Capítulo 20

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Capítulo 20
En Chilán hacía frío, la tarde estaba oscura y el silencio pesado del
entorno ensombrecía el espíritu de Elvira. No podía ir a visitar a
doña Esther todas las semanas, se aburría, y sentada frente al espejo probaba nuevos peinados, raya al medio, al costado, recogido el
cabello en una cola o sujeto con una vincha, dudaba si debía cortárselo más pequeño como era la moda.
Aunque en la chimenea ardían los leños, tenía las manos heladas, jamás se acostumbraría al frío seco y triste de la sierra. Recordó los veranos en La Cruz, el sol entibiando desde temprano,
invitando a tomar baños de mar interminables. Tal vez ya nunca
regresaría allá, tal vez esa etapa de su vida se había acabado.
Esas últimas vacaciones antes de su matrimonio fueron cortas. No pudieron ir desde los primeros días de enero como acostumbraban porque había que llevar a cabo mil preparativos para la
boda. Papá Cayetano llegó incluso a pensar en la posibilidad de
renunciar al veraneo; los arreglos para el acontecimiento se multiplicaban y los días se acortaban.
Pero febrero fue un mes muy caluroso y había que celebrar el
cumpleaños de mamá Etelvina, el día dieciocho, como de costumbre en La Cruz. Así es que veranearon del quince de febrero hasta
los primeros días de marzo.
Mejor fue no saber que esas eran sus últimas vacaciones en la
playa. Ni lo pensó ni lo imaginó. De otro modo hubiera resultado
demasiado triste; comprendió que nadie sabe cuándo está viviendo por última vez algo que le agrada mucho. Eso sencillamente
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ocurre, sin aviso ni advertencia. Un día uno se aleja para siempre
de los actos felices.
Y al pensar en esto Elvira dio un profundo suspiro. Se miró en
el espejo; sus mejillas habían adquirido un saludable tono sonrosado, propio de los que viven en la sierra. Continuó cambiando de
peinados y comprobó sin mayor entusiasmo que con todos se veía
bonita.
Después de almuerzo descansaban. Al igual que en Colambo,
los dormitorios de ella y Margarita y el de sus hermanos se comunicaban. En La Cruz las habitaciones eran más sencillas, con el
mobiliario indispensable. Leían, bordaban, coloreaban libros de
cuentos y dormían por un rato, hasta que llegaba el grupo de amigos para volver a salir a divertirse. Hasta entonces, Margarita se
portaba más traviesa que nunca. No la dejaba descansar tranquila
ni a ella ni a sus hermanos. Echada en la cama y jugueteando con
almohadas y cojines no paraba de alborotar. Todos trataban de
ignorarla. Muchas veces escogía para molestar al pobre Ignacio.
—«Ignacio», lo llamaba.
Ignacio no respondía.
—«Ignaaacio...»
Silencio.
—«Ignacito», la voz se hacía meliflua.
Nada.
—«Nacho, Nachito lindo».
Ignacio callaba, ya sabía por dónde iba la burla.
—«¡Ignacio!», la voz se tornaba imperativa.
Más silencio.
—«¡Ignacio!», la voz se volvía un grito.
Y así podía seguir sin cansancio, veinte minutos, media hora,
hasta que al final, para acabar con el asunto, aburrido y vencido,
Ignacio optaba por responder:
—«¿Qué?»
Y una voz más meliflua y dulce aún le decía:
—«Te odio.»
El juego terminaba, Margarita estaba feliz. Más feliz que si se
hubiera ido por el cielo y más allá a cortar la blanca estrella que la hacía
suspirar. Mucho más.
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Elvira sonreía con tristeza al recordar las ocurrencias de su
hermana y el espejo le devolvió la imagen de una muchacha bonita
y feliz.
Al día siguiente de iniciarse estas últimas vacaciones, Emérita
se asomó por los dormitorios mientras descansaban para ver si
necesitaban algo. Margarita le pidió una taza de leche con cocoa.
Emérita la trajo y luego se acercó a Elvira con ganas de conversar.
—«¿Quiere que le cuente algo sobre su futura suegra?», le preguntó con entusiasmo.
—«¿Sobre la señora Elfriede?, ¿y qué puedes tú saber de ella?»,
Elvira puso a un lado el libro que leía, le tenía cariño a Emérita y
siempre la entretenían sus historias.
—«Varias cositas que le he escuchado contar al señor Reinaldo
Roldán.»
—«¿Al caporal?»
—«A él y a otras personas.»
—«A ver, cuéntame.»
—«Dicen que cuando viene a San Jacinto le gusta pasear por
la calle Real. Antes venía con un perrito lanudo que ladraba a los
que pasaban cerca, pero últimamente ya no lo trae. Todos se asoman a mirarla, tal vea ella lo sabe y pasa seria, como lejana. “Ahí va
la alemana”, murmuran los que la ven a escondidas.»
—«Emérita», interrumpe Margarita, «la leche está muy caliente. ¡Enfríala!».
Emérita recibe la taza y revuelve la leche soplándola mientras
sigue con la historia.
—«Cuenta también don Reinaldo que en su hacienda de la
sierra la señora tiene una gran tina de latón donde toma largos
baños de agua caliente en la que se han remojado flores y hierbas.
Estas fragancias acompañan a la doña el día entero. Se puede saber que ella llega aún antes de que se escuchen sus pasos, por las
corrientes de olores frescos y limpios que la preceden. “Huele a
hierbas del campo... doña Elfriede se acerca...”»
—«Emérita», vuelve a interrumpir Margarita, «ahora la leche
está muy fría, ¡que la calienten!».
Emérita se apresura en cumplir la orden. Regresa al poco rato
con la leche ya caliente y a continuar con el cuento.
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—«Y también dice don Reinaldo que en cuestión de comidas
la dama es muy especial, no le gustan nuestros guisos ni los dulces
que tanta maña necesitan para darles punto. Nada de eso. Prefiere
las frutas y se encanta con su variedad, confesando que jamás ha
probado sabores tan ricos. Dicen que en la casa nunca faltan vasijas con papayas, uvas, guavas, cansabocas, tunas. Las come frescas, pero también en compotas y mermeladas que ella misma hace.
En un rincón, cerca a la casa, tiene un huertito donde con la ayuda
de la cocinera Eustaquia (que así me han dicho se llama), cultiva
algunas verduras, de esas que nosotros nunca comemos, ya hasta
de sus nombres me he olvidado. Cuentan que la ven pasar temprano en las mañanas con herramientas y guantes, eso sí, para no
maltratarse sus manos, que segurito deben ser suaves y blancas, y
se va al huerto donde se entretiene por unas horas. También me
han contado que casi ni toca la carne, a no ser que el patrón Gustavo la haga probar de su propio plato para ver si le gusta el guiso; lo
recibe con delicadeza pero jamás se anima a comer una ración
entera. ¡Y también hace gimnasia! Don Reinaldo nos ha contado
que en la casa tiene una salita con distintos aparatos, muy raros
todos, donde hace ejercicios a diario.
—«¿Y cómo es que Reinaldo está enterado de tantas cosas?»,
quiso saber Elvira.
—«Es que su esposa, doña Elke se las contó», respondió
Emérita.
—«Ahora entiendo por qué esa señora Elfriede es tan flaca»,
intervino Margarita, «Emérita, la leche tiene natas, ¡hay que
colarla!».
—«¡Niña Margarita!, usted lo que quiere es molestar. ¿Cree
que no me he dado cuenta que hace todo lo que dice la canción?»
En esa tarde lejana Elvira se preguntó cómo serían las relaciones con aquella señora, madre de su futuro esposo, que parecía
tener costumbres tan raras.
«¡Pobre señora Elfriede!», se vio decir a sí misma frente al espejo. Sin darse cuenta, ahora cepillaba con furor sus cabellos. No
tuvo que voltearse para saber que la lluvia caía copiosa. El clima en
Chilán estaba inestable este año; había días de lluvia que se intercalaban con los de sol. Y cuando llovía, no había más remedio que
quedarse en casa... aburrida... pensando... recordando. Ni siquiera
tenía un piano para entretenerse. ¿Ya habría llegado el hijo de la
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señora Esther? Desde la semana pasada en que la visitó no había
vuelto a tener noticias de ella.
Tiró el cepillo con desgano. ¿Qué hora sería?
En eso notó que por la puerta entreabierta se asomaba una
personita. Elvira volteó y quedó mirando a la bebe por unos instantes. Elenita le devolvió la mirada llena de curiosidad.
—«Ven», la llamó, «así es que ya caminas, ¡ven!».
La pequeña dio tres pasitos dudosos y luego prefirió gatear.
Cuando estuvo a su alcance, Elvira la cargó y sentándola sobre sus
faldas, se entretuvo examinándola con curiosidad. Se fijó en los
rizos colorados, en la forma rellena de la boquita, en la curva de las
cejas. «Hum», se dijo. La niña empezaba a impacientarse, le pareció un animalito arisco y la depositó otra vez sobre el suelo.
—«¡Elenita!», se escuchó la voz de Eda, «¿en dónde te has
metido?».
En eso apareció la figura gruesa y desgarbada de Eda. Traía
entre las manos un plato con papilla. —«¡Ah!, con que estabas por
acá», dijo con sorpresa y luego añadió, dirigiéndose a Elvira, «¿quieres darle de comer?».
Elvira negó imperceptiblemente con la cabeza y se volvió a
mirar la lluvia que caía por la ventana. —«Estaba acordándome de
la señora Elfriede... la quería tanto... era muy buena conmigo», le
susurró con voz triste.
—«¡Elvira!, tú siempre en recuerdos y melancolías... trata de
ser más alegre...», y algo más iba a decir cuando fue interrumpida
por un gran estruendo, gritos, golpes, llantos.
—«¿Qué pasa?», preguntó Elvira asombrada.
—«Lo de siempre», le contestó Eda, «no sé cuál de los hijos de
Epifania, el Mamerto o el Inocencio, dejó caer un porongo de leche
y la mamacha lo está moliendo a palos».
—«Pero ¿por qué es tan mala con los pobres?»
—«Ella dice que es para que sean felices... tal vez tenga razón», y Eda se alejó cargando a Elenita.
Elvira volvió a quedar a solas. Regresó a su asiento frente al
espejo y cogiendo otra vez el cepillo se entretuvo alisando la abundante cabellera.
¿Fue ese mismo día o al día siguiente el castigo a Margarita?
Alguien le vino con el cuento a papá de que la habían visto entrando en casa de los Lucano, vivían en la ranchería de atrás y no
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pasaban de ser unos cholitos pata en el suelo. Ya se lo tenían bien
prohibido, «no son gente de nuestra clase», pero ella era una desobediente, «son buenos mamá, me entretengo jugando con ellos y se ponen
contentos cuando los visito». Mamá Etelvina le dio un buen jalón de
orejas y papá Cayetano unas cuantas palmadas y se le prohibió
salir el resto de la tarde.
Fue la misma tarde en que llegó Eufrasia, llena de respingos y
miramientos.
—«A que no adivinas lo que me han regalado», le dijo entrando al dormitorio.
—«¿Quién?», le preguntó ella.
—«Se dice el milagro pero no el santo», le contestó su prima.
—«Bueno. Entonces ¿qué?»
—«Me han regalado un perfume muy fino y rico», respondió
orgullosa, «¿quieres olerlo?».
—«¿Lo tienes aquí?»
—«¡Claro!», y Eufrasia extrajo de su bolsillo un pomito pequeño de color morado, «voy a ser tan buena contigo que permitiré que
uses unas gotitas, pero primero huélelo, a ver si te gusta», y al decir
esto, destapó el frasco y se lo aproximó a la nariz, «aspira profundo», le aconsejó.
Ella le hizo caso. Una vez más le hizo caso. Aspiró y se sintió
morir; cayó de espaldas sobre la cama y se revolcó asfixiada. Era
amoniaco. Mientras trataba de recuperar la respiración, entre lágrimas y toses vio que Margarita y Eufrasia se retorcían de risa.
Ya no se cepillaba el cabello y su gesto se tornó adusto. ¿Acaso
había nacido para que se burlaran de ella, para que la engañaran?
Se levantó y miró por la ventana. El aguacero seguía cayendo
y no tenía trazas de escampar. ¡Qué largos, aburridos y tristes eran
los días de lluvia!
*
*
*
—«Te pego porque te quiero. ¿Cómo si no vas a ir por la vida?,
¿lloriqueando por todos lados? Si ahora te zurro es para que aprendas a ser fuerte, a recibir golpes, porque estos que ahora yo te doy
no son nada. Ya verás, ya te acordarás de mí.»
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Y Epifania seguía dándole golpes al desconsolado Inocencio,
con una vara gruesa que empleaba para estos castigos. Hablaba en
quechua y sus palabras sonaban más amargas que el canto del ave
que lo despertaba cada madrugada.
—«Ya el Mamerto aprendió. Él no berrea cuando le doy sus
tundas. Callado no más aguanta, así tienes que ser tú».
Mamerto y Espíritu observaban en silencio la golpiza a su
hermano. La mamay tenía razón. Ya se los había explicado infinidad de veces. Que ellos eran diferentes. Que no eran como los demás campesinos humildes y rústicos. Que ellos pertenecían a una
casta superior muy distinta. Que sus ancestros habían sido nobles
guerreros. Que estos nobles guerreros habían llegado de tierras
lejanas y ricas hasta estos valles para dominar a sus gentes.
Y lo habían logrado, sometiendo muchos pueblos al dominio
del hijo del Sol, del inca Pachacútec. Y sus antepasados habían
quedado gobernando estas regiones, como señores poderosos. Y
habían sido obedecidos y respetados. Y aquellos pueblos sometidos aprendieron de todo lo bueno que sus nuevos amos tenían
para enseñarles. Y que tras muchísimos años, tantos que ya las
cuentas se han perdido y tras muchísimos acontecimientos, tantos
que ya casi se han olvidado, ellos, los descendientes de esos nobles
guerreros, se veían más humildes que aquellos campesinos que
una vez gobernaron y obedeciendo a unos amos tan poderosos y
temidos como una vez los de su casta lo fueron y, aprendiendo una
nueva cultura distinta a la suya. Parecía castigo.
Pero que no debían olvidar sus orígenes. Pero que siempre
debían recordar quiénes eran. Pero que tenían que luchar para no
perder el antiguo orgullo. Pero que aprendieran a ser duros y fuertes y estar preparados para cuando llegara el día en que se les
restituyera su antiguo señorío.
Esta era la lección que Epifania había recibido de sus abuelos
y que ahora ella trasladaba a sus hijos.
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