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Nosotros y la muerte1
Sigmund Freud
Conferencia pronunciada el 16 de febrero de 1916
ante los miembros de B’nai B’rith de Viena
1. Honorable Presidente y queridos hermanos: Les ruego que no piensen
que fue por un capricho el que haya escogido un título tan horrible para mi
conferencia. Sé que hay muchas personas, tal vez también entre ustedes, que
no quieren saber nada de la muerte y he querido evitar atraer a aquellos hermanos a pasar una hora que les hubiera resultado molesta. También hubiera
podido modificar la primera parte del título: en lugar de «Nosotros y la
muerte», podría haberse dicho «Nosotros judíos y la muerte», porque la relación con la muerte que quiero tratar ante ustedes, la mostramos precisamente nosotros, los judíos, con más frecuencia y de la manera más extrema.
2. Ustedes pueden imaginarse fácilmente, empero, cómo llegué precisamente a la elección de este tema. Es una consecuencia de la horrible guerra
que impera con su furia en estos tiempos y que nos está privando a todos
de la orientación en la vida. Creo haber percibido que lo que ocupa el primer
lugar entre los agentes que favorecen esta desorientación es la modificación
de nuestra posición ante la muerte.
¿Cuál es, pues, nuestra posición ante la muerte? En mi opinión es muy asombrosa. En general, nos comportamos como si quisiéramos eliminar la muerte
de la vida; en cierto modo queremos ignorarla como si no existiese; pensamos
en ella como... «en la muerte»2. Esta tendencia no puede imponerse evidentemente sin alteraciones. No cabe duda de que la muerte se nos manifiesta de manera ocasional. Entonces nos sentimos profundamente conmo-
1 Publicada en la Revista Freudiana, Nº 1, 1991, págs 6-22. (Publicación de la Escuela Europea de Psicoanálisis del Campo Freudiano-Cataluña, Difusión Ediciones Paidós, Barcelona). La Revista de Psicoanálisis ha publicado otra traducción de esta entrevista en el
año 1991 N° 4, págs 677-687 realizada por Marcelo Aptekmann.
2 Expresión del lenguaje coloquial, actualmente poco usada, que significa «no querer saber
nada de un asunto». (N. d. T.)
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vidos y perturbados en nuestra seguridad como si fuera algo insólito. Decimos: «¡Qué horror!» cuando, en su intrepidez, un aviador o un alpinista
muere en un accidente, cuando el derrumbamiento de un andamio entierra
a tres o cuatro obreros, cuando en el incendio de una fábrica perecen veinte
aprendizas o cuando se hunde un barco con varios cientos de pasajeros. Pero
lo que más nos afecta es cuando le sobreviene la muerte a alguno de nuestros
conocidos; cuando se trata de un hermano de B’nai B’rith, incluso celebramos una reunión fúnebre. Sin embargo, nadie podría deducir de nuestro
comportamiento que reconocemos la muerte como una necesidad, que tenemos la firme convicción de que cada uno de nosotros deba una muerte a
la naturaleza. Al contrario, cada vez encontramos una explicación que rebaja
esta necesidad a la categoría de una casualidad. Esta persona, en concreto,
que murió, había contraído una pulmonía infecciosa que de todos modos
no había sido una necesidad; aquella otra ya había estado enferma desde
hacía mucho tiempo, sólo que no lo sabía; una tercera, de hecho, ya era muy
vieja y débil. (Como contraposición la advertencia: On meurt à tout âge).
Cuando encima se trata de alguno de nosotros, de un judío, habría que hacerse la idea de que un judío nunca muere de una muerte natural. Cuando
menos, lo habrá estropeado un médico; de otro modo probablemente aún
estaría vivo. Aunque admitimos que finalmente hay que morir, logramos
alejar este «finalmente» a una lejanía inescrutable. Cuando se le pregunta
a un judío qué edad tiene, contesta con preferencia: más o menos sesenta
hasta ciento veinte.
3. En la escuela psicoanalítica a la que, como saben, represento, tuvimos la
osadía de postular que nosotros –cada uno de nosotros– en el fondo no creemos en nuestra propia muerte. Lo cierto es que no la podemos imaginar.
