Ecos de Chalate Edwin Urbina Ecos de Chalate …el ayer de un pueblo Derechos Reservados © 2013 Primera edición, año 2013 Los Angeles, California, U.S.A. ISBN: 798-1-62890-360-7 Edwin Urbina Dedicación: A mis dos hijas, a don Beto Urbina, quien tuvo que partir a explorar otro universo cuando aún era muy joven; a mi mamá Gude, que aún sigue respirando aire fresco, a todos mis abuelos que ya gozan de la libertad absoluta en otro espacio y otro tiempo, mis hermanos y mi hermana que tuvo que partir fortuitamente, tíos, profesores y todos los amigos y demás familiares del caserío Los Urbina, Las Limas, El Palo Verde, Hacienda Vieja, San José Las Flores y demás lugares, que aún sin saber fueron parte importante para que fluyeran los recuerdos y la imaginación para plasmarlos en este trabajo de escritura sobre nuestros lugares y nuestros tiempos en ellos. Para el lector: Al escribir Ecos de Chalate, he buscado usar el lenguaje nato del campesino de la región específica donde se desarrolla la obra. Para ello utilicé en la medida de lo posible, el vocabulario en la forma que la gente lo hablaba en la región, en la cual yo crecí en el período aproximado de mediados de los sesenta a comienzos de los ochenta. Usted encontrará muchas palabras unidas con apostrofe, con la intensión de reflejar como la gente pronunciaba varias palabras y frases. Por ejemplo: par’ir en vez de para ir, l’escuela en vez de la escuela, y muchas más. También encontrará palabras mal escritas, tales como: mais en vez de maíz, vuir en vez de voy a ir, vuacer en vez de voy a hacer, mialegro en vez de me alegro, y muchas más. Además, entrará en contacto con tildes en palabras donde no corresponden en el lenguaje académico al que estamos acostumbrados. Por ejemplo, palabras como: agarráte en vez de agárrate, fijáte en vez de fíjate. También la acentuación en muchas conversaciones no es la típica, y espero que pueda identificarla cuando lea las frases completas. En el lenguaje español el uso del apostrofe no es muy común, y se utiliza en muy pocas circumstancias. Yo me tomé la libertad de usarlo más allá del uso típico para poder plasmar por escrito el lenguaje conversacional utilizado en este trabajo. Gracias, Edwin Urbina E-mail: [email protected] Ecos de Chalate Más allá de la vereda que conduce a la peña prieta y del rugir de la quebrada del Jinicuil, apartando cuidadosamente los chiriviscos secos y pisando con mucha precaución las hojas secas del chaparral, el joven campesino se sitúa sigilosamente detrás del verde almendro. Con la respiración contenida y su fusil en mano, observa la paloma ala blanca que posa distraída en una rama del palo de chaparro, picoteando con malicia de hembra pichona las dulces semillas que éste le ofrece en los primeros días de marzo. En silencio casi absoluto, Beto se ubica en posición de tiro. Pone lentamente el cañón de su fusil Winchester calibre veintidós en una rama seca, cierra su ojo izquierdo, afina la puntería… y jala el gatillo lentamente. 1 El estruendo de la pólvora hace eco en las faldas del cerrito pedregoso del copinol, y otras aves salen volando en desparpajo, asustadas por el sonido. Beto no perdió de vista su objetivo, y al darse cuenta de que le había dado al blanco, con un silbido campirano llamó a Padilla, quien se había quedado quieto a la orilla del sendero junto al jagüey. El perro cazador corrió a recoger la paloma moribunda que aleteaba entre el zacate y las hojas secas, como reclamándole a la naturaleza por el encuentro fatal. Era la tercera paloma silvestre que había matado en su expedición de cacería, y con esa sería suficiente para hacer una buena sopa con arroz y chipilín para el almuerzo, para él y su esposa. Beto solamente había gastado cuatro tiros para matar tres palomas, y eso le daba satisfacción, pues había tenido buena puntería y podría regresar otro día con el resto de las balas que aún le quedaban en su bolso de municiones. Después de echar la paloma cuidadosamente en su cebadera de pita, el cazador emprendió de nuevo el camino a paso lento. Iba silbando de satisfacción por el sendero de la liberata que le conducía de regreso a Piedras Calientes, ubicado a un par de kilómetros de distancia. Ese camino era el que conducía a las mayores fuentes de abastecimiento alimenticio para la gente del caserío. Por esa ruta nos íbamos a pescar a la parte más lejana de la quebrada El Jinicuil y a la presa hidroeléctrica Cinco de Noviembre. El camino también conduce a los cerros y matorrales más remotos de la cordillera de los cóbanos colorados, que ofrecía su guarida a la población animal que nosotros cazábamos esporádicamente en tiempos de escasez alimenticia. La joven esposa de Beto ya tenía la fogata encendida en la cocina de su recién construida casa de adobe. El agua hervía lentamente en la olla de barro que le había comprado a la 2 Celia Alas, quien vivía en las casitas de El Garrobo, ubicadas en el camino entre el caserío El Palo Verde y Piedras Calientes. Las verduras y las hojas de albahaca y acapate ya estaban comenzando a expeler sus aromas desde la cocina de la humilde casa. Padilla, el perro aguacatero y compañero inseparable de Beto, que les había regalado Toño Murriña desde recién nacido, acostumbraba adelantarse de su amo cuando percibía que la ruta era para regresar a casa. El perro desde muy chico aprendió esa costumbre y siempre salía corriendo cuando Beto ya iba por el talpetate del aceituno macho, cerca de las casas de la familia Los Chocoyos, como a quince minutos de recorrido. —Hoy no me costó mucho matar estas palomitas —le dice Beto a su esposa—. Allí nomasito hasta la liberata llegué pa’matar las tres nimalitas. Habillan muchas palomitas en los palos a l’orilla del camino, pero como no todas se descuidan, tuve que caminar hasta pasadito la casa del compadre Santos. Allí en el chaparralito después del jagüey de los palos de almendro macho, maté la última paloma cuando ya venilla de regreso. La jodida estaba en la mera punta del chaparrito que está en el cerco de Los Vides. Tuve qu’irme bien despacito en el hojerillo de chaparro pa’cercármele. A Padilla lo dejé quietesito cerca del jagüey, y desde’l almendro macho que tiene el gran talchinol, le tiré a la babosita. La bala le cayó en el mero pecho, pero como nuera esplosiva casi no la rompió mucho. —Eso tantié yo, porque bien si’oyó el tirito del veintidós desdi’aquí, y me figuré que ya venillas de regreso, porque los otros tres tiros si’oyeron más lejitos, como por el cerrito del Tepezcuintle de la liberata. Por’eso me pusia’prender el juego y a prepararme con los tarantines pa’cer la sopa, porque pensé qu’ibas a venir temprano con las palomitas y qu’ibas a trer mucha’mbre también. 3 —Esa sopita de palomitas con arroz y acapate nos va quer bien, porqui’hoy no tenilla nada de ganas de comer puros frijoles sancochados con tortillas. —Fijáte vos quia’mí me da lástima que maten las palomitas. Tan bonitas que se miran en los palos cuando están cantando. Tienen el piquito bien hechito y las plumitas son bien suavecitas. Desde lejos no se les ve, pero cuando las estoy pelando, me fijo que tienen plumitas de varios colores bien bonitos en la nuca y cerquita de los ojos. Las patitas son bien finitas y rosaditas, y toduel nimalito es bien bonito. —A mí tampoco me gusta matar las palomitas, pero la comida está escasa y en vez de matar las gallinitas de nojotros, es mejor matar unas pocas palomitas errantes, que ni sabemos dionde vienen. Hay un montón de nimalitas por todos lados y nojotros solo matamos unas poquitas pa’comer. La sopita de paloma ala blanca dice Toño Zarco que tiene muchas vitaminas, y le va quer buena pa’quel niño nazca fuerte y alentadito. Voy’ir a matar palomas unas tres veces a la semana pa’que se vaya alistando pal parto y esté bien vitaminada. —Fijáte Beto que la ñora Gustina, la Genara Urbina, la Chela de Tomasito y don Toño Zarco dicen que vua tener varón, porque dicen que tengo la panza bien puyudita y porque se m’inchan las patas. —Para mí es mejor que seya varón, pero si es niña también la quiero igualito. Pasado mañana vuir a Los Amates a encargarle cinco libras de queso seco a don Zenón Serrano y también voy a pasar por Cinda Vieja a comprar unas cuatro libras de cacao donde la ñora Licha, y di’una vez vua pasar por el pueblo a comprar otras herraduras donde tillo Rogelio Henríquez y una jarrilla nueva en la tiendita de don Carlos Vides, pa’que y’estemos listos pa’lo del parto —dijo Beto—. Mañana le vua poner las herraduras a Manito pa’que no sufra mucho en la caminada por esos caminos pedregosos de los 4 guatales par’esos cantones. Diuna vez también me vua llevar un medio de frijoles de seda pa’ver si me lo compran en Los Amates. Ellos siempre me preguntan por frijoles rojos cuando vamos a pescar a La Chorrera del Guayabo. —Yo ya le dije a la niña Irene Menjivar de Las Limas quiun dilla destos me va tocar lo del parto, pa’que esté lista pa’venir rapidito ayudarme. La viejita me dijo que le jueramos avisar a la carrerita, y qu’ella venilla a cualquier hora, aunque juera en la media noche, si la íbamos a trer con una buena lámpara. —Yo creo que vamos a tener el niño a finales di‘abril, o talvez a mediados de mayo, cuando y’esté lloviendo. Eso d’ir a trer la niña Irene a Las Limas es facilito. Yo rapidito subo la cuesta del amatillo y diallí me pongo en su casa como en cinco minutos, aunque seya a media noche o en cualquier otra hora. Yo no tengo miedo diandar por esos caminos en la noche o en el dilla. Yo ni siquiera me trompiezo en tanta peña porque me puedo cada trecho del valle cabalito. En Piedras Calientes y en todos los cantones de San José Las Flores, ya se hacían preparativos para las fiestas patronales del pueblo, el dieciocho y el diecinueve de marzo. Las festividades en honor a San José era el acontecimiento más importante del año y era el motivo principal para muchas actividades en todos los seis cantones, los nueve caseríos y las casitas dispersas en todo el territorio del municipio. Las costumbres heredadas de los españoles que poblaron nuestras tierras a partir del siglo dieciocho, y de quienes muchos somos descendientes, siempre han sido una parte importante de la vida cotidiana de todos los habitantes de la región chalateca. El sexto día de mayo, a las cinco de la tarde surge una nueva vida en Piedras Calientes. El llanto agudo de la criatura que sale de la casa próxima al plancito anuncia la presencia de un nuevo habitante en el caserío. La noticia se difunde con 5 rapidez, y las primeras visitas llegan a conocer el primer hijo de la pareja en la casita número quince del creciente caserío. Vino al mundo entre el humo de cigarros chuña y la evidencia de la falta de instrumentos quirúrgicos para sacarlo del vientre civilizadamente, como para avisarle sobre las inclemencias que tendría que enfrentar desde sus primeros días. Como un acto milagroso y un capricho de la naturaleza, surge de entre las entrañas de la madre, recibiéndolo la tierra prometedora de sueños irrealizables, de la realidad miserable y de muchas ilusiones inconquistables. Melancólicas canciones rancheras, conmovedoras de borrachos enardecidos por el chaparro dominguero y conflictos políticos y sociales aún no bien definidos, reciben a la criatura que recién ha nacido. El invierno comienza a empapar con sus gotas estrepitosas los más remotos parajes de la meseta baja de Piedras Calientes. Tres caminos barrialosos, dos chorros de agua públicos y los sueños de que un día pasen carros levantando polvo por el plancito, son parte del panorama físico y emocional del caserío y de sus habitantes. El cerro del Garrobo, cual jornalero decrépito agotado por las tareas de sol a sol, nos vigila silencioso todos los días. Su figura misteriosa adornada con árbo­les de jiote, zacate jaraguá, hierbas mata cuma, cuevas de murciélagos, barbasco y rocas negras; ha observado desde el occidente todos los acontecimientos que se han dado en los cantones a su alrededor. El cerro ha presenciado diariamente desde todos sus ángulos las alegrías y las tristezas de los descendientes de los pipiles y los españoles. Las grandes rocas que atormentan su piel ancestral han presenciado por miles de años las retiradas del astro mayor y han callado por siempre los secretos que los amantes llegaron a contarle a la luna en sus mejores noches de esplendor. 6 Las laderas y pequeñas planicies que rodean Piedras Calientes ya han sido preparadas para recibir la bendición invernal. Las candelas bendecidas por el párroco de la iglesia del pueblo ya han sido encendidas frente a la imagen de San José, para pedirle que interceda ante Dios por suficientes lluvias y para que las tormentas no caigan con tanta violencia amenazando sus hogares. Los pájaros, las ranas y los muchos insectos cantores de Piedras Calientes ya han organizado su orquesta vespertina para recibir el invierno con alegría. La diversidad de sonidos y tonalidades silvestres son transportados por los vientos a lo largo del caserío, como prediccio­nes divinas que traen las buenas nuevas para la región. En el cantón Las Limas, don Emilio Henríquez ya ha encendido su fragua. Sus setenta y cinco años aún no doblegan su espíritu de lucha. Sus fuertes y productivas manos dan vuelta de forma armoniosa a la manivela de la fragua que sopla las brasas; creando vivas llamas rojas y destruct­oras. El hierro cambiará su estado inerte con la furia del fuego para darle la oportunidad al artesano de usar su creativa imaginación. El hierro ardiente violado en su integridad física, parirá las cumas, los güisutes, las güiras y otras herramientas que forjarán la esperanza de una producción abundante. Las fuertes y encalladas manos de ñor Emilio hacen honor al trabajo y a la lucha por la subsistencia en la campiña chalateca. Curvas, filosas y duraderas como la fe y el hambre, han sido elaboradas las rudimentarias herramientas que transformarán las rocosas tierras que rodean los cantones de la región. Los animales domésticos son recogidos en sus corrales tan pronto cae la primera tormenta para darle a las cosechas espacio para su inspiración. La ansiedad y la espera de los primeros hijos verdes que parirá la madre tierra son los temas de discusión en todas las reuniones alrededor del plancito, junto a la pila y en el patio de la casa de Beto Urbina. 7 Líneas de peones que asemejan tandas de pericos de los que vuelan diariamente sobre Piedras Calientes se divisan en todas las milpas de la región. El incesante cumaseo asesino de las hierbas malas es acompañado por los incle­mentes rayos del sol que sabotea las gotas de sudor salado de la peonada. Dentro de pocos días nacerá el surco verde; se cuidará con mucho amor y devoción por varios días, y de allí crecerá la reserva de vida para el próximo año. Las tortillas calientes, como hostias divinas que traen vida desde Dios, serán la alegría y la recompensa diaria para todos. A las diez de la mañana, las laboriosas mujeres de Piedras Calientes ya han gastado un par de horas en las cocinas de gruesos adobes del caserío preparando el almuerzo para la peonada. Luego recorrerán los caminos en diferentes direcciones para llevar a los hombres de la casa el nutriente almuerzo que les dará la energía necesaria para continuar labrando la tierra por el resto del día. El campesino trabaja duro todos los días. Desyerbar la milpa es una labor muy dura y consumidora de energía física. El hambre comienza a ser mala acompañante después de pocas horas de intensa labor matutina. Tan pronto llega el canasto con los milagros alimentarios, los peones buscan las mejores sombras de los árboles más cercanos. En pocos minutos, las redondas figuras de masa de maíz, los frijoles fritos, el arroz aguado y los huevos duros de gallina india son devora­dos por los agotados guardianes del crecimiento de las plantas de la vida. El sol es inclemente y quema con despiadada furia la espalda del peón. El tecomate de agua fresca se ha vaciado rápi­damente una vez más y nuevamente, el más joven de la peonada se apresura hacia el pocito próximo al ja­güey para llenar la estilizada obra de la naturaleza con más agua fresca. Como si fueran fantasmas verdes derrotados, las hierbas yacen moribundas en toda la cañada. El maíz aparece erguido como emperador victorioso entre los verdes cadáveres recién eliminados por no poseer la virtud de producir alimentación para los que les quitan la vida. 8 El sol se retira lentamente sobre las puntas de los verdes cerros, anunciando a los pájaros que el atardecer ha llegado. Ellos recibirán con sus alegres trinos un atardecer más de existencia campesina. Los caminos angostos y húmedos vuelven a ser recorridos por los hombres que han cumplido con la tarea del día. La tarde comienza a cubrir con su manto oscuro las casas de adobe y las sombras de los árboles van desapareciendo lentamente. El ritual de la cena en cada casa de Piedras Calientes expele el olor a frijoles fritos con manteca de tunco; y el aroma de café mez­clado con maíz blanco se dispersa por los cuatro vientos. Cuando la tarde aún era joven, las cipotas llegaban a lavar el maíz en la pila del plancito, la cual estaba protegida por la sombra del árbol de carao y la del conacaste pichón que había nacido entre el cerco de piña y piedra de la casa de la Chela Urbina. Más tarde, cual orquesta de cantores a unísono, las palmas de las mujeres del caserío elaboraban las tortillas de maíz con gran entrega y devoción. En la casa de Pancho, en un costado del plancito, él se mecía a los cuatro vientos en su desvencijada hamaca de pita de maguey. Su paz y su serenidad parecían estar espantando el can­sancio acumulado durante el duro día de trabajo. La noche con su oscura e imperante personalidad se burlaba del sol, quien había calentado sin compasión durante el día; y él también huía lentamente hacia el occidente, detrás del cerro El Garrobo; como negándose a cumplir con su obligación natural. —Humberto vení a comer ya —grita la doña Gude desde la cocina de gruesas paredes de adobe pintadas con hollín—. La comida y’esta lista, apurate vos pa’que no se t’enfrille tanto. Beto, que se encontraba descansando en la ha­maca de pita del corredor, escuchó con claridad la noticia. El hambre lo 9 empujó a acercarse rápidamente a la descolorida mesa de madera de aceituno que elaboró con sus propias manos antes de casarse. La única silla junto a la mesa es ocupada por don Beto. Alrededor de la mesa, dos bichitas y un bichito cheles, sentados en fila en la banca vieja, también de aceituno; esperan por su comida. Doña Gude termina de servir la cena, y por último se acomoda en un extremo de la banca para controlar el grupo de niños. Cinco platos llenos de frijoles sancochados, arroz frito, huevo frito con tomate y un rimero de tortillas calientes están siendo devorados por la hambrienta familia. —¡Qué rico vamos a comer hoy con frijoles fritos! —comento con emoción de niño pobre campesino. Mis raíces se arraigaron con olor a tierra barrialosa empapada con lluvia exuberante y con sabor a frutas tropicales. Mis pasos surgieron al ritmo del rugir de la quebrada del Jinicuil y el trinar de cenzontles y ruiseñores. Mis huesos se forjaron con el paso de años sudorosos persiguiendo pájaros bobos y las constantes luchas matuti­nas contra el despertar tempranero; derrotando hierbas malas, recorriendo universos imaginarios y forjando sueños con alcances milenarios. Yo nací para desafiar mi propio destino, para conquistar mis miedos a lo desconocido y para volar cada día un poco más allá del caserío. Soy hijo de la tierra bendecida que va dejando huellas en la tierra chalateca; forjando la memoria de su pueblo con palabras y acciones, y con principios y revoluciones. En el camino hacia el pueblo, mi padre, don Beto Ur­bina Guardado, descendiente de la séptima generación de don Tiburcio Urbina; campesino origina­rio de la zona norte de España y traído a radicarse en el nuevo mundo para producir materia prima de añil para el imperio español; iba luchando consigo mismo, buscando el nombre ideal para su recién nacido cipotillo, que sería la octava generación de Los Urbina. Él era un hombre sencillo y práctico, y no buscaba muy lejos 10 para resolver situaciones comunes de la vida. En el recorrido entre Piedras Calientes y nuestro pueblo, San José Las Flores, tuvo suficiente tiempo para discutir consigo mismo y elegir el nombre para su primer retoño. —José le vua poner al bichito. Pa’que puyas me vua quebrar tanto la ñoca buscando otro nombre —dijo para sí mismo Beto. En la década de los setenta, San José Las Flores era un pueblo muy pequeño y sencillo. Básicamente estaba compuesto de cuatro trechos de calles empedradas que convergían en el centro del poblado. La vida comercial, legal y celebratoria del pueblo tomaba lugar en la plaza central, donde se encontraban: la iglesia, la alcaldía, la oficina de telecomunicaciones, la escuela, las tienditas, la oficina de correo, la farmacia, una cancha de básquetbol, así como un árbol de amate y un chorro público de agua potable. La clínica de salud y el puesto de la guardia nacional estaban ubicados en la salida norte del pueblo, a la orilla de la carretera que continuaba hacia los pueblos de Nueva Trinidad y Arcatao, muy cerca de Honduras. Todos los pobladores de los seis cantones y los nueve caseríos que pertenecíamos a San José Las Flores acudíamos al pueblo a realizar compras, a oír misa, a la escuela, a vender animales al tianguis, a enterrar nuestros muertos y a realizar trámites legales en la alcaldía municipal y el juzgado. Los que tenían animales, especialmente vacas y caballos, en ocasiones también tenían que ir al poste a pagar una multa para poder sacar algún animal que estaba detenido porque lo habían encontrado comiéndose la milpa de alguien. El perjudicado tenía que capturar al animal y llevarlo a la alcaldía municipal. El alcalde contactaba al propietario para que éste respondiera por la ofensa que su animal había causado. Usualmente el dueño del animal ofensor tenía 11 que pagar por los daños ocasionados y también pagaba una multita adicional por la estadía y alimentación del animal en el corral de la alcaldía, al cual se le conocía como el poste. El centro del pueblo era el punto de convergencia de todos los visitantes de los cantones y del mismo pueblo. En la empedrada plaza central se daban los acontecimientos que tenían gran relevancia para los aproximadamente dos mil habitantes que pertenecían a San José Las Flores y sus cantones en la década de los setenta. Cuando don Beto Urbina fue al pueblo a asentar la partida de nacimiento de su hijo, fue bajo la sombra del amate de la plaza del pueblo que se encontró al viejito Filemón Guardado del cantón Hacienda Vieja, quien era amigo del abuelo Pedro y demás miembros de la familia Urbina del caserío Piedras Calientes. Don Filemón Guardado era un viejito a quien le gustaba hablar mucho, y además tenía el defecto de que le gustaba que lo escucharan. En ocasiones, la gente trataba de evadirlo cuando no tenían muchas ganas de hablar tanto con él. —¿Cómo estás Beto? Ya hacilla dillas que no te miraba vos. —Por aquí don File, bastante bien ¿Y usté que tal, cómo están nuestros amigos Guardado de Cinda Vieja? —Pues por aquí mirá vos Beto, más viejo; todo cansao y desrabadillado, pero contento de todavilla estar respirando aigre fresco. Yo anantes camino ya vos. Solo soy dolores y achaques por toduelesqueleto, pero ya ni les hago caso porque’s por el gran pijo di'años que vivido. También el esqueleto diuno se jode diandar liriando con los animales, reparando los cercos de peña y haciendo milpa en esas laderas fellas del valle. ¿Y cómo está el viejo Pedro? yace dillas que no lue mirado. La última vez que lo divisé fue en noviembre, 12 cuando andábamos en las cortas de café en Tierra Virgen. El jodido no jue nia la fiesta de Santa Lucilla del cantón el trece de diciembre, pa’que nos echáramos un par de capirulasos de chaparro preparado con piña y nances que yo tenilla. —Pues mire que mi papá está bien don File. Allí anda el viejito siempre trabajando en el guatal enfrente de Las Limas, viendo como prepara el terreno pa’la cosecha y cuidando los nimalitos. Hoy está contento con el nuevo nieto que yo le di, porque los otros, que son los hijos de la Tula, viven en Las Limas, y casi ni los mira. A dar las vueltas diasentar la partida de nacimiento es que vinial pueblo, porque mi’jo yaciuna semana y media que nació, y hasta mucho me'tardado en venir asentar la partida. —¡Así que ya tenés tu primer cipotillo vos! Esues tabueno mirá hombe. ¡Mia alegro por vos Beto! Los bichos le dan alegrilla a uno, más si son varones, porquiuno tiene esperanzas de que le ayuden en la milpa cuando y’estan grandecitos. —El bichito millo y’está bien vivito, y toda la familia está muy contenta. Yo y’estoy pensando de como voy'hacer el esfuerzo de ver si lo pongo a estudiar cuando esté más grande, porquiaquí en el monte la vida es muy dura. Yo no quisiera que mijo ande como nojotros en todos esos guatales barrancosos, rascando con la güira en los pedregales que ya niel maicillo quieren pegar. Mucho menos quiero que tenga qu’ir a las fincas a cortar café pa’ganarse unos centavitos. —Eso si está bueno mirá vos, quienquita que podás mandar la criatura a l’escuela, y talvez un dilla seya importante y tiayude mucho. ¿Y qué nombre le tantiás poner al indisuelo vos? —Pues a dar esas vueltas es que'venido al pueblo. Horita voy pa’ l’alcaldilla con el secretario pa’cer el trámite. 13 —¡…Otro José! Beto, no jodás vos también al pobre bichito hombe. Poneliotro nombre vos! No ves que yay muchos bichos que se llaman José en todos los cantones. Yo no sé porqué puercas todos le ponen José a los cipotes y Marilla a las cipotas, como si n’hubieran más nombres pa’ ponerles. Beto, tuijo tiene que tener un nombre cachimbón, que tenga algún sinnificado o una idella; así cuando ya están grandes, uno les puede esplicar porqué les puso ese nombre. Es cierto que nojotros los campesinos somos innorantes pero no somos tan tontos, como los estudiados piensan —dijo don Filemón—. También uno se’vita que le reclamen cuando seyan grandes. Yo metí los caites cuando les puse a los gemelos Ciriaco y Ciriaca. Mijo cuando era muchacho se encachinbaba conmigo porque no le gustaba el nombre que le clavé. El cipote no querilla decirle como se llamaba a las muchachas cuando le preguntaban cómo se llamaba, y también porque la plebada del cantón lo jodillan mucho. Vos ya sabés como joden los muchachos a los otros cuando se reúnen. Cada vez que tenillan la oportunidad los demás del cantón de joder a mijo, le decillan: “hay viene Caco, el hermanuela Caca.” Y como a mí de baboso no se mio ocurrió pa’nada de poner liotro nombre pa’que aunque seya usara el segundo, el pobre indisuelo no tenilla más remedio quiaguantar la chunganeta de los demás —finalizó don File. —¿Y quiotro nombre se liocurre que le ponga pues don File? —Pues mirá hombe vos Beto, eso de los nombres de niños es medio jodido, porqui’hay que ponerle coco al bolado...¿Y porqué puyas no le ponés José Ilusión al bichito pues? —No me joda don File… entonces el nombre queda igualito o hasta más pior. —Nombe Beto, ponele coco. José Ilusión es bien diferente del puro José. Ilusión le da vida y personalidá al nombre, además nues un nombre muy conocido. Vos bien decís que todos tenemos ilusiones de ser algo o alguien algún dilla. Como vos 14 querés que tu bichito no seya campesino así como nojotros, le quedarilla bien ese nombresito bien arrecho; ¿no cres vos? —Púchica don File, perues quihaber que dice la mamá y los demás de la casa. A mí me gusta d’esa forma quiusté dice, ya con la esplicacioncita que miadado. Le voy’acer caso a usté y le voy a poner José Ilusión al cipotillo, haber si no me critican mucho en el valle. Pero lo vuiracer horita antes que miarrepienta. Gracias por el consejo don File, hay lo miro otro dilla por aqui’en el pueblo, o talvez nos encontramos allí en los guatales por la poza del potrero. Vuir horita hacer el trámite a l’alcaldilla antes que seya más tarde —dijo Beto. Todos los días, después de la cena, el plancito de Piedras Calientes comenzaba a llenarse de vida. Cerca de la pila, los muchachos más abusados estaban esperando a las cipotas que iban a traer agua, para enamorarlas. En un extremo del plancito, por donde el sol aparecía con sus primeros rayos por las mañanas, un grupo de cipotas jugaban mica afanosamente. En el centro del plancito, un partido de fútbol entre cipotes provocaba gritos e instrucciones que se oían hasta la casa de Tomasito Cusuco; la última del caserío. El sitio para los mayores siempre estaba reservado en el patio de mi casa, en el extremo norte del plancito; donde las jugadas de naipe, los chismes, las radionovelas, las pasadas y los comentarios de acontecimientos alrededor del mundo eran parte de la diversión para adultos. Algunos hombres se entretenían escuchando la radionovela de “Chucho el Roto” y las narraciones de los partidos de fútbol nacional e internacional. En ocasiones se captaban estaciones de radio de Honduras, lo cual nos ofrecía una variedad adicional de entretenimiento radial. Don Beto Urbina, quien tenía mucha curiosidad por aprender y saber todo tipo de cosas, era aficionado a escuchar el 15 programa radial “Escuela para Todos,” que era transmitido en Costa Rica y retransmitido por una radio emisora salvadoreña. Este programa tenía el objetivo de educar sobre tecnología, ciencias y cualquier otro aspecto de la sociedad, explicando con terminología sencilla cosas que eran complicadas. Ellos tocaban temas desde el significado de los horóscopos hasta los programas espaciales de Estados Unidos de Norte América, remedios caseros, filosofía y más... Además de escuchar el programa radial de “Escuela para Todos,” don Beto siempre compraba el libro anual que ellos producían con el nombre de “Almanaque Escuela para Todos.” Ambos eran su fuente principal de educación informal después de haber terminado el tercer grado, y ya no haber continuado. Por las tardes, las mujeres de las casas vecinas quedaban ocupadas lavando los platos y limpiando la cocina. Después de terminar su faena, ellas llegaban a observar la alegría que envolvía a los miembros de su comunidad. Como espías, las mujeres se ubicaban en el patio de la casa de don Pedro Urbina, la cual estaba ubicada en el costado noroeste del plancito. Desde allí, ellas también formaban parte del lugar más alegre de Piedras Calientes todas las tardes. La noche va tiñendo con su manto ennegrecido la alegría del atardecer del caserío; de repente, como una sorpresa a la que ya estamos acostumbrados, comienza a tronar violentamente. —Y’está por llover —asegura el abuelo Pedro —. Las nubes oscuras ya vienen pasando por las faldas del cerro de La Pitajaya, y vienen moviéndose bien rápido pal valle. En pocos minutos, un fuerte aguacero comienza a invadir el cielo que cubre Piedras Calientes. En una repentina estampida todos corren hacia sus casas, huyéndole a la lluvia. El plancito queda desolado. Yo contemplo con tristeza desde la ventana 16 de mi cuarto de media agua la soledad repentina que trajo la lluvia insolente. Inquieto, desilusionado y con una gran sensación de abandono, subo mi mente en una nave ficticia para atravesar los límites de la imaginación. Mis cinco años no me permiten navegar muy lejos. Mis ideas aún pululan cerca de la realidad, sin llegar más allá de la vereda que termina en la colina de la meseta del terreno de don Pedro Marimba, después de la casa de Toño Zarco. Mis alas aún no han emplumado suficiente para emprender vuelo más allá del caserío. Con un poco de temor me sujeto a la cobija y trato de ignorar la gotera insistente que cae sobre mi tijera cada vez que la tormenta sacude su manto gris sobre Piedras Calientes. Inhóspitos matorrales, cuna de pájaros bobos, chojuis, chinchintoras y pijuyos totocones; cubran con sus sombras misteriosas mis más atrevidos sueños, y transporten con su silencio mis más inocentes ilusiones. Riachuelos hijos de inviernos copiosos, por favor conduzcan mi cayuco hacia los más recónditos parajes; y allá...con mi cuerpo envejecido, llenen mi alma de emociones; estremezcan mi corazón de pasiones, alaben a nuestros santos patrones; y al fin, después de oír todas nuestras plegarias, intercedan ante el supremo creador para que nos ayude a erradicar nuestras perennes preocupaciones. El domingo era el único día de descanso. El día propicio para ponerse la mejor mudada y los zapatos de cuero para visitar a la novia, para ir a la misa en el pueblo y para aprovechar el acceso al mundo moderno y comer charamuscas de todos sabores. Temprano, las planchas calentadas con brasas de tronco de palo de cacaguanance viejo, comienzan su tarea rutinaria para mejorar nuestra apariencia rudimentaria. —Esta camisa de seda que le compró Humberto a Chepito es 17 bien delicada y difícil pa’planchar —dice la niña Gude para sí misma—, pero nuimporta, con tal de que se mire bien galán mi bichito. —Anda’visarle a Hernán que y’estamos listos par’irnos pal pueblo —ordena don Beto a una de sus hijas, quien aunque quiere ir al pueblo no se atreve a pedirle que la lleve. —Dice que ya va venir —grita José Ilusión, mientras apunta con su hondilla de hule amarillo a un mango que está en la punta de la rama más baja del árbol de su tío Carlos—. Ya le juí avisar yo, y dijo que ya venilla. —¡Chepe, no te vayas a enchucar la ropa jodido! —grita doña Gude—. No ves que ya te cambiaste par’ir al pueblo más tarde. —Hijueputa piñal, te vua cortar y dar juego cuando menos acordés. Esta es la segunda vez que me caye un mango bonito en medio de las pencas —maldecía Chepe. Los retorcidos y pedregosos caminos que conducen al pueblo son testigos mudos del cansancio, de las aspiraciones y de los temores que persiguen a cada sombra en la soledad de la campiña chalateca. El municipio de San José Las Flores está allí, silencioso y tranquilo, cobijado por el cerro de La Bola y vigilado por el cerro de La Pinte y el cerro El Gallo. Sus casas de adobe añejadas por el paso inexorable del tiempo, la lluvia y el sol tropical, parecen estar escuchando los gritos de las alegrías y los lamentos de sus habitantes silenciosamente. Cual fantasma verde, testigo de buchinches y alegrías durante las fiestas patronales, el amate de la plaza del pueblo sigue mudo, callando las ofensas amorosas anunciadas en los parlantes de la chicagua y la voladora; las máquinas que año 18 con año llegan a matar la rutina del pequeño pueblo norteño cada mes de marzo. Oh marzo heroico, mes perfecto, mes esperado con alegría veranera, mes transportador de esperanzas tropicales. Mes conductor de milagros, realizador de alegrías y venerador de San José. Vos traés en tus días medianos regocijo a mis hermanos, vos conjugás mis acciones en la dimensión infinita de mis lamentos; vos ahogás con aguardiente la tristeza acumulada de mi gente. Vos comunicás con Dios a mis hermanos penitentes, quienes de forma inocente esperan perdón por sus pecados persistentes y también con devoción ferviente, nunca se olvidan de pedirte que les hagas milagros muy frecuente. Es la época de máxima alegría, sacrificio y devoción en el pueblo. Los olores de los tamales de pollo, el pan de trigo, las quesadillas y los marquesotes se dispersan por los cuatro puntos cardinales de Piedras Calientes; sofocando el olfato y emocionando los paladares adictos de los habitantes del caserío. Los hornos construidos de lodo han sido desempolvados por primera vez en el año para ponerlos a trabajar en el proyecto más importante de producción de pan: el de las fiestas patronales del pueblo. Los gallos pierden sus energías cantoras por la mañana gritando desde todos lados sus anuncios matutinos, que encuentran eco en las gallinas, las cuales se comienzan a 19 tirar de los palos y tapescos para ir a buscar su desayuno. Los chillidos de los marranos y el canto de las aves en la madrugada, asemejan almas afligidas que andan deambulando por la tenue oscuridad de una noche más que ya casi acaba. —¡Pobrecito el currito! ¿Porqué no vamos a comprar carne donde la ñora Marta Guardado, y hay matamos al marranito el otro año papá? —Chepito, hay engordamos otro chancho después, éste currito ya tiene bastante manteca, y ya no tenemos pisto ni maicillo pa’ seguirlo engordando. El cariño acumulado en varios meses por el marranito gordo era grande, pero no tan fuerte como para rogar a papá por mucho tiempo para que no lo matara. Solo la idea de comer tortillas tostadas con asiento, morongas fritas, carne seca asada por varios días y frijoles fritos con manteca por varios meses; era más fuerte que cualquier otro sentimiento hacia el animal. Los silenciosos y oscuros pedregales y la verde meseta cercana a Piedras Calientes observaban el crecimiento de José Ilusión. Los ya mal nutridos suelos de los alrededores del caserío siguen intentando sostener la existencia agrícola de los pobladores de la región. Los años parecen transitar lentos en el caserío. No se ven cambios significativos en la vida física y emocional de sus habitantes. Sin embargo, el tiempo pasa inexorable, envejeciendo a los más viejos y transformando a los que van creciendo; generando planes simples de subsistencia y pariendo sueños complejos que buscan forjar un futuro mejor, sin saber cómo, ni cuando llegará. —Gudelia, Chepito ya cumplió cinco años, y yo creo que y’es bueno que comienc’ir a l’escuela. Pero lo vamos a mandar al Palo Verde, porque’l pueblo está muy retirado. 