MEDIEVO. Revista de Historia -- Número 9, junio de

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31 de marzo de 2012 — Número: 12
ISSN. 1989 – 5283
Depósito Legal: MU. 489 – 2011
Revista de investigación y
estudios históricos publicada
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Nº 12
31 de marzo de 2012
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Día 30 de septiembre............................................................................................ Número. 14
Día 01 de diciembre.............................................................................................. Número. 15
SUMARIO
Página
Editorial
3
ASPECTO SOCIAL Y CULTURAL DE LA NOVELA DE
CABALLERÍA EN EL CONTEXTO DE LA EDAD MEDIA
Pascual Uceda Piqueras
4
Novedades literarias
33
NOTICIA IMPORTANTE
La Asociación de Divulgación e Investigaciones Históricas (ADIH),
bajo cuya dirección se encuentra la publicación trimestral y
gratuita de esta Revista, ha creado una Editorial para publicar las
obras que sus asociados escriban. La Editorial ADIH, sin descartar
que en un futuro pueda editar otras, ha comenzado editando dos
colecciones: Ensayo y Novela Histórica.
Quienes estén interesados y quieran saber más sobre nuestra
Editorial, podrán hacerlo mediante el siguiente enlace:
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MEDIEVO. Revista de Historia. Número 12, marzo de 2012
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EDITORIAL
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Mucho se ha escrito sobre la novela de caballería, pero la
más extendida opinión es la que erróneamente se atribuye
a la genial obra de Cervantes, El Quijote, en cuanto
parodia y final del género caballeresco. Ni lo uno ni lo
otro. Cervantes no arremetió contra el género, sino contra
las malas novelas de caballería. Tampoco supuso El
Quijote la extinción del género, pues estas novelas
murieron de muerte natural al pretender prolongarse en
sus ideales caballerescos más allá de lo que la sociedad
de la época podía soportar.
Pero a pesar de la fama universal que Cervantes
dio al género, así como el éxito literario sin parangón que
tuvo en España durante casi dos siglos, hay que tener en
cuenta que la novela de caballería no es un producto
literario originario, sino importado de Francia, lo que
constituye uno de sus aspectos más controvertidos
(conocida la íntima relación entre género literario y época
histórica), en un momento nada favorable para la
implantación de este tipo de narraciones en suelo
peninsular. En tal caso ¿Cómo un género que se gestó en
Francia al amparo del feudalismo y del idealismo
caballeresco que este comporta pudo rebrotar en el siglo
XIV con tanta fuerza en España, en unos territorios donde
la sociedad feudal no gozaba ya de la simpatía del pueblo ni de la monarquía?
Este trabajo pretende dar una posible respuesta a esta pregunta. Pensemos que, lejos de las
opiniones más generalizadas, entre las que destaca, como justificación de la eclosión caballeresca
peninsular, el acontecimiento del descubrimiento de América, o la hipótesis de la mutación del
género como expresión de la nueva sociedad que se estaba formando (empuje de la burguesía y el
establecimiento del Estado absoluto, con su conclusión con la aristocracia “modernizada”); la
implantación del género en la Península obedece al afán de determinadas instituciones medievales
(órdenes militares) por perdurar unas antiguas tradiciones de raigambre celta que, actuando del
mismo modo como lo hicieron los antiguos relatos mitológicos griegos, persiguen trasmitir un ideal
de conducta basado en los valores del hombre como garantes de una sociedad idealizada.
No es, en tal caso, la novela de caballería un pueril ejercicio de entretenimiento literario más
o menos afortunado. Tampoco se queda en el práctico manual de enseñanza cortesano. Dejemos,
pues, que sea el lector, quien decida qué es para él la novela de caballería... Y que, si es su deseo y
así le apetece, pueda entrecruzar cuantos comentarios crea necesarios con MEDIEVO. Revista de
Historia o con el mismo autor por medio de la siguiente dirección de correo electrónico que con
todo gusto ponemos a su disposición:
MEDIEVO
AUTOR
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MEDIEVO. Revista de Historia. Número 12, marzo de 2012
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ASPECTO SOCIAL Y CULTURAL DE LA NOVELA DE
CABALLERÍA EN EL CONTEXTO DE LA EDAD MEDIA.
- IMPLANTACIÓN DEL GÉNERO EN LA PENINSULA (volver al sumario)
Pascual Uceda Piqueras
Socio número 9 de la Asociación de Divulgación e Investigaciones Históricas (ADIH)
INTRODUCCIÓN
La caballería como institución surge de un
sistema de vida basado en el régimen del vasallaje
cuyas raíces se hunden en las últimas formas de
vida del Imperio romano. Pero sólo cuando la
sociedad medieval cristaliza en lo que en el
castellano de la época se llaman los “Estados” es
cuando se vislumbra con nitidez la institución de
la caballería, y cuando ésta refleja su importancia
en la literatura caballeresca. El prestigio del
caballero como máxima figura representativa del
orden social de castas propio de la Edad Media,
coincide con la eclosión en Europa del feudalismo
y en Castilla con la del régimen señorial. La
literatura caballeresca acompaña, en su evolución
de esplendor a la decadencia, a esa sociedad
medieval surgida tras la desaparición del Imperio
carolingio.
La formación de un ideal caballeresco
supone la superación de una larga etapa, la de los
siglos de la Alta Edad Media, en la que no cabe
hablar de caballeros con el complejo significado con que la Edad Media tardía nos ha legado esta
figura, sino simplemente de guerreros. Suele señalarse el siglo IX como el inicio de un
relativamente lento proceso en el que la Iglesia, a partir de algunas órdenes monásticas, empieza la
tarea de convertir la militia saecularis en militia Dei , o al menos en conciliar ambas; pero hasta el
siglo XI, desde Francia, no irradian los nuevos valores caballerescos, señalando el nacimiento de la
literatura caballeresca; todo lo cual supone la transformación del guerrero en el caballero cristiano
defensor del orden europeo medieval, cuyos símbolos máximos encarnan en las figuras del Papa y
del Emperador, no siempre en armonía.
1. CONTEXTO HISTÓRICO, SOCIAL Y CULTURAL
1.1. Extrapeninsular
Tras la desmembración del Imperio carolingio, a finales del siglo IX y comienzos del siguiente, la
Europa occidental no tardó en convertirse en un complicado mosaico de territorios con gran
autonomía, en los que los poderes feudales eran los únicos propietarios. Las monarquías, en cambio,
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se veían obligadas a pactar con tales señores, debido a que, en muchas ocasiones, las fuerzas del
rey, representadas por sus senescales, estaban en inferioridad de condiciones respecto a los ejércitos
feudales.
Durante la Alta Edad Media, la sociedad europea vivió los peores momentos de sumisión,
vasallaje y miedo, ya fuera bajo la directa opresión, que rayaba con la más cruel tiranía de los
poderes feudales (civil o eclesiástico), o los rigores impuestos por un mundo en plena
transformación, donde la estabilidad era ignorada. En cambio, entre finales del siglo XII y
principios del XIII, apareció un concepto del todo innovador en la sociedad medieval europea: un
clima de libertades, un ambiente de cierta tolerancia, así como el verdadero auge de la burguesía y,
con ella, el intercambio comercial, que alcanzó su cota más alta; sin embargo, a partir de finales del
siglo XIII, se pasó de la Edad Media abierta a una Edad Media cerrada.
En el campo de las artes, el apogeo del Románico (siglo XII) y el desarrollo y florecimiento
del Gótico, como un estilo mucho más “abierto”, es otra demostración evidente de este cambio
palpable que se estaba produciendo en el ámbito del mundo occidental.
La burguesía, como clase social ya constituida, gozó pronto de grandes libertades, merced al
influyente papel socioeconómico dentro de la ciudad, especialmente en las bastidas (población
nueva en virtud de donación del poder con fines económicos y estratégicos, donde sus moradores se
reparten equitativamente cargas y beneficios).
Pero el clima social creado con las bastidas, sobre todo en el vasto sudoeste francés, no era
del agrado de los poderosos, pues estas nuevas ciudades fuertemente defendidas (disponían de
fortaleza), aparte de constituirse en una comunidad con un espíritu de tolerancia y un sentimiento de
libertad individual desconocido en aquélla época en el resto de Europa, aseguraban un territorio en
torno al Condado de Toulouse, el enemigo a batir tanto por franceses e ingleses como por la misma
Iglesia.
Y va a ser, precisamente, en la Francia del Sur, donde se desarrolle la lírica provenzal, que
se extenderá rápidamente por toda Europa. La poesía de trovadores es un producto natural y
consecuencia del mundo en el que vive el poeta: el amor como servicio hace que el trovador
considere a su dama como a su señor, él es su vasallo, y la actitud ante ella es la de servicio. La
amada es un cúmulo de perfecciones que perfecciona y ayuda a perfeccionarse al amante. Los
trovadores han elevado un templo a la mujer idealizada y han creado un culto en el que se pueden
observar tanto las teorías como una versión “a lo humano” de las doctrinas de San Bernardo o de la
reforma del asceta bretón Robert d'Abrisel.
Mientras en el Languedoc se vivió la única cruzada lanzada por la Iglesia de Roma contra un
territorio del mundo occidental (que supuso, junto con la Inquisición, el comienzo de la decadencia
de la lírica trovadoresca), que sacudió los cimientos de toda Europa durante el siglo XII; en el otro
extremo, en Burdeos, se vieron las consecuencias de unos problemas de sucesión que abocaron, en
los siglos siguientes, en el litigio de la guerra de los cien años (1327-1453).
2.2. Peninsular
2.2.1. La crisis del feudalismo en el siglo XIV
Todo parece indicar que la decadencia del feudalismo se debe a la incapacidad de la clase
dominante tradicional para controlar y explotar la fuerza de trabajo campesina. Por otra parte y al
mismo tiempo, el comercio y la economía monetaria continúan su marcha inexorable, comenzando
el dinero a convertirse en una entidad omnímoda, de la que ni siquiera escapan las instituciones
religiosas; pues la misma Iglesia acepta la nueva situación creada por la economía monetaria,
llegando incluso a transformarse en una de las fuerzas impulsivas que más contribuye a destruir el
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orden económico feudal. Se trata de una Iglesia, por lo demás, fragmentada y dividida, la del Cisma
de Occidente: en un momento dado, existen tres papas simultáneos, cada uno respondiendo a los
diferentes intereses de cada una de las potencias europeas, enzarzadas en una guerra que durará cien
años. Una Iglesia desmoralizada, cuya situación, a nivel peninsular, se refleja en el hecho de que en
el siglo XIV no hay ni un solo santo castellano. Por otro lado, la predicación mendicante, que
propugna una vuelta al cristianismo evangélico (“Mi reino no es de este mundo”), y la proliferación
de movimientos apocalípticos se unen con el malestar antiseñorial del pueblo.
En este principio del ocaso del modo feudal de producción, percibimos ya también los
orígenes del deterioro de unas relaciones sociales, serviles y paternalistas, en que (debido
precisamente a la cerrazón del sistema) los seres humanos vivían sus vidas como básicamente
estables e inmutables. Es ahora, precisamente, cuando en la literatura surgen las primeras
manifestaciones de soledad, angustia e inseguridad, al empezarse a sentir agudamente la alienación
del ser humano con relación a la realidad exterior y a sí mismo. El Libro de Buen Amor es, en este
sentido, un ejemplo literario en verdad impresionante de este momento de transición hacia el modo
y relaciones de producción capitalistas.
A otro nivel, el conflicto entre nobleza y monarquía se agudiza considerablemente, y con él
las contradicciones internas del feudalismo. Son, en realidad, luchas por el control político y social
entre los intereses de la monarquía y los grandes señores. En este conflicto, los reyes buscan el
apoyo del pueblo y de la incipiente burguesía, por lo general íntimamente relacionada con los
judíos. Es con Pedro I (el Cruel o el Justiciero, según las versiones) cuando parece concentrarse
toda la problemática del siglo en unos pocos años. La sublevación organizada contra Pedro por la
alta nobleza y encabezada por su hermanastro Enrique terminará en 1369 con el asesinato del
primero; dicha guerra, entroncada con la europea de los Cien Años (Francia ayudará a Enrique;
Inglaterra a Pedro), es una guerra auténticamente social. La derrota del rey legítimo (aliado, en su
lucha contra la nobleza, con judíos, comerciantes y ciudadanos) significará la derrota inicial de la
burguesía naciente; la ruptura definitiva de la armonía medieval de las tres culturas peninsulares y
la elevación del antisemitismo a problema nacional; la instauración de una nueva dinastía
mediatizada por la nobleza, que refuerza su poder y, justo es decirlo, sus latifundios.
En el citado contexto del conflicto entre monarquía y nobleza, en el que la sociedad feudal
se disolvía en individuos, pero individuos egoístas que, en el caso de los nobles, luchaban
desesperadamente por mantener sus privilegios de clase contra los cambios radicales que corroían el
sistema, al tiempo que, irónicamente, al enfrentarse con la monarquía, contribuían en buen grado a
la destrucción de ese mismo sistema que pretendían perpetuar; en tal contexto, resulta por lo menos
curioso que sea precisamente en el siglo XIV cuando se desarrolle en la Península el conocimiento
y la propagación de la literatura caballeresca, así como sea entonces cuando aparece el primer libro
de caballerías “indígena”, la Historia del caballero de Dios que había por nombre Zifar, en que
didactismo y aventuras, tradición árabe y tradición épica se unen para formar un todo sorprendente.
2.2.2. La disgregación del mundo medieval
Todos los elementos y líneas de fuerza mencionados al tratar del siglo XIV continúan presentes en
el siglo XV, centuria en verdad básica para la ulterior evolución de la Historia hispánica. En la
Península, como en el resto de occidente, las contradicciones del feudalismo en descomposición
aumentan de manera notable. La influencia y el desarrollo del humanismo (concepto ideológico de
la nueva clase burguesa) trabajan disgregadoramente en la vieja coherencia religiosa, al tiempo que
la propagación de las predicaciones populares franciscanas y su correlato, el mesianismo profético,
rebelde y colectivista, se manifiesta con gran fuerza en Europa, si bien llega a España en tono
menor.
