AÍiO VI MUM. 236 - Hemeroteca Digital

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AÍiO VI
MUM. 236
La semana
¿Conocen ustedes d Marianita C, L.':* ¡Sí, hombre!... La
lian visto ustedes mover el vientre 'en el Teatro Japonés, primero; luego, en líomea: en Rslavamás tarde.
Bueno; pues ¿ ella me refiero. Marianita se casa, y
la alegre artista, regocijo de tantas Ijacanales, penetra
en el sereno mar muerto del matrimonio, suavemente,
sin impaciencias ni convulsiones, como desaguan en
el Océano los grandes ríos, cuyas ondas tras una peregrinación demasiado larga, avanzan pausadamente y
como cansadas. "¡Adiós! todo!"—murmurani para su
corsé la linda hetera. Ijas vistosas pelucas rojas con
que bailó desaforados cancanes, quedarán perdidas en
la (luietud obscura de las sombrereras cerradas; los trajea de japonesa y de odalisca, colgando melancólicos
á lo largo de las perchas, bajo el polvo, perderán su color; los zapalitoH perderán la forma y el perfume de
los pies que íintuño la llevaron al vértigo del bailo: y
todo, simultáneamente, sufrirá la nostalgia inmensa de
los triunfos pretéritos, de las candilejas apagadas, de
los aplausos para siempre extinguidos en la amplitud
do las salas donde ahora triunfan otras artistas.
Mariana C. se casa con un militar retirado con quien
sostuvo relaciones íntimas durante muchos años. Esto
me lo dijo anoche, precisamente, Pilar A., á quien deberes que no son del momento referir, mantienen alejada de loa palcos de la Zarzuela y de Apolo.
—Me caso con Paco—dijo Mariana á su amiga, una tarde que hablaban á solas en casa de ésta, cuando empezaba á vestirse y eu tanto que se sujetaba una liga,
L f—¿Por qué?... ¡Eis original! ¿Acaso vuestros amorea van á ser fecundos?
f, Mariana C. se echó á reir...
?¿¡—Lo hacemos —dijo-por variar, por rebozar nuestra posición con la salsa, siempre estimulante y sabrosa,
de lo nuevo. El matrimonio, que acerca á los novíoSj es probable quo distancio á los amantes por aquello
de convertir en lícito lo censurable y prohibido, ¿comprendes?... Y todo es variar.
Mariana refirió, con estilo íraneo y pintoresco, la historia, larga ya, de su amancebamiento.
—Al principio—comenzó diciendo la joven—l'aco, tan hombretón y voluntarioso como os, era para mí
una especio de pina de América ó de perita en dulce; y siempre, mientras trabajaba, él quedaba esperando
en la primera caja de bastidores, sosteniendo la capa de pieles con que yo abrigaba mis liombros desnudos
y un gran ramillete de flores que luego me ofrecía galantemente. Aunque duciía en la difícil ciencia de conocer caracteres, me equivoqué creyendo á Paco todo suavidad, condescendencia y blandura, y segura do
que jamás sabría incomodarse formalmente conmigo, le engañaba á mi antojo: con éste, porque era rico,
con aquél por guapo, con otro... sin motivo, por el capricho de estropearle á una am^iga mía un buen negocio,..
—¡Capricho muy humano—insinuó Pilar-que todas nosotras liemos sentido al día, dos veces por lo menos!
—Hasta que Paco—prosiguió Mariana—me sorprendió escribiendo una carta de araor. Y ¿sabes qué hizo?
—Echarse á llorar...
— ¡Quiá! Levantar el brazo, un brazo de oso, y darme
dos bofetadas ^ae casi me dejaron sin conocimiento. Yo,
como supondrás, lloré, pateé, juró dejarle para siempre...
mas no lo hice, pues en el fondo me complacía que aquel
hombre, que hasta allí supo hablarme de flores y do pájaros, tuviese el puño tan robusto. Hicimos las paces. Otro
día (yo no escarmiento) mi buen Paco me sorprendió en
flagrante delito de infidelidad con cierto marqués amigo
suyo, el cual, viendo el asunto mal parado, puso ágilmente
pies en polvorosa. Entonces Francisco, cogiendo un bastón, la emprendió á golpes conmigo: fué una paliza enorme.
Pero, hasta la tercera, dice el refrán, no va la vencida^
—¿Y tú?...
— S'o necesite un nuevo escarmiento. Un muchacho
muy simpático, abonado á uno de los palcos proscenios
del'teatro donde yo trabajaba, me había escrito citándome en cierto sitio. Aquella carta también la leyó Paco,
que sin duda me espiaba mucho más de lo quo yo creía, y
llejjcandü al lugar designado por mi cortejador antes que
él, me disparó á quemarropa cuatro tiros, uno de los cuales me atravesó esta pierna; desde entonces soy buena.
J'ilar exclamó estupefacta:
—¿Y serás capaz de casarte con esa fiera?
— ¡Vaya!... A un marido así tengo, por lo menos, la seguridad de no engañarle!
...¡Ah, el corazón de las mujeres! Yo no te diré que las
dejes, lector amigo; ¡pero desconfía de ellas!...
L. DE MONTEMAR
ILUSTRACIONES DR V, TUR
—¡I íyo, Niiiasia, mira aquel aoñorito!...
—(Y qué tiene?
— ¡No vea que le lian salido ios
ijigotcsal revés de las personasl...
—Kosalinda, aquí en Madrid lo que" haj' que hacar as mostrai- iiiiliferencia absoluta por todo lo que vemos, porque ai lo
admiras, nos oono.^en en sefj;uida que ionios forasteros...
UT^
— Í Y tú, Pascasio, conoces al general Weylerí
—|Ya lo creo que lo cononco!...
—iV lo lias haliiao alguna vez?
— Hublai'lo, precisamente, no; pero tuando nos venios
por la calle, nos baludamos siempre.
— Oiga, podría esperarse un ratii;o, (¡ue me voy
li bajar/Ja hacer una necesidad.
—.Vquí no espora el tranvía á nadie.
—Pero hombre, isi es una necesidad menor!
UlDi;.10 UK K A R K A T O
FiR:jvi.^s ]Nrx;jev^.A.s
HOMBRE
I
Se hahi'a criado en lafí ariscas peñosidados del Atias c
en ios bosques frondosísimos de India, en los ardientes
arénale» del desierto, ó entre los helados témpanos do
Silería, junto Et los la^ioa az-iiles de Suiza óal lado délas
levíficas aguas del mar Ilojo.