20 —¿Pero vos no cres que está muy chiquito el niño? Acordate que tiene qu’ir hasta El Palo Verde él solito, y a mí me da miedo que vaya solo cuando hay tantos chuchos con rabia por todos esos caminos del valle. —Sí perues hombresito, y así como se va solo hasta los potreros de la liberata y hasta bien abajo en la quebrada tirándole piedras a los pájaros, ¿cómo no va tener valor d’ir al Palo Verde, qui’hay nomasito está? —¡Eso si’es verdá! Y talvez van a l’escuela los bichos de Hernán Urbina también. —¿Y horita dónde andará el Chepito? Ya’ce ratos que no miro a ese bandido. —De seguro quianda viendo las arriadas de trompos. A diandar con Rafel y Elio. Vos sabés que tus hermanos nunca lo dejan dondiandan ellos. Cuando venga le vamos a decir lo d’ir a l’escuela, pa’ver que dice—. Comues tan curioso el condenado, talvez le gusta l’escuela. Una vez más, la tarde va perdiendo su juventud invernal; y va cubriendo con su madurez vespertina las veintitres casitas que descansan armoniosas a lo largo y a lo ancho de Piedras Calientes y sus caminos. Las arriadas de trompos siempre terminaban con la llegada del anochecer, cuando la luna no encendía su lámpara benevolente en los caminos de Piedras Calientes. Chepe Ilusión regresa a la casa que le vio nacer en el costado oeste del plancito del caserío. El bichito lleva sus manos sucias, sus pantalones enlodados hasta la rodilla, soguillas de tierra alrededor del cuello y los pies descalzos llenos de lodo. Su aspecto es desastroso y 21 casi divertido. A doña Gude no le asombra ver a su hijo con tal facha. Después de un regaño, al cual ni siquiera pone atención, el niño se deja quitar la ropa para recibir unas cuantas guacaladas de agua tibia y una buena restregada con un paste con jabón de aceitunas sobre la piedra de lavar, enfrente de la cocina, junto a la mata de guineos majonchos. —La próxima vez te vua dar duro vas a ver jodido, mirá que chuco venís vos —le dijo. —Mamá, usté así le dice todas las veces a mi’hermano, y nunca liace nada de castigo —interviene Nora, la hermana menor, quien con cierta envidia descubre las ventajas de ser varón. —Bicha esta, a vos ya te dije que te vayás a lavar tu plato y a comer. Ya vua llegar a la cocina, solo le vua cambiar la ropa a este bicho chuco. En la mesa ya se encontraban comiendo, don Beto y las otras dos cipotas. Después de vaciar su pocillo de café de maíz con canela y endulzado con dulce de panela, don Beto mira fijamente a José, y con una media sonrisa le pregunta: —¿José, querés ir a l’escuela del Palo Verde este año vos? Sorprendido y aún pensando en los trompos que todavía no puede hacer bailar, contesta rápidamente: —Sí hombe, yo ya quiero ir a l’escuela ¿Cuándues que voy’ir? Alirio me dijo que v’ir a primer grado también. —Todavilla no sé, pero don Chus nos va venir avisar, y di’una vez le vamos a decir que te matricule en primero, pa’que aprendás a leer y escribir. Días de emociones interminables, días de envidiar a los cipotes 22 que ya podían bailar los trompos y jugar arriadas. Días en que la emoción y el suspenso se sentían a lo largo de los caminos de acceso a pie y a caballo a Piedras Calientes. —Tillo, ya tengo visto el palo de guayabo dionde quiero que miaga el trompo. —¿En dionde tiene visto el palo Güito? —Me lo vua robar del guatal de la ñora Genara Urbina. —No se vaya machetiar con el cuto por andar cortando palos en luajeno. Mejor yo le vua conseguir el palo diotro lugar y se lo vuacer. —¿Pero cuándo es que me lo va’cer tillo? ¡Uste’s bien lerdo pa’comenzar, y siempre me’ngancha con promesas! —Mañana vua conseguir el palo cuando venga de la milpa y el domingo en la mañanita se lo vuacer. —A la púchica tillo, si’hoy es jueves ¿y no me lo puediacer antes? ¡Sí tillo, no seya malo, si no le cuesta mucho hacerme’l trompito! Fíjese que yo ya quiero tener trompo. ¡No mira qui’hasta el vereco de Manuel Urbina ya tiene, y yo todavilla no tengo! Véngase mañana tempranito de la milpa y me luace. Tillo, yo ya tengo el clavo cortado, mire pues, aquí lo tengo. Está bien rectesito y sin mojo. ¡Ve,! allá está Papita meciéndose en la’maca, le vuir a decir que lo deje venir temprano de la milpa; él va decir que sí, va ver! —Papita, ¿usté cre que puede dejar venir a tillo Rafel mañana tempranito de la milpa? Es que yo quiero que miaga un trompito pa’jugar en las arriadas. Papita, fíjese que todos los otros bichos ya tienen trompo, y solo yo no tengo. Hay me toca’ndar solo de mirón, porque nadie me quiere prestar uno pa’jugar. Tillo Rafel dice que me luace antes del domingo 23 pero si usté lo deja que no vaya a trabajar un rato. Dígale que me luaga mañana tempranito Papita. Si usté le dice que me luaga mañana, le vua buscar piojos y le rasco la cabeza sin que me de pistillo. —Yo no tengo piojos, y ni me pica la cabeza hoy, pero dígale a su tillo, haber si quiere hacérselo mañana pues. —Él ya dijo que me luace si usté le da permiso de no ir a desyerbar al guatal. —Vapues, hay lo vua dejar que se venga tempranito mañana de la milpa pa’que liaga su trompito. Chepe regresa donde el tío Rafael: —Ya vio tillo. Papita dijo que sí. Hasta dijo que no vaya a trabajar pa’que miaga el trompo mañana tempranito—. Tillo, como usté’s bien rápido, talvez me puede hacer dos trompos en vez diuno, no vaya ser que salga teterete si solo miace un triste trompito. —A mí ni’un trompo me sale teterete. Yo soy perro pa’cer esos nimales. —Tillo, una vez le salió uno bien teterete. ¿No siacuerda de aquel grandote de palo de montesina que relinchaba como si juera garañón cuando lo bailaba en el plancito? De tan teterete que’staba el nimal ese, que si’usté lo tiraba a bailar por el chorro, llegaba a mi casa bien rapidito. —A la púchica, no friegue Güito. Usté siempre le gusta pasarse de vivo cuando me pide cosas. Las arriadas de trompos era uno de nuestros pasatiempos favoritos antes del invierno en Piedras Calientes. 24 Después de cierta edad, todos los cipotes en el caserío queríamos saber cómo bailar el trompo, tanto en el piso como tirándolo al aire y cacharlo bailando en la mano. No saber bailar trompo durante la temporada significaba no participar en las arriadas y por tanto, pasar aburrido todos los días en la tarde mientras los otros se divertían. ...Oh días de inviernos violentos en Piedras Calientes. Aún mantengo en mis recuerdos invernales el ruido armonioso de las lluvias viniendo detrás del cerro de La Pitajaya. Todavía recuerdo las gotas rebeldes saliendo del manto empapado de las nubes, cuales fantasmas grises que nos perseguían cada tarde en las entrañas de nuestras guaridas. Aún tengo en mi memoria las piedras de los cercos del valle, que presenciaban nuestras grandes batallas trompales; las derrotas sufridas y las revanchas prometidas para salvar nuestra reputación de guerreros herida. Veintitrés humildes casas construidas con paredes de adobe, vigas de laurel y álamo, tejados de arcilla y pisos de lodo compactado; ubicadas sin orden estético alguno, posaban como testigos perennes a lo largo de los tres caminos de acceso a Piedras Calientes. En la noche, los candiles hechos de lata o de un bote de vidrio y una mecha de tela vieja, llenos de kerosene; ubicados estratégicamente en la parte más alta de la casa, iluminaban tenuemente la limitada vida nocturna que podíamos disfrutar antes de dormir. Las camas de madera, pitas y petates, y una que otra tijera de lona, eran el regalo favorito para los cuerpos cansados y asoleados en los caminos, lomas y laderas de los alrededores. —Chepe, apagá el candil —dijo la doña Gude a su hijo, quien trataba afanosamente de aprender a enrollar el trompo—. Si no luapagás temprano, no va’justar el gas pa’la semana. No mirás que ya solo tenemos media botella. Nos vamos a tener qui’acostar en l’oscuro porque nuay pisto pa’comprar más pa’echarle al candil. 25 —Ya lo vua pagar mamá —dice el niño, como corriendo contra el tiempo para aprender a bailar el trompo y participar en las arriadas que están en su apogeo—. Si’es temprano; todavilla están Pancho y Enrique hablando en la pila, no es tan noche pa’ dormir. El invierno va envejeciendo con cada tormenta y ventarrón; y las tareas agrícolas van cambiando de condición. Agosto, …mes que recompensa el esfuerzo de nuestras vidas. Mes que retribuye nuestras batallas en el mes de mayo por la vida. Mes en que las milpas comienzan a parir sus primeros hijos verdes para saciar el hambre que a los pobres nunca discrimina. Mes de los descendientes de tierras lejanas, quienes con ilusiones de hacer fortunas desconocidas llegaron a la tierra que hoy los cobija y los cuida. Mes de Los Alas, Los Guardado, Los Recinos, Los Henríquez y Los Urbina. Mes de Piedras Calientes. Mes de San José Las Flores y todos sus cantones prodigiosos que dan vida y que germinan mujeres bonitas y hombres trabajadores. —Ayer pasé por la milpa de Moncho Pichinga —dijo Catamán—. Y’están bien buenos los elotes allí. Yo destusé uno, y y’estaba bien durito. Vamos mañana a robarnos unos pocos, y los vamos asar debajo del almendro de la quebradita pa’que nadie nos halle. Allí hacemos un jueguito y nos damos gusto comiendo elotes asados. —Peruese viejo es bien bravo, si nos agarra robándole los elotes nos va querer dar una buena cachimbiada por mañosos. —¡Vamos hombe, no seya miedoso Güito! Yo me vua quedar vigiando en el camino desde la parra de chimises, escondido en el charral de chupamiel, pa’ver si viene el viejo, y usté corta los elotes diuna carrerita. 26 —Vamos pues, de todos modos nos caye mal ese viejo bravo. Hay que güeviarle varios elotes pa’que se encachimbe de verdá el maistro. Cuando la cosecha de elotes estaba en su apogeo, comer elotes asados o sancochados no sería algo especial. En un par de semanas todas las milpas habrían sazonado sus hijos verdes, y un pequeño porcentaje de la cosecha sería sacrificada en atol de elote, riguas y tamales, y el resto del maíz se guardaría para el consumo del año venidero. A comienzos del invierno de ese año, don Beto Urbina compró su segundo caballo. Se lo compró a Chepe Chusudo del caserío Gualpeto. Él contaba que el primer caballo que compró se lo vendió don Elías Henríquez por diez Colones. Don Elías se lo dio bien barato porque ya estaba algo viejo y porque eran muy amigos. El caballo se llamaba Manito, y ese mismo nombre le dejó. De acuerdo a mi papá, Manito era un buen caballo; fuerte, obediente y manso. Él relataba con tristeza como un día que el tío Carlos traía el caballo cargado con leña desde el cerro El Tepezcuintle, en la liberata; el caballo se deslizó en el camino por venir comiendo zacate. El camino era bien estrecho y pasaba a la orilla de un gran barranco. Cuando el animal se deslizó fue a parar al fondo del precipicio. Manito no era el primer animal que había caído en el precipicio de la bruja, como nosotros le llamábamos a ese barranco pedregoso. El pobre animal quedó todo resquebrajado sin esperanza de recuperarse. Manito cayó con todo y carga de leña rajada en las piedras del riachuelo que pasa al fondo de la barranca. Mi papá venía atrasito del tío Carlos, pues se había quedado cortando unas guayabas. Cuando él vio que el animal no podría recuperarse 27 de las heridas, con gran dolor tuvo que sacar su pistola treinta y ocho especial para matarlo de un balazo en la cabeza. Después de matar al caballo, le quitaron el aparejo y siguieron el camino, tristes hacia Piedras Calientes; no sin antes, Beto reclamarle a su hermano por no haber tenido más cuidado y no haber traído al caballo jalado, para que no se descuidara comiendo del zacate verde en la orilla del camino, en ese trecho peligroso. Cada vez que pasábamos cerca del lugar donde murió Manito, mi papá decía que eso de pegarle el balazo al animal fue una experiencia muy triste. El caballo era un animal muy noble y obediente, admirado y respetado por todos en Piedras Calientes. Matar al caballo, además de ser una pérdida económica, fue más que todo, como perder un poco de humanidad para don Beto. Él contaba que el caballo lo miraba a los ojos fijamente, como pidiendo ayuda, y que él no tenía suficiente valor para matarlo. Después de un rato de ver el sufrimiento del caballo, sin poder hacer nada para ayudarlo, finalmente se hizo de valor. Le tapó los ojos con un costal que traía, sacó la pistola rápidamente...y le jaló el gatillo. La opción de dejar al animal sufriendo indefinidamente era aún peor que matarlo. Los animales domésticos de carga y productores de alimentos tienen un valor sentimental y económico muy importante para el campesino, y nosotros los considerábamos casi como miembros de la familia. El segundo caballo que compró don Beto para remplazar a Manito, lo nombró Lucero, en honor a un pequeño punto blanco en forma de estrella que tenía en la frente. El resto de su cuerpo era de color tinto oscuro, y sus cuatro patas parecían tener calcetines blancos. Lucero también tenía muchas cualidades, y era un caballo de mediana edad. 28 —Chepe, este caballo va ser tuyo —me dijo—. Vos lo vas a cuidar todos los dillas dendioy pa’delante. El caballo era pequeño y tenía como doce años de vida, según decían los que entendían de caballos, cuando le miraban los dientes. Lucero tenía una fuerza y una resistencia muy grande. Era el animal más manso que yo conocía. Yo me metía en medio de sus patas, y él solo las movía, como aceptando mi presencia. Cuando andaba suelto y me miraba, él salía corriendo hacia mí, rugiendo y moviendo su cabeza coquetamente, como saludándome y exigiendo atención. El caballo recibía muchas consideraciones de mi parte. Cuando mi papá hacía la carga para ponerle, yo siempre intercedía para que no se la pusiera muy pesada. En Piedras Calientes solamente habían dos caballos; el mío y el de Chemo Guardado, quien casi no lo cargaba porque se pelaba de la espalda y no aguantaba trabajar un día entero. Además, el caballo de Chemo era tan viejo que ya no tenía energías. En el caserío todos lo conocíamos como relámpago, burlescamente. En contraste, Lucero era muy conocido por ser fuerte, rápido y manso. Todos en Piedras Calientes habían tenido necesidad de él en más de una ocasión. El caballo era un símbolo de respeto y de servicio en el caserío. —Don Beto, dice mi papá que si lialquila Lucero par’ir a trer una carga de dulce a Las Flores. —Humberto, dice mi mamá si lialquila el caballo par’ir a dejar una carguita de maicillo a la peñita —llegaba la gente diciéndole en las tardes, especialmente los sábados, reservándolo para el domingo. Generalmente, la carga para un caballo era de unas doscientas libras, si la distancia era corta —decían en el caserío. Sin embargo, algunos abusaban y les ponían más carga a las bestias. A mí me disgustaba que mi papá alquilara a Lucero. No me gustaba la idea de que otros lo utilizaran porque 29 no sabía si le daban agua y comida; si le daban ratos de descanso y le quitaban el aparejo, si le ponían mucha carga o y si le pegaban para que caminara rápido. En ocasiones que arrendábamos el caballo, el animal venía hambriento y sediento, además de llegar bien cansado porque lo apuraban para hacer el mayor número de viajes en el día. En la época de las cortas de café, Lucero disfrutaba de libertad y descanso. Pasaba varias semanas sin trabajar, y se quedaba solamente comiendo zacate verde en los potreros de Bonerge, o en el guatal del abuelo Pedro, después de la corta del maicillo. Cuando regresábamos de las cortas de café, el caballo estaba bien gordo, y algunas veces arisco por haber pasado mucho tiempo sin trabajar y sin convivir con nosotros. Lucero se había convertido en una parte importante de mi niñez, y me servía de entretenimiento. El caballo ocupaba parte de mi tiempo libre y también me tocaba trabajar para alimentarlo, cuidarlo y asearlo. El animal también era un aliado importante para mis aventuras en los alrededores de Piedras Calientes. Muchas veces cuando yo no quería caminar, lo llevaba para hacer las tareas que me encomendaban; como ir a espantar los chejes y las urracas en la milpa, a buscar leña, a comprar al cantón Las Limas, a comprarle cigarros chuña a la abuela Lila donde Los Choyos, o simplemente a darle un mensaje de mi papá a alguien en las casas más retiradas del caserío. Algunas veces, mi mamá se preocupaba porque me encontraba hablándole al caballo, como si fuera a una persona; pero yo no le hacía caso, y de todas formas me echaba mis conversaditas con el caballo, aunque ella dijera que yo estaba medio chiflado. …Lucero vos sos mi amigo ¿vaá? Vos sos mi amigo porque siempre mias querido. Yo lo sé porque cuando me meto entre de tus patas vos no te enojás. Yo lo sé porque siempre me saludás cuando me ves. ¿Vaá que sí sos mi amigo Lucero? 30 Porque si no fueras mi amigo no me dejaras que me subiera en vos, solo agarrándome de las crines. Vos y yo somos cheros porque te sentís libre en mi presencia. Vos sos mi’amigo porque me llevás donde yo quiero sin que yo te lo exija. Yo te alimento y te cuido; vos me transportás, me escuchás y ponés atención cuando yo te hablo. Lucero, es bonito ser tu amigo. Yo me’nojo cuando papá te alquila porque yo sé que nadie te cuida como yo, papá y los tillos. Pero discúlpanos, es que los otros del caserillo también necesitan de tu ayuda, y aunque no te traten tan bien como nosotros, no es que seyan malos; ellos simplemente no entienden que sos tan humano como nosotros, o talvez un poco más... La vida en Piedras Calientes continuaba con las rutinas de finales del invierno y las preocupaciones de como ganarnos la subsistencia del fruto directo de la madre tierra. —Mañana vuir a doblar el pedazo de la milpa que y’está seca porque los chejes, las urracas, los pericos, los mapaches y las cotuzas ya se’stán hartando varias mazorcas ...y está jodido qu’esos nimales coman sin trabajar —dijo Chemo. —Yo también vua comenzar el lunes porque vuir a darme una vueltesita a Tierra Virgen. Quiero ver si ya comienzan a floriar los cafetales y a saludar a don Vicente, que siempre nos da chance cuando llegamos —dijo papá—. Cuando regrese, solo vua tapiscar bien rapidito y nos vamos pa’las cortas. —¿Beto, entonces por qué no mi’alquilás el caballo pa’jalar el mais de la aradita cerca de Los Chocoyos? Y hay le pago a Chepito lo del alquiler de la bestia. —Vaya pues, le vua decir al cipote que lo vaya garrar mañana, porque ya tiene como dos semanas de no trabajar, y está bien gordo y arisco el baboso. Así en el fin de semana se le quita un poco la malicia, y vos lo ocupás pa’ lo que necesitás. 31 —Mañana me vuir pa’ Tierra Virgen a chequiar comuestan los cafetales —me dijo papá—. El domingo te vas a trer el caballo pa’lquilárselo dos dillas a Chemo Guardado. Hay tiacordás d’ir a trerle zacate jaraguá. Ayer vi que habilla zacate bien verdesito a l’orilla de la quebradita, entre el obraje y la quebrada, en el pochotillo por la parra de chichiguas. Si no querés ir allí, lo llevás un rato a la mesita, pa’que coma en la sabaneta. Después le das una buena bañada y lo metés en la galerita pa’que duerma agusto. En la mañanita le das una buena guacalada de mais mojado con sal pa’que esté bien alimentado par’el dilla de trabajo. Le decís a Chemo que siacuerde de darliagua cada vez que pase por la quebradita, y que le dé decomer y lo deje descansar sin aparejo un buen rato al mediodilla. También le decís que lo deje descansar un ratito después de cada viaje. Diúltimo, decile que dije yo, que si’el animal viene todo cansado en la tarde, que no se lo vua prestar otra vez que lo necesite. El animalito es muy útil y hay que cuidarlo bien —concluyó. —Yo lo vuir a trer pero hay siacuerda de trerme un pito de barro y unos dulces de colación de Chalate. También me compra ocho yardas di’hule amarillo pa’la hondilla. —Vapues, vua tratar de trerte toduese montón de bolados que querés, si no se miolvidan cuando venga de regreso. Como acordado, fui a buscar a Lucero a los guatales cercanos. —Lucero, Lucero, ¿dónde estás bandido? —le gritaba—. Voy’ir a buscarlo a l’otra sabaneta, talvez allí está ese animal vereco, que no mioye —dije para mí mismo. Después de más de media hora de buscar al caballo por todo el terreno baldío de don Pedro Marimba, al fin, como por arte de magia, apareció detrás de una parra de cusuco, mordiendo las últimas hierbas de campanilla que estaban por ahí. Tan pronto me miró, Lucero se acercó, como si estaba contento 32 de reconocerme. Ji..Ji..Ji —se acerca Lucero—. Lo tomé de la crin, y él como siempre, obedeció mis instrucciones. Ya bajo mi control; lo acerqué al murito de la ruina del obraje de doble pila que estaba cerca, me subí sobre su ancha espalda y lo llevé a la casa; no sin antes sacarle una carrerita en el plancito, frente a mi casa; que también era reconocido por todos como el centro del caserío. Después de dos días, Beto regresó de explorar Tierra Virgen. —Vestar buena Tierra Virgen estiaño. Ya se ven los grandes plantillales cerquita del casco llenos de flores blanquitas, y algunos ya tienen hasta grandes gajos tiernitos. Don Chente me dijo quia comienzos de noviembre ya nos podemos ir, pa’que antes liayudemos aporriar el frijol y que diuna vez quedemos apuntados en la primera cuadrilla, junto con sus familiares y colonos. Nua’hagamos la regasón; solo nos vamos a llevar a Perucho, Bonerge, Hernán, Enrique, Israel, Pancho y...haber quién más—les dijo Beto a sus hermanos cuando regresó de su viaje exploratorio. La época de las cortas de café cambiaba la dinámica de comunicación entre los residentes de Piedras Calientes. —Ayer te vi cuando venillas abriendo el falso del potrero del Quequeshque al mediodilla —le dice Chemo a don Beto—. Yo ya traiba la última carga de mais de la arada de Los Mogotes, cuando vos venillas de la parada de la peñita. —¿Y cuántas cargas de mais te salieron del guatal estiaño vos? —le preguntó mi papá. —Fijáte vos quiapenas me salieron treinta carguitas y una matatada cholotona. —¡A la puya vos, entonces te salió buena la milpa del cerro! 33 —Estuvo regularsito el guatal, pero me dió tres carguitas más el año pasado, fijáte vos. —¿Cómo estaba el cafetal de Tierra Virgen hoy que juiste vos a chequiar? —Fijáte quiapenas comienzan a floriar los plantillales. Don Vicente me dijo que talvez nuestén tan buenas las cortas estiaño, porquihubo una gran plaga en la finca, y van’estar malas las cortas casi en todos los tablones. —¿Y ustedes cuando van’ir a Santa Teresa a chequiar? —Yo no sé fijáte vos, porque como la Chela es la que va chequiar, y ella es la que las puede con don Lito. Él siempre nos da trabajo en la finca, solo que liadicho a la Chela que no lleve más gente, que solo lleve la misma del año pasado, porque no va’ber apunte pa’ demasiados cortadores estiaño. —Achís, si yo no t’estoy diciendo que me lleven a Santa Teresa. Nojotros ya tenemos el apunte seguro en Tierra Virgen. En la época de las cortas de café en el verano, Piedras Calientes se convertía en un lugar de conspiración. El caserío se dividía en tres o cuatro bloques de gente, generalmente familiares y amigos más apegados, ya que todos nos considerábamos amigos en el caserío. Cada grupo tenía alguna finca favorita donde había algún amigo que era colono, caporal o mandador; quien siempre garantizaba el apunte para la corta de café. Información sobre las condiciones de la cosecha de café no se daba a todo mundo. Sólo se difundía entre el grupo que estaba supuesto a ir a esa finca, para que nadie más quisiera ir allí. Noviembre se acercaba rápidamente, y había que apurarse a recoger la cosecha de maicillo tempranero, para poder ir a 34 las cortas de café a tiempo, y dejar de último las maicilleras lerdas, para cuando se regresaba de las choyas; como algunos le llamaban a la actividad de cortar café. —Chepito, mañana vamos’ir a cortar maicillo en la milpa del Tamarindo —me dijo mi papá. —Nombe, yo no quiero ir a cortar maicillo. ¡A mí me pica mucho esa babosada! Debiéramos descansar una semanita más papá. —Nombe, y a vos que te va picar el ajuate puercada, si solo vas a la milpa a verme trabajar y apedriar los pájaros y los charancacos, y a buscar tus famosos siguanperes lechosos. —Sí, pero ese ajuatero bandido pica con solo mirar el maicillal. Esa babosada pica aunque uno solo esté viendo, porque vuela por todos lados con un poquito de viento quiaiga. —Humberto, debieras de poner un par de piones pa’que tiayuden con la maicillera —recomendó mi mamá, quien estaba escuchando nuestra conversación—. A vos solo no te va’bundar, y te va tocar muy duro cortar y jalar el maicillo. —Serilla bueno vaá. ¿Entonces porque no va preguntarle a Israel y a Moncho, haber si quieren ayudarme a cortar maicillo? Dígales que les vua pagar tres veinticinco por el dilla, y que les vamos a dar buen almuerzo y comida —dijo mi papá. La cosecha de maicillo se encargaba de traernos los días más duros de trabajo del verano. Cortar maicillo, transportarlo y aporrearlo era la tarea agrícola que más nos disgustaba a todos los campesinos. El ajuate picaba hasta las partes más escondidas del cuerpo, especialmente cuando el sol estaba bien caliente, y uno sudaba y se rascaba. Por eso, Toño Zarco siempre aconsejaba que uno no se bañara desde que comenzaba a cortar maicillo hasta que terminaba de aventar el último grano. 35 —Yo no me baño desde que comienza la cosecha de maicillo hasta que termina, y por esues que casi no sufro por la picazón diajuate. Ese’s mi secreto, y por eso la gente dice que soy bueno pa’ porriar maicillo —decía Toño. En Piedras Calientes, Toño Zarco tenía fama de ser bueno para aporrear maicillo. Él no se agüevaba por la picazón ni por lo caliente del sol. Mi papá y otros del caserío siempre lo contrataban para que les ayudara con la aporriada del maicillo. A Toño le gustaba trabajar con mi papá porque él le pagaba cinco Colones al día por aporrear maicillo, y mi mamá le daba un buen almuerzo, y en la cena, ella siempre le tenía sopa de pollo pichón sarado, con arroz aguado y chipilín, que era su plato favorito. En la mañana también le llevábamos en un porronsito de barro, fresco de horchata, de carao o de tamarindo, para que estuviera tomando todo el día. Toño Zarco siempre manifestaba agradecimiento por los actos de atención que le proporcionábamos durante el día de trabajo. En ocasiones cuando estaba muy contento, hasta me recitaba algún poema que se inventaba espontáneamente. —Así de bien como me paga su papá, y como miatiende su mamá, a quien no le da gusto de trabajarle a don Beto —me decía Toño Zarco, cuando yo le llevaba al aporriadero algo para que comiera o bebiera durante el día en sus descansos. —Toño, cuénteme un par de poemitas de esos quiusté se sabe o se inventa —le decía yo cuando iba a dejarle fresco o agua—. A mí me gusta como usté los cuenta con mucha calma. Papá siempre dice quiusté es el único y mejor poeta de Piedras Calientes. Con cierto orgullo, Toño abrió sus ojos bien azules; se salió de la plaza de aporrear maicillo; se puso los caites por un momento y se fue debajo del palo de mango, a pocos pasos. Con gran calma, se colgó levemente de la rama más baja 36 del árbol, luego colocó el caite derecho en la piedra negra que estaba próxima al tronco del árbol, y comenzó a recitar entusiasmado: Aquí viene ya el invierno como madre que nos ama, trayéndonos a los oídos el sonido de la rana. Aquí viene ya el invierno alegrando la mañana, acariciando con sus gotas a la mujer quia mí me ama. Aquí está ya la tormenta que enverdece los potreros, aquí están ya los gemidos con que la reciben los terneros. En Las Flores y en Las Limas, en Piedras Calientes y sus colinas, viven las aves y las mujeres que son de las más divinas. Cuando seya grandesito y ya se sienta hombresito, no le tenga miedo a nadie que no seya tata Diosito. —Esues todo Chepito, dígale a su mamá que muchas gracias por el fresco. Hay le vua contar otros puemitas más tarde, cuando vaya’comer a su casa. En la tarde, cuando la placita de aporrear, que parecía tortilla gigante de lodo seco, quedaba sola; los pájaros llegaban a servirse su cena. Tandas de tortolitas, torditos, retugulas, palomas ala blanca, gualcachillas regañonas, chorchas, 37 sanates, chinchintoras y pijuyos totocones, volaban de todas partes hacia la placita. Ellos hacían de la placita de aporrear maicillo un lugar de fiesta. El revoloteo de sus alas y sus insinuaciones amorosas generaban un panorama que inspiraba mis pocos años de vida. Con curiosidad, yo me escondía detrás del cerco de piedra que separaba la chácara de la casa de Pancho -donde estaba la placita de aporrear-, con el plancito central del caserío. Desde allí pasaba varios minutos observando las ceremonias y rituales de los pájaros, que celebraban la retirada de Toño Zarco, mientras disfrutaban de los muchos granos de maicillo esparcidos por todas partes en la placita y entre las hierbas secas alrededor. Yo envidiaba la libertad de que gozaban las aves. Envidiaba la armonía con que competían por el alimento y la forma peculiar de sus expresiones románticas a la hora de comer. Cuando comenzaba a oscurecer, ya con sus buches llenos, los pájaros se retiraban a las copas de los árboles que rodeaban el caserío. Allí recibían la oscuridad con sus alegres cantos vespertinos, hasta que de repente paraban de cantar para caer bajo el encanto de la noche veranera. Las aves ya habían llenado sus buches de maicillo, y yo había aprendido a amar un poco más a Piedras Calientes y sus diversos habitantes. Nosotros también saciábamos nuestra hambre temprano en la tarde. A las cinco, mi mamá ya tenía la cena lista. —Andá visarle a Toño que venga a comer ya —dijo. Tan pronto llegaba Toño a la mesa, mi papá se sentaba junto a él, y comenzaban a conversar sobre la situación del clima y otras preocupaciones de nuestras vidas. —Oiga Toño, usté que’s medio adivinador ¿cre que va llover hoy en enero? 