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La Historia peninsular del siglo XV se inserta, desde luego, en las coordenadas de la historia
europea de la época, tanto en lo que se refiere al conflicto existente entre nobleza y monarquía
como al hecho fundamental del auge de la burguesía, que deja constancia de unos modos inéditos
de actuar y de pensar, modos dominados en todo momento por el signo de la economía monetaria
del dinero. Pero, en todo caso, la presencia de un importante grupo converso-burgués en la sociedad
peninsular y de un sentimiento antisemita popular cada vez más extendido, que llega a alcanzar
categoría mítica al entroncarse con un supuesto casticismo hispánico (limpieza de sangre, honor,
religión, antiintelectualismo, horror al comercio y a las profesiones mecánicas), tiene como
consecuencia la creencia irracional de la clase y casta dominante en una Historia, una economía y
una cultura “divinales”. La expulsión de los judíos y la persecución y discriminación de los
conversos significan crisis económicas, por un lado, e inseguridad radical, por otro, en un momento
en que, curiosamente, parecía abrirse ante el país un futuro esplendoroso.
Se produce en el siglo XV castellano un interesante fenómeno dentro del campo de la
sociología literaria: la aparición de los cancioneros. Es un momento en que la imprenta no existía
todavía, pero en el que se siente la necesidad de lecturas en cortes y palacios, al calor del incipiente
humanismo y de la propagación (dentro de ciertos límites) de la cultura, los cancioneros cumplen
una clara función social. El noble no es ya solamente guerrero y político, sino también cortesano,
mecenas y cultivador él mismo, en muchos casos del arte poético, como el propio rey Juan II, don
Álvaro de Luna o el almirante Diego Hurtado de Mendoza, entre otros varios y menos
espectaculares casos.
Correlato inmediato es en la literatura la decadencia y casi desaparición de la poesía épica.
También en este siglo (en el XIV aparecen las primeras composiciones) tiene especial cabida el
romance. Suele aceptarse que este género se originó a causa de la descomposición de los grandes
poemas épicos, con matices. En todo caso, el gran auge de los romanceros ocurre en la segunda
mitad del siglo XV; la aparición de la imprenta, en fin, aseguró la pervivencia del género a nivel
culto, cuando ya la tenía firmemente establecida a nivel oral y popular. Podría decirse que el
Romancero es una de las manifestaciones artísticas del feudalismo en descomposición. Los viejos
valores están en crisis: el hombre no parece ya sentirse seguro ni integrante de un orden social y
cósmico coherente; a la unidad orgánica sucede la fragmentación múltiple de la realidad. El ser
humano está solo, como el héroe del Romancero.
2.2.3. El Imperio y sus contradicciones
El espejismo de un Imperio humanista, que el erasmismo ejemplifica de modo tan claro, hace que
los intelectuales apoyen con decisión a Carlos V y lo que él representa en un momento temprano.
El desengaño se produce al comprobar que el Imperio no es ni será lo que ellos pensaban, sino que
acentúa más y más sus características absolutistas y centralizadoras, lo que supone el sometimiento
intelectual a unos planes político-económicos deshumanizadores. La posesión de la riqueza se
convierte en un fin en sí mismo, y no sólo para la burguesía: los aristócratas de origen feudal y la
misma Iglesia se identifican también con la nueva mentalidad. Se destrozan así los lazos
interestamentales y humanos del feudalismo; se le quita el velo mitificador al ardor religioso y
caballeresco y quedan al descubierto el egoísmo y el cálculo racionalista; se ve reducido a valor de
cambio el valor del ser humano, y la explotación encubierta bajo el disfraz feudal de religiosidad y
política a lo divino, es ya escueta y directa explotación del hombre por el hombre, sin máscara
alguna.
A nivel de superestructura cultural e ideológica, la aparición y estabilización primera de la
burguesía es conocida bajo la etiqueta de Renacimiento. El Renacimiento significa el
redescubrimiento de la cultura clásica, y a través de la misma, más no sólo por esta causa, la
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formación de una concepción antropocéntrica de la realidad. Es una época de grandes viajes y
descubrimientos, inventos, de optimismo; en que se piensa que el hombre es la medida de todas las
cosas. El universo y la naturaleza parecen estar a disposición del hombre, el cual, con la ciencia y la
técnica se cree capaz de dominarlos primero y organizarlos después racionalmente, es decir, de
explotarlos de modo apropiado. El racionalismo, pues, será un rasgo distintivo de la nueva época, y
al lado de ello, de acuerdo con el individualismo y personalismo burgueses, el psicologismo del
uomo singolare. Surge el gran tema de la “dignidad del hombre” lanzado por los ideólogos al
servicio de la burguesía, representación del paso del dogmatismo medieval al relativismo
renacentista, y de la secularización de la sociedad y de la cultura: el organicismo ha sido destruido;
Dios empieza a pasar a un segundo plano y el ser humano al primero.
El humanista, despojado de su imperialismo idealista, se refugia entonces en su torre de
marfil erudita y científica, en una ensoñación marginada: en 1516 aparece la Utopía de Tomás
Moro, a la que seguirán otros textos confusamente socializantes. La exaltación de la vida en el
campo es un fenómeno semejante, de un campo y de unos campesinos que tampoco corresponden a
realidad, pero que suponen un contraste idílico y falaz con la vida urbana, brutal y también
deshumanizadora. Los humanistas de Carlos V acaban siendo sustituidos, en efecto, por sus
banqueros.
Centrándonos en España, el esquema recién esbozado presenta sus propias peculiaridades y
contradicciones. Los países hispánicos llegan al siglo XVI gobernados todavía por los Reyes
Católicos, sin resolver los viejos problemas de la aristocracia, con la industria en un callejón sin
salida, carencia de trigo, sin la plata del Nuevo Mundo (utilizada para financiar las guerras
exteriores). De este modo, Castilla seguirá siendo, en pleno siglo XVI, un país agrario, pobre,
pastoril y en buena medida feudal. La Inquisición domina la vida espiritual e ideológica de España.
La huída de judíos y conversos dio lugar a un decreto por el que se autorizaba la importación de
mano de obra extranjera. Es decir, los Reyes Católicos, creadores del Estado moderno hispánico,
fueron simultáneamente los artífices de su propia destrucción al desconfiar de la burguesía, expulsar
a los judíos y menospreciar a la industrialización. El Imperio hispánico se monta así sobre bases
irracionales y autocorrosivas.
Sin embargo, y sirviendo de modelo (en este caso literario) de contradicciones dentro de una
época históricamente caracterizada bajo ese signo, prolifera toda una literatura idealista y escapista,
entre las que destaca el género que nos ocupa de la novela de caballerías.
3.
EL GÉNERO DE LA NOVELA DE CABALLERÍAS
3.1. Origen, definición y expansión del género
Se designan como libros de caballerías el conjunto de obras surgido del fondo de la Edad Media
como reflejo de una sociedad vasallática y expresión de los ideales y de la particular concepción del
mundo de la clase que ejercía el poder. Dentro de esta literatura se distinguen los libros de
caballerías, o sea, de hazañas de caballeros singulares, por su carácter novelesco, rasgo éste que les
separa de tratados y obras doctrinales sobre la materia. Son estas unas narraciones en prosa, por lo
común de gran extensión, que relatan las heroicas aventuras de un hombre extraordinario, el
caballero andante, quien vaga por el mundo solo, luchando contra toda suerte de personas o
monstruos, contra seres normales o mágicos, por unas tierras las más de las veces exóticas y
fabulosas; o que al mando de poderosos ejércitos o escuadras derrota y vence ejércitos de paganos o
de naciones extrañas. Por lo común, el caballero andante lucha contra el mal, pero su afán por la
acción, por la “aventura”, es también una necesidad vital, un anhelo por imponer su personalidad en
el mundo. Resalta su exacerbado sentido de la justicia. Y este constante luchar del caballero
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constituye una serie ininterrumpida de sacrificios y de esfuerzos que son ofrecidos a una dama, con
la finalidad de conseguir o conservar y acrecentar su amor.
Este tipo de novela, en el que la acción tiene más importancia que la psicología y en el que
los personajes son una especie de paradigmas de virtudes heroicas y sentimentales, tiene sus
orígenes en la literatura francesa del siglo XII. Al mismo tiempo, las narraciones caballerescas más
antiguas, como las del ciclo artúrico, hunden sus raíces en tradiciones anteriores a la aparición de la
caballería como Estado, mientras que los relatos más modernos sobreviven alrededor de un siglo a
la desaparición de la sociedad que les dio su razón de ser. Claro que entre aquéllas y éstos la
evolución es grande dentro del género. Esta evolución más que en la temática, se manifiesta en el
espíritu y en la forma, de manera que entre un poema caballeresco de Chrétien de Troyes (siglo XII)
y un relato en prosa como el Palmerín de Inglaterra (siglo XVI) hay una distancia que media entre
la poesía recién desgajada del árbol de la épica y una novela de aventuras, aunque en ambos casos
se agrupen bajo el concepto genérico de libros de caballerías.
Pero volvamos a los orígenes. Entre los siglos IX y XI, al producirse la transformación de la
sociedad feudal surgida del Imperio carolingio, Francia, bajo el esplendor de la reforma religiosa
llevada a cabo por las órdenes monásticas, se pone a la cabeza de Europa y es centro de irradiación
cultural. La invasión de Inglaterra por los franconormandos en 1066 la pone en contacto con las
tradiciones célticas que se incorporan al mundo caballeresco francés donde ya florece la “chanson
de geste” (la de Roldán 1070). La nueva mentalidad caballeresca está formada, y un siglo después el
matrimonio de un Plantagenet con una princesa provenzal, Leonor de Aquitania, simboliza la fusión
de la Francia del norte, gótica, espiritualista y guerrera con la del sur, la del amor cortés y los
trovadores. El siglo XII, enmarcado entre la Primera y Cuarta Cruzadas, es el del llamado primer
renacimiento francés. Por lo que se refiere a la literatura caballeresca, se realiza en Francia la fusión
del roman courtois de los dos grandes ciclos novelescos: el artúrico y el carolingio. Desde aquí se
difunden en múltiples variantes, adaptaciones e interpolaciones por Europa, lo que nos permite
distinguir tres períodos en la evolución de estas obras: francés (siglo XII), alemán (siglo XIII) y
español (siglo XIV-XVI).
La novela caballeresca aparece por primera vez en la obra de Chrétien de Troyes, refundidor
de la materia de bretaña y transmisor a todo el occidente europeo del extraño mundo de la mitología
céltica anterior a la invasión sajona. Este autor tiene el mérito de haber transferido a la novela el
amor cortés inventado por los trovadores. Pero sus héroes sólo conquistan a sus damas por medio de
la aventura, la cual se desarrolla a menudo en un mundo de hadas. Chrétien de Troyes desarrolla
poemáticamente los temas culminantes de la tradición céltica. Entre 1160 y 1190 C. de Troyes
compone los poemas caballerescos Erec, Tritán e Iseo, Lanzarote o el caballero de la carreta, Ivain
o el cballero del león, y Perceval o el cuento del Graal. De estos primitivos textos surgen
inmediatamente nuevas versiones en verso o en prosa, como la famosa Queste del Saint Graal
(1220), atribuida a Gualterio Map, donde Perceval es sustituido por el caballero virgen Galaad, hijo
de Lanzarote, convirtiendo el tema en una novela mítica en prosa influida por las doctrinas de S.
Bernardo de Claraval.
Las novelas de caballería no son, pues, libros de origen hispánico; sino de allende los
Pirineos. Si bien, se hicieron adaptaciones y traducciones desde temprano. Diferentes alusiones que
pueden hallarse en Poema de Alfono Onceno, en el Libro de Buen Amor o en el canciller Ayala
indican el conocimiento que de tales obras se tenía ya en el siglo XIV.
Cuando Roland, al final de la Chanson, dice adiós a la vida, se despide también
expresamente de la dulce Francia y del Emperador, pero no se acuerda para nada de su prometida,
la cual, sin embargo, caerá yerta al ver el cadáver del héroe. El protagonista de las primeras
epopeyas románticas (Rolando, Rodrigo de Vivar) no tiene tiempo para el amor (otra cosa es la
familia): se debe sólo a la lealtad a su patria y a la consecución de unos ideales cristiano-nacionales.
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Enseguida, en contacto con el amor cortés y con el sucesivo aburguesamiento de la literatura
(que se va haciendo para leer y no para recitar ante la comunidad), el género épico se va
convirtiendo en novelas de entretenimiento, primero en verso, luego en prosa. En ellas, el amor y la
fama personal, juntamente con un espíritu de exotismo y de aventura fantástica, reemplaza el sobrio
(aunque exagerado) heroísmo de las gestas. Así como su espiritualidad profunda.
En Francia, se crea un extenso cuerpo de narraciones caballerescas que se pueden agrupar en
tres ciclos: temas clásicos (Alejandro, Troya), ciclo bretón:(Arturo, Perceval), y ciclo carolingio.
Además hay una sería de obras de temas muy variados (como Aucassin et Nicolette o Floire e
Blanchefort). Casi todos estos temas tienen descendencia en la narrativa peninsular, lo cual es
lógico, pues la inmensa mayoría de los géneros medievales franceses llegaron a cruzar, más o
menos intensamente, los Pirineos.
Lo que resulta asombroso es que, a finales del siglo XV y principios del XVI, cuando el
género se extingue en Europa, por verdadero cansancio y por un radical cambio de mentalidad,
rebote a España con una fuerza y una calidad inusitadas, hasta constituir, con ayuda de la reciente
imprenta, uno de los mayores éxitos de la época. Y es más, ahora, desde España, el género vuelve a
Europa, donde se leen y traducen sin tregua nuestras novelas de caballerías durante todo el siglo
XVI.
Estamos, pues, ante un clarísimo ejemplo de lo que Menéndez llamó un fruto tardío de
nuestra literatura. En Castilla, un libro que había sido gestado en plena Edad Media el Amadís de
Gaula es refundido al filo de 1500, y editado con tal éxito que da la vuelta a Europa, continuado,
añadido, traducido, hecho manual de cortesanía, etc. En Francia, como estudió Place, se publica en
forma extractada, a modo de un Trésor o antología de parlamentos amorosos que enseñan a hablar y
a escribir de amores a los cortesanos.
