España en el Crisol - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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CRÍTICA Y CRISIS DEL REPUBLICANISMO EN EL
PRIMER ARAQUISTÁIN
Antonio Rivera García
Comenzaré precisando el contexto temporal de este texto: los años
veinte del siglo pasado, la época en la que el republicanismo
histórico, el heredero del siglo XIX, sufre su mayor crisis. He
seleccionado al socialista Araquistain y al republicano Álvaro de
Albornoz porque en sus obras de este periodo, particularmente en
España en el Crisol (1921) y La tragedia del Estado español (1925),
encontramos la más acerada crítica contra el viejo republicanismo,
pero, desde unas coordenadas políticas, que, a mi juicio, entroncan
con la más clásica tradición republicana. Desde luego, no quiero
apartarme de la Begriffsgeschichte, por cuanto pretendo exponer uno
de los hitos más significativos de la historia española del concepto de
“republicanismo”: el momento en que se separa claramente el
problema de la forma de Estado de la idea política republicana.
Este ensayo tiene un doble objeto: aparte de hacer referencia a la
crisis que por esta época experimentan los viejos partidos
republicanos, también quisiera exponer las bases republicanas de la
crítica que formulan Araquistain y Albornoz contra el sistema
político y, más en concreto, contra el hombre español.
Probablemente, mi comunicación esté descompensada en la medida
que voy a prestar más atención a Luis Araquistain.1 Hay muchos
Araquistain, aunque los más visibles sean el defensor de un
socialismo humanista en los años anteriores a la II República, el
1
En principio la comunicación estaba dedicada tanto a Araquistain como a Albornoz. Por falta de
espacio, me centro especialmente en el primer autor.
Antonio Rivera García,
Crítica y crisis del republicanismo
en el primer Araquistáin.
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revolucionario marxista de la época del Leviatán, y el desencantado
socialista del exilio. Nuestro interés se va a centrar en el primero, el
que ha sido menos estudiado.
1. Crisis del republicanismo histórico. En España en el crisol, el
periodista vasco sostiene que en toda sociedad humana hay cuatro
tendencias de acción política. Las dos primeras son la reaccionaria,
la que, como el carlismo, anhela volver a formas de vida social y
política ya superadas;2 y la conservadora, esto es, aquella que, como
sucede con los partidos dinásticos de la Restauración, identifica el
hecho social y el derecho, y por este motivo se opone a modificar el
orden de la propiedad y la jerarquía. Estas tendencias han de ser
borradas por las dos únicas sanas: la liberal y la radical. La tendencia
liberal, también llamada evolutiva o reformista por contraposición a
la revolucionaria, sostiene que, dado el egoísmo natural de los
hombres, el hecho social injusto debe transformarse gradualmente,
ajustando poco a poco el hecho al derecho justo. Ahora bien, cuando
las transformaciones son demasiado lentas, esta tendencia, como
sucede con el viejo concepto de liberalismo, entra en crisis. En
cambio, la tendencia radical aspira a transformar de pronto y de raíz,
de manera revolucionaria, el hecho social injusto. Los partidos
liberales españoles de este período son el partido reformista de
Melquiades Álvarez y los republicanos “inteligentes”; mientras que
el partido radical coincide con el socialismo en su forma
intransigente o dogmática. Entre ambos, Araquistain –y
probablemente sea ésta su posición– sitúa un socialismo oportunista,
el de los fabianos ingleses, “que, en realidad, es un liberalismo a
ritmo más rápido” (EC, p. 47).
Araquistain manifiesta que, en el futuro, España sólo puede admitir
dos partidos, en los cuales confluyen las tendencias liberal y radical:
el socialista y el nacional. Las ideas y emociones religiosa, militar,
monárquica o, incluso, republicana en el sentido de un Estado sin
rey, ya no pueden dar vida a nuevos partidos; sólo la emoción de
2
L. Araquistain, España en el Crisol (Un Estado que se disuelve y un Pueblo que renace), Barcelona,
Minerva, 1921, p. 46. A partir de ahora se cita con las abreviaturas EC.
