pulsión agresiva y proceso adolescente

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PULSIÓN AGRESIVA Y PROCESO ADOLESCENTE
F. Pommier
Traducción: Elena Errandonea
El psicoanálisis le ha dado una creciente importancia a la agresividad, trabajándola
tempranamente en el desarrollo del sujeto y considerándola según el juego complejo de
su unión y desunión con la sexualidad.
Aunque el concepto de pulsión de muerte y su elaboración no hayan desembocado en el
reconocimiento metapsicológico de una pulsión agresiva al mismo grado que la pulsión
sexual, la explicación de la pulsión de muerte como pulsión de autodestrucción primaria
convirtiéndose en pulsión de destrucción, de agresión y en pulsión masoquista ha abierto
considerablemente el campo de la investigación de la agresividad en un buen número de
psicoanalistas.
La hipótesis de una pulsión de agresión se originó como lo saben, en una conferencia dada
por Adler el 8 de junio de 1908, titulada “el sadismo en la vida y la neurosis”. Sin embargo,
marcando su interés en las posiciones de Adler, y a pesar del análisis de Juanito que le
hizo reconocer a Freud las manifestaciones agresivas encontradas en la infancia con las
primeras tentativas de seducción, Freud no se decidió a reconocer una pulsión específica
de agresión. Fue tardíamente que Freud reconoció la importancia de la agresividad. “Por
qué demoramos tanto, escribe él mismo en 1933, en decidirnos a reconocer una pulsión
de agresión, por qué no haber utilizado sin dudarlo, para la teoría, los hechos expuestos a
plena luz y conocidos por todo el mundo?” (Nuevas Conferencias, 1933).
En efecto, se sorprende al constatar que los primeros textos fundadores, desde la
Interpretación de los Sueños hasta Tres Ensayos no mencionan la existencia de una
pulsión de agresión. Por lo tanto a partir de 1905 Freud aborda la agresividad, pero a
través de la noción de dominio que parecía surgir a tientas entre lo sexual y lo no-sexual;
en este contexto es el único elemento presente en la crueldad originaria del niño; no
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tendría por meta el sufrimiento del prójimo, simplemente no lo tendría en cuenta. Para
continuar con la historia de la agresividad en Freud, a partir de 1920, propone la hipótesis
de la existencia de una pulsión de muerte opuesta a las pulsiones de vida. Se entra en la
segunda teoría de las pulsiones. La agresividad juega pues un papel más importante y
ocupa un lugar diferente en la teoría freudiana. En El Yo y el Ello postula que “la pulsión de
muerte se manifestaría en lo sucesivo (de modo parcial) bajo la forma de pulsión de
destrucción vuelta contra el mundo exterior y hacia los otros seres vivos” por medio de la
musculatura. Las pulsiones de muerte pueden ser en parte desviadas hacia el exterior bajo
forma de agresión, o en parte vueltas inofensivas por su unión con los componentes
eróticos. Cuando una parte de esta pulsión de muerte vuelta hacia el exterior es
directamente puesta al servicio de la función sexual, se trata del sadismo propiamente
dicho. La otra porción de la pulsión destructiva que permanece en el interior del sujeto va
a ser ligada libidinalmente (con la ayuda de la coexcitación sexual): se trata entonces del
masoquismo erógeno primario. En adelante no voy a insistir salvo para subrayar que en
1933, Freud, en las Nuevas conferencia de Psicoanálisis, hará al menos una hipótesis de
una “pulsión particular de agresión y de destrucción en el ser humano” gracias a la
elaboración de fenómenos del sadismo y del masoquismo. Freud expone igualmente la
posibilidad de que la agresión no pueda encontrar satisfacción en el mundo exterior
porque se choca con las prohibiciones: en ese contexto, la agresión queda dentro del
sujeto aumentando por ello, la cantidad de autodestrucción. “Sucede como si debiéramos
destruir otras cosas y otros seres, para no destruirnos a nosotros mismos, para
preservarnos de la tendencia a la autodestrucción. Existe pues en la teoría freudiana una
pulsión de muerte originaria que, según su objeto y su meta se transformaría en pulsión
de agresión o de destrucción. Se señalará que muy a menudo pulsión de agresión y
pulsión de destrucción son utilizadas de modo similar en los escritos freudianos para
describir las manifestaciones de la pulsión de muerte vuelta hacia el exterior. Sin embargo
en el Compendio de Psicoanálisis (1938), la distinción entre pulsión de agresión y pulsión
de destrucción nos aparece más claramente: la pulsión de agresión intenta agredir al otro
y no destruirlo en tanto que la pulsión de destrucción tiende a destruir y sobre todo a
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destruirse a fin de restaurar un estado anterior. La pulsión de destrucción sería finalmente
ante todo auto-destrucción. En cuanto a la pulsión agresiva se dirigiría al otro para no
destruirse a sí mismo. Su puesta en juego necesita una objetalidad derivada de una
elaboración imaginaria organizada bajo el primado del Edipo y de la genitalidad. Se
trataría pues de una secundarización (por relación a las formas precoces y narcisistas de
hostilidad) en el sentido en que lo concebía Freud. La meta (imaginaria) del enfoque
agresivo implicando una satisfacción libidinal tomada en el logro de un objeto bajo la
forma de un rival edípico.
