Muestra - La Galera

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Traducción de Ángeles Leiva
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Primera edición: marzo de 2014
Título original inglés: The Burning Shadow
Primera edición en lengua inglesa publicada en el Reino Unido
por Penguin Books Ltd
Mapa e ilustraciones: Fred Van Deelen
Logo de la serie: James Fraser
Edición: David Sánchez Vaqué
Coordinación editorial: Anna Pérez i Mir
Dirección editorial: Iolanda Batallé Prats
Adaptación de cubierta: Book and Look
Maquetación: Fotocomposición Marquès, SL
© 2013 Michelle Paver, por el texto
© 2013 Puffin Books, por el mapa, el logo y las ilustraciones
© 2014 Ángeles Leiva Morales, por la traducción
© 2014 La Galera, SAU Editorial, por la edición en lengua
castellana
Kimera es un sello de la editorial La Galera
La Galera, SAU Editorial
Josep Pla, 95
08019 Barcelona
www.lagaleraeditorial.com
Impreso en Egedsa
Roís de Corella, 16
08205 Sabadell
Depósito legal: B-1.124-2014
Impreso en la UE
ISBN: 978-84-246-4637-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las
sanciones establecidas por la ley. El editor faculta a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográficos, www.cedro.org) para que pueda autorizar la fotocopia o
el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas en ello.
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EL MUNDO DE DIOSES Y GUERREROS
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F
uera de aquí! —gritó Hilas.
La jabalina le lanzó una mirada irritada y siguió
revolcándose en el lodo. Se lo estaba pasando estupendamente en la fuente con sus jabatos, y no pensaba
hacerle un hueco a un muchacho escuálido que necesitaba
beber.
Un frío viento del este sopló con fuerza a lo largo de la
ladera, haciendo vibrar los cardos y colándose por los agujeros de la túnica de Hilas. Estaba cansado, le dolían los
pies y llevaba la bota de agua vacía desde la noche anterior.
Tenía que llegar a aquella fuente.
Valiéndose de su honda, lanzó un guijarro al trasero del
animal, pero este ni se inmutó. Hilas dio un largo suspiro.
¿Y ahora qué?
De repente la jabalina se levantó presurosa, sacudió la
cola hacia arriba y huyó del lugar con sus crías, que salieron corriendo tras ella.
Hilas se agazapó detrás de un espino. ¿Qué habría notado el animal?
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En aquel momento el viento cesó por completo. A Hilas
se le erizó el vello de la nuca ante un silencio que le pareció
pesado y extraño.
El león salió de la nada.
Tras bajar por la ladera dando saltos, se detuvo a dos
pasos de su escondite.
Hilas no se atrevió a respirar. El león estaba tan cerca
que Hilas podía percibir el olor a almizcle de su cálido
pelaje y oír cómo el polvo se asentaba alrededor de sus
garras enormes. Vio su melena leonada moviéndose en calma en el aire. Le suplicó en silencio que le perdonara la
vida.
El león volvió su voluminosa cabeza y lo miró. Sus ojos
dorados tenían más fuerza que el Sol... y el animal lo sabía.
Vio el espíritu de Hilas, como se ve una piedrecita en el
fondo de una charca profunda de aguas claras. Había algo
que el león quería que hiciera. Hilas no sabía qué era, pero
sintió su autoridad.
El animal levantó la cabeza de nuevo y olfateó el aire
antes de seguir avanzando colina abajo. Hilas lo vio saltar
por encima de unas rocas, sin hacer el menor ruido al caer,
para luego desaparecer por un matorral. El único rastro
que quedó entonces del animal fue su olor a almizcle y las
huellas de sus garras enormes.
El viento comenzó a soplar de nuevo, haciendo que a
Hilas se le metiera polvo en los ojos. Con el cuerpo tembloroso, se puso de pie.
Cerca de la fuente, las huellas del león se veían encharcadas. Hilas se arrodilló junto a una de ellas, que tenía el
tamaño de su cabeza. El agua que se toma de la huella de
una zarpa da fuerza. Hilas se agachó y bebió.
Algo pesado lo golpeó y lo tiró al suelo.
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—Puede que eso te haya dado fuerza —dijo una voz—,
pero no te ha dado suerte.
—¿Adónde nos llevan? —preguntó en tono quejumbroso el chico que Hilas tenía al lado.
No hubo respuesta. Nadie lo sabía.