2
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humanidad, que es propia del partido socialista, y la emoción del
ciudadano, que es propia de una partido nacional –y yo añadiría, que
de un partido republicano–, pueden mover a los españoles a
participar en la esfera pública. La definición que nos ofrece
Araquistain del socialismo puede parecer sorprendente porque en ella
aparece citado el nombre del republicano Kant y no el del socialista
Marx: el rasgo más característico del socialismo es la “tarea de
humanidad, el propósito colectivo, superior a todo fin y discrepancias
individuales. El socialismo, por encima de sus miembros, incluso por
encima de sus programas, demasiado limitados en relación con su
esencia espiritual, tiene por objeto un problema infinito de justicia:
que todo hombre –como quería Kant– sea un fin en sí, como si todo
el universo convergiera teleológicamente en él, y no un simple
instrumento explotable en provecho de los demás.” (EC, pp. 25-26).
Después de esta definición, no sorprende que, para el autor de
España en el Crisol, el socialismo se limite a reproducir y completar,
gracias a la experiencia adquirida a lo largo de los siglos, la teoría
cristiana de que todos los hombres nacen iguales, la cual es repetida
más tarde –expresa Araquistain– por los puritanos norteamericanos
en la Declaración de Independencia y por la Declaración francesa de
derechos del Hombre. “Lo único que varía en el socialismo moderno
–concluye– es que la propiedad de los instrumentos de producción y
cambio debe ser colectiva en vez de privada” (EC, p. 27)
Según Araquistain, el socialismo nace de la evolución del
republicanismo, que se hace cada vez más profundo, más libre e
igualitario, y del anarquismo, que se hace más realista. El socialismo
es republicano, ya que es partidario de una república socialista u
orientada hacia el socialismo, de modo que otorga más importancia a
la cuestión de la propiedad colectiva que a la forma del Estado, sea
monárquica o republicana. Pero Araquistain critica al socialismo
español porque, como demuestra la experiencia fallida de la
conjunción republicano-socialista formada en 1909, le ha faltado la
suficiente vitalidad para absorber al republicanismo: “los socialistas
–vuelvo a leer en España en el crisol– se han olvidado no poco de su
ciudad ideal para pensar demasiado en la ciudad republicana –un
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presidente en lugar de un rey– de sus aliados”. Dicha falta de
vitalidad que demuestra el socialismo en el año 1920 es debido al
lento desarrollo del capitalismo español, pues en un país de economía
semifeudal no se puede constituir un poderoso movimiento
socialista; pero también este déficit se debe a la escasez de
intelectuales socialistas. Sin una aristocracia intelectual no puede
extenderse el socialismo, ya que “el elemento –escribe Araquistain–
creador de los movimientos sociales es siempre el hombre de
pensamiento”, y no las masas. Por un lado, el intelectual español se
caracteriza por su servilismo: su máxima preocupación es hacer
carrera con la ayuda de gobernantes, dispensadores de mercedes o
gente adinerada. Por otro, “el error de los intelectuales españoles es
mezclarse demasiado en la parte puramente funcional de los partidos
y organizaciones obreras”. Para el Araquistain, que se ha apartado
del PSOE por discrepancias relativas a la III Internacional, el
distanciamiento de los partidos, el no estar a sueldo de ellos,
garantiza a los intelectuales la pureza de sus móviles y la
independencia de su actividad crítica.
