A R T E S P L Á S T I C A S La Cueva y sus poéticas visuales Por Álvaro Medina La rivalidad entre pueblos hermanos ha sido una constante de la historia. Una de las más legendarias se produjo en la Italia del Renacimiento, cuando Florencia y Venecia se enfrentaron amistosamente alegando, cada una, poseer la mejor escuela pictórica de la época. Los florentinos, representados por el genio de Miguel Ángel, eran dados a magnificar los volúmenes y consideraban por lo tanto que un pintor debía, ante todo, saber dibujar y manejar el espacio. Los venecianos, representados por el Ticiano, no menos genial en sus creaciones, alegaban que la buena pintura dependía básicamente del color. La discrepancia de teorías no era cuantificable, así que los historiadores han terminado por admitir que las dos posiciones eran y son absolutamente válidas, lo cual quiere decir que no las podemos considerar excluyentes. Dicho de otro modo, se puede admirar a Miguel Ángel y exaltar al mismo tiempo la obra del Ticiano. Me estoy refiriendo a la polémica que tuvo lugar en un país culto, en el apogeo de su creatividad artística. Es oportuno mencionar el detalle, porque la rivalidad entre pueblos hermanos ha sido motivada, en otros casos, por razones de competencia comercial, de productividad agrícola o comercial, incluso por juegos entre atletas en el campo deportivo. Hablo de rivalidad, no de guerra. Verdad es que hay y ha habido guerras fratricidas. En Colombia sabemos mucho de esto, ya que hemos tenido muchas guerras civiles, declaradas y no declaradas, y resulta que toda guerra civil es una guerra fratricida, o guerra entre hermanos imbéciles. Aparte el hecho de afirmar que todos nosotros, por inteligentes que seamos, nos comportamos como redomados imbéciles varias veces en la vida, quiero dejar claro en estas líneas que mi tema es la rivalidad creativa y no la guerra destructora. En mi niñez, en los años cincuenta, Barranquilla y Santa Marta se miraban con celos a la hora de jugar fútbol, divergencia amistosa que Barranquilla y Cartagena definían en los diamantes de béisbol. Hoy, cuando los estadios se convierten a veces en frentes de guerra a muerte, es grato recordar que las rivalidades de entonces se resolvían con goles o con carreras anotadas, seguidos de aplausos, muchos vivas y rara vez un abajo. A propósito de rivalidades, yo soy barranquillero, pero me encanta recordar que nací en la calle Cartagena, no otra que la número 63, que baja del barrio Recreo al barrio Boston, donde mi padre construyó la casa familiar. En la avenida 20 de Julio o carrera 43, límite entre Recreo y Boston, funcionó La Cueva en esos mismos años cincuenta. El bar se ha vuelto legendario porque, sin discriminación ni celo, estimuló una actividad cultural sin precedentes en la región Caribe colombiana. Esa actividad tuvo sus prometedores inicios en la calle San Blas, en la sede de la Librería Mundo. La librería pertenecía a Jorge Rondón, un a g u a i t a - DIECINUEVE - VEINTE / diciembre 2 0 0 8 - Junio 2 0 0 9 139 hombre culto y emprendedor que le abrió campo en sus locales al semanario Crónica, la publicación semanal que embutió de lleno a Gabriel García Márquez en la literatura. Rondón fue también el editor de Todos estábamos a la espera, el primer libro de Álvaro Cepeda Samudio. La creación cultural de la Costa entraba así en una nueva etapa, fulgurante en cuanto involucró y potenció las artes plásticas, de escasas resonancias hasta entonces en la región. La Cueva fue la sede operativa de hitos que han tenido proyección internacional, logro que fue posible gracias a la convergencia de creadores de gran talento de Barranquilla y Cartagena, las ciudades que, con sus equipos, se jugaban el todo por el todo en los estadios Tomás Arrieta y Once de Noviembre. Yo recuerdo que el enfrentamiento deportivo casi cotidiano le dio alas y mucha audiencia a un programa de radio que transmitían, en cadena, las Emisoras Unidas de Barranquilla y la Emisora Fuentes de Cartagena. Se transmitía a las 12:30 del día y enfrascaba en sesudas discusiones, durante casi media hora, a los comentaristas más agudos de las dos pequeñas urbes, empeñados siempre en la tarea de demostrar que los peloteros de sus localidades respectivas eran los mejores. El chovinismo suele ser moneda corriente en el