XIV - El Diario de Tenerife

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Capítulo XIV
Aquellos exámenes
“A mí me recomendó para el terrible examen de ingreso en la carrera
de periodismo Mariano Daranas. Mandó una carta a Victoriano Fernández
de Asís, el entrañable ogro de la radio nacional, a la sazón presidente del
tribunal. Superé la prueba y don Victoriano envió otra misiva a Daranas,
como hacían los caballeros de entonces: “ese alumno que has recomendado
con vehemente interés, querido Mariano, ha superado con mucho éxito el
examen de ingreso”, le comunicaba”.
Al director le encanta renovar su repertorio de recuerdos, hechos
ocurridos más de treinta años atrás. Y exagerar:
“Casi todos los miembros del tribunal eran cojos, menos don Victoriano,
que era sordo, y Andrés Romero, el bondadoso secretario de la Escuela de
Periodismo de Madrid. Allí había un bombo y teníamos que extraer una
bola con el número del tema, toda una oposición”.
Sus colaboradores se miran con regocijo; ¡el director va a contar otra
historia! Andrés Vega aparece en el despacho, fingiéndose agobiado, y
grita:
“¡Yo no me pierdo la batallita de hoy!”.
El director lo mira con falso enojo. No puede disimular la simpatía que
siente por aquel descarado.
“Director, no le veo a usted estudiando un temario sin rebatirlo; y
perdone”, sonríe Vega.
“Cierto, ni yo. Metí la mano en el bombo, en presencia del secretario,
miré el número y sobre la marcha comprobé que no tenía ni puta idea de
aquello…”.
“¡Joder, director!; ¿y qué pasó?”, es ahora el veterano Germinal Mendoza
quien se siente intrigado.
“Fue un acto reflejo, de pícaro; fingí estar muy nervioso y metí de nuevo
la bola en el bombo, aturdido. El secretario me lo recriminó, pero en un
gesto de confianza me preguntó qué bola había sacado. El número
veintisiete, mentí. Pues voy a confiar en usted, me dijo. Exponga al tribunal
el tema veintisiete del programa. Y el veintisiete era un texto que me había
estudiado a conciencia, así que obtuve el número dos de mi promoción, un
lugar de buena suerte porque el compañero que logró el número uno
falleció poco después”.
“Vaya potra, director”, apostilló Vega.
“Esta es una profesión de pícaros, Vega, y es preciso empezar desde
temprano”, bromeó el viejo periodista.
Tenía bien fijado en la memoria otro examen de ingreso, el de
bachillerato. Con ocho años había de enfrentarse al terrible Beltrán, el
examinador de matemáticas. Los quebrados. Fingió un dolor de apendicitis
en pleno examen, cayó al suelo, fulminado. Llamaron a un médico que,
desorientado porque los niños nunca mienten, diagnosticó el mal. Lo
intervinieron sin tener molestia alguna y los cirujanos se asombraron de
que no había señales de inflamación del apéndice, ni peritonitis, ni nada.
Beltrán, compadecido, le dio sobresaliente. El niño tuvo una convalecencia
llena de regalos y sus padres lo colmaron de mimos tras el percance y luego
de saber la nota concedida.
“Director”, pontificó Vega tras conocer esta anécdota, “usted no debería
estar aquí, sino en Hollywood”.
Todos los compañeros del periódico celebraban y comentaban aquellas
ocurrencias del viejo periodista, que las recordaba con agrado.
“Para contar historias”, reconocía el director, “hay que ceñirse a los
hechos; pero teniendo en cuenta que la objetividad es un cuento,
permítanse ustedes ciertas fabulaciones que bajo el eufemismo de
conjeturas adornen el relato. No sean rígidos, la rigidez se encuentra reñida
con el periodismo, lo hace aburrido y monótono”.
“Pero un relato periodístico no es una novela”, ha replicado la joven
Carolina.
“No; no, claro que no. Pero en la parte más baja de la pirámide de la
noticia, al periodista le está permitido elucubrar. Y es ahí donde se hace
preciso echar a volar la mente e imaginar cosas que, razonándolas, pueden
aportar mucho contenido a los relatos, sin faltar a la verdad; y si se falta a
la verdad que sea en beneficio de la literatura, no para destrozarla”.
“¿Ha mentido usted, director, a sabiendas de que lo hacía, durante el
ejercicio profesional?”, preguntó ella.
“Creo que no; al menos no recuerdo haberlo hecho”, respondió el
periodista.
“Usted ha reconocido que ha faltado a la ética”, siguió afirmando
Carolina.
“No necesariamente hay que mentir para faltar a la ética, hija. La mentira
de un profesional en el ejercicio de su trabajo lo hace todavía más indigno.
Otra cosa es que en esta profesión de locos sigas una línea equivocada
porque te fallan los criterios, te falta información o simplemente estás
instalado en el error”, dijo el director.
“¿Y ha escrito usted al dictado?”, insistió la redactora en prácticas, un
tanto lanzada.
“No te considero con derecho a examinarme, pero te voy a responder. Sí,
claro que sí; muchas veces. Algunas porque me lo han pedido y otras
porque yo he ofrecido mi pluma para atacar a alguien. Pero, fíjate bien,
quienes en este país editorializan sobre la ética y se creen los pontífices del
periodismo puro y limpio, o sea muchos de los profesionales que trabajan
en la SER o en El País, y pongo nada más que dos ejemplos, están faltando
diariamente a la ética, escribiendo al dictado de políticos socialistas y a
favor de los intereses de su editor, Jesús Polanco. Es decir, que la
información está podrida porque si no lo estuviera tampoco podría
sostenerse; hubiera muerto por falta de recursos. Es triste, pero cierto”.
El director añadió:
“Y hablando de ética. Cuando atraparon a Dámaso, aquel malvado
delincuente que violó y mató a varias personas en un paraje rural de
Tenerife, yo publiqué una foto suya en la mesa de autopsias, tras haberse
suicidado cuando era rodeado por la Guardia Civil. La foto me llegó por
correo de forma anónima. La hice pública por interés periodístico, pero
también por rabia hacia aquella alimaña asesina”.
“¿Y qué ocurrió?”, preguntó Carolina.
“La familia se querelló contra mí por injurias. Yo le dije al abogado de la
acusación: con lo que me saque a mí, ¿indemnizará a las víctimas de
Dámaso? Aquel hombre se quedó perplejo. Añadí: porque si usted gana, la
familia de ese delincuente ya no será insolvente; sus herederos deberán
hacer frente a indemnizaciones civiles que irán a parar a los familiares de
los inocentes muertos. Desde aquel momento se acabó el pleito, ya nunca
más me citaron en el juzgado. ¿Falté a la ética y a mi principio de que todo
lo que repela no debe ser publicado? No lo sé. Yo sólo me defendí y creo
que bien”.
El periodista añadió:
“La justicia en todo el mundo tiene sus incongruencias; cuando
concedieron a dedo emisoras de FM en determinado lugar de este país, yo
lo denuncié. Al Gobierno no le gustó y mandó mis escritos al fiscal. Y el
ministerio público, en vez de investigar si lo que yo decía era cierto o no,
me encartó directamente como autor de un delito de injurias y calumnias.
Gané el juicio y, además, la jueza hizo un canto a la libertad de expresión.
Pero no siempre tiene uno suerte”.
“¿Teme usted a la justicia?”, insistió la joven aprendiz.
“No; pero no es agradable enfrentarse a ella porque aunque no te condene
existe una pena que se llama “de banquillo” que impone. A nadie le gusta
ser juzgado por otro hombre o por otra mujer. Mejor huir de los pleitos”.
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