Leo Sandoval, su presencia en las aguas de Punta Chueca

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TESTIMONIAL
Leo Sandoval, su presencia en las aguas
de Punta Chueca
Elisa Macías Madrid
No pudo haber otra manera mejor de inaugurar este espacio dedicado a difundir el acervo del Museo Regional de Historia, que la
publicación de esta crónica sobre el personaje a quien el museo debe en gran medida su existencia y la conservación del valioso
patrimonio que encierra: el profesor Leo Sandoval.
U
na vez, en un pueblo del estado de Coahuila, nació un
niño pequeñísimo, de piel morena. Pasaron los años
y llegó convertido en maestro rural a una región de indios
otomíes, para dar clases en una pequeña escuela rodeada de
pinos y manzanares, donde el sol se apreciaba muy poco por
los cerros altos y la lluvia constante; era el pueblo Encarnación
en Hidalgo, lugar en donde se casó con la joven Masha y fue
también el sitio que dejó para ir a las playas de El Desemboque, en el Mar de Cortés, a enseñar lo que sabía a los indios
nativos, los concaac.
Ahí permaneció cinco años y en ese tiempo las flores púrpura que, como paradoja, nacen entre las espinas del ocotillo,
fueron testigos de sus andanzas entre el desierto y la playa, y
fue también en ese tiempo cuando la convivencia con la naturaleza motivó su creación literaria, las figuras retóricas de la
aridez y el calor, el mar y la brisa.
Leo Sandoval fue profesor de los seris, teacher de inglés
en la secundaria de la Universidad de Sonora, encargado del
Museo de Historia y escritor. Llegó a estas regiones sin edad
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precisa, habiéndose desplazado para siempre del origen y con
el recuerdo de remotos tiempos oculto en el corazón, por eso
se dedicó a crear historias y personajes que los protagonizaran,
seres reales o ficticios de los que contaba lo que le dictaban
sus sueños, porque son la imaginación y los sueños los que
propician el sentido que damos a las cosas que ocurren y a las
personas que hacen que esas cosas ocurran.
Dicen que el pasado de uno es lo que se recuerda, por
eso habrá tantas historias del teacher Leo como ex alumnos lo
cuenten en sus anécdotas, cuando aprendían inglés escuchando en un tocadiscos que él llevaba a clase “Imagine” o “Lucy in
the sky with diamonds”, en la década de 1960.
Si en El Desemboque construyó en 1953 la primera escuela para los seris, en la Universidad de Sonora organizó la
Sala de Historia Regional en 1976, en un espacio que servía
como almacén dentro del Edificio del Museo y Biblioteca, y
todos los días, por casi treinta años, lo creaba y recreaba, y
se convirtió en el anticuario que rescata del tiempo al objeto
para conservarlo, limpiarle el polvo de los años y volver a sumergirlo en su propia anécdota para explicarlo al visitante que
llegara al museo en busca de asuntos de identidad.
Luego, en el almacén del museo que le servía como oficina,
entre objetos de las más múltiples formas que habían pertenecido a gente de otros tiempos, entre el olor y la sensación del
pasado, cuando todos se iban, se escuchaba el tecleo de su
vieja máquina Remington, donde se crearon personajes de
novela como Luz Cáñez, la inquieta muchacha cuyo mayor deleite en la vida era bailar al ritmo de las canciones que tocaba
el fonógrafo, en espera del hombre de su vida, mirando los
áureos reflejos proyectados en el medio día del mar. Es ella
una luz que ilumina la historia local, la narración de la vida de
una mujer que vivió en un pueblo pobre de pescadores.
Pero Leo bien sabía que el pasado importa, así que se hizo
autodidacta de la Historia y pudo imaginar a sus héroes más
destacados como seres humanos, tanto o más que los literarios.
Él mismo, cuando los años le impidieron seguir con la cotidianidad del ir y venir como encargado del Museo de Historia,
se convirtió en personaje de sus propios relatos y entre las
penumbras que forman la noche, caminando por la sala de
su casa, por la cocina, soñaba despierto que la resolana de las
cuatro de la tarde de cualquier día de verano alumbraba los
objetos antiguos con los que, por casi una vida, sorprendía a
propios y extraños.
