Versión incompleta TRIBULACIONES DEL JUEZ CONSTITUCIONAL Alejandro Maldonado Aguirre1 Presuponer que un Tribunal constitucional es la última instancia del cielo y del infierno es una arrogancia diabólica revestida con ínfulas de divinidad. En este ensayo se pretende comunicar percepciones personales del ejercicio de la magistratura, según lo entiende, en su sustancia y trascendencia, y conforme los factores del entorno que lo influyeron, alguien que ha vestido la toga del juez. Generalmente los comentaristas de la función judicial pueden analizarla desde una perspectiva exterior, tomando como base el contenido explícito de las resoluciones y de los documentos oficiales de la jurisdicción, pero muy raramente pueden penetrar la sancta santorum de los que la ministran, debido a la frecuente renuencia de éstos a explicar su proceso intelectivo y de las circunstancias que motivaron su convicción La jurisdicción de la constitucionalidad surge con gran pujanza como resultado del fracaso de la justicia ordinaria -de la legalidad-, que no pudo contener el aluvión autoritario que eludió los enunciados políticos y programáticos de un sistema constitucional despojado de garantías reales. La segunda posguerra mundial contempla la solución interna de los estados creado tribunales constitucionales, que habrían de encargarse de las contiendas domésticas a que las declaraciones de derechos dan lugar como tutela del poder frente al mismo poder. También, contra la posible inanidad de la justicia interna, opera un sistema legítimo internacional de protección de los derechos humanos, formándose convencionalmente las instancias supranacionales encargadas de impartirla. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha conocido y sigue conociendo asuntos a los que comparece Guatemala. El Tribunal Penal Internacional, está en proceso de universalización por la adhesión de nuevos estados a su pacto constitutivo. Guatemala, entre éstos, aún necesita de la aprobación congresal para ser parte. El juez de lo constitucional asume un perfil distinto al tradicional. Tanto por su formación, que debe estar impregnada de la nueva cultura del constitucionalismo normativo, cuanto por los métodos interpretativos que 1 Magistrado de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala. 1 le permitan (sin fracturar la base de valores, principios y derechos del bloque de constitucionalidad, supremo y rígido, que lo legitima) resolver con suficiente visión y carácter para preservar el sentido social y democrático que inspira la actual dimensión del Derecho. Debe reconocer el juez de la materia que su potestad rebasa la esfera de intereses particulares ubicados en la contienda ordinaria. Una sentencia que dirime una controversia entre dos partes, si bien puede reflejar un posicionamiento respecto de un diferendo doctrinario del derecho común, siempre afectará, para bien o para mal, a los litigantes y, si mucho, a su núcleo personal. En cambio, una sentencia que recae sobre el ámbito de los derechos humanos, en particular los fundamentales, implica o proyecta un tópico de la comunidad. Un conflicto interpartes, por muy fuertes que sean los intereses en juego, o un proceso que se instruya con todo el aparato de la publicidad mediática que en ciertos casos criminales despertara la curiosidad pública, no deja de quedar resuelto con alcance relativo. Esta dialéctica quizás quede bien reflejada en palabras del emperador Napoleón reprendiendo la lentitud judicial: “poco importa para la sociedad que un terreno pertenezca a Pedro o a Pablo; lo que interesa es que se sepa rápidamente a quien pertenece.” El juez del caso concreto, dirimente incluso de un drama personal, tiene necesidad de convicción sustentada en su obligación de resolver con justicia, aunque los alcances de su fallo queden limitados al círculo personal de los sujetos del proceso. En los juicios penales, aunque fuere de aquellos llamados de impacto social, la sentencia sólo surte los efectos que corresponden a los vinculados al asunto. Eso no ocurre con los procesos de la justicia constitucional, puesto que el enjuiciamiento a una ley es un reproche contra el emisor que ha actuado con la legitimidad formal otorgada por la sociedad política. Además, que la coexistencia o la expulsión de la norma del ordenamiento constituyen una cuestión de interés general. La indicada trascendencia de las decisiones de un tribunal de lo constitucional es reconocida por el sueco Goran Therborn 2 , cuando las incluye entre las posibles causas de ingobernabilidad, apreciación que resulta cierta en cuanto un manejo precipitado del tema podría conducir a una desintegración institucional que pudiese generar un vacío de poder o la suspensión abrupta de programas de importancia social o económica para terceros. Por esto no cabe duda que mediante la justicia constitucional 2 Goran Therborn: ¿Existen verdaderamente (amenazas contra) las democracias? En Política, compilada por Edelberto Torres-Rivas, EDUCA, San José, Costa Rica, 1990. 