38 —Pues mire Beto, por las brisas que’stado sintiendo, talvez caigan unas cabañuelitas aunque seya, porque en el invierno no hubo ni un chubasquito, ni siquiera de tres dillas. Serilla bueno estar preparados pa’tapar el maicillo y la leña seca, no seya que de repente se venga aunque seya un chir chir. —Fíjese Toño que yo oí en el programa de “Escuela para Todos” que’l año pasado hubieron muchas sequillas en Sur América y en África. Allí dijieron qui’hubo miles dianimales que se murieron de sequilla, y que mucha gente perdió todas las vaquitas que tenillan y las cosechas. ¿Asaber si eso nos afecta a nojotros por aquí tan lejos estiaño veá? —Talvez nos pueda’fectar Beto. Usté bien sabe que como dicen que la tierra es redonda, y también comuesas cosas pasan arriba en las nubes, es posible que dialguna manera algo influencelle el clima aquí por Centroamérica. —Toño Zarco, ¿y a usté porque no le pica el ajuate cuando aporrella maicillo? —preguntó Chepe con curiosidad. —Bicho éste, ya te dicho muchas veces quia los mayores se respetan, y no se les preguntan tantas cosas —dijo Beto. —Déjelo Beto, los niños son como las flores, necesitan libertá y abonito de conocimiento pa’crecer. Nuay que regañarlos tanto. Ellos son curiosos, y es bueno que seyan preguntones pa’ quiaprendan cosas quiuno de viejo sabe. —Nombe Toño, es que después les queda a los bichos la mala maña de no respetar a los adultos, y no se les quita lo malcriados ya de grandes. —No, no me pica Chepito. Es que nuay que rascarse ni pensar que’l ajuate pica. También nuay que bañarse muy seguido pa’quel pellejo aguante más la picazón y siacostumbre. —¿Cuántas piladas aporrió hoy Toño? —pregunta don Beto. 39 —Fíjese Beto qui’hoy solo mice ocho piladas, porque viera que la pilada condenada de la mañana estaba bien talluda, y soluesa me costó más diuna hora y la mitá pa’cabarla. Yo querilla hacer unas diez piladas, pero no pude. —Ocho piladas es bastante. Yo a puras penas miago seis. ¿Toño, cre que va terminar diaporriar pasado mañana? Si tantella que no termina, le vua tener quiayudar, porque yo ya vua terminar mañana de entejar la casa de Felipe, y quiero irme pa’ Tierra Virgen el sábado a chequiar como están los cafetales. —Beto, talvez solo me falte qui’aventar. En eso me puede ayudar si quiere. Es que como nuay tanto viento, la aventada del maicillo va costar más, porqui’hay quiacerlo a puro guacal. El maicillo lo ocupábamos para engordar los marranos y para vender un poco, para comprar artículos básicos para el hogar. —Yo creo que los de la casa de Manuel Ángel Urbina se van’ir mañana pa’las cortas —dijo mi mamá—. La Amalia me dijo que estiaño van’ir a la finca El Porvenir, cerquita de Tierra Virgen—. Dicen que’l primo d’ellos que vive en el caserillo El Tamarindo ya los apuntó en esa finca, porque’l mandador es conocido. —¿Por qué tantiás que’llos ya sevan’ir pa’ las cortas horita tan temprano en noviembre? —Es qui’hoy vi a la Lola lavando un gran montón de mais en la pila, y vi quiayer también estaban cociendo un gran montón de frijoles. Manuel andaba cortando hojas de guinello en la chácara, la Socorro venilla con una jarilla nueva del pueblo, y la Lupa jue ayer a comprar cinco libras de queso seco donde la Ester de don Julián Recinos —dijo la doña Gude. —Ah vaya, por esues que’staban jalando el mais hast’en la noche —reafirmó mi papá—. ¡Haber cómo les va! Ellos son 40 ambiciosos, siempre se van primero que todos, y se quedan aunque seya pepenando hast’el último grano de café con tal de trer más pisto. —Nojotros también ya nos vamos’ir, y ya vamos seguros con el apunte. Primero vamos’ir aporriarle los frijoles a don Chente y después vamos a comenzar la pepitiada, pa’luego comenzar la corta ya en serio. —Dicen que’n Santa Teresa van a comenzar la semana que viene —dijo mi mamá—. La Chela me dijo que’llos se van’ir el viernes, y que se van a llevar a todos los de Chemo, los de Tomasito Cusuco y los de la ñora Genara del Palo Verde. Solo nojotros nos vamos quedando ya en el valle. —Vos no te priocupés, también nojotros nos vamos’ir l’otra semana, después que’llos se vayan —contesta mi papá—. Y nojotros nos vamos estar más diun mes y medio, porque don Chente me dijo que no va poner muchas cuadrillas, porque estiaño ha estado más frillo, y el café se’stá tardando más pa’madurar, pero está buena la cosecha, así que vamos hacer un buen pistillo si Dios quiere. En la finca tan popular con algunos de Piedras Calientes, experimenté por primera vez el olor y sabor de los granos de café maduro. En Tierra Virgen, además de cosechar café, cosechaban caña de azúcar en los terrenos próximos al casco de la finca; y también tenían mucho ganado productor de leche y carne. En el terreno del cañal vi con sorpresa y admiración cuando las tenazas de un tractor mordían la tierra, como fiera salvaje devorando a su presa inmóvil. Mientras miraba la máquina extraña, yo me preguntaba cómo era que tenía tanta fuerza, y como se sentiría tener una de esas en Piedras Calientes, para hacer una buena calle desde el caserío hasta Las Limas, y otra hasta la parada de buses de la peñita de agua. 41 —Chepito, y’es hora de que vengás a comer —gritó mamá Gude—. Venite ya, ¿que no tiaburrís d’estar viendo esianimal rascando en el suelo? Hay te vas a quedar sordo con tanto ruido qui’hace, vas a ver —dijo. —Mamá, cuando yo esté grandesito hay le dice a papá que me compre un traitor como ese. Así podemos hacer unos buenos caminos y una calle pa’que pasen carros por el plancito, a la par de la casa; igual que en Las Limas y La Lagunita. Fíjese que se nimal fello, en un ratito se hizo una callesita desde allí ese tronco podrido haste’l cerco de l’orilla de la bodega. Eso es como ir de la casa de nojotros hasta la de Toño Zarco. Yo tantello que como en una samana se podrilla hacer la calle desde Piedras Calientes hasta la parada de buses de la peñita. —Hay le dice usté a su tata lo del traitor cuando venga. Beto solo jue a comprarse unas baterillas pa’la lámpara a la tiendita de Juan Plongois. Ese nimal ha de ser bien caro, nuay tales de que se lo vaya poder comprar su tata. —Mejor dígale usté mamá, es que a mí no me va’cer caso si le digo que lo compre. —¿Y vos que cres quia mí me va’cer caso tu tata también? La noche envejeció una vez más en Tierra Virgen. El casco de la finca era un lugar que me parecía interesante. En un costado tenía una galera larga donde dormían en el piso unos doscientos trabajadores en la época de cortas de café. En otro costado estaba la cocina de la finca, que también era otra gran galera, donde habían cuatro molinos eléctricos de moler maíz y varias hornillas grandes, con grandes comales de metal, donde echaban un montón de tortillas que ya salían echas de otra máquina. Detrás de la cocina estaba la casa donde vivía don Vicente Pérez, el mandador; junto con su anciana madre, la niña Mina. 42 En el centro del casco de la finca estaba un tanque de agua que abastecía a toda la hacienda. En el costado por donde el sol salía, también estaba una bodega grande donde almacenaban muchos sacos para echar café y los demás instrumentos y máquinas para trabajos en la hacienda. Junto al tanque de agua, también estaba la oficina de la finca, donde llevaban la contabilidad, y allí era donde hacíamos línea los días de pago para recibir nuestro dinero. A un lado del casco estaba la calle de tierra por donde pasaban los camiones cargados de café con rumbo a los beneficios, donde lo procesaban. Alrededor del casco de la hacienda estaban unas pocas casitas de los trabajadores, conocidos como colonos, quienes laboraban permanentemente en la finca cuidando el ganado, limpiando los cafetales y demás actividades típicas de un lugar de producción agrícola en grande. Como de costumbre, nuevamente cenamos juntos en grupo. Después de las infaltables conversaciones, cada uno se fue para su champita a dormir en el duro suelo, para continuar el día siguiente con nuestra rutina. —Esos de la cuadrilla número uno, vénganse por aquí este lado —gritaba el caporal. La cuadrilla número uno era la cuadrilla privilegiada, y tenía uno de los caporales más amigables, porque en esa cuadrilla estaban los familiares y amigos de don Chente Pérez, el administrador de la finca. Él se esmeraba en poner el mejor caporal en la cuadrilla, quien generalmente era un colono de la finca, a quien nosotros ya conocíamos. Según comentarios de otros cortadores, la cuadrilla número uno era la cuadrilla privilegiada en todas las fincas. Los mandadores siempre la enviaban a los mejores terrenos, con los cafetales más fáciles para cortar y los palos más cargados. Hasta la carreta de repartir comida llegaba primero donde estaba la cuadrilla número uno, para que las tortillas todavía 43 estuvieran calientitas cuando llegaban. Además, decían que algunos mandadores hasta les daban mejor comida a los de esa cuadrilla. También comentaban que la cuadrilla número uno nunca era enviada a cortar a los terrenos minados de “Vietnam,” que era el lugar del cafetal próximo al casco de la finca, donde todos los más de cuatrocientos cortadores íbamos a hacer nuestras necesidades biológicas, ya que no habían letrinas en la finca. A los cortadores de la cuadrilla que le tocaba la mala suerte de cortar en “Vietnam,” siempre les hacían chistes los demás cortadores el día que les tocaba la mala fortuna. La anciana madre de don Vicente, el mandador de Tierra Virgen, decía que era mi amiga, y en cierta forma quizá me miraba como si fuera un nieto, o a lo mejor simplemente me tenía lástima, por ser un bichito todo flaco y callado. —¿Cómo está mi niño chulo diojitos verdes? —me decía cada vez que me miraba. La niña Mina supervisaba las personas que trabajaban en la cocina de la finca. Cuando yo iba a recoger la ración de chengas de la cena, ella tenía para mí algún huevo duro, un pedazo de queso o cualquier otro aditivo de conqué, para mejorar la ordinaria cena que nos daban en la finca. La cena a diferencia del almuerzo, estaba compuesta de tres tortillas grandes mal hechas en máquina y un poco de frijoles más, también de mala facha. La tercera tortilla y frijoles adicionales eran para guardar para el desayuno. En el almuerzo, en ocasiones la niña Mina me enviaba alguna comidita especial con el carretero que distribuía el almuerzo en el tablón que la cuadrilla número uno se encontraba cortando. —Chepito, la niña Mina le mandó este tarantín con comida. Dijo que’n la tarde se lo llevara de regreso, cuando vaya a trer las chengas de la comida —me decía el carretero. 44 Cada día por la mañana, las personas apuntadas pasaban a la bodega a recoger sacos de yute, pitas para amarrarlos y las fichas para pedir el almuerzo y la cena. Luego, como ejércitos de hormigas guerreras comandadas por su capitán, todas las cuadrillas tomaban diferentes rumbos, siguiendo al caporal hasta desaparecer en la vegetación cafetalera. —Ése suertudo número uno véngase par’este surco —gritaba el caporal—. El número dos al siguiente surco. El número tres, al que sigue... Ése número treinta valiente, aquí a la orilla del barranco —decía cuando iba asignando los palos de café, que estaban sembrados en líneas de muchos metros de largo. Los cortadores nos acomodábamos nuestros canastos al frente, debajo del vientre, y nos preparábamos para cortar los rojos granos que mucha gente disfrutaba alrededor del mundo. —¿Beto, trajiste otra cincha? Es que fijáte que la milla se me jodió —dijo tío Rafael, quien estaba en el surco número diez. —Sí hombe, yo siempre traigo más diuna, por si las di’hule. Vení a trerla en una carrerita pues. —Horita llego. Tío Rafael llegó a traer la cincha para su canasto, el cual era hecho de muchas varillas de bambú. —Hey Güito, véngase pa’ mi surco —me dijo al llegar—. En el millo hay un pijo de plantillas bien bajitas, y están bien cargadas; pero no vaya hacer la gran regasón de granos cuando corte, porque mucho cuesta pepenar en ese gran hojerillo fello qui’hay. El ambiente de trabajo en la finca era hasta cierto punto agradable. Cortar café era una tarea menos demandante 45 físicamente en comparación con las tareas agrícolas que realizábamos en Piedras Calientes. La abundante vegetación nos protegía del sol, lo cual hacía la tarea menos dura. A la hora del almuerzo, el repartidor de comida pasaba en una carreta jalada por una yunta de bueyes, y soplaba el carapacho de un caracol para anunciar su presencia. Mis tripas habían estado chillando de hambre como por dos horas, pero yo no me atrevía a decir nada para que mi papá me siguiera llevando a cortar, y no me dejara en el casco de la finca, donde la pasaba muy aburrido sin hacer nada. Cuando la carreta almuercera finalmente pasaba cerca de donde nuestra cuadrilla estaba, yo salía a traer la ración de comida rápidamente. En ocasiones había que caminar un buen trecho entre el cafetal para llegar hasta la calle. —Chepe andá trer las chengas. Las fichas están en la cebadera. Le pedís bastantes frijoles a Juan Pleito —dijo mi papá. Yo salí chipustiado hacia la orilla de la calle a esperar la carreta para pedir la ofensiva alimentación que la finca daba. El carretero ya me conocía, y siempre me daba una tortilla más de la ración reglamentaria de dos. También, si yo llevaba un tarantín grande, Juan Pleito me daba más frijoles de lo usual. En ocasiones, el carretero no me pedía la ficha, y me decía que la guardara para otro día, y así podía pedir una ración extra la próxima vez que tuviéramos más hambre. La ficha era una piececita de metal con un número, y cada mañana nos daban dos por cortador apuntado, junto con los sacos para colectar el café y las pitas para amarrarlos. Los ayudantes no recibíamos fichas para alimentación. Algunas veces la carreta almuercera pasaba lejos del surco donde estábamos. En ocasiones, cuando se nos olvidaba llevar un contenedor plástico para echar los frijoles, estos los echaban encima de las tortillas, y con facilidad se me caían en 46 el camino, especialmente cuando el terreno era empinado. Cuando se me caían los frijoles, mi papá me regañaba, y teníamos que comernos las gruesas tortillas solamente con un pedacito de queso duro, el cual nunca nos faltaba para complementar el conqué para el almuerzo. —Chepe trete la cantimplora y la cebadera, quiallí tengo un pedazo de queso seco. Hay le llevás un tuquito a tus tillos, y les preguntás si les sobró alguna chenga, porque yo quedé con hambre. También deciles que si pasa el tumbillero, que me compren un par de pedazos de semita mieluda, unas tres peperechas, dos panes mil hojas de los cuadraditos, unas dos tortitas alemanas y unos cinco bollos de pan francés. El día comenzó a envejecer una vez más entre los árboles cafeteros. A las dos de la tarde, el caporal anunciaba sus primeras instrucciones para preparar la salida del cafetal. Si el recibidero quedaba retirado, él comenzaba a revisar los surcos más temprano, pues tomaba en consideración todo el tiempo necesario para acarrear el café hasta el recibidero. Luego teníamos que limpiarlo, y por último poner los sacos en líneas por cuadrilla. Finalmente pasaba don Vicente puyándolo con la vara de medir para saber cuanto había producido cada trabjador y poder pagarle al fin de la quincena. En algunas fincas el café lo pesaban en básculas en vez de puyarlo, como la hacían en Tierra Virgen. —Y’es hora que todos comiencen a pepenar, que ya voy a pasar revisando los surcos —gritaba el caporal, subido desde lo alto de algún árbol de pepeto, para que todos oyéramos su anuncio—. Procuren hacerlo bien diuna sola vez, pa’no perder el tiempo hurgando entre las hojas —insistía. Pocos minutos después, el caporal pasaba revisando cada uno de los surcos. —Aquí está un grano, allá est’otro —le decía el caporal a 47 mi papá, buscando hasta el último grano de café escondido entre las ramas más altas—. Uste’s bien fino pa’trabajar don Beto, casi nunca deja niun grano rojo; si así como es usté pa’trabajar fueran todos los demás cortadores, y’hubiéramos terminado el tablón —concluyó el caporal. El sol se iba despidiendo lentamente detrás de los altos árboles de pepeto después de su larga jornada diurna. Los tenues rayos que emitía su redonda figura parecían aferrarse de las ramas de los árboles, intentando disminuir la velocidad de su retirada. El amigo que nos calentaba todos los días en las frescas mañanas de Tierra Virgen, huía lentamente en el horizonte occidental. El Cerro Verde de Santa Ana y el volcán Izalco de Sonsonate eran testigos de su infeliz retirada cada atardecer. Mientras el sol comenzaba a retirarse, los hombres y mujeres comenzaban a acarrear el producto del trabajo del día. Todos los cortadores llegaban de diferentes rumbos del cafetal hacia el lugar donde colectaban el café, al que todos conocíamos como el recibidero. Una por una, las cuadrillas se distribuían en el recibidero para limpiar el café cortado. Todas las calles que convergían en el recibidero estaban adornadas con los pequeños volcanes de granos rojos, que parecían grandes fresas tropicales. En el recibidero nunca faltaban temas para discutir a la hora de limpiar el café, antes de la puyada o pesa. —Hey Hernán —gritaba Pancho con voz suave, casi romántica. —¿Qué pasa vos? —¿Ya viste la mamayita de vestido rojo y pantalón negro, con cachuca verde, que está escogiendo en el otro lado de la calle, en la sombra del palo de pepeto? 48 —Sí, ya la habilla visto. Está bien bonita esa chamaca. Es diallá por Chalate, de Ojos de Agua; y parece que no tiene novio, ni marido. Un chero me dijo que’lla anda con sus tillos nada más. —¿Sabés dónde se’stán quedando ellos a dormir? Yo nunca la habilla visto antes. —Yo creo que se están quedando a dormir en la galera que está a la par del tanque. Yo los he mirado haciendo la hornilla debajo del palo de amate grandote, no el palo chiquito del otro lado del tanque. —Va’ber qu’ir a darse una vueltesita por el amate después de comer —dijo Pancho maliciosamente—. A esa mamayita soy capaz d’ir todos los dillas a sacarle el saco de café hasta del barranco más empinado quiaiga en la finca. El grupo de los de Piedras Calientes siempre hacíamos unas champas en un costado del casco de la hacienda, entre varios árboles de pino que nos protegían y nos permitían armar de forma más fácil nuestras chozas temporales. A los de Piedras Calientes no nos gustaba quedarnos en las galeras que proporcionaba la finca para dormir, porque habían muchas pulgas, muchos ronquidos y olía muy mal entre tanta gente que no nos bañábamos con frecuencia. Por ser amigos de el mandador de la finca, él nos dejaba hacer nuestras propias champas, las cuales construíamos con plásticos, ramas de palo de pepeto y hojas de palma. Después de varios años de ir a las fincas habíamos adquirido experiencia en hacer los refugios temporales rápidamente. Mi papá, mi mamá y yo nos quedábamos en una champa, los tíos se quedaban en otra, y Hernán, Pancho y otros amigos se quedaban en la más grande. Entre las champas hacíamos una fogata común, en la cual cocinábamos la cena y el desayuno. Todos aportábamos algo de trabajo y materiales para hacer sopa, freír frijoles, hacer café, ir a traer agua al tanque y lavar los tarantines. 49 Los del grupo hacíamos un círculo alrededor de la fogata mientras cocinábamos. Todos comíamos con los platos en las manos, y al mismo tiempo hablaban de cualquier tema; especialmente los adultos, quienes contaban las historias y narraban experiencias de la vida. Los más viejos comenzaban a contar pasadas de sustos y espíritus nocturnos vistos en sus andanzas de borrachos, cazadores, enamorados y parranderos; lo cual hacía más amena la cena. —Ayer me’staba contando Chepe Chejaso, quiallí en el tanque diagua pa’las vacas asustan cuando ya si’han ido los cortadores —dijo don Hilario, un colono amigo de mi papá, quien ocasionalmente llegaba a cenar con nosotros por las tardes—. Chepe dice que casi todas las noches ven a un baboso pelón que llega a tomar agua a la pila, debajo del palo de amate. Dice que después de beber agua, el jodido ese se baña chulón, y cada vez que se’cha agua le sale humo de toduel cuerpo. El baboso de Chepe dice que cuando el pelón termina de bañarse, se pone bien colorado, como si la sangre se le saliera. Después se va pa’la peña debajo del amate y allí se pone a brincar un ratito. Después se apucuya un rato, y se devana en el lodalito del chorro, hasta que’l jodido se convierte en un varraco fello y peludo. De último se va caminando rápido pal cañal hasta que desaparece entre la caña. Lo pior de todo es que a de ser un espíritu malo chucanero, porque ni los chuchos lo sienten —concluyó don Hilario. —Que no vaya ver yo ese espíritu chucanero por hay, porque yo lo vua plomasiar todo a ese hijueputa, pa’ver si es pura chunganeta, o si es espíritu de verdá —dijo mi papá, acariciándose debajo de su camisa el revólver treinta y ocho especial calibre largo que siempre andaba. —A media noche también pasa una mujer toda flaca y charraluda con un niño gordito sombrerudo y un chucho negro por el recibidero de Las Tres Marillas —continuaba don Hilario—. Polo y Rufino, los vaqueros de la finca, los han visto varias veces, 50 y los han seguido, pero no los han podido alcanzar. Cuando la vieja peluda llega a la bajadita del palo de amate del recibidero del tablón del pinal, la mujer se convierte en una yegua prieta gorda; el niño se sube en ella a puro pelo, y desaparecen corriendo en el cafetal. Una vez que Polo y Rufino llegaron bien cerca de’llos, dicen quihasta le vieron los ojotes a la yegua, y dicen qu’eran bien colorados, como brasas. Esa vez los babosos vinieron que ni podillan hablar del espanto que traiban, y desde entonces ya no volvieron a seguirlos, ni a pasar de noche por el recibidero. Fíjense que cuando los babosos vinieron al casco, yo tuve que pasarles una crucita bendita enfrente de la cara siete veces, rezarles unas Aves Marillas Purísimas, y encender incienso un rato pa’que se les fuera el espanto del demonio que traiban. Esos babosos ya no quedaron convidados a ir por allí en la noche. Hoy dicen qui’hasta cuando pasan de dilla por allí les da culillera y les tiemblan las patas del miedo que todavilla sienten cuando siacuerdan —concluyó don Hilario. El círculo alrededor de la fogata se iba reduciendo más y más. Las pasadas nos erizaban los pelos y nos causaban miedo, especialmente a los cipotes. Todos queríamos estar más cerca los unos de los otros. Yo me iba arrimando lentamente a mi papá, como buscando protección. En esa ocasión, mientras don Hilario contaba las pasadas; tío Pedrito había ido a orinar a la orilla del cerco, y cuando regresó pegó un aullido tratando de asustarnos. Debido a la tensión que nos causaban las pasadas, algunos brincamos del susto; y tuvimos que echarle una putiada por la bayuncada. —Siasustó vaá Güito —me dijo el tío—. Así se v’ir haciendo hombresito, pa’que cuando tenga unos quince años, y vaya’ver las cipotas usté solo a Las Limas, El Llano Verde, Cinda Vieja, El Palo Verde o más lejos, hasta Los Amates; no tenga miedo de la oscuridá ni de los ruidos de la noche; mucho menos de los espíritus chucaneros de la noche. Si uno es miedoso, las bichas piensan quiuno es medio marica y no li’hacen caso —dijo, tratando de entrenarme como futuro enamorado y aventurero campirano. 51 —Pedrito, deje de molestar al niño —le dijo mi mamá, medio disgustada—. Por eso cuando son grandes siacen pícaros y trasnochadores, como usté; qui’hay anda detrás de los justanes de todas las cipotas de Las Limas, Los Urbina, El Palo Verde, Los Amates, y quien sabe dionde más. Cuando la noche comenzaba a envejecer, todos buscábamos nuestras champas para ir a dormir en el duro suelo. —Papá, hoy me vua quedar a dormir con los tillos, porque allí hay más hombres pa’que me cuiden. —Hijo, sus tillos son más, pero no tienen pistola, y todos sus tillos son miedosos, nuacen un solo hombre entre todos juntos —dijo burlescamente—. Está bueno, quedáte con ellos si querés pues. Lleváte la cobija gruesa pa’que no te dé frillo. —Decile a tu tillo Carlos o a tu tillo Elio que te tapen bien, porque vos sos muy loco pa’dormir y te destapás a cada ratito en la noche. No les vayas a miar las costillas, porque si no ya no te vua dejar ir a dormir con ellos otra vez —me recomendó mi mamá. —No, yo ya no me meyo mamá. Púchica, no me haga mala fama de miarme en la cobija por favor —protesté. —Güito, véngase pa’quí enmedio, pa’que no le dé tanto frillo en la mañanita —me dijo tillo Pedrito—. No se vaya miar. Hay si le dan ganas de’char agua miavisa par’ir con usté ajuera. —Está bueno tillo, hoy no me vua miar ni un chorrito, va ver. Pero tampoco usté se vay’estar pedorriando mucho. —Cállese Güito, tápese la cara y duérmase, que’l surco de mañana está bien bueno. Tiene que cortarse unas tres arrobas pa’que se gane para una buena mudada y un buen par de chinelas puntudas pa’que estrene en la fiesta de marzo. 52 —A la púchica tillo, pero me vua hogar con tanto tufo a pedo. Los frijoles de la finca le cayen bastante mal a usté creo yo. —Nombe, nues pa’tanto Güito. !No seya tan escandaloso jodido! —Es que usté’s muy pedorro tillo. ¿Y cómo no quiere que mialborote con tanto tufo qui’hay dentro de las cobijas? —Hey Güito duérmase ya, deje de’star hablando mucho que y’es noche, si no lo vuir a dejar de regreso a la champa con su nana y su tata. El domingo era el único día que descansábamos, y todos lo ocupábamos para bañarnos, lavar la ropa, arreglar la champa e ir a comprar algunas cosas que necesitaríamos para los días restantes en la finca. —¿Quiénes tienen ganas d’ir conmigo el domingo a Ciudad Arce? —preguntó el tío Carlos—. Vamos’ir a comprar unos canastos, queso seco, dulce de panela y otra jarrilla, porque ya siarruinó la’garradera de la que tenemos, pa’que podamos tomar café l’otra quincena. Ya saben que sin el cafesito caliente de la mañanita la vida es bien triste en el cafetal. Temprano, varios del grupo y otros de Arcatao hicimos el viaje hacia Ciudad Arce, el pueblo más cercano a la finca. Nuestra presencia en las calles de la pequeña ciudad era evidente. La mayoría éramos cheles, y algunos hasta con ojos de colores. Cuando pasábamos por las calles, algunas veces oíamos a la gente decir: “Ve hay v’otro grupo de chalatecos cortadores de café a comprar al mercado.” Todos nos emocionábamos mirando en las tiendas del pueblo las herramientas y demás artículos que eran importantes y necesarios para nuestro estilo de vida rural. 53 —Mirá Pancho ese colín, ¡que vergón está vos! Tiene un empavonado talegón, y es bien largo; solo liahacés una buena punta con la lima, le comprás una buena vaina de cuero curtido, y ya tenés corvo y espejo par’un buen rato. —Sí, está cachimbón ese colín, pero vamos a ver si’hay buenos zapatos y ropa en aquell’otra tiendita de la esquina. Allí también vi una vaina negra de cuero que creo que está exacta pa’mi pistola. También quiero comprarme unos doce tiros más. A mí no me gusta solo andar con los seis tiros del tambor de mi amiga, porque uno nunca sabe dónde está el peligro en estos caminos desconocidos, o en los cafetales de la finca. Uno tiene que’star listo pa’garrarse a tiros hasta con el mismo diablo, si’es necesario —dijo Beto. —Pancho, esas chinelas cafés se ven bien chivas, y son de puro cuero. Con esas chinelas, un buen pantalón azul de poliéster, una camisa de dacrón y un su buen perfumito siete machos, creo que todas las bichas del Palo Verde, Gualpeto y Las Limas van’andar hasta con gran pasmasón diamor por usté —insinuábamos los del grupo, como animándolo a comprarlas. —Están pijudas esas chinelas, pero yo vi unas que me gustaron más en la tienda de Los Saca, en Chalate. Mejor las vua comprar allá en el pueblo, cuando váyamos de regreso, no seya que me las roben en la finca si las compro ya —dijo Pancho. —Yo ya teng’un pijo di’hambre —dijo mi papá—. Vamos a echarnos una sopita de pollo al mercado antes d’irnos de regreso pa’ Tierra Virgen. También vamos a comprarnos unos chorisitos y chimbolas secas pa’ echarnos una buena cena cuando regresemos a la finca bien cansados. Cuando viajábamos a Ciudad Arce, teníamos que caminar unas dos horas a través de potreros y cañaverales. El sol del mediodía no nos hacía ni descansar un ratito al grupo 54 de chalatecos que estábamos acostumbrados a caminar y a las tareas agrícolas de todo tipo. Las caminatas ya estaban contempladas dentro del ritmo de vida de las cortas de café en el occidente del país, y del estilo de vida cotidiano de Piedras Calientes, en el noreste de Chalatenango. ...Mares verdes que navego sin cayuco, ustedes son testigos de mis tristezas y mis alegrías. Ustedes ven mi hambre y mis aflicciones y lucen inertes ante mis calamidades. ¿Porque no puedo pescar en sus verdes llanos suficientes frutos para saciar mi hambre ancestral? Mis manos encalladas y heridas limpian y hacen producir tus verdes mares. Mis pies descalzos y cansados gastan su juventud en tus hierbas y zarzas, y vos todavía seguís inerte ante la miseria que me mantiene agonizante. ¿Acaso no te basta con negar mi identidad, mi esfuerzo, mi origen y mi destino incierto? ¿Acaso mi sudor no ha irrigado tus surcos interminables y fertilizado tus plantas desgranables?...entonces...¿Por qué cuando les pregunto por un pedazo de vida o por una porción justa del producto de mi trabajo, se esconden y me regañan y me humillan. ¿Por qué siguen negando que yo aporto mi gran cuota de esfuerzo para construir sus lujosas guaridas? Tu vida y la mía son diferentes. Sí, son muy diferentes, porque la mía ayuda a construir la tuya, y la mía queda herida, cansada y destruida, mientras que la tuya florece con orgullo; gobierna mi existencia y roba mi paz, mi energía, mi juventud y mi libertad. Vos entendés de qué te’stoy hablando ¿verdad? Sí, vos entendés, y ves mis cicatrices, pero no podés sentir mis dolores, porque mientras vos acariciás las rosas, yo corto las espinas, y mientras yo leo torpemente la palabra pescado, vos te comés la carne fresca, y para mí solo dejás las espinas. 55 Después de estar vigilando la olla hirviente por unos cuantos minutos, la sopa de huesos con guineos majonchos y chipilín, posaba humeante, como desafiando a nuestros impacientes paladares. —¿Muchachos cómo están? ¿Cómo los trata la vida por acá? —Pues fíjese que ahorita la vida nos está tratando muy bien don Chente, porque estamos alimentándonos con esta sopita que nos quedó bien rica con tanta verdurita que le echamos. —¿Gusta un cumbito de sopa de hueso? —Nombe, gracias Beto, pero acabo de comer. En otra ocasión con gusto se las vuaceptar, pero hoy comí temprano y ya ando bien empanzado. —Don Chente, ésta semana vamos a terminar el tablón de los pericos, según nos dijo el caporal. ¿Cuántos dillas más le calcula que podemos seguir trabajando por aquí? —Solo nos falta que cortar el tablón de los pinitos. Por eso solo dejé la cuadrilla di’ustedes y los colonos, pa’que terminen la quincena. A mí me gusta qui’ustedes estén aquí haciendo su pistillo, porque cuando terminan las cortas, esto queda bien sólo y triste. Ustedes le dan vida a la finca en la temporada de las cortas. Aunque ya estamos acostumbrados a la soledá del invierno aquí en la finca, siempre nos sentimos tristes cuando terminan las cortas, pues se siente bonito cuando hay mucha gente por aquí. A mí me gusta ver los niños corriendo por todos lados, y me gusta ver toda la actividad en el casco de la finca y en los cafetales. Yo creo que’s como cuando llegan las ruedas a Las Flores. Después de la gran alegrilla de la fiesta, sia de sentir triste’l pueblo cuando se van, ¿verda? Así son nuestras vidas aquí en la hacienda. ¿Pa’que fuimos pobres vaá? —dijo don Vicente con cierta resignación. 56 El día de pago llegó apresuradamente, y la línea en la oficina de pago era corta. Solo éramos unos cincuenta cortadores, incluyendo los colonos. Éramos los últimos que recibíamos el pago final por haber cortado hasta los granos más escondidos que quedaban en las puntas de los palos de café y debajo de las hojas secas. Las despedidas de los amigos de la finca eran emotivas. —Muchachos, muchas gracias por toduel buen trabajo que hicieron estiaño —decía don Hilario—. Cuídense mucho… y probablemente aceptemos la invitación d’ir a su pueblo; asi es que hay llego a Las Flores pa’ las fiestas. Quiero ir a ver todas esas mamayitas chelitas bellas que hay en Chalate, y a que nos echemos unas cuantas botellitas de ese chaparro rico qui’ustedes preparan con nances. Y también me gustarilla ir a tirarle con el veintidós a las palomas ala blanca qui’hay en esos dillas en los chaparrales del cantón —concluyó. —Hay lo esperamos pues don Hilario. Usté ya sabe que’s bien ricibido allá en Piedras Calientes. Le vamos a tener unas tres botellitas de guaro bien curado pa’que pasemos alegrones un buen rato. Le vamos a tener una buena hamaca bien ancha pa’que duerma agusto —le dijo el abuelo Pedro. —Vamos bien rápido a despedirnos de don Chente y la niña Mina, porque nos va garrar la tarde, y no vamos alcanzar el bus de la Vencedora de Occidente que tiene parrilla, que va directo pa’ San Salvador —dijo Beto. —Don Chente, ya nos vamos fíjese. Venimos a despedirnos y a darle las gracias por toda su ayuda, y por todas las atenciones quiusté siempre nos presta aquí en Tierra Virgen. Ya sabe que le’stamos muy agradecidos y que nos tiene a la orden pa’lo que necesite aquí en la finca —le dijo el tío Carlos. —Gracias a ustedes muchachos. Muchas gracias por ser tan buenos trabajadores y por el chaparro que me trajieron, que 57 estaba bien bueno. No se les olvide quiaquí siempre va’ber trabajo para ustedes mientras yo esté vivo y seya el mandador. —¿Quiénes di’ustedes se van a llevar los canastos pa’ Piedras Calientes? —preguntaron los más jóvenes. —Yo me vua llevar el millo pa’cortar maicillo —dijo Bonerge. —Yo también me lo vua llevar, y si alguien no se lo lleva, hay me lo dan, que yo necesito dos canastos —dijo mi papá. —Yo no dejo mi canasto chís, si me costó tres pesos, y está bien bueno todavilla —dijo Hernán. —Yo no me llevo esa babosada fella. Yo miagüevo d’ir con el canasto chuco en todos esos buses —dijo el tío Pedrito. —Yo no dejo mi canasto chís, si no me lo he güeviado, ni soy rico pa’ dejarlo. A mí me va servir pa’ la corta del maicillo. No me vayan andar buscando prestado el canasto cuando estén cortando maicillo, porque no se los vua prestar —dijo alguien más. La alegría de saber que regresábamos a Piedras Calientes era visible en todos nuestros rostros. Habían pasado unas pocas semanas, y por fin regresábamos a casa. Yo ya me imaginaba estar comiendo mangos verdes y jocotes de corona con sal y polvo de chile. Mis oídos ya escuchaban a lo lejos los ecos de Chalate resonando en las cuevas del cerro El Garrobo, llamándome para que regresara a la tierra bendecida, como dice el himno chalateco. —A la puta, apúrense babosos, vámonos ya, porque si no nos va dejar La Vencedora —decía mi papá, quien era el líder del grupo—. Si no los apuramos, los va tocar qui’agarrar dos buses pa’ llegar a San Salvador. Ya saben que’s mejor echar el buitre en una sola camioneta, que’n dos, porqui’hoy no compramos pastillas pa’ los vomitones. 58 Después de una hora de camino entre los cafetales, llegamos a la parada de los buses en la carretera de Los Naranjos. A los pocos minutos de estar esperando en la calle, apareció el gran bus verde, el cual iba lleno de pasajeros, la mayoría cortadores que venían de otras fincas de la zona, y unos pocos que tenían apariencia de ser trabajadores de oficina. Algunos de los pasajeros que no parecían ser campesinos, preferían levantarse del asiento e irse parados para no ir topándose con nosotros. A pesar de que parecíamos limpios, se notaba a leguas que veníamos de cortar café, y a lo mejor también olíamos mal, ya que bañarse bien en las fincas era difícil. En Tierra Virgen había poca agua para tanta gente, y no había ningún lugar donde bañarse. Para bañarnos teníamos que hacer una media cubierta con plástico negro por ahí a la orilla de un cerco, y con una guacalada de agua darnos un baño. También se tenía la opción de caminar por media hora hasta un riachuelito para bañarse, pero el agua era bien helada en diciembre, y no todo mundo quería bañarse en esas condiciones. Cuando tomábamos el bus, mi papá siempre buscaba una ventana, y si era posible, en el último asiento del bus, porque yo casi siempre vomitaba. En menos de dos horas, llegamos a la terminal de buses de occidente, en San Salvador. Desde allí teníamos que transportarnos a la terminal de buses de oriente, lo cual era la parte del viaje que yo más odiaba. Los buses urbanos siempre iban bien llenos, y nosotros llevábamos el gran montón de tiliches y unas cuantas libras de café seco que nos habíamos güeviado de poquito en poquito, hasta completar unas pocas libras. Los estudiantes y trabajadores capitalinos que viajaban en los buses nos miraban con lástima o talvez con desprecio; especialmente cuando alguno de nosotros vomitaba cerca de sus pies, y les topábamos los costales sucios que traíamos llenos de ropa chuca, platos de plástico, cacerolas, jarrillas 59 viejas, cobijas chucas, sacos de yute y demás chunches. Los buses urbanos no tenían parrilla para transportar cosas grandes, y no había otra alternativa para poner los costales, canastos y mochilas; así que nosotros las poníamos en el pasillo del bus. Por suerte, el tramo entre las terminales de buses no es tan largo, pero era el más engorroso para el grupo de cortadores de café. Llegar a la terminal de buses de oriente era una razón para celebrar en silencio. Yo me sentía más libre, más soberano y más dueño de mi niñez. En la terminal yo podía comer cualquier babosada, porque allí siempre agarrábamos el bus vacío y el último asiento de atrás, si nos poníamos abusados, y la competencia no nos ganaba. La carretera hacia Chalatenango cruza el río Lempa y pasa por paisajes de verdes planicies que me gustaba ver. Además, yo disfrutaba de las golosinas que podíamos comprar en los pueblos del camino donde el bus paraba. En la ciudad de Aguilares y El Coyolito, el bus se detenía por pocos minutos para recoger más pasajeros, y para que los pasajeros compráramos algo de lo que allí ofrecían los vendedores ambulantes. —Naranjas dulcitas, pupusas revueltas, elotitos asaditos, fresco bien dulcito, sandilla bien rica...