Era un caire, y, sin eniliartío, era bailo, porí]uo no está
en pugna la belleza con el salvajismo. Sus formas oran
de escultura turiega; atrevidas las líneas desús piernas y
. de sus brazos, varoniles las ne<íruras que ensomltrecían
sus facciones; vigorosos sus músculos; potentes sus nervios, y magnífico ol conjnnlo de su hermosa figura do
Atlante.^
Mas, á posar de todo¡ no eraiiombra. Porque ser hombre, as sentir llamas dentro del pocho, pasiones que so
nfíilan en las entrañas, deseos que punzan el corazón y
vértigos que destrozan el cerebro; ser hombre es ambicionar algo, tener, á veces, deseos ríe embriagarse con
sangro, y á ratos, ansias ¡«r perdonar, por r e z a r á un
Dios, por rozarse con semejantes en forma y en espíritu;
ser liombro es abrigar Injuria, sentir amor, tendencia
hacía la hembra, angustias por liesar, liebre tenacísima
por gustar el supremo argumento del placer.
Y él no sentía na<la de oso. En las fragosidades de las
selvas ó entre las breñas do los peñascales ingentes, sólo
había llegado á distinguir el rugirlo de! tierra del aullido
del chacal, el silbar espanloso del reptil, del lúguiíro
graznido del avestruz. No sabía ongemírar. ignoraba las
delicias de la mujer, no aljrigaba deseos, ni temores, ni
ansias, ni dudas, ni sabía distinguir la felicidad de la desgracia, la pena del consuelo, el bien del mal. No ora
hombre, era una iiei-a: el tigre que da zarpazos, el chacal que clava el dienie en la carne podrida; el nonúlar
que crece en la charca pantanosa; el avestruz que gira
en el espacio sin sospechar que le sigua la Hecha onvonanada del salvaje.
No era hombro: ora un engendro de la Naturaleza, el
hijo de la selva, sin ra'zón ni [lasiones, ni luchas, n; d e seos,..
[I
El gabinete do Porla, Ja daifa del príncipe ruso , \ . , es
un delicioso rincón lleno de encantos voluptuosos, un
nido tejido ccn besos, un edén.
Sus paredes están tapizadas de rosa; loa balcones
guarnecidos do amplias colgaduras de gasa roja, indolontomenta recogidas por grandes lazos do terciojielo
blariiio; vestido el tocador con relinada coquetería, produciendo los eapejos tautásticas irisaciones y cargada la
atmósfera de aromas, aires de perfumes dulcísimos y
enarvadores, de ese olor lúbrico que trasciende á mujer
joven y hermosa.
En uno de los ángulos, la cama sugestiva, hecha para
el amor con maderas riquísimas; adornada con nabellonea rocogirios en el centro, y entre sus pliegues, focos
eléctricos, cuyas luces so quiebran en el espejo que hay
á los pies. Y entre las sábanas cuajadas de encajes, ligeramente arrebujada, una linda mujer que enseña sus
desnudeces y se cubre á medias con el polo suelto y vaporoso que cao atrevido sobre sus pechos redondos y
sus espaldas gozadoras...
iir
El hombre cafre, la bestia humana, se introduce mágicamente en aquel reino iie Asmodeo, el espíritu dolos
amores impuros.
lírillan sus ojos con elluvíos de lujuria, tiemblan BUS
lyirnes, laten siis sienes con calenturiontas palpitaciones
y cae sobre nquellecho de amor, campo do manioliras
do deliciosas caricias, inipregnado de más poesía que el
alma de Shnkspeare...
Y cuando el sol naciente, ávido de curiosidad, penetraba por las rendijas ile los balcones, uno de sus más a t r e vidos rayos hería el rostro del salvaje, descolorido, frío,
tétrico, domostrando la lucha que sus nervios babfan
sostenido, ios deseos extintos con que había pretendido
ser hombre.
Como la reina Edita, qun había muarto siendo virgen
al par de esposa, el Atlante de las selvas, el hombre déla
monlaña, murió sin haber llegado á ser homliro...
li. S. DKlNESriíILLAS
AÍíiS
D E
MI
V I D A
CU
(Conolusión)
Aquella míiñaiía mi vccinfi se levantó muy farde;
ei'íi ílomiii^o: el di'a donulo del reposo del sol. Cuando
salí do mi cuíirto para ir al de Luisa, serían las doce:
ella acababa ilc lovaiilarse y su rostro ^ru^sü conservaba av'iii !ii pesadez soñulienta de una larga quietud; probablemente estuvo acostaba y dospicrín durante muchas horas, sin otro propósito que holgar
gustando el placer aristocrático, tan codiciado por
los pobres, de levantarse tardo.
—^.Dónde irá usted eaía tarde?—pregunté.
— Xosé; quizíi visite á una tía mía dueña de un
Salón do Tjcctura.
—¿Y dónde almorzará usted?
—Aquí.
-^ñl^iarabres?
— Sí. Con un panecillo y un pedazo de queso que
reservé de mi cena do ayer, puedo resistir perfectamente hasta la noche. Yo cómo muy poco.
Describióme el aspecto dol modestísimo rosiau~
rani donde ella y sus compañeras de trabajo almorzaban. Era un Balón
rectangular, sucio y
obscuro, sombrado
de mcsifas cubiertas
por largos manteles
blancos cuyas puntas llegaban al suelo; un mozo alto y
cetrino, iba de aquí
para allá con pnso
tardo y una servilleta al hombro, sirviendo á los parroquianos; gen le pobre
que comía deprisa,
metiendo g r o s e r a mente sus cucharas
en los platos de potaje, y con el sombrero puesto. Al fondo del local y alrededor de una mesa
capaz para doce ó
quince personas, se
sentaban las compañeras de Tiuisa: entraban arracimadas
y riendo, llenando
el salón liúmedo con
la alegría estruendosa do sus voces y la expresión de sus semblantes
piUÍdo.s bañados en el nimbo chillón de sus rojos
cabellos. Todas se sentaban juntas, hablando simultáneamente, entregándose al doble júbilo de la libertad j--dol reposo, cnnicntando lo más notable ocurrido
en el obrador, burlándose de la maestra y del jefe de
talleres, con su abdomen puniiagudo y sus piorneeillas estevadas, preparando diversiones y giras
campeslres. Algunas citaban allí á sus amantes,
sobre cuyos hombros reclinaban á los postres, bajo la
atmósfera azulada que formó el humo de los cigarrillos, sus eabecitas inconscientes... Pero aquello
sólo ocurría durante la semana; los domingos In gran
mesa del rpstaiirntit quedaba vacía do obreras; el
regocijo de vivir las dispersaba y todas corrían tras
su contento, unas al campo, otras al baile. Luisa
Come, que no tenía amanto ní amigas predilectas,
liabia de resignarse con el melancólico Salón de Lectura do su tía Beatriz. Yo repuse:
. (1) Véaae el número aaterior.