2 puede dilatarse o restringirse el ejercicio de la libertad personal como contribuir al cambio o al estancamiento de la sociedad. Esa percepción de la relevancia de sus fallos, constituye la primera fuente de preocupación del juez constitucional. En particular, porque la materia de la que se tiene que ocupar es aquella que, por su naturaleza, afecta a toda la comunidad a la que pertenece su jurisdicción. Circunscritos sólo a las impugnaciones de inconstitucionalidad de leyes, la cantidad de asuntos que se conocen tienen relación con grandes sectores de la población, por no decir que en algunos casos afectan a la totalidad, como son los que se refieren al medio ambiente, la minería y la explotación de recursos hídricos, la educación sexual en las escuelas, la igualdad de género y de condición étnica, las negociaciones de paz, la pertinencia de reformas a la Constitución, la legitimidad de lo negociado en convenciones internacionales, la integración económica en el marco de la globalización, las reformas a leyes orgánicas constitucionales u un largo etcétera. Esto sin mencionar las recurrentes tentativas del gobierno de reordenamiento de las leyes tributarias, y la no menos automática respuesta del sector empresarial para impugnarlas. Todos son asuntos que transponen la curiosidad doméstica y despiertan el interés de la comunidad, generalmente con la mira de reducir el ámbito de despliegue de lo público frente a los intereses individuales o sectoriales. En estos casos, no deja de abrumar al juez resolver sobre cuestiones que se discuten con el calor y la emotividad del buen ciudadano que exige del Estado mejor calidad de vida. Ampliada la competencia a los asuntos concretos conocidos en amparo, la variedad e intensidad de ellos bien pueden quitarle el sueño al más versado. Suerte de lo anterior, la jurisdicción de la política y del poder tiene que ser acosada por los factores que incidan sobre su independencia, su imparcialidad y su objetividad. Los dos primeros, que son de orden externo, pueden enfrentarse por los mecanismos instituidos para garantizar la fortaleza del sistema de justicia; el tercero es de naturaleza personal y tiene que ver con el carácter y el temperamento del funcionario para sortear las trampas de sus propias creencias y de su condición económico-social. Funcionaría aquí el ejemplo de Ulíses quien, sabido del peligro de la fascinación emotiva, se precavió del canto de las Sirenas haciéndose amarrar fuertemente para no ser arrastrado por sus pasiones. Con relación a esa formación individual para superar la subyacente intimidad que puede predisponer el criterio o el juicio, habrá de comprenderse que quien juzga de la política debe tener una apreciación de los fenómenos que convergen en el juego de valores e intereses que la 3 integran. 3 De lo contrario, la ausencia de una formación cultural lo suficientemente básica para entender las relaciones de poder, y las causas para sostenerlas o para impugnarlas, puede quebrar las débiles defensas de la objetividad humana y así precipitar juicios que absuelvan o condenen según coincidan o discrepen las cuestiones justiciables con esquemas de valores profundamente arraigados en el juzgador. ¿Acaso no existen asociaciones de jueces “progresistas”, agrupados como contraste de otros que podrían ser “tradicionalistas”? 4 Es lógico suponer -siguiendo las pautas aristotélicas- que cuando se clasifica existe, en primer término, un género próximo que agrupa por semejanza, y, en segundo lugar, una diferencia específica, esto es que aparta de otros que no sean de la misma condición. De manera que en el cuadrante de las ideologías caben jueces que militan en extremos opuestos aunque, según les toque, deban resolver sobre idéntica situación. Lo vemos con frecuencia en las discusiones de los cuerpos colegiados, sede en donde la divergencia de enfoque de la norma o del acto enjuiciados surge, por veces, no de una escuela o corriente jurídica sino de una apreciación personal de la cultura y de la vida. También incide en los métodos de interpretación, dado que hay quienes tienden a miniaturizar los enunciados verbales, al punto que aíslan la norma con lupa, y otros que amplían el marco buscando explicaciones fuera del texto en discusión. Para comprender el entorno que presiona o inspira -según cada quien lo estime- el pronunciamiento judicial, se hace necesario aceptar de plano que la materia acerca de lo cual se conoce y se decide es de orden enteramente político. Esa admisión resulta indispensable para entender el problema de las presiones externas e internas que lo acosan. Subyace, pues, cierta predisposición al término “política”, que algunos puristas suponen antinómico con “justicia”, dando al primero una connotación casi peyorativa. Es decir, hay quienes exageran su supuesta apoliticidad y se niegan a admitir que en sus decisiones pudiera haber algo o mucho de su impronta ideológica. 5 Quizás una cultura jurídica bien formada y cierto 3 Lo afirma Evelyn Haas, sustentada en su propia experiencia como ex magistrado del Tribunal Constitucional Federal alemán, “De ninguna manera es posible que un magistrado alcance una libertad absoluta de influencias interiores y exteriores y de entendimiento obtenidos a base de su propia socialización. (…) Para alcanzar y preservar esta libertad se precisa un autocontrol permanente.`” Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, K. Adenauer Stiftung, 2004 4 El juez español Baltasar Garzón, en entrevista a ElPeriódico de Guatemala (15-03-2009), lo confirma: “El juez no es un ser amorfo sin ideologías, debe tenerlas, debe mezclarse con la sociedad y contaminarse de ella, pero lo que no puede suceder es que por ideología no haga lo que debe. [“o”- agregaría el autor“haga lo que no debe”] 5 Para ilustrar estas reflexiones, conviene recordar las siempre vivaces expresiones del gran jurista costarricense, Rodolfo Piza Escalante, quien en alguna ocasión de esas amenas charlas suyas de sobremesa, decía: “Es preferible un magistrado que haya sido político a uno neutral”, explicando enseguida su razón: “Porque los políticos no le tienen miedo a los políticos”. Téngase presente que estaba hablando, en este caso, de la jurisdicción de lo constitucional, cuya materia prima es de orden político 4 conocimiento básico de las ciencia sociales pueden acorazar al juez contra el sectarismo ideológico, y, con mayor necesidad aun, frente a decisiones partidaristas. Esa pugnacidad contra el concepto fue aclarada con energía por Tomás y Valiente, en tono propicio para citarlo, tanto por su autoridad como por la precisión de sus palabras. Así lo dijo en un foro público: “Hay que decir, sin miedo a las palabras, que los problemas que se plantean ante el T.C. están planteados en términos jurídicos, pero ocultan --o ni siquiera ocultan: contienen-- problemas de enjundia política. De modo que toda la constelación de problemas consiste en un solo y mismo desafío: el esfuerzo por racionalizar, para resolverlos en términos jurídicos, problemas originariamente políticos. Quien no entienda esto como paradoja, como reto jurídico, no entiende nada de la realidad de los tribunales constitucionales. Por eso, cuando se me pregunta muchas veces si el Tribunal está politizado, suelo contestar siempre lo mismo: según lo que usted entienda por tal. Si por politización del T.C. se entiende vinculación, dependencia, o influencia en el mismo por parte de los partidos políticos o de otros órganos del Estado, evidentemente no, rotundamente no, rabiosamente no; pero, naturalmente, si lo que entendemos es que el T. C. trata, se ocupa de problemas cuya almendra, cuyo contenido último, cuyo núcleo es un problema de modelo, es un problema de límites del Estado, es un problema de índole política, evidentemente sí.” 6 Otra de las infaltables formas de insinuarle al juez el sentido de sus fallos deriva de la accesibilidad común del texto constitucional y de los paradigmas que del mismo se ha formado la opinión popular. Desde luego, aceptable y encomiable que todo el mundo se preocupe de la efectividad de las normas, pero no deja de inquietar que se suponga que la interpretación sólo depende de un simple razonamiento y no de la posesión de técnicas (no de simples intuiciones) que permitan el hallazgo de lo justo.7 Un jurista pudo decir que él no se atrevía a interpretar un registro del neto, en tanto todo proceso que tienda a limitar el ejercicio de los poderes públicos y reencausarlos por los parámetros constitucionales será siempre un control de ese poder. Quería decir don Rodolfo que un entendedor de los reflejos políticos no es fácil que sea impresionado por la majestad o la fascinación que irradian los estadistas. Sin embargo, no obstante esta percepción, tampoco tratan, cuando son jueces, de suplantar esferas que saben muy bien que le son ajenas, porque se conquistan de manera distinta a la discernida al tribunal. En esto vale tener en cuenta a Villalobos Umaña: “un juez haciendo política es igual o peor que un político dictando justicia.” 6 Citado por el autor de este ensayo en Temas Jurídicos, Tomo II, pag. 573, C.C., Guatemala, 2007 Sobre esto es atinada la observación de Pérez Luño de que a diferencia de las disciplinas científicas que poseen un lenguaje técnico reservado a los iniciados, todo el mundo cree saber un poco de moral y de legislación, y es precisamente ese poco lo que confunde a los hombres, ya que lo poco que saben los impulsa a pronunciarse temerariamente sobre lo que desconocen por completo. 7 5 electrocardiograma con la misma soltura que otro profesional comenta un fallo judicial. Ocasión hubo que algún amigo médico objetara al juez su decisión de inaplicar la pena capital a un peligroso delincuente, pero tampoco pudo explicar la réplica del jurista respecto del deber del galeno de salvar la vida al mismo reo si, ya condenado a muerte pero aún no ejecutado, éste sufriera un colapso de pronóstico fatal. El médico tuvo que admitir que su ética le obligaría a salvarle la vida. Ejemplo de esta capacidad ética la tenemos en el famoso caso del juez Warren de los Estados Unidos de América, quien fuera nombrado durante la administración del presidente Eisenhower pensándose que sostendría una línea conservadora, como correspondía al conjunto político prevaleciente en su tiempo por voluntad del electorado. Pero no fue así, destacando Warren por su voto a favor de los derechos civiles que recibieron el aval de la Corte que presidió. Fue tan evidente su independencia moral, que el propio Eisenhower escribió en su libro de memorias que ese nombramiento fue el principal error que cometió en su vida. Lo mismo puede comentarse de los