¿va querer? —gritaban todas las mujeres, niños y hombres que vendían sus golosinas a los pasajeros. Cuando ya habíamos comprado golosinas; el bus reanudaba su recorrido, y después de unos cuantos minutos dejaba la carretera Troncal del Norte en el desvío de Amayo, para continuar hacia la ciudad de Chalate, hasta que finalmente llegábamos al pueblo que tanto queríamos, y que muy poco conocíamos. Ya en la ciudad, todos se dedicaban a comprar todo tipo de productos para llevar a casa. Algunos compraban chacalines, dulces de colación, machetes, cumas, 60 escoplos, hule amarillo para hondilla, cantimploras y demás cosas útiles en Piedras Calientes. Las mujeres también se entretenían haciendo sus compras. Ellas se iban a buscar fustanes, vestidos, zapatos garbal mil hoyos, yinas, candiles nuevos, hule negro para calzones, platos, coladores, fósforos y mucho más . —¿Todos tremos mucha hambre vaá? —dijo mi papá. —Sí, contestábamos todos —ya nos vienen chillando las tripas diahambre desdiace ratos. —Vaya, entonces porque no se van unos a comer rapidito al mercado, y yo me vua quedar con mi papá cuidando los tiliches. Cuand’ustedes regresen, vamos’ir a comer nojotros. Nos fuimos al mercado municipal rápidamente. Ahí habían varios puestos donde ofrecían variedad de comida, y se podía comer agusto muy bien sentados en unas bancas bonitas, o en sillas suavecitas, donde no dolían las nalgas al sentarse. ¡Era chivo ir a comer al mercado de Chalate! —¿Qué puyas va comer Güito? —me preguntó el tío Elio. —Yo vua pedir casamiento con crema, pollo frito, un güevo duro, tres tortillas y un fresco de orchata, ¿y usté tillo? —Yo vua pedir una sopita de gallina, un chunchucuyo bien asado, frijoles fritos, mantequilla y un rimerito de tortillas. Beto no era conocido por tener paciencia, y se desesperaba cuando los que andaban comiendo por el mercado no regresaban rápido. —Puuuta, estos babosos ya la cagan, s’están tardando mucho en el mercado. Piensan que nojotros no tremos bastante hambre también —le dijo mi papá al abuelo Pedro, ya con 61 enfado—. Papá vaya decirles a esos babosos choyudos que sia’puren, y di’una vez pide comida para usté mientras yo llego, porque usté es más choyudo que yo pa’mascar. Después de haber hecho todas las compras, era tiempo de irnos a la terminal de buses de Chalate a esperar el bus que nos llevaría a Piedras Calientes. Entre los buses más populares estaban: La Melgar, La Santa Amalia y La Tulita. Los del pueblo hasta sabíamos que buses eran más fuertes para subir las cuestas, que motoristas eran mejores y más amigables, y sabíamos reconcerlos hasta por el rugir del motor de cada una de las camionetas desde nuestras milpas cerca de la calle. Otras cosas importantes sobre los buses, era saber desde donde hasta donde cobraban las tarifas. Algunas personas de Las Limas como: don Eulalio Alas, don Vence Menjivar, Pillín, la ñora Josefina, La Otilia y La Tula; y de Piedras Calientes: Chemo, Pancho y Pedro Sapo, caminaban unos tres kilómetros hasta la parada de Gualpeto para ahorrarse veinticinco centavos de pasaje. Los buses cobraban un Colón veinticinco centavos desde Las Limas hasta Chalate, pero solamente cobraban un Colón desde la parada del palo de mango a la orilla de la quebrada de Gualpeto. —Ya viene La Tulita, pónganse abusados pa’garrar asiento. —Ustedes zámpense agarrar asiento y nojotros vamos a subir los bultos a la parrilla. Tengan cuidado con los chunches millos porque llevo unos bolados de quebrar —dijo mi papá. Después de un rato recorriendo la polvosa carretera, y de haber pasado dejando otros pasajeros por San Miguel de Mercedes, Los Ranchos y los cantones Guarjila, Guancora y La Lagunita, llegamos a la parada de la peñita de agua. —Hey, jálenle la pita a la camioneta, que ya llegamos a la parada —gritó alguien del grupo del caserío. 62 La parada de buses de la peñita de agua estaba silenciosa, esperándonos como siempre. Su gran palo de conacaste, el cerco de piedra de la casa de don Chepe Urbina y unas cuantas piedras que servían de asientos, nos daban la bienvenida al camino que conducía al caserío que todos amábamos. Los palos de mango del guatal del Quequeshque, que estaban a la orilla del camino en el jagüey, eran los primeros en darme la satisfacción de regalarme los primeros mangos tiernos. En Piedras Calientes, todos teníamos la costumbre de generar hipótesis sobre los resultados económicos que el grupo recién llegado había obtenido en las cortas de café. Basados en la duración de la estadía, en lo bueno que se suponía había sido la cosecha de café, y en la habilidad para cortar de cada uno, todos especulábamos sobre cuanto pisto había ganado cada uno de los que regresaban. En promedio, los mejores cortadores lograban hacer entre trescientos y cuatrocientos Colones en el período de las cortas de café. —Ya regresaron los que andaban por Tierra Virgen, y han de venir bien rolludos los babosos —murmuraban los que ya habían llegado de las otras fincas. Con nuestra llegada, Piedras Calientes volvía a tener la misma población. Esa tarde el plancito se llenó de gente más que de costumbre. La curiosidad de todos por saber cuánto pisto habíamos ganado los que habíamos regresado de Tierra Virgen era grande. No era algo nuevo, y más bien era lo que se esperaba. Todos querían saber cómo les había ido a los otros del caserío en las cortas de café en Santa Ana, en el oeste del país. La semana que seguía después de regresar de las cortas de café, nadie trabajaba, y algunos se reunían a contar sus pasadas de las cortas de café y a descansar; lo cual servía para reinsertarse de nuevo en la vida cotidiana del caserío. El regreso de todos los que habíamos ido a cortar café revivía 63 a Piedras Calientes depués de la soledad de los últimos dos meses, cuando muy pocos se quedaban en el valle. Naipes nuevos, linternas de tres baterías, navajas brillantes, colines y guarisamas nuevas; sombreros picudos y de ala ancha y alguno que otro radio nuevo, era usual ver en el plancito por las tardes, después de regresar de las cortas de café. Aires de prosperidad se respiraban en todo Piedras Calientes y los demás cantones y caseríos de Las Flores. Los candiles iluminaban con más intensidad y por más tiempo que nunca las sencillas casas de adobe. La luz también llegaba levemente al tabanco que guardaba celosamente nuestros granos alimenticios, que eran parte de nuestra fuente de nutrición para el año venidero, y con suerte y buena administración, para un tiempo más largo. Los árboles del patio de nuestras casas y los del alrededor del plancito dejaban caer sus hojas amarillentas libremente, como aceptando su independencia para morir en las secas garras del verano del trópico centroamericano. Nuestras vidas en Piedras Calientes continuaban con la pobreza y la alegría de siempre. Éramos pobres pero parecía que no nos dábamos cuenta de ello. Nuestra riqueza radicaba en vivir una vida llena de pequeños triunfos económicos, de la unidad familiar y la convivencia social armoniosa con el hombre y la tierra, así como de disfrutar el contacto con la naturaleza y los demás elementos que ella nos proporcionaba diariamente sin condiciones. El período de verano entre febrero y mayo era de trabajo esporádico para muchos en el caserío. Lo más común era que cortáramos leña para guardar para el invierno. También se hacían tejas, ladrillos y adobes, cuando alguien necesitaba construir una casa. 64 Otros reparaban cercos y falsos; y si tenían suficiente agua en sus terrenos, hacían alguna tomatera u otra hortaliza. Algunos del Palo Verde, también cortaban árboles para aserrar y vender las tablas, que servían para suplir las necesidades de hacer muebles rústicos, cajones de muerto y techos de casas para los pobladores de la zona. Mi papá era el constructor, carpintero y peluquero de Piedras Calientes. Él hacía por lo menos una casa cada verano, y de vez en cuando, algún cajón para enterrar a alguien del valle. También hacía sillas, sancudos, mecedoras, bancos, cuquitas, mesas, camas y tijeras de lona, molinillos para batir huevos para punche, puertas de casas, ponederos de platos, yugos para ponerle a los bueyes, arados, surrones de cuero y aparejos para caballos, y otros utensilios. Don Beto Urbina generalmente cobraba entre trescientos a cuatrocientos Colones por construir una casa, dependiendo del tamaño de la casa y otros factores determinantes. Si el dueño quería poner el agua potable, hacer una pila para echar agua y cuartito para bañarse, con desagüe; también él lo hacía. El dueño de la propiedad tenía que pedirle permiso a don Luis Lemus de El Palo Verde, y solicitarle las herramientas para hacer las tuberías. Don Luis era el encargado del mantenimiento del proyecto de agua potable para el cantón La Lagunita que la gente había elegido. Dicho proyecto fue el esfuerzo de don Juan Gringo, como era conocido el joven norteaméricano que vivía con la Juventina Alas en Las Limas. Él movió cielo y tierra para lograr realizarlo junto a miembros de la comunidad de los caseríos del cantón La Lagunita, que fuimos los beneficiarios de su iniciativa. La tubería de agua recorría más de cuatro kilómetros a la orilla de los caminos, desde las faldas del cerro Los Mogotes en el cantón La Lagunita, donde estaba el tanque principal y la caja de contención. Desde allí pasaba por el cantón Lagunita, luego por El Palo Verde y El Garrobo, hasta llegar al plancito de Piedras Calientes, donde terminaba en el chorro público de cemento y piedra que don Beto Urbina construyó y que terminó el veinte de enero de mil novecientos sesenta y nueve. 65 La hora de comenzar un nuevo estilo de vida llegó a las puertas de mi niñez. —Chepe, mañana le decís a tu nana que te bañe temprano, porque don Chus va’venir a matricularte. Decile que te saque con un trapo con gas las soguillas de tierra que tenés en el pescuezo pa’que te mire limpio. Tratá de ponerte un pantalón que no tenga remiendos y ponete los zapatos burros de cuero que te compré en diciembre en la tienda de Nico Vides —me dijo mi papá—. El sábado yo vuir a Chalate y te voy a comprar el Silabario, un cuaderno rallado y uno para dibujar, y colores y lápices pa’que estés listo pal primer dilla de clases. También te vua comprar un pedazo de lona gruesa pa’que tu nana tiaga un buen bolsón. Después de matricularme y de que mi papá me comprara todo los materiales necesarios para ir a clases, llegó el día de ir a la escuela en El Palo Verde, el caserío más cercano que tenía una escuelita para enseñar primero y segundo grados; con un profesor solamente. Las clases comenzaron un lunes a las siete y diez de la mañana. Llegamos unos quince cipotillos a la primera clase, y lucíamos como pollitos recién salidos del cascarón, mirándonos los unos a los otros, como animalitos raros. El profesor comenzó con todas las instrucciones sobre que hacer y no hacer en el aula y con el Silabario. —Vamos a comenzar con la lección de papá —dijo. pa: Papá tiene dos palos de poshtas y uno de achiote. pe: Pedro corta chichiguas y siguanperes en el guatal. pi: Pirujo juega con la Lupe, y los dos cortan anonas. po: Poncho tiró un chipustazo de lodo en el tabanco. pu: Pucuyo corta papaturros en el guatal de la Lola. Cuando el verano estaba a punto de terminar, comenzaron a aparecer varios chuchos con rabia en los caseríos del valle. 66 Algunos días, especialmente por las tardes, se oía en Piedras Calientes los gritos anunciando la presencia de algún perro infectado con la peligrosa enfermedad, con síntomas ya avanzados y conocidos por nosotros. —Por hay va pasando un chucho negro con rabia pa’bajo. El nimal ya va babiando bien fello …espérenlo por la casa de Beto —gritaban los que vivían en la parte alta del caserío. En ese mismo momento, salían a esperarlo o a seguirlo, mi papá, Pancho, Hernán, Bonerge y los demás de las casas del centro de Piedras Calientes. Muchas veces, los perros caían muertos bajo la filosa figura de la guarisama o del colín puntudo. Otras veces sucumbían bajo las balas infalibles del fusil veintidós de Hernán, de Toño Mulquite o de mi papá; o de un revolver treinta y ocho; así como bajo una lluvia de pedradas de hondilla o apaleados por los más atrevidos. En pocas ocasiones los perros escapaban. Cuando los perros con rabia no se mataban, estos usualmente mordían a otros perros y los infectaban con la enfermedad. También de vez en cuando mordían a la gente. Matar perros enfermos no era algo bien visto aún por los que los mataban, pero no sabíamos otra forma de contener ese riesgo, y decían que la enfermedad no tenía cura, pero se podía prevenir con vacunas al nomás ser mordido. En todas las casas del caserío teníamos perros aguacateros y ellos eran una parte importante de nuestra vida contidiana. Si un perro con rabia mordía a alguien, el precio era caro para la víctima. La persona mordida tenía que ir varios días a la clínica de salud de Las Flores, hasta que le pusieran todas las inyecciones antirrábicas necesarias alrededor del ombligo. La peste de la rabia representaba una gran amenaza para todos, especialmente para mí. Yo tenía que caminar de lunes 67 a viernes a la escuela del caserío El Palo Verde, el cual estaba aproximadamente a unos dos kilómetros de mi casa. —Se va bien rápido pa’ l’escuela —me recomendaba mi papá—. Si oye que los chuchos están latiendo o si ve que viene un chucho babiando, escóndase donde pueda. Súbase a un palo, o si va cerca de la casa de Saúl Recinos, de Pedro Sapo, de Eliberto Alas o de la Celia Porrón, métase allí, y no se vaya hasta que ya no latan los chuchos. De todos modos vaya fijándose bien en el camino. Siempre lleve la hondilla en la mano y varias piedras listas pa’tirar. También lleve aunque seya un palo en la mano, y si se le acerca un chucho, procure darle lo más duro que pueda un leñazo en el hocico, que con eso se va detener —me decía. Cuando los perros ladraban, especialmente cuando iba por el trecho del camino donde no habían casas, el miedo sacudía mis delgadas piernas. En ocasiones me escondía detrás de un cerco de piedras o corría para subirme a algún palo que no era muy difícil. A lo largo del camino yo había designado lugares estratégicos para protegerme, de acuerdo a los consejos de mi papá. El único lugar donde no había posibilidades de protección, era el trecho entre la pila de las casas de El Garrobo y la escuela. Ese trecho era el potrero que había que cruzar para llegar a la escuela, la cual estaba al final del potrero, en la parte baja del Palo Verde. El camino era despejado, sin cercos a la orilla, solo había zacate y árboles retorcidos de sicagüite en los que yo no podía subirme. —Cuando llegue a la pila del Garrobo espérese un ratito en el cerco —continuaba recomendándome mi papá—. Si’oye que los chuchos laten, se mete a la casa de la ñora Minta. Si los chuchos no están latiendo, váyase corriendo hasta l’escuela. Si por desgracia no puede evitar quiun chucho se li’acerque, grítele bien fuerte y agárrelo a bolsonazos, que los animales también se asustan con los gritos di’uno —me dijo muy seriamente. 68 El tiempo normal para llegar a la escuela era como de veinte minutos, caminando rápido, si no había perros con rabia. El trecho entre la pila de El Garrobo y la escuela me tomaba unos cuatro minutos solamente, pues casi siempre corría. Si había ladrazón de perros podía demorarme más de media hora en llegar a la escuela, pero siempre llegaba a clases. En ocasiones, cuando por casualidad un hombre iba al mismo tiempo que yo hacia El Palo Verde, me iba con él, pues generalmente llevaban corvo o pistola, y casi todos sabían de quien era hijo yo. Cuando iba una mujer, también me iba con ella, aunque prefería irme con un hombre porque me sentía más seguro. La lluvia no me detenía para ir a la escuela, y al contrario, me gustaba que lloviera para venir metiéndome en las pocitas que se hacían en el camino. Si estaba lloviendo conseguía una bolsa plástica para meter los cuadernos, me quitaba los zapatos y me iba a clases tapado con una bolsa grande de las que sobraban de los costales de abono. Generalmente llovía en la tarde, cuando ya estábamos saliendo de la escuela o cuando iba en el camino. Muchas veces llegaba todo enlodado a la casa, pues el camino se ponía resbaloso, y con frecuencia me caía en el lodasal negro y pedregoso. De regreso a Piedras Calientes el camino era una bajada barrialosa que se ponía muy lisa con la lluvia. Los pantalones siempre se me rompían de las nalgas y las rodillas, porque me pasaba deslizando en cualquier piedra o raíz que había en el camino. Los zapatos tenían que ser de hule, porque los de cuero no aguantaban en el invierno, además eran más caros y un lujo que mis padres no podían pagar en esos tiempos, cuando para adquirir cualquier cosita básica se requería de mucho esfuerzo para ganársela. —Te les vua tener que poner un remiendo de cuero de vaca vieja, pa’ ver si así te duran más los pantalones —me decía mi mamá, medio enfadada, cada vez que yo llegaba con el 69 pantalón roto—. Muchachito este, véngase con más cuidado pa’que no se enchuque tanto en el camino —me dijo. El cerro El Garrobo fue testigo de mis primeros temores infantiles, de mis aventuras de cipotillo, y de los retos del camino solitario y difícil que conectaba el caserío de Piedras Calientes con El Palo Verde. El costado noreste del cerro El Garrobo aparecía ante mis ojos desde que dejaba la última casa de Piedras Calientes. El camino hacia la escuela pasaba a un lado del cerro, y ahí también estaba el grupito de las cuatro casas, que también eran conocidas como las casas del Garrobo, que debido a la cantidad de las viviendas no calificaba para ser caserío. Ya en la escuela, el costado suroeste del cerro del Garrobo parecía solemne e imperativo, vigilante de mi necesidad de aprender a leer y escribir bajo las enseñanzas de don Chus Guardado. El cerro parecía una estatua grande en forma de cono que me perseguía por todos lados; de la cual no me podía escapar, pues siempre estaba a la vista por donde quiera que yo fuera en los alrededores del valle. Grandes piedras negras, árboles de jiote que se agarraban de su piel áspera; y pequeñas cuevas que servían de guarida a garrobos, iguanas, murciélagos, charancacos de charcha y tacuacines, eran los perennes y misteriosos pobladores que el cerro tenía. El montículo de piel rústica verde-oscura también era fuente de vida para grandes tubérculos de barbasco, que en el caserío ocasionalmente utilizábamos para la pesca a comienzos del verano, cuando la corriente de la quebrada del Jinicuil ya no era tan fuerte. Mi mamá vigilaba con paciencia el desarrollo de mi niñez. —Chepe, enseñáme los dientes —me decía—. Déjame ver si ya se t’están aflojando un tantito. Si sentís que tenés un 70 diente un poco flojo, seguítelo aflojando hasta que esté bien flojo, y después le decís a tu tata que te le de un solo guiñón con un cáñamo de nailo—. Estate moviéndo los dientes Chepe, porque si no te los arrancás a tiempo te van a salir todos arrimerados y fellos. N­o vayas a tirar los dientes al entejado cuando te los arranque tu tata, porque si no se los van a llevar bien lejos los ratones, y nunca te van a nacer los nuevos —amenazaba mi mamá. —¿Es cierto eso de que los ratones se llevan los dientes si uno los tira en las tejas papá? Yo no le creo a mi mamá, pero ella así me dice a cada rato. —Nombe vos Chepe, que vas a crer. No liagás tanto caso a tu nana, esues mentira. Los ratones solo comen mais, maicillo, tortillas… y queso, si’uno los deja mal tapados. Tu mamita Lila me decilla lo mismo a mí cuando yo era bicho. Yo siempre tiraba los dientes en cualquier lugar cuando me los arrancaba, y mirá los millos, hasta ralos me salieron. Pero me sirven mucho pa’ comer mangos maduros, porque ni las hilachas se me quedan trabadas —dijo. El verano siguiente, como de costumbre, fuimos a la finca Tierra Virgen. Allí seguían las mismas plantillas, la misma carreta repartidora de almuerzos -un poco más vieja-; las bodegas, el palo de amate y demás cosas que mirábamos cada año. Ante mis ojos nada parecía haber cambiado en la finca, sin embargo, yo había cambiado mucho. A diferencia del año anterior, ya podía leer frases enteras y cantidades. También leía todos los rótulos de las tiendas, los nombres de los buses y cualquier otro letrero que miraba por donde pasaba. —Allá viene la camioneta grandota azul de la Güevara, papá. —No se dice Güevara Chepe, se dice Guevara —me corrigió. 71 La mitad del verano había quedado atrás. Una vez más regresamos de las cortas de café, y los retorcidos y barrialosos caminos hacia Piedras Calientes recibieron nuevamente la presencia de sus forjadores. Ese verano, mi papá y mis tíos recibieron la oferta de hacer tejas para un par de casas: una en El Palo Verde y una en El Garrobo. Yo estaba emocionado de saber que podría participar en tal tarea, la cual parecía entretenida. Mi papá comenzó a repartir las tareas para la elaboración de las tejas, y a mí me tocó ir a buscar burril de caballo, chirica de vaca y zacate de conejo. Mientras tanto, los demás se dedicaron a conseguir la leña para quemar las tejas y arrancar el barro y la tierra blanca. También limpiaron el pozo de donde acarrearíamos el agua, chapodaron el espacio donde pondrían las tejas a secar, e hicieron la pila donde se batiría el barro con burril en polvo. Además, mi papá, con la ayuda de sus hermanos, hizo el cusuco, la gradilla, la plancha y el tapesco donde se formaba la teja para ponerla en el cusuco. Cuando todos los materiales e instrumentos estaban listos, comenzamos el proceso de elaboración de las tejas. Dos tíos se dedicaron a preparar el lodo para las tejas, el cual no tiene que llevar ninguna piedrita porque si no la teja se quebraba al quemarla. Después de que el lodo estaba listo, lo colocaban a la par del tapesco, formando como un tronco de árbol al cual le llamaban el mono, del cual mi papá agarraba porciones de lodo para formar la teja. Él lo ponía sobre la plancha de madera, a la cual antes le echaba ceniza para que el lodo no se pegara a la madera a la hora de transferirlo al cusuco. Luego, el lodo lo esparcía dentro de la gradilla, tratando de buscar cualquier piedrita que se les hubiera escapado a los tíos. Posteriormente pasaba una regla de madera sólida sobre el molde para que el lodo quedara uniformemente distribuido en la gradilla, con un espesor de unos dos centímetros. Cuando la teja ya estaba formada en 72 la gradilla, se le pasaba la mano con un poquito de agua para alisar la superficie. Finalmente, se ponía el cusuco próximo a la plancha para deslizar con mucho cuidado la teja sobre el molde. De último, mi papá caminaba hacia la placita para realizar la maniobra más complicada: la de sacar el cusuco y lograr que la teja se quedara detenida por su propia cuenta, sin perder la figura. Dependiendo que tan bien se hubiera preparado el lodo de barro, así era de fácil o difícil lograr que la teja no se cayera al nomás sacar el cusuco. Cuando la teja no lograba quedarse parada, se recogía y se tiraba de nuevo al mono, no sin antes haber removido cualquier piedrita o suciedad adquirida en su fracasado intento de convertirse en teja cruda. Había días en que hacíamos unas doscientas tejas o más. Para que las tejas se secaran completamente se requería por lo menos cinco días, y se debía tener mucho cuidado para evitar que perros u otros animales llegaran a pararse en ellas mientras se secaban. Para finalizar el proceso de elaboración de tejas, cuando ya se tenían unas mil quinientas tejas secas, se ponían a quemar. Para quemar las tejas, se colocaban juntas, paradas en capas como haciendo un círculo, y se metían rajas de leña en medio de cada capa del círculo para que todas se quemaran bien. Cuando ya estaban todas las tejas en el círculo, se cubría con chirica de vaca, zacate seco y más leña seca, generalmente de sicagüite, que era la más abundante y duradera. Después de varias horas de fuego, se habían consumido todos los materiales combustibles, y finalmente aparecían las hermosas tejas rojizas; nacidas del suelo de Piedras Calientes y del esfuerzo y sudor de mis familiares y el mío. Después de una semana, se terminaba de hacer las tejas, y se comenzaba a cortar la madera para las vigas, hacer los adobes, los cuartones y los horcones. Para el techo se preparaban tablas, varas de bambú cortadas por mitad o varas de caña brava para sostener las tejas. Cuando todos los materiales ya estaban listos, se iniciaba la construcción de la casa. 73 El primer mes del año, los cipotes de Piedras Calientes lo gastábamos buscando los primeros mangos tiernos que comenzaban a crecer en los árboles de los alrededores del caserío, especialmente a la orilla de la quebrada del Jinicuil. Las expediciones de cipotes a apedrear los palos de mango que no tenían dueño a la orilla de la quebrada de El Jinicuil en la peña mora, era casi una devoción de todos los días. Hondillas, piedras y garrotes eran los instrumentos más utilizados para derribar las apetecidas frutas verdes. Nunca nos faltaban las cajitas de fósforos llenas de sal y la navaja bien afilada para pelarlos y saborear el ácido sabor de la fruta. La compra y venta de chibolas de cera de chumelo, trompos y capiruchos era la fuente de ingresos que algunos niños teníamos para comprar hule para las hondillas. Estas eran nuestras armas favoritas de bajo costo, que utilizábamos para bajar mangos, matar pájaros, garrobos, conejos y otros animales silvestres comestibles. Febrero siempre llegaba a restringir nuestras aventuras del verano. La escuela comenzaba a mediados del mes, y todos debíamos asistir a clases por la mañana. La escuela del pueblo quedaba mucho más lejos que la del Palo Verde. Para llegar teníamos que atravesar el terreno de doña Juana Tiliches, luego pasábamos por la quebradita, llegábamos a la quebrada y subíamos la cuesta del amatillo, para luego llegar al cantón Las Limas. Allí pasábamos tomando agua en los lavaderos públicos que recién habían construido a comienzos de la década de los setenta, para luego irnos de un solo tirón hasta el pueblo, pasando antes por el Ujuste o El Peligro y El Charancacal o caserío Los Henríquez. Después de regresar de la escuela, los varones usualmente teníamos que ayudar en las tareas agrícolas por un rato. —Chepe, cuando vayas ayudarme a la milpa acordáte que la 74 quebrada está bien crecida allí por la pasada pal guatal de la poza del potrero. Mejor te vas a dar la vuelta hast’el paso de los caballos, por donde lava ropa la ñora Gustina, porque allí el rillo nues tan fuerte, porque’s más ancho y plano —me recomendaba mi papá. La lucha contra todas las inclemencias naturales y sociales era un reto para nuestras tiernas edades. En muchas ocasiones, el invierno nos sorprendía con fuertes tormentas con rayos, truenos y relámpagos al mediodía. La quebrada de El Jinicuil crecía rápidamente, y teníamos que esperar en la orilla hasta que bajara la creciente, o hasta que vinieran los adultos a ayudarnos a cruzarla. Para cubrirnos de la lluvia siempre llevábamos una bolsa de plástico, la cual obteníamos de los sacos de fertilizante que se compraban cada invierno. Cuando la lluvia era muy fuerte, nos quedábamos sentados detrás de una piedra o acurrucados debajo de un árbol, pues muchas veces la lluvia venía con viento y nos resultaba difícil caminar. La quebrada del Jinicuil rugía como fiera salvaje. Sus fuertes corrientes de aguas turbias arrastraban troncos, piedras y animales que habían sido sorprendidos en la orilla. Los palos de chaparro y de sicagüite callaban la descripción húmeda de nuestras afligidas siluetas. Ellos eran cómplices de nuestras desventuras, y parecían hablarnos con sus ramas movedizas para expresar su solidaridad con nuestra causa infantil para el futuro. Nuestra lucha no era solamente contra las primeras leyendas de la cultura nacional que teníamos que memorizar, ni contra las tablas de multiplicar y dividir; nuestra lucha también era contra los caprichos de la naturaleza, que siempre parece ensañarse con los más desposeídos, como si no fuera suficiente lo que hacen contra ellos los más afortunados de la misma especie. —A la puya, haber si pasamos —decía Manuel Urbina, quien sufría de incertidumbre a la hora de saber si habíamos pasado al grado inmediato. 75 —Talvez pasemos hombe —dijo Jorge con cierta inseguridad. —Mañana les vamos a dar los certificados, y todos los alumnos tienen que venir a recogerlos —dijo la niña Yita. El día siguiente todos recibíamos las buenas nuevas: Jorge Guardado —pasó raspadito con cinco, pero pasó. Manuel Urbina —también pasó raspadito, pero pasó. El papel que confirmaba nuestro ascenso educativo era el símbolo comprimido de muchos sacrificios; la recompensa de las largas caminatas diarias y de las frustraciones por no haber estado suficientemente grandes para colgarnos clandestinamente de los buses en la cuesta de Las Limas y así evitarnos la caminada. Los árboles de sicagüite, los chaparros y los almendros de la cuesta del amatillo parecían estar contentos. Sus hojas se movían tenuemente con los húmedos vientos que venían del sur. Sus ramas se movían armoniosamente, como saludando nuestro triunfo infantil. Ellos eran fieles y comprensivos. Nunca nos guardaron rencor por los golpes que sufrían sus ramas cuando apedreábamos las chinchintoras y cenzontles bobos que llegaban a descansar y almorzar en sus benignas ramas cargadas de nutritivas semillas. —¡Híjole, ya vamos’ir a quinto grado el otruaño! Después del mudo Celestino Urbina, nojotros vamos a ser los más estudiados del aria de Piedras Calientes, El Garrobo y Los Chocoyos —comentábamos entre nosotros mismos, con cierto orgullo. A finales de noviembre nos preparábamos nuevamente para ir a las cortas de café en el occidente del país. En la casa mi mamá preparaba la comida que llevaríamos en el viaje. Durante los preparativos para el viaje a las cortas de café, todos los de la casa teníamos que participar en la preparación de la comida que llevábamos a las cortas, para los días antes de recibir comida de la finca. 76 —Chepe, si querés salir a jugar tenés qui’ayudarme antes a moler dos cumbadas de mais, porque tenemos que’char las pupusas de frijoles, las tortillas, los totopostes, las rosquillas y los tamales pisques que vamos a llevar a las cortas. —Mamá, mejor dígale a la Nora que muela el mais. Solo a mí me dice siempre ¡ve! Como si solo yo vua comer de todueso. —Vos tenés que moler dos cumbadas, y tu hermana me va’yudar con una cumbada también. —Está bueno, voy a moler una cumbada y la mitá nada más. —Nombe, vos tenés que moler las dos cumbadas de mais completas, si no le vua decir a tu tata cuando venga de la milpa, pa’que te castigue por haragán. Nada te cuesta moler dos cumbadas de mais. —Entonces eche el mais ya pues, las voy a terminar bien rápido, pero no apriete mucho los dientes del molino porque si no me cuesta mucho la molida. —No se te vaya quer el cumbo del molino por estar di’apurado Chepe. Si lo botás, hay te va tocar recoger el mais, y lo vas a tener qu’ir a lavar vos solito al chorro, y te van a ver las bichas lavando mais, como si jueras niña. —A mí no se me caye el cumbo con mais tan chiche. Los hombres todo lu’acemos bien. —Puercada éste, nias mudado los dientes bien, y ni te podés bañar solo, y ya te crés hombre. —Ya los mudé todos. Solo falta que me crezcan un poquito. Ya me los vi en el corvo empavonado de mi papá; ¿usté cre que soy tonto mamá? —¡A la púchica, quien te gana a vos babosada con tus alegos! 77 —Apúrese pues, eche el mais en el cumbo, que ya quiero terminar de moler par’ir a oír la novela de “Rayo de Plata” donde la ñora Genara Urbina. También quiero ir a buscar la gallina sarada pescuezo pelado de mamita Lila en la chácara, pa’tocarla pa’ver si va poner güevo, porque usté yace dillas que no me deja comerme un güevito puyado con limón y tortilla tostada a mí solito. Esa noche los candiles consumieron más gas kerosene que de costumbre para iluminarnos, como siempre lo hacían cada vez que preparábamos la comida para llevar a las cortas de café. En esa ocasión nos acostamos como a las once de la noche, pues estuvimos haciendo todos los preparativos para el viaje. El día siguiente, a las tres de la madrugada, todo el contingente que íbamos para Tierra Virgen estaba ya listo en el plancito. La luna estaba llena, por lo que la caminata hasta Chalate sería fácil, aunque iríamos bastante cargados con tanto tanate que llevábamos pa’ las cortas. —Pancho, ya nos vamos, si no si’apura se va tener qu’ir solo pa’ Chalate —gritábamos todos. —A la puta, este baboso de Pancho es pior que las mujeres pa’salir —decía Hernán, ya impaciente. La caminata desde el caserío hasta llegar a la ciudad de Chalate tomaba como tres horas, si no había algún contratiempo en el camino, y si no pesaba mucho la carga que llevábamos. Teníamos que recorrer a paso normal unas cuatro leguas o dieciséis kilómetros para llegar a la ciudad. En el pueblo pasábamos comprando pastillas para no vomitar en los buses y otras para dolores de cabeza, para curar la diarrea y para curarnos pequeñas heridas durante nuestra estadía en las fincas. También pasábamos por la casa de mis abuelos recogiendo al tío Perucho, quien siempre iba con nosotros a las cortas de café. Después de un breve descanso, salíamos de Chalate en bus hacia San Salvador. Cuando llegábamos a la terminal de buses de oriente, en San Salvador, teníamos que 78 tomar los buses hacia la terminal de buses de occidente, en el otro extremo de la ciudad, para finalmente tomar otro bus que nos llevaría cerca de nuestro destino final. Finalmente, después de viajar menos de dos horas en bus y de caminar unas dos horas a pie, llegamos nuevamente al casco de la finca Tierra Virgen. Como siempre, fuimos a saludar a don Chente y a avisarle de nuestra presencia. Después de que mi papá y los demás hablaron un rato con él, nos fuimos para la galera, pues aún no había mas gente, ni pulgas. Allí descansamos un momento y luego dimos una vuelta en los alrededores, para ver cómo estaban los cafetales. Nosotros éramos los primeros cortadores en llegar. Con nuestra presencia la finca comenzaba a tener más vida. Cuando comenzó a oscurecer llegó don Vicente a conversar con el grupo. —¡Que grande está Chepito ya Beto! Ha crecido un montón en un año el cipotillo. Ya se mira hasta más pícaro el bandido. —Sí mire hombe, y’está grandecito este babosito. Fíjese que ya pasó a quinto grado, y es bueno pa’ leer y pa’ la matemática. Ya se sabe todas las tablas de multiplicar y dividir, y lee bien rápido el jodido. —Ha salido bien inteligente pa’ l’escuela el cipote pues. Hay lo vua contratar pa’ que seya mi escribiente aquí en la finca cuando crezca —dijo don Vicente. Los días pasaban rápidamente en la finca. Yo miraba con admiración a los hombres que cargaban con gran habilidad los pesados sacos de café en los grandes camiones. Los cargadores se echaban al hombro los sacos llenos de café con increíble rapidez y fuerza. Algunos de ellos tenían tanta fuerza que hasta levantaban un saco de ocho arrobas con los puros dientes, exhibiendo su hombría. 79 Después de la pesa de los granos en el recibidero, los camiones abandonaban el lugar, llevándose con su fuerza mecánica la acumulación de sudor, raspones, hambreadas y agüevadas de los caporales y capataces de la finca. Al comenzar a oscurecer, mirábamos pasar en la calle, a la orilla del casco de la finca, los camiones marca Hino, que se llevaban todas nuestras energías comprimidas en los sacos de yute y de mezcal. Iban hacia los beneficios procesadores, donde transformaban el fruto del trabajo mal pagado de los trabajadores en granos limpios que tenían el poder de construir mansiones lujosas, comprar carros bonitos nuevos, y pagar por viajes caros alrededor del mundo para los ricos propietarios de las haciendas. Todos los cortadores que trabajábamos en la finca Tierra Virgen considerábamos a don Vicente Pérez como un buen mandador y un buen ser humano. A la hora de la pesa del café, don Chente metía la puya de medir hasta el fondo de los sacos y anunciaba en voz alta la cantidad de arrobas y libras que contenía el saco. El escribiente iba anotando en su libro todas las arrobas que él anunciaba. Don Chente siempre recomendaba que uno llevara su propia cuenta para que al fin de la quincena no nos hicieran jarana a la hora de pagarnos. Una vez más, llegó el último día de recibir pago en la finca. Las despedidas de los nuevos amigos que se habían hecho en la temporada eran emotivas. Todos se invitaban mutuamente a las fiestas patronales de sus pueblos y a chupar chaparro y chicha elaborados en las sacaderas clandestinas. Lo que más les gustaba a algunos invitados que llegaban a visitarnos a Piedras Calientes era ir directamente al lugar de producción del guaro chaparro, para observar todo el proceso de fabricación de la bebida, el cual era simple pero interesante. Para comenzar a producir chaparro, se tenía que conseguir un sitio remoto y de difícil acceso, pero con facilidad para conseguir agua; por lo que usualmente se escogía algún barranco próximo a un riachuelo poco visitado por la gente. 