El barco se hallaba atestado, con diez esclavos atados a
los remos que estaban situados a ambos lados, veinte apiñados en cubierta y ocho capataces fornidos provistos de
látigos con puntas de cobre.
Hilas iba embutido contra el costado de la embarcación,
que no dejaba de crujir y cabecear. Tenía un dolor punzante en las muñecas, el collar de cuero le rozaba la piel y le
dolía el cuero cabelludo. Dos días atrás uno de los esclavos
le había cortado su pelo rubio.
«¿De dónde eres?», le había preguntado a gritos el esclavo mientras le despojaba de sus cosas y lo ataba con una
eficiencia brutal.
«Es un fugitivo —había mascullado su compañero, despegándole a Hilas los labios para mirarle los dientes—. No
hay más que verlo.»
«¿Es eso cierto, chico? ¿Por qué te falta un trozo de oreja?
Eso es lo que les hacen a los ladrones en tu tierra, ¿no?»
Hilas había permanecido en silencio con expresión
adusta. Le había entregado a un pastor lo que le quedaba
del oro de Pirra para que le cortara la punta del lóbulo,
pues el tajo que tenía en la oreja lo habría señalado como
Marginal.
«Eso lo ha entendido —dijo el más pequeño—, así que
será aqueo. ¿De qué zona, muchacho? ¿Arcadia? ¿Mesenia? ¿Liconia?»
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«¿Qué más da? —gruñó el otro—. Parece fuerte. Como
araña servirá.»
¿Qué será eso?, pensó Hilas como atontado.
¿Y quiénes serían aquellos hombres? Llevaban túnicas de paño basto y capas grasientas de lana de borrego,
más propias de campesinos que de guerreros; pero puede
que trabajaran para los Cuervos. No debían averiguar quién
era él.
Una ola le mojó la cara, devolviéndolo de golpe al presente. El chico que tenía al lado gimió y le vomitó en el
regazo.
—Gracias —masculló Hilas.
El muchacho soltó un débil gruñido.
En un intento de eludir el olor a vómito, Hilas se volvió
hacia el Mar. El agua casi llegaba a la borda debido a la
carga del barco, y había estado observándola por si veía
delfines. De momento, no había visto ninguno. Pensó en
Espíritu, de quien se había hecho amigo el verano pasado.
Al menos el delfín era feliz y libre con su grupo. Hilas se
aferró a aquella idea.
Y puede que Pirra, allá en la lejana Keftiu, hubiera logrado escapar. Se trataba de la hija de la Suma Sacerdotisa
y era increíblemente rica, pero en una ocasión le había
dicho que haría cualquier cosa por ser libre. En aquel momento Hilas la había tomado por loca, pero ahora no pensaba lo mismo.
Una aleta pasó surcando el agua, tan cerca de donde él
estaba sentado que se asustó. El tiburón lo miró fijamente
con su ojo negro y opaco, y se hundió hasta perderse de
vista.
Por eso no hay delfines, pensó Hilas. Demasiados tiburones.
—Ese es el séptimo desde que zarpamos —dijo el hom-
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bre sentado al otro lado del chico mareado. Tenía la nariz
rota, por lo que se le veía torcida, y una expresión de cansancio en sus ojos marrones, como si hubiera visto demasiadas cosas malas.
—¿Por qué nos siguen? —farfulló el muchacho mareado.
El hombre se encogió de hombros.
—A los esclavos muertos los tiran por la borda. Se los
sirven en bandeja.
Un látigo restalló y le dio al hombre en la mejilla.
—¡Aquí no se habla! —gritó un capataz barrigudo.
Al hombre le cayeron unas gotas de sangre en la barba.
Su semblante no se alteró, pero por su mirada Hilas vio que
se imaginaba clavando un cuchillo en la panza peluda del
capataz.
A juzgar por la posición del Sol, Hilas supuso que habían estado dirigiéndose al sudeste desde el alba, lo que
significaba que estaban muy lejos de Acaya. Estaba furioso
consigo mismo. Todos sus esfuerzos se habían malogrado
por un momento de descuido.
Lo siento, Issi, dijo Hilas en su mente.