Entre los contemporáneos y sucesores de Freud preciso citar también a M. Klein quien va
a reconocer plenamente la autenticidad de las pulsiones agresivas y admite sin reservas su
cualidad pulsional al mismo título que las pulsiones sexuales. Ella muestra, a partir de su
práctica clínica con niños, la importancia de las fantasías, angustias y deseos muy precoces
en el niño en el encuentro de su madre y su entorno y en particular un núcleo primitivo de
odio que fusionándose con la libido potencializándola da nacimiento a las pulsiones
agresivas que tienen por corolario destructividad y sadismo. Nos lleva a citar a Winnicott
que insistió en el rol predominante jugado por las pulsiones agresivas en la primera
infancia. En La agresividad y sus relaciones con el desarrollo afectivo (1969) Winnicott
describe la emergencia de la agresividad en los diferentes estadios de desarrollo y hablará
de un estadio teórico no inquietante o de crueldad,, formando parte, para él la
agresividad del amor. La agresividad en el niño no es patológica pues no busca infligir
dolor al prójimo ni experimentar placer en ello, sino que constituye uno de los
componentes normales de la evolución. Es gracias a la agresividad que el niño se afirma y
sostiene sus deseos. Encontramos esta misma idea en Joan Rivière que entiende que la
agresividad es un elemento esencial del instinto de conservación, de instinto de
sobrevivencia, la clínica contemporánea nos muestra igualmente comportamientos
agresivos vectorizados hacia la sobrevida, la agresividad apuntando pues a asegurar una
función de protección del individuo.
Debemos citar también a Jean Bergeret, que en la noción de agresividad con la que
evolucionamos en una esfera en que la erotización forma siempre parte importante en los
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procesos organizadores, opone el concepto de “violencia fundamental”, más arcaico, preedípico, que pertenece a una necesidad de sobrevivencia, “a la intencionalidad puramente
autoconservadora”. Y por último recordaré la idea introducida por D. Cupa de una pulsión
de crueldad autoconservadora y de descarga inscribiéndose en una destructividad
originaria. Esta pulsión de crueldad pertenece al par ternura-pasión de la crueldad. Una de
las particularidades de esta pulsión cruel sería su indiferencia hacia el objeto y a su dolor
en tanto que en los movimientos sádicos el sujeto se identifica con el dolor del otro. La
crueldad sería así una de las formas clínicas en que se ve una pulsión de muerte intrincada
que ayuda a las defensas del organismo y del psiquismo contra la desorganización.
El estudio de la agresividad en psicoanálisis da cuenta así de una cantidad de definiciones
y por tanto de una falta de consenso sobre esta noción, particularmente a través de los
términos de sadismo, crueldad, pulsión de agresión, violencia y pulsión cruel, cada una de
estas nociones reenvía a una concepción diferente de la agresividad aunque coinciden en
un punto: la agresividad, cualquiera sea la forma que pueda revestir, asegura una función
de protección del individuo cuando se siente amenazado. Así podríamos considerar que
no una agresividad sino agresividades, más o menos ligadas a la sexualidad.
Dos analogías me vienen al recuerdo escribiendo este preámbulo acerca de la noción de
agresividad y más precisamente al tema de la diferencia entre pulsión agresiva y pulsión
de destrucción. Dos analogías en referencia a los trabajos de autores como Raoult Balier
en el interés de aproximar la agresión del proceso adolescente. De entrada la diferencia
que puede hacerse entre la puesta en acto o acting out, trabajo de figuración o de
escenificación siempre en la relación de objeto, demanda de simbolización (Lacan) que se
dirige a otro, respuesta en acto al desfallecimiento del otro (el analista según Lacan); y el
pasaje al acto que es un acto no simbolizable por el cual el sujeto bascula en una situación
de ruptura integral, de alienación radical. El pasaje al acto adolescente estaría situado
entre los dos como lo subraya Annie Birraux, uno de los procedimientos específicos que
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usa el adolescente, es precisamente el actuar. El adolescente pasa al acto para exteriorizar
algo de su mundo interno. El acto es entonces la expresión de un deseo que no ha podido
ser elaborado y que tampoco fue representado. Annie Birraux estima, y estoy de acuerdo
con esto, que el acto no tiene a priori alcance negativo ni positivo; tiene un valor iniciático
y finalmente una función estructurante. Es en cierto modo fundante de la adolescencia.