jueces designados por Nixon que ordenaron la entrega de las grabaciones del Presidente en el asunto Watergate. Con relación al tema del juez Warren, el expresidente William Clinton, en su libro memorial, narra su entusiasmo juvenil por las decisiones del alto tribunal. Pero lo contrasta con el criterio del senador Fulbright, para quien trabajaba, pues, no obstante ser este liberal opuesto a la guerra en Vietnam y un crítico exigente contra los abusos del ejecutivo en el manejo de las relaciones internacionales, le supo decir al respecto: “Va a haber una tremenda reacción contra la Corte Suprema. No puedes cambiar la sociedad a través de los tribunales. Tienes que hacerlo a través del sistema político.” Las tribulaciones de la “jurisdicción de la política y del poder”, inician por la temática del nombramiento de los jueces, y las dudas que suscita el sistema para elegirlos o designarlos. Como es sabido, el Estado posee todos los mecanismos reparadores, preventivos y restrictivos, para que la conducta de los habitantes se acomode a los preceptos. Sin embargo, también sucede que los excesos o las omisiones puedan ser imputables a los funcionarios en términos tales que rebasen el contralor normal (administrativo o judicial) establecido para moderarlos. Suele ocurrir, entonces, que cuando se han agotado todas las posibilidades ordinarias, deba surgir el ejercicio de una tutela específica que controla el uso (o mal uso) político del poder. Este proceso dialéctico ha producido algunas veces cierto enredo conceptual, que afecta a la Corte en cuanto, o se le pretende 6 achicar en sus funciones o se le exige que expanda sus naturales competencias. Aquí debe tenerse presente que la Corte, con métodos jurídicos, se ocupa de la política pero no hace política, lindero que quizás parezca difícil para legos de uno y otro campo, pero que no podrían ser rebasados con un sano estudio de las instituciones. Al menos, repasando el pensamiento de los juristas más sólidos de Derecho constitucional, y en particular de quienes se han ocupado de la jurisdicción del mismo, no se encuentra en ellos las suspicacias, sutilezas, desconfianzas ni torceduras de quienes suponen que la ética podría estar hipotecada con la designación. Bien vale repetir palabras del gran jurista y social-demócrata confeso, Francisco Tomás y Valiente, cuando categóricamente dijo: “En el tribunal constitucional nadie representa a nadie”. Forma terminante que traduce un principio que algunos nominadores o electores quisieran derogar: el principio de “ingratitud de los jueces”. Insistiendo en la índole de la materia de la que se ocupa el juez de lo constitucional, pues sin ambages lo admitía Carl Schmitt (“Los litigios constitucionales auténticos son siempre litigios políticos”), no cabe duda de que su decisión trasciende los intereses puntuales y se proyecta hacia una dimensión general que compromete en mayor grado la responsabilidad con que debe encarar su tarea. De esta forma tiene la obligación moral de cuidar de la independencia de su ministerio, no sólo soslayando sino impugnado las influencias extrañas que proceden del poder público o del poder económico, y también mediático, que presionan sobre sus decisiones. También debe conservar su imparcialidad respecto de las partes con las cuales no puede tener ninguna clase de inclinación o, en el otro extremo, tampoco de repugnancia. Y, en cuanto a su objetividad, por demás está recordar que si es imperioso que resista las insinuaciones ajenas le es más obligado apartarse de las propias, por muy arraigado que sea su sentimiento personal relacionado con las cosas mundanas y las cosas espirituales. 8 El único compromiso que puede asumir no sólo la conciencia sino la formación profesional del juez de lo constitucional –como concierne a los jueces de toda competencia— es la materialización esencial de lo jurídico. Así entendido que el Derecho implica un orden social radicado en la seguridad para realizar la justicia, tiene el juez necesidad de un equilibrio intelectual, emocional y de voluntad que le permita reconciliar los valores con la realidad y concertar los principios con las conductas. En teoría 8 Más que suficiente lo aclara John Rawls: “Los jueces no pueden traer a colación sus principios de moralidad personal, ni los ideales de la moralidad en general. Todo eso tienen que tratarlo como si fuera irrelevante. Del mismo modo, tampoco pueden invocar puntos de vista –propios o ajenos- religiosos o filosóficos. Lo que deben hacer es apelar a los valores políticos que, a su entender, pertenezcan a la interpretación más razonable de la concepción política y de sus valores políticos de justicia y razón públicas.” 