Ecos de Chalate

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Ecos de Chalate
Edwin Urbina
Ecos de Chalate
…el ayer de un pueblo
Derechos Reservados © 2013
Primera edición, año 2013
Los Angeles, California, U.S.A.
ISBN: 798-1-62890-360-7
Edwin Urbina
Dedicación:
A mis dos hijas, a don Beto Urbina, quien tuvo que partir a explorar
otro universo cuando aún era muy joven; a mi mamá Gude, que aún sigue
respirando aire fresco, a todos mis abuelos que ya gozan de la libertad
absoluta en otro espacio y otro tiempo, mis hermanos y mi hermana que
tuvo que partir fortuitamente, tíos, profesores y todos los amigos y demás
familiares del caserío Los Urbina, Las Limas, El Palo Verde, Hacienda
Vieja, San José Las Flores y demás lugares, que aún sin saber fueron parte
importante para que fluyeran los recuerdos y la imaginación para plasmarlos
en este trabajo de escritura sobre nuestros lugares y nuestros tiempos en
ellos.
Para el lector:
Al escribir Ecos de Chalate, he buscado usar el lenguaje nato
del campesino de la región específica donde se desarrolla la
obra. Para ello utilicé en la medida de lo posible, el vocabulario
en la forma que la gente lo hablaba en la región, en la cual yo
crecí en el período aproximado de mediados de los sesenta a
comienzos de los ochenta.
Usted encontrará muchas palabras unidas con apostrofe,
con la intensión de reflejar como la gente pronunciaba
varias palabras y frases. Por ejemplo: par’ir en vez de para ir,
l’escuela en vez de la escuela, y muchas más.
También encontrará palabras mal escritas, tales como: mais
en vez de maíz, vuir en vez de voy a ir, vuacer en vez de voy a
hacer, mialegro en vez de me alegro, y muchas más.
Además, entrará en contacto con tildes en palabras donde
no corresponden en el lenguaje académico al que estamos
acostumbrados. Por ejemplo, palabras como: agarráte en vez
de agárrate, fijáte en vez de fíjate. También la acentuación en
muchas conversaciones no es la típica, y espero que pueda
identificarla cuando lea las frases completas.
En el lenguaje español el uso del apostrofe no es muy común, y
se utiliza en muy pocas circumstancias. Yo me tomé la libertad
de usarlo más allá del uso típico para poder plasmar por
escrito el lenguaje conversacional utilizado en este trabajo.
Gracias,
Edwin Urbina
E-mail: [email protected]
Ecos de Chalate
Más allá de la vereda que conduce a la peña prieta y del rugir
de la quebrada del Jinicuil, apartando cuidadosamente los
chiriviscos secos y pisando con mucha precaución las hojas
secas del chaparral, el joven campesino se sitúa sigilosamente
detrás del verde almendro. Con la respiración contenida y su
fusil en mano, observa la paloma ala blanca que posa distraída
en una rama del palo de chaparro, picoteando con malicia de
hembra pichona las dulces semillas que éste le ofrece en los
primeros días de marzo. En silencio casi absoluto, Beto se
ubica en posición de tiro. Pone lentamente el cañón de su
fusil Winchester calibre veintidós en una rama seca, cierra su
ojo izquierdo, afina la puntería… y jala el gatillo lentamente.
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El estruendo de la pólvora hace eco en las faldas del cerrito
pedregoso del copinol, y otras aves salen volando en
desparpajo, asustadas por el sonido.
Beto no perdió de vista su objetivo, y al darse cuenta de que
le había dado al blanco, con un silbido campirano llamó a
Padilla, quien se había quedado quieto a la orilla del sendero
junto al jagüey. El perro cazador corrió a recoger la paloma
moribunda que aleteaba entre el zacate y las hojas secas,
como reclamándole a la naturaleza por el encuentro fatal.
Era la tercera paloma silvestre que había matado en su
expedición de cacería, y con esa sería suficiente para hacer
una buena sopa con arroz y chipilín para el almuerzo, para él
y su esposa. Beto solamente había gastado cuatro tiros para
matar tres palomas, y eso le daba satisfacción, pues había
tenido buena puntería y podría regresar otro día con el resto
de las balas que aún le quedaban en su bolso de municiones.
Después de echar la paloma cuidadosamente en su cebadera
de pita, el cazador emprendió de nuevo el camino a paso
lento. Iba silbando de satisfacción por el sendero de la liberata
que le conducía de regreso a Piedras Calientes, ubicado a un
par de kilómetros de distancia.
Ese camino era el que conducía a las mayores fuentes de
abastecimiento alimenticio para la gente del caserío. Por esa
ruta nos íbamos a pescar a la parte más lejana de la quebrada
El Jinicuil y a la presa hidroeléctrica Cinco de Noviembre.
El camino también conduce a los cerros y matorrales más
remotos de la cordillera de los cóbanos colorados, que ofrecía
su guarida a la población animal que nosotros cazábamos
esporádicamente en tiempos de escasez alimenticia.
La joven esposa de Beto ya tenía la fogata encendida en la
cocina de su recién construida casa de adobe. El agua hervía
lentamente en la olla de barro que le había comprado a la
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Celia Alas, quien vivía en las casitas de El Garrobo, ubicadas
en el camino entre el caserío El Palo Verde y Piedras
Calientes. Las verduras y las hojas de albahaca y acapate ya
estaban comenzando a expeler sus aromas desde la cocina
de la humilde casa.
Padilla, el perro aguacatero y compañero inseparable de Beto,
que les había regalado Toño Murriña desde recién nacido,
acostumbraba adelantarse de su amo cuando percibía que
la ruta era para regresar a casa. El perro desde muy chico
aprendió esa costumbre y siempre salía corriendo cuando
Beto ya iba por el talpetate del aceituno macho, cerca de las
casas de la familia Los Chocoyos, como a quince minutos de
recorrido.
—Hoy no me costó mucho matar estas palomitas —le dice
Beto a su esposa—. Allí nomasito hasta la liberata llegué
pa’matar las tres nimalitas. Habillan muchas palomitas en los
palos a l’orilla del camino, pero como no todas se descuidan,
tuve que caminar hasta pasadito la casa del compadre Santos.
Allí en el chaparralito después del jagüey de los palos de
almendro macho, maté la última paloma cuando ya venilla de
regreso. La jodida estaba en la mera punta del chaparrito que
está en el cerco de Los Vides. Tuve qu’irme bien despacito
en el hojerillo de chaparro pa’cercármele. A Padilla lo dejé
quietesito cerca del jagüey, y desde’l almendro macho que
tiene el gran talchinol, le tiré a la babosita. La bala le cayó en
el mero pecho, pero como nuera esplosiva casi no la rompió
mucho.
—Eso tantié yo, porque bien si’oyó el tirito del veintidós
desdi’aquí, y me figuré que ya venillas de regreso, porque los
otros tres tiros si’oyeron más lejitos, como por el cerrito del
Tepezcuintle de la liberata. Por’eso me pusia’prender el juego
y a prepararme con los tarantines pa’cer la sopa, porque
pensé qu’ibas a venir temprano con las palomitas y qu’ibas a
trer mucha’mbre también.
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—Esa sopita de palomitas con arroz y acapate nos va quer
bien, porqui’hoy no tenilla nada de ganas de comer puros
frijoles sancochados con tortillas.
—Fijáte vos quia’mí me da lástima que maten las palomitas.
Tan bonitas que se miran en los palos cuando están
cantando. Tienen el piquito bien hechito y las plumitas son
bien suavecitas. Desde lejos no se les ve, pero cuando las
estoy pelando, me fijo que tienen plumitas de varios colores
bien bonitos en la nuca y cerquita de los ojos. Las patitas son
bien finitas y rosaditas, y toduel nimalito es bien bonito.
—A mí tampoco me gusta matar las palomitas, pero la comida
está escasa y en vez de matar las gallinitas de nojotros, es
mejor matar unas pocas palomitas errantes, que ni sabemos
dionde vienen. Hay un montón de nimalitas por todos lados
y nojotros solo matamos unas poquitas pa’comer. La sopita
de paloma ala blanca dice Toño Zarco que tiene muchas
vitaminas, y le va quer buena pa’quel niño nazca fuerte y
alentadito. Voy’ir a matar palomas unas tres veces a la semana
pa’que se vaya alistando pal parto y esté bien vitaminada.
—Fijáte Beto que la ñora Gustina, la Genara Urbina, la Chela
de Tomasito y don Toño Zarco dicen que vua tener varón,
porque dicen que tengo la panza bien puyudita y porque se
m’inchan las patas.
—Para mí es mejor que seya varón, pero si es niña también
la quiero igualito. Pasado mañana vuir a Los Amates a
encargarle cinco libras de queso seco a don Zenón Serrano y
también voy a pasar por Cinda Vieja a comprar unas cuatro
libras de cacao donde la ñora Licha, y di’una vez vua pasar
por el pueblo a comprar otras herraduras donde tillo Rogelio
Henríquez y una jarrilla nueva en la tiendita de don Carlos
Vides, pa’que y’estemos listos pa’lo del parto —dijo Beto—.
Mañana le vua poner las herraduras a Manito pa’que no sufra
mucho en la caminada por esos caminos pedregosos de los
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guatales par’esos cantones. Diuna vez también me vua llevar
un medio de frijoles de seda pa’ver si me lo compran en Los
Amates. Ellos siempre me preguntan por frijoles rojos cuando
vamos a pescar a La Chorrera del Guayabo.
—Yo ya le dije a la niña Irene Menjivar de Las Limas quiun
dilla destos me va tocar lo del parto, pa’que esté lista pa’venir
rapidito ayudarme. La viejita me dijo que le jueramos avisar a
la carrerita, y qu’ella venilla a cualquier hora, aunque juera en
la media noche, si la íbamos a trer con una buena lámpara.
—Yo creo que vamos a tener el niño a finales di‘abril, o talvez
a mediados de mayo, cuando y’esté lloviendo. Eso d’ir a
trer la niña Irene a Las Limas es facilito. Yo rapidito subo la
cuesta del amatillo y diallí me pongo en su casa como en
cinco minutos, aunque seya a media noche o en cualquier
otra hora. Yo no tengo miedo diandar por esos caminos en la
noche o en el dilla. Yo ni siquiera me trompiezo en tanta peña
porque me puedo cada trecho del valle cabalito.
En Piedras Calientes y en todos los cantones de San José Las
Flores, ya se hacían preparativos para las fiestas patronales
del pueblo, el dieciocho y el diecinueve de marzo. Las
festividades en honor a San José era el acontecimiento más
importante del año y era el motivo principal para muchas
actividades en todos los seis cantones, los nueve caseríos y
las casitas dispersas en todo el territorio del municipio.
Las costumbres heredadas de los españoles que poblaron
nuestras tierras a partir del siglo dieciocho, y de quienes
muchos somos descendientes, siempre han sido una parte
importante de la vida cotidiana de todos los habitantes de la
región chalateca.
El sexto día de mayo, a las cinco de la tarde surge una nueva
vida en Piedras Calientes. El llanto agudo de la criatura que
sale de la casa próxima al plancito anuncia la presencia de
un nuevo habitante en el caserío. La noticia se difunde con
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rapidez, y las primeras visitas llegan a conocer el primer hijo
de la pareja en la casita número quince del creciente caserío.
Vino al mundo entre el humo de cigarros chuña y la evidencia
de la falta de instrumentos quirúrgicos para sacarlo del vientre
civilizadamente, como para avisarle sobre las inclemencias
que tendría que enfrentar desde sus primeros días. Como un
acto milagroso y un capricho de la naturaleza, surge de entre
las entrañas de la madre, recibiéndolo la tierra prometedora
de sueños irrealizables, de la realidad miserable y de muchas
ilusiones inconquistables. Melancólicas canciones rancheras,
conmovedoras de borrachos enardecidos por el chaparro
dominguero y conflictos políticos y sociales aún no bien
definidos, reciben a la criatura que recién ha nacido.
El invierno comienza a empapar con sus gotas estrepitosas los
más remotos parajes de la meseta baja de Piedras Calientes.
Tres caminos barrialosos, dos chorros de agua públicos y los
sueños de que un día pasen carros levantando polvo por
el plancito, son parte del panorama físico y emocional del
caserío y de sus habitantes.
El cerro del Garrobo, cual jornalero decrépito agotado por
las tareas de sol a sol, nos vigila silencioso todos los días.
Su figura misteriosa adornada con árbo­les de jiote, zacate
jaraguá, hierbas mata cuma, cuevas de murciélagos,
barbasco y rocas negras; ha observado desde el occidente
todos los acontecimientos que se han dado en los cantones
a su alrededor.
El cerro ha presenciado diariamente desde todos sus ángulos
las alegrías y las tristezas de los descendientes de los pipiles
y los españoles. Las grandes rocas que atormentan su piel
ancestral han presenciado por miles de años las retiradas del
astro mayor y han callado por siempre los secretos que los
amantes llegaron a contarle a la luna en sus mejores noches
de esplendor.
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Las laderas y pequeñas planicies que rodean Piedras Calientes
ya han sido preparadas para recibir la bendición invernal. Las
candelas bendecidas por el párroco de la iglesia del pueblo
ya han sido encendidas frente a la imagen de San José, para
pedirle que interceda ante Dios por suficientes lluvias y para
que las tormentas no caigan con tanta violencia amenazando
sus hogares. Los pájaros, las ranas y los muchos insectos
cantores de Piedras Calientes ya han organizado su orquesta
vespertina para recibir el invierno con alegría. La diversidad
de sonidos y tonalidades silvestres son transportados por los
vientos a lo largo del caserío, como prediccio­nes divinas que
traen las buenas nuevas para la región.
En el cantón Las Limas, don Emilio Henríquez ya ha encendido
su fragua. Sus setenta y cinco años aún no doblegan su
espíritu de lucha. Sus fuertes y productivas manos dan
vuelta de forma armoniosa a la manivela de la fragua que
sopla las brasas; creando vivas llamas rojas y destruct­oras.
El hierro cambiará su estado inerte con la furia del fuego
para darle la oportunidad al artesano de usar su creativa
imaginación.
El hierro ardiente violado en su integridad física, parirá las
cumas, los güisutes, las güiras y otras herramientas que
forjarán la esperanza de una producción abundante. Las
fuertes y encalladas manos de ñor Emilio hacen honor
al trabajo y a la lucha por la subsistencia en la campiña
chalateca. Curvas, filosas y duraderas como la fe y el hambre,
han sido elaboradas las rudimentarias herramientas que
transformarán las rocosas tierras que rodean los cantones
de la región.
Los animales domésticos son recogidos en sus corrales tan
pronto cae la primera tormenta para darle a las cosechas
espacio para su inspiración. La ansiedad y la espera de los
primeros hijos verdes que parirá la madre tierra son los
temas de discusión en todas las reuniones alrededor del
plancito, junto a la pila y en el patio de la casa de Beto Urbina.
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Líneas de peones que asemejan tandas de pericos de los que
vuelan diariamente sobre Piedras Calientes se divisan en
todas las milpas de la región. El incesante cumaseo asesino de
las hierbas malas es acompañado por los incle­mentes rayos
del sol que sabotea las gotas de sudor salado de la peonada.
Dentro de pocos días nacerá el surco verde; se cuidará con
mucho amor y devoción por varios días, y de allí crecerá la
reserva de vida para el próximo año. Las tortillas calientes,
como hostias divinas que traen vida desde Dios, serán la
alegría y la recompensa diaria para todos.
A las diez de la mañana, las laboriosas mujeres de Piedras
Calientes ya han gastado un par de horas en las cocinas de
gruesos adobes del caserío preparando el almuerzo para
la peonada. Luego recorrerán los caminos en diferentes
direcciones para llevar a los hombres de la casa el nutriente
almuerzo que les dará la energía necesaria para continuar
labrando la tierra por el resto del día.
El campesino trabaja duro todos los días. Desyerbar la milpa
es una labor muy dura y consumidora de energía física. El
hambre comienza a ser mala acompañante después de pocas
horas de intensa labor matutina. Tan pronto llega el canasto
con los milagros alimentarios, los peones buscan las mejores
sombras de los árboles más cercanos. En pocos minutos, las
redondas figuras de masa de maíz, los frijoles fritos, el arroz
aguado y los huevos duros de gallina india son devora­dos por
los agotados guardianes del crecimiento de las plantas de la
vida. El sol es inclemente y quema con despiadada furia la
espalda del peón. El tecomate de agua fresca se ha vaciado
rápi­damente una vez más y nuevamente, el más joven de la
peonada se apresura hacia el pocito próximo al ja­güey para
llenar la estilizada obra de la naturaleza con más agua fresca.
Como si fueran fantasmas verdes derrotados, las hierbas
yacen moribundas en toda la cañada. El maíz aparece erguido
como emperador victorioso entre los verdes cadáveres recién
eliminados por no poseer la virtud de producir alimentación
para los que les quitan la vida.
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El sol se retira lentamente sobre las puntas de los verdes cerros,
anunciando a los pájaros que el atardecer ha llegado. Ellos
recibirán con sus alegres trinos un atardecer más de existencia
campesina. Los caminos angostos y húmedos vuelven a ser
recorridos por los hombres que han cumplido con la tarea del
día. La tarde comienza a cubrir con su manto oscuro las casas
de adobe y las sombras de los árboles van desapareciendo
lentamente. El ritual de la cena en cada casa de Piedras Calientes
expele el olor a frijoles fritos con manteca de tunco; y el aroma
de café mez­clado con maíz blanco se dispersa por los cuatro
vientos.
Cuando la tarde aún era joven, las cipotas llegaban a lavar
el maíz en la pila del plancito, la cual estaba protegida por
la sombra del árbol de carao y la del conacaste pichón que
había nacido entre el cerco de piña y piedra de la casa de la
Chela Urbina.
Más tarde, cual orquesta de cantores a unísono, las palmas
de las mujeres del caserío elaboraban las tortillas de maíz
con gran entrega y devoción.
En la casa de Pancho, en un costado del plancito, él se mecía
a los cuatro vientos en su desvencijada hamaca de pita de
maguey. Su paz y su serenidad parecían estar espantando
el can­sancio acumulado durante el duro día de trabajo. La
noche con su oscura e imperante personalidad se burlaba del
sol, quien había calentado sin compasión durante el día; y él
también huía lentamente hacia el occidente, detrás del cerro
El Garrobo; como negándose a cumplir con su obligación
natural.
—Humberto vení a comer ya —grita la doña Gude desde la
cocina de gruesas paredes de adobe pintadas con hollín—. La
comida y’esta lista, apurate vos pa’que no se t’enfrille tanto.
Beto, que se encontraba descansando en la ha­maca de pita
del corredor, escuchó con claridad la noticia. El hambre lo
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empujó a acercarse rápidamente a la descolorida mesa de
madera de aceituno que elaboró con sus propias manos
antes de casarse. La única silla junto a la mesa es ocupada
por don Beto. Alrededor de la mesa, dos bichitas y un
bichito cheles, sentados en fila en la banca vieja, también
de aceituno; esperan por su comida. Doña Gude termina de
servir la cena, y por último se acomoda en un extremo de la
banca para controlar el grupo de niños. Cinco platos llenos
de frijoles sancochados, arroz frito, huevo frito con tomate y
un rimero de tortillas calientes están siendo devorados por la
hambrienta familia.
—¡Qué rico vamos a comer hoy con frijoles fritos! —comento
con emoción de niño pobre campesino.
Mis raíces se arraigaron con olor a tierra barrialosa empapada
con lluvia exuberante y con sabor a frutas tropicales. Mis pasos
surgieron al ritmo del rugir de la quebrada del Jinicuil y el
trinar de cenzontles y ruiseñores. Mis huesos se forjaron con
el paso de años sudorosos persiguiendo pájaros bobos y las
constantes luchas matuti­nas contra el despertar tempranero;
derrotando hierbas malas, recorriendo universos imaginarios
y forjando sueños con alcances milenarios. Yo nací para
desafiar mi propio destino, para conquistar mis miedos a
lo desconocido y para volar cada día un poco más allá del
caserío. Soy hijo de la tierra bendecida que va dejando huellas
en la tierra chalateca; forjando la memoria de su pueblo con
palabras y acciones, y con principios y revoluciones.
En el camino hacia el pueblo, mi padre, don Beto Ur­bina
Guardado, descendiente de la séptima generación de don
Tiburcio Urbina; campesino origina­rio de la zona norte de
España y traído a radicarse en el nuevo mundo para producir
materia prima de añil para el imperio español; iba luchando
consigo mismo, buscando el nombre ideal para su recién
nacido cipotillo, que sería la octava generación de Los Urbina.
Él era un hombre sencillo y práctico, y no buscaba muy lejos
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para resolver situaciones comunes de la vida. En el recorrido
entre Piedras Calientes y nuestro pueblo, San José Las Flores,
tuvo suficiente tiempo para discutir consigo mismo y elegir el
nombre para su primer retoño.
—José le vua poner al bichito. Pa’que puyas me vua quebrar
tanto la ñoca buscando otro nombre —dijo para sí mismo
Beto.
En la década de los setenta, San José Las Flores era un pueblo
muy pequeño y sencillo. Básicamente estaba compuesto de
cuatro trechos de calles empedradas que convergían en el
centro del poblado.
La vida comercial, legal y celebratoria del pueblo tomaba
lugar en la plaza central, donde se encontraban: la iglesia,
la alcaldía, la oficina de telecomunicaciones, la escuela, las
tienditas, la oficina de correo, la farmacia, una cancha de
básquetbol, así como un árbol de amate y un chorro público
de agua potable. La clínica de salud y el puesto de la guardia
nacional estaban ubicados en la salida norte del pueblo, a
la orilla de la carretera que continuaba hacia los pueblos de
Nueva Trinidad y Arcatao, muy cerca de Honduras.
Todos los pobladores de los seis cantones y los nueve
caseríos que pertenecíamos a San José Las Flores acudíamos
al pueblo a realizar compras, a oír misa, a la escuela, a vender
animales al tianguis, a enterrar nuestros muertos y a realizar
trámites legales en la alcaldía municipal y el juzgado.
Los que tenían animales, especialmente vacas y caballos, en
ocasiones también tenían que ir al poste a pagar una multa
para poder sacar algún animal que estaba detenido porque
lo habían encontrado comiéndose la milpa de alguien. El
perjudicado tenía que capturar al animal y llevarlo a la
alcaldía municipal. El alcalde contactaba al propietario para
que éste respondiera por la ofensa que su animal había
causado. Usualmente el dueño del animal ofensor tenía
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que pagar por los daños ocasionados y también pagaba una
multita adicional por la estadía y alimentación del animal en
el corral de la alcaldía, al cual se le conocía como el poste.
El centro del pueblo era el punto de convergencia de todos
los visitantes de los cantones y del mismo pueblo. En la
empedrada plaza central se daban los acontecimientos
que tenían gran relevancia para los aproximadamente dos
mil habitantes que pertenecían a San José Las Flores y sus
cantones en la década de los setenta.
Cuando don Beto Urbina fue al pueblo a asentar la partida
de nacimiento de su hijo, fue bajo la sombra del amate de la
plaza del pueblo que se encontró al viejito Filemón Guardado
del cantón Hacienda Vieja, quien era amigo del abuelo Pedro
y demás miembros de la familia Urbina del caserío Piedras
Calientes.
Don Filemón Guardado era un viejito a quien le gustaba
hablar mucho, y además tenía el defecto de que le gustaba
que lo escucharan. En ocasiones, la gente trataba de evadirlo
cuando no tenían muchas ganas de hablar tanto con él.
—¿Cómo estás Beto? Ya hacilla dillas que no te miraba vos.
—Por aquí don File, bastante bien ¿Y usté que tal, cómo están
nuestros amigos Guardado de Cinda Vieja?
—Pues por aquí mirá vos Beto, más viejo; todo cansao y
desrabadillado, pero contento de todavilla estar respirando
aigre fresco. Yo anantes camino ya vos. Solo soy dolores
y achaques por toduelesqueleto, pero ya ni les hago caso
porque’s por el gran pijo di'años que vivido. También el
esqueleto diuno se jode diandar liriando con los animales,
reparando los cercos de peña y haciendo milpa en esas laderas
fellas del valle. ¿Y cómo está el viejo Pedro? yace dillas que
no lue mirado. La última vez que lo divisé fue en noviembre,
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cuando andábamos en las cortas de café en Tierra Virgen. El
jodido no jue nia la fiesta de Santa Lucilla del cantón el trece
de diciembre, pa’que nos echáramos un par de capirulasos
de chaparro preparado con piña y nances que yo tenilla.
—Pues mire que mi papá está bien don File. Allí anda el
viejito siempre trabajando en el guatal enfrente de Las Limas,
viendo como prepara el terreno pa’la cosecha y cuidando los
nimalitos. Hoy está contento con el nuevo nieto que yo le di,
porque los otros, que son los hijos de la Tula, viven en Las
Limas, y casi ni los mira. A dar las vueltas diasentar la partida
de nacimiento es que vinial pueblo, porque mi’jo yaciuna
semana y media que nació, y hasta mucho me'tardado en
venir asentar la partida.
—¡Así que ya tenés tu primer cipotillo vos! Esues tabueno mirá
hombe. ¡Mia alegro por vos Beto! Los bichos le dan alegrilla a
uno, más si son varones, porquiuno tiene esperanzas de que
le ayuden en la milpa cuando y’estan grandecitos.
—El bichito millo y’está bien vivito, y toda la familia está
muy contenta. Yo y’estoy pensando de como voy'hacer
el esfuerzo de ver si lo pongo a estudiar cuando esté más
grande, porquiaquí en el monte la vida es muy dura. Yo no
quisiera que mijo ande como nojotros en todos esos guatales
barrancosos, rascando con la güira en los pedregales que ya
niel maicillo quieren pegar. Mucho menos quiero que tenga
qu’ir a las fincas a cortar café pa’ganarse unos centavitos.
—Eso si está bueno mirá vos, quienquita que podás mandar
la criatura a l’escuela, y talvez un dilla seya importante y
tiayude mucho. ¿Y qué nombre le tantiás poner al indisuelo
vos?
—Pues a dar esas vueltas es que'venido al pueblo. Horita voy
pa’ l’alcaldilla con el secretario pa’cer el trámite.
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—¡…Otro José! Beto, no jodás vos también al pobre bichito
hombe. Poneliotro nombre vos! No ves que yay muchos
bichos que se llaman José en todos los cantones. Yo no sé
porqué puercas todos le ponen José a los cipotes y Marilla a
las cipotas, como si n’hubieran más nombres pa’ ponerles.
Beto, tuijo tiene que tener un nombre cachimbón, que tenga
algún sinnificado o una idella; así cuando ya están grandes,
uno les puede esplicar porqué les puso ese nombre. Es cierto
que nojotros los campesinos somos innorantes pero no
somos tan tontos, como los estudiados piensan —dijo don
Filemón—. También uno se’vita que le reclamen cuando seyan
grandes. Yo metí los caites cuando les puse a los gemelos
Ciriaco y Ciriaca. Mijo cuando era muchacho se encachinbaba
conmigo porque no le gustaba el nombre que le clavé. El
cipote no querilla decirle como se llamaba a las muchachas
cuando le preguntaban cómo se llamaba, y también porque
la plebada del cantón lo jodillan mucho. Vos ya sabés como
joden los muchachos a los otros cuando se reúnen. Cada vez
que tenillan la oportunidad los demás del cantón de joder
a mijo, le decillan: “hay viene Caco, el hermanuela Caca.” Y
como a mí de baboso no se mio ocurrió pa’nada de poner
liotro nombre pa’que aunque seya usara el segundo, el pobre
indisuelo no tenilla más remedio quiaguantar la chunganeta
de los demás —finalizó don File.
—¿Y quiotro nombre se liocurre que le ponga pues don File?
—Pues mirá hombe vos Beto, eso de los nombres de niños
es medio jodido, porqui’hay que ponerle coco al bolado...¿Y
porqué puyas no le ponés José Ilusión al bichito pues?
—No me joda don File… entonces el nombre queda igualito
o hasta más pior.
—Nombe Beto, ponele coco. José Ilusión es bien diferente del
puro José. Ilusión le da vida y personalidá al nombre, además
nues un nombre muy conocido. Vos bien decís que todos
tenemos ilusiones de ser algo o alguien algún dilla. Como vos
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querés que tu bichito no seya campesino así como nojotros,
le quedarilla bien ese nombresito bien arrecho; ¿no cres vos?
—Púchica don File, perues quihaber que dice la mamá y los
demás de la casa. A mí me gusta d’esa forma quiusté dice,
ya con la esplicacioncita que miadado. Le voy’acer caso a
usté y le voy a poner José Ilusión al cipotillo, haber si no me
critican mucho en el valle. Pero lo vuiracer horita antes que
miarrepienta. Gracias por el consejo don File, hay lo miro otro
dilla por aqui’en el pueblo, o talvez nos encontramos allí en los
guatales por la poza del potrero. Vuir horita hacer el trámite a
l’alcaldilla antes que seya más tarde —dijo Beto.
Todos los días, después de la cena, el plancito de Piedras
Calientes comenzaba a llenarse de vida. Cerca de la pila, los
muchachos más abusados estaban esperando a las cipotas
que iban a traer agua, para enamorarlas.
En un extremo del plancito, por donde el sol aparecía con sus
primeros rayos por las mañanas, un grupo de cipotas jugaban
mica afanosamente. En el centro del plancito, un partido de
fútbol entre cipotes provocaba gritos e instrucciones que se
oían hasta la casa de Tomasito Cusuco; la última del caserío.
El sitio para los mayores siempre estaba reservado en el
patio de mi casa, en el extremo norte del plancito; donde las
jugadas de naipe, los chismes, las radionovelas, las pasadas
y los comentarios de acontecimientos alrededor del mundo
eran parte de la diversión para adultos. Algunos hombres
se entretenían escuchando la radionovela de “Chucho el
Roto” y las narraciones de los partidos de fútbol nacional e
internacional. En ocasiones se captaban estaciones de radio
de Honduras, lo cual nos ofrecía una variedad adicional de
entretenimiento radial.
Don Beto Urbina, quien tenía mucha curiosidad por aprender
y saber todo tipo de cosas, era aficionado a escuchar el
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programa radial “Escuela para Todos,” que era transmitido en
Costa Rica y retransmitido por una radio emisora salvadoreña.
Este programa tenía el objetivo de educar sobre tecnología,
ciencias y cualquier otro aspecto de la sociedad, explicando
con terminología sencilla cosas que eran complicadas. Ellos
tocaban temas desde el significado de los horóscopos hasta
los programas espaciales de Estados Unidos de Norte América,
remedios caseros, filosofía y más... Además de escuchar el
programa radial de “Escuela para Todos,” don Beto siempre
compraba el libro anual que ellos producían con el nombre
de “Almanaque Escuela para Todos.” Ambos eran su fuente
principal de educación informal después de haber terminado
el tercer grado, y ya no haber continuado.
Por las tardes, las mujeres de las casas vecinas quedaban
ocupadas lavando los platos y limpiando la cocina. Después
de terminar su faena, ellas llegaban a observar la alegría que
envolvía a los miembros de su comunidad. Como espías, las
mujeres se ubicaban en el patio de la casa de don Pedro
Urbina, la cual estaba ubicada en el costado noroeste del
plancito. Desde allí, ellas también formaban parte del lugar
más alegre de Piedras Calientes todas las tardes.
La noche va tiñendo con su manto ennegrecido la alegría
del atardecer del caserío; de repente, como una sorpresa
a la que ya estamos acostumbrados, comienza a tronar
violentamente.
—Y’está por llover —asegura el abuelo Pedro —. Las nubes
oscuras ya vienen pasando por las faldas del cerro de La
Pitajaya, y vienen moviéndose bien rápido pal valle.
En pocos minutos, un fuerte aguacero comienza a invadir el
cielo que cubre Piedras Calientes. En una repentina estampida
todos corren hacia sus casas, huyéndole a la lluvia. El plancito
queda desolado. Yo contemplo con tristeza desde la ventana
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de mi cuarto de media agua la soledad repentina que trajo
la lluvia insolente. Inquieto, desilusionado y con una gran
sensación de abandono, subo mi mente en una nave ficticia
para atravesar los límites de la imaginación.
Mis cinco años no me permiten navegar muy lejos. Mis ideas
aún pululan cerca de la realidad, sin llegar más allá de la vereda
que termina en la colina de la meseta del terreno de don Pedro
Marimba, después de la casa de Toño Zarco. Mis alas aún no
han emplumado suficiente para emprender vuelo más allá del
caserío. Con un poco de temor me sujeto a la cobija y trato de
ignorar la gotera insistente que cae sobre mi tijera cada vez que
la tormenta sacude su manto gris sobre Piedras Calientes.
Inhóspitos matorrales, cuna de pájaros bobos, chojuis,
chinchintoras y pijuyos totocones; cubran con sus sombras
misteriosas mis más atrevidos sueños, y transporten con
su silencio mis más inocentes ilusiones. Riachuelos hijos de
inviernos copiosos, por favor conduzcan mi cayuco hacia los
más recónditos parajes; y allá...con mi cuerpo envejecido,
llenen mi alma de emociones; estremezcan mi corazón de
pasiones, alaben a nuestros santos patrones; y al fin, después
de oír todas nuestras plegarias, intercedan ante el supremo
creador para que nos ayude a erradicar nuestras perennes
preocupaciones.
El domingo era el único día de descanso. El día propicio para
ponerse la mejor mudada y los zapatos de cuero para visitar
a la novia, para ir a la misa en el pueblo y para aprovechar
el acceso al mundo moderno y comer charamuscas de todos
sabores.
Temprano, las planchas calentadas con brasas de tronco de
palo de cacaguanance viejo, comienzan su tarea rutinaria
para mejorar nuestra apariencia rudimentaria.
—Esta camisa de seda que le compró Humberto a Chepito es
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bien delicada y difícil pa’planchar —dice la niña Gude para sí
misma—, pero nuimporta, con tal de que se mire bien galán
mi bichito.
—Anda’visarle a Hernán que y’estamos listos par’irnos pal
pueblo —ordena don Beto a una de sus hijas, quien aunque
quiere ir al pueblo no se atreve a pedirle que la lleve.
—Dice que ya va venir —grita José Ilusión, mientras apunta
con su hondilla de hule amarillo a un mango que está en la
punta de la rama más baja del árbol de su tío Carlos—. Ya le
juí avisar yo, y dijo que ya venilla.
—¡Chepe, no te vayas a enchucar la ropa jodido! —grita doña
Gude—. No ves que ya te cambiaste par’ir al pueblo más
tarde.
—Hijueputa piñal, te vua cortar y dar juego cuando menos
acordés. Esta es la segunda vez que me caye un mango bonito
en medio de las pencas —maldecía Chepe.
Los retorcidos y pedregosos caminos que conducen al pueblo
son testigos mudos del cansancio, de las aspiraciones y de
los temores que persiguen a cada sombra en la soledad de la
campiña chalateca.
El municipio de San José Las Flores está allí, silencioso y
tranquilo, cobijado por el cerro de La Bola y vigilado por el
cerro de La Pinte y el cerro El Gallo. Sus casas de adobe
añejadas por el paso inexorable del tiempo, la lluvia y el sol
tropical, parecen estar escuchando los gritos de las alegrías y
los lamentos de sus habitantes silenciosamente.
Cual fantasma verde, testigo de buchinches y alegrías durante
las fiestas patronales, el amate de la plaza del pueblo sigue
mudo, callando las ofensas amorosas anunciadas en los
parlantes de la chicagua y la voladora; las máquinas que año
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con año llegan a matar la rutina del pequeño pueblo norteño
cada mes de marzo.
Oh marzo heroico,
mes perfecto,
mes esperado con alegría veranera,
mes transportador de esperanzas tropicales.
Mes conductor de milagros,
realizador de alegrías
y venerador de San José.
Vos traés en tus días medianos regocijo a mis
hermanos,
vos conjugás mis acciones en la dimensión infinita de
mis lamentos;
vos ahogás con aguardiente la tristeza acumulada de
mi gente.
Vos comunicás con Dios a mis hermanos penitentes,
quienes de forma inocente
esperan perdón por sus pecados persistentes
y también con devoción ferviente,
nunca se olvidan de pedirte que les hagas milagros
muy frecuente.
Es la época de máxima alegría, sacrificio y devoción en el
pueblo. Los olores de los tamales de pollo, el pan de trigo,
las quesadillas y los marquesotes se dispersan por los cuatro
puntos cardinales de Piedras Calientes; sofocando el olfato
y emocionando los paladares adictos de los habitantes del
caserío.
Los hornos construidos de lodo han sido desempolvados por
primera vez en el año para ponerlos a trabajar en el proyecto
más importante de producción de pan: el de las fiestas
patronales del pueblo.