- ¿Quiere usted almorzar conmigo?
—ííY después?
— Después, daremos un paseo.
Ella, recordando, tal vez, los aplazamientos propuestos por su prudencia á mi deseo, me miró con la
parsimoniosa cautela con que se observa al acreedor
que viene á presentarnos una factura importante.
—Bueno...— dijo.
Salimos á la calle dirigiéndonos hacia el pasaje
Joiiffroy, donde almorzamos. Era uno de los t'útimos
días del pálido otoño; las calles estaban mojadas y
las mujeres caminaban recogiéndose los vestidos:
el ambiente í'reseaclión acariciaba las mejillas; un
apretado tapiz neblinoso cubría los cielos. Luisa vestía como siompre; su sombrero adornado con un lazo
y un manojo Je viejas íloreK; su gabaneillo de corto
inglés que apenas la cubría las caderas; su falda negra, bastante usada: sus brodequines de becerro... Al
pasar por una tienda de modas, Luisa sumergió en los
escaparates una larga mirada codiciosa y profunda.
— Cuando t e n g a
dinero- dijo hede
comprarme un sombjerito redondo.
Asentí mordiéndome los labios, lamentando no podi^r
satisfacer inmediatamente aquel fácil
capricho. Los sombreros canotié y s
son, para las obrerillas parisinas, un
ideal; lo que paraun
jovenzuelo el primer traje do frac; lo
que para una chula,
un man ton alf omhrado. Almorzamos bien y
obsen'é c o m p l a c i d o los
bienhechores efectos que
aquella comida copiosaproducfa en mi compañera,
avezada á los guisotes suicidas de un rnsfauranl de
ínfimo orden, Luisa habló
mucho; tenía los ojos brillantosy sus carnosas mejillas ardían. Luego de beber
café nos dirigimos baeia los
grandes houlev^ares, invadidos á la sazón por una
multitud fanática y estúpida que la heroica cam|)aria
de Emilio Zola, en favor do Dreyfus, enardecía.
Nadie, ni aun el prodigioso pintor de Germinnl y de
La Debiicle. sabría copiar la espantosa hoguera de
intereses, odios, ambiciones políticas y rencores innñmeros que abrasaba á París en aquella época. Los
judíos acobardados momentáneamente por el inaudito suplicio que la injusticia brutal de los fuertes
estaba realizando en la Isla del Diablo, callaban
horrorizados; y París, luego de salvar lo que él llamaba "honor del ejército francés", iba olvidando á
Dreyfus, la víctima inocente que agonizaba allende
los maros cubierta de oprobio, entre cuatro paredes...
ü e pronto Zola arroja a l a cabeza del Presidente
de la Ilepúbliea su implacable ¡J'accusse!... "¿Quién
osalevantür su voz hasta nosotros?"—exclaman los
poderes constituidos. — Zola respondo: — "Yo."—Y
al contestar así, no alude á su elevada personalidad
de artista inmortal, sino á su condición de hombre
libro y consciente, amante de la razón y del derecho.
que habla porque cree hallarse bajo la noble égida
protectora de un gobierno honrado y justo. La voz
poderosa de Zola es el grito eolórico del clarín que
empuja á la batalla: los semitas, reaniniiidos súbilamente, se buscan, se agrupan, se estreclian las manos, juran vaciar el oro de sus arcas para rescatar al
hermano infelix. cargado, como el efibn'jii que los antiguos egipcios lanzaban al desierto, con las culpas
de todos, y L'Auíore les sirve de tribuna. Con ellos
están tarnbiún los anarquistas, los socialistas, los republicanos de buena cepa, enemigos do la teocracin,
los librepensadores; lodos los díscolos, en iin, que
forman más ó menos en la extrema ixquiorda de las
m.odernas corrientes filosóficas y políticas. Pero ante
aquella numerosa, fuerte y apietada buesfe, congrégase otra nuiltitud infinitamente más numerosa y
mejor armada; los antisemitas disfrutan el apoyo
material y moral del ejéicito, que creyéndose ofendido en las personas do los generales acusados por
Zola, abomina de este; y suman también á esta el¡caeísima alianza la de todos los elemonlns aristocrtíticos y teocráticos, la protección incondicional del
gobierno, la adhesión de los jesuítas, de la juventud
estudiosa, de las autoridades civiles, de la prensa,
que tan inmenso poder ejerce sobre la opiniíín francesa. Casi todos los periódicos son antidreyfusistas: los caricaturistas, Caran-Dachc entro otros, ridiculizan á Zola, presentándole en momentos y actitudes innobles, y aquellas caricaturas so venden por millares; líochci'orty Drumont concitan sóbrela cabeza
augusta del padre de Torosa Raquin y do Nanii. una
tempestad implacable de odio.s. El artístico ifontmarire le vuelve la ospalda, la adinerada burguesía
del í'aiibourg Sainl-Gcrraain abomina del "miserable crapuloso" que surge inopinadamente á turbar
con su briosa protesta y sus alardes justloieros, el
reposo beatífico de sus digestiones; los estudiantes
del barrio Latino también gritan:
— ¡Gonipiiez /Cola!..,
Zola, como Voltaire, hul)iera podido escribir sobre
su escudo nobiliario: "Todos contra uno, uno contra
lodos."
Tras el inolvidable ¡J'accusse!... la prueba más
gallarda y rotunda de independencia de espíritu que
conozco, Emilio viola publico su Carta ñ }u juvoniud. y sucesivamente la Caria al Ejército y la Carta
al Cuerpo de seguridad, do todas las cuales se vendieron por París en pocos minutos millares de ejemplares; y la gran ciudad tembló.