En todos los intentos de ilustrarnos qué sucederá después de nuestra muerte,
quién la llorará etc., podemos percatamos de que en realidad aún estamos
presentes como observadores. Resulta realmente difícil inculcar a alguien
esta convicción, porque tan pronto se encuentra en la situación de hacer la
experiencia decisiva, se vuelve inaccesible a cualquier comprobación.
4. Sólo una persona dura o mala cuenta con o piensa en la muerte del otro.
Personas más sensibles y más buenas, como todos nosotros, se resisten a
estos pensamientos, especialmente cuando la muerte del otro podría proporcionarnos una ventaja en cuanto a nuestra libertad, posición o riqueza.
5. Si la ocasión de que el otro se muere se ha producido no obstante, entonces
lo admiramos casi como un héroe que ha logrado algo excepcional. Si habíamos tenido sentimientos hostiles, nos reconciliamos con él; hacemos caREVISTA DE PSICOANÁLISIS | LXVII | N° 4 | 2010
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llar toda nuestra crítica contra él: de mortuis nihil nisi bene, consentimos a
gusto que en su lápida se graben alabanzas inverosímiles. En cambio, nos
sentimos totalmente indefensos cuando la muerte se lleva a las personas
amadas, a los padres, al esposo, a los hermanos, a los hijos o los amigos; no
dejamos que nos consuele nadie y nos negamos a sustituir por otro a aquel
que hemos perdido. Nos comportamos entonces como una especie de Asra3
que muere cuando mueren aquellos que ama.
6. Esta relación nuestra con la muerte tiene, empero, una fuerte repercusión
en nuestra vida. La vida se empobrece, pierde su interés. Nuestros lazos
afectivos, la insoportable intensidad de nuestro dolor, nos vuelven cobardes,
hacen que prefiramos evitar los peligros que nos amenazan a nosotros y a
los nuestros. No nos atrevemos a considerar la realización de una serie de
empresas que en el fondo serían imprescindibles, como los intentos de volar,
los viajes de descubrimientos a países lejanos, los experimentos con sustancias explosivas. Nos paraliza la idea de quién sustituirá el hijo a la madre, el
marido a la esposa, el padre a los hijos si se produce un accidente y, sin embargo, todas estas empresas son necesarias. Ustedes conocen el lema de la
Hansa: navigare necessere est, vivere non necesse (navegar es necesario, pero
vivir no). Consideren en cambio lo que cuenta una de nuestras anécdotas
judías tan característica: cómo un hijo se cae de una escalera, yace inconsciente en el suelo y la madre se va corriendo a casa del rabino para pedir
consejo y ayuda. Dígame, pregunta el rabino, cómo ha sucedido que un niño
judío se suba a una escalera?
7. Lo que quiero decir es que la vida pierde en contenido e interés cuando
la apuesta máxima, precisamente la vida misma, está excluida de sus luchas.
Se vuelve tan vacía e insípida como un flirt americano, en el que desde el
primer momento está claro que no debe pasar nada, al contrario de una relación amorosa continental, en la que la pareja debe pensar siempre en el
posible peligro. Sentimos la necesidad de compensar este empobrecimiento
de la vida y por ello nos interesamos por el mundo de la ficción, de la literatura y del teatro. En el escenario aún encontramos personas que saben
morir y que incluso aún pueden matar a otros. Ahí satisfacemos nuestro
deseo de que la vida misma se mantenga como una verdadera puesta en juego
para la vida, y también satisfacemos otro deseo: porque no tendríamos nada
que objetar contra la muerte si no fuera porque pone fin a la vida, a algo
3 Los Asra son una tribu árabe, mencionada en De l’amour de Stendhal. El poeta Heinrich
Heine se inspiró en esta mención en su Romancero, donde dice: «...y mi tribu son aquellos
Asra que mueren cuando aman». (N. d. ed. alemana).