Pero un día de primavera, amanecía domingo 1 de abril,
en pleno inicio de Semana Santa, cansado de su agonía, se
despidió de su familia para siempre.
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Crónica de un último adiós
Puesto que polvo eres y a ser polvo tornarás
Génesis 3, 19
El transcurrir del tiempo, que en esos días dejaba atrás la primavera, se veía ya en las ramas de los árboles de palo verde
que se observaban desde la carretera a Bahía Kino por el vidrio
del carro…; ya no eran de color amarillo encendido, como
en marzo y abril. El destino de esa caravana de familiares y
amigos del profesor Leo Sandoval eran Punta Chueca y El
Desemboque, y la idea de todos era presenciar el acto de esparcimiento de sus cenizas en el mar; con ello se simbolizaba
el último adiós y se cumplía un deseo que algún día él había
pronunciado. Mientras tanto, entre todos, como ocurre siempre en nuestros íntimos momentos, se presentaba la pregunta
acerca de la vida y la muerte.
Y ahí íbamos rumbo al mar, a los pueblos de seris por el
camino de terracería, camino de arideces y de florecitas del
desierto, flores blancas en la punta de los sahuaros, el mismo
camino que gente de todos los tiempos ha caminado, senderos llenos de historias y anécdotas, algunas que tal vez no se
cuenten y se queden en la memoria de quienes las vivieron,
pero otras sí, y podrán ser estos caminos escenarios en los
que, algunas almas, habitantes del mundo, bajo la blancura de
la luna llena dialoguen con ella. Por estos caminos también
el profesor íba y venía en “el Canario”, el carro pick up en el
que se trasladaba a Hermosillo para resolver sus apuros como
maestro rural.
Llegamos a Punta Chueca alrededor de las diez de la
mañana. La esposa y los hijos del profesor Leo empezaron a
reconocerse con los concaac: cincuenta años atrás, ella, la bella esposa del profesor Leo Sandoval, ellos, dos pequeños que
llegaron y la tercera hija que nació ahí, un poco más adelante,
en El Desemboque, volvían ahora con la noticia de la muerte
del profesor y con la idea de esparcir sus cenizas en el mar, en
estos pueblos indígenas donde convivieron, hicieron amistad
y respetaron mutuamente sus costumbres.
A doña Masha, las historias que le trajeron a la mente los
recuerdos la llenaban de emoción, y los recuerdos se volvían
rápidamente palabras, y las palabras relatos que contaba mientras abrazaba y saludaba a los protagonistas: Carmela, una mujer que llevaba un pañuelo cubriéndole la cabeza abrazaba a
la familia; se reconocían, sonreían, mientras Manolo, el hijo
varón del profesor, decía a todos la relación que lo unía a
ella y contó que si sus padres hubieran aceptado, él ahora
sería concaac porque la mamá de Carmela, que continuaba
escuchando y asentando con la cabeza mientras sonreía, les
pidió a Masha y a Leo hacer un intercambio de hijos, bajo el razonamiento de que ella necesitaba un pescador en su familia,
y para convencerlos les argumentaba que la niña también era
hija de un yori.
Entre explicaciones sobre la muerte del profesor y las emociones por volver a verse, doña Masha abrazó al seri Miguel Estrella, a quien ella, casi medio siglo atrás, había amamantado
como a uno más de sus hijos. Visitó también a María Burgos,
una anciana de incalculable edad que le regaló un collar de
conchas para expresarle el gusto de volver a verla. Mientras
tanto los recuerdos volvían y se desplegaban en sus mentes y
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los platicaban, compartiéndolos con quienes los habían vivido
y también con quienes, como nosotros, apenas los íbamos
conociendo, asombrados de esas vivencias que como gaviotas
vuelan, se posan, anidan, vuelven a volar y todo esto ocurría
en una mañana y un mediodía donde corría el viento suave.