N'o obstante, Zola triunfa, su esfuerzo sobrehumano arrolla el esfuerzo combinado de millares de enemigos, y su gesto es bello y heroico como el del nadador que vence el empuje de un torrente. Ya lia logrado la revisión del famoso proceso, ya algunos
miseraliles que él acusó se han suicidado", ya el itifeliz Drcyfus ha vuelto de la isla del Diablo y espera entre rejas la sentencia, favorable y adversa,
del tribunal que ha de juzgarle; dreyfusistas y antisemitas rodean desde las cinco de la mañana los
altos muros del Palacio de Justicia, sin cuidarse del
barro donde se hunden sus pies ni d6l agua que
llueven las nubes.
"M. Zola — Jeo en L' Intransigeaut. — protegido
por algunos policías, dirígese hacia la salida del
boulevavd del Palacio. La multitud, que logró romper el cordón de guardias, lo persigue injuriándolo.
Zola, macilento, desfallecido, es casi arrastrado por
el abogado Labori al franquear la verja. Por todas
partes resuenan gritos terribles de: ¡Cainpuoy. Zola!
La policía carga para dispersar á los manil'estantos;
la muchedumbre procura acercarse á Zola ensenándole los puños; un hombre avanza y poniéndole un
puño en la naríz, grita: ~ ¡Crapuloso! ;M¡s6vuh]e!
¡A muerte!... Y la multitud repite: — ;.\ inuorle, ñ
Cuando Luisa y yo llegamos al houlevavd, el
grito eterno, el odioso grito de ¡Coinpnez Zola! llegó
it nuestros oídos; el hampa de París y nutridos grupos de estudiantes, avanzaban por el comedio del
anchuroso boulevard de los Italianos, dando ¡mueras!
li Dreyl'us y á los judíos; los agentes de orden público procuraban ahuyentar á los manifestantes sable en mano; la multitud que discurría por las aceras,
se arremolinaba delíinte los portales, recelando una
agresión. Luisa no sabía exactamente lo que tan revuelta baraúnda significaba: ella no leía periódicos:
hasta su obrador, perdido en la encrucijada de dos
viejas calles estrechas y aislado del mundo por el
culto devorante del trabajo, no llegaban los ecos
clamorosos de la vida. Mientras nos dirigíamos hacia
el Louvre, procuré explicar concisa y claramente, de
qué se trataba: y Luisa, qne era buena, púsose inmediatamente y por íntimo y espontáneo impulso, de
|)arte de Dreyl'us y de Zola, de los oprimidos; Alfi'odo l)rcyl'us tenía hijos y mujer; ipobreeillo!...
¡Cuánto liabrá sufrido; «jué ganas tendrá de abrazarlesl.. Luego, su alma candida desatóse en improperios contra la l)urguesía y el clero, guiada por
ese insIin 10 que mue\'e al pueblo á vor en loa
jesuítas ios autores y responsables únicos de todo lo
malo. Los grupo.s de furiosos manifestantes pasaban
(i nuestro lado rozflndonos con un aleteo fjitídicode
buitre que persigue hambriento alguna presa, y sus
gritos nos oprimían el corazón con la doble emoción
depresiva de la injusticia y del miedo.
— ¡AbajoZola!... ¡Abajo Droyfus! ¡Mueran loa j u díos! ¡Viva el ejército!...
Frente ala iglesia déla Magdalena, varios gendarmes dieron una carga, que los manifestantes procuraron resistir arrojando sobre los represontanies de
la autoridad una lluvia de piedras; también sonaron
varios tiros, pci'o el grupo de revoltosos fjuedó deshecho; los Que lo formaron corrían por las aceras
para tornar á reunirse más lejos: tras aquel pelotón
vocinglero venían otros y otros... y las cargas y las
carreras se repetían. Dominando el fragor de aquellos combates, las gargantas enronquecidas gritaban;
—¡Abajo Zola! ¡Mueran los judíos!...
Luisa se aferraba á mi brazo, intimidaila por tan
furioso y sostenido clamoreo; sabúimos que, cu tal
situación, bastaba que un mal intencionado gritase:
—¡Esos son judíos!... —para quo la muchedumbre imbécil y fanática cerrase contra nosotros,
Llegamos á los Campos Elíseos y proseguimos
nuestro paseo hacia el Areo de Triunfo, cuya mugnífieamole de piedra recuerda desde muy lejos la
figura de Napoleón, entrando por él cargado do laureles. De pronto ocurrió un lance que p .(;ü.costarrae
muy caro y que referiré sucintamente ;"\ra que nadie crea que pretendo cehir á mis sienes -lentirosos
laureles. Delante de nosotros, á bastante distancia,
un numerosísimo grupo antidreyfusista se apiñaba,
profiriendo en giitos iracundos contra Zola y los
judíos. Como por ensalmo, los gritos cesaron para
comenzar en seguida: Todos voceaban:
— ¡Un judío... un judío!... ¡A oso, que es judío!...
Advertimos en la muchedumbre un movimiento
cxtrafio, é inmediatamente Luisa y yo, presintiendo
un gra\o peligro, quisimos aportarnos de allí, huyendo del centro del pasco hacia la acera más próxima.
Luisa corría delante de mí, repitiendo:
—Ven, ven...
Pero ya no pudimos, porque á los dos la emoción
de lo trágico acababa de oncadenarnos al suelo. Del
fondo negro formado por los gabanes y obscuros
trajes de los manifestantes, surgía el rostro lívido,
espantosamente lívido, de un hombre quo huía; y
tras aquel semblante descompuesto por ol terror,
otros pálido.'j ó rojos, descompuestos por la ira.
— ¡A ese, á ese, quo es judío! ¡Mntadle ahí!.., —rugían quinientas gargantas.
sSXKSmiB^
4-
La emoción tuc Iiabía quitado todo movlraienío
y mis ojos se dilataban abarctiodo el horror de la
innoble escena; Luisii me llamaba inútilmonte deede
lejos. El pobre judío perseguido corría avanzando
hacia mí dorecliamente; había perdido el sombrero
y sobre su frente, cubierta de sangre, los cabellos se
erizaban: tenía los labios exangües; en sus ojos de
par en par abiertos por el miedo, creí leer una súplica dirigida íi mi'; In súplica de no lastimarle, de no
atajarle en gu huida... Era un hombre de freíala y
cinco á euiírenta anos, alto y virroroso; los que le
acotíaban de más cerca, oran quince á veinte estudiantes, jovenzuelos harbilampiiios en su mayoría,
que se disputaban el placer innoble de golpear ¡i
mansalva sobre la pobre víctima: uno le daba un
puntapié en luH lirioiiL's: aiiuéi, queriendo acogotarle, le desgarraba el cuello: otro, de un bastonazo
en la cabeza, le derribo. Entonces todos le rodearon:
alfíunos, por el impulso adquirido en la carrera, no
pudieron detenerse y pasaron sobre el infeliz caído;
pero muy luego volvieron sobre sus pasos y todos
l'ucron a pisotearle, á insultarle, á escupirle... Aun
pudo la víctima le^•a^la^se y continuó caminando,
RÍcniprc hacia mí: ya no tíorrra. el terror, sin duda,
paralizaba sus piernas y limitábase á andar, alelado,
humillando la cabeza y el busto bajo los golpes.