deporte, la economía, la política y la religión, y bicho raro en la cultura. Míos de mi corazón son el poeta griego Homero y el cinematografista japonés Akiro Kurosawa, el dramaturgo inglés William Shakespeare y el anónimo arquitecto maya de Tikal, en Guatemala, el compositor francés Eric Satie y el escritor argentino Jorge Luis Borges, el pintor español Pablo Picasso y el novelista ruso León Tolstoy, el escultor norteamericano Alexander Calder y el cuentista francés Guy de Maupassant. La cultura se globalizó muchos años antes de la invención de la máquina de vapor y por eso quiero referirme, en este estrado, a la buena relación que los cartageneros Nereo López, Cecilia Porras y Enrique Grau establecieron en la segunda mitad de los años cincuenta con los barranquilleros Alejandro Obregón y Álvaro Cepeda Samudio, que como bien se sabe no nacieron en Barranquilla, pero allí dieron lo mejor de sus talentos. El encuentro de unos y otros se produjo al calor del ambiente que Eduardo Vilá Fuenmayor creó en La Cueva, de la que era propietario. Para entrar en materia toca definir antes los ciclos que en su desarrollo tuvo el llamado Grupo 140 a g u a i t a - DIECINUEVE - VEINTE / diciembre 2 0 0 8 - Junio 2 0 0 9 Álvaro Cepeda, Cecilia Porras, Alejandro Obregón y un amigo, alrededor del cuadro de Antonio Roda. de Barranquilla. En Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX, de reciente publicación, estudié el asunto y concluí que sus actividades se pueden dividir en tres fases y cito: a) La primitiva (1945-1949), nucleada en torno a escritores y periodistas de la vieja guardia como eran Ramón Vinyes y Fuenmayor padre [José Félix]. La animaban Bernardo Restrepo Maya, Rafael Marriaga, el librero Jorge Rondón y otros intelectuales. Esta fase contó con la temprana presencia de jóvenes como Germán Vargas y Fuenmayor hijo [Alfonso]. b) La legendaria, inmortalizada en Cien años de soledad y en consecuencia la más estudiada. Concluye definitivamente en enero de 1954, cuando García Márquez se va a trabajar a Bogotá y entra a trabajar en El Espectador. Sus aportes están ligados al estrecho círculo de Crónica [con la participación de Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Álvaro Cepeda Samudio y Orlando “Figurita” Rivera]. c) La fase brillante (1954-1965), con epicentro en La Cueva, bar situado en El Recreo, barrio residencial hoy de capa caída que en la época estaba habitado por un nutrido grupo de prósperos comerciantes árabes. Los numerosos logros de esta fase son claramente diferenciables de los sucedidos en la fase primitiva, ya que sus protagonistas contaron con la dinámica creada por el amplio y heterogéneo círculo de La Cueva110. 110 Medina, 2008: 151. La periodización anterior me permite señalar que, en general, se han confundido las creaciones y aportes de la fase legendaria, cuyos protagonistas quedaron inmortalizados en el penúltimo capítulo de Cien años de soledad, con las creaciones y aportes de la fase brillante. En la primera campeó la literatura, con la publicación en Crónica de cuentos de García Márquez y Cepeda Samudio; en la segunda primó, la pintura ampliamente, y digo primó porque la literatura tuvo aportes relevantes con la publicación en 1954 de Todos estábamos a la espera, el libro de cuentos de Cepeda, y la aparición en 1962 de La casa grande, su única novela. Desde el punto de vista estrictamente creativo, los protagonistas principales de la fase legendaria son García Márquez y Cepeda, y los de la fase brillante son Cepeda nuevamente y el pintor Alejandro Obregón. Por afición, decisión y empeño de Álvaro Cepeda Samudio, la pintura adquirió la relevancia que nunca antes había tenido, gracias a la gestión que el entonces joven escritor desarrolló desde el Centro Artístico. La pintura adquirió importancia a partir de tres decisiones fundamentales que el narrador y sus amigos impulsaron con entusiasmo: 1) Remplazar el Salón de Artistas Costeños que, por iniciativa oficial del Departamento del Atlántico, se realizaba desde 1945, con un Salón Nacional auspiciado por la empresa privada. 2) Transformar ese Salón Nacional en un Salón Interamericano. 