Winston Churchill

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EL PERFIL
Winston Churchill
Viajero en su juventud, temperamental político en su madurez y enamorado
del Mediterráneo en sus últimos días, Churchill marcó un hito en la historia
El primer ministro eterno
Considerado por muchos el último
gran estadista del siglo XX, Sir Winston
Leonard Spencer Churchill fue capaz de
convertirse en el hombre más admirado
de su tiempo al mismo tiempo que el más
criticado e incluso odiado. Pero, en sus
propias palabras, “el éxito es aprender a ir
de fracaso en fracaso sin desesperarse”.
Nació en Oxfordshire en 1874, y falleció
en Londres 91 años después. 91 años que,
de hecho, dieron de sí lo suficiente como
para ser periodista, militar, político y escritor. Y no de perfil bajo precisamente…
Tras estudiar en Ascot y Harrow se alistó
en el ejército, y combatió en las campañas
de India, Sudán y Sudáfrica. Entretanto, encontró el tiempo
suficiente como para escribir artículos para varios periódicos
ingleses. De este modo pudo, por un lado, financiar sus viajes
por el mundo y, por otro, granjearse el aprecio del pueblo en
su Inglaterra natal.
Con esa popularidad volvió a Londres, donde empezó a dar
sus primeros pasos en la política. Desde 1905 fue, en muy
poco tiempo, subsecretario de las colonias, ministro de comercio, ministro del interior y Primer Lord del Almirantazgo.
Esta espectacular ascensión se vio truncada en la Primera
Guerra Mundial, donde participó activamente y fue acusado
de ser el principal responsable del desastre del desembarco de
Gallípoli. Sufrió los embates de la crítica durante un tiempo,
pero supo recuperarse, renacer de sus cenizas y llegar a ocupar
los cargos de ministro de municiones, de guerra y del aire
antes de que acabara el conflicto.
En el periodo de entreguerras no fue precisamente
cuando Churchill alcanzó sus cotas más altas de popularidad.
En un país que pedía paz, paz y más paz, nuestro hombre
avisaba a gritos del peligro de un tal Hitler, clamaba por el
rearme de Inglaterra, era un conservador casi radical, simpatizante de Franco… Con razón solía decir que “la política
es más peligrosa que la guerra, porque en la guerra sólo se
muere una vez”.
Finalmente estalló la Segunda Guerra Mundial, y fue ahí
cuando Churchill hizo, dijo y pensó las cosas que le auparían
definitivamente a ese lugar en el que viven las personas que se
instalan para siempre en la Historia. Aunque enemistado con
Neville Chamberlain, asumió el cargo de Primer Ministro,
sustituyendo a éste pocos meses antes de su muerte. Su gran
aportación a la victoria aliada fue su pertinaz insistencia en
forjar una alianza con los EE UU. Amigo de Roosevelt, pero
declarado y convencido anticomunista, Churchill fue, aun así,
consciente de la necesidad de invitar a Stalin a su pequeña
fiesta si querían vencer de verdad.
“El precio de la grandeza es la responsabilidad”, dijo
en una ocasión. Dicho y hecho: el pueblo inglés le retiró de
su cargo nada más terminar la guerra, precisamente mientras
se celebraban las conferencias de Potsdam, de donde se tuvo
que marchar para ser sustituido por un Attlee que nunca alcanzaría ni el poder ni el carisma de Churchill pese a rubricar
los tratados que a éste le correspondían. Cierto es que años
más tarde volvería a ocupar el cargo, entre 1951 y 1955,
pero los años de la Segunda Guerra Mundial fueron los que
realmente hicieron a Churchill pasar a la Historia.
Con la idea de que lo social y colectivo estaba en un segundo
plano en los procesos históricos, y que el factor verdaderamente decisivo eran las acciones individuales, dedicó mucho
tiempo a pensar y a escribir sobre la Historia, tanto con un
tono narrativo como biográfico. Lo prolífico de su obra, su
maestría en la descripción y la brillantez de su oratoria le
llevaron a conseguir el Nobel de Literatura en 1953, en plena
segunda etapa como Primer Ministro del Reino Unido.
Víctima de un declive físico e intelectual, y con una depresión
que no haría sino aumentar con los años, dejó su cargo en el
55, aunque siguió como parlamentario. Finalmente, y tras
viajar un tiempo por el Mediterráneo buscando una mejoría
que no llegó, se cumplió su frase de “la salud es un estado
transitorio entre dos épocas de enfermedad y que, además,
no presagia nada bueno”, y falleció de un ataque cardíaco
–y posterior trombosis cerebral– el 24 de enero de 1965, el
mismo día que lo había hecho su padre 70 años antes.
Sus puros, su carácter temperamental, su firmeza y convicción
y su “sangre, sudor y lágrimas” permanecerán en el recuerdo
de los ingleses y del resto del mundo para siempre.
Fue capaz de convertirse en el hombre más
admirado de su tiempo al mismo tiempo que
el más criticado e incluso odiado
66 _ savia _ julio/agosto 2010
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