— jEs unperro judío!-gritaban todos;—jacabemoa
con él!...
Aquello me indignó, y repentinamente sentí que el
estupor y amilnraiento de los primeros instantes se
trocaba en movimiento agresivo de repugnancia
y luego en fiereza y coraje vivísimos. Quise defender al judío, al miserable fugitivo que, con algo más
de ánimo y un cuchillo, hubiese podido represar todo
aquel enjambre de cobardes verdugos.
— ¡Atrásl-grité sin conciencia exacta de lo que
decía.
Creo que les llamé miserables y canallas; aquello
no fué valor, ni temeridad, sino una explosión noble
de mis nervios, una protesta viril de todos mis
sentimientos humanüarios: denosté y cerré las manos para herir instintivamente, como pude echarmeállorar ó extender los brazos impetrando piedad
para el delincuente. En un instonte perdí de vista á
Luisa y me vi cercado y agredido por multitud de
brazos.
— jDefiéndetel—dije al
judío.
_ Recuerdo que le insulté; el desdichado temblaba sobre sus rodillas y
movía los labios sin poder
hablar, produciendo u n
ronquido angustioso como
un estertor. Al senlirrae
empujado y golpeado injuslomente, me volví loco:
el griterío de mis enemigos mo enardeció, aumentando mi vértÍgo,y bajando
a cabeza acometí,arremetiendo contra todos, sin
acordarme de que en un
bolsillo inferior llevaba
una llave inglesa. Caí y
me levant''', y luego í'uí
reculando, buscando para
mi espalda el amparo de una pared vecina: cuando varios agenles de orden público acudieron íi
mi auxilio, mis vestidos estaban rolos y mis •
cabellos y mi rostro ensangrentados. Ante los
sables de la auloridad. los revoltosos huyeron:
Luisa so acercó á mí: estaba llorosa y pálida.
— r^Qué tienes? ¿Cómo esUls?-exclamó cogiéndome las manos; - ¡oh, qué disgusto! .. Creí
que te mataban...
Ya era larde y emprendimos el regreso hacia
nuestro hotel, recorriendo los viejos jardines
de las Tullerías; en una fuente lavé con mi
pañuelo mis ligeras heridas; Luisa rae ob.^ervaba atentamente, con expresión do cariño y
respeto, y comprendí satisl'ecbo que mi hazaña
había rendido su corazón: fué aquella una excursión dulce, triste y callada: bajo ol cielo plomizo los árboles retorcían sus negras ramas
desnudas: las fuentes repelían en el silencio
la monótona canción interminable de su despedida...
Aquellanoche cené en el cuarto de Luisa, pan,
queso y un trozo de carne fría. Luego dije:
—Son las once. ¿Ouieres que me vaya?
Ella bajó los ojos, ruborosa. Yo añadí:
—¿Me quedo?
- Como gustes.
—Entonces.,, me quedo.
Comenzó á deánudarse, haciendo sobre sí mismo,
para vencer su pudor, un gran esfuerzo, Enajenado
de gozo, quise abrazarla, besándola frenéticamente,
empujándola hacia el lecho. Ella exclaraó:
—¡Ah, en España los hombros son brutales!... Pues •
ello ha cíe ser, ¿á qué vienen esas impaciencias?...
Tenía razón y me contuve, algo humillado por
aquel reproche. Luego, viéndola ya acostada, apagué
la luz...
EDUARDO Z A M A C O T S
ILUSTRACIONES DE MFOINA VEHA..
SEMANA
TEATRAL
—M'ologro...
CUADRO PIUMERO. —LA
'A
VUiíI.TA DEL VÜJKCEDOK
h~
á m i desahogo ingénito y también ú la galantería d e mi amigo el editor
señor Sopenn, usurpando
t r a n q u i l a y d i i l e e m e n t e sus
funciones á VéUx Linieiidoux, ajeno con s e g u r i d a d
de la "cola" que v a á traer
su codazo de marras.
jY que, en efecto, n o va ú
HDr,irenderse Félix cuando
He encuentre montada esta
página. Me motejará, me
recriminará. ¡Poco á poco!
A d e m á s , señor don Félix
de mis pceadoSj si y o me
atreví ¿suplantarlep'or una
sola madrugada en V I D A
G A L A N T E , fué
OüADRO SEGUNDO.—LA PASTORA (Pilar Delgado).—EL PBtNOiPBJ (Lúa García Cenra).
con
la
h fotógrafo (notabilidad
en la clase, dicho sea e n tre paréntesis) cargó los
chasis, y u n a vez t e r m i nada esta preliminar operación, él y este humilde
c'/ér/go, nos colamos en
casa del mismísimo P e p o
Kiquelmc.
- ¡Hola, Pepe!
—¡Hola, gentecillal
, — ¡Adiós, burgués!...
etc., etc. ¿Que plan os trae por aquí?
Y hablé y o : hablé y o y d i j e : - P u e s , tú verás... Esta
mañana se ha dado un golj'e B» el codo derecho VóWx.
Limendoux. Y como, según los supertieiosos, un g o l p e
así, es señal de sorpresa... liemos pensado Rodríguez y
y o : ¿por qué no le hemos de dar u n a sorpresa á Félix?
Y á eso venimos...
esol-'-exclamó Jíiquelme.—Voy á apelar "á la
mas precipitada"
(fr
eipitada" (frase
favorita de nuestro interlocuíor.)