Entre 1508 y 1608, aparecen en la Península unas cincuenta obras distintas del género
caballeresco. Todas extensas, en varios tomos a veces, y en varias partes, que se continúan con
frecuencia incansablemente, y que se reimprimen y traducen. No hay año, pues, en que las prensas
no trabajen con dos o tres volúmenes del género. Carlos V, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,
gustaron de ellos; Juan de Valdés asegura haber leído “todos”; su influencia en la literatura española
y europea fue enorme. Las novelas de caballerías eran lecturas favoritas de los conquistadores de
América, y el cronista Díaz del Castillo describe los sentimientos de los soldados españoles al llegar
de México:
“Nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan
en el libro de Amadís por las grandes torre y cués y edificios que tenían dentro del agua”.
No es extraño que el nombre de California haya sido tomado del de una isla de las Sergas de
Esplandián.
La popularidad del género provocó las sospechas eclesiásticas e inquisitoriales (como ya
ocurrió con su antecesora, la lírica trovadoresca en el Sur de Francia), y no dudaron en intervenir
para frenar su expansión; pero los intentos de censura fueron infructuosos, por lo que se adoptó la
solución habitual que desde siglos atrás se venía utilizado con notable éxito para luchar contra la
herejía en cualquiera de sus manifestaciones; es decir, suplantar la “superchería” invirtiendo los
términos en su propio beneficio. Fruto de ello es el subgénero de las novelas de caballería “a lo
divino”.
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4.
LOS LIBROS DE CABALLERÍAS EXTRANJEROS
4.1. El ciclo carolingio en España
La presencia del ciclo en los reinos hispánicos había sido muy temprana, e incluso cabía la
posibilidad de que algún cantar perdido procediera de nuestro país. Su temática era tan variada
como sus protagonistas: desde el joven Carlomagno enamorado en Toledo de la bella Galiana, hasta
el venerable y anciano emperador que había conquistado España, en donde sus principales paladines
habían sido derrotados en Roncesvalles (Historia de Carlomagno y los doce pares, conocido
también como Fierabrás), hasta la leyenda de su madre Berta, la de los grandes pies, pasando por
su esposa, Sebilla, falsamente acusada, y por Enrique Fi de Oliva, hijo de doña Oliva, hermana de
Pepino e injustamente calumniada como la anterior.
En su difusión había desempeñado un papel privilegiado el Pseudo-Turpín, algunos de
cuyos principales problemas sobre autoría, estructura y datación todavía siguen suscitando
controversias y una abrumadora bibliografía. Su procedencia hispana podía justificar su temprana
difusión en la Península (siglo XII).
Dentro del ciclo Carolingeo, Menéndez Pelayo diferenciaba entre la gesta del rey y la
epopeya feudal porque habían tenido dos distintas transmisiones; esta última se había difundido en
España más tardíamente y había llegado no directamente de Francia, sino a través de Italia, su
segunda patria. Mediante esta distinción, Menéndez Pelayo subrayaba el desinterés medieval sobre
la última, que dentro de su esquema podía explicarse fácilmente: en Castilla no había arraigado el
feudalismo. Pero además, en el tránsito de la epopeya feudal al libro de caballerías español se
produjeron múltiples transformaciones para acomodar los textos italianos a los nuevos contextos
sociales españoles.
Dentro del tema de la epopeya feudal la crítica ha establecido tres ciclos: 1) cuatro libros de
Reinaldos de Moltalbán (1513-1542); 2) Espejo de caballerías (1525-1547); 3) traducción de el
Morgante de Pulci (1533-1535).
4.2. La materia clásica
La tradición grecolatina está presente en un buen número de obras del género; sin embargo, no se
puede afirmar que estos libros estén conformados exclusivamente a base de la tradición clásica; sino
que se encuentran a medio camino entre el ciclo carolingio y el bretón, conformando unos sustratos
clasificatorios de procedencia francesa, dentro de la que se incluía el Roman de Troi de Benoît de
Saint-Maure (h. 1170).
Desde una óptica moderna, las Historias troyanas divulgadas durante la Edad Media
mezclan la tradición legendaria y la ficción en unos relatos que pretenden ser históricos, sin que los
lectores de la época cuestionaran su veracidad, salvo casos excepcionales. Como había advertido
Amador de los Ríos, la crónica troyana representaba un “libro de autoridad histórica para los
eruditos de Castilla”, pero desde el plano literario era un “libro de caballerías, trazado sobre el
tema clásico de la historia de Troya”(1863,IV: 353).
4.3. Historias breve caballerescas
En el prólogo al Romancero, Durán, interesado también por el folclore y lo popular, señalaba la
existencia de novelas interesantísimas en la literatura caballeresca, que no habían dejado presencia
en los romances antiguos, “cuentos e historias importadas de Francia, aunque se pretenden
clasificar como obras de ingenios españoles”. Por su enumeración, corresponden a relatos de la
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“Biblioteca bleu” francesa, literatura de cordel, entre la que destacaba “La historia bellísima y
tierna de Flores y Blancaflor; las apacibles y devotas de Genoveva de Brabante y de Pierres y la
linda Magalona; la maravillosa de Clamades”( Durán, 1945: XXIV, nota 17).
Menéndez Pelayo usó dos criterios para seleccionar las obras como pertenecientes a este
subgrupo: el temático, es decir, aquéllas que se ajustaban a la materia (El Partinuplés, Flores y
Blancaflor, Roberto Diablo, etc); y el externo editorial, fundamentado en las relaciones de las obras
con una tradición europea culta y popular como Flores.
Desde el plano incluso material el conjunto destaca por su brevedad frente a los cantares de
gesta y las grandes compilaciones. Sólo en tiempos recientes se ha reconsiderado como un auténtico
subgrupo editorial, el de las historias breves caballerescas, opuesto a los complejos y largos libros
de caballerías.
4.4. El ciclo bretón
Tanto el ciclo carolingio como el bretón provienen de Francia. Este es el motivo por el que algunos
críticos (Menéndez Pelayo) hayan realizado su análisis de forma conjunta. Sin embargo, ambos
ciclos resultaban diferentes por su cronología, sus transformaciones posteriores, la sociedad a la que
iban destinados y su propia configuración literaria, por más que en algunos momentos hubieran
coexistido y se hubieran interrelacionado con múltiples derivaciones y convergencias. Su fusión se
había producido en Francia y en Italia, y sin esta confluencia, y los consiguientes cambios,
difícilmente a principios del siglo XVI en España se hubieran adaptado y recreado textos italianos
carolingios como si fueran libros de caballerías.
El mundo bretón primigenio rebosaba de grandeza heroica, de imaginación exaltada y
sensibilidad desbordada; lo cual le hacía peligroso ideológicamente, aunque románticamente
atractivo. No entroncaba con el mundo clásico, aunque presentara analogía con sus mitos, y
tampoco se remontaba al mundo germánico, del que derivan las epopeyas carolingias. Procedían del
misteriosos muno céltico, representado por los lais, por la crónica de Montmouth, la Hstoria regué
Britanniae.
De la mano de Gastón Paris, Menéndez Pelayo, repasaba el mundo de María de Francia y de
Chrétien de Troyes, para detenerse en la leyenda de Tristán, del Santo Grial y de Lanzarote. La
recepción europea de estas obras demuestra la amplitud de miras de sus planteamientos, que no
quedan limitados al mundo literario ni cronológicamente a los tiempos antiguos, lo que nos permite
corroborar sus predilecciones. Si en la Historia de las ideas estéticas había escrito que la estética
wagneriana, “elevada y profunda aun en lo quimérico”, constituía” el más inesperado y
trascendental acontecimiento artístico de nuestros tiempos”(IV: 336), a raíz de la recepción del
mundo bretón tendrá ocasión de demostrar sus preferencias y sus presupuestos ideológicos. La
transmisión de la leyenda de Tristán le da pie para contrastar (tópicamente) la cultura francesa y la
alemana. Por un lado, el genio sombrío y tempestuoso de Ricardo Wagner se inspiró en el poema
alemán de Gotfrido o Godofredo de Strasburgo, materiales con los que realizó “la obra inmortal
que con más fascinador y penetrante hechizo consagra las nupcias del amor y la muerte”. Por el
contrario, en el extenso libro de caballerías francés la historia de Tristán resulta una “anécdota
galante y liviana, propia para entender los ocios de una sociedad culta y mal avenida con la
rigidez de los deberes conyugales”, hasta el punto de que la melancólica leyenda céltica queda
reducida”casi a un fabliau, más tierno y menos picante que otros, envuelto en ciertas nubes de
galantería equívoca, esbozándose ya los convencionales tipos del perfecto amador y de la perfecta
dama”(Orígenes, I:259).
En el mismo sentido, la leyenda de Perceval le permitía referirse al poema de Wolfram de
Eschenbach, quien había creado “una epopeya mística, que es, sin duda, una de las más poderosas
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inspiraciones de la poesía cristiana, y {…}una de las pocas obras de la Edad media que tienen
valor perenne y universal”(Orígenes, I: 265). El poema influyó en los románticos alemanes, y en la
última de las obras de Wagner, “sin duda, la menos pesimista y la más luminosa y serena de todas
las suyas: el drama de Parsifal, expresión artística de su doctrina de la regeneración”(Orígenes, I:
265).
La materia se ha transformado y acomodado a las características de los países en los que se
ha difundido, y no debemos olvidar que en la Península se ha introducido a través de Francia, y de
forma más tardía que en el resto de Europa, pues contrastaba con las cualidades, defectos y
limitaciones de nuestro “carácter y de la imaginación nacional”(Orígenes, I: 268). No obstante,
por diferentes razones, entre otras, la “oculta afinidad de orígenes étnicos”, la “antigua
comunicación con los países celtas”,y la “ausencia de una poesía épica nacional que pudiera
contrarrestar el impulso de las narraciones venidas de fuera”(Orígenes, I: 270), los cuentos
bretones encontraron una segunda patria en Galicia y Portugal, sin cuyo primitivo celtismo
quedarían, a su juicio, sin explicación costumbres, creencias y supersticiones vivas todavía, y
atavismos tan singulares como el renacimiento de Artús en el rey don Sebastián. Esto es lo que
explica que allí tuviera una pronta acogida la materia de Bretaña. Las referencias del Nobiliario de
don Pedro, y las traducciones de textos artúricos como La demanda ratificaban su continuidad. Por
el contrario, en Cataluña se conoció bien pronto el ciclo, mediante noticias de los trovadores, como
el poema de Giraldo Cabrera, dirigido al juglar Cabra hacia 1170, pero apenas tuvo arraigo; en el
mismo sentido, las manifestaciones eran rarísimas en Castilla antes del siglo XIV, se incrementaron
a partir de esta época y aumentaron en el siglo XV.
Estudios más recientes, tanto sobre la conformación literaria de los ciclos artúricos como
sobre su difusión hispánica, revelan que una onomástica artúrica, ajena a la habitual, podría haberse
introducido en la Península con fecha muy anterior a la de los primeros textos “conservados, y casi
medio siglo antes de las primeras alusiones literarias” (Hook, 1996: 137). La difusión geográfica y
social de estos antropónimos fue mucho más amplia de lo que se había imaginado, y servía para
echar por tierra las esperables afirmaciones decimonónicas sobre el genio de la raza, premisa
compartida en el siglo XIX por los críticos.
5. EL GÉNERO CABALLERESCO EN ESPAÑA
5.1 La verdadera caballería española.
En su introducción al Romancero General (1849), Agustín
Durán partió de la interacción entre literatura y sociedad para
explicar que las ficciones caballerescas reflejaban un mundo
feudal inexistente en España. La literatura caballeresca del
Norte no arraigó en las costumbres y hábitos de los españoles:
“fue facticio el furor con que en el siglo XVI se lanzaron
nuestros poetas y narradores a la imitación y propagación de
los libros de caballerías, cuyo tipo fue el Amadís de Gaula
{…} El caballerismo exagerado e inútil de los Amadises sólo
pudo representar a los hombres de corte cuya caricatura fue
Don Quijote. Además, en prueba de que las expresadas
fábulas no tenían el sello de nuestra arraigada y verdadera
civilización, de que no salían de nuestras entrañas, basta
considerar que, aún siendo nosotros autores de ellas, obtuvieron más boga y celebridad en países
extranjeros{…} Aceptadas estas conjeturas, fácil será adivinar la causa de ser tan corto el número
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de romances viejos tradicionales que poseemos, cuyos asuntos provengan de las crónicas
caballerescas bretonas, carolingias y grecogalas”.
Su hilo discursivo se basaba en implícitas contraposiciones entre la España medieval y la de
los Austrias, entre la literatura que expresaba la literatura popular y la degradación cortesana, entre
una caballería auténtica y otra degradada, etc. Encontró una explicación científica que justificaba
unas distinciones en las que se superponía tiempos, sociedades, públicos, y géneros diferentes. Todo
ello hubiera sido imposible sin la invención de una España medieval, liberal y democrática, sin la
existencia de un sentimiento antifrancés militante, y sin la perduración profunda de ciertos
sustratos, en algunos casos neoclásicos y en otros cervantinos, que justificaban el desprecio por
unos libros sobre todo inútiles.
En esa España, o mejor dicho Castilla, imaginada, la unión entre el pueblo y sus reyes
impidió el feudalismo, y, por el contrario, la sociedad contó con leyes fijas y escritas, reflejadas en
fueros. El “caballerismo” español era hijo de una guerra santamente popular y estaba extendido a
todas las clases sociales: esta es la razón por la que el Cid se diferencia tanto de Roldán y los Doce
Pares. En definitiva, en este país armonioso y democrático, en l que el rey se convertía en promotor
de las libertades comunales, nos “adelantamos a Europa en tener un sistema político y civil, que
precedió a las ideas filosóficas modernas”(Durán,1945: XVII, nota 13), aunque pudo existir cierto
retraso en “obras de bella literatura”. Quizá los libros de caballerías no simpatizaban con nuestro
“carácter serio y grave, profundamente devoto”, ni teníamos preparada la imaginación para
recibirlos, ni para combinar “los encantamientos del demonio con los milagros y las brujerías”.
