de decisión colectiva vinculante. Se compone, por
lo tanto, de un conjunto de reglas de procedimiento cuyo resultado principal,
refiriéndonos a la definición de Norberto Bobbio, es la ley7, es decir una disposición dotada de fuerza vinculante para el grupo que la ha determinado.
Pero ¿en qué se sustancian esas reglas? En dos mecanismo principales: la
delegación de poder (la representación política) y el principio mayoritario.
La delegación de poder (la representación política) se concreta en una
transferencia de la voluntad de un sujeto (el representado, o electorado activo) hacia otro sujeto (el representante, o electorado pasivo). De esta manera
la terminología de la doctrina constitucionalista con su clasificación electorado pasivo/electorado activo oscurece de algún modo la relación real de poder
que media entre los dos sujetos: la «pasividad» de la cesión y lo «pasivo» de
la disminución de poderes se convierten en «actividad», y la «actividad» de
la adquisición y lo «activo» del aumento de poderes se hacen «pasividad». El
principio de la soberanía popular tiene una fuerte carga libertaria. El mecanismo de la soberanía nacional (según el cual el poder legislativo, incluso en
su origen, no reside en el cuerpo electoral sino en la Asamblea de los diputados, no en el pueblo sino en la Nación) convierte este principio en una fórmula de organización del Estado8. La representación política —desde este
punto de vista— asegura la autonomía de los representantes y los transforma
en dirigentes. La preocupación no es la de comunicar elegido y elector, sino
la de hacer imposible aquí una relación jurídica entre ellos (la representación
política, desde el punto de vista jurídico, no es representación) «pues es solamente en ausencia de un preciso, explícito y formal vínculo jurídico, como la
relación de representación política puede mantener la articulación (...) que le
consienta recorrer el trayecto que transforma los superiores (los electores) en
sometidos (en súbditos), aquellos que deberían ser mandados (los representantes) en mandantes (en legisladores)»9.
En el interior de un determinado grupo es deseable que la base de la representación política sea lo más extensa posible (si bien el Estado liberal surge
7 Para Norbeto Bobbio, el significado «preponderante» de democracia es el de un «conjunto de reglas procedimentales destinadas a la consecución de ciertos resultados, de los cuales
el más importante es la aprobación de decisiones que afectan a toda la colectividad (que, en resumidas cuentas son, en términos técnicos, las «leyes»)» (N. Bobbio, Quale socialismo?, Einaudi,
Torino 1976, p. 44).
8 Léase un estudio ya clásico de G. Sartori, La rappresentanza politica, en «Studi Politici»,
1957, p. 539.
9 Ibid., p. 542.
116
Massimo La Torre
sobre un electorado activo y pasivo extremadamente reducido, por lo que se
puede deducir que la extensión del electorado no constituye un elemento
esencial), y que la minoría tenga la posibilidad, aún debiendo someterse a la
voluntad de la mayoría, de mantener igualmente sus posiciones, e incluso
pueda transformar la relación con la mayoría sustituyéndola en las aprobaciones de los electores y por consiguiente en la posesión del Ejecutivo. En
este punto se muestra claramente la diferencia entre el «centralismo democrático» del marxismo leninista y la praxis democrático-liberal, allí donde
el primero anula la existencia política misma de la minoría (y su expresión
ideológica) prohibiéndole mantener sus tesis en lo sucesivo. La diferencia
sustancial entre «centralismo democrático» y «método democrático» reside
en el hecho de que en el primero la minoría sucumbe política e ideológicamente (éticamente), en las acciones y en las ideas, mientras que en el segundo sucumbe solamente políticamente, solo en las acciones. Me explico: en el
centralismo democrático la minoría no sólo debe obedecer a la mayoría sino
que también debe asumir en el fondo las tesis, ya que la mayoría como mayor
aproximación a la unidad es científica y éticamente superior, conoce lo verdadero y lo justo. En el régimen democrático-liberal es condición necesaria
(una de las «reglas del juego») que la minoría, aunque debe someterse a las
voluntades de la mayoría, pueda mantener y difundir libremente sus propias
tesis, que, apoyadas posteriormente por el sufragio popular, pueden convertirse a su vez en las de la mayoría. En la posibilidad de la minoría de convertirse posteriormente en mayoría se basan algunas de las más extendidas
definiciones de democracia, por ejemplo la siguiente propuesta por Kelsen,
que en realidad subraya más que otra cosa el hecho de que la mayoría para
existir como tal debe reconocer dignidad política a la minoría: «La democracia, en sí, es precisamente sólo un principio formal, que somete el poder al
examen de la mayoría, periódicamente, sin que por ello se garantice que esta
mayoría vaya a determinar lo que es absolutamente bueno, justo. Pero el
dominio de la mayoría se diferencia de cualquier otro dominio por el hecho
de que, según su más íntima esencia, no sólo presupone conceptualmente una
minoría, sino que la reconoce también políticamente y, coherentemente con
el principio democrático, la defiende10. Dicha concepción de la democracia
sin embargo puede confundir pues también un régimen autoritario podría en
vía de principio tolerar la eventualidad que en el ámbito de sus órganos decisorios la mayoría de hoy deviniera la minoría de mañana, sin tener que aceptar que la minoría continúe manifestando la propia opinión tras la emanación
de la decisión colectiva ni reconocer a esa ninguna dignidad política funda10 H. Kelsen, Socialismo e stato, trad. it., De Donato, Bari 1978, p. 174, cursivas en el
texto.
Sobre derecho y utopía
117
mental. La eventualidad de que la minoría se haga mayoría está en resumidas
cuentas íntimamente conectada a la adopción del principio de mayorías como
tal, sin posteriores adiciones o especificaciones, y no tiene un particular valor
democrático. Dicha eventualidad no tiene como consecuencia, ni conceptual
ni práctica, la atribución a las minorías de algún estatuto político o de algún
«reconocimiento»: que se les permita, por ejemplo, presentarse públicamente
como minorías, tras la votación por mayorías.
El principio de las mayorías implica un fuerte vínculo respecto a la voluntad de la minoría pues ésta deberá someterse a la decisión de la mayoría, y en
el texto definitivo de la ley no existirá rastro de su posición originaria. Se
posibilita de esta manera una ulterior escisión entre las acciones del representante y las del representado, y la no derivabilidad de las acciones del representante de la voluntad del representado.
El requisito esencial que vincula un sujeto a determinada acción es que
ésta pueda calificarse como un acto suyo. Frente al eclipse del elemento
volitivo en el comportamiento del sujeto, tenemos la falta de la «suitas» es
decir un comportamiento que no puede considerarse como propio del sujeto, suyo. Pero si libertad equivale a voluntad, decir «soy libre» es como
decir «actúo libremente», o sea «quiero lo que hago». En consecuencia
transferir voluntad puede equivaler a transferir libertad (y poder, si la libertad es poder sobre sí mismo), y una transferencia incondicionada e indiscriminada de voluntad a una transferencia incondicionada e indiscriminada de
libertad.
Difícilmente podría sostenerse que el principio de las mayorías sólo es
propio de los regímenes democráticos. Histórica y teóricamente el principio
de las mayorías se encuentra reconocido tanto por instituciones de Derecho
público como de Derecho privado11, y por los regímenes políticos más dispares, incluidos los dictatoriales o despóticos. (Las decisiones del Gran Consejo del Fascismo, por ejemplo, eran tomadas con un pleno respeto del principio
de las mayorías). La mayoría puede ser de número, o de intereses, dependiendo que se la calcule según el criterio «una cabeza un voto» o bien según
un determinado criterio de unidad de intereses cambiantes (que pueden ser las
cuotas condominiales o las accionariales en el Derecho privado, o bien los
«estados» de una asamblea parlamentaria feudal). De esta manera se ha afirmado en repetidas veces la independencia de dicho principio de los valores de
la democracia. Lo que es fundamental, en realidad, para definir un régimen
«democrático» no es tanto la mera adopción del principio de mayorías cuanto la extensión de la clase de voluntad a la que éste se aplica. De manera que
11 Al respecto cfr. F. Galgano, Il principio di maggioranza nelle società personali,
CEDAM, Padova, 1960.
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Massimo La Torre
es el sufragio universal —como nos dice Bobbio— el que caracteriza a la
democracia, y no el principio de las mayorías12. «Las reglas de formación de
las decisiones colectivas en un grupo democrático —escribe también Bobbio— son más complejas, incluso si la regla principal es la de la mayoría. Son
necesarias también otras reglas para establecer quien constituye el órgano que
debe decidir, por mayoría, cómo debe ser calculada la mayoría, cuales sean
los límites de validez, de aplicación y de eficacia»13. En definitiva, bien visto, el principio de las mayorías «revela su naturaleza de expediente técnico»
para la formación, o adscripción, de una voluntad de los cuerpos colectivos14.
En realidad, el principio de las mayorías es cualquier todo lo contrario que
intrínsecamente democrático. Para no desembocar en el dominio de la mayoría y en formas autoritarias e incluso violentas de organización debe presuponer —como nos recuerda Alessandro Pizzoruzzo— principalmente (i) una
fuerte cohesión social del grupo al cual va a aplicarse, y también (ii) la generalizada aceptación de una actitud de tolerancia hacia el «disidente», el
«otro», las «minorías» en general15.
En el método democrático, por otra parte, pueden resultar autoritarios no
sólo los instrumentos (delegación de poder y principio de las mayorías), sino
que puede ser autoritario el fin inscrito en éste método de regulación política
de la sociedad. Hemos dicho, en efecto, que el método democrático es un
método de formación de la ley. Esta, entendida como prescripción a la que en
caso de transgresión se atribuye una pena, puede ser producida por quien
detenta el poder a través de varios procedimientos; el método democrático es
sólo uno de éstos. La formación de la ley podría prescindir de la representación política o del principio de las mayorías, como ocurre por ejemplo en la
monarquía absoluta donde la figura del monarca no es representativa de nadie
que no sea Dios, y siendo el monarca un órgano individual no necesita del
principio de las mayorías para la producción de sus decisiones. La ley es en
12 Véase N. Bobbio, La regola di maggioranza: limiti e aporie, en N. Bobbio, C. Offe,
S. Lombardini, Democrazia, maggioranza e minoranze, Il Mulino, Bologna 1981, p. 62.
13 N. Bobbio, Decisioni individuali e collettive, en Ricerche politiche due. Identità, interessi e scelte politiche, a cargo de M. Bovero, Il Saggiatore, Milano 1983, p. 24. Cfr. también N.
Bobbio, Rappresentanza e interessi, en Rappresentanza e democrazia, a cargo de G. Pasquino,
Laterza, Bari 1988.
14 N. Bobbio, La regola di maggioranza: limiti e aporie, cit., p. 43. También es ésta la tesis
de E. Ruffini, La ragione dei più. Ricerce sulla storia del principio maggioritario, Il Mulino,
Bologna 1977. Según Ruffini el principio de las mayorías no es una institución jurídica «sino una
fórmula empírica para resolver determinadas situaciones en el ámbito de las colectividades»
(ibid., p. 19). Sin embargo, cree que «en las más diversas situaciones históricas el principio de
mayorías siempre ha sido contestado por el mismo adversario: el principio de autoridad, la intolerancia por parte de quien detenta el poder» (ibid., pp. 18-19).
15 Véase A. Pizzoruzzo, Minoranze e maggioranze, Einaudi, Torino 1993, p. 43.
Sobre derecho y utopía
119
esta acepción, como Derecho positivo estatal, la formalización del «poder»
que se legitima y se convierte en «autoridad»16.
En realidad, para juzgar el grado de adhesión de una organización política democrática a una condición de libertad de los ciudadanos, no deben considerarse sólo, los instrumentos (los procedimientos), sino también los
resultados, los fines (las decisiones consideradas en sí mismas).
A través de la teorización de la soberanía popular y su introducción en el
proceso de formación de la ley, y a través de la consiguiente ecuación «ley
igual a voluntad popular» se resuelve el problema de la legitimidad del Estado que de esta manera llega a ser democrático. Aquí la legitimidad equivale
a la legalidad, y la justicia es la conformidad con la ley17. Podríamos de esta
manera convertir la afirmación según la cual el método democrático constituiría un medio de expresión del disenso en la tesis por la cual el método
democrático constituye el trámite formal que permite —asumiendo la terminología de Alessandro Passerin d'Entreves— el paso del «poder» a la «autoridad», es decir, uno de los métodos posibles para la formación del consenso
social respecto al poder constituido. Entonces la particularidad del método
democrático parecería consistir en la indiferencia respecto a los contenidos en
torno a los cuales tomo forma el consenso.
3. INSTITUCIONES Y SOCIEDAD CIVIL
El Parlamento es uno de los tres poderes tradicionales en que se articula
el Estado liberal, es la sede del poder legislativo, el lugar de producción de la
ley. En esta articulación del Poder político (en sentido amplio) entre Gobierno (poder ejecutivo, o poder político en sentido estricto), Parlamento (el
16 Como es sabido, Alessandro Passerin d'Entrèves —reformulando una idea de Max
Weber— identifica tres forma fundamentales de manifestación del fenómeno del poder: la fuerza, el poder (concebido aquí en un sentido más específico), y la autoridad. Passerin d'Entreves
explica el concepto de «fuerza» comparándolo al poder ejercido por un bandido, el concepto de
«poder» comparándolo al poder del que dispone un policía, y por fin el concepto de «autoridad»
aludiendo al poder ejercido por los «expertos». En el primer caso (la «fuerza», el bandido), nos
hallamos en presencia de «una situación de pura fuerza, de un nudo poder: una situación en la
que, según la expresión corriente, la «fuerza prevalece sobre el Derecho». En el segundo caso (el
«poder», el policía) estamos ante «una fuerza institucionalizada» y ejercida de conformidad con
el Derecho. Por último, en el caso de la «autoridad» (el «experto» o el sabio) está implícito en
este concepto el signo del reconocimiento por parte de otros de la legitimidad (que no debe ser
confundida con la legalidad) del poder ejercido (Véase A. Passerin d'Entrèves, La dottrina dello
Stato. Elementi di analisi e di interpretazione, Giappichelli, Torino 1967, pp. 9-10, A. Passerin
d'Entrèves, Obbedienza e resistenza in una società democrática, Comunità, Milano 1970, en particular el capítulo 2, y A. Passerin d'Entrèves, Il palchetto assegnato agli statisti e altri scritti di
varia politica, Angeli, Milano 1979, pp. 91-93).
17 Cfr. A. Passerin d'Entrèves, Obbedienza e resistenza in una società democratica, cit.,
pp. 58-59.
120
Massimo La Torre
poder legislativo) y Magistratura (el poder judicial) reside una de las diferencias más importantes entre el Estado de Derecho y el Estado absolutista. Esta
tripartición gira en torno al concepto de ley (general y abstracta) y no sería
posible en su ausencia. A su vez el concepto moderno de ley solamente es
posible en el ámbito de la distinción de tres momentos más o menos independientes entre sí: la producción (la legislación), la aplicación (la administración), la decisión (la jurisdicción).
Aquí puede constatarse la diferencia entre Estado de Derecho y Estado
democrático. En el primero la ley es el concepto cardinal del Ordenamiento
jurídico; la legislación (el Parlamento) expresa sólo un momento de una acción
compleja que culmina en un principio superior a los tres momentos individualmente considerados: la ley. En el Estado democrático el concepto fundamental es el de soberanía popular, según el cual el momento de producción de
la ley (a través de la cual se expresa directamente esa soberanía) se considera
principal respecto a los momentos sucesivos de aplicación y decisión, subordinados ya no a la ley en cuanto principio de organización del Estado (la ley
en cuanto tal) sino a la expresión de la soberanía popular especificada en la ley.
Mientras que en el Estado de Derecho la ley es relevante por sus caracteres formales, en el Estado democrático la ley vale en tanto que a través de ella
se expresa el proceso de deliberación popular. En el primer caso la ley constituye un valor en sí mismo, en el segundo asume sobre todo un valor instrumental respecto al fin de la soberanía popular. El Estado de Derecho se
encuentra por consiguiente totalmente comprendido en el ámbito del Ordenamiento político-jurídico, todo se halla dentro del horizonte de la sociedad
política. El Estado democrático, por el contrario, remite a un principio metajurídico (la soberanía popular), y encuentra su base en el ámbito de la sociedad civil. Mientras que en el Estado de Derecho la garantía de la libertad está
constituida por la descomposición del Poder político (en sentido amplio) en
tres subpoderes y en su sometimiento a la ley, en el Estado democrático esa
garantía reside en el ingreso de las instancias de la sociedad civil en la dimensión política y por lo tanto en el sometimiento del Poder político (en sentido
amplio) a las necesidades y a los derechos de la sociedad civil.
La división de poderes —como se ha afirmado en otras ocasiones— nunca resulta completa, se encuentra más bien sujeta a extralimitaciones recíprocas (competencias administrativas del Poder Judicial, competencias judiciales
del Parlamento, etc.). Mucho menos es perfecta: la relación entre los tres
poderes es a menudo desigual, desequilibrada en favor del Poder ejecutivo,
que se reserva un mayor peso que los otros dos y posibilidades de determinar
sus actuaciones. El Parlamento constituye de esta manera un ámbito, una articulación, entre otras cosas cada vez más vacía de efectivo poder en el desarrollo de los Estados contemporáneos, del poder estatal. Las libertades
Sobre derecho y utopía
121
garantizadas a los ciudadanos —lo que anteriormente denominábamos los
«instrumentos»— se sitúan en la base de la pirámide institucional, y no constituyen una institución política verdadera y auténtica. En estos derechos podemos distinguir un momento autoritario, especificado en el establecimiento de
la ley, y un momento libertario, o de autonomía de los ciudadanos que disponen de esta manera de una auténtica esfera formal de movimiento: estos dos
momentos se encuentran entre sí en una situación de conflicto.
Cuando su fuente de legitimación y de producción no reside en los ciudadanos sino en el Parlamento (una parte de la sociedad política) los derechos
pueden escapar al control y a la creatividad de quien es considerado su titular. Pero en el momento en que tales derechos corresponden a una acción concreta de los ciudadanos que desarrollan libremente su esfera de autonomía,
—independientemente de su «fuente»— constituyen un espacio sustancial de
libertad. Igualmente la verdadera garantía de su mantenimiento está en su pleno ejercicio por parte de los individuos y en la presión que éstos logran ejercer sobre la «sociedad política», procurando incansablemente controlar las
ansias expansionistas. La libertad, por lo tanto, en un régimen democrático
consiste sobre todo en esta tensión para hacer de los derechos formales situaciones sustanciales de la autonomía de los sujetos.
Las libertades civiles, incluso formalmente otorgadas (concedidas desde
lo alto) y constantemente expuestas a la acción de erosión del poder político
que pretende —debido a una dinámica interna— expanderse hasta recubrir
con su moho normativo el entero tejido social y determinar lo ritmos de la
vida de sus súbditos, hacen no obstante la vida vivible. Y éstas, colmadas
efectivamente en la práctica cotidiana por los comportamientos colectivos,
constituyen las murallas frente a la invasión del poder político.
Esta dinámica conflictual entre libertades civiles y públicos poderes revela la contradicción y el compromiso que se encuentran en la base de la instauración de los regímenes liberales. La contradicción y el compromiso se
sitúan entre la reproducción ulterior de la autoridad y la afirmación de que
ésta es emanación no ya de la Providencia sino de la «voluntad general», entre
la reproducción de la jerarquía social y la afirmación de que ésta es la emanación del grupo social inferior entre la soberanía (según la cual la única
fuente de Derecho es el Estado) y la subjetividad jurídica (según la cual el
individuo perece tener una dignidad jurídica propia que el ordenamiento reconoce pero no atribuye). La posibilidad de mediar entre libertades civiles y
poder político, entre la exigencia de fundar el nuevo Estado y la necesidad de
autonomía de los ciudadanos, pasa precisamente a través de la teorización de
la «voluntad general», de una voluntad por lo tanto abstracta no anclada a las
múltiples voluntades (e intereses) individuales y de grupos, sino expresión de
un ente de procedencia idealista: la Nación.
122
Massimo La Torre
El nuevo poder (el Estado liberal ascendente) se legitima mediante un ente
tan abstracto como la Providencia, precisamente la Nación. La teorización de
la «voluntad general», de una voluntad que en realidad no existe, que se construye a través de un procedimiento meramente racionalista («ficciones de
legistas», dirá Proudhon), permite transformar en representación aquello que
a menudo sólo es cesión de voluntad, y superponer ideológicamente los actos
de la asamblea legislativa a la voluntad de la Nación. Sin embargo, no se
menosprecia la función «universalizante» desarrollada por tal categoría. La
categoría de Nación puede ser utilizada como símbolo palpable de un interés
general que no puede reducirse a la mera suma de los intereses individuales
sin caer presa del egoísmo particularista. Subsisten los problemas vinculados
por un lado a su fundamentación antirreflexiva (objetivista, naturalista o historicista) y por otro lado a su limitada capacidad «universalizante» (que es
válida sólo para la Nación, y se transforma en un arma particularista hacia
todo aquello que no es reconducible a la misma Nación).
En los regímenes democráticos la acción política de los ciudadanos puede reducirse a una operación de elección de los propios soberanos (o, más frecuentemente, de un tercio de los soberanos, es decir de los soberanos
instalados en un tercio del espacio completo del Poder). El elector no determina la acción de su representante, simplemente le confiere la capacidad de
querer en su nombre y en su interés18. La eliminación del mandato imperativo y de la representación corporativa —«cada miembro del Parlamento representa a la Nación y ejerce sus funciones sin mandato imperativo», reza el
artículo 67 de la Constitución de la República Italiana— es la novedad revolucionaria del mecanismo electivo burgués, respecto al vigente en las anteriores asambleas feudales (Parlamentos, Estados generales, etc.). Es el
resultado de una combinación de instancias «universalizantes» y de tendencias meramente centralizadoras y estatalistas.
«En la actualidad es evidente que la colectividad popular (aquella a la que
el art. 67 Cost. italiana denomina Nación) carece de una verdadera voluntad
autónoma que pueda ser representada, ni la Cámara, legislando, manifiesta
una voluntad imputable al pueblo, y menos puede afirmarse que la Cámara,
deliberando, dé consistencia propia a aquella voluntad de la colectividad
popular, la cual, no siendo por sí misma sujeto de Derecho, no estaría en con18 Una parte relevante de la doctrina constitucionalista, negando que las elecciones den origen a una relación de representación, y negando por consiguiente que el Parlamento tenga algún
carácter representativo, habla de la elección como de una «designación de capacidad», es decir
como del mejor método de selección de los sujetos que constituyen el poder legislativo del Estado (cfr. cuanto escribe el «padre» del moderno Derecho Público italiano, V. E. Orlando, Del fondamento giuridico della rappresentanza politica, en Orlando, Diritto pubblico generale. Scritti
varii, Giuffrè, Milano 1940).
Sobre derecho y utopía
123
diciones de manifestar voluntades precisas (...): puesto que la Cámara lleva a
cabo deliberaciones que son indiscutiblemente suyas o, mejor dicho, siendo
generalmente la Cámara sólo un órgano del Estado, deliberaciones del Estado mismo. Y la Cámara delibera con plena libertad, pudiendo cada uno de sus
componentes actuar sin vínculo específico algunos respecto don sus electores,
pero teniendo solamente presente, en consciencia, las aspiraciones, las tendencias y los intereses genéricos propios de los mismos»19. Este autor define
la representación política, bajo el perfil de su fundamento jurídico, como
representación legal y necesaria, puesto que «el carácter representativo de la
Cámara electiva no debe (...) jurídicamente fundarse en la elección, en sí y
por sí considerada (que más bien parece constituir sobre todo, a este respecto, una condición o un presupuesto establecido por el Ordenamiento positivo), sino que debe, al contrario, vincularse con las disposiciones contenidas
en las disposiciones legislativas que le afectan (en Italia, por ej., el art. 67
Const.)»20. Las elecciones, según este punto de vista, no son el fundamento
del carácter representativo de las deliberaciones de la asamblea electiva (pues
tal fundamento se halla en el interior del Ordenamiento jurídico estatal en las
normas del Derecho positivo), sino sólo una condición para la eficacia de tal
representatividad, para su materialización, o sea un presupuesto de hecho respecto a la norma legal. Esta interpretación se basa en otra tesis de Biscaretti
di Ruffia, el cual tras haber distinguido la soberanía (entendida como «máxima potestad de gobierno») en a) fuente política de la potestad gubernativa; b)
titularidad jurídica de la potestad gubernativa, afirma que solamente la soberanía sub a) puede ser atribuida al pueblo, mientras que la soberanía sub b)
debe imputarse al Estado21. El pueblo, por lo tanto, no es jurídicamente soberano, no es el titular originario de la potestad de gobierno; en aquel puede
hallarse sólo la fuente de legitimación política de aquella potestad. Dicho de
otra manera, el problema del consenso permanece extrajurídico, y se resuelve a través de una conexión ideológica (éste es el sentido del adjetivo «político» empleado por Biscaretti) entre el pueblo y la asamblea electiva. Dicha
conexión ideológica (y no jurídica) se lleva a cabo a través del mecanismo de
las elecciones.
Ante las dificultades para justificar democráticamente (con referencia a la
voluntad de todos los sujetos miembros de una comunidad política) la representación política, hay también quien la funda en la diferenciación funcional
de los roles sociales. La representación sería el resultado de una especie de
«división del trabajo» por la cual en una cierta sociedad existirían ciertos indi19 P. Biscaretti di Ruffia, Diritto Costituzionale, Jovene Napoli 1972, p. 269, cursivas del
autor.
20 Ibid., p. 271.
21 Cfr. ibid., pp. 61-62.
124
Massimo La Torre
viduos cuyo rol sería el de actuar en nombre del entero grupo social para la
persecución de sus fines, y por lo tanto individuos cuyo «rol» sería el de aceptar (quizás digamos «sufrir») las decisiones tomadas en su nombre22. La
«representación» es por lo tanto concebida como una forma cualquiera de
dirección política, que se diferencia únicamente por el hecho de que los sujetos «competentes» para ejercer tal dirección son elegidos a través de un mecanismo particular: las elecciones. Por lo demás no existiría diferencia alguna
entre un régimen político «representativo» (o democrático) y una organización política —supongamos— aristocrática. En esta perspectiva hablar de
«soberanía popular» o de «gobierno del pueblo», tendría una función meramente ideológica o persuasiva. Para esta línea teórica entre democracia directa y democracia representativa existe solución de continuidad: se trata de dos
formas políticas radicalmente distintas. Pero precisamente aquí esta construcción «funcionalista» de la representación política denuncia su límite: aquel de
deber renunciar a la «idea directiva» de la democracia, a su mito fundante: el
gobierno del pueblo.
4. DE NUEVO SOBRE LA DIVISIÓN DE PODERES
Fundamental en la teoría político-constitucional liberal es la articulación
del Poder institucional (o poder político en sentido amplio) en tres subsistemas: el ejecutivo (el Gobierno o poder político en sentido estricto), el legislativo (las Cámaras) y el judicial (la Magistratura). Esta es la teoría de la
división de poderes que transmite la crítica aristocrática al absolutismo del
Monarca en la organización del Estado democrático contemporáneo.
¿Pero qué se entiende en esta teoría por «poderes»: una institución, un
orden, o una función? Es decir, ¿los tres poderes tradicionales constituyen
«órdenes» separados o antes bien «funciones» distintas? La diferencia no es
baladí, ya que en el primer caso la separación es radical, constituyéndose por
tanto tres «estados» en el Estado, y en el segundo caso, por el contrario el
Estado conserva su unidad articulándose en funciones distintas que en algún
caso son incluso imputables a un único órgano. De la unidad del poder estatal no puede dudarse, y es tal la preocupación por no entorpecer esta unidad,
que todas las constituciones liberales y democráticas han previsto mecanismos de fusión de los tres poderes, órganos de coordinación, extralimitaciones
de ámbitos que habrían debido permanecer rígidamente separadas desde el
momento en que se asume la teoría. Así, en la Constitución italiana de 1948
el Presidente de la República es una especie de coordinador y supervisor, por
22 Es ésta —en mi opinión— la idea central de F. J. Laporta, Sobre la teoría de la democracia y el concepto de representación política; algunas propuestas para un debate, en «Doxa»,
nº 6, 1989, pp. 121 y ss., e Laporta, Respuesta a Javier de Lucas, loc. ult. cit., pp. 205 y ss.
Sobre derecho y utopía
125
los diversos cometidos constitucionales que desempeña, de los tres poderes
separados. Y, por otra parte, cada poder (o «función») asume asuntos que, en
términos estrictos si la división fuese coherente, no deberían competerle.
Ejecutivo, legislativo y judicial, entendidos en el significado clásico, sólo
explican la distinta actividad de algunos órganos del Estado, funciones de un
mismo poder público, o sin más momentos de un mismo razonamiento práctico (según la conocida representación de Kant en la Metafísica de las costumbres), y no distintos poderes cuya suma nos ofrecería sic et simpliciter, la
organización constitucional del Estado. El Estado crea y organiza los tres
poderes, y no los tres poderes organizan y crean el Estado; de otra manera los
órdenes y las corporaciones del feudalismo, aborrecidos por el nuevo derecho
burgués, hubieran sido transferidos nada menos que de la sociedad civil a la
sociedad política. De hecho, sin embargo, como la «función» tiende a convertirse en poder y a identificarse con el órgano que la ejerce, en la evolución
del Estado liberal asistimos a ello: a la ascensión de potentes «cuerpos independientes» orgullosos y celosos de su autonomía constitucional, y por lo tanto irresponsables el uno hacia el otro. Esto, lejos de articular el Estado según
una estructura más flexible y abierta, lo mantiene rígido en bloques contrapuestos, privados de la consciencia de su rol originario e «ideológico»: el
«desempeñar funciones públicas», el «estar al servicio de», el «representar
e interpretar fielmente la voluntad de la Nación». Sin embargo algunos han
creído percibir en esta mayor distancia, en esta separación entre los tres poderes (aunque el proceso de corporativización es mucho más largo y extenso, y
actúa mucho más allá de la tradicional división y mucho más allá del plano
institucional), separación desarrollada también y principalmente respecto al
resto de la sociedad (no sólo entre los poderes que constituyen la «sociedad
política», sino igualmente entre «sociedad política» y «sociedad civil»), una
garantía de una ulterior democraticidad y libertad.
La magistratura en Italia constituye un caso emblemático: su poder, su
separación ha aumentado en virtud del progresivo madurar en sentido democrático de las Instituciones. En el Estado humbertino y en el fascista, el juez
estaba sometido a fuertes condicionamientos por parte del ejecutivo. El estatuto albertino en su artículo 68 rezaba: «La justicia emana del Rey, y es administrada en Su nombre por los jueces que El nombra». De esta manera se
establecía una relación de directa subordinación jerárquica entre el magistrado y el monarca constitucional23.
23 Sobre este asunto, no ha perdido nada de frescura y vigor F. S. Merlino, Politica e magistratura in Italia dal 1860 ad oggi, Gobetti, Torino 1925. Cfr. también M. D'Addio, Politica e
magistratura (1848-1876), Giuffrè, Milano 1966, y la más reciente aportación de C. Guarnieri,
Magistratura e politica in Italia, Il Mulino, Bologna 1993, pp. 83 y ss.
126
Massimo La Torre
Marco Minghetti, por ejemplo, siguiendo los pasos de Locke, consideraba que la magistratura no configura un poder autónomo distinto del ejecutivo. Sólo distingue dos poderes dentro de la organización del Estado, la
legislación y la administración. La función jurisdiccional sería una específica
manifestación de la ejecución de la ley, de la administración: la administración de justicia. «La magistratura no debe ser situada en una esfera separada
de la administración propiamente dicha; pues entre ambas existen ramificaciones en las que se divide la ejecución de la ley. Y por lo tanto no pueden
existir más que dos únicas potestades, aquella que hace la ley y aquella que
la ejecuta, la última de las cuales según el diferente objeto y el diverso modo
de actuación se distingue en judicial y administrativa»24. Sin embargo, el
hecho de que la magistratura no sea un poder conceptualmente autónomo respecto al ejecutivo no impide la configuración de ella como un poder institucionalmente independiente: «La justicia es en realidad una rama de la
potestad ejecutiva, pero una rama que actúa independientemente»25.