“El acto es el pensamiento impensable del adolescente”.
Segunda analogía que me pareció en otro registro: la diferencia que podemos hacer entre
la perversión (tendiente a integrar la violencia y pudiendo ser considerada como un
paradigma en referencia a la perversión polimorfa infantil) y la perversidad (al servicio de
la violencia).
Me parece que referir la noción de agresividad al proceso adolescente nos ubica en un
punto de inflexión entre la relación al otro y la relación a sí mismo. Relación al otro si se
desmarca del carácter destructor de la pulsión, si se piensa en la puesta en acto o la
perversión. Relación a sí mismo si se piensa en el pasaje al acto o a la perversidad que
están más del lado de lo inhumano que de lo humano, “la experiencia de lo inhumano se
juega en el momento en que se pierde toda semejanza, o se pierde a través de toda
semejanza toda posibilidad de un semejante”, como lo pudo decir P. Fédida, estando lo
humano al contrario del orden del reconocimiento de los estados que permiten pensar la
semejanza y el semejante.
Me parece que desde un punto de vista clínico, en relación con el proceso adolescente
que se caracteriza por el reacomodo de la vida sexual con su corolario, la duda en cuanto
al lazo entre el “yo” y el cuerpo, el desfallecimiento del objeto narcisista parental con la
construcción de una nueva relación con el otro, por último una cierta dificultad de
apropiarse del tiempo con el sentimiento de una ruptura de la continuidad de existencia,
la noción de agresividad tendría más a menudo tendencia a juntar, a simbolizar,
representar, aunque a la vez se despliega en un campo más radical y destructor (sin que
con todo podamos evocar la noción de perversidad en los adolescentes). Pienso en el
estudio que ha realizado una de mis candidatas al doctorado sobre las infracciones
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sexuales adolescentes respecto al proceso adolescente intentando aprehender la
porosidad entre proceso “normal”, desvíos patológicos, fallados, reparaciones o a la vez
descompensaciones psicopatológicas más preocupantes.
Su investigación llevaría más precisamente hacia la clínica de la infracción sexual en la
adolescencia respecto de ciertas características psicopatológicas a favor de la psicopatía y
de la perversión y de una distinción fundamental: entre actos perpetrados de forma
individual, actos cometidos en grupo y cristalización psicopatológica intra-grupo. Sabiendo
que el grupo puede, en la adolescencia, revestir los rasgos de un para-identificatorio
transitorio a las virtudes particularmente importantes para la maduración identitaria del
joven en toda su subjetividad. Las fronteras entre actos “individuales” y actos más
“institucionalizados” no parecieran tan herméticas.
En el plano conceptual ella ha interrogado en este cuadro los destinos de la pulsión no
sexual de muerte, la dilución identitaria, la potencial culpabilidad de los autores de
infracción sexual. Ha abordado la cuestión de la distinción entre culpabilidad conciente e
inconsciente. Ha confrontado notas de entrevistas a los datos procedentes de los métodos
proyectivos en una población de jóvenes encarcelados (entre 15 y 18 años): 6 de ellos
encarcelados por infracciones sexuales cometidas solo; otros siete encarcelados por
hechos de infracciones sexuales cometidas en grupo. Ella también ha buscado encontrar
ciertas tendencias psíquicas presentadas por jóvenes encarcelados por agresiones
sexuales y/o violadores sobretodo bajo la distinción entre infracciones sexuales cometidas
solo e infracciones sexuales cometidas en grupo.
Para dar solo algunos elementos de las conclusiones de este trabajo. Se observa que los
perfiles de los jóvenes encarcelados por infracciones sexuales cometidas en grupo y que
han apoyado objetiva o subjetivamente la posición de líder en un momento dado en el
grupo, se acercarían significativamente a los de los adolescentes encarcelados por
infracciones cometidas solo, en los ejes psicopatológicos de personalidad: particularmente
en relación a tendencias perversas. Además los adolescentes encarcelados por
infracciones sexuales cometidas solos y que no presentan específicamente trastornos
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perversos de la personalidad, han resultado presa de tendencias psicopatológicas
enquistadas en registros muy variados, pero sobrepasando claramente, lo que en otros
(particularmente en los adolescentes encarcelados por actos de infracción cometidos en
grupo a título de cómplice) podía leerse respecto de una resonancia del proceso
adolescente.