Lo reconcomió un sentimiento de culpa ya habitual en
él. El único recuerdo que conservaba de su madre era el
momento en que ella le había dicho que cuidara de su
hermana pequeña. Y él le había fallado. La noche en que
los Cuervos habían atacado su campamento, él los había
alejado de allí atrayéndolos como señuelo, pero después
no había conseguido dar con Issi. ¿Sabría ella que él lo
había intentado? ¿O pensaría que la había abandonado
para salvar su propio pellejo?
De eso hacía ya un año. Desde entonces lo único que
había averiguado Hilas era que Issi quizá estuviera en Mesenia, el señorío situado más al oeste de Acaya. El verano
anterior había comprado un pasaje en un barco, pero este
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lo había llevado de isla en isla antes de dejarlo en Macedonia, en un lugar remoto del norte.
Durante ocho lunas se las había visto y deseado para
recorrer una tierra desconocida de campesinos hostiles y
perros salvajes, siempre a escondidas, siempre solo. La
imagen de su hermana pequeña, exaltada y parlanchina,
había ido desvaneciéndose poco a poco hasta que llegó un
momento en que Hilas apenas recordaba su rostro. Eso era
lo que más le asustaba.
Debió de quedarse dormido, porque lo despertó una
oleada de alarma entre los esclavos. Estaban llegando a
tierra.
Con el fulgor rojo de la puesta de Sol, Hilas vio una
extensa montaña negra que sobresalía del Mar envuelta en
nubes. La cumbre tenía un extraño perfil plano, como si
un dios la hubiera borrado del paisaje en un ataque de ira.
A los pies de la montaña, Hilas divisó una bahía de arena negra como el carbón entre dos cabos idénticos que se
adentraban en tierra describiendo una curva, como unas
fauces bien abiertas. A medida que el barco pasaba entre
ellos, Hilas oyó los graznidos de las aves marinas y un ruido de martillos. Percibió un olor extraño, como a huevos
podridos.
Estirando el cuello hacia el cabo situado al oeste, vislumbró unas hogueras humeantes en lo alto de unos peñascos. En el otro cabo una empinada colina rocosa se veía
coronada por una enorme pared de piedra con antorchas
clavadas aquí y allá, como ojos que todo lo ven. Aquello
debía de ser la fortaleza de un gran señor, desde donde se
dominarían unas vistas inmejorables de la isla entera. Se
vería todo.
—¿Qué lugar es este? —preguntó gimoteando el chico
mareado.
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El hombre de la nariz rota, cuya tez había enrojecido a
causa del viento fuerte, palideció de golpe.
—Es Talacrea. Van a mandarnos a las minas.
—¿Qué es una mina? —quiso saber Hilas.
El hombre le lanzó una mirada penetrante, pero justo
en ese momento un capataz agarró a Hilas por el collar y
tiró de él para ponerlo de pie.
—Es donde vas a pasar el resto de tu vida.
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ué es una mina? —preguntó Hilas entre dientes al
hombre de la nariz rota.
Tras una caminata infernal, habían llegado a
un cruce de caminos. Dos de ellos conducían a ambos
cabos, el otro llevaba tierra adentro... y el cuarto acababa
allí, en las minas: una enorme colina roja plagada de
esclavos medio desnudos. Los hombres golpeaban la
roca viva de color verde, las mujeres y las niñas la lavaban en abrevaderos y los más pequeños la seleccionaban,
todo bajo la atenta mirada de los capataces. Más arriba
había otro hormiguero de esclavos que entraban y salían
de agujeros abiertos en la ladera, como moscas en una
herida.
—Una mina —respondió el hombre de la nariz rota— es
de donde los hombres sacan el bronce. Hay que cavar hasta dar con la piedra verde. Arrancarla a golpes, picarla y
quemarla hasta que le sale el cobre. Luego se funde con
estaño. —Señaló con la cabeza la cima humeante—. En la
fragua. Ahí están los dominios del herrero.
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Hilas tragó saliva. En Liconia, donde se había criado, los
campesinos pedían perdón a la tierra antes de ararla para
sembrar cebada, aunque los surcos que hacían en ella tampoco la herían y las cicatrices no tardaban en desaparecer.
Pero los cortes que había en aquella colina torturada eran
demasiado profundos para cerrarse.
Cuando por fin les desataron las cadenas, un capataz
recorrió la fila, evaluando a cada uno de los esclavos.
—Martillador —gruñó, y se llevaron al hombre de la
nariz rota—. Porteador. Picapedrero. —Miró a Hilas—.
Araña de pozo.