En la Italia republicana, tras un breve período de ajuste y «congelamiento constitucional»26, con la creación del Consejo Superior de la Magistratura, el juez adquiere una gran independencia. La independencia de la «función
judicial» se confunde rápidamente con la autonomía del «orden judicial» que
llega a ser potentísimo ya que es irresponsable y celoso de tal irresponsabilidad como de un elemento esencial del Estado democrático27. En ello, incluso, tienen su origen la politización del juez y movimientos como
Magistratura Democrática, que atribuye un valor progresista a actos en sí
autoritarios, dictados en la lógica del «orden», los cuales no obstante —se
afirma— están dirigidos al «bien público» y al interés de las clases sometidas o a la realización de los principios constitucionales28. Tal actitud puede
24 M. Minghetti, I partiti polotici e la ingerenza loro nella giustizia e nell'amministrazione,
Zanichelli, Bologna 1881, cit. en G. M. Chiodi, La giustizia amministrativa nel pensiero politico di Silvio Spaventa, Laterza, Bari 1969, p. 66. Sobre la relación de dependencia del poder judicial respecto al Ejecutivo en el período post-unitario pueden consultarse provechosamente las pp.
63-70 del citado trabajo de Giulio M. Chiodi.
25 M. Minghetti, op. ult. cit., p. 39.
26 Cfr. E. Cheli, Costituzione e sviluppo delle istituzioni in Italia, Il Mulino, Bologna 1978,
en particular las pp. 56-59, 158-161, y 169-173.
27 A favor de la introducción de la responsabilidad política del juez como aplicación del
principio constitucional e la soberanía popular (art. 1 de la Constitución Republicana) se pronuncia Cheli, a cuyas observaciones reenvío: cfr. E. Cheli, op. cit., pp. 143-149. Al respecto, véase M. Cappelletti, Giudici irresponsabili? Studio comparativo sulla responsabilità dei giudici,
Giuffrè, Milano, 1988.
28 Es curioso que los sectores de la magistratura más comprometidos en sentido democrático, que se proclaman intérpretes, vehículos de la soberanía popular, sean convencidos mantenedores de la separación del propio «orden», al excluir cualquier forma de responsabilidad del
juez. El «proclamarse intérpretes» de la soberanía popular (que ya se encuentra en el encabeza-
Sobre derecho y utopía
127
no obstante suponer una reedición de la máxima típica del despotismo iluminado que sigue la máxima «todo para por el pueblo, nada por el pueblo»,
llámesele «pueblo», «clases sometidas», «proletariado» o «sociedad civil»,
el ciudadano como tal no posee posibilidad alguna de influir en la función
judicial. Y no sirve para modificar dicha opinión el ejemplo de loas jueces
populares (jueces «laicos») que constituyen los Corti di Assise29, ni el argumento de la «pasividad» e «imparcialidad» propias de la actividad judicial.
El argumento de la «pasividad» del juez, o mejor el de la posibilidad concedida al ciudadano de poner en marcha la actividad judicial, contrasta con el
hecho de que el juez tiene un cuasi exclusivo poder de valoración respecto a
las demandas e informaciones que le llegan del ciudadano. El argumento de
la «imparcialidad» requeriría ser precisado. No es que los jueces sean una
raza aparte dotada por algún hecho genético de la virtud de la imparcialidad.
La imparcialidad de la que se habla a propósito de la actividad judicial no se
refiere a las cualidades del hombre que desarrolla aquella actividad, sino a
las cualidades de los procedimientos que regulan la actividad misma. Es el
procedimiento judicial el que es (o debería ser) imparcial. Y para que ello
suceda no es suficiente con que esté dirigido por un señor con toga y peluca,
ganador de una oposición.
El método democrático, la representación y el principio de las mayorías,
valen sólo para el legislativo. No se aplican al ejecutivo y al judicial. El diputado es elegido; pero ¿quién elige al juez o al general? Aquí son válidos cri-
miento de la sentencia) permanece de esta manera vinculado al compromiso del magistrado concreto, a sus convicciones ideológicas, y no a algún mecanismo institucional que instaure el contacto directo entre función judicial, magistratura y sociedad civil. Sobre esta conexión institución
judicial-sociedad civil advierte de su exigencia el Secretario de Magistratura Democrática en su
informe al 4º Congreso de la asociación (vid. «Magistratura Democrática», marzo-junio 1879),
mas dicha conexión se define en el reconocimiento de Magistratura Democrática como «articulación de la sociedad civil». Se define M. D. como «articulación de la sociedad civil» en tanto en
cuanto esta asociación reivindica la independencia y la especificidad del propio rol del juez:
«Hemos definido M. D. como articulación de la sociedad civil precisamente por esta su ubicación no ya en el terreno de las políticas generales sino principalmente en el de las asociaciones
que actúan por segmentos de fines generales».
29 «Las vivas críticas dirigidas a la actual composición de las Corti di Assise —escribía
hace ya más de veinte años Girolamo Bellavista— merecen plena solidaridad. Los jueces populares a menudo se asemejan, frente a las iniciativas y a las opiniones del Presidente, a los dos últimos invitados de la manzoniana mesa de Don Rodrigo. El juez colegial se convierte en tales
casos en bicrático, cuando no monocrático. El sistema es el fruto de un compromiso entre la
legislación fascista y la carta constitucional (art. 102 al final), que quiere la intervención popular en la administración de justicia; pero el compromiso convierte la participación en una especie de despreciable intervención pasiva, debido a la práctica sujeción del juez popular a la opinio
delicti, o no, del Presidente» (G. Bellavista, Lezioni di diritto processuale penale, Giuffrè, Milano 1975, p. 168, cursivas en el texto).
128
Massimo La Torre
terios de carrera o de subordinación, criterios de mérito o de antigüedad,
cuando no son clientelistas. El juez está separado de la sociedad civil en la
misma medida en que lo está el general. Su acceso al cargo, como por lo que
concierne al burócrata, tiene lugar a través de un proceso que es principalmente un proceso de cooptación30. Ningún control, ninguna posibilidad de
influencia sobre las decisiones puede ser ejercido por los ciudadanos en cuanto cuerpo colectivo31. Lo cual responde ciertamente en parte a la exigencia de
imparcialidad que es el elemento central y definidor de la función judicial.
La determinación de un hecho, de la verdad de una declaración, y de la violación de la ley no puede ni debe depender de criterios de mayorías. No se
puede no estar de acuerdo con Luigi Ferrajoli cuando escribe que «ninguna
mayoría puede volver verdadero aquello que es falso, o falso lo que es verdadero, ni por lo tanto puede legitimar con su consenso una condena infundada por emitida sin pruebas»32. La misma preocupación se encuentra en la
base de las críticas contra aquellas teorías, como la filosofía de Habermas,
que intentan hacer de la verdad y de la justicia una cuestión de consenso, y
por consiguiente a fin de cuentas de mayorías33. Sin embargo, en un sistema
político que se dice democrático la actividad jurisdiccional no puede ignorar
una referencia más que formal a la voluntad popular, por ejemplo en lo que
se refiere a la composición de los órganos judiciales o a través de la introducción de una responsabilidad real del juez por decisiones tomadas despreciando la ley, los principios constitucionales, o los más generales principios
de equidad.
El poder ejecutivo, la administración pública, están organizados y desarrollan su función específica no según el método democrático (prescindien30 Cfr. U. Rescigno, «Divisione dei poteri», en Dizionario critico del diritto, a cargo de
Cesare Donati, Savelli, Roma 1980, p. 97.
31 La independencia (independencia del poder ejecutivo) del juez ha sido a menudo confundida con su separación (independencia de la sociedad civil). Por lo que concierne a la separación no nos consta que un ordenamiento jurídico estatal, sino en formas muy limitadas en los
países anglosajones, (donde el Derecho es esencialmente consuetudinario) se haya preocupado
nunca de reducirla o superarla. Por lo que afecta a la independencia respecto al poder ejecutivo,
es necesario in genere distinguir entre las dos ramas de la magistratura, el juez y el fiscal. En Italia hasta que no fue creado el Consejo Superior de la Magistratura, si formalmente la judicatura
resultaba ser independiente, no podía decirse lo mismo del fiscal. Respecto a la actual situación
de la justicia en Italia, cfr. A. Pizzorusso, L'organizzazione della giustizia in Italia, Nuova ed.
riveduta e aggiornata, Einaudi, Torino 1988, pp. 135 y ss.
32 L. Ferrajoli, op. cit., p. 155.
33 En este sentido se desarrolla la crítica de Ota Weinberger tanto a Habermas como a
Alexy. Léase, por ejemplo, O. Weinberger, Conflicting Views on Practical Reason. Against Pseudo-Arguments in Practical Philosophy, en «Ratio Juris», 1992, pp. 251-268.
34 Sobre la incompatibilidad entre la tradicional organización de un ejército y los principios
democráticos, léanse las páginas de C. Levi, Paura della libertà, III ed., Einaudi, Torino 1975,
pp. 95 y ss.
Sobre derecho y utopía
129
do de su origen popular), sino según el método jerárquico. No deben respetar principio alguno de imparcialidad o de equidad. La permanencia de la
institución Ejército, que se articula según una escala graduada de autoridad
que es máxima en su cima y nula en su base, la supervivencia en el tejido
del Estado democrático de esta institución no reformada que socava la dignidad del ciudadano convertido en soldado, descubre los problemas del
régimen democrático como mera fórmula organizativa34. El ejército, toda la
administración pública, el ejecutivo, funcionan según el principio de jerarquía35. Y este principio es difícilmente limitable. En consecuencia, si la trasparencia, la publicidad, es uno de los requisitos del régimen democrático, y
tal publicidad es el resultado de ciertos procesos de formación de la voluntad colectiva basados en el contraste y en la discusión abierta de las alternativas en cuestión, y en el control de las normas y de la actividad de quien
es llamado a realizar las decisiones colectivas, al menos por lo que se refiere al poder ejecutivo, tal publicidad se encuentra ausente en gran medida.
Diverso es el discurso por lo que concierne al poder judicial, que se distingue del ejecutivo justamente porque está sometido a ciertas formas que
determinan sus decisiones, la primera de las cuales es la obligación de motivación de las sentencias que en la Constitución republicana ha sido sancionada en el artículo 111.
5. TRANSFORMACIÓN SOCIAL Y LIBERTADES CIVILES
Hay quien sostiene que el método democrático es un instrumento de transformación de la sociedad en sentido autoritario. En realidad, el método democrático, que —como hemos visto— puede ser también uno de los métodos
posibles para establecer quién debe emitir la orden, y estar en el vértice de la
escala jerárquica de la sociedad, no discute (si acaso puede templarlo) el principio de jerarquía. Por ello se puede sostener que se trata de un método de
organización, de estructuración, del poder político y de la jerarquía social. Por
lo tanto, es forzado afirmar que constituya como tal, por una especie de lógica interna, un instrumento de transformación social.
No solamente el método democrático es un método de organización del
poder político, sino que puede serlo también de éste poder, del poder vigente, ya que puede no discutir la estructura total del Estado y el funcionamiento general del sistema, del que constituye un engranaje. Sólo la identidad de
las élites puede ser alterada por los resultados de una elección política, no el
35 Sobre el principio de jerarquía en la actividad de la administración pública, cfr. G. Zanobini, Corso di Diritto Amministrativo, vol. I («Principi generali»), Giuffrè, Milano 1958,
C. Mortati, Istituzioni di Diritto Pubblico, tomo I, Cedam, Padova 1975, pp. 608-610.
130
Massimo La Torre
sistema de las élites políticas36. De esta manera el método democrático: (1)
puede ser conservador pues organiza este poder (el poder vigente), porque se
refiere a las reglas del juego allí donde el juego consiste en la circulación de
las élites políticas; (2) no puede ser libertario en cuanto organiza el poder, o
sea en cuanto que es método de composición de una escala jerárquica.
El método democrático es uno de los modos de formación de la clase política (los gobernantes, el Poder). Sobre ello es explícito Kelsen para el cual la
teoría de la representación política es pura ideología que tiene el cometido
«de ocultar la situación real, de mantener la ilusión de que el legislador es el
pueblo, a pesar de que, en realidad, la función del pueblo —formulada más
exactamente, del cuerpo electoral— se limite a la creación del órgano legislativo»37. Sartori critica la posición de Kelsen, admitiendo que «las elecciones
son un modo, uno sólo entre los modos utilizados con la finalidad de designar a los gobernantes»38. Rechaza la radicalidad de la crítica kelseniana, ya
que el hecho de que los gobernantes sean elegidos a través de el método
democrático tiene, en su opinión, efectos determinantes sobre su actuación
(sobre su «cómo» gobernar). Por lo tanto, para Sartori las elecciones no se
configuran como un «nombramiento», sino como un «poder»: «El error (...)
ha sido el de considerar las elecciones como un nombramiento, mientras que
por el contrario son un poder, y un poder recurrente, de nombramiento. Esta
es toda la diferencia, pues quien detenta el poder de confirmar o no, con determinados intervalos, a un dirigente, mantiene un poder continuo sobre él»39.
Más recientemente Alessandro Pizzorno ha denunciado la ilusión de que la
democracia garantice «libertad de elección de políticas» identificándola al
respecto por el contrario en el hecho de permitir la «libertad de identificaciones colectivas»40.
Recapitulando, el régimen político democrático se compone fundamentalmente de tres elementos: (i) el método democrático (representación política y
36 Entiendo aquí «élite política» en el sentido en el que Mosca habla de «clase política» (o
«clase de los gobernantes»). Para Mosca, en toda sociedad «existen dos clases de personas: la de
los gobernantes y la de los gobernados. La primera, que es siempre la menos numerosa, ejecuta
todas las funciones políticas, monopoliza el poder y goza de las ventajas que están unidas a éste;
mientas que la segunda, más numerosa, está dirigida y regulada por la primera de una manera
más o menos legal, es decir más o menos arbitraria y violenta, y le ofrece, por lo menos aparentemente, los medios materiales de subsistencia y aquellos que son necesarios para la vitalidad del
organismo político» (G. Mosca, Elementi di scienza politica, vol. 1, Laterza, Bari 1953, p. 78).
37 H. Kelsen, Teoria generale del Diritto e dello Stato, trad. it. de S. Cotta y G. Treves,
Comunità, Milano 1952, p. 296.
38 G. Sartori, La rappresentanza politica, cit., p. 573.
39 Ibid., p. 574.
40 Véase A. Pizzorno, Le radici della politica assoluta e altri saggi, Feltrinelli, Milano
1993, capítulo cuarto.
Sobre derecho y utopía
131
principio de las mayorías), para la formación y el funcionamiento de la institución destinada a producir las leyes; (ii) la división de los poderes constitucionales del Estado; (iii) las libertades civiles garantizadas ala ciudadano.
Como ya se ha dicho, el método democrático es eficaz, en la casi totalidad de
los regímenes políticos democráticos, sólo respecto a un tercio del territorio
constitucional completo. Además, hemos visto cómo la representación política puede limitarse a una trasferencia incondicionada e indiscriminada de la
voluntad de un sujeto hacia otro sujeto: trasferencia en que la supuesta identidad (o representación) de intereses entre el representante y el representado
no es suficiente para diferenciarla de una relación institucional de jerarquía.
El «superior» se diferencia del «representante» sólo cuando este último se
presenta como intérprete de la voluntad de su «inferior»; pero todo representante (en la relación configurada por la representación política, tal y como ésta
se presenta en lo Estados democráticos actuales) es respecto a sus representados una especie de «superior».
Una de las justificaciones ideológicas más frecuentes de la relación de
jerarquía utiliza el argumento según el cual el «superior» interpretaría los
intereses del «inferior», incluso en ausencia de una relación fiduciaria explícita y expresa. Ni siquiera la Fürerschaft prescinde de esta legitimación,
basándose en las capacidades excepcionales del «jefe», en su «personalidad»,
pero sin olvidar subrayar que él «interpreta» y «representa» los intereses de
la Gefolgschaft, de la masa41. La llamada representación «orgánica» puede
tranquilamente excluir cualquier vínculo electoral entre «representante» y
«representado» y una voluntad explícita del «representado». Biscaretti di
Ruffìa define la representación política como «representación de los intereses
generales»42, excluyendo que pueda configurarse por el contrario como representación de voluntad: ello es impedido por la prohibición del mandato imperativo y la genericidad (generalidad) del sujeto representado. Por consiguiente
si «representación orgánica» y «representación de los intereses generales»
difieren por la presencia, en la estructura de la segunda, de un mecanismo
electoral, se asemejan bastante por el lugar que conceden a la voluntad efec-
41 Sobre la relación entre el jefe carismático, el Führer, y su pueblo, léase la bella página
de T. Mann, Mario und der Zauberer. Ein tragisches Reiseerlebnis, en Mann, Die Erzählungen,
Fisher, Frankfurt a Main 1986, p. 831.
42 «La representación política se presenta (...) como la «representación integral y genérica
de los más dispares intereses de una colectividad concreta» y por lo tanto como una representación de intereses generales, o políticos (ROMANO): Y la responsabilidad política que determina actúa sólo en el momento de la disolución de la Cámara, cuando los miembros de la
colectividad representada, con ocasión de su reconstitución electiva, pueden juzgar si la antedicha labor representativa haya sido, o no, satisfactoriamente desempeñada por sus parlamentarios» (P. Biscaretti di Ruffia, Diritto costituzionale, cit., p. 270).
132
Massimo La Torre
tiva del «representado». La relación entre «superior» y «representante» puede ser la de genus ad speciem, si el «representante» es concebido como un
«superior» que está periódicamente sujeto a la «responsabilidad política» (o
sea al examen del electorado).
El concepto de responsabilidad política merece alguna explicación más
ya que suministra, en la imposibilidad de demostrar una real correspondencia
de voluntad entre «representante» y «representado», la justificación ideológica de la representación política. El ciudadano —se mantiene— tiene la
posibilidad de «juzgar» la actuación del parlamentario, al cual le había concedido a través del voto la propia confianza, reconfirmándosela o negándosela en las nuevas elecciones. Sin embargo parte de la doctrina
constitucionalista se muestra perpleja respecto a la noción de responsabilidad política, por lo menos allí donde el acento se sitúa sobre el sustantivo; la
responsabilidad política difícilmente podría de esta manera reconocerse
como responsabilidad jurídica e institucional. Si por el contrario ponemos el
acento sobre el adjetivo, la responsabilidad podría reconocerse, como el
resultado de la relación existente entre «hombres políticos» y «opinión
pública», según la cual la actuación de aquellos condiciona la disposición de
ésta; y por consiguiente en un contexto extrainstitucional y totalmente desvinculado del vínculo electoral entre «representante» y «representado». Giuseppe Ugo Rescigno distingue entre a) responsabilidad política amplia y b)
responsabilidad política institucional. Mientras el primer tipo de responsabilidad (la amplia) sería concretamente existente, pero se exigiría no sólo respecto a los electores, sino también respecto a los no electores, el segundo
tipo de responsabilidad política (la institucional), no podría encontrarse en el
Ordenamiento republicano. De hecho, para que la no reelección pueda considerarse como sanción de la responsabilidad política, deberían verificarse
dos condiciones: (i) que el sujeto elegido como parlamentario estuviera obligado a presentarse otra vez como candidato a las nuevas elecciones; (ii) que
la eventual reelección estuviera sujeta institucionalmente (según procesos
institucionalizados) a un juicio de naturaleza política. Como estas dos condiciones no se verifican, la responsabilidad política institucional no existe.
Por consiguiente, la única responsabilidad política operativa es la responsabilidad política amplia, que no obstante sólo puede considerarse responsabilidad en sentido impropio43. Virgilio Mura, a propósito de la responsabilidad
política, habla de «representación-sustitución» (designación de los capaces
en lugar de los incapaces), y observa como en el régimen representativo «el
consenso «no existe sino que sobreviene», el elector «actúa» sino que «reac43 Véase G. U. Rescigno, La responsabilità politica, Giuffrè, Milano 1967, en particular,
pp. 103 y ss.
Sobre derecho y utopía
133
ciona», la iniciativa política va de arriba hacia abajo y no al contrario» Ocurre, entonces, que precisamente la teoría de la «responsabilidad política»
(versión jurídica refinada de la idea de un consenso posterior a la voluntad
del «representante») reconfirma el carácter jerárquico de la representación
política: la relación «representante» «representado» se desarrolla según una
corriente descendiente y no ascendente44.
Pero el dato que nos ofrece, por ejemplo, el panorama parlamentario italiano (una muy fuerte continuidad y estabilidad de la clase política) debería
hacer reflexionar más sobre la eficacia de la «responsabilidad política» frente a la creciente especialización e institucionalización de la función política,
y sobre el arraigo de tal función en un sistema rígido de partidos.
Por lo que concierne al principio de las mayorías, éste no puede apoyarse
jurídicamente más que sobre una ficción: la mayoría prevalece en cuanto se
hace totalidad. La mayoría finge, siendo una parte, ser el todo; en consecuencia la otra parte, la minoría, desaparece, se anula de derecho45. También la
relación mayoría-minoría puede así recorrer de nuevo el cauce de la relación
jerárquica. El principio mayoritario puede, sin contradecirse, ser utilizado
contra los derechos fundamentales. «A legally unrestricted majority rule
—escribe Hannah Arendt—, that is, a democracy without a constitution, can
be very formidable in the supression of the rights ot minorities and very effective in the suffocation of dissent without any use of violence»46. Paralelamente, en el ámbito del Derecho privado, el principio mayoritario corre el
riesgo de colisionar con el principio fundamental de autonomía privada: «se
os presenta como aquello que somete a algunos individuos a la voluntad de
otros en un sistema regido por el principio según el cual nadie puede ser obli44 Véase V. Mura, Rappresentanza politica, en Il Mondo Contemporáneo, vol. IX: Politica
e Società —2, La Nuova Italia, Firenze 1979.
45 «Desterrada toda reflexión sobre su oportunidad política y su valor moral, los Romanos
se preocuparon principalmente de dotarlo de una formulación jurídica exacta, clasificándolo en
el ámbito de los fenómenos jurídicos. Los jurisconsultos consiguieron estos a través de esta ficción legal: lo que la mayoría ha hecho, debe considerarse como si hubiera sido hecho por todos.
«Refertur ad universus quod publice fit per majorem partem» (Ulpiano). «Quod maior pars curiae
efficit, pro eo habetur ac si omnes egerint» (Scaevola). Ningún vínculo jurídico, por lo tanto,
entre mayoría y minoría. El derecho objetivo no reconoce más que a la primera; por ello la mayoría es todo, la minoría no es nada. La de los Romanos fue la primera, quizás la única, palabra
decisiva que haya sido dicha sobre el principio mayoritario. La fortuna de aquella ficción suya
será muy grande en el medievo. Ni siquiera hoy el pensamiento jurídico ha ido mucho más allá»
(E. Ruffini, Il principio maggioritario (profilo storico), Adelphi, Milano 1976, pp. 21-22). Como
conclusión de su trabajo, Ruffini escribe que «desde un punto de vista sustancial y en un plano
más profundo», el principio incompatible por excelencia con el principio mayoritario es el de
jerarquía.
46 H. Arendt, On Violence, ahora en Arendt, Crises of the Republic, Penguin, Harmondsworth 1973, p. 111.
134
Massimo La Torre
gado más que por la propia voluntad, atribuye a la declaración unilateral de
algunos individuos eficacia vinculante para otros en un sistema en el cual las
declaraciones de voluntad no producen efectos para los terceros»47. Ronald
Dworkin, entre otros, defiende la «idea crucial» según la cual «la democracia
no es lo mismo que el principio de las mayorías», y por consiguiente la tesis
que «en una verdadera democracia la libertad y las minorías encuentran protección jurídica en forma de una constitución escrita que ni siquiera el parlamento puede modificar para adaptarla a su capricho y a sus políticas»48.
Se advierte por lo tanto en muchos puntos un desajuste o, es más, tensión,
entre los dos elementos que componen el régimen democrático. Representación y principio mayoritario de un lado y derechos del otro no pueden más
que mirarse con recíproca sospecha. La tensión entre derechos de un lado y
aparato institucional democrático del otro se encuentra también en el origen
de ciertas propuestas comunitaristas recientes. «As bearers of rights —escribe Michael Sandel— where rights are trumps, we think of ourselves as freely
choosing, individual selves, unbound by obligations antecedent to rights, or
to the agreements we make. And yet, as citizens of the procedural republic
that secure these rights, we find ourselves implicated willy-nilly in a formidable array of dependencies and expectations we did not choose and increasingly reject»49. El problema es sin embargo que tales observaciones
desembocan en una infravaloración de los derechos en favor de los deberes,
y en la materialización y —por decirlo así— moralización de estos últimos de
deberes hacia la ley en obligaciones hacia la comunidad, allí donde esta última es concebida como la fuente de la identidad «verdadera» del sujeto50.
La división de poderes, aunque siempre imperfecta, es un «efecto» (y no
una «causa») de la Constitución del Estado, del cual no discute la unidad y la
naturaleza, incluso puede contribuir a desarrollar dinámicas corporativas que
sin embargo no implican de por sí ninguna potencialidad liberal. La división
de poderes de la teoría constitucionalista es completamente interna a la forma
Estado tradicional, asentada sobre la noción de soberanía, se sitúa en el interior de la relación jerárquica existente entre sociedad política y sociedad civil
subordinando la segunda a la primera. Dividir un poder inmutado en sus atribuciones y en su cualidad no significa de hecho transformar la cualidad.
Como para la ley (el Derecho positivo estatal), así también para el poder, no
47 F. Galgano, Principio di maggioranza, en «Materiali per una storia della cultura ginridica», 1982, p. 293.
48 R. Dworkin, A Bill of Rights for Britain, Chatto & Windus, London 1990, p. 13.
49 M. Sandel, The Procedural Republic and the nencumbered Self, en «Political Theory»,
1984, p. 94.
50 Véase, por ejemplo, ibid., pp. 90-91.
Sobre derecho y utopía
135
basta multiplicar (quizás hasta el infinito) los sujetos productores de aquella
o los sujetos detentados de éste para modificarle el sentido y la naturaleza.
Las libertades civiles, el elemento más interesante y «progresista» de la
estructura político-jurídica del Estado democrático, actúan concretamente en
la medida en la que están colmadas por la sustancia de la acción de los ciudadanos y llegan a ser un arma de la tensión libertaria del individuo. Democraticidad significa también «turbulencia»51, es decir: (i) un régimen político
que no está encerrado en sí mismo sino que al contrario está abierto a las instancias provenientes de la sociedad, aceptando el riesgo de inestabilidad que
ello comporta inevitablemente; (ii) una estructura social preparada para rediscutir los propios criterios de justicia y de redistribución de la riqueza. Existe
un nexo inescindible —como ha sido subrayado con fuerza por John Rawls—
entre democracia y «sociedad bien ordenada», o sea justa.
En definitiva, el concepto de democracia es altamente normativo, y cualquier planteamiento descriptivo respecto a ella termina por no comprender la
importancia y corre el riesgo, si es tomado en serio, de desnaturalizarla.
Como bien dice Giovanni Sartori, «el punto de vista descriptivo conduce a
definiciones que tienen escasa o incluso ninguna semejanza con las definiciones normativas de democracia. La descripción de lo que la democracia es
en el mundo real casi no hace referencia a la noción de pueblo»52. He aquí, el
por qué de la turbación de tantos científicos políticos y sociológicos respecto
a esta noción, y su testarudo intento de reducirla a cualquier otra cosa: a sistema de élites, a poliarquía, a competencia. La misma turbación surge respecto a la noción de derechos fundamentales: son interpretados como simple
inputs de procesos decisorios o como instrumentos para la implementación de
las decisiones institucionales (como instrumentos para la asignación de bienes económicos, por ejemplo). Pero la democracia es principalmente un ideal normativo: el gobierno del pueblo. Y los derechos fundamentales giran en
torno a un concepto moral: el de persona humana. Sin esta referencia ideal
los regímenes democráticos pierden su sentido, su «idèe directrice» y son
condenados a la decadencia. Reglas y procesos no son suficientes para definir, y para darnos, la democracia. Es necesario que un «sentido» oriente, y dé
contenido, a aquellas reglas y a aquellos procedimientos.
El garantismo en definitiva es bien poca cosa si equivale al control plurilateral entre poderes, culminando en un sistema de recíprocos condiciona-
51 Cfr. A. Caffi, Cristianesimo e ellenismo, en «Tempo presente», mayo 1958, p. 358. Una
interpretación análoga de la democracia nos es ofrecida por Claude Lefort cuando alaba la «fuerza de subversión del orden establecido» ínsita en los regímenes democráticos (véase C. Lefort,
L'invention démocratique, Fayard, París 1981, p. 24).
52 G. Sartori, Democrazia e definizioni, III ed., Il Mulino, Bologna 1972, p. 324.
136
Massimo La Torre
mientos institucionales entre los órganos constitucionales del Estado: el sistema de los «pesos y contrapesos» que impide a un órgano, cualquiera que sea
su posición constitucional, elevarse decisivamente sobre todos los otros. En
esta acepción del garantismo las libertades civiles tienen un rol marginal: no
figuran autónomamente, resultan y están incluidas en el intervalo del oscilante juego de equilibrio de poderes. El garantismo llega a ser por el contrario
bastante relevante si pasa a ser de teoría de la forma política a teoría de los
derechos civiles. En el primer caso, las libertades civiles encuentran su justificación en los espacios dejados abiertos por poderes mutuamente celosos y
sospechosos; en el segundo ya no asumen un valor instrumental y sirven para
determinar los ajustes y las modificaciones de las formas políticas. La Grundnorm para este garantismo normativo sustancial reside en los principios metajurídicos de la Constitución, y ya no en el compromiso logrado por los
poderes del Estado.
137
CAPÍTULO VI
El profeta mudo.
Política y cultura en el pensamiento de Andrea Caffi
1. PREMISA
Andrea Caffi1 nos ha dejado escasos documentos de su pensamiento. Me
refiero principalmente a escritos de reflexión teórica, política y sociológica,
pues por el contrario disponemos —aunque muchos quedan por ser rescatados— una cierta cantidad de sus intervenciones en relación con determinadas
cuestiones políticas2, y una serie de sus artículos breves o brevísimos de historia bizantina, rusa y del Asia menor3. No se olvide, además, que Caffi es un
intelectual de formación rusa, que escribe en ruso, y que su producción en
dicha lengua —que imaginamos conspicua— nos es del todo desconocida.
Una bibliografía más o menos completa de los escritos del petersburgués se
presenta hoy como una empresa desesperada.
1 Sobre la vida y el pensamiento de Caffi (nacido en San Petersburgo en 1887 y muerto en
París en 1955), objeto de casi ninguna atención entre los historiadores y estudiosos del pensamiento político italiano, véase N. Chiaromonte, Introduzione, en A. Caffi, Critica della violenza,
a cargo de N. Chiaromonte, Bompiani, Milano 1966, G. Biango, Un socialista «irregolare»:
Andrea Caffi intellettuale e politico d'avanguardia, Lerici, Cosenza 1977, y C. Vallauri, CAFFI,
Andrea, en Dizionario biografico degli italiani, vol. 16, Istituto della Enciclopedia Italiana,
Roma 1973, pp. 264-267. Léase también F. Fancello, Ricordo di Andrea Caffi, en «Critica sociale» del 24 de marzo de 1967, pp. 165-167.
2 Entre éstos, existe, por ejemplo, el volumen escrito con Umberto Zanotti Bianco, La pace
di Versailles, La Voce, Roma 1919.
3 Entre los cuales destaca, por su extensión, A. Caffi, Santi e guerrrieri di Bisanzio nell'Italia meridionale, apéndice en P. Orsi, Le chiese basiliane della Calabria, Vallecchi, Firenze
1929.