Desgraciadamente, la derrota de Villalar transformó “al antiguo y fiero castellano”en vulgo
miserable”. El mismo Durán, en confesión que le honra, señalaba que “quizá habré escrito una
novela queriendo hacer una historia”, pero la explicación me parece distinta: había proyectado
sobre el pasado los deseos del presente, con un monarca que defendía los intereses del pueblo y una
codificación legal respeada. La Edad Media “imaginada” de la Reconquista representaba las
esencias de la caballería auténtica, frente a la foránea de los ciclos grecoasiáticos del Amadís y sus
secuaces, que ejemplificaba lo advenedizo, ridiculizado por Cervantes.
La interpretación fue aceptada por Magnin (1847), quien pretendía rescatar el auténtico
carácter nacional español en el Cantar de mío Cid y en el Romancero, unas obras sin apenas
ingredientes novelescos y en las que la caballería mostraba su buen sentido, franqueza, sinceridad
de sentimientos, lógicos y consecuentes, etc. Todo ello contrastaba con los textos caballerescos
venidos de Francia y después representados por el Amadís y sus imitaciones. Mayor importancia
tuvo que la tesis de Durán fuera aceptada por Ferdinand Wolf en sus Studien zur Geschichte der
spanischen und portugiesischen Natinalliteratur(1859)y después por Amador de los Ríos, Milá y
Menéndez Pelayo.
5.2. La procedencia extranjera de la caballería en España
Amador de los Ríos repasó los precedentes de la Historia crítica de la literatura española que
escribía. Ensalzó la nueva documentación aportada por el escritor George Ticknor, pero también le
criticaba en los términos siguientes:
“…ni menos se descubren las huellas majestuosas de aquella civilización que se engendra
al grito de patria y religión en las montañas de Asturias, Aragón y Navarra, se desarrolla y
crece alimentada por el santo fuego de la fe y de la libertad, y sometiendo a su Imperio
cuantos elementos de vida se le acercan, llega triunfante a los muros de Granada y se
derrama después por el África, el Asia y la América con verdadero asombro de
Europa(Amador, 1861: I, LXXXIX)”.
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Esta mezcla de evolucionismo casi teológico de la literatura (nacimiento, desarrollo y crecimiento)
al servicio de un argumento previo de claros tintes ideológicos, patria y religión, fe y libertad,
refleja la politización de los principios que subyacían en la articulación de una historia literaria que
desde varias perspectivas podía considerarse patriótica.
De acuerdo con estas características, a diferencia de su amigo y protector Gil de Zárate,
difícilmente podía aceptar la españolidad de los libros de caballerías. Por el contrario, encontró un
sencillo esquema histórico que resolvía todos los problemas mediante el que demostraba su
condición de género advenedizo y la fecha propia de su difusión: había naciones proclives por
naturaleza para lo caballeresco, en esencia los ingleses y franceses, mientras que los españoles
tendían a ensalzar a sus propios héroes, cuyas hazañas resplandecían en la Reconquista. En
consecuencia, la literatura caballeresca se había propagado de forma más sistemática en las
contiendas civiles de los Trastámara, en las que habían participado los más elevados representantes
de la caballería internacional, la francesa (encarnada por Du Guesclin) y la inglesa (encabezada por
el Príncipe Negro). La Reconquista había pasado ya a un segundo plano. Las conclusiones
matizaban las de Durán: seguía persistiendo el carácter foráneo de la literatura caballeresca, ajeno,
en consecuencia, a las peculiaridades de la nación, pero en el Amadís pueden encontrarse “el
estigma de extrañas literaturas”, sin que falten rasgos del genio y carácter nacional, entre otros que
los héroes peleen sin tregua por su Dios y su patria.
Milá y Fontanals, en su Oración inaugural acerca del carácter general de la literatura
española (1865-1866) sintetizaba un discurso histórico literario, mucho mejor articulado que el de
sus predecesores, con independencia de la exactitud de su contenido:
“ Las mismas causas históricas que fomentaron al fin en Castilla el género lírico cortesano,
promovieron también costumbres y resabios de una caballería galante, fantástica y
aventurera, diversa de la antigua y grave caballería castellana, e importando nuevas
narraciones francesas y en especial las del ciclo bretón, antes desconocido o poco apreciado,
dieron origen en nuestra Península a un nuevo linaje de héroes caballerescos, que con ser
discípulo de los de la Tabla Redonda, redujeron sin embargo a menores términos, por un
feliz influjo del carácter nacional, los supuestos licenciosos fueros de la galantería (Milá,
1959: 27)”.
En efecto, los temas relativos a Carlomagno (ciclo carolingio) se introdujeron con facilidad en la
Península, debido quizá a las relaciones que existieron entre el emperador franco y los países
hispánicos, de que quedan constancia en crónicas y romances. Las narraciones sobre los hechos del
rey Arturo o Artus (ciclo bretón), vencedor de los sajones y conquistador de Inglaterra, parecen
haberse popularizado gracias a los lays, poemas franceses de tipo lírico que conservan melodías y
temas de las viejas canciones célticas, con un fuerte componente de fantasía y maravilla, de
sensualidad e idealismo; la famosa pareja de amantes, Tristán e Iseo, pertenece a este ciclo, así
como el tema de la conquista del Santo Grial y de Lanzarote.
5.3. Principales novelas de caballerías
El caballero del Cisne. No ve la luz como novela independiente, sino inserta en la voluminosísima
obra de La Gran conquista de ultramar, donde se nos cuentan las hazañas de los cristianos en las
Cruzadas, especialmente las de Godofredo de Bullón. Se escribió en el siglo XIV, y pasó por
primera vez a la imprenta en 1503, en Salamanca. La Leyenda del caballero del Cisne procede de
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un poema francés del siglo XII hoy perdido. Llegará viva hasta nosotros a través de la ópera de
Wagner, Lohengrin.
El caballero de Zifar. Se puede fechar a principios del siglo XIV. El autor es anónimo. Es
nuestra primera novela de caballerías original e independiente. En la obra se dan una serie de
elementos contradictorios, que produce una superposición de elementos e ideas: a los procedentes
de la novelística griega, los que vienen de la perfecta ortodoxia y de una perfecta visión del mundo
cristiano-medieval.
Se trata de un libro de caballerías mundanas, en el que su componente bélico no es
equiparable al de otras obras de la serie, mientras que se advierte “una marcada tendencia
pedagógica y le afilian hasta cierto punto en el género que Amador de los Ríos llamaba didáctico
simbólico” (Menéndez Pelayo.Orígenes, I: 295).
El Amadís. El libro se inserta en una tradición anterior a la que imita y supera, la materia de
Bretaña, y representa la primera novela idealista cuya importancia radica en su novedad artística y
en su influencia social. Se estima que hubo un Amadís anterior, primitivo, un texto simbólico en
gran parte, al modo de los libros franceses de la Tabla redonda. Amadís sería una especie de
Lanzarote con algo de Tristán. Pintaba un caballero artúrico perfecto en lucha con los males de la
época de Alfonso XI. García Ordóñez de Montalvo, al filo del 1500, refundió la obra original y
añadió dos libros más (contando con Las Sergas de Esplandián) a los tres que inicialmente tendría.
Desde una perspectiva social, la obra refleja un orden distinto, ajeno al mundo de los
poemas de la Tabla Redonda: en nuestro país no había existido durante la Edad Media el mismo
espíritu feudal europeo que había propiciado la literatura caballeresca, por lo que ésta constituía una
planta exótica traída por extranjeros. Ahora bien, el libro rebosaba de espíritu monárquico, la
institución real aparece rodeada de todo poder y majestad, sirviendo de clave al edificio social, y en
los deberes del buen vasallo se inculcan con especial predilección. En resumen, reflejaba la
disolución del ideal caballeresco y el advenimiento de un estado nuevo, la monarquía renacentista.
Tirante el Blanco. Muy distinto de estética y andadura es el Tirant lo blanch, novela
catalana, aparecida en Valencia en 1490, pero divulgada hasta la saciedad en castellano desde su
traducción en 1511. Juntamente con el Amadís, constituye el otro pilar de las caballerías. Su autor
fue Johanot Martorel, el cual viajó a Inglaterra y conoció la literatura y la sociedad inglesas.
Podemos distinguir dos núcleos en la novela: el inglés, que muestra el influjo de un poema
épico de las gestas de Guy de Warwik; y el mediterráneo, que sigue en parte la crónica de Ramón
Muntaner.
Planteado desde la estética de la recepción, ni siquiera para un conservador del siglo XIX le
parecían aceptables algunas propuestas novedosas de Martorell, quien deshacía por completo
convenciones arraigadas en la literatura medieval: en especial la del decoro, mediante el que los
personajes debían comportarse de acuerdo a su categoría social y moral. Desde una perspectiva
cervantina, como también desde la de Menéndez Pelayo, Martorell había roto unas convenciones
casi sagradas en cuanto a estamentos, edades y comportamientos: la anciana y lujuriosa emperatriz
y el viejo emperador, no menos juguetón que su mujer, se comportaban en clave de comedia, como
sucede en otras tantas situaciones de la obra, en las que continuamente se mezclan las tradiciones
diversas.
Otras obras importantes serían el ciclo de los amadises y el de los palmerines, así como todo
el subgénero de las novelas de caballerías a lo divino, que por circunstancias obvias de lo reducido
del presente trabajo me limitaré sólo a nombrar.
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6. VALORACIÓN Y CRÍTICA DEL GÉNERO
“Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido
en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso
caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto F{e}lixmarte de Hircania, tanto palafrén,
tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas
aventuras, tanto género de encantamientos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros,
tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos
enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes y, finalmente,
tantos y tan disparatados casos como los libros de caballería contienen?
Con estas Palabras el canónigo de Toledo no puede dejar de admirarse de que alguien pueda creer
que sea verdad lo que los libros de caballería cuentan. Es el capítulo XLVII de la primera parte del
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Sin duda, una lectura más atenta de los libros que el
religioso había sentenciado de antemano le hizo valorar la existencia de un significado oculto, una
voluntad de enseñanza nada desdeñable; sentido éste, que para diferenciarlo del mero
entretenimiento, el habitual magisterio retórico de Cervantes se encarga de subrayarlo: “haya
entendimiento humano que se dé a entender”. Pero no debemos dejarnos deslumbrar por un párrafo
por el que la crítica, desde sus comienzos, a penas ha pasado de puntillas. Por desgracia para el
género, no es el sentir generalizado de la crítica hacia las novelas de caballería. Otro fue el párrafo
que eclipsó al que da comienzo a este apartado, dentro del mismo capítulo y pronunciado por el
mismo personaje:
“Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la
república estos que llaman libros de caballerías y, aunque he leído, llevado de un ocioso y
falso gusto, casi al principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido
acomodar a leer ninguno del principio al cabo, porque me parece que, cuál más, cuál
menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el
otro”.
En la escena se encuentran presentes el cura, Sancho Panza y un don Quijote encantado en una
jaula, camino de su aldea. Con estas palabras el canónigo de Toledo sentencia los libros de
caballerías impresos en su tiempo, palabras, éstas, que no han de disentir de la idea más
generalizada acerca del género caballeresco: textos monótonos, idénticos en sus historias y sus
desarrollos.
Un género literario de casi dos siglos de vida y más de setenta títulos diferentes de los que se
hicieron decenas de ediciones durante los siglos XVI y XVII, y se imprimieron miles de ejemplares,
difundidos por toda Europa y América, no puede sentenciarse con el ya lugar común de “son todos
iguales”. Género que es una de las columnas vertebrales de la industria editorial hispánica en el
siglo XVI y que conforma la base del imaginario de la ficción en español (cuando lo español se
convirtió en el modelo cultural y literario de la Europa de su tiempo) y del nacimiento de la novela
moderna.
Es cierto que muchos aspectos se repetirán en sus páginas, algunos de ellos de un modo
tópico (combates bélicos y amorosos, ritos de investidura, victorias sobre el mal), pero también es
cierto que en todos ellos aparecen otras voces, otros matices, otros detalles, dignos también de ser
tenidos en cuenta; los únicos que explican su éxito, más allá de cualquier geografía y de cualquier
cronología.
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Cervantes en el Quijote arremetió contra los malos libros de caballerías, no contra el género
caballeresco, quizás con el propósito de restaurarlo. En este sentido pueda interpretarse la defensa
del canónigo de Toledo en las últimas palabras de su intervención:
“ Y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más
que fuere a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que,
después de acabada, tal perfección y hermosura muestre que consiga el fin mejor que se
pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque
la escritura desatada d´estos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico,
trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimos y agradables
ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como
en verso.”
La labor del género caballeresco, desde lo moral y desde lo literario, era ya cosa muy vieja. Los
intereses de Cervantes (y no olvidemos que admiraba obras como el Amadís y como el Tirante el
Blanco) eran mucho más complejos, y sin duda tenían raíces estéticas muy profundas, tanto
negativas como positivas, como demuestran las palabras del Canónigo (por el que habla el autor en
el Cap. I, 47) al tratar de cómo podrían superarse los libros de caballerías.
La batalla contra tan extendido género la habían dado mucho antes, y sin gran éxito al
parecer, moralistas y preceptistas literarios. Los ataques más serios corrieron a cargo de tan sabios
hombres como fueron Vives, Guevara y Arias Montano.
Vives en su De Institutione foeminae Christianae (1524) ataca la lectura del Amadís,
Espalandián, Tirante, etc, “cuyas insulseces no tienen fin y diariamente salen nuevas”. Guevara en
su Aviso de privados y doctrinas de cortesanos(1539) piensa que “ya no se ocupan los hombres sino
de los libros que es afrenta nombrarlos, como son Amadís de Gaula, Tritán Primaleón, Cárcel de
amor y Celestina”. Arias Montano, en su Retórica(1569) los llama “abortos de mentes estúpidas,
heces y escoria de la literatura”.
Como se ve, estas censuras están hechas dentro de la gran época de la literatura caballeresca
y están dichas por tres hombres muy de la época del Emperador. El Quijote cae ya fuera de la órbita
de ese éxito, pues, cuando en 1615 aparece la segunda parte, el género caballeresco era ya algo
situado en la historia. Por eso, Cervantes puede mirar el género con distanciamiento, pudiendo
recrearlo (idealizándolo) desde otra diacronía, a la vez que censurarlo.