Un chico más corpulento le hizo una seña con la cabeza
para que lo siguiera, y pasaron como pudieron por encima
de montones de escombros de color rojo salpicados de cascos de roca negra brillante. Hilas la reconoció como obsidiana. Los guerreros Cuervos la utilizaban para las puntas
de las flechas; el verano anterior se había arrancado una
del brazo. Fingiendo un tropiezo, cogió un trozo y lo escondió en el puño.
Al llegar a un hueco hecho en la parte baja de la ladera,
el muchacho le dijo que esperara a las otras arañas de pozo
y luego se marchó.
El hueco parecía una cueva que sirviera de guarida; Hilas vio cuatro montoncitos de harapos apilados en cuatro
rincones de tierra pisada. Se desplomó en el suelo, demasiado exhausto para preocuparse por dónde de sentaba. No
recordaba la última vez que había comido o bebido, y sentía que le iba a estallar la cabeza con el ruido de los martillos. Le escocía el tatuaje que acababan de hacerle. Después
de que hubieran desembarcado en la orilla, un hombre le
había agarrado el antebrazo y se lo había pinchado una y
otra vez con una aguja de hueso, pasando esta antes por
una pasta que olía a hollín. El resultado fue un dibujo em-
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borronado en forma de zigzag, como una montaña con
picos gemelos: la marca de su dueño.
Con la puesta del Sol, el hueco quedó a oscuras. El ruido de los martillos cesó, salvo el de uno, que resonaba
desde lo alto de la cima de la fragua.
Cuatro chicos aparecieron por la entrada de la cueva y
fulminaron a Hilas con la mirada como si fuera algo que
hubieran olvidado tirar al estercolero. Iban cubiertos de
polvo rojo y sus extremidades esqueléticas se veían picadas
de extrañas cicatrices verdosas. No llevaban puesto nada
salvo unos harapos empapados de sudor atados a la cabeza,
la cadera y las rodillas.
El más alto, que parecía un par de años mayor que Hilas,
tenía una nariz aguileña y unas cejas negras pobladas que se
unían en medio. Sobre el pecho llevaba una correa de la que
colgaba una tira de carne seca del tamaño de un dedo. Estaba claro que era el jefe; lanzó a Hilas una mirada desafiante.
El más pequeño, de unos siete años, tenía las piernas
arqueadas y una mirada débil. Entrecerrando los ojos, alzó
la vista hacia el muchacho más mayor para sentirse más
tranquilo.
El tercero, de pelo negro y rasgos altivos, le recordó a
Hilas a un egipcio que había visto el verano anterior.
El cuarto estaba hecho un esqueleto de ojos desorbitados, con las clavículas tan marcadas que le sobresalían
como palos. No dejaba de estremecerse y mirar hacia atrás
con cara de miedo.
El chico egipcio avanzó un paso hacia Hilas.
—Fuera de aquí —gruñó—. Este es mi sitio.
Hilas no pensaba acobardarse.
—Ahora es mío —dijo, dejando que el chico viera el
trozo de obsidiana que tenía en la mano.
El muchacho se mordió los labios. Los otros esperaron.
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Con un bufido, el chico cogió sus harapos y buscó otro
rincón.
El más pequeño y el asustado miraron al que mandaba.
Este echó un escupitajo de mocos rojos y luego se agachó
y comenzó a desenrollarse el harapo que llevaba envuelto
en la cabeza.
Hilas cerró los ojos. De momento ya estaba todo dicho,
aunque suponía que tarde o temprano volverían a la carga
con él.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó el chico mayor
con brusquedad.
Hilas abrió un ojo.
—Trece.
—¿De dónde eres?
—De por ahí.
—¿Cómo te llamas?
Hilas vaciló.
—Pulga. —Un marinero náufrago lo había llamado así
el verano anterior; ya le iba bien—. ¿Y vosotros?
—Zan —contestó el muchacho. Luego señaló con la
cabeza al más pequeño—. Murciélago. —Después al chico
egipcio—. Escarabajo. —Y por último al huesudo—. Lapo.
Lapo soltó una risita nerviosa que dejó al descubierto
una boca babosa llena de dientes rotos.
—¿De qué tiene tanto miedo? —le preguntó Hilas a
Zan.
El chico mayor se encogió de hombros.
—Un apresador estuvo a punto de cogerlo hace un par
de días.
—¿Qué es un apresador?