138
Massimo La Torre
Y luego están las cartas, género literario preferido por Caffi, y los muchísimos apuntes dispersos en cuadernos y fichas depositados y errantes por toda
Europa: comenzando por el largo manuscrito redactado a cuatro manos conjuntamente con Antonio Banfi en Berlín4, a los papeles depositados en la
Biblioteca central de Moscú a las que se refiere Nicola Chiaromonte5, a los
cuadernos confiados al jovencísimo Alberto Moravia y luego perdidos6, al
volumen en preparación del que se habla en los informes de los agentes de la
policía fascista que vigilan los movimientos de nuestro autor en Francia7, a las
fichas de lectura encargadas por estudiosos de medio mundo (entre los cuales
pueden recordarse a Salvemini y a Tasca), o por alguna editorial parisina, y
conservadas quién sabe donde8.
A pesar de todo, las dos recopilaciones de sus escritos, Critica della
violenza, editados por Nicola Chiaromonte, y Scritti politici, editados por
Gino Bianco9, nos ofrecen material suficiente para diseñar un bosquejo de
la teoría política de Caffi. En lo que sigue me basaré en los escritos contenidos en estas dos recopilaciones, y en tres ensayos, Maggia, mistica e
mito, Crisatianesimo e ellenismo, y L'avvenire del romanzo, publicados en
«Tempo presente» de Nicola Chiaromonte e Ignazio Silone entre 1958 y
1960.
La finalidad de este estudio es presentar la teoría social y política de
Caffi, y no colgarle una etiqueta cualquiera que ésta sea. Y más que su pensamiento político verdadero y auténtico, más que sus ideas políticas estimuladas por batallas políticas a menudo dramáticas, lo que me interesa y
—lo confieso— me intriga un poco es su concepción general de la sociedad y del Poder. En mi opinión el pensamiento de Caffi presenta impresionantes afinidades con la filosofía política y social de Hannah Arendt. En
lo que sigue, por lo tanto, la comparación con las tesis de Arendt servirá
4 De esta manera recuerda Banfi a Caffi, su compañero de estudios en la Universidad de
Berlín en los años inmediatamente precedentes al estallido de la primera guerra mundial: «Me
acompañaba el espíritu más angelical y más vivo que jamás conocí, Andera Caffi, fugitivo de la
prisión por los disturbios de 1905-1906, un humanista rebelde, refinado y de sencillas costumbres al mismo tiempo, políglota y extremadamente culto, ingenioso y entusiasta, con el que escribí muchas páginas sobre la cultura europea contemporánea. No sé donde puede estar aquel
manuscrito, lo único que sé es que recibí de él una verdadera oleada de vida y entusiasmo»
(A. Banfi, Carta a G. M. Bertin del 8 de junio de 1942, tomada de G. M. Bertin, La formazione
del pensiero di Banfi e il motivo antimetafisico, en «Aut-Aut», 1958, p. 31).
5 Véase, N. Chiaromonte, Introduzione, cit., p. 14.
6 Véase A. Moravia, Introduzione, en G. Bianco, op. cit., pp. IX-X.
7 Véase Telegrama de la Embajada de Italia en París n. 2992 del 26 de junio de 1936, ahora en: Archivio Centrale dello Stato, Miniestrio degli Interni, Direzione Generale P. S., Divisione Affari Generali (1920-1945), Fascicolo A. Caffi.
8 Cfr. también N. Ginzburg, Lessico famigliare, Einaudi, Torino 1986, pp. 109-111.
9 La Nuova Italia, Firenze 1970.
Sobre derecho y utopía
139
—espero— para ilustrar mejor posiciones y conceptos de este pensador
«irregular»10.
2. IDEOLOGÍA, MITO Y SOCIEDAD
Ante todo es necesario establecer cual es la visión de la sociedad desarrollada por Caffi. Cuando digo sociedad no me refiero a lo que en una acepción
particularísima el pensador italo-ruso llama concretamente «sociedad», distinguiéndola del «pueblo» y del «gobierno» en una división tripartita muy
usada por él. De esta división hablaré más tarde. Ahora me interesa aclarar la
concepción que él tiene de la sociedad en general.
Caffi se distancia claramente de la concepción marxista ya respecto a su
epistemología (una singular mezcla de historia, filosofía y ciencia)11, ya respecto a la proposición en clave economicista del mito del progreso, ya sobretodo respecto a su teoría de la sociedad para la cual ésta resultaría —como es
sabido— de una «estructura» compuesta por las relaciones de producción, la
cual a su vez determinaría una «superestructura» compuesta por las relaciones políticas, jurídicas y culturales. Para el intelectual petersburgués la sociedad es más bien el producto de procesos complejos y múltiples de
socialización entre los individuos, los cuales se constituyen en el interior de
tales relaciones, sin que éstas se hipostaticen en realidades del todo externas
a los sujetos mismos. Los procesos de intercambio mutuo y de recíproca
socialización entre individuos se desarrollan en múltiples planos, obviamente también en el económico, sin que éste pueda pretender un statuto ontológico o gnoseológico privilegiado. La sociedad por consiguiente constituye una
realidad más auténtica y originaria que los mismos mecanismos económicos.
En resumidas cuentas vale para Caffi cuanto afirmaba Georg Simmel: «Aber
Gesellschaft in ihrem fortwährend sich relasierend Leben bedeutet immer,
dab die einzelnen vermöge gegenseitig ausgeübter Beeinflussung ind Bestimmung verknüpft sind»12. Esta posición es asumida ya en sus años de juventud, y es en parte originada por la admiración por el pensamiento de
10 La grande y prolongada amistad de Arendt con Nicola Chiaromonte nos permite suponer
que la estudiosa alemana estuviera informada sobre la personalidad y la orientación teórica de
Caffi. En relación con esto puede recordarse que algunos escritos de Caffi habían aparecido en
los años cuarenta en «Politics», la revista estadounidense dirigida por Dwight MacDonald, y que
Critica della violenza, traducido al inglés por Raymond Rosenthal, es publicado por una editorial americana (A Critique of Violence, Bobbs-Merrill, New York 1969).
11 Véase A. Caffi, Intorno a Marx e al marxismo, I, Marx, la scienza, la storia, en Caffi,
Critica della violenza, cit., p. 250.
12 G. Simmel, Das Gebiet der Soziologie, en Simmel, Das Individuum und die Freiheit, a
cargo de M. Landmann, Fischer, Frankfurt am Main 1993, p. 182.
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Massimo La Torre
Proudhon, pero es corroborada por el contacto con la obra de Simmel de el
que Caffi fue un estudiante muy fiel en la Universidad de Berlín13.
Igualmente se halla lejano de aquellas que podríamos definir «teorías de
la ideología», es decir de las teorías que creen reconocer un elemento central
alrededor del cual gira toda la construcción de la sociedad, elemento que tiene en términos generales tres características. (a) Es algo material; (b) es algo
que escapa a la voluntad o a la determinación de los seres humanos: es por
consiguiente objetivo en un sentido que no equivale al atributo de la intersubjetividad; (c) es algo que escapa finalmente a la consciencia racional de
los seres humanos: es algo ocultado por las fantasías que los hombres construyen en torno a su vivir en sociedad.
Las «teorías de la ideología» (de las que el marxismo es una variante), en
resumidas cuentas, no toman en serio lo que los hombres dicen de sí mismos
como seres sociales. Si en la consideración de una sociedad distinguimos
un punto de vista interno (el de los participantes) y un punto de vista externo
—el examen «a vista de pájaro» como dice Caffi14— (el del mero observador), el punto de vista adoptado por las «teorías de la ideología» (piénsese en
Pareto por ejemplo, o en Theodor Geiger) es sólo y exclusivamente el externo. Caffi por el contrario nos aconseja el otro punto de vista, el interno.
Se encuentra, por lo demás, lejano de las teorías funcionalistas de la sociedad (à la Durkheim, para entendernos, o, más recientemente, à la Luhmann).
También en el funcionalismo, como en la concepción marxista y en las «teorías de la ideología», la sociedad se construye prescindiendo de lo que los
sujetos que la componen pretenden y quieren construir, prescindiendo de sus
ideas y pasiones, según imperativos funcionales y sistémicos. No es casualidad que estas tres teorías adopten un paradigma evolucionista, tomado de las
ciencias biológicas o usen metáforas organicistas. En dicha perspectiva la
sociedad se desarrolla independientemente de, o es más contra, la voluntad de
sus miembros, así como según modos que no tienen nada que ver con las
representaciones que aquellos se hacen de dicho movimiento. Para el intelectual petersburgués, al contrario, la realidad social equivale en buena medida a
13 Léase al respecto A. Banfi, Tre maestri, en «L'Illustrazione italiana» del 3 de noviembre
de 1946, en particular p. 284: «Algunos meses después en el vestíbulo de la Universidad berlinesa, el viento de marzo golpeaba las vidrieras. Mirábamos el horario de clases, yo y Confucio
Cotti (...) Y se nos acercó el otro con su melena leonada y su mirada ardiente de sol, Andrea Caffi,
caballero errante de las guerras y de las revoluciones. Venía de las prisiones rusas donde lo había
sacado un discurso de Filippo Turati a la Cámara y se reía de ello como reía después del bombardeo de las Argonas, de la descarga de la fusilería del Sabotino, a la que él había hecho frente
con el fusil cruzado dispuesto a morir y no a matar. Pero aquellos berlineses eran días de recogimiento y de estudio. Señalando un nombre: «Este es el nombre que nos conviene» nos dijo y de
esta manera fuimos los tres alumnos fieles de Giorgio Simmel».
14 A. Caffi, Mito e mitologia, en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 284-285.
Sobre derecho y utopía
141
lo que los hombres creen que es. Esta idea central es retomada y desarrollada
por su «discípulo» Nicola Chiaromonte: «Cuando se habla no del mundo
natural sino de la realidad social, la distinción entre «apariencia» y «realidad»
(por no mencionar la pretensión de lograr «explicaciones últimas»), me parece muy dudosa, desde el momento que, para empezar, las ilusiones que los
hombres se hacen sobre su situación «real» no tienen menos «realidad» (ni
menos importancia práctica) que sus «explicaciones últimas». En la sociedad,
en realidad, se tiene que contar con los errores reales de los hombres no
menos que con sus opiniones verdaderas»15.
Para Caffi, por el contrario, la sociedad es producto de normas, y éstas son
el resultado de la actividad, consciente o inconsciente, de los seres humanos
y de sus ideas de acción expresadas en las normas mismas. «¿Cómo interpretar —escribe— la noción marxista, según la cual «las relaciones de producción que constituyen la estructura económica» son «la base real sobre la que
se levanta una superestructura jurídica y política»? ¿Admitiremos quizá que
esta «base» pueda ignorar la superestructura en cuestión? ¿O bien que dichas
«relaciones determinadas y necesarias» que se afirman como instituciones
jurídicas, religiosas, etcétera, tienen menos realidad que la división del trabajo, la cooperación, la asimilación o el perfeccionamiento de ciertas técnicas
(las concreta y utilitariamente productivas, no las de la magia o el arte)? En
la realidad histórica, tal y como podemos conocerla, no se observa una sola
sociedad cuya cohesión, o estructura, no presente por lo menos tres clases de
hechos diferenciados mediante nuestro análisis razonado pero que, bien
entendido, se entrecruzan y se penetran recíprocamente en la actividad cotidiana de los individuos asociados: a) los modos habituales, regulares, de procurarse la subsistencia, de concebir y medir el bienestar material, de repartir
las cargas y los frutos de los esfuerzos más o menos organizados; b) las formas de comunicación y de entendimiento intimo constantes, incorporadas en
el lenguaje y (siempre y necesariamente) en una mitología; c) las normas de
conducta explícitamente formuladas u observadas conforme a la tradición,
sostenidas por una noción de lo «sagrado» (o mana, o tabù), la cual se resume a su vez en la noción de «justicia»»16.
Para Caffi, por consiguiente, la sociedad se compone de tres niveles normativos. Un primer nivel regula la producción y distribución de bienes. A
diferencia de Marx, para nuestro autor la producción no es una fuerza objeti15 N. Chiaromonte, Lettera a Caffi, ahora en Chiaromonte, Il tarlo della coscienza, a cargo
de M. Chiaromoente, Il Mulino, Bologna 1992, p. 101, cursivas en el texto. Sobre la relación
entre Caffi y Chiaromonte, véase G. Bianco, Chiaromonte-Caffi, lettere ed altro, en «Settanta»,
1972, pp. 38-46.
16 A. Caffi, «Homo faber» e «homo sapiens», en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 301-302.
Cursivas en el texto.
142
Massimo La Torre
va, que no necesita de normas para existir, y se encuentra en el origen de todo
hecho normativo. La producción es observada como posible sólo en cuanto
existen normas que la regulan. Las relaciones de producción no son «hechos
brutos» (retomando una terminología más actual), sino «hechos institucionales», hechos basados en, o hechos posible por, normas. Hay que señalar que
una tal concepción normativista o «cultural» de la sociedad impide a Caffi
cualquier cesión hacia tentaciones historicistas o evolucionistas. Si lo que
mantiene unidos a los hechos sociales es un conjunto de normas, y no de elementos «brutos» de la realidad sometidos a leyes causales más o menos obligatorios, más o menos deterministas, no puede aplicarse a los hechos sociales
ningún paradigma causalista, ya sea historicista o bien evolucionista.
Caffi, por otra pare, no tiene ninguna simpatía particular por el idealismo
hegeliano, por su reducción de la realidad a idea o espíritu17. Para él los
hechos sociales permanecen fenómenos empíricos. si bien filtrados o constituidos por normas. Y éstas existen dentro de esos fenómenos, y no fuera de
ellos. Así no es posible que el pensamiento de Caffi se apoye o se acomode
en alguna filosofía de la historia en sentido fuerte, esto es en una filosofía que
identifique algún «sentido» o «fin» de la historia misma, independientemente de las intenciones y de los significados que le atribuyan los seres humanos.
De esta manera él es crítico tanto del mito iluminista y positivista del progreso, al modo de Condorcet o de Settembrini (el personaje del Zauberberg de
Thomas Mann), como del evolucionismo darwiniano y spenceriano, como
también de las filosofías idealistas de la historia (de Hegel, a Marx, y a Croce). No existe en él la ilusión de poder servirse, aunque sea con fines interpretativos, del «materialismo histórico», o de poder rescatarlo para combatir
el mito del progreso y del evolucionismo, ilusión esta última alimentada por
ejemplo por Walter Benjamin. La historia, para el intelectual petersburgués no
es ni justiciera ni justificadora, y mucho menos tiene las facciones del «angelus novus».
Existe luego un segundo nivel normativo, el del lenguaje, formado no sólo
por significados individuales, atómicos, sino de un sentido general que penetra los significados individuales y presupuesto por éstos. Dicho sentido general, o la suma de los sentidos generales, es un conjunto complejo y coherente,
una concepción del mundo, es decir una «mitología»: «aquel sustrato de sentimientos y nociones comunes que llamo “mitología”»18. Finalmente, el tercer nivel normativo está formado por las normas del Derecho positivo,
expresas o no. Las normas jurídicas, en esta perspectiva, no se apoyan en el
17 Véase, por ejemplo, A. Caffi, Divagazione sugli intellettuali, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 323.
18 A. Caffi, Magia, mistica e mito, en «Tempo presente», mayo 1960, p. 287.
Sobre derecho y utopía
143
vacío, no surgen de la nada de la decisión, como termina por mantener una
importante parte del moderno positivismo jurídico, sino que deben reconducirse a alguna noción de justicia.
El «normativismo» de Caffi no presupone, sin embargo, ninguna concepción individualista, contractualista o utilitarista de la sociedad. Un individuo
anterior a la sociedad es para él un absurdo. «Nadie pretenderá poder conocer, o incluso sólo imaginar, un auténtico individuo humano, cuya cualidad
esencial sea ser capaz de un lenguaje articulado (...) fuera de cualquier vida
social»19. No obstante, la sociedad se compone de individuos y sólo de ellos,
y no tiene una vida independiente de éstos: «Fuera de los individuos que
viven juntos y actúan en relaciones recíprocas, no existe ninguna realidad
concreta»20. La hipótesis del contrato social no explica, por ejemplo, cómo es
posible que individuos que todavía no se han encontrado y no han desarrollado entre ellos ninguna forma de cooperación, estén en condiciones de entenderse, es decir posean un lenguaje común. La conclusión de Caffi es, por lo
tanto, que el contrato social no es más que un mito de la sociedad moderna
con una fuerza no inferior de la de aquellos que dirigen las conductas de las
sociedades primitivas. «Desde el punto de vista de una ciencia efectivamente
informada y atenta a no alimentarse de hipótesis que afirma sólo hechos no
verificados, las suposiciones de Freud sobre el origen de los «totems y tabù»
o las prolijas y muy eruditas disquisiciones de una entera escuela de etnógrafos psicoanalistas (...) que deducen de ciertos «complejos» las características
de la economía, de la mitología, de la moral de tribus malayas o siberianas,
valen mucho menos que el mito racionalista de un originario «contrato
social» que, de Hobbes a Rousseau, estuvo tan de moda. En este último caso,
el artificio consiste en suponer que los individuos, en un momento dado,
tuvieran la libre elección de integrarse o no en una colectividad ordenada, y
por lo tanto es inexplicable como, todavía no integrados, poseyeran un idioma común para discutir y aprobar las cláusulas del contrato»21.
En definitiva, nuestro autor, rechaza tanto la reducción del hombre a homo
faber (llevada a cabo por el marxismo) cuanto la análoga reducción a homo
oeconomicus (llevada a cabo por las teorías contractualistas y utilitaristas).
Para Caffi, que cita a Huizinga, el hombre es principalmente homo ludens,
hombre que se nutre de juego y de mito (puesto que el juego como actividad
sin finalidad instrumental o utilitaria remite a cierta clase de sentido común
que es para Caffi precisamente el mito). Más exactamente podríamos decir
que comparte la antropología de Cassirer, la del hombre como animal sym19 A. Caffi, Individuo e società, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 27.
20 Ibidem.
21 Ibid., pp. 29-30.
144
Massimo La Torre
bolicum. «Cualquier consideración sobre las sociedades humanas y su historia —escribe Caffi— que subordine las múltiples manifestaciones de la conciencia a las actividades productivas corre el peligro de ofrecer una imagen
empobrecida y artificialmente racionalizada de las vicisitudes y experiencias
realmente observadas (...). Así el «animal político» no puede ser identificado
con el homo oeconomicus. La sociabilidad humana (...) produce motivos de
afecto, de comunión, de entrega, de envidia, etc., que complican y pueden
también impedir las finalidades económicas de la conservación, de la defensa y de la expansión del grupo»22. El juego, la fiesta, lo sagrado, el mito, son
el centro de gravedad de la vida social. «Las normas del fas et nefas son los
factores primordiales de la existencia social y no las superestructuras de la
situación económica regida por los procedimientos que se efectúan para alimentarse, para alojarse, vestirse y defenderse»23.
La sociedad es por lo tanto definida como «aquella red de acciones recíprocas, regulares, habituales que compromete y mantiene un mayor o menor
número de existencias personales en vías de actos precisos, repetidas indefinida y casi automáticamente»24. Este cuerpo no es sin embargo compacto.
Este, como se ha dicho, no tiene existencia propia, distinta de la de la pluralidad de individuos que lo constituyen. Además, se encuentra atravesado por
una tensión fundamental, que se da entre la tendencia de la sociedad a reproducirse como tal, idéntica a sí misma, y el individuo que por el contrario tiene unas circunstancias personales cambiantes que culminan en la muerte. La
dimensión temporal es extrema en el individuo y escasa en la sociedad. El
individuo es el que introduce la dimensión temporal en el cuerpo social25, a
pesar o en contra de éste mismo. De aquí se desprende un conflicto irresoluble. «La garantía más eficaz de una producción —o reproducción continua—
de la existencia social es la atenuación hasta los límites de lo posible de la
«fuga del tiempo» gracias a la inmutabilidad de las circunstancias ambientales y del comportamiento adoptado por los personajes en cuestión»26.
Por eso los pueblos felices —señala Caffi no sin una dosis de ironía— son
aquellos sin historia27. He ahí también el por qué de la importancia de la fiesta en el ciclo de los eventos sociales. En ésta el individuo rompe la inmovili22 A. Caffi, «Homo faber» e «homo sapiens», en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 306.
Cursivas en el texto.
23 Ibid., p. 313. Cursivas en el texto.
24 Ibid., p. 308.
25 Principalmente por el mismo hecho de la mortalidad de los individuos, y por la novedad
representada por el nacimiento de seres humanos siempre distintos. Al respecto, cfr. las consideraciones de H. Arendt, The Concept of History Ancient and Modern, en Arendt, Between Past and
Future. Eight Exercises in Political Thought, Penguin, Harmondsworth 1968, p. 61.
26 A. Caffi, op. ult. cit., p. 308.
27 Véase ibidem, y A. Caffi, Individuo e società, cit., pp. 55-56.
Sobre derecho y utopía
145
dad de la sociedad, pero al mismo tiempo adquiere un exaltado sentimiento
de sociabilidad. La fiesta actúa «como institución social que ofrece al hombre, al mismo tiempo, un sentimiento de emancipación de las servidumbres
de la existencia asociada y una comunión más estrecha y más espontánea con
sus semejantes»28. Además la fiesta anula los imperativos sistémicos y funcionales que la sociedad en cierto modo ejerce sobre el individuo, reafirmando su carácter esencial de práctica constitutiva. Como es sabido, Michael
Oakeshott distingue las asociaciones humanas en dos grupos fundamentales:
(a) enterprise association, allí donde la asociación es concebida como un
medio para fines que se encuentran fuera de ella, y (b) practice, allí donde la
asociación constituye ella misma los fines que pueden perseguirse29. (Grosso
modo esta distinción corresponde a aquella entre dos modelos de la acción
humana, el modelo teleológico y el modelo comunicativo)30. En el primer
caso, en la entreprise association, los fines se persiguen mediante la asociación; en el segundo caso, en la practice, los fines se persiguen no tanto
mediante cuanto en la asociación. Pues bien, tanto para Oakeshott como para
Caffi, que en parte anticipa tal distinción, la sociedad humana es el caso más
eminente de asociación no instrumental (constitutiva, comunicativa), de practice. En realidad, según Caffi no existen fines humanos que puedan perseguirse más allá de la sociedad misma. De la misma manera, aquí y allí Caffi
parece anticipar la contraposición, hoy hecha famosa por Jürgen Habermas,
entre racionalidad instrumental y racionalidad comunicativa. La típica, y
constitutiva, de las sociedades humanas es la segunda, no la primera.
3. EL CONCEPTO DE PODER
Se trata en este momento de afrontar el tema del concepto de poder y de
política en el pensamiento de Caffi. Lo señalado en el párrafo precedente nos
ayuda en parte a identificar la manera según la cual él concibe estas nociones.
Es necesario, sin embargo, considerar una peculiar conceptualización propia
del intelectual italo-ruso. Me refiero a la tripartición entre «gobierno», «sociedad» y «pueblo», que emplea a menudo, y a la que ya me he referido.
28 A. Caffi, «Homo faber» e «homo sapiens», cit., p. 311.
29 Véase M. Oakeshott, On Human Conduct, Clarendon, Oxford 1975, capítulo segundo.
30 Sobre tal disitnción gira también, en parte, la teoría de la acción de Hannah Arendt, en
particular la dinámica entre «work» y «action» (véase H. Arendt, The Human Condition, The
University of Chicago Press, Chicago 1957, p. 7, pp. 136 ss., pp. 175 ss.). Homóloga a tal distinción aparece, además, aquella entre actos lingüísticos ilocutivos y actos lingüísticos perlocutivos (Véase W. P. Alston, Meaning and Use, ahora en The Theory of Meaning, a cargo de G. H.
R. Parkinson, Oxford University Press, Oxford 1970, pp. 141 ss., en particular pp. 151-152).
146
Massimo La Torre
Comencemos por el «pueblo», del que nuestro autor alimenta una imagen
bastante realista y en cierto sentido pesimista. En tal postura hay poco de la
exaltación de las virtudes populares tan usuales en las diferentes concepciones socialistas. Caffi se encuentra muy lejano del mito del pueblo corrompido por la sociedad y sin embargo portador in nuce de virtudes fundamentales,
o de aquel (aparentemente) contrapuesto del pueblo incorrupto pero aturdido
por las mentiras del poder e ignorante de su fuerza de gigante. «Observadores superficiales y enternecidos —escribe— suponen en el pueblo una
«salud» física y moral particular y milagrosamente intacta, y de esta manera
suponen también todo un repertorio de cualidades específicas e inimitables:
buen sentido, instinto sagaz, generosidad, modestia, dignidad, sin constatar
los muchos matices y los muchos «reversos» de tales hipotéticas disposiciones «naturales» y sin distinguir lo excepcional de lo corriente, el efímero
esplendor de la juventud de la pesada y duradera impronta de los destinos
irreparables, el ímpetu del corazón del mimetismo ritual. También, sobre
todo, se atribuye a este «potencial», que en cierto sentido es de origen fisiológico, un contenido real de sabiduría y de potencia cuyos efectos milagrosos
se producirían de repente apenas rotas las cadenas de la esclavitud. Ahora, la
existencia de dichas cadenas no es un accidente absurdo: incluso queriendo
admitir que , en un principio, haya sido sólo la adversidad la que las produjera, su conservación y su empeoramiento milenario no se explican sin la complicidad esencial de los prisioneros. La historia contemporánea debería
habernos enseñado a desconfiar por lo menos un poco de la idea del buen pueblo. Después de todo, muchos de los secuaces de Mussolini y de Hitler son
«pueblo»»31.
El «pueblo» por lo tanto, según nuestro autor, es una entidad bastante
amorfa, moralmente más o menos insignificante, y en cierto sentido responsable de su estado de opresión y explotación32. Sin embargo, en su opinión, se
encuentra vivo y fuerte en el «pueblo» el sentimiento de la «comunión» de la
acción colectiva y es este sentimiento lo que lo distingue de la «masa». En
relación con esto Caffi se refiere explícitamente a las ideas de Gerorges Gurvitch, un sociólogo y filósofo particularmente admirado por él, y unido a él
por la formación cultural rusa y por la referencia a la obra de Proudhon.
««Pueblo» y «masa» —escribe Caffi— son dos realidades muy diversas. Se
puede aceptar el esquema de Georges Gurvitch que, al distinguir la «comunión», la «comunidad» y la «masa» como tres formas diversas de la relación
31 A. Caffi, Cristianesimo e ellenismo, en «Tempo presente», mayo 1958, p. 354.
32 No escapa a Caffi la carga tradicionalista y a veces francamente reaccionaria del concepto de «pueblo», que nos llega del romanticismo del siglo XIX, utilizado contra el «abstracto
demos de la Revolución» (A. Caffi, Fra i contemporanei di Onjeghin, en «Russia», 1923, p. 418,
cursivas en el texto).
Sobre derecho y utopía
147
social, sostiene que, en la masa, lo que importa no es el número de los individuos, sino un cierto modo de estar juntos en el cual la personalidad del otro
es totalmente ignorada y el problema social se reduce al de coordinar mecánicamente los propios movimientos con los de los otros: una sociabilidad, por
lo tanto, tan elemental y, al mismo tiempo, tan poco humana como para borrar
prácticamente la conciencia crítica y la facultad de elección. El «pueblo», por
el contrario, presupone necesariamente el permanecer de una «comunidad» y
de las posibilidades efectivas de «comunión» en los ritos, en las fiestas, en los
momentos tanto de peligro como de triunfo de la comunidad»33.
En la concepción de Caffi distinta del «pueblo», como se ve, es la «masa»,
que se considera el producto de tiempos muy modernos, principalmente de
aplicaciones de la técnica moderna a las relaciones sociales. Como «masa»
los hombres son más fácilmente manipulables; ella corresponde al ímpetu
uniformador de los Estados totalitarios. Como escribe Carlo Levi, quizás bajo
la influencia directa de las ideas de Caffi, «la divinidad de la masa y la del
Estado coinciden: los dos ídolos tienen el mismo aspecto: la totalidad»34. La
«masa» es así, a diferencia del «pueblo», algo irremediablemente negativo.
«La masa es una cosa distinta de la multitud amorfa e incoherente, mientras
que por otra parte no es ni siquiera una comunidad en la que los sentimientos
esenciales, las creencias y las simpatías vibran al unísono. Es un estado de los
sentidos y de la voluntad en donde el individuo permanece fundamentalmente indiferente a la suerte de sus semejantes con los que sin embargo se reune
y se congrega, y con los cuales termina marchando del brazo en formaciones
cerradas. Incorporados a la masa, los hombres tienen reflejos singularmente
uniformes, aunque cada uno pueda conservar en su fuero interno una lucidez
perfecta, y puede que una apatía refractaria. Por extraño que parezca, la masa
no es capaz de un entusiasmo orgiástico: éste es el privilegio de una comunidad real, espontánea, ingobernable, mientras que los entusiasmos de la masa
son preestablecidos y regulados. La masa está más allá de cualquier posible
distinción entre lo sagrado y lo profano, entre la fiesta y la rutina cotidiana,
entre lo humano y lo inhumano: su existencia es inseparable del maquinismo
en sentido estricto, y principalmente de los gigantescos aparatos militares y
burocráticos que someten la sociedad a una dirección totalitaria»35.
Mientras que el «pueblo» constituye la base de la pirámide social, en su
vértice se encuentra el «gobierno» (o «Estado»). A éste Caffi no le dedica una
particular atención, limitándose a describirlo sumariamente como un aparato
de dominio. Su atención, por el contrario, está toda concentrada sobre aque33 A. Caffi, Popolo, massa e cultura, en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 105-106.
34 C. Levi, Paura della libertà, III ed., Einaudi, Torino 1964, p. 110.
35 A. Caffi, L'avvenire del romanzo, en «Tempo presente», agosto 1958, p. 640.
148
Massimo La Torre
lla que él llama «sociedad», y que nosotros para distinguirla de la sociedad
sin comillas, es decir de la organización general social, podremos denominar
sociedad en sentido estricto. Esta no representa una clase, o un estrato social,
que se sitúe jerárquicamente entre el «pueblo» y el «gobierno». La «sociedad» de Caffi no es una especie de clase media, interpuesta entre explotadores y explotados, sino una forma específica de manifestación del vínculo
social contra el que el «gobierno» ejerce una fuerza represora semejante, o
superior, a la que ejerce sobre el «pueblo». La diferencia con este último está
en el hecho de que, mientras que el pueblo sufre de una manera pasiva la
acción del «gobierno», desarrollando a veces respecto a esta última formas de
complacencia y de complicidad, la «sociedad» se levanta frente al «gobierno»
como fuerza, más o menos explícita, de oposición.
Veamos entonces cómo Caffi define este tercer estado —por decirlo así—
distinto tanto del «gobierno» como del «pueblo». «Acordemos —escribe—
(...) en llamar «sociedad» al conjunto de aquellas relaciones humanas que se
pueden definir espontaneas, y en algún sentido gratuitas, en el sentido de que
tienen al menos la apariencia de la libertad en la elección de las relaciones, en
su duración y en su ruptura: las presiones no se ejercen más que a través de
medios «morales», mientras que los motivos utilitarios son o realmente
subordinados, o bien enmascarados por la politesse, por el placer que se tiene al encontrarse en medio de los semejantes, por la solidaridad afectiva que
se establece naturalmente entre los miembros de un mismo grupo. Entendida
en este sentido, la «sociedad» excluye por principio cualquier constricción, y
sobre todo cualquier violencia»36. La sociedad en sentido estricto, la sociedad
con comillas, no es una situación alternativa a la sociedad en sentido amplio,
a la sociedad sin comillas, la organización social general. Más bien la presupone; puede desarrollarse sólo en su seno.
La «sociedad» representa un modo posible de actuación de la sociedad en
sentido amplio, que puede implicar ante todo restringidos estratos sociales
pero que podría —y debería según Caffi— expanderse hasta recubrir tendencialmente el mismo espacio de la sociedad en sentido amplio. Es ésta, en
suma, la utopía de Caffi: la sociedad sin comillas que se transforma en sociedad con comillas, es decir ámbito social en la que rigen sólo relaciones no
jerárquicas entre sujetos de igual dignidad, los cuales entran en relación unos
con otros para fines no instrumentales, sino eminentemente comunicativos,
que no aspiran al éxito personal, sino a la comprensión, que consideran al otro
no como un medio para los propios fines sino como un partner de un común
proceso de acuerdo. La «sociedad» —«(en el sentido restringido de comunión
libre entre personas que son y quieren ser individualmente independien36 A. Caffi, Critica della violenza, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 86.