El socialismo, en la concepción de Araquistain, es así un
movimiento espiritual que parte de la idea de humanidad para
concluir en el individuo. Mas, al entender de nuestro periodista, el
socialismo no excluye el proceso inverso, que se encuentra en la raíz
del otro partido que necesita España, el nacional: “Hay españoles a
quienes no les importa la suerte del español como hombre, como
objeto de injusticia y crueldad por parte de los otros españoles, pero
sí les importa la suerte del español como categoría nacional. Para
estos hombres [...] su situación y función está en un gran partido
nacionalista” (EC, pp. 27-28), el único que podrá competir y alternar
con el socialista en la dirección de España. Lo importante es que los
dos partidos son necesarios, y los dos persiguen el mismo fin
empezando por extremos opuestos: “Humanidad y españolidad: un
partido que busque el engrandecimiento del hombre, hasta alcanzar al
español específico, y otro partido que busque la elevación categórica
del español, hasta alcanzar al hombre universal”. El partido
humanista es el socialista, pero Araquistain no divisa en el horizonte
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inmediato a ningún partido nacional. Así que en un fragmento de
España en el crisol indica: “si a la derecha del socialismo no se
constituye un gran partido moderno, el socialismo español será
pronto la derecha de algún partido extremo”. Sin duda, piensa en el
anarquismo, y, quizá, en el partido comunista que acaba de formarse
en 1920 como consecuencia de una escisión del partido socialista.
Todo indica que este partido nacional, en tanto se basa en la emoción
del ciudadano, debería coincidir con la tradición republicana. Sin
embargo, el republicanismo histórico español se halla lejos de
cumplir con esta función.
En primer lugar, porque el desacuerdo entre sus principales líderes
ha condenado al republicanismo a la esterilidad política. Una de las
obsesiones del republicanismo español siempre fue impedir su
disgregación en pequeños partidos mediante diversas fórmulas de
convergencia o coalición, como la Unión Republicana. Pero eran
tantas las diferencias que separaban, por ejemplo, a un republicano
de derechas como Lerroux de un republicano de izquierdas como
Marcelino Domingo o Albornoz que fue imposible, al final, unificar
criterios de actuación y lograr programas conjuntos.
En segundo lugar, el republicanismo histórico, el de las
formaciones políticas heredadas de la I República, el que
reencontramos en la Unión Republicana de 1903, el que
mayoritariamente se adhiere a la Conjunción Republicana-socialista
de 1909, o a la Alianza de Izquierdas de 1917, es un republicanismo
puro “que ve la cifra y compendio de la felicidad humana en poner
un presidente donde había un rey”. A este republicanismo puro
opone Araquistain un republicanismo inteligente, el socialista, el que
une propiedad y república, y además no hace de la forma de Estado
republicana una idea absoluta. Pues, en política, sólo la idea de
libertad tiene un carácter absoluto, mientras que todos los caminos
que conducen a ella son relativos. Ciertamente, en España en el
crisol se defiende como el camino más seguro el de la democracia
republicana, esto es, el de la forma en que todos los cargos, incluido
el de jefe de Estado, deben ser elegidos por el pueblo y pueden ser
sustituidos cuando no sirvan al fin de la libertad. No obstante,
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Araquistain admite que pueden haber repúblicas de naturaleza
monárquica y dictatorial; y, al revés, algunas monarquías, como la
inglesa, tienen naturaleza republicana porque el rey ha perdido todo
su poder. Salta, por tanto, “a la vista la relatividad de la forma
monárquica o la forma republicana respecto de la democracia, la más
segura vía de la libertad”. Por mucho que después critique en su obra
de exilio El pensamiento español contemporáneo al krausismo y la
Institución de Libre Enseñanza, Araquistain comparte con ellos, en
1920, la tesis de la accidentalidad o relatividad de las formas de
gobierno; aunque quizá, sería más correcto hablar –de acuerdo con el
Kant de Zum ewigen Frieden– de formas de Estado.
Esta tesis de la relatividad o accidentalidad explica por qué el
Araquistain de España en el crisol comprende mejor que los
republicanos el papel del Partido Reformista de Melquíades Álvarez.