En una órbita similar a la de Cervantes podemos situar la crítica de Menéndez Pelayo acerca
del género caballeresco, vertida en su obra Orígenes de la novela, donde pretendía revisar
diacrónicamente los antecedentes novelescos cervantinos, pues, a su juicio, el Quijote asumía una
doble tradición: por un lado, podía considerarse como “el último de los libros de caballerías, el
definitivo y perfecto, el que concentró en un foco luminosos la materia poética difusa”, por otro,
había elevado “los casos de la vida familiar a la dignidad de la epopeya”.
M. Pelayo compartía buena parte de los criterios cervantinos, y sintonizaba con el
“realismo” esencial de la novela, tamizado de ciertos matices idealistas, por lo que difícilmente la
valoración del género podía ser muy diferente a la de Cervantes y otros censores de la época, con
quienes incluso podría sintonizar en su integrismo religioso. En este sentido, asume y comparte las
claves literarias y morales cervantinas de la interpretación del Tirant, en otros casos matiza los
juicios sobre el Quijote: su entusiasmo por el Amadís le lleva a ser más condescendiente que
Cervantes en la valoración de Esplandián, pues la bondad del padre debía también servir al hijo, al
menos en aspectos parciales como el del estilo en cuanto obra de un mismo autor, Montalvo. Por el
contrario, considera exageradas las opiniones vertidas sobre el Belianís y sobre el Palmerín de
Inglaterra. Con el primero el cura había tenido con él “benignidad acusada” y una relativa
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“misericordia”, pues el libro resulta “disparatadísimo”. En el mismo sentido, El Palmerín de
Inglaterra había recibido un “exorbitante panagérico”, si bien le salvaba su estilo, con ciertos
matices.
En general, se mostraba poco indulgente con el género foráneo, en cuyo desarrollo sólo
mostraba un mayor interés por los halos poéticos de las leyendas bretonas primitivas, por la poesía
de ciertas escenas de El caballero del Cisne, por varias historias caballerescas breves, o por algunos
hitos artísticos que podían conducir a Cervantes, en especial por el Amadís y por el Tirant en todo
aquello que no alteraba el decoro moral y literario. En su labor inquisitorial sobre los libros de
caballería sus juicios llegaron a ser más negativos que los del cura quijotesco.
Por otro lado, si desde el plano estilístico le solían parecer mal escritos, desde el plano
constructivo reiteraba las mismas acusaciones cervantinas: basados en una maquinaria mal fundada,
repetían siempre unos mismos episodios. El análisis de las llamadas fuentes podía en apariencia
darle la razón, aunque desde una perspectiva actual en la mayoría de los casos quedarían en simples
paralelos intertextuales. Pero el problema no es nominalista, sino de concepción. El empleo de unos
mismos motivos y fórmulas, tópicos y temas en los libros de caballerías debe interpretarse también
como una marca genérica intencionada, una imitación de modelos, que debe ser analizada
individualmente en cada obra, pues de la misma manera que se reiteran los episodios los autores
suelen introducir variaciones en su empleo. Don Marcelino les reprochaba su falta de originalidad
por su reiteración, siguiendo la estela cervantina, pero un análisis detenido puede arrojar unas
conclusiones diferentes por su combinatoria, por su uso singular.
Por otra parte, había asumido la herencia en muchos casos estrictamente ideológica de
Durán, pasado por Wolf, por Amador de los Ríos y por Milá: a diferencia de lo que señalaban los
románticos extranjeros y algunos españoles, los libros de caballerías no solo habían venido de fuera,
lo que podía demostrarse objetivamente, sino que se apartaban de las características literarias y
nacionales de la España esencial, veraz y realista, de la épica. Frente a la caballería genuina y
auténtica que había luchado en la Reconquista, por Dios y por la patria, mediante la producción
foránea se había introducido una caballería falsa, perturbadora, amanerada. Don Marcelino asumió
esta herencia, pero también se adhirió a la interpretación romántica del Quijote, considerado como
un libro de caballerías en el que se habían depurado los ideales. Para conciliar ambos presupuestos
concibió el Amadís no como degeneración de la tradición épica, sino como elaboración novedosa,
hispana, realizada con materiales foráneos y nacionalizada en el tratamiento de algunos temas:
había surgido la novela moderna idealista, de extraordinaria influencia en la sociedad europea. Esta
primera depuración quedaría perfeccionada en el Quijote. De este modo se conciliaban en la
tradición histórico literaria dos criterios aparentemente antagónicos, reunidos en una síntesis
novedosa.
En resumen, los principios críticos cervantinos formaron parte de su propio acervo, con los
agravantes extraliterarios de juzgar obras de mero entretenimiento, moralmente a veces poco
recomendables pues proporcionaban ejemplos licenciosos de conducta; la ideología tradicionalista
conservadora de don Marcelino podría coincidir con la de los moralistas de los siglos áureos. Dice
Avellán al respecto: “Es indudable que Menéndez Pelayo se sentía un paladín heredero de los
grandes teólogos del Siglo de Oro, y le hubiera gustado restituir el pensamiento español a aquella
época de grandeza, pero no hay duda también de que se había equivocado de siglo”.
7. DECADENCIA DEL GÉNERO
Desde mediados del siglo XV el auge de la novela de caballería parece declinar. De 1550 a 1588
(fecha de la Armada Invencible) sólo aparecen nueve obras nuevas. Y desde 1588 a 1605 (en que se
edita el Quijote), sólo tres más. Aunque Cervantes lo hubiera empezado a escribir, tal vez como una
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novela corta, en 1592, es evidente que parodiaba un género en total decadencia., por lo que es
absurdo ver en el Quijote una obra puramente negativa con respecto a las caballerías.
Un factor muy importante a la hora de evaluar las causas de la decadencia fue la actitud de la
Iglesia. La popularidad del género provocó las sospechas eclesiásticas e inquisitoriales; los
moralistas calificaban estos libros de “sermones del diablo” y de “dulces ponzoñas” y las
prohibiciones se sucedieron inútilmente. Mas lo que se oculta tras esa actitud puritana es otra cosa,
la inquietud de los celosos vigilantes ante el hecho de que ahora la literatura hace la competencia a
la religión. La Iglesia, pues, no tolera la creación de mundos en los que (a pesar de que se defienden
los valores tradicionales) la imaginación y la libertad, la sensibilidad mundana, tienen un papel
fundamental. Desde otro frente, el humanista-erasmista, los libros de caballerías son también
atacados, pero por diferentes razones: su falta de realismo, su irracionalidad, su intento de perpetuar
un mundo caduco. Como es obvio, los ataques de la Iglesia eran los más peligrosos, y se intentó
hallar una solución: transformar a lo divino tan seductoras novelas; baste citar un título: Caballería
celestial de la rosa fragante(1554), en que Cristo aparece como “Caballero del León”, sus apóstoles
como doce paladines de la Tabla Redonda, el demonio como “Caballero de la Serpiente”.
Se dice, con notorio error (como ya apuntábamos), que Cervantes liquidó las novelas de
caballerías con su Quijote. De hecho no es así: murieron de muerte natural. Como también se ha
dicho, pero de modo más correcto, se trata de un género que sucumbe al pretender sostener y
prolongar la vida de una forma más allá del momento en que la dialéctica histórica ha condenado ya
las visiones transcendentales de la existencia.
A pesar de que el género se agotaba, los argumentos caballerescos todavía permanecían
vivos en la memoria del pueblo; prueba de ello son las obras dramáticas del siglo XVII. Es decir,
los asuntos de la llamada comedia caballeresca no dejaron de suscitar el interés de lectores,
espectadores y artistas; simplemente cambiaron de género y modificaron el tono: de la exaltación a
la ironía, del relato de aventuras al teatro de tramoya y aparato. Posiblemente habría que matizar
que los cambios genéricos a veces implicaban también una modificación de los destinatarios, como
sucede con los pliegos de cordel que perduraron hasta bien entrado el siglo XX.
8. INTERPRETACIÓN DEL GÉNERO
8.1. La interpretación romántica de la novela de caballería
En el siglo XIX, el romanticismo alemán e inglés, especialmente, renovó y actualizó las claves
explicativas del Quijote, de la Edad Media y de los libros de caballerías, lo que repercutió en la
valoración de la literatura española. Numerosos críticos, a partir de ahora, proyectarían la literatura
caballeresca sobre estereotipos sociales españoles, que veían con muy diferentes matices, por el
contacto con la civilización árabe como señala Bouterwek (1804): “el espíritu español {…}
representaba en el fondo el espíritu caballeresco general de la mayoría de los pueblos europeos de
aquélla época en una forma especial, porque en esa forma imprimió carácter oriental en el español
de vieja raigambre europea, al igual que imprimió carácter europeo el árabe español”. Estas
singularidades se trasladan a la literatura,, cuyos personajes se comportan de manera especial: “El
Amadís presenta en todas sus partes una mezcla singular de moralidad, y de cierta especie de
libertinaje oculto bajo el velo de la decencia, aunque muy propio sin duda del espíritu caballersco
de los españoles”(Bouterwek, 2002:32). Sismondi explicaba el éxito de la misma obra, atribuida
entonces a Vasco de Lobería, en términos similares por haberse adecuado a las costumbres de la
época y ofrecer un cuadro animado de virtudes góticas y caballerescas “que las guerras contra los
moros mantuvieron por muchos siglos en España”. El arte de encantamiento de los orientales había
preparado los ánimos españoles para disfrutar su derroche imaginativo, e incluso se describía en la
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obra la pasión amorosa “con fuego, una ternura, y una voluptuosidad que hería los ánimos de los
españoles mucho más profundamente, que los mismos sentimientos habrían conmovido los de los
franceses”(Sismondi, 1841: 93). La literatura se explicaba a partir de una serie de lugares comunes
de fácil acarreo sobre la España romántica: caballería, fantasía oriental y amor ardiente.
Gil de Zárate, trazó unos caracteres generales de la literatura española, entre los que destaca
la religión, el honor y la galantería, ejes sobre los que había girado la civilización de la Edad Media,
y los tres “fuentes de todas las bellezas” propias de tradición literaria, de forma que “el espíritu
cristiano y monárquico, el galanteador y pudoroso, estaban, pues, fuertemente impresos en el
carácter español, y debían reflejarse en la literatura” (1844, I: 14). A esto debía unirse un tinte
oriental que propiciaba la tendencia a lo maravilloso, a lo metafórico y a la pompa del lenguaje.
Años más tarde, el norteamericano Ticknor cifraba el éxito de este tipo de obras como el
proceso natural de un país en el que estaban muy arraigados los sentimientos caballerescos,
“porque la Península, cuando apareció por la primera vez en ella esta clase de libros, había sido
durante mucho tiempo el suelo privilegiado de la caballería” (Ticknor, 1851: I, 261).
Por otra parte, a la hora de explicar el éxito de los libros de caballerías, Menéndez Pelayo
esboza algunos problemas de difícil solución: su carácter de género exótico, ajeno a las
peculiaridades literarias hispanas, se contradecía con el gran número de obras escritas en España,
sin parangón con ningún otro país. Su sencilla respuesta partía de idénticos presupuestos a los de su
planteamiento: “en aquélla época dorada para las letras españolas fue tan portentosa la actividad
del genio nacional en todas sus manifestaciones que incluso se prodigó en textos contrarios a su
índole” (Orígenes, I: 455-456). Las particularidades de ese misterioso y romántico “espíritu
nacional” permitían plantear falsos problemas y también solucionarlos, en un círculo vicioso.
8.2. Interpretación literaria
Enlazando con lo dicho al final del punto anterior, pero adentrándonos ahora en un terreno más
lógico y racional, también resaltaba el contraste entre la escasa calidad de la mayoría de estas obras
y su gran difusión en nuestro país y en toda Europa. La solución del aparente dilema radicaba en la
condición dual de la novela: es un producto artístico pero también de entretenimiento. En estas
últimas funciones se satisfacía la curiosidad infantil, siempre presente en el ser humano, que así se
divertía con aventuras y casos prodigiosos, maravillas en la terminología caballeresca. Desde una
perspectiva histórica, el género carecía en la época de rivales literarios que le pudiesen hacer
competencia para abastecer esas necesidades primarias.
8.3. Interpretación historicista
Llegados a este punto se hace necesario una recapitulación de los datos que se han ido analizando a
largo del presente trabajo:
1º. Contexto histórico extrapeninsular. El género de la novela de caballerías nace en Francia como
consecuencia de la caída del Imperio carolingio y el nacimiento de la sociedad feudal, alcanzando
su mayor esplendor en el siglo XII. Su decadencia coincide con un período de guerras que sume al
territorio francés en un caos. La Cruzada contra los albigenses cercena de raíz la tolerancia y la
armonía que se vivía en el mediodía francés. El género emigra y encuentra un nuevo esplendor en
Alemania en el siglo XIII.
2º. Contexto histórico peninsular. La crisis del sistema feudal alcanza a los territorios peninsulares
en el siglo XIV. La masa del campesinado ya no ve con buenos ojos a sus señores, y la monarquía
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se debate en apaciguar a una nobleza levantisca. El siglo XV continuará bajo el mismo signo. Bajo
el sobrenombre de “Estado moderno”, España, que ha expulsado a los judíos, menospreciado a la
industria y desconfiado de la burguesía, emprende su viaje “irracional” a lo largo del siglo XVI,
acompañado de una literatura exitosa (las novelas de caballería), que algunos, ante la imposibilidad
de catalogarla de otro modo, la han caracterizado de idealista o escapista.
Surge, en este punto, la primera pregunta: ¿Cómo un género que se ha gestado (valga el doble
sentido) en Francia al amparo del feudalismo y del idealismo caballeresco que éste comporta;
rebrota con una fuerza inusitada en España, en unos territorios donde la sociedad feudal no goza ya
de la simpatía del pueblo ni de la monarquía?
Juzgamos, que esta pregunta es la clave de la cuestión, que nos aportará los elementos
suficientes para valorar, en justicia, a la literatura caballeresca; más en función de un desentendido
(por olvido o ignorancia) significado y no tanto por su estética (dónde la repetición de elementos,
motivos y acciones, comúnmente aceptado como error, parece restarle méritos al género en su
conjunto).