Sobre derecho y utopía
149
tes)»37— es un ámbito en el que está desarrollado al máximo lo que Norbert
Elias ha definido «proceso de civilización», la docesse des moeurs, propugnada por los Ilustrados, un estilo de vida dirigido a exaltar la sociabilidad, la
cortesía, la amistad, aquella philìa que para Caffi es el núcleo, precisamente,
de su «sociedad»38. La sociedad con las comillas es, pero no se me malentienda, una sociedad de las «buenas maneras». Caffi a este propósito cita a
Roger Vailland: «Una sociedad en la que el hombre consagre enteramente su
actividad a satisfacer sus necesidades elementales —comer, dormir y defenderse— no se definiría en modo alguno como “civilización”: estaría sin 'rostro'. Civilización significa modo de vivir, pero el acento está situado sobre
'modo'»39.
En un ámbito así de relaciones está prohibida toda forma de violencia; es
casi la situación de comunicación ideal diseñada por Habermas. En dicho
ámbito las relaciones son voluntarias, plurales; la moralidad a la que se refiere Caffi no se transforma ni en «moralismo» ni en «eticidad». Por eso sólo
puede ser combatida por el «bienpensante»: «La irrupción en escena de la
sociedad es precisamente considerada pestilente por quien profesa el culto al
Estado, a la autoridad, a la grandeza nacional y a la moral acompasada que
conviene a dichos mitos. Los moralistas prefieren las sociedades «fuertes»40.
Ya en la sociedad en sentido amplio —como se ha visto— el individuo
juega, según Caffi, un rol de ninguna manera secundario. Incluso si él «no es
concebible más que como «ser social» integrado en una comunidad, educado, provisto de modos de pensamiento y de expresión articulada por esta
sociedad en la que nace, crece y muere»41, el individuo es una dimensión
irreductible de lo «social», principalmente porque éste es eminentemente
visto desde un punto de vista interno que sólo es conocido por el individuo
concreto. —«Nous sommes tous dans un désert. Personne ne comprend personne»— escribe Flaubert42. Esta frase, además de un profundo valor existencial, tiene un significado epistemológico bastante evidente: lo que cada
uno siente, de lo que tiene experiencia, es un hecho tan subjetivo que no es
plenamente objetivable y por lo tanto transmisible, comunicable. La sociedad —como señala también Thomas Nagel que es uno de los más agudos
observadores de la dialéctica entre punto de vista objetivo y subjetivo— es
37 A. Caffi, Cristianesimo e ellenismo, cit., p. 361.
38 Cfr. P. Milano, Andrea Caffi l'eremita socievole, en «L'Espresso» del 14 de agosto de
1966.
39 A. Caffi, Popolo, massa e cultura, cit., p. 120.
40 A. Caffi, Magia, mistica e mito, cit., p. 286.
41 A. Caffi, Individuo e società, cit., p. 32.
42 Véase G. de Maupassant, Solitude, en Maupassant, Monsieur Parent, Gallimard, Paris
1988, p. 186.
150
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el resultado de esta subjetividad extrema y de la objetividad que se construye a través de los ritos, los mitos, los significados, las reglas y las mismas
disposiciones naturales inevitablemente comunes a todos los seres humanos.
«Si se recuerda —escribe Caffi— que persona etimológicamente significa
máscara —aspecto a los ojos de los otros— al decir «persona consciente» se
busca combinar (o condensar) dos series de fenómenos: todo aquello que el
individuo es sólo desde el conocimiento de la propia existencia y todo aquello que él —en gran parte inconscientemente— significa «visto desde el
exterior», por sus semejantes, y como elemento necesario de una cadena de
sucesivas generaciones»43. Para Caffi el individuo es el resultado no sólo de
imputaciones que le vienen del exterior, sino sobre todo del modo en que él
mismo se ve desde el punto de vista interno.
De la concepción de la sociedad en sentido amplio como hecho cooperativo y de la concepción de la sociedad en sentido estricto como lugar par
excellence de la comunicación deriva la teoría del poder y de la política propuesta por el intelectual petersburgués. Antes de nada recuérdese que en su
opinión la condición natural de la sociedad no es el conflicto, la guerra, sino
más bien la cooperación, la paz. «Que la violencia —escribe— sea una necesidad fatal y la guerra por añadidura una exigencia de las sociedades organizadas es una idea en realidad reciente: no más antigua que de la época de la
acumulación capitalista y de las guerras napoleónicas»44. Caffi considera que
la violencia ha penetrado en las sociedades europeas con la modernidad. Y sin
embargo, igualmente, de manera que recuerda —como se ha señalado— tesis
de Norbert Elias, cree que la modernidad contiene en sí misma un impulso
hacia la «civilización», hacia la reglamentación de los conflictos violentos,
hacia su neutralización mediante la imposición de formas y procedimientos.
Nuestro autor anticipa así ideas de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno
y Horkheimer, con la diferencia de que él atribuye la violencia, y el proceso
de disciplina de la sociedad, no tanto a la ilustración (que más bien siempre
alaba y envidia) sino al Estado moderno el cual —en su opinión— surge de
corrientes teóricas, y hechos históricos, anteriores, y en parte hostiles, al Iluminismo.
Existen páginas de Caffi, allí donde se detiene a describir ciertos procesos
de disciplinamiento de la sociedad llevados a cabo entre los siglos XVIII y
XIX, que parecen salir de la pluma de Michel Foucault. Léase la página que
sigue: «El hecho aparentemente sin importancia «ideológica» y «revolucionaria» que fue la introducción de un estado civil mantenido por burócratas
43 Ibidem. Cursivas del autor.
44 A. Caffi, La pace, condizione naturale, en Caffi, Scritti politici, a cargo de G. Bianco,
cit., p. 331.
Sobre derecho y utopía
151
según métodos recabados de la «ciencia impasible» (desnuda anotación de los
hechos, subordinación de toda «cualidad» a un orden cuantitativo, vínculo
con la estadística y por lo tanto con el cálculo de probabilidades desarrollado
por los matemáticos a partir del siglo XVII), ha tenido sin embargo repercusiones más considerables de las que se piensan, tanto el modo de escribir la
historia como sobre el de representar las «vidas imaginarias» (...). El Estado
civil uniforme, democrático, laico, es un elemento necesario de aquella
recomposición del régimen social y del Estado que ha establecido la igualdad
ante la ley, el llamamiento a filas, la potencia en cierto sentido absoluta e
impersonal del dinero, la libertad de ejercer un profesión y de cambiar. La
intención parecía ser aquella de suprimir por abstracción o de ignorar radicalmente toda «cualidad intrínseca», en aquella «unidad» cuyos caracteres
distintivos se expresaban en «medidas» de tiempo, de espacio, de volumen,
de nivel, etcétera (tipo de edad, domicilio, número del regimiento, años de
servicio, renta imponible, diploma, patente, pasaporte, «integración» en ésta
o en aquella columna de cifras estadísticas). El resultado era, naturalmente,
redoblar la potencia y supremacía de lo general sobre lo particular, de la
máquina social sobre el individuo»45. Foucault no obstante es un autor que
queda lejos de la orientación de Caffi, ya sea por el antirracionalismo del primero (una forma exasperada de «teoría de la ideología»), ya sea por su teoría
del poder (fundamentalmente una teoría realista, bastante en línea con la tradición hobbesiana, esta vez aplicada a la entera gama de las relaciones individuales y no sólo a las específicamente políticas).
Pero veamos como nuestro autor conceptualiza el poder y la política. El
término «política» —subraya— tiene diversos sentidos. La palabra sirve para
indicar muchas y distintas formas de actividad. «La política es de hecho un
poco como el sable de Monsieur Joseph Prudhomme, que debía servir para
«defender nuestras instituciones y, si era necesario, combatirlas»46. En su opinión, sin embargo, la política en su sentido más profundo tiene que ver con la
cooperación entre los hombres en una trama de relaciones fundadas en la
igualdad de sus miembros, en la ausencia de violencia y de coerción, en el
consenso. «En su significado primordial —escribe—, la noción de política se
relaciona con la ciudad griega, donde el Estado, la sociedad y el pueblo eran
(poco más o menos) una sola y misma realidad, y por lo tanto una permanencia de relaciones entre personas conscientes de existir las cuales querían existir lo mejor posible en la seguridad de un determinado orden. Aristóteles se
refiere a dichas relaciones con el nombre de philìa»47.
45 A. Caffi, L'avvenire del romanzo, cit., pp. 643-644.
46 A. Caffi, Società, élite e politica, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 137.
47 Ibidem.
152
Massimo La Torre
Caffi prefigura aquí una distinción —que será trazada brillantemente por
Hannah Arendt— entre dos diversas concepciones del poder, las cuales en
una primera aproximación pueden denominarse la concepción judeocristiana
y la concepción griega. La primera, que es la aceptada generalmente por el
pensamiento político occidental, concibe el poder en términos de una relación
orden-obediencia, como orden del hombre sobre el hombre, relación que en
última instancia se basa sobre el hecho «bruto» —y más bruto no podría ser—
de la violencia. En dicha tradición de pensamiento la teoría del poder llega a
ser teoría de la «soberanía». Significativamente, Bodino, que es uno de los
progenitores de dicha teoría, en el momento en el que se dispone a definir la
«soberanía», señala en passant que sobre dicha noción los clásicos griegos
tienen bien poco que decir48. La segunda concepción —la griega— considera, por el contrario, que violencia y poder son dos fenómenos distintos, que
más bien en el ámbito de las relaciones sociales la misma violencia no es un
mero hecho físico, y que esta presupone el poder. Lo contrario de la violencia —desde este punto de vista— no es la no-violencia, sino más bien el
poder.
Pero, ¿qué es, para esta segunda tradición, el poder? Veamos la respuesta de Arendt: «El poder corresponde a la capacidad humana no sólo de
actuar, sino de actuar de acuerdo»49. Lo cual significa que «sin un pueblo o
un grupo no existe poder»50. Mientras la violencia tiene un carácter fuertemente instrumental, éste no existe en el poder. «El poder, lejos de constituir
el medio para un fin, es de hecho la condición que consiente a un grupo de
personas pensar y actuar en los términos de la categoría medios-fin»51. El
poder es «inherente a la misma existencia de las comunidades políticas»52.
Ello ocurre allí donde se trata de coordinar las acciones de muchos sujetos.
«El poder se origina allí donde la gente se reune y actúa de acuerdo»53. El
poder, por consiguiente, en esta segunda acepción, es un fenómeno siempre
colectivo o social. No puede darse un detentador individual o aislado de una
forma de poder. Es el resultado no tanto sólo de agregaciones colectivas
cuanto sobre todo de agregaciones colectivas que se mueven según principios de cooperación.
48 Véase J. Bodino, Six Livres de la Republique, du Puis, París 1583, p. 212.
49 H. Arendt, On Violence, en Arendt., Crises of the Republic, Penguin, Harmondsworth
1973, p. 113. Véase también H. Arendt, Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, III ed.,
Piper München 1993, pp. 725-726.
50 H. Arendt, On Violence, cit., p. 113.
51 Ibid., p. 119.
52 Ibidem.
53 Ibid., p. 120.
Sobre derecho y utopía
153
A éstas dos distintas concepciones del poder corresponden dos distintos
conceptos de derechos, ya que desde siempre poder y derecho están inextricablemente conectados y el derecho se considera la formalización de las relaciones políticas. Para la primera concepción, imperativista, el derecho es un
mero mandato cualificado, acompañado de la amenaza de la sanción, por lo
tanto de algún tipo de violencia. En dicha concepción la consideración de lo
justo, es decir consideraciones morales, pueden tener todo lo más un valor
instrumental o persuasivo, allí donde, tratándose de un mandato cualificado y
consistiendo la cualificación en alguna forma de consenso de los destinatarios
de aquel mandato, la atribución de caracteres de justicia puede desempañar la
útil función pragmática de producir el consenso necesario para la cualificación del mandato y obtener la obediencia más o menos espontánea de los destinatarios.
Distinto es el motivo conductor de la segunda acepción. También aquí el
derecho termina coincidiendo con el poder, pero este último no es concebido
como mandato y amenaza de violencias. Es visto principalmente como la
suma de las normas que constituyen el ámbito de acción en cuestión, fundamentalmente la sociedad. Y la fuerza vinculante de las normas no deriva aquí
de la sanción, de diversas amenazas y coerciones, sino del hecho de que el
sujeto quiera representarse como actor de aquel determinado ámbito social54.
No obstante ello implica, de algún modo, una decisión moral. Derecho y justicia, para esta segunda concepción del poder, que es también la de Caffi, no
so impermeables entre sí. Ello es afirmado de un modo bastante claro en un
fragmento del intelectual petersburgués Sulla nozione di diritto: «Si como
algunos piensan no existe derecho positivo allí donde no hay una autoridad
preestablecida, se prueba la necesidad de precisar la afirmación adjuntando
que lo que nosotros podemos considerar «derecho», diferenciándolo claramente de los miedos sagrados, de los tabúes mágicos y también de los dramas
íntimos de la consciencia en los que surgen y se debaten los problemas morales, no puede constituirse sino cuando la autoridad preestablecida puede ser
cuestionada por la razón razonadora, debilitada por la interferencia de diversas autoridades, o también violada con éxito por fuerzas de desorden las cuales son a veces fuerzas de emancipación humana y de justicia»55. Caffi de esta
manera rebate la separación entre derecho y moral (como conciencia moral)
no obstante sin renunciar a una relación entre derecho y justicia, concibiendo
el primero como resultado de una discusión pública sobre las orientaciones de
la actuación colectiva.
54 Cfr. Ibid., p 157.
55 A. Caffi, Sulla nozione di diritto, en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 217-218.
154
Massimo La Torre
4. POLÍTICA Y DEMOCRACIA
Una vez establecido el sentido general que Caffi atribuye a la política, e
ilustrada su concepción del poder y del derecho, queda por ver que consecuencias tiene esto en el terreno de la actividad política. Es decir: ¿cuáles son
las consecuencias políticas prácticas de la visión del poder como consenso y
cooperación? Para responder a este interrogante debemos retroceder, y volver
a centrar nuestra atención en la tripartición gobierno-sociedad-pueblo.
Ya se ha hablado de la visión del «pueblo» alimentada por Caffi: una entidad sin connotaciones negativas como la «masa» (terreno de maniobra para
cualquier aventura autoritaria y base necesaria del Estado totalitario), un grupo social que mantiene fuertes elementos de «comunión», y que sin embargo
es impotente como tal para aspirar a ser sujeto político activo. El «pueblo»
resta por tanto, en opinión de Caffi, el centro de gravedad de la acción política. Respecto a éste se indican cuatro posibles estrategias: (i) «la idea (...) de
una integración gradual del pueblo en la sociedad»56; (ii) «la idea (...) de una
disolución de la sociedad en un pueblo nación»57; (iii) «una tutela benévola
del pueblo por parte de la sociedad, tutela basada en la hipótesis de que esta
última no podría nunca superar el círculo de un pequeño número de individuos»58; en fin, (iv) «la concepción del simple sentido común», según la cual
«si se conseguía garantizar a los hombres el pan, la paz y la libertad, éstos
alcanzarían en su propia conciencia, cuya llamada entonces habrían tenido
tiempo de escuchar, la dignidad y los hábitos que exige la philìa social»59. La
primera hipótesis es la iluminista de la educación del pueblo llevada a cabo
por una entidad externa el pueblo mismo, pero portadora de las luces, sobria
y paciente. Esta hipótesis surge de manera evidente de un prejuicio elitista.
«Todo por el pueblo nada gracias al pueblo» así podría ser su divisa. Esta
solución es, además, irremediablemente paternalista.
La segunda hipótesis es la romántica de la disolución de la sociedad roída por antiguos vicios y corroída por el pecado de la civilización en la nación
incorrupta, atravesada por energías primordiales, vivificada por el Volkgeist.
Aquí el tono predominante es el comunitarista, y el objetivo un cuerpo social
homogéneo que permanece agrupado no por pactos voluntarios de cooperación, por vínculos conscientes de amistad, sino más bien por vínculos irreflexivos, por la sangre, por la tierra, por el espíritu colectivo que se sustancia en
la lengua y en la religión. Se trata de vínculos objetivos e indisponibles por
parte del sujeto, y además fuertemente irracionales, conectados principal56
57
58
59
A. Caffi, Società, élite e politica, cit., p. 140.
Ibid., pp. 140-141.
Ibid., p. 141.
Ibidem. Cursivas en el texto.
Sobre derecho y utopía
155
mente a elementos emotivos. Para Caffi, por el contrario, lo que hace de un
hombre un ser político no es cualquier hecho biológico, o espiritual (en el sentido idealista del término), sino su capacidad de actuar concertadamente con
sus semejantes y de introducir lo «nuevo» en el ciclo repetitivo de las regularidades sociales. «Lo que hace de un hombre un ser político —escribe Hannah Arendt— es su facultad de actuar; esta le permite reunirse con sus
semejantes, actuar de acuerdo con ellos, y comprometerse en fines y empresas que nunca le hubieran venido a la mente, sin mencionar los deseos de su
corazón si no le hubiera sido concedido este don: el de comenzar algo nuevo»60. Las ideas de Caffi al respecto no se distancian mucho de la visión de
Arendt.
De esta manera Caffi no puede aceptar ninguna metáfora biológica u organicista por lo que se refiere a la política, ni puede asumir una concepción de
ésta que presuponga metáforas de este tipo. Desde Menenio Agripa en adelante —se dice— dichas metáforas no han hecho otra cosa que ocultar los
conflictos y las diferencias de clase dentro de una misma estructura social, y
han justificado jerarquías y diferencias, viejas y nuevas formas de dominio
del hombre sobre el hombre. Pero la política es otra cosa. ¿Por qué si no el
hombre ateniense del siglo V antes de Cristo habría debido salir de casa, para
hacer política, si en su hogar doméstico entre esclavos y mujeres podía disponer de un poder absoluto sobre los otros seres humanos? La respuesta de
Hannah Arendt, compartida por Caffi, es simple: la política para el ateniense
no se desarrolla en las relaciones de dominación, sino sólo en las relaciones
de cooperación. Incluso César Augusto rechazaba con indignación definirse
dominus, término reservado al dueño de esclavos y al pater familias, y equivalente al griego «déspota»61.
Igualmente inaceptable para Caffi es la tercera estrategia anteriormente
mencionada, aquella platonizante de una especie de república de filósofos, de
una elite iluminada (pero no ilustrada, entiéndase) en la que el pueblo no está
destinado a integrarse nunca con la elite, ni siquiera a educarse, sino que permanece sufriendo la benevolencia y la sabiduría de los reyes filósofos. La
«sociedad» de la que habla tan a menudo el intelectual italo-ruso, no tiene por
lo tanto los rasgos del partido de vanguardia, de un grupo de poderosos y
sabios que se impone a la inercia de la masa y alcanza a interpretar los intereses «objetivos» de ésta. El miembro de una semejante «sociedad» no es el
«clérigo» —del que habla Julien Benda— o el académico, sino que recuerda
sobretodo al «homme de lettres», figura de intelectual que evita la alternativa
60 H. Arendt, On Violence, cit., p. 142.
61 Véase H. Arendt, What is Authority?, en Arendt, Betwen Past and Future. Six Exercises
in Political Thought, cit., p. 106.
156
Massimo La Torre
—repugnante a los ojos de Caffi— entre el consejero del Príncipe y el intelectual al servicio del entretenimiento de ciertas clases sociales62. Puesto que
el «homme des lettres» desarrolla su actividad gratuitamente, sin fines de
lucro, nunca como un trabajo fijo o un empleo retribuido63. La figura del intelectual más próxima a Caffi no es aquella del humanista recubierto de ropajes curiales o del escritor moderno en busca de éxito, sino más bien la del
estudiante errante de las Universidades medievales64.
La estrategia preferida por Caffi es la cuarta, aquella denominada por él
«del simple sentido común», dirigida a mejorar las condiciones materiales del
pueblo y a permitirles elevar por sí mismos la propia consciencia y la propia
educación. En esta estrategia la sociedad con las comillas de la que se hablaba antes cumple un papel catalizador: en torno a ella el «pueblo» se organiza
libremente y se emancipa de sus prejuicios y de su miseria moral, conservando e incluso exaltando los vínculos de «comunión» y de fraternidad que lo
definen precisamente como «pueblo» y no como «masa». Tal perspectiva está
claramente dirigida a la erosión y a la modificación de la forma política estatal. Esa —escribe Caffi— «comportaría, si no la abolición, por lo menos la
reducción externa del Estado como poder de coerción incondicionado; pero
también, para la sociedad, una conversión a la extrema modestia»65.
Caffi no cree en la eliminación del poder político, en la abolición completa del Estado, es decir de momentos institucionales vinculantes dotados
también de fuerza coercitiva. Su tripartición gobierno-sociedad-pueblo no le
permite compartir la opinión común en el movimiento socialista según la cual
el pueblo, una vez destruidas las estructuras de gobierno, o eliminado el derecho de propiedad, o bien modificados las relaciones de producción en sentido colectivista, estaría en condiciones, por una especie de virtud innata, de
autoregularse y de gestionar los asuntos colectivos de la sociedad, garantizando una justa distribución de las riquezas. La imagen de la cocinera que
administra la cosa pública no consigue convencerlo. La tripartición gobiernosociedad-pueblo es, para el intelectual petersburgués, una constante de las
organizaciones sociales, de manera que no puede creerse seriamente en la
desaparición de alguno de aquellos tres términos de la dinámica social. Lo
que puede (y debe) hacerse, por el contrario, es aumentar el peso de las sociedades, y reducir el del gobierno. La sociedad en sentido estricto —como se ha
visto— es ya intrínsecamente antiautoritaria y laica. «Si la sociedad tiene la
tendencia a ignorar los sistemas de subordinación y coordinación sobre los
62 Véase A. Caffi, Sull'educazione, en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 325 y ss.
63 Cfr. H. Arendt, Walter Benjamin, en Arendt, Menschen in finsteren Zeiten, a cargo de U.
Ludz, Piper, München 1989, p. 218.
64 Véase, A. Caffi, op. ult. cit., p. 329.
65 A. Caffi, Società, élite e política, cit., p. 141.
Sobre derecho y utopía
157
que apoyan La «salud pública», la majestad del Estado, los gloriosos méritos
de los hombres de acción, la buena marcha de los negocios, muestra quizás
un escaso respeto a cualquier valor «sagrado». Es casi siempre un signo de
civilización avanzada la reducción de las ceremonias a formas discretas, la
«secularización» de los mitos en el arte»66. «Aparecerá entonces claro —continúa Caffi— que la fuerza, la continuidad, los éxitos al menos parciales
(puesto que las fuerzas opresivas pueden ser ciertamente aplastantes) de un
movimiento de emancipación humana estarán en función directa del grado de
desarrollo y de consistencia de la «sociedad», mientras que ninguna organización armada podrá aumentar las posibilidades, ni menos los progresos de
un movimiento así»67. Repensar el Estado, las formas políticas —esta es la
«modesta propuesta» de Andrea Caffi, la cual puede constatarse perfectamente en un pasaje concluyente del Cristo si è fermato ad Eboli de Carlo Levi
cuyo pensamiento revela —como se ha visto anteriormente— sugerencias
«caffianas»: «Es necesario que nos hagamos capaces de pensar y crear un nuevo Estado, que ya no puede ser ni el fascista, ni el liberal, ni el comunista, formas todas ellas diversas y sustancialmente idénticas de la misma religión
estatal. Debemos repensar los fundamentos mismos de la idea de Estado»68.
Si el poder es un hecho fundamentalmente basado en el consenso, entonces también la revolución, la subversión del poder, debe serlo. Caffi anticipa
la tesis de Arendt según la cual «la violencia puede destruir el poder; pero es
profundamente incapaz de producirlo»69. «En todas las revoluciones coronadas con éxito —escribe el intelectual petersburgués—, el factor decisivo ha
sido un factor «moral» o «psicológico», gracias al cual el armamento, siempre superior, del Estado, ha sido inútil»70. De ahí deriva la particular posición
de Caffi frente a la democracia. De ésta, como régimen de gobierno, y como
posible método para la emancipación de los trabajadores, Caffi tiene una pésima opinión. Distinto es por el contrario, en su opinión, el caso de la democracia como régimen de derechos, como forma política que permita a la
sociedad y al pueblo corroer el dominio de los aparatos jerárquicos, políticos
y económicos. Vale con recordar, a este propósito su afligida defensa de la
libertad denominada formal contra cuantos la menosprecian apoyando una
fantasmal libertad «sustancial»: «Donde quiera que se tenga vida en común
(¿y dónde no se tiene vida en común con los demás?) la libertad es que se me
deje en paz lo más posible, de manera que no tenga que devanarme el seso en
66 A. Caffi, Individuo e società, cit., pp. 54-55.
67 A. Caffi, Critica della violenza, cit., p. 86.
68 C. Levi, Cristo si è fermato ad Eboli, Einaudi, Torino 1994, pp. 222-223.
69 H. Arendt, On violence, cit., p. 123.
70 A. Caffi, È la guerra rivoluzionaria una contraddizione in termini?, en Caffi, Scritti politici, cit., p. 322.
158
Massimo La Torre
la famosa elección entre «libertad abstracta» y «libertad concreta», democracia «formal» y democracia «sustancial». Si no tengo miedo de ser despertado
a las seis de la mañana por la NKWD o por la Gestapo, soy libre; si no, no lo
soy, y no hay más que decir»71.
«Democraticidad —sostiene Caffi— significa siempre turbulencia»72, y
por esto la democracia puede convivir siempre con la postura revolucionaria,
la cual —para Caffi— es, tanto existencial como políticamente, la única
correcta. El «revolucionario», para él, no es el violento, el que predica la insurrección, ni el terrorista, el fanático de la justicia dispuesto a utilizar el error
para realizarla. «Por revolucionario —escribe— entiendo un hombre que tenga: 1) la pasión irresistible de despertar y movilizar a los hombres que le rodean; 2) una simpatía activa, enfurecida por todos aquellos que sufren, son
víctimas de injusticias, necesitan una ayuda que no sea sólo palabras»73. Si en
esta toma de postura en favor de la justicia como empeño existencial Caffi
recuerda de cerca al anarquista insurreccionalista Errico Malatesta, su posición respecto a la democracia es sin embargo próxima a la de Saverio Merlino que gustaba definirse «gradualista revolucionario», y que —como es
sabido— rompe con el anarquismo precisamente en la cuestión de la democracia, sosteniendo respecto a ésta una línea mucho menos intransigente e
incluso reconociéndole algunos méritos fundamentales74.
Ciertamente no se pueden reprochar a Caffi excesivas simpatías por la
socialdemocracia, en especial por la alemana, de la cual fue crítico implacable75. Ni, a pesar de alguna simpatía expresada al día siguiente de la revolución de octubre y documentada en alguna carta a Prezzolini76, puede decirse
que haya sido filobolchevique o que haya abrazado alguna vez los principios
del marxismo-leninismo. Sus análisis de la Rusia soviética, alabados por Piero Gobetti77, están entre los primeros que denuncian el fondo totalitario de
aquel régimen78. Caffi por otra parte, fue arrestado por los bolcheviques y
71 A. Caffi, Stato, nazione e cultura, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 169. Cursivas
en el texto.
72 A. Caffi, Cristianesimo ellenismo, cit., p. 358.
73 A. Caffi, Società, élite e politica, cit., p. 135.
74 Cfr. ahora el volumen de G. Berti, Francesco Saverio Merlino. Dall'anarchismo socialista al socialismo liberale (1856-1930), Angeli, Milano 1993, capítulo cuarto.
75 Véase por ejemplo, A. Caffi, Il socialismo e la crisi momdiale, en Caffi, Scritti politici,
cit., pp. 373 y ss.
76 Véanse las cartas de Caffi a Prezzolini publicadas en «Il Borghese» del 20 de octubre de
1966, pp. 392-394.
77 Tomo esta idea de E. Bettiza, La parabola di un socialista, en «Corriere della sera», del
22 de mayo de 1971.
78 Véase, en particular, A. Caffi, La rivoluzione russa e l'Europa (1918), en Caffi, Scritti
politici, cit., pp. 1-61. Al respecto, cfr. L. Valiani, Un italiano tra i bolscevichi, en «L'Espresso»
del 11 de abril de 1971.
Sobre derecho y utopía
159
trasladado a la célebre Lubianka, y consiguió huir de las ejecuciones sumarias que cada noche tenían lugar en los subterráneos de aquel triste edificio
sólo gracias a la intervención de Angelica Balabanoff79. Caffi por lo tanto no
es ni leninista ni socialdemócrata, ni es anarquista a la manera de Malatesta y
Kropotkin con su fe desmesurada en la insurrección popular. Y sin embargo
Caffi sigue siendo un revolucionario, y su ansia de justicia se hace moral cotidiana y aún más voto de pobreza. La consigna estrictísima del non serviam no
fue violada o regateada por él en ninguna ocasión.
Caffi no cree tampoco en las virtudes de la democracia directa. Esta
le parece una hipótesis simplificadora e irrealista. «Descartamos claramente
—escribe— la absurda suposición que «democracia» deba significar «pueblo
gobernado por el mismo pueblo». Ninguna reunión del pueblo (y tampoco
ninguna asamblea numerosa) ha podido nunca gobernar efectivamente (es
decir ejercer en concreto los «poderes» ejecutivo, legislativo, judicial, etc.) ni
siquiera en una minúscula ciudad griega o en aquellos dos cantones rurales de
Suiza famosos como ejemplos de democracia directa»80. Por otra parte, la
democracia entendida como régimen representativo no ha tenido un buen
resultado y ha desembocado a menudo en nuevos regímenes de dominio. «Y
si se admite la delegación de la «soberanía popular» ya sea de un hombre, ya
sea de un partido político, los resultados típicos que ofrece hasta ahora la
experiencia de la historia son por un lado el cesarismo plebiscitario, por otro
el de la verdadera (o «nueva») democracia que hace ahora felices a los polacos, los búlgaros y los yugoslavos»81.
Para Caffi lo que es importante, incluso fundamental, de la democracia no
es el ser una forma de gobierno, sino la posibilidad que ofrece a la sociedad
de conquistar ámbitos anteriormente gubernamentales o jerárquicos, el hecho
de constituir un régimen de protección de los derechos de los individuos y de
las minorías. «La realidad de la democracia se afirma no con la confianza en
los elegidos sino con la posibilidad de manifestar eficazmente la propia desconfianza hacia ellos, de controlarlos a cada instante, de limitarlos a través de
funciones estrechamente definidas. También la fuerza de un Parlamento se
manifiesta no en el nombramiento de un gobierno, sino en la facultad de
derrocarlo, en el discutir y criticar las leyes (que no pueden ser «creación
colectiva» sino siempre son textos elaborados por unos pocos competentes);
cuando un comité de Salud Pública se impone a la convención nacional el
régimen parlamentario y la libertad que está llamado a tutelar son abolidos de
hecho. La sustancia del ordenamiento democrático reside en la defensa de la
79 Véase A. Balabanoff, Un ricordo di A. Caffi, en «La Giustizia» del 9-10 de agosto de
1955.
80 A. Caffi, Il socialismo e la crisi mondiale, en Caffi, Scritti politici, cit., p. 388.
81 Ibid., pp. 388-389.
160
Massimo La Torre
integridad personal de cada ciudadano contra cualquier tipo de arbitrio o
exceso de la «potestad coercitiva» y en el alcance de un máximo de igualdad
en la facultad reconocida a cada individuo de conocer y verificar todos los
actos de los poderes públicos»82.
Existe por lo tanto tensión entre la democracia como aparato de gobierno
y la democracia como reivindicación de derechos fundamentales. Los regímenes democráticos que se han sucedido hasta ahora no han sabido resolver
dicha contradicción, sino en demérito de los derechos fundamentales transformándose así, de un modo más o menos visible, en regímenes autoritarios.