— X a d a d e fugas.Es preciso que avises inmediatnmenfe á la compañía; que se vistan "al r e s p e c t i v e " los trajes
do El heredero del trono, y se coloquen en el e s c e n a rio á fm de que pueda funcionar la cámara folográíicnY P e p e Riquelmo, diligoi^ie, "si los h a y " , circuló las
órdenes oportunas. Una hora después l a faena estaba
terminada. Un día más tarde, salían del taller los p r e c i o sos fotograbados que ilusi'an esta página. Y a l a hora
p r e s e n t e (cinco de la madioigada de la víspera de salida
del n.''230 de V I D A G A L A N T E ) , me encuentro yo, g r a c i a s
QUAÜBO TBRCBKO. —CONQUE, ¿B3TA EIÍA LA MUÑECA?
más
s a n a de Jas intenciones;
con la de burlarle, c o n s i guiendo que la noticia de
sn triunfo escénico pasase
de confrahanda
la zona de
su exagerada modestia.
¿Qué delito han cometido, querido Limendoux,
los lectores de este popular semanario, donde m á s
HC patentizan los primores
de su estilo y las d e l i e a d e zag de su i n g e n i o , para i g norar que El heredero
del
J
CUADRO TERCERO.—¿DÓNDE ESTA LA PASTOllA?
ELi flEREDERO
DELk TÍ^ONO
Fot. BodrljueE
iroiio, lia sido un éxitü? Conviene que sepan, si, que es su obra sátira delieada, espejo fidelísimo de
costumbres palaciegas, en
el que '"burla b u r l a n d o " se
analiza lo que sometido á
serios análisis fuera, con
toda Suerte de s e g u r i d a des, puesto en entredicho.
Y conviene que sopan que
á l a i n t e n c i ó n de fondo,une
suobritadonosura.gracejo.
chiste. I í s d e u s t e d , y ¡ b a s t a !
Lo dicho, dicho está, y
no rae arrepiento de mi argucia. T r a t á n d o s e de j u z gar, h á g a l o mal ó bien,
pienso siempre en aquella
misteriosa Jlor de loto que
crece á orillas del Nilo.
Sefíún la tradición e g i p cia, el que respiro su perfume pierdo la memoria. Y
al hablar b o y Líraonduux.
me he olvidado de nuestra
amistad... lio "respirado"
imparcialidad, flor de loto
preciosa para el cronista.
¡No, n o me arrepiento!
L a plana está montada... ¡A
tirar! ¡á tirnri
AKüieL A L C A L D E
CUADHOSEGUNUü.—EL GENEUAI,{.Sf. Uiqíiclmc)
EL BIOMBO DE Lfl TIPLE
Se desnuda delante del biombo.
Es un pudor á medias; porque, en n-xiÜdad, no es mwho lo que lo. neparu de los adniiradurcH ijue tiene en el
ruarlo y que loman poscKián del dicán á primera hora, de la norhe ¡/no ¡^e mueoeiL ds allí hasta que la función
termina. El busto del sátiro que kan por la parte de dentro, no es tan a iífni/lcati DO >:omo las caras de los (¡tie hay
por la parte de atrátí. Prueba de ello la que asoma indiscretamente
en este momento.
Pero ella nc ha aperaibido y parece como que dice'.
—Mientras no baje usted la cabeza... ¡no aa¡o yo la falda}
botas de alcaníarillero,
y al descalzarse las tira
retemblando todo el fecho.
—Pero ¡;si es una señora!!
—íQue es unaseíiora;'... Rueño;
pues dígaselo al marido.
—Pero, jijsi es soltera!!!
—¡Cuerno!
í'ues hafe'a el favor, entonces,
de^suplicarselo... ÍI CUOH.
P O m P A S DE JABÓN
—Caballero, una limosna
;t ente pQl)recito dogo
que ostd cargado do liijos
y «ia poJür mantenerlos!... •
—¿Cuántos tiune usted-'
—;Q(io cuantos?
I'uos no lo sé, oaballoro.
—llomtire, ¿y cómo no lo sabe.'
—iXo VG uatod que no loa veo.'
•#
—i-liga usted, tramoyista:
í.<]u¡(jri a-s ese |ioll¡to almibarado
QUe tiene arrinconada á esa coristaf
—l'or lo que he sospechado^
sotí dottfaaios que juegan-áia Dista.-
-jConque ya el doctor Uigiina,
oculista renombrado,
no hace visita ninguna?
— N o , Koñor; so ha retirado
con una buena fortuna.
— No es de a-vtrañar que alfjiui día
á millonario llegara;
cada visita que hacia
al cliente le salía
por un ojo de la cara...
m
—Oiga usted, señor fondista:
dígalo usté al caballero
que está encima de mi cuarto,
que hace ya ¡un mes' que no duermo.
l'orque debe usar, síu duda,
Humorada enmendada
solamente al linal do la humorada:
.Sí/I cf- amor que encanta,
la soledad de un ermitaño
espanta.
Pero csmáaietipantQsa
todavía
la Soledad.,, r e m a n d e / y García.
En. un veMaiirant
barato
con ribetes de taberna,
—Este bisté es muy pequeño
y ademiis es ¡media suelal
El camarero con ilgo
dejllosófi'^a
fltma:
—iQuería usted por tras reales
un par de botas completasí
FJÍUX
LIMENDÜL'X
Los reyes que viajan
Europa fie ve cruzada de un extremo ¡í otro por los soberanos de las grandes poteneins que se visitan mutuamente, acortando de este modo distancias polílicas y..., divirtiéndose á la
vez puesto que on todaa partes son recibidos con fiestas y aclamaciones.
Eduardo VII de Inglaterra ha sentido reverdecer en sí sus
costumbres de toiirísfo y de sportinniii y á pesar de todos sus
achaques ha querido dar una vuelta por Europa. Portugal, Ital i a y l'Vancio han sido laS' naciónos que recorrió úlLimamenie
siendo recibíilo en todas las conferencias con su elevado raniio.
En Níipoles cncóntrósGconla UcinaAme-.
lia de Portugal que viaja por su cuenta
hace una porción de tiempo, alejada de su
esposo el rey Don Carlos.
Juntos han visitado Pompeya y otra porción do sitios dándole esto ocasión Eduardo VII para sentirse galante como en los
mejnres tiempos de su juventud.
Las fotografías que damos en eslaplana
representan el momento de desembarcar
en Ñapóles y de abandonar juntos á lahermosa ciudad del "N'esubio,
ÜESPEDIIIA DE
BAI'OLEB
A la reina Amelia la acompañan el duqii,e do Uraganza y el infaato don Miguel, con los cuales ha recorrido todo el Mediterráneo en una graii toiirnáe de recreo que, para mayor comodidad,
viene realizando de incógnito.