80 El proceso comenzaba consiguiendo unas tres ollas grandes para llenar con agua y posteriormente echar el maíz y el dulce de panela. Después de un poco tiempo en los contenedores con agua, el maíz se fermentaba, y en ocasiones hasta nacían gusanos en el proceso de fermentación, del cual se generaba la chicha, que cuando aún no se ha vuelto amarga tiene un sabor agradable. Cuando la chicha se vuelve amarga, es el momento adecuado para comenzar a fabricar el guaro. Para el proceso de cocimiento de la chicha, se utilizaba una olla grande de barro, a la cual se le adaptaba una tapa especial echa de barro, conocida como el cabezón; cuya función era colectar el vapor que se generaba al hervir la chicha. La colección del vapor se realizaba poniendo una tela en la parte interior del cabezón, la cual tenía un hilo grueso que se insertaba en la única salida de dicho pertrecho. Una vez la tela se empapaba de vapor, éste buscaba la salida por el cáñamo, que terminaba en una botella grande de vidrio; naciendo de esa forma el famoso chaparro: el licor oficial e ilegal de la campiña salvadoreña en esos tiempos. Cuando la guardia nacional capturaba a un fabricante de chaparro; éste era llevado hacia el pueblo cargando el cabezón. Ese pertrecho era la evidencia del delito, sin embargo, el castigo no era muy severo y usualmente consistía en pasar unos dos días en la cárcel -que era una celda chica en la alcaldía-, y pagar una multa. En la hacienda Tierra Virgen, don Vicente lucía más viejito y cansado cada año que pasaba. —Adiós don Vicente, cuídese mucho —le decíamos todos. —Adiós muchachos, haber si todavilla mi’hallan vivo el otruaño que vengan —respondió, apoyándose en su bordón de palo de café que mi papá le había hecho de una rama bonita de un palo viejo. 81 A diferencia de los años anteriores, las cortas en Tierra Virgen terminaron más temprano, y fuimos los primeros en regresar a Piedras Calientes. Cuando regresamos, la soledad del caserío era bien notoria. En la época de las cortas de café solo quedaban los viejitos, niños y unas pocas mujeres que no habían ido a cortar porque tenían niños recién nacidos o porque estaban enfermas. Todos los adultos, los jóvenes y unos cuantos cipotes todavía mudando los dientes, nos íbamos a las cortas de café. Ese año me incorporé al equipo de jugadas de trompos, pero aún no podía jugar con los más grandes y expertos. También ya podía jugar parches de cera de chumelo y talneque. El juego de parches consistía en hacer pequeñas y grandes ruedas de cera de abeja de entre dos a seis centímetros de diámetro, dependiendo de la cantidad de cera disponible. En una cara del parche se le hacía pequeños canales con las uñas para que se pegara con facilidad al otro. El primer paso era rifar para ver quien tenía que poner primero el parche víctima. El parche del jugador perdedor, se ponía con las marcas de la uña contra la superficie de una piedra. Luego el otro jugador tiraba su parche encima, con las marcas de uña sobre el lado liso, tratando de voltear el parche del contrincante, para que ambos quedaran con las partes marcadas hacia arriba. Al principio parecía difícil, pero con un poco de práctica se lograba darle vueltas a los dos parches y que ambos quedaran con las marcas hacia arriba. El verano llegó a su edad media nuevamente. La época escolar iniciaba en febrero, y siempre era una alegría para aquellos que nos gustaba estudiar. Cuando íbamos a clases, las veces que no teníamos ni cinco centavos para llevar a la escuela, teníamos que volvernos creativos. Muchas veces llevábamos a vender a las tienditas 82 del pueblo una libra de maíz o unas dos libras de maicillo, con lo cual nos ajustaba para llevar diez centavos, dos días a la semana. Con diez centavos comprábamos una charamusca de cinco centavos cada recreo. Algunas veces teníamos suerte y alguien nos encargaba que le lleváramos algo de la tienda, por lo cual nos pagaban unos quince centavos. Ese día que estábamos más pistudos comprábamos charamuscas u otra chuchada barata. A mediados del año, la monotonía de las clases ordinarias fue perturbada. La escuela organizó una excursión para ir a explorar la punta del cerro de La Bola con los cipotes de quinto y sexto grado. Salimos muy temprano de la escuela. Todos íbamos muy contentos porque finalmente conoceríamos de cerca el cerro que mirábamos todos los días. Después de más de una hora de camino por una vereda empinada y con muchas hierbas y zacate, llegamos a la pequeña planicie próxima a la cumbre. Allí descansamos un rato y desayunamos. Los profesores nos explicaron que en esa meseta se cree que hubo un asentamiento de indios Lencas, porque al buscar un poco se encuentran pedazos de utensilios de arcilla por todos lados. Posteriormente, los profesores nos señalaron donde pasaba el río Sumpul, el pueblo de Nueva Trinidad, Honduras y todos los demás lugares que podíamos divisar desde El Picacho, como también le llamábamos al cerro. Desde la punta del cerro también se miraban varias de nuestras casas de Piedras Calientes y de Las Limas. Posteriormente intentamos llegar, sin éxito, a una cueva próxima al pico del cerro, la cual es conocida como la cueva de la golondrina. Según contaban los que habían logrado llegar a la cueva, ahí hay una piedra en forma de cama que es muy conocida desde la antigüedad. Todos conocíamos la roca como la cama del diablo. Algunos viejitos del pueblo contaban que en esa piedra llegaba el diablo a dormir con la ciguanaba, porque es muy oscura y huele muy mal, como azufre. También dicen que cuando uno grita en la cueva, el eco se queda repitiéndose 83 por un buen rato, y que después de siete minutos de estar en la cueva, uno comienza a sentir una gran culillera, como si hay espantos y espíritus malos allí. Después de disfrutar por un par de horas del hermoso paisaje desde la punta del cerro más alto del área, nos regresamos. Cuando el sol comenzaba a perder sus rayos más calientes, bajamos por la empinada vereda hasta llegar al nacimiento de agua del Ujuste, a la orilla de la calle entre Las Limas y el Pueblo. Una vez más, el año escolar terminó. Pasamos a sexto grado, lo cual significaba un gran privilegio, un triunfo importante para cada uno de nosotros, y motivo de orgullo para nuestros padres y los doscientos pobladores de Piedras Calientes, pues era considerado un alto nivel de educación en esos años de la década de los setenta para los campesinos. —Estos bichos bandidos del valle y’estan bien avanzados en l’escuela —decía la gente del caserío. El siguiente año casi todos los bichos en edad de ir a la escuela estábamos asistiendo a clases. Todos ansiábamos con llegar a séptimo grado para usar uniforme y para comenzar a recibir clases de inglés y por televisión educativa. Después de haber cortado el maicillo y aporrearlo, y de regresar de las cortas de café, llegaba un nuevo período de diversiones para los cipotes de Piedras Calientes. Por las tardes hasta el anochecer, jugábamos ladrón librado, escondelero, mica, salta brincas y otros juegos que nos mantenían entretenidos. Ese año comenzamos las carreras de carretas, lo cual era una vieja tradición de los jóvenes de Piedras Calientes. Para hacer las carretas necesitábamos básicamente cuatro tipos de materiales: madera, clavos, pita y sebo o jabón de 84 aceitunas. El chasis de la carreta lo hacíamos de un gancho de madera en forma de “Y.” Los molinillos o ejes los hacíamos de madera de güiligüishte, cacaguanance y cola de pavo. Esos eran de los palos más fáciles para trabajar y más resistentes al desgaste. Las llantas generalmente las hacíamos de palo de chaparro viejo, por ser fácil de cortar y ser resistente y menos quebradizo. Cuando la carreta ya estaba bien terminada y casi lista, le echábamos bastante sebo a los hoyos de las ruedas para que corrieran más rápido y para que no se desgastara la madera tan fácilmente. El asiento de la carreta lo hacíamos de piezas de madera rolliza o tablitas. Algunos le poníamos un colchonsito de cualquier material para que no se sintiera tan duro al sentarse. Las autopistas para las carretas generalmente las hacíamos en los terrenos baldíos de don Pedro Marimba y en el camino hacia El Palo Verde, en la bajadita a un lado de mi casa, la cual terminaba en el plancito. Por lo menos seis cipotes participábamos en los juegos de carreras de carretas, pues no era tan fácil hacerlas. La velocidad que desarrollaban nuestras rudimentarias máquinas dependía de que tan redondas habíamos logrado hacer las ruedas y si eran del mismo diámetro; también dependía de lo bien hecho de los hoyos de las ruedas, lo rollizo de los molinillos y de la cantidad de sebo o jabón de aceitunas que usábamos de lubricantes. Las últimas brisas de febrero se despedían paulatinamente; y se negaban a decir adiós, como resistiéndose a privarnos de nuestros pasatiempos preferidos del verano. La época de regresar a la escuela llegó nuevamente. Los retorcidos caminos de Piedras Calientes comenzaron a marcar en su piel morena las huellas de los zapatos burros de hule que los escueleros usábamos. Los lavaderos públicos de Las Limas nos dejaron nuevamente abrir sus llaves para permitirnos saciar la sed ocasionada por la corta pero agotadora caminata desde Piedras Calientes. 85 Ese año a mediados de la década de los setenta, después de muchos esfuerzos de sus habitantes, construyeron una glorieta a la orilla de la calle en el cantón Las Limas, frente a la casa de Los Urbina, quienes eran los más pistudos del cantón; que también eran descendientes de don Tiburcio Urbina, quien de acuerdo a investigaciones de don José Saúl Urbina, vino del norte de España ocho generaciones atrás. La glorieta se convirtió en nuestra protectora contra el sol, el cansancio y las tormentas del mediodía. Sus bancas de cemento nos ofrecían sus duras espaldas para reposar un rato. Algunas veces cuando estaban en la glorieta el Chele Mico, Bulinche, Solín y otros plebes de Las Limas; los cipotes de Piedras Calientes nos íbamos de paso porque ellos nos jodían mucho diciéndonos apodos y leperadas. Algunos limeños se consideraban más civilizados que los de Piedras Calientes debido a que ellos tenían electricidad y porque la carretera pasaba por el cantón. Nuestro caserío estaba aislado y no tenía acceso por carretera. Solamente se podía llegar por caminos que pasaban entre un riachuelo y la quebrada de El Jinicuil, además de tener que brincar sobre varios cercos y otros obstáculos que la naturaleza presentaba. En la jornada hacia o desde Las Flores, las cipotas de Piedras Calientes eran las que más detestaban pasar por la glorieta de Las Limas cuando estaba llena de plebes, porque ellos siempre las enamoraban o les decían cualquier bayuncada. —Esos limeños desgraciados tan horribles que son y tan mal que cayen —decían todas las bichas, quienes procuraban pasar bien rápido por ahí. Algunas veces cuando las cipotas llevaban los ánimos en alto, o iban hasta chapudas por la asoleada en el camino, se animaban y les echaban una puteada cuando los plebes les tiraban algún piropo o las cuentiaban al pasar. 86 —Vayan a trabajar limeños haraganes, jediondos, malcriados y fellos. Si no tienen nada que hacer, vayan a ver si ya puso huevo la tunca de don Nate y la Otilia —les decían. Sexto grado continuaba con todas las emociones que traían las clases de verano. El entusiasmo por terminar el año lo más pronto posible era grande. Para entonces ya habíamos aprendido a colgarnos en la escalera de la parrilla del bus que pasaba de Chalate hacia Arcatao a la hora que íbamos para la escuela. Debido a la cuesta de Las Limas el bus bajaba su velocidad, y cuando iba a media subida era el momento propicio para colgarse de la escalera hacia la parrilla en la parte de atrás. En ocasiones cuando el bus no iba tan lleno, éste subía la cuesta más rápido, y era muy difícil y peligroso intentar subirse ilegalmente. En más de una ocasión, los más atrevidos se caían en el intento de subirse al bus. Sin embargo, la suerte parecía estar a su favor, y cuando se caían, algunas veces ni se raspaban, solo quedaban empolvados o enlodados; dependiendo de la época. Los cipotes del grupo de Piedras Calientes no éramos tan atrevidos y sólo nos subíamos clandestinamente cuando la oportunidad era muy evidente. A diferencia de los años anteriores, en sexto grado yo llevaba más pisto para los recreos y podía comprar más de una charamusca si quería. Muchas veces traía encargos del pueblo y me pagaban por llevarlos. Para entonces ya estaba más grande, y la gente tenía más confianza de que les llevaría los productos que me encargaban de las tienditas del pueblo en buena condición, aunque pesaran un poco. —Chepito, tráigame de la tienda de Chepe Toño una botella de gas pal candil. Tráigame tomates de la tiendita de la Paca. Tráigame una atao de dulce —me decían, especialmente las mujeres, quienes por lo general eran las encargadas de abastecer la casa de lo necesario. 87 —¿Chepito, puede trerme unas tres cafiaspirinas y unos mejorales? Y diuna vez le pregunta a don Nico Menjivar si hay cartas pa’nojotros. También me traye una libra de sal y un par de charamuscas de leche y una de nance de la tiendita de la Paca de Las Limas; aunque lleguen un poco aguaditas no liase. Si nuay charamuscas donde la Paca, no me vaya trer porque no me gustan las diotro lado —me encargaba mi abuela Lila. En el caserío, la gente estaba pendiente de lo que hacíamos los estudiantes del valle. —Qué bueno que estos bichos del valle van a l’escuela, porque le pueden trer del pueblo alguna cosita quiuno necesita sin tener que dar la gran caminada qu’ellos dan, solo por ir a comprar una cosita sencilla —decían. —Chepe, ¿cres que me podés trer una botellita de criolina de la farmacia? Fijáte quiuna araña le mió la pata izquierda a la vaca tinta, y quiero curarla mañana —me dijo Hernán. —Pobresitos los bichos, a mí me dan lástima los indisuelos porque les toca que dar la gran caminada casi todos los dillas par’ir a l’escuela. Ojalá que l’escuela les sirva dialgo más adelante cuando y’estén grandes. Talvez tienen suerte y consiguen un buen trabajo en San Salvador cuando seyan más estudiados y terminen noveno. —Sí, porque unas veces yo los encuentro por la quebrada, y vienen bien chapudos y sudados. Por eso yo con gusto les doy sus centavitos pa’que me traigan algo del pueblo, y así ellos se pueden comprar una su charamusca y un su pedazo de pan en el recreo aunque seya. Además de los encargos de productos para traer del pueblo, algunas veces yo alquilaba el caballo, y mi papá me daba lo del alquiler, que usualmente era tres Colones por el día. 88 Ese año le ayudé a mi papá más que nunca en las labores agrícolas. Yo ya podía ponerle el aparejo al caballo y acarrear las cargas de maíz, zacate, guate, leña, frijoles, maicillo y cualquier otra cosa. Ya sabía como arreglarle la carga a Lucero cuando se le iba para un lado. También sabía cómo enrollar los lazos y tenía suficiente fuerza para abrir los falsos de los cercos en los potreros, y lo más importante, podía descargar el animal sin lastimarlo. El invierno se despidió nuevamente con sus fuertes lluvias de septiembre. La quebrada creció las últimas veces y posteriormente disminuyó su corriente invernal. La época de pescar con barbasco y de poner tapescos en las corrientes había llegado. —Beto, fijáte qui’ayer que fui a comprar queso donde don Zenón Serrano a Los Amates, pasé viendo que la poza del guacal está llena de platiadas, mojarras, burras y un pijo de chinbolotas tigrillas —dijo tío Elio bien emocionado—. También vi varios juilines grandecitos y rascadotas de cangrejos debajo de las piedras de la orilla del barranco. Si querés vamos a buscar barbasco. Yo ya tengo vistas dos grandes pelotas cerca del peñón de las curcuchas, en el cerro del Garrobo. —Puta, entonces si querés vamos el domingo —dijo mi papá—. Pero hay que procurar que nadie se dé cuenta, no seya que se nos vayan adelantar otros del valle o los limeños. —Esues verdá, solo les vua decir a los de la casa, pa’ que nos ayuden en toda la preparación del barbasco. —Mañana nos vamos’ir a trer el barbasco cuando ya esté clariando, como a las cinco de la mañana. Allí donde está el barbasco no hay ni siquiera una vererita pa’ llegar donde están las pelotas —dijo mi tío—. Pa’que no cueste mucho, vamos a rodar el barbasco hast’el plancito del potrero de don Julián; allí lo pedasiamos bien, y diuna vez cargamos a Lucero. 89 Vamos a tapar los costales con zacate jaraguá pa’que la gente no mire lo que llevamos —finalizó. Para que el barbasco fuera efectivo y matara también a los cangrejos; al machucarlo le echaron cal muerta del horno de Toño Murriña. Después de un buen rato de trabajo con el mazo en la piladera, el barbasco quedó convertido en una masa gris oscura. En la madrugada, como a las cuatro y media, salimos con Lucero cargado de barbasco hacia la poza del guacal en la quebrada del Jinicuil, como a una legua de distancia de Piedras Calientes. El barbasco lo pusimos en sacos de manta en la parte de arriba de la poza, para que despidiera su veneno cuando bajaba la corriente. Luego echamos otros sacos en el centro de la poza para envenenar toda el agua. En pocos minutos el agua se puso turbia por el color que le daba la cal, pues el barbasco no tiene color. —Vamos a esperar una media hora mientras hace efecto el barbasco —dijo tío Pedrito—. Yo vuir por la peña prieta pa’ver si hallo algún garrobo o a pulsiar matar una retugula que se oye que’stá cantando por allí, mientras el barbasco enbola bien a los pescados. Los rayos del sol comenzaron a brillar en el horizonte, como dándoles la despedida fúnebre a todos los peces de la poza del guacal y de las pocitas próximas a ella. Las chimbolas tigriadas pequeñas fueron las primeras en irse haciendo a la orilla, como tratando de escapar de su ambiente natural que había sido invadido por los sabores aniquilantes que les robaba el oxígeno del agua. Las burras y las plateadas también comenzaron a buscar su reposo final a la orilla de la poza. Los pescaditos eran presas fáciles de cazar, solo bastaba meter la mano en la orilla, y sin ninguna resistencia caían moribundos en el canasto que habíamos comprado en Ciudad Arce para cortar café en Tierra Virgen meses atrás. 90 En un par de horas la poza del guacal quedó sin vida. Después de agarrar todo el pescado de la poza, nos fuimos a buscar el pescado de las pocitas próximas, a las cuales la corriente había llevado el veneno implacable, que llegaba con menos fuerza pero que aún les quitaba el oxígeno del agua a los peces más débiles. En esa ocasión nos fue muy bien pescando. Casi nos salió una canastada de guapotes y juilines, y otra de chimbolas, burras, plateadas y cangrejos. A la hora del almuerzo hicimos un fogón y asamos unos pocos peces, con los cuales nos dimos un suculento almuerzo con tortillas tostadas y frijoles de seda de los más buenos, cultivados en el cerro El Mogote. —Vámonos ya pa’que no lleguemos tan tarde al valle, si no les va’garrar la noche a las mujeres limpiando y salando el pescado —dijo el abuelo Pedro. Al llegar a la casa, mi mamá comenzó a hacer cuenta sobre a quienes les íbamos a llevar una pailadita de pescado. —Llevale esta pailadita a la Chela, est’otra a Bonerge, est’otra a Pancho y est’otra pa’ Toño Zarco. —No, a esos no les demos pescado, no nos va quedar pa’ nojotros, y tanto que cuesta ir a pescar —reclamaba yo. —¡Como no, a ellos sí! —respondía mi mamá—. Ellos son buenos con nojotros y cualquier cosita que hacen o consiguen siempre nos trayen aunque seya poquito pa’probar. Las fiestas patronales del pueblo se acercaron sigilosamente una vez más. A inicios de marzo comenzaron a llegar al pueblo los primeros camiones con las ruedas y todos los juegos de argollas, tiro al blanco y lotería. Los hornos de lodo de varias casas de Las Flores comenzaron 91 a ser revisados para que estuvieran listos para cocer pan de trigo, rosquillas de harina de maicillo, marquesotes y quesadillas. Dentro de pocos días los hogares del pueblo comenzarían a expeler sus ricos olores tradicionales de la comida típica de la ocasión. Los peroles de lata y las ollas de barro comenzarían a hervir los tamales de carne de gallina y de marrano. Los muchachos comenzaríamos a probarnos los pantalones de sincatex y las camisas de poliéster y tricot, estilo chaleco, con botones dorados; las cuales eran nuestra máxima expresión de la moda para esos días. Ese año yo estrené mi primer par de chinelas negras de cuero, las cuales me ponía un ratito todos los días después de venir de la escuela; como para asegurarme que me iban a quedar bien el diecinueve de marzo. La ansiedad por ser grande crecía a pasos agigantados. En la víspera de la fiesta, antes de que los del caserío nos fuéramos para Las Flores, las primeras canciones para llamar a los fiesteros se oían con claridad hasta Piedras Calientes. El terreno en esa zona forma como un cañón en dirección del caserío, en el cual no hay ningún cerro que impidiera que las ondas sonoras llegaran a nuestras casas libremente. —Vámonos papá, vámonos, no ve que y’es tarde, ¿que no’ye la música de las ruedas ya? —Sí, ya la oí, pero nues tan tarde todavilla. Encendé’l radio pa’ver que hora dicen que’s. Ponelo en Radio Cadena Central, que allí dan la hora a cada rato, pa’que veas que no es tan tarde. No ves qui’hace como diez minutos que se ocultó el sol en el valle, pero mirá allá en el pico del cerro de La Bola todavilla alumbra. —Pero es que yo ya miro oscuro, y’es hora d’irnos pa’ no llegar tarde a la fiesta. 92 —Chepe, los de las ruedas comienzan a poner la música tempranito pa’llamar la gente de los cantones, y pa’questé alegre en el pueblo dende temprano. Esperáte vos que vengan los demás pa’que nos vayamos todos juntos. De todos modos en el pueblo nuay nadie esperándonos, par’ir de prisa. —Púchica, pero yo ya miro bien oscuro y los demás del valle no se apuran pa’venir todavilla. —No importa, par’eso están las lámparas, ...¡y como si vos no conocieras bien el camino pal pueblo puercada! —Sí, pero yo siempre me trompiezo en tanta peña qui’hay en el camino di’aquí pa’ Las Limas, y se me van a pelar las chinelas nuevitas. —Hoy en la noche tenés que llevar los burros de cuero. Las chinelas te las ponés mañana en el dilla. Esas son muy caras pa’que las jodás dende la primera puesta. —¡Papá, pero es quiusté siempre dice que no a todo lo que yo le digo que hagamos...! —Mirá, ya vienen Pancho y Felipe, ya nos vamos’ir pal pueblo, pa’que dejés d’estar fregando. —¡A la púchica! Ellos siempre se tardan mucho pa’ salir. Cuando pasan por Las Limas se quedan hablando con todos los de allí, y nunca que nos vamos pal pueblo. —Ya te dije que te esperés… jodido este... jodés más quiuna pulga de chucho seco aguacatero. Si seguís de necio jodiendo mucho, te vua dar un par de chilillazos, vas a ver vos. La emoción de ir a la fiesta me impacientaba bien fácil. A mí me gustaba irme con los demás del caserío siempre y cuando nos fuéramos temprano y rápido para el pueblo. Cuando 93 íbamos por Las Limas ya comenzábamos a oír las primeras dedicaciones de canciones rancheras mexicanas entre los novios, tanto de los que estaban despechados, como de los que estaban bien correspondidos; y hasta de algunos que estaban sufriendo la temible pasmasón de amor, famosa entre los bichos y adultos tímidos de nuestros caseríos. —En esta noche especial, “El Burro sin Mecate" va dedicada para fulano de parte de fulana —decía el anunciante en los parlantes. —Esta dedicación es de fulano para fulana, con mucho cariño le quiere expresar sus sentimientos con "La Rica Pobre.” La guerra de dedicaciones era muy divertida, y siempre daba de que hablar durante la fiesta. Cada dedicación costaba veinticinco centavos, que los enamorados o desilusionados pagaban con mucho gusto. El anunciante de las dedicaciones siempre les añadía algunas palabras de picardía y jocosidad para ponerle más sabor a la disputa sentimental por medio de canciones rancheras, que eran la expresión cultural nata de los campesinos del norte de México y que los de nuestras tierras escuchábamos con devoción. Los dedicantes generalmente mandaban a un bicho pícaro del pueblo a pagar por la dedicación que costaba veinticinco centavos. El dedicante le daba un papelito con el nombre de la persona que dedicaba la canción; a quien se le estaba dedicando, y el nombre de la canción. Dependiendo de cual era la canción, así se reflejaba el estado de la relación entre las parejas en conflicto emocional. Generalmente, los anunciantes no pedían que se anunciara el nombre de la persona que dedicaba la canción, ni para quien iba dedicada, y solamente mencionaban alguna palabra o descripción clave. Cuando el despecho o el amor eran muy grandes, los involucrados pedían que sus nombres salieran al aire, para deleite de los asistentes a la fiesta, quienes se encargarían 94 de hacer con la información, rumores y chistes en los días venideros. De todas maneras, aunque los nombres de los que dedicaban las canciones no se anunciaran en el aire, todos los del mismo cantón o del pueblo podían predecir con facilidad entre quienes era el asunto amoroso a que se referían. También había dedicatorias falsas que otros las hacían a nombre de parejas, ya fuera simplemente por molestar o porque tenían algún problema con ellos. Las carreras de cinta era otro ingrediente de entretenimiento durante la fiesta de marzo. Éstas se realizaban en la placita empedrada, por la entrada al Canculunco, en el costado oeste de la iglesia del pueblo. Un grupo de jinetes tenía el reto de correr en sus caballos con un lápiz en la mano y tratar de insertar el lápiz en una de las argollas de unos tres centímetros de diámetro que colgaban en una cuerda a lo ancho de la placita. Solo una argollita era la premiada con el nombre de la reina de las festividades, quien acompañaría al ganador por un rato durante la fiesta. Las fiestas patronales no siempre traían alegría, sino también acontecimientos lamentables. En ocasiones resultaba algún muerto, baleado o macheteado. La mayoría de buchinches sucedían entre hombres borrachos que trataban de saldar algún desacuerdo al calor del chaparro o simplemente por discusiones acaloradas sin sentido. Asistir a misa en la iglesia católica aunque fuera por un rato era imperativo durante las festividades. A mí no me gustaba ir a misa, en primer lugar porque no me gustaba persignarme y repetir las oraciones; además porque no entendía la mayoría de lo que decía el Padre. Él era de origen alemán, y no hablaba muy bien Español. También me sofocaba el olor del incienso y el olor a perfumes que la gente usaba. Durante la fiesta de marzo, el campanario, las gruesas paredes 95 de adobe de la iglesia, el amplio portón de la entrada principal y las gruesas vigas de álamo que sostenían el techo, parecían cobrar vida y sentirse orgullosas de cobijar la fe de todos los floreños. La vieja palma próxima a la entrada principal de la iglesia también lucía como si estaba contenta, y movía sus hojas polvosas levemente, como saludando la gente durante el intento de comunicación con el ser superior en quien creían. En el curso de las festividades, a mí me gustaba ver cuando reventaban los cuetes; sobre todo ver como se iban hacia arriba con rapidez. Me causaba emoción ver las varillas que venían hacia abajo, amenazando con caernos en la cabeza. Los juegos mecánicos comenzaban a irse a finales de marzo, una semana después de la celebración principal. Ver que las ruedas y todos los demás juegos se iban del pueblo era lo más triste de ir a la escuela en esos días. Cada vez que salíamos al recreo, yo miraba con desilusión como todos los huesos metálicos de los aparatos eran subidos a los grandes camiones que se los llevarían para otro pueblo. —Señores debieran de quedarse un tiempito más aquí en el pueblo —les decíamos todos los bichos escueleros. —Nombe cipotes, no podemos, tenemos quirnos pa’ Los Ranchos. Ustedes ya se divertieron; aquí ya pasó la mera alegrilla —respondían los hombres sucios llenos de grasa, que no paraban de cargar en los camiones los pedazos de las máquinas que nos habían dado mucha alegría temporalmente. —El otro año que vengamos les vamos a trer una chicagua más alta y una voladora más rápida, pa’que niun otro pueblo les gane —nos respondían, intentando consolarnos. Después de la fiesta de marzo, la Semana Santa llegaba casi de sorpresa. Esa semana no comíamos carne de animales terrenales. Los siete días de la semana comíamos bagres secos 96 envueltos con huevo, vegetales y frijoles con otros ingredientes. La Semana Santa era la época más aburrida del año para la cipotada, pues no podíamos tirar piedras a los pájaros, no podíamos correr, jugar trompo, ladrón librado, ni decir malcriadesas. Para la Semana Santa la iglesia de Las Flores se llenaba de fieles. Las estatuas de los santos parecían cobrar vida y lucir más contentos que nunca. La confianza en los milagros de los santos del catolicismo y la posibilidad de que ellos intercedieran por los pecadores ante el Espíritu Santo, daban esperanzas de salvación y perdón de los pecados a toda la gente que les imploraba. El Viernes Santo por la noche, teníamos la oportunidad de ver películas sobre el calvario y la resurrección de Jesucristo, lo cual era novedoso para los que apenas conocíamos los beneficios de la electricidad. Las películas las exhibían en el costado oeste de la iglesia, frente a la placita donde se hacían las carreras de cinta, enfrente del corredor de la casa de la niña Mercedes, una de las profesoras de la escuela. Muchos de Piedras Calientes íbamos exclusivamente a ver las películas a comienzos de la noche, pues era la única diversión de ese tipo que podíamos tener al año, y además era gratis. Las cruces de hojas de palma, el olor a incienso quemado y la reventazón de cuetes adornaban la sencillez de las calles empedradas de la placita del pueblo durante las festividades. La cancha encementada de baloncesto era un símbolo de civilización gringa en el centro del pueblo, y era importante para el entretenimiento de los jóvenes de San José Las Flores. El chorro, el triángulo patriótico donde izaban la bandera y el viejo amate adornaban el centro del pueblo. Ellos también eran testigos mudos de todos los acontecimientos que allí se daban en cualquier celebración, y de las transacciones de compra y venta de animal vacuno y de carga una vez al mes. Ese año, las festividades de Semana Santa terminaron sin 97 ninguna novedad. Nadie se ahogó en el río Sumpul, ni a nadie se le atravesó una espina de pescado en el pescuezo. Además de las festividades de marzo y la Semana Santa, el verano nos proporcionaba la cosecha de jocotes, mangos, montesinas, caraos y motates. Piedras Calientes era conocido por tener muchos árboles de jocotes, especialmente de corona, turcos y de invierno. También habían muchos jocotes pitorrillos que nadie se comía por ser muy ácidos. En la temporada de jocotes, el caserío era visitado por amigos y familiares de otros cantones, así como del pueblo. Algunos también llegaban de la ciudad de Chalate, y hasta de San Salvador para buscar motates y pollas de piñal en los muchos cercos de piña que había en nuestros potreros y en el propio caserío. En Piedras Calientes, Antonio Urbina, mejor conocido como Toño Murriña, había construido un horno para quemar cal en el terreno que él tenía cerca de la quebradita. La piedra caliza era extraída en una mina de piedra que se encontraba en el camino entre Piedras Calientes y el municipio de San Isidro Labrador. Toño tenía que transportar la piedra a caballo por unos pocos kilómetros para poder elaborar la cal. Una vez el horno -hecho de ladrillos en forma de pozo- estaba listo, Toño tenía que conseguir suficiente leña seca para quemar la piedra por más de tres días consecutivos. Para elaborar la cal, Toño tenía que ponerla a cocer bajo fuego constante por un poco más de tres días, para lograr que las piedras se pulverizaran correctamente. Durante ese tiempo, él dormía muy poco, y lo hacía en una hamaca en la chocita próxima al horno, para asegurarse de que el fuego siempre estuviera bien encendido de día y de noche. Toño Murriña tenía que realizar el procesamiento de la cal en el verano, pues debía de hacerlo al aire libre, y el agua no era un elemento favorable para tal proceso productivo. 98 Alguna gente de los cantones Hacienda Vieja, El Llano Verde y Las Limas llegaba a comprar cal directamente al horno donde Toño la producía. El resto del producto que le sobraba lo vendía en la ciudad de Chalate. La cal muerta, como era conocida, se utilizaba generalmente para echarle al maíz al cocerlo para que se pelara, lo que se conoce como nixtamalización; para proteger los árboles contra las hormigas y zompopos, y para repellar paredes de casas al mezclarla con arena, dejándolas de una vez pintadas de blanco. A comienzos de mayo, las primeras lluvias del invierno aparecieron detrás del cerro Iramón; pasando por el cerro La Pitajaya, hasta llegar al cantón Hacienda Vieja, Piedras Calientes, Las Limas, El Palo Verde y demás caseríos de la zona. —Chepe, mañana vuir a Chalate a ver si no está caro el abono granulado y el veinte veinte, y a comprar una arroba de mais H3. ¿No querés ir conmigo a ver a tus abuelos en el pueblo? —Si me compra dulces de feria, un pito de barro y hule amarillo pa’la hondilla voy con usté. —Púchica, vos si que sos bien pidón. Si mia justa el pisto te vua comprar algunas de’sas cositas. Hay te vas a trer a Lucero al guatal en la tarde y le das una buena bañada y un buen poco de mais mojado con sal pa’que esté más fuerte. Nos vamos acostar más tempranito pa’madrugar mañana pal pueblo —me dijo. —Chepito, levántese, su tata y’está ensillando la bestia, si no siapura, no lo va llevar a Chalate. —A la puya, entonces alcánceme el pantalón, los zapatos burros y los calcetines pues, quihorita mialisto rapidito. 