Opiniones no faltan al respecto, y a la hora de dar respuesta a la pregunta planteada, los hay
que defienden la hipótesis de que fue la conquista de América lo que hizo posible el curioso
fenómeno de la revitalización de unos ideales periclitados, pues aquella fue la época de la caballería
andante de la plebe. Otros defienden la hipótesis de que a cierto nivel y en medio de las conflictivas
circunstancias provocadas por el empuje de la burguesía y el establecimiento del Estado absoluto,
con su conclusión con la aristocracia “modernizada”, las novelas de caballerías significaban una vía
irracional conducente a hundirse en un mundo tan atractivo como idealista y falso. Pues se trata, en
el fondo, de mantener en existencia la ya imposible figura del héroe de dimensiones épicas. Sus
conexiones con algunos aspectos de la novela sentimental y el amor cortés, su religiosidad, su
defensa apasionada de la justicia y el orden, su sometimiento a los formalismos, no suponen sino la
desesperada protección de la superestructura ideológico-espiritual de una sociedad añorante, como
ocurrirá con la novela pastoril.
Como ya adelantamos, fueron los propios descubridores los que haciendo gala de lecturas
caballerescas bautizaban nuevas tierras o recreaban ambientes en sus descripciones del Nuevo
Mundo. El influjo de la literatura en estos es patente y, como es de suponer, también lo es
recíproco; pero llegar a considerarlo como suceso desencadenante sería excesivo, pues el alcance de
este hecho histórico, sin desmerecer el impacto en la sociedad de su época, no hubiera sido
suficiente para mantener durante dos siglos la pervivencia del género.
En el segundo caso, aunque tampoco dudamos de la existencia de tal influjo, si discrepamos
en el sentido de atribuirle su completa responsabilidad. Basar en un aspecto/estado psicológico, casi
enfermizo (fundamentado en un modo de vida social (feudalismo) que arranca desde finales del
primer milenio), la aparición, apogeo y muerte de un género literario que hunde sus raíces en
tradiciones anteriores (Celtas,etc), es quedarse en la epidermis del asunto. Otra cuestión sería
considerar el período de decadencia del género, donde son varios los factores que se suman a la
transformación alejándolo de los patrones estéticos y significativos; pero la degeneración alcanza a
todas las corrientes literarias, y la presente no iba a ser la excepción. Ninguna sale bien parada del
mismo, menos todavía conserva la pureza del mensaje ni la gracia del estilo de sus mejores obras.
Conviene, por tanto, una vez planteada la cuestión desde un punto de vista historicista,
abordar la respuesta desde un plano diferente, quizás a medio camino entre lo literario y lo
mitológico.
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8.4. Interpretación alegórica
Las explicaciones romántica, literaria e historicista, comentadas más arriba, resultan pertinentes,
tanto desde el punto de vista estético como contextual; sin embargo, en su conjunto, adolecen de un
estudio más exhaustivo, más profundo; un análisis, a fin de cuentas, que nos permita escarbar en los
cimientos de estas obras para intentar poner al descubierto las verdaderas pilastras que dieron forma
al género, lo sujetaron durante dos siglos, lo elevaron al éxito y lo exportaron de nuevo a Europa.
No podemos obviar el contexto cultural en el que nos desenvolvemos, la Edad Media. Los
críticos aludidos realizan una visión del género desde su perspectiva de hombres del siglo XIX ( en
el caso de la interpretación romántica), el mundo de la razón. Los comienzos del segundo milenio se
encuentran en las antípodas de nuestro sistema racional y, como no puede ser de otra forma (pues
las manifestaciones artísticas son la expresión no sólo de las tendencias estéticas de la época sino
del profundo sentir de sus gentes), ese modo particular de percibir el mundo se halla impreso en las
obras literarias.
Especialmente importante, por su carácter de fundamento para toda la teoría medieval de los
sentidos (especialmente de las Sagradas Escrituras), es la idea de que en el mundo las cosas hablan
el lenguaje de Dios, y son , por tanto, signos de ese lenguaje divino. Aquí está la razón del sentido
espiritual, tanto de las SSEE como de todos los hechos históricos o naturales en ese fenómeno tan
general y extendido en la época que nos ocupa como es el simbolismo.
A San Agustín se le debe la definición de la idea de que todas las cosas son signo de algo.
Todas las criaturas materiales son símbolos de realidades sagradas, según Buenaventura, San
Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino. Si bien es cierto, la mayoría de estos autores sólo
atribuyen ese significado trascendental a las SSEE, en cuanto al resto de escritos, hablan de una
“allegoría in verbis”, propia de la poesía, donde las comparaciones, las metáforas, se sitúan en el
plano de la imaginación, no en el de la realidad, como en el caso de la simbolización espiritual. Pero
no todos los autores del medioevo son de la misma opinión, como de igual modo no todos tienen la
misma filiación (fundamentalmente ortodoxa). Así pues, Dante, considerado la cumbre de la teoría
literaria medieval, defiende ese significado espiritual/trascendental en la poesía, pues las cosas
significadas por la letra tienen también un sentido; se da, pues, en poesía, la“allegoría in factis”. La
poesía, con el velo de la alegoría, cubre las más importantes verdades.
Otra de las cumbres de la preceptiva literaria medieval, Petrarca, decía que las reglas a las
que obedece el lenguaje del poema son como el oro de un plato en que se sirve la comida: esta no es
mejor por ser servida en tal plato, pero tampoco peor.
Boccacio, en el libro XIV de su Genealogía de los dioses, cuando habla de la capacidad
plurisignificativa de la literatura dice: la poesía es una actividad no fútil sino llena de jugo para los
que quieren con su ingenio exprimir el significado de las ficciones”. Más adelante, en el capítulo 9,
el autor concluye que los dos tipos de alegorías (in verbis o fábula, e in factis o alegoría) son en
realidad la misma cosa, pues obran de igual modo tanto en los textos sagrados como en la poesía.
Aquí radica la idea que se desarrolla en toda la defensa de la poesía (poesía en el sentido
actual que atribuimos a literatura): el significado superficial, el de la corteza, no puede servir de
base para juzgar sobre la verdad de los escritos, ya sean sagrados, ya sean poéticos. Decía Lope de
Vega al hablar de los libros de caballerías en la dedicatoria de su comedia El Desconfiado al
maestro Alonso Sánchez, catedrático de hebreo en Alcalá, escrita hacia 1614-1615(Rosado, 1971):
“Riense muchos de los libros de caballerías, señor maestro, y tienen razón si los
consideran por la exterior superficie; pues por la misma serian algunos de la antigüedad tan
vanos e infructuosos como el Asno de Oro de Apuleyo, Metamorfoseos de Ovidio y los
Apologos del moral filosofo; pero penetrando los corazones de aquella corteza, se hallan
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todas las partes de la filosofía, es a saber: natural, racional y moral. La mas comun accion de
los caballeros andantes, como Amadis, el Febo, Esplandian y otros, es defender cualquiera
dama por obligación de caballerías, necesitada de favor, en bosque, selva, montaña o
encantamiento”.
Armand Strubel ha destacado la importancia del simbolismo de la naturaleza en la teoría de la
interpretación medieval. La naturaleza, es pues, el signo del lenguaje divino (como más adelante
comprobaremos a la hora de analizar los ambientes en los que se desarrolla la acción en las novelas
de caballerías).
8.3.1. La interpretación alegórica de la novela de caballerías
Cuando en literatura nos encontramos con un texto ante el que no podemos atribuirle un sentido
coherente, no es difícil caer en la tentación de catalogarlo como de una obra menor, o incluso de
considerarlo una aberración literaria. Ahora bien, puede que nos hallemos ante un texto poético
donde el significado aparente nos refiera a una realidad completamente distinta, una realidad tan
alejada del entendimiento del receptor (máxime de la época actual), que ella misma constituya la
causa de su general condena.
En un plano superior al aludido anteriormente, aunque ligado por la misma relación, nos
encontramos, por un lado, a todo el género de la novela de caballerías (con matices que luego
puntualizaremos) como correlato de texto literario; y por otro, al significado en conjunto (también
con matices) que el citado género refiere. Pues bien, si analizamos ambos elementos, observaremos,
que el género caballeresco no tiene una justificación coherente en la sociedad medieval del siglo
XIV peninsular (como ya avanzamos más arriba). Es decir, siguiendo los parámetros del esquema
aludido, o nos encontramos ante una manifiesta falta de coherencia literaria (que no es el caso, pues
el éxito de ediciones lo avala), o no tenemos información suficiente sobre el contexto socio-cultural
de los comienzos del género en la Península, que pueda garantizar un significado en consonancia
con la época.
Claro que, podríamos zanjar la cuestión (sin temor a equivocarnos y sin arriesgarnos a pasar
por terrenos “resbaladizos”), limitándonos a expresar que se trata de “un fruto tardío de nuestra
literatura”. Sorprende, en este sentido, que Menéndez Pelayo, muy seducido por las
manifestaciones artísticas del mundo bretón (no en vano es la principal influencia del Amadís, sobre
la que él mismo opina: “El autor del Amadís, sobre todo, digno de ser separado de la turba de sus
satélites, hizo algo más que un libro de caballerías a imitación de los poemas del ciclo bretón:
escribió la primera novela idealista moderna, la epopeya de la fidelidad amorosa, el código del
honor y de la cortesía, que disciplinó a muchas generaciones (Orígenes, I: 200)), no se decidiera a
realizar un estudio específico de estos materiales desde un punto de vista social.
Ciertamente es difícil, sino imposible, hallar una justificación a todo el concepto de novela
de caballerías en España, con todo lo que ello implica de extensión en el tiempo (las narraciones
caballerescas más antiguas, como las del ciclo artúrico, hunden sus raíces en tradiciones anteriores a
la aparición de la caballería como Estado, mientras que los relatos más modernos sobreviven
alrededor de un siglo a la desaparición de la sociedad que les dio su razón de ser), también en el
espacio (Portugal, Galicia, Castilla, Aragón), y al corpus (ciclo carolingio, bretón , clásico, a lo
divino, etc). Es por ello que, conscientes de la gran variedad de factores que lo conforman, hemos
querido centrar este estudio interpretativo atendiendo al momento de eclosión del género en la
Península (siglo XIV y antecedentes) y sobre el ciclo que más y mejor ha influido en las principales
obras del género en España, así como en su desarrollo posterior (el bretón).
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Y para ello, abordaremos el análisis desde cuatro puntos de vista diferentes. Esto es,
respondiendo a cuatro cuestiones fundamentales: quién escribe, qué se escribe, para quién, y por
qué.
Quién escribe y por qué
Para responder a estas preguntas habría que introducirse
nuevamente en el contexto histórico-social de los comienzos del
género. Existe un dato político-religioso-social que hemos
obviado al comienzo de este trabajo (por su densidad), cuando
hablábamos del contexto histórico en Europa en el siglo XIV.
Me refiero a la caída del Temple en el año 1312 y su posterior
aniquilación dos años después con el ajusticiamiento de su Gran
Maestre Jacques de Molay (un suceso anterior había acaecido al
sur de Francia poco años después de crearse la Orden en 1118
de parecidas consecuencias, la cruzada contra los albigenses).
No es el objeto de este trabajo realizar un estudio detallado de
las relaciones de la Orden del Temple ni la sociedad cátara
medieval con la literatura caballeresca, (lo cual nos llevaría a un
trabajo de investigación que superaría con creces la extensión del presente), pero sí, al menos,
referir las posibles conexiones que ese hecho histórico supuso en el resurgir de un género, el
caballeresco, en Península.
Las órdenes de caballería, inspiradas entre líneas por los rapsodas celtas, fueron el instrumento
concebido por el druidismo para subsistir en la excluyente sociedad cristiana del medioevo. Treta
que engañó a todos, y fue engaño tenaz, hasta que un rey de Francia – impío, cartesiano, venal y
ávido – levantó la liebre (Sánchez Dragó: Gárgoris y Habadis: I, 151). Ya avanzamos al hablar de
los orígenes del género, que fue Chrétien de Troyes, el refundidor de la materia de bretaña y
transmisor a todo el occidente europeo del extraño mundo de la mitología céltica anterior a la
invasión sajona. De estos primitivos textos surgen inmediatamente nuevas versiones en verso o en
prosa, como la famosa Queste del Saint Graal (1220), atribuida a Gualterio Map, donde Perceval es
sustituido por el caballero virgen Galaad, hijo de Lanzarote, convirtiendo el tema en una novela
mítica en prosa influida por las doctrinas de S. Bernardo de Claraval. Y es precisamente este
personaje el que nos hace enlazar directamente el mundo celta con la caballería templaria ( no es
necesario comentar la influencia y el poder, tanto en el mundo de la cultura como en el de la política
europea, del Temple durante los siglos XII, XIII y XIV), pues el citado religioso, no sólo fue el
prior de la orden del Císter; sino también, el principal impulsor de la fundación de la “ hermandad
de los pobres soldados compañeros de Cristo” (el Temple) en 1118. Se deja entrever, pues, un
interés manifiesto de esa nueva sociedad que se estaba formando (y que de hecho llegó a
consolidarse en todo el occidente cristiano), de influir en el mundo de la cultura (bastión
fundamental para cambiar la mentalidad de los pueblos y a la postre, el curso de la historia) a través
de la única propaganda factible en época medieval: la literatura; así como con otras manifestaciones
artísticas, como lo prueba el auge del Románico y su hermano mayor, el Gótico (tampoco nos
extenderemos en argumentar la probada complicidad de la arquitectura sagrada de la época con el
Temple, dentro de lo que podríamos llamar plan de resocialización medieval llevada acabo por la
Orden). Pero no fue posible, como ya adelantamos más arriba en palabras de Sánchez Dragó, pues
la Iglesia y el Estado (el papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia, respectivamente) no
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podrían permitir su pérdida de estatus así como la más que posible caída de las instituciones que
ambos representaban en beneficio de un nuevo orden en el mundo de la época.
Y fue precisamente ese mensaje, transmitido a través de esos primeros libros de caballerías
(no olvidemos que también en la pintura (“ut pictura poesis”), en la escultura y en la arquitectura)
el ideario que debería sostener toda la maquinaria social que se estaba creando.