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que sólo poseemos en singular. Acaso no es el colmo que en la vida las cosas
pueden suceder como en el juego de ajedrez, donde una única jugada equivocada puede obligarnos a abandonar la partida, pero con la diferencia de
que no podemos comenzar otra de desquite. En el ámbito de la ficción encontramos esta pluralidad de vidas que necesitamos. Morimos con un héroe,
pero sin embargo lo sobrevivimos y eventualmente morimos tan indemnemente con un segundo héroe en otra ocasión.
8. Ahora bien, ¿qué es lo que la guerra ha alterado en esta relación nuestra
con la muerte? Muchas cosas. Nuestras convenciones acerca de la muerte,
si puedo decir así, ya no las podemos sostener. Ya no podemos pasar por alto
la muerte, debemos creer en ella. Ahora la gente se muere de verdad, y ya
no son tampoco unos cuantos sino muchos, con frecuencia son decenas de
miles en un día. Además, la muerte ya no es ninguna casualidad. Si bien aún
parece ocurrir que una bala acierte por azar a uno u otro, la frecuencia pronto
termina con la impresión de que sea algo contingente. La vida recobra así,
ciertamente, su interés, vuelve a tener su contenido pleno.
9. Aquí habría que hacer una división en dos grupos, separando a aquellos
que están, ellos mismos, en la guerra, arriesgando su propia vida, de los otros
que se quedaron en casa y que sólo tienen la perspectiva de que la muerte
se lleve a los suyos por heridas, infecciones y enfermedades. Sin duda sería
muy interesante si pudiésemos estudiar cuáles son las modificaciones anímicas que lleva consigo la entrega de la propia vida en las batallas. Pero no
sé nada de ello; pertenezco, como todos ustedes, al segundo grupo, a aquellos
que se quedaron en casa y que sienten el temor por sus seres queridos.
10. Observándome a mí mismo y a otros en la misma situación, me da la
impresión de que el aturdimiento que se ha apoderado de nosotros, la parálisis de nuestra capacidad de rendimiento están sustancialmente determinados por la circunstancia de que no podemos seguir sosteniendo nuestra
acostumbrada relación con la muerte y de que aún no hemos encontrado
una posición nueva frente a ella. Tal vez podamos contribuir ahora a nuestra
nueva orientación, si entre todos analizamos otras dos relaciones con la
muerte: aquella que podemos atribuir a los hombres primitivos, los hombres
de la prehistoria y aquella otra que aún se conserva en cada uno de nosotros,
pero que se esconde, invisible para nuestra conciencia, en capas más profundas de nuestra vida anímica.
11. Hasta el momento, estimados hermanos, no les he dicho nada que ustedes no puedan saber y sentir tan claramente como yo. Ahora me encuentro
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en la situación de decirles algunas cosas que tal vez no sepan y algunas otras
que seguramente no se las creerán. Debo admitir que sea así.
12. Pues bien, ¿cómo se comportó el hombre prehistórico frente a la muerte?
Su posición frente a ella fue muy asombrosa, nada coherente, sino más bien
bastante contradictoria. Pero pronto comprenderemos la razón de esta contradicción. Por un lado, el hombre prehistórico tomó la muerte en serio,
admitiéndola como aniquilación de la vida y sirviéndose de ella en ese sentido. Por otro lado la negó, degradándola a nada. ¿Cómo es posible esto?
La razón es que su posición frente a la muerte de un otro, del extraño, del
enemigo, era radicalmente distinta de la posición frente a la suya propia. La
muerte del otro le venía bien, la comprendía como aniquilación y deseaba
ardientemente poder provocarla. El hombre primitivo era un ser apasionado,
más cruel y malo que los otros animales. Ningún instinto le impidió matar
y devorar otros seres de su misma especie, cosa que se sostiene acerca de la
mayoría de los animales rapaces. El hombre primitivo mataba a gusto y como
si fuera evidente.
Por ello, la historia primitiva de la humanidad está llena de asesinatos.