Los gallos pierden sus energías cantoras por la mañana
gritando desde todos lados sus anuncios matutinos, que
encuentran eco en las gallinas, las cuales se comienzan a
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tirar de los palos y tapescos para ir a buscar su desayuno. Los
chillidos de los marranos y el canto de las aves en la madrugada,
asemejan almas afligidas que andan deambulando por la
tenue oscuridad de una noche más que ya casi acaba.
—¡Pobrecito el currito! ¿Porqué no vamos a comprar carne
donde la ñora Marta Guardado, y hay matamos al marranito
el otro año papá?
—Chepito, hay engordamos otro chancho después, éste
currito ya tiene bastante manteca, y ya no tenemos pisto ni
maicillo pa’ seguirlo engordando.
El cariño acumulado en varios meses por el marranito gordo
era grande, pero no tan fuerte como para rogar a papá por
mucho tiempo para que no lo matara. Solo la idea de comer
tortillas tostadas con asiento, morongas fritas, carne seca
asada por varios días y frijoles fritos con manteca por varios
meses; era más fuerte que cualquier otro sentimiento hacia
el animal.
Los silenciosos y oscuros pedregales y la verde meseta cercana
a Piedras Calientes observaban el crecimiento de José Ilusión.
Los ya mal nutridos suelos de los alrededores del caserío
siguen intentando sostener la existencia agrícola de los
pobladores de la región. Los años parecen transitar lentos
en el caserío. No se ven cambios significativos en la vida física
y emocional de sus habitantes. Sin embargo, el tiempo pasa
inexorable, envejeciendo a los más viejos y transformando
a los que van creciendo; generando planes simples de
subsistencia y pariendo sueños complejos que buscan forjar
un futuro mejor, sin saber cómo, ni cuando llegará.
—Gudelia, Chepito ya cumplió cinco años, y yo creo que y’es
bueno que comienc’ir a l’escuela. Pero lo vamos a mandar al
Palo Verde, porque’l pueblo está muy retirado.
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—¿Pero vos no cres que está muy chiquito el niño? Acordate
que tiene qu’ir hasta El Palo Verde él solito, y a mí me da
miedo que vaya solo cuando hay tantos chuchos con rabia
por todos esos caminos del valle.
—Sí perues hombresito, y así como se va solo hasta los
potreros de la liberata y hasta bien abajo en la quebrada
tirándole piedras a los pájaros, ¿cómo no va tener valor d’ir al
Palo Verde, qui’hay nomasito está?
—¡Eso si’es verdá! Y talvez van a l’escuela los bichos de
Hernán Urbina también.
—¿Y horita dónde andará el Chepito? Ya’ce ratos que no miro
a ese bandido.
—De seguro quianda viendo las arriadas de trompos. A
diandar con Rafel y Elio. Vos sabés que tus hermanos nunca
lo dejan dondiandan ellos. Cuando venga le vamos a decir
lo d’ir a l’escuela, pa’ver que dice—. Comues tan curioso el
condenado, talvez le gusta l’escuela.
Una vez más, la tarde va perdiendo su juventud invernal; y
va cubriendo con su madurez vespertina las veintitres casitas
que descansan armoniosas a lo largo y a lo ancho de Piedras
Calientes y sus caminos.
Las arriadas de trompos siempre terminaban con la llegada
del anochecer, cuando la luna no encendía su lámpara
benevolente en los caminos de Piedras Calientes.
Chepe Ilusión regresa a la casa que le vio nacer en el costado
oeste del plancito del caserío.
El bichito lleva sus manos sucias, sus pantalones enlodados
hasta la rodilla, soguillas de tierra alrededor del cuello y los
pies descalzos llenos de lodo. Su aspecto es desastroso y
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casi divertido. A doña Gude no le asombra ver a su hijo con
tal facha. Después de un regaño, al cual ni siquiera pone
atención, el niño se deja quitar la ropa para recibir unas
cuantas guacaladas de agua tibia y una buena restregada
con un paste con jabón de aceitunas sobre la piedra de lavar,
enfrente de la cocina, junto a la mata de guineos majonchos.
—La próxima vez te vua dar duro vas a ver jodido, mirá que
chuco venís vos —le dijo.
—Mamá, usté así le dice todas las veces a mi’hermano, y
nunca liace nada de castigo —interviene Nora, la hermana
menor, quien con cierta envidia descubre las ventajas de ser
varón.
—Bicha esta, a vos ya te dije que te vayás a lavar tu plato y a
comer. Ya vua llegar a la cocina, solo le vua cambiar la ropa a
este bicho chuco.
En la mesa ya se encontraban comiendo, don Beto y las otras
dos cipotas. Después de vaciar su pocillo de café de maíz
con canela y endulzado con dulce de panela, don Beto mira
fijamente a José, y con una media sonrisa le pregunta:
—¿José, querés ir a l’escuela del Palo Verde este año vos?
Sorprendido y aún pensando en los trompos que todavía no
puede hacer bailar, contesta rápidamente:
—Sí hombe, yo ya quiero ir a l’escuela ¿Cuándues que voy’ir?
Alirio me dijo que v’ir a primer grado también.
—Todavilla no sé, pero don Chus nos va venir avisar, y di’una
vez le vamos a decir que te matricule en primero, pa’que
aprendás a leer y escribir.
Días de emociones interminables, días de envidiar a los cipotes
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que ya podían bailar los trompos y jugar arriadas. Días en que
la emoción y el suspenso se sentían a lo largo de los caminos
de acceso a pie y a caballo a Piedras Calientes.
—Tillo, ya tengo visto el palo de guayabo dionde quiero que
miaga el trompo.
—¿En dionde tiene visto el palo Güito?
—Me lo vua robar del guatal de la ñora Genara Urbina.
—No se vaya machetiar con el cuto por andar cortando palos
en luajeno. Mejor yo le vua conseguir el palo diotro lugar y
se lo vuacer.
—¿Pero cuándo es que me lo va’cer tillo? ¡Uste’s bien lerdo
pa’comenzar, y siempre me’ngancha con promesas!
—Mañana vua conseguir el palo cuando venga de la milpa y
el domingo en la mañanita se lo vuacer.
—A la púchica tillo, si’hoy es jueves ¿y no me lo puediacer
antes? ¡Sí tillo, no seya malo, si no le cuesta mucho hacerme’l
trompito! Fíjese que yo ya quiero tener trompo. ¡No mira
qui’hasta el vereco de Manuel Urbina ya tiene, y yo todavilla
no tengo! Véngase mañana tempranito de la milpa y me
luace. Tillo, yo ya tengo el clavo cortado, mire pues, aquí lo
tengo. Está bien rectesito y sin mojo. ¡Ve,! allá está Papita
meciéndose en la’maca, le vuir a decir que lo deje venir
temprano de la milpa; él va decir que sí, va ver!
—Papita, ¿usté cre que puede dejar venir a tillo Rafel mañana
tempranito de la milpa? Es que yo quiero que miaga un
trompito pa’jugar en las arriadas. Papita, fíjese que todos
los otros bichos ya tienen trompo, y solo yo no tengo. Hay
me toca’ndar solo de mirón, porque nadie me quiere prestar
uno pa’jugar. Tillo Rafel dice que me luace antes del domingo
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pero si usté lo deja que no vaya a trabajar un rato. Dígale que
me luaga mañana tempranito Papita. Si usté le dice que me
luaga mañana, le vua buscar piojos y le rasco la cabeza sin
que me de pistillo.
—Yo no tengo piojos, y ni me pica la cabeza hoy, pero dígale
a su tillo, haber si quiere hacérselo mañana pues.
—Él ya dijo que me luace si usté le da permiso de no ir a
desyerbar al guatal.
—Vapues, hay lo vua dejar que se venga tempranito mañana
de la milpa pa’que liaga su trompito.
Chepe regresa donde el tío Rafael:
—Ya vio tillo. Papita dijo que sí. Hasta dijo que no vaya a
trabajar pa’que miaga el trompo mañana tempranito—. Tillo,
como usté’s bien rápido, talvez me puede hacer dos trompos
en vez diuno, no vaya ser que salga teterete si solo miace un
triste trompito.
—A mí ni’un trompo me sale teterete. Yo soy perro pa’cer
esos nimales.
—Tillo, una vez le salió uno bien teterete. ¿No siacuerda de
aquel grandote de palo de montesina que relinchaba como
si juera garañón cuando lo bailaba en el plancito? De tan
teterete que’staba el nimal ese, que si’usté lo tiraba a bailar
por el chorro, llegaba a mi casa bien rapidito.
—A la púchica, no friegue Güito. Usté siempre le gusta pasarse
de vivo cuando me pide cosas.
Las arriadas de trompos era uno de nuestros pasatiempos
favoritos antes del invierno en Piedras Calientes.
24
Después de cierta edad, todos los cipotes en el caserío
queríamos saber cómo bailar el trompo, tanto en el piso
como tirándolo al aire y cacharlo bailando en la mano. No
saber bailar trompo durante la temporada significaba no
participar en las arriadas y por tanto, pasar aburrido todos
los días en la tarde mientras los otros se divertían.
...Oh días de inviernos violentos en Piedras Calientes. Aún
mantengo en mis recuerdos invernales el ruido armonioso
de las lluvias viniendo detrás del cerro de La Pitajaya. Todavía
recuerdo las gotas rebeldes saliendo del manto empapado de
las nubes, cuales fantasmas grises que nos perseguían cada tarde
en las entrañas de nuestras guaridas. Aún tengo en mi memoria
las piedras de los cercos del valle, que presenciaban nuestras
grandes batallas trompales; las derrotas sufridas y las revanchas
prometidas para salvar nuestra reputación de guerreros herida.
Veintitrés humildes casas construidas con paredes de adobe,
vigas de laurel y álamo, tejados de arcilla y pisos de lodo
compactado; ubicadas sin orden estético alguno, posaban como
testigos perennes a lo largo de los tres caminos de acceso a
Piedras Calientes.
En la noche, los candiles hechos de lata o de un bote de
vidrio y una mecha de tela vieja, llenos de kerosene; ubicados
estratégicamente en la parte más alta de la casa, iluminaban
tenuemente la limitada vida nocturna que podíamos disfrutar
antes de dormir. Las camas de madera, pitas y petates, y una
que otra tijera de lona, eran el regalo favorito para los cuerpos
cansados y asoleados en los caminos, lomas y laderas de los
alrededores.
—Chepe, apagá el candil —dijo la doña Gude a su hijo, quien
trataba afanosamente de aprender a enrollar el trompo—.
Si no luapagás temprano, no va’justar el gas pa’la semana.
No mirás que ya solo tenemos media botella. Nos vamos a
tener qui’acostar en l’oscuro porque nuay pisto pa’comprar
más pa’echarle al candil.
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—Ya lo vua pagar mamá —dice el niño, como corriendo
contra el tiempo para aprender a bailar el trompo y
participar en las arriadas que están en su apogeo—. Si’es
temprano; todavilla están Pancho y Enrique hablando en
la pila, no es tan noche pa’ dormir.
El invierno va envejeciendo con cada tormenta y ventarrón;
y las tareas agrícolas van cambiando de condición.
Agosto, …mes que recompensa el esfuerzo de nuestras
vidas. Mes que retribuye nuestras batallas en el mes de
mayo por la vida. Mes en que las milpas comienzan a parir
sus primeros hijos verdes para saciar el hambre que a los
pobres nunca discrimina.
Mes de los descendientes de tierras lejanas, quienes con
ilusiones de hacer fortunas desconocidas llegaron a la
tierra que hoy los cobija y los cuida. Mes de Los Alas, Los
Guardado, Los Recinos, Los Henríquez y Los Urbina. Mes
de Piedras Calientes. Mes de San José Las Flores y todos
sus cantones prodigiosos que dan vida y que germinan
mujeres bonitas y hombres trabajadores.
—Ayer pasé por la milpa de Moncho Pichinga —dijo
Catamán—. Y’están bien buenos los elotes allí. Yo destusé
uno, y y’estaba bien durito. Vamos mañana a robarnos
unos pocos, y los vamos asar debajo del almendro de
la quebradita pa’que nadie nos halle. Allí hacemos un
jueguito y nos damos gusto comiendo elotes asados.
—Peruese viejo es bien bravo, si nos agarra robándole
los elotes nos va querer dar una buena cachimbiada por
mañosos.
—¡Vamos hombe, no seya miedoso Güito! Yo me vua
quedar vigiando en el camino desde la parra de chimises,
escondido en el charral de chupamiel, pa’ver si viene el
viejo, y usté corta los elotes diuna carrerita.
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—Vamos pues, de todos modos nos caye mal ese viejo bravo.
Hay que güeviarle varios elotes pa’que se encachimbe de
verdá el maistro.
Cuando la cosecha de elotes estaba en su apogeo, comer elotes
asados o sancochados no sería algo especial. En un par de
semanas todas las milpas habrían sazonado sus hijos verdes,
y un pequeño porcentaje de la cosecha sería sacrificada en
atol de elote, riguas y tamales, y el resto del maíz se guardaría
para el consumo del año venidero.
A comienzos del invierno de ese año, don Beto Urbina compró
su segundo caballo. Se lo compró a Chepe Chusudo del caserío
Gualpeto.
Él contaba que el primer caballo que compró se lo vendió
don Elías Henríquez por diez Colones. Don Elías se lo dio
bien barato porque ya estaba algo viejo y porque eran muy
amigos. El caballo se llamaba Manito, y ese mismo nombre
le dejó.
De acuerdo a mi papá, Manito era un buen caballo; fuerte,
obediente y manso. Él relataba con tristeza como un día que
el tío Carlos traía el caballo cargado con leña desde el cerro El
Tepezcuintle, en la liberata; el caballo se deslizó en el camino
por venir comiendo zacate. El camino era bien estrecho y
pasaba a la orilla de un gran barranco. Cuando el animal se
deslizó fue a parar al fondo del precipicio. Manito no era el
primer animal que había caído en el precipicio de la bruja,
como nosotros le llamábamos a ese barranco pedregoso.
El pobre animal quedó todo resquebrajado sin esperanza de
recuperarse.
Manito cayó con todo y carga de leña rajada en las piedras
del riachuelo que pasa al fondo de la barranca. Mi papá venía
atrasito del tío Carlos, pues se había quedado cortando unas
guayabas. Cuando él vio que el animal no podría recuperarse
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de las heridas, con gran dolor tuvo que sacar su pistola treinta
y ocho especial para matarlo de un balazo en la cabeza.
Después de matar al caballo, le quitaron el aparejo y siguieron
el camino, tristes hacia Piedras Calientes; no sin antes, Beto
reclamarle a su hermano por no haber tenido más cuidado y
no haber traído al caballo jalado, para que no se descuidara
comiendo del zacate verde en la orilla del camino, en ese
trecho peligroso.
Cada vez que pasábamos cerca del lugar donde murió Manito,
mi papá decía que eso de pegarle el balazo al animal fue una
experiencia muy triste. El caballo era un animal muy noble
y obediente, admirado y respetado por todos en Piedras
Calientes. Matar al caballo, además de ser una pérdida
económica, fue más que todo, como perder un poco de
humanidad para don Beto. Él contaba que el caballo lo miraba
a los ojos fijamente, como pidiendo ayuda, y que él no tenía
suficiente valor para matarlo. Después de un rato de ver el
sufrimiento del caballo, sin poder hacer nada para ayudarlo,
finalmente se hizo de valor. Le tapó los ojos con un costal
que traía, sacó la pistola rápidamente...y le jaló el gatillo. La
opción de dejar al animal sufriendo indefinidamente era aún
peor que matarlo.
Los animales domésticos de carga y productores de alimentos
tienen un valor sentimental y económico muy importante
para el campesino, y nosotros los considerábamos casi como
miembros de la familia.
El segundo caballo que compró don Beto para remplazar a
Manito, lo nombró Lucero, en honor a un pequeño punto
blanco en forma de estrella que tenía en la frente. El resto
de su cuerpo era de color tinto oscuro, y sus cuatro patas
parecían tener calcetines blancos. Lucero también tenía
muchas cualidades, y era un caballo de mediana edad.
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—Chepe, este caballo va ser tuyo —me dijo—. Vos lo vas a
cuidar todos los dillas dendioy pa’delante.
El caballo era pequeño y tenía como doce años de vida, según
decían los que entendían de caballos, cuando le miraban
los dientes. Lucero tenía una fuerza y una resistencia muy
grande. Era el animal más manso que yo conocía. Yo me
metía en medio de sus patas, y él solo las movía, como
aceptando mi presencia. Cuando andaba suelto y me miraba,
él salía corriendo hacia mí, rugiendo y moviendo su cabeza
coquetamente, como saludándome y exigiendo atención. El
caballo recibía muchas consideraciones de mi parte. Cuando
mi papá hacía la carga para ponerle, yo siempre intercedía
para que no se la pusiera muy pesada.
En Piedras Calientes solamente habían dos caballos; el mío
y el de Chemo Guardado, quien casi no lo cargaba porque se
pelaba de la espalda y no aguantaba trabajar un día entero.
Además, el caballo de Chemo era tan viejo que ya no tenía
energías. En el caserío todos lo conocíamos como relámpago,
burlescamente. En contraste, Lucero era muy conocido por
ser fuerte, rápido y manso. Todos en Piedras Calientes habían
tenido necesidad de él en más de una ocasión. El caballo era
un símbolo de respeto y de servicio en el caserío.
—Don Beto, dice mi papá que si lialquila Lucero par’ir a trer
una carga de dulce a Las Flores.
—Humberto, dice mi mamá si lialquila el caballo par’ir
a dejar una carguita de maicillo a la peñita —llegaba la
gente diciéndole en las tardes, especialmente los sábados,
reservándolo para el domingo.
Generalmente, la carga para un caballo era de unas doscientas
libras, si la distancia era corta —decían en el caserío. Sin
embargo, algunos abusaban y les ponían más carga a las
bestias. A mí me disgustaba que mi papá alquilara a Lucero.
No me gustaba la idea de que otros lo utilizaran porque
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no sabía si le daban agua y comida; si le daban ratos de
descanso y le quitaban el aparejo, si le ponían mucha carga
o y si le pegaban para que caminara rápido. En ocasiones
que arrendábamos el caballo, el animal venía hambriento y
sediento, además de llegar bien cansado porque lo apuraban
para hacer el mayor número de viajes en el día.
En la época de las cortas de café, Lucero disfrutaba de
libertad y descanso. Pasaba varias semanas sin trabajar, y se
quedaba solamente comiendo zacate verde en los potreros
de Bonerge, o en el guatal del abuelo Pedro, después de la
corta del maicillo. Cuando regresábamos de las cortas de
café, el caballo estaba bien gordo, y algunas veces arisco por
haber pasado mucho tiempo sin trabajar y sin convivir con
nosotros.
Lucero se había convertido en una parte importante de mi
niñez, y me servía de entretenimiento. El caballo ocupaba
parte de mi tiempo libre y también me tocaba trabajar para
alimentarlo, cuidarlo y asearlo. El animal también era un
aliado importante para mis aventuras en los alrededores de
Piedras Calientes. Muchas veces cuando yo no quería caminar,
lo llevaba para hacer las tareas que me encomendaban; como
ir a espantar los chejes y las urracas en la milpa, a buscar leña,
a comprar al cantón Las Limas, a comprarle cigarros chuña a
la abuela Lila donde Los Choyos, o simplemente a darle un
mensaje de mi papá a alguien en las casas más retiradas del
caserío.
Algunas veces, mi mamá se preocupaba porque me
encontraba hablándole al caballo, como si fuera a una
persona; pero yo no le hacía caso, y de todas formas me
echaba mis conversaditas con el caballo, aunque ella dijera
que yo estaba medio chiflado.
…Lucero vos sos mi amigo ¿vaá? Vos sos mi amigo porque
siempre mias querido. Yo lo sé porque cuando me meto
entre de tus patas vos no te enojás. Yo lo sé porque siempre
me saludás cuando me ves. ¿Vaá que sí sos mi amigo Lucero?
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Porque si no fueras mi amigo no me dejaras que me subiera
en vos, solo agarrándome de las crines. Vos y yo somos cheros
porque te sentís libre en mi presencia. Vos sos mi’amigo
porque me llevás donde yo quiero sin que yo te lo exija. Yo
te alimento y te cuido; vos me transportás, me escuchás y
ponés atención cuando yo te hablo. Lucero, es bonito ser tu
amigo. Yo me’nojo cuando papá te alquila porque yo sé que
nadie te cuida como yo, papá y los tillos. Pero discúlpanos, es
que los otros del caserillo también necesitan de tu ayuda, y
aunque no te traten tan bien como nosotros, no es que seyan
malos; ellos simplemente no entienden que sos tan humano
como nosotros, o talvez un poco más...
La vida en Piedras Calientes continuaba con las rutinas de
finales del invierno y las preocupaciones de como ganarnos
la subsistencia del fruto directo de la madre tierra.
—Mañana vuir a doblar el pedazo de la milpa que y’está seca
porque los chejes, las urracas, los pericos, los mapaches y las
cotuzas ya se’stán hartando varias mazorcas ...y está jodido
qu’esos nimales coman sin trabajar —dijo Chemo.
—Yo también vua comenzar el lunes porque vuir a darme una
vueltesita a Tierra Virgen. Quiero ver si ya comienzan a floriar
los cafetales y a saludar a don Vicente, que siempre nos da
chance cuando llegamos —dijo papá—. Cuando regrese, solo
vua tapiscar bien rapidito y nos vamos pa’las cortas.
—¿Beto, entonces por qué no mi’alquilás el caballo pa’jalar
el mais de la aradita cerca de Los Chocoyos? Y hay le pago a
Chepito lo del alquiler de la bestia.
—Vaya pues, le vua decir al cipote que lo vaya garrar mañana,
porque ya tiene como dos semanas de no trabajar, y está
bien gordo y arisco el baboso. Así en el fin de semana se le
quita un poco la malicia, y vos lo ocupás pa’ lo que necesitás.
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—Mañana me vuir pa’ Tierra Virgen a chequiar comuestan
los cafetales —me dijo papá—. El domingo te vas a trer el
caballo pa’lquilárselo dos dillas a Chemo Guardado. Hay
tiacordás d’ir a trerle zacate jaraguá. Ayer vi que habilla zacate
bien verdesito a l’orilla de la quebradita, entre el obraje y la
quebrada, en el pochotillo por la parra de chichiguas. Si no
querés ir allí, lo llevás un rato a la mesita, pa’que coma en
la sabaneta. Después le das una buena bañada y lo metés
en la galerita pa’que duerma agusto. En la mañanita le das
una buena guacalada de mais mojado con sal pa’que esté
bien alimentado par’el dilla de trabajo. Le decís a Chemo que
siacuerde de darliagua cada vez que pase por la quebradita,
y que le dé decomer y lo deje descansar sin aparejo un buen
rato al mediodilla. También le decís que lo deje descansar un
ratito después de cada viaje. Diúltimo, decile que dije yo, que
si’el animal viene todo cansado en la tarde, que no se lo vua
prestar otra vez que lo necesite. El animalito es muy útil y hay
que cuidarlo bien —concluyó.
—Yo lo vuir a trer pero hay siacuerda de trerme un pito de
barro y unos dulces de colación de Chalate. También me
compra ocho yardas di’hule amarillo pa’la hondilla.
—Vapues, vua tratar de trerte toduese montón de bolados
que querés, si no se miolvidan cuando venga de regreso.
Como acordado, fui a buscar a Lucero a los guatales cercanos.
—Lucero, Lucero, ¿dónde estás bandido? —le gritaba—.
Voy’ir a buscarlo a l’otra sabaneta, talvez allí está ese animal
vereco, que no mioye —dije para mí mismo.
Después de más de media hora de buscar al caballo por todo
el terreno baldío de don Pedro Marimba, al fin, como por arte
de magia, apareció detrás de una parra de cusuco, mordiendo
las últimas hierbas de campanilla que estaban por ahí. Tan
pronto me miró, Lucero se acercó, como si estaba contento
32
de reconocerme. Ji..Ji..Ji —se acerca Lucero—. Lo tomé de
la crin, y él como siempre, obedeció mis instrucciones. Ya
bajo mi control; lo acerqué al murito de la ruina del obraje de
doble pila que estaba cerca, me subí sobre su ancha espalda
y lo llevé a la casa; no sin antes sacarle una carrerita en el
plancito, frente a mi casa; que también era reconocido por
todos como el centro del caserío.
Después de dos días, Beto regresó de explorar Tierra Virgen.
—Vestar buena Tierra Virgen estiaño. Ya se ven los grandes
plantillales cerquita del casco llenos de flores blanquitas, y
algunos ya tienen hasta grandes gajos tiernitos. Don Chente
me dijo quia comienzos de noviembre ya nos podemos ir,
pa’que antes liayudemos aporriar el frijol y que diuna vez
quedemos apuntados en la primera cuadrilla, junto con
sus familiares y colonos. Nua’hagamos la regasón; solo nos
vamos a llevar a Perucho, Bonerge, Hernán, Enrique, Israel,
Pancho y...haber quién más—les dijo Beto a sus hermanos
cuando regresó de su viaje exploratorio.
La época de las cortas de café cambiaba la dinámica de
comunicación entre los residentes de Piedras Calientes.
—Ayer te vi cuando venillas abriendo el falso del potrero del
Quequeshque al mediodilla —le dice Chemo a don Beto—. Yo
ya traiba la última carga de mais de la arada de Los Mogotes,
cuando vos venillas de la parada de la peñita.
—¿Y cuántas cargas de mais te salieron del guatal estiaño
vos? —le preguntó mi papá.
—Fijáte vos quiapenas me salieron treinta carguitas y una
matatada cholotona.
—¡A la puya vos, entonces te salió buena la milpa del cerro!
33
—Estuvo regularsito el guatal, pero me dió tres carguitas más
el año pasado, fijáte vos.
—¿Cómo estaba el cafetal de Tierra Virgen hoy que juiste vos
a chequiar?
—Fijáte quiapenas comienzan a floriar los plantillales. Don
Vicente me dijo que talvez nuestén tan buenas las cortas
estiaño, porquihubo una gran plaga en la finca, y van’estar
malas las cortas casi en todos los tablones.
—¿Y ustedes cuando van’ir a Santa Teresa a chequiar?
—Yo no sé fijáte vos, porque como la Chela es la que va
chequiar, y ella es la que las puede con don Lito. Él siempre
nos da trabajo en la finca, solo que liadicho a la Chela que
no lleve más gente, que solo lleve la misma del año pasado,
porque no va’ber apunte pa’ demasiados cortadores estiaño.
—Achís, si yo no t’estoy diciendo que me lleven a Santa Teresa.
Nojotros ya tenemos el apunte seguro en Tierra Virgen.
En la época de las cortas de café en el verano, Piedras Calientes
se convertía en un lugar de conspiración. El caserío se dividía
en tres o cuatro bloques de gente, generalmente familiares
y amigos más apegados, ya que todos nos considerábamos
amigos en el caserío.
Cada grupo tenía alguna finca favorita donde había algún
amigo que era colono, caporal o mandador; quien siempre
garantizaba el apunte para la corta de café. Información
sobre las condiciones de la cosecha de café no se daba a todo
mundo. Sólo se difundía entre el grupo que estaba supuesto
a ir a esa finca, para que nadie más quisiera ir allí.
Noviembre se acercaba rápidamente, y había que apurarse
a recoger la cosecha de maicillo tempranero, para poder ir a
34
las cortas de café a tiempo, y dejar de último las maicilleras
lerdas, para cuando se regresaba de las choyas; como algunos
le llamaban a la actividad de cortar café.
—Chepito, mañana vamos’ir a cortar maicillo en la milpa del
Tamarindo —me dijo mi papá.
—Nombe, yo no quiero ir a cortar maicillo. ¡A mí me pica
mucho esa babosada! Debiéramos descansar una semanita
más papá.
—Nombe, y a vos que te va picar el ajuate puercada, si solo
vas a la milpa a verme trabajar y apedriar los pájaros y los
charancacos, y a buscar tus famosos siguanperes lechosos.
—Sí, pero ese ajuatero bandido pica con solo mirar el maicillal.
Esa babosada pica aunque uno solo esté viendo, porque vuela
por todos lados con un poquito de viento quiaiga.
—Humberto, debieras de poner un par de piones pa’que
tiayuden con la maicillera —recomendó mi mamá, quien
estaba escuchando nuestra conversación—. A vos solo no te
va’bundar, y te va tocar muy duro cortar y jalar el maicillo.
—Serilla bueno vaá. ¿Entonces porque no va preguntarle a
Israel y a Moncho, haber si quieren ayudarme a cortar maicillo?
Dígales que les vua pagar tres veinticinco por el dilla, y que les
vamos a dar buen almuerzo y comida —dijo mi papá.
La cosecha de maicillo se encargaba de traernos los días más
duros de trabajo del verano. Cortar maicillo, transportarlo
y aporrearlo era la tarea agrícola que más nos disgustaba a
todos los campesinos. El ajuate picaba hasta las partes más
escondidas del cuerpo, especialmente cuando el sol estaba
bien caliente, y uno sudaba y se rascaba. Por eso, Toño
Zarco siempre aconsejaba que uno no se bañara desde que
comenzaba a cortar maicillo hasta que terminaba de aventar
el último grano.
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—Yo no me baño desde que comienza la cosecha de maicillo
hasta que termina, y por esues que casi no sufro por la picazón
diajuate. Ese’s mi secreto, y por eso la gente dice que soy
bueno pa’ porriar maicillo —decía Toño.
En Piedras Calientes, Toño Zarco tenía fama de ser bueno
para aporrear maicillo. Él no se agüevaba por la picazón ni
por lo caliente del sol. Mi papá y otros del caserío siempre lo
contrataban para que les ayudara con la aporriada del maicillo.
A Toño le gustaba trabajar con mi papá porque él le pagaba
cinco Colones al día por aporrear maicillo, y mi mamá le daba
un buen almuerzo, y en la cena, ella siempre le tenía sopa
de pollo pichón sarado, con arroz aguado y chipilín, que era
su plato favorito. En la mañana también le llevábamos en
un porronsito de barro, fresco de horchata, de carao o de
tamarindo, para que estuviera tomando todo el día.
Toño Zarco siempre manifestaba agradecimiento por los
actos de atención que le proporcionábamos durante el día de
trabajo. En ocasiones cuando estaba muy contento, hasta me
recitaba algún poema que se inventaba espontáneamente.
—Así de bien como me paga su papá, y como miatiende su
mamá, a quien no le da gusto de trabajarle a don Beto —me
decía Toño Zarco, cuando yo le llevaba al aporriadero algo para
que comiera o bebiera durante el día en sus descansos.
—Toño, cuénteme un par de poemitas de esos quiusté se sabe
o se inventa —le decía yo cuando iba a dejarle fresco o agua—.
A mí me gusta como usté los cuenta con mucha calma. Papá
siempre dice quiusté es el único y mejor poeta de Piedras
Calientes.
Con cierto orgullo, Toño abrió sus ojos bien azules; se salió
de la plaza de aporrear maicillo; se puso los caites por un
momento y se fue debajo del palo de mango, a pocos pasos.
Con gran calma, se colgó levemente de la rama más baja
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del árbol, luego colocó el caite derecho en la piedra negra
que estaba próxima al tronco del árbol, y comenzó a recitar
entusiasmado:
Aquí viene ya el invierno
como madre que nos ama,
trayéndonos a los oídos
el sonido de la rana.
Aquí viene ya el invierno
alegrando la mañana,
acariciando con sus gotas a
la mujer quia mí me ama.
Aquí está ya la tormenta
que enverdece los potreros,
aquí están ya los gemidos
con que la reciben los terneros.
En Las Flores y en Las Limas,
en Piedras Calientes y sus colinas,
viven las aves y las mujeres
que son de las más divinas.
Cuando seya grandesito
y ya se sienta hombresito,
no le tenga miedo a nadie
que no seya tata Diosito.
—Esues todo Chepito, dígale a su mamá que muchas gracias
por el fresco. Hay le vua contar otros puemitas más tarde,
cuando vaya’comer a su casa.
En la tarde, cuando la placita de aporrear, que parecía tortilla
gigante de lodo seco, quedaba sola; los pájaros llegaban a
servirse su cena. Tandas de tortolitas, torditos, retugulas,
palomas ala blanca, gualcachillas regañonas, chorchas,
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sanates, chinchintoras y pijuyos totocones, volaban de
todas partes hacia la placita. Ellos hacían de la placita de
aporrear maicillo un lugar de fiesta. El revoloteo de sus alas
y sus insinuaciones amorosas generaban un panorama que
inspiraba mis pocos años de vida.
Con curiosidad, yo me escondía detrás del cerco de piedra
que separaba la chácara de la casa de Pancho -donde estaba
la placita de aporrear-, con el plancito central del caserío.
Desde allí pasaba varios minutos observando las ceremonias
y rituales de los pájaros, que celebraban la retirada de Toño
Zarco, mientras disfrutaban de los muchos granos de maicillo
esparcidos por todas partes en la placita y entre las hierbas
secas alrededor.
Yo envidiaba la libertad de que gozaban las aves. Envidiaba
la armonía con que competían por el alimento y la forma
peculiar de sus expresiones románticas a la hora de comer.
Cuando comenzaba a oscurecer, ya con sus buches llenos, los
pájaros se retiraban a las copas de los árboles que rodeaban
el caserío. Allí recibían la oscuridad con sus alegres cantos
vespertinos, hasta que de repente paraban de cantar para
caer bajo el encanto de la noche veranera. Las aves ya habían
llenado sus buches de maicillo, y yo había aprendido a amar
un poco más a Piedras Calientes y sus diversos habitantes.
Nosotros también saciábamos nuestra hambre temprano en
la tarde. A las cinco, mi mamá ya tenía la cena lista.
—Andá visarle a Toño que venga a comer ya —dijo.
Tan pronto llegaba Toño a la mesa, mi papá se sentaba junto
a él, y comenzaban a conversar sobre la situación del clima y
otras preocupaciones de nuestras vidas.
—Oiga Toño, usté que’s medio adivinador ¿cre que va llover
hoy en enero?
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—Pues mire Beto, por las brisas que’stado sintiendo, talvez
caigan unas cabañuelitas aunque seya, porque en el invierno
no hubo ni un chubasquito, ni siquiera de tres dillas. Serilla
bueno estar preparados pa’tapar el maicillo y la leña seca, no
seya que de repente se venga aunque seya un chir chir.
—Fíjese Toño que yo oí en el programa de “Escuela para
Todos” que’l año pasado hubieron muchas sequillas en Sur
América y en África. Allí dijieron qui’hubo miles dianimales
que se murieron de sequilla, y que mucha gente perdió todas
las vaquitas que tenillan y las cosechas. ¿Asaber si eso nos
afecta a nojotros por aquí tan lejos estiaño veá?
—Talvez nos pueda’fectar Beto. Usté bien sabe que como
dicen que la tierra es redonda, y también comuesas cosas
pasan arriba en las nubes, es posible que dialguna manera
algo influencelle el clima aquí por Centroamérica.
—Toño Zarco, ¿y a usté porque no le pica el ajuate cuando
aporrella maicillo? —preguntó Chepe con curiosidad.
—Bicho éste, ya te dicho muchas veces quia los mayores se
respetan, y no se les preguntan tantas cosas —dijo Beto.
—Déjelo Beto, los niños son como las flores, necesitan libertá
y abonito de conocimiento pa’crecer. Nuay que regañarlos
tanto. Ellos son curiosos, y es bueno que seyan preguntones
pa’ quiaprendan cosas quiuno de viejo sabe.
—Nombe Toño, es que después les queda a los bichos la
mala maña de no respetar a los adultos, y no se les quita lo
malcriados ya de grandes.
—No, no me pica Chepito. Es que nuay que rascarse ni pensar
que’l ajuate pica. También nuay que bañarse muy seguido
pa’quel pellejo aguante más la picazón y siacostumbre.
—¿Cuántas piladas aporrió hoy Toño? —pregunta don Beto.
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—Fíjese Beto qui’hoy solo mice ocho piladas, porque viera
que la pilada condenada de la mañana estaba bien talluda,
y soluesa me costó más diuna hora y la mitá pa’cabarla. Yo
querilla hacer unas diez piladas, pero no pude.
—Ocho piladas es bastante. Yo a puras penas miago seis.
¿Toño, cre que va terminar diaporriar pasado mañana? Si
tantella que no termina, le vua tener quiayudar, porque yo
ya vua terminar mañana de entejar la casa de Felipe, y quiero
irme pa’ Tierra Virgen el sábado a chequiar como están los
cafetales.
—Beto, talvez solo me falte qui’aventar. En eso me puede
ayudar si quiere. Es que como nuay tanto viento, la aventada
del maicillo va costar más, porqui’hay quiacerlo a puro guacal.
El maicillo lo ocupábamos para engordar los marranos y para
vender un poco, para comprar artículos básicos para el hogar.
—Yo creo que los de la casa de Manuel Ángel Urbina se van’ir
mañana pa’las cortas —dijo mi mamá—. La Amalia me dijo que
estiaño van’ir a la finca El Porvenir, cerquita de Tierra Virgen—.