Pero no olvidemos que el Temple comienza su andadura a comienzos del siglo XII, época de
esplendor de la literatura caballeresca en Francia. Es decir, el Estado embrionario de la Orden no
habría podido dar unos frutos tan tempranos en la literatura francesa. Eso ocurrirá una vez bien
avanzado el siglo. Es necesario, pues, volver a escarbar en la historia, y buscar un acontecimiento
de alguna forma emparentado con la ideología templaria y con el mundo caballeresco. Y en este
caso, el suceso más importante en el occidente cristiano durante la fase embrionaria del Temple, no
es otro que el auge de la sociedad cátara (de inquietante afinidad místico-religiosa con los
caballeros templarios) en el Languedoc francés (ya apuntamos el florecimiento de la lírica
trovadoresca en el mediodía francés durante este período), y la posterior Cruzada hasta su completo
exterminio (liderado una vez más por la Iglesia y el Estado, por idénticas razones que las aducidas
para el Temple).
Encontramos pruebas en la literatura de la época que avalan la influencia del catarismo
(raíces celtas) en las siguientes obras:
El poema de Boecio. No hay acuerdo en su datación ( entre el siglo IX y XI). Obra de
carácter doctrinal, donde Boecio, hombre de Estado, poeta y filósofo cristiano, se enfrentó al poder
del rey Teodorico, que lo hizo encarcelar. En su celda, el sabio Boecio ni llora ni se compadece;
reflexiona, medita, se acusa de haber sido un servidor negligente del Eterno. El término “buen
hombre”, que emplea en repetidas ocasiones (ej: “son los buenos hombres que han resarcido su
pecado, que se mantienen fieles a la Sante Trinidad y que no tienen gran ansia de honor terrenal”),
nos confirma que estamos frente a un texto cátaro (los cátaros se llamaron buen cristiano y más
frecuentemente buen hombre).
El cantar de gesta de Girart Rousillon. En él se evoca discretamente el drama esencial de
este período y se refleja la influencia del gnosticismo en la génesis de la epopeya occitana.
Poesía de los trovadores. Las letras medievales brillaron con un esplendor incomparable en
Languedoc. Un buen número de trovadores eran, si no cátaros, al menos simpatizantes del
catarismo, y estaban impregnados de esa doctrina. Los trovadores aparecen como poetas
“comprometidos” contra la Iglesia, contra los reyes Capetos. Son esencialmente los cantores del
trobar clus, es decir, de una poesía simbolista de carácter iniciático (Recordemos que en la
estructura profunda de estas obras líricas podíamos observar tanto las teorías como una versión a lo
“humano” de las doctrinas de San Bernardo, el cual pasa a erigirse como soporte doctrinal en la
creación de la nueva caballería templaria).
El Perceval de Chrétien de Troyes. También encontramos el impulso cátaro en esta obra,
donde ya al principio, atisbamos a Perceval completamente ignorante, ya que no conoce ni siquiera
su nombre; nunca fue llamado de otra manera que no fuera buen hijo; no sabe más que el Pater, la
oración esencial de los cátaros, que su “madre, buena mujer, le enseñó de buena gana y con buena
disposición”. La repetición del adjetivo “bueno”, nos remite a los buenos hombres y buenas
mujeres cátaros.
Poco se sabe de la biografía de Chrétien de Troyes. Sabemos que estaba relacionado con la
corte de Champagne gracias a las numerosas obras que compuso y que dedicó a Marie, condesa de
la citada corte. Pero no todos los honores se le deben a este autor, pues el Perceval (el cuento del
Graal), al quedar interrumpido por su muerte, fue continuado por el trovador y caballero de origen
bávaro Wolfram von Eschenbach (1170-1220), del cual se sabe que hizo una peregrinación a Tierra
Santa, donde pudo observar a los templarios en acción, con sus propios ojos ( En su Parzifal hace
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hincapié en que los custodios del Grial son los templarios). Esta misma obra fue inmortalizada en
ópera por el compositor alemán Richard Wagner en el siglo XIX, convirtiéndose en el poema más
largo y profundo de la lírica alemana.
Hasta aquí el estrato cátaro de raigambre celta, que a partir de la refundición de Ch. de
Troyes se convertirá en el ideario místico de la caballería templaria.
Retomemos la Historia en el punto en que la habíamos dejado. Decíamos, que la única
Cruzada de la Iglesia contra el occidente cristiano se había saldado con la completa aniquilación de
la sociedad cátara en el mediodía francés. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, que diría un castizo;
sin embargo, el contagio se había extendido fuera de los terrenos del Languedoc (España incluido),
“infectando” o adaptándose (en el caso del Temple) a otras sociedades e instituciones. Ahora bien,
tras el desastre sufrido, tanto su desarrollo como sus manifestaciones doctrinales (literarias)
atenderán fundamentalmente a un criterio de seguridad y secreto (sumadas a la oscuridad innata que
este tipo de literatura requiere). Así pues, bajo el velo de la alegoría, los relatos caballerescos
correrán paralelos a la historia, mostrándose siempre, con mayor o menor fortuna estética, fieles a
este sentimiento de celo. No corrió la misma suerte el intento de materializar el ideal literario en una
sociedad de nuevo cuño impulsada por la Orden del Temple (como ya vimos). Seguramente
acaecida por esa misma naturaleza humana y no idílica (en la literatura), que empuja al hombre a
apartarse, en su vivir cotidiano, de su ideal. El poder de la Iglesia y del Estado ejecutaron la
sentencia, pero el reo ya estaba inculpado, fue el propio Temple quien se condenó; por no advertir
la divergencia entre los ideales que preconizaba y el poder material que ostentaba. Un problema tan
antiguo como el hombre.
Pero aunque los hombres mueran y las sociedades desaparezcan, los ideales permanecen, y
eso fue lo que ocurrió con la literatura caballeresca; soporte todavía válido para transportar el
mensaje celta, o cátaro, o templario o todos ellos en armoniosa refundición. Cayó el Temple en
1312, sí, pero he aquí que, para la Literatura española, podamos entonar un “mihi mori lucrum”(y
con ello queremos dar respuesta a la pregunta planteada en el apartado 8.3, como clave de la
aparición del género caballeresco en la Península en el siglo XIV). Me refiero a la huída de los
caballeros templarios que lograron escapar del arresto a los reinos peninsulares, contrarios en mayor
o menor medida a la condena, donde fundaron o engrosaron las filas de las órdenes militares más
importantes de la época: Montesa, Alcántra, Calatrava, San Juan, Santiago, Caballeros de Cristo,
etc.
No, no se acabó la rabia, o podríamos decir ¿la savia? Efectivamente, el doble sentido, la
cábala fonética, la alegoría, el simbolismo, fueron los recursos que estos caballeros recién llegados
seguirían utilizando (ahora por tercera vez, tras la aniquilación de los cátaros y la caída del Temple)
para continuar su labor socializadora o “civilizadora”o ¿simplemente transmisora hasta mejor
ocasión? Que socialmente no se llegó en la Península a un nivel de autarquía al mismo nivel que en
el Languedoc francés o en el occidente cristiano-templario, es evidente; tanto por razones
idiosincrásicas, como por el hecho de que en los reinos peninsulares (sobre todo en Castilla), el
sistema feudal estaba en completa decadencia y el modelo de implantación idealista preconizado en
la literatura ya no tenía referentes en la vida real (en el siglo XIV y XV, la Reconquista ha perdido
su estatus de fuente de inspiración del idealismo caballeresco peninsular, pues ésta ya había sido
explotada por la épica). Es decir, en la Península, la implantación de los modelos caballerescos en el
siglo XIV basados en las novelas que nos ocupan sólo produjo un éxito a medias (con referencia a
Francia, donde su éxito, tanto en el plano social como literario fue rotundo, al igual que su caída).
Ahora bien, nos encontramos con un cincuenta por ciento completamente desequilibrado y
desproporcionado, pues si el éxito literario fue apoteósico (como ya hemos referido en otros
apartados), a penas tuvo repercusiones en el plano social. Entonces ¿dónde radica el éxito de este
acontecimiento literario sin precedentes en nuestra literatura? Fundamentalmente, y aquí quiero dar
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por zanjada la cuestión del epígrafe, en la voluntad expresa de los depositarios de la tradición
caballeresca de preservar esos ideales como garantes de la formación de un espíritu superior; para
que algún día (tras los repetidos intentos fallidos) pueda implantarse ese modelo social con las
suficientes garantías de que el hombre no vuelva a destruirlo.
Qué se escribe
Puesto que ya conocemos la identidad y los intereses de los autores que pretenden divulgar el
género de la novela de caballerías, el siguiente paso consistirá en hallar en el lenguaje las claves
simbólicas que permitan la realización de una segunda lectura acorde con la finalidad expresada.
Pero no se pretende con ello separar el polvo del grano, ni quitarle méritos a la estética caballeresca
como género literario, sino sumarle; pues añadirle un sentido superior al ya evocado por su estética
novelesca no hace otra cosa que mostrar el verdadero esplendor de una literatura no siempre bien
comprendida y, la más de las veces, sobre todo desde nuestra perspectiva de hombres modernos,
infravalorada.
También en este caso, por criterios de extensión, nos limitaremos a realizar un breve
recorrido por ciertos “lugares comunes”, que en mayor o menor medida aparecen a modo de
estructura profunda, formando parte de la narración desde una perspectiva fundamentalmente
natural, que nos remite de inmediato al sustrato celta, en cuanto a la sacralización de determinados
espacios naturales.
Los caminos. Los itinerarios que siguen los héroes de las novelas de caballerías siempre les
llevan a alguna aventura; por eso, el espacio se plantea como una abstracción más, con su valor
simbólico propio: el caballero no necesita la realidad, pues su búsqueda poco tiene que ver con la
realidad. En muchos casos el camino se convierte en senda, angosta y estrecha: el sentido figurado
indica la dureza del ejercicio y las dificultades con las que se tropiezan de continuo los caballeros
andantes.
Bosque. Los caballeros andantes se mueven, por lo general, en dos ambientes bien
definidos: la corte y el bosque. La corte constituye el lugar de encuentro con el mundo conocido,
sujeto a orden y normas, del individuo social. Por el contrario, el bosque es el espacio de lo ignoto,
de la naturaleza silvestre y salvaje; es el lugar del caballero solitario. En el bosque trabajan
leñadores, carboneros, cazadores, guardabosques y pastores; pero también hay ermitaños, antiguos
caballeros andantes que han abandonado las armas para vivir lejos de la sociedad, dedicados a la
oración.
Los caballeros se inician en el mundo de las aventuras a través de la superación del bosque,
con sus amenazas; y así, podría ser considerado el lugar de rito de iniciación caballeresca; la
espesura, la oscuridad, las fieras salvajes, los ríos caudalosos, la noche, añaden matices al secreto y
al peligro que constituye cada “paso”; sólo en algunas ocasiones aparece la luna, que con su luz
acompaña al caballero y disipa el temor. El bosque se convierte, pues, en un lugar complejo, hostil
y familiar a la vez, deseado y evitado. Por otra parte, el bosque es también, el lugar de purificación
o del perfeccionamiento antes de comenzar una nueva etapa de la vida. En este sentido, el carácter
de espacio iniciático es indudable. Tras los fracasos amorosos o debido a las derrotas en los
combates o en las búsquedas y aventuras, los caballeros se refugian en el bosque y llevan una vida
de privaciones y sufrimientos, de ascetismo, que les permitirá ocupar el lugar que se merecen. Es,
en definitiva, etapa previa a Estados diversos; y una de las metas posibles es el Más Allá, y el
bosque se convierte, de forma muy especial, en el preludio del Otro Mundo, al que sólo se puede
llegar después de atravesar el bosque y sus ríos.
Ambos aspectos simbólicos, lugar de iniciación y preludio del Más Allá, están íntimamente
unidos, y resultan difíciles de separar. Y como es obvio, en los textos caballerescos no siempre se
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conserva el simbolismo, o bien se mezcla con visiones menos profundas, más cotidianas, que
contribuyen a crear una atmósfera mágica y real.
Prados. El prado, como el bosque, es lugar de aventuras imprevisibles, pero también de
encuentros públicos que dan lugar a demostraciones de valor y habilidad en las que siempre destaca
el caballero correspondiente. En contraste con la tradición bucólica, los prados caballerescos son los
lugares adecuados para que sucedan las aventuras más extraordinarias.
Montañas y valles. Los numerosos valles que aparecen en la literatura artúrica no se
corresponden con la misma abundancia de montañas o de colinas: da la sensación de que los
caballeros tienen más facilidad en encontrar las depresiones del terreno, pues en muy pocas
ocasiones se alude a las duras pendientes. Por otra parte, los valles se oponen a los bosques, por sus
características propias. Son lugares abiertos, a los que la luz llega sin dificultad, y en los que no
existe el peligro imprevisible: los valles serán el lugar de juego, de los bailes, del entretenimiento y
del descanso del caballero. Bosque y valle son dos mundos completamente distintos. Se puede
pensar, que en gran medida los valles marcan el curso de los ríos, y que, por tanto, constituyen el
último lugar conocido antes del inicio de la aventura dudosa y temida que es pasar a la otra orilla o
entrar en el agua; en este sentido, el valle será un elemento familiar y acogedor, situado entre dos
enemigos, el bosque y el río.
Mar, vados y ríos. En la tradición heroica, el mar ha sido siempre la gran aventura, el reto
que sólo podían superar los mejores. Entre los precusores de los libros de caballerías, en la Materia
de Bretaña, el mar no es uno de los escenarios principales. A decir verdad, se trata de un espacio de
paso, meramente transicional, en la mayor parte de los casos.
Frecuentemente el mar que conocen los caballeros artúricos se configura como apenas un
brazo de agua que encierra un lugar maravilloso, cercano a tierra firme, una ciudad, un castillo, una
isla mágica. En este sentido, el Castillo del Grial se sitúa, en una de las dos versiones de la historia
de Perceval, mar adentro y se accede a él por una avenida cubierta por las ramas entrelazadas de los
cipreses, pinos y laureles que crecen a ambos lados, al tiempo que un mar embravecido y un viento
tempestuoso sacude los árboles. Un sentido similar tiene, también, en la leyenda tristaniana, donde
el mar no sólo ejerce su función transicional, sino que alcanza un protagonismo mayor al suceder
durante una travesía marítima el episodio fundamental del filtro mágico, que origina la tragedia
amorosa de Tristán e Iseo.