Lo que nuestros hijos aún hoy en día estudian en la escuela como historia
mundial, es esencialmente una sucesión de genocidios. El impreciso y pesado
sentimiento de culpa que domina a la humanidad desde sus comienzos y que
se ha condensado, en algunas religiones, en la suposición de una culpa primitiva, de un pecado original, muy probablemente es la expresión de una
culpa de sangre que cometieron los hombres de la prehistoria. En la doctrina
cristiana aún podemos adivinar en qué consistió esta culpa de sangre. Si el
hijo de Dios tuvo que sacrificarse para liberar a la humanidad del pecado
original, se trataba, según la ley del Talión, de la venganza por lo mismo,
del pecado de un homicidio, un asesinato. Sólo éste pudo exigir el sacrificio
de una vida como compensación. Y si el pecado original fue una culpa para
con Dios Padre, el crimen más antiguo de la humanidad tuvo que ser un parricidio, el asesinato, por la horda primitiva humana, del padre primitivo,
cuya imagen rememorada se idealizó más tarde como divinidad. En mi libro
Tótem y tabú (1913), he intentado recoger las pruebas para esta concepción
del pecado original.
13. Permítanme que observe que la doctrina del pecado original no es
una innovación cristiana sino una parte de la creencia prehistórica que
se perpetuó a lo largo de casi todos los tiempos en corrientes religiosas
subterráneas. El judaísmo dejó cuidadosamente de lado estos recuerdos
oscuros de la humanidad y tal vez fue por eso que se descalificó como religión universal.
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14. Volvamos al hombre primitivo y a su relación con la muerte. Hemos escuchado cuál fue su posición ante la muerte de un extraño. Su propia muerte
seguramente le fue tan inimaginable y tan irreal como lo sigue siendo todavía
hoy en día para cada uno de nosotros. Sin embargo, para él se dio un caso en
el que las dos posiciones contrarias ante la muerte chocaron y entraron en conflicto, y este caso adquirió una gran significación y tuvo consecuencias muy
importantes y de largo alcance. Este caso se dio cuando el hombre primitivo
vio morir a uno de sus parientes, a su mujer, su hijo, su amigo, a los que seguramente amaba de manera parecida como nosotros a los nuestros, porque el
amor, ciertamente, no es más joven que el deseo de matar. Así, él mismo conoció
la experiencia de que uno puede morir, porque cada uno de estos seres queridos
era una parte de su propio yo, aunque, por otro lado, estas personas queridas
también eran en parte extrañas. Según leyes psicológicas que aún hoy en día
tienen su validez y que imperaban mucho más incondicionalmente en tiempos
prehistóricos, estas personas eran al mismo tiempo queridas y extrañas, enemigos que habían provocado en él una parte de sus sentimientos hostiles.
15. Los filósofos han sostenido que el enigma intelectual que la imagen de
la muerte significó para el hombre primitivo lo haya obligado a la reflexión
y que de este modo se haya convertido en el comienzo de toda especulación.
Quisiera corregir este postulado y restringirlo. Lo que desencadenó la investigación del hombre no fue el enigma intelectual ni tampoco todos los
casos de muerte, sino que fue el conflicto de los sentimientos al producirse
la muerte de seres queridos que también eran personas extrañas y odiadas.