Para Caffi, no obstante, el reto de la democracia va en la dirección contraria,
en la resolución del conflicto entre aparato institucional y derechos en detrimento del primero favoreciendo a los segundos. Representación política y
principio mayoritario sin una fuerte teoría de los derechos pueden, sin contradecirse, justificar la opresión de las minorías y la reducción del ciudadano
a súbdito, auténtica y verdadera capitis deminutio83. Pero también uniones de
derechos, representación y principio mayoritario no bastan, si no permiten a
la sociedad en sentido amplio, y a sus formas libertarias (la sociedad en sentido estricto), ocupar terrenos que todavía les están vedados.
5. EL PROFETA MUDO
He titulado este estudio «El profeta mudo» con una referencia, más o
menos clara, a la homónima novela de Joseph Roth Der stumme Prophet, en
la que se ha creído encontrar una especie de reconstrucción novelesca de la
vida de Trotsky, y donde sin embargo —en mi opinión— no hay más que una
apología de una cierta figura de intelectual de la primera posguerra (con la
que el autor se identifica completamente). Decir que un profeta es «mudo» es
algo paradójico: un profeta es tal si está en condiciones de transmitir y —me
permitiría decir— de gritar un mensaje. Si se es mudo, ello no es posible.
Pues bien, esta contradicción se adapta bien a aquel singular personaje que
fue Caffi, en equilibrio siempre entre el empeño militante y la huida existencial, entre lo público y lo privado, entre la palabra y el silencio.
El profeta es sobre todo un crítico de la sociedad, como nos ha recordado
Michael Walzer84, atribuyendo sin embargo a dicha figura los rasgos comunistaristas y particularistas que se adaptan mal a la figura de Caffi. El profeta, según Walzer, nunca puede asumir el punto de vista normativo, aquel que
82 Ibid., p. 389.
83 Al respecto, cfr. las recientes consideraciones de A. Pizzorusso, Maggioranze e minoranze, Einaudi, Torino, 1993, capítulo primero.
84 Véase M. Walzer, Interpretation and Social Criticism, Harvard University Press, Cambridge, Mass. 1987, capítulo tercero.
Sobre derecho y utopía
161
Thomas Nagel define como la perspectiva del «ningún lugar»85. El problema
del profeta —sostiene Walzer— es sobre todo el «aquí y ahora»: que este pueblo deba vivir de esta manera. El profeta por lo tanto actuaría dentro de una
cierta tradición y sería incapaz de trascenderla. El mensaje profético dependería siempre de un mensaje anterior: no puede ser lo radicalmente «nuevo».
Nótese que esta afirmación puede tener un sentido del todo banal: se afirmaría por consiguiente que cada uno de nosotros, y el profeta no sería una excepción, no es un producto de la nada, sino el resultado de un cierto ambiente
social, y que su lenguaje, sus conceptos son hechos sociales, compartidos, e
históricamente determinados. Todo ello es bastante obvio. Pero la tesis de
Walzer es más fuerte: la tradición a la que él se refiere y que nosotros, y con
nosotros el profeta, no podríamos trascender, es un conjunto de normas y
principios morales bastante muy precisos (como por ejemplo los de una determinada religión positiva). Por otra parte, incluso la noción de «nuevo» es
ambigua aquí. ¿Qué es verdadera y radicalmente «nuevo» respecto a una
determinada tradición? ¿Cuál es el límite que separa lo «viejo» de lo «nuevo»
respecto a un determinado ámbito social? ¿Cómo de nuevo debe ser lo «nuevo» para ser radicalmente nuevo y romper así con la tradición misma? Las
respuestas a estos interrogantes no pueden ser otra cosa que bastante vagas.
¿Es el cristianismo algo radicalmente nuevo respecto al judaísmo? Esta pregunta es a fin de cuentas muy ociosa. Lo que importa es que a ciertos principios materiales no se superpongan otros que puedan ser utilizados para
criticar y eventualmente rechazar a los primeros. Pero Walzer con su obsesivo y casi tautológico intento de salvar a toda costa la tradición termina por
excederse en el conformismo moral y al final —como señalaba el difunto
Carlos Nino— por no poder explicar, o incluso negar, la evolución o el progreso moral. Si el profeta es este sujeto totalmente inmerso en la tradición,
Caffi ciertamente no es un profeta, puesto que en él el elemento utópico, que
traspasa de este lugar y este tiempo, permanece predominante.
El otro elemento que caracteriza (en negativo) al profeta es, en la reconstrucción de Walzer, la falta de toda tentación de huida del mundo. El profeta
sería cualquier otra cosa que un místico. Tampoco esta segunda condición es
plenamente satisfecha por Caffi. El seguramente no huye de la vida o del
mundo, como dimensión mundana, no tiene inclinaciones místicas en sentido
religioso86. Pero la huida del mundo no equivale perfectamente a la huida de
la sociedad, como parece pensar Walzer. Es posible permanecer sólidamente
con los pies en la tierra, en el «mundo», no estar seducido por ninguna expe85 Véase Th. Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, New York 1987.
86 Cfr. L. Abel, What is Society? The Ideas of Andrea Caffi, en «Commentary», 1970,
pp. 45 y ss.
162
Massimo La Torre
riencia religiosa, y sin embargo huir de la sociedad, o mejor de un sociedad
concreta. La huida de la sociedad no implica en modo alguno la huida del
mundo. Es incluso, en determinadas circunstancias, un acto extremo de presencia en el mundo. Por lo que concierne a la posición de Caffi, en realidad
no excluye la huida de la sociedad como reivindicación de los derechos de la
individualidad y de la universalidad de la condición humana.
El acto de insurrección del profeta bíblico, sus lamentos y reivindicaciones, su grito de dolor, su condena y su maldición, carecen de valor sin la Ley.
Cualquier acto suyo se justifica respecto a ésta. Dicho continuo referimiento
a una ley fundamental tiene una fuerte carga moral, y efectos sociales en cierto modo subversivos. Lo cual ha sido subrayado por el propio Caffi que, discutiendo el concepto de «pueblo», alude incluso al pueblo de Israel. «El
pueblo generoso, humano, apasionado con la justicia, es siempre un pueblo
despierto gracias a la participación directa en el drama de la sociedad civil. El
ilota espartano no podría elevarse a la sensibilidad articulada y a la comprensión viva de un meteco o incluso de un esclavo ateniense. El proletario inglés
o francés tenía tras de sí toda la heróica lucha de la clase obrera para conservar la propia dignidad de hombre y de ciudadano, para obtener las franquicias
municipales, para obtener la libertad del inconformismo religioso. El pueblo
de Palestina, por su parte, más de una vez había «abandonado a su padre y a
su casa» para seguir a los profetas, había defendido valerosamente su Ley
contra los soldados del rey de Siria y del rey de Egipto, había visto pasar por
su país a casi todas las naciones civilizadas del Mediterráneo»87.
Es dudoso que Caffi confíe en una Ley cualquiera. Sus certezas son en
mucho inferiores a las de un profeta bíblico; la ley moral, para el intelectual
petersburgués, no ha encontrado la sanción de un Decálogo. En su opinión los
principios de justicia se encuentran en un recorrido creativo y en última instancia individual. También para Caffi, como para Nicola Chiaromonte, de la
caverna al final se sale de uno en uno88. Existe sin embargo, para Caffi, un
lugar en donde es posible encontrar elementos por lo menos de aquellos principios, y es la sociedad, no esta o aquella sociedad concreta, sino el hecho universal de la cooperación social, de la philìa.
No es por un hábito intelectualista por lo que Caffi se refiere a la philìa, a
la amistad, más que a la «fraternidad», a la fraternité de la Gran Revolución.
No es que reniegue de la fraternidad como un valor digno de estar al lado de
la libertad y de la igualdad. Pero sin embargo no es suficiente como fundamento del vínculo social. La fraternidad se basa en la asunción de una natu87 A. Caffi, Cristianesimo e ellenismo, cit., p. 354.
88 Véase N. Chiaromonte, La situazione di massa e i valori nobili, ahora en Chiaromonte,
Il tarlo della coscienza, cit., p. 141.
Sobre derecho y utopía
163
raleza humana que nos une fundamentalmente a través del sentimiento de la
compasión. Representa por tanto un sentimiento generosísimo de se dirige de
manera indiscriminada hacia cualquier semejante nuestro. La fraternidad no
elige a sus sujetos, es en cierto sentido un dato primitivo de la experiencia.
Nosotros no elegimos a un hermano: uno se lo encuentra. Sin embargo, justo
por este su campo indiscriminado de aplicación, dicho sentimiento nos sirve
de poco cuando se trata de pasar de un primer impulso de afecto y de solidaridad a la construcción de un verdadero y propio vínculo social y político. La
compasión, la piedad, o la solidaridad, que constituyen el núcleo de la fraternidad, se ofrecen a todos, incluso al malvado, si se encuentra en un estado de
necesidad. La amistad es por el contrario selectiva. Se elige al amigo, no se
lo encuentra ya dado por una relación de naturaleza. La amistad se establece
entre sujetos que se estiman recíprocamente, y que se intercambian el regalo
de la confianza. Y si la confianza es traicionada, la amistad se rompe. No es
la introducción de algún elemento económico utilitario el que constituye el
elemento diferencial de la amistad. Se trata sobre todo de un más elevado grado de reflexividad que hace la relación voluntaria y «sinalagmática», basada
en la reciprocidad, es decir permaneciendo absolutamente gratuita.
La amistad es, en determinados aspectos, una relación contractual, sin ser
no obstante una relación económica o utilitaria. Mientras que en la fraternidad la relación es unidireccional, y monológica: se da algo, se dice algo, prescindiendo de lo que el otro pueda dar o decir; la amistad es bidireccional,
dialógica: se da y se dice pero se espera una respuesta, un decir o un dar más
o menos equivalente. Así, mientras la fraternidad presupone sólo una igualdad natural, la igual condición humana —pero puede sin embargo tolerar
desigualdades sociales incluso relevantes—, la amistad es posible sólo entre
sujetos que se reconocen una igual dignidad y que se sitúan en posiciones de
fuerza en líneas generales equivalentes89. Para Caffi, por lo tanto, no es suficiente con retomar la tradición humanitaria de la fraternidad. Como base del
vínculo social y político reclama algo más, una relación reflexiva y cualificada: la amistad. «Facilitar, promover más que la solidaridad, la amistad entre
las consciencias así avivadas y unidas con decisión. Consolidar estas amistades en una común empresa constructiva»90.
Por muy severa y radical que pudiera ser la crítica social ejercida por el
profeta bíblico, esta nunca se hace «revolucionaria», en el sentido completamente moderno del término. Como nos señala Hannah Arendt, no es posible
89 Sobre la diferencia entre «fraternidad» y «amistad», cfr. H. Arendt, Gedanken zu Lessing.
Von der Menschlichkeit in finsteren Zeiten, en Arendt, Menschen in finsteren Zeiten, cit., pp. 26
y ss.
90 A. Caffi, I ragionamenti di Kloestler, en Caffi, Scritti politici, cit., p. 367.
164
Massimo La Torre
hablar de «revolución» antes del siglo dieciocho91. Ello es debido al hecho
que la crítica social, a pesar de estar presente siempre en la historia de las
sociedades humanas, sólo desde la hipótesis de la sociedad como producto de
un planteamiento normativo (y éste es el iusnaturalismo moderno, que asume
los rasgos del contractualismo) se puede pensar en una sociedad radicalmente nueva respecto a la existente. Walzer, partiendo del antiguo Israel como de
una especie de «tipo ideal», pierde de vista la novedad decisiva del pensamiento político moderno. En éste el centro de gravedad se aleja de la interpretación, aunque sea extremadamente crítica, de la sociedad determinada
(que reenvía a criterios normativos externos a la sociedad a justificar), y se
abre por lo tanto la vía a la posible revolución de la organización social considerada en su conjunto. En definitiva, el carácter de la crítica social cambia
profundamente con la emergencia histórica de la modernidad, puesto que ésta
última le permite radicalizarse y hacerse revolución.
Podría ciertamente sostenerse, y plausiblemente, una tesis opuesta a la
defendida por Walzer, es decir que la crítica normativa ejercida sobre un cierto objeto presupone un criterio, incluso mínimo, externo al objeto considerado. De manera que la crítica (moral y/o política) dirigida contra una cierta
sociedad o una cierta tradición utiliza parámetros en algún modo extraños a
aquella sociedad o a aquella tradición, también allí donde se nos presentan, al
ejercer la crítica, como los verdaderos representantes de la sociedad o de la
tradición en cuestión. Además, la existencia de hecho de una sociedad o de
una tradición portadoras de ciertos principios no es todavía una razón para
asumir aquellos principios como válidos normativamente o vinculantes. A tal
fin es necesario, aunque sea implícitamente, asumir una premisa normativa
fuerte que añada valor normativo aquella sociedad o tradición. Y dicha premisa ya no está contenida (para el juicio moral) en la sociedad o en la tradición. La crítica normativa, en cualquiera de sus formas, parece así tener un
carácter contrafáctico que trasciende necesariamente el contexto en el que la
crítica se desarrolla o contra el cual se dirige. En este sentido, significaría
exactamente el opuesto de la tesis de Walzer: la crítica social es posible sólo
desde un punto de vista de huida respecto a su objeto.
Caffi, por consiguiente, no es un profeta, en el sentido de un sujeto que se
encuentra tan inmerso en una cierta tradición como para basar su mensaje de
revuelta sobre la tradición misma, ni en el sentido de un sujeto que confía en
una Ley revelada de una vez por todas. Ni está tan seguro de la verdad de su
91 Véase H. Arendt, On Revolution, Penguin, Harmondsworth 1979, capítulo primero. Léase, en particular, ibid., p. 41: «In order to rule, one had to be a born ruler, a free-born man in antiquity, a member of the nobility in feudal Europe, and although there were enough words in
premodern political language to describe the uprising of subjects against a ruler, there was none
wich would describe a change so radical that the subjects became rulers themselves».
Sobre derecho y utopía
165
mensaje como para no estar inclinado a la duda, a la tolerancia, y sí, también
al perdón. Caffi no es un santo, si por esto entendemos un hombre penetrado
por una moralidad del sacrificio y de la renuncia absoluta. Vale a este propósito recordar como recomendaba «la búsqueda de relaciones raras, refinadas
(¿por qué no?) incluso perversas con los propios semejantes»92. Y él no es
tampoco verdaderamente «mudo»: discute vigorosamente, aunque parezca
muy reacio a tomar la palabra en reuniones públicas, escribe mucho, aunque
como mucho cartas para amigos y conocidos, o cuadernos y notas para sí
mismo o para algún destinatario. Sin embargo, existe en Caffi tanto un elemento profético (aunque despojado de cualquier tono místico) cuanto un elemento de mutismo en el rigor con el que defiende la propia esfera privada de
cualquier invasión de la pública y las propias dudas que no sacrifica a las exigencias de la palabra.
La perspectiva existencial de Caffi es comparable —creo— a la trayectoria humana de Joseph Roth. Para ambos la experiencia de la Gran Guerra es
decisiva. Caffi vuelve del frente con una herida que lo atormentará hasta la
muerte93. Pero de las «tempestades de acero» cantadas por Ernst Jünger los
dos no extraen el gusto por la violencia y por la aventura extrema, sino un disgusto profundo hacia todo tipo de guerra y hacia todo tipo de obediencia
incondicionada. Roth y Caffi pertenecen a la generación que ha quemado su
propia juventud en las trincheras de la primera guerra mundial extrayendo el
sentimiento doloroso de la relatividad del orden burgués y de la misma realidad de las cosas. «Hemos vivido —escribe Roth de esta generación de veteranos de guerra, de «muertos resucitados»— la realidad de la nomenclatura y
aún de las cosas mismas. En un sólo minuto, el que nos separa de la muerte,
rompimos con toda la tradición, con el lenguaje, la ciencia, la literatura, el
arte: con toda la conciencia cultural. En un sólo minuto supimos más de la
verdad que todos los buscadores de la verdad del mundo. Somos muertos
resucitados. Regresamos, llenos de toda la sabiduría del más allá, nuevamente a lo terrenal iguaro. Tenemos el escepticismo de la sabiduría metafísica»94.
Despojada de la mitología habsburguesa (por lo demás bastante lenta) y
de la inspiración mística (en la que confluyen principalmente elementos de la
tradición hebraica pero en la que están presentes también sugerencias católicas), la sensibilidad del novelista austríaco en su crítica del militarismo y del
orden burgués (que ve reflejarse entre otras cosas en la socialdemocracia ale-
92 A. Caffi, Società, élite e politica, cit., p. 144.
93 Cfr. N. Chiaromonte, Introduzione, cit., p. 12.
94 J. Roth, Die weißen Städte, ahora también en Roth, Orte, textos escogidos, a cargo de
H. Czechowski, Reclam, Leipzig 1990, p. 153, cursivas en el texto. Cfr. W. Müller-Funk, Joseph
Roth, Beck, München 1989, pp. 68 y ss.
166
Massimo La Torre
mana95) y en su rechazo tanto del nacionalismo como del imperialismo bolchevique96, no está lejos de la de Caffi. Tampoco nos podemos engañar demasiado sobre las fantasías monárquicas y reaccionarias de Roth. La sospecha
hacia la autoridad y el gobierno se vislumbra hasta en una de sus novelas más
«habsburguesas», Die Kapuzinergruft: «Desde que regresé de la guerra mundial […] no he vuelto a tener fe en los gobiernos y, menos aún, en un gobierno del pueblo»97. Por otra parte, la exaltación nostálgica del Imperio
Austro-Húngaro equivale aquí, como también en la obra de Musil98, a la reivindicación de una «patria» no ligada al mito de «sangre y tierra» y de una
ciudadanía supranacional y aún más «extraterritorial»99. Así, siempre en Die
Kapuzinergruft, una de sus últimas obras, Roth ataca tanto al partido socialista como al católico, culpables ambos de haber reinterpretado la tradición
cultural y política austríaca en los términos de un estrecho nacionalismo:
«Austria no es un Estado, ni una patria ni una nación. Es un religión. Los clericales y los menos clericales que ahora gobiernan hacen de nosotros lo que
llaman una nación. De nosotros, que somos una supranación, la única supranación que ha existido en el mundo»100.
Tanto Franz Tunda, el héroe de Die Flucht ohne Ende, como Friedrich
Kargan, el protagonista de Der stumme Prophet (pero no el von Trotta de
Radetskymarsch y Die Kapuzinergruft) recuerdan, en su vagabundear por la
Europa atenazada entre totalitarismos y prepotencia burguesa, en su programático rechazo a definirse respecto a un «lugar», a una «patria», la radical
elección existencial de Andrea Caffi. No se olvide que los dos vivieron los
mismos años en la misma ciudad, aquel París de los refugiados y de los sin
95 Léase, por ejemplo, J. Roth, Der stumme Prophet, Rohwohlt, Reinbek bei Hamburg
1980, p. 49, p. 63.
96 Véase, entre otros, J. Roth, Die Flucht ohne Ende, DTV, München, 1981, pp. 51-52, y
J. Roth, Der stumme Prophet, cit., p. 26, pp. 120-121. Véase también J. Roth, Der Antichrist,
Allert de Lange, Amsterdam 1934, pp. 99 y ss.
97 J. Roth, Die Kapuzinergruft, Verlag der Nation, Berlín 1984, p. 171. «Mein privates
Herz —escribe también Roth— schlägt in einer sentimentalen (und jüngst wieder etwas unmodern gewordenen) Weise für die kleinen Wesen, denen man befiehlt und die gehorchen, gehorchen und läßt ich selten zu der Objektivität für die großen gelangen, die befehlen, befehlen,
befehlen» (J. Roth, Panoktikum, en Roth, Gesammelte Werke, a cargo de H. Kesten, vol. 3, Kiepenhauer & Witsch, Köln 1975, p. 583). Esta idea recorre toda la obra del escritor austríaco desde sus principios: cfr. por ejemplo, J. Roth, Die Rebellion, DTV, München 1962, p. 8. Al respecto,
cfr. Ch. Foerster, Nachwort, en J. Roth, Die Kapuzinergruft, cit., pp. 177 y ss, y C. Magris, Lontano da dove. Joseph Roth e la tradizione ebraico-orientale, III ed., ed. Einaudi, Torino 1982,
capítulo tercero.
98 Véase, por ejemplo, R. Musil, Der Mann ohne Eigenschaften, a cargo de A. Frisé,
Rowohlt, Reinbek bei Hamburg 1992, pp. 18-19.
99 Véase, por ejemplo, J. Roth, Der stumme Prophet, cit., p. 129.
100 J. Roth, Die Kapuzinergruft, cit., p. 162. Al respecto, cfr. D. Bronsen, Joseph Roth. Eine
Biographie, Kiepenheuer & Witsch, Köln 1874, capítulo quinto.
Sobre derecho y utopía
167
patria, alabada —por así decirlo— por Walter Benjamin101, y queridísima para
ambos. La diferencia entre los dos es que Roth se deja abrumar por su dolor
y el del mundo, por la superfluidad de la existencia. «So überflussig wie er
war niemand in der Welt» de esta manera concluye significativamente Die
Flucht ohne Ende, escrito a fines de los años veinte. En el escritor austríaco
la inteligencia humana debe rendirse frente al inescrutable designio del destino (éste es el hilo conductor de novelas como Hiob y Tarabas, y de relatos
como Das falsche Gewicht). Su huida de la sociedad se convierte en huida del
mundo y en fin de la vida misma. Mientras en Roth el sentimiento obscurece
la razón, en Caffi por el contrario la disciplina del intelecto y el sentido de la
dignidad del existir humano no se desvanecen nunca.
101 Cfr. H. Arendt, Walter Benjamin, cit., pp. 210 y ss.
169
EXCURSUS I
El marxismo, Pierre Clastres y la historia
1. LA CONCEPCIÓN MARXISTA DE LA HISTORIA
La concepción marxista de la historia (materialismo histórico) puede
reducirse a algunas proposiciones fundamentales.
1) La estructura determina la superestructura, o bien el entramado completo de las relaciones y de los mecanismos económicos determina en última instancia todas las demás manifestaciones de la vida social. «La concepción
materialista de la historia parte del principio de que la producción y, con la producción, el intercambio de sus productos son la base de cualquier orden social;
que, en toda sociedad que tiene lugar en la historia, la distribución de los productos, y con ella la articulación de la sociedad en clases o estratos, se modela
sobre lo que se produce, sobre el modo en que se produce y sobre la forma en
que se intercambia aquello que se produce. En consecuencia las causas últimas
de todo cambio social y de toda alteración política no se deben buscar en la mente de los hombres, en su creciente conocimiento de la verdad eterna y de la eterna justicia, sino en los cambios del modo de producción y de intercambio; deben
buscarse no en la filosofía sino en la economía de la época que se considere»1.
2) En el interior de la estructura económica se desarrolla una contradicción irreconducible (dialéctica) entre fuerzas productivas y relaciones de producción. «En un cierto nivel del desarrollo de estos medios de producción y
de intercambio, las condiciones en las cuales la sociedad feudal producía e
intercambiaba, es decir la organización feudal de la agricultura y de la artesanía, en una palabra las relaciones feudales de propiedad, ya no correspon1 F. Engels, L'evoluzione del socialismo dall'utopia alla scienza, trad. it., Editori Riuniti,
Roma 1976, p. 95.
170
Massimo La Torre
dían a las fuerzas productivas desarrolladas hasta ese momento. Aquellas condiciones, en vez de favorecer la producción, la dificultaban. Se transformaban
en otras tantas cadenas. Debían ser destrozadas, y fueron destrozadas»2.
Por fuerzas productivas debe entenderse: a) Las técnicas de producción;
b) las clases sociales que suministran el trabajo necesario para el empleo de
aquellas determinadas técnicas. Podemos por lo tanto decir que las fuerzas
productivas se componen por una parte de trabajo muerto (los medios de producción), y por otra de trabajo vivo (la clase adscrita al funcionamiento de
los medios de producción). En la dinámica entre trabajo muerto y trabajo vivo
se asegura el predominio al trabajo muerto por dos motivos esenciales: a) el
trabajo muerto, o sea las técnicas de producción, determina el espacio, el
lugar las condiciones del trabajo vivo, esto es la clase; b) el trabajo muerto
tiene conciencia, conciencia de sí mismo, conciencia referida a una determinada forma de producción mientras que la clase, para generar una función
activa y unitaria, es decir para ser realmente (subjetivamente) clase, necesita
de un ulterior requisito, la conciencia de clase (el partido).
Las relaciones de producción, a su vez, se articulan en: a) una relación
jurídica formalizada (por ejemplo, la propiedad privada burguesa); b) un
mecanismo económico que permita la división entre producción y apropiación del producto (por ejemplo, el salario). Así podremos decir que la relación
de producción capitalista se articula: a) a través de la propiedad privada burguesa; b) a través del mecanismo salarial que consiente la extracción de la
plusvalía. En la dinámica entre mecanismo económico y relación jurídico-formal es esta última la que desempeña un papel predominante, llegando a determinar al primero. Este es un punto bastante importante, sin el cual no sería
posible comprender cómo para Marx los conceptos de nacionalización y
socialización terminan por coincidir, o más exactamente cómo la socialización es una continuación/consecuencia de la nacionalización. Las relaciones
de producción se sutancian y se fijan en una relación jurídica de propiedad,
diferente según la situación tecnológica de las fuerzas productivas y las fases
históricas. En Marx no se encuentra presente la distinción entre propiedad y
posesión, y por consiguiente el conocimiento de la categoría propiedad como
interna a la categoría poder. He aquí por qué ha resultado tan difícil a los estudiosos de estricta observancia marxista explicar el fenómeno de la escisión
entre propiedad y gestión (posesión) en el interior de las grandes sociedades
por acciones y la aparición de nuevas clases dominantes vinculadas precisamente a la posesión, y no a la propiedad, como los managers, para seguir con
el ejemplo de las grandes sociedades por acciones. Y a tal sobrevaloración del
2 K. Marx-F. Engels, Manifesto del partito comunista, trad. it., Editori Riuniti, Roma 1977,
p. 64.
Sobre derecho y utopía
171
elemento jurídico-formal se debe igualmente la exaltación del papel del Estado en la fase revolucionaria (véase, por ejemplo, el programa a medio plazo
del Manifiesto3).
El Estado bien puede mantenerse sin desarrollar ninguna contradicción con
el fin de la sociedad socialista, e incluso reforzarse en la fase de transición, ya
que no expresa relaciones jurídicas de propiedad privada. Si no se comprende
la diferencia entre posesión y propiedad, y por lo tanto que en el derecho de
propiedad existen dos componentes, uno material (el poder efectivo sobre el
bien) y otro formal (el reconocimiento jurídico de tal poder), si no se entiende
esto, se llega a la conclusión de que, para acabar con la relación social inscrita en el derecho de propiedad privada (la acumulación privada) pueda bastar la
transformación de la propiedad de privada (burguesa) en pública (estatal). Así,
sin el análisis del momento dispositivo, del momento político (de poder), de la
propiedad pública, ya que no se ha comprendido que es en éste momento en el
que se fija la acumulación, se permanece ciego sobre quién verdaderamente
gestionará y detentará los bienes formalmente colectivizados.
Volviendo a la contradicción dialéctica fuerzas productivas-relaciones de
producción, es necesario recordar que el elemento importante, históricamente determinante, para la teoría marxista, es el primer término de la contradicción. Es el desarrollo de las fuerzas productivas el que alterará al final las
relaciones de producción; una vez más el objeto prevalece sobre el sujeto (el
trabajo vivo), la tecnología sobre la sociabilidad.
3 «La ruptura con la denominación del modo de producción capitalista, o con el dominio
de las relaciones de producción capitalistas o de otras relaciones de producción correspondientes
a la propiedad privada de los medios de producción (...) se verifica, principalmente a nivel político. Inviste el carácter de clase del poder estatal, o sea la naturaleza de la clase que detenta el
poder» (C. Bettelheim, Calcolo economico e forme di propietà, trad. it., Feltrinelli, Milano 1978,
p. 81). Esta sobrevaloración de lo político en el proceso de transformación social, esta su «autonomización», para la que la conquista del poder estatal es un momento estratégicamente antecedente a la modificación en sentido socialista de las relaciones de producción, revela un desfase
en la estructura del edificio teórico marxista y en particular una estridente contradicción respecto a la centralidad de la estructura económica. Identificaba bien esta contradicción Bakunin: «La
situación política de cada país, dice Marx, es siempre el producto y la fiel expresión de su situación económica; para cambiar la primera, basta con transformar la segunda. Aquí está para Marx
todo el secreto de la evolución histórica. Él no tiene en consideración a los demás elementos de
la historia, como la manifiesta influencia de las instituciones políticas, jurídicas y religiosas sobre
la situación económica. Marx dice: «La miseria produce la esclavitud política, el Estado»; pero
no permite que se cambie la proposición y se diga: «La esclavitud política, el Estado, reproduce
a su vez, y perpetúa, la miseria, como condición de su existencia; de modo que para destruir la
miseria es necesario destruir el Estado». Y, cosa extraña, él que prohibe a sus adversarios identificar en la esclavitud política, en el Estado, la causa productora de la miseria, ordena a sus amigos y discípulos del partido de la democracia socialista alemana considerar la conquista del
poder y de las libertades políticas como la condicción preliminar y absolutamente necesaria de
la emancipación económica» (M. A. Bakunin, Rivolta e libertà, selección de escritos a cargo de
M. Nejrotti, Editori Riuniti, Roma 1977, p. 231).
172
Massimo La Torre
3) La historia es historia de luchas de clases, luchas entre la clase que emerge en el desarrollo de las fuerzas productivas y la clase que corresponde a aquella concreta relación de producción. Para Marx no es una cuestión de clases
subordinadas y de clases dominantes, de oprimidos y de opresores, pues la
dimensión del poder le es desconocida; sino de clases emergentes en el desarrollo de las fuerzas productivas y de clases ligadas a una determinada relación de
producción cada vez más incompatible con el progreso de las fuerzas productivas (principalmente las técnicas de producción). Para Marx no es una cuestión
de explotados y explotadores ya que la dimensión de la ética le es desconocida;
sino de esclavos y esclavistas, de siervos y feudatarios, en fin de asalariados y
capitalistas. El socialismo en realidad, en la teoría marxista, no es una forma éticamente superior de organización social, sino una forma científicamente (objetivamente) superior de estructura económica, ya que no hace otra cosa que
adecuar las relaciones de producción al desarrollo de las fuerzas productivas, las
relaciones jurídicas a las nuevas técnicas de producción, y particularmente las
relaciones de producción capitalistas basadas en la apropiación individual a las
técnicas de producción industrial basadas en el trabajo colectivo4.
4) La relación causa-efecto es necesaria, es decir es regulada por la ley de
la causalidad necesaria, tanto en el ámbito de la vida social como en el ámbito de los fenómenos físicos.
De esta proposición se deriva la posibilidad de fundar la ciencia de la
sociedad (el marxismo), ciencia que se anuncia dotada del mismo estatuto
objetivo que las ciencias naturales. «Algunos compañeros niegan el carácter
objetivo de las leyes de la ciencia, en particular de las leyes de la economía
política en el socialismo. Niegan que las leyes de la economía política reflejen las leyes del desarrollo de los procesos que se concluyen independientemente de la voluntad de los hombres. (...) Estos compañeros se equivocan
profundamente. (...) El marxismo concibe las leyes de la ciencia —trátese de
leyes de las ciencias naturales o de leyes de la economía política— como un
4 «No ocultaremos que hemos luchado reiteradamente contra todo intento de fundar sobre
un humanismo, quizás algo materialista, la demostración de la necesidad histórica del paso al
socialismo y de la superioridad de éste último sobre el modo de producción capitalista. Ya que
Marx escribe que el capitalismo, desarrollando continuamente las fuerzas productivas, «crea precisamente sin saberlo las condiciones materiales de un modo de producción superior», la única
razón que demuestra esta necesidad y esta superioridad es el hecho de que la estructura de las
relaciones de producción socialistas corresponde funcionalmente a las condiciones de desarrollo
de las nuevas fuerzas productivas, gigantescas y siempre más socializadas, creadas por el capitalismo. Esta correspondencia es un hecho «no intencional» que expresa las «propiedades objetivas» de una estructura social y, en su esencia, totalmente independiente de cualquier idea a priori
sobre la felicidad, la «esencia» del hombre, la «verdadera» libertad, o sobre un principio que trascienda la historia y determine la esencia de lo verdadero, de lo bello, del bien» (M. Godelier,
Logica dialettica e analisi delle strutture, en M. Godelier-L. Sève, Marxismo e strutturalismo,
trad. it., Einaudi, Torino 1970, p. 126).