A una distancia suficiente de la playa de Punta Chueca, desde dos pangas en las que entrábamos al mar, guiadas por dos
hombres de la comunidad, la esposa y los hijos esparcieron
las cenizas de don Leo Sandoval, en un mar azul y tranquilo
de las dos de la tarde, donde el viento fresco abrazaba, cordial,
los cuerpos de todos los que presenciamos el acto de desprendimiento, porque así nacemos y así morimos; socializamos,
creamos lazos, tenemos hijos, seres a quienes amamos más
allá de la muerte, pero de quienes tarde o temprano hemos de
desprendernos físicamente. Y volvía la reflexión sobre la vida
y la muerte entre quienes presenciamos ese acto de amor de
la familia.
Esa tarde, entre el mar, el cielo y el sol, el viento llevaba las
cenizas y el espíritu de Leo volaba y lo imaginé libre, ahí sentada junto a los otros, con la brisa en la cara, en la panga Elda
Elena que flotaba al ritmo sereno que le marcaban las olas de
un mar azul claro y limpio. Las emociones iban, venían; mientras veíamos las olas recordábamos a Leo, sentíamos la mutua
compañía al reconocer que en las cenizas
regadas en el mar iba su espíritu y nos figurábamos su recuerdo, lo que de él se nos
queda en la memoria, cada quien con una
parte del Leo que conocimos. El viento
húmedo fresco y el cielo, los rayos del sol
apacible, fueron también compañía propicia para traer a nuestra imaginación los
recuerdos que de él teníamos, porque en
el eterno tiempo que existe, los seres humanos te-nemos el propio tiempo, el que
nos toca vivir, para después quedar en el
recuerdo, en la memoria de cada persona
que nos conoció: los hijos, los seres que
nos amaron o que nos odiaron, cada uno de ellos se queda
con un trozo de nuestra historia.
Desde ese día, el profesor Leo Sandoval amanece con el sol
que se refleja en las aguas del Canal del Infiernillo, frente a la
imponente isla del Tiburón, y saluda a los hombres y mujeres
que en sus pangas se hacen a la mar, ese mar que, en los días
de viento, es feroz e indomable, pero en las tardes, cuando el
horizonte y el sol se unen, se convierte en espejo de uno mismo; y ahí Leo tendrá un interlocutor incansable para seguir
contando historias, que ya no estarán en las páginas de algún
libro sino frente a nuestros ojos, cuando veamos el inmenso
mar, porque las historias que leemos no son sólo las del escritor sino las que, al leer, nos leemos a nosotros mismos.
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Emiliana de Zubeldía: su archivo personal
Isabel Quiñones Leyva
Con este texto que informa sobre el contenido del archivo personal de la maestra Emiliana de Zubeldía, inauguramos
este apartado de la sección Testimonial en el que se dará difusión al rico acervo documental resguardado en el Archivo
Histórico de la Universidad de Sonora.
L
os archivos personales constituyen una importante fuente
para la investigación histórica, pues son los individuos
quienes construyen la historia y es en sus archivos donde se
registra su línea de pensamiento, sus inquietudes, sus experiencias y aspiraciones.
¿Que es un archivo personal? Es toda la documentación generada y recibida por una persona en virtud de sus necesidades y actividades profesionales,
económicas, culturales y sociales. Se caracteriza por
la variedad de soportes, tipologías y procedencia
documental de los fondos. La documentación de
esta clase de archivos gira alrededor de la persona que genera el fondo y que, por tanto, lo
condiciona. La documentación es testimonio de
la relación del hombre o mujer con la sociedad
que lo rodea.
Emiliana de Zubeldía, pianista, compositora y maestra de música de origen vasco, que
dedicó más de cuarenta años a la enseñanza de
la música en la Universidad de Sonora, tuvo la
inteligencia y curiosidad de guardar ordenadamente sus documentos personales. En su archivo
personal se pueden encontrar las partituras de su
obra y de otros autores, notas de trabajo, cuadernos
de notas, correspondencia, cartas, diplomas, reconocimientos, recibos, documentos administrativos, discos,
fotografías, postales, dibujos, revistas de música.