3) Crear y fortalecer la pinacoteca de La Cueva. La creación del Salón Nacional se concretó en 1955 y de cierta manera fue una dura crítica a la clausura, Ilustración de Orlando “Figurita” Rivera para un cuento de Álvaro Cepeda. por decisión de un gobernador militar nombrado por el general y dictador Gustavo Rojas Pinilla, del Salón de Artistas Costeños. El último de esos salones regionales se realizó en 1953, poco antes del golpe militar. La suspensión definitiva se produjo al año siguiente, en 1954. Con motivo del cincuentenario de la creación del Departamento del Atlántico, en 1955, el Centro Artístico resolvió unirse a los festejos convocando a un Salón Nacional, experiencia que se repitió en 1959. Algunos de los ganadores en los salones regionales fueron Alejandro Obregón, Enrique Grau, Cecilia Porras y Orlando “Figurita” Rivera, los ganadores de los salones nacionales fueron Ignacio Gómez Jaramillo, Alejandro Obregón, Enrique Grau y Fernando Botero. Se concluye, en uno y otro caso, que los galardones fueron otorgados a artistas de talla, el menos conocido de los cuales es “Figurita”. Pero “Figurita” no fue ningún pintado en la pared. Rara combinación de bacán y camaján, además de marihuanero empedernido, bailarín, pintor y publicista que, en ocasiones, se hundió en la indigencia, al pintor barranquillero (éste sí, nacido en Barranquilla) se debe el carácter de La Cueva como centro promotor del arte contemporáneo. El primer antecedente de un bar de intelectuales bebedores, que aceptó la idea de exhibir pinturas en sus muros, es El Automático de Bogotá. La iniciativa vino de un pintor sin galería, cuando en Bogotá no había sino dos galerías de arte, que convenció al dueño del prestigioso café para que lo dejara colgar y vender sus cuadros. Ocurrió en diciembre de 1950 y en adelante se hicieron muchas más exposiciones gracias a la imaginación y a la audacia de ese pionero. Su nombre: Orlando “Figurita” Rivera. La idea tuvo eco en Cartagena, en julio de 1951, cuando Cecilia Porras abrió una exposición de temas marinos en el Café Metropol, y con fortuna aterrizó en Barranquilla, donde fue depurada por el mismo “Figurita” con la substancial colaboración de Álvaro Cepeda, Alejandro Obregón y Eduardo Vilá. La diferencia fundamental entre El Automático y La Cueva la da el hecho de que el establecimiento bogotano fungió de galería de arte comercial que cada cierto tiempo colgaba y descolgaba exposiciones, en general individuales, mientras que La Cueva reunió poco a poco una colección de su propiedad, sin afán de lucro, para gusto y placer de sus contertulios. Sin duda, fue la primera colección de arte contemporáneo a g u a i t a - DIECINUEVE - VEINTE / diciembre 2 0 0 8 - Junio 2 0 0 9 141 abierta al público que hubo en Colombia, si bien es de reconocer que a La Cueva no entraba todo el mundo, no por arbitraria discriminación del dueño, sino porque no se oían rancheras ni tangos ni mambos ni chachachás ni merecumbés ni siquiera vallenatos, sino jazz y música barroca de Bach y Vivaldi, entre otros. La actividad de La Cueva en artes plásticas se puede resumir mencionando los acontecimientos que marcaron época. El primero fue la presencia permanente de Nereo, el fotógrafo oficial y extra oficial de los contertulios que allí se reunían. Nereo fue el protagonista casi único de La langosta azul, la película argumental que Luis Vicens dirigió en 1955 basado en un guión de Cepeda Samudio, en la que colaboraron, como asesores artísticos, Cecilia Porras (la actriz de la película) y Enrique Grau. Me permito afirmar que sin la presencia de Nereo, Cecilia y Quique Grau, cartageneros los tres, La Cueva no hubiera sido nunca lo que fue. El fotógrafo vivía en Barranquilla, los dos pintores la visitaban con asiduidad. En 1957 Nereo publicó en Cromos un reportaje gráfico que mostraba a Vilá y Obregón, escopeta al hombro, en una sesión de cacería. Debidamente enmarcadas, las fotos de Nereo fueron las primeras obras de mérito en ser colgadas en los muros del nuevo bar. Los tirajes exhibidos no eran profesionales, lo que les daba a los abigarrados conjuntos, de doce Cecilia Porras. Ilustraciones para Todos estábamos a la espera de Álvaro Cepeda Samudio. 1954. 