7 parece fácil percibirlo, pues nada hay como repasar sus lecciones de ética, de lógica y de técnica. No debería ser difícil operar la justicia refrenando sus atribuciones en su estricta dimensión constitucional, pues en todo momento surge el deber de recordar que las funciones del tribunal están sometidas a la ley. Otro motivo de reflexión para el juez se ubica en el ejercicio de su propio poder. En particular, cuando integra un órgano que ya no tiene instancia que lo modere o revise, salvo las internacionales competentes, pero que no pueden operar frente a lo inmediato, por veces irreversible. Al tribunal que tiene la última palabra y que ha superado en lo material el enigma de quién custodia al custodio, quizás le valga tener presente a San Agustín que, cuando advertía sobre la “dimensión demoníaca del poder”, no se refería sólo al gobierno sino a todo tipo de potestad sobre los demás, sea física o moral. Lo anterior resulta íntimamente pertinente concatenándolo con el conocido brocardo de Lord Acton respecto del uso del poder. Algunas expresiones que, tomadas en el buen sentido reflejarían buena fe en la defensa a ultranza de la independencia de los jueces, podrían ser mal entendidas con la inmadurez de la arrogancia. Aun más, cuando se ha malentendido la solemnidad de la expresión del primero estadista y luego juez Hughes “the Constitution is what the judges say it is”, con el solaz vanidoso de disponer de tanto poder. En esta situación, una buena dosis de humildad o de modestia haría comprender la “idiotez de lo perfecto” y de ahí moderar lo impulsivo y contener la afectación de lo sentencioso. No obstante, tampoco la actitud espiritual que conoce lo relativo y lo efímero, puede ser excusa para no actuar con firmeza y energía cuando lo demande la justicia y el derecho. Preocuparía también la posibilidad de que los casos de impacto político, dibujados por la media con grandes caracteres e, incluso, comentados y editorializados, despierte en el juzgador la oportunidad del exhibicionismo. En algunas personalidades la fama más que el criterio podría suscitar sus decisiones. Serán pocos, pero vale cuidarse del espejo engañoso de la publicidad, que si acomoda bien con artistas y atletas es bien dudoso que se pretenda a base de realizar la justicia, que para estos casos es ciega y sorda al aplauso. Epigramáticamente lo reprueba Fernando Hinestrosa: “Me preocupa, les digo, el protagonismo judicial, me crié dentro de un respeto a la sobriedad, a la austeridad, a la severidad, si se quiere a la sequedad de la actividad judicial; por eso no puedo ver al juez buscando micrófono o pantalla, por eso no puedo ver al juez discutiendo sus providencias en televisión o por la radio, haciendo rectificaciones de 8 tergiversaciones de la otra rectificación, compitiendo con el político, compitiendo con el presentador o el animador, con el artista o con el intelectual.” 9 Desde luego, debe quedar aclarado que una cosa es activismo judicial en el correcto sentido de dinamizar el constitucionalismo y vivificar la norma conforme la evolución jurídica, de tal manera que, sin alterar los pilares fundamentales y la estructura orgánica del Estado, la norma suprema encuentre cómoda aplicación a las mutantes necesidades sociales de un país. Pero es otra aquella interpretación que pretenda deslumbrar con novedad “progre”, irrespetuosa de la seguridad jurídica. Igualmente indeseable resultaría aquel posicionamiento que prevé resultados ventajosos para una empresa ajena a la misma función judicial, por caso la que pretendiese cobrar réditos políticos o electorales esgrimiendo las sentencias como programa de una candidatura. Tampoco facilita su labor la posibilidad de manejar los instrumentos de control constitucional sujetos a presiones extrañas. No se niega sino, al contrario, debe estimularse la preocupación ciudadana por saber y entender cómo se ejercen las funciones jurisdiccionales. Sano y correcto que la sociedad sea el mayor contralor de la virtud de los jueces. De lo que éstos deben precaverse es la de emitir resoluciones complacientes, ajenas a su naturaleza jurídica y más bien acompasadas al ritmo de las filias o de las fobias, de las encuestas ligeras, o de los posicionamientos de conveniencia. En esto es cuando se subraya el principio de independencia de la justicia, que debe serlo frente a los poderes públicos, frente a los poderes fácticos y frente a la seducción y encanto del poder de su propia interpretación. A la Corte debe llegar el juez con la mente clara para aprender de los demás, tanto de los magistrados y los asistentes técnicos como de los litigantes que aportan criterios para el debate y la decisión. También con el propósito de compartir con los demás lo que sabe. Todos los que están en la coyuntura de hacer explícita la voluntad del constituyente -que se basa en una conciencia general de convivencia pacífica-, entienden la escala de valores, principios y de normas dictados por la nación plural para todos los habitantes del país. En la posición de intérpretes supremos pero no únicos, los jueces estimarían que la presunción de unanimidad que es inherente al enunciado constitucional, impone una solución integradora de las dos grandes filosofías sociales que encaran, por diversa perspectiva, el concepto del bien común, haciendo compatible tanta libertad y tanta 9 Reflexiones de un librepensador, Universidad Externado de Colombia, 2001. Página 272. 