Dicen que’l primo d’ellos que vive en el caserillo El Tamarindo
ya los apuntó en esa finca, porque’l mandador es conocido.
—¿Por qué tantiás que’llos ya sevan’ir pa’ las cortas horita
tan temprano en noviembre?
—Es qui’hoy vi a la Lola lavando un gran montón de mais en la
pila, y vi quiayer también estaban cociendo un gran montón
de frijoles. Manuel andaba cortando hojas de guinello en la
chácara, la Socorro venilla con una jarilla nueva del pueblo, y
la Lupa jue ayer a comprar cinco libras de queso seco donde
la Ester de don Julián Recinos —dijo la doña Gude.
—Ah vaya, por esues que’staban jalando el mais hast’en la
noche —reafirmó mi papá—. ¡Haber cómo les va! Ellos son
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ambiciosos, siempre se van primero que todos, y se quedan
aunque seya pepenando hast’el último grano de café con tal
de trer más pisto.
—Nojotros también ya nos vamos’ir, y ya vamos seguros
con el apunte. Primero vamos’ir aporriarle los frijoles a don
Chente y después vamos a comenzar la pepitiada, pa’luego
comenzar la corta ya en serio.
—Dicen que’n Santa Teresa van a comenzar la semana que
viene —dijo mi mamá—. La Chela me dijo que’llos se van’ir
el viernes, y que se van a llevar a todos los de Chemo, los de
Tomasito Cusuco y los de la ñora Genara del Palo Verde. Solo
nojotros nos vamos quedando ya en el valle.
—Vos no te priocupés, también nojotros nos vamos’ir l’otra
semana, después que’llos se vayan —contesta mi papá—. Y
nojotros nos vamos estar más diun mes y medio, porque don
Chente me dijo que no va poner muchas cuadrillas, porque
estiaño ha estado más frillo, y el café se’stá tardando más
pa’madurar, pero está buena la cosecha, así que vamos hacer
un buen pistillo si Dios quiere.
En la finca tan popular con algunos de Piedras Calientes,
experimenté por primera vez el olor y sabor de los granos
de café maduro. En Tierra Virgen, además de cosechar café,
cosechaban caña de azúcar en los terrenos próximos al casco
de la finca; y también tenían mucho ganado productor de
leche y carne.
En el terreno del cañal vi con sorpresa y admiración cuando
las tenazas de un tractor mordían la tierra, como fiera salvaje
devorando a su presa inmóvil. Mientras miraba la máquina
extraña, yo me preguntaba cómo era que tenía tanta fuerza,
y como se sentiría tener una de esas en Piedras Calientes,
para hacer una buena calle desde el caserío hasta Las Limas,
y otra hasta la parada de buses de la peñita de agua.
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—Chepito, y’es hora de que vengás a comer —gritó mamá
Gude—. Venite ya, ¿que no tiaburrís d’estar viendo esianimal
rascando en el suelo? Hay te vas a quedar sordo con tanto
ruido qui’hace, vas a ver —dijo.
—Mamá, cuando yo esté grandesito hay le dice a papá
que me compre un traitor como ese. Así podemos hacer
unos buenos caminos y una calle pa’que pasen carros por
el plancito, a la par de la casa; igual que en Las Limas y La
Lagunita. Fíjese que se nimal fello, en un ratito se hizo una
callesita desde allí ese tronco podrido haste’l cerco de l’orilla
de la bodega. Eso es como ir de la casa de nojotros hasta
la de Toño Zarco. Yo tantello que como en una samana se
podrilla hacer la calle desde Piedras Calientes hasta la parada
de buses de la peñita.
—Hay le dice usté a su tata lo del traitor cuando venga. Beto
solo jue a comprarse unas baterillas pa’la lámpara a la tiendita
de Juan Plongois. Ese nimal ha de ser bien caro, nuay tales de
que se lo vaya poder comprar su tata.
—Mejor dígale usté mamá, es que a mí no me va’cer caso si
le digo que lo compre.
—¿Y vos que cres quia mí me va’cer caso tu tata también?
La noche envejeció una vez más en Tierra Virgen. El casco
de la finca era un lugar que me parecía interesante. En un
costado tenía una galera larga donde dormían en el piso
unos doscientos trabajadores en la época de cortas de café.
En otro costado estaba la cocina de la finca, que también era
otra gran galera, donde habían cuatro molinos eléctricos de
moler maíz y varias hornillas grandes, con grandes comales
de metal, donde echaban un montón de tortillas que ya salían
echas de otra máquina. Detrás de la cocina estaba la casa
donde vivía don Vicente Pérez, el mandador; junto con su
anciana madre, la niña Mina.
42
En el centro del casco de la finca estaba un tanque de agua que
abastecía a toda la hacienda. En el costado por donde el sol
salía, también estaba una bodega grande donde almacenaban
muchos sacos para echar café y los demás instrumentos y
máquinas para trabajos en la hacienda. Junto al tanque de
agua, también estaba la oficina de la finca, donde llevaban la
contabilidad, y allí era donde hacíamos línea los días de pago
para recibir nuestro dinero. A un lado del casco estaba la calle
de tierra por donde pasaban los camiones cargados de café
con rumbo a los beneficios, donde lo procesaban. Alrededor
del casco de la hacienda estaban unas pocas casitas de los
trabajadores, conocidos como colonos, quienes laboraban
permanentemente en la finca cuidando el ganado, limpiando
los cafetales y demás actividades típicas de un lugar de
producción agrícola en grande.
Como de costumbre, nuevamente cenamos juntos en grupo.
Después de las infaltables conversaciones, cada uno se fue
para su champita a dormir en el duro suelo, para continuar el
día siguiente con nuestra rutina.
—Esos de la cuadrilla número uno, vénganse por aquí este
lado —gritaba el caporal.
La cuadrilla número uno era la cuadrilla privilegiada, y tenía
uno de los caporales más amigables, porque en esa cuadrilla
estaban los familiares y amigos de don Chente Pérez, el
administrador de la finca. Él se esmeraba en poner el mejor
caporal en la cuadrilla, quien generalmente era un colono de
la finca, a quien nosotros ya conocíamos.
Según comentarios de otros cortadores, la cuadrilla número
uno era la cuadrilla privilegiada en todas las fincas. Los
mandadores siempre la enviaban a los mejores terrenos, con
los cafetales más fáciles para cortar y los palos más cargados.
Hasta la carreta de repartir comida llegaba primero donde
estaba la cuadrilla número uno, para que las tortillas todavía
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estuvieran calientitas cuando llegaban. Además, decían que
algunos mandadores hasta les daban mejor comida a los de
esa cuadrilla. También comentaban que la cuadrilla número
uno nunca era enviada a cortar a los terrenos minados de
“Vietnam,” que era el lugar del cafetal próximo al casco de
la finca, donde todos los más de cuatrocientos cortadores
íbamos a hacer nuestras necesidades biológicas, ya que no
habían letrinas en la finca.
A los cortadores de la cuadrilla que le tocaba la mala suerte
de cortar en “Vietnam,” siempre les hacían chistes los demás
cortadores el día que les tocaba la mala fortuna.
La anciana madre de don Vicente, el mandador de Tierra
Virgen, decía que era mi amiga, y en cierta forma quizá me
miraba como si fuera un nieto, o a lo mejor simplemente me
tenía lástima, por ser un bichito todo flaco y callado.
—¿Cómo está mi niño chulo diojitos verdes? —me decía cada
vez que me miraba.
La niña Mina supervisaba las personas que trabajaban en
la cocina de la finca. Cuando yo iba a recoger la ración de
chengas de la cena, ella tenía para mí algún huevo duro, un
pedazo de queso o cualquier otro aditivo de conqué, para
mejorar la ordinaria cena que nos daban en la finca. La cena
a diferencia del almuerzo, estaba compuesta de tres tortillas
grandes mal hechas en máquina y un poco de frijoles más,
también de mala facha. La tercera tortilla y frijoles adicionales
eran para guardar para el desayuno. En el almuerzo, en
ocasiones la niña Mina me enviaba alguna comidita especial
con el carretero que distribuía el almuerzo en el tablón que
la cuadrilla número uno se encontraba cortando.
—Chepito, la niña Mina le mandó este tarantín con comida.
Dijo que’n la tarde se lo llevara de regreso, cuando vaya a trer
las chengas de la comida —me decía el carretero.
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Cada día por la mañana, las personas apuntadas pasaban
a la bodega a recoger sacos de yute, pitas para amarrarlos
y las fichas para pedir el almuerzo y la cena. Luego, como
ejércitos de hormigas guerreras comandadas por su
capitán, todas las cuadrillas tomaban diferentes rumbos,
siguiendo al caporal hasta desaparecer en la vegetación
cafetalera.
—Ése suertudo número uno véngase par’este surco —gritaba
el caporal—. El número dos al siguiente surco. El número tres,
al que sigue... Ése número treinta valiente, aquí a la orilla del
barranco —decía cuando iba asignando los palos de café, que
estaban sembrados en líneas de muchos metros de largo.
Los cortadores nos acomodábamos nuestros canastos al
frente, debajo del vientre, y nos preparábamos para cortar
los rojos granos que mucha gente disfrutaba alrededor del
mundo.
—¿Beto, trajiste otra cincha? Es que fijáte que la milla se me
jodió —dijo tío Rafael, quien estaba en el surco número diez.
—Sí hombe, yo siempre traigo más diuna, por si las di’hule.
Vení a trerla en una carrerita pues.
—Horita llego.
Tío Rafael llegó a traer la cincha para su canasto, el cual era
hecho de muchas varillas de bambú.
—Hey Güito, véngase pa’ mi surco —me dijo al llegar—. En
el millo hay un pijo de plantillas bien bajitas, y están bien
cargadas; pero no vaya hacer la gran regasón de granos
cuando corte, porque mucho cuesta pepenar en ese gran
hojerillo fello qui’hay.
El ambiente de trabajo en la finca era hasta cierto punto
agradable. Cortar café era una tarea menos demandante
45
físicamente en comparación con las tareas agrícolas que
realizábamos en Piedras Calientes. La abundante vegetación
nos protegía del sol, lo cual hacía la tarea menos dura.
A la hora del almuerzo, el repartidor de comida pasaba en
una carreta jalada por una yunta de bueyes, y soplaba el
carapacho de un caracol para anunciar su presencia.
Mis tripas habían estado chillando de hambre como por dos
horas, pero yo no me atrevía a decir nada para que mi papá
me siguiera llevando a cortar, y no me dejara en el casco
de la finca, donde la pasaba muy aburrido sin hacer nada.
Cuando la carreta almuercera finalmente pasaba cerca de
donde nuestra cuadrilla estaba, yo salía a traer la ración de
comida rápidamente. En ocasiones había que caminar un
buen trecho entre el cafetal para llegar hasta la calle.
—Chepe andá trer las chengas. Las fichas están en la
cebadera. Le pedís bastantes frijoles a Juan Pleito —dijo mi
papá.
Yo salí chipustiado hacia la orilla de la calle a esperar la
carreta para pedir la ofensiva alimentación que la finca
daba. El carretero ya me conocía, y siempre me daba una
tortilla más de la ración reglamentaria de dos. También,
si yo llevaba un tarantín grande, Juan Pleito me daba más
frijoles de lo usual. En ocasiones, el carretero no me pedía
la ficha, y me decía que la guardara para otro día, y así podía
pedir una ración extra la próxima vez que tuviéramos más
hambre. La ficha era una piececita de metal con un número,
y cada mañana nos daban dos por cortador apuntado, junto
con los sacos para colectar el café y las pitas para amarrarlos.
Los ayudantes no recibíamos fichas para alimentación.
Algunas veces la carreta almuercera pasaba lejos del surco
donde estábamos. En ocasiones, cuando se nos olvidaba
llevar un contenedor plástico para echar los frijoles, estos los
echaban encima de las tortillas, y con facilidad se me caían en
46
el camino, especialmente cuando el terreno era empinado.
Cuando se me caían los frijoles, mi papá me regañaba, y
teníamos que comernos las gruesas tortillas solamente con
un pedacito de queso duro, el cual nunca nos faltaba para
complementar el conqué para el almuerzo.
—Chepe trete la cantimplora y la cebadera, quiallí tengo un
pedazo de queso seco. Hay le llevás un tuquito a tus tillos, y
les preguntás si les sobró alguna chenga, porque yo quedé
con hambre. También deciles que si pasa el tumbillero, que
me compren un par de pedazos de semita mieluda, unas tres
peperechas, dos panes mil hojas de los cuadraditos, unas
dos tortitas alemanas y unos cinco bollos de pan francés.
El día comenzó a envejecer una vez más entre los árboles
cafeteros. A las dos de la tarde, el caporal anunciaba sus
primeras instrucciones para preparar la salida del cafetal.
Si el recibidero quedaba retirado, él comenzaba a revisar
los surcos más temprano, pues tomaba en consideración
todo el tiempo necesario para acarrear el café hasta el
recibidero. Luego teníamos que limpiarlo, y por último poner
los sacos en líneas por cuadrilla. Finalmente pasaba don
Vicente puyándolo con la vara de medir para saber cuanto
había producido cada trabjador y poder pagarle al fin de la
quincena. En algunas fincas el café lo pesaban en básculas en
vez de puyarlo, como la hacían en Tierra Virgen.
—Y’es hora que todos comiencen a pepenar, que ya voy a
pasar revisando los surcos —gritaba el caporal, subido desde
lo alto de algún árbol de pepeto, para que todos oyéramos
su anuncio—. Procuren hacerlo bien diuna sola vez, pa’no
perder el tiempo hurgando entre las hojas —insistía.
Pocos minutos después, el caporal pasaba revisando cada
uno de los surcos.
—Aquí está un grano, allá est’otro —le decía el caporal a
47
mi papá, buscando hasta el último grano de café escondido
entre las ramas más altas—. Uste’s bien fino pa’trabajar don
Beto, casi nunca deja niun grano rojo; si así como es usté
pa’trabajar fueran todos los demás cortadores, y’hubiéramos
terminado el tablón —concluyó el caporal.
El sol se iba despidiendo lentamente detrás de los altos
árboles de pepeto después de su larga jornada diurna. Los
tenues rayos que emitía su redonda figura parecían aferrarse
de las ramas de los árboles, intentando disminuir la velocidad
de su retirada. El amigo que nos calentaba todos los días en
las frescas mañanas de Tierra Virgen, huía lentamente en el
horizonte occidental. El Cerro Verde de Santa Ana y el volcán
Izalco de Sonsonate eran testigos de su infeliz retirada cada
atardecer.
Mientras el sol comenzaba a retirarse, los hombres y mujeres
comenzaban a acarrear el producto del trabajo del día. Todos
los cortadores llegaban de diferentes rumbos del cafetal hacia
el lugar donde colectaban el café, al que todos conocíamos
como el recibidero.
Una por una, las cuadrillas se distribuían en el recibidero para
limpiar el café cortado. Todas las calles que convergían en el
recibidero estaban adornadas con los pequeños volcanes de
granos rojos, que parecían grandes fresas tropicales.
En el recibidero nunca faltaban temas para discutir a la hora
de limpiar el café, antes de la puyada o pesa.
—Hey Hernán —gritaba Pancho con voz suave, casi romántica.
—¿Qué pasa vos?
—¿Ya viste la mamayita de vestido rojo y pantalón negro,
con cachuca verde, que está escogiendo en el otro lado de la
calle, en la sombra del palo de pepeto?
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—Sí, ya la habilla visto. Está bien bonita esa chamaca. Es diallá
por Chalate, de Ojos de Agua; y parece que no tiene novio, ni
marido. Un chero me dijo que’lla anda con sus tillos nada más.
—¿Sabés dónde se’stán quedando ellos a dormir? Yo nunca
la habilla visto antes.
—Yo creo que se están quedando a dormir en la galera que
está a la par del tanque. Yo los he mirado haciendo la hornilla
debajo del palo de amate grandote, no el palo chiquito del
otro lado del tanque.
—Va’ber qu’ir a darse una vueltesita por el amate después de
comer —dijo Pancho maliciosamente—. A esa mamayita soy
capaz d’ir todos los dillas a sacarle el saco de café hasta del
barranco más empinado quiaiga en la finca.
El grupo de los de Piedras Calientes siempre hacíamos unas
champas en un costado del casco de la hacienda, entre
varios árboles de pino que nos protegían y nos permitían
armar de forma más fácil nuestras chozas temporales. A
los de Piedras Calientes no nos gustaba quedarnos en las
galeras que proporcionaba la finca para dormir, porque
habían muchas pulgas, muchos ronquidos y olía muy mal
entre tanta gente que no nos bañábamos con frecuencia.
Por ser amigos de el mandador de la finca, él nos dejaba
hacer nuestras propias champas, las cuales construíamos
con plásticos, ramas de palo de pepeto y hojas de palma.
Después de varios años de ir a las fincas habíamos adquirido
experiencia en hacer los refugios temporales rápidamente.
Mi papá, mi mamá y yo nos quedábamos en una champa, los
tíos se quedaban en otra, y Hernán, Pancho y otros amigos se
quedaban en la más grande.
Entre las champas hacíamos una fogata común, en la cual
cocinábamos la cena y el desayuno. Todos aportábamos algo
de trabajo y materiales para hacer sopa, freír frijoles, hacer
café, ir a traer agua al tanque y lavar los tarantines.
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Los del grupo hacíamos un círculo alrededor de la fogata
mientras cocinábamos. Todos comíamos con los platos en
las manos, y al mismo tiempo hablaban de cualquier tema;
especialmente los adultos, quienes contaban las historias y
narraban experiencias de la vida. Los más viejos comenzaban
a contar pasadas de sustos y espíritus nocturnos vistos
en sus andanzas de borrachos, cazadores, enamorados y
parranderos; lo cual hacía más amena la cena.
—Ayer me’staba contando Chepe Chejaso, quiallí en el
tanque diagua pa’las vacas asustan cuando ya si’han ido los
cortadores —dijo don Hilario, un colono amigo de mi papá,
quien ocasionalmente llegaba a cenar con nosotros por
las tardes—. Chepe dice que casi todas las noches ven a un
baboso pelón que llega a tomar agua a la pila, debajo del palo
de amate. Dice que después de beber agua, el jodido ese
se baña chulón, y cada vez que se’cha agua le sale humo de
toduel cuerpo. El baboso de Chepe dice que cuando el pelón
termina de bañarse, se pone bien colorado, como si la sangre
se le saliera. Después se va pa’la peña debajo del amate y allí
se pone a brincar un ratito. Después se apucuya un rato, y se
devana en el lodalito del chorro, hasta que’l jodido se convierte
en un varraco fello y peludo. De último se va caminando
rápido pal cañal hasta que desaparece entre la caña. Lo pior
de todo es que a de ser un espíritu malo chucanero, porque ni
los chuchos lo sienten —concluyó don Hilario.
—Que no vaya ver yo ese espíritu chucanero por hay, porque yo lo
vua plomasiar todo a ese hijueputa, pa’ver si es pura chunganeta,
o si es espíritu de verdá —dijo mi papá, acariciándose debajo
de su camisa el revólver treinta y ocho especial calibre largo que
siempre andaba.
—A media noche también pasa una mujer toda flaca y
charraluda con un niño gordito sombrerudo y un chucho negro
por el recibidero de Las Tres Marillas —continuaba don Hilario—.
Polo y Rufino, los vaqueros de la finca, los han visto varias veces,
50
y los han seguido, pero no los han podido alcanzar. Cuando la
vieja peluda llega a la bajadita del palo de amate del recibidero
del tablón del pinal, la mujer se convierte en una yegua prieta
gorda; el niño se sube en ella a puro pelo, y desaparecen
corriendo en el cafetal. Una vez que Polo y Rufino llegaron bien
cerca de’llos, dicen quihasta le vieron los ojotes a la yegua, y
dicen qu’eran bien colorados, como brasas. Esa vez los babosos
vinieron que ni podillan hablar del espanto que traiban, y desde
entonces ya no volvieron a seguirlos, ni a pasar de noche por el
recibidero. Fíjense que cuando los babosos vinieron al casco,
yo tuve que pasarles una crucita bendita enfrente de la cara
siete veces, rezarles unas Aves Marillas Purísimas, y encender
incienso un rato pa’que se les fuera el espanto del demonio que
traiban. Esos babosos ya no quedaron convidados a ir por allí
en la noche. Hoy dicen qui’hasta cuando pasan de dilla por allí
les da culillera y les tiemblan las patas del miedo que todavilla
sienten cuando siacuerdan —concluyó don Hilario.
El círculo alrededor de la fogata se iba reduciendo más y más.
Las pasadas nos erizaban los pelos y nos causaban miedo,
especialmente a los cipotes. Todos queríamos estar más cerca
los unos de los otros. Yo me iba arrimando lentamente a mi
papá, como buscando protección. En esa ocasión, mientras
don Hilario contaba las pasadas; tío Pedrito había ido a orinar
a la orilla del cerco, y cuando regresó pegó un aullido tratando
de asustarnos. Debido a la tensión que nos causaban las
pasadas, algunos brincamos del susto; y tuvimos que echarle
una putiada por la bayuncada.
—Siasustó vaá Güito —me dijo el tío—. Así se v’ir haciendo
hombresito, pa’que cuando tenga unos quince años, y vaya’ver
las cipotas usté solo a Las Limas, El Llano Verde, Cinda Vieja, El
Palo Verde o más lejos, hasta Los Amates; no tenga miedo de
la oscuridá ni de los ruidos de la noche; mucho menos de los
espíritus chucaneros de la noche. Si uno es miedoso, las bichas
piensan quiuno es medio marica y no li’hacen caso —dijo,
tratando de entrenarme como futuro enamorado y aventurero
campirano.
51
—Pedrito, deje de molestar al niño —le dijo mi mamá, medio
disgustada—. Por eso cuando son grandes siacen pícaros y
trasnochadores, como usté; qui’hay anda detrás de los justanes
de todas las cipotas de Las Limas, Los Urbina, El Palo Verde, Los
Amates, y quien sabe dionde más.
Cuando la noche comenzaba a envejecer, todos buscábamos
nuestras champas para ir a dormir en el duro suelo.
—Papá, hoy me vua quedar a dormir con los tillos, porque
allí hay más hombres pa’que me cuiden.
—Hijo, sus tillos son más, pero no tienen pistola, y todos
sus tillos son miedosos, nuacen un solo hombre entre todos
juntos —dijo burlescamente—. Está bueno, quedáte con ellos
si querés pues. Lleváte la cobija gruesa pa’que no te dé frillo.
—Decile a tu tillo Carlos o a tu tillo Elio que te tapen bien,
porque vos sos muy loco pa’dormir y te destapás a cada ratito
en la noche. No les vayas a miar las costillas, porque si no ya
no te vua dejar ir a dormir con ellos otra vez —me recomendó
mi mamá.
—No, yo ya no me meyo mamá. Púchica, no me haga mala
fama de miarme en la cobija por favor —protesté.
—Güito, véngase pa’quí enmedio, pa’que no le dé tanto frillo
en la mañanita —me dijo tillo Pedrito—. No se vaya miar. Hay
si le dan ganas de’char agua miavisa par’ir con usté ajuera.
—Está bueno tillo, hoy no me vua miar ni un chorrito, va ver.
Pero tampoco usté se vay’estar pedorriando mucho.
—Cállese Güito, tápese la cara y duérmase, que’l surco de
mañana está bien bueno. Tiene que cortarse unas tres arrobas
pa’que se gane para una buena mudada y un buen par de
chinelas puntudas pa’que estrene en la fiesta de marzo.
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—A la púchica tillo, pero me vua hogar con tanto tufo a pedo.
Los frijoles de la finca le cayen bastante mal a usté creo yo.
—Nombe, nues pa’tanto Güito. !No seya tan escandaloso
jodido!
—Es que usté’s muy pedorro tillo. ¿Y cómo no quiere que
mialborote con tanto tufo qui’hay dentro de las cobijas?
—Hey Güito duérmase ya, deje de’star hablando mucho que
y’es noche, si no lo vuir a dejar de regreso a la champa con su
nana y su tata.
El domingo era el único día que descansábamos, y todos lo
ocupábamos para bañarnos, lavar la ropa, arreglar la champa
e ir a comprar algunas cosas que necesitaríamos para los días
restantes en la finca.
—¿Quiénes tienen ganas d’ir conmigo el domingo a Ciudad
Arce? —preguntó el tío Carlos—. Vamos’ir a comprar unos
canastos, queso seco, dulce de panela y otra jarrilla, porque
ya siarruinó la’garradera de la que tenemos, pa’que podamos
tomar café l’otra quincena. Ya saben que sin el cafesito
caliente de la mañanita la vida es bien triste en el cafetal.
Temprano, varios del grupo y otros de Arcatao hicimos el viaje
hacia Ciudad Arce, el pueblo más cercano a la finca. Nuestra
presencia en las calles de la pequeña ciudad era evidente. La
mayoría éramos cheles, y algunos hasta con ojos de colores.
Cuando pasábamos por las calles, algunas veces oíamos a la
gente decir: “Ve hay v’otro grupo de chalatecos cortadores
de café a comprar al mercado.”
Todos nos emocionábamos mirando en las tiendas del pueblo
las herramientas y demás artículos que eran importantes y
necesarios para nuestro estilo de vida rural.
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—Mirá Pancho ese colín, ¡que vergón está vos! Tiene un
empavonado talegón, y es bien largo; solo liahacés una buena
punta con la lima, le comprás una buena vaina de cuero curtido,
y ya tenés corvo y espejo par’un buen rato.
—Sí, está cachimbón ese colín, pero vamos a ver si’hay
buenos zapatos y ropa en aquell’otra tiendita de la esquina.
Allí también vi una vaina negra de cuero que creo que está
exacta pa’mi pistola. También quiero comprarme unos doce
tiros más. A mí no me gusta solo andar con los seis tiros del
tambor de mi amiga, porque uno nunca sabe dónde está el
peligro en estos caminos desconocidos, o en los cafetales de
la finca. Uno tiene que’star listo pa’garrarse a tiros hasta con
el mismo diablo, si’es necesario —dijo Beto.
—Pancho, esas chinelas cafés se ven bien chivas, y son de
puro cuero. Con esas chinelas, un buen pantalón azul de
poliéster, una camisa de dacrón y un su buen perfumito siete
machos, creo que todas las bichas del Palo Verde, Gualpeto
y Las Limas van’andar hasta con gran pasmasón diamor por
usté —insinuábamos los del grupo, como animándolo a
comprarlas.
—Están pijudas esas chinelas, pero yo vi unas que me gustaron
más en la tienda de Los Saca, en Chalate. Mejor las vua comprar
allá en el pueblo, cuando váyamos de regreso, no seya que me
las roben en la finca si las compro ya —dijo Pancho.
—Yo ya teng’un pijo di’hambre —dijo mi papá—. Vamos
a echarnos una sopita de pollo al mercado antes d’irnos de
regreso pa’ Tierra Virgen. También vamos a comprarnos unos
chorisitos y chimbolas secas pa’ echarnos una buena cena
cuando regresemos a la finca bien cansados.
Cuando viajábamos a Ciudad Arce, teníamos que caminar
unas dos horas a través de potreros y cañaverales. El sol
del mediodía no nos hacía ni descansar un ratito al grupo
54
de chalatecos que estábamos acostumbrados a caminar y a
las tareas agrícolas de todo tipo. Las caminatas ya estaban
contempladas dentro del ritmo de vida de las cortas de café
en el occidente del país, y del estilo de vida cotidiano de
Piedras Calientes, en el noreste de Chalatenango.
...Mares verdes que navego sin cayuco, ustedes son testigos
de mis tristezas y mis alegrías. Ustedes ven mi hambre y mis
aflicciones y lucen inertes ante mis calamidades. ¿Porque
no puedo pescar en sus verdes llanos suficientes frutos para
saciar mi hambre ancestral? Mis manos encalladas y heridas
limpian y hacen producir tus verdes mares. Mis pies descalzos
y cansados gastan su juventud en tus hierbas y zarzas, y
vos todavía seguís inerte ante la miseria que me mantiene
agonizante. ¿Acaso no te basta con negar mi identidad, mi
esfuerzo, mi origen y mi destino incierto? ¿Acaso mi sudor no
ha irrigado tus surcos interminables y fertilizado tus plantas
desgranables?...entonces...¿Por qué cuando les pregunto por
un pedazo de vida o por una porción justa del producto de
mi trabajo, se esconden y me regañan y me humillan. ¿Por
qué siguen negando que yo aporto mi gran cuota de esfuerzo
para construir sus lujosas guaridas?
Tu vida y la mía son diferentes.
Sí, son muy diferentes,
porque la mía ayuda a construir la tuya,
y la mía queda herida, cansada y destruida,
mientras que la tuya florece con orgullo;
gobierna mi existencia y roba mi paz,
mi energía, mi juventud y mi libertad.
Vos entendés de qué te’stoy hablando ¿verdad?
Sí, vos entendés, y ves mis cicatrices,
pero no podés sentir mis dolores,
porque mientras vos acariciás las rosas,
yo corto las espinas,
y mientras yo leo torpemente la palabra pescado,
vos te comés la carne fresca, y para mí solo dejás las
espinas.
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Después de estar vigilando la olla hirviente por unos cuantos
minutos, la sopa de huesos con guineos majonchos y chipilín,
posaba humeante, como desafiando a nuestros impacientes
paladares.
—¿Muchachos cómo están? ¿Cómo los trata la vida por acá?
—Pues fíjese que ahorita la vida nos está tratando muy bien
don Chente, porque estamos alimentándonos con esta sopita
que nos quedó bien rica con tanta verdurita que le echamos.
—¿Gusta un cumbito de sopa de hueso?
—Nombe, gracias Beto, pero acabo de comer. En otra ocasión
con gusto se las vuaceptar, pero hoy comí temprano y ya
ando bien empanzado.
—Don Chente, ésta semana vamos a terminar el tablón de
los pericos, según nos dijo el caporal. ¿Cuántos dillas más le
calcula que podemos seguir trabajando por aquí?
—Solo nos falta que cortar el tablón de los pinitos. Por eso solo
dejé la cuadrilla di’ustedes y los colonos, pa’que terminen la
quincena. A mí me gusta qui’ustedes estén aquí haciendo su
pistillo, porque cuando terminan las cortas, esto queda bien
sólo y triste. Ustedes le dan vida a la finca en la temporada de
las cortas. Aunque ya estamos acostumbrados a la soledá del
invierno aquí en la finca, siempre nos sentimos tristes cuando
terminan las cortas, pues se siente bonito cuando hay mucha
gente por aquí. A mí me gusta ver los niños corriendo por
todos lados, y me gusta ver toda la actividad en el casco de la
finca y en los cafetales. Yo creo que’s como cuando llegan las
ruedas a Las Flores. Después de la gran alegrilla de la fiesta,
sia de sentir triste’l pueblo cuando se van, ¿verda? Así son
nuestras vidas aquí en la hacienda. ¿Pa’que fuimos pobres
vaá? —dijo don Vicente con cierta resignación.
56
El día de pago llegó apresuradamente, y la línea en la oficina
de pago era corta. Solo éramos unos cincuenta cortadores,
incluyendo los colonos. Éramos los últimos que recibíamos el
pago final por haber cortado hasta los granos más escondidos
que quedaban en las puntas de los palos de café y debajo de
las hojas secas.
Las despedidas de los amigos de la finca eran emotivas.
—Muchachos, muchas gracias por toduel buen trabajo que
hicieron estiaño —decía don Hilario—. Cuídense mucho… y
probablemente aceptemos la invitación d’ir a su pueblo; asi
es que hay llego a Las Flores pa’ las fiestas. Quiero ir a ver
todas esas mamayitas chelitas bellas que hay en Chalate, y a
que nos echemos unas cuantas botellitas de ese chaparro rico
qui’ustedes preparan con nances. Y también me gustarilla ir
a tirarle con el veintidós a las palomas ala blanca qui’hay en
esos dillas en los chaparrales del cantón —concluyó.
—Hay lo esperamos pues don Hilario. Usté ya sabe que’s bien
ricibido allá en Piedras Calientes. Le vamos a tener unas tres
botellitas de guaro bien curado pa’que pasemos alegrones un
buen rato. Le vamos a tener una buena hamaca bien ancha
pa’que duerma agusto —le dijo el abuelo Pedro.
—Vamos bien rápido a despedirnos de don Chente y la niña
Mina, porque nos va garrar la tarde, y no vamos alcanzar el
bus de la Vencedora de Occidente que tiene parrilla, que va
directo pa’ San Salvador —dijo Beto.
—Don Chente, ya nos vamos fíjese. Venimos a despedirnos y a
darle las gracias por toda su ayuda, y por todas las atenciones
quiusté siempre nos presta aquí en Tierra Virgen. Ya sabe que
le’stamos muy agradecidos y que nos tiene a la orden pa’lo
que necesite aquí en la finca —le dijo el tío Carlos.
—Gracias a ustedes muchachos. Muchas gracias por ser tan
buenos trabajadores y por el chaparro que me trajieron, que
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estaba bien bueno. No se les olvide quiaquí siempre va’ber
trabajo para ustedes mientras yo esté vivo y seya el mandador.
—¿Quiénes di’ustedes se van a llevar los canastos pa’ Piedras
Calientes? —preguntaron los más jóvenes.
—Yo me vua llevar el millo pa’cortar maicillo —dijo Bonerge.
—Yo también me lo vua llevar, y si alguien no se lo lleva, hay
me lo dan, que yo necesito dos canastos —dijo mi papá.
—Yo no dejo mi canasto chís, si me costó tres pesos, y está
bien bueno todavilla —dijo Hernán.
—Yo no me llevo esa babosada fella. Yo miagüevo d’ir con el
canasto chuco en todos esos buses —dijo el tío Pedrito.
—Yo no dejo mi canasto chís, si no me lo he güeviado, ni soy
rico pa’ dejarlo. A mí me va servir pa’ la corta del maicillo. No
me vayan andar buscando prestado el canasto cuando estén
cortando maicillo, porque no se los vua prestar —dijo alguien
más.
La alegría de saber que regresábamos a Piedras Calientes era
visible en todos nuestros rostros. Habían pasado unas pocas
semanas, y por fin regresábamos a casa. Yo ya me imaginaba
estar comiendo mangos verdes y jocotes de corona con sal
y polvo de chile. Mis oídos ya escuchaban a lo lejos los ecos
de Chalate resonando en las cuevas del cerro El Garrobo,
llamándome para que regresara a la tierra bendecida, como
dice el himno chalateco.
—A la puta, apúrense babosos, vámonos ya, porque si no nos
va dejar La Vencedora —decía mi papá, quien era el líder del
grupo—. Si no los apuramos, los va tocar qui’agarrar dos buses
pa’ llegar a San Salvador. Ya saben que’s mejor echar el buitre
en una sola camioneta, que’n dos, porqui’hoy no compramos
pastillas pa’ los vomitones.
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Después de una hora de camino entre los cafetales, llegamos
a la parada de los buses en la carretera de Los Naranjos. A
los pocos minutos de estar esperando en la calle, apareció
el gran bus verde, el cual iba lleno de pasajeros, la mayoría
cortadores que venían de otras fincas de la zona, y unos
pocos que tenían apariencia de ser trabajadores de oficina.
Algunos de los pasajeros que no parecían ser campesinos,
preferían levantarse del asiento e irse parados para no ir
topándose con nosotros. A pesar de que parecíamos limpios,
se notaba a leguas que veníamos de cortar café, y a lo mejor
también olíamos mal, ya que bañarse bien en las fincas era
difícil. En Tierra Virgen había poca agua para tanta gente, y no
había ningún lugar donde bañarse. Para bañarnos teníamos
que hacer una media cubierta con plástico negro por ahí a
la orilla de un cerco, y con una guacalada de agua darnos
un baño. También se tenía la opción de caminar por media
hora hasta un riachuelito para bañarse, pero el agua era bien
helada en diciembre, y no todo mundo quería bañarse en
esas condiciones.
Cuando tomábamos el bus, mi papá siempre buscaba una
ventana, y si era posible, en el último asiento del bus, porque
yo casi siempre vomitaba. En menos de dos horas, llegamos
a la terminal de buses de occidente, en San Salvador. Desde
allí teníamos que transportarnos a la terminal de buses de
oriente, lo cual era la parte del viaje que yo más odiaba.
Los buses urbanos siempre iban bien llenos, y nosotros
llevábamos el gran montón de tiliches y unas cuantas libras
de café seco que nos habíamos güeviado de poquito en
poquito, hasta completar unas pocas libras.
Los estudiantes y trabajadores capitalinos que viajaban en
los buses nos miraban con lástima o talvez con desprecio;
especialmente cuando alguno de nosotros vomitaba cerca
de sus pies, y les topábamos los costales sucios que traíamos
llenos de ropa chuca, platos de plástico, cacerolas, jarrillas
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viejas, cobijas chucas, sacos de yute y demás chunches.