Recordemos que este partido, creado en 1912 por la tendencia
gubernamental del republicanismo histórico, fue excluido de la
primera conjunción republicano-socialista tras declarar, con el objeto
de aspirar al gobierno dentro de la monarquía, la accidentalidad de
las formas de Gobierno. Si bien –declara Araquistain– tienen razón
los republicanos inteligentes en desconfiar de la monarquía, pero “no
tanto por ser monarquía, como por ser una monarquía de dudosa
ética, sin fidelidad a los intereses públicos ni a sus compromisos”;
también es cierto que los reformistas tienen razón en no querer vivir,
como republicanos puros, lejos del timón del Estado, en un desierto
político. Dada la imposibilidad de alcanzar la república, este partido
puente (radical en cuanto a liberalismo, semisocialista en lo
económico) adopta la táctica envolvente, “la de ir de flanco a la
monarquía” para democratizarla desde dentro. “¿De qué nos sirve
Álvarez –escribía en 1920 Araquistain– en el retraimiento o en un
Sinaí republicano? Que se desgaste. Que se realice en la medida que
pueda. Que dé la batalla a la monarquía dentro de ella, ya que la
había perdido fuera de ella.” (EC, p. 44).
Esta opinión, tan comprensiva con los reformistas, desaparece en El
ocaso de un Régimen, la reedición del año 30 de España en el Crisol.
Entretanto ha tenido lugar la Dictadura de Primo de Rivera y se ha
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demostrado la ingenuidad monárquico-democrático-constitucional.
“Si el reformismo –escribe ahora Araquistain– pecó de algo, no fue
tanto de ambición o mala fe como de candidez y escasa intuición
psicológica”;3 pecado que, por lo demás, también habría que
atribuirselo al Araquistain de 1920. Por otra parte, en la década que
separa El ocaso de España en el Crisol, asistimos a la paulatina
renovación del republicanismo, y, sobre todo, a la formación en 1929
del Partido Radical-Socialista de Marcelino Domingo y Álvaro de
Albornoz; partido que, junto a la Acción Republicana de Azaña y a
los republicanos catalanes y gallegos, se encuentra en la base de la
coalición socialista-republicana que gobernará al comienzo de la II
República. Evidentemente, la dictadura de Primo de Rivera hizo
comprender a Araquistain que resultaba imposible lograr reformas
sociales y políticas dentro de la monarquía, y que ya no quedaba más
remedio que ir hacia la república. Pero esta idea todavía no era
evidente en la obra de 1920.
En cualquier caso, el análisis de España en el Crisol tuvo el mérito
de criticar la obsesión del republicanismo histórico por la forma de
Estado. Éste, al centrar todas sus fuerzas en acabar con la monarquía,
olvidaba que la forma de Estado no era lo esencial de la praxis
republicana; que el concepto opuesto a república no es el de
monarquía, sino el de despotismo, el de un Estado que, como el
español de la época, gobierna según los intereses de algunos
individuos o de un determinado grupo.
2. La crítica republicana del Estado español. Araquistain y
Albornoz son dos regeneracionistas de izquierdas preocupados por la
decadencia del carácter español. Pero más que ante una mística de los
valores genuinos de la cultura española (la distinción entre cultura y
civilización de Spengler también está presente en Araquistain), tal
como se desprende del último y reaccionario Maeztu, nos
encontramos ante una crítica dirigida contra el hombre español por su
falta de civismo o de espíritu público. En el fondo, Araquistain,
3
El ocaso de un régimen, Editorial España, Madrid, 1030, p. 102
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Albornoz o Azaña parecen buscar un republicanismo cuya esencia no
se encuentra en la forma de Estado, sino en la clásica virtud
republicana. Se trata –como señala Araquistain– de impulsar la
emoción del ciudadano.