Sobre derecho y utopía
173
reflejo de procesos objetivos que se desarrollan independientemente de la
voluntad de los hombres. Los hombres pueden descubrir estas leyes, conocerlas, estudiarlas, tenerlas en cuenta en sus acciones, utilizarlas en beneficio
de la sociedad, pero no pueden cambiarlas o abolirlas»5.
5) La historia es progresiva, es un movimiento lineal y ascendente, un sucederse de fases en el que cada fase es superior y constituye un progreso objetivo
respecto a las fases precedentes. Historia y progreso coinciden. «El país industrialmente más desarrollado no hace más que mostrar a aquel menos desarrollado la imagen de su futuro. (...) Asimismo cuando una sociedad consigue
intuir las leyes de la naturaleza del propio movimiento (...) no se puede saltar
ni eliminar por decreto las fases naturales del desarrollo»6. Esta progresividad
de la historia concebida como proceso está vinculada a un dato objetivo, el
desarrollo de las técnicas de producción: ninguna consideración ética, ninguna
atención humanista7. Así, el capitalismo a pesar de los indecibles sufrimientos
infligidos a los proletarios es superior objetivamente, y constituye un progreso
por el hecho de que ha desarrollado, potenciado de un modo extraordinario las
técnicas de producción, ya que ha marcado un salto tecnológico (la revolución
industrial). La tecnología es considerada aquí en su aspecto cuantitativo: el progreso de la dimensión tener, de las posibilidades cuantitativas de la tecnología.
De la progresividad de la historia se deriva su finalismo: la historia tiene
una meta marcada por este movimiento ascendente de fases productivas. El
comunismo se inscribe en la historia, es el fin del progreso y el fin de la historia. La voluntad humana, la consciencia juegan un papel bastante relativo.
El comunismo tiene necesidad, como esta teoría, de relaciones de producción;
su advenimiento se confía al desarrollo de las fuerzas productivas.
6) El proceso de la historia es un movimiento dialéctico. Así, la relación
estructura-superestructura, fuerzas productivas-relaciones de producción, clase burguesa-clase asalariada, se articula en tesis-antítesis-síntesis, según los
principios de la dialéctica hegeliana. Los principios y los presupuestos son
5 Stalin, Problemi economici del socialismo nell'URSS, trad. it., Laterza, Bari 1976, pp. 55-56.
6 K. Marx, Il Capitale, trad. it., vol. I, Editori Riuniti, Roma 1970, pp. 32-34.
7 «Para Marx, el progreso es algo que puede ser definido objetivamente, y que al mismo
tiempo se dirige hacia aquello que es deseable. La fuerza de la fe de Marx en el triunfo del libre
desarrollo del hombre nace no de la fuerza con la que Marx confía en ello, sino de la convicción
en la corrección del análisis según el cual es en tal dirección en la que el desarrollo histórico conducirá al final al hombre» (E. Hobsbawm, Prefazione en K. Marx, Forme economiche precapitalistiche, trad. it., Editori Riuniti, Roma 1967, p. 10). «En el capitalismo la «ley de la
correspondencia» entre base y superestructura se perturba: existe contradicción entre fuerzas productivas y relaciones sociales. En el socialismo por el contrario, en donde esta contradicción se
ha resuelto, la «correspondencia» entre fuerzas productivas y relaciones sociales ha vuelto a regir
«armónicamente». La transformación de la sociedad, el paso de un tipo de sociedad a otro no tiene que realizar finalidades humanas. Tiene la única.... finalidad de restablecer el funcionamiento
pleno de la ley causal de la "correspondencia"» (L. Colletti, Tra marxismo e no, Bari 1979, p. 40).
174
Massimo La Torre
exactamente los mismos, lo que varía es el soporte de aquel movimiento, que
en Hegel es el espíritu y en Marx (he aquí el famoso giro de la dialéctica) es
la materialidad de la estructura económica. Se subraya la síntesis propia de la
dialéctica, entre valor y conocimiento, para la cual la verdad es en sí revolucionaria, o el conocimiento contiene en cuanto tal (la ciencia como ciencia)
el fin ético. La ciencia (el materialismo dialéctico) absorbe a la ética, y el
socialismo se configura no como un deber ser (un valor, un humanismo), sino
en términos de ser, (una fase, una concreta necesaria relación de producción).
2. EL PENSAMIENTO DE PIERRE CLASTRES
¿Cuál es el sentido de este rápido, y ciertamente esquemático excursus
sobre la concepción marxista de la historia? Precisamente el de definir el
ámbito de la elaboración teórico-política de Pierre Clastres. De hecho, este
genial antropólogo francés no puede ser completamente comprendido si no se
entiende el carácter crítico, problemático, de sus escritos. Podría decirse, si no
se corriera el riesgo de empequeñecerlo, que el trabajo de Clastres se determina polémicamente por oposición.
Clastres promueve en el ámbito de los estudios de antropología política,
una revolución copernicana: no analizar más las sociedades primitivas según
los parámetros de la civilización occidental. Acabar de una vez por todas en
resumidas cuentas con el etnocentrismo, que concibe la historia como la historia de la civilización occidental y establece una escala de fases en cuyo
escalón más bajo estarían las sociedades primitivas y en cuya cima se establecería la sociedad industrial.
Para Clastres el etnocentrismo tiene dos caras: la una que establece el Estado como destino de toda sociedad, la otra «según la cual la historia tiene un
sólo sentido, que toda sociedad está condenada a comprometerse en esta historia y a recorrer las fases que, desde el estado salvaje, conducen a la civilización»8. Por lo tanto, según el prejuicio etnocéntrico y una paralela concepción
8 P. Clastres, La società contro lo stato, trad. it., Feltrinelli, Milano 1977, p. 139. El etnocentrismo, y la concepción progresiva de la historia que presupone, son criticados y rechazados
de una manera clara por Claude Lévy-Strauss, en cuya línea de pensamiento se sitúan las investigaciones antropológicas de Clastres. Escribe por ejemplo Lévy-Strauss: «El desarrollo de los
conocimientos prehistóricos y arqueológicos tiende a ordenar en el espacio formas de civilización que solíamos imaginar como sucesivas en el tiempo. Lo cual significa dos cosas: sobre todo
que el «progreso» (...) no es ni necesario ni continuo; procede a saltos a rebotes o, como dirían
los biólogos, por mutaciones. Dichos saltos y dichos rebotes no consisten siempre en andar siempre más lejos en la misma dirección; se acompañan de cambios de orientación un poco a la manera del caballo en el ajedrez que dispone siempre de múltiples progresiones pero nunca en el
mismo sentido» (Razza e storia, en C. Lévy-Strauss, Razza e storia e altri studi di antropologia,
trad. it a cargo de P. Caruso), Einaudi, Torino 1979, p. 115). Por otro lado, según Lévy-Strauss,
concebir un único movimiento histórico válido para toda la humanidad significaría no tener en
Sobre derecho y utopía
175
de la historia en términos de progreso tecnológico (o sea en sentido cuantitativo y productivista) las sociedades «primitivas» son sociedades incompletas,
sociedades de la carencia. Pueden ser determinadas sólo negativamente, son
sociedades sin Estado, sin economía, sin historia. Y esta su determinación en
negativo es el sello de su imperfección (primitividad), de su pobreza.
Desde el momento en que se acepta una visión de la técnica en términos
cuantitativos, que renuncia al sentido originario de techne como arte, como
capacidad de modificar el ambiente según los propios modelos culturales,
como relación de mutualidad entre hombre y ambiente natural, es inevitable
que las sociedades primitivas deban aparecer precisamente como tales, como
una especie de infancia del género humano, una infancia cualquier cosa
menos dorada, dominada por las necesidades materiales de la supervivencia,
atormentada por el hambre y la escasez de medios. Clastres rompe radicalmente con este modo de considerar la historia de las sociedades humanas. La
sociedad primitiva es, en su opinión, cualquier otra cosa que una situación inicial, ya que la misma progresividad de la historia es puesta en entredicho. Las
sociedades primitivas son sociedades que consciente y voluntariamente han
conferido a las capacidades del hombre una solución de tipo cualitativo, que
se han situado voluntariamente al margen de la historia e incluso en contra de
ella (en la continua inspección y vigilancia de los centros privados de poder
efectivo por ejemplo). «No existe (...) jerarquía en el campo de la técnica, no
existe tecnología superior o inferior: no se puede juzgar un instrumento tecnológico mas que en su capacidad de satisfacer, en un determinado ambiente,
las necesidades de la sociedad. Y desde este punto de vista, no parece en realidad que las sociedades primitivas se hayan mostrado incapaces de dotarse
de los medios con los cuales realizar este fin»9. Los instrumentos técnicos de
estas sociedades son tan avanzados respecto a las necesidades y a los valores
expresados por la comunidad que el trabajo ocupa una pequeñísima parte del
tiempo de los salvajes. En una tribu americana de agricultores, los Tupì Guaranì, «los hombres, o sea la mitad de la población, trabajaban cerca de ¡dos
meses cada cuatro años! El resto del tiempo era dedicado a las ocupaciones
no consideradas penosas, sino placenteras: caza, pesca, fiestas y bebidas y,
finalmente, a satisfacer su fuerte inclinación hacia la guerra»10.
cuenta su pluralismo interno, y ofrecer una imagen uniformemente homogénea: «Se trata precisamente de un intento de suprimir la diversidad de las culturas quizás fingiendo reconocerla en
su totalidad. Si de hecho se consideran las diversas situaciones en las que las sociedades humanas, antiguas en el tiempo o remotas en el espacio, se encuentran, como fases o etapas de un único desarrollo que partiendo del mismo punto, deba hacerlas converger hacia la misma meta, está
clarísimo que la diversidad se vuelve ya sólo aparente» (Razza e storia, cit., p. 107).
9 P. Clastres, op. cit., p. 141.
10 Ibid., p. 143.
176
Massimo La Torre
En las sociedades primitivas la tecnología es tan avanzada que es posible
tener lo necesario para vivir y satisfacer necesidades básicas, y muchas provisiones para consumir en ocasiones particulares (las fiestas, por ejemplo)
con una contribución de trabajo mínima. «Numerosas sociedades arcaicas de
economía de subsistencia, por ejemplo, en Sudamérica, producían una cantidad excedente de alimentos a menudo similar al conjunto necesario para el
consumo anual de la comunidad: una producción por consiguiente capaz de
satisfacer doblemente las necesidades, o de alimentar a una población dos
veces más numerosa. Ello no significa, evidentemente, que las sociedades no
sean arcaicas: se trata simplemente de denunciar la vanidad científica del
concepto de economía de subsistencia»11. Este excedente de bienes obtenido
con un mínimo de cansancio laboral es posible gracias a que la sociedad se
orienta hacia la satisfacción de las necesidades cualitativas de la vida más que
a la búsqueda siempre mayor de productos, de bienes al precio de un trabajo
que supera totalmente a la jornada solar, en perjuicio de la calidad de vida en
su conjunto. El productivismo es desconocido en tales sociedades, en lo que
se refiere a la ética del trabajo. Y este rechazo del productivismo, de la economía, del trabajo, y la ética del placer que lo motiva están estrechamente
relacionados con la ausencia de poder político.
Sólo la coerción, la violencia brutal del dominador, la irrupción del Estado, pueden separar al salvaje de su existencia autorregulada (autónoma), de
su vida hecha de ocio y de juego. Y esto es lo que sucede a las sociedades
americanas con la colonización europea. La economía como hecho separado del conjunto de la vida social, se constituye justamente «cuando desaparece el rechazo al trabajo, cuando el sentido del tiempo libre es sustituido
por la tendencia a acumular, cuando, en definitiva, se abre camino en el
cuerpo social aquella fuerza externa (...) sin la cual los salvajes no renunciarían al ocio y que destruye la sociedad en cuanto sociedad primitiva:
esta fuerza es el poder de constreñir, la capacidad de coerción, es el poder
político»12.
11 Ibid., p. 14. El otro importante referente teórico de Clastres es la antropología de Karl
Polanyi. La referencia a los estudios de este autor y de su escuela está presente en particular en
la crítica que Clastres desarrolla contra la concepción de las sociedades salvajes como sociedades de la escasez o de economía de subsistencia. Cfr., por ejemplo, H. W. Pearson, L'economia
non ha surplus: critica di una teoria dello sviluppo, en Traffici e mercati negli antichi imperi (a
cura di K Polanyi), Einaudi, Torino 1978, p. 393 y ss., donde se discute la validez del concepto
de escasez aplicado a la economía y la teoría del surplus, que es común a la economía clásica y
al marxismo. Sobre la cuestión de las sociedades de economía de subsistencia, existe entre Polanyi y Clastres un trait d'union: los estudios de Marshall Sahlins, que colabora con el grupo de
investigación de Polanyi en la Columbia University en los primeros años cincuenta (de Sahlins
cfr. L'economia dell'età della pietra, trad. it., Feltrinelli, Milano 1980).
12 P. Clastres, op. cit., pp. 144-145.
Sobre derecho y utopía
177
Todo ello reenvía a aquella proposición de la concepción marxista de la historia según la cual la estructura (la economía) determina la superestructura (la
política y la ideología). Pues bien Clastres no se reconoce, esencialmente, en
esta dialéctica que hace de la historia un espacio unidimensional, que al frente
de los acontecimientos sociales reconoce un dato económico. El materialismo
histórico es precisamente esto, la negación de la multiplicidad de las causales
históricas reconducida a la singularidad de las transformaciones económicas, la
anulación del sujeto en una dinámica absolutamente interna al objeto.
Es necesario recordar que, en la doctrina marxista, la teorización de la
relación dialéctica estructura-superestructura está sometida a la de la relación,
igualmente dialéctica, que ve contraponerse fuerzas productivas y relaciones
de producción. Esta última relación conlleva una visión del progreso histórico como progreso tecnológico y reenvía a una concepción de la técnica en
sentido cualitativo. Pero si a pesar de todo debiésemos adoptar este esquema
dicotómico y dialéctico, estructura-superestructura, Clastres subsidiariamente reivindicaría el calificativo de estructura para la dimensión política, identificada en la división vertical (jerárquica) del trabajo social. «La principal
división de la sociedad, aquella que fundamenta todas las otras, incluida, por
supuesto, la división del trabajo, es la nueva disposición vertical entre la base
y el vértice, es la gran censura política entre detentores de la fuerza, ya sea
guerrera o religiosa, y los sometidos a aquella fuerza. La relación política del
poder precede y fundamenta la relación económica de explotación. Antes de
ser económica, la alienación es política, el poder es anterior al trabajo, lo económico deriva de lo político, el surgimiento del Estado determina la aparición
de las clases»13. Tenemos, por lo tanto, que a estructuras (entendido este término en la acepción marxista) idénticas corresponden superestructuras diversas. Así han existido imperios estatales fundados sobre una agricultura que en
líneas generales está situada al nivel de la de las tribus salvajes de la selva tropical. Del mismo modo tenemos vueltas hacia detrás (siempre según la óptica marxista), en la escala de las fases, por los cuales de la agricultura se pasa
a la caza, y este es el caso de los indios de la pradera norteamericana que,
siendo agricultores, se convierten en cazadores tras la doma del caballo. Pero,
imposible de explicarse con los criterios del materialismo histórico, en estas
tribus en las que se ha verificado tal radical transformación de la economía,
la superestructura política permanece inalterada, no se modifica a su vez.
El tiempo se hace historia con la aparición del Estado, suceso misterioso para
Clastres que sólo adelanta tímidamente alguna explicación en lo que se refiere a
las tribus americanas (el crecimiento demográfico, quizás; o la diáspora de las
tribus por obra de los profetas de la jungla). «La historia no nos ofrece, en efec13 Ibid., p. 146.
178
Massimo La Torre
to, más que dos tipos de sociedades absolutamente irreconducibles la una a la
otra, dos macroclases cada una de las cuales comprende en sí las sociedades que,
más allá de sus diferencias, tienen en común algo fundamental. Existen por una
parte las sociedades primitivas, o sin Estado, y por otra las sociedades estatales. Es la presencia o ausencia de la institución del Estado (susceptible de asumir múltiples formas) lo que asigna a cada sociedad su lugar histórico, lo que
traza una línea de irreversible discontinuidad entre las sociedades»14.
Reconduciendo la división en clases a la dimensión política, a la irrupción
del poder estatal en el territorio social, y por lo tanto la explotación (económica) a la opresión (política), se critica la concepción puramente instrumental del Estado, típica del pensamiento marxista, como un sinsentido lógico.
«El Estado, se dice, es el instrumento que permite a la clase dominante ejercer su dominio violento sobre la clase dominada. Aceptémoslo. Para que exista el Estado es necesario por lo tanto que la sociedad ya esté dividida en clases
sociales antagonistas, ligadas entre ellas por relaciones de explotación. Por lo
tanto la estructura de la sociedad, la división en clases, deberían preceder al
emerger de la máquina del Estado. Nótese, de paso, la fragilidad de esta concepción puramente instrumental del Estado. Si la sociedad es organizada por
opresores capaces de explotar a los oprimidos, es porque esta capacidad de
imponer la alienación se apoya sobre el uso de la fuerza, o sea sobre aquello
que constituye la sustancia misma del Estado, el monopolio de la violencia
física legítima. ¿A qué necesidad respondería entonces la existencia de un
Estado, si su esencia —la violencia— es inmanente a la división de la sociedad, si en este sentido, ya se encuentra anticipadamente en la opresión ejercida por un grupo social sobre los otros? No sería más que el inútil órgano de
una función llevada a cabo anteriormente y en otro lugar»15. La violencia
(cuyo monopolio crea el poder político) antecede lógicamente a la explotación económica, a la división ricos-pobres, ya que de otro modo debería
hablarse de auto-explotación, de sujeción voluntaria, de un espontaneo despojarse de sí mismo en favor del otro elegido patrón.
Clastres critica, también, el fundamento mismo del determinismo marxista, la idea de causalidad necesaria (obligatoria) que actúa en el ámbito de los
hechos sociales, aquella idea que intentando fusionar filosofía ética y ciencia
afirma la superioridad del socialismo científico sobre el socialismo utópico y
pequeño-burgués y proporciona la base de la pretensión de cientificidad del
socialismo marxista. En los acontecimientos sociales, en las relaciones humanas, dado un hecho A, no le corresponde siempre y necesariamente el efecto
B; la misma cualificación de causa y efecto, extraída del mundo de la física y
de las ciencias naturales, es inapropiada en presencia del elemento voluntad.
14 Ibid., p. 147.
15 Ibid., pp. 149-150.
Sobre derecho y utopía
179
Es de tal manera inadecuada aquella categoría causal que aquel hecho social
que mayores garantías debería tener de lograr un efecto concreto por su misma naturaleza obligatoria, la ley, nunca puede de manera absoluta (deterministamente) obligar a un hacer (los juristas romanos decían exactamente nemo
ad factum cogi potest), y por lo tanto determinar necesariamente el comportamiento prescrito16. Del mismo modo el poder necesita del consenso. No
exclusivamente, pero entre prescripción y situación efectiva entre mandato y
obediencia, entre norma y comportamiento, no existe nunca una completa
correspondencia total. Y es precisamente sobre este desajuste, sobre tal discrepancia, sobre la inaplicabilidad a los comportamientos humanos del principio de obligatoriedad causal, sobre el que se basa la especificidad del ser
humano: la conciencia moral17. Además, incluso prescindiendo de innumerables variables y de los diversos espacios temporales, tampoco es imaginable
reproducir cualquier, aunque sea pequeño, evento social.
La concepción tradicional según la cual la ausencia del Estado determina
la falta de plenitud y la primitividad de las sociedades es el resultado de una
teoría de la historia «como movimiento necesario de la humanidad a través de
las formas de lo social que se reproducen y se encadenan mecánicamente»18.
16 «Pero, mientras las leyes físicas encubren una rígida necesidad que excluye toda libertad
y actividad humana, por el contrario las normas de conducta presuponen siempre la libertad y la
actividad del hombre. Su misma denominación muestra claramente su carácter diferencial: conducta significa precisamente actividad y no es concebible una actividad sin libertad, siendo, toda
actividad por definición elección y decisión libre. Se comprende entonces como también la necesidad, aquella necesidad que —ya lo hemos dicho— es inherente a la idea general de ley y se
vuelve a encontrar por lo tanto en todo tipo de ley, no puede no asumir una característica del todo
especial en el caso de las normas de conducta. También las normas de conducta responden a una
necesidad, según el común modo de ver las cosas. Pero ésta no consiste en una determinación
física inmediata e inmediatamente obligatoria, como para excluir toda libertad, y se manifiesta
más bien como una exigencia respecto a la libertad y a la actividad del individuo» (A. Falzea,
Introduzione alle sicenze giuridiche, parte prima, il concetto del diritto, Milano 1975, p. 17).
17 La diferencia entre orden y obediencia, la inoperatividad del principio de causalidad
necesaria respecto a los comportamientos humanos y sociales, expresa la libertad radical del individuo y al mismo tiempo coloca las bases de la ética (de un sistema de valores) como hecho
humano irrenunciable, como brújula del actuar social. En realidad entre la necesidad y la libertad el train d'union es expresado por la exigencia, que se remite de cualquier modo a un valor.
«La conciliación entre los dos momentos contrastantes de la necesidad y de la libertad se obtiene, precisamente, en cada norma con la resolución de la necesidad en exigencia. Por otra parte
toda exigencia manifiesta un valor: toda exigencia es una apelación que un valor o sistema de
valores hace a la libertad del hombre. El obrar humano, que la ley exige, permanece libre y llega a ser necesario sólo en el sentido que su cumplimiento es condición necesaria de la realización de un valor. La necesidad normativa es por lo tanto una necesidad condicionada. Vale
solamente en la hipótesis de que un conjunto de valores humanos sea satisfecho» (A. Falzea, op.
cit., pp. 17-18).
18 Cfr. P. Clastres, Il problema del potere nelle società primitive, en «Volontà», nov.-dic.
1977, p. 412.
180
Massimo La Torre
Las sociedades primitivas, sin embargo, carecen de Estado ya que son sociedades contra el estado, ya que, conscientes del peligro del Estado, de la uniformidad como mal19, interponen constantemente, frente a la acción de los
mandatarios, recios obstáculos aptos para impedir la transformación de su
poder vacío en un poder lleno, en poder político20. La presencia del jefe sirve
para conjurar la irrupción del Estado y el reducido ámbito de la chieftainship
señala la dimensión concreta de la gestión colectiva de la comunidad. Por eso,
«cuando se rechaza esta neoteología de la historia y su continuidad fanática,
entonces las sociedades primitivas dejan de ocupar el nivel cero de la historia, porque contendrían en sí a un mismo tiempo toda la historia futura, inscrita anticipadamente en su ser. Liberada de este poco inocente exotismo, la
antropología estaría entonces en condiciones de estudiar seriamente el verdadero problema político: ¿por qué las sociedades primitivas son sociedades sin
Estado? Como sociedades completas, maduras, adultas, y no como embriones
infrapolíticos, las sociedades primitivas no tienen Estado porque lo rechazan,
porque rechazan la división del cuerpo social en dominantes y dominados»21.
Clastres, en definitiva, especifica otra ruptura coincidente con aquella
entre no-historia y no-Estado, e historia y Estado: la ruptura entre tiempo
cíclico y tiempo lineal. Las sociedades arcaicas son sociedades del tiempo
cíclico, ligadas a los ciclos naturales en los que la vida humana está firmemente unida a la naturaleza y el tiempo no puede acumularse (no es por lo tanto lineal), ya que no es imaginable la acumulación de los seres. Si es el ser el
fundamento de la vida social, rehuye a las operaciones aritméticas, a la suma,
a las mediciones. La suma se refiere sólo a las cantidades, a objetos por lo
demás absolutamente idénticos entre sí, y no a substancias únicas.
Queda el misterio de la aparición del Estado, misterio destinado a permanecer irresoluto, ya que Clastres ya no podrá resolver el arcano (murió trágicamente en la primavera de 1977). Escribía el heredero libertario de
Levy-Strauss (así lo ha llamado Claude Roy), para concluir La società contro
lo stato: «La historia de los pueblos, que tienen una historia, es, se dice, la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin historia es, se afirmará, con al menos la misma certeza, la historia de su lucha contra el
Estado»22. Continuamos en el campo de lo negativo sólo para quien no sabe
o no quiere comprender la positividad de la lucha contra la Historia. En esta
lucha se renuncia irremediablemente a vestir los ropajes del científico, y se
pertrecha del humanismo tan aborrecido por Stalin y Althusser.
19
20
21
22
Cfr. P. Clastres, La società contro lo stato, cit., cap. IX («Dell'uno senza il molteplice»).
Cfr. ibid., cap. II («Scambio e potere: filosofia della chieftainship amerindiana»).
P. Clastres, Il problema del potere nelle società primitive, loc. cit., pp. 412-413.
P. Clastres, La società contro lo stato, cit., p. 161.
181
EXCURSUS II
Mil novecientos ochenta y cuatro y alrededores. Una nota
sobre la «sustancia» Estado
1. 1984: EXPANSIÓN DE LA ESFERA ESTATAL
En Oceanía-Fascia Aerea n. 1, la Gran Bretaña descrita por Orwell en el
año mil novecientos ochenta y cuatro, en cada casa hay una pantalla («una
placa de metal apaisado oval similar a un espejo opaco, que formaba parte de
la superficie de la pared»1), cuyo encendido no depende de su «propietario»
(llamémosle así, si bien impropiamente) sino de una instancia superior (el
Partido). Esta telecámara vínculo entre el individuo absolutamente solitario y
el Partido (personalizado por el retrato del Gran Hermano colocado en todas
partes)2, tiene otra peculiaridad: no solamente puede transmitir programas a
su «propietario», sino también captar las imágenes y los sonidos de su vida.
Esta segunda función se encuentra siempre activada, de modo que el individuo escondido en su escuálido flat se halla constantemente bajo control, día
y noche espiado por la psicopolicía. En el mil novecientos ochenta y cuatro
histórico, hay una pantalla en todas las casas también en nuestro país. Sólo
puede ofrecernos, y no robarnos, imágenes, pero cada vez adquiere más
importancia, me atrevería a decir «centralidad», en nuestra existencia. Y los
aparatos están listos, gracias a los progresos de la telemática, para que a la
1 G. Orwell, Millenovecentottantaquattro, trad. it., Mondadori, Milano 1973, p. 25. Si el
1984 histórico refleja el 1984 de Orwell ha sido discutido en 1984 and after, a cargo de M. Hewitt
and D. I. Roussopoulos, Black Rose Books, Montreal 1984.
2 «La cara de los negros bigotes miraba desde todas las esquinas. Había una justamente en
la casa de enfrente. El gran hermano os vigila, decía la letra, mientras los ojos negros se clavaban penetrantemente en los de Winston» (G. Orwell, op. cit., p. 26).
182
Massimo La Torre
televisión se le incorporen nuevas funciones. Ahora, en torno a esa caja de
cristal y resina, se desarrolla una parte importante de la vida humana: para los
niños del 1984 histórico el trompo es un objeto misterioso, casi arqueológico;
para su disfrute se encienden los juegos electrónicos conectados al vídeo. Las
calles por la noche están desiertas, cada uno separado de los otros descansa
fijándose en la luz azulada del televisor.
¿Pero cuál es la relación entre Estado y televisor? Es simple (por cuanto
paradójico), la televisión es la manifestación del Estado que más se sirve de
la colaboración de los ciudadanos, teniendo en cuenta que, para que la telecámara se ilumine, en el 1984 histórico es todavía necesario que su propietario apriete un botón. Y es un pedazo de Estado que todos se afanan en
adquirir, si es posible a color, cuya difusión no intimida a nadie, que es el
objeto imprescindible de todos los concursos con premios. Desde la perspectiva visual de nuestra vida cotidiana, a pesar de la proliferación de las televisiones privadas, no es exagerado afirmar que «el Estado es la televisión». El
Estado, entonces, se encuentra en todas partes, está en el corazón mismo de
nuestra intimidad. La televisión es como un símbolo de la expansión de la
esfera estatal, del hundimiento de la dimensión social, civil, cotidiana, obtenido por el poder público. ¿Cómo ha podido ocurrir esto?
2. SOCIEDAD BURGUESA Y DIMENSIÓN ESTATAL
Previamente sería necesario preguntarnos si es realmente verdad que la
dimensión estatal, en las sociedades del pasado, era menos presente e invasora. La respuesta es incierta por lo que concierne al período del Estado absoluto, incluso cuando las técnicas políticas del los siglos decimosexto y
decimoséptimo fueran bastante menos evolucionadas y bastante más primitivas que las actuales. Pero es bastante segura para el período de la revolución
burguesa, donde programáticamente se afirma la primacía de la economía y
de la sociedad civil. Sin embargo aquí surge una ulterior pregunta: ¿la sociedad civil ensalzada en el pensamiento liberal es la trama interna de las relaciones sociales o no sobre todo solamente el espacio económico confiado al
cuidado de la clase capitalista? Dicho en otros términos: teniendo en cuenta
que el espacio económico se encuentra dominado por el capitalismo ascendente y por su individualismo salvaje, y la sociedad civil no es más que eso,
concentrada en las empresas textiles y mineras ¿qué otro sentido puede tener
la afirmación de su primacía si no el reconocimiento de una composición a
pesar de todo autoritaria de la sociedad (atravesada por la oposición entre
quien gestiona el proceso productivo, y quien lo sufre)?
En cualquier caso, puede decirse sin demasiada temeridad que en la sociedad burguesa la autoridad tiene diversas zonas de manifestación: la forma
Sobre derecho y utopía
183
política, el Estado, aunque no conquista el monopolio, y las empresas que
desarrollan, para su constitución interna, autoritarismo y control social. El
dato importante sigue siendo la fragmentación de la autoridad, su articulación
acentuadamente competencial, su prevalente informalidad, mientras que el
Estado es mirado con sospecha en tanto que podría por sus posibilidades centralizadoras hacer saltar esta articulación librecambista de autoridad en competencia entre ellos y entumecer (y esclerotizar) el «control informal de la
formalidad institucional»3. El sistema burgués sigue siendo una sociedad
«abierta», en el centro de la cual se encuentra en cualquier caso el individuo
(aún cuando propietario), y las solidaridades sociales no son inducidas (al
contrario duramente combatidas) sino espontáneas y productoras de una cultura alternativa. Si el régimen competitivo deja a los individuos (en una medida elevadísima los asalariados) expuestos a las salvajes contingencias de la
productividad, y les obliga a caminar sobre el filo sutilísimo del beneficio («el
primer liberalismo atribuyó importancia a la inseguridad, como fundamental
y necesario motivo económico»4), sin embargo, ahora, les obliga a la solidaridad más sincera, y abriendo una brecha entre la condición obrera y el status
de capitalista, sitúa la cultura marginal de la clase sometida a merced de los
condicionamientos de sus propietarios. Si alguna vez ha existido una cultura
obrera fue el del naciente capitalismo aquel período en la que ésta pudo
expresarse en la separación marginación-solidaridad de aquellos que vendían
la propia fuerza-trabajo.