142 a g u a i t a - DIECINUEVE - VEINTE / diciembre 2 0 0 8 - Junio 2 0 0 9 Enrique Grau. Ilustración para un cuento de Gabriel García Márquez en Fin de Semana. El Espectador, 1948. y más fotos bajo un mismo vidrio, un aire informal, como de recuerdos de familia. Las segundas obras que entraron a la colección fueron pintadas por “Figurita”, Grau y Cecilia, ya que Obregón no había vuelto aún a Colombia. Con su llegada en 1955, Alejandro le dio carácter a la colección, no en vano era el pintor colombiano más vanguardista y más sólido de su época. El segundo gran acontecimiento fue el retrato que Antonio Roda le hizo al grupo en 1957, motivo de una fiesta esplendorosa en La Cueva que Nereo registró con su cámara. Roda retrató, agrupados junto a una paloma, una copa y una botella etiquetada Ron La Cueva, a Alfonso Fuenmayor, Eduardo Vilá, Nereo, Germán Vargas, Álvaro Cepeda y Alejandro Obregón. Sabemos, gracias a los registros fotográficos que ya he mencionado, que Cecilia Porras estaba presente el día que se colgó el retrato colectivo del grupo. El tercero fue la realización, en 1958, del mural que Obregón pintó en el bar. En Poéticas visuales del Caribe 111 Medina, 2008: 164 “El II Anual de Pintura—La mejor exposición que he visto en Colombia”, El Heraldo, Barranquilla, 7 de abril de 1960: 14. 112 colombiano he escrito lo siguiente de ese mural: “Su tema es la Madre Tierra y está resuelto en dos partes: a la derecha hay una figura femenina frontal, de torso desnudo y cabellera de tocado vegetal; a la izquierda se alza una montaña-florero que tiene en la base un pez semejante al celecanto o pez fósil vivo, tema que Alejandro había pintado en Europa varios años antes. La composición y el tratamiento geométrico eran la continuación en pequeña escala del mural al fresco Simbología de Barranquilla, realizado en el edificio que el Banco Popular construyera en el paseo Bolívar” en 1956112. El cuarto gran acontecimientos fue la realización en 1959 del llamado Salón Anual de Barranquilla, al que siguió, un año después, el Salón Interamericano de Pintura. La convocatoria nacional se pudo ampliar y volver panamericana gracias a la colaboración de José Gómez Sicre, director de artes visuales de la OEA. La actividad contó siempre, de modo preciso y puntual, con el respaldo de Marta Traba, la joven crítica de arte que nos estaba enseñando a ver y comprender el arte contemporáneo. Fue precisamente en vísperas del Salón Interamericano de 1960 que Gómez Sicre descubrió en la puerta de La Cueva al pintor ingenuo Noé León, el ex policía santandereano que vivía en Barranquilla desde 1930. Noé realizaba una obra pictórica carente de ambiciones, copiando de cromos de almanaques y fotografías de revistas. Convencido de la calidad de su paleta, Gómez Sicre le sugirió pintar lo que veía a su alrededor, idea que nuestro primitivo aceptó sin tardanza. La obra resultante, El gran Luruaco, fue admitida en ese primer Salón Interamericano, como lo prueba una fotografía de El Heraldo en la que Marta Traba y Alejandro Obregón aparecen admirando la pintura que cambió la vida del humilde ex policía. En entrevista concedida a El Heraldo, Marta declaró, por cierto, que en Barranquilla había visto la mejor exposición realizada en Colombia, afirmación rotunda que el periódico usó de titular112. El Salón Interamericano se realizó por segunda y última vez en 1963. Por los dos salones internacionales desfilaron artistas muy jóvenes de casi veinte países, que con el tiempo hicieron historia. Cabe mencionar la presencia de los venezolanos Jesús Rafael Soto y Alejandro Otero, los argentino Marcelo Bonevardi y Rómulo Macció, los ecuatorianos Aníbal Villacís y Enrique Tábara, los mexicanos Manuel Felguérez y José Luis Cuevas, el peruano Fernando de Szyzlo y el chileno Mario Opazo, que expusieron junto a consagrados de la talla del guatemalteco Carlos Mérida, el cubano Wifredo Lam, el chileno Roberto Matta y la boliviana María Luisa Pacheco. El quinto gran acontecimiento fue la apertura, en una sala contigua al bar, de la Galería Artes Contemporáneos. Eduardo Vilá la fundó para albergar el Salón Interamericano de 1963. Allí expusieron posteriormente Alejandro Obregón, Ángel Loockhart, Delfina Bernal, Julio Abril, Hernán Díaz, Nirma Zárate y muchos más. La suma de los ricos acontecimientos reseñados hasta aquí permitió reunir, poco a poco, una pinacoteca que tenía por centro el retrato colectivo que Antonio Roda le hizo al grupo y contaba, entre sus hitos, un mural, una xilografía y dos óleos de Alejandro