Para Albornoz, la tragedia de España se explica porque es un
pueblo de teólogos, cuyo ideal jurídico es la justicia absoluta o
abstracta, independiente de las circunstancias y de la evolución
social. Pero como tal justicia no resulta posible entre los hombres, el
orgulloso español termina siendo generalmente un escéptico en
materia legal. Así que la gran tragedia española consiste
precisamente en la contradicción entre esta rigidez mental, en el todo
o nada de la justicia absoluta, tan característica del hidalgo y del
honor español, y la laxitud de la conducta derivada del inevitable
escepticismo. Ahora bien, “¿cómo ha de haber ciudadanía –se
lamenta el republicano– si nadie pone el menor interés en que las
leyes se cumplan?”. A esta actitud escéptica, Albornoz contrapone la
de los pueblos que, como el inglés, poseen un sentido
predominantemente utilitario. Sólo en estos pueblos donde la
legalidad se ha ido construyendo empíricamente nace el más fuerte e
intenso sentimiento jurídico y republicano. España es así un país de
hidalgos y no de ciudadanos: donde falta competencia profesional,
pero nunca faltan las teatrales actitudes y los bellos gestos. Por eso,
“a la ética que sólo se manifiesta ante el espejo, preferimos la que
estimula y vivifica la conducta y la acción”.4
Más interesante, en mi opinión, es el análisis que realiza
Araquistain en el penúltimo y más importante capítulo de España en
el Crisol: “Un ensayo de patología del alma española”. Su
importancia es confirmada por el propio autor, ya que la reedición de
1930 se abre precisamente con este ensayo, ahora con el nuevo título
de “El problema psicológico de España”. Pues bien, el problema de
España no es económico, cultural o político, sino psicológico. El
atraso económico, cultural o político son tan sólo índices de la crisis
de caracteres de España; crisis o falta de carácter que se manifiesta
4
A. de Albornoz, La tragedia del Estado español, Caro Raggio, Madrid, 1925, p. 50.
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sobre todo en las clases directoras o elites gobernantes. Araquistain
otorga una gran importancia al concepto de carácter, para cuya
definición se sirve de la ética kantiana y del ensayo sobre el carácter
de Emerson.
Comienza señalando que los “maestros de la conducta”, los ingleses
y norteamericanos, entienden por carácer la excelencia moral. Un
hombre de alto carácter posee un elevado espíritu público, ya que no
está dispuesto a sacrificar el bien común a intereses privados. Para
Araquistain, “en el fondo de esta concepción del carácter está aquella
insuperable y eterna máxima de Kant que su moderno escoliasta
Hermann Cohen, en su Ética de la voluntad pura, considera como la
más profunda expresión del imperativo categórico y base de todo
nuevo programa moral: ‘Obra de suerte que la humanidad que hay en
tu persona, como en la persona de cualquier otro, sea usada siempre
como fin, nunca sólo como medio’.” (EC, p. 253). O en la
interpretación de nuestro socialista, ni el hombre ni sus atributos
(riqueza social, leyes y libertades) pueden convertirse en
instrumentos para los fines privados de otro hombre. De Emerson,
“uno de los grandes moralistas modernos”, extrae el pensamiento de
que “los hombres de carácter son la conciencia de la sociedad a que
pertenecen”, y que, por tanto, de ellos debe nutrirse la elite o
aristocracia gobernante.
El hombre de carácter, el hombre más hombre, es también aquel
que consigue armonizar las diversas esferas en las que vive, desde la
familiar hasta la universal humana. No obstante, si el equilibrio entre
estas esferas se rompe “lo moral consistirá en sacrificar el individuo a
la familia, la familia a la nación, la nación a la Humanidad, y no al
contrario”. Albornoz también pensaba en este hombre de carácter, en
este hombre profundamente republicano, cuando escribía: “España
necesita una aristocracia intelectual; pero nececesita todavía más una
aristocracia moral. Necesita esclarecer su pensamiento; pero necesita
todavía más templar su voluntad. Necesita ciencia; pero necesita
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todavía más virtud, abnegación, sacrificio”;5 necesita, en suma, un
hombre de carácter.
Sin embargo, para Araquistain, las dos primeras décadas del nuevo
siglo, y sobre todo la neutralidad durante la I Guerra Mundial,
pusieron de relieve la falta de carácter del español y, por
consiguiente, la ausencia de una aristocracia moral capaz de gobernar
a España. A esta degeneración, al hecho de que el mundo familiar sea
el límite máximo de todas las inquietudes y anhelos, la llama
“domesticidad de los españoles”. En España, la familia, lejos de
preparar a sus miembros para ser grandes ciudadanos y grandes
hombres, es una escuela de empequeñecimiento social; educa a sus
hombres para “hacer carrera”, “para servirse del bien público en
provecho privado”. La primera consecuencia de esta domesticidad,
entre cuyas causas Araquistain alude al catolicismo y a la triste
condición de la mujer española, es matar toda emoción o espíritu
público. Araquistain echa de este modo en falta la existencia de uno
de los motivos fundamentales de la tradición republicana: el civismo
o virtud pública.