De este conflicto de los sentimientos surgió primero la psicología. El hombre primitivo no pudo seguir negando la muerte, ya que la había experimentado parcialmente por medio de su dolor, pero sin embargo no quiso reconocerla porque no pudo pensarse a si mismo como muerto. Así se metió en
compromisos, admitió la muerte pero negó que fuese la aniquilación de la
vida como la había pensado para sus enemigos. Junto al cadáver de la persona
querida inventó los espíritus, pensó en el desdoblamiento del individuo en
un cuerpo y un alma, u originariamente en varias almas. Con la conmemoración de los difuntos se creó la idea de otras formas de existencia, para las
que la muerte sólo era el comienzo, la idea de una continuación de la vida
después de una muerte aparente. En un principio, estas existencias ulteriores
sólo fueron apéndices de aquella que la muerte terminó, apéndices como
sombras vacías de contenido y menospreciados que aún tenían el carácter
de soluciones precarias. Permítanme que les cite las palabras con las que
nuestro gran poeta Heinrich Heine –por cierto, en plena concordancia con
el viejo Homero– hace expresar al Aquiles muerto su menosprecio por la
existencia después de la muerte:
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El pedante más nimio viviente, en Stuttgart sobre el Neckar, más feliz se
siente que yo, héroe muerto, hijo de Peleo, rey de las sombras en el mundo
subterráneo.4
16. Sólo más adelante, las religiones lograron convertir esta existencia póstuma en la más apreciada y la plenamente válida, devaluando así la vida terminada con la muerte a una mera preparación. Por tanto, no fue más que
coherente el prolongar la vida también al pasado, inventando las existencias
anteriores, los renacimientos, la reencarnación y transmigración de las
almas, todo ello con la intención de privar a la muerte de su significado de
eliminación de la vida. Es muy significativo que nuestras Sagradas Escrituras
no hayan tenido en cuenta esta necesidad del hombre de una garantía de la
continuidad de la existencia. Al contrario, en una ocasión leemos: «Sólo los
vivos alaban a Dios». Supongo, y ustedes seguramente saben más sobre esto,
que la religión popular judía y la literatura que sigue a las Sagradas Escrituras
tienen una posición distinta frente a la doctrina de la inmortalidad. Pero
quisiera incluir también este punto en los agentes que hicieron imposible
que la religión judía sustituyera a las otras religiones antiguas después de la
decadencia de éstas.
17. Junto al cadáver de la persona querida no sólo se originaron la doctrina
del alma y la creencia en la inmortalidad sino también el sentimiento de
culpa, el miedo a la muerte y los primeros mandamientos éticos. El sentimiento de culpa surgió de la ambigüedad del sentimiento hacia el difunto,
el miedo a la muerte de la identificación con él. Esta última, mirándola desde
un punto de vista lógico, fue una inconsecuencia, puesto que la incredulidad
frente a la propia muerte no se podía eliminar de este modo. Tampoco nosotros, los hombres modernos, hemos avanzado más en la resolución de esta
contradicción. El mandamiento ético más antiguo y aún en la actualidad
más significativo, que se impuso en los tiempos más remotos, es «no matarás». Se había aceptado junto al muerto querido y se extendió paulatinamente también al no querido, al extraño, y finalmente también al enemigo.
18. En este punto quisiera hablarles de un hecho asombroso. El hombre primitivo sigue existiendo en cierto modo, está representado en los salvajes primitivos que al menos le son los más próximos. Ahora, ustedes se inclinarán
a suponer que este primitivo, el salvaje australiano, el de Tierra del Fuego,
4 «Der Kleinste lebende Philister / zu Stuttgart am Neckar, viel glücklicher ist er, / als ich
der Pelide, der tote Held, / der Schattenfürst der Unterwelt.» Se trata de la estrofa final
de «Der Scheidende» (El que se despide), uno de los últimos poemas de Heinrich Heine.
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el Buschrnann, etc., son asesinos impenitentes. Pero se equivocan. El salvaje,
en este aspecto, es más sensible que el civilizado, al menos mientras aún no
ha sucumbido bajo la influencia de la civilización. Después del final feliz de
la Guerra Mundial que actualmente hace sus estragos, los soldados alemanes
victoriosos volverán a sus hogares, junto a sus esposas e hijos, sin demora e
imperturbados por pensamientos sobre los enemigos que mataron en la lucha
cuerpo a cuerpo o con armas de largo alcance. Pero el vencedor salvaje que
vuelve de la senda de la guerra, no puede entrar en su pueblo ni ver a su mujer
antes de haberse sometido a una larga y compleja penitencia por sus asesinatos
bélicos. Ustedes dirán: «Bueno, el salvaje aún es supersticioso, teme la venganza de los espíritus de los caídos». Pero los espíritus de los caídos no son
otra cosa que la expresión de su mala conciencia por su culpa de sangre.
19. Permítanme que siga hablando aún un momento de este mandamiento,
el más antiguo de la ética: «No matarás». Tanto su aparición temprana como
su insistencia nos permiten sacar una conclusión importante. Algunos han
sostenido que llevamos en nosotros un instintivo y profundamente arraigado
rechazo contra el asesinato. Pues bien, podemos probar fácilmente lo acertado de este postulado. Tenemos a nuestra disposición unos ejemplos muy
buenos de este rechazo instintivo y heredado.