Obregón, un óleo y varias caricaturas de Orlando “Figurita” Rivera, un óleo de Cecilia Porras, dos de Enrique Grau, un dibujo al carboncillo de Fernando Enrique Grau. Ilustración para una crónica de Gabriel García Márquez. Lámpara, 1952. a g u a i t a - DIECINUEVE - VEINTE / diciembre 2 0 0 8 - Junio 2 0 0 9 143 Botero, dos óleos de Luciano Jaramillo, decenas de fotografías de Nereo, la foto que Hernán Díaz le hizo a Marta Traba, un autorretrato y tres paisajes de Noé León, una pintura de Angel Loockhart y una de Delfina Bernal junto a cuadros firmados por muchos otros artistas, algunos de ellos extranjeros que pasaron por el bar de Vilá y quedaron encantados con el sitio. Pegados al cielo raso había una buena cantidad de afiches originales pintados a mano, anunciando exposiciones, conciertos y obras teatrales, productos de la época en que imprimir afiches era sumamente costoso y el trabajo artesanal solía suplir, con imaginación y pericia, la reprografía industrial. Los cinco acontecimientos descritos antes tuvieron un complemento significativo en la actividad que, como ilustradores de los textos de sus amigos escritores, desarrollaron los pintores. Enrique Grau ilustró “TubalCaín forja una estrella”, el tercer cuento que García Márquez publicó en su vida. El texto, no recogido en la compilación Ojos de perro azul, fue publicado en enero de 1948 en Fin de Semana, el suplemento semanal de El Espectador que dirigía Eduardo Zalamea Borda. Grau volvió a ilustrar a nuestro premio Nobel en 1952, con los tres dibujos que hizo para “La sierpe”, especie de crónica que mezcla realidad y ficción, texto seminal que Dasso Saldívar considera un claro antecedente del realismo mágico que el autor de Aracataca manejaría en “Los funerales de la mamá grande” y en Cien años de soledad113. En 1955 salió La hojarasca, con tapa a tres tintas diseñada por Cecilia Porras. Si comparamos esa tapa colorida y bien pensada con las que en general se acostumbraban en la incipiente industria editorial colombiana de la época, no hay duda que es excepcional. La misma Cecilia había ilustrado, en 1954, los cuentos que Cepeda Samudio reunió bajo el título de Todos estábamos a la espera. Libro excepcional por su calidad literaria y la excelencia de su presentación gráfica, el de Cepeda contó con siete dibujos de la pintora cartagenera, tres de los cuales eran retratos del escritor, detalle que obedecía al hecho de que el propio Cepeda aparecía como protagonista de algunos de esos cuentos. A Cepeda también lo ilustró “Figurita” Rivera, aunque indirectamente como vamos a ver, cuando el barranquillero se desempeñaba como dibujante de El Colombiano Literario de Medellín. En las páginas de ese magnífico suplemento, dirigido por Eddy Torres, Cepeda publicó una traducción de “Osamenta”, un 144 a g u a i t a - DIECINUEVE - VEINTE / diciembre 2 0 0 8 - Junio 2 0 0 9 cuento de William Faulkner que “Figurita” acompañó con un dibujo. La relación de artistas y escritores concluyó en 1972, cuando se publicó póstumamente Los cuentos de Juana del mismo Cepeda Samudio, con veinte ilustraciones a color de Alejandro Obregón. Para concluir quiero citar lo que he planteado sobre esas ilustraciones en Poéticas visuales del Caribe colombiano: “No sobra anotar que la sígnica de las imágenes, los colores brillantes, la amplitud de los planos, la síntesis gráfica y la simplicidad de las composiciones son rasgos que podemos conectar con los del inmenso mural que Alejandro Obregón pintó para una sede bancaria de la calle San Blas, el más grande que nos dejó con su firma”�. Debo agregarle, a esta última cita, el dato de que en esa misma calle de San Blas, casi al frente de la mencionada sede bancaria, quedaba la Librería Mundo de Jorge Rondón, anfitrión de la oficina de redacción de Crónica y editor del libro de cuentos de Cepeda. Como serpiente que se muerde la cola, esta historia concluye donde había comenzado, mas no sin antes proclamar que la unidad cultural de la región la ha hecho siempre fuerte y que debemos procurar acerarla. Bibliografía Medina, Álvaro (2008), Poéticas Visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX, Molinos y Velásquez, Bogotá. Saldívar, Dasso (1997), García Márquez—El viaje a la semilla. La biografía, Alfaguara, Madrid. 113 Saldívar, 1997: 260