Los buses urbanos no tenían parrilla para transportar cosas
grandes, y no había otra alternativa para poner los costales,
canastos y mochilas; así que nosotros las poníamos en el
pasillo del bus. Por suerte, el tramo entre las terminales de
buses no es tan largo, pero era el más engorroso para el
grupo de cortadores de café.
Llegar a la terminal de buses de oriente era una razón para
celebrar en silencio. Yo me sentía más libre, más soberano
y más dueño de mi niñez. En la terminal yo podía comer
cualquier babosada, porque allí siempre agarrábamos el bus
vacío y el último asiento de atrás, si nos poníamos abusados, y
la competencia no nos ganaba. La carretera hacia Chalatenango
cruza el río Lempa y pasa por paisajes de verdes planicies que
me gustaba ver. Además, yo disfrutaba de las golosinas que
podíamos comprar en los pueblos del camino donde el bus
paraba.
En la ciudad de Aguilares y El Coyolito, el bus se detenía
por pocos minutos para recoger más pasajeros, y para que
los pasajeros compráramos algo de lo que allí ofrecían los
vendedores ambulantes.
—Naranjas dulcitas, pupusas revueltas, elotitos asaditos,
fresco bien dulcito, sandilla bien rica...¿va querer? —gritaban
todas las mujeres, niños y hombres que vendían sus golosinas
a los pasajeros.
Cuando ya habíamos comprado golosinas; el bus reanudaba
su recorrido, y después de unos cuantos minutos dejaba
la carretera Troncal del Norte en el desvío de Amayo, para
continuar hacia la ciudad de Chalate, hasta que finalmente
llegábamos al pueblo que tanto queríamos, y que muy
poco conocíamos. Ya en la ciudad, todos se dedicaban a
comprar todo tipo de productos para llevar a casa. Algunos
compraban chacalines, dulces de colación, machetes, cumas,
60
escoplos, hule amarillo para hondilla, cantimploras y demás
cosas útiles en Piedras Calientes. Las mujeres también se
entretenían haciendo sus compras. Ellas se iban a buscar
fustanes, vestidos, zapatos garbal mil hoyos, yinas, candiles
nuevos, hule negro para calzones, platos, coladores, fósforos
y mucho más .
—¿Todos tremos mucha hambre vaá? —dijo mi papá.
—Sí, contestábamos todos —ya nos vienen chillando las
tripas diahambre desdiace ratos.
—Vaya, entonces porque no se van unos a comer rapidito
al mercado, y yo me vua quedar con mi papá cuidando los
tiliches. Cuand’ustedes regresen, vamos’ir a comer nojotros.
Nos fuimos al mercado municipal rápidamente. Ahí habían
varios puestos donde ofrecían variedad de comida, y se podía
comer agusto muy bien sentados en unas bancas bonitas, o
en sillas suavecitas, donde no dolían las nalgas al sentarse.
¡Era chivo ir a comer al mercado de Chalate!
—¿Qué puyas va comer Güito? —me preguntó el tío Elio.
—Yo vua pedir casamiento con crema, pollo frito, un güevo
duro, tres tortillas y un fresco de orchata, ¿y usté tillo?
—Yo vua pedir una sopita de gallina, un chunchucuyo bien
asado, frijoles fritos, mantequilla y un rimerito de tortillas.
Beto no era conocido por tener paciencia, y se desesperaba
cuando los que andaban comiendo por el mercado no
regresaban rápido.
—Puuuta, estos babosos ya la cagan, s’están tardando mucho
en el mercado. Piensan que nojotros no tremos bastante
hambre también —le dijo mi papá al abuelo Pedro, ya con
61
enfado—. Papá vaya decirles a esos babosos choyudos que
sia’puren, y di’una vez pide comida para usté mientras yo
llego, porque usté es más choyudo que yo pa’mascar.
Después de haber hecho todas las compras, era tiempo de
irnos a la terminal de buses de Chalate a esperar el bus que
nos llevaría a Piedras Calientes. Entre los buses más populares
estaban: La Melgar, La Santa Amalia y La Tulita. Los del
pueblo hasta sabíamos que buses eran más fuertes para subir
las cuestas, que motoristas eran mejores y más amigables,
y sabíamos reconcerlos hasta por el rugir del motor de cada
una de las camionetas desde nuestras milpas cerca de la calle.
Otras cosas importantes sobre los buses, era saber desde
donde hasta donde cobraban las tarifas. Algunas personas
de Las Limas como: don Eulalio Alas, don Vence Menjivar,
Pillín, la ñora Josefina, La Otilia y La Tula; y de Piedras
Calientes: Chemo, Pancho y Pedro Sapo, caminaban unos
tres kilómetros hasta la parada de Gualpeto para ahorrarse
veinticinco centavos de pasaje. Los buses cobraban un Colón
veinticinco centavos desde Las Limas hasta Chalate, pero
solamente cobraban un Colón desde la parada del palo de
mango a la orilla de la quebrada de Gualpeto.
—Ya viene La Tulita, pónganse abusados pa’garrar asiento.
—Ustedes zámpense agarrar asiento y nojotros vamos a
subir los bultos a la parrilla. Tengan cuidado con los chunches
millos porque llevo unos bolados de quebrar —dijo mi papá.
Después de un rato recorriendo la polvosa carretera, y de
haber pasado dejando otros pasajeros por San Miguel de
Mercedes, Los Ranchos y los cantones Guarjila, Guancora y
La Lagunita, llegamos a la parada de la peñita de agua.
—Hey, jálenle la pita a la camioneta, que ya llegamos a la
parada —gritó alguien del grupo del caserío.
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La parada de buses de la peñita de agua estaba silenciosa,
esperándonos como siempre. Su gran palo de conacaste, el
cerco de piedra de la casa de don Chepe Urbina y unas cuantas
piedras que servían de asientos, nos daban la bienvenida al
camino que conducía al caserío que todos amábamos. Los
palos de mango del guatal del Quequeshque, que estaban a
la orilla del camino en el jagüey, eran los primeros en darme
la satisfacción de regalarme los primeros mangos tiernos.
En Piedras Calientes, todos teníamos la costumbre de generar
hipótesis sobre los resultados económicos que el grupo
recién llegado había obtenido en las cortas de café. Basados
en la duración de la estadía, en lo bueno que se suponía había
sido la cosecha de café, y en la habilidad para cortar de cada
uno, todos especulábamos sobre cuanto pisto había ganado
cada uno de los que regresaban. En promedio, los mejores
cortadores lograban hacer entre trescientos y cuatrocientos
Colones en el período de las cortas de café.
—Ya regresaron los que andaban por Tierra Virgen, y han de
venir bien rolludos los babosos —murmuraban los que ya
habían llegado de las otras fincas.
Con nuestra llegada, Piedras Calientes volvía a tener la misma
población. Esa tarde el plancito se llenó de gente más que
de costumbre. La curiosidad de todos por saber cuánto pisto
habíamos ganado los que habíamos regresado de Tierra
Virgen era grande. No era algo nuevo, y más bien era lo que
se esperaba. Todos querían saber cómo les había ido a los
otros del caserío en las cortas de café en Santa Ana, en el
oeste del país.
La semana que seguía después de regresar de las cortas
de café, nadie trabajaba, y algunos se reunían a contar sus
pasadas de las cortas de café y a descansar; lo cual servía
para reinsertarse de nuevo en la vida cotidiana del caserío.
El regreso de todos los que habíamos ido a cortar café revivía
63
a Piedras Calientes depués de la soledad de los últimos dos
meses, cuando muy pocos se quedaban en el valle.
Naipes nuevos, linternas de tres baterías, navajas brillantes,
colines y guarisamas nuevas; sombreros picudos y de ala
ancha y alguno que otro radio nuevo, era usual ver en el
plancito por las tardes, después de regresar de las cortas de
café.
Aires de prosperidad se respiraban en todo Piedras Calientes
y los demás cantones y caseríos de Las Flores. Los candiles
iluminaban con más intensidad y por más tiempo que nunca
las sencillas casas de adobe. La luz también llegaba levemente
al tabanco que guardaba celosamente nuestros granos
alimenticios, que eran parte de nuestra fuente de nutrición
para el año venidero, y con suerte y buena administración,
para un tiempo más largo.
Los árboles del patio de nuestras casas y los del alrededor
del plancito dejaban caer sus hojas amarillentas libremente,
como aceptando su independencia para morir en las secas
garras del verano del trópico centroamericano.
Nuestras vidas en Piedras Calientes continuaban con la
pobreza y la alegría de siempre. Éramos pobres pero parecía
que no nos dábamos cuenta de ello. Nuestra riqueza radicaba
en vivir una vida llena de pequeños triunfos económicos, de
la unidad familiar y la convivencia social armoniosa con el
hombre y la tierra, así como de disfrutar el contacto con la
naturaleza y los demás elementos que ella nos proporcionaba
diariamente sin condiciones.
El período de verano entre febrero y mayo era de trabajo
esporádico para muchos en el caserío. Lo más común era que
cortáramos leña para guardar para el invierno. También se
hacían tejas, ladrillos y adobes, cuando alguien necesitaba
construir una casa.
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Otros reparaban cercos y falsos; y si tenían suficiente agua en
sus terrenos, hacían alguna tomatera u otra hortaliza. Algunos
del Palo Verde, también cortaban árboles para aserrar y
vender las tablas, que servían para suplir las necesidades de
hacer muebles rústicos, cajones de muerto y techos de casas
para los pobladores de la zona.
Mi papá era el constructor, carpintero y peluquero de Piedras
Calientes. Él hacía por lo menos una casa cada verano, y de
vez en cuando, algún cajón para enterrar a alguien del valle.
También hacía sillas, sancudos, mecedoras, bancos, cuquitas,
mesas, camas y tijeras de lona, molinillos para batir huevos
para punche, puertas de casas, ponederos de platos, yugos
para ponerle a los bueyes, arados, surrones de cuero y
aparejos para caballos, y otros utensilios.
Don Beto Urbina generalmente cobraba entre trescientos a
cuatrocientos Colones por construir una casa, dependiendo
del tamaño de la casa y otros factores determinantes. Si el
dueño quería poner el agua potable, hacer una pila para
echar agua y cuartito para bañarse, con desagüe; también él
lo hacía. El dueño de la propiedad tenía que pedirle permiso a
don Luis Lemus de El Palo Verde, y solicitarle las herramientas
para hacer las tuberías. Don Luis era el encargado del
mantenimiento del proyecto de agua potable para el cantón
La Lagunita que la gente había elegido.
Dicho proyecto fue el esfuerzo de don Juan Gringo, como era
conocido el joven norteaméricano que vivía con la Juventina
Alas en Las Limas. Él movió cielo y tierra para lograr realizarlo
junto a miembros de la comunidad de los caseríos del cantón La
Lagunita, que fuimos los beneficiarios de su iniciativa.
La tubería de agua recorría más de cuatro kilómetros a la orilla
de los caminos, desde las faldas del cerro Los Mogotes en el
cantón La Lagunita, donde estaba el tanque principal y la caja
de contención. Desde allí pasaba por el cantón Lagunita, luego
por El Palo Verde y El Garrobo, hasta llegar al plancito de Piedras
Calientes, donde terminaba en el chorro público de cemento y
piedra que don Beto Urbina construyó y que terminó el veinte
de enero de mil novecientos sesenta y nueve.
65
La hora de comenzar un nuevo estilo de vida llegó a las puertas
de mi niñez.
—Chepe, mañana le decís a tu nana que te bañe temprano,
porque don Chus va’venir a matricularte. Decile que te saque
con un trapo con gas las soguillas de tierra que tenés en el
pescuezo pa’que te mire limpio. Tratá de ponerte un pantalón
que no tenga remiendos y ponete los zapatos burros de cuero
que te compré en diciembre en la tienda de Nico Vides —me
dijo mi papá—. El sábado yo vuir a Chalate y te voy a comprar
el Silabario, un cuaderno rallado y uno para dibujar, y colores
y lápices pa’que estés listo pal primer dilla de clases. También
te vua comprar un pedazo de lona gruesa pa’que tu nana
tiaga un buen bolsón.
Después de matricularme y de que mi papá me comprara
todo los materiales necesarios para ir a clases, llegó el día de
ir a la escuela en El Palo Verde, el caserío más cercano que
tenía una escuelita para enseñar primero y segundo grados;
con un profesor solamente. Las clases comenzaron un lunes a
las siete y diez de la mañana. Llegamos unos quince cipotillos
a la primera clase, y lucíamos como pollitos recién salidos del
cascarón, mirándonos los unos a los otros, como animalitos
raros.
El profesor comenzó con todas las instrucciones sobre que
hacer y no hacer en el aula y con el Silabario.
—Vamos a comenzar con la lección de papá —dijo.
pa: Papá tiene dos palos de poshtas y uno de achiote.
pe: Pedro corta chichiguas y siguanperes en el guatal.
pi: Pirujo juega con la Lupe, y los dos cortan anonas.
po: Poncho tiró un chipustazo de lodo en el tabanco.
pu: Pucuyo corta papaturros en el guatal de la Lola.
Cuando el verano estaba a punto de terminar, comenzaron
a aparecer varios chuchos con rabia en los caseríos del valle.
66
Algunos días, especialmente por las tardes, se oía en Piedras
Calientes los gritos anunciando la presencia de algún perro
infectado con la peligrosa enfermedad, con síntomas ya
avanzados y conocidos por nosotros.
—Por hay va pasando un chucho negro con rabia pa’bajo. El
nimal ya va babiando bien fello …espérenlo por la casa de
Beto —gritaban los que vivían en la parte alta del caserío.
En ese mismo momento, salían a esperarlo o a seguirlo, mi
papá, Pancho, Hernán, Bonerge y los demás de las casas del
centro de Piedras Calientes.
Muchas veces, los perros caían muertos bajo la filosa figura
de la guarisama o del colín puntudo. Otras veces sucumbían
bajo las balas infalibles del fusil veintidós de Hernán, de Toño
Mulquite o de mi papá; o de un revolver treinta y ocho; así
como bajo una lluvia de pedradas de hondilla o apaleados
por los más atrevidos.
En pocas ocasiones los perros escapaban. Cuando los perros
con rabia no se mataban, estos usualmente mordían a otros
perros y los infectaban con la enfermedad. También de vez
en cuando mordían a la gente. Matar perros enfermos no
era algo bien visto aún por los que los mataban, pero no
sabíamos otra forma de contener ese riesgo, y decían que
la enfermedad no tenía cura, pero se podía prevenir con
vacunas al nomás ser mordido.
En todas las casas del caserío teníamos perros aguacateros y
ellos eran una parte importante de nuestra vida contidiana.
Si un perro con rabia mordía a alguien, el precio era caro para
la víctima. La persona mordida tenía que ir varios días a la
clínica de salud de Las Flores, hasta que le pusieran todas las
inyecciones antirrábicas necesarias alrededor del ombligo.
La peste de la rabia representaba una gran amenaza para
todos, especialmente para mí. Yo tenía que caminar de lunes
67
a viernes a la escuela del caserío El Palo Verde, el cual estaba
aproximadamente a unos dos kilómetros de mi casa.
—Se va bien rápido pa’ l’escuela —me recomendaba mi
papá—. Si oye que los chuchos están latiendo o si ve que
viene un chucho babiando, escóndase donde pueda. Súbase
a un palo, o si va cerca de la casa de Saúl Recinos, de Pedro
Sapo, de Eliberto Alas o de la Celia Porrón, métase allí, y no
se vaya hasta que ya no latan los chuchos. De todos modos
vaya fijándose bien en el camino. Siempre lleve la hondilla en
la mano y varias piedras listas pa’tirar. También lleve aunque
seya un palo en la mano, y si se le acerca un chucho, procure
darle lo más duro que pueda un leñazo en el hocico, que con
eso se va detener —me decía.
Cuando los perros ladraban, especialmente cuando iba
por el trecho del camino donde no habían casas, el miedo
sacudía mis delgadas piernas. En ocasiones me escondía
detrás de un cerco de piedras o corría para subirme a algún
palo que no era muy difícil. A lo largo del camino yo había
designado lugares estratégicos para protegerme, de acuerdo
a los consejos de mi papá. El único lugar donde no había
posibilidades de protección, era el trecho entre la pila de las
casas de El Garrobo y la escuela. Ese trecho era el potrero que
había que cruzar para llegar a la escuela, la cual estaba al final
del potrero, en la parte baja del Palo Verde. El camino era
despejado, sin cercos a la orilla, solo había zacate y árboles
retorcidos de sicagüite en los que yo no podía subirme.
—Cuando llegue a la pila del Garrobo espérese un ratito en
el cerco —continuaba recomendándome mi papá—. Si’oye
que los chuchos laten, se mete a la casa de la ñora Minta. Si los
chuchos no están latiendo, váyase corriendo hasta l’escuela. Si
por desgracia no puede evitar quiun chucho se li’acerque, grítele
bien fuerte y agárrelo a bolsonazos, que los animales también
se asustan con los gritos di’uno —me dijo muy seriamente.
68
El tiempo normal para llegar a la escuela era como de veinte
minutos, caminando rápido, si no había perros con rabia. El
trecho entre la pila de El Garrobo y la escuela me tomaba
unos cuatro minutos solamente, pues casi siempre corría. Si
había ladrazón de perros podía demorarme más de media
hora en llegar a la escuela, pero siempre llegaba a clases. En
ocasiones, cuando por casualidad un hombre iba al mismo
tiempo que yo hacia El Palo Verde, me iba con él, pues
generalmente llevaban corvo o pistola, y casi todos sabían
de quien era hijo yo. Cuando iba una mujer, también me iba
con ella, aunque prefería irme con un hombre porque me
sentía más seguro.
La lluvia no me detenía para ir a la escuela, y al contrario, me
gustaba que lloviera para venir metiéndome en las pocitas
que se hacían en el camino. Si estaba lloviendo conseguía
una bolsa plástica para meter los cuadernos, me quitaba los
zapatos y me iba a clases tapado con una bolsa grande de las
que sobraban de los costales de abono. Generalmente llovía
en la tarde, cuando ya estábamos saliendo de la escuela o
cuando iba en el camino. Muchas veces llegaba todo enlodado
a la casa, pues el camino se ponía resbaloso, y con frecuencia
me caía en el lodasal negro y pedregoso.
De regreso a Piedras Calientes el camino era una bajada
barrialosa que se ponía muy lisa con la lluvia. Los pantalones
siempre se me rompían de las nalgas y las rodillas, porque
me pasaba deslizando en cualquier piedra o raíz que había en
el camino. Los zapatos tenían que ser de hule, porque los de
cuero no aguantaban en el invierno, además eran más caros
y un lujo que mis padres no podían pagar en esos tiempos,
cuando para adquirir cualquier cosita básica se requería de
mucho esfuerzo para ganársela.
—Te les vua tener que poner un remiendo de cuero de vaca
vieja, pa’ ver si así te duran más los pantalones —me decía
mi mamá, medio enfadada, cada vez que yo llegaba con el
69
pantalón roto—. Muchachito este, véngase con más cuidado
pa’que no se enchuque tanto en el camino —me dijo.
El cerro El Garrobo fue testigo de mis primeros temores
infantiles, de mis aventuras de cipotillo, y de los retos del
camino solitario y difícil que conectaba el caserío de Piedras
Calientes con El Palo Verde.
El costado noreste del cerro El Garrobo aparecía ante mis
ojos desde que dejaba la última casa de Piedras Calientes.
El camino hacia la escuela pasaba a un lado del cerro, y ahí
también estaba el grupito de las cuatro casas, que también
eran conocidas como las casas del Garrobo, que debido a la
cantidad de las viviendas no calificaba para ser caserío.
Ya en la escuela, el costado suroeste del cerro del Garrobo
parecía solemne e imperativo, vigilante de mi necesidad de
aprender a leer y escribir bajo las enseñanzas de don Chus
Guardado. El cerro parecía una estatua grande en forma de
cono que me perseguía por todos lados; de la cual no me
podía escapar, pues siempre estaba a la vista por donde quiera
que yo fuera en los alrededores del valle. Grandes piedras
negras, árboles de jiote que se agarraban de su piel áspera; y
pequeñas cuevas que servían de guarida a garrobos, iguanas,
murciélagos, charancacos de charcha y tacuacines, eran los
perennes y misteriosos pobladores que el cerro tenía.
El montículo de piel rústica verde-oscura también era fuente
de vida para grandes tubérculos de barbasco, que en el caserío
ocasionalmente utilizábamos para la pesca a comienzos del
verano, cuando la corriente de la quebrada del Jinicuil ya no
era tan fuerte.
Mi mamá vigilaba con paciencia el desarrollo de mi niñez.
—Chepe, enseñáme los dientes —me decía—. Déjame ver
si ya se t’están aflojando un tantito. Si sentís que tenés un
70
diente un poco flojo, seguítelo aflojando hasta que esté bien
flojo, y después le decís a tu tata que te le de un solo guiñón
con un cáñamo de nailo—. Estate moviéndo los dientes
Chepe, porque si no te los arrancás a tiempo te van a salir
todos arrimerados y fellos. N­o vayas a tirar los dientes al
entejado cuando te los arranque tu tata, porque si no se los
van a llevar bien lejos los ratones, y nunca te van a nacer los
nuevos —amenazaba mi mamá.
—¿Es cierto eso de que los ratones se llevan los dientes si uno
los tira en las tejas papá? Yo no le creo a mi mamá, pero ella
así me dice a cada rato.
—Nombe vos Chepe, que vas a crer. No liagás tanto caso
a tu nana, esues mentira. Los ratones solo comen mais,
maicillo, tortillas… y queso, si’uno los deja mal tapados. Tu
mamita Lila me decilla lo mismo a mí cuando yo era bicho.
Yo siempre tiraba los dientes en cualquier lugar cuando me
los arrancaba, y mirá los millos, hasta ralos me salieron. Pero
me sirven mucho pa’ comer mangos maduros, porque ni las
hilachas se me quedan trabadas —dijo.
El verano siguiente, como de costumbre, fuimos a la finca
Tierra Virgen. Allí seguían las mismas plantillas, la misma
carreta repartidora de almuerzos -un poco más vieja-; las
bodegas, el palo de amate y demás cosas que mirábamos
cada año. Ante mis ojos nada parecía haber cambiado en la
finca, sin embargo, yo había cambiado mucho. A diferencia
del año anterior, ya podía leer frases enteras y cantidades.
También leía todos los rótulos de las tiendas, los nombres
de los buses y cualquier otro letrero que miraba por donde
pasaba.
—Allá viene la camioneta grandota azul de la Güevara, papá.
—No se dice Güevara Chepe, se dice Guevara —me corrigió.
71
La mitad del verano había quedado atrás. Una vez más
regresamos de las cortas de café, y los retorcidos y barrialosos
caminos hacia Piedras Calientes recibieron nuevamente la
presencia de sus forjadores.
Ese verano, mi papá y mis tíos recibieron la oferta de hacer
tejas para un par de casas: una en El Palo Verde y una en
El Garrobo. Yo estaba emocionado de saber que podría
participar en tal tarea, la cual parecía entretenida.
Mi papá comenzó a repartir las tareas para la elaboración de
las tejas, y a mí me tocó ir a buscar burril de caballo, chirica
de vaca y zacate de conejo. Mientras tanto, los demás se
dedicaron a conseguir la leña para quemar las tejas y arrancar
el barro y la tierra blanca. También limpiaron el pozo de
donde acarrearíamos el agua, chapodaron el espacio donde
pondrían las tejas a secar, e hicieron la pila donde se batiría
el barro con burril en polvo. Además, mi papá, con la ayuda
de sus hermanos, hizo el cusuco, la gradilla, la plancha y el
tapesco donde se formaba la teja para ponerla en el cusuco.
Cuando todos los materiales e instrumentos estaban listos,
comenzamos el proceso de elaboración de las tejas.
Dos tíos se dedicaron a preparar el lodo para las tejas, el
cual no tiene que llevar ninguna piedrita porque si no la teja
se quebraba al quemarla. Después de que el lodo estaba
listo, lo colocaban a la par del tapesco, formando como un
tronco de árbol al cual le llamaban el mono, del cual mi
papá agarraba porciones de lodo para formar la teja. Él lo
ponía sobre la plancha de madera, a la cual antes le echaba
ceniza para que el lodo no se pegara a la madera a la hora
de transferirlo al cusuco. Luego, el lodo lo esparcía dentro de
la gradilla, tratando de buscar cualquier piedrita que se les
hubiera escapado a los tíos. Posteriormente pasaba una regla
de madera sólida sobre el molde para que el lodo quedara
uniformemente distribuido en la gradilla, con un espesor de
unos dos centímetros. Cuando la teja ya estaba formada en
72
la gradilla, se le pasaba la mano con un poquito de agua para
alisar la superficie. Finalmente, se ponía el cusuco próximo
a la plancha para deslizar con mucho cuidado la teja sobre
el molde. De último, mi papá caminaba hacia la placita para
realizar la maniobra más complicada: la de sacar el cusuco y
lograr que la teja se quedara detenida por su propia cuenta,
sin perder la figura. Dependiendo que tan bien se hubiera
preparado el lodo de barro, así era de fácil o difícil lograr que
la teja no se cayera al nomás sacar el cusuco. Cuando la teja
no lograba quedarse parada, se recogía y se tiraba de nuevo
al mono, no sin antes haber removido cualquier piedrita o
suciedad adquirida en su fracasado intento de convertirse
en teja cruda. Había días en que hacíamos unas doscientas
tejas o más. Para que las tejas se secaran completamente
se requería por lo menos cinco días, y se debía tener mucho
cuidado para evitar que perros u otros animales llegaran a
pararse en ellas mientras se secaban.
Para finalizar el proceso de elaboración de tejas, cuando ya se
tenían unas mil quinientas tejas secas, se ponían a quemar.
Para quemar las tejas, se colocaban juntas, paradas en capas
como haciendo un círculo, y se metían rajas de leña en medio
de cada capa del círculo para que todas se quemaran bien.
Cuando ya estaban todas las tejas en el círculo, se cubría con
chirica de vaca, zacate seco y más leña seca, generalmente de
sicagüite, que era la más abundante y duradera. Después de
varias horas de fuego, se habían consumido todos los materiales
combustibles, y finalmente aparecían las hermosas tejas rojizas;
nacidas del suelo de Piedras Calientes y del esfuerzo y sudor de
mis familiares y el mío.
Después de una semana, se terminaba de hacer las tejas, y se
comenzaba a cortar la madera para las vigas, hacer los adobes,
los cuartones y los horcones. Para el techo se preparaban
tablas, varas de bambú cortadas por mitad o varas de caña
brava para sostener las tejas. Cuando todos los materiales ya
estaban listos, se iniciaba la construcción de la casa.
73
El primer mes del año, los cipotes de Piedras Calientes lo
gastábamos buscando los primeros mangos tiernos que
comenzaban a crecer en los árboles de los alrededores del
caserío, especialmente a la orilla de la quebrada del Jinicuil.
Las expediciones de cipotes a apedrear los palos de mango
que no tenían dueño a la orilla de la quebrada de El Jinicuil
en la peña mora, era casi una devoción de todos los días.
Hondillas, piedras y garrotes eran los instrumentos más
utilizados para derribar las apetecidas frutas verdes. Nunca
nos faltaban las cajitas de fósforos llenas de sal y la navaja
bien afilada para pelarlos y saborear el ácido sabor de la fruta.
La compra y venta de chibolas de cera de chumelo, trompos
y capiruchos era la fuente de ingresos que algunos niños
teníamos para comprar hule para las hondillas. Estas eran
nuestras armas favoritas de bajo costo, que utilizábamos
para bajar mangos, matar pájaros, garrobos, conejos y otros
animales silvestres comestibles.
Febrero siempre llegaba a restringir nuestras aventuras
del verano. La escuela comenzaba a mediados del mes, y
todos debíamos asistir a clases por la mañana. La escuela
del pueblo quedaba mucho más lejos que la del Palo Verde.
Para llegar teníamos que atravesar el terreno de doña Juana
Tiliches, luego pasábamos por la quebradita, llegábamos a la
quebrada y subíamos la cuesta del amatillo, para luego llegar
al cantón Las Limas. Allí pasábamos tomando agua en los
lavaderos públicos que recién habían construido a comienzos
de la década de los setenta, para luego irnos de un solo tirón
hasta el pueblo, pasando antes por el Ujuste o El Peligro y El
Charancacal o caserío Los Henríquez.
Después de regresar de la escuela, los varones usualmente
teníamos que ayudar en las tareas agrícolas por un rato.
—Chepe, cuando vayas ayudarme a la milpa acordáte que la
74
quebrada está bien crecida allí por la pasada pal guatal de
la poza del potrero. Mejor te vas a dar la vuelta hast’el paso
de los caballos, por donde lava ropa la ñora Gustina, porque
allí el rillo nues tan fuerte, porque’s más ancho y plano —me
recomendaba mi papá.
La lucha contra todas las inclemencias naturales y sociales era
un reto para nuestras tiernas edades. En muchas ocasiones,
el invierno nos sorprendía con fuertes tormentas con rayos,
truenos y relámpagos al mediodía. La quebrada de El Jinicuil
crecía rápidamente, y teníamos que esperar en la orilla hasta
que bajara la creciente, o hasta que vinieran los adultos
a ayudarnos a cruzarla. Para cubrirnos de la lluvia siempre
llevábamos una bolsa de plástico, la cual obteníamos de los
sacos de fertilizante que se compraban cada invierno. Cuando
la lluvia era muy fuerte, nos quedábamos sentados detrás de
una piedra o acurrucados debajo de un árbol, pues muchas
veces la lluvia venía con viento y nos resultaba difícil caminar.
La quebrada del Jinicuil rugía como fiera salvaje. Sus fuertes
corrientes de aguas turbias arrastraban troncos, piedras y
animales que habían sido sorprendidos en la orilla. Los palos
de chaparro y de sicagüite callaban la descripción húmeda de
nuestras afligidas siluetas. Ellos eran cómplices de nuestras
desventuras, y parecían hablarnos con sus ramas movedizas
para expresar su solidaridad con nuestra causa infantil para
el futuro. Nuestra lucha no era solamente contra las primeras
leyendas de la cultura nacional que teníamos que memorizar,
ni contra las tablas de multiplicar y dividir; nuestra lucha
también era contra los caprichos de la naturaleza, que siempre
parece ensañarse con los más desposeídos, como si no fuera
suficiente lo que hacen contra ellos los más afortunados de
la misma especie.
—A la puya, haber si pasamos —decía Manuel Urbina, quien
sufría de incertidumbre a la hora de saber si habíamos pasado
al grado inmediato.
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—Talvez pasemos hombe —dijo Jorge con cierta inseguridad.
—Mañana les vamos a dar los certificados, y todos los alumnos
tienen que venir a recogerlos —dijo la niña Yita.
El día siguiente todos recibíamos las buenas nuevas:
Jorge Guardado —pasó raspadito con cinco, pero pasó.
Manuel Urbina —también pasó raspadito, pero pasó.
El papel que confirmaba nuestro ascenso educativo era el
símbolo comprimido de muchos sacrificios; la recompensa
de las largas caminatas diarias y de las frustraciones por
no haber estado suficientemente grandes para colgarnos
clandestinamente de los buses en la cuesta de Las Limas y así
evitarnos la caminada. Los árboles de sicagüite, los chaparros y
los almendros de la cuesta del amatillo parecían estar contentos.
Sus hojas se movían tenuemente con los húmedos vientos
que venían del sur. Sus ramas se movían armoniosamente,
como saludando nuestro triunfo infantil. Ellos eran fieles y
comprensivos. Nunca nos guardaron rencor por los golpes que
sufrían sus ramas cuando apedreábamos las chinchintoras y
cenzontles bobos que llegaban a descansar y almorzar en sus
benignas ramas cargadas de nutritivas semillas.
—¡Híjole, ya vamos’ir a quinto grado el otruaño! Después
del mudo Celestino Urbina, nojotros vamos a ser los más
estudiados del aria de Piedras Calientes, El Garrobo y Los
Chocoyos —comentábamos entre nosotros mismos, con
cierto orgullo.
A finales de noviembre nos preparábamos nuevamente para
ir a las cortas de café en el occidente del país. En la casa mi
mamá preparaba la comida que llevaríamos en el viaje.
Durante los preparativos para el viaje a las cortas de café,
todos los de la casa teníamos que participar en la preparación
de la comida que llevábamos a las cortas, para los días antes
de recibir comida de la finca.
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—Chepe, si querés salir a jugar tenés qui’ayudarme antes a
moler dos cumbadas de mais, porque tenemos que’char las
pupusas de frijoles, las tortillas, los totopostes, las rosquillas
y los tamales pisques que vamos a llevar a las cortas.
—Mamá, mejor dígale a la Nora que muela el mais. Solo a mí
me dice siempre ¡ve! Como si solo yo vua comer de todueso.
—Vos tenés que moler dos cumbadas, y tu hermana me
va’yudar con una cumbada también.
—Está bueno, voy a moler una cumbada y la mitá nada más.
—Nombe, vos tenés que moler las dos cumbadas de mais
completas, si no le vua decir a tu tata cuando venga de la milpa,
pa’que te castigue por haragán. Nada te cuesta moler dos
cumbadas de mais.
—Entonces eche el mais ya pues, las voy a terminar bien
rápido, pero no apriete mucho los dientes del molino porque
si no me cuesta mucho la molida.
—No se te vaya quer el cumbo del molino por estar di’apurado
Chepe. Si lo botás, hay te va tocar recoger el mais, y lo vas a
tener qu’ir a lavar vos solito al chorro, y te van a ver las bichas
lavando mais, como si jueras niña.
—A mí no se me caye el cumbo con mais tan chiche. Los
hombres todo lu’acemos bien.
—Puercada éste, nias mudado los dientes bien, y ni te podés
bañar solo, y ya te crés hombre.
—Ya los mudé todos. Solo falta que me crezcan un poquito.
Ya me los vi en el corvo empavonado de mi papá; ¿usté cre
que soy tonto mamá?
—¡A la púchica, quien te gana a vos babosada con tus alegos!
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—Apúrese pues, eche el mais en el cumbo, que ya quiero
terminar de moler par’ir a oír la novela de “Rayo de Plata”
donde la ñora Genara Urbina. También quiero ir a buscar la
gallina sarada pescuezo pelado de mamita Lila en la chácara,
pa’tocarla pa’ver si va poner güevo, porque usté yace dillas que
no me deja comerme un güevito puyado con limón y tortilla
tostada a mí solito.
Esa noche los candiles consumieron más gas kerosene que
de costumbre para iluminarnos, como siempre lo hacían
cada vez que preparábamos la comida para llevar a las cortas
de café. En esa ocasión nos acostamos como a las once de la
noche, pues estuvimos haciendo todos los preparativos para
el viaje. El día siguiente, a las tres de la madrugada, todo el
contingente que íbamos para Tierra Virgen estaba ya listo
en el plancito. La luna estaba llena, por lo que la caminata
hasta Chalate sería fácil, aunque iríamos bastante cargados
con tanto tanate que llevábamos pa’ las cortas.
—Pancho, ya nos vamos, si no si’apura se va tener qu’ir solo
pa’ Chalate —gritábamos todos.
—A la puta, este baboso de Pancho es pior que las mujeres
pa’salir —decía Hernán, ya impaciente.
La caminata desde el caserío hasta llegar a la ciudad de Chalate
tomaba como tres horas, si no había algún contratiempo en
el camino, y si no pesaba mucho la carga que llevábamos.
Teníamos que recorrer a paso normal unas cuatro leguas o dieciséis
kilómetros para llegar a la ciudad. En el pueblo pasábamos
comprando pastillas para no vomitar en los buses y otras para
dolores de cabeza, para curar la diarrea y para curarnos pequeñas
heridas durante nuestra estadía en las fincas. También pasábamos
por la casa de mis abuelos recogiendo al tío Perucho, quien siempre
iba con nosotros a las cortas de café. Después de un breve descanso,
salíamos de Chalate en bus hacia San Salvador. Cuando llegábamos
a la terminal de buses de oriente, en San Salvador, teníamos que
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tomar los buses hacia la terminal de buses de occidente, en el otro
extremo de la ciudad, para finalmente tomar otro bus que nos
llevaría cerca de nuestro destino final.
Finalmente, después de viajar menos de dos horas en bus y de
caminar unas dos horas a pie, llegamos nuevamente al casco de la
finca Tierra Virgen. Como siempre, fuimos a saludar a don Chente
y a avisarle de nuestra presencia. Después de que mi papá y los
demás hablaron un rato con él, nos fuimos para la galera, pues aún
no había mas gente, ni pulgas. Allí descansamos un momento y
luego dimos una vuelta en los alrededores, para ver cómo estaban
los cafetales.
Nosotros éramos los primeros cortadores en llegar. Con
nuestra presencia la finca comenzaba a tener más vida.
Cuando comenzó a oscurecer llegó don Vicente a conversar
con el grupo.
—¡Que grande está Chepito ya Beto! Ha crecido un montón
en un año el cipotillo. Ya se mira hasta más pícaro el bandido.