La transición de la sociedad burguesa a la sociedad estatalizada, del Estado liberal al Estado social pasa a lo largo de tres ejes principales. Son: a) la
debilidad congénita del capitalismo clásico, debido a su estructura altamente
conflictiva, a su constante inseguridad, fuente de crisis y de alteraciones; b)
la revolución tecnológica, y el consiguiente aumento de la complejidad social
que termina por dañar mortalmente la figura, central para la sociedad burguesa, del individuo propietario; c) la irrupción en la escena política del
movimiento obrero que atribuye al elemento de la fuerza-trabajo una rigidez
intolerable para el sistema competencial, y que además se hace portador de
3 Como escribe Mihàly Vajda, «la burguesía es la primera clase dominante en la historia,
o sea el primer estrato bajo un determinado aspecto dominante, que no tiene un poder político,
incluso que en ocasiones se encuentra obligada a combatir por la propia específica posibilidad de
dominio contra el poder político» (M. Vajda, Sistemi sociali oltre Marx. Società civile e stato
burocrático all'Est, trad. it., Feltrinelli, Milano 1980, p. 62). De esta manera, «la totalidad social
que llamamos sociedad burguesa consiste en la separación de la sociedad civil en el sentido restringido del término y del Estado y debe ser definida como un pluralismo de poder, un juego de
fuerzas entre los roles del poder económico y político por primera y única vez en la historia
humana separados los unos de los otros» (ibid., pp. 64-65).
4 J. Dewey, Liberalismo e azione sociale, trad. it., La nuova Italia, Firenze 1948, p. 69.
184
Massimo La Torre
una ideología fundamentalmente estatalista contrapuesta al tradicional antiestatalismo de la burguesía. «A través de la constitución de auténticas organizaciones sindicales y políticas la clase obrera rompió la funcionalidad de la
sociedad burguesa; esta llega a ser incapaz de garantizar la revalorización del
capital precisamente porque la concurrencia de los capitales individuales y
por consiguiente el carácter fragmentario de la clase dominante frente a lo
compacto de la clase obrera organizada no le permitía restablecer el propio
control sobre una fuerza-trabajo convertida en variable independiente»5.
3. DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL
Examinemos más atentamente las tres vías anteriormente indicadas, a través de las que de desarrolla la transición del Estado liberal al Estado social.
a) La crisis del 29 y la política económica keynesiana fueron los efectos de la
composición competencial del capitalismo clásico, que, aunque modificada
en sentido oligopolístico y monopolístico, mantenía una altísima tasa de inseguridad y de arbitrio. La «mano invisible» del mercado se mostró incapaz de
garantizar el crecimiento productivo y el proceso de revalorización del capital. Afirma Keynes en una mesa redonda en 1931 en Chicago: «Estoy de
acuerdo en que la sociedad capitalista tal y como hoy funciona es esencialmente inestable. Lo que me pregunto es si podremos mantener la estabilidad
con la introducción de un moderado nivel de mandato (...) y que aquello que
necesitamos no sea un más elevado nivel de control»6. De esta manera, Keynes, releyendo la experiencia mercantilista del Estado absoluto, revaloriza el
sentido del apoyo estatal que aquella antigua política significaba. «El grueso
de mi crítica está por lo tanto dirigido contra la inadecuación de los fundamentos teóricos de la doctrina del laissez-faire (...); contra la noción de que
el tipo de interés y el volumen de la inversión se adecuan automáticamente al
nivel óptimo, de manera que sería tiempo perdido ocuparse de la balanza
comercial. Puesto que nosotros, el gremio de los economistas, hemos sido
culpables de un error de presunción por el hecho de haber tratado como una
obsesión pueril lo que durante siglos ha sido un objetivo principal de la actuación práctica de los hombres de Estado»7. La superación de la conflictividad
entre privados (los empresarios concretos) podía producirse o en el equilibrio
de los ámbitos privados y en su reciprocidad (y por lo tanto en la dimensión
colectiva y pluralista que es la propuesta proudhoniana), o bien en la subor5 S. D' Allura, Sviluppi della teoria rivoluzionaria sulla questione attuale dello Stato, tesi
di laurea, Università di Messina, Facoltà di lettere e filosofia, corso di laurea in filosofia, dirigida por el prof. C. Valenti, año académico 1977-1978, inédita, p. 51.
6 J. M. Keynes, Inediti scritti sulla crisi, a cargo de M. Gobbini, Istituto della Enciclopedía italiana, Roma 1976, pp. 114-115 (cursivas del autor).
Sobre derecho y utopía
185
dinación de lo privado a lo público que venía identificado, de acuerdo con la
tradición liberal, con el Estado en cuanto espacio neutral ya que general
(expresión del interés general)8. Tanto en el primer caso, que no implica en
Proudhon el equilibrio entre capitalistas sino el equilibrio entre unidades productivas (lo cual es absolutamente incompatible con la dialéctica capitalista),
como en el segundo que significa la asunción por parte del Estado de la función empresarial, el capitalismo clásico encuentra su muerte. No puedo, por
lo tanto, suscribir la siguiente opinión: «Lo que importa en el modo de producción capitalista es el capital en su conjunto, pero por lo que se refiere a los
capitales concretos es importante su 'persona jurídica', no su 'composición
social'. Estas fracciones del capital pueden ser capitales individuales (los propietarios burgueses), pero también sociedades por acciones, o entidades estatales»9. Ello porque «el destino del capital no está necesariamente ligado a la
burguesía»10, lo que equivale a decir que el destino del capital no coincide con
los destinos del capitalismo.
b) Lo dicho anteriormente nos lleva al segundo eje de transformación del
capitalismo: la revolución tecnológica, el consiguiente aumento de la complejidad social, el crecimiento de las dimensiones de la empresa y la divergencia entre la forma jurídica propietaria (fijada en el derecho de propiedad
como derecho absoluto) y la realidad efectiva de la gestión de los procesos
económicos. La creciente complejidad social provoca la burocratización del
management, que debe hacerse colectivo, y por lo tanto su progresiva desvinculación del derecho de propiedad, que es por definición individual11.
«Esta fase se define por el proceso que Schumpeter denominará 'cambio de
función del empresario': o sea por la separación entre propiedad y gestión de
los medios de producción»12. Es lo que puede definirse, en el ámbito de las
7 J. M Keynes, Teoría generale dell'occupazione, dell'interesse e della moneta, trad. it.,
Utet, Torino 1971, p. 481.
8 De «esquema liberal-marxista», en referencia a la teoría del Estado, habla Vajda (cfr. op.
cit., p. 63). Son importantes, en este propósito, las observaciones de Cornelius Castoriadis: «El
carácter central y soberano de la producción y de la economía (y la correspondiente reducción de
toda la problemática social y política) no son otra cosa que los argumentos organizativos del imaginario dominante de la época (y de la nuestra): el imaginario capitalista. (...) La «recepción», la
penetración del marxismo en el movimiento obrero ha sido, en realidad, la reintroducción (o el
resurgimiento) en este movimiento de las principales significaciones imaginarias sociales del
capitalismo del cual se había intentado liberar en el período precedente» (C. Castoriadis, Le contenu du socialisme, Union générale d'éditions, Paris 1979, pp. 29-30).
9 S. D'Allura, op. cit., p. 47.
10 Ibid., p. 48.
11 Cfr. C. Castoriadis, From Bolshevism to Bureaucracy, en Our Generation, vol. 12, n. 2,
pp. 45-46.
12 G. Marramao, Pluralismo corporativo, democrazia di massa, Stato autoritario, en
AA.VV., Stato e capitalismo negli anni Trenta, Editori riuniti, Roma 1979, p. 23.
186
Massimo La Torre
grandes sociedades por acciones, como la escisión entre propiedad y posesión, entre la figura del propietario accionista (que disfruta de las ganancias)
y la del gestor manager, que determina la política de la empresa. Aquí la forma jurídica representa una realidad superada, y no identifica el verdadero
espacio del poder económico. La propiedad deviene nudum ius, o algo más
que el mero derecho en el caso del accionista ya que a éste le compete no sólo
el derecho de disposición (del título) sino también el derecho de disfrute (de
los bienes) y sin embargo no tiene el poder de gestión (del negocio). Estas tres
facultades (disposición, disfrute, gestión) tienden a constituir una unidad en
el derecho de propiedad, y sólo en una situación de transición pueden encontrarse separadas; sin embargo preludian siempre una nueva reunificación en
un sujeto determinado. Una situación análoga caracteriza, por ejemplo en
Sicilia, el declive del señor feudal y el ascenso de la burguesía terrateniente.
El noble desplazado a la ciudad recibe por sus tierras una conspicua renta que
le permite vivir en el ocio y en el lujo, pero los capataces son los que de hecho
detentan y gestionan las tierras13. Estos llegarán a ser los propietarios «de
derecho», cuando la forma jurídica que posee una relativa autonomía se adecue al estado de hecho al que generalmente corresponde. Igualmente —como
es sabido— los accionistas de hoy acumulan beneficios, pero en gran parte
(sobre todo en las grandes empresas y en las multinacionales) no logran determinar la política de la empresa. Este es por el contrario el cometido de los
managers que, siendo formalmente sujetos asalariados, son el grupo social
que de hecho detenta y gestiona el poder económico. Este grupo, que parece
asumir las características de una «nueva clase», es un pariente cercano de la
tecnoburocracia estatal que controla el sector público de la economía y basa
su posición en la jerarquía social prevalentemente en el propio saber y sobre
la propia sabiduría política. Se diseña aquella que Bruno Rizzi llamaba «propiedad de clase», contrapuesta a la propiedad individual vigente en la sociedad burguesa14.
c) En el proceso de expansión del Estado en el territorio social ha desempeñado un rol de primera importancia el surgimiento del movimiento obrero
y de su ideología dominante: el marxismo. Gran parte del pensamiento socialista, y principalmente el pensamiento marxista tal y como se forja en la práctica política a partir de la Primera Internacional, es muy indulgente respecto
a los poderes del Estado. Este, en cuanto dimensión de raíz colectiva y superior a los diversos ámbitos individuales, es exaltado en contraposición al egoísmo capitalista. Recuérdese una vez más que el término «socialismo» es
acuñado en polémica con el de «individualismo», que parece constituir, con
13 Sobre este punto, cfr., R. Romeo, Il risorgimento in Sicilia, Laterza, Bari 1973, pp. 20-32.
14 Cfr. B. Rizzi, Il collettivismo burocratico, Sugarco, Milano 1977, pp. 57 y ss.
Sobre derecho y utopía
187
su doctrina del laissez faire, la filosofía del empresario manchesteriano. El
Estado materializa a los ojos de socialistas como Cabet y Blanc la comunidad
de intereses, y se identifica con la sociedad de la cual constituiría la institucionalización y la formalización. Entre Estado y comunidad media, en opinión de este pensamiento socialista, una relación como entre forma y
sustancia. Aquí se explica por qué la «socialización» se hace equivaler a la
«nacionalización», y la puesta en común de los medios de producción se convierte desde este punto de vista en su estatalización.
4. ESTATALIZACIÓN Y MOVIMIENTO SOCIALISTA
El programa inmediato del Manifiesto del partido comunista está repleto
de «nacionalizaciones» y de medidas centralizadoras del Estado: en el punto (1) «expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del
suelo a los gastos del Estado», en el punto (2) «imposición fuertemente progresiva», en el punto (5) «centralización del crédito en las manos del Estado
a través de un banco nacional con capital estatal y en régimen de monopolio», en el punto (6) «nacionalización de los medios de transporte», en el
punto (7) «proliferación de las fábricas nacionales» (que retoman la idea de
los ateliers nationaux de Louis blanc), en el punto (8) «creación de ejércitos
industriales»15. El movimiento obrero, en su componente mayoritaria marxista (de la Segunda a la Tercera Internacional), apunta con sus reivindicaciones en la dirección de la potenciación de la intervención estatal, no sólo
indirectamente presionando sobre las empresas y obligando al Estado a desarrollar operaciones de sostenimiento y salvamento de la industria privada,
sino también y principalmente directamente, identificando en el Estado el
medio necesario para la revolución socialista. Marx habla de «intervenciones despóticas en el derecho de propiedad y en las relaciones burguesas de
producción»16. Así, el movimiento obrero, actuando en el marco de una lógica inflexiblemente estatalista, establece «una relación de estrecha interdependencia entre inversión de la tendencia a la ruina y penetración de las
masas organizadas (...) en la dinámica evolutiva del sistema social: este nuevo elemento está en condiciones de cambiar gradualmente la fisonomía y la
cualidad del desarrollo, en cuanto que obliga al Estado a hacerse siempre
más 'social' y 'reformista'. La lucha por el socialismo coincide de esta mane-
15 K. Marx, F. Engels, Manifesto del partito comunista, trad. it, Editori riuniti, Roma 1977,
pp. 88-89. Para interesantes reflexiones sobre este «clásico» del pensamiento político, V. C.
Lefort, Relecture du manifeste Communiste, en C. Lefort, Essais sur le politique, Seuil, Paris
1986, pp. 178 ss.
16 K. Marx, F. Engels, op. cit., p. 88. Cursivas del autor.
188
Massimo La Torre
ra con la lucha por la liberación del Estado de los grilletes impuestos por el
poder privado y monopolista»17.
Pero el estatalismo del movimiento obrero no se halla completo en los
contenidos de sus reivindicaciones, sino también: a) en la aceptación de la
división de dos planos, el político y el económico, en la organización de la
lucha social, y en el consiguiente predominio del político sobre el económico
(piénsese en la concepción del partido como «vanguardia» y del sindicato
como «correa de transmisión» del partido); y b) en la estructuración jerárquica interna de sus organizaciones (partido y sindicato en concreto). Horkheimer describe lucidamente este mirarse al espejo del movimiento obrero en las
teorías del Estado autoritario: «Las grandes organizaciones promovían una
idea de socialización difícilmente distinguible de la de estatalización, nacionalización y publificación en el capitalismo de Estado (...). La imaginación,
ahora, ya no se eleva del sólido terreno de los datos fácticos sino es para
situar, en lugar del aparato estatal existente, las burocracias partidistas y sindicales y, en lugar del principio del beneficio, los planes anuales de los funcionarios»18. Se verifica en el movimiento obrero un fenómeno análogo al del
divorcio entre propiedad y gestión en las grandes sociedades por acciones:
«Con el crecer del aparato cada vez es más difícil técnicamente controlar y
sustituir a estos dirigentes, de modo que entre la práctica utilidad de su permanencia, y su decisión personal de no irse, parece reinar una armonía preestablecida. El dirigente y su camarilla llegan a ser, en la organización obrera,
tan independientes, como en el ámbito opuesto el management del monopolio industrial frente a la asamblea de los acccionistas»19.
5. ESTADO TOTAL Y NEO-CORPORATIVISMO
Llegados a este punto es necesario preguntarse sobre el significado de tal
enorme desarrollo de la esfera estatal. ¿Nos encontramos aún en el camino
trazado por el capitalismo clásico que ha crecido con el apoyo del Estado hasta llegar a la «madurez»20 o no estamos más bien dentro del «proceso de liberación del Estado de la representación dirigida por el interés capitalista»21?
17 G. Marramao, Pluralismo corporativo, democrazia di massa, Stato autoritario, cit.,
p. 24. Cursivas del autor.
18 M. Horkheimer, «Lo Stato autoritario», trad. it., en Marxiana, año I, enero-febrero 1976,
p. 114.
19 Ibid., p. 115.
20 «La organización del capitalismo, es contenida dentro de sí mismo por el capitalismo
como su naturaleza, y por tanto la organización del capitalismo no es consecuencia del exterior,
del Estado, sino que es un determinado tipo de desarrollo del capital» (M. Tronti, Lo Stato nel
capitalismo organizzato, en AA.VV., Stato e capitalismo negli anni Trenta, cit., p. 79.
21 Ibid., p. 82.
Sobre derecho y utopía
189
¿Nos encontramos frente al Estado total, en el que se ha realizado la fusión
completa de lo político y lo económico, o mejor de la administración pública
y de la empresa privada, o estamos todavía en presencia de una ulterior forma de capitalismo, así como cree quien sostiene que «ver en el desarrollo del
Estado (...) la emergencia de elementos no capitalistas (...) no resulta convincente ya que el Estado no interviene respecto a la naturaleza misma de la
relación de capital, sino en la «práctica» de las relaciones precisamente para
garantizar la vigencia de las leyes generales del modo de producción»22? Esta
última hipótesis es compartida por Franco Ferri que habla de un «nuevo modo
de ser del capitalismo», y ve en las diferentes sistematizaciones político-institucionales surgidas de la crisis del '29 «los modos específicos con los cuales
el capitalismo ha respondido a la crisis reorganizando el poder y la propia
hegemonía a través de los nuevos arreglos, como gestión y gobierno total de
las contradicciones sociales»23. Tal hipótesis, sin embargo, no me satisface,
pues todo cuanto se ha dicho hasta ahora excluye que se pueda calificar fundadamente como capitalista en sentido propio en sistema social en el cual nos
encontramos viviendo. Tampoco me satisface mucho la definición de Estado
total, por un lado porque denuncia su carácter de «ideal-tipo», y por otra porque reconduce a la unidad una realidad caracterizada por el pluralismo.
De Estado total, en mi opinión, puede hablarse correctamente si se intenta con ello establecer: (a) la tendencia presente en el mundo contemporáneo
a la confusión entre Estado y sociedad; (b) la mezcla de lo público y lo privado en la aceleración de dicha tendencia a la estatalización de las actividades sociales (que coincide en gran medida con lo que Habermas denomina la
«colonización» de la vida cotidiana). El Estado total es aquel Estado que,
haciéndose sociedad, se corrompe, se degrada, asume como guías de la propia acción criterios cada vez más privados, se corporativiza24. «Se delinea así
un Estado que 'coloniza' administrativamente la vida privada, 'la experiencia'
individual y colectiva; un Estado de 'la administración total', un Estado 'complejo' que responde a la complejidad de las expectativas y de los comporta22 S. D'Allura, op. cit., pp. 46-47. Cursivas del autor.
23 F. Ferri, Ripensando gli anni Trenta, en AA.VV., Stato e capitalismo negli anni Trenta,
cit., p. 11.
24 «Además no se debe olvidar que, en la ósmosis producida entre Estado y sociedad, la vieja contraposición entre una esfera política (estatal y superestructural) y una esfera social (económica y estructural) se ha suavizado cada vez más dejando emerger una nueva modalidad de tipo
burocrático-organizativa, en donde la «rolización» y la conflictividad de tipo corporativo ganan
cada vez más terreno» (G. M. Chiodi, La menzogna del potere, Giuffrè, Milano 1979, p. 91. Cfr.
también ibid., pp. 142-143). El debate sobre el corporativismo en las sociedades contemporáneas,
o neo-corporativismo, ha resurgido recientemente a través de los estudios de Gerhard Lehmbruch
y Philippe C. Schmitter. De este último, cfr. en particular «Still the Century of Corporatism?», en
Review of Politics, 1974, pp. 85-131.
190
Massimo La Torre
mientos intentando controlarlos»25. El Estado, por consiguiente, absorbiendo
la realidad social cada vez más compleja y pluralista, no puede mantener la
antigua estructuración unitaria, y se encuentra preso en el centro de fuerzas
centrífugas y de múltiples expectativas. El resultado es que la complejidad y
el pluralismo se convierten en caracteres propios del Estado además que de la
sociedad. Las señas de identidad de la pesada máquina del gobierno resultan
profundamente modificados26: entre otros efectos, el de la erosión de la neutralidad de la administración pública. Es el triunfo de una «situación de fragmentación resultante de la crisis del modelo keynesiano (...) con la
marcadísima fusión de política y economía y la subsunción institucional dentro del interés general de todos los conflictos de la sociedad civil ya sin la pretensión de trascenderlos»27.
El aspecto «pluralista» del Estado total es recogido por Franz Neummann
en su estudio del moderno Behemoth (o el Estado nacional-socialista alemán),
el cual —en opinión del jurista alemán— lejos de ser monolítico resulta del
conjunto de múltiples grupúsculos político-económicos en competencia entre
sí pero todos igualmente alojados en el aparato público28. En relación con
esto, me parece oportuno traer a colación la tesis de Horkheimer para el cual
el dominio público, si quiere reproducirse como contraposición entre dominantes y dominados, debe conservar en su interior los antagonismos y las
diversificaciones: «El cartel mundial es imposible, se convertirá en libertad.
Los escasos grandes monopolios, que mantienen formas de concurrencia a
pesar de métodos idénticos de fabricación e idénticos productos, constituyen
el modelos de las futuras constelaciones políticas»29.
25 F. Piperno, «Orizzonti possibili. (Lo stato metastabile)», en Metropoli, año II, n.2, abril
1980. Sobre la «colonización» de la vida cotidiana, v. J. Habermas, Theorie des Kommunikativen
Handels, Vol. 2, Zur Kritik der funktionalistischen Vernunft, 3 ed., Suhrkamp, Frankfurt a.M.
1985, pp. 520 y ss.
26 Hay quien, al respecto, sostiene que en las sociedades industriales avanzadas occidentales ya no nos hallamos en presencia de un Estado en el sentido estricto del término. Esta es la
opinión, por ejemplo, de Helmut Willke, Entzauberung des Staates. Überlegungen zu einer sozietalen Steuerungstheorie, Athenäum, Königstein 1983.
27 A. Illuminati, Gli inganni di Sarastro. Ipotesi sul politico e sul potere Einaudi, Torino
1980, p. 6. Más adelante el autor confirma el «específico pluralismo que surge, tras Keynes, dentro del Estado y no entre «sociedad política» y «sociedad civil» articulada, cuando el capitalismo
de Estado redistribuye dentro y entre los aparatos los contrastes entre las diferentes fracciones de
la burguesía» (ibidem).
28 Cfr. F. Neumann, Behemoth. The Structure and Practice of National Socialism (19331944), Cass, London 1967. Es interesante señalar que para un estudioso de los regímenes socialistas del Este uno de los aspectos distintivos del totalitarismo es la privatización de los poderes
públicos: «Quizás el carácter estructural más importante del totalitarismo del siglo XX es la privatización de la esfera pública» (J. T. Gross, «A note on the Nature of Soviet Totalitarianism»,
en Soviet Studies, 1982, p. 376).
29 M. Horkheimer, Lo Stato autoritario, cit., p. 132.
Sobre derecho y utopía
191
En las sociedades-Estado de las corporaciones público-privadas, el conflicto, negado más allá del sistema, si transforma en competencia política en
su interior. «La nueva forma que la contradicción asume es (...) la consecuencia de la diseminación del poder en los 'particularismos' y de la extensión
del Estado a la 'sociedad civil'. Pero (...) no en el sentido de una unidad indistinta de economía y política (...): principalmente, en el sentido de una interacción compleja entre la dinámica del ciclo económico y los imperativos del
sistema»30.
Está bien claro, sin embargo, que el reconocimiento del Estado corporatista, y de su conflictualidad interna, es posible a partir de la constatación de
la pobreza científica de la ortodoxia que ve en el Estado una mera «superestructura» y que rumia continuamente una frase de Marx: «El poder político,
en el sentido propio del término, es el poder organizado de una clase para la
opresión de otra»31. El Estado, desgraciadamente, no es «superestructura»
sino (si se quiere adoptar aún la terminología marxiana) estructura, no es forma, o no solamente forma, sino sustancia32.
30 G. Marramao, op. cit., loc. cit., p. 33. De esta opinión es también Wittfogel: «La segunda revolución industrial que estamos viviendo en la actualidad, perpetúa el principio de una
sociedad policéntrica a través de grandes complejos burocratizados que se controlan y condicionan mutua y lateralmente: entre ellos, los más importantes son el gobierno, las grandes organizaciones económicas y agrícolas y los sindicatos de trabajadores» (K. A. Wittfogel, Il dispotismo
orientale, trad. it., vol. II, Vallecchi, Firenze 1968, pp. 704-705). Para Wittfogel la dinámica
«lateral», horizontal, entre grandes concentraciones de poder político-económico, y directamente proporcional a la burocratización de la esfera decisional y a la paralela suavización de la dinámica vertical entre «base» y «vértice». «La disminución de los controles verticales desde abajo
(por parte de los electores, de los accionistas y de los afiliados a los sindicatos), procede de igual
manera con la extensión de los controles laterales. Estos últimos no son nuevos [...]. Pero, a pesar
de que su importancia haya crecido, las recientes revoluciones comunistas y fascistas demuestran
que son escasamente eficaces para impedir una acumulación totalitaria de poder» (K. A. Wittfogel, op. cit., pp. 704-705, nota a). Los controles laterales (es decir el pluralismo corporativo) no
son, por consiguiente, —según este estudioso— incompatibles con la tendencia totalizante del
Estado contemporáneo, del que representarían más bien una específica manifestación.
31 K. Marx-F. Engels, Manifesto del partito comunista, cit., p. 89.
32 Cfr. M. Vajda, op. cit., en particular, pp. 61-62.
193
EXCURSUS III
Anarquismo, Iusnaturalismo y Positivismo Jurídico
1. PREMISA
Como es sabido, la posición de los anarquistas frente al Derecho se ha
caracterizado a menudo por una aversión difícilmente dominada. En la literatura anarquista encontramos así, en relación con la ley o el Derecho, o violentas invectivas o largos silencios. En realidad ello se refiere en particular
sólo a un sector del anarquismo.
Pensadores como Godwin y Proudhon nunca niegan la necesidad y la utilidad de reglas, normas e instituciones jurídicas. Atentos a los problemas jurídicos y para nada negadores de reglamentos y organizaciones también lo
están Bakunin y Malatesta. Entre los anarquistas italianos posteriormente, dos
de los más relevantes representantes, Piero Gori y Francesco Saverio Merlino, también fueron abogados capaces y concienzudos estudiosos de cuestiones jurídicas.
De la importancia del tema del Derecho en el ámbito de la reflexión política anarquista son testimonio una serie de estudios dedicados específicamente a las concepciones jurídicas del anarquismo. Menciono sólo algunas
entre las más interesantes, en orden cronológico: Jan Cattepoel, Der Anarchismus. Gestalten, Geschichte, Probleme1 Pio Marconi, La libertà selvaggia.
Stato e punizione nel pensiero anarchico2; Michael Taylor, Community,
1 III edición revisada y ampliada, Beck, München 1979.
2 Marsilio, Venezia 1979.
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Anarchy and Liberty3; C. Ruby (ed.) Law and Anarchism4; Thom Holterman,
Recht en politieke organisatie. En onderzoek naar convergentie in opvattingen omtrent recht en politieke organisatie bij sommige anarchisten en sommige rechtsgeleerden5. Recuérdense también dos ensayos de Zenon
Bankowski: Anarchy Rule: o.k.?6, escrito en respuesta a D. Tur, Anarchy versus Authority: Towards a Democratic Theory of Law7; y Anarchism, Marxism
and the Critique of Law8.
En este renovado clima de interés por el pensamiento anarquista en general y por su concepción jurídica en particular, que puede aumentar también
por el eco producido por un libro ya clásico de Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia9, y que ha encontrado un reconocimiento en el volumen XIX
del anuario estadounidense Nomos dedicado por entero al anarchismo10, se
inserta un reciente estudio que versa precisamente sobre «anarchismo y Derecho»: Marco Cossutta, Anarchismo e diritto. Componenti giusnaturalistiche
del pensiero anarquico11. En esta nota no pretendo sin embargo detenerme en
la estructura o en el contenido sumario, o sobre los méritos o deméritos de
esta última publicación. Lo que me propongo es por el contrario la discusión
de sus tesis centrales, es decir de la afirmación según la cual «la doctrina anarquista se inscribe en el amplio y heterogéneo mundo iusnaturalista»12.
2. IUSNATURALISMO Y DEFINICIONES
Se aclara antes de nada qué se entiende por «iusnaturalismo». Cossutta
nos ofrece la siguiente definición: «Entenderemos como iusnatutralista aquella teoría que: a) afirma la existencia de un orden moral superior (el derecho
3 Cambridge University Press, Cambridge 1982. De este autor véase también Anarchy and
Cooperation, Wiley, London-New York 1976.
4 Black Rose Books, Montreal 1982. Este volumen recoge alguna de las ponencias presentadas al Congreso internacional de estudios sobre «Derecho y anarquismo» organizado en
enero de 1979 en Rotterdam por el Departamento de Derecho constitucional de la Facultad de
Ciencias sociales de la Erasmus Universiteit.
5 Tjeenk Willink, Zwolle 1986. También merece ser citado: M. Larizza Lolli, Stato e potere nell'anarchismo, Angeli, Milano 1986.
6 En «Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie», Bd. 63, 1977, pp. 327-336.
7 En loc. ult. cit., pp. 305-325.
8 En Legality, Ideology and State, a cargo de D. Sugarmann, Academic Press, London and
New York 1983, pp. 267-292.
9 Basic Books, New York 1974. Véase también J. M. Buchanan, The Limits of Liberty. Between Anarchy and Leviathan, University of Chicago Press, Chicago 1975.
10 Anarchism, «Nomos» XIX, ed. de J. R. Pennock y J. W. Chapman, New York University
Press, New York 1978.
11 Coop. studio, Trieste 1987.
12 M. Cossutta, op. cit., p. 125.
Sobre derecho y utopía
195
natural) del que el legislador humano (el derecho positivi) no puede apartarse de ninguna manera; que b) que considerará sin validez alguna un derecho
positivo no conforme al derecho natural, por lo cual será posible rebelarse
contra el primero en nombre del segundo»13. La definición de Cossutta es sin
embargo demasiado restringida y corre el riesgo de no comprender una
importante serie de doctrinas iusnaturalistas. Ello se debe a que considera que
el derecho de resistencia contra la ley positiva inválida (injusta) es un requisito esencial del iusnaturalismo. Existen por el contrario versiones iusnaturalistas que no contemplan tal derecho.
En realidad el iusnaturalismo asume una connotación diversa dependiendo de la manera en la que se conciba el derecho positivo al cual se contrapone. De esta manera disponemos a lo largo de la historia del pensamiento
iusnaturalista de tres manifestaciones principales de la contraposición entre
derecho natural y derecho positivo, según que este último sea concebido esencialmente como (i) derecho «histórico», (ii) derecho «estatal», (iii) derecho
«humano». En el primer caso el derecho natural se presentará principalmente como «derecho eterno», válido semper et ubique. En el segundo caso el
derecho natural se concebirá como «derecho no estatal» o «anti-estatal». En
el tercer caso el derecho natural será «natural» stricto sensu, esto es, derecho
que escapa a la determinación y a la voluntad del hombre.
Estas tres diversas del derecho natural, dependiendo de la manera de
entender el derecho positivo (del cual el derecho natural es concebido como
lo opuesto), pueden hallarse en las definiciones de iusnaturalismo ofrecidas
por uno de los más importantes estudiosos de la materia, Guido Fassò. Fassò
escribe tres voces diversas «iusnaturalismo» para tres distintas enciclopedias.
Cada una de estas tres voces nos ofrece una acepción del iusnaturalismo que
tiene una correspondencia casi exclusiva con una de las contraposiciones
consideradas con anterioridad.
Las definiciones de «iusnaturalismo» expuestas por Fassò en sus tres
voces de enciclopedia dedicadas a aquella doctrina son las siguientes:
(i)
«Es, en sentido amplio, la concepción de un derecho natural válido
absolutamente, contrapuesto al derecho histórico, positivo, relativo
en el espacio y en el tiempo»14;
(ii) «La doctrina según la cual existe y puede ser conocido un «derecho
natural» (ius naturale), esto es un sistema de normas de conducta
intersubjetivas distinto de aquel constituido por las normas dictadas
por el Estado (derecho positivo); y este derecho natural es válido por
13 Ivi, p. 21.
14 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, a cargo de E. Pattaro, C. Faralli, G. Zucchini, Giuffrè, Milano, 1982, p. 1300.
196
Massimo La Torre
sí mismo, es anterior y superior al derecho positivo, y, en caso de
conflicto con este último, debe prevalecer sobre él»15;
(iii) «Considerado en sentido amplio, el término se referiría a todas las
doctrinas que admiten el derecho natural, esto es un sistema de normas válidas absoluta y eternamente, independientemente de las positivas y eventualmente en contraste con estas»16.
En (i) el derecho natural es derecho a-histórico, en (ii) es derecho a-estatal,
en (iii) es no-humano. (i) y (iii), son muy semejantes, si no coincidentes. Sin
embargo es distinto el caso de (ii). De hecho bien pueden concebirse tipos de
derecho que a pesar de ser «históricos» (no eternos) y «humanos» (no naturales) son a-estatales. Si se aceptase (ii) como definición de iusnaturalismo,
podríamos permitirnos atribuir la etiqueta de iusnaturalistas a juristas como
Savigny, Thon, o Bierling (que no obstante se consideraban firmes adversarios del iusnaturalismo).