Como se ve, pues, los royes viajan.
Son amantes del movimiento, de trasladarse á países que desconocen y de admirar amplios y nuevos horizontes para recreo de
sus ojos y esparcimiento de sus espíritus.
Los reyes, entendiéndolo así, no se dan punto de reposo y gustan, soborear las dulces impresiones que lo desconocido produce.
Únicamente, el nuestro. Alfonso XIII, permanece aún sujeto á
la voluntad del Consejo de Ministros, sin cuya autorización no
puede abandonar las costas ni siquiera para ir de caza.
riltHAHDO KM EIi AI.BUM
DK LOS VISITANTES ÜH FUM l-SVÁ.
IiA RKINA Aüiríl.IA
IIOV LAS ClKKClAS ADELANTAN.
vs
"GANCHO*' E S ACCIÓN
ar CALENTURA T R U J E R E S ,
VOI.VERAS CON CALENTOJU.
Página cómica de Méndes Aleares
i^ B]viOFtr>i ]vi I Eiv^r o
'
^
— Amigos míus —cmpexó Kniique,—me pedís
un relato ameno y entretenido que oliuyoiite el
fastidio do nuestra velada y vais á oir una confesión. ¿Por qur no decirlo? ¿Se es m.áa digno ó me
nos culpable por guardar en al secreto una acción
que nos avergüenza? Sí, la confesión pública tiene algo de grande, de noble y de hermoso. Al
mismo tiempo que alivia de au pesada carga el
acongojado peclio del delincuBute, parece agua
del Jordán, que fortifica su razón y BU conciencia.
Si la penitencia religiosa es la antesala del perdón, ¿por qué no ha de ser absuelto de eua yerros
y faltas, el que francamente los expone ante sus
amigos, y sin rodeos ni ambajcs se acusa?
^
Eso voy á hacer yo...
¡Yo que, ciego, he cometido en los días negros,
tristes y míseros de mi juventud bohemia, una
falta, de cuyo sincero arrepentimiento es buena
prueba el remordimiento amjirgo y persistente que
me ha dejado!
¡Oh! la evocación de la juventud, que para oíros
es motivo de placenteros recuerdos, produce en
raí el efecto que ¡36 siente á la vista de un cuadro
horrendo y sombrío, ó en plena pesadilla. Al cerrar los ojos para mirar lo pasado, sólo diviso luchas sin tregua y sin sostén, aislamiento, desesperaciones, hambre, frío, congojas y trabajos. Sí,
queridos amigos. Antes de llegar a la casi opulencia en que me veis, antes de lograr nombre, fama, amistades y honores, he gustado todo el rigor
de la desgracia y el infortunio.
—Es una historia triste, muy triste, la que vais
ií oír—agregó después, acariciándose la entrecana
barba, como el que quiere traer á la memoria recuerilos que el tiempo, dejándolos desperdigados
por las celdillas del cerebro, hizo borrosos.
Luego prosiguió, con lentitud prijnero, más animadamente después:
— 'I'odo lo que soy, lo que valgo y lo que tengo,
me lo debo á mi mismo. Esto me enorgullece y
llena mi espíritu do satisfacción vivísima. Estimo
y saboreo hoy con placer el lujo que me rodea,
porque lie conocido ayer todas las angustias de la
miseria, lie conocido esos días en que el intelectual envidia al obrero, porque su trabajo rudo lo
proporciona pan, casa y abrigo. He conocido la
angustia dol pensar: ¿Comeré mañana? O mejor
dicho: ¿Comeremos mañana? Pues debo deciros
que en la época á que me rcíiero, yo tenía una
querido...
Nos encontramos en un café económico de los
barrios baj os, al que aun lioy, por simpatía, suelo ir
alguna que otra vez. Ella era una modistilla graciosa y alegre, hija do una pobre familia de obreros,
que acudía allí todas las mañanas á tomar nú des
ayuno antes de ir al taller. Yo frecuentaba mucho
el cafetín porque solía pasar en él loa heladas noches del invierno, cuando no tenía hogar en que
recogerme. Algunos tiernos requiebros quo la dirigí, otros pocos besos que la hurté y en definitiva la necesidad de cariño que ambos sentíamos,
hiciéronnos, al cabo, el uno del otro. Cierta tardo
de primavera en que los enamorados pajarillos
dirigían sus más tiernas endechas al sol brillante
y al cielo azul, nuestros amores fueron un idilio.
Veréis cómo pasó:
Treinta duros cohrados en la Administración de
una Revista nueva y algunas pesetas ganadas en
varios periódicos, nos permitieron la dicha do vivir juntos. ¡Cuántos sueños! Lo malo es que los
sueños no se realizan nunca. La revista dejó do
publicarse y los periódicos rehusaron mis escritos. Vivimos, pues, penosamente; pero esperando.
¿Qué esperábamos? Tiempos mejores, ¡Lo imposible! Al fin, todo nos falto. Fui de amigo en amigo mendigando casi el pan de una semana -. El
disguslii de nuestra situneiúii, me hizo odiar el
trabajo... Teresa se volvió brusca y de mal carácter; yo concebí ideas extrañas l'n día quo no cnmimos, tampoco pude llevar á casa qué cenar. ¡El
recuerdo de aquella noche me atormenta siempre!
Recuerdo también lo que en ella me sucedi-i, como si se tratara de acontecimientos de ayer. Luego de correr inv'itilmenle todo Madrid en busca de
recursos, llegué á Recoletos y me senté desfalle
cido en un banco. La luna llena rielaba su luz pálida sobre el jardín del Banco Hipotecario. La soledad y el silencio me parecieron lúgubres. El
baTubre mordía ro¡ estómago. Seatí deseos de fumar. En mis bolsillos enconiré un poco de tabaco
suelto; pero no tenía papel. La casualidad me lo
deparó, líl viento trajo hasta mí uno, de no sé
dónde y lo cogí. Fumando se despertó mi imnglnaoión. Y comencé á pensar. Una idea obsesionante se apoderó de mi inteligencia: Matar para tener dinero... La razón sobrepúsose al delirio y entrevi la prisión, la deshonra, el cadalso... ¡Tengo
hambre! rae dije. Luego pensé en el suicidio. ¿Siii
haber gustado de la vida, sin llegar á la meta de
tus anhelos? —díj orno una voz íntima. ¡Tengo ham
bre repetí. Por último, cruzó mi pensamiento otra
idea más vil, más vergonzosa...
\l
€t
:^£:rN.
Enrique suspiró...
Yo tenía un amigo que pretendía á Teresa. iSe
la ofreceré! pensé. La recobraré luego. Teresa me
quiere, no quiero sino á mí, estoy seguro. Ella
podrá comer y vestirse, y yo saciaré mi hambre.
La perspectiva de un bienestar probable, cruzaba
ante mí vista ofuscando mis sentidos. En aquel
momento no me avergonzaba de verla en brazos
de otro, ni la ¡dea de ser yo quién la prostituyese.
Galvanizado por esta idea, corrí ácasa para proponérselo á Teresa. Estaba seguro de convencerla
cuando la dijese: —Va á ganar tu pan y el mío vendiendo tu cuerpo. Cuando llegué á nuestra casa,
Teresa no estaba en ella. ¡Si rae hubiera dejado!
pensó con aneustia. A poco la v¡ subir la escalera con paso rápido. Cuando entró, puso algunas
viandns sobre la mesa. Mirándome tristemente,
de rodillas á mis pies, me confesó que hebía vendido sus caricias para que yo comiese.—Ha sido
por ti. ¡Te veo sufrir tanto! Y me tendió suplicante los labios como pidiéndome perdón. Yo la rechacé y la abandoné sin piedad. Cometí la cobardía de no perdonarla, hice la mala acción de huir
de su lado.
Yo que meditaba venderla para mi provecto aun
amigo, realicé la villanía do rechazarla porque se
(lió voluntariamente á un desconocido por amor á
mí... ¡Cuánta sería hoy mi vergüenza sin su abnegación! Pero ¿sov meros culpable?
S. CLOVIS
A
yi32^
-
^
Croniquilla
¡Oh, el oafé!
Los que íinaiemati/iin cié ese centro de lOuTiiíín que
es imprcfíciiidible
en las {rriindes c a pitales y que :io
falta Innipoeo on
iodos los puebloa
de quinientos v e cinos, son espíritus reaccionarios y
estrechos que van
en contra do la ten
(Icncia luoiloriia á la expansiini y al amplio comercio social. E l café
es nocesario para la vida: y ai no le g u s t a á usted eL eal'é... tome u s ted cerveza ú otra cualquier cosa. L a cuestión es ir á uno de esos
cenfros donde, agrupados j u n t o á una mesa varios amibos, ve usted
desfilar anlc si todos los s u c e s o s del día, comentados diversamente,
V donde se pone á discusión todo punto culminante de la política,
'del arto de la l i t e r a t u r a y aun de la vida privada de cualquiera, hasta
el extremo de que muchas v e c e s
queda, el mármol
conreríido
lín me^a. de disúccián,
como dice Eehepcaray por boca de imo de los personajes de El (¡ran
Gñleoío. El cale es una liolsa donde se cotiza lodo; por eso y o no puedo prescindir de él y soy el más asiduo
concurrente á la reunión que tenemos unos cuantos de la misma cuerda, en el oafé de Cevaiite de la P u e r t a
del HüL Sin que esto quiera decir que por la n o c h e í'alie á otra peña que tenemos en F o r n o s á última h o r a
una porción de socios trasnochadores.
He aquí porqué discutía y o la otra tardo con don Emeterio, un amigo mío contrario CTI todo á mi m a n e r a
de ser y que, al invitarle y o á. que me acompañase á Levante, me contestó como si le liubiese picado la tarántula del tango:
—; \'íj(/fi z-círo! No seré yo el que contribuya con cincuenta céntimos diarios al sostenimiento do esos
centros de vicio y de corrupción donde se disfruta de u n a libertad peligrosa para hablar de todo sin r e s p e tos ni consideraciones á la moral, y donde queda do hecho establecida u n a democracia antipática sólo por
g a s t a r cualquiera dos reales de vellón que le dan derecho á codearse con todo el mundo.
— Creo que e x a g e r a usted—me atreví á contestarle á don Emeterio.—El café no es sólo l u g a r de e a p a r c i miento para el cuerpo, sino para el espíritu, porque allí puede abrirse éste á todos loa v i e n t a s y cambiar impresiones de todas clases,
— ¡Primero la tumba helada!—volvió á decir mi respetable amigo.—Yo tomo el café en mi casa; t e n g o con
ello dos ventajas.
—^;Ouáles':'
— L a de que sé que lo tomo p u r o y la de que con esos dos reales t e n g o contenta á mi mujercita.
^/Cómoy
' . —Dándoselos todos l o s días al l e v a n t a r m e de la mean, con lo cual olla tiene para s u s gastos pequeños. Vo
cumplo de esto modo con mi teoría contraria al café como establecimiento público, y, al propio tiempo, satisfago el gusto de ver á mi esposa
intrigada siempre por la monedita de plata que y o le e n t r e g o todos los
días con una formalidad p u r a m e n t e comercial.
— Hin embargo...
-- ¡Nada, nada!—volvió á decirme don Emeterio repitiendo s u s máximas
contra el café.—¡Vade retro! ¡Primero la tumba lielnda!
No quise discutir más con él porque llegábamos á L e v a n t e , en c u y a
puerta nos despedimos.
Cuando entré no pude m e n o s de contarles el caso á mis c o m p a ñ e r o s
de mesa,
— E s e don Emeterio es un imbécil que no s a b e lo q u e s e d i c e — m e
contestó uno de los amigos que escuchaba.
—¿VoT qué?
—Porque los dos r e a l e s s u y o s v i e n e n , efectivamente, á parar á este
cale.
—rtCómo e s eso?
— L o s miamos c i n c u e n t a céntimos quo él le da á su mujer, que por
cierto es m u y g u a p a y bastante más j o v o u que él, sc los da ella a aquel
pollo que veis allí en la mesa de enfrente y que v i e n e á tomar café
todas las tardes.
¡Justo castigo á la p e r v e r s i d a d de don Emeterio!...
SIMÓN
ILUSTRACIONES DF. V. T U a
Rn'ÜLAR
EL ENCARGO CUMPLIDO,
~j\lirii Pepito, á tu padre le duele la eabezaiÜvcta
;ií (lespae!io á jiigar, pero ¡cuidado con hacer ruido!
POR KARIKATO
—¡Marm Snntisimit!.,. si estaba cargada... ¡con cato
sí que no contaba yo!
_—Mamií... ya no í'ai el ijiio huo el rut'du: ha aidii la escopeta,
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