—Sí mire hombe, y’está grandecito este babosito. Fíjese que
ya pasó a quinto grado, y es bueno pa’ leer y pa’ la matemática.
Ya se sabe todas las tablas de multiplicar y dividir, y lee bien
rápido el jodido.
—Ha salido bien inteligente pa’ l’escuela el cipote pues. Hay
lo vua contratar pa’ que seya mi escribiente aquí en la finca
cuando crezca —dijo don Vicente.
Los días pasaban rápidamente en la finca. Yo miraba con
admiración a los hombres que cargaban con gran habilidad
los pesados sacos de café en los grandes camiones. Los
cargadores se echaban al hombro los sacos llenos de café
con increíble rapidez y fuerza. Algunos de ellos tenían tanta
fuerza que hasta levantaban un saco de ocho arrobas con los
puros dientes, exhibiendo su hombría.
79
Después de la pesa de los granos en el recibidero, los camiones
abandonaban el lugar, llevándose con su fuerza mecánica la
acumulación de sudor, raspones, hambreadas y agüevadas de
los caporales y capataces de la finca. Al comenzar a oscurecer,
mirábamos pasar en la calle, a la orilla del casco de la finca, los
camiones marca Hino, que se llevaban todas nuestras energías
comprimidas en los sacos de yute y de mezcal. Iban hacia los
beneficios procesadores, donde transformaban el fruto del
trabajo mal pagado de los trabajadores en granos limpios que
tenían el poder de construir mansiones lujosas, comprar carros
bonitos nuevos, y pagar por viajes caros alrededor del mundo
para los ricos propietarios de las haciendas.
Todos los cortadores que trabajábamos en la finca Tierra
Virgen considerábamos a don Vicente Pérez como un buen
mandador y un buen ser humano. A la hora de la pesa del
café, don Chente metía la puya de medir hasta el fondo de
los sacos y anunciaba en voz alta la cantidad de arrobas y
libras que contenía el saco. El escribiente iba anotando en su
libro todas las arrobas que él anunciaba. Don Chente siempre
recomendaba que uno llevara su propia cuenta para que al fin
de la quincena no nos hicieran jarana a la hora de pagarnos.
Una vez más, llegó el último día de recibir pago en la finca.
Las despedidas de los nuevos amigos que se habían hecho en
la temporada eran emotivas. Todos se invitaban mutuamente
a las fiestas patronales de sus pueblos y a chupar chaparro y
chicha elaborados en las sacaderas clandestinas.
Lo que más les gustaba a algunos invitados que llegaban a
visitarnos a Piedras Calientes era ir directamente al lugar
de producción del guaro chaparro, para observar todo el
proceso de fabricación de la bebida, el cual era simple pero
interesante. Para comenzar a producir chaparro, se tenía que
conseguir un sitio remoto y de difícil acceso, pero con facilidad
para conseguir agua; por lo que usualmente se escogía algún
barranco próximo a un riachuelo poco visitado por la gente.
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El proceso comenzaba consiguiendo unas tres ollas grandes
para llenar con agua y posteriormente echar el maíz y el dulce
de panela. Después de un poco tiempo en los contenedores
con agua, el maíz se fermentaba, y en ocasiones hasta nacían
gusanos en el proceso de fermentación, del cual se generaba
la chicha, que cuando aún no se ha vuelto amarga tiene un
sabor agradable. Cuando la chicha se vuelve amarga, es el
momento adecuado para comenzar a fabricar el guaro.
Para el proceso de cocimiento de la chicha, se utilizaba
una olla grande de barro, a la cual se le adaptaba una tapa
especial echa de barro, conocida como el cabezón; cuya
función era colectar el vapor que se generaba al hervir la
chicha. La colección del vapor se realizaba poniendo una tela
en la parte interior del cabezón, la cual tenía un hilo grueso
que se insertaba en la única salida de dicho pertrecho. Una
vez la tela se empapaba de vapor, éste buscaba la salida por
el cáñamo, que terminaba en una botella grande de vidrio;
naciendo de esa forma el famoso chaparro: el licor oficial e
ilegal de la campiña salvadoreña en esos tiempos.
Cuando la guardia nacional capturaba a un fabricante de
chaparro; éste era llevado hacia el pueblo cargando el cabezón.
Ese pertrecho era la evidencia del delito, sin embargo, el castigo
no era muy severo y usualmente consistía en pasar unos dos
días en la cárcel -que era una celda chica en la alcaldía-, y pagar
una multa.
En la hacienda Tierra Virgen, don Vicente lucía más viejito y
cansado cada año que pasaba.
—Adiós don Vicente, cuídese mucho —le decíamos todos.
—Adiós muchachos, haber si todavilla mi’hallan vivo el
otruaño que vengan —respondió, apoyándose en su bordón
de palo de café que mi papá le había hecho de una rama
bonita de un palo viejo.
81
A diferencia de los años anteriores, las cortas en Tierra Virgen
terminaron más temprano, y fuimos los primeros en regresar
a Piedras Calientes.
Cuando regresamos, la soledad del caserío era bien notoria. En
la época de las cortas de café solo quedaban los viejitos, niños
y unas pocas mujeres que no habían ido a cortar porque tenían
niños recién nacidos o porque estaban enfermas. Todos los
adultos, los jóvenes y unos cuantos cipotes todavía mudando
los dientes, nos íbamos a las cortas de café.
Ese año me incorporé al equipo de jugadas de trompos, pero
aún no podía jugar con los más grandes y expertos. También
ya podía jugar parches de cera de chumelo y talneque.
El juego de parches consistía en hacer pequeñas y grandes
ruedas de cera de abeja de entre dos a seis centímetros de
diámetro, dependiendo de la cantidad de cera disponible. En
una cara del parche se le hacía pequeños canales con las uñas
para que se pegara con facilidad al otro.
El primer paso era rifar para ver quien tenía que poner
primero el parche víctima. El parche del jugador perdedor,
se ponía con las marcas de la uña contra la superficie de una
piedra. Luego el otro jugador tiraba su parche encima, con
las marcas de uña sobre el lado liso, tratando de voltear el
parche del contrincante, para que ambos quedaran con las
partes marcadas hacia arriba. Al principio parecía difícil, pero
con un poco de práctica se lograba darle vueltas a los dos
parches y que ambos quedaran con las marcas hacia arriba.
El verano llegó a su edad media nuevamente. La época escolar
iniciaba en febrero, y siempre era una alegría para aquellos
que nos gustaba estudiar.
Cuando íbamos a clases, las veces que no teníamos ni cinco
centavos para llevar a la escuela, teníamos que volvernos
creativos. Muchas veces llevábamos a vender a las tienditas
82
del pueblo una libra de maíz o unas dos libras de maicillo, con
lo cual nos ajustaba para llevar diez centavos, dos días a la
semana. Con diez centavos comprábamos una charamusca
de cinco centavos cada recreo. Algunas veces teníamos
suerte y alguien nos encargaba que le lleváramos algo de la
tienda, por lo cual nos pagaban unos quince centavos. Ese día
que estábamos más pistudos comprábamos charamuscas u
otra chuchada barata.
A mediados del año, la monotonía de las clases ordinarias
fue perturbada. La escuela organizó una excursión para ir a
explorar la punta del cerro de La Bola con los cipotes de quinto
y sexto grado. Salimos muy temprano de la escuela. Todos
íbamos muy contentos porque finalmente conoceríamos
de cerca el cerro que mirábamos todos los días. Después
de más de una hora de camino por una vereda empinada y
con muchas hierbas y zacate, llegamos a la pequeña planicie
próxima a la cumbre. Allí descansamos un rato y desayunamos.
Los profesores nos explicaron que en esa meseta se cree que
hubo un asentamiento de indios Lencas, porque al buscar un
poco se encuentran pedazos de utensilios de arcilla por todos
lados. Posteriormente, los profesores nos señalaron donde
pasaba el río Sumpul, el pueblo de Nueva Trinidad, Honduras
y todos los demás lugares que podíamos divisar desde El
Picacho, como también le llamábamos al cerro.
Desde la punta del cerro también se miraban varias de nuestras
casas de Piedras Calientes y de Las Limas. Posteriormente
intentamos llegar, sin éxito, a una cueva próxima al pico del
cerro, la cual es conocida como la cueva de la golondrina.
Según contaban los que habían logrado llegar a la cueva, ahí
hay una piedra en forma de cama que es muy conocida desde
la antigüedad. Todos conocíamos la roca como la cama del
diablo. Algunos viejitos del pueblo contaban que en esa piedra
llegaba el diablo a dormir con la ciguanaba, porque es muy
oscura y huele muy mal, como azufre. También dicen que
cuando uno grita en la cueva, el eco se queda repitiéndose
83
por un buen rato, y que después de siete minutos de estar
en la cueva, uno comienza a sentir una gran culillera, como si
hay espantos y espíritus malos allí.
Después de disfrutar por un par de horas del hermoso paisaje
desde la punta del cerro más alto del área, nos regresamos.
Cuando el sol comenzaba a perder sus rayos más calientes,
bajamos por la empinada vereda hasta llegar al nacimiento
de agua del Ujuste, a la orilla de la calle entre Las Limas y el
Pueblo.
Una vez más, el año escolar terminó. Pasamos a sexto grado,
lo cual significaba un gran privilegio, un triunfo importante
para cada uno de nosotros, y motivo de orgullo para nuestros
padres y los doscientos pobladores de Piedras Calientes, pues
era considerado un alto nivel de educación en esos años de la
década de los setenta para los campesinos.
—Estos bichos bandidos del valle y’estan bien avanzados en
l’escuela —decía la gente del caserío.
El siguiente año casi todos los bichos en edad de ir a la escuela
estábamos asistiendo a clases. Todos ansiábamos con llegar a
séptimo grado para usar uniforme y para comenzar a recibir
clases de inglés y por televisión educativa.
Después de haber cortado el maicillo y aporrearlo, y de
regresar de las cortas de café, llegaba un nuevo período de
diversiones para los cipotes de Piedras Calientes.
Por las tardes hasta el anochecer, jugábamos ladrón librado,
escondelero, mica, salta brincas y otros juegos que nos
mantenían entretenidos. Ese año comenzamos las carreras
de carretas, lo cual era una vieja tradición de los jóvenes de
Piedras Calientes.
Para hacer las carretas necesitábamos básicamente cuatro
tipos de materiales: madera, clavos, pita y sebo o jabón de
84
aceitunas. El chasis de la carreta lo hacíamos de un gancho
de madera en forma de “Y.” Los molinillos o ejes los hacíamos
de madera de güiligüishte, cacaguanance y cola de pavo. Esos
eran de los palos más fáciles para trabajar y más resistentes
al desgaste. Las llantas generalmente las hacíamos de palo de
chaparro viejo, por ser fácil de cortar y ser resistente y menos
quebradizo.
Cuando la carreta ya estaba bien terminada y casi lista, le
echábamos bastante sebo a los hoyos de las ruedas para
que corrieran más rápido y para que no se desgastara la
madera tan fácilmente. El asiento de la carreta lo hacíamos
de piezas de madera rolliza o tablitas. Algunos le poníamos
un colchonsito de cualquier material para que no se sintiera
tan duro al sentarse.
Las autopistas para las carretas generalmente las hacíamos
en los terrenos baldíos de don Pedro Marimba y en el camino
hacia El Palo Verde, en la bajadita a un lado de mi casa, la
cual terminaba en el plancito. Por lo menos seis cipotes
participábamos en los juegos de carreras de carretas, pues
no era tan fácil hacerlas. La velocidad que desarrollaban
nuestras rudimentarias máquinas dependía de que tan
redondas habíamos logrado hacer las ruedas y si eran del
mismo diámetro; también dependía de lo bien hecho de los
hoyos de las ruedas, lo rollizo de los molinillos y de la cantidad
de sebo o jabón de aceitunas que usábamos de lubricantes.
Las últimas brisas de febrero se despedían paulatinamente;
y se negaban a decir adiós, como resistiéndose a privarnos
de nuestros pasatiempos preferidos del verano. La época de
regresar a la escuela llegó nuevamente.
Los retorcidos caminos de Piedras Calientes comenzaron a
marcar en su piel morena las huellas de los zapatos burros de
hule que los escueleros usábamos. Los lavaderos públicos de Las
Limas nos dejaron nuevamente abrir sus llaves para permitirnos
saciar la sed ocasionada por la corta pero agotadora caminata
desde Piedras Calientes.
85
Ese año a mediados de la década de los setenta, después de
muchos esfuerzos de sus habitantes, construyeron una glorieta
a la orilla de la calle en el cantón Las Limas, frente a la casa
de Los Urbina, quienes eran los más pistudos del cantón; que
también eran descendientes de don Tiburcio Urbina, quien de
acuerdo a investigaciones de don José Saúl Urbina, vino del
norte de España ocho generaciones atrás.
La glorieta se convirtió en nuestra protectora contra el sol, el
cansancio y las tormentas del mediodía. Sus bancas de cemento
nos ofrecían sus duras espaldas para reposar un rato. Algunas
veces cuando estaban en la glorieta el Chele Mico, Bulinche,
Solín y otros plebes de Las Limas; los cipotes de Piedras
Calientes nos íbamos de paso porque ellos nos jodían mucho
diciéndonos apodos y leperadas.
Algunos limeños se consideraban más civilizados que los
de Piedras Calientes debido a que ellos tenían electricidad
y porque la carretera pasaba por el cantón. Nuestro caserío
estaba aislado y no tenía acceso por carretera. Solamente se
podía llegar por caminos que pasaban entre un riachuelo y la
quebrada de El Jinicuil, además de tener que brincar sobre
varios cercos y otros obstáculos que la naturaleza presentaba.
En la jornada hacia o desde Las Flores, las cipotas de Piedras
Calientes eran las que más detestaban pasar por la glorieta
de Las Limas cuando estaba llena de plebes, porque ellos
siempre las enamoraban o les decían cualquier bayuncada.
—Esos limeños desgraciados tan horribles que son y tan mal
que cayen —decían todas las bichas, quienes procuraban
pasar bien rápido por ahí.
Algunas veces cuando las cipotas llevaban los ánimos en
alto, o iban hasta chapudas por la asoleada en el camino, se
animaban y les echaban una puteada cuando los plebes les
tiraban algún piropo o las cuentiaban al pasar.
86
—Vayan a trabajar limeños haraganes, jediondos, malcriados
y fellos. Si no tienen nada que hacer, vayan a ver si ya puso
huevo la tunca de don Nate y la Otilia —les decían.
Sexto grado continuaba con todas las emociones que traían
las clases de verano. El entusiasmo por terminar el año lo
más pronto posible era grande. Para entonces ya habíamos
aprendido a colgarnos en la escalera de la parrilla del bus que
pasaba de Chalate hacia Arcatao a la hora que íbamos para
la escuela. Debido a la cuesta de Las Limas el bus bajaba
su velocidad, y cuando iba a media subida era el momento
propicio para colgarse de la escalera hacia la parrilla en la
parte de atrás. En ocasiones cuando el bus no iba tan lleno,
éste subía la cuesta más rápido, y era muy difícil y peligroso
intentar subirse ilegalmente. En más de una ocasión, los
más atrevidos se caían en el intento de subirse al bus. Sin
embargo, la suerte parecía estar a su favor, y cuando se caían,
algunas veces ni se raspaban, solo quedaban empolvados o
enlodados; dependiendo de la época. Los cipotes del grupo
de Piedras Calientes no éramos tan atrevidos y sólo nos
subíamos clandestinamente cuando la oportunidad era muy
evidente.
A diferencia de los años anteriores, en sexto grado yo
llevaba más pisto para los recreos y podía comprar más de
una charamusca si quería. Muchas veces traía encargos del
pueblo y me pagaban por llevarlos. Para entonces ya estaba
más grande, y la gente tenía más confianza de que les llevaría
los productos que me encargaban de las tienditas del pueblo
en buena condición, aunque pesaran un poco.
—Chepito, tráigame de la tienda de Chepe Toño una botella
de gas pal candil. Tráigame tomates de la tiendita de la Paca.
Tráigame una atao de dulce —me decían, especialmente
las mujeres, quienes por lo general eran las encargadas de
abastecer la casa de lo necesario.
87
—¿Chepito, puede trerme unas tres cafiaspirinas y unos
mejorales? Y diuna vez le pregunta a don Nico Menjivar si
hay cartas pa’nojotros. También me traye una libra de sal y
un par de charamuscas de leche y una de nance de la tiendita
de la Paca de Las Limas; aunque lleguen un poco aguaditas
no liase. Si nuay charamuscas donde la Paca, no me vaya
trer porque no me gustan las diotro lado —me encargaba mi
abuela Lila.
En el caserío, la gente estaba pendiente de lo que hacíamos
los estudiantes del valle.
—Qué bueno que estos bichos del valle van a l’escuela,
porque le pueden trer del pueblo alguna cosita quiuno
necesita sin tener que dar la gran caminada qu’ellos dan, solo
por ir a comprar una cosita sencilla —decían.
—Chepe, ¿cres que me podés trer una botellita de criolina de
la farmacia? Fijáte quiuna araña le mió la pata izquierda a la
vaca tinta, y quiero curarla mañana —me dijo Hernán.
—Pobresitos los bichos, a mí me dan lástima los indisuelos
porque les toca que dar la gran caminada casi todos los
dillas par’ir a l’escuela. Ojalá que l’escuela les sirva dialgo
más adelante cuando y’estén grandes. Talvez tienen suerte
y consiguen un buen trabajo en San Salvador cuando seyan
más estudiados y terminen noveno.
—Sí, porque unas veces yo los encuentro por la quebrada, y
vienen bien chapudos y sudados. Por eso yo con gusto les doy
sus centavitos pa’que me traigan algo del pueblo, y así ellos
se pueden comprar una su charamusca y un su pedazo de
pan en el recreo aunque seya.
Además de los encargos de productos para traer del pueblo,
algunas veces yo alquilaba el caballo, y mi papá me daba lo
del alquiler, que usualmente era tres Colones por el día.
88
Ese año le ayudé a mi papá más que nunca en las labores
agrícolas. Yo ya podía ponerle el aparejo al caballo y acarrear las
cargas de maíz, zacate, guate, leña, frijoles, maicillo y cualquier
otra cosa. Ya sabía como arreglarle la carga a Lucero cuando
se le iba para un lado. También sabía cómo enrollar los lazos
y tenía suficiente fuerza para abrir los falsos de los cercos en
los potreros, y lo más importante, podía descargar el animal sin
lastimarlo.
El invierno se despidió nuevamente con sus fuertes lluvias
de septiembre. La quebrada creció las últimas veces y
posteriormente disminuyó su corriente invernal. La época de
pescar con barbasco y de poner tapescos en las corrientes
había llegado.
—Beto, fijáte qui’ayer que fui a comprar queso donde don
Zenón Serrano a Los Amates, pasé viendo que la poza del
guacal está llena de platiadas, mojarras, burras y un pijo de
chinbolotas tigrillas —dijo tío Elio bien emocionado—. También
vi varios juilines grandecitos y rascadotas de cangrejos debajo
de las piedras de la orilla del barranco. Si querés vamos a
buscar barbasco. Yo ya tengo vistas dos grandes pelotas cerca
del peñón de las curcuchas, en el cerro del Garrobo.
—Puta, entonces si querés vamos el domingo —dijo mi
papá—. Pero hay que procurar que nadie se dé cuenta, no
seya que se nos vayan adelantar otros del valle o los limeños.
—Esues verdá, solo les vua decir a los de la casa, pa’ que nos
ayuden en toda la preparación del barbasco.
—Mañana nos vamos’ir a trer el barbasco cuando ya esté
clariando, como a las cinco de la mañana. Allí donde está
el barbasco no hay ni siquiera una vererita pa’ llegar donde
están las pelotas —dijo mi tío—. Pa’que no cueste mucho,
vamos a rodar el barbasco hast’el plancito del potrero de don
Julián; allí lo pedasiamos bien, y diuna vez cargamos a Lucero.
89
Vamos a tapar los costales con zacate jaraguá pa’que la gente
no mire lo que llevamos —finalizó.
Para que el barbasco fuera efectivo y matara también a los
cangrejos; al machucarlo le echaron cal muerta del horno
de Toño Murriña. Después de un buen rato de trabajo con
el mazo en la piladera, el barbasco quedó convertido en
una masa gris oscura. En la madrugada, como a las cuatro y
media, salimos con Lucero cargado de barbasco hacia la poza
del guacal en la quebrada del Jinicuil, como a una legua de
distancia de Piedras Calientes.
El barbasco lo pusimos en sacos de manta en la parte de
arriba de la poza, para que despidiera su veneno cuando
bajaba la corriente. Luego echamos otros sacos en el centro
de la poza para envenenar toda el agua. En pocos minutos
el agua se puso turbia por el color que le daba la cal, pues el
barbasco no tiene color.
—Vamos a esperar una media hora mientras hace efecto
el barbasco —dijo tío Pedrito—. Yo vuir por la peña prieta
pa’ver si hallo algún garrobo o a pulsiar matar una retugula
que se oye que’stá cantando por allí, mientras el barbasco
enbola bien a los pescados.
Los rayos del sol comenzaron a brillar en el horizonte, como
dándoles la despedida fúnebre a todos los peces de la poza
del guacal y de las pocitas próximas a ella. Las chimbolas
tigriadas pequeñas fueron las primeras en irse haciendo a
la orilla, como tratando de escapar de su ambiente natural
que había sido invadido por los sabores aniquilantes que les
robaba el oxígeno del agua. Las burras y las plateadas también
comenzaron a buscar su reposo final a la orilla de la poza. Los
pescaditos eran presas fáciles de cazar, solo bastaba meter la
mano en la orilla, y sin ninguna resistencia caían moribundos
en el canasto que habíamos comprado en Ciudad Arce para
cortar café en Tierra Virgen meses atrás.
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En un par de horas la poza del guacal quedó sin vida. Después
de agarrar todo el pescado de la poza, nos fuimos a buscar
el pescado de las pocitas próximas, a las cuales la corriente
había llevado el veneno implacable, que llegaba con menos
fuerza pero que aún les quitaba el oxígeno del agua a los
peces más débiles.
En esa ocasión nos fue muy bien pescando. Casi nos salió una
canastada de guapotes y juilines, y otra de chimbolas, burras,
plateadas y cangrejos. A la hora del almuerzo hicimos un
fogón y asamos unos pocos peces, con los cuales nos dimos
un suculento almuerzo con tortillas tostadas y frijoles de seda
de los más buenos, cultivados en el cerro El Mogote.
—Vámonos ya pa’que no lleguemos tan tarde al valle, si no
les va’garrar la noche a las mujeres limpiando y salando el
pescado —dijo el abuelo Pedro.
Al llegar a la casa, mi mamá comenzó a hacer cuenta sobre a
quienes les íbamos a llevar una pailadita de pescado.
—Llevale esta pailadita a la Chela, est’otra a Bonerge, est’otra
a Pancho y est’otra pa’ Toño Zarco.
—No, a esos no les demos pescado, no nos va quedar pa’
nojotros, y tanto que cuesta ir a pescar —reclamaba yo.
—¡Como no, a ellos sí! —respondía mi mamá—. Ellos son
buenos con nojotros y cualquier cosita que hacen o consiguen
siempre nos trayen aunque seya poquito pa’probar.
Las fiestas patronales del pueblo se acercaron sigilosamente
una vez más. A inicios de marzo comenzaron a llegar al pueblo
los primeros camiones con las ruedas y todos los juegos de
argollas, tiro al blanco y lotería.
Los hornos de lodo de varias casas de Las Flores comenzaron
91
a ser revisados para que estuvieran listos para cocer pan
de trigo, rosquillas de harina de maicillo, marquesotes y
quesadillas.
Dentro de pocos días los hogares del pueblo comenzarían a
expeler sus ricos olores tradicionales de la comida típica de la
ocasión. Los peroles de lata y las ollas de barro comenzarían
a hervir los tamales de carne de gallina y de marrano. Los
muchachos comenzaríamos a probarnos los pantalones de
sincatex y las camisas de poliéster y tricot, estilo chaleco, con
botones dorados; las cuales eran nuestra máxima expresión
de la moda para esos días.
Ese año yo estrené mi primer par de chinelas negras de cuero,
las cuales me ponía un ratito todos los días después de venir
de la escuela; como para asegurarme que me iban a quedar
bien el diecinueve de marzo.
La ansiedad por ser grande crecía a pasos agigantados.
En la víspera de la fiesta, antes de que los del caserío nos
fuéramos para Las Flores, las primeras canciones para llamar
a los fiesteros se oían con claridad hasta Piedras Calientes. El
terreno en esa zona forma como un cañón en dirección del
caserío, en el cual no hay ningún cerro que impidiera que las
ondas sonoras llegaran a nuestras casas libremente.
—Vámonos papá, vámonos, no ve que y’es tarde, ¿que no’ye
la música de las ruedas ya?
—Sí, ya la oí, pero nues tan tarde todavilla. Encendé’l radio
pa’ver que hora dicen que’s. Ponelo en Radio Cadena
Central, que allí dan la hora a cada rato, pa’que veas que
no es tan tarde. No ves qui’hace como diez minutos que se
ocultó el sol en el valle, pero mirá allá en el pico del cerro de
La Bola todavilla alumbra.
—Pero es que yo ya miro oscuro, y’es hora d’irnos pa’ no
llegar tarde a la fiesta.
92
—Chepe, los de las ruedas comienzan a poner la música
tempranito pa’llamar la gente de los cantones, y pa’questé
alegre en el pueblo dende temprano. Esperáte vos que
vengan los demás pa’que nos vayamos todos juntos. De
todos modos en el pueblo nuay nadie esperándonos, par’ir
de prisa.
—Púchica, pero yo ya miro bien oscuro y los demás del valle
no se apuran pa’venir todavilla.
—No importa, par’eso están las lámparas, ...¡y como si vos
no conocieras bien el camino pal pueblo puercada!
—Sí, pero yo siempre me trompiezo en tanta peña qui’hay
en el camino di’aquí pa’ Las Limas, y se me van a pelar las
chinelas nuevitas.
—Hoy en la noche tenés que llevar los burros de cuero. Las
chinelas te las ponés mañana en el dilla. Esas son muy caras
pa’que las jodás dende la primera puesta.
—¡Papá, pero es quiusté siempre dice que no a todo lo que
yo le digo que hagamos...!
—Mirá, ya vienen Pancho y Felipe, ya nos vamos’ir pal
pueblo, pa’que dejés d’estar fregando.
—¡A la púchica! Ellos siempre se tardan mucho pa’ salir.
Cuando pasan por Las Limas se quedan hablando con todos
los de allí, y nunca que nos vamos pal pueblo.
—Ya te dije que te esperés… jodido este... jodés más quiuna
pulga de chucho seco aguacatero. Si seguís de necio jodiendo
mucho, te vua dar un par de chilillazos, vas a ver vos.
La emoción de ir a la fiesta me impacientaba bien fácil. A mí
me gustaba irme con los demás del caserío siempre y cuando
nos fuéramos temprano y rápido para el pueblo. Cuando
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íbamos por Las Limas ya comenzábamos a oír las primeras
dedicaciones de canciones rancheras mexicanas entre los
novios, tanto de los que estaban despechados, como de los
que estaban bien correspondidos; y hasta de algunos que
estaban sufriendo la temible pasmasón de amor, famosa
entre los bichos y adultos tímidos de nuestros caseríos.
—En esta noche especial, “El Burro sin Mecate" va dedicada
para fulano de parte de fulana —decía el anunciante en los
parlantes.
—Esta dedicación es de fulano para fulana, con mucho cariño
le quiere expresar sus sentimientos con "La Rica Pobre.”
La guerra de dedicaciones era muy divertida, y siempre daba
de que hablar durante la fiesta. Cada dedicación costaba
veinticinco centavos, que los enamorados o desilusionados
pagaban con mucho gusto. El anunciante de las dedicaciones
siempre les añadía algunas palabras de picardía y jocosidad
para ponerle más sabor a la disputa sentimental por medio
de canciones rancheras, que eran la expresión cultural nata
de los campesinos del norte de México y que los de nuestras
tierras escuchábamos con devoción.
Los dedicantes generalmente mandaban a un bicho pícaro
del pueblo a pagar por la dedicación que costaba veinticinco
centavos. El dedicante le daba un papelito con el nombre
de la persona que dedicaba la canción; a quien se le estaba
dedicando, y el nombre de la canción. Dependiendo de
cual era la canción, así se reflejaba el estado de la relación
entre las parejas en conflicto emocional. Generalmente, los
anunciantes no pedían que se anunciara el nombre de la
persona que dedicaba la canción, ni para quien iba dedicada,
y solamente mencionaban alguna palabra o descripción
clave. Cuando el despecho o el amor eran muy grandes, los
involucrados pedían que sus nombres salieran al aire, para
deleite de los asistentes a la fiesta, quienes se encargarían
94
de hacer con la información, rumores y chistes en los días
venideros. De todas maneras, aunque los nombres de los que
dedicaban las canciones no se anunciaran en el aire, todos los
del mismo cantón o del pueblo podían predecir con facilidad
entre quienes era el asunto amoroso a que se referían. También
había dedicatorias falsas que otros las hacían a nombre de
parejas, ya fuera simplemente por molestar o porque tenían
algún problema con ellos.
Las carreras de cinta era otro ingrediente de entretenimiento
durante la fiesta de marzo. Éstas se realizaban en la placita
empedrada, por la entrada al Canculunco, en el costado oeste
de la iglesia del pueblo.
Un grupo de jinetes tenía el reto de correr en sus caballos con
un lápiz en la mano y tratar de insertar el lápiz en una de las
argollas de unos tres centímetros de diámetro que colgaban
en una cuerda a lo ancho de la placita. Solo una argollita era
la premiada con el nombre de la reina de las festividades,
quien acompañaría al ganador por un rato durante la fiesta.
Las fiestas patronales no siempre traían alegría, sino también
acontecimientos lamentables. En ocasiones resultaba algún
muerto, baleado o macheteado. La mayoría de buchinches
sucedían entre hombres borrachos que trataban de saldar
algún desacuerdo al calor del chaparro o simplemente por
discusiones acaloradas sin sentido.
Asistir a misa en la iglesia católica aunque fuera por un rato
era imperativo durante las festividades. A mí no me gustaba
ir a misa, en primer lugar porque no me gustaba persignarme
y repetir las oraciones; además porque no entendía la
mayoría de lo que decía el Padre. Él era de origen alemán, y
no hablaba muy bien Español. También me sofocaba el olor
del incienso y el olor a perfumes que la gente usaba.
Durante la fiesta de marzo, el campanario, las gruesas paredes
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de adobe de la iglesia, el amplio portón de la entrada principal
y las gruesas vigas de álamo que sostenían el techo, parecían
cobrar vida y sentirse orgullosas de cobijar la fe de todos los
floreños. La vieja palma próxima a la entrada principal de
la iglesia también lucía como si estaba contenta, y movía sus
hojas polvosas levemente, como saludando la gente durante
el intento de comunicación con el ser superior en quien creían.
En el curso de las festividades, a mí me gustaba ver cuando
reventaban los cuetes; sobre todo ver como se iban hacia
arriba con rapidez. Me causaba emoción ver las varillas que
venían hacia abajo, amenazando con caernos en la cabeza.
Los juegos mecánicos comenzaban a irse a finales de marzo,
una semana después de la celebración principal. Ver que
las ruedas y todos los demás juegos se iban del pueblo era
lo más triste de ir a la escuela en esos días. Cada vez que
salíamos al recreo, yo miraba con desilusión como todos los
huesos metálicos de los aparatos eran subidos a los grandes
camiones que se los llevarían para otro pueblo.
—Señores debieran de quedarse un tiempito más aquí en el
pueblo —les decíamos todos los bichos escueleros.
—Nombe cipotes, no podemos, tenemos quirnos pa’ Los
Ranchos. Ustedes ya se divertieron; aquí ya pasó la mera
alegrilla —respondían los hombres sucios llenos de grasa,
que no paraban de cargar en los camiones los pedazos de las
máquinas que nos habían dado mucha alegría temporalmente.
—El otro año que vengamos les vamos a trer una chicagua más
alta y una voladora más rápida, pa’que niun otro pueblo les
gane —nos respondían, intentando consolarnos.
Después de la fiesta de marzo, la Semana Santa llegaba casi
de sorpresa. Esa semana no comíamos carne de animales
terrenales. Los siete días de la semana comíamos bagres secos
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envueltos con huevo, vegetales y frijoles con otros ingredientes.
La Semana Santa era la época más aburrida del año para
la cipotada, pues no podíamos tirar piedras a los pájaros,
no podíamos correr, jugar trompo, ladrón librado, ni decir
malcriadesas. Para la Semana Santa la iglesia de Las Flores
se llenaba de fieles. Las estatuas de los santos parecían cobrar
vida y lucir más contentos que nunca. La confianza en los
milagros de los santos del catolicismo y la posibilidad de que
ellos intercedieran por los pecadores ante el Espíritu Santo,
daban esperanzas de salvación y perdón de los pecados a
toda la gente que les imploraba.
El Viernes Santo por la noche, teníamos la oportunidad de
ver películas sobre el calvario y la resurrección de Jesucristo,
lo cual era novedoso para los que apenas conocíamos los
beneficios de la electricidad. Las películas las exhibían en el
costado oeste de la iglesia, frente a la placita donde se hacían
las carreras de cinta, enfrente del corredor de la casa de la
niña Mercedes, una de las profesoras de la escuela. Muchos
de Piedras Calientes íbamos exclusivamente a ver las películas
a comienzos de la noche, pues era la única diversión de ese
tipo que podíamos tener al año, y además era gratis.
Las cruces de hojas de palma, el olor a incienso quemado y
la reventazón de cuetes adornaban la sencillez de las calles
empedradas de la placita del pueblo durante las festividades.
La cancha encementada de baloncesto era un símbolo de
civilización gringa en el centro del pueblo, y era importante
para el entretenimiento de los jóvenes de San José Las Flores.
El chorro, el triángulo patriótico donde izaban la bandera y
el viejo amate adornaban el centro del pueblo. Ellos también
eran testigos mudos de todos los acontecimientos que allí
se daban en cualquier celebración, y de las transacciones de
compra y venta de animal vacuno y de carga una vez al mes.
Ese año, las festividades de Semana Santa terminaron sin
97
ninguna novedad. Nadie se ahogó en el río Sumpul, ni a nadie
se le atravesó una espina de pescado en el pescuezo.
Además de las festividades de marzo y la Semana Santa, el
verano nos proporcionaba la cosecha de jocotes, mangos,
montesinas, caraos y motates.
Piedras Calientes era conocido por tener muchos árboles
de jocotes, especialmente de corona, turcos y de invierno.
También habían muchos jocotes pitorrillos que nadie se comía
por ser muy ácidos. En la temporada de jocotes, el caserío
era visitado por amigos y familiares de otros cantones, así
como del pueblo. Algunos también llegaban de la ciudad de
Chalate, y hasta de San Salvador para buscar motates y pollas
de piñal en los muchos cercos de piña que había en nuestros
potreros y en el propio caserío.
En Piedras Calientes, Antonio Urbina, mejor conocido como
Toño Murriña, había construido un horno para quemar cal en
el terreno que él tenía cerca de la quebradita. La piedra caliza
era extraída en una mina de piedra que se encontraba en el
camino entre Piedras Calientes y el municipio de San Isidro
Labrador. Toño tenía que transportar la piedra a caballo por
unos pocos kilómetros para poder elaborar la cal. Una vez
el horno -hecho de ladrillos en forma de pozo- estaba listo,
Toño tenía que conseguir suficiente leña seca para quemar la
piedra por más de tres días consecutivos.
Para elaborar la cal, Toño tenía que ponerla a cocer bajo
fuego constante por un poco más de tres días, para lograr
que las piedras se pulverizaran correctamente. Durante ese
tiempo, él dormía muy poco, y lo hacía en una hamaca en la
chocita próxima al horno, para asegurarse de que el fuego
siempre estuviera bien encendido de día y de noche. Toño
Murriña tenía que realizar el procesamiento de la cal en el
verano, pues debía de hacerlo al aire libre, y el agua no era un
elemento favorable para tal proceso productivo.
98
Alguna gente de los cantones Hacienda Vieja, El Llano Verde y
Las Limas llegaba a comprar cal directamente al horno donde
Toño la producía. El resto del producto que le sobraba lo
vendía en la ciudad de Chalate.
La cal muerta, como era conocida, se utilizaba generalmente
para echarle al maíz al cocerlo para que se pelara, lo que
se conoce como nixtamalización; para proteger los árboles
contra las hormigas y zompopos, y para repellar paredes de
casas al mezclarla con arena, dejándolas de una vez pintadas
de blanco.
A comienzos de mayo, las primeras lluvias del invierno
aparecieron detrás del cerro Iramón; pasando por el cerro
La Pitajaya, hasta llegar al cantón Hacienda Vieja, Piedras
Calientes, Las Limas, El Palo Verde y demás caseríos de la
zona.