20. Permítanme que los lleve a uno de nuestros bellos balnearios meridionales. Allí hay viñedos con suculentas uvas. En estos viñedos también hay
serpientes oscuras y gruesas, por cierto, animales totalmente inofensivos,
llamados culebras de Esculapio. También hay letreros de prohibición en
estos viñedos. En uno de ellos leemos: «A los huéspedes del balneario se les
prohíbe terminantemente que se metan en la boca la cola o la cabeza de las
serpientes». Sin duda, ustedes dirán que esta prohibición es totalmente absurda y superflua porque tal cosa no se le ocurriría a nadie. Tienen razón.
También vemos otros letreros de prohibición, en los que se advierte no coger
uvas. Esta prohibición la consideramos más justificada. Pero no, no nos engañemos. Entre nosotros no hay un rechazo instintivo al asesinato. Somos
los descendientes de una larga serie de asesinos. El deseo de matar lo llevamos en la sangre y esto tal vez pronto lo habremos averiguado también en
otro contexto.
21. Abandonemos ahora al hombre primitivo para interesarnos en nuestra
propia vida anímica. Tal vez sabrán que tenemos un procedimiento de investigación con el que podemos averiguar lo que acontece en los estratos
profundos del alma, escondidos a la conciencia, es decir, una especie de psicología submarina.
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22. Preguntemos pues: ¿cómo se comporta nuestro inconsciente frente al
problema de la muerte? Y ahora seguirá eso que ustedes no creerán aunque
ya no les resultará nuevo puesto que se lo he descrito hace un momento.
Nuestro inconsciente tiene la misma posición frente a la muerte que el hombre prehistórico. En éste como en muchos otros aspectos, el hombre primitivo sigue sobreviviendo inalterado dentro de nosotros. Es decir que el
inconsciente en nosotros no cree en la propia muerte. Se ve forzado a comportarse como si fuese inmortal. Tal vez incluso el secreto del heroísmo sea
éste. Es cierto que la fundamentación racional del heroísmo se basa en el
juicio de que la propia vida no puede ser tan valiosa como ciertos otros
bienes, más generales y abstractos. Pero pienso que el heroísmo impulsivo
e instintivo será más frecuente. Es aquel heroísmo que se comporta como
si hubiese una garantía en la conocida exclamación del picapedrero Juan
«¡No te pasará nada!»,5 y que consiste en entregarse simplemente a la creencia del inconsciente en la inmortalidad. El miedo a la muerte que sufrimos
con mucha mayor frecuencia de lo que creemos, es una contradicción ilógica
de esta seguridad. Por cierto que este miedo no es ni mucho menos tan originario como el sentimiento de culpa y en la mayoría de los casos es un resultado de éste.
23. Por otro lado aceptamos la muerte de extraños y enemigos y la utilizamos
contra ellos como lo hicieron los hombres primitivos. La diferencia sólo está
en que no ocasionamos realmente la muerte sino que sólo la pensamos y la
deseamos. Pero si ustedes dan crédito a esta realidad psíquica, pueden decir
que en nuestro inconsciente todos seguimos siendo aún hoy en día una banda
de asesinos. En nuestros pensamientos silenciosos eliminamos a todos los
que se interponen en nuestro camino, a los que nos ofenden o nos han perjudicado, a diario y en todo momento. El dicho «¡que se vaya al diablo!» que
tantas veces se nos escapa como exclamación inocua y que en realidad significa «que se lo lleve la muerte», es algo muy serio para nuestro inconsciente.
Nuestro inconsciente mata incluso por bagatelas: como la antigua legislación
ateniense de Dracón, para los delitos no conoce otro castigo que la muerte.