Recordando este estudio, tengo claro que me agrada particularmente lo que ha podido
identificarse como agresividad. Me ubico del lado de la agresión y del mismo modo que
podemos tener que diferencias la obsesionalidad de la obsesión, debemos evaluar
clínicamente la cualidad de la agresividad estableciendo la diferencia entre agresividad y
agresión, siendo precisamente un problema mayor el del pasaje del uno al otro. Este
estado transicional entre la agresividad y la agresión es el punto sobre el que quisiera
llamar la atención respecto de los procesos adolescentes. Me interesa mucho, en este
momento de transicionalidad, no en el sentido winnicottiano propiamente dicho, sino
desde un punto de vista que tomo prestado de la filosofía para llevarlo a nuestra clínica
psicoanalítica.
Para ejemplarizar esta noción de agresividad, me inspiraré en tres casos clínicos que me
han llevado a distinguir tres formas diferentes de agresividad en relación con el proceso
adolescente –sabiendo que los casos clínicos en cuestión son ya adultos aunque
relativamente jóvenes, pero manifiestan todos una dinámica adolescente. Todos están
bajo el dominio de una estructura adolescente en la medida en que todavía están
comprometidos, como en la ápoca de adolescencia (durante el período siguiente a la
pubertad) en un trabajo de subjetivación y de historización, de preguntas sobre la
sexualidad, las imagénes parentales y la relación mantenida con los otros. En su historia
sucede como si el tiempo se hubiera detenido en el momento de su adolescencia. Tres
formas de agresividad pues: larvada en el caso de Guillermo, vuelta hacia María, patente
en Isabel.
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Guillermo o la agresividad larvada
Citaré el caso de Guillermo, ese joven calmo y sereno, inteligente y cultivado, que me
consulta la primera vez a pesar de haber estado en dos procesos psicoterapéuticos que
tuvieron lugar varios años antes, porque volvió a tener miedos, problemas obsesivo
compulsivos, imágenes que lo vuelven “loco” provocándole un fuerte sentimiento de odio
hacia el prójimo. Se ve a su primera infancia más bien feliz, luego el desarrollo de
conductas muy perfeccionistas hasta la pubertad y una adolescencia caracterizada por un
desprendimiento progresivo del mundo que lo rodea, a la par con un éxito escolar que
coloca a Guillermo como algo fuera de serie en relación a sus pares. Alrededor de la
pubertad se produce el fenómeno de inflexión que introduce a Guillermo en ese mundo
particular que él mismo describe como fóbico al máximo y sin humor. Guilllermo reconoce
que le hizo mal el dejar la infancia y más precisamente separarse de su madre.
Precisamente es cuando se da la primera gran separación, cuando se va a un curso de
idiomas en el comienzo de su adolescencia, que los problemas se disparan. Un
sentimiento de abatimiento y de angustia extremadamente fuerte se propaga y aun la
eventualidad del suicidio que recordará más tarde en análisis le parecerá ridícula frente a
la realidad de lo que siente. Guillermo se siente de golpe despojado de sí mismo con la
impresión de tener dos personas en sí. Cree comprender que no podrá recibir ayuda
verdadera de parte de sus padres –se da cuenta en particular que tendrá que abandonar
todo amor por su madre, así lo formulará él mismo en sesión- y que no es solo su infancia
que desaparece para siempre sino una parte esencial de sí mismo y que en lo sucesivo
tendrá que, si no muere, arreglárselas solo viviendo de manera puramente mecánica.
Guillermo se instala así en una especie de duelo blanco, que recordaría un poco a la
melancolía en la medida en que la muerte está tomada en cuenta en su verdad trágica,
aunque no se trata de melancolía en sentido estricto. Es en este pasaje adolescente
melancoliforme, que Guillermo va a desarrollar concomitantemente un fuerte alejamiento
de los otros, o sea una cierta misantropía y una especie de triunfo sobre el objeto, incluso
sobre la pulsión de muerte. Se vuelve prisionero en el interior de sí mismo.