En septiembre de 2000 fueron entregadas las primeras
once cajas al Archivo Histórico por el entonces jefe del Departamento de Bellas Artes, César Avilés Icedo. Posteriormente
fueron llegando más documentos pertenecientes a la maestra.
Actualmente el fondo está compuesto por 17 cajas.
¿Por qué el interés de conservar este archivo personal de
Emiliana de Zubeldía? Si bien es cierto que el objetivo del
archivo histórico es reguardar y preservar la memoria institucional, es necesario garantizar el acceso a la globalidad del patrimonio documental y más concretamente la documentación
conservada por personajes que tuvieron una destacada trayectoria científica, artística o cultural.
Los archivos personales resultan ser muy enriquecedores
por la tipología de documentos que en ellos podemos encontrar. En el caso de Emiliana de Zubeldía, sus documentos marcan la época de una mujer que vivió casi cien años, que dedicó
más de cuarenta años a impulsar el interés por la música, que
tuvo el valor de dejar fama y éxito para establecerse en una
tierra que además de que le era ajena, estaba desprovista, en
aquellos años, del ambiente cultural al que ella estaba acostumbrada.
La obra de Emiliana de Zubeldía comprende canciones
de cuna, arreglos corales, obras de piano y otros
instrumentos, sinfonías y otras piezas musicales. En sus
giras por América musicalizó poemas de autores de los
países que visitó. En Nueva York compuso música para
niños basada en fábulas de sus paisanos Félix María
Samaniego y Tomás de Iriarte.
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TESTIMONIAL
Los documentos que integran el Fondo Emiliana de
Zubeldía datan de principios del siglo XX hasta mediados de
los años ochenta, y han servido como fuentes primarias para
la elaboración de tesis, reportajes sobre la vida de la maestra,
grabaciones, videos y la excelente biografía escrita por una de
sus alumnas, Leticia Varela, entre otros ensayos que se han
escrito en los últimos años.
La obra de Emiliana de Zubeldía es muy rica y variada,
comprende desde canciones de cuna, arreglos corales, obras
de piano y otros instrumentos, hasta sinfonías. En sus giras
por América musicalizó poemas de autores de los países que
visitó enriqueciendo así su lenguaje musical. En Nueva York
compuso música para niños basada en fábulas de sus paisanos
Félix María Samaniego y Tomás de Iriarte. De los trabajos con
Arturo Novaro surgieron algunas nuevas composiciones entre
muchas más que conforman su obra.
Para que la obra de Emiliana de Zubeldía no caiga en el
olvido, trascienda nuestras fronteras y ocupe el lugar que
le corresponde, se están desarrollando varios proyectos. El
maestro David Camalich Landavazo elaboró un catálogo de
su obra musical, que se encuentra en proceso de edición. En
la elaboración de este catálogo se combinaron la metodología
archivística y el dominio técnico en materia musical. De esta
manera los estudiantes y maestros interesados podrán conocer con detalle las características propias de cada pieza.
Otros proyectos ya avanzados son el diseño de una página
web que contendrá la vida y obra de la maestra; un catálogo
digital e impreso con fotografías en blanco y negro que son
testimonio de diversos aspectos de la trayectoria y vida de la
autora; la edición crítica de algunas de sus obras y la digitali-
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zación de las serie Partituras. Todo ello nos permitirá contar
con otros soportes alternativos y la conservación de los documentos originales.
La contribución de la profesora Emiliana de Zubeldía e
Inda al patrimonio cultural universitario durante más de
cuarenta años, los más fecundos de su vida, es además de
extenso, de gran relevancia para la comprensión de la historia
universitaria; su arte como pianista, compositora, directora
de orquesta, concertista, además de profesora, le valieron
el reconocimiento de instituciones y organismos nacionales.
Emiliana de Zubeldía es considerada un ícono de las bellas
artes y una referencia obligada para comprender el devenir
histórico cultural de la Universidad de Sonora.
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