Todos los demás ahogaron un grito y Zan lo miró con
desdén.
—Tú no sabes nada, ¿no?
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—¿Qué es un apresador? —repitió Hilas sin alterarse.
—Son espíritus malignos —respondió Murciélago, aferrándose a un amuleto peludo que parecía un ratón aplastado—. Viven en el fondo del pozo y te siguen en la oscuridad. Son como nosotros, ¿sabes? Podrías tener uno al
lado y ni enterarte.
—Si son como vosotros —dijo Hilas—, ¿cómo sabes
que son apresadores?
—Mmm... —La pequeña cara de Murciélago se arrugó
con una expresión de confusión.
Escarabajo el egipcio se dio unos golpecitos en la hendidura situada entre la nariz y el labio superior.
—Los apresadores tienen un bulto aquí. Así es como lo
sabes. Pero nunca los ves lo suficiente como para poder
fijarte en eso.
—Viven en las rocas —susurró Lapo con temor—. Se
mueven como sombras.
Hilas se quedó pensativo. Luego preguntó:
—¿Por qué os llaman arañas de pozo?
Zan resopló.
—Ya lo verás.
Tras dicha respuesta, dejaron de prestar atención a Hilas
y comenzaron a desenrollarse los harapos que tenían en la
cabeza y las rodillas para después ponerlos a secar.
Le invadió la añoranza. Echaba de menos a Issi, y a Vete,
su perro, al que habían matado los Cuervos. Echaba de
menos a Espíritu, el delfín, y a Pirra. Incluso echaba de menos a Telamón, el hijo del gran señor que había sido amigo
suyo hasta que había resultado ser un Cuervo.
Perdía a todo aquel que le importaba. Siempre acababa
solo, y no lo soportaba.
Bueno, ¿y qué?, se dijo a sí mismo enfadado. Lo primero es lo primero, tienes que salir de aquí.
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—Ni pienses siquiera en escapar —masculló Zan, como
si Hilas hubiera hablado en voz alta.
—¿Y a ti qué más te da? —replicó Hilas.
—No lo conseguirás, te castigarán y luego te castigaremos nosotros.
Hilas lo observó con detenimiento.
—Seguro que ni siquiera lo has intentado.
—No hay adonde ir —respondió Zan, encogiéndose de
hombros de nuevo—. Los isleños tienen demasiado miedo
para ayudar, y el Mar está lleno de tiburones. Tierra adentro no hay más que fuentes de agua caliente y leones que
comen hombres. Y si no te cogen ellos, lo harán los hombres de Creón.
—¿Quién es Creón?
Zan sacudió la cabeza hacia la fortaleza que los vigilaba
desde lo alto con el ceño fruncido.
—Creón es el dueño de la isla. De la mina. De todos
nosotros.
—Yo no soy de nadie —dijo Hilas.
Los cuatro chicos se echaron a reír y golpearon el suelo
con los puños.
En aquel momento sonó un pitido y salieron de la cueva. Hilas los siguió, confiando en que aquel sonido significara comida.
Una multitud de esclavos se peleaban por los víveres.
Las arañas de pozo cogieron una cesta y un cubo de cuero
sin curtir, e Hilas se abrió paso a codazos para tomar unos
tragos de agua avinagrada y coger un puñado de pasta gris
amarga que sabía a puré de bellotas con arenilla.
Estaba lamiendo lo que le quedaba entre los dedos cuando oyó un ruido sordo de pies y un traqueteo de ruedas.
—¡Poneos en fila! —gritó Zan.
En el camino que iba al oeste fue formándose una nube
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de polvo rojo, y el miedo se extendió por la ladera como el
viento entre la cebada. Hilas vio que los esclavos inclinaban la cabeza con los brazos pegados a los lados y los capataces se daban en los muslos con los látigos y se limpiaban el sudor de los carrillos.
En un primer momento recorrieron la curva una jauría
de perros de caza. Llevaban collares con púas de bronce y
tenían la piel roja y desgreñada, y los ojos encendidos pero
sin brillo propios de las fieras a las que han golpeado y
hecho pasar hambre para despertar su instinto asesino.
A continuación apareció un grupo de guerreros, figuras
de pesadilla con petos y faldas de cuero negro, provistos de
lanzas pesadas y puñales de bronce despiadados. A pesar
del calor, llevaban capas negras, que ondeaban tras ellos
como alas, y el rostro gris cubierto de ceniza.