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En la adolescencia, me dirá en sesión, se sintió como al borde del ahogo o como un
volatinero. Da la imagen de un chico modelo, siempre brillante en clase pero vivió una
adolescencia humillante. La agresividad frente al prójimo no está todavía solucionada sino
que se acentúa y es la que voy a ver surgir mucho más tarde en sesión. Esta agresividad se
traslada al mundo en general y todos los que rodean a Guillermo, exceptuada la familia
restringida. Por ejemplo es su voluntad de destruir a la humanidad cuando me habla de
dos jóvenes sentados en el ómnibus y que no le ceden el lugar a personas de edad, o son
los vagabundos que piden dinero. Una violencia interna que me impacta personalmente
cuando por ejemplo sueña conmigo payaso o vagabundo. Por cierto, nunca me hace
intervenir en sus sueños bajo forma de una figura monstruosa, algo en él se lo prohíbe,
pero la violencia está allí, justo detrás de la puerta, pronta a aparecer. Un día en sesión
me confiesa que si hubiera estado bajo el régimen nazi, habría sido un pequeño
ejecutante teniendo su gran capacidad para ocultar sus afectos. Como dirá más tarde “es
como si yo ya hubiera estado en la guerra, habría escuchado a las balas silbar; por eso es
que hoy en día el menor ruido me despierta”. Cuando tuve la desgracia de dejar tirado un
diario de izquierda en mi sala de espera, un reproche vehemente me esperaba. Y no hablo
del paciente anterior a que Guillermo vea y que, si no llega a volverse mudo, hace de su
discurso el objeto de violentas diatribas. Si quien lo ha precedido tiene la desgracia de ser
feo teme encontrarse contaminado por esa fealdad; si al contrario, lo imagina armónico,
se siente a sí mismo incapaz, rebajado. Un día escucha reir a uno de mis pacientes
mientras él duerme y se pregunta a qué viene si está tan feliz. Guillermo me confesará un
día en un momento muy confidencial que él tendría el poder de contarme él mismo todos
los sueños de mis pacientes de modo que no tendrían por qué venir y que él fuera mi
único paciente. Vemos aquí en qué medida la agresividad está estrechamente relacionada
al otro y se despliega en el marco de un proceso adolescente aún en marcha en Guillermo
que manifiesta implícitamente su necesidad de apoyo.
Quisiera sin embargo decir algunas palabras de una paciente con la que tuve oportunidad
de hablar en el marco del primer coloquio de psicoanálisis en la ciudad de Bucarest en
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noviembre de 2008 luego de la caída del autoritarismo rumano. Un coloquio sobre el odio
en el que yo había trabajado más precisamente sobre la noción del odio en la
contratransferencia. Intenté mostrar durante ese coloquio a la vez cómo el odio puede,
contratransferencialmente, aparecer en la cura, y cómo puede transformarse en
agresividad saludable, apartando de un lado el eventual despliegue de una pulsión sexual
de muerte, y de otro lado la rabia ante el otro sí mismo. No contaré más que algunos
elementos de este caso esencialmente los que refieren al tema que nos ocupa: la
agresividad en relación con el proceso adolescente.
María o la agresividad trastornada.
María es una mujer con un semblante a la vez triste y enojado, que me fue derivada, hace
unos años. Se trataba de un reanálisis; cinco meses antes de nuestro primer encuentro,
María había interrumpido un trabajo psicoterapéutico que había durado muchos años con
una psiquiatra mujer y me dirá que al cabo del tiempo se había construido una especie de
ósmosis entre ellas de tal modo que María se había puesto al acecho de los hechos y
gestos de su analista. Llegó a esconderse para seguir la pista de sus salidas y a fuerza de
espiarla había terminado por conocer demasiadas cosas sobre la vida privada de su
psicoterapeuta.
Estas son manifestaciones de angustia de tipo fóbico, volviendo poco a poco imposible su
trabajo de docente, que llevaba esta paciente hacia mí.
Ella solicita regularmente interrupciones en su trabajo. Las clases le dan miedo; se siente
nula, incapaz de dar el menor consejo en un tema que conoce muy bien. A la vez quiere
matar a sus alumnos como habría querido suprimir a los niños de su expsicoterapeuta
cuando empezó a oir en el apartamento luego de la muerte del marido, la muerte del
padre, que creía haber adivinado antes de obtener la confirmación de su psicoterapeuta
de que había enviudado.