99 A las cuatro de la mañana comenzamos la larga caminata. El cerro de El Garrobo aún estaba cubierto por las sombras de la oscura mañana. Su gorda silueta ocultaba los peñascos y todos los misterios que escondían sus cuevas. Lucero avanzaba silenciosamente, dando cada paso con seguridad en el camino que conocía muy bien. Él lo había recorrido muchas veces, tantas veces como yo lo había recorrido cuando iba a primer grado al Palo Verde. El sueño aún no era vencido por mis párpados y mi cuerpo aún se negaba a acoplarse en las ancas de Lucero. —Agarráte bien Chepe, despertá, mirá; allá por Guarjila se miran las siete cabritas, los tres reyes magos y el lucero nistamalero —dijo mi papá, tratando de romper el silencio de la madrugada. Pasamos por el cantón La Lagunita, al cual pertenece Piedras Calientes. Luego llegamos al río Gualpeto, en el cual Lucero pasó tomando su primera dosis de agua fresca, la cual nacía entre los grandes peñascos de la cadena de cerros que se extienden hasta el cerro de La Bola. El canto de un gallo y el aleteo de varias gallinas que huían de sus insinuaciones amorosas, provocaron mi completa inserción en el despertar matutino, cuando íbamos por la primera casa del cantón Guancorita. —Chepe, agarráte bien porque vamos a pegar un trotesito aquí en lo parejo pa’que no nos alcance el bus de La Santa Amalia aquí en la polvazón —dijo mi papá. El noble Lucero corrió moderadamente por pocos minutos hasta que llegamos a la ribera del río Guancora. La Santa Amalia pasó bien chipustiada dejando una leve nube de polvo blanco detrás de ella, pues el rocío de la mañana había aplacado el polvo espeso que había en la calle en el verano. Lucero siguió avanzando en la ruta que ya había recorrido varias veces. Para el noble animal, esa ruta significaba sufrimiento, pues nunca había 100 pasado por allí sin llevar una carga; ya fuera humana, dulce de atado, frijoles, abono o cualquier otro producto comprado en el pueblo de Chalate. El sol nos sorprendió llegando al cantón Guarjila. Sus primeros disparos amarillos cubrían las casas de adobes y los potreros llenos de palos de carao, morro, zacate jaraguá y varios tipos de maleza. Los ruidos mañaneros de la naturaleza nos recibían después de varios minutos de oscuro caminar. —Papá, ya me duelen mucho las nalgas d’ir montado en el caballo porque’stoy muy seco, y pobrecito Lucero, ya nua diaguantar con la carga de nojotros dos por tanto rato. —Bajémolos un ratito pa’que descanse un poco el caballo y pa’ desentumirlos nojotros pues. Cuando lleguemos a Tepeyaque vamos a descansar unos diez minutos y nos vamos’ir diun solo tirón hast’el pueblo. Hay tenés cuidado con la botella de chaparro pa’tu abuelo Belarmino, que no se te vaya quebrar. Tepeyaque es el último cantón antes de llegar a Chalate y está ubicado en las faldas de una colina, al costado norte de la ciudad. Al bajar la cuesta, se encuentra el río Tamulasco, que irriga los terrenos a lo largo de una sección de la ciudad. En esa ocasión Tamulasco estaba medio seco porque era verano. Lucero pasó con facilidad el río con nosotros dos en su espalda. Cuando viajábamos a mediados del invierno, la cosa era diferente. Tamulasco crecía bastante y teníamos que buscar donde el río era más ancho y la corriente no era tan fuerte para que pasara Lucero. Nosotros teníamos que bajarnos del caballo y pasarnos por el puente colgante o de hamaca. Pasar sobre ese puente me daba miedo, pues se movía mucho y las tablas se miraban viejas y casi podridas, además de que tenían muchos hoyos y varios clavos bien flojos y mojosos. Después de cruzar el río Tamulasco, prácticamente habíamos llegado a la ciudad de Chalate. En pocos minutos llegábamos a la humilde casa de los abuelos en el Barrio San Antonio. 101 Papita Belarmino y mamita Rosamelia se alegraban bastante siempre que llegaba algún conocido de Piedras Calientes, de Las Limas y El Palo Verde. Ellos se ponían especialmente contentos si éramos los nietos o demás familiares del valle. —¿Cuantos dillas te pensás quedar con Chepito en el pueblo esta vez Humberto? —preguntó la abuela Rosamelia. —Nos vamos’ir mañana tempranito de regreso par’el valle, Rosamelia —le dijo don Beto. —¿Y porqué se van estar tan poquito vos? —Es que tenemos qu’ir a terminar diarreglar el guatal del Tamarindo pa’que no nos vaya’garrar el mero invierno sin limpiarlo. Y también tenemos que preparar un pedazo de tierra en el guatal del Quequeshque que mialquiló don Tito Alas. Tenemos que darle juego pa’ver si se pegan los frijoles de seda mejor, así como hacemos varias veces en otros guatales —le contestó mi papá. Mi abuelo Belarmino mañaneaba a tomar atol shuco todos los fines de semana al chalecito que tenía la ñora Minta cerca del hospital nacional de Chalate. —Ya viene Belarmino de tomarse su atol chuco —dijo mi abuela, señalando hacia la calle—. Ya de venir bien bolo y jediondo a guaro el viejuese —recalcó. El abuelo perdió la vista cuando era muy joven, por una razón que nadie me ha podido explicar, pero había desarrollado una gran habilidad para conducirse por las calles empedradas del pueblo con su bordón. Con certeza, el abuelo evadía los postes y demás obstáculos en la calle. Sus pies descalzos de apariencia ordinaria, parecían tener circuitos censores que le permitían reemplazar sus ojos. Yo me sorprendía cuando me decía que fuéramos a lugares como un puesto en el mercado, 102 pues siempre llegábamos sin ningún contratiempo al lugar exacto; lo cual me parecía extraordinario. En ocasiones yo cerraba los ojos y trataba de caminar con un pedazo de palo como bordón, intentando entender como era que el abuelo Belarmino podía hacerlo. Sin embargo, siempre chocaba contra cualquier objeto que se me presentaba, tan pronto caminaba unos pocos pasos. —Papita, hace poquito que llegamos fíjese. Vinimos a ver cuánto cuesta el abono granulado y el veinte veinte, y a comprar mais híbrido pa’la siembra. —Chepito que bueno quia venido mijito. Mialegro mucho cuando viene usté, ¿y Humberto dónde está, o vino con la Gudelia? —Vine con papá, pero horita la mamita Rosamelia le dio de comer. Váyase pa’la mesa pa’ quihable con él —le dije. El abuelo Belarmino tomaba guaro tic tac, muñeco y siete puentes con frecuencia; sin embargo, su licor favorito era el chaparro elaborado en el cantón Los Amates, pero era difícil conseguirlo en el pueblo. Tenía amigos de la juventud que lo visitaban esporádicamente y ellos le llevaban al menos dos botellas de chaparro, pero él se las tomaba bastante rápido. —Venga mi Chepito, ¡qué grande está ya mi niño! Haber, déjeme tocarlo pa’ver cuanto ha crecido en unos mesesitos. Está más gordito que la vez pasada; hasta petaconsito está —dijo, después de pasar su mano a lo largo de mi cuerpo lentamente, analizando mi delgada estructura esqueletal. —¿Dónde estás Humberto? Quiero saber cuantos dillas te vas a quedar en el pueblo. Porque quiero enseñarle Chepito a la comadre Lencha y a las otras viejas chambrosas cheras millas del mercado, pa’que miren que bonito está el niño ya. 103 —Solo hoy nos vamos estar por aquí en el pueblo, Mino. Mañana tempranito nos tenemos qu’ir de regreso pal valle. —¿Por qué puercas se van’ir tan pronto, si casi ni vienen a visitarlos al pueblo? —reclamó el abuelo. —Mino es que tenemos qu’ir a preparar el guatal del tamarindo y un pedacito en el Quequeshque. También Chepito no puede faltar a l’escuela en el pueblo. —Dejáme a Chepito aunque seya unos dos dillas hombe, hay yo lo vuir a dejar al valle en bus despuesito. —Dígale que no me puedo quedar papá —le dije al oído. —Chepe no quiere quedarse porque la niña Juve Urbina se enoja si falta a clases más diun dilla, y también porque ya están en exámenes. —No se priocupe por lo d’ir a l’escuela Chepito —insistía el abuelo—. Eso yo luarreglo con su profesora cuando vaya a dejarlo. Ya sabe que yo soy amigo con todos Los Urbina de Las Limas. No ve que siempre que voy a Piedras Calientes me voy en el bus que maneja el esposo de su profesora. Él me deja en la casa d’ellos, y cuando me embolo hasta miandan cargando de la mano pa’que no me pierda, ni me meta en algún hoyo o me trave en un piñal, porque siempre pierdo el bordón y ando chocando por todos los cercos del cantón. —Humberto, mejor no dejés al niño —intervino la abuela Rosamelia—. Que no se quede Chepito, porque’ste bolo solo va’cer problemas cuando va a Las Limas y a Piedras Calientes. A este viejo choco no le da pena andar fregando a la gente allá, pero a mi si me da pena —dijo. —Vos no digás nada Rosamelia, que ni sabés como soy yo. Mejor treme la pachita que dejé debajo de la cama. Todavilla 104 tengo un traguito allí que me quiero echar —dijo el abuelo. El día siguiente muy temprano, iniciamos la caminata de regreso al valle. Lucero iba un poco menos cargado, pero llevaba una arroba de maíz híbrido, diez ataos de dulce de panela, la infaltable libra de chacalines, una libra de cebo para los lazos y otras cosas que habíamos comprado en el pueblo. Nosotros caminamos detrás de Lucero los dieciséis kilómetros del recorrido. Los rayos del sol nos alumbraron nuevamente en Guarjila, donde era la mitad del camino. El primer bus que venía de Chalate nos alcanzó, pero en la noche había caído un chaparrazo, y no tuvimos que huírle a la polvasón que la máquina dejaba a su paso en los días de verano. Después de pasar el cantón Guarjila, la carretera era más o menos plana, solo hay pequeñas bajadas hasta llegar al caserío Guancorita. Cuando llegamos a la quebrada de Gualpeto, Lucero se inclinó nuevamente para saborear las dulces aguas que bajaban de los peñascosos cerros de la zona del Mogote, próximos al cerro de La Bola. Llegamos al cantón La Lagunita, y allí tomamos agua del chorro que estaba a la orilla de la calle. Después de descansar un rato en la sombra de un árbol de mango, mientras Lucero comía zacate a la orilla de un cerco, nos fuimos de un solo tirón hasta llegar a Piedras Calientes. El invierno ya hacía honor a su nombre, y las lluvias de fines de mayo cayeron recias, como usualmente lo hacían. Los cerros de la región comenzaron a vestirse de verde nuevamente y los pájaros no dudaron en iniciar a interpretar sus alegres canciones invernales. La mayor parte de los pobladores de Piedras Calientes ya habían sembrado sus milpas. Todos los cipotes estábamos asistiendo a la escuela, y nuestra vida, en su mayoría era una 105 rutina mezclada de caminatas al pueblo cinco días a la semana y de ayudar con las labores agrarias a nuestros padres. En la escuela durante los recreos, los alumnos siempre salíamos a comprar charamuscas y alguna que otra golosina cuando teníamos unas monedas para comprar en las tienditas del pueblo. Con frecuencia, cuando no teníamos pisto para comprar golosinas, nos quedábamos jugando trompo, parches y naipe en el patio de la escuela. Otras veces simplemente mirábamos a las cipotas jugar salta brincas o guasapitas, sin olvidarnos de intentar verles los calzones en cualquier oportunidad que se presentaba. En el pueblo y sus cantones habían unas pocas personas que padecían de alguna enfermedad mental o física. Las personas que sufrían el infortunio de tener problemas físicos o mentales tenían historias tristes, apodos, mañas y nombres despectivos. Muchos de ellos vivían en condiciones de miseria absoluta, y se la pasaban deambulando por los cantones o encerrados en algún cuarto sucio en la casa de algunos familiares que se sentían apenados de ellos. En el pueblo no existía ningún tipo de ayuda profesional de instituciones de salud nacional o municipal para personas con problemas mentales. La mayoría de pobladores del municipio no entendíamos la situación de desgracia de personas con necesidades especiales. Muchos del pueblo usaban su estado de falta de lucidez mental para divertirse y burlarse de ellos. La ignorancia y falta de solidaridad y sensibilidad parecían ser nuestros acompañantes. En el pueblo todos sabíamos historias de la Chica Chirgüe, Picasiano, Julian Calzoncillo, La Enma Choca, La Juana Conga, Manuel del Dedo y la ñora Caravanta, entre otros. La calle hacia Las Limas cobraba vida al mediodía, cuando todos los cipotes de La Lagunita, El Palo Verde, El Garrobo y Piedras Calientes regresábamos de la escuela. 106 En Las Limas vivía Abel Pujo Seco, un hombre de unos cuarenta y cinco años, quien por temporadas padecía de trastornos mentales. En ocasiones cuando le atacaba su enfermedad, le daba por subirse al palo de coco más alto que estaba a pocos metros de la orilla de la calle, después de la última casa de Las Limas, en dirección a Chalate, cerca de la cuesta de la liona. Abel se quedaba en el palo de coco hasta tres días completos sin comer ni beber agua, y posteriormente se bajaba. Eso lo hacía como una vez al año. Cuando Abel se subía al palo de coco, todo mundo pasaba viéndolo y hablándole, pero él no contestaba. Cuando ese acontecimiento se daba, los bichos de Piedras Calientes nos íbamos a dar la vuelta hasta la peñita de agua, cerca de La Lagunita, cuando regresábamos de la escuela. Cuando no habían adultos tratando de convencer a Abel de que se bajara del palo de coco, los bichos aprovechábamos la oportunidad para tirarle piedras. El palo de coco era muy alto, y las piedras que le tirábamos no llegaban hasta la copa del árbol donde él estaba. Muchos se preguntaban cómo hacía Abel Pujo para subirse sin ninguna herramienta en ese palo tan alto y medio inclinado. En la escuela también se daban cuenta los profesores, quienes ya sabían que los cipotes le tirábamos piedras cuando pasábamos por ahí; por lo que siempre nos amenazaban con castigarnos y decirle a nuestros padres, si se daban cuenta que lo habíamos apedreado. En Las Limas también vivía Julián Calzoncillo, quien todo el tiempo se vestía con una calzoneta de manta, hasta las rodillas y camisa blanca, también de manta. Julián Calzoncillo era muy pacífico, pero tenía la adicción de chupar piedras. Él siempre andaba una cebadera vieja en la cual depositaba cierto tipo de piedras negras y lisas, las cuales eran sus favoritas para chupar. Muchas veces cuando íbamos para la escuela, lo encontrábamos en la quebrada buscando piedras, como si fuera un fantasma blanco entre las sombras de los árboles a la orilla del río. Nosotros le gritábamos muy fuerte porque también era medio sordo. Él hablaba muy poco y casi 107 nunca contestaba cuando nosotros le hablábamos. Julián Calzoncillo también tenía güegüecho, el cual decía la gente que se le había hecho por chupar tantas piedras y porque se había tragado un chilincoquito que iba en el huequito de una piedra. Don Chon Churute era el peluquero más conocido del cantón Las Limas, y amigo de mi papá; además de ser un personaje interesante. Cada vez que mi papá iba a cortarse el pelo, pasaba un buen rato discutiendo cosas sin importancia con el viejito. Don Chon Menjivar era conocido por ser muy chismoso y por cierta filosofía sobre la vida que él había desarrollado. Mi papá era muy joven para esa época, sin embargo, don Chon lo respetaba a su manera, y se tenían aprecio mutuo. El fue quien le enseñó a don Beto como hacer tejas y muebles, pues el viejito además de ser peluquero, también era carpintero y construía casas cuando estaba más joven. Cada vez que mi papá iba a cortarse el pelo donde don Chon, yo procuraba ir con él para oírle sus leperadas, trucos y demás conversaciones. A mí no me importaba que también me molestara, pues siempre me daba un dinerito para que comprara algo en la tiendita de la ñora Paca; que estaba detrás de la casa de don Chon; a la orilla de la calle. Al ir a la tiendita de la ñora Paca, yo también aprovechaba para ver si tenía suerte y miraba pasar algún carro, de los pocos que pasaban subiendo la ya bien conocida cuestesita de Las Limas. —Chepe palillo, tené estos quince centavitos pa’que vayás donde la vieja chambrosa de la Paca y te comprés una tu charamusca y un tu churrito, pa’ver si engordás aunque seya un poquito —me decía don Chon. —Beto, y este tu bicho seco que nunca engorda vos, ha destar lumbrisoso este jodido. Debieras de darle lumbrisaca, y después debieras de darliuna botella de leche de vaca negra todos los dillas; y vas a ver sino se te pone chapudo y gordito este bichito desnutrido, pa’que no parezca juilín de rillo seco —le decía 108 don Chon a mi papá —. Si no tenés pisto, veni’a pedirles leche a estos tus familiares de Las Limas, qu’esos babosos tienen un cachimbo de vacas en todos esos potreros. Si no te dan cuando les pidás, andate bien tempranito pa’ los potreros del amatillo, y allí tiordeñás una de sus vacas, pa’que le des lechita fresca a tu cipotillo —concluyó. Mucha gente decía que don Chon era el padre de la burla y el chisme. Él se divertía inventando rumores y diseminando chismes sobre la gente de Las Flores y sus cantones. A la gente más importante del pueblo hasta le hacía algunas canciones burlescas, que él tatarateaba cuando tenía audiencia. Don Chon cobraba veinticinco centavos por cada corte de pelo, lo cual era considerado caro en esa época. Sin embargo, él tenía muchos clientes porque cortaba el pelo muy bien, además de entretenerlos con sus leperadas y chismes por el mismo precio. Mi papá era el peluquero conocido de Piedras Calientes pero él solamente cobraba quince centavos por corte de pelo y veinticinco centavos si querían corte de la barba. Él y don Chon intercambiaban servicio de corte de pelo. —La vida tiene cuatro etapas —decía don Chon—. A los treinta años la vida es oro, a los cuarenta la vida es plata, a los cincuenta la vida es lata y a los setenta la vida ya es caca. —Entonces usté ya tiene más de tres años de’star en la cuarta etapa, o seya diandar oliendo mal —le dijo mi papá burlescamente—. Mejor ya me voy, hay nos vemos otro dilla don Chon. Usté nunca deja de joder y diahablar paja. Me vua tener que pasar lavando por los lavaderos, porque mia de haber dejado todo untado, y no quiero llegar a Piedras Calientes oliendo a caca, según esa tiorilla suya sobre la vida que usté sia inventado —conluyó. Los últimos días de octubre nos llevaron la despedida de clases y la alegría de haber pasado al grado siguiente. 109 En esa ocasión, la celebración fue más grande y emotiva. Habíamos pasado a séptimo grado, lo cual significaba un gran triunfo y un gran avance, no sólo para nosotros, sino para todo Piedras Calientes. El verano nos sorprendió una vez más con su húmedo calor y uno que otro viento seco que pasaba distribuyendo polvo por todas partes. En el caserío todos comentaban lo estudiados que los bichos del valle éramos. El próximo año recibiríamos clases de inglés y usaríamos uniforme, lo cual nos daba cierto prestigio y nos levantaba un poco nuestra autoestima. La época de los mangos, los jocotes, los juegos de trompos, piscuchas, carretas y parches de cera de chumelo había llegado nuevamente. Una vez más, fuimos a cortar café a Tierra Virgen, y nuevamente pasamos el martirio de subirnos a los buses capitalinos y los departamentales. Ese año don Vicente ya estaba muy viejito y enfermo, por lo que necesitaba de un ayudante para meterle la puya a los sacos de café para medir la producción de cada trabajador. —Muchachos, el año que viene talvez ya no me van hallar vivo. M’estado sintiendo bien cansado y bien débil —dijo con una sonrisa triste y su voz medio temblorosa. —Nombe don Chente, usté ya se va poner bien, va ver —le animó mi papá. —Nombe muchachos, yo ya viví suficiente. Creo que y’es hora de que le vaya entregando el equipo al colocho. El período de corta de café terminó y la hora de regresar a casa llegó. Esa vez nos fuimos con la preocupación de que el próximo año talvez no encontrábamos vivo a don Chente. Todos le teníamos mucho aprecio al viejito y nos sentíamos agradecidos por sus atenciones. Si él moría no sabíamos quien iba ser el nuevo mandador de la finca, probablemente 110 algún desconocido que no tendría ninguna preferencia por nosotros a la hora del apunte. Tres meses después de haber llegado a Piedras Calientes, nos dimos cuenta que el viejito había muerto. Mi papá y los demás del grupo nos pusimos tristes y lo lamentamos mucho. Sabíamos que ese año teníamos que ir a las cortas a otra finca, talvez en el departamento de La Libertad. Enero llegó sigilosamente, como escondiéndose de la prisa del tiempo y de las preocupaciones de los habitantes de Piedras Calientes. Los potreros de los alrededores del caserío comenzaron a lucir amarillentos debido a la sequedad del verano y a que las vacas y caballos se soltaban para comer en las milpas, donde la producción ya se había recogido. En Piedras Calientes varias familias aprovechaban la cosecha de aceitunas para elaborar jabón de aceitunas, el cual alguna gente conoce como jabón de cuche. Los árboles de aceitunas silvestres abundaban en la región, y hacer jabón generaba un poquito de ingresos para los que sabían cómo hacerlo. Las aceitunas maduraban a finales del mes de marzo y era en esos días cuando se iniciaba el proceso de producción. El proceso de hacer jabón de aceituna iniciaba con recoger las aceitunas de los árboles, hasta tener una cantidad que fuera suficiente para la producción deseada, que generalmente no pasaba de cien pelotas de jabón de media libra cada una. Cuando ya se habían recogido todas las aceitunas, éstas se ponían a secar hasta que era fácil reventarlas pegándoles con una piedra para sacarles la semilla. Cuando se tenía todas las semillas listas, se machucaban en la piladera hasta lograr convertirlas en masa. Posteriormente, la masa se ponía a cocer en un perol grande; le echaban lejía, y se movía continuamente con una paleta de madera hasta que iba agarrando el color gris oscuro característico del jabón de aceituna. Cuando el jabón 111 se había enfriado un poco, se tenía que aprovechar para hacer las pelotas de jabón antes de que se endurara. Finalmente, se envolvían las pelotas de jabón en tusa de maíz, para completar el proceso. El jabón de aceituna era el detergente de uso generalizado en los hogares de Piedras Calientes. Se usaba para lavar la ropa, los platos, bañarse; y los cipotes también lo usábamos como lubricante para las ruedas de las carretas. La vida en el campo solía ser aburrida para alguna gente, pero en Piedras Calientes siempre había algo de que hablar, y en muchas ocasiones, también éramos actores o testigos de algún acontecer. Chepe Chusudo, un amigo de algunos de Piedras Calientes, quien vivía en el caserío Gualpeto, tuvo problemas con alguien en La Lagunita, y lo había matado. Chepe se unió a otros dos hombres que también habían cometido delitos en la zona y formaron una banda delincuencial. Ellos eran conocidos como la banda del chejaso, porque los tres tenían heridas de machete en algún miembro de su cuerpo. Esta banda de tres hombres andaba bien armada y vivían errantes, huyendo de las autoridades entre los ríos, caseríos, cantones y cerros. Ellos se convirtieron en cuatreros para sobrevivir, y con el producto de la venta de ganado robado se sostenían sin trabajar. En ocasiones pasaban por el caserío pidiendo comida y después de poco tiempo se marchaban, para evitar que alguien los delatara. A los más amigos de ellos siempre les ofrecían su servicio de matones, si alguien les estaba causando problemas. Los de la banda del chejaso manifestaban que como de todas formas iban a ir presos si los agarraban, podían quitarle algún estorbo a sus amigos, aprovechando que ya no hacía mucha diferencia tener un muertito más descansando en paz. Por Piedras Calientes también pasaban santeros peregrinos, 112 pidiendo limosnas para el Niño de Atoche, Santa Lucía, San Caralampio o cualquier otro santo milagroso, el cual lo andaban en un cajón de madera que llevaban en la espalda colgado con una cincha. Los limosneros recorrían varios poblados de la región, y la gente les daba comida y limosnas para el Santo. Aparentemente, ellos se ganaban la vida recorriendo municipios a largo y ancho de Chalate y talvez de otros departamentos. En ocasiones también pasaban por el caserío los esencieros ambulantes. Ellos vendían esencia de alcanfor y otros jarabes para curar empachos, diarrea, matar piojos, curas para brujerías y pócima de las siete vírgenes para curar problemas de pasmasón de amor inconsolable de la más perra. También ofrecían pulseritas benditas para curar el mal de ojo de los niños y escapularios benditos para protección contra sustos, almas en pena y espíritus chucaneros; tales como: La Ciguanaba, El Cipitillo, El Cadejo Negro y El Padre sin Cabeza, que se le presentaban a la gente con frecuencia en los caminos fellos, guatales, cementerios, encrucijadas, quebradas y cerca de cruces a la orilla de la calle, donde alguien había muerto. Los esencieros no se iban del caserío sin antes darnos un par de consejos gratis a los cipotes preguntones. Ellos nos hacían recomendaciones de como combatir el temor a la oscuridad y protegerse contra los espíritus malos y los espantos que mucha gente mencionaba con frecuencia. Además de usar escapulario, ellos siempre aconsejaban ponerse el calzoncillo, la camisa y los calcetines al revés. Con esos amuletos antimalevolismo, los esencieros decían que uno podía andar con tranquilidad por todos lados a cualquier hora del día o de la noche. Por último, ellos dejaban el secreto más importante para los cipotes: como conseguirse una cipota bien facilito. —Conseguirse la cipota qui’uno quiere es de lo más chiche 113 qui’hay —decían—. Si la bicha va lavar ropa al rillo, fíjense bien donde cuelga los calzones pa’que se sequen, ya seya en el rillo o en la casa. Cuando hallen los calzones, traten de ver si ella tiene uno rojo o negro; y si tiene aunque seya un hoyito es mejor. Entonces ustedes se roban el calzón de la cipota, y todas las noches lo ponen debajo de la’lmuada. A media noche se levantan y lo sacan de la’lmuada y lo pasan oliendo por un minuto. Eso lo tienen quiacer por siete dillas sin falta. Después d’eso van a ver que esa cipota hasta los va’ndar buscando en la milpa, loca por ustedes; hasta con una gran pasmasón di’amor de las más perras va’ndar la bicha jodida —decían seriamente—...Ah, pero hay una cosita más que’s bien importante que sepan. Fíjense muy bien que’l calzón que se roben seya el de la cipota que les gusta. Porque si se equivocan, y por desgracia se roban el calzón de la mamá, entonces les va llevar puercas, porque les va caer la maldición de la suegra, y eso si que es bien jodido bichos pícaros —terminaban diciendo. La Bilia de Las Limas también visitaba ocasionalmente nuestro caserío vendiendo su canastada del famoso alboroto que ella elaboraba, el cual mucha gente opinaba que era el mejor del pueblo. Muchos en Piedras Calientes éramos clientes de ella, y casi siempre regresaba a su casa con el canasto vacío al pasar por el caserío. El comercio rural era dinámico pero difícil, debido a que tenía que realizarse por veredas y trechos de carretera en muy mala condición. Sin embargo nunca faltaban los comerciantes visionarios que enfrentaban tales retos para ganarse unos Colonsitos. Los compra cuches solían pasar por nuestros caseríos en cualquier época del año. Ellos eran a los que más conocíamos, pues generalmente eran de cantones cercanos o del pueblo, y porque la mayoría de habitantes del valle poníamos tuncos a engordar para hacer pistillo. Cuando los tunqueros pasaban, era típico oír la chillasón de los animales por los caminos de 114 nuestros cantones. Los comerciantes de tuncos generalmente dejaban los camiones en Las Limas o en la peñita de agua, y de allí partían a buscar gente que estaba dispuesta a vender sus tunquitos gordos en El Palo Verde y Piedras Calientes. El verano iba envejeciendo con lentitud. La fecha de regresar a la escuela llegó una vez más. Éste era un acontecimiento que los tres cipotes de Piedras Calientes y los demás de los otros cantones estábamos esperando con mucha ansiedad. En el verano aún en curso yo me había ganado más de cien Colones en las cortas de café, y me sentía pistudo con esa gran cantidad de dinero que tenía para mi solito. De los tres cipotes de Piedras Calientes que iríamos a octavo grado, yo era el más emocionado. Toño y Jorge también lo estaban, pero no tanto como yo. Fui el primero en mandar a hacer dos pantalones azules y dos camisas blancas con dos estrellitas negras bordadas en la bolsa de la camisa. También me compré unos zapatos burros negros de cuero y unos burros de hule para cuando lloviera. En la escuela seguíamos teniendo los retos típicos de nuestra adolescencia. Nos faltaba la soltura comunicativa y nos sobraba timidez, lo cual era el producto de nuestra edad y de haber crecido en el campo, aislados del contacto con gente con más educación y desenvolvimiento social. Las clases de inglés nos ofrecían un nuevo reto y una ventana nueva hacia un mundo desconocido: “Hello” -hola“Table” -mesa“Repeat after me” -repitan después de mí, —decía la niña Mercedes. Las clases de séptimo y octavo grado eran impartidas por la mañana. Estos eran los grados que le daban vida a la plaza 115 central del pequeño pueblo, pues el bullicio de las clases de música y de inglés se oía hasta el palo de amate, el chorro público, la entrada de la iglesia, la alcaldía y la cancha de basquetbol. La campana de la escuela era nuestra amiga preferida cuando estábamos sufriendo en las clases de don Chicho Vides. Él era conocido por castigar a los alumnos que no hacían las tareas y que no ponían atención en clase. Cada vez que él anunciaba el recreo, los bichos salíamos chipustiados a comprar golosinas, tomar agua en el chorro y a jugar en la cancha. También cuando las necesidades biológicas se presentaban, teníamos que ir al Canculunco, pues la escuela no tenía letrinas. El Canculunco era el inodoro público de Las Flores. El lugar simplemente era un espacio abierto a la orilla del pueblo, lleno de árboles, matochos, arbustos y piedras. Estaba ubicado en el costado norte, y había acceso enfrente de un costado de la iglesia y por un callejón cerca de la escuela. Para llegar al Canculunco solo tomaba unos pocos minutos desde el centro del pueblo, especialmente si la urgencia era apremiante y requería caminar rápidamente para no tener un accidente indeseado. Cada hora, don Chicho salía de su salón de clase con su paso estilo militar a sonar la vieja campana que colgaba en la viga llena de telarañas del corredor de la escuela. En el corredor también había una vieja banca de madera en la cual los profesores llegaban a sentarse durante los recreos. Ellos observaban el quehacer de sus alumnos desde ese lugar estratégico; el cual tenía vista hacia todo el centro del pueblo. En el pueblo habían cosas y acontecimientos interesantes; entre ellos estaban el comportamiento de un varraco, el cual era bastante irrespetuoso y feo. El animal vagaba por las calles empedradas libremente. Algunas veces cuando estábamos en clase llegaba a la puerta del aula a chillar; por lo que alguien de nosotros tenía que salir a espantarlo a escobazos. Otras veces llegaba a la hora del recreo a la banca donde se 116 sentaban los profesores a chillar enfrente de ellos, y no se iba por más que lo espantaran. Todo mundo en el pueblo conocíamos al marrano como el Peche Poliya. Él era el animal más popular de Las Flores. Algunas veces, cuando llegaba a chillar a la entrada de la iglesia y de la alcaldía, lo echaban preso en el poste, pero luego el alcalde lo liberaba porque no tenían comida para darle y para no tener que limpiar sus desechos. Con su mal comportamiento, el cerdo se había ganado cierta popularidad, y en alguna forma hasta lo añorábamos cuando no lo mirábamos deambulando en las calles del pueblo. En ocasiones, cuando había alguna gente comiendo bajo el árbol de amate, el Peche Poliya llegaba y comenzaba a chillar enfrente de ellos, pidiendo que le dieran de lo que estaban comiendo. Cuando por alguna razón el varraco no se escapaba de la casa de Moncho Tres Pulgas y no andaba en el pueblo, todos preguntaban por él. —¿Donde andará el bandido del Peche Poliya que nuandado de tunante hoy? —decía la gente. Don Eladio, el sacristán de la iglesia, le echaba agua bendita en la cabeza al varraco siempre que se le presentaba la oportunidad, para ver si se le quitaba lo virriondo y jodión, pero nunca le hizo algún efecto. Cuando el varraco andaba en brama era común encontrarlo persiguiendo tuncas por todo el pueblo. Algunas veces se iba hasta Las Limas y regresaba hasta que el dueño lo iba a traer o hasta que se le pasaba la brama. Los dueños de tuncas de Las Flores y caseríos vecinos procuraban que el varraco no las encontrara porque no querían que él fuera el progenitor. En una de sus tantas aventuras, una tarde muy oscura, pocos días antes de la fiesta de marzo, el varraco sufrió las consecuencias de su comportamiento. Cuando regresaba de tunantiar de Las Limas después de una de sus jornadas de romanticismo, lo atropelló un camión en el área que conocíamos como El Ujuste, muy cerca de El Peligro, la sección de casitas entre Las Limas y 117 El Charancacal o caserío Los Henríquez. El Peche Poliya resultó gravemente herido, y debido a que quedó todo resquebrajado Moncho tuvo que matarlo. Por varios días pasamos lamentando la muerte del varraco y echándole putiadas al motorista de Arcatao que lo atropelló. Los más sentimentales y a los que nos caía en gracia las travesuras del Peche Poliya, fuimos a verlo cuando estaba muerto. El varraco dejó una huella en el corazón de muchas tuncas y un recuerdo porcino en el pueblo. En el caserío Los Calles muy cerca del pueblo, también había un animal bastante especial. Éste era el burro de don Fabio. El animal era el único burro en todo el pueblo y era la fuente de dinero del viejito. Debido a que con el cruce de un burro y una yegua nace una mula o un macho, el burro tenía mucha demanda. Las mulas y los machos son animales muy resistentes para las tareas del campo, razón por la cual muchos floreños y de otros pueblos vecinos requerían de los servicios especiales del burro para intentar obtener una cría. Uno de los problemas que había que enfrentar al intentar obtener los servicios del animal, era que muchas veces no estaba en actitud de prestar sus servicios sexuales. Don Fabio Calles había desarrollado algunas técnicas para lograr que su burrito estuviera siempre dispuesto a realizar su trabajo especializado, pero no siempre funcionaban. Por lo tanto, a cualquier cliente interesado en tal servicio, le informaba que no era seguro que con una sola visita se pudiera lograr el tan deseado encuentro sexual con fines reproductivos. En vista de las reglas establecidas por don Fabio, los clientes llevaban hasta almuerzo para esperar todo el tiempo necesario, y si no se podía ese día, regresaban nuevamente. Lo más importante era saber cuándo la yegua estaba en el período de quedar embarazada, por lo que no siempre era fácil obtener mulas o machos. En vista de lo complicado de la transacción comercial, pues los resultados no eran seguros, don Fabio había establecido unos cuantos 118 reglamentos para la implementación de su negocio, los cuales daba a conocer verbalmente antes de cobrar por los servicios del burro. La primera regla era: “si el burro la mete por un ratito, me pagan cinco Colones.” “Si no se logra que el burro la meta, me paga dos Pesos por el intento, ya seya por un dilla o más de venir a la casa.” “Si la yegua sale preñada, me va pagar veinticinco Colones cuando sepamos que se preñó,” y “si la mula o el macho nace, me invita a una botella de chaparro, pa’celebrar.” Cuando alguien le decía a don Fabio que solo le iban a pagar si la yegua salía preñada, él no aceptaba la transacción, pues decía que él siempre tenía que trabajar; ya que su obligación era mantener el burrito bien alimentado para tal propósito. El cobro era por la asistencia que él proveía para que el burro hiciera su trabajito lo mejor posible; lo cual implicaba hasta tener que sobarle la herramienta principal para excitarlo en algunas ocasiones, y conseguirle hierbas afrodisíacas en los guatales del Tamarindo, abajito de Los Calles. La dinámica de la vida en Piedras Calientes también nos daba sorpresas cotidianamente, tanto en el día como en la noche. Muchas veces; especialmente en el invierno, los tacuacines llegaban a los árboles que rodeaban nuestras casas, donde dormían las gallinas. En ocasiones se