De la falta de espíritu público deriva Araquistain las múltiples
“formas de degeneración del carácter” español. Entre ellas podemos
citar el favoritismo y su variante, el nepotismo; la ineptitud o
incompetencia profesional; la venalidad en todos los ámbitos,
incluida la prensa que, sin embargo, debía ser la atalaya de la libertad
de pensamiento; el servilismo y la deslealtad; la aversión, tan típica
del hidalgo, al trabajo y la hostilidad a todo esfuerzo; o la aversión a
las grandes ambiciones y a las ideas y conductas desinteresadas.
En cuanto a este miedo del español por lo grande, el socialista
Araquistain, en un pasaje donde resuenan las reflexiones weberianas
sobre la influencia de la ética protestante en el capitalismo, llega a
decir que “en nuestra economía rara vez o nunca se da ese fuerte tipo
de capitán de industria tan corriente en Europa, y más aún en
América, que hace del lucro, de la acumulación de riqueza, un arte,
una religión, una idea, algo tan desinteresado –pese a la paradoja–
5
Ibidem, p. 235.
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como pintar un cuadro o escribir un tratado político. Así anda nuestra
economía de raquítica y rezagada” (EC, p. 248). En este fragmento,
Araquistain se halla más cerca de Emerson que de la tradición
marxista, pues nuestro atraso económico también se debe a la falta de
hombres de carácter en esta esfera.
Asimismo, “la falta de grandes ambiciones, producida por modestia
de espíritu y resistencia inveterada a todo esfuerzo laborioso,
pretende hallar su justificación en un escepticismo universal frente a
todas las cosas”. Pero, en el fondo, todos estos defectos se resumen
en “falta del sentimiento de libertad”, la piedra angular, como es
sabido, de toda concepción republicana.
El final de este ensayo sobre la patología del alma española está
dedicado a la cura, a los fármacos o revulsivos del carácter. También
aquí Araquistain conecta con la tradición republicana. Los revulsivos
externos son aquellas situaciones contingentes que, como la I Guerra
Mundial o una revolución, apartan al ciudadano del reducido ámbito
familiar y ensanchan la conciencia social de la ciudadanía. Desde el
republicano Maquiavelo sabemos que nada mejor que una guerra
para hacer surgir el espíritu público. Pero los más fiables revulsivos
son los dos internos: la pedagogía y la política del carácter. Con la
pedagogía del carácter alude a la necesidad de “escultores de
caracteres” (frase que recuerda a Costa, el padre de los
regeneracionistas) que, como Francisco Giner de los Ríos desde la
Institución Libre de Enseñanza, sean capaces de neutralizar “la
empequeñecedora influencia de la familia”; y con la política de
exaltación de los caracteres se refiere a que “habremos de juzgar a
nuestros políticos”, más que por sus ideas, “por el grado de
universalidad de su conciencia, por la magnitud de su espíritu
público” (EC, p. 257). Araquistain, y en esto también coinciden
Albornoz y Azaña, piensa que el problema de nuestro país se reduce,
en el fondo, a las flaquezas morales de la clase dirigente, o a la
inexistencia de un verdadero espíritu público en estas elites. Al filo
de los años treinta, los tres autores citados veían en la democracia
republicana la única solución para crear esa elite y regenerar la
política española. Como es sabido, la posición de Araquistain
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evolucionaría hacia posturas más radicales y alejadas de la tendencia
liberal, pero si nos detenemos, y hoy nos vamos a detener aquí, en El
ocaso de un régimen, la puesta al día de España en el crisol tras los
años de dictadura, hemos de reconocer que el periodista, el letterato,
Araquistain es el mejor ejemplo de la izquierda republicana española.
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