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En primer lugar me impresiona el grado de inhibición en el que está María Su voz es
monocorde y habla en un tono tan bajo y tan lento que, generalmente le pido si puede
repetir lo que dijo. Esta repetición parece demandarle cada vez un gran esfuerzo; llega a
no poder repetir algunas palabras que pronunció, como si hubieran sido dichas por algún
otro y que ella no recordara. Dice además que no sabe qué es lo que acaba de decir como
si todo se borrara poco a poco o como si fuera hablada más de lo que hablaba. Mi
sentimiento, al cabo del tiempo, es que poco a poco, se esfuerza a su pesar, por hablar lo
más bajo posible y lo más lentamente posible para que nos perdamos en su discurso, que
ella termina por adormecerme y así la sesión puede durar el mayor tiempo posible.
La sesión comienza generalmente de modo muy silencioso. María toma diferentes
mímicas que van de una expresión de angustia profunda al rostro de la locura de las
poseídas de la Edad Media. Parece hablarse a ella misma, decirse una o dos palabras que
no puedo entender. Luego de un momento en que aparece un ruido externo al
consultorio, como la bocina de un auto, María toma la palabra, justo cuando se escucha el
ruido en cuestión, de modo que yo no entienda nada de lo que dice y que, seguramente le
voy a tener que pedir que repita.
Lo que me impresiona de entrada con María, es el modo en que ella se percibe: un
verdugo ante ella misma, una loca, alguien que asusta en cualquier circunstancia; ella
misma encuentra desesperante hacer todo como para encontrarse sola, que sus amigos
estén lo más distantes posibles y para que finalmente ella tenga pánico ante su propia
soledad. El pánico es una palabra que vuelve muy regularmente en su discurso. Habla de
su imposibilidad para matar la bestia que hay en ella y que su analista no quiere ayudarla
a matar. A menudo llega a escuchar en ella una voz interior que le dice: “hay que
someterla”. Voz interior, o voz “como si” ella se reconociera hablando, como si “ella se
escuchara hablar en pensamiento” para retomar lo que decía Prado de Oliveira a
propósito del presidente Schreber. El asunto que ella plantea y replante
permanentemente es pues regularmente en sesión, la de saber si sigue viniendo a verme
o si “deja” este trabajo conmigo que presenta como una especie de suplicio delque no
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conseguiría escapar y que al contrario, cada día la impulsaría más, un poco como una
droga.
Al menos cada dos semanas solicita entonces, con la punta de la lengua, una sesión
semanal complementaria –sesiones de consuelo, recuperación de algo y de olvido, dirá.
Rápidamente entiendo que son para demorar la última sesión de la semana que de todos
modos está “arruinada” como lo señala siempre.
(El período anterior a mis ausencias, que comunico a María en la víspera, quince días de
anticipación o más bien un mes, siempre hace manifestaciones de angustia mayores, las
mismas que las que sufría a los seis años cuando su madre y su padrastro se ausentaban,
aunque solo fuera para ir a una fiesta).
María dice sentirse internamente como una cosa blanda e informe que se debate en
contra de la que lucha. Pienso en el lactante que se agarra y aun cuando se lo formula, no
causa ningún efecto. Muy a menudo María discute enseguida la más mínima propuesta o
simplemente mueve la cabeza lateralmente para significar que no comprendió nada, de
modo que me siento forzado la mayoría de las veces a reformular, lo que igualmente ella
critica luego de un momento, viendo que no le aporto nada que ya no sepa. María, sobre
todo, no soporta ciertas sonrisas divertidas de mi parte o algunas evidencias formuladas
en un tono de broma; cada vez piensa que me burlo de ella.
Dos puntos importantes ameritan ser señalados en María. De entrada la problemática de
dependencia, el problema del vínculo y de la ruptura del vínculo, presente ya cuando su
primera cura y que tiende siempre a reactualizarse en el trabajo que hacemos juntos.
Enseguida la increíble erotización de su sufrimiento; el aspecto megalomaníaco es patente
pero negado. María se identifica gustosa a un personaje vagabundo y pobre como Job,
nunca bastante pobre, pareciendo trabajar siempre en la desposesión de sí.