9 igualdad como puedan coexistir sin violentar la naturaleza humana. El exceso intolerante de una sobre otra degeneraría en injusticia. El interés público que se despierta frente a las sentencias de los tribunales constitucionales, se refleja de manera directa en la avidez de los medios de comunicación por la divulgación de las decisiones. Esta cobertura es más que justificada, en cuanto, por un lado, esa jurisdicción tienda a delimitar los ámbitos del poder, que es cuestión relacionada con las exigencias ciudadanas de controlar la discrecionalidad de los agentes de gobierno. Asimismo, porque puede quedar sometida la función legislativa para que se despliegue únicamente dentro de los cauces constitucionales; y la judicial, para que, también, se ajuste a los cánones estrictos del debido proceso legal. Todo ello, en protección al ejercicio de los derechos humanos en su amplia gama de individuales, políticos, sociales y culturales. El hecho real de estar sometido a la fiscalización de la opinión pública no deja de preocupar al buen juez, quien sabe que los trámites de los expedientes y la secuencia de sus resoluciones no son ajenos a la crítica de los medios y de todos los sectores vivos del país. Por ello agrega a la natural diligencia del juez común, la inquietud sobre la murmuración pública que puede despertar en la comunidad una sentencia en su momento impopular. Preocupación por la crítica no puede o no debe significar acomodo a las corrientes de opinión para sentenciar en el sentido que éstas se manifiesten. Pero no deja de ser sensible que los medios (y detrás de ellos grupos de presión que los dominen) tratan de influir respecto de la decisión que esperan. Son variadas, y por veces muy sutiles, las formas en que tratan de inclinar el fallo según los intereses que la prensa represente respecto a determinados asuntos. Evelyn Hass, quien fuera presidenta del Tribunal Constitucional Federal alemán, lo ha dicho en términos bien claros: “La influencia de los medios de comunicación social puede efectuarse de muy diversas maneras. Va desde elogios que, en el momento oportuno, los medios dispensan en abundancia a los magistrados de la Corte Constitucional Federal para adular su vanidad, hasta críticas que no vienen al caso acerca de resoluciones. Tampoco escasean tentativas de influir en las resoluciones pendientes en un cierto sentido; por ejemplo, cuando a los magistrados que conocerán de un procedimiento específico los medios de comunicación les indican, como precaución para el caso de que dicten una resolución que los medios no desean, que una resolución de ese tipo demostraría que el magistrado se encuentra apartado de la realidad. [politizado o sobornado]” 10 10 Evelyn Hass: El campo de tensiones formado por la Corte Constitucional y la política. Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, K. Adenauer Stiftung, 2000. 10 A pesar de la fortaleza del juez para resistir presiones, insinuaciones o sus personales impulsos, si algo inquieta, o quizás, dicho con más sinceridad, angustia, es la invocación desigual de doctrinas a casos similares, en tanto discrepancias de ese orden podrían creerse aplicadas con criterios diferenciadores por la condición del sujeto. Por eso, el juzgador tiene que estar dotado de una memoria prodigiosa que le tenga al tanto de los precedentes. Coma esta habilidad del individuo podría escasearle, se hace indispensable al titular la asistencia técnica para preparar los insumos que le permitan ponderar las circunstancias del asunto y, de percibir la necesidad de un cambio jurisprudencial, prepararse para explicar de manera honesta y sincera las razones poderosas que lo inclinan a un enfoque distinto del anteriormente sostenido. A la preocupación acerca del derecho fundamental de las personas de obtener una justicia pronta, que se puede calcular con parámetros cuantitativos, debe añadirse aquella otra inquietud muy humana por la cual cada quien pretende alcanzar cumplidamente lo que es suyo, discernido por una majestad del Estado que sólo puede explicarse en términos cualitativos. Un juzgador podrá estimar idónea o no idónea una pretensión, pero en cualquier caso --otorgando o denegando--, está obligado a razonar el fallo, porque al no hacerlo incurre en una típica denegación de justicia. Un tribunal que no se sustenta en el discurso jurídico para emitir sus resoluciones, no está cumpliendo su esencial potestad. Podrá equivocarse si se quiere, pero en ningún momento tiene mandato para resolver despóticamente. Su primera obligación siempre será dirimir conflictos con respeto al derecho de las partes de saber las razones o los motivos que inclinaron la decisión. No es otra cosa que, como dice un autor, “la exigencia del espíritu humano que demanda la predictibilidad del fallo y la igualdad jurídica como formas de asentamiento de la justicia.” Desvela a la magistratura un deber de doble condición, pues, por un lado, debe satisfacerse ese principio político de una justicia pronta y segura; y, por el otro, la íntima necesidad de certeza del veredicto basado en la ponderación serena y experimentada de un juzgador que habrá de decidir sobre los intereses, e incluso, sobre los derechos de quien comparezca, de su voluntad o no, ante sus oficios. Así el derecho al proceso debido quedaría garantizado por medio de resoluciones legítimas que contengan una interpretación razonable del ordenamiento jurídico atribuido al caso, resuelta en tiempo. A pesar que los sociólogos del Derecho no se han ocupado preferentemente de la actividad de los tribunales ni tampoco