—Chepe, mañana vuir a Chalate a ver si no está caro el abono
granulado y el veinte veinte, y a comprar una arroba de mais
H3. ¿No querés ir conmigo a ver a tus abuelos en el pueblo?
—Si me compra dulces de feria, un pito de barro y hule
amarillo pa’la hondilla voy con usté.
—Púchica, vos si que sos bien pidón. Si mia justa el pisto te
vua comprar algunas de’sas cositas. Hay te vas a trer a Lucero
al guatal en la tarde y le das una buena bañada y un buen
poco de mais mojado con sal pa’que esté más fuerte. Nos
vamos acostar más tempranito pa’madrugar mañana pal
pueblo —me dijo.
—Chepito, levántese, su tata y’está ensillando la bestia, si no
siapura, no lo va llevar a Chalate.
—A la puya, entonces alcánceme el pantalón, los zapatos
burros y los calcetines pues, quihorita mialisto rapidito.
99
A las cuatro de la mañana comenzamos la larga caminata.
El cerro de El Garrobo aún estaba cubierto por las sombras
de la oscura mañana. Su gorda silueta ocultaba los peñascos
y todos los misterios que escondían sus cuevas. Lucero
avanzaba silenciosamente, dando cada paso con seguridad
en el camino que conocía muy bien. Él lo había recorrido
muchas veces, tantas veces como yo lo había recorrido
cuando iba a primer grado al Palo Verde. El sueño aún no
era vencido por mis párpados y mi cuerpo aún se negaba a
acoplarse en las ancas de Lucero.
—Agarráte bien Chepe, despertá, mirá; allá por Guarjila
se miran las siete cabritas, los tres reyes magos y el lucero
nistamalero —dijo mi papá, tratando de romper el silencio
de la madrugada.
Pasamos por el cantón La Lagunita, al cual pertenece Piedras
Calientes. Luego llegamos al río Gualpeto, en el cual Lucero
pasó tomando su primera dosis de agua fresca, la cual nacía
entre los grandes peñascos de la cadena de cerros que se
extienden hasta el cerro de La Bola. El canto de un gallo y
el aleteo de varias gallinas que huían de sus insinuaciones
amorosas, provocaron mi completa inserción en el despertar
matutino, cuando íbamos por la primera casa del cantón
Guancorita.
—Chepe, agarráte bien porque vamos a pegar un trotesito aquí
en lo parejo pa’que no nos alcance el bus de La Santa Amalia
aquí en la polvazón —dijo mi papá.
El noble Lucero corrió moderadamente por pocos minutos
hasta que llegamos a la ribera del río Guancora. La Santa Amalia
pasó bien chipustiada dejando una leve nube de polvo blanco
detrás de ella, pues el rocío de la mañana había aplacado el
polvo espeso que había en la calle en el verano. Lucero siguió
avanzando en la ruta que ya había recorrido varias veces. Para el
noble animal, esa ruta significaba sufrimiento, pues nunca había
100
pasado por allí sin llevar una carga; ya fuera humana, dulce de
atado, frijoles, abono o cualquier otro producto comprado en el
pueblo de Chalate.
El sol nos sorprendió llegando al cantón Guarjila. Sus primeros
disparos amarillos cubrían las casas de adobes y los potreros
llenos de palos de carao, morro, zacate jaraguá y varios tipos
de maleza. Los ruidos mañaneros de la naturaleza nos recibían
después de varios minutos de oscuro caminar. —Papá, ya me duelen mucho las nalgas d’ir montado en el caballo
porque’stoy muy seco, y pobrecito Lucero, ya nua diaguantar con
la carga de nojotros dos por tanto rato.
—Bajémolos un ratito pa’que descanse un poco el caballo y pa’
desentumirlos nojotros pues. Cuando lleguemos a Tepeyaque
vamos a descansar unos diez minutos y nos vamos’ir diun
solo tirón hast’el pueblo. Hay tenés cuidado con la botella de
chaparro pa’tu abuelo Belarmino, que no se te vaya quebrar.
Tepeyaque es el último cantón antes de llegar a Chalate y está
ubicado en las faldas de una colina, al costado norte de la ciudad.
Al bajar la cuesta, se encuentra el río Tamulasco, que irriga los
terrenos a lo largo de una sección de la ciudad. En esa ocasión
Tamulasco estaba medio seco porque era verano. Lucero pasó
con facilidad el río con nosotros dos en su espalda.
Cuando viajábamos a mediados del invierno, la cosa era diferente.
Tamulasco crecía bastante y teníamos que buscar donde el río
era más ancho y la corriente no era tan fuerte para que pasara
Lucero. Nosotros teníamos que bajarnos del caballo y pasarnos
por el puente colgante o de hamaca. Pasar sobre ese puente me
daba miedo, pues se movía mucho y las tablas se miraban viejas
y casi podridas, además de que tenían muchos hoyos y varios
clavos bien flojos y mojosos. Después de cruzar el río Tamulasco,
prácticamente habíamos llegado a la ciudad de Chalate. En pocos
minutos llegábamos a la humilde casa de los abuelos en el Barrio
San Antonio.
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Papita Belarmino y mamita Rosamelia se alegraban bastante
siempre que llegaba algún conocido de Piedras Calientes,
de Las Limas y El Palo Verde. Ellos se ponían especialmente
contentos si éramos los nietos o demás familiares del valle.
—¿Cuantos dillas te pensás quedar con Chepito en el pueblo
esta vez Humberto? —preguntó la abuela Rosamelia.
—Nos vamos’ir mañana tempranito de regreso par’el valle,
Rosamelia —le dijo don Beto.
—¿Y porqué se van estar tan poquito vos?
—Es que tenemos qu’ir a terminar diarreglar el guatal del
Tamarindo pa’que no nos vaya’garrar el mero invierno sin
limpiarlo. Y también tenemos que preparar un pedazo de
tierra en el guatal del Quequeshque que mialquiló don Tito
Alas. Tenemos que darle juego pa’ver si se pegan los frijoles
de seda mejor, así como hacemos varias veces en otros
guatales —le contestó mi papá.
Mi abuelo Belarmino mañaneaba a tomar atol shuco todos
los fines de semana al chalecito que tenía la ñora Minta cerca
del hospital nacional de Chalate.
—Ya viene Belarmino de tomarse su atol chuco —dijo mi
abuela, señalando hacia la calle—. Ya de venir bien bolo y
jediondo a guaro el viejuese —recalcó.
El abuelo perdió la vista cuando era muy joven, por una razón
que nadie me ha podido explicar, pero había desarrollado
una gran habilidad para conducirse por las calles empedradas
del pueblo con su bordón. Con certeza, el abuelo evadía los
postes y demás obstáculos en la calle. Sus pies descalzos de
apariencia ordinaria, parecían tener circuitos censores que le
permitían reemplazar sus ojos. Yo me sorprendía cuando me
decía que fuéramos a lugares como un puesto en el mercado,
102
pues siempre llegábamos sin ningún contratiempo al lugar
exacto; lo cual me parecía extraordinario.
En ocasiones yo cerraba los ojos y trataba de caminar con un
pedazo de palo como bordón, intentando entender como era
que el abuelo Belarmino podía hacerlo. Sin embargo, siempre
chocaba contra cualquier objeto que se me presentaba, tan
pronto caminaba unos pocos pasos.
—Papita, hace poquito que llegamos fíjese. Vinimos a ver
cuánto cuesta el abono granulado y el veinte veinte, y a
comprar mais híbrido pa’la siembra.
—Chepito que bueno quia venido mijito. Mialegro mucho
cuando viene usté, ¿y Humberto dónde está, o vino con la
Gudelia?
—Vine con papá, pero horita la mamita Rosamelia le dio de
comer. Váyase pa’la mesa pa’ quihable con él —le dije.
El abuelo Belarmino tomaba guaro tic tac, muñeco y siete
puentes con frecuencia; sin embargo, su licor favorito era el
chaparro elaborado en el cantón Los Amates, pero era difícil
conseguirlo en el pueblo. Tenía amigos de la juventud que lo
visitaban esporádicamente y ellos le llevaban al menos dos
botellas de chaparro, pero él se las tomaba bastante rápido.
—Venga mi Chepito, ¡qué grande está ya mi niño! Haber,
déjeme tocarlo pa’ver cuanto ha crecido en unos mesesitos. Está
más gordito que la vez pasada; hasta petaconsito está —dijo,
después de pasar su mano a lo largo de mi cuerpo lentamente,
analizando mi delgada estructura esqueletal.
—¿Dónde estás Humberto? Quiero saber cuantos dillas te
vas a quedar en el pueblo. Porque quiero enseñarle Chepito
a la comadre Lencha y a las otras viejas chambrosas cheras
millas del mercado, pa’que miren que bonito está el niño ya.
103
—Solo hoy nos vamos estar por aquí en el pueblo, Mino.
Mañana tempranito nos tenemos qu’ir de regreso pal valle.
—¿Por qué puercas se van’ir tan pronto, si casi ni vienen a
visitarlos al pueblo? —reclamó el abuelo.
—Mino es que tenemos qu’ir a preparar el guatal del
tamarindo y un pedacito en el Quequeshque. También
Chepito no puede faltar a l’escuela en el pueblo.
—Dejáme a Chepito aunque seya unos dos dillas hombe, hay
yo lo vuir a dejar al valle en bus despuesito.
—Dígale que no me puedo quedar papá —le dije al oído.
—Chepe no quiere quedarse porque la niña Juve Urbina se
enoja si falta a clases más diun dilla, y también porque ya
están en exámenes.
—No se priocupe por lo d’ir a l’escuela Chepito —insistía el
abuelo—. Eso yo luarreglo con su profesora cuando vaya a
dejarlo. Ya sabe que yo soy amigo con todos Los Urbina de
Las Limas. No ve que siempre que voy a Piedras Calientes me
voy en el bus que maneja el esposo de su profesora. Él me
deja en la casa d’ellos, y cuando me embolo hasta miandan
cargando de la mano pa’que no me pierda, ni me meta en
algún hoyo o me trave en un piñal, porque siempre pierdo
el bordón y ando chocando por todos los cercos del cantón.
—Humberto, mejor no dejés al niño —intervino la abuela
Rosamelia—. Que no se quede Chepito, porque’ste bolo solo
va’cer problemas cuando va a Las Limas y a Piedras Calientes.
A este viejo choco no le da pena andar fregando a la gente allá,
pero a mi si me da pena —dijo.
—Vos no digás nada Rosamelia, que ni sabés como soy yo.
Mejor treme la pachita que dejé debajo de la cama. Todavilla
104
tengo un traguito allí que me quiero echar —dijo el abuelo.
El día siguiente muy temprano, iniciamos la caminata de
regreso al valle. Lucero iba un poco menos cargado, pero
llevaba una arroba de maíz híbrido, diez ataos de dulce de
panela, la infaltable libra de chacalines, una libra de cebo
para los lazos y otras cosas que habíamos comprado en el
pueblo. Nosotros caminamos detrás de Lucero los dieciséis
kilómetros del recorrido.
Los rayos del sol nos alumbraron nuevamente en Guarjila,
donde era la mitad del camino.
El primer bus que venía de Chalate nos alcanzó, pero en la
noche había caído un chaparrazo, y no tuvimos que huírle a
la polvasón que la máquina dejaba a su paso en los días de
verano. Después de pasar el cantón Guarjila, la carretera era
más o menos plana, solo hay pequeñas bajadas hasta llegar
al caserío Guancorita.
Cuando llegamos a la quebrada de Gualpeto, Lucero se inclinó
nuevamente para saborear las dulces aguas que bajaban de los
peñascosos cerros de la zona del Mogote, próximos al cerro de
La Bola. Llegamos al cantón La Lagunita, y allí tomamos agua del
chorro que estaba a la orilla de la calle. Después de descansar
un rato en la sombra de un árbol de mango, mientras Lucero
comía zacate a la orilla de un cerco, nos fuimos de un solo tirón
hasta llegar a Piedras Calientes.
El invierno ya hacía honor a su nombre, y las lluvias de fines de
mayo cayeron recias, como usualmente lo hacían. Los cerros
de la región comenzaron a vestirse de verde nuevamente y
los pájaros no dudaron en iniciar a interpretar sus alegres
canciones invernales.
La mayor parte de los pobladores de Piedras Calientes ya
habían sembrado sus milpas. Todos los cipotes estábamos
asistiendo a la escuela, y nuestra vida, en su mayoría era una
105
rutina mezclada de caminatas al pueblo cinco días a la semana
y de ayudar con las labores agrarias a nuestros padres.
En la escuela durante los recreos, los alumnos siempre
salíamos a comprar charamuscas y alguna que otra golosina
cuando teníamos unas monedas para comprar en las
tienditas del pueblo. Con frecuencia, cuando no teníamos
pisto para comprar golosinas, nos quedábamos jugando
trompo, parches y naipe en el patio de la escuela. Otras veces
simplemente mirábamos a las cipotas jugar salta brincas o
guasapitas, sin olvidarnos de intentar verles los calzones en
cualquier oportunidad que se presentaba.
En el pueblo y sus cantones habían unas pocas personas que
padecían de alguna enfermedad mental o física.
Las personas que sufrían el infortunio de tener problemas físicos
o mentales tenían historias tristes, apodos, mañas y nombres
despectivos. Muchos de ellos vivían en condiciones de miseria
absoluta, y se la pasaban deambulando por los cantones o
encerrados en algún cuarto sucio en la casa de algunos familiares
que se sentían apenados de ellos. En el pueblo no existía ningún
tipo de ayuda profesional de instituciones de salud nacional o
municipal para personas con problemas mentales. La mayoría
de pobladores del municipio no entendíamos la situación de
desgracia de personas con necesidades especiales. Muchos
del pueblo usaban su estado de falta de lucidez mental para
divertirse y burlarse de ellos. La ignorancia y falta de solidaridad
y sensibilidad parecían ser nuestros acompañantes.
En el pueblo todos sabíamos historias de la Chica Chirgüe,
Picasiano, Julian Calzoncillo, La Enma Choca, La Juana Conga,
Manuel del Dedo y la ñora Caravanta, entre otros.
La calle hacia Las Limas cobraba vida al mediodía, cuando todos
los cipotes de La Lagunita, El Palo Verde, El Garrobo y Piedras
Calientes regresábamos de la escuela.
106
En Las Limas vivía Abel Pujo Seco, un hombre de unos cuarenta
y cinco años, quien por temporadas padecía de trastornos
mentales. En ocasiones cuando le atacaba su enfermedad, le
daba por subirse al palo de coco más alto que estaba a pocos
metros de la orilla de la calle, después de la última casa de Las
Limas, en dirección a Chalate, cerca de la cuesta de la liona.
Abel se quedaba en el palo de coco hasta tres días completos
sin comer ni beber agua, y posteriormente se bajaba. Eso lo
hacía como una vez al año. Cuando Abel se subía al palo de
coco, todo mundo pasaba viéndolo y hablándole, pero él no
contestaba. Cuando ese acontecimiento se daba, los bichos de
Piedras Calientes nos íbamos a dar la vuelta hasta la peñita de
agua, cerca de La Lagunita, cuando regresábamos de la escuela.
Cuando no habían adultos tratando de convencer a Abel de
que se bajara del palo de coco, los bichos aprovechábamos la
oportunidad para tirarle piedras. El palo de coco era muy alto, y
las piedras que le tirábamos no llegaban hasta la copa del árbol
donde él estaba.
Muchos se preguntaban cómo hacía Abel Pujo para subirse sin
ninguna herramienta en ese palo tan alto y medio inclinado. En
la escuela también se daban cuenta los profesores, quienes ya
sabían que los cipotes le tirábamos piedras cuando pasábamos
por ahí; por lo que siempre nos amenazaban con castigarnos y
decirle a nuestros padres, si se daban cuenta que lo habíamos
apedreado.
En Las Limas también vivía Julián Calzoncillo, quien todo el
tiempo se vestía con una calzoneta de manta, hasta las rodillas
y camisa blanca, también de manta. Julián Calzoncillo era muy
pacífico, pero tenía la adicción de chupar piedras.
Él siempre andaba una cebadera vieja en la cual depositaba
cierto tipo de piedras negras y lisas, las cuales eran sus favoritas
para chupar. Muchas veces cuando íbamos para la escuela,
lo encontrábamos en la quebrada buscando piedras, como si
fuera un fantasma blanco entre las sombras de los árboles
a la orilla del río. Nosotros le gritábamos muy fuerte porque
también era medio sordo. Él hablaba muy poco y casi
107
nunca contestaba cuando nosotros le hablábamos. Julián
Calzoncillo también tenía güegüecho, el cual decía la gente
que se le había hecho por chupar tantas piedras y porque se
había tragado un chilincoquito que iba en el huequito de una
piedra.
Don Chon Churute era el peluquero más conocido del cantón
Las Limas, y amigo de mi papá; además de ser un personaje
interesante. Cada vez que mi papá iba a cortarse el pelo, pasaba
un buen rato discutiendo cosas sin importancia con el viejito.
Don Chon Menjivar era conocido por ser muy chismoso y por
cierta filosofía sobre la vida que él había desarrollado. Mi
papá era muy joven para esa época, sin embargo, don Chon
lo respetaba a su manera, y se tenían aprecio mutuo. El fue
quien le enseñó a don Beto como hacer tejas y muebles, pues
el viejito además de ser peluquero, también era carpintero y
construía casas cuando estaba más joven.
Cada vez que mi papá iba a cortarse el pelo donde don Chon,
yo procuraba ir con él para oírle sus leperadas, trucos y
demás conversaciones. A mí no me importaba que también
me molestara, pues siempre me daba un dinerito para que
comprara algo en la tiendita de la ñora Paca; que estaba detrás
de la casa de don Chon; a la orilla de la calle. Al ir a la tiendita de
la ñora Paca, yo también aprovechaba para ver si tenía suerte y
miraba pasar algún carro, de los pocos que pasaban subiendo la
ya bien conocida cuestesita de Las Limas.
—Chepe palillo, tené estos quince centavitos pa’que vayás
donde la vieja chambrosa de la Paca y te comprés una tu
charamusca y un tu churrito, pa’ver si engordás aunque seya un
poquito —me decía don Chon.
—Beto, y este tu bicho seco que nunca engorda vos, ha destar
lumbrisoso este jodido. Debieras de darle lumbrisaca, y después
debieras de darliuna botella de leche de vaca negra todos los
dillas; y vas a ver sino se te pone chapudo y gordito este bichito
desnutrido, pa’que no parezca juilín de rillo seco —le decía
108
don Chon a mi papá —. Si no tenés pisto, veni’a pedirles leche
a estos tus familiares de Las Limas, qu’esos babosos tienen un
cachimbo de vacas en todos esos potreros. Si no te dan cuando
les pidás, andate bien tempranito pa’ los potreros del amatillo,
y allí tiordeñás una de sus vacas, pa’que le des lechita fresca a
tu cipotillo —concluyó.
Mucha gente decía que don Chon era el padre de la burla y
el chisme. Él se divertía inventando rumores y diseminando
chismes sobre la gente de Las Flores y sus cantones. A la gente
más importante del pueblo hasta le hacía algunas canciones
burlescas, que él tatarateaba cuando tenía audiencia. Don
Chon cobraba veinticinco centavos por cada corte de pelo, lo
cual era considerado caro en esa época. Sin embargo, él tenía
muchos clientes porque cortaba el pelo muy bien, además de
entretenerlos con sus leperadas y chismes por el mismo precio.
Mi papá era el peluquero conocido de Piedras Calientes pero
él solamente cobraba quince centavos por corte de pelo y
veinticinco centavos si querían corte de la barba. Él y don Chon
intercambiaban servicio de corte de pelo.
—La vida tiene cuatro etapas —decía don Chon—. A los
treinta años la vida es oro, a los cuarenta la vida es plata, a
los cincuenta la vida es lata y a los setenta la vida ya es caca.
—Entonces usté ya tiene más de tres años de’star en la
cuarta etapa, o seya diandar oliendo mal —le dijo mi papá
burlescamente—. Mejor ya me voy, hay nos vemos otro dilla
don Chon. Usté nunca deja de joder y diahablar paja. Me
vua tener que pasar lavando por los lavaderos, porque mia
de haber dejado todo untado, y no quiero llegar a Piedras
Calientes oliendo a caca, según esa tiorilla suya sobre la vida
que usté sia inventado —conluyó.
Los últimos días de octubre nos llevaron la despedida de
clases y la alegría de haber pasado al grado siguiente.
109
En esa ocasión, la celebración fue más grande y emotiva.
Habíamos pasado a séptimo grado, lo cual significaba un gran
triunfo y un gran avance, no sólo para nosotros, sino para
todo Piedras Calientes.
El verano nos sorprendió una vez más con su húmedo calor y
uno que otro viento seco que pasaba distribuyendo polvo por
todas partes. En el caserío todos comentaban lo estudiados
que los bichos del valle éramos. El próximo año recibiríamos
clases de inglés y usaríamos uniforme, lo cual nos daba cierto
prestigio y nos levantaba un poco nuestra autoestima.
La época de los mangos, los jocotes, los juegos de trompos,
piscuchas, carretas y parches de cera de chumelo había
llegado nuevamente. Una vez más, fuimos a cortar café a
Tierra Virgen, y nuevamente pasamos el martirio de subirnos
a los buses capitalinos y los departamentales.
Ese año don Vicente ya estaba muy viejito y enfermo, por lo
que necesitaba de un ayudante para meterle la puya a los
sacos de café para medir la producción de cada trabajador.
—Muchachos, el año que viene talvez ya no me van hallar
vivo. M’estado sintiendo bien cansado y bien débil —dijo con
una sonrisa triste y su voz medio temblorosa.
—Nombe don Chente, usté ya se va poner bien, va ver —le
animó mi papá.
—Nombe muchachos, yo ya viví suficiente. Creo que y’es
hora de que le vaya entregando el equipo al colocho.
El período de corta de café terminó y la hora de regresar a
casa llegó. Esa vez nos fuimos con la preocupación de que
el próximo año talvez no encontrábamos vivo a don Chente.
Todos le teníamos mucho aprecio al viejito y nos sentíamos
agradecidos por sus atenciones. Si él moría no sabíamos
quien iba ser el nuevo mandador de la finca, probablemente
110
algún desconocido que no tendría ninguna preferencia por
nosotros a la hora del apunte.
Tres meses después de haber llegado a Piedras Calientes,
nos dimos cuenta que el viejito había muerto. Mi papá y
los demás del grupo nos pusimos tristes y lo lamentamos
mucho. Sabíamos que ese año teníamos que ir a las cortas a
otra finca, talvez en el departamento de La Libertad.
Enero llegó sigilosamente, como escondiéndose de la prisa
del tiempo y de las preocupaciones de los habitantes de
Piedras Calientes. Los potreros de los alrededores del caserío
comenzaron a lucir amarillentos debido a la sequedad del
verano y a que las vacas y caballos se soltaban para comer en
las milpas, donde la producción ya se había recogido.
En Piedras Calientes varias familias aprovechaban la cosecha
de aceitunas para elaborar jabón de aceitunas, el cual alguna
gente conoce como jabón de cuche. Los árboles de aceitunas
silvestres abundaban en la región, y hacer jabón generaba un
poquito de ingresos para los que sabían cómo hacerlo. Las
aceitunas maduraban a finales del mes de marzo y era en
esos días cuando se iniciaba el proceso de producción.
El proceso de hacer jabón de aceituna iniciaba con recoger las
aceitunas de los árboles, hasta tener una cantidad que fuera
suficiente para la producción deseada, que generalmente no
pasaba de cien pelotas de jabón de media libra cada una.
Cuando ya se habían recogido todas las aceitunas, éstas se
ponían a secar hasta que era fácil reventarlas pegándoles con
una piedra para sacarles la semilla. Cuando se tenía todas
las semillas listas, se machucaban en la piladera hasta lograr
convertirlas en masa. Posteriormente, la masa se ponía a cocer
en un perol grande; le echaban lejía, y se movía continuamente
con una paleta de madera hasta que iba agarrando el color gris
oscuro característico del jabón de aceituna. Cuando el jabón
111
se había enfriado un poco, se tenía que aprovechar para hacer
las pelotas de jabón antes de que se endurara. Finalmente, se
envolvían las pelotas de jabón en tusa de maíz, para completar
el proceso.
El jabón de aceituna era el detergente de uso generalizado en
los hogares de Piedras Calientes. Se usaba para lavar la ropa,
los platos, bañarse; y los cipotes también lo usábamos como
lubricante para las ruedas de las carretas.
La vida en el campo solía ser aburrida para alguna gente, pero
en Piedras Calientes siempre había algo de que hablar, y en
muchas ocasiones, también éramos actores o testigos de
algún acontecer.
Chepe Chusudo, un amigo de algunos de Piedras Calientes,
quien vivía en el caserío Gualpeto, tuvo problemas con alguien
en La Lagunita, y lo había matado. Chepe se unió a otros dos
hombres que también habían cometido delitos en la zona
y formaron una banda delincuencial. Ellos eran conocidos
como la banda del chejaso, porque los tres tenían heridas de
machete en algún miembro de su cuerpo. Esta banda de tres
hombres andaba bien armada y vivían errantes, huyendo de las
autoridades entre los ríos, caseríos, cantones y cerros. Ellos se
convirtieron en cuatreros para sobrevivir, y con el producto de la
venta de ganado robado se sostenían sin trabajar. En ocasiones
pasaban por el caserío pidiendo comida y después de poco
tiempo se marchaban, para evitar que alguien los delatara.
A los más amigos de ellos siempre les ofrecían su servicio de
matones, si alguien les estaba causando problemas.
Los de la banda del chejaso manifestaban que como de todas
formas iban a ir presos si los agarraban, podían quitarle algún
estorbo a sus amigos, aprovechando que ya no hacía mucha
diferencia tener un muertito más descansando en paz.
Por Piedras Calientes también pasaban santeros peregrinos,
112
pidiendo limosnas para el Niño de Atoche, Santa Lucía, San
Caralampio o cualquier otro santo milagroso, el cual lo andaban
en un cajón de madera que llevaban en la espalda colgado
con una cincha. Los limosneros recorrían varios poblados de
la región, y la gente les daba comida y limosnas para el Santo.
Aparentemente, ellos se ganaban la vida recorriendo municipios
a largo y ancho de Chalate y talvez de otros departamentos.
En ocasiones también pasaban por el caserío los esencieros
ambulantes. Ellos vendían esencia de alcanfor y otros
jarabes para curar empachos, diarrea, matar piojos, curas
para brujerías y pócima de las siete vírgenes para curar
problemas de pasmasón de amor inconsolable de la más
perra. También ofrecían pulseritas benditas para curar el mal
de ojo de los niños y escapularios benditos para protección
contra sustos, almas en pena y espíritus chucaneros; tales
como: La Ciguanaba, El Cipitillo, El Cadejo Negro y El Padre
sin Cabeza, que se le presentaban a la gente con frecuencia
en los caminos fellos, guatales, cementerios, encrucijadas,
quebradas y cerca de cruces a la orilla de la calle, donde
alguien había muerto.
Los esencieros no se iban del caserío sin antes darnos un par
de consejos gratis a los cipotes preguntones. Ellos nos hacían
recomendaciones de como combatir el temor a la oscuridad
y protegerse contra los espíritus malos y los espantos que
mucha gente mencionaba con frecuencia. Además de usar
escapulario, ellos siempre aconsejaban ponerse el calzoncillo,
la camisa y los calcetines al revés. Con esos amuletos antimalevolismo, los esencieros decían que uno podía andar con
tranquilidad por todos lados a cualquier hora del día o de la
noche.
Por último, ellos dejaban el secreto más importante para los
cipotes: como conseguirse una cipota bien facilito.
—Conseguirse la cipota qui’uno quiere es de lo más chiche
113
qui’hay —decían—. Si la bicha va lavar ropa al rillo, fíjense
bien donde cuelga los calzones pa’que se sequen, ya seya en
el rillo o en la casa. Cuando hallen los calzones, traten de ver
si ella tiene uno rojo o negro; y si tiene aunque seya un hoyito
es mejor. Entonces ustedes se roban el calzón de la cipota,
y todas las noches lo ponen debajo de la’lmuada. A media
noche se levantan y lo sacan de la’lmuada y lo pasan oliendo
por un minuto. Eso lo tienen quiacer por siete dillas sin falta.
Después d’eso van a ver que esa cipota hasta los va’ndar
buscando en la milpa, loca por ustedes; hasta con una gran
pasmasón di’amor de las más perras va’ndar la bicha jodida
—decían seriamente—...Ah, pero hay una cosita más que’s
bien importante que sepan. Fíjense muy bien que’l calzón
que se roben seya el de la cipota que les gusta. Porque
si se equivocan, y por desgracia se roban el calzón de la
mamá, entonces les va llevar puercas, porque les va caer
la maldición de la suegra, y eso si que es bien jodido bichos
pícaros —terminaban diciendo.
La Bilia de Las Limas también visitaba ocasionalmente nuestro
caserío vendiendo su canastada del famoso alboroto que ella
elaboraba, el cual mucha gente opinaba que era el mejor
del pueblo. Muchos en Piedras Calientes éramos clientes de
ella, y casi siempre regresaba a su casa con el canasto vacío al
pasar por el caserío.
El comercio rural era dinámico pero difícil, debido a que tenía
que realizarse por veredas y trechos de carretera en muy mala
condición. Sin embargo nunca faltaban los comerciantes
visionarios que enfrentaban tales retos para ganarse unos
Colonsitos.
Los compra cuches solían pasar por nuestros caseríos en
cualquier época del año. Ellos eran a los que más conocíamos,
pues generalmente eran de cantones cercanos o del pueblo, y
porque la mayoría de habitantes del valle poníamos tuncos a
engordar para hacer pistillo. Cuando los tunqueros pasaban,
era típico oír la chillasón de los animales por los caminos de
114
nuestros cantones. Los comerciantes de tuncos generalmente
dejaban los camiones en Las Limas o en la peñita de agua, y
de allí partían a buscar gente que estaba dispuesta a vender
sus tunquitos gordos en El Palo Verde y Piedras Calientes.
El verano iba envejeciendo con lentitud. La fecha de regresar
a la escuela llegó una vez más. Éste era un acontecimiento
que los tres cipotes de Piedras Calientes y los demás de los
otros cantones estábamos esperando con mucha ansiedad.
En el verano aún en curso yo me había ganado más de cien
Colones en las cortas de café, y me sentía pistudo con esa
gran cantidad de dinero que tenía para mi solito.
De los tres cipotes de Piedras Calientes que iríamos a octavo
grado, yo era el más emocionado. Toño y Jorge también lo
estaban, pero no tanto como yo. Fui el primero en mandar
a hacer dos pantalones azules y dos camisas blancas con dos
estrellitas negras bordadas en la bolsa de la camisa. También
me compré unos zapatos burros negros de cuero y unos
burros de hule para cuando lloviera.
En la escuela seguíamos teniendo los retos típicos de nuestra
adolescencia. Nos faltaba la soltura comunicativa y nos
sobraba timidez, lo cual era el producto de nuestra edad y de
haber crecido en el campo, aislados del contacto con gente
con más educación y desenvolvimiento social.
Las clases de inglés nos ofrecían un nuevo reto y una ventana
nueva hacia un mundo desconocido:
“Hello” -hola“Table” -mesa“Repeat after me” -repitan después de mí, —decía la niña
Mercedes.
Las clases de séptimo y octavo grado eran impartidas por la
mañana. Estos eran los grados que le daban vida a la plaza
115
central del pequeño pueblo, pues el bullicio de las clases de
música y de inglés se oía hasta el palo de amate, el chorro
público, la entrada de la iglesia, la alcaldía y la cancha de
basquetbol.
La campana de la escuela era nuestra amiga preferida cuando
estábamos sufriendo en las clases de don Chicho Vides.
Él era conocido por castigar a los alumnos que no hacían
las tareas y que no ponían atención en clase. Cada vez que
él anunciaba el recreo, los bichos salíamos chipustiados
a comprar golosinas, tomar agua en el chorro y a jugar en
la cancha. También cuando las necesidades biológicas se
presentaban, teníamos que ir al Canculunco, pues la escuela
no tenía letrinas. El Canculunco era el inodoro público de
Las Flores. El lugar simplemente era un espacio abierto a
la orilla del pueblo, lleno de árboles, matochos, arbustos y
piedras. Estaba ubicado en el costado norte, y había acceso
enfrente de un costado de la iglesia y por un callejón cerca
de la escuela. Para llegar al Canculunco solo tomaba unos
pocos minutos desde el centro del pueblo, especialmente si
la urgencia era apremiante y requería caminar rápidamente
para no tener un accidente indeseado.
Cada hora, don Chicho salía de su salón de clase con su
paso estilo militar a sonar la vieja campana que colgaba
en la viga llena de telarañas del corredor de la escuela. En
el corredor también había una vieja banca de madera en la
cual los profesores llegaban a sentarse durante los recreos.
Ellos observaban el quehacer de sus alumnos desde ese lugar
estratégico; el cual tenía vista hacia todo el centro del pueblo.
En el pueblo habían cosas y acontecimientos interesantes;
entre ellos estaban el comportamiento de un varraco, el cual
era bastante irrespetuoso y feo. El animal vagaba por las calles
empedradas libremente. Algunas veces cuando estábamos
en clase llegaba a la puerta del aula a chillar; por lo que
alguien de nosotros tenía que salir a espantarlo a escobazos.
Otras veces llegaba a la hora del recreo a la banca donde se
116
sentaban los profesores a chillar enfrente de ellos, y no se
iba por más que lo espantaran. Todo mundo en el pueblo
conocíamos al marrano como el Peche Poliya. Él era el animal
más popular de Las Flores. Algunas veces, cuando llegaba a
chillar a la entrada de la iglesia y de la alcaldía, lo echaban
preso en el poste, pero luego el alcalde lo liberaba porque
no tenían comida para darle y para no tener que limpiar sus
desechos.
Con su mal comportamiento, el cerdo se había ganado cierta
popularidad, y en alguna forma hasta lo añorábamos cuando
no lo mirábamos deambulando en las calles del pueblo. En
ocasiones, cuando había alguna gente comiendo bajo el
árbol de amate, el Peche Poliya llegaba y comenzaba a chillar
enfrente de ellos, pidiendo que le dieran de lo que estaban
comiendo. Cuando por alguna razón el varraco no se escapaba
de la casa de Moncho Tres Pulgas y no andaba en el pueblo,
todos preguntaban por él.
—¿Donde andará el bandido del Peche Poliya que nuandado de
tunante hoy? —decía la gente.
Don Eladio, el sacristán de la iglesia, le echaba agua bendita en la
cabeza al varraco siempre que se le presentaba la oportunidad,
para ver si se le quitaba lo virriondo y jodión, pero nunca le hizo
algún efecto. Cuando el varraco andaba en brama era común
encontrarlo persiguiendo tuncas por todo el pueblo. Algunas
veces se iba hasta Las Limas y regresaba hasta que el dueño
lo iba a traer o hasta que se le pasaba la brama. Los dueños
de tuncas de Las Flores y caseríos vecinos procuraban que el
varraco no las encontrara porque no querían que él fuera el
progenitor.
En una de sus tantas aventuras, una tarde muy oscura, pocos días
antes de la fiesta de marzo, el varraco sufrió las consecuencias
de su comportamiento. Cuando regresaba de tunantiar de Las
Limas después de una de sus jornadas de romanticismo, lo
atropelló un camión en el área que conocíamos como El Ujuste,
muy cerca de El Peligro, la sección de casitas entre Las Limas y
117
El Charancacal o caserío Los Henríquez. El Peche Poliya resultó
gravemente herido, y debido a que quedó todo resquebrajado
Moncho tuvo que matarlo. Por varios días pasamos lamentando
la muerte del varraco y echándole putiadas al motorista de
Arcatao que lo atropelló. Los más sentimentales y a los que nos
caía en gracia las travesuras del Peche Poliya, fuimos a verlo
cuando estaba muerto. El varraco dejó una huella en el corazón
de muchas tuncas y un recuerdo porcino en el pueblo.
En el caserío Los Calles muy cerca del pueblo, también había
un animal bastante especial. Éste era el burro de don Fabio.
El animal era el único burro en todo el pueblo y era la fuente
de dinero del viejito.
Debido a que con el cruce de un burro y una yegua nace una
mula o un macho, el burro tenía mucha demanda. Las mulas
y los machos son animales muy resistentes para las tareas del
campo, razón por la cual muchos floreños y de otros pueblos
vecinos requerían de los servicios especiales del burro para
intentar obtener una cría.
Uno de los problemas que había que enfrentar al intentar
obtener los servicios del animal, era que muchas veces no estaba
en actitud de prestar sus servicios sexuales. Don Fabio Calles
había desarrollado algunas técnicas para lograr que su burrito
estuviera siempre dispuesto a realizar su trabajo especializado,
pero no siempre funcionaban. Por lo tanto, a cualquier cliente
interesado en tal servicio, le informaba que no era seguro que
con una sola visita se pudiera lograr el tan deseado encuentro
sexual con fines reproductivos.