De su historia personal se recuerda en particular durante su infancia tres elementos
sucesivos en el espacio de cuatro años que para ella tuvieron valor de traumatismo. No
permiten comprender más que en parte la problemática de María. Se trata de entrada del
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cataclismo familiar provocado por la muerte a consecuencia de un cáncer, de un padre
fuertemente idealizado, descendiente de un linaje de abogados- María no tenía más que
tres años; el nuevo casamiento de la madre un tiempo después con un muy buen amigo
de su padre, muy próximo a este durante su agonía; por último el nacimiento de dos
medio hermanos luego del nuevo casamiento. Esos elementos no hacen trauma en
realidad más que porque han sido redoblados en la adolescencia por la revelación de la
madre, de un primer hermano de María que ella no conoció, que hubiera sido el mayor y
que murió en el vientre de la madre. La idea de este parto de un niño nacido muerto
provocó gran impresión en María y es en esta época de la adolescencia que se instala una
cierta confusión en su mente entre este hermano desconocido hasta ahora y el padre que
deviene en la mente de María “una especie de mago, una suerte de héroe, una rama a la
que colgarse entre una madre que hizo como si nada pasara y un padrastro (sobre todo)
que se rehúsa a tomar el lugar del padre”. Sobre este último punto es que se va a focalizar
la agresividad de María y va a traspasar a su yo: traspasar no de manera patente sino más
bien a través del silencio y el desprecio. Y acá vemos bien, como en el caso anterior, que
esta agresividad no es sin objeto.
Yo no diría que estoy fuera del movimiento de odio que comenzaba a aparecer en mi
mente hacia la tristeza exhibida y aparentemente incoercible de esta mujer. Diría
simplemente que es descubriendo en su historia, los puntos de convergencia con la mía
que voy a poder lograr una transformación de mi contratransferencia. Más exactamente,
es el odio que había podido alimentar ante mi propia madre en relación a un niño nacido
muerto, que se opera en mí la transformación de la transferencia, por un fenómeno
identificatorio que hasta aquí no había podido soltarse y que por el contrario no hacía más
que desmoronarse después del primer choque. Es en suma mi vacilación identitaria que
ha operado. Es identificándome con este hermano que salí del odio –pensamos aquí en la
invención del “doble” del que M. de M’Uzan cree que constituiría una de las primeras
operaciones efectuadas por el aparato psíquico.
Lo que estaba en juego en mi contratransferencia, era la cuestión de lo representable.
Como en algunos pacientes psicóticos o límites, había en María un momento de ruptura
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que inducía en mí la cuestión del clivaje. Sobrevino un momento en que yo no llegué más
a clivarme. No llegué manifiestamente a adquirir y a ponderar la medida de lo que se
volvía diferente en María. Tenía el sentimiento de que ella no me dejaba ningún espacio.
Estaba presa en lo deshumano es decir en la desaparición de la figura de la muerte hasta
eso que, en la historia de María, aparece una figura del doble, es decir un elemento que
me permitiera reconfigurar mi propio sistema identificatorio y llevar mi sentimiento de
odio más allá de la pulsión sexual de muerte y de la rabia ante un “otro yo” para
finalmente transformar ese sentimiento en una agresividad saludable puesta al servicio de
la cura.
Última situación, la de Isabel, a propósito de la agresividad que puede manifestarse
cuando se perfila la finalización de un análisis.
Isabel o la agresividad evidente
Me he preguntado a menudo cómo el pequeño soldado que Isabel representaba para mí
iba a bajar las armas para decidir si servirse de ellas o al contrario deponerlas. La
transferencia en pleno parecía no poder interrumpirse nunca, centrada en la queja que, si
lo pensamos en su función de “reconocer un cambio de objeto y apuntar a suprimirla”
(Jacobi) no dejaba de interrogarme sobre aquello a lo que se dirigía a través mío. Muy
probablemente y tal vez paradojalmente cuando decidí, con Isabel, de no tener más en
cuenta aquello que la ataba a mí, aflojando sin ninguna duda “mi crispación sobre la
imagen del objeto ideal que ella habría debido ser” y de tratar en adelante dejarme tocar
más personalmente por la expresión de su sufrimiento, considerando que “la
transferencia no se torna propiamente analítica más que a través del encuentro del
paciente”, que apareció formulado por la misma Isabel, la idea de la catástrofe que era
esta cura. Muchos años pasados conmigo parecían no haberla dinamizado más que lo que
había hecho en el trabajo con su anterior analista que había durado muchos años. La cura
anterior se había interrumpido en un malentendido. Esto, según mi paciente tomaba el
mismo camino y yo notaba el sentimiento de insatisfacción básica de mi paciente que
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decía temer al mismo tiempo que parecía desearlo: el resultado de una cura sin ninguna
modificación del funcionamiento psíquico sobre un fondo de desesperanza. Para retomar
los elementos de la cura desde el comienzo, habría que señalar que acá también (como
con María), Isabel ya había hecho un trabajo analítico durante muchos años cuando la
recibo por primera vez. Interrumpió su primer parte algunos meses antes y eso, de modo
relativamente brutal luego que su analista que, la encontró, según sus dichos,
particularmente angustiada por el hecho de la aparición en su madre de signos
potenciales de una enfermedad grave, le propuso trabajar frente a frente y le dio algunos
consejos. La imagen ideal en la que lo había instalado se fisuró brutalmente; el analista
descendió de su pedestal. La reacción del analista de entonces le pareció
desproporcionada, inadaptada a la situación de sideración que vivía y decidió cambiar.