estudiado a fondo las incidencias de los procesos como factores de predictibilidad económica, no podía dejar de aplicarse 11 alguna metodología mínima de investigación social para determinar la importancia que asumen como instrumentos de la modernización del Estado. El problema llamó la atención de los tribunales constitucionales iberoamericanos, los cuales en la Declaración de Santiago de Chile dejaron constancia de la gravedad de la congestión de expedientes en la rama constitucional. Héctor Fix-Fierro confirma esa inquietud, recordando que no hace tantos años los tribunales alemanes se encontraban al “borde del infarto” y que --son sus palabras--: “los trabajos científicos y los informes oficiales diagnostican la misma enfermedad por todas partes y previenen contra sus graves consecuencias: cargas de trabajo en aumento; costos crecientes y mayores retrasos; recursos financieros y humanos reducidos; deficiencias en la organización del trabajo”. 11 Así, agobia a las magistraturas el compromiso de enfrentar el fenómeno social de esta época, caracterizado por crecientes y naturales exigencias ciudadanas hacia el poder publico, traducidas en materia de proveer justicia “pronta y cumplida”. Estas condiciones, propias de la función judicial, tienen su respectiva traducción en el lenguaje técnico: el problema universal de la dilación del proceso se aloja en el enunciado de la eficiencia; en tanto su contenido esencial de justicia tiene el nombre de eficacia. Si bien la justificación del fallo es asunto obligado en todo tipo de resolución de fondo de cualquier materia, resulta de mayor enjundia cuando el tratamiento de un caso trasciende el limitado interés de las partes y alcanza dimensiones extensibles para la generalidad cuando la interpretación puede tornarse obligatoria por su consistencia y reiteración, como ocurre con la justicia constitucional. Es necesario hacer énfasis en esta oración de Enrique Alonso García: “la legitimidad se alcanza tanto o más por la argumentación que por el resultado.” Notable lección del jurista que, en su conocido libro sobre la interpretación constitucional, percibe así una realidad inversa que ha perjudicado el progreso de la ciencia del Derecho y la confiabilidad en los tribunales que lo aplican, porque, quizás por efecto de la comunicación mediática y por la muy escasa acotación de las sentencias por cuenta de los académicos, se ha concedido una importancia desmesurada a la sección decisoria con desmedro de la considerativa, muchas veces totalmente ignorada por el grande y por el pequeño público. 11 Héctor Fix-Fierro: Tribunales, justicia y eficiencia. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México, 2006. 12 La motivación implica una obligación del juzgador, no sólo como una simple cortesía profesional, sino por su deber de lealtad para con los litigantes que se han tenido que someter a su poder. Se constituye por medio del análisis crítico de las cuestiones controvertidas, un sistema de control contra la arbitrariedad y el discrecionalismo. De esta manera, también se vincula claramente el juez a la ley, produciendo la certeza de la técnica jurídica en la adjudicación del derecho. En lo práctico, se hace efectivo el principio de inmediación, dado que revela que el juzgador se ha impuesto conscientemente de los autos; a la vez, permite al inconforme cuestionar con argumentos la juridicidad del fallo. Vale agregar otras dos ventajas sensibles: la primera, que tiende a convencer a las partes acerca del alcance de su derecho y los límites legales en que pueden activarlo. La segunda, que elimina la posibilidad de que los jueces tengan que polemizar sobre la razón de sus fallos, en tanto que las sentencias sólo deben explicarse en las mismas sentencias, y no en otro lugar. Problema específico de impartir justicia se ha ubicado en la exigencia de que la misma se haga efectiva en el tiempo debido, puesto que las relaciones humanas, cuando se perturban por la divergencia de intereses, necesitan quedar restablecidas por la autoridad legítima de una sociedad que la ha instituido con ese fin. Este clamor por una justicia pronta provoca en cierta forma un dilema de la certeza y la reflexión, que se retrata en el diálogo del político con el juzgador. Lo cierto es que la sociedad se impacienta por la tardanza y la demora, y, aunque en los diálogos platónicos, cabalmente en La República, o de la Justicia, se hace notar la suspicacia de Sócrates respecto de la salud de una ciudad que precisa de muchos tribunales y muchas curanderías, fácil es acotar que vale más que una comunidad acuda a los jueces antes que procurarse medios festinados para resolver sus controversias y pleitos. Los ensayos bien documentados de Manuel Jiménez de Parga12 , ex presidente del Tribunal Constitucional de España, acerca de la lentitud de la justicia, avisan que el problema tiene dimensiones universales, pues al hacer un repaso por Italia, Alemania, Francia, e incluso por Suiza, que señala como “lenta, cara e insegura”, al referirse a la propia de su foro asegura que éste se “esfuerza por aminorar los retrasos, de tres, cuatro o cinco años, en la resolución de las cuestiones y recursos de inconstitucionalidad y de los amparos.” Adviértase que se invocan esas deficiencias de países de democracia avanzada y de sólida economía para explicar las de una República pobre que aún recientemente estaba envuelta 12 La ilusión política. Alianza Editorial, Madrid, 1993. 