Este tipo de viajes por mar podrían estar relacionados con el motivo de la navegación al
Otro Mundo, o imrama, de la literatura céltica. A esta misma fuente cabría imputar varias naves
habitualmente no tripuladas que surcan el mar en la novelística artúrica, ya que además de expresar
el sentido transicional de este espacio poseen una carga simbólica que apunta claramente a la
muerte y al mundo escatológico (la nave del moribundo Arturo con rumbo a Avalón).
Los ríos tienen la misma función narrativa que el mar en los relatos artúricos y en
numerosos libros de caballerías son el tenue hilo que separa el mundo real del imaginado Más Allá,
y, en todo caso, los ríos anuncian siempre una aventura extraordinaria; para alcanzarla, es necesario
atravesarlos como si tratara de un rito de paso.
Los vados constituyen uno de los pasos que permiten atravesar los ríos y, por tanto, ir a un
mundo diferente. La abundancia de vegetación en las riberas, la presencia de divinidades de aguas y
bosques, la fuerza de la corriente, fangos o remolinos, hacían del vado un lugar especialmente
atractivo para todo tipo de aventuras, y más aún con la presencia de algún caballero (personificación
de los obstáculos citados) que se enfrentaba al protagonista del episodio; sin embargo, la frecuencia
con que se dan combates significativos en estos enclaves hace pensar en la posibilidad de una
pervivencia de ritos antiguos en los que la divinidad acuática debería decidir dando la victoria al
caballero elegido. Según esta hipótesis, nada extraño tendría el hecho de arrojar las armas al lecho
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del río como tributo a una divinidad belicosa. Así, el vado se convierte en un símbolo de gran
importancia.
Pero no siempre hay un vado; a veces, los caballeros se ven forzados a atravesar puentes,
defendidos por otros caballeros o, lo que es más temible aún, por animales salvajes y autómatas. En
este sentido, los enfrentamientos entre caballeros en lugares tan emblemáticos como son el curso de
los ríos con la intención de cambiar de orilla, podrían interpretarse, como la obligación del aspirante
(caballero protagonista) de vencerse a sí mismo (el caballero rival es también caballero, y por tanto,
de su misma naturaleza), o lo que es lo mismo, vencer sus propios miedos (expresados mediante
animales salvajes, o autómatas), para poder comenzar su iniciación (cambiar de orilla para
adentrarse en el bosque).
Cuevas y simas. La presencia de cuevas en los relatos de caballerías adquiere un carácter
ambiguo, en el que se mezclan lo ameno y lo sombrío, lo maravilloso y lo temible. Es normal, pues,
que los escritores quieran destacar el valor extraordinario de la cueva mediante una serie de signos
que sirvan de orientación en la lectura: la persecución de animales singulares (ciervos blancos,
jabalíes…), la localización en medio de un espeso bosque, la lejanía de todo lo poblado y, por tanto,
del mundo de las normas y las leyes.
La cueva resulta ajena a las pautas que regulan la vida cotidiana, y de ahí las señales que
anuncian la entrada en un mundo extraordinario. Todo lo que ocurra dentro de la gruta se someterá
a una lógica propia, que en nada coincide con la del mundo exterior. En definitiva, hay que pensar
que al entrar en las cuevas de los libros de caballerías se atraviesa la línea que separa el mundo de
los vivos y el Más Allá. Un Más Allá que puede ser concebido como un paraíso o como un infierno,
pero que en resumen, constituye el centro del viaje iniciático, prueba extraordinaria que sólo pueden
acabar los héroes escogidos. Al penetrar en la cueva estos caballeros podrán ganar bienes
materiales, pero no faltan los casos en los que la bajada a las profundidades los hace conocedores de
los más variados asuntos: son esos los momentos más importantes, sólo reservados a unos pocos
héroes.
Hasta aquí unas muestras de cómo se articula el mundo simbólico en la literatura
caballeresca. Los ejemplos han sido extraídos de las obras más emblemáticas del género (la Materia
de Bretaña), dada la mayor pureza simbólica y, por tanto, mayor facilidad a la hora de su
identificación. Podríamos ampliar el inventario con una serie de símbolos más específicos y de un
sentido más esquivo, no exento de ambigüedades. Es el caso de los bestiarios (oso, león, jabalíes),
aves sagradas (oca ¿o cisne?, pelícano, paloma), peces, árboles (roble, ciprés, palmera), objetos
sagrados (obeliscos, estrellas, Santo Grial), etc.
En la riqueza de este mundo simbólico, radica, en mi opinión, uno de los aspectos decisivos
(si no el que más) en la valoración de la novela de caballería como uno de los hechos literarios más
felices (a la par que menos celebrados) de nuestra literatura.
¿Para quién?
La patrística latina, (con San Agustín a la cabeza, s. V) sentó los modelos de cultura hasta
mediados del siglo XIII. Dentro de esos modelos, ocupaba una parcela muy importante los trabajos
sobre teoría y práctica interpretativa (tanto de textos sagrados como profanos). Ya Orígenes
(máximo representante de los apologetas de los s. II-III, anterior a la patrística) distinguía tres
sentidos en las Sagradas Escrituras: histórico, moral y espiritual; pues bien, según el citado filósofo,
cada uno de los sentidos que se podían encontrar en los escritos de naturaleza sagrada iba dirigido a
un público en particular: a los simples, a los avanzados y a los perfectos.
Surge, al hilo de dicho anteriormente, una primera cuestión ¿Tiene la literatura profana el
mismo tratamiento que la sagrada en época medieval? La patrística es rotunda en cuanto a la
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aplicación del modelo sólo a las SSEE; sin embargo, avanzada la Edad media, otros pensadores
(Dante, Petrarca, Boccacio, etc) certificaron la capacidad plurisignificativa de la literatura.
Recordemos de nuevo lo que decía Boccacio: “es una actividad no fútil sino llena de jugo para los
que quieren con su ingenio exprimir el significado de las ficciones”. La idea generalizada, es ahora,
que el significado superficial, el de la corteza, no puede servir de base para juzgar sobre la verdad
de los escritos. La actitud de búsqueda de un sentido detrás del literal, del aparente, contaba con
abundante práctica y ejercicio en la actitud del comentario religioso.
Y efectivamente, toda esa tradición interpretativa se volcó en la Edad Media sobre (nos
atreveríamos a decir) la mayoría de las manifestaciones artísticas de cierta entidad. Recordemos,
que una de las ideas que caracterizaban esta época era que para el hombre todas las cosas eran
símbolo de la divinidad. Dios se expresaba a través de las cosas y, no olvidemos, el arte era
fundamentalmente imitación.
Siguiendo las ideas de Orígenes (salvando las distancias), podríamos aventurarnos a
distinguir un público tipo al que iban destinadas las novelas de caballería. En primer lugar
tendríamos a los “simples”, es decir, a la masa (con las limitaciones obvias del analfabetismo
imperante), a los lectores que no buscaban en estas obras más que el entretenimiento. En segundo
lugar estarían los “avanzados”, todos aquellos que son capaces de extraer de sus páginas una
enseñanza. En este sentido, las lecturas caballerescas se muestran especialmente eficaces para la
enseñanza de la aristocracia, por el compendio de virtudes y nobleza que revisten al héroe (El
Amadís sirvió de texto, junto el Libro de la caballería de R. Llul, a generaciones de cortesanos). Por
último, las novelas de caballerías, saciarían el apetito de un conocimiento superior al mundano; pero
sólo apto para aquellos que sepan leer entre líneas, sólo para aquellos que puedan interpretar los
símbolos. Una élite muy reducida, pero suficiente, al menos para seguir traspasando el mensaje de
generación en generación y contribuyendo con nuevas obras a su difusión. De la unión de los tres
públicos depende la supervivencia del género. Todos son necesarios. Si fallase uno significaría la
extinción (como así fue).
9. CONCLUSIÓN
Con el presente trabajo hemos pretendido dar unas pinceladas, una declaración de intenciones más
que un estudio riguroso, sobre la importancia de un análisis socio-cultural a la hora de acercar un
poco más de luz a un género, el caballeresco, que, aún hoy, sigue siendo una de las asignaturas
pendientes de la filología; uno de los géneros castellanos que más repercusión ha tenido en toda
Europa y que ha sido, en el fondo, el que ha hecho posible el nacimiento de la narrativa moderna.
Allí se encontrarán emperadores justos, reyes traicionados, caballeros valientes, damas guerreras,
hermosas doncellas, aventuras fantásticas, monstruos horribles, espadas encantadas, gigantes
invencibles, trajes riquísimos, ciudades encantadas; pero también, consejos prácticos y normas de
conducta cortesana, discursos didácticos y moralizantes. Y un poco más allá de lo literal un mensaje
oculto, un segundo sentido celosamente guardado para aquel desee acceder a un nivel de lectura
superior. Aquí, según he pretendido demostrar, es donde radica la vitalidad de este género, su
avanzada longevidad y su capacidad de mutación. Debemos tratar de evitar enjuiciar a todo un
género en función de un estilo menos acertado en unas obras que en otras (bien es cierto que habría
que desechar una parte de sus obras como carentes de ese segundo sentido, realizadas únicamente
con ocasión de la oportunidad y un estilo pésimo), pues en todas encontraremos, en mayor o menor
medida, lo lírico y lo épico, lo cómico y lo trágico: risas y lágrimas, sonetos y arengas.
No pretendemos, tampoco, elevar al estatus de obra filosófica al género de las novelas de
caballerías, eso, pensamos, a parte de desviarse de su verdadera naturaleza literaria, sería restarle
notoriedad a unas obras que sirvieron a intereses más variados y, si se nos permite, más altos. Sí, en
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cambio, nos gustaría arrogarle el apelativo de mítica, en cuanto que enlaza con las más antiguas
tradiciones grecolatinas adaptándolas al nuevo contexto sociocultural de la Edad Media. En este
sentido, no olvidemos, que esas remotas tradiciones constituían la religión oficial de aquellas
antiguas civilizaciones. Siempre más o menos vivas, serpenteando entre los pueblos y los siglos
¿Quizás las novelas de caballerías constituyan la expresión de un nuevo impulso por implantar las
antiguas creencias en la sociedad medieval? No parece una idea descabellada. En cualquier caso
¿no son la mayoría de obras sagradas textos literarios, más o menos novelados, dramatizados o
dialogados? El anhelo de elevación espiritual por el camino de la virtud es el mismo, tanto sólo
cambia el molde en el que ha de trasmitirse el mensaje. Que las novelas de caballerías surgidas en
España se ajustan a estos parámetros no es completamente cierto (la degeneración del género, al
adaptarse a circunstancias de diferente índole en la Península, aumenta conforme el género avanza
hasta su desaparición), pero sí podemos atisbar a través de ellas momentos de especial sacralidad o
misticismo (muy acusados en las primeras novelas, como ya vimos), elementos desgajados de obras
mayores que en épocas pretéritas conformaron un libro coherente y de sentido unitario (hoy
perdidos). Obras éstas, en fin, portadoras de un esquema filosófico completo, capaces de competir
(en cuanto a su sentido espiritual) con los libros sagrados más ortodoxos.
Quien defienda la idea de que el género caballeresco fue un producto literario destinado a
colmar los anhelos infantiles de personas ociosas, no está haciendo sino lo contrario; es decir,
corroborar la hipótesis de su grandeza, pues ocultar el verdadero significado habría sido el leit
motiv de aquellos autores medievales y pre-renacentistas; más, si cabe, de la atenta mirada de
esforzados críticos e historiadores.
10. BIBLIOGRAFÍA
Historia social de la literatura española. Vol I. Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas, Iris M.
Zavala. Madrid: Akal 2000.
Orígenes del discurso crítico. Teorías antiguas y medievales sobre la interpretación. Domínguez Caparrós, M.
Madrid: Gredos.
Historia de la Literatura I(Antigua y Medieval). J.M. Rozas López, J. Cañas Murillo, M.A. Pérez Priego, A.
Reu Hazas, J. Rico Verdú, E. Rull Fernández. UNED 1991.
Historia de la Literatura. Edad Media y Siglo de Oro. Miguel Angel Pérez Priego, José Rico Verdú. UNED 1991.
Para leer a Cervantes. Martín de Riquer. Barcelona 2003: Acantilado.
Gárgoris y Habadis. Una historia mágica de España I. Fernando Sánchez Dragó. Barcelona: editorial Planeta 1985.
Los Misterios Templarios. Louis Charpentier. Barcelona: Ediciones Apóstrofe 1995.
La increíble odisea de los cátaros. Luciente Julián. Gerona: ediciones Tikal.
La mitología cátara. Símbolos y pilares del catarismo occitano. Jesús Avila Granados. Madrid: ediciones Martinez Roca
2005.
ESTUDIOS:
Del rey Arturo a Don Quijote: Paisaje y horizonte de expectativas en la tercera salida. Carlos Alvar. Centro de Estudios
Cervantinos. Alcalá de Henares.
Literatura artúrica española, ibérica e iberoamericana contemporánea: neo-medievalismo cultural, literatura comparada
y traducción literaria. Juan Miguel Zarandona. Universidad de Valladolid.
Novelas de caballerías. Juan Manuel Cacho Blecua. Universidad de Zaragoza.
El corpus de los libros de caballerías castellanos: ¿una cuestión cerrada? Y, Tirante el Blanco ante el género editorial
caballeresco. José Manuel Lucía Megías. Universidad Complutense de Madrid.
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NOVEDADES LITERARIAS
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HAERETICUS
BULARIO DE LA ORDEN DEL TEMPLO DE
SALOMÓN
- Traducido y comentado AUTOR:Antonio Galera Gracia
EDITORIAL: ADIH
PÁGINAS: 428
ISBN. 9788494007101
PRECIO: 28 euros IVA incluido
El tema que se da a conocer en esta obra hubiera sido
imposible sacarlo de la oscuridad y arrastrarlo hacia la
luz sin la ayuda de los más de trescientos documentos
que el autor ha tenido que buscar, investigar y traducir,
ya que desde que la Orden del Templo de Salomón fue
suprimida por decisión apostólica hasta nuestros días
—y de esto hace ya siete siglos—, no ha habido
historiador, investigador ni autor, que haya dado a
conocer, traducidas y comentadas, todas las bulas que
fueron publicadas en favor o en contra de esta
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Un libro imprescindible, esclarecedor y riguroso, escrito con devoción y escrupulosidad que no
puede faltar en ninguna biblioteca.
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