D O S S I E R Homenaje a Gabriel García Márquez (1927-2014) A un año de la muerte de Gabriel García Márquez, el escritor y la persona que supo potenciar los valores culturales del Caribe colombiano, menospreciados y discriminados por los dómines del centralismo andino, y situarlos en un plano de aceptación y aprecio tanto en su tierra como fuera de ella, el Observatorio del Caribe Colombiano le rinde un homenaje a través de los testimonios y reflexiones de escritores tanto del Caribe colombiano como del Gran Caribe. Pedro Antonio Valdés, el narrador dominicano con mayor reconocimiento internacional en la actualidad, nos ofrece un cálido testimonio de la manera como se dio su aproximación a la obra de nuestro Nobel así como de los efectos luminosos y estimulantes de esa lectura en el proyecto creativo que ha estado desarrollando con creatividad y eficacia. Nuestro recordado Jorge García Usta, de cuyo fallecimiento se cumplen diez años en este 2015, abordó hace unos años un tópico poco estudiado por los críticos de la obra garciamarquiana: sus relaciones con el mundo árabe del Caribe colombiano. Con base en el conocimiento de la historia real de la inmigración árabe en Colombia y América Latina, atento a la función y las consecuencias vitales de los inmigrantes sirios, libaneses y palestinos en la creación del mundo americano contemporáneo, García Usta examina su representación en la obra garciamar- 100 AGUAITA V E I N T I S É I S / D I C I E M B R E 2 0 1 4 quiana, para revelarnos no sólo la acertada recreación literaria, sino asimismo la diversidad, las libertades y la riqueza de la visión de García Márquez sobre el tema. Valga también la reedición de este ensayo como un homenaje al irremplazable Jorge. Ariel Castillo Mier se aproxima a la presencia de Macondo, las etapas de su historia, las relaciones con la geografía y la historia regional del Caribe colombiano y su significación en la obra de García Márquez. El poeta e historiador Álvaro Miranda examina el ambiente cultural de Aracataca por los años 30, fuertemente marcado por la impronta católica, cuando existían 6 periódicos, en uno de los cuales publicaba el padre de García Márquez. Miranda relata varias anécdotas que pudieron integrar la obra garciamarquiana así como personajes y situaciones que, de seguro, estimularon la invención de Macondo. Por su parte el investigador Nicolás Pernett aborda la llegada, la presencia y la partida de la compañía bananera United Fruit Company para ilustrar la manera particular con la cual García Márquez representa este episodio nacional, así como las críticas que le formula. Confiamos en que estos textos contribuyan a una intelección mucho más profunda de la calidad artística de la obra de García Márquez, así como de su aguda y reveladora mirada sobre la realidad regional del Caribe colombiano. Bernard Diederich Gabriel García Márquez de perfil de visita en Santo Domingo AGUAITA V E I N T I S É I S / D I C I E M B R E 2014 101 D O S S I E R Mis años de Cien años de soledad Pedro Antonio Valdez La novela Cien Años de Soledad entró a mi vida temprano. Era un lector casi virgen (bueno, físicamente virgen), con apenas un puñado de libros leídos que no pasaban de una docena. Si sacamos de ese paquete los Quince minutos en compañía de Jesús Sacramentado, que mi madre me hacía leerle algunas noches al pie de mi cama, mi lista de libros leídos eran Ludwig Feuerbach o el final de la filosofía clásica alemana y los cuentos de Bosch. Cien años de soledad lo leería más adelante. Fue curiosa la manera en que las lecturas de Gabriel García Márquez llegaron a mi vida. Resulta que un camarada del Partido coleccionaba todas sus obras. Tendría yo a la sazón unos quince años y como correspondía a un muchacho de esa edad, me identificaba con las prácticas comunistas. Creo que me tocó pertenecer a la última generación que llegó a creer que la revolución era inminente y se encontraba a la vuelta de la esquina. Como García Márquez, nombre que en ese entonces producía un mayor estremecimiento que el que provoca en estos días, como García Márquez se identificaba con los revolucionarios, pertenecía al canon de los libros que podía uno leer. Mi entrada al mundo garciamarquiano no fue estrictamente impulsada por todo lo arriba expuesto, sino por una película que agradó a mi papá cuando yo era un niño. Un canal de televisión local transmitió La mala hora. Fue a partir de aquella experiencia que conocí el nombre de Gabriel García Márquez. Recuerdo un par de tiros de 102 AGUAITA V E I N T I S É I S / D I C I E M B R E 2 0 1 4 aquella película. El primero cuando el carcelero se le acerca a un tipo y le dice “¡Te jodiste, Pepe!”. Ahí descubrí que fuera del barrio se podían decir malapalabras, incluso en la televisión. El segundo tiro es la imagen de un joven con patines y los lentes rotos, asesinado a tiros en medio de la calle. De manera que cuando el camarada Rafael me dijo, orgulloso, que tenía todos los libros de García Márquez, y que me los podía prestar para contribuir con mi formación intelectual, de inmediato le pedí La mala hora. La devoré en el patio de mi casa. Por fin daba con un libro que no hablaba de plusvalía ni de áridas categorías filosóficas. Por primera vez entré al mundo mágico del libro. Me habían prestado ese ejemplar con la condición de que debía devolverlo en un mes. Lo devolví en una semana. Y luego vinieron Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada… Por aquel tiempo, descubrí, gracias a un estudiante de medicina que vivía en la otra calle, qué era la tortícolis, un nombre que me pareció gracioso, porque era una mezcla como entre tórtola y tortuga, y que especialmente le daba a los lectores que mantenían el cuello en la misma posición durante mucho tiempo. Venía libro tras otro… hasta que un día, gravemente, mi amigo me dijo que ya era tiempo de que leyera Cien años de soledad. Me habló maravillas del libro. Honestamente sus palabras no me parecieron motivadoras. Bernard Diederich - Gabriel García Márquez, de visita en Santo Domingo, leyendo Ya el simple hecho de saber que era un libro de García Márquez me era suficiente para adivinar la maravilla. Tan pronto me introduje en el libro me fui dando cuenta de que, en efecto, la motivación de mi amigo había sido redundante, y mi adivinación también. Cien años de soledad era una novela que sacaba la pelota de aire por la pared de los cuatrocientos cincuenta. Fue una lectura afiebrada. Maldecía la hora de comer, la hora de dormir, la hora de cumplir con cualquier ocupación que me alejara de aquel libro endemoniado. Nunca temí que se terminara. Porque es una novela que nunca se termina. O sea, no es como esas en las que uno sigue un argumento que se va consumiendo hasta desaparecer en un clímax. Esta novela se cuenta y se termina en cada historia, en cada personaje que desarrolla su vida y de pronto desaparece, sea huyendo en la selva, sea fusilado en un pelotón de fusilamiento, sea elevado por una sábana que flota en la brisa. Cuando he tenido que explicar de qué se trata Cien años de soledad, he dicho que se trata de la historia de una familia. Una familia como todas, en las que cada miem- bro es diferente del otro del que es parte. De las tantas historias que componen el libro, hay algunas que me vienen siempre a la mente. Recuerdo al personaje que estudiaba alquimia y al que se la pasaba fundiendo monedas de oro para hacer pescaditos de oro, los cuales vendía por monedas que de inmediato fundía para hacer más pescaditos de oro. En esa imagen comprendí que el dinero sirve para algo más que comprar cosas que se detienen en nosotros. Recuerdo la imagen del Buendía que, tras su esposa Fernanda gritarle por cuarenta días y cuarenta noches que saliera a buscar comida, se paró tranquilamente de su mecedora y procedió disciplinadamente a romper cuanta cosa rompible había en la casa. Él, que siempre se había mantenido callado durante la alharaca de su mujer, rompió todo, y entonces, sin decir nada, salió de la casa y regresó con un saco lleno de víveres. Ahí vi a tantos gobernantes, jefes y maridos a los que hay que protestar con fuerza para que, tras rompernos la madre, hagan lo que tienen que hacer. Ese libro se me quedó en la vida. Lo he leído tres veces. Nunca he podido leerles las páginas entre las 340 y AGUAITA V E I N T I S É I S / D I C I E M B R E 2014 103 345. Resulta que las primeras ediciones que leí eran pirateadas y en esas faltaban esas hojas. Desde entonces nunca he querido leer el contenido de esas páginas. Incluso, cuando leía la novela por tercera vez, en un ejemplar que paga los derechos de autor, me volví a saltar el contenido de esas páginas, como un extraño homenaje a la primera edición que me introdujo a la maravilla. Siempre sentí una profunda gratitud por el escritor de esas bellas narraciones. Lo imaginaba generoso, de buen humor, pleno de vida. Lo figuraba un hombre bueno. Luego, al empezar a escribir, me di cuenta de que influía a los escritores de aquellos tiempos. Y me di cuenta por mí mismo, que en mis inicios fui incapaz de escribir una página narrativa sin que me saliera el perfume garciamarquiano. Un día me tocó saludar al escritor de Cien años de soledad. Sucede que a mediados de la década de 1990 iría yo a La Habana a un coloquio teatral. En el aeropuerto Las Américas me dijo Noé Zayas: ”Mira, Pedro, ese es García Márquez”, señalando a un señor que se encontraba como a veinte metros de nosotros. Yo me volteé incrédulo y le dije que eso era un disparate. Pero mirando bien me di cuenta que si era él. “Ve, dale tu libro”, me dijo Noé. 104 AGUAITA V E I N T I S É I S / D I C I E M B R E 2 0 1 4 García Márquez iba acompañado del Bacho y de Carlos Márquez. Me acerqué. Imaginan bien que tembloroso. “Señor Márquez”, le saludé. “Yo soy un escritor dominicano que le admira mucho, y quisiera regalarle mi libro”. Él me dio la mano y recibió el libro. Se trataba de Papeles de Astarot. Leyó la portada y lo hojeó. “Pero dedíquemelo”, me dijo. Y yo todavía en el aire me puse a buscar un lapicero en la mochila. Uno de sus acompañantes me acortó la búsqueda al prestarme uno. Cuando le volví a pasar el libro, se detuvo a leer la dedicatoria. “Gracias”, me dijo con una sonrisa. “Lo voy a leer”. Entonces pisando sobre las nubes, retomé mi lugar. Nunca creí que tuviera tiempo ni reales deseos de sentarse a leer el libro de un carajo desconocido. Pero me sorprendió su humildad, nada aparatosa; le agradecí siempre que le dirigiera la palabra, aunque fuera por unos segundos, a un muchacho que había crecido con sus palabras. Siempre tengo pendiente volver a leer Cien años de soledad. Es un libro que leeré toda la vida. Es el mejor libro de autoayuda que pueda una persona leer. La novela ha cumplido casi cinco décadas. Cuando cumpla mis cincuenta de haberla leído, mis cincuenta años de Cien años de soledad, los celebraré por lo grande. Como debe ser.