Y esto tiene ciertas consecuencias, porque cualquier daño de nuestro yo omnipotente y presumido es en el fondo un crimen laesae maiestatis. Es una verdadera suerte que todos estos malos deseos no tengan poder. De otro modo
el género humano se hubiese extinguido hace mucho y ni los mejores y más
5 Es Kann mir nix g’scheh’n, exclamación procedente de la obra popular «Die Kreuzelsschreiber» (Los que escriben en cruces, es decir, los analfabetos) del dramaturgo austríaco
Ludwing Anzensgruber (1839-89). Freud usa la misma frase en su trabajo «El poeta y
la fantasía» (1908). (N. d. ed. alemana).
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sabios entre los hombres, ni las más bellas y amables entre las mujeres se hubiesen salvado. No nos equivoquemos tampoco en eso, aún somos los mismos
asesinos que fueron nuestros antepasados en tiempos primitivos.
24. Puedo decirles esto con toda la tranquilidad porque sé que en todo caso
no se lo creerán. Ustedes creen más en su conciencia que rechaza tales posibilidades como difamaciones. Pero no puedo privarme de recordarles que
hubo poetas y pensadores que no sabían nada del psicoanálisis y que sin embargo sostenían cosas parecidas. Sólo un ejemplo. J. J. Rousseau se interrumpe en un punto de su obra en una reflexión para dirigir una extraña
pregunta a sus lectores. «Supongan –dice– que en Pekín existe un mandarín
–Pekín estaba entonces mucho más lejos de París que hoy– cuya muerte les
podría traer grandes ventajas y ustedes pudiesen matarlo sin abandonar
París, por medio de un mero acto de voluntad, naturalmente sin que existiese
la posibilidad de que se descubriera su cometido. ¿Están seguros de que no
lo cometerían?» Bueno, yo no dudo de que muchos entre los estimados hermanos aquí presentes tendrían el derecho de asegurar que no lo harían. Pero
en general, yo no quisiera ser ese mandarín, creo que ninguna compañía de
seguros de vida lo aceptaría como cliente.6
25. La misma verdad incómoda se la podría exponer en una forma que les
puede causar incluso placer. Sé que todos ustedes gustan de escuchar chistes
y supongo que no han reflexionado demasiado sobre el problema del origen
del agrado que estos chistes producen. Hay un género de chistes que se llaman cínicos; no son los peores ni los más sosos. Puedo decirles que lo que
forma parte del secreto de estos chistes es el disfrazar una verdad escondida
o negada, que en sí misma sería ofensiva, de tal manera que incluso nos puede
deleitar. Por medio de ciertos dispositivos formales, ustedes se ven forzados
a reír; su juicio queda desarmado y así, la verdad que de otro modo hubiesen
condenado, se infiltra de contrabando delante de sus ojos. Por ejemplo, conocerán la historia de aquél hombre al que se le entrega una esquela fúnebre
en una reunión social y él se la mete en el bolsillo sin leerla. «¿No prefiere
averiguar quién se ha muerto?» le pregunta alguien. «No hace falta, contesta,
no tengo preferencias». O la historia de aquel marido que en relación a su
mujer dice: «Cuando uno de nosotros se muera, yo me iré a vivir a París».
Estos chistes cínicos no serían posibles si no pudieran comunicar una verdad
negada. En broma, como se sabe, se puede decir incluso la verdad.
6 En la versión editada de este texto, Freud precisa que encontró esta pregunta de Rousseau
en la novela de Balzac, Pere Goriot, de la que, al parecer quedó en el lenguaje coloquial
francés la expresión: tuer son mandarin. (N. d. ed. alemana).
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26. Estimados hermanos. Aún hay otra plena coincidencia entre el hombre
primitivo y nuestro inconsciente. Lo mismo que para aquél, también para
nuestro inconsciente se da el caso de que ambas tendencias, la que reconoce
la muerte como aniquilación y la que la niega como irreal, chocan y entran
en conflicto. Y este caso se da lo mismo hoy que en tiempos prehistóricos:
la muerte o el peligro de muerte de uno de nuestros seres queridos, de los
padres, los esposos, de hermanos, hijos o fieles amigos. Estos seres queridos
son para nosotros por un lado un bien íntimo, una parte de nuestro propio
yo, por otro lado, son en parte extraños, incluso enemigos. Con muy pocas
excepciones, las relaciones más tiernas e íntimas siempre están enlazadas con
un pedacito de hostilidad que anima el deseo inconsciente de su muerte. Del
conflicto de estas dos corrientes, sin embargo, hoy ya no surge la doctrina
del alma ni la ética sino la neurosis, que nos permite ver hasta el fondo también
de la vida anímica normal. La frecuencia de la preocupación excesivamente
cariñosa entre parientes y de autoacusaciones totalmente infundadas después
de casos de muerte en la familia nos ha abierto los ojos para la extensión y el
significado de estos deseos de muerte, escondidos en lo más profundo.