comían a los pollos más pequeños, otras veces mataban a gallinas viejas o las dejaban heridas; y algunas veces no comían nada y morían bajo una lluvia de pedradas, de un balazo o de un machetazo de guarisama filuda. Los ataques de los tacuacines casi siempre eran a media noche o por la madrugada. Cuando un tacuacín llegaba a los palos de la casa de mi abuelo Pedro, de mis tíos, de Pancho o de mi papá, oíamos el aleteo y los gritos de las gallinas rápidamente. En un par de minutos aparecían todos mis tíos, el abuelo Pedro, Pancho, Israel, Enrique y mi papá. Todos ellos salían alumbrando con lámparas o candiles y con el corvo, la pistola o la hondilla en mano. Debido a que los tacuacines tienen dificultad para ver en la claridad, cuando eran alumbrados con lámpara, corrían 119 muy torpemente, y no escapaban de la furia de los dueños de las gallinas. En ocasiones el animal actuaba astutamente y se quedaba agazapado en alguna cuevita o detrás de un matocho. De esa forma el tacuache tenía la oportunidad de escapar y seguir intentando comerse nuestras gallinas en otra oportunidad, hasta que su suerte cambiara. La primavera comenzó a soplar con las frescas y húmedas brisas que bajaban suavemente del cerro de La Bola. El cansancio del invierno huía junto con el calor invernal. Los caminos hacia Piedras Calientes comenzaron a calzarse con polvo blanco y la cuesta del amatillo dejó de ponerse resbalosa. Los palos de jocotes de iguana y los veraneros comenzaron a llenar sus ramas con las verdes y ácidas semillas que saciaban nuestros adictos paladares cada año. El viaje a las cortas de café, la corta del maicillo, la corta de leña para almacenar para el invierno y todos los juegos característicos del verano vinieron nuevamente a llenar de acción el ambiente de Piedras Calientes. En la época de las cortas de café no fuimos a Tierra Virgen pues el nuevo mandador no nos conocía, y optamos por ir a buscar trabajo a otras fincas en el departamento de La Libertad. Al igual que los veranos anteriores, no hubo mucho trabajo agrícola que hacer. A mi papá solamente le encargaron construir una casa pequeña en Las Limas, por lo que yo tenía mucho tiempo para dedicarme a mis inventos y experimentos; algunos de los cuales había aprendido en la escuela. Ese verano yo hice la carreta de madera más moderna de Piedras Calientes. Le adapté un timón giratorio que funcionaba igual que en los carros modernos. El timón lo hice de un bejuco de chupamiel enrollado en círculo, forrado con pita y un palo recto que medía como medio metro de altura. El timón tenía como base la esquina del gancho de la carreta, al cual le había clavado un pedazo de lata para que fuera resistente. Las llantas 120 de la carreta las hice más redondas que nunca y los molinillos eran de madera de guachipilín viejo. La bajada de las mesitas fue la autopista ese verano. Allí cada uno de los corredores demostraba sus habilidades de piloto carretero, especialmente cuando iban a vernos las cipotas, a quienes tratábamos de impresionar con nuestras habilidades de conductores. A la hora de construir las carretas, aquellos que no tenían habilidades de carpintería elemental hacían unas carretas lentas y feas. Los que teníamos la ventaja de tener algunas herramientas éramos más privilegiados y hacíamos las mejores y más veloces carretas. En ocasiones, nuestra ingeniería no era tan buena, y se nos destrababan las llantas o se nos destartalaban las carretas en plena carrera. Al igual que los demás juegos, la corrida en carretas pasaba de moda después de pocas semanas y luego nos dedicábamos a practicar otros juegos típicos de la campiña salvadoreña. El ladrón librado era otro de los juegos más populares entre los cipotes del caserío. Este consistía en organizar dos grupos con la misma cantidad de participantes. El grupo que perdía en la rifa eran los ladrones. El otro grupo se dedicaba a buscar a los ladrones. Cuando se capturaba el primer ladrón, se tenían que quedar dos del equipo perseguidor vigilando al prisionero, para evitar que lo llegaran a liberar los demás ladrones que estaban siendo perseguidos. El objetivo final del juego era capturar a todos los ladrones, para luego re-iniciar el juego. Después de los juegos de ladrón librado quedábamos bien sudados y nos quedaban las marcas de las uñas de los que nos perseguían o los perseguidos. El juego generalmente lo hacíamos al atardecer, pero en ocasiones cuando había luna llena, durábamos jugando hasta por la noche o hasta que el cansancio nos vencía. Ladrón librado pasaba de moda y continuábamos con el juego de parches de cera. Luego venían las tardes de juegos de fútbol, el juego de márboles, volar piscuchas, buscar pericos y la caza de luciérnagas y murciélagos. Los murciélagos que capturábamos o dejábamos heridos con 121 golpes de ramas, tratábamos de revivirlos dándoles de fumar un cigarro chuña. Los cipotes nos divertíamos viendo como los pobres animales inhalaban el humo, sin saber si les gustaba o lo hacían por miedo u otra razón. En otras ocasiones, durante el día perseguíamos cenzontles bobos y pijuyos totocones, los cuales no eran muy habilidosos para volar. Los perseguíamos entre varios bichos hasta que ya no podían volar de cansados, luego los agarrábamos y los dejábamos irse. En el verano también jugábamos a los trinquetes, los cuales eran muy divertidos y peligrosos. Este juego consistía en sembrar un palo de madera sólida como de un metro de altura en el centro del plancito. Luego se conseguía un palo de unos tres metros de largo de guarumo viejo, para que fuera más resistente. Al palo de guarumo le hacíamos un hoyo en la mitad, luego lo insertábamos en el que estaba sembrado, quedando como una hélice. Para lograr más velocidad, al palo que estaba sembrado fijamente le echábamos jabón de aceitunas de lubricante. En cada extremo del palo de guarumo se le abrían dos hoyos pequeños para ponerle dos púas para que se sujetaran los cipotes que se iban a dar vuelta. Luego alguien le daba vueltas al palo lo más rápido que fuera posible. En algunas ocasiones el palo de guarumo se quebraba y los pasajeros salían disparados en el aire. Por suerte ninguno de los bichos resultó herido seriamente. Otro juego que practicábamos era el salta brincas, el cual consistía en saltar obstáculos, que hacíamos de palos con ganchos en el extremo superior, con un palo horizontal uniendo ambos ganchos en forma de portería de fútbol. La altura del palo se iba incrementando hasta que ya no había nadie capaz de saltarla sin tirar el palo horizontal. Ese año, además de oír en la radio las canciones rancheras mexicanas, los partidos de fútbol y las radionovelas, también 122 mexicanas, comenzamos a ponerle más atención a las noticias sobre lo que pasaba en el país. En una ocasión que viajé a Chalate a comprar unos encargos para la casa, antes de llegar a la ciudad había un retén de la guardia nacional que estaba pidiendo los papeles y revisando los bultos que llevaba la gente. Después de habernos registrado, los pasajeros del bus comentaban que la guardia estaba registrando los buses porque andaban buscando guerrilleros que se estaban viniendo de San Salvador para Chalate. El incidente de ese día pasó casi desapercibido para mí. Llegué a Chalate y solamente fui a visitar los abuelos por una hora. Compré unas medicinas, un libro de matemática, dos cortes de tela para vestido de mujer, ocho varas de hule negro para calzón de señora, un robalo seco y una libra de chacalines. Regresé a Piedras Calientes en el penúltimo bus, que era La Tulita Express. El retén de la guardia en la salida de Chalate aún estaba revisando la gente que entraba y salía del pueblo. Ellos decían que solo era una cosa de rutina porque andaban buscando a unos muchachos que eran ladrones. Las clases de octavo grado continuaban y ya estaba por terminar el año escolar. Las caminatas bajo el sol inclemente y las fuertes lluvias siguieron castigándonos constantemente. Ese año, veinte primaveras antes del segundo milenio, se habían matriculado en la escuela más cipotes de Las Limas: Bulinche, el Chele Mico, Solín, el Chillo y la Tía Chana. El año trajo muchos acontecimientos a San José Las Flores, y pronto estaban por cambiar para siempre las vidas de todos los habitantes, no solo del pueblo sino de todo el país. En los primeros meses del año comenzaron a llegar a Las Limas personas que no eran de allí. Ellos se reunían en algunas casas y luego en lugares públicos como en la glorieta y los lavaderos de ropa. Según los rumores, se decía que era gente de la Unión de Trabajadores del Campo —UTC—, y varios en Las Limas ya se estaban uniendo a ellos. Venancio 123 Henríquez, los hijos de Pedrito Henríquez, los hijos de Israel Menjivar, Enrique Guardado y Pillín, eran algunos de los que estaban “organizándose,” como se le llamaba al hecho de tener simpatía y participar en los movimientos populares en desarrollo en nuestra región y el país entero en esa época. En ese año se comenzaron a oír en la radio muchas noticias de bombazos y balaceras que sucedían en San Salvador. La gente de Las Flores decía que eran estudiantes que no querían al gobierno y que eran comunistas. Don Chicho nos decía que mejor no oyéramos las noticias de la radio porque a lo mejor eran mentiras o porque eran muy alarmantes. Veinte años antes del segundo milenio ya no era secreto que en Las Limas muchos estaban organizados en la UTC. Solín era uno de los que había tomado la cosa más en serio. Él se había convertido en el representante de la organización en el cantón. Cada día que pasaba se oían más noticias en la radio sobre las acciones de las organizaciones populares en todo el país. También supimos que en Las Vueltas, Arcatao, El Teosinte y varios cantones ubicados al norte y al oeste del cerro de La Bola, los campesinos se estaban organizando con el movimiento revolucionario que estaba en crecimiento por todas partes del país. En Las Limas los que estaban organizados realizaban mítines frente al tanque, en la glorieta y en casas particulares. Allí llegaban unos señores que decían ser religiosos, quienes le hablaban a la gente sobre los derechos de los campesinos a conquistar una vida mejor. Según ellos, si se derrotaba el gobierno existente y se instalaba un gobierno popular revolucionario, cada uno de nosotros iba a tener por lo menos una vaca, tierra propia para trabajar, préstamos agropecuarios y mejores escuelas, entre otras cosas. También mencionaban que en las cortas de café debían pagarnos el doble por la arroba de café cortada, darnos mejor comida 124 y mejores lugares para dormir y bañarse; lo cual sonaba atractivo para muchos campesinos de la región. Cuando había mítines en Las Limas, Solín siempre que miraba a alguien conocido le pedía que se quedara a oír lo que estaban hablando porque era importante, según él. Recuerdo que una vez realizaron un mítin en el caserío El Palo Verde en el potrero frente a la escuela donde fui a primer grado. Varios adultos y cipotes de Piedras Calientes fuimos a curiosear, y cuando estábamos allí, comenzó a sobrevolar un helicóptero verde del ejército. La máquina pasó volando bajo un par de veces y luego se marchó. Para entonces ya se había formado la defensa paramilitar en Las Flores. Los cuales se conocían como patrulleros o los de ORDEN. Estos acompañaban a la guardia nacional en todas sus acciones de represión del movimiento que recién arrancaba. Además eran conocidos como orejas o espías de la población, y muchas personas fueron torturadas y asesinadas por las acciones de esos personajes que en su mayoría eran de Las Limas, Las Flores y de otros caseríos más cercanos al pueblo. A finales de agosto comenzaron a pasar por el pueblo las primeras marchas de protesta de los campesinos que ya estaban organizados. Pasaban gritando consignas y llevaban grandes mantas con letreros alusivos a sus peticiones. En sus cebaderas y mochilas llevaban agua, comida y otras provisiones, según contaba la gente. Para esos días llegó a Las Flores un muchacho que estudiaba en la capital. Él estaba recién operado porque le habían pegado un balazo en una marcha en San Salvador, y una gran cicatriz en el estómago era la evidencia del percance. Muchas personas de los caseríos, los cantones y del pueblo comenzaron a participar en las actividades revolucionarias más abiertamente. Varios muchachos de Las Limas y dos muchachas del cantón Los Amates, hijas de don Emeregildo Caravantes, quien vivía en una casita aislada entre los cerros, 125 por la poza del guacal en la quebrada del Jinicuil, también se habían visto participando activamente en las marchas de protesta y mítines en varios lugares. —La cosa se está poniendo perra por todos lados —decía la gente en las reuniones y en cualquier otra oportunidad que tenían para expresar sus preocupaciones. Con una situación política que comenzaba a deteriorarse, terminó el año escolar. Pasamos a noveno grado, lo cual casi era un sueño hecho realidad y un triunfo grande para nosotros. En Piedras Calientes los otros dos bichos y yo éramos los más estudiados. Todos nos preguntaban cosas y pedían sugerencias sobre algunos asuntos que requería algo de matemática o escribir alguna nota. La gente llegaba a nuestras casas para que le ayudáramos a hacer cuentas y para escribirles cartas con letra más bonita y con menos errores ortográficos. Era de opinión generalizada que nosotros podíamos conseguir un buen trabajo de oficina en San Salvador después de terminar el noveno grado. En una ocasión recibí la petición de escribir un mensajito de amor y propuesta de matrimonio de alguien de Piedras Calientes para su enamorada que vivía en El Palo Verde. —Mire Güito, querilla ver si usté miayuda a escribirle una cartita cachimbona pa’la Lichita Guardado del Palo Verde. Pero tiene que prometerme que no le va contar a nadie, porque ella ya me dijo que sí, pero como los dos somos penosos, no los gusta que la gente sepa que somos novios. —Está bueno Lito, yo no le vua contar a nadie. ¿Cómo qué le gustaría que le ponga en el papelito pa’ su novia? —Usté quia estudiado bastante invéntese algo chivo, y lo pone con letra bonita. Yo quiero que le diga que quiero que nos casemos y que si me dice que sí, que yo me comienzo alistar 126 comprando más cositas pa’ mi casita; ah y también póngale que si no quiere casarse, que me diga si está diacuerdo en que me la robe. Ella ya sabe que yo tengo mi terrenito en las faldas del cerro El Garrobo y ya conoce mis tres vaquitas y mi chucho. Fíjese quiuna vez hace poquito, la invité a ordeñar la vaca parchada, y ella fue conmigo al potrero de escondidas. Viera que bonita se miraba la Lichita bien apucuyadita jalándole las tetas a la vaca. Y diúltimo, póngale que ya estoy listo pa’lo del matrimonio desdiace dillas. Escriba en la cartita palabras como que si yo las dijiera, pero usté les busca ladito, pa’que sioigan bonito. Contenido de la cartita: Caserío Piedras Calientes, 6 de mayo de 1980. Estimada Lichita: Le escribo este papelito pa’ saludarla y pa’decirle que la quiero mucho y que miacuerdo de usté todos los días y todas las noches. Uste’s la muchacha más bonita de todo Las Flores y El Palo Verde. En todas partes que voy ando pensando en usté y siempre cargo bien cuidadito en mi bolsa el pañito azul que me dio en las cortas en Tierra Virgen el año pasado. ¿Siacuerda que allí nos dimos cuenta que nos caíamos bien y comenzamos hablar a escondiditas a la orilla del cañal, debajo del palo de ceiba, cerca de la galera? Cada vez que puedo me saco el pañito perjumado de la bolsa del pantalón y lo toco con suavidá. Me figuro que son sus manos suavecitas y su carita blanquita y chapudita que’stoy tocando. El domingo pasado fui cerca de su casa con la idella de verla pero no tuve valor de llegar porque me dio pena de que me viera su mamá o su papá. Por eso le pedí a Chepito Ilusión que me escribiera esta notita para usté. Chepito mia prometido que no le va contar a nadie lo de nojotros y por eso es que la letra está más bonita y limpita, no como la milla. También quiero decirle que pa’la fiesta de marzo en el pueblo, usté se miraba bien bonita con el vestidito amarillo 127 largo floriado y los zapatos negros de tacón alto quiandaba. Parecilla la reina del pueblo usté Lichita. Yo me sentilla celoso cuando los demás hombres la miraban y le tiraban piropos. Pero yo vi quiusté no les hacilla caso, y eso sí que me gustó mucho. Después de lo anterior paso a lo siguiente: Lichita yo estoy muy enamorado diusté, y usté ya sabe que yo la quiero mucho y que no me aguanto las ganas de que nos casemos. Yo sé que nojotros nuemos hablado nada d’esto todavilla en serio, pero con este mensajito quiero que sepa que yo quiero que nos casemos lo más pronto posible. Si primero Dios usté me dice que sí, yo le puedo pedir a don Beto Urbina, el papá de Chepito, que’s gran amigo millo, que miayude con lo d’ir a pedirle la mano a su papá y su mamá. Usté sabe que ya tengo mi casita lista, mi terrenito pa’cer milpa y tres vacas lecheras pa’que juntos podamos hacer nuestra familia. También si usté me dice que sí, yo tengo unos ahorritos del pistillo que me gané el año pasado en las cortas de café, y ese nos va servir pa’comprar las cositas pa’quiusté pueda moler el mais, jalar el agua, barrer, cocinar y planchar. Como el año pasado me fue bien con la cosecha, también tengo el tabanco bien lleno de mais y maicillo, y suficientes frijoles pa’más diun año. Como usté ya sabe ordeñar, hacer cuajada, queso, mantequilla y requesón, todo va ser más facilito cuando vivamos juntos. Si Dios quiere quiusté me diga que sí, yo mialisto par’el casamiento. También quisiera saber que si no nos podemos casar, si usté está dispuesta a que yo me la robe. Si me la tengo que robar, solo miavisa cuando se puede escapar de la casa pa’ yo irmela a trer. Yo la puedo esperar detrás del cerco de piedra, allí por la mata de achote, y usté si’ace como que va ponde la ñora Celia a comprar algo en la tiendita. A yo me gustarilla más si nos casáramos, pa’que no tengamos problemas con sus papás después, pero también estoy dispuesto a robármela si’usté no quiere que nos casemos o si sus papás dicen que no. 128 Lichita, por favor contésteme lo más prontito que pueda, porque yo ya me figuro viviendo con usté. Va ver que vamos a ser bien felices. Yo ya hasta miro nuestros cipotillos corriendo por el corrededor de la casa siguiendo los pollos y usté detrás d’ellos siguiéndolos. Yo ya me imagino comiéndome las tortillas calientitas y redonditas quiusté haga todos los dillas, y me la figuro esperándome con una sonrisota en el patio de la casa, por el palo de jocotes, cuando yo venga de la milpa. Va ver que todo va’cer muy bonito cuando vivamos juntos Lichita. Chepito Ilusión dice que si usté necesita ayuda pa’ escribirme un papelito con la respuesta, que allí en El Palo Verde, la Sofillita Sosa es buena pa’escribir, y ella le puede ayudar pa’que me escriba la cartita con la contestación para mí. Lichita, voyestar esperando su respuesta lo más lueguito que seya posible. Hay nos vemos pronto mi’amor. Lito Henríquez. A diferencia de otras épocas, nadie de Piedras Calientes y demás cantones fuimos a las cortas de café ese año. El verano fue más largo y aburrido que nunca. De acuerdo con las noticias en la radio y las traídas por algunos que viajaban ocasionalmente a San Salvador, la situación política se estaba poniendo difícil en varias ciudades del país. En San Salvador continuamente habían grandes marchas, huelgas y balaceras entre militares y guerrilleros. Mucha gente organizada de Las Limas ya estaba en plena acción. A varios de ellos los habían visto en mítines en otros pueblos y cantones pero la guardia nacional y el ejército aún no habían comenzado a perseguirlos con tanta intensidad. Ese año nadie le encargó a mi papá la construcción de alguna casa de adobe, por lo que aprovechamos el tiempo para recoger leña y para buscar otras formas de conseguir dinero para comprar fertilizante para la milpa y demás cosas. Sin 129 haber podido ir a las cortas de café a ganar el dinero que tradicionalmente nos permitía cubrir varios gastos durante el año; la situación era mucho más difícil para todos los de Piedras Calientes. Ese verano tuvimos más tiempo para hacer otras cosas, y los días eran bien largos, por lo que fue necesario buscar más formas de entretenimiento en la tarde. Toño Murriña, el vecino del abuelo Pedro comenzó a llegar con más frecuencia al plancito. Él era famoso por saber muchas pasadas buenas sobre sus aventuras en los ríos, guatales y cerros. A Toño le gustaba contarlas cada vez que tenía audiencia de varios cipotes y cipotas. Los cipotes comenzamos a pedirle a Toño Murriña que nos contara sus historias, y él tomó muy en serio la contada de pasadas. Toño se sentaba en una cuquita de madera a la orilla del plancito junto al chorro, y varios cipotes nos sentábamos en el suelo a su alrededor, sosteniéndonos la quijada con las dos manos mientras oíamos las pasadas, cuentos, leyendas y fábulas que él nos contaba por largos ratos. —Fíjense bichos bandidos qui’hace como dos años cuando Chepe Chusudo, Lito Plongois y yo andábamos pescando en La Chorrera del Guayabo, nojotros ya liabillamos echado chingaste a las hornillas, y cuando juimos a chequiar pa’ver si habilla pescado comiéndose’l chingaste,...no van a crer que salen dos caballotes blancos bien cholotones corriendo cabal encima dionde nojotros habillamos hecho las hornillas. Nojotros dijimos: ¡ve que caballos hijos de puta esos, hoy si se cagaron en nojotros,! y’espantaron toduel pescado y no vamos agarrar nada por culpa d’ellos. ...Pero van a crer bichos, que cuando nos juimos a ver las hornillas, estaban como si nada habilla pasado. El agua estaba bien limpita y habillan varias mojarras, platiadas y guapotes; y hasta bagres de los bigotuditos estaban comiéndose el chingaste de mais que les habillamos echado. Nojotros rapidito tiramos las atarrayas, y agarramos un cachimbo de pescado en el par de hornillas que tenillamos preparadas. Después cuando y’estabamos en lo seco, nojotros nos pusimos a pensar en lo quiabilla pasado con los caballos 130 babosos, y nos dió una gran culillera y temblazón de patas, y nos juimos bien chipustiados de allí en el cayuco, remando como si alguien nos iba siguiendo. Del susto juimos a parar hasta la casa de don Zenón Serrano. Nojotros sentillamos como si nos iba siguiendo el mero Lucifer en ese gran agüerillo de la presa del Guayabo —concluyó Toño Murriña. En la época de cortar maicillo, la situación política se comenzó a complicar bastante más en Las Flores y demás pueblos del norte de Chalate. En la carretera hacia Las Flores, en la cuesta que todos conocíamos como la subida de la liona, antes de llegar al cantón Las Limas cuando se viaja de la ciudad de Chalate; don Manuel Urbina descubrió entre unos matorrales los cadáveres de dos hombres ya descompuestos. El mal olor se sentía desde hacía varios días, pero se creía que era un animal muerto, que era algo típico. Don Manuel reportó al puesto de la guardia nacional de Las Flores el descubrimiento, pero ellos no se sorprendieron y dijeron que probablemente eran algunos de los guerrilleros que andaban por allí, y que alguien los había matado. Así que le dieron la tarea de buscar ayuda a otros hombres del cantón para enterrarlos allí mismo, para que no siguieran oliendo. El verano fue muy largo y aburrido. Todos los cipotes de los cantones de Las Flores no nos divertimos igual que los años anteriores. En la época de Navidad no se reventaron cuetillos como siempre lo hacíamos, pues la guardia nacional había prohibido que se reventaran. Ellos dijeron que quien reventara cuetes lo iban a echar preso o que hasta algo peor le podía pasar. La guardia nacional informaba de forma no convencional, por medio de habitantes cercanos a su cuartel, que había guerrilleros armados por todos lados y que podían aprovechar la oportunidad para llegar a atacarlos si la gente hacía reventazón de pólvora durante las celebraciones. Debido a que no fuimos a las fincas a cortar café, ese año 131 fue más difícil para comprar los materiales necesarios para la escuela. Con grandes esfuerzos todos hicimos lo que estaba a nuestro alcance para adquirir los productos que necesitaríamos para culminar nuestra educación básica. Yo vendí un marranito que tenía engordando y también vendí un aparejo y tres gallinas ponedoras. Con ese pistillo pude comprar los libros de noveno grado, un pantalón, una camisa, un par de zapatos burros y demás materiales escolares. El año escolar comenzó con una normalidad aceptable. Todos los que pasamos a noveno grado asistimos a clases. Ese año la cuesta del amatillo fue más dura para subir que los años anteriores. Nos tocaba caminar sobre sus angostos y pedregosos caminos al mediodía, cuando el sol estaba más caliente y la humedad nos hacía sudar con más facilidad. El tiempo seguía su curso sin importar si habían alegrías o preocupaciones, y la celebración de la fiesta de marzo llegó una vez más. A diferencia de los años anteriores, solo llegaron dos voladoras pequeñas y un juego de argollas y lotería. Casi nadie de Piedras Calientes estrenó ropa y zapatos, y muy poca gente hizo tamales, pan y marquesotes. La emoción de la llegada de la fiesta en honor a San José siempre se mantuvo, pero todo fue totalmente diferente a los años anteriores. El mero día de la fiesta, la guardia nacional estaba registrando cada uno que salía o pasaba por Las Limas. Al grupo que íbamos de Piedras Calientes nos hicieron ponernos contra el cerco de piedra que rodeaba la casa de Los Urbina y nos registraron a todos, incluyendo a los cipotes que íbamos en el grupo. Algunos guardias les dieron patadas no tan fuertes a algunos del grupo, sin ninguna razón, y luego nos permitieron seguir para la fiesta. A diferencia de otros años, no hubieron peleas ni heridos durante las celebraciones. La gente tenía miedo de portar armas pues la guardia registraba en todas partes, y si le encontraban un arma, aunque fuera una navaja, acusaban al portador de ser guerrillero, y las consecuencias eran fatales. 132 Después de terminar la celebración del diecinueve de marzo, los juegos mecánicos que nosotros siempre llamábamos ruedas, se fueron rápidamente. El pueblo quedó con un silencio entristecedor que nunca antes se había sentido. En los días venideros ya no hubieron más alegrías en el pueblo. Debido a la delicada situación conflictiva, el reclutamiento de jóvenes para unirse tanto al ejército gubernamental como a las fuerzas insurgentes era bastante intenso. A mediados del año escolar, muchos estudiantes que venían de lugares aún más lejanos que Piedras Calientes, dejaron de asistir a clases por miedo y precaución. La situación política se iba poniendo más complicada cada día que pasaba en todos los pueblos de Chalatenango. Cuando estábamos en la escuela, mirábamos que la guardia de Las Flores pasaba frecuentemente hacia La Aldea Vieja y El Tamarindo, cantones al noroeste de Las Flores, donde según rumores, la mayoría de sus pobladores se habían organizado para participar activamente en la pretendida revolución que estaba naciendo. Muchos de los habitantes de esos lugares ya andaban huyendo, por lo que casi todas las casas habían sido abandonadas. Según contaba un miembro de la defensa civil, quien vivía en la casa próxima a nuestra escuela; a todos los de La Aldea Vieja los consideraban guerrilleros. Él y su familia se vinieron para Las Flores porque los querían matar por no querer participar en las actividades de la guerrilla y porque no estaban de acuerdo con el “comunismo.” El miembro de la defensa civil contaba que ellos iban junto a la guardia nacional a los cantones donde sospechaban que había gente organizada; se disfrazaban de guerrilleros; y cuando lograban reunir alguna cantidad de gente los mataban a balazos. Solín comenzó a llegar a la escuela con una escuadra cuarenta y cinco. A pesar de que la llevaba bien escondida, algunos ya se la habíamos visto. Él nos pidió que no le dijéramos a nadie 133 que él andaba armado. Cuando le preguntábamos para que llevaba su pistola, nos decía que era de un amigo y que se la había dejado para que se la guardara, pero que no le gustaba dejarla en su casa. A comienzos de junio de mil novecientos ochenta, la situación se puso mucho más difícil. Un día que veníamos de la escuela, miembros paramilitares de la defensa civil acababan de asesinar a un hombre de La Aldea Vieja, al cual acusaban de ser guerrillero. Cuando nosotros íbamos para la casa por la tarde, ellos todavía estaban donde habían matado al hombre. El que lo mató fue un cipote que también era del cantón La Aldea Vieja, quien tenía como diecisiete años y era el más criminal de los paramilitares. Según versiones de gente del pueblo, ese cipote siempre pedía que lo dejaran matar a alguien que capturaban. En esa ocasión, los asesinos habían matado a su víctima a machetazos. Cuando nosotros pasamos por donde estaba el cadáver, los asesinos nos ofrecían los machetes y decían que le diéramos machetazos, que no fuéramos maricones y que aprendiéramos a matar guerrilleros comunistas. Por suerte no insistieron tanto, y nos fuimos aterrorizados para Las Limas y Piedras Calientes. Después de ese incidente, nuestros familiares ya no nos querían dejar ir a la escuela. Mi mamá y las de los demás cipotes tenían mucho miedo. Nosotros también teníamos bastante miedo pero queríamos terminar noveno grado como fuera posible, pues ya faltaba muy poco tiempo para que terminara el año escolar, y el tan ansiado noveno grado. Pocos días después, la guardia nacional comenzó a buscar a la gente que ya estaba organizada en Las Limas. Algunos de ellos; los más comprometidos, ya se habían incorporado al movimiento armado, y ya no eran víctimas fáciles, pues ya tenían como defenderse cuando las circunstancias lo requerían. Los paramilitares de la defensa civil y la guardia nacional pasaban patrullando con frecuencia y con muy malas intenciones por todo el pueblo, los cantones y los caseríos del municipio. 134 El treinta de junio de mil novecientos ochenta, pasó una tragedia que estremeció a los pobladores de Las Flores. En la milpa de Chaneco, uno de los miembros de la defensa civil, quien vivía en Las Limas, mataron a cinco muchachos de la familia que eran mejor conocidos como Los Chocoyos. Ellos vivían en un grupito de cuatro casas a la orilla de la quebrada El Jinicuil; por el camino de las bestias entre Piedras Calientes y Las Limas. Los Chocoyos habían ido como peones a desyerbar la milpa de Chaneco, la cual estaba en una zona de tierra fértil, conocida como Los Mogotes. Chaneco ya no podía ir a trabajar en su milpa porque se había convertido en blanco seguro de la guerrilla, por ser enemigo declarado de ellos. Esa área es bastante remota, por lo que era un buen lugar para transitar y esconderse para la guerrilla. Era sabido que entre los que pasaban por la zona de la milpa habían algunos de cantones cercanos, quienes probablemente sabían a quién pertenecía dicha cosecha. Los cinco muchachos de Los Chocoyos fueron asesinados a balazos. Todos ellos quedaron muertos exactamente en el lugar donde se encontraban desyerbando. Sus cadáveres quedaron en línea, con sus rostros destrozados por las balas. Pocos días después se supo que el hijo menor de Chaneco los había acompañado para enseñarles el lugar exacto de la milpa donde ellos tenían que desyerbar. Según versiones del niño, él acababa de haber salido de la milpa para regresarse a la casa cuando vio a los hombres armados desde lejitos. El niño se escondió detrás de una piedra, y desde allí vio cuando el grupo armado llegó donde los peones. Según el testigo, los guerrilleros amarraron de las manos a sus víctimas, los tiraron al suelo boca abajo y luego les dispararon. El día de la matanza del treinta de junio, los cipotes de Piedras Calientes asistimos a clases pues aún no sabíamos en el valle del asesinato a la hora que partimos hacia el pueblo. Fue hasta que llegamos a Las Limas que supimos de la matanza. Allí nos aconsejaron que no fuéramos a la escuela porque los de la defensa civil y la guardia estaban muy bravos y al rato iban a pasar por Las Limas matando gente en venganza. 135 A pesar de la recomendación, seguimos hacia Las Flores, pues aún no percibíamos la dimensión del riesgo. Después de pasar por las últimas casas de Las Limas, comenzamos a oír algunas ráfagas de fusiles G-3 y tiros de carabinas, los cuales ya habíamos aprendido a identificar por los sonidos característicos de cada arma. Toño, Catamán, el Chillo, el Chele Mico, Saúl Tía Chana y yo, comenzamos a caminar hacia el pueblo. Oír balazos ya era usual y parte de las rutinas de una zona de guerra, a las cuales estábamos acostumbrándonos, desgraciadamente. Cuando recién habíamos bajado la cuestesita del riachuelo que todos conocíamos como la quebradona, muy cerca de Las Flores, oímos varios balazos en la dirección de la casa de don Daniel Henríquez. En ese momento la guardia nacional y los paramilitares acababan de asesinarlo en su casa. Nosotros seguimos caminando por la calle ya con mucha desconfianza y miedo. Para nuestra sorpresa, al recién pasar la quebradona venía un guardia que parecía traer el diablo adentro; de repente nos vio y nos dijo: —Hoy los vua matar a todos ustedes bichos hijos de puta escueleros, ustedes han de ser de los cerotes guerrilleros comunistas. El guardia se puso el fusil G-3 al hombro para dispararnos, pero quizá ya no tenía balas, pues cuando intentó disparar, el aparato no funcionó. Esos segundos fueron los más largos de mi existencia. Yo sentí mi cuerpo vacío y la respiración parecía extinguirse. Sentí que mis flacas piernas no tenían la energía necesaria para sostenerme, y cerré los ojos para morir. En ese par de segundos de terror, como ángel malo-bueno enviado por San José, apareció Chaneco Montevivar a pocos pasos atrás del guardia que intentaba dispararnos. —No vayas a matar los cipotes, Paco —le gritó—. A esos cipotes yo los conozco bien, y ellos no se meten con nadie. Son familiares de los muchachos que me mataron en la milpa —le dijo. 136 El grito oportuno de Chaneco pidiéndole al asesino que no nos matara fue como el detonante que me despertó del susto de la muerte. Chaneco nos acompañó hasta que pasó el último de los criminales que andaban haciendo "la barrida," como ellos le llamaban al hecho de salir a asesinar gente que sospechaban era simpatizante del movimiento revolucionario. Llegamos al pueblo y nos fuimos a tomar agua al chorro próximo al palo de amate. Nos sentamos un rato en silencio sobre el borde de la cancha de baloncesto y no discutimos con nadie lo del incidente. De reprente, Saúl Tía Chana me dijo: —¿Güito, qué putas será eso de ser comunista que’l guardia cerote ese que nos iba matar dijo que éramos? Esa mierda nunca la había oído yo antes. Le vamos a preguntar a don Ulises pa’ver si él sabe. No sea que’l hijueputa guardia haiga querido decir que nosotros éramos maricones masajistas, y que por eso nos iba a matar. —Asaber que puyas será eso de ser comunista que dijo el guardia culero ese. Esos babosos nunca han ido a la escuela, y talvez no saben lo qui’hablan. Si ni nosotros que ya vamos a noveno sabemos, como van a saber esos babosos maliantes. Las clases fueron irregulares, lo cual ya se había vuelto común. La guardia nacional y los de la defensa civil siguieron con la barrida hacia Las Limas. Allí se dedicaron a buscar a todos los que sabían que estaban organizados. Muchos de ellos no sabían lo que había pasado pues estaban en sus milpas. Los que supieron y se sentían más comprometidos huyeron a tiempo para salvar sus vidas. Después de treinta años de ese acontecimiento, cuando andaba recabando información para este libro, Venancio Henríquez me contó que ese día de la matanza del treinta de junio -como ellos la conocen- él escuchó los primeros balazos de G-3 y carabinas cuando estaba en la milpa arribita del Ujuste. Como él ya estaba 137 organizado, dice que tomó muchas precauciones y se fue a esconder por el resto del día en un peñascal muy difícil para llegar. Allí permaneció alerta hasta el anochecer, cuando él sabía que los de la guardia nacional se regresaban para su puesto en el pueblo. Al momento de publicar este libro, las familias de Enrique Guardado, mi tío político; don Pillín y don Venancio Henriquez continuaban viviendo en Las Limas en paz. Ellos han compartido conmigo muchas de sus historias sobre el pasado conflicto, y podría fácilmente escribirse libros sobre las duras experiencias y las pérdidas de todo tipo que ellos sufrieron durante esos años críticos de la guerra. La mayor parte de los asesinados en la barrida del treinta de junio fueron de Las Limas. Muchos solamente eran familiares de algunos que estaban organizados y ese era su único delito. Ese fatídico día cuando regresamos de la escuela a Piedras Calientes, ya comenzaba a oscurecer. Varios hombres del caserío y otros del Palo Verde venían llegando al plancito con los cadáveres de los cinco asesinados en la milpa. A cada uno lo traían en una hamaca de pita sujeta de ambos lados a una vara de bambú; el cual era el único método práctico para transportar heridos y enfermos por los caminos irregulares de los cantones. Sus cabezas semidestruidas, totalmente ensangrentadas colgaban de las hamacas, presentando una imagen aterradora. La cabeza de uno de los muertos rozaba ligeramente el pecho de Pancho, quien junto a Hernán venían cargando a uno de los asesinados. Después de dejar los cadáveres en sus casas, ubicadas como a un kilómetro del caserío, los cargadores regresaron a Piedras Calientes. Para entonces el miedo era muy grande entre nosotros. Nadie fue al velorio de las primeras víctimas más cercanas a Piedras Calientes. Los familiares de las casas vecinas fueron los únicos que estuvieron velando a los muertos brevemente. 