Hilas perdió por un momento el equilibrio. No era la
primera vez que veía guerreros como aquellos.
Entre ellos iba un gran señor en una cuadriga tirada por
dos caballos negros. Mientras esta pasaba por el sendero con
gran estruendo en dirección a la fortaleza, Hilas alcanzó a
ver unos ojos de párpados caídos y una barba negra y rasposa. Algo en aquel rostro le resultaba terriblemente familiar.
—¡Agacha la cabeza! —musitó Zan, dándole un codazo
en las costillas.
Hilas, horrorizado, apartó la mirada del gran señor y la
llevó al tatuaje que le habían hecho en el antebrazo.
—No es una montaña —susurró—. Es un cuervo.
—¡Pues claro que es un cuervo! —exclamó Zan entre
dientes—. Es Creón, hijo de Corono. ¡Un Cuervo!
Hilas sintió como si cayera desde las alturas.
Era un esclavo en las minas de los Cuervos.
Si descubrían que estaba allí, lo matarían en el acto.
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A
ún no había salido el Sol cuando Hilas despertó
sobresaltado. Los demás se disponían ya a salir. No
se habían molestado en avisarlo. Les traía sin cuidado que le dieran una paliza.
Se apresuró a cortar varias tiras de la túnica para enrollárselas en la cabeza y las rodillas, y luego se ató otra banda de tela alrededor de las caderas y metió el trozo de obsidiana en un pliegue de la cintura.
Escarabajo le aconsejó que se hiciera con otro harapo
más.
—Cuando estés abajo, en el pozo, méate en él y átatelo
sobre la nariz y la boca. Así no tragarás polvo.
—Gracias —dijo Hilas.
El «pozo» resultó ser dos tiros profundos excavados en
la colina. Uno de ellos, de un brazo de ancho, tenía un
tronco atravesado y una cuerda tirada por encima; Hilas
supuso que sería una especie de polea. El otro era más
estrecho; ante él aguardaban filas de hombres para bajar al
fondo. Muchos se veían cubiertos de cicatrices verdosas, y
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les faltaban dedos de pies y manos. Todos ellos tenían los
ojos rojos y una expresión fría de derrota.
—¿Quiénes son? —preguntó Hilas a Escarabajo.
—Martilladores —masculló el muchacho egipcio—. No
te cruces en su camino.
Mientras hacían fila, Hilas vio a unos guerreros custodiando las minas. La fortaleza de Creón lo vigilaba desde
lo alto. Se dijo a sí mismo que los Cuervos lo daban por
muerto, pues pensaban que se había ahogado en el Mar el
verano anterior. Pero no le sirvió de nada.
Al ver que había más esclavos que capataces y guardias,
le preguntó a Zan por qué no se rebelaban.
El chico mayor puso los ojos en blanco.
—Mira, el pozo tiene nueve galerías. Si intentas escapar,
te envían a la más honda de todas.
—¿Y?
Zan no contestó. Estaba tirándose puñados de polvo
sobre los hombros; luego escupió tres veces.
—Es para ahuyentar a los apresadores —susurró Murciélago, aferrándose a su ratón aplastado.
Lapo tiraba de sus huesudas clavículas, sudando de miedo. Escarabajo musitaba un hechizo en egipcio.
Hilas preguntó a Murciélago si aquel ratón era un amuleto, y el muchacho asintió.
—Los ratones que viven en las galerías son muy listos, siempre consiguen salir antes de que haya un derrumbe. Zan también tiene un amuleto, un dedo de martillador.
—¡Cállate, Murciélago! —ordenó Zan.
Delante de ellos un martillador había advertido la presencia de Hilas. Era el hombre de la nariz rota.
—Tú eres liconio —dijo en voz baja.
A Hilas se le encogió el estómago.
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—No lo niegues, lo noto por tu forma de hablar. He
oído que los Cuervos tuvieron problemas allí la primavera
pasada. Tenían la misión de matar a los Marginales, pero
no los cogieron a todos.
—Pues has oído mal —masculló Hilas, esquivando las
miradas curiosas de las arañas de pozo.
—No lo creo —susurró el hombre—. Yo soy de Mesenia, y allí también iban tras ellos, pero algunos huyeron.
¿Por qué persiguen los Cuervos a los Marginales?
Mesenia. Allí era adonde Issi había ido.
—¿Entre los que huