Sumario

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Sumario
Libro primero. Azarías
Vísitas a la Régula
El Azarías visitaba con frecuencia a su hermana, que servía en un cortijo contiguo; la Régula le
regañaba y el Azarías regresaba al cortijo de La Jara.
El motivo de sus discusiones era que la Régula aspiraba a que sus hijos «se ilustrasen» y les
enviaba a la escuela. Azarías pensaba que era un error, y lo expresaba de forma concluyente: « [...].
luego no te sirven ni para finos ni para bastos». Su opinión se debía a que en el cortijo de la Jara, por el
que vagaba, nadie se ocupaba de la cultura de los servidores.
La vida de Azarías en La Jara
El autor nos ofrece detalles someros del aspecto físico de Azarías: vestía pantalones de pana
remendados por las corvas, la bragueta sin botones; andaba descalzo y rutaba continuamente.
Erraba por el cortijo sin que nadie se ocupara de él. Al señorito no le importaba lo que hacía el
Azarías, aunque le molestaba que el viejo dijera «que tenía un año más que el señorito» cuando, en
realidad, «ya era mozo cuando el señorito nació».
El Azarías tenía, en el cortijo, algunas ocupaciones:
• lustraba el automóvil del señorito;
• quitaba los tapones de las válvulas de los coches de los amigos que visitaban al señorito, para que a
éste no le faltasen;
• cuidada de los cinco perros del cortijo;
• sacaba los pavos al encinar, con las primeras luces;
• rascaba los aseladeros;
• regaba los geranios y el sauce;
• adecentaba el tabuco donde tenía un búho;
• por la noche, desplumaba las piezas cazadas. Con frecuencia, si la caza era abundante, reservaba
algo para la milana (así llamaba a su búho), que lo agradecía sobremanera.
La pasión por la milana
Despreciado por los demás, el Azarías busca cariño en el búho. El Gran Duque recibía todas las
noches puntualmente su comida, y Azarías le rascaba amorosamente repitiendo: « [...] milana bonita,
milana bonita».
Le llevaba a las cacerías que el señorito organizaba junto a sus amigos. Azarías, que se
encargaba de recoger lo cazado, siempre le reservaba alguna ratera que el búho, gozosamente,
devoraba.
Luego, Azarías se acercaba a los coches de los amigos del señorito para desenroscar las tapas
de las válvulas de las ruedas, que guardaba en una caja de zapatos; después se distraía contándolas: «
[...] al llegar a once, decía invariablemente, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco...».
Tenía la costumbre de orinarse las manos para que no se le agrietasen.
El monótono vivir del Azarías transcurría «así un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro
año, toda una vida».
La perezosa
En ocasiones, se despertaba «flojo y como desfibrado». Entonces, no podía hacer nada: se
acostaba bajo los zahurdones o entre la torvisca y cuando alguien (Dacio el Porquero, o el señorito, o
Dámaso el Pastor) le preguntaba qué le pasaba, Azarías respondía: « [...] ando con la perezosa, que yo
digo».
«La perezosa» sólo se le quitaba cuando le «sobrevenía el apretón y daba de vientre». Entonces
recuperaba poco a poco las fuerzas y volvía a sus ocupaciones habituales: lo primero era ir a ver a «la
milana», luego contaba los tapones de las válvulas, y, finalmente, decidía ir donde si hermana, lo que
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nadie le prohibía. Le contrariaba que los hijos de Régula (sus sobrinos) estuvieran en la escuela. A la
mañana siguiente, regresaba a La Jara, sin que nadie en el cortijo se inmutara con su llegada.
La primavera. El grito del cárabo
Al llegar la primavera, la monótona vida d Azarías sufría un cambio; el hombre «se transformaba».
Al ponerse el sol, llevaba al búho al encinar, donde lo soltaba. El animal volvía al momento, con
una rata o con un pinzón y lo devoraba delante de Azarías.
En estas noches, los gritos de los animales (el ladrido de la zorra en celo, el bramido de los
venados o, en otros tiempos —antes del tendido eléctrico— el «fúnebre ulular» de los lobos) inundaban
el ambiente interrumpiendo la voraz comida de «la milana».
Pero lo que más le fascinaba era el grito del cárabo. Azarías se medía en un desafío frenético con
él, porque pensaba que acobardaba al búho; además, el cárabo «ejercía sobre el Azarías la extraña
fascinación del abismo, una suerte de atracción enervada por el pánico». El viejo le incitaba con un grito
nasal (« ¡eh! ¡eh!»); el cárabo respondía aullando (“¡buhú! ¡buhú!»). Al oírlo, el Azarías enloquecía y
rompía a correr arruando, arañándose el rostro con las ramas bajas, mientras el cárabo se carcajeaba. Al
llegar al cortijo, Lupe, la Porquera, le decía: « ¡Jesús, qué juegos!, te has puesto la cara como un Santo
Cristo». El Azarías se res tañaba las heridas. Tras sosegarse iba hasta el tabuco de la milana y le decía
orgulloso: « [...] buena carrera le di»
Hacía lo mismo todas las primaveras...
La muerte de la milana
«...Hasta que una noche, vencido mayo», al acercarse a los barrotes de la jaula para llamar a
la milana no encontró respuesta. Tras prender un aladino encontró al búho engurruñido y sin ganas de
comer. Lo tomó entre sus manos y le rascó el entrecejo diciendo con. ternura: «[...] milana bonita».
Fue a avisar al señorito: « [...] la milana está enferma, señorito, le tiene calentura», pero el
señorito no le dio importancia y dijo «habrá que buscar un pollo nuevo». Azarías solicitó entonces
permiso para avisar al Mago del Almendral, pero el señorito juzgó que era un gasto innecesario para
curar a un pájaro y comenzó a reír como un cárabo. También rieron como cárabos algunos de los
sirvientes del cortijo, y el Azarías, desconcertado y triste, echó a correr; se orinó las manos y contó los
tapones de las válvulas para serenarse; después, se durmió.
De amanecida, volvió al tabuco y halló al pájaro inmóvil. Lo escondió bajo su chaqueta y se fue
raudo a la casa de su hermana Régula en el cortijo aledaño.
El cadáver de «la milana» cayó sobre los baldosines rojos del patio de la casa. Azarías tampoco
encontró comprensión en su hermana, que le dijo que sacase de la casa «esa carroña».
El entierro. La Niña Chica.
Azarías se dispuso a cumplir su orden, pero primero sacó en brazos a la Niña Chica, subnormal
profunda (tenía los ojos extraviados, sin fijarse en nada).
Cogió a «la milana» por una pata y tomó una azuela para el entierro. En el trayecto, la Niña Chica
dio un grito lastimero, cosa que hacía con frecuencia. Al llegar al lugar elegido para el entierro, en el
rodapié de la ladera, dejó entre unas jaras a la niña, cavó una hoya y enterró al animal.
Después de unos instantes se volvió hacia la Niña Chica, «cuya cabeza se ladeaba, como
desarticulada». Azarías encontró consuelo en la inocente. Le decía, «milana bonita». Luego, como al
búho, le rascó la nuca, «mientras la Niña Chica, indiferente, se dejaba hacer».
Libro segundo. Paco, el bajo
En la Raya de lo de Abendújar
Paco, el Bajo, se halla en la Raya de lo de Abendújar, linde lejana del cortijo, en labores de
vigilancia, por orden de Crespo, el Guarda Mayor.
Lamenta tener que permanecer allí sobre todo por los muchachos, que no pueden asistir a la
escuela. Querría que se ilustrasen, como le había recomendado el Hachemita, comerciante de
Cordovilla, un pueblo cercano.
Con Paco vive la Charito, su hija mayor, a la que llamaban la Niña Chica porque, desde siempre,
cuando los otros hijos preguntaban a su madre por qué la niña no hablaba ni andaba, o por qué se
ensuciaba las bragas, la Régula contestaba: «[...] Pues porque es muy chica la Charito».
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Educación en el cortijo
Paco recuerda que, en el cortijo, la Señora Marquesa había intentado corregir el analfabetismo de
los servidores contratando a dos señoritos de Madrid que les enseñaran «las letras y sus mil misteriosas
combinaciones».
Para todos era especialmente sorprendente la duplicidad de sonidos de letras como la c y la g.
Los señoritos reían ante las observaciones de los alumnos y justificaban los «caprichos» de las letras
diciendo: « [...] el porqué preguntárselo a los académicos». El colmo de la sorpresa se produjo cuando
los maestros abordaron la explicación de la h; «esta letra es muda», dijeron. Paco pensó: « [...] como la
Charito», la Niña Chica. El señorito Lucas lo justificó así: « [...] cuestión de estética [...] únicamente para
adornar las palabras [...] pero eso sí, aquél que no acierte a colocarla en su sitio incurrirá en falta de lesa
gramática».
Para Paco todo era confusión, y cuando iba a vigilar la linde, cavilaba sobre las combinaciones de
las letras y «confiaba sus dudas a la Régula».
Por la noche, con la Régula
Por la noche, Paco requería de amor a su mujer. Ella le rechazaba: «[...] ae, para quieto, ya no
estamos para juegos».
Entonces «sonaba el berrido de la Niña Chica y Paco se inutilizaba», y pensaba en lo lamentable
que era haber engendrado una niña así. Menos mal que tenía a la Nieves, que era muy despabilada. La
Nieves fue llamada así, porque nació en un verano muy caluroso y el Mago del Almendral aconsejó a la
Regula que la llamase Nieves «no vaya a ser que, por contrariar mi deseo, me salga la cría con un
antojo».
El paisaje
Después de cinco años en la Raya, Paco le ”había tomado ley” a todo aquello: el chamizo blanco,
al emparrado, al cobertizo, al pozo, al alcornoque, a todo el paisaje, en suma.
Regreso al cortijo
Pero cierto día, apareció Crespo y comunicó a Paco que por mandato de don Pedro, tenía que
regresar con su familia al cortijo.
Por la tarde, Paco sube los enseres al carromato e inicia el regreso con toda su familia. Por el
camino, comenta con la Régula su ilusión por el cambio de vida: « [...] la Nieves nos entrará en la
escuela [...] los muchachos ya te tienen edad de trabajar, serán una ayuda para la casa [...] lo mismo la
casa nueva te tiene una pieza más y podemos volver a ser jóvenes». Pero Régula piensa que la
presencia de la Niña Chica, con sus bramidos, es un obstáculo para ellos.
Al llegar al cortijo, ven que les espera don Pedro, el Périto, que da instrucciones a la Régula para
que atienda el portón de la entrada, quite la tranca sí oye el coche de los señoritos, suelte los pavos por
la mañana y rasque los aseladeros.
Luego, mirando nerviosamente a la Nieves, don Pedro solicita a la Regula que permita que su hija
se quede como criada de doña Purita, su mujer, en la Casa de Arriba. Todas las ilusiones que Paco tenía
puestas en los estudios de la Nieves se vienen abajo. A pesar de que la familia acepta sumisamente,
don Pedro insiste: [...] «ahora todos te quieren ser señoritos [...] pero a la niña en casa no le ha de faltar
nada, no es porque yo lo diga [...]». Paco y la Régula asentían con la cabeza.
Por la noche, Facundo, el Porquero, avisa a Paco de lo difícil que es servir con doña Purita, que
es una histérica a la que ni siquiera don Pedro aguanta. Facundo termina por marcharse, porque «la
Régula y Paco continuaban mudos».
La Nieves en casa de don Pedro .la Casa de Arriba. La Comunión.
La Nieves se presentó a la mañana siguiente en «y empezaron a transcurrir insensiblemente los
días».
Llegó mayo y apareció el hijo mayor del señorito Iván, Carlos Alberto, acompañado de la Señora
Marquesa y del Obispo, para hacer la Primera Comunión. La Régula los recibió azarada y se comió a
besos el anillo del Obispo.
Al día siguiente se celebró la fiesta, después de la ceremonia religiosa en la Capilla. En la
corralada los trabajadores del cortijo tomaron chocolate con migas y dieron vivas a los señoritos.
En la Casa Grande la Nieves estaba sirviendo a los invitados. Lo hacía con galanura y
disposición, de manera que llamó la atención de la Señora Marquesa y de su hija Miriam.
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Nieves se quedó admirada al ver a Carlos Alberto y al llegar por la noche a casa le dijo a Paco, su
padre, que quería hacer la Comunión. Paco transmitió su deseo a don Pedro, el Périto, que riendo
estrepitosamente, preguntó: « [...] ¿qué base tiene la niña para hacer la Comunión?». Pero la Nieves
insistió, y se lo dijo a doña Purita. Tuvo que soportar esta respuesta: « [...] ¿no será un zagal lo que tú
estás necesitando?». Desde entonces, en la. Casa de Arriba (la de don Pedro y Purita) y en la Casa
Grande (la de la Señora y sus hijos) la pretensión de la Nieves se tomó como un despropósito y era
motivo de mofa entre los invitados.
Para el señorito Iván la culpa de todo la tenía «ese dichoso Concilio (se refiere al Vaticano II) que
les malmete», y «las ideas de esta gente, se obstinan en que se les trate como a personas y eso no
puede ser».
Los celos de don Pedro
Durante la comida, doña Purita se timaba con el señorito Iván, reclinando su cabeza sobre él.
Esto descomponía a don Pedro. Cuando llegaba la noche, el Perito insultaba a su mujer: « [...] ¡zorra,
más que zorra!». Ella, coqueta, no perdía nunca la compostura: balanceaba sus caderas y canturreaba.
El Perito, fuera de sí, agarraba una fusta con la intención de azotarla, pero de pronto se desmoronaba y
comenzaba a sollozar sobre la cama. Doña Purita se contemplaba en el espejo victoriosa.
La Nieves lo veía todo. Al llegar a su casa, se lo contaba al padre, pero Paco aconsejaba: « [...]
niña, a ti estos pleitos de la Casa de Arriba ni te van ni te vienen, tú, allí, oír, ver y callar».
Al día siguiente del hecho, durante el cacerío de la batida de los Santos, el señorito Iván se
burlaba de don Pedro, el Périto, «ese marica». El Périto, nervioso, no atinaba a las piezas.
Por la tarde, en el almuerzo, doña Purita se volvió a presentar en la Casa Grande con un
generoso escote. Don Pedro estaba temblón. Purita insistió en reclinar su cabeza sobre el hombro del
señorito Iván. Don Pedro se levantó, nerviosísimo, intentando decirles algo, pero, en el último momento,
se echó atrás, y se dirigió a la Nieves, que estaba sirviendo; « [...] ¡pues ahí tienen a la niña que ahora le
ha dado con que quiere hacer la Comunión!». La Nieves vaciló, y don Pedro, acusador, espetó; « [...]
¡que no se te suba el pavo, niña, no vayas a hacer cacharros!». Alegó que la Nieves no sabía nada de
nada, pero la señorita Miriam replicó: « [...] y entre tanta gente, ¿es posible que no haya una persona
capaz de prepararla?». Don Pedro se quedó cortado. Por la noche, medio se disculpó con la Nieves por
el incidente.
Más tarde, en su dormitorio, pidió explicaciones a doña Purita por su comportamiento casquivano.
Ella hizo un movimiento brusco cuando se acercaba. El Perito volvió a tomar la fusta, furioso, pero a los
pocos minutos de entrar en la alcoba, la Nieves «le sintió derrumbarse en la cama y sollozar
sofocadamente contra la almohada», como de costumbre.
Libro tercero. La milana
Azarías es despedido de La Jara
Azarías se presenta en la casa de Régula, anunciando que su señorito le ha despedido. Piensa
que lo despidió por viejo. Está desolado, pero se consuela acurrucando a la Niña Chica contra su cuerpo
y diciéndole «milana bonita, milana bonita».
La Régula se lo cuenta a Paco, y deciden informarse. A la mañana siguiente, Paco se acerca, con
su yegua, a La Jara. Le pregunta a Lupe, la de Dacio, el porquero, la cual le adelanta algunas de las
razones del despido: el Azarías es un piojoso, tiene el tabuco lleno de mierda, se orina las manos.
Luego, aparece el señorito y confirma que éstas son algunas de las razones. Paco se muestra
tembloroso y precavido. Argumenta que Azarías lleva toda una vida («de chiquilín») en La Jara, sesenta
y un años. El señorito corta secamente: « [...] todo lo que quieras, tú, menos levantarme la voz». Y añade
otras razones para el despido: es un anormal que se hace todo por los rincones, blasfema, quita los
tapones de las válvulas a los coches de sus amigos (de algún ministro, incluso).
Paco se aleja decepcionado, sin obtener resultado alguno.
Azarías es un engorro en el cortijo
En el cortijo donde servía Paco, el Bajo, Azarías constituye un gran problema. Al principio, se
mostraba inadaptado: no dormía, carraspeaba y rutaba como un perro, desasosegado.
Pronto se buscó algunas ocupaciones: rascaba los aseladeros y recogía las cagarrutas de las
ovejas para abonar los geranios. Pero se excedía al aplicar el abono. La Régula le pide que pasee a la
Niña Chica.
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La Regula tenía dos hijos varones: el Rogelio (efusivo y locuaz) y el Quirce (taciturno y zahareño).
El Rogelio permitía que su tío Azarías le acompañase y por la noche le mandaba contar mazorcas para
darle ocupación. El Azarías, «ganado por la fiebre de ser útil», contaba las mazorcas como contaba las
válvulas: « [...] al llegar a once, decía, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco». El Quirce se
mofaba y su madre le recriminaba que se riera de un viejo inocente. La Regula ponía en brazos del
Azarías a la Niña Chica y los dos se dormían plácidamente.
La suciedad del Azarías
Tras descubrir un piojo en la cabeza de la Niña Chica, la Régula supo que Azarías no se lavaba
(«eso los señoritos») y que se orinaba las manos para que no se le agrietasen.
Tras insultarlo («haragán, más que haragán») decidió ir a Cordovilla y comprarle tres camisetas
para que se mudase cada semana. Después de un mes, descubrió que Azarías llevaba las tres puestas,
una encima de otra. «Cacho guarro» le dijo mientras Azarías se desnudaba sumisamente y el Rogelio
reía.
Las alucinaciones
Con la llegada de la primavera, Azarías comenzó a sufrir alucinaciones: veía a Ireneo, su
hermano muerto; de noche, lo veía enmarcado en un escapulario; de día, cuando se acostaba entre la
torvisca, lo veía «policromado, grande y todopoderoso, sobre el fondo azul del cielo».
Estas alucinaciones se sabían en el cortijo y los sirvientes le tomaban el pelo:
¿Qué fue del Ireneo, Azarías?
Y el Azarías alzaba los hombros,
se murió, Franco lo mandó al cielo.
Cuando insistían:
« ¿Y estás seguro de que Franco le mandó al cielo, no le mandaría al infierno?», el Azarías replicaba: «
[...] yo lo veo ahí arriba cada vez que me acuesto entre la torvisca».
Los desahogos. El cárabo
Lo que más molestaba a Paco del Azarías eran sus «desahogos». En cualquier sitio del cortijo
«se acuclillaba y lo hacía». Paco, cada mañana, salía «como un enterrador» a borrar las huellas. Azarías
persistía en defecar en cualquier lugar; Paco estaba ya harto: « [...] tu hermano no tiene arreglo», decía a
la Regula.
Como al Azarías le fascinaba correr al cárabo, Paco comprendió que era la única forma de que su
cuñado hiciera de vientre fuera del cortijo, en el monte, y todas las noches le colocaba a la grupa de su
yegua y le llevaba a la falda de la sierra. Azarías retaba al cárabo con voz nasal. El animal le contestaba,
y, entonces, Azarías le perseguía arruando por entre los matorrales; volvía lleno de mataduras en el
rostro. Cuando llegaba de correr al cárabo, Paco le obligaba a hacer de vientre, y luego regresaban al
cortijo. «Y así día tras día...»
La nueva milana
«Hasta que una tarde, al concluir mayo», el Rogelio trajo para su tío una grajeta en carnutas,
que el Azarías acogió delicadamente, repitiendo «milana bonita, milana bonita».
Pronto, el Azarías se dispuso a alimentarla con pellas de pienso y a imitar la voz del ave («¡quiá,
quiá!»), que comenzó a contestarle. El Azarías se distraía cebándola, «no se olvidaba del pájaro ni de
día ni de noche», y se
sentía orgulloso de que «la milana» estuviera emplumando.
Todos estaban contentos con la distracción que había encontrado Azarías, menos el Quirce, que
pronosticaba: « [...] es un pájaro negro y nada bueno puede traer a casa un pájaro negro».
A pesar de ello el Azarías seguía cebando a la grajeta. Incluso, salía a buscar lombrices para ella.
Por la noche, iba con Paco, el Bajo, a correr el cárabo, pero procuraba darse prisa para volver con
«la milana». Su prisa era tanta que, cuando hacía de vientre «antes de concluir, ya estaba en pie».
Azarías estaba contento: sonreía y «mascaba salivilla con placentera delectación».
Al cabo de tres semanas, la grajilla comenzó a volar y se posó en la veleta de la torre de la
capilla. Azarías lloraba pensando: « [...] no estaba a gusto conmigo». Los demás consideraban que era
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lógico que la grajilla se fuera, pero el Azarías, con los ojos llenos de lagrimones, susurraba: «milana
bonita, milana bonita». Desolado, se apartó del corrillo de curiosos que se había formado.
Para sorpresa de todos, el viejo llamó a la grajeta tres veces afelpando la voz. El animal le
contestó. Tras un silencio, voló en picado hasta el hombro del Azarías y «empezó a picotearle
insistentemente el cogote blanco como si le despiojara». Azarías musitaba, esta vez gozoso, «milana
bonita, milana bonita».
Libro cuarto. El secretario
Los hijos de Paco, el Bajo
El Quirce pastoreaba en la sierra un rebaño de merinas y tocaba la armónica. El Rogelio entendía
de mecánica y manejaba el jeep y el tractor del cortijo. El señorito Iván los observaba, con la intención de
prepararlos como «secretarios», porque el padre, Paco, iba ya para viejo.
Las cualidades de Paco como secretario
Ninguno de los hijos poseía las cualidades de su padre: Paco, el Bajo, olía la caza como la podía
oler un perro. Desde pequeño, encontraba, y seguía con su chata nariz los rastros de las aves de caza.
El señorito Iván no lograba entender a qué olía la caza y se lo preguntaba continuamente a Paco.
Paco y el prurito cinegético del señorito Iván
La vida de Paco, como secretario, está ligada a la afición a la caza del señorito Iván; desde que
sólo era «el Ivancito», la caza para él fue una chaladura, o una chifladura, como decía la Señora.
Tenía trece años, cuando, en el ojeo inaugural del Día de la Raza del año 1943, quedó entre los
tres primeros, a ocho pájaros de Teba, el vencedor.
Desde pequeño, el Ivancito «se acostumbró a la compañía de Paco, el Bajo, y a sacar partido de
su olfato y su afición y resolvió pulirle»; Paco «flaqueaba en la carga» (la introducción de cartuchos en la
escopeta) pero se entrenaba afanosamente hasta conseguir hacerlo con rapidez.
Un día, cuando el Ivancito tenía 16 años, exigió a Paco en una cacería que le llamara «de usted y
señorito Iván», y Paco lo aceptó «porque bien mirado ya iba para mozo y era de razón».
El prurito cinegético del señorito Iván aumentó con el tiempo: no admitía rival y siempre ponía a
Paco como testigo de sus éxitos o de sus fanfarronerías. Desde entonces, una de las funciones de Paco
como secretario era la de confirmar ante los amigos del señorito Iván los éxitos de su amo. El señorito
siempre «apelaba al testimonio de Paco» y esto para el secretario era un orgullo.
La cobra
Ante sus amigos (el Subsecretario, el Embajador, el Ministro), el señorito Iván presumía de la
disposición de Paco para la cobra (momento de la caza en la que los ayudantes recogen del suelo las
aves abatidas). Para los amigos del señorito Iván era un espectáculo ver a Paco «desenvolverse»: cómo
olía el terreno y cómo acertaba siempre dónde se había ocultado el pájaro perdiz que buscaban. El
señorito Iván se mostraba orgulloso de su secretario y despreciaba a sus invitados porque no distinguían
las aves ni sabían sostener la escopeta. A todos les aplicaba la palabra «maricón», «porque fatalmente,
para el señorito Iván, todo el que agarraba una escopeta era un maricón».
La aptitud de Paco para la cobra era extraordinaria. Contaba mentalmente las piezas que caían
abatidas por el señorito. Excitado, quería ir a por ellas antes de que terminasen los disparos; el señorito
Iván no se lo permitía; al final, se presentaba con sesenta y cuatro de los sesenta y cinco pájaros
abatidos. En cierta ocasión Paco acusa a Facundo, secretario de otro señorito, de haberle birlado la
pieza que faltaba; el señorito Iván exige, nervioso, la pieza a Facundo que termina por entregarla sin
rechistar. De la perfección con que Paco hacía la cobra se admiraban todos, especialmente René, el
francés, que decía «teta» por «cabeza», giro que ya usaban todos entre carcajadas cuando no había
señoras delante.
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El pago del servicio
Cuando terminaba la caza, el señorito Iván «le entregaba ostentosamente a Paco un billete de
veinte duros», que Paco agradecía: « [...] pues, por muchas veces, señorito Iván».
El dinero siempre servía para cubrir alguna necesidad: al día siguiente, la Regula iba a Cordovilla,
donde el Hachemita, y compraba un percal o unas rastrojeras para los muchachos.
El aquel de la cultura
En una ocasión, tras la batida, se produjo durante el almuerzo una discusión entre René, el
francés, y el señorito Iván sobre las diferencias del nivel cultural de Centroeuropa y España. El señorito
Iván, para demostrar que «aquí no hay analfabetos, que tú te crees que estamos en el año treinta y
seis», ordenó llamar a Paco, el Bajo, a la Régula y a Ceferino, el Porquero, para que estamparan su
firma en un papel, con el fin de mostrar que estaban alfabetizados.
El señorito Iván manda a Paco que se esfuerce en hacerlo bien, apelando a «que nada menos
que está en juego la dignidad nacional». Don Pedro, el Périto, alega: « [...] lo creas o no, René, desde
hace años en este país se está haciendo todo lo humanamente posible para redimir a esta gente». Paco
y Ceferino trazaron después una firma ilegible sobre una factura amarillenta.
A continuación, se dispuso a firmar la Régula, mientras el señorito Iván decía al francés; « [,] aquí
no hacemos distingos, René, aquí no hay discriminación entre varones y hembras como podrás
comprobar». La Regula, cuyo dedo pulgar estaba achatado, «dibujó penosamente su nombre». Luego, el
señorito Iván agitó la mano derecha de la Régula como una bandera, proclamando: « [...] para que lo
cuentes en París, René, que los franceses os gastáis muy mal yogur al juzgarnos, que esta mujer, por si
lo quieres saber, hasta hace cuatro días firmaba con el pulgar, ¡mira!». René no miraba a la firma, sino al
dedo achatado de la Regula. El señorito Iván se apresuró a puntualizar que así de chatos se ponían los
dedos de las empleiteras (por trenzar esparto).
Cuando los sirvientes, desconcertados, se fueron, todos rieron «indulgentemente», menos René,
a quien «se le había aborrascado la mirada».
La novedad: las visitas de la Señora
La vida en el cortijo transcurría plácidamente. La novedad eran las visitas periódicas de la Señora
Marquesa. La Régula abría el portón de la entrada y procuraba esconder sus sucias manos en el mandil;
la Señora notaba siempre los malos olores.
Cada visita era celebrada, porque la Señora recibía a cada uno de los criados, les entregaba una
moneda de diez duros y se interesaba por su familia y por su quehacer. «La Señora es buena para los
pobres», decían todos.
Al atardecer, los sirvientes celebraban la venida de la Señora en la corralada. Asaban un cabrito,
bebían vino y terminaban «templados», dando vivas a la Señora.
La última visita: descubrimiento de Azarías
En su última visita, la Señora y su hija Miriam, se toparon, al llegar al portón, con el Azarías. Ante
su asombro por el aspecto del Azarías y las preguntas y observaciones de la Señora, la Regula contó
que era hermano suyo, que había sido despedido de La Jara tras 61 años de servicio, y que mientras
ella viviera no llevaría a su hermano a un asilo. Miriam, la hija, terció: «[...] después de todo, mamá, ¿qué
mal hace aquí?, en el cortijo hay sitio para todos». El Azarías, para justificar su presencia, alegaba lo útil
que era para el cortijo: abonaba los geranios por la mañana, corría al cárabo para que no se metiera en
el cortijo, andaba criando «una milana». La señorita Miriam apostilló: «[..] yo creo que hace bastantes
cosas, mamá, ¿no te parece?».
Descubrimiento de la milana y la Niña Chica
«Súbitamente, en un impulso amistoso», el Azarías toma del brazo a la señorita Miriam para
llevarla a ver a «la milana». Bajo el sauce le muestra a la muchacha su grajeta alardeando de su dominio
sobre ella: la ponía en su hombro, la alimentaba con pellas de pienso... La señorita Miriam estaba
recelosa.
En esto, sonó (por dos veces) el berrido de la Niña Chica. La señorita Miriam, espeluznada, se
atrevió a penetrar en la habitación de la vivienda y descubrió a la niña subnormal en la penumbra «con
sus piernecitas de alambre y la gran cabeza desplomada sobre el cojín». Sólo acertó a musitar,
sobrecogida: «¡Dios mío!».
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Azarías, entretanto, tomó a la Niña Chica cariñosamente y acercó el pequeño dedo a la grajilla
mascullando: «¿[...] no es cierto que es bonita la milana, niña?».
Libro quinto. El accidente
La pasa de palomas
En la época de la pasa de palomas, el señorito Iván permanecía por dos semanas en el cortijo.
Paco tenía preparados los palomos, los arreos y el balancín, que componían el reclamo. Aunque Paco
ya era viejo, todavía podía trepar dispuestamente a las atalayas de las encinas y alcornoques más altos.
Colocaba bien el cimbel, pero sufría mucho: los pies se le quedaban dormidos y acababa el día molido.
El señorito Iván se encelaba en la caza del palomo, y exigía cada vez más de Paco picándole con
insinuaciones: «[...] la edad no perdona, Paco, quién te lo iba a decir a ti, con lo que tú eras». A Paco
esto le hacía cumplir mejor y encaramarse todavía más alto en las encinas y los alcornoques.
Para el palomo-reclamo usaban capirotes que le tapaban los ojos. Un día, Paco olvidó los
capirotes y el señorito Iván le exigió que cegara a los palomos; Paco, con una navaja, vació los ojos del
palomo cimbel; desde entonces procedían de esta manera, porque el palomo se movía más y las
palomas entraban con más facilidad al reclamo.
El accidente
Y así un día y otro, hasta que una tarde, al cabo de semana y media de salir al campo, según
descendía Paco de una gigantesca encina, le falló la pierna dormida y cayó, despatarrado, como un
fardo, dos metros delante del señorito Iván. Éste dijo: «¡[...] serás maricón, a poco me aplastas!».
Mientras Paco se duele («la pierna esta no me tiene [...] yo mismo sentí cómo tronzaba el
hueso»), lo único que preocupa al señorito Iván es quién podría ayudarle. Al comprobar que Paco no se
recuperaba, el señorito llamó a voces a ver si le oían desde el cortijo. Nadie le oía. Pero divisó al hijo del
Facundo y le hizo una señal. El muchacho acudió jadeante. El señorito ordenó que vinieran del cortijo
tres personas: dos para llevarse a Paco, y el Quirce para que le ayudase a seguir cazando.
Después de que se llevaran a Paco, el señorito prosiguió la caza con el Quirce. Pero entre que el
Quirce era hermético y morugo (contesta sólo con monosílabos) y que el señorito estaba muy nervioso,
la caza se dio muy mal.
Tan pronto como regresaron al cortijo, el señorito se pasó por la casa de Paco. La pierna rota
tenía muy mal aspecto, pero «el señorito Iván iba a lo suyo», a comentar con Paco lo mal que le había
ido la caza. El Quirce los contemplaba callado. De pronto, apareció al Azarías; Paco se le presentó al
señorito Iván, que al ver el aspecto del Azarías comentó: «[...] Si que tienes una familia apañada». Este
comenzó a mirar «engolosinado hacia los palomos muertos»: quería desplumarlos. El señorito Iván
accedió diciéndole: «[...] cuando los desplumes se los llevas a doña Purita de mi parte».
Las visitas al médico
Al día siguiente, el señorito Iván llevó a Paco al médico de Cordovilla. Manolo, el médico, diagnostica: «[...] está tronzado el
peroné». Al señorito Iván sólo le preocupa si Paco puede estar dispuesto para la próxima batida, que se celebrará pocos días más
tarde. El médico opina que no, pero añade: «[...] tú eres el amo de la burra». Como Paco no puede moverse, el médico le coloca una
férula.
«Transcurrida una semana» volvieron al médico. El señorito insistía en que necesitaba a Paco para «la batida del 22». El
médico decidió escayolar la pierna («cuarenta y cinco días de yeso») y le advirtió a «Ivancito» que era imposible que Paco estuviera
disponible para el día 22.
Durante el viaje de vuelta, desde Cordovilla, en el jeep, el señorito Iván intenta convencer a Paco de que tiene que intentar
moverse, porque le es imprescindible como secretario para la próxima batida.
Azarías y la grajeta
Cuando llegan al cortijo, aparece el Azarías con su «milana». El señorito Iván contempla atónito
el dominio que Azarías ejerce sobre la grajeta- (el animal vuela hacia la torre de la capilla, pero regresa
presta tras una llamada nasal del Azarías). El señorito, admirado de la habilidad del Azarías y
obsesionado ante la posibilidad de que Paco no le asista en la batida, le pregunta a éste si el Azarías
puede valerle como secretario. Paco niega; «[...] con el palomo puede, para la perdiz es corto de
entendederas».
La incitación
Desde la mañana siguiente, el señorito Iván, que se resistía a prescindir de Paco, le visitaba
continuamente y le incitaba para que no dejase de moverse, para que tuviera voluntad, para que se
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esforzase en la recuperación. Todo con tal de que estuviera dispuesto para la batida del 22. «Le instaba,
le apremiaba, le urgía el señorito Iván». Paco seguía alegando su dolor y la imposibilidad de
acompañarle.
La batida del día 22
Amaneció el día 22, y el señorito se presentó en casa de Paco, y sin más, se lo llevó a la Casa
Grande, donde esperaban los invitados a la cacería. Allí, Paco, ante el silencio de todos, vaticinó un
buen día de caza.
A continuación, se procede a la preparación de la batida con el sorteo de los puestos. Al señor
Conde —rival del señorito— le corresponde el número nueve, un puesto formidable. Al fin, hechos todos
los preparativos, sale el cortejo para la cacería.
El señorito Iván trata con mucho miramiento al lesionado Paco. Todo marcha bien, menos la
cobra, pues Paco se vale torpemente con los bastones y los secretarios de los puestos vecinos le
birlaban algunas piezas; el señorito recriminaba a algunos, pero no podía con todos. Cada vez estaba de
peor humor: apremiaba a Paco, porque en la historia del cortijo era la primera vez que llevaba cinco
pájaros menos que el señor Conde. Paco procuraba esforzarse.
La recaída
Pero, «en una de éstas, ¡zas!, Paco, el Bajo, al suelo, como un sapo»; volvió a quebrarse el
hueso. El señorito Iván, frenético, insistía, urgía a Paco para que activara el trabajo, pero éste no podía.
Al fin, el amo claudicó y ordenó a Crespo que trasladase a Paco hasta el cortijo.
Al día siguiente, el señorito lleva a Paco, el Bajo, al médico. Manolo confirma que el hueso se
había vuelto a romper. El señorito Iván estaba muy contrariado, pero resignado. «También es
mariconada», decía.
Después, preguntó a Paco cuál de sus hijos le parecía mejor como secretario. «El Quirce»,
confirmó Paco. Pero el Quirce no era del gusto del señorito, porque era desganado y muy callado. Al
señorito le enervaba esta actitud y argumentaba: «¿[...] puedes decirme, Paco, qué quiere la juventud
actual que no está a gusto en ninguna parte?».
La nueva batida y la comida posterior: La jerarquía
A la mañana siguiente, el Quirce actuó como secretario del señorito. Hacía bien la carga de las
escopetas, pero no la cobra de las piezas: los secretarios vecinos le robaban pájaros.
El señorito intentaba ganarse al hermético Quirce, pero éste le contestaba con escuetos
monosílabos. El señorito Iván «iba cargándose como de electricidad».
Después, en el almuerzo posterior a la batida, el señorito «se desahogó» de esta manera:
[,.,] los jóvenes, digo, Ministro, no saben ni lo que quieren, que en esta bendita paz que
disfrutamos les ha resultado todo demasiado fácil, una guerra les daba yo, tú me dirás, que nunca
han vivido como viven hoy, que a nadie le faltan cinco duros en el bolsillo, que es lo que yo
pienso, que el tener les hace orgullosos, que ¿qué diréis que me hizo el muchacho de Paco esta
tarde?
Estaba enfadado porque el Quirce no le había aceptado los veinte duros que le ofreció al terminar
la cacería, como siempre había hecho, muy agradecido, Paco, el Bajo. El señorito alegaba que era
porque «hoy a los jóvenes les molesta aceptar una jerarquía». El Ministro corroboró la idea: «[...] la crisis
de autoridad afecta hoy a todos los niveles». Todos los comensales asintieron.
La Nieves
El señorito le preguntó a la Nieves, que servía la mesa, por el Quirce: «¿[...] puedes decirme por
qué es tan morago?». La Nieves se azaró y se puso muy nerviosa.
A la noche, el señorito, afectado por la rebeldía del Quirce, se vengó humillando a la Nieves.
Primero la obligó a
quitarle los botos y luego se recreó mirándola, admirando el aspecto de mujer que ya tenía, hasta que la
muchacha, turbada, se retiró. La Nieves, mostró su nerviosismo en la cocina.
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El encuentro
Tras fregar los cacharros, al atravesar el jardín, la Nieves descubrió al señorito Iván y a doña
Purita besándose ferozmente a la luz de la luna bajo la pérgola del cenador.
Libro sexto. El crimen
La huida de doña Purita
Don Pedro, el Périto,, inquiere, desazonado, a la Regula si vio salir la noche anterior a doña Purita
por el portón del cortijo. La Regula y su familia le dicen que no y don Pedro vuelve nervioso hacia la
Casa Grande.
Al marcharse don Pedro, la Nieves comenta a su padre, Paco, el Bajo, que la noche anterior
había visto al señorito y a doña Purita besándose en el cenador. Paco se interesa, pero recomienda a su
hija silencio: «[...] en estos asuntos de los señoritos, tú, oír, ver y callar».
Pronto vuelve don Pedro intranquilo y nervioso. Tampoco en la Casa Grande había encontrado a
doña Purita. Alarmado, piensa que la han raptado. Ordena entonces reunir al personal del cortijo para
preguntar si alguno la había visto. Todos callan. De repente, se dirige a la Nieves, que sostenía en
brazos a la Niña Chica, pero ésta calla lo que había visto. Luego despide a todos y se queda con la
Régula. Don Pedro aventura una hipótesis dirigiéndose a la Régula: si el señorito llevaba el coche azul
(el «mercedes»), «¿te fijaste... te fijaste si en el asiento trasero llevaba, por casualidad, el señorito Iván la
gabardina, ropa alguna, o la maleta?». Y luego: «¿[...] no iría... no iría doña Purita dentro del coche,
tumbada, pongo por caso, en el asiento posterior, cubierta con un abrigo u otra prenda cualquiera?». La
Régula le confiesa que no vio nada. Don Pedro se marcha confundido, muy nervioso, y durante una
semana se le vio deambular por el cortijo con aspecto humillado.
Llegada del señorito Iván. La humillación
El sábado siguiente apareció el señorito Iván. Don Pedro, el Périto, se acercó, temblón, a recibirle
a la entrada del cortijo. Todos pudieron comprobar que el señorito venía solo.
Don Pedro, con ansiedad, le preguntó al señorito, allí mismo, si sabía algo de doña Purita. El
señorito Iván, cínicamente, le dice: «[...] no me digas que has perdido a tu mujer». Don Pedro pregunta
solícitamente al señorito si sabe por dónde salió doña Purita. El señorito, en el colmo del cinismo,
contesta:
[...] si habéis regañado, ella pudo meterse en la maleta de mi coche, Pedro, o en el hueco del
asiento trasero, el Mercedes es muy capaz, ¿comprendes?, meterse en cualquier sitio, digo,
Pedro, sin que yo me enterase y luego apearse en Cordovilla, o en Fresno, que tomé gasolina,
o, si me apuras, en el mismo Madrid, ¿no?, yo soy muy distraído, ni me hubiera dado cuenta...
Los ojos de don Pedro «se iban llenando de luz y de lágrimas». Todavía, el señorito Iván tuvo el
cínico gesto de tranquilizarle diciendo: «[...] tu frente está lisa como la palma de la mano, puedes dormir
tranquilo»; y arrancó el coche riendo.
Búsqueda de secretario
Antes de la hora de la cena, el señorito Iván llegó a casa de Paco, el Bajo, en busca de secretario
para una nueva caza de palomas.
Primero tienta a Paco, el Bajo, al que observa maltrecho, con muletas. Paco no se lo puede creer:
«¿[...] lo dice en serio o en broma, señorito Iván?». Pero se da cuenta de que el señorito habla realmente
en serio. Cuando comprueba que contar con Paco es imposible, y puesto que el Quírce no le satisface,
pregunta si puede servirle el Azarías. Le llaman y le explican que debe ir con el señorito a mover el
reclamo de los palomos ciegos. Azarías acepta.
A la mañana siguiente. Despedida de la milana
Al día siguiente, se preparan para ir de caza; el señorito reconviene al Azarías para que prepare
todo: la jaula de los palomos, la soga para trepar, etc.
Antes de partir, el Azarías se preocupa de dar de comer a «la milana» que estaba en lo alto de la
torre de la capilla. Llama a la grajeta («¡quiá!») y ésta, atendiendo a su llamada, vuela hacia su hombro;
el Azarías la alimenta con pellas de pienso humedecido, diciendo «milana bonita, milana bonita». Al
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acercarse el señorito Iván, el animal vuelve hasta lo alto de la capilla y el Azarías, sonriéndola, la
despidió desde la ventanilla del Land-Rover en el que se iban a cazar.
La caza durante la jornada de mañana
Llegaron al encinar del Moro donde el señorito pensaba encontrar buena caza. El Azarías se
orinó las manos y se encaramó a pulso (sin utilizar la soga) a la encina más grande; el señorito estaba
admirado de la agilidad del viejo retrasado; el Ázarías pidió al señorito que le alcanzara el balancín al
que estaba amarrado el palomo ciego.
Fue una mala mañana de caza: no se acercaba ninguna paloma, y cuando se acercaron cinco
zuritas, no atendieron al reclamo. Al no obtener resultados, se fueron a otro lugar (el Alisón) donde
tampoco apareció caza. Volvieron a cambiar de puesto, pero las pocas palomas que aparecían volaban
desperdigadas y no atendían al reclamo. Furioso por la abstinencia, el señorito comenzó a disparar a
diestro y siniestro a todo pájaro que se acercaba: estorninos, zorzales, rabilargos, urracas... «Cuando se
cansó de hacer barrabasadas», ordenó a Azarías que descendiera del árbol.
La muerte de la milana
Cuando se dirigían al Land-Rover para regresar al cortijo, apareció por el cielo un bando de grajetas. Azarías, al ver a «las
milanas» gritó, haciendo bocina: «¡quiá!». De repente, una grajeta se desprendió de entre las demás y voló hacia abajo, en picado.
El señorito Iván, reprimido por no haber podido disparar a gusto en toda la mañana, encontró que el momento era bueno para
desahogarse. A pesar del angustioso requerimiento del Azarías («¡señorito, por sus muertos, no tire!»), Iván apretó el gatillo y la grajeta
se desplomó.
Azarías fue a recogerla y comprobó que era «su milana».
A pesar de las disculpas del señorito y de las promesas de regalarle otra, Azarías estaba destrozado y, de forma continua,
mientras apretaba la grajeta sanguinolenta contra su cuerpo, susurraba «milana bonita, milana bonita».
Regresaron los dos al cortijo. Ante Paco, el Bajo, el señorito intenta justificar el tiro a la grajeta por la abstinencia que había
padecido durante la mañana.
Al final, la Niña Chica dio un berrido y el Azarías habló así a la Régula: «[...] ¿oyes, Régula?, la Niña Chica llora porque el
señorito me ha matado a la milana»
La caza por la tarde. La soga
Por la tarde, el Azarías, «más entero», preparaba los trastos para la caza: la jaula de los palomos
ciegos, el hacha y el balancín, pero también «una soga doble grueso que la de la mañana». A pesar de
que no la necesitaba, justifica ante el señorito: «[...] para trepar la atalaya es». El Azarías parece
ausente.Esta vez había previsión de caza. «Aviva, Azarías, coño», repetía el señorito emocionado; pero
el Azarías preparaba todo tranquilamente, sin prisa
La venganza: el crimen
El rito de la caza con palomo transcurría normalmente. El Azarías trepó tronco arriba y cuando
estaba en el primer camal solicitó al señorito Iván que le acercara la jaula con los palomos. Al hacerlo, el
señorito levantó la cabeza, circunstancia que aprovechó el Azarías para echarle al cuello la gruesa soga
con el lazo corredizo. Al principio, el señorito no se creía lo que estaba pasando; pero el Azarías tiró con
fuerza de la soga e izó al señorito Iván. «¡Dios mío!..,, estás loco.., tú», alcanzó a decir el señorito.
Luego, el señorito dio un estertor, sacó la lengua y se observaron en sus piernas unas extrañas
convulsiones. Pronto quedó inmóvil.
El Azarías, babeando y sonriendo, miraba hacia el cielo y musitaba: «milana bonita, milana
bonita».
El libro sexto y la novela terminan así:
[...] y en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba.
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