De cualquier modo creo que existe un elemento común a las diversas doctrinas iusnaturalistas: la convicción de la existencia de una ley natural capaz
de ofrecer los principios generales del ordenamiento de la convivencia humana. Dicha ley se dice «natural» en el sentido de que escapa a la disposición
de los hombres que no tendrían sobre ella ninguna capacidad. Esta ley natural generalmente es entendida de tres maneras principales: (a) como voluntad
divina (tendríamos entonces un iusnaturalismo voluntarista, como por ejemplo el del protestantismo calvinista); (b) como razón universal (es el iusnaturalismo racionalista el que constituye el filón más importante de dicha
doctrina, desde los Estoicos pasando por Santo Tomás o Grocio); (c) como
«ley natural» en sentido estricto (que es la interpretación que encontramos por
ejemplo en algunos pensadores iluministas, incluido de Sade17). Como escribe Fassò, en la historia de la filosofía jurídico-política encontramos tres versiones fundamentales del concepto de derecho natural: «la de una ley
establecida por la voluntad de una divinidad y revelada por ésta a los hombres; la de una ley «natural» en sentido estricto, en el sentido de consustancial físicamente, como un instinto, a todos los seres animados; y en fin aquella
de una ley dictada por la razón, y por lo tanto específica del hombre, que la
reencuentra autónomamente dentro de sí mismo»18.
15 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit.,
pp. 1366-1367.
16 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit.,
p. 1240.
17 Vid. Marqués De Sade, La philosophie dans le boudoir ou les instituteurs immoraux, a
cargo de Y. Belaval, Gallimard, Paris 1976, p. 220 y ss.
18 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit.,
p. 1367.
Sobre derecho y utopía
197
También habría que distinguir un iusnaturalismo «de los antiguos» (cosmológico, objetivista) de un iusnaturalismo «de los modernos». Para el primero, el derecho natural se manifiesta esencialmente como orden del
universo, como necesidad o destino intrínseco a las cosas, no es por consiguiente típico del hombre (piénsese en las Erinias que habrían perseguido, en
la mitología griega, al sol, al carro de Apolo, si éste no hubiera caído al atardecer debajo del horizonte). Para el segundo, para el iusnaturalismo «de los
modernos», el derecho natural se manifiesta esencialmente como razón
humana y es intrínseco a la vida del sujeto. Quizás se podría decir que para
los antiguos el iusnaturalismo es una teoría «del Derecho», mientras que para
los modernos se ha convertido en una teoría «de los derechos»19. De modo
que el iusnaturalismo (como teoría «de los derechos» constituye una de las
raíces de la «modernidad», de la concepción según la cual el hombre es un fin
en sí mismo, dueño de sí mismo, compendio del universo20. La misma matematización del derecho y de la moral propuesta por los iusnaturalistas de los
siglos XVII y XVIII se explicaría —sostiene Ernst Cassirer— como el intento de afirmar la preminencia absoluta, en el ámbito jurídico y ético, de la
racionalidad del sujeto humano, que de esta manera no debe depender de la
revelación, de la tradición, o de la autoridad de un sujeto extraño a él21.
Sin embargo, existe —repito— un elemento común a todas las versiones
del iusnaturalismo, que es la siguiente convicción: las reglas y los valores de
la vida humana y social no son productos (conscientes o inconscientes) de la
decisión de los hombres, sino el resultado de fuerzas sobre las cuales la voluntad humana no tiene influencia. Dichas fuerzas se conciben como perpetuas,
eternas, iguales a sí mismas, trátese de la «voluntad divina», de la «razón universal» o de la «naturaleza». Con todo no niego que tanto una versión moderna del iusnaturalismo racionalista (que interprete la «razón universal» como
«razón del sujeto») como una versión protestante del iusnaturalismo voluntarista (para el cual la voluntad divina se manifiesta inmediatamente en la conciencia de cada creyente) puedan desembocar en doctrinas antiobjetivistas (y
por consiguiente a fin de cuentas no iusnaturalistas).
3. ANARQUISMO Y POSITIVISMO JURÍDICO
Creo que la doctrina iusnaturalista, es decir el postulado común a las
diversas doctrinas iusnaturalistas anteriormente mencionado, contrasta irre19 Vid. A. Passerin d'Entreves, La dottrina del diritto naturale, trad. it., III ed. ampliada,
Comunità, Milano 1980, p. 58 y ss., p. 70 y ss.
20 Lo cual también es afirmado con energía por Fassò. Véase G. Fassò, Giusnaturalismo,
ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit., pp. 1246-1247.
21 Véase, E. Cassirer, Vom Wesen und Werden des Naturrechts, en «Zeitschrift für
Rechtsphilosophie in Lehre und Praxis», Bd. 6, 1932/1934, p. 5.
198
Massimo La Torre
mediablemente con el anarquismo, en cuanto que está en contradicción con el
principio fundamental de éste. El anarquismo sitúa en el vértice de su escala
de valores el principio por el cual el hombre es dueño de sí mismo y de su
vida de relaciones, por el cual el hombre es autónomo, en el sentido de que
no observa reglas que no sean consciente y voluntariamente reconocidas y
más bien producidas por él.
El «nihilismo» del anarquismo, esto es su vertiente destructora, radicalmente subversiva en relación con el orden constituido, se justifica en este
pensamiento sobre la base del presupuesto de que el hombre esté en condiciones de reconstruir la convivencia social nuevamente de la «nada», o sea,
en cuanto que dicha convivencia y sus reglas son consideradas como el producto de la libre creación de los individuos. Carlo Cafiero situaba como epígrafe de su Compendio del Capitale una frase que decía, más o menos: «El
obrero puede destruir todo, porque puede reconstruir todo». Sustitúyase en
dicha frase «hombre» o «individuo» por «obrero» y se obtendrá la idea directriz, la significación imaginaria profunda del anarquismo. Por consiguiente
me parece insatisfactoria la definición que Cossutta nos ofrece del anarquismo. «Podemos definir el anarquismo —escribe— como una teoría social que
a) critica el orden presente en nombre de un ordenamiento natural; b) las normas que regulan la vida social deben adecuarse a dicho orden natural; c) en
el caso en que tales normas no se correspondan con el orden natural, con la
justicia expresada por éste, la contraposición se producirá en nombre de la
naturalidad negada por el orden político actual»22.
El anarquismo por el contrario, entendido como doctrina de la autonomía
de la vida moral y jurídica, individual y social, del ser humano, según la cual
es el hombre quien debe darse a sí mismo las propias reglas, su sociedad y su
derecho, no es iusnaturalista, sino —aunque pueda parecer a primera vista
paradójico— iuspositivista. En su libro Cossutta ofrece la siguiente ecuación:
positivismo jurídico es igual a la doctrina que sostiene que la única fuente del
Derecho es el Estado. Dicha ecuación es sin embargo histórica y teóricamente infundada.
Es cierto que existe un iuspositivismo (sostenido probablemente por la
mayoría de las doctrinas que se dicen iuspositivistas) que afirma la reducción
del derecho positivo a las leyes emanadas por los órganos del Estado. Pero
existen otros pensadores que aún siendo iuspositivistas (en el sentido amplio
que se verá de inmediato) no son estatalistas. Cito dos nombres ilustres: Friedrich Carl von Savigny y Angust Thon. Ni el uno ni el otro, a pesar de estar
entre los máximos exponentes del iuspositivismo, han afirmado jamás que el
derecho positivo sea sólo el del Estado.
22 M. Cossutta, op. cit., p. 128. Cursivas en el texto.
Sobre derecho y utopía
199
Pueden darse, en mi opinión, dos definiciones principales de iuspositivismo (entendido como teoría de las fuentes de producción del derecho)23. (i)
Iuspositivismo en sentido amplio es aquel que afirma que el derecho es un
producto del hombre. Aquí, entre otras cosas, se encuentra implícita una
metaética noncognoscitivista, para la cual los valores no se conocen sino que
se crean24. (ii) Existe también un iuspositivismo en sentido estricto, según el
cual el derecho es un producto del Estado (o de la autoridad soberana). A su
vez el positivismo jurídico en sentido estricto puede diferenciarse en: (a) normativista (Zitelmann, Georg Jellinek, Kelsen), (b) imperativista (Bentham,
Jonh Austin), (c) realista (Holmes, Alf Ross), según que el derecho del Estado sea visto respectivamente como (a) norma, (b) mandato, (c) concreta actividad de los jueces.
Podemos reformular la distinción entre positivismo jurídico en sentido
amplio y positivismo jurídico en sentido estricto de la siguiente manera. Para
cualquier doctrina iuspositivista el derecho es reconducible a la actividad de
los hombres (iuspositivismo en sentido amplio). Para la mayor parte de las
doctrinas iuspositivistas la actividad humana que produce el derecho es la de
aquellos que detentan el poder del Estado o que actúan como órganos del
Estado (iuspositivismo en sentido estricto).
La idea de la humanidad del derecho, o sea la tesis según la cual el derecho vigente es creación (Nietzsche diría «invención», Erfindung25), reaparece
tanto en los representantes del iuspositivismo historicista como en los exponentes del iuspositivismo voluntarista o formalista. «Sí —escribe Bernard
Windscheid, líder de la pandectistica—, no temamos decirlo: el derecho que
tenemos y que creamos no es el derecho. En nuestra opinión no existe ningún
23 Recuérdense los tres aspectos del iuspositvismo identificados por Norberto Bobbio:
(i)como «modo de acometer el estudio del derecho», (ii) como «teoría», (iii) como «ideología».
En (i) se trata de estudiar el derecho tal y como «es», sin confundir el plano descriptivo con el
prescriptivo; en (ii) el Estado es considerado la única fuente de producción del Derecho; en (iii)
la legitimidad moral de un acto se hace corresponder con su licitud jurídica, es decir la moralidad se hacer depender de la legalidad. Vid. N. Bobbio, Giusnaturalismo e positivismo giuridico,
Comunità, Milano 1965, pp. 105 y ss.
24 Sostiene la tesis de la conexión entre positivismo jurídico y noncognitivismo, H. Kelsen,
Was ist die Reine Rechtslehre?, en Demokratie und Rechtsstaat. Festgabe zum 60. Gerburtstag
von Zaccaria Giacometti, Polygraphischer Verlag, Zürich 1953, p. 153, H. L. A. Hart, Positivism
and the Separation of Laws and Morals, en «Harvard Law Review», 1958, pp. 953 y ss., y más
recientemente O. Weinberger, Bausteine des Institutionalistischen Rechtspositivismus, en O.
Weinberger, Recht, Institution und Rechtspolitik. Grundprobleme der Rechtstheorie und Sozialphilosophie, Steiner, Stuttgart 1987, pp. 41-42. En contra, sin embargo, N. Bobbio, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, cit., pp. 150-151.
25 Como es sabido, Nietzsche contrapone, por ejemplo en lo que concierne a la insurrección
del lenguaje, la Erfindung a la Ursprung, la creación humana al nacimiento espontáneo. Al respecto, cfr. M. Foucault, A verdade e as formas juridicas, Pontificia Universidade Católica de Río
de Janeiro 1978.
200
Massimo La Torre
derecho absoluto: el sueño del derecho natural se ha desvanecido»26. Y Paul
Laband, Kronjurist de la Alemania guillermina y «padre fundador» de la dogmática publicista, tras haber trazado la distinción entre «ley en sentido formal» (el mandato del soberano que requiere a obedecer a la ley) y «ley en
sentido material» (la disposición jurídica como tal)27, para aclarar su concepción del derecho, cita una frase de Gayo: lex est quod populus iubet atque
constituit28.
Ahora bien, si el anarquismo es verdadero adversario del iuspositivismo
en sentido estricto (totalmente basado en el principio de autoridad), es sin
embargo —creo— una forma de iuspositivismo en sentido amplio. Por otra
parte, si se interpreta el iuspositivismo en sentido estricto sólo como teoría
descriptiva del derecho (del derecho como «es» y no como «debe ser»), se
puede mantener que existen pensadores anarquistas iuspositivistas en sentido
estricto. Es el caso de aquellos autores (como Stirner, por ejemplo), que afirman que el Derecho es un mero instrumento en manos del Estado para imponer su dominio, y de esta manera negando el Estado niegan también todo
derecho.
Si se entendiese por iusnaturalismo exclusivamente una doctrina que contrapone al derecho estatal un derecho a-estatal (eventualmente anti-estatal),
y atribuye a este último un estatuto superior al reconocido al derecho estatal
—se trata de la definición (ii) de iusnaturalismo mencionada anteriormente—,
entonces se podría mantener legítimamente que el anarquismo es un tipo de
26 B Windscheid, Recht und Rechtswissenschaft, ahora en B. Windscheid, Gesammelte
Reden und Abhandlungen, editada por P. Oertmann, Dunker & Humblot, Leipzig 1904, p. 9.
27 Tal distinción en Laband es bien diversa de la homónima formulada posteriormente por
Hayek. Mientras que para este último la «ley en sentido material» debe poseer ciertos requisitos
formales (que realmente son sustanciales), en concreto la generalidad y la abstracción (véase F.
A. Hayek, Die Verfassung der Freiheit, Mohr, Tübingen, 1971, p. 187, pp. 268-270), para Laband
la distinción entre «ley en sentido formal» y «ley en sentido material» más que entre dos tipos
distintos de leyes transcurre entre dos momentos o elementos distintos presentes en toda ley estatal. La «ley en sentido formal» es la orden, dirigido por el soberano a los súbditos, de obedecer
la disposición jurídica. Corresponde grosso modo al «neústico» de Hare, o quizás mejor aún al
imperantum de Olivercrona. La «ley en sentido material» es aquí sin embargo la disposición jurídica, es decir el elemento semántico-representativo de la norma el «frástico» de Hare, o mejor el
ideatum de Olivecrona. Véase P. Laband, Das Staatsrecht des Deutschen Reiches, Vol. 2, Mohr,
Tübingen 1911, pp. 1 y ss. Sobre las analogías entre el «frástico» de Hare y el ideatum de Olivecrona, cfr. E. Pattaro, Introduzione al corso di filosofia del dirittto, vol. 2, clueb, Bologna 1987,
pp. 27-28.
28 P. Laband, op. cit., p. 4. «Desde el punto de vista del positivismo jurídico —escribe Kelsen— los actos a través de los cuales es establecido, o, como se dice incluso de un modo figurado, «producido» el derecho, deben ser actos de hombres. Derecho positivo es solamente el
derecho establecido por los hombres» (H. Kelsen, Was ist juristischer Positivismus?, en «Juristenzeitung», 20. Jahrgang, Nummer 15/16, 13. August 1965, p. 465. Cursivas en el texto).
Sobre derecho y utopía
201
iusnaturalismo. Hemos visto sin embargo que no es la a-estatalidad la característica distintiva común de las diversas versiones históricas del concepto de
derecho natural, sino su «no-humanidad», el hecho de sustraerse a la intervención y a las decisiones de los hombres. Además, recuérdese que para la
inmensa mayoría de los iusnaturalistas el derecho natural no excluye el derecho positivo, el primero es más bien en ocasiones concebido como la fuente
de justificación y de legitimación del segundo pero no también como su fuente de producción. El derecho natural reenvía de esta manera a menudo al
momento del derecho positivo, que se concibe en ocasiones (por los propios
iusnaturalistas) como ordenamiento coercitivo. Piénsese en este sentido en
Santo Tomás, para el cual un carácter del derecho positivo (de la lex humana)
es la coactividad29.
4. ANARCHISMO Y NO-COGNITIVISMO
El iusnaturalismo implica una metaética cognitivista, esto es la convicción
de que los valores son objetivos y por consiguiente cognoscibles, que la moral
es «dada» y no «fundada», «descubierta» y no «inventada». La variante cognitivista más obvia es el «naturalismo», es decir la convicción de que los valores son cognoscibles mediante la observación de hechos naturales. Lo cual
está en desacuerdo —creo— con el postulado anarquista de la libertad del
individuo por lo que se refiere a sus normas y a sus modelos de vida. Para el
anarquista no existen más valores que los que el individuo se da asimismo.
No existen valores externos impuestos al individuo. El anarquista es de esta
manera íntimamente noncognitivista.
No niego que hayan existido y que existan todavía hoy pensadores anarquistas (pienso en particular en Piotr Kropotkin y en Murray Bookchin30) tentados de dotar de un fundamento absoluto («natural») a los principios
libertarios. Creen evitar el espinoso problema de la reglamentación jurídica
de una sociedad anarquista presuponiendo que todo se ajuste por sí mismo, ex
natura, automáticamente, que las «leyes» de la convivencia humana sean por
lo tanto objetivas (como las que regirían los fenómenos naturales) y que el
hombre no pueda hacer otra cosa, en el campo moral y social, que adaptarse.
Encontramos una clara profesión de fe iusnaturalista en la obra mayor de
William Godwin. «La legislación —escribe Godwin—, de la manera en que
se la entiende normalmente, no es una cuestión de competencia del hombre.
La razón inmutable es el verdadero legislador, y a nosotros nos atañe averi29 Ver Summa Theologiae, I-II, q. 95, a. 1.
30 Véase por ejemplo M. Bookchin, The Ecology of Freedom, Cheshire Books, Palo Alto
1982.
202
Massimo La Torre
guar sus decretos. No compete a la sociedad la producción, sino la interpretación de la ley; ésta (la sociedad) no puede dictar decretos, sólo puede comprobar lo que la naturaleza de las cosas ya ha decretado y cuyas propiedades
derivan irresistiblemente de las circunstancias del azar»31.
La teoría metaética de Kropotkin puede definirse «evolucionista»,
siguiendo las huellas de la de Herbert Spencer, aunque con contenidos bastante diferentes que los de esta última. Una vez asumido (a) que la vida está
sometida a una continua evolución desde formas más simples a formas más
complejas, y (b) que dicha evolución está guiada por el (se desarrolla gracias
al) principio de la «ayuda mutua» (opuesto al spenceriano de la «lucha por la
existencia»), podemos afirmar —según Kropotkin— que dicho principio (la
ayuda mutua) es el postulado fundamental de la moral. «Pero es principalmente en el ámbito de la moral —escribe Kropotkin— donde la importancia
dominante del principio del apoyo mutuo aparece a plena luz. Que éste sea el
verdadero fundamento de nuestras concepciones éticas, parece suficientemente evidente (...) En la práctica de la ayuda mutua, que se remonta a los
más remotos orígenes de la evolución, encontramos la fuente positiva y segura de nuestras concepciones éticas»32. «Existe una ley general y universal de
la evolución orgánica —afirma el príncipe ruso—, que actúa de modo que la
ayuda mutua, la justicia y la moral se encuentran profundamente enraizadas
en el hombre, con toda la fuerza de los instintos innatos»33. Para Kropotkin.
la naturaleza es intrínsecamente moral: «La noción del bien y del mal, los
razonamientos sobre el «bien supremo», se hallan impresos en la base de la
misma naturaleza»34. Y en la estela del «naturalismo» de Kropotkin, nos
encontramos con la siguiente inquietante afirmación de B. Traven, uno de los
más conocidos novelistas anarquistas: «Las leyes que no están en la sangre de
ninguna manera tienen valor alguno»35.
Un resto de planteamiento iusnaturalista se encuentra también en la obra
madura de Francesco Saverio Merlino, que no obstante es uno de los más
31 W. Godwin, Enquiry concerning Political Justice and its Influence on Modern Morals
and Happinness, a cargo de I. Kramnick, Penguin, Harmondsworth 1976, p. 236.
32 P. A Kropotkin, Il mutuo appoggio. Un fattore dell'evoluzione, trad. it., II ed., Edizioni
della Rivista «Anarchismo», Catania 1979, p. 178, p. 179. También Saverio Merlino se adhiere
en un primer momento al evolucionismo Kropotkiano. «No son por consiguiente —escribe el
joven Merlino— el socialismo y la anarquía invenciones de espíritus inquietos o sueños de mente enferma, como les gusta a muchos representarlos: son el fruto, el resultado necesario de la evolución social» (F. S. Merlino, ¿Socialismo o monopolismo?, reproducido en Gli anarchici, vol. 1,
a cargo de G. M. Bravo, U.T.E.T., Torino 1971, pp. 1176-1177).
33 P. A. Kropotkin, L'etica, trad. it. Edigraf, Catania 1972, p. 29. Cursivas en el texto.
34 Ibid., p. 15.
35 B. Traven, Die weiße Rose, en B. Traven, Werkausgabe, Vol. 5, Diogenes, Zürich 1983,
p. 28.
Sobre derecho y utopía
203
«modernos» pensadores libertarios, precisamente aquel que con más vigor ha
situado el problema del derecho y de las sanciones en el ámbito de una teoría
que preconiza una sociedad organizada de manera antiautoritaria. En realidad,
en el caso de Merlino, nos encontramos más frente a tesis cognoscitivistas
que frente a posiciones propiamente iusnaturalistas. En Pro e contro el socialismo36 Merlino distingue entre un «socialismo de los socialistas» y un «socialismo de las cosas», es decir entre un socialismo que es expresión de la
conciencia y de la voluntad de los seres humanos y un socialismo que está en
la sociedad, en las tendencias de ésta, «objetivo», «fundamental», como escribía Durkheim en una nota sobre el libro de Merlino Formes et essence du
socialisme37 que propone de nuevo los argumentos y las tesis de Pro e contro
il socialismo38.
En realidad, sin embargo, el socialismo como doctrina política y teoría
normativa se encuentra por completo en las mentes (o en los corazones, si se
quiere) de los hombres que lo defienden. En verdad, no existe más que «el
socialismo de los socialistas», así como no hay más que «valoraciones» y no
«valores», No existe ningún espacio de la realidad, incluso de aquella del
«mundo 3» de Popper, en el cual se puedan encontrar, por vía de la observación o de la intuición, «valores» distintos de las «valoraciones» de los sujetos
interesados. Igualmente existen solamente normas reconducibles a la acción
humana (aunque sea inconsciente o involuntaria). La naturaleza es muda para
quien la interroga sobre la orientación que dar a la propia conducta, incluso
allí donde se prescinda del hecho (que hoy llega a ser dramático) de que la
naturaleza es a menudo ella misma producto de la «cultura», de la acción del
hombre, y que es la «cultura» o la «ideología» la que decide aquello que debe
valer como «natural».
Un planteamiento noncognitivista puede encontrarse en un nutrido grupo
de «clásicos» del anarquismo. La polémica entre Bakunin y Marx respecto al
denominado «socialismo científico» se encuentra totalmente centrada en la
tesis según la cual la ciencia como tal no está en condiciones de suministrar
los valores directivos de la conducta humana, y por consiguiente en la separación de las categorías lógicas del «ser» y del «deber ser», que sin embargo
en Marx, gracias a su historicismo finalista, se superponen perfectamente.
«La ciencia más racional y más profunda —escribe Bakunin— no puede
identificar las futuras formas de la vida social»39. Y en otro lugar leemos: «La
36 Treves, Milano 1897.
37 Girard & Brière, Paris 1898.
38 Véase E. Durkheim, La nuova concezione del socialismo, en «Rivista critica del socialismo», 1899, p. 896.
39 M. A. Bakunin, Stato e anarchia, trad. it., Feltrinelli, Milano 1972, p. 233.
204
Massimo La Torre
vida es por completo fugitiva y pasajera, pero palpitante de realidad y de individualidad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones, de
necesidades, y de pasiones. Ella sola crea, espontáneamente, las cosas y todos
los seres sociales. La ciencia no crea nada; constata y reconoce solamente las
creaciones de la vida»40.
La posición de Bakunin se encuentra corroborada por Erich Mühsam.
«Que el socialismo —escribe— deba reemplazar al capitalismo encuentra su
fundamento no en la lógica práctica de la economía utilitarista, sino en la conciencia moral de lo justo»41. «El sistema económico del capitalismo —escribe también Mühsam— no puede confutarse solo con la lógica y con la
doctrina embutida de ciencia del materialismo histórico»42. En este sentido
recuérdese también la definición de «socialismo» ofrecida por Gustav Landauer, maestro y amigo de Mühsam: «Socialismo es la tensión de voluntad de
hombres unidos con el fin de crear lo nuevo por amor a un ideal»43.
Landauer es quizás el pensador anarquista que más decididamente ha
defendido una posición noncognitivista. Los objetivos de la crítica metaética
de Landauer son principalmente tres: (a) el voluntarismo protestante que
deduce la moralidad de la voluntad divina, (b) el «naturalismo» según el cual
lo «bueno» es lo dictado por las leyes de la naturaleza, (c) el «intuicionismo»,
según el cual lo «bueno» es una cualidad indefinible y sin embargo cognoscible mediante lo que podría considerarse un específico «sentido moral», la
intuición. «En la naturaleza, no existe ni bien ni razón»44. «Cuando afirmo
que no existe ningún orden moral del universo, pretendo decir que la moral
no es algo que está inserto en las cosas o en las almas por la naturaleza o por
Dios, sino un fenómeno que se ha constituido a lo largo de la historia del
género humano»45. «Otros —escribe también Landauer— mantienen que la
moral sea algo misterioso, que se encuentra en lo íntimo de cada hombre y
que le indica lo que es lícito y lo que no lo es (...). Sin embargo se comprueba que dicha concepción no resiste el análisis histórico. Todo lo que hoy es
considerado como moral ha sido una vez, en tiempos pasados, inmoral»46.
Frente a una elección ética, según Bakunin, Mühsam y Landauer, no pueden oponerse únicamente argumentos de carácter lógico o científico. Una
40 M. A. Bakunin, Dio e lo Stato, trad. it., RL, Pistoia 1970, p. 76.
41 E. Mühsam, Befreiung der Gesellschaft vom Staat, II ed., Kramer, Berlin, 1975, pp. 16-17.
42 Ibid., p. 14.
43 G. Landauer, Aufruf zum Sozialismus, Marcan-Block, Köln 1923, p. 4.
44 G. Landauer, Die unmoralische Weltordnung, ahora en Signatur: g. l. Gustav Landauer
im «Sozialist». Aufsätze über Kultur, Politik und Utopie (1892-1899), a cargo de R. Link-Salinger
(Hyman), Suhrkamp, Frankfurt am Main 1986, p. 304.
45 Ibid., p. 303.
46 G. Landauer, Etwas über Moral, ahora en Signatur: g. l. Gustav Landauer im «Sozialist». Aufsätze über Kultur, Politik und Utopie (1892-1899), cit., p. 281.
Sobre derecho y utopía
205
elección ética puede ser contrastada, en última instancia, solo mediante otra
elección ética47. Lo mismo es válido para Malatesta, que dirige una polémica,
al principio implícita y luego abierta, contra el cientifismo y el cognitivismo
de Kropotkin48. Para este último, como ya se ha visto, el fundamento del anarquismo descansa en el orden natural de las cosas, y en especial en la «evolución» de la vida. De esta manera Malatesta, en sus años maduros, se cuidará
de dar a sus panfletos de propaganda nombres que indican claramente el elemento voluntarista que en su opinión se encuentra en la base de la concepción
anarquista: «La agitación», «Voluntad», «Pensamiento y voluntad»49.
Por lo demás también Saverio Merlino, al que hemos visto asumir posiciones cognitivistas, es en buena medida un noncognitivista. De hecho, en su
crítica del marxismo, reprochará a Marx no haber visto que la cuestión social
es principalmente cuestión «jurídica»50, es decir normativa, que versa no
sobre un «ser» sino sobre un «deber ser». El socialismo para Merlino (como
para Bakunin, Landauer, Mühsam) es un problema eminentemente moral, y
la doctrina socialista no puede ser teoría descriptiva (como pretende Marx)
sino que es eminentemente teoría normativa, prescriptiva. Cuando posteriormente Merlino se ocupa específicamente de ética, asume sin duda un planteamiento relativista. «Es necesario abandonar —escribe— la idea de que el
hombre obedezca a una ley suprema de la que surgen, del mismo modo para
todos, normas fijas e inmutables de conducta, que serían las virtudes, y, negativamente, los vicios. La normas de conducta vienen formándose por vía de
la experiencia y de adaptaciones concretas: inciertas y contradictorias en un
principio, lentamente se van consolidando y amalgamando. En consecuencia,
la moral es relativa»51. La posición noncognitivista y el rechazo del iusnaturalismo se expresan posteriormente muy firmemente en la obra póstuma de
47 Al respecto, cfr. E. Pattaro, Presuposti metafisici e metaetici di un'etica della responsabilità, im «Rivista di Filosofia», 1983, p. 121.
48 Véase, E. Malatesta, Pietro Kropotkin. Ricordi e critiche di un vecchio amico, ahora en
E. Malatesta, Scritti, vol. 3, «Pensiero e volontà» e ultimi scritti, Il Risveglio, Ginevra 1936, pp.
368 y ss. Igualmente sumamente crítico hacia el naturalismo armonizador de Kropotkin es Camilo Berneri. De éste cfr. p. e. Per un programma d'azione comunalista, en C. Berneri, Pietrogrado 1917 Barcellona 1937. Scritti scelti, a cargo de P. C. Masini y A. Sarti, Sugar, Milano 1964,
p. 68.
49 Sobre el voluntarismo de Malatesta contrapuesto al evolucionismo de Kropotkin, cfr. D.
Th. Wieck, The Negativity of Anarchism, en «Interrogations», Decembre 1975, nº 5, pp. 41-42.
50 Al respecto, véase G. Sorel, Préface, en S. Merlino, Formes et essence du socialisme,
cit., p. XXXVII. Cfr. también, M. R. Manieri, La fondazione etica del socialismo. F. S. Merlino,
Dedalo, Bari 1983, pp. 16 y ss.
51 S. Merlino, Frammenti di Etica, I, Idea generale e definizione della morale, en «Rivista
critica del socialismo», 1899, pp. 54-55. Sobre la importancia del «principio de relatividad» en
el pensamiento de Merlino, véase también, F. S. Marlino, Il principio di relatività nella sociologia, en «Sociologia del diritto», 1987, 1, pp. 141 y ss.
206
Massimo La Torre
Merlino, II problema economico e politico del socialismo: «Un criterio o una
norma o ley o principio que tenga la inexorabilidad del hecho y derive de la
denominada naturaleza de las cosas, y no de la voluntad y experiencia de los
hombres, no existe y es inútil buscarlo»52.
En la economía de mi discurso, a pesar de todo, las consideraciones de
carácter histórico no son urgentes. Pienso que anarquismo e iusnaturalismo
son teóricamente incompatibles, prescindiendo por consiguiente de eventuales manifestaciones históricas en que se hayan presentado unidos. Mis conclusiones son por lo tanto las siguientes: (i) una «débil» (pero «fuertemente»
demostrable), (ii) otra «fuerte» (pero puede que «débilmente» demostrada y
necesitada de ulteriores argumentos a su favor). (i) El planteamiento teórico
iusnaturalista (y cognitivista) no es típico de las concepciones anarquistas en
su conjunto, es decir común a todas ellas. (ii) El planteamiento iusnaturalista
es inconciliable con un anarquismo que quiera ser coherente con el propio
postulado fundamental: la libertad (como autonomía) del individuo. Iusnaturalismo y cognitivismo en realidad sustraen a la libertad (a la autonomía) de
los individuos un ámbito muy relevante de su experiencia existencial, el de
los valores y el de los criterios directivos de la acción es decir de las decisiones sobre las cuales deben existir las reglas de vida del sujeto. Para el anarquismo al contrario «no existen normas y valores, no existen sistemas de
normas y valores que no se basen en un último análisis sobre una elección no
vinculada a normas y valores preexistentes»53.
52 S. Merlino, Il problema economico e politico del socialismo, a cargo de A. Venturini,
Longanesi, Milano 1948, p. 28.
53 U. Scarpelli, Cos'è il positivismo giuridico, Comunità, Milano 1965, p. 147. Aquí Scarpelli no se refiere sin embargo al anarquismo, si bien enuncia su posición metaética noncognitivista.
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