En vista de las reglas establecidas por don Fabio, los clientes llevaban
hasta almuerzo para esperar todo el tiempo necesario, y si no se
podía ese día, regresaban nuevamente. Lo más importante era
saber cuándo la yegua estaba en el período de quedar embarazada,
por lo que no siempre era fácil obtener mulas o machos. En vista
de lo complicado de la transacción comercial, pues los resultados
no eran seguros, don Fabio había establecido unos cuantos
118
reglamentos para la implementación de su negocio, los cuales daba
a conocer verbalmente antes de cobrar por los servicios del burro.
La primera regla era: “si el burro la mete por un ratito, me pagan
cinco Colones.” “Si no se logra que el burro la meta, me paga
dos Pesos por el intento, ya seya por un dilla o más de venir
a la casa.” “Si la yegua sale preñada, me va pagar veinticinco
Colones cuando sepamos que se preñó,” y “si la mula o el
macho nace, me invita a una botella de chaparro, pa’celebrar.”
Cuando alguien le decía a don Fabio que solo le iban a pagar
si la yegua salía preñada, él no aceptaba la transacción, pues
decía que él siempre tenía que trabajar; ya que su obligación
era mantener el burrito bien alimentado para tal propósito.
El cobro era por la asistencia que él proveía para que el burro
hiciera su trabajito lo mejor posible; lo cual implicaba hasta
tener que sobarle la herramienta principal para excitarlo en
algunas ocasiones, y conseguirle hierbas afrodisíacas en los
guatales del Tamarindo, abajito de Los Calles.
La dinámica de la vida en Piedras Calientes también nos daba
sorpresas cotidianamente, tanto en el día como en la noche.
Muchas veces; especialmente en el invierno, los tacuacines
llegaban a los árboles que rodeaban nuestras casas, donde
dormían las gallinas. En ocasiones se comían a los pollos más
pequeños, otras veces mataban a gallinas viejas o las dejaban
heridas; y algunas veces no comían nada y morían bajo
una lluvia de pedradas, de un balazo o de un machetazo de
guarisama filuda.
Los ataques de los tacuacines casi siempre eran a media noche
o por la madrugada. Cuando un tacuacín llegaba a los palos
de la casa de mi abuelo Pedro, de mis tíos, de Pancho o de mi
papá, oíamos el aleteo y los gritos de las gallinas rápidamente.
En un par de minutos aparecían todos mis tíos, el abuelo Pedro,
Pancho, Israel, Enrique y mi papá. Todos ellos salían alumbrando
con lámparas o candiles y con el corvo, la pistola o la hondilla
en mano. Debido a que los tacuacines tienen dificultad para ver
en la claridad, cuando eran alumbrados con lámpara, corrían
119
muy torpemente, y no escapaban de la furia de los dueños
de las gallinas. En ocasiones el animal actuaba astutamente
y se quedaba agazapado en alguna cuevita o detrás de un
matocho. De esa forma el tacuache tenía la oportunidad de
escapar y seguir intentando comerse nuestras gallinas en otra
oportunidad, hasta que su suerte cambiara.
La primavera comenzó a soplar con las frescas y húmedas brisas
que bajaban suavemente del cerro de La Bola. El cansancio del
invierno huía junto con el calor invernal. Los caminos hacia
Piedras Calientes comenzaron a calzarse con polvo blanco y
la cuesta del amatillo dejó de ponerse resbalosa. Los palos
de jocotes de iguana y los veraneros comenzaron a llenar sus
ramas con las verdes y ácidas semillas que saciaban nuestros
adictos paladares cada año.
El viaje a las cortas de café, la corta del maicillo, la corta
de leña para almacenar para el invierno y todos los juegos
característicos del verano vinieron nuevamente a llenar de
acción el ambiente de Piedras Calientes. En la época de las cortas
de café no fuimos a Tierra Virgen pues el nuevo mandador no
nos conocía, y optamos por ir a buscar trabajo a otras fincas en
el departamento de La Libertad.
Al igual que los veranos anteriores, no hubo mucho trabajo
agrícola que hacer. A mi papá solamente le encargaron construir
una casa pequeña en Las Limas, por lo que yo tenía mucho
tiempo para dedicarme a mis inventos y experimentos; algunos
de los cuales había aprendido en la escuela.
Ese verano yo hice la carreta de madera más moderna de
Piedras Calientes. Le adapté un timón giratorio que funcionaba
igual que en los carros modernos. El timón lo hice de un bejuco
de chupamiel enrollado en círculo, forrado con pita y un palo
recto que medía como medio metro de altura. El timón tenía
como base la esquina del gancho de la carreta, al cual le había
clavado un pedazo de lata para que fuera resistente. Las llantas
120
de la carreta las hice más redondas que nunca y los molinillos
eran de madera de guachipilín viejo. La bajada de las mesitas
fue la autopista ese verano. Allí cada uno de los corredores
demostraba sus habilidades de piloto carretero, especialmente
cuando iban a vernos las cipotas, a quienes tratábamos de
impresionar con nuestras habilidades de conductores.
A la hora de construir las carretas, aquellos que no tenían
habilidades de carpintería elemental hacían unas carretas
lentas y feas. Los que teníamos la ventaja de tener algunas
herramientas éramos más privilegiados y hacíamos las mejores
y más veloces carretas. En ocasiones, nuestra ingeniería
no era tan buena, y se nos destrababan las llantas o se nos
destartalaban las carretas en plena carrera.
Al igual que los demás juegos, la corrida en carretas pasaba de
moda después de pocas semanas y luego nos dedicábamos a
practicar otros juegos típicos de la campiña salvadoreña.
El ladrón librado era otro de los juegos más populares entre los
cipotes del caserío. Este consistía en organizar dos grupos con
la misma cantidad de participantes. El grupo que perdía en la
rifa eran los ladrones. El otro grupo se dedicaba a buscar a los
ladrones. Cuando se capturaba el primer ladrón, se tenían que
quedar dos del equipo perseguidor vigilando al prisionero, para
evitar que lo llegaran a liberar los demás ladrones que estaban
siendo perseguidos. El objetivo final del juego era capturar a
todos los ladrones, para luego re-iniciar el juego.
Después de los juegos de ladrón librado quedábamos bien
sudados y nos quedaban las marcas de las uñas de los que
nos perseguían o los perseguidos. El juego generalmente lo
hacíamos al atardecer, pero en ocasiones cuando había luna
llena, durábamos jugando hasta por la noche o hasta que
el cansancio nos vencía. Ladrón librado pasaba de moda y
continuábamos con el juego de parches de cera. Luego venían
las tardes de juegos de fútbol, el juego de márboles, volar
piscuchas, buscar pericos y la caza de luciérnagas y murciélagos.
Los murciélagos que capturábamos o dejábamos heridos con
121
golpes de ramas, tratábamos de revivirlos dándoles de fumar
un cigarro chuña. Los cipotes nos divertíamos viendo como los
pobres animales inhalaban el humo, sin saber si les gustaba o lo
hacían por miedo u otra razón.
En otras ocasiones, durante el día perseguíamos cenzontles
bobos y pijuyos totocones, los cuales no eran muy habilidosos
para volar. Los perseguíamos entre varios bichos hasta que
ya no podían volar de cansados, luego los agarrábamos y los
dejábamos irse.
En el verano también jugábamos a los trinquetes, los cuales
eran muy divertidos y peligrosos. Este juego consistía en
sembrar un palo de madera sólida como de un metro de
altura en el centro del plancito. Luego se conseguía un palo de
unos tres metros de largo de guarumo viejo, para que fuera
más resistente. Al palo de guarumo le hacíamos un hoyo en
la mitad, luego lo insertábamos en el que estaba sembrado,
quedando como una hélice. Para lograr más velocidad, al
palo que estaba sembrado fijamente le echábamos jabón
de aceitunas de lubricante. En cada extremo del palo de
guarumo se le abrían dos hoyos pequeños para ponerle dos
púas para que se sujetaran los cipotes que se iban a dar
vuelta. Luego alguien le daba vueltas al palo lo más rápido
que fuera posible. En algunas ocasiones el palo de guarumo
se quebraba y los pasajeros salían disparados en el aire. Por
suerte ninguno de los bichos resultó herido seriamente.
Otro juego que practicábamos era el salta brincas, el cual
consistía en saltar obstáculos, que hacíamos de palos con
ganchos en el extremo superior, con un palo horizontal
uniendo ambos ganchos en forma de portería de fútbol. La
altura del palo se iba incrementando hasta que ya no había
nadie capaz de saltarla sin tirar el palo horizontal.
Ese año, además de oír en la radio las canciones rancheras
mexicanas, los partidos de fútbol y las radionovelas, también
122
mexicanas, comenzamos a ponerle más atención a las noticias
sobre lo que pasaba en el país.
En una ocasión que viajé a Chalate a comprar unos encargos
para la casa, antes de llegar a la ciudad había un retén de la
guardia nacional que estaba pidiendo los papeles y revisando
los bultos que llevaba la gente. Después de habernos
registrado, los pasajeros del bus comentaban que la guardia
estaba registrando los buses porque andaban buscando
guerrilleros que se estaban viniendo de San Salvador para
Chalate. El incidente de ese día pasó casi desapercibido para
mí. Llegué a Chalate y solamente fui a visitar los abuelos por
una hora. Compré unas medicinas, un libro de matemática,
dos cortes de tela para vestido de mujer, ocho varas de hule
negro para calzón de señora, un robalo seco y una libra de
chacalines. Regresé a Piedras Calientes en el penúltimo bus,
que era La Tulita Express. El retén de la guardia en la salida de
Chalate aún estaba revisando la gente que entraba y salía del
pueblo. Ellos decían que solo era una cosa de rutina porque
andaban buscando a unos muchachos que eran ladrones.
Las clases de octavo grado continuaban y ya estaba por
terminar el año escolar. Las caminatas bajo el sol inclemente
y las fuertes lluvias siguieron castigándonos constantemente.
Ese año, veinte primaveras antes del segundo milenio, se
habían matriculado en la escuela más cipotes de Las Limas:
Bulinche, el Chele Mico, Solín, el Chillo y la Tía Chana.
El año trajo muchos acontecimientos a San José Las Flores,
y pronto estaban por cambiar para siempre las vidas de
todos los habitantes, no solo del pueblo sino de todo el
país. En los primeros meses del año comenzaron a llegar a
Las Limas personas que no eran de allí. Ellos se reunían en
algunas casas y luego en lugares públicos como en la glorieta
y los lavaderos de ropa. Según los rumores, se decía que era
gente de la Unión de Trabajadores del Campo —UTC—, y
varios en Las Limas ya se estaban uniendo a ellos. Venancio
123
Henríquez, los hijos de Pedrito Henríquez, los hijos de Israel
Menjivar, Enrique Guardado y Pillín, eran algunos de los que
estaban “organizándose,” como se le llamaba al hecho de
tener simpatía y participar en los movimientos populares en
desarrollo en nuestra región y el país entero en esa época.
En ese año se comenzaron a oír en la radio muchas noticias
de bombazos y balaceras que sucedían en San Salvador.
La gente de Las Flores decía que eran estudiantes que no
querían al gobierno y que eran comunistas. Don Chicho nos
decía que mejor no oyéramos las noticias de la radio porque
a lo mejor eran mentiras o porque eran muy alarmantes.
Veinte años antes del segundo milenio ya no era secreto que
en Las Limas muchos estaban organizados en la UTC. Solín
era uno de los que había tomado la cosa más en serio. Él se
había convertido en el representante de la organización en el
cantón.
Cada día que pasaba se oían más noticias en la radio sobre las
acciones de las organizaciones populares en todo el país. También
supimos que en Las Vueltas, Arcatao, El Teosinte y varios cantones
ubicados al norte y al oeste del cerro de La Bola, los campesinos
se estaban organizando con el movimiento revolucionario que
estaba en crecimiento por todas partes del país.
En Las Limas los que estaban organizados realizaban mítines
frente al tanque, en la glorieta y en casas particulares. Allí
llegaban unos señores que decían ser religiosos, quienes le
hablaban a la gente sobre los derechos de los campesinos
a conquistar una vida mejor. Según ellos, si se derrotaba
el gobierno existente y se instalaba un gobierno popular
revolucionario, cada uno de nosotros iba a tener por lo
menos una vaca, tierra propia para trabajar, préstamos
agropecuarios y mejores escuelas, entre otras cosas. También
mencionaban que en las cortas de café debían pagarnos el
doble por la arroba de café cortada, darnos mejor comida
124
y mejores lugares para dormir y bañarse; lo cual sonaba
atractivo para muchos campesinos de la región.
Cuando había mítines en Las Limas, Solín siempre que miraba
a alguien conocido le pedía que se quedara a oír lo que
estaban hablando porque era importante, según él. Recuerdo
que una vez realizaron un mítin en el caserío El Palo Verde en
el potrero frente a la escuela donde fui a primer grado. Varios
adultos y cipotes de Piedras Calientes fuimos a curiosear, y
cuando estábamos allí, comenzó a sobrevolar un helicóptero
verde del ejército. La máquina pasó volando bajo un par de
veces y luego se marchó.
Para entonces ya se había formado la defensa paramilitar en
Las Flores. Los cuales se conocían como patrulleros o los de
ORDEN. Estos acompañaban a la guardia nacional en todas sus
acciones de represión del movimiento que recién arrancaba.
Además eran conocidos como orejas o espías de la población,
y muchas personas fueron torturadas y asesinadas por las
acciones de esos personajes que en su mayoría eran de Las
Limas, Las Flores y de otros caseríos más cercanos al pueblo.
A finales de agosto comenzaron a pasar por el pueblo las
primeras marchas de protesta de los campesinos que ya
estaban organizados. Pasaban gritando consignas y llevaban
grandes mantas con letreros alusivos a sus peticiones. En
sus cebaderas y mochilas llevaban agua, comida y otras
provisiones, según contaba la gente.
Para esos días llegó a Las Flores un muchacho que estudiaba
en la capital. Él estaba recién operado porque le habían
pegado un balazo en una marcha en San Salvador, y una gran
cicatriz en el estómago era la evidencia del percance.
Muchas personas de los caseríos, los cantones y del pueblo
comenzaron a participar en las actividades revolucionarias
más abiertamente. Varios muchachos de Las Limas y dos
muchachas del cantón Los Amates, hijas de don Emeregildo
Caravantes, quien vivía en una casita aislada entre los cerros,
125
por la poza del guacal en la quebrada del Jinicuil, también
se habían visto participando activamente en las marchas de
protesta y mítines en varios lugares.
—La cosa se está poniendo perra por todos lados —decía la
gente en las reuniones y en cualquier otra oportunidad que
tenían para expresar sus preocupaciones.
Con una situación política que comenzaba a deteriorarse,
terminó el año escolar. Pasamos a noveno grado, lo cual casi
era un sueño hecho realidad y un triunfo grande para nosotros.
En Piedras Calientes los otros dos bichos y yo éramos los más
estudiados. Todos nos preguntaban cosas y pedían sugerencias
sobre algunos asuntos que requería algo de matemática o
escribir alguna nota. La gente llegaba a nuestras casas para
que le ayudáramos a hacer cuentas y para escribirles cartas
con letra más bonita y con menos errores ortográficos. Era de
opinión generalizada que nosotros podíamos conseguir un
buen trabajo de oficina en San Salvador después de terminar
el noveno grado.
En una ocasión recibí la petición de escribir un mensajito
de amor y propuesta de matrimonio de alguien de Piedras
Calientes para su enamorada que vivía en El Palo Verde.
—Mire Güito, querilla ver si usté miayuda a escribirle una
cartita cachimbona pa’la Lichita Guardado del Palo Verde.
Pero tiene que prometerme que no le va contar a nadie,
porque ella ya me dijo que sí, pero como los dos somos
penosos, no los gusta que la gente sepa que somos novios.
—Está bueno Lito, yo no le vua contar a nadie. ¿Cómo qué le
gustaría que le ponga en el papelito pa’ su novia?
—Usté quia estudiado bastante invéntese algo chivo, y lo pone
con letra bonita. Yo quiero que le diga que quiero que nos
casemos y que si me dice que sí, que yo me comienzo alistar
126
comprando más cositas pa’ mi casita; ah y también póngale
que si no quiere casarse, que me diga si está diacuerdo en
que me la robe. Ella ya sabe que yo tengo mi terrenito en las
faldas del cerro El Garrobo y ya conoce mis tres vaquitas y mi
chucho. Fíjese quiuna vez hace poquito, la invité a ordeñar la
vaca parchada, y ella fue conmigo al potrero de escondidas.
Viera que bonita se miraba la Lichita bien apucuyadita
jalándole las tetas a la vaca. Y diúltimo, póngale que ya estoy
listo pa’lo del matrimonio desdiace dillas. Escriba en la cartita
palabras como que si yo las dijiera, pero usté les busca ladito,
pa’que sioigan bonito.
Contenido de la cartita:
Caserío Piedras Calientes, 6 de mayo de 1980.
Estimada Lichita:
Le escribo este papelito pa’ saludarla y pa’decirle que la
quiero mucho y que miacuerdo de usté todos los días y todas
las noches. Uste’s la muchacha más bonita de todo Las Flores
y El Palo Verde. En todas partes que voy ando pensando en
usté y siempre cargo bien cuidadito en mi bolsa el pañito
azul que me dio en las cortas en Tierra Virgen el año pasado.
¿Siacuerda que allí nos dimos cuenta que nos caíamos bien
y comenzamos hablar a escondiditas a la orilla del cañal,
debajo del palo de ceiba, cerca de la galera?
Cada vez que puedo me saco el pañito perjumado de la bolsa
del pantalón y lo toco con suavidá. Me figuro que son sus
manos suavecitas y su carita blanquita y chapudita que’stoy
tocando. El domingo pasado fui cerca de su casa con la idella
de verla pero no tuve valor de llegar porque me dio pena de
que me viera su mamá o su papá. Por eso le pedí a Chepito
Ilusión que me escribiera esta notita para usté. Chepito mia
prometido que no le va contar a nadie lo de nojotros y por
eso es que la letra está más bonita y limpita, no como la
milla. También quiero decirle que pa’la fiesta de marzo en el
pueblo, usté se miraba bien bonita con el vestidito amarillo
127
largo floriado y los zapatos negros de tacón alto quiandaba.
Parecilla la reina del pueblo usté Lichita. Yo me sentilla celoso
cuando los demás hombres la miraban y le tiraban piropos.
Pero yo vi quiusté no les hacilla caso, y eso sí que me gustó
mucho.
Después de lo anterior paso a lo siguiente:
Lichita yo estoy muy enamorado diusté, y usté ya sabe que yo
la quiero mucho y que no me aguanto las ganas de que nos
casemos. Yo sé que nojotros nuemos hablado nada d’esto
todavilla en serio, pero con este mensajito quiero que sepa
que yo quiero que nos casemos lo más pronto posible. Si
primero Dios usté me dice que sí, yo le puedo pedir a don
Beto Urbina, el papá de Chepito, que’s gran amigo millo, que
miayude con lo d’ir a pedirle la mano a su papá y su mamá.
Usté sabe que ya tengo mi casita lista, mi terrenito pa’cer
milpa y tres vacas lecheras pa’que juntos podamos hacer
nuestra familia. También si usté me dice que sí, yo tengo unos
ahorritos del pistillo que me gané el año pasado en las cortas
de café, y ese nos va servir pa’comprar las cositas pa’quiusté
pueda moler el mais, jalar el agua, barrer, cocinar y planchar.
Como el año pasado me fue bien con la cosecha, también
tengo el tabanco bien lleno de mais y maicillo, y suficientes
frijoles pa’más diun año. Como usté ya sabe ordeñar, hacer
cuajada, queso, mantequilla y requesón, todo va ser más
facilito cuando vivamos juntos. Si Dios quiere quiusté me diga
que sí, yo mialisto par’el casamiento. También quisiera saber
que si no nos podemos casar, si usté está dispuesta a que yo
me la robe. Si me la tengo que robar, solo miavisa cuando se
puede escapar de la casa pa’ yo irmela a trer. Yo la puedo
esperar detrás del cerco de piedra, allí por la mata de achote,
y usté si’ace como que va ponde la ñora Celia a comprar
algo en la tiendita. A yo me gustarilla más si nos casáramos,
pa’que no tengamos problemas con sus papás después, pero
también estoy dispuesto a robármela si’usté no quiere que
nos casemos o si sus papás dicen que no.
128
Lichita, por favor contésteme lo más prontito que pueda,
porque yo ya me figuro viviendo con usté. Va ver que vamos a
ser bien felices. Yo ya hasta miro nuestros cipotillos corriendo
por el corrededor de la casa siguiendo los pollos y usté detrás
d’ellos siguiéndolos. Yo ya me imagino comiéndome las
tortillas calientitas y redonditas quiusté haga todos los dillas,
y me la figuro esperándome con una sonrisota en el patio de
la casa, por el palo de jocotes, cuando yo venga de la milpa.
Va ver que todo va’cer muy bonito cuando vivamos juntos
Lichita. Chepito Ilusión dice que si usté necesita ayuda pa’
escribirme un papelito con la respuesta, que allí en El Palo
Verde, la Sofillita Sosa es buena pa’escribir, y ella le puede
ayudar pa’que me escriba la cartita con la contestación para
mí.
Lichita, voyestar esperando su respuesta lo más lueguito que
seya posible.
Hay nos vemos pronto mi’amor.
Lito Henríquez.
A diferencia de otras épocas, nadie de Piedras Calientes
y demás cantones fuimos a las cortas de café ese año. El
verano fue más largo y aburrido que nunca. De acuerdo con
las noticias en la radio y las traídas por algunos que viajaban
ocasionalmente a San Salvador, la situación política se estaba
poniendo difícil en varias ciudades del país. En San Salvador
continuamente habían grandes marchas, huelgas y balaceras
entre militares y guerrilleros.
Mucha gente organizada de Las Limas ya estaba en plena
acción. A varios de ellos los habían visto en mítines en otros
pueblos y cantones pero la guardia nacional y el ejército aún
no habían comenzado a perseguirlos con tanta intensidad.
Ese año nadie le encargó a mi papá la construcción de alguna
casa de adobe, por lo que aprovechamos el tiempo para
recoger leña y para buscar otras formas de conseguir dinero
para comprar fertilizante para la milpa y demás cosas. Sin
129
haber podido ir a las cortas de café a ganar el dinero que
tradicionalmente nos permitía cubrir varios gastos durante
el año; la situación era mucho más difícil para todos los
de Piedras Calientes. Ese verano tuvimos más tiempo para
hacer otras cosas, y los días eran bien largos, por lo que fue
necesario buscar más formas de entretenimiento en la tarde.
Toño Murriña, el vecino del abuelo Pedro comenzó a
llegar con más frecuencia al plancito. Él era famoso por
saber muchas pasadas buenas sobre sus aventuras en
los ríos, guatales y cerros. A Toño le gustaba contarlas
cada vez que tenía audiencia de varios cipotes y cipotas.
Los cipotes comenzamos a pedirle a Toño Murriña que nos
contara sus historias, y él tomó muy en serio la contada de
pasadas. Toño se sentaba en una cuquita de madera a la orilla
del plancito junto al chorro, y varios cipotes nos sentábamos
en el suelo a su alrededor, sosteniéndonos la quijada con las
dos manos mientras oíamos las pasadas, cuentos, leyendas y
fábulas que él nos contaba por largos ratos.
—Fíjense bichos bandidos qui’hace como dos años cuando
Chepe Chusudo, Lito Plongois y yo andábamos pescando en La
Chorrera del Guayabo, nojotros ya liabillamos echado chingaste
a las hornillas, y cuando juimos a chequiar pa’ver si habilla
pescado comiéndose’l chingaste,...no van a crer que salen dos
caballotes blancos bien cholotones corriendo cabal encima
dionde nojotros habillamos hecho las hornillas. Nojotros
dijimos: ¡ve que caballos hijos de puta esos, hoy si se cagaron
en nojotros,! y’espantaron toduel pescado y no vamos agarrar
nada por culpa d’ellos. ...Pero van a crer bichos, que cuando
nos juimos a ver las hornillas, estaban como si nada habilla
pasado. El agua estaba bien limpita y habillan varias mojarras,
platiadas y guapotes; y hasta bagres de los bigotuditos
estaban comiéndose el chingaste de mais que les habillamos
echado. Nojotros rapidito tiramos las atarrayas, y agarramos
un cachimbo de pescado en el par de hornillas que tenillamos
preparadas. Después cuando y’estabamos en lo seco, nojotros
nos pusimos a pensar en lo quiabilla pasado con los caballos
130
babosos, y nos dió una gran culillera y temblazón de patas,
y nos juimos bien chipustiados de allí en el cayuco, remando
como si alguien nos iba siguiendo. Del susto juimos a parar
hasta la casa de don Zenón Serrano. Nojotros sentillamos
como si nos iba siguiendo el mero Lucifer en ese gran agüerillo
de la presa del Guayabo —concluyó Toño Murriña.
En la época de cortar maicillo, la situación política se comenzó
a complicar bastante más en Las Flores y demás pueblos del
norte de Chalate.
En la carretera hacia Las Flores, en la cuesta que todos
conocíamos como la subida de la liona, antes de llegar al
cantón Las Limas cuando se viaja de la ciudad de Chalate;
don Manuel Urbina descubrió entre unos matorrales los
cadáveres de dos hombres ya descompuestos. El mal olor se
sentía desde hacía varios días, pero se creía que era un animal
muerto, que era algo típico. Don Manuel reportó al puesto
de la guardia nacional de Las Flores el descubrimiento, pero
ellos no se sorprendieron y dijeron que probablemente eran
algunos de los guerrilleros que andaban por allí, y que alguien
los había matado. Así que le dieron la tarea de buscar ayuda
a otros hombres del cantón para enterrarlos allí mismo, para
que no siguieran oliendo.
El verano fue muy largo y aburrido. Todos los cipotes de
los cantones de Las Flores no nos divertimos igual que los
años anteriores. En la época de Navidad no se reventaron
cuetillos como siempre lo hacíamos, pues la guardia nacional
había prohibido que se reventaran. Ellos dijeron que quien
reventara cuetes lo iban a echar preso o que hasta algo peor
le podía pasar. La guardia nacional informaba de forma no
convencional, por medio de habitantes cercanos a su cuartel,
que había guerrilleros armados por todos lados y que podían
aprovechar la oportunidad para llegar a atacarlos si la gente
hacía reventazón de pólvora durante las celebraciones.
Debido a que no fuimos a las fincas a cortar café, ese año
131
fue más difícil para comprar los materiales necesarios para
la escuela. Con grandes esfuerzos todos hicimos lo que
estaba a nuestro alcance para adquirir los productos que
necesitaríamos para culminar nuestra educación básica. Yo
vendí un marranito que tenía engordando y también vendí
un aparejo y tres gallinas ponedoras. Con ese pistillo pude
comprar los libros de noveno grado, un pantalón, una camisa,
un par de zapatos burros y demás materiales escolares. El
año escolar comenzó con una normalidad aceptable. Todos
los que pasamos a noveno grado asistimos a clases. Ese
año la cuesta del amatillo fue más dura para subir que los
años anteriores. Nos tocaba caminar sobre sus angostos y
pedregosos caminos al mediodía, cuando el sol estaba más
caliente y la humedad nos hacía sudar con más facilidad.
El tiempo seguía su curso sin importar si habían alegrías o
preocupaciones, y la celebración de la fiesta de marzo llegó
una vez más. A diferencia de los años anteriores, solo llegaron
dos voladoras pequeñas y un juego de argollas y lotería. Casi
nadie de Piedras Calientes estrenó ropa y zapatos, y muy poca
gente hizo tamales, pan y marquesotes. La emoción de la
llegada de la fiesta en honor a San José siempre se mantuvo,
pero todo fue totalmente diferente a los años anteriores.
El mero día de la fiesta, la guardia nacional estaba registrando
cada uno que salía o pasaba por Las Limas. Al grupo que
íbamos de Piedras Calientes nos hicieron ponernos contra
el cerco de piedra que rodeaba la casa de Los Urbina y nos
registraron a todos, incluyendo a los cipotes que íbamos en
el grupo. Algunos guardias les dieron patadas no tan fuertes a
algunos del grupo, sin ninguna razón, y luego nos permitieron
seguir para la fiesta.
A diferencia de otros años, no hubieron peleas ni heridos
durante las celebraciones. La gente tenía miedo de portar
armas pues la guardia registraba en todas partes, y si le
encontraban un arma, aunque fuera una navaja, acusaban al
portador de ser guerrillero, y las consecuencias eran fatales.
132
Después de terminar la celebración del diecinueve de marzo,
los juegos mecánicos que nosotros siempre llamábamos
ruedas, se fueron rápidamente. El pueblo quedó con un
silencio entristecedor que nunca antes se había sentido.
En los días venideros ya no hubieron más alegrías en el pueblo.
Debido a la delicada situación conflictiva, el reclutamiento de
jóvenes para unirse tanto al ejército gubernamental como a
las fuerzas insurgentes era bastante intenso. A mediados del
año escolar, muchos estudiantes que venían de lugares aún
más lejanos que Piedras Calientes, dejaron de asistir a clases
por miedo y precaución. La situación política se iba poniendo
más complicada cada día que pasaba en todos los pueblos de
Chalatenango. Cuando estábamos en la escuela, mirábamos
que la guardia de Las Flores pasaba frecuentemente hacia
La Aldea Vieja y El Tamarindo, cantones al noroeste de Las
Flores, donde según rumores, la mayoría de sus pobladores
se habían organizado para participar activamente en la
pretendida revolución que estaba naciendo. Muchos de los
habitantes de esos lugares ya andaban huyendo, por lo que
casi todas las casas habían sido abandonadas.
Según contaba un miembro de la defensa civil, quien vivía
en la casa próxima a nuestra escuela; a todos los de La
Aldea Vieja los consideraban guerrilleros. Él y su familia se
vinieron para Las Flores porque los querían matar por no
querer participar en las actividades de la guerrilla y porque
no estaban de acuerdo con el “comunismo.” El miembro
de la defensa civil contaba que ellos iban junto a la guardia
nacional a los cantones donde sospechaban que había gente
organizada; se disfrazaban de guerrilleros; y cuando lograban
reunir alguna cantidad de gente los mataban a balazos.
Solín comenzó a llegar a la escuela con una escuadra cuarenta
y cinco. A pesar de que la llevaba bien escondida, algunos ya
se la habíamos visto. Él nos pidió que no le dijéramos a nadie
133
que él andaba armado. Cuando le preguntábamos para que
llevaba su pistola, nos decía que era de un amigo y que se la
había dejado para que se la guardara, pero que no le gustaba
dejarla en su casa.
A comienzos de junio de mil novecientos ochenta, la situación
se puso mucho más difícil. Un día que veníamos de la escuela,
miembros paramilitares de la defensa civil acababan de
asesinar a un hombre de La Aldea Vieja, al cual acusaban de ser
guerrillero. Cuando nosotros íbamos para la casa por la tarde,
ellos todavía estaban donde habían matado al hombre. El que lo
mató fue un cipote que también era del cantón La Aldea Vieja,
quien tenía como diecisiete años y era el más criminal de los
paramilitares. Según versiones de gente del pueblo, ese cipote
siempre pedía que lo dejaran matar a alguien que capturaban.
En esa ocasión, los asesinos habían matado a su víctima a
machetazos. Cuando nosotros pasamos por donde estaba el
cadáver, los asesinos nos ofrecían los machetes y decían que
le diéramos machetazos, que no fuéramos maricones y que
aprendiéramos a matar guerrilleros comunistas. Por suerte
no insistieron tanto, y nos fuimos aterrorizados para Las
Limas y Piedras Calientes. Después de ese incidente, nuestros
familiares ya no nos querían dejar ir a la escuela. Mi mamá y las
de los demás cipotes tenían mucho miedo. Nosotros también
teníamos bastante miedo pero queríamos terminar noveno
grado como fuera posible, pues ya faltaba muy poco tiempo
para que terminara el año escolar, y el tan ansiado noveno
grado.
Pocos días después, la guardia nacional comenzó a buscar a
la gente que ya estaba organizada en Las Limas. Algunos de
ellos; los más comprometidos, ya se habían incorporado al
movimiento armado, y ya no eran víctimas fáciles, pues ya
tenían como defenderse cuando las circunstancias lo requerían.
Los paramilitares de la defensa civil y la guardia nacional pasaban
patrullando con frecuencia y con muy malas intenciones por
todo el pueblo, los cantones y los caseríos del municipio.
134
El treinta de junio de mil novecientos ochenta, pasó una
tragedia que estremeció a los pobladores de Las Flores. En la
milpa de Chaneco, uno de los miembros de la defensa civil,
quien vivía en Las Limas, mataron a cinco muchachos de la
familia que eran mejor conocidos como Los Chocoyos. Ellos
vivían en un grupito de cuatro casas a la orilla de la quebrada
El Jinicuil; por el camino de las bestias entre Piedras Calientes y
Las Limas. Los Chocoyos habían ido como peones a desyerbar
la milpa de Chaneco, la cual estaba en una zona de tierra fértil,
conocida como Los Mogotes. Chaneco ya no podía ir a trabajar
en su milpa porque se había convertido en blanco seguro de la
guerrilla, por ser enemigo declarado de ellos.
Esa área es bastante remota, por lo que era un buen lugar para
transitar y esconderse para la guerrilla. Era sabido que entre los
que pasaban por la zona de la milpa habían algunos de cantones
cercanos, quienes probablemente sabían a quién pertenecía
dicha cosecha. Los cinco muchachos de Los Chocoyos fueron
asesinados a balazos. Todos ellos quedaron muertos exactamente
en el lugar donde se encontraban desyerbando. Sus cadáveres
quedaron en línea, con sus rostros destrozados por las balas.
Pocos días después se supo que el hijo menor de Chaneco los
había acompañado para enseñarles el lugar exacto de la milpa
donde ellos tenían que desyerbar.
Según versiones del niño, él acababa de haber salido de la milpa
para regresarse a la casa cuando vio a los hombres armados
desde lejitos. El niño se escondió detrás de una piedra, y desde
allí vio cuando el grupo armado llegó donde los peones. Según
el testigo, los guerrilleros amarraron de las manos a sus víctimas,
los tiraron al suelo boca abajo y luego les dispararon.
El día de la matanza del treinta de junio, los cipotes de Piedras
Calientes asistimos a clases pues aún no sabíamos en el valle
del asesinato a la hora que partimos hacia el pueblo. Fue hasta
que llegamos a Las Limas que supimos de la matanza. Allí nos
aconsejaron que no fuéramos a la escuela porque los de la
defensa civil y la guardia estaban muy bravos y al rato iban a
pasar por Las Limas matando gente en venganza.
135
A pesar de la recomendación, seguimos hacia Las Flores, pues
aún no percibíamos la dimensión del riesgo. Después de pasar
por las últimas casas de Las Limas, comenzamos a oír algunas
ráfagas de fusiles G-3 y tiros de carabinas, los cuales ya habíamos
aprendido a identificar por los sonidos característicos de cada
arma. Toño, Catamán, el Chillo, el Chele Mico, Saúl Tía Chana y
yo, comenzamos a caminar hacia el pueblo. Oír balazos ya era
usual y parte de las rutinas de una zona de guerra, a las cuales
estábamos acostumbrándonos, desgraciadamente. Cuando
recién habíamos bajado la cuestesita del riachuelo que todos
conocíamos como la quebradona, muy cerca de Las Flores, oímos
varios balazos en la dirección de la casa de don Daniel Henríquez.
En ese momento la guardia nacional y los paramilitares acababan
de asesinarlo en su casa.
Nosotros seguimos caminando por la calle ya con mucha
desconfianza y miedo. Para nuestra sorpresa, al recién pasar
la quebradona venía un guardia que parecía traer el diablo
adentro; de repente nos vio y nos dijo:
—Hoy los vua matar a todos ustedes bichos hijos de puta
escueleros, ustedes han de ser de los cerotes guerrilleros
comunistas.
El guardia se puso el fusil G-3 al hombro para dispararnos,
pero quizá ya no tenía balas, pues cuando intentó disparar, el
aparato no funcionó. Esos segundos fueron los más largos de
mi existencia. Yo sentí mi cuerpo vacío y la respiración parecía
extinguirse. Sentí que mis flacas piernas no tenían la energía
necesaria para sostenerme, y cerré los ojos para morir. En ese
par de segundos de terror, como ángel malo-bueno enviado
por San José, apareció Chaneco Montevivar a pocos pasos atrás
del guardia que intentaba dispararnos.
—No vayas a matar los cipotes, Paco —le gritó—. A esos cipotes
yo los conozco bien, y ellos no se meten con nadie. Son familiares
de los muchachos que me mataron en la milpa —le dijo.