13 en un conflicto armado civil y que afronta una acometida de crimen y violencia como producto de diversos factores de complicada solución. Pero es conveniente citar comparativamente las condiciones, para que ciertos desaprensivos analistas comprendan que los esfuerzos que se deben hacer alcanzan magnitudes inusuales. Dinámica vital de la ley tiene que ser la actividad de los jueces educados, formados y convencidos de su autoridad y ciencia, que subyugue los desatinos rutinarios por una correcta dirección procesal que haga prevalecer la nobleza de las instituciones garantistas. Por esto, el juez de esta época necesita de asistencia técnica calificada, preparada y con vocación para investigar y suministrar material que permita al titular la estructuración de una ponencia que satisfaga los requerimientos de un documento serio para llegar a la decisión que en ley y justicia proceda. Los letrados del tribunal deben estar dotados de las habilidades y destrezas adecuadas para el desempeño técnico, tales como las de capacitación permanente y afición por la lectura, precisión, exactitud, comprobación, capacidad de síntesis, paciencia para el extracto, sagacidad para descubrir falacias y omisiones intencionales, visión de conjunto de hechos y de argumentos y posibilidad de plantear correctamente la o las cuestiones sustanciales del debate procesal, coherencia entre el supuesto fáctico o el razonamiento jurídico con la jurisprudencia invocada, puntualidad de la cita doctrinaria procurando que no resulte pedante, recargada o complaciente, claridad, unidad y elegancia de redacción, y otras que los propios letrados pueden aportar a su tarea de asistentes técnicos. A la par de estas exigencias, deberán contar con una absoluta protección profesional, que asiente su permanencia y estabilidad únicamente en su ética y su calidad y nunca por subyugar su voluntad y decoro a la conveniencia de conservar su empleo. Un letrado -incluso cualquier servidor subalterno del poder público- tampoco puede ser sometido a prácticas indignas, pues sólo su capacidad, destreza y ética deben ser justo título para desempeñarse. La inquietud por alcanzar eficiencia en la magistratura resalta la importancia del soporte de la memoria artificial. En este punto, vale la pena recordar que la tecnología electrónica -que ha logrado prodigios para registrar datos y suministrarlos en términos instantáneos-, tampoco debe ser exaltada al punto de descargar en ella la responsabilidad crítica. Del “copy and paste” no se debe abusar como instrumento que encubra pereza jurisprudencial. Tampoco la máquina reemplaza la creatividad, que sólo al individuo pertenece. De tal forma que, aunque es valioso contar con la 14 mejor calidad de aparatos modernos, esto no supera ni compara la calidad humana. Sería ingenuo mitificar la potencialidad de los tribunales y aun peor que sus integrantes olvidaran que el orden que cuidan los obliga a sí mismos para mantenerse dentro del margen que la ley les ha marcado. Su función es de juristas no de santos, profetas o iluminados. De tal manera que no debería ser difícil para criterios bien formados, el saber conocerse en sus humanas dimensiones, pues no deja de ser peligroso cuando fuerzas externas aplican la presión de sus intereses para solicitar en vez de juicios visiones y en lugar de sentencias milagros. Por otra parte, así como no hay manera más segura para deformar las instituciones que la de forzarlas a extralimitar sus competencias, también resultaría gravoso enrolarse injustificadamente en su descalificación oficiosa y descomedida. Los fallos del tribunal son públicos y el procedimiento también. No son ni deben ser inmunes a la crítica, en particular cuando trascienden intereses parciales y se transforman en paradigmas de la sociedad. La magistratura debe emitir resoluciones con la tranquilidad de someterlas ante cualquier foro con la conciencia de que en su motivación o fundamentos jurídicos sólo hubo en mira la adjudicación del Derecho basada en los valores, los principios y los preceptos supremos, aunque sin la pretenciosa esperanza –no lograda por tribunal alguno en el mundo— de lograr aprobación unánime de los múltiples “intérpretes de la interpretación.” Entendidas las tribulaciones de un juez, este debe buscar en medio de ellas el tiempo necesario tanto para mejorar sus destrezas profesionales como para profundizar sus cualidades éticas. Debe recordar que toda función judicial se somete a duras pruebas respecto de la independencia, la imparcialidad y la objetividad. Las primeras son factores externos que tratan de interferir la voluntad del juzgador, y, por tanto, por ser ajenas a la persona en sí, son más fáciles de soportar y vencer. Es la objetividad -lo dice la experiencia- la más difícil de las cualidades, porque en este caso se trata de la liberación moral de los sentimientos y percepciones que han conformado su conciencia, la que, al resolver, debe ser más grande que sus creencias y más genuina con su misión. 15