Cuando recibo a Isabel por primera vez, hace casi 10 años, se queja esencialmente de su
falta de autonomía, más precisamente de su extrema dependencia frente a los objetos
parentales. La encuentro muy rápida, al borde de su discurso, que Isabel está presa de una
neurosis compulsiva subtendida por un fuerte sentimiento de culpa que tiende a
desarrollarse no solo en la espera afectiva sino también en el sector profesional. Isabel
desde la pubertad se siente prisionera entre un padre débil y con el cual tiene una relación
vacía y una madre a que le da todo. Me cuenta que en el curso de su preadolescencia es
que se produce la escisión. Tiene unos 12 años cuando su madre, ya deprimida en esa
época, se embaraza a la edad de 40 años. Tuvo vergüenza, según mi paciente, de este
embarazo tardío. Nacen dos varones mellizos pero la madre, gravemente deprimida, es
internada en una clínica durante seis meses. Los mellizos son ubicados. Mi paciente me
explica que al regreso de la madre a la casa, ahora que toda la familia está nuevamente
junta, esta comienza a acapararla mientras que la abuela materna se ocupa de los mellizos
con el padre.
Claramente es por esta época que Isabel ve degradarse la relación entre sus padres.
Tres momentos a retener en esta cura en relación con la noción de agresividad: tres
períodos en el curso de los cuales Isabel se declara “shockeada” por mis reacciones. La
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primera cuando formulo precisamente el carácter que me parece bastante pasional de las
relaciones que mantiene desde siempre con sus padres. La segunda cuando recuerdo, en
un período en que ella dice no soportar más al equipo de docentes con los que trabaja, la
posibilidad para ella, de dimitir del establecimiento en que trabaja, para ir a otro lugar. La
tercera cuando dejo entender a través de lo que me ha dicho, el carácter relativamente
ciclotímico y la inmadurez en la que está con sus hermanos que regularmente la irritan, a
la vez la hieren, la encierran siempre en un rol estereotipado de segunda madre
autoritaria y rígida.
Pero estos tres momentos un poco tensos en realidad no constituyen más que la parte
emergente de lo que va a ser objeto verdaderamente de un movimiento violento de
agresividad en relación a mí. Poco más tarde, efectivamente, Isabel recuerda su propio
desasosiego respecto a su madre gravemente enferma, lo que había llevado al analista
anterior a cambiar de registro, Isabel asocia conmigo acerca del embarazo de la madre,
cuando todo cambió para ella. Recuerda más precisamente el día en que ella había
golpeado el vientre de su madre embarazada. Ya recordó este episodio otra vez con la
misma calma, sin expresión de afecto particular. A la sesión siguiente Isabel me interpela
por mi ausencia de reacción cuando ella lo volvió a decir. Se dice muy asombrada y este
asombro toma el carácter de un reproche.
Reconozco por mi parte, sin formularlo, que yo apenas me sorprendí y que pude
reaccionar banalizando el acontecimiento tal vez porque me tocaba demasiado. Le
pregunto a mi paciente sobre el lugar que piensa ocupar cuando me dice que ha debido
pasar algo durante este período del que ella a menudo dice no tener ningún recuerdo
preciso. Me parece en efecto que Isabel habla entonces un lenguaje prestado. Más
precisamente que habla en mi lugar.
En las tres situaciones que relaté, sea la de Guillermo, María o Isabel, el zócalo sobre el
que reposa la expresión de la agresividad que se encuentra en sesión es un momento de
separación brutal con la madre sabiendo que la infancia de estos tres pacientes ha pasado
bastante bien con un fuerte investimiento parental (maternal debería decir) permitiendo
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pensar en el niño que él o ella habría podido ser solo en el mundo en compañía de su
madre. El pasaje al acto (un golpe en el vientre de la madre encinta) no se actualiza más
que en el tercer caso, Isabel, que va a transponer en la transferencia, al fin de su cura
(cuando se perfila nuestra separación) todo el odio que ha podido alimentar frente a su
madre cuando se embarazó en el momento en que ella se volvía púber. Pero en los dos
primeros casos, el de Guillermo y el de María, la importancia de la agresividad es también
destacable con la idea de expulsar al tercero bajo una forma u otra.
Traducción: Elena Errandonea
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