136
El grito oportuno de Chaneco pidiéndole al asesino que
no nos matara fue como el detonante que me despertó
del susto de la muerte. Chaneco nos acompañó hasta que
pasó el último de los criminales que andaban haciendo "la
barrida," como ellos le llamaban al hecho de salir a asesinar
gente que sospechaban era simpatizante del movimiento
revolucionario. Llegamos al pueblo y nos fuimos a tomar
agua al chorro próximo al palo de amate. Nos sentamos un
rato en silencio sobre el borde de la cancha de baloncesto y
no discutimos con nadie lo del incidente. De reprente, Saúl
Tía Chana me dijo:
—¿Güito, qué putas será eso de ser comunista que’l guardia
cerote ese que nos iba matar dijo que éramos? Esa mierda
nunca la había oído yo antes. Le vamos a preguntar a don
Ulises pa’ver si él sabe. No sea que’l hijueputa guardia haiga
querido decir que nosotros éramos maricones masajistas, y
que por eso nos iba a matar.
—Asaber que puyas será eso de ser comunista que dijo el
guardia culero ese. Esos babosos nunca han ido a la escuela,
y talvez no saben lo qui’hablan. Si ni nosotros que ya vamos a
noveno sabemos, como van a saber esos babosos maliantes.
Las clases fueron irregulares, lo cual ya se había vuelto común.
La guardia nacional y los de la defensa civil siguieron con la
barrida hacia Las Limas. Allí se dedicaron a buscar a todos
los que sabían que estaban organizados. Muchos de ellos no
sabían lo que había pasado pues estaban en sus milpas. Los
que supieron y se sentían más comprometidos huyeron a
tiempo para salvar sus vidas.
Después de treinta años de ese acontecimiento, cuando andaba
recabando información para este libro, Venancio Henríquez me
contó que ese día de la matanza del treinta de junio -como ellos
la conocen- él escuchó los primeros balazos de G-3 y carabinas
cuando estaba en la milpa arribita del Ujuste. Como él ya estaba
137
organizado, dice que tomó muchas precauciones y se fue a
esconder por el resto del día en un peñascal muy difícil para
llegar. Allí permaneció alerta hasta el anochecer, cuando él sabía
que los de la guardia nacional se regresaban para su puesto en
el pueblo.
Al momento de publicar este libro, las familias de Enrique
Guardado, mi tío político; don Pillín y don Venancio Henriquez
continuaban viviendo en Las Limas en paz. Ellos han compartido
conmigo muchas de sus historias sobre el pasado conflicto, y
podría fácilmente escribirse libros sobre las duras experiencias y
las pérdidas de todo tipo que ellos sufrieron durante esos años
críticos de la guerra.
La mayor parte de los asesinados en la barrida del treinta de
junio fueron de Las Limas. Muchos solamente eran familiares
de algunos que estaban organizados y ese era su único delito.
Ese fatídico día cuando regresamos de la escuela a Piedras
Calientes, ya comenzaba a oscurecer. Varios hombres del
caserío y otros del Palo Verde venían llegando al plancito con
los cadáveres de los cinco asesinados en la milpa. A cada uno
lo traían en una hamaca de pita sujeta de ambos lados a una
vara de bambú; el cual era el único método práctico para
transportar heridos y enfermos por los caminos irregulares
de los cantones. Sus cabezas semidestruidas, totalmente
ensangrentadas colgaban de las hamacas, presentando una
imagen aterradora. La cabeza de uno de los muertos rozaba
ligeramente el pecho de Pancho, quien junto a Hernán venían
cargando a uno de los asesinados.
Después de dejar los cadáveres en sus casas, ubicadas como
a un kilómetro del caserío, los cargadores regresaron a
Piedras Calientes. Para entonces el miedo era muy grande
entre nosotros. Nadie fue al velorio de las primeras víctimas
más cercanas a Piedras Calientes. Los familiares de las casas
vecinas fueron los únicos que estuvieron velando a los
muertos brevemente.
138
El día siguiente a la masacre, la guardia nacional mandó
mensajeros con órdenes que se recogieran los muertos y que
los llevaran a enterrar al cementerio del pueblo. Un total de
trece hombres murieron ese día. En el cementerio hicieron
una fosa común, y allí, de forma irreverente enterraron los
cadáveres de los hombres trabajadores que amaban la vida y
que merecían seguir viviendo.
A partir del acontecimiento del treinta de junio, la situación
de seguridad y sobrevivencia se tornó más complicada en
Las Flores y todos los cantones. Después de la masacre de los
muchachos de Los Chocoyos y los demás de Las Limas, nadie
de Piedras Calientes siguió yendo a desyerbar las milpas. Como
consecuencia, la cosecha no fue muy productiva, y la tapisca se
hizo lo más rápido posible. Varios hombres se unieron para ir a
cada milpa a trabajar en grupos para terminar rápido y tener
unos dos o tres turnándose en la tarea de vigilancia mientras
los otros trabajaban.
Ese año no hicimos maicilleras ni frijolares en agosto después
de la cosecha de maíz, como era la costumbre.
Los de Piedras Calientes seguíamos manteniendo el calor
fraternal entre los que allí habitábamos. En esos días todos nos
íbamos temprano del plancito para nuestras casas. Los juegos
de naipe fueron el pasatiempo más importante que seguíamos
manteniendo para disimular el temor y la zozobra durante
el día. Los habitantes del caserío estábamos pendientes de
la cuesta del amatillo y de los otros caminos que bajaban
de los cerros, pues desde allí se miraba cualquier grupo
que venía para el caserío, si se ponía atención. Pero lo más
importante era poner atención al ladrido de nuestros perros
aguacateros, pues ellos eran la mejor alarma que teníamos
contra desconocidos. En muchas ocasiones mirábamos que
bajaban por los caminos de los alrededores grupos de gente,
pero pocas veces pasaban por Piedras Calientes durante el día.
Cada vez que mirábamos grupos de siluetas oscuras bajar
139
por los caminos, deshacíamos las reuniones en el plancito y
cada uno se iba para su casa, esperando que no pasaran por
nuestro querido caserío.
En ocasiones pasaban por el caserío, especialmente por la
noche, grupos de gente organizada que andaba huyendo de
la represión. Yo espiaba por una rendija de la ventana que
estaba en el cuarto de media agua donde dormía. Desde
allí miraba las largas filas de mujeres, niños y hombres que
pasaban tomando agua por el chorro del plancito, tratando
de hacer el menor ruido posible. Los niños se oía que lloraban
quizá de hambre y de enfermos; además yo percibía que
andaban con gran pánico y desesperación. En otras ocasiones
pasaba el ejército o grupos armados de la guerrilla.
Para suerte de nosotros, nunca pasaron abriendo las casas
o matando gente de Piedras Calientes deliberadamente.
Ocasionalmente durante el día, pasaban pidiendo comida
y preguntando si habíamos visto pasar por el área los del
bando opuesto; y como que tipo de armas llevaban, si los
habíamos visto.
Los del caserío aprendimos a dar respuestas vagas a cualquiera
que pasaba preguntando, y resultaba útil para sobrevivir. Por
suerte, ninguno de los bandos en conflicto usó la violencia
directa contra nosotros cuando estábamos en nuestras casas
en Piedras Calientes. En el caserío teníamos la reputación de no
meternos con ninguno de los dos bandos, cosa que nos había
dado cierta protección contra ambas partes del conflicto, pero
nada era garantizado. Por el lado del movimiento guerrillero
teníamos la ventaja de que los que estaban organizados de Las
Limas, siempre habían sido nuestros amigos, y la amistad aún
continuaba. Para entonces, la guardia de Las Flores ya había
hecho obligatorio que los hombres que habían quedado en Las
Limas -y que no estaban organizados-; los de las casas cercanas
al pueblo y los del pueblo; tenían que ir a prestar vigilancia al
cerrito que estaba enfrente de su puesto, conocido como cerro
El Gallo. A los de Piedras Calientes no nos obligaban porque
140
estaba muy lejos y no habían miembros de la defensa civil del
caserío.
El año escolar terminó en septiembre, un mes antes de lo normal
en tiempos de paz. Sin ningún acto de celebración nos dieron el
certificado que nos acreditaba el haber pasado noveno grado y
el fin de nuestra educación básica, lo cual nos convertía en los
más educados de Piedras Calientes, junto al vereco de Celestino
Urbina, ¡pero ya no importaba pues todo había cambiado!
El verano de ese año fue el más largo en Piedras Calientes. Las
actividades rutinarias del verano habían sido fortuitamente
interrumpidas. La escasez de granos básicos, medicinas y otros
productos básicos y utensilios se agudizó en Piedras Calientes,
Las Flores y todos sus cantones. Nuestra ya pobre dieta
alimenticia comenzó a sufrir aún más estragos. Casi todas las
familias comenzamos a comer solo dos veces al día. El temor
a salir a buscar alimentos a los lugares tradicionales hacía más
difícil la situación.
Los juegos de naipe siguieron siendo la diversión número
uno. Algunas de las diversiones que eran más atractivas para
los cipotes, como el ladrón librado; no las practicábamos por
miedo a hacer ruidos o porque era necesario alejarse un poco
del plancito y del caserío. Mantenernos lo más unidos posible
era muy importante para sobrevivir la situación. Poner atención
a los ladridos de los perros, al camino de la cuesta del amatillo y
las faldas de las lomas de la ceibona y la quesera, para detectar
el peligro de la presencia; ya fuera de los guerrilleros o del
ejército, era muy importante.
Cada día que pasaba había más pobreza y miedo. Los que
tradicionalmente no hacían suficientes milpas fueron los
primeros en sufrir los más duros estragos de la escasez de
alimentos, y sus tabancos comenzaron a quedar vacíos. El
chorro del plancito comenzó a ser testigo mudo de la falta
de maíz. Todas las mujeres comenzaron a llevar menos
141
cantidades de maíz a lavar en él. La mayoría de los pobladores
del caserío comenzamos a hacer tortillas de maicillo, lo cual
reflejaba crisis y peores condiciones alimentarias.
Ese fin de año no hubieron cuetillos ni buscaniguas para reventar.
Todo mundo quería estar lo más callado posible para evitar
llamar la atención. Además era prohibido y nadie tenía dinero.
Aunque para entonces el dinero ya no servía de mucho pues ya
no había nada para comprar en ningún lugar.
La aflicción y las crecientes necesidades condujeron a la gente
de Piedras Calientes a actuar con más unidad, y hasta algunos
pequeños cambios positivos se dieron. Los muy pocos hombres
del caserío que eran apáticos a reunirse con la mayoría, se
integraron a las reuniones matadoras de tiempo en el plancito
y en el patio de mi casa a un lado del mismo.
Después de la más triste Navidad en Piedras Calientes, el suplicio
que estaba consumiendo la alegría que habíamos tenido toda
la vida continuó.
Con frecuencia nos asustaban los papayasos que disparaba
el ejército desde La Sierpe, en las afueras de la ciudad de
Chalatenango, como a dieciséis kilómetros de distancia. Las
gigantescas balas pasaban zumbando en medio de las nubes más
bajas que cubrían Piedras Calientes. El eco de los estruendos de
las explosiones resonaba en el cerro de La Bola y llegaba hasta
nuestras casas para aterrorizarnos. Cuando el día era muy claro,
hasta podíamos ver como si fueran fantasmas, las siluetas de las
bombas asesinas que pasaban silbando y surcando el horizonte,
hasta que finalmente estallaban en los alrededores de Los
Amates, Nueva Trinidad y Arcatao.
Los ataques esporádicos de la guerrilla al puesto de la guardia
de San José Las Flores también nos sorprendían a cualquier
hora de la noche o del día. En Piedras Calientes, el plancito
quedaba desolado a las seis de la tarde, cuando cada uno
buscaba la protección de su casa. Para agravar más nuestra
142
situación, en esos días una banda de ladrones comenzó a
robarse cualquier cosa que encontraban en los caseríos de
la zona del Palo Verde y El Garrobo. Generalmente llegaban
a las casas que estaban más aisladas, pero después fueron
tomando confianza, y se metían a robar a punta de pistola
a cualquier lugar. Los ladrones usualmente se hacían pasar
como guerrilleros, pero la gente decía que eran simples
ladrones del municipio de San Isidro Labrador, que andaban
aprovechándose del miedo de la gente.
En vista de las circumstancias, para esos días muchos de
Piedras Calientes tomamos la decisión de abandonar las
casas por la noche para irnos a dormir al monte o quedarnos
en algunas casas que ofrecían más posibilidades de defensa.
Casas como la de Pancho y de Bonerge que estaban rodeadas
de espesos cercos de piñal y alambrados eran más fácil para
defenderse. Mientras unos dormían otros hacíamos nuestro
turno de vigilancia, esperando que llegaran, o mejor dicho
que no llegaran los ladrones. Para la defensa contábamos
con un par de revólveres calibre treinta y ocho especial, dos
fusiles veintidós y una escuadra calibre veintidós, así como
varios corvos bien afilados y buenas hondillas de palo de
guayabo con hule medio nuevo. Todos aquellos varones que
ya podíamos agarrar el corvo o disparar una pistola o fusil,
teníamos que quedarnos haciendo turno de vigilancia por
la noche junto a los adultos. Las pocas noches que me tocó
turno de vigilancia fueron largas y solitarias pues teníamos
que estar en total silencio. Siempre habíamos tres vigilantes
por turno. Mis quince años ya me hacían elegible para la
mayor parte de tareas masculinas del campo.
Para entonces mi papá ya tenía tres armas de fuego, y yo siempre
usaba la escuadra Remington calibre veintidós de nueve tiros,
desde que tenía doce años. El fusil veintidós y el revólver treinta
y ocho eran sus inseparables acompañantes, igual que una
guarisama bien larga y puntuda y su navaja cola de gallo bien
afilada, y por su puesto la infaltable hondilla de doce varas de
143
hule, que era el arma más barata de usar pues habían muchas
piedras de todos los tamaños y figuras en nuestra zona. Si todo
ese armamento le fallaba a don Beto, también él tenía buena
puntería con pedradas a pura mano, y la gente decía que él era
perro pa’ peliar a garrotazo limpio también.
Cuando oíamos a los perros ladrar cerca del plancito, todos
nos poníamos en alerta y despertábamos a los pocos que
podían dormir en tales circunstancias de asecho. Pancho se
asomaba por el cerco de piedra, mi papá se subía al palo de
sicagüite del patio trasero para ver hacia el camino, mientras
el tío Pedrito se ponía a espiar al otro lado de la casa, detrás del
cerco de piñal. Otros mirábamos por las rendijas de la puerta
de la casa, y de esa manera teníamos un buen panorama
que nos permitía ver con facilidad si alguien se acercaba a
caballo o caminando a la casa de Pancho. Todos conocíamos
el caserío perfectamente, por lo que cualquier anormalidad
la detectábamos con facilidad. También, por suerte los
hombres que se consideraban de los más aguerridos del
caserío estaban en el grupo que nos quedábamos por las
noches en la casa de Pancho.
Después de un corto tiempo, se supo que el grupo que asaltaba
en la zona había sido ajusticiado por miembros de la guerrilla,
como castigo por desprestigiarlos robando a su nombre.
Conforme los días pasaban, los alimentos se escaseaban
más. Mi familia ya comenzaba a sentir los estragos de la
escasez. Para ese tiempo muchos apenas comíamos una
vez al día y si teníamos suerte, comíamos tortillas con unos
pocos frijoles, si no solo las tortillas con sal o alguna sopita
de hojas de chile o de algún charral que con dificultad todavía
encontrábamos en los riachuelitos de los alrededores, bien
cerquita de Piedras Calientes.
A comienzos del año, veinte años antes del segundo milenio,
la guerrilla había adquirido más destreza y fuerza militar en
144
la región. Los ataques al puesto de la guardia nacional de Las
Flores eran más frecuentes y destructores. El ejército y los
puestos de la guardia nacional en la zona estaban sufriendo
muchas bajas en los combates en el área. Con frecuencia
aterrizaban helicópteros del ejército en la cancha de fútbol
del pueblo que venían a recoger heridos o cadáveres.
Cada día que pasaba era un martirio. Nuestros cuerpos y
nuestras mentes se debilitaban lentamente. Casi nadie de
Piedras Calientes iba a Las Flores por ninguna razón. Ya no
había nada que ir a comprar ni celebraciones de ninguna
tipo. Las posibilidades de encontrarse con la guerrilla o la
guardia y la defensa civil eran muy grandes, desagradables y
potencialmente mortales.
En esos días comenzó a llegar al caserío el esposo de la tía
Tula. Él con toda su familia andaban huyendo desde hacía
varios meses. Enrique Guardado llegaba solamente a buscar
algo de comida para llevar a mis primos y a mi tía, quienes se
quedaban por allí cerca escondidos en los espesos matorrales
que rodeaban el caserío. Enrique y su familia fueron de los
varios de Las Limas que se habían organizado en la Unión de
Trabajadores del Campo -UTC-, razón por la que fueron los
primeros en huir cuando la situación se puso más difícil. Él
siempre llegaba a escondidas por la parte trasera de la casa
cuando ya estaba oscuro, procurando que nadie lo viera para
evitar comprometernos y para poder continuar llegando por
más abastecimientos en el futuro. A mi papá no le gustaba
que Enrique llegara a la casa, pero eran nuestros familiares
y ellos solo buscaban ayuda cuando ya no aguantaban el
hambre. Siempre que llegaba le dábamos de lo poco que
podíamos, lo cual era un rimero de tortillas y frijoles.
Para esos días aún estaba transitable para carros la carretera
que conectaba la ciudad de Chalate con los municipios de
Las Flores, Nueva Trinidad y Arcatao. El transporte regular de
buses ya no funcionaba desde hacía un par de meses. Los
camioneros atrevidos eran los únicos que se aventuraban
145
a desafiar el peligro en la carretera para hacer un dinerito.
En una ocasión en que mi hermana menor y mi tía Lidia
fueron a Chalate por una emergencia, se subieron al único
camión que pasó, en el cual también viajaban guardias sin el
uniforme con casco estilo nazi que usaban. Cuando pasaron
un poco adelante del cantón Guarjila, en una pequeña loma
que la calle había dividido en dos paredones, un guerrillero
lanzó un artefacto explosivo al camión. Para suerte de los que
iban en la máquina, el explosivo fue mal lanzado y cayó cerca
del camión, hiriendo levemente a unos cuantos pasajeros.
El guerrillero escapó y los guardias que iban en el camión
lo siguieron hasta que le dieron alcance y lo mataron. Los
guardias les contaron a los demás pasajeros que al atacante
le encontraron una cebadera con tortillas duras y que no
andaba ni arma de fuego, solamente un corvo viejo.
Después de ese acontecimiento, la guardia de Las Flores
comenzó a reclutar gente para ir a chapodar la orilla de la
carretera, especialmente en los lugares que se facilitaban
para hacer emboscadas.
Cada día era más difícil salir de Las Flores hacia cualquier
otro lugar. Cualquier visitante desconocido en el pueblo era
calificado como guerrillero y era asesinado si lo capturaba
la defensa civil o la guardia nacional, si no había nadie que
lo conocía o tenía buen motivo para andar por ahí. En esos
días, un muchacho atrevido o ignorante, fue de San Salvador
a Las Flores a buscar una muchacha que había sido su novia,
sin saber exactamente donde vivía ella. Agentes de la guardia
nacional lo encontraron dando vueltas en el pueblo y lo
capturaron por sospechoso. El día siguiente amaneció con la
cabeza cortada debajo del viejo amate del pueblo.
Cuando aún pasaban buses, pocos días después de que los
guerrilleros mataron a los muchachos de Los Chocoyos, la
guardia de Las Flores le cortó la cabeza a un niño de Arcatao.
El niño venía en el mismo bus que venía mi papá. El bichito
tenía doce años más o menos, y venía solo en el bus de Chalate
146
hacia Arcatao. Cuando lo interrogaron en un retén que tenía la
guardia en La Lagunita, el niño dijo que sus papás andaban en el
monte, y no supo explicar mejor, probablemente por el temor
que tenía. Las bestias lo acusaron de ser hijo de guerrilleros, y
enfrente de los demás que venían en el bus lo mataron. Luego le
cortaron la cabeza y la pusieron encima de una piedra a la orilla
de la calle. La imagen de la cabeza del niño en la roca le causó
espanto a mi papá, y pasó con pesadillas por varias semanas.
El primer mes del año, veinte años antes del segundo milenio,
se comenzó a ver más movimiento de gente organizada
pasando en las noches por Piedras Calientes. En más de una
ocasión algunos de Piedras Calientes habían sido obligados a
acarrear por un par de kilómetros unas piezas de metal bien
pesadas, cubiertas con plásticos negros, las cuales no supieron
identificar, pero que todos llegaron a la conclusión que eran
armas de grueso calibre que la guerrilla transportaba por sus
escenarios de combate en la zona.
A mediados del verano de ese año reapareció Moncho Urbina,
un primo de mi papá, quien había andado huyendo por más de
un año. Él y Salvador Alas, otro muchacho de Piedras Calientes,
según versiones de ellos mismos, habían matado a machetazos
al comandante cantonal de La Lagunita, cuando éste intentó
reclutarlos para servir en el ejército nacional. En los varios
meses que habían andado huyendo, ellos habían vagado por
varios lugares, incluyendo por caseríos y cantones en Honduras.
Moncho vino contando que había andado en la guerrilla y
que le habían pegado un machetazo en la espalda. Su rostro
lucía totalmente demacrado y estaba más pálido que nunca.
Él llegó a buscarme y a pedirme que le hiciera una media
curación. Yo apenas tenía unos conocimientos elementales
de primeros auxilios, pero no había nadie más ni mejores
opciones para él. Cuando me acerqué a Torvellino -que era su
apodo-, sentí el fuerte olor a carne putrefacta. Él se quitó con
dificultad la camisa vieja y sucia, volteó la espalda hacia mí, y
para mi asombro apareció ante mis ojos una gran herida en la
147
parte baja del hombro derecho. La herida era como de varios
centímetros de largo y bastante profunda. El alrededor de la
herida estaba rojizo e inflamado, y toda la herida se miraba
blanca por el pus acumulado. Moncho quería que lo curara lo
mejor que yo pudiera para mientras llegaba a un lugar donde
lo curaran de verdad.
Para tal trabajo médico, el primero de mi vida; conseguí un poco
de algodón del palo de ceiba de la casa de don Julian Recinos,
del cual recién comenzaban las bellotas a abrirse con el blanco
algodón. Lo puse en la punta de palillos y los impregné del
último poco de alcohol que mi mamá guardaba celosamente,
el cual no había posibilidad de reemplazar. Tan pronto comencé
a limpiar la herida, aparecieron unos gusanillos blancos y
gorditos. La piel se me puso eriza de ver los animalillos, pero no
paré hasta sacarlos a todos de la herida. Torvellino se retorcía
del dolor. Yo recordé que en las radionovelas mexicanas que
escuchábamos, los heridos decían que mordían un palillo
para no gritar de dolor cuando los curaban en las mismas
circunstancias en que yo estaba curando a Moncho; así que
le conseguí un pedazo de palo de jocote verde -que no tenía
mal sabor-, para que hiciera lo mismo que hacían los valientes
cuando los curaban en las radio novelas.
Después de varios minutos de limpieza, le saqué todos los
gusanos, y la herida quedó aún más profunda y roja. Mi tío
Carlos me dio el último poquito de pomada de penicilina
que él tenía, el cual había estado guardando como un tesoro
en su cajita de pastillas. Finalmente, le puse la pomada en
toda la herida, se la cubrí con un pedazo de tela limpia, le
conseguí otra camisa, y él se marchó a escondidas; no sin
antes pedir que le diéramos una cebadera con tortillas y
cualquier cosita que tuviéramos, para subsistir por unos días
en los montes. Yo le recomendé que buscara ayuda en otra
parte lo más pronto posible, pues la curación que yo le hice
no lucía muy prometedora. Moncho dijo que se iría para
Honduras y que allá buscaría ayuda. Pasaron varios meses
y no supimos nada más de él y Salvador. Posteriormente
148
supimos por medio de alguien que los había conocido, que
según rumores, los habían matado cerca de Los Amates,
por la frontera con Honduras; sin embargo nunca pudimos
confirmar si era cierto.
Cada día que pasaba, la situación alimentaria y de seguridad
se volvía más precaria. En Piedras Calientes, Las Limas, El Palo
Verde y Las Flores ya no se podía conseguir ni para comer
una vez al día. A pesar de todo, el sentido del humor no se
perdía, y entre nosotros mismos nos burlamos del hambre y
de las demás penurias por las que estábamos pasando.
—Hay que ver quienes del valle están más piernuditos, porque
así como van las cosas de fellas nos vamos a tener que volver
carníbales pa’ sobrevivir —decían algunos del caserío.
—Hay varias cipotas piernudas aquí en el valle, así que vamos
a tener que comenzar con ellas. Allí detrás del chorro nos
vamos a poner con un garrote pa’garrarlas cuando vengan a
trer agua —decían otros entre carcajadas tímidas.
Los charrales de loroco, las parras de ayote, chipilín, güisquil
y demás hierbas comestibles en los alrededores del caserío
ya se habían terminado. Los más atrevidos tomaban el riesgo
de ir a pescar de vez en cuando a la quebrada El Jinicuil, y así,
de apuro en apuro íbamos pasando cada día.
Entre los más atrevidos del caserío siempre estaba mi papá. Un
día a comienzos del año, él y su primo Enrique se fueron a pescar
a la presa del Guayabo, la cual queda a unos pocos kilómetros
de distancia de Piedras Calientes. Enrique siempre andaba su
hondilla de doce varas de hule, con la cual ocasionalmente
mataba palomas ala blanca, codornices, garrobos y tortolitas.
Debido a lo complicado de la situación politico-militar, ya no
usábamos nuestras armitas de cacería al salir de la casa. En
esa ocasión, Enrique se fue más adelante de mi papá para
ir tirándole piedras a las famosas palomas ala blanca, las
149
cuales abundaban en esa época del verano. Caminaron un
buen trecho río abajo en la quebrada del Jinicuil en dirección
a la presa hidroeléctrica, manteniéndose a varios metros de
distancia el uno del otro. Cuando Enrique llegó cerca de la
poza del guacal, mi papá oyó bien cerca el sonido de balas de
alto calibre. Él se acercó con precaución para ver qué pasaba
y vio a un grupo de hombres con fusiles que recién habían
asesinado a Enrique. Los hombres estaban vestidos de civil,
y medio lo vieron desde lejos cuando asomó la cabeza detrás
de una piedra. Tan pronto descubrieron su presencia, ellos
comenzaron a dispararle. Mi papá corrió quebrada arriba
escondiéndose de las balas entre las piedras y los árboles,
mientras se escapaba del lugar. Finalmente no lo alcanzaron
ni las balas, ni los que lo persiguieron, ya que él conocía muy
bien el terreno y era bueno para correr en los guatales. Llegó
a la casa muy asustado. El sudor le corría por la espalda
incesantemente, y con su voz entrecortada me llamó para
contarme lo que había sucedido. Yo estaba muy asustado por
su apariencia pero puse mucha atención a cada una de las
palabras que él me decía.
—Chepe andá avisarle a Israel que mataron a Enrique cuando
íbamos por la quebrada —me dijo con la vos temblorosa.
Yo corrí a darle la mala noticia a Israel, quien decían que era
hijo de mi abuelo Belarmino. Él se puso pálido y asustado con
la mala noticia que yo le di. El dolor se le notó inmediatamente
y bajó corriendo a la casa para confirmar con palabras de
papá el acontecimiento. En pocos minutos, todos en Piedras
Calientes sabían lo que había pasado. Con temor fueron a dar
el reporte a la guardia nacional del pueblo, para ver si ayudaban
para ir a recoger el cadáver. Ellos dijeron que no iban hasta
allá tan lejos porque era muy peligroso y les podía tender una
emboscada la guerrilla. Además, allí le tocaba ir a la guardia de
San Isidro Labrador porque ese ya no era territorio de San José
Las Flores. Los de la guardia nacional, que no eran amigables, ni
tenían compasión por nadie, recomendaron que dejáramos que
150
se comieran el cadáver los zopilotes. Con dolor, los familiares
nos resignamos a que Enrique fuera devorado por las aves de
rapiña que abundaban en la región.
Nunca más alguien se atrevió a salir a pescar o a buscar
cualquier otra cosa muy lejos de los alrededores de Piedras
Calientes. Varios días después de la muerte de Enrique, pasaron
unos guerrilleros por las casas de Los Chocoyos y preguntaron
si sabían quién era el otro que se había escapado la vez que
mataron a Enrique. Los de la guerrilla no lo habían identificado
pero nosotros sabíamos que pronto se podían dar cuenta
debido a los rumores que siempre abundaban.
Después de pocas semanas de la muerte de Enrique, don Zenón
Serrano, quien era amigo con muchos de Piedras Calientes y era
un anciano atrevido de Los Amates, se vino quebrada arriba
y pasó por el lugar donde murió Enrique, cerca de la poza del
guacal. Él dijo que sólo quedaban los huesos entre la ropa y que
apenas había chuquillo. Don Zenón nos informó que habían
muchas cagadas blancas de zopilotes alrededor de donde había
estado el cadáver y que todavía estaban en el lugar: la ropa, la
hondilla, las botas de hule, el sombrero picudo y la cebadera de
pita de mezcal que Enrique llevaba.
Debido a las circunstancias de peligro eminente para don
Beto, pocas semanas después del acontecimiento, tan pronto
fue posible, se marchó para San Salvador. Tres semanas
después, mi mamá y el resto de cipotes también comenzamos
a prepararnos para irnos de Piedras Calientes. En la media
noche del diez de mayo, diecinueve años antes del segundo
milenio, estábamos preparándonos para salir de Piedras
Calientes con rumbo a la ciudad de Chalate.
El camino que tantas veces había recorrido en las ancas de
Lucero; caminando y en bus, bajo el sol y bajo la luna en
tiempos de paz, lucía lúgubre y amenazante. La presencia
del peligro a muerte se sentía por todas partes. Esa noche
151
yo no pude contemplar las estrellas ni puse atención a los
ruidos de los animales nocturnos, como antes lo hacía. Todos
íbamos pendientes de oír el sonido aterrorizante de botas
y pertrechos de guerra. Detectarlos antes de que ellos nos
vieran podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte.
Mi mamá, Amalia Urbina quien trabajaba de sirvienta en San
Salvador, mis cuatro hermanas menores, mi hermanito de un
año y yo, partimos de Piedras Clientes a las dos de la madrugada.
Yo venía montado en la yegua tinta que habíamos comprado en
el tianguis de Nueva Trinidad después de venderle Lucero al tío
Elio. En ella traíamos un poco de ropa en dos alforjas de pita,
y yo llevaba enfrente, bien agarrado a mi hermanito dormido.
Amalia venía ayudando con la niña menor, mientras mi mamá
cuidaba los pasos de las otras cuatro niñas, entre las edades de
trece a tres años.
La madrugada del recién nacido invierno estaba más oscura
que de costumbre. El canto de los sapos sonaba más triste y
desentonado que nunca y los grillos no pararon su rinrinear
a lo largo del recorrido nocturno en la carretera de tierra. Las
siluetas de los árboles de chaparro, laurel, madre cacao y de
aceitunas que estaban a la orilla de la calle, creadas por la tenue
luz de la luna en cuarto menguante, parecían amenazantes
cuando en mi imaginación yo miraba las figuras de hombres en
uniforme militar saliendo de ellas con sus grandes fusiles negros.
El miedo a encontrarnos con ladrones, el ejército o la guerrilla
era espantoso. La caminata era lenta pero constante, y el temor
nos hacía superar cualquier obstáculo razonable que hubiera
en el camino. Cada vez que pasábamos por varios lugares de
la carretera donde habían cruces, me daban escalofríos del
miedo. Una o más cruces a la orilla de la calle significaba que
allí había muerto alguien asesinado o en algún accidente, y era
común encontrarlas en carreteras y caminos.
La carretera hacia Chalate estaba obstaculizada por zanjas que
la guerrilla había hecho para detener el tráfico de carros del
ejército y civiles. Las zanjas eran difíciles de pasar hasta para
152
los caballos. Algunas veces estaba fea la orilla que no había
sido excavada, y la situación se ponía más complicada para
avanzar. La caminata fue dura pero mis hermanas menores se
portaron muy bien y no lloraron en todo el camino. Mi mamá
y Amalia caminaban vigilantes y en silencio, probablemente
rezando para que no nos pasara nada malo. Éramos un grupo
totalmente vulnerable, víctimas fáciles para cualquiera.
Después de pasar el río Tamulasco, pudimos ver con la tenue
claridad del nuevo día unos cadáveres que yacían inertes,
ensangrentados a la orilla de la calle, medio escondidos entre
unas parras de cusuco. Pasamos lo más rápido posible por el
sitio, tratando de que los niños menores no vieran los muertos.
La suerte estuvo de nuestro lado a lo largo del camino y no
encontramos a nadie durante nuestra jornada.
Cuando la madrugada ya comenzaba a morir ante la presencia
del astro mayor, las ocho almas afligidas de Piedras Calientes nos
encontrábamos llegando a la entrada de la ciudad de Chalate. Allí
fuimos recibidos por el canto agudo de dos gallos charchudos y
el cacaraqueo de tres gallinas que se estaban bajando de un palo
de morro en la primera casa del pueblo. Para completar nuestra
suerte, cuando entramos a la ciudad no había retén del ejército
ni de la guardia nacional.
Finalmente llegamos a la casa de los abuelos en el Barrio San
Antonio. En ese momento desensillé la yegua tinta y reacomodé
en dos costales de manta la poca ropa que llevábamos, para
viajar con más facilidad en bus hacia San Salvador.
Cuatro días antes de partir de Piedras Calientes yo había
cumplido dieciséis años, y como nunca celebrábamos tales
eventos ni en tiempos de paz, creo que ni mi mamá se dio
cuenta de tal acontecimiento. Nuestro destino final sería la
ciudad de Mejicanos en San Salvador. Allí, muchísimos retos
de subsistencia pondrían a prueba el temple de carácter que
había forjado el suelo chalateco en nosotros. Sin derramar
153
lágrimas de despedida, recordé el himno chalateco que
cantábamos en la escuela: “Chalatenango tierra bendecida
nidito tibio del jardín de Cuzcatlán...”
Nos subimos al bus de la ruta ciento veinticinco... y contra
nuestros deseos, comenzamos a dejar el nidito tibio que nos
vio nacer entre los verdes cerros de Piedras Calientes.
154
Aquí existió la casa de don Pedro Urbina. Al fondo está el cerro
de La Bola, el cual es el pico más alto. A la izquierda se puede ver
la punta del cerrito El Garrobo.
Foto tomada en marzo 2009.
155
San José Las Flores, visto desde el cerro La Pinte, Chalatenango,
El Salvador, Centroamérica.
Foto tomada en el 2008.
156
El río Sumpul nace en el departamento de Chalatenango y se
extiende a través de éste, hasta unirse al río Lempa en la presa
hidroeléctrica Cinco de Noviembre, también conocida como La
Chorrera del Guayabo.
157
Sección central del cantón Las Limas. La Glorieta había sido
reconstruida y la calle cementada recientemente.
Foto tomada en el 2012.
158
Aquí era el plancito o la placita central del caserío Piedras
Calientes, cuyo nombre real era Los Urbina. En la actualidad
simplemente son ruinas y sirve de potrero para animales. En el
fondo, a la derecha, aún está la ruina del chorro mencionado con
frecuencia en este trabajo de memoria histórica.
Foto tomada en marzo 2011.
159
El cerro de El Garrobo visto desde el centro del cantón Las
Limas.
Foto tomada en marzo 2009.
160
Este es el chorro, que también le llamábamos pila, mencionado en
el libro. Fue construido por Beto Urbina en enero de 1969. El caserío
Los Urbina (Piedras Calientes) fue abandonado en 1982. Solo quedan
ruinas del lugar 30 años más tarde.
Foto tomada en marzo 2009.
161
Estudiantes de la escuela de San José Las Flores en 1980. El autor
de este libro es el primero a la izquierda en la línea de agachados.
162
Esta foto muestra el estado en que San José Las Flores quedó
después de que sus pobladores lo abandonaran en 1982. La foto
fue tomada aproximadamente en 1986, cuando fue repoblado
por nuevos habitantes, cuando la guerra aún continuaba.
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Edwin Urbina
Nació en el caserío Los Urbina del cantón
La Lagunita en el municipio de San José
Las Flores, Chalatenango, El Salvador.
Debido a la severidad del conflicto armado de la década de
los ochenta en la zona de Chalatenango, la familia tuvo que
abandonar su lugar de origen para reubicarse en la ciudad de
Mejicanos en San Salvador.
En 1985 se graduó de bachillerato en El Instituto Japón de la
ciudad de Mejicanos.
Estudió en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad
de El Salvador por tres años, a finales de la década de los ochenta.
Graduado en Ingeniería en Computación en la Universidad Estatal
de California en la ciudad de Los Angeles en el 2004.
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