27. No quiero pintarles más en detalle este aspecto del cuadro. Seguramente
se horrorizarán, pero sin razón. La naturaleza, una vez más, ha dispuesto
las cosas mucho más hábilmente de lo que nosotros lo podríamos hacer. Es
seguro que no se nos hubiese ocurrido que pueda tener una ventaja el acoplar
entre ellos el amor y el odio de esta manera. Pero, ya que la naturaleza trabaja
con este par de contrarios, nos obliga a mantener despierto el amor y a renovarlo para protegerlo así del odio que detrás de él está al acecho. Se puede
decir que el desarrollo más bello de la vida amorosa lo debemos a la reacción
contra la espina de las ganas de matar que sentimos en el pecho.
28. Resumamos ahora: nuestro inconsciente es tan inaccesible para la idea
de la propia muerte, tan deseoso de matar frente a un extraño, tan ambivalente hacia la persona amada como el hombre prehistórico. ¡Pero cuánto
nos hemos alejado de este estado primitivo con nuestra posición cultural
frente a la muerte!
29. Y ahora examinemos otra vez lo que hace la guerra con nosotros. Nos
quita los sedimentos culturales posteriores y deja que vuelva a aflorar el
hombre primitivo en nosotros. Nos obliga nuevamente a ser héroes que no
quieren creer en la propia muerte, nos designa a los extraños como enemigos
cuya muerte hay que procurar o desear, nos aconseja superar el dolor por
la muerte de personas amadas. Así convierte en insostenibles todas nuestras
convenciones culturales sobre la muerte. Pero la guerra no es eliminable.
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Mientras siguen siendo tan grandes las diferencias entre las condiciones de
existencia de los pueblos y la aversión entre ellos, seguirán produciéndose
guerras a la fuerza. Aquí se impone entonces una pregunta: ¿No deberíamos
ser aquellos que ceden y que se ajustan a ella? ¿No deberíamos reconocer
que con nuestra posición cultural ante la muerte hemos vivido psicológicamente por encima de nuestro estado? ¿No deberíamos darnos la vuelta para
retar la verdad? ¿No seria mejor ofrecerle a la muerte el lugar que le corresponde en la realidad y en nuestros pensamientos y poner un poco más
al descubierto nuestra relación inconsciente con la muerte, hasta ahora tan
cuidadosamente reprimida? No puedo invitarles a ello como a un trabajo
de nivel superior, porque de hecho es un paso atrás, una regresión. Pero seguramente contribuirá a hacernos la vida nuevamente soportable y soportar
la vida es el primer deber de todo lo viviente. En el bachillerato escuchamos
un proverbio político de los antiguos romanos que reza: Si vis pacem, para
bellum, si quieres conservar la paz, ármate para la guerra.
30. Podríamos modificarlo para nuestras necesidades del presente: Si vis
vitam, para mortem. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.
Copyright, Sigmund Freud Copyrights, Colchester.
Traducción de Angela Ackerman Pílari
DESCRIPTORES: MUERTE / JUDÍO / GUERRA / INCONSCIENTE / PARRICIDIO / DESMENTIDA
/ AMBIVALENCIA..
KEYWORDS: DEATHT / JEW / WAR / UNCONSCIOUS / PARRICIDE / DISAVOWAL / AMBIVALENCE.
PALAVRAS-CHAVE: MORTE/ JUDE / GUERRA / INCONSCIENTE / PARRICÍDIO / DESMENTIDA
/ AMBIVALÊNCIA.
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