138 El día siguiente a la masacre, la guardia nacional mandó mensajeros con órdenes que se recogieran los muertos y que los llevaran a enterrar al cementerio del pueblo. Un total de trece hombres murieron ese día. En el cementerio hicieron una fosa común, y allí, de forma irreverente enterraron los cadáveres de los hombres trabajadores que amaban la vida y que merecían seguir viviendo. A partir del acontecimiento del treinta de junio, la situación de seguridad y sobrevivencia se tornó más complicada en Las Flores y todos los cantones. Después de la masacre de los muchachos de Los Chocoyos y los demás de Las Limas, nadie de Piedras Calientes siguió yendo a desyerbar las milpas. Como consecuencia, la cosecha no fue muy productiva, y la tapisca se hizo lo más rápido posible. Varios hombres se unieron para ir a cada milpa a trabajar en grupos para terminar rápido y tener unos dos o tres turnándose en la tarea de vigilancia mientras los otros trabajaban. Ese año no hicimos maicilleras ni frijolares en agosto después de la cosecha de maíz, como era la costumbre. Los de Piedras Calientes seguíamos manteniendo el calor fraternal entre los que allí habitábamos. En esos días todos nos íbamos temprano del plancito para nuestras casas. Los juegos de naipe fueron el pasatiempo más importante que seguíamos manteniendo para disimular el temor y la zozobra durante el día. Los habitantes del caserío estábamos pendientes de la cuesta del amatillo y de los otros caminos que bajaban de los cerros, pues desde allí se miraba cualquier grupo que venía para el caserío, si se ponía atención. Pero lo más importante era poner atención al ladrido de nuestros perros aguacateros, pues ellos eran la mejor alarma que teníamos contra desconocidos. En muchas ocasiones mirábamos que bajaban por los caminos de los alrededores grupos de gente, pero pocas veces pasaban por Piedras Calientes durante el día. Cada vez que mirábamos grupos de siluetas oscuras bajar 139 por los caminos, deshacíamos las reuniones en el plancito y cada uno se iba para su casa, esperando que no pasaran por nuestro querido caserío. En ocasiones pasaban por el caserío, especialmente por la noche, grupos de gente organizada que andaba huyendo de la represión. Yo espiaba por una rendija de la ventana que estaba en el cuarto de media agua donde dormía. Desde allí miraba las largas filas de mujeres, niños y hombres que pasaban tomando agua por el chorro del plancito, tratando de hacer el menor ruido posible. Los niños se oía que lloraban quizá de hambre y de enfermos; además yo percibía que andaban con gran pánico y desesperación. En otras ocasiones pasaba el ejército o grupos armados de la guerrilla. Para suerte de nosotros, nunca pasaron abriendo las casas o matando gente de Piedras Calientes deliberadamente. Ocasionalmente durante el día, pasaban pidiendo comida y preguntando si habíamos visto pasar por el área los del bando opuesto; y como que tipo de armas llevaban, si los habíamos visto. Los del caserío aprendimos a dar respuestas vagas a cualquiera que pasaba preguntando, y resultaba útil para sobrevivir. Por suerte, ninguno de los bandos en conflicto usó la violencia directa contra nosotros cuando estábamos en nuestras casas en Piedras Calientes. En el caserío teníamos la reputación de no meternos con ninguno de los dos bandos, cosa que nos había dado cierta protección contra ambas partes del conflicto, pero nada era garantizado. Por el lado del movimiento guerrillero teníamos la ventaja de que los que estaban organizados de Las Limas, siempre habían sido nuestros amigos, y la amistad aún continuaba. Para entonces, la guardia de Las Flores ya había hecho obligatorio que los hombres que habían quedado en Las Limas -y que no estaban organizados-; los de las casas cercanas al pueblo y los del pueblo; tenían que ir a prestar vigilancia al cerrito que estaba enfrente de su puesto, conocido como cerro El Gallo. A los de Piedras Calientes no nos obligaban porque 140 estaba muy lejos y no habían miembros de la defensa civil del caserío. El año escolar terminó en septiembre, un mes antes de lo normal en tiempos de paz. Sin ningún acto de celebración nos dieron el certificado que nos acreditaba el haber pasado noveno grado y el fin de nuestra educación básica, lo cual nos convertía en los más educados de Piedras Calientes, junto al vereco de Celestino Urbina, ¡pero ya no importaba pues todo había cambiado! El verano de ese año fue el más largo en Piedras Calientes. Las actividades rutinarias del verano habían sido fortuitamente interrumpidas. La escasez de granos básicos, medicinas y otros productos básicos y utensilios se agudizó en Piedras Calientes, Las Flores y todos sus cantones. Nuestra ya pobre dieta alimenticia comenzó a sufrir aún más estragos. Casi todas las familias comenzamos a comer solo dos veces al día. El temor a salir a buscar alimentos a los lugares tradicionales hacía más difícil la situación. Los juegos de naipe siguieron siendo la diversión número uno. Algunas de las diversiones que eran más atractivas para los cipotes, como el ladrón librado; no las practicábamos por miedo a hacer ruidos o porque era necesario alejarse un poco del plancito y del caserío. Mantenernos lo más unidos posible era muy importante para sobrevivir la situación. Poner atención a los ladridos de los perros, al camino de la cuesta del amatillo y las faldas de las lomas de la ceibona y la quesera, para detectar el peligro de la presencia; ya fuera de los guerrilleros o del ejército, era muy importante. Cada día que pasaba había más pobreza y miedo. Los que tradicionalmente no hacían suficientes milpas fueron los primeros en sufrir los más duros estragos de la escasez de alimentos, y sus tabancos comenzaron a quedar vacíos. El chorro del plancito comenzó a ser testigo mudo de la falta de maíz. Todas las mujeres comenzaron a llevar menos 141 cantidades de maíz a lavar en él. La mayoría de los pobladores del caserío comenzamos a hacer tortillas de maicillo, lo cual reflejaba crisis y peores condiciones alimentarias. Ese fin de año no hubieron cuetillos ni buscaniguas para reventar. Todo mundo quería estar lo más callado posible para evitar llamar la atención. Además era prohibido y nadie tenía dinero. Aunque para entonces el dinero ya no servía de mucho pues ya no había nada para comprar en ningún lugar. La aflicción y las crecientes necesidades condujeron a la gente de Piedras Calientes a actuar con más unidad, y hasta algunos pequeños cambios positivos se dieron. Los muy pocos hombres del caserío que eran apáticos a reunirse con la mayoría, se integraron a las reuniones matadoras de tiempo en el plancito y en el patio de mi casa a un lado del mismo. Después de la más triste Navidad en Piedras Calientes, el suplicio que estaba consumiendo la alegría que habíamos tenido toda la vida continuó. Con frecuencia nos asustaban los papayasos que disparaba el ejército desde La Sierpe, en las afueras de la ciudad de Chalatenango, como a dieciséis kilómetros de distancia. Las gigantescas balas pasaban zumbando en medio de las nubes más bajas que cubrían Piedras Calientes. El eco de los estruendos de las explosiones resonaba en el cerro de La Bola y llegaba hasta nuestras casas para aterrorizarnos. Cuando el día era muy claro, hasta podíamos ver como si fueran fantasmas, las siluetas de las bombas asesinas que pasaban silbando y surcando el horizonte, hasta que finalmente estallaban en los alrededores de Los Amates, Nueva Trinidad y Arcatao. Los ataques esporádicos de la guerrilla al puesto de la guardia de San José Las Flores también nos sorprendían a cualquier hora de la noche o del día. En Piedras Calientes, el plancito quedaba desolado a las seis de la tarde, cuando cada uno buscaba la protección de su casa. Para agravar más nuestra 142 situación, en esos días una banda de ladrones comenzó a robarse cualquier cosa que encontraban en los caseríos de la zona del Palo Verde y El Garrobo. Generalmente llegaban a las casas que estaban más aisladas, pero después fueron tomando confianza, y se metían a robar a punta de pistola a cualquier lugar. Los ladrones usualmente se hacían pasar como guerrilleros, pero la gente decía que eran simples ladrones del municipio de San Isidro Labrador, que andaban aprovechándose del miedo de la gente. En vista de las circumstancias, para esos días muchos de Piedras Calientes tomamos la decisión de abandonar las casas por la noche para irnos a dormir al monte o quedarnos en algunas casas que ofrecían más posibilidades de defensa. Casas como la de Pancho y de Bonerge que estaban rodeadas de espesos cercos de piñal y alambrados eran más fácil para defenderse. Mientras unos dormían otros hacíamos nuestro turno de vigilancia, esperando que llegaran, o mejor dicho que no llegaran los ladrones. Para la defensa contábamos con un par de revólveres calibre treinta y ocho especial, dos fusiles veintidós y una escuadra calibre veintidós, así como varios corvos bien afilados y buenas hondillas de palo de guayabo con hule medio nuevo. Todos aquellos varones que ya podíamos agarrar el corvo o disparar una pistola o fusil, teníamos que quedarnos haciendo turno de vigilancia por la noche junto a los adultos. Las pocas noches que me tocó turno de vigilancia fueron largas y solitarias pues teníamos que estar en total silencio. Siempre habíamos tres vigilantes por turno. Mis quince años ya me hacían elegible para la mayor parte de tareas masculinas del campo. Para entonces mi papá ya tenía tres armas de fuego, y yo siempre usaba la escuadra Remington calibre veintidós de nueve tiros, desde que tenía doce años. El fusil veintidós y el revólver treinta y ocho eran sus inseparables acompañantes, igual que una guarisama bien larga y puntuda y su navaja cola de gallo bien afilada, y por su puesto la infaltable hondilla de doce varas de 143 hule, que era el arma más barata de usar pues habían muchas piedras de todos los tamaños y figuras en nuestra zona. Si todo ese armamento le fallaba a don Beto, también él tenía buena puntería con pedradas a pura mano, y la gente decía que él era perro pa’ peliar a garrotazo limpio también. Cuando oíamos a los perros ladrar cerca del plancito, todos nos poníamos en alerta y despertábamos a los pocos que podían dormir en tales circunstancias de asecho. Pancho se asomaba por el cerco de piedra, mi papá se subía al palo de sicagüite del patio trasero para ver hacia el camino, mientras el tío Pedrito se ponía a espiar al otro lado de la casa, detrás del cerco de piñal. Otros mirábamos por las rendijas de la puerta de la casa, y de esa manera teníamos un buen panorama que nos permitía ver con facilidad si alguien se acercaba a caballo o caminando a la casa de Pancho. Todos conocíamos el caserío perfectamente, por lo que cualquier anormalidad la detectábamos con facilidad. También, por suerte los hombres que se consideraban de los más aguerridos del caserío estaban en el grupo que nos quedábamos por las noches en la casa de Pancho. Después de un corto tiempo, se supo que el grupo que asaltaba en la zona había sido ajusticiado por miembros de la guerrilla, como castigo por desprestigiarlos robando a su nombre. Conforme los días pasaban, los alimentos se escaseaban más. Mi familia ya comenzaba a sentir los estragos de la escasez. Para ese tiempo muchos apenas comíamos una vez al día y si teníamos suerte, comíamos tortillas con unos pocos frijoles, si no solo las tortillas con sal o alguna sopita de hojas de chile o de algún charral que con dificultad todavía encontrábamos en los riachuelitos de los alrededores, bien cerquita de Piedras Calientes. A comienzos del año, veinte años antes del segundo milenio, la guerrilla había adquirido más destreza y fuerza militar en 144 la región. Los ataques al puesto de la guardia nacional de Las Flores eran más frecuentes y destructores. El ejército y los puestos de la guardia nacional en la zona estaban sufriendo muchas bajas en los combates en el área. Con frecuencia aterrizaban helicópteros del ejército en la cancha de fútbol del pueblo que venían a recoger heridos o cadáveres. Cada día que pasaba era un martirio. Nuestros cuerpos y nuestras mentes se debilitaban lentamente. Casi nadie de Piedras Calientes iba a Las Flores por ninguna razón. Ya no había nada que ir a comprar ni celebraciones de ninguna tipo. Las posibilidades de encontrarse con la guerrilla o la guardia y la defensa civil eran muy grandes, desagradables y potencialmente mortales. En esos días comenzó a llegar al caserío el esposo de la tía Tula. Él con toda su familia andaban huyendo desde hacía varios meses. Enrique Guardado llegaba solamente a buscar algo de comida para llevar a mis primos y a mi tía, quienes se quedaban por allí cerca escondidos en los espesos matorrales que rodeaban el caserío. Enrique y su familia fueron de los varios de Las Limas que se habían organizado en la Unión de Trabajadores del Campo -UTC-, razón por la que fueron los primeros en huir cuando la situación se puso más difícil. Él siempre llegaba a escondidas por la parte trasera de la casa cuando ya estaba oscuro, procurando que nadie lo viera para evitar comprometernos y para poder continuar llegando por más abastecimientos en el futuro. A mi papá no le gustaba que Enrique llegara a la casa, pero eran nuestros familiares y ellos solo buscaban ayuda cuando ya no aguantaban el hambre. Siempre que llegaba le dábamos de lo poco que podíamos, lo cual era un rimero de tortillas y frijoles. Para esos días aún estaba transitable para carros la carretera que conectaba la ciudad de Chalate con los municipios de Las Flores, Nueva Trinidad y Arcatao. El transporte regular de buses ya no funcionaba desde hacía un par de meses. Los camioneros atrevidos eran los únicos que se aventuraban 145 a desafiar el peligro en la carretera para hacer un dinerito. En una ocasión en que mi hermana menor y mi tía Lidia fueron a Chalate por una emergencia, se subieron al único camión que pasó, en el cual también viajaban guardias sin el uniforme con casco estilo nazi que usaban. Cuando pasaron un poco adelante del cantón Guarjila, en una pequeña loma que la calle había dividido en dos paredones, un guerrillero lanzó un artefacto explosivo al camión. Para suerte de los que iban en la máquina, el explosivo fue mal lanzado y cayó cerca del camión, hiriendo levemente a unos cuantos pasajeros. El guerrillero escapó y los guardias que iban en el camión lo siguieron hasta que le dieron alcance y lo mataron. Los guardias les contaron a los demás pasajeros que al atacante le encontraron una cebadera con tortillas duras y que no andaba ni arma de fuego, solamente un corvo viejo. Después de ese acontecimiento, la guardia de Las Flores comenzó a reclutar gente para ir a chapodar la orilla de la carretera, especialmente en los lugares que se facilitaban para hacer emboscadas. Cada día era más difícil salir de Las Flores hacia cualquier otro lugar. Cualquier visitante desconocido en el pueblo era calificado como guerrillero y era asesinado si lo capturaba la defensa civil o la guardia nacional, si no había nadie que lo conocía o tenía buen motivo para andar por ahí. En esos días, un muchacho atrevido o ignorante, fue de San Salvador a Las Flores a buscar una muchacha que había sido su novia, sin saber exactamente donde vivía ella. Agentes de la guardia nacional lo encontraron dando vueltas en el pueblo y lo capturaron por sospechoso. El día siguiente amaneció con la cabeza cortada debajo del viejo amate del pueblo. Cuando aún pasaban buses, pocos días después de que los guerrilleros mataron a los muchachos de Los Chocoyos, la guardia de Las Flores le cortó la cabeza a un niño de Arcatao. El niño venía en el mismo bus que venía mi papá. El bichito tenía doce años más o menos, y venía solo en el bus de Chalate 146 hacia Arcatao. Cuando lo interrogaron en un retén que tenía la guardia en La Lagunita, el niño dijo que sus papás andaban en el monte, y no supo explicar mejor, probablemente por el temor que tenía. Las bestias lo acusaron de ser hijo de guerrilleros, y enfrente de los demás que venían en el bus lo mataron. Luego le cortaron la cabeza y la pusieron encima de una piedra a la orilla de la calle. La imagen de la cabeza del niño en la roca le causó espanto a mi papá, y pasó con pesadillas por varias semanas. El primer mes del año, veinte años antes del segundo milenio, se comenzó a ver más movimiento de gente organizada pasando en las noches por Piedras Calientes. En más de una ocasión algunos de Piedras Calientes habían sido obligados a acarrear por un par de kilómetros unas piezas de metal bien pesadas, cubiertas con plásticos negros, las cuales no supieron identificar, pero que todos llegaron a la conclusión que eran armas de grueso calibre que la guerrilla transportaba por sus escenarios de combate en la zona. A mediados del verano de ese año reapareció Moncho Urbina, un primo de mi papá, quien había andado huyendo por más de un año. Él y Salvador Alas, otro muchacho de Piedras Calientes, según versiones de ellos mismos, habían matado a machetazos al comandante cantonal de La Lagunita, cuando éste intentó reclutarlos para servir en el ejército nacional. En los varios meses que habían andado huyendo, ellos habían vagado por varios lugares, incluyendo por caseríos y cantones en Honduras. Moncho vino contando que había andado en la guerrilla y que le habían pegado un machetazo en la espalda. Su rostro lucía totalmente demacrado y estaba más pálido que nunca. Él llegó a buscarme y a pedirme que le hiciera una media curación. Yo apenas tenía unos conocimientos elementales de primeros auxilios, pero no había nadie más ni mejores opciones para él. Cuando me acerqué a Torvellino -que era su apodo-, sentí el fuerte olor a carne putrefacta. Él se quitó con dificultad la camisa vieja y sucia, volteó la espalda hacia mí, y para mi asombro apareció ante mis ojos una gran herida en la 147 parte baja del hombro derecho. La herida era como de varios centímetros de largo y bastante profunda. El alrededor de la herida estaba rojizo e inflamado, y toda la herida se miraba blanca por el pus acumulado. Moncho quería que lo curara lo mejor que yo pudiera para mientras llegaba a un lugar donde lo curaran de verdad. Para tal trabajo médico, el primero de mi vida; conseguí un poco de algodón del palo de ceiba de la casa de don Julian Recinos, del cual recién comenzaban las bellotas a abrirse con el blanco algodón. Lo puse en la punta de palillos y los impregné del último poco de alcohol que mi mamá guardaba celosamente, el cual no había posibilidad de reemplazar. Tan pronto comencé a limpiar la herida, aparecieron unos gusanillos blancos y gorditos. La piel se me puso eriza de ver los animalillos, pero no paré hasta sacarlos a todos de la herida. Torvellino se retorcía del dolor. Yo recordé que en las radionovelas mexicanas que escuchábamos, los heridos decían que mordían un palillo para no gritar de dolor cuando los curaban en las mismas circunstancias en que yo estaba curando a Moncho; así que le conseguí un pedazo de palo de jocote verde -que no tenía mal sabor-, para que hiciera lo mismo que hacían los valientes cuando los curaban en las radio novelas. Después de varios minutos de limpieza, le saqué todos los gusanos, y la herida quedó aún más profunda y roja. Mi tío Carlos me dio el último poquito de pomada de penicilina que él tenía, el cual había estado guardando como un tesoro en su cajita de pastillas. Finalmente, le puse la pomada en toda la herida, se la cubrí con un pedazo de tela limpia, le conseguí otra camisa, y él se marchó a escondidas; no sin antes pedir que le diéramos una cebadera con tortillas y cualquier cosita que tuviéramos, para subsistir por unos días en los montes. Yo le recomendé que buscara ayuda en otra parte lo más pronto posible, pues la curación que yo le hice no lucía muy prometedora. Moncho dijo que se iría para Honduras y que allá buscaría ayuda. Pasaron varios meses y no supimos nada más de él y Salvador. Posteriormente 148 supimos por medio de alguien que los había conocido, que según rumores, los habían matado cerca de Los Amates, por la frontera con Honduras; sin embargo nunca pudimos confirmar si era cierto. Cada día que pasaba, la situación alimentaria y de seguridad se volvía más precaria. En Piedras Calientes, Las Limas, El Palo Verde y Las Flores ya no se podía conseguir ni para comer una vez al día. A pesar de todo, el sentido del humor no se perdía, y entre nosotros mismos nos burlamos del hambre y de las demás penurias por las que estábamos pasando. —Hay que ver quienes del valle están más piernuditos, porque así como van las cosas de fellas nos vamos a tener que volver carníbales pa’ sobrevivir —decían algunos del caserío. —Hay varias cipotas piernudas aquí en el valle, así que vamos a tener que comenzar con ellas. Allí detrás del chorro nos vamos a poner con un garrote pa’garrarlas cuando vengan a trer agua —decían otros entre carcajadas tímidas. Los charrales de loroco, las parras de ayote, chipilín, güisquil y demás hierbas comestibles en los alrededores del caserío ya se habían terminado. Los más atrevidos tomaban el riesgo de ir a pescar de vez en cuando a la quebrada El Jinicuil, y así, de apuro en apuro íbamos pasando cada día. Entre los más atrevidos del caserío siempre estaba mi papá. Un día a comienzos del año, él y su primo Enrique se fueron a pescar a la presa del Guayabo, la cual queda a unos pocos kilómetros de distancia de Piedras Calientes. Enrique siempre andaba su hondilla de doce varas de hule, con la cual ocasionalmente mataba palomas ala blanca, codornices, garrobos y tortolitas. Debido a lo complicado de la situación politico-militar, ya no usábamos nuestras armitas de cacería al salir de la casa. En esa ocasión, Enrique se fue más adelante de mi papá para ir tirándole piedras a las famosas palomas ala blanca, las 149 cuales abundaban en esa época del verano. Caminaron un buen trecho río abajo en la quebrada del Jinicuil en dirección a la presa hidroeléctrica, manteniéndose a varios metros de distancia el uno del otro. Cuando Enrique llegó cerca de la poza del guacal, mi papá oyó bien cerca el sonido de balas de alto calibre. Él se acercó con precaución para ver qué pasaba y vio a un grupo de hombres con fusiles que recién habían asesinado a Enrique. Los hombres estaban vestidos de civil, y medio lo vieron desde lejos cuando asomó la cabeza detrás de una piedra. Tan pronto descubrieron su presencia, ellos comenzaron a dispararle. Mi papá corrió quebrada arriba escondiéndose de las balas entre las piedras y los árboles, mientras se escapaba del lugar. Finalmente no lo alcanzaron ni las balas, ni los que lo persiguieron, ya que él conocía muy bien el terreno y era bueno para correr en los guatales. Llegó a la casa muy asustado. El sudor le corría por la espalda incesantemente, y con su voz entrecortada me llamó para contarme lo que había sucedido. Yo estaba muy asustado por su apariencia pero puse mucha atención a cada una de las palabras que él me decía. —Chepe andá avisarle a Israel que mataron a Enrique cuando íbamos por la quebrada —me dijo con la vos temblorosa. Yo corrí a darle la mala noticia a Israel, quien decían que era hijo de mi abuelo Belarmino. Él se puso pálido y asustado con la mala noticia que yo le di. El dolor se le notó inmediatamente y bajó corriendo a la casa para confirmar con palabras de papá el acontecimiento. En pocos minutos, todos en Piedras Calientes sabían lo que había pasado. Con temor fueron a dar el reporte a la guardia nacional del pueblo, para ver si ayudaban para ir a recoger el cadáver. Ellos dijeron que no iban hasta allá tan lejos porque era muy peligroso y les podía tender una emboscada la guerrilla. Además, allí le tocaba ir a la guardia de San Isidro Labrador porque ese ya no era territorio de San José Las Flores. Los de la guardia nacional, que no eran amigables, ni tenían compasión por nadie, recomendaron que dejáramos que 150 se comieran el cadáver los zopilotes. Con dolor, los familiares nos resignamos a que Enrique fuera devorado por las aves de rapiña que abundaban en la región. Nunca más alguien se atrevió a salir a pescar o a buscar cualquier otra cosa muy lejos de los alrededores de Piedras Calientes. Varios días después de la muerte de Enrique, pasaron unos guerrilleros por las casas de Los Chocoyos y preguntaron si sabían quién era el otro que se había escapado la vez que mataron a Enrique. Los de la guerrilla no lo habían identificado pero nosotros sabíamos que pronto se podían dar cuenta debido a los rumores que siempre abundaban. Después de pocas semanas de la muerte de Enrique, don Zenón Serrano, quien era amigo con muchos de Piedras Calientes y era un anciano atrevido de Los Amates, se vino quebrada arriba y pasó por el lugar donde murió Enrique, cerca de la poza del guacal. Él dijo que sólo quedaban los huesos entre la ropa y que apenas había chuquillo. Don Zenón nos informó que habían muchas cagadas blancas de zopilotes alrededor de donde había estado el cadáver y que todavía estaban en el lugar: la ropa, la hondilla, las botas de hule, el sombrero picudo y la cebadera de pita de mezcal que Enrique llevaba. Debido a las circunstancias de peligro eminente para don Beto, pocas semanas después del acontecimiento, tan pronto fue posible, se marchó para San Salvador. Tres semanas después, mi mamá y el resto de cipotes también comenzamos a prepararnos para irnos de Piedras Calientes. En la media noche del diez de mayo, diecinueve años antes del segundo milenio, estábamos preparándonos para salir de Piedras Calientes con rumbo a la ciudad de Chalate. El camino que tantas veces había recorrido en las ancas de Lucero; caminando y en bus, bajo el sol y bajo la luna en tiempos de paz, lucía lúgubre y amenazante. La presencia del peligro a muerte se sentía por todas partes. Esa noche 151 yo no pude contemplar las estrellas ni puse atención a los ruidos de los animales nocturnos, como antes lo hacía. Todos íbamos pendientes de oír el sonido aterrorizante de botas y pertrechos de guerra. Detectarlos antes de que ellos nos vieran podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Mi mamá, Amalia Urbina quien trabajaba de sirvienta en San Salvador, mis cuatro hermanas menores, mi hermanito de un año y yo, partimos de Piedras Clientes a las dos de la madrugada. Yo venía montado en la yegua tinta que habíamos comprado en el tianguis de Nueva Trinidad después de venderle Lucero al tío Elio. En ella traíamos un poco de ropa en dos alforjas de pita, y yo llevaba enfrente, bien agarrado a mi hermanito dormido. Amalia venía ayudando con la niña menor, mientras mi mamá cuidaba los pasos de las otras cuatro niñas, entre las edades de trece a tres años. La madrugada del recién nacido invierno estaba más oscura que de costumbre. El canto de los sapos sonaba más triste y desentonado que nunca y los grillos no pararon su rinrinear a lo largo del recorrido nocturno en la carretera de tierra. Las siluetas de los árboles de chaparro, laurel, madre cacao y de aceitunas que estaban a la orilla de la calle, creadas por la tenue luz de la luna en cuarto menguante, parecían amenazantes cuando en mi imaginación yo miraba las figuras de hombres en uniforme militar saliendo de ellas con sus grandes fusiles negros. El miedo a encontrarnos con ladrones, el ejército o la guerrilla era espantoso. La caminata era lenta pero constante, y el temor nos hacía superar cualquier obstáculo razonable que hubiera en el camino. Cada vez que pasábamos por varios lugares de la carretera donde habían cruces, me daban escalofríos del miedo. Una o más cruces a la orilla de la calle significaba que allí había muerto alguien asesinado o en algún accidente, y era común encontrarlas en carreteras y caminos. La carretera hacia Chalate estaba obstaculizada por zanjas que la guerrilla había hecho para detener el tráfico de carros del ejército y civiles. Las zanjas eran difíciles de pasar hasta para 152 los caballos. Algunas veces estaba fea la orilla que no había sido excavada, y la situación se ponía más complicada para avanzar. La caminata fue dura pero mis hermanas menores se portaron muy bien y no lloraron en todo el camino. Mi mamá y Amalia caminaban vigilantes y en silencio, probablemente rezando para que no nos pasara nada malo. Éramos un grupo totalmente vulnerable, víctimas fáciles para cualquiera. Después de pasar el río Tamulasco, pudimos ver con la tenue claridad del nuevo día unos cadáveres que yacían inertes, ensangrentados a la orilla de la calle, medio escondidos entre unas parras de cusuco. Pasamos lo más rápido posible por el sitio, tratando de que los niños menores no vieran los muertos. La suerte estuvo de nuestro lado a lo largo del camino y no encontramos a nadie durante nuestra jornada. Cuando la madrugada ya comenzaba a morir ante la presencia del astro mayor, las ocho almas afligidas de Piedras Calientes nos encontrábamos llegando a la entrada de la ciudad de Chalate. Allí fuimos recibidos por el canto agudo de dos gallos charchudos y el cacaraqueo de tres gallinas que se estaban bajando de un palo de morro en la primera casa del pueblo. Para completar nuestra suerte, cuando entramos a la ciudad no había retén del ejército ni de la guardia nacional. Finalmente llegamos a la casa de los abuelos en el Barrio San Antonio. En ese momento desensillé la yegua tinta y reacomodé en dos costales de manta la poca ropa que llevábamos, para viajar con más facilidad en bus hacia San Salvador. Cuatro días antes de partir de Piedras Calientes yo había cumplido dieciséis años, y como nunca celebrábamos tales eventos ni en tiempos de paz, creo que ni mi mamá se dio cuenta de tal acontecimiento. Nuestro destino final sería la ciudad de Mejicanos en San Salvador. Allí, muchísimos retos de subsistencia pondrían a prueba el temple de carácter que había forjado el suelo chalateco en nosotros. Sin derramar 153 lágrimas de despedida, recordé el himno chalateco que cantábamos en la escuela: “Chalatenango tierra bendecida nidito tibio del jardín de Cuzcatlán...” Nos subimos al bus de la ruta ciento veinticinco... y contra nuestros deseos, comenzamos a dejar el nidito tibio que nos vio nacer entre los verdes cerros de Piedras Calientes. 154 Aquí existió la casa de don Pedro Urbina. Al fondo está el cerro de La Bola, el cual es el pico más alto. A la izquierda se puede ver la punta del cerrito El Garrobo. Foto tomada en marzo 2009. 155 San José Las Flores, visto desde el cerro La Pinte, Chalatenango, El Salvador, Centroamérica. Foto tomada en el 2008. 156 El río Sumpul nace en el departamento de Chalatenango y se extiende a través de éste, hasta unirse al río Lempa en la presa hidroeléctrica Cinco de Noviembre, también conocida como La Chorrera del Guayabo. 157 Sección central del cantón Las Limas. La Glorieta había sido reconstruida y la calle cementada recientemente. Foto tomada en el 2012. 158 Aquí era el plancito o la placita central del caserío Piedras Calientes, cuyo nombre real era Los Urbina. En la actualidad simplemente son ruinas y sirve de potrero para animales. En el fondo, a la derecha, aún está la ruina del chorro mencionado con frecuencia en este trabajo de memoria histórica. Foto tomada en marzo 2011. 159 El cerro de El Garrobo visto desde el centro del cantón Las Limas. Foto tomada en marzo 2009. 160 Este es el chorro, que también le llamábamos pila, mencionado en el libro. Fue construido por Beto Urbina en enero de 1969. El caserío Los Urbina (Piedras Calientes) fue abandonado en 1982. Solo quedan ruinas del lugar 30 años más tarde. Foto tomada en marzo 2009. 161 Estudiantes de la escuela de San José Las Flores en 1980. El autor de este libro es el primero a la izquierda en la línea de agachados. 162 Esta foto muestra el estado en que San José Las Flores quedó después de que sus pobladores lo abandonaran en 1982. La foto fue tomada aproximadamente en 1986, cuando fue repoblado por nuevos habitantes, cuando la guerra aún continuaba. 163 ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ __________________________________________ __________________________________________ __________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ __________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ ___________________________________________ 164 Edwin Urbina Nació en el caserío Los Urbina del cantón La Lagunita en el municipio de San José Las Flores, Chalatenango, El Salvador. Debido a la severidad del conflicto armado de la década de los ochenta en la zona de Chalatenango, la familia tuvo que abandonar su lugar de origen para reubicarse en la ciudad de Mejicanos en San Salvador. En 1985 se graduó de bachillerato en El Instituto Japón de la ciudad de Mejicanos. Estudió en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de El Salvador por tres años, a finales de la década de los ochenta. Graduado en Ingeniería en Computación en la Universidad Estatal de California en la ciudad de Los Angeles en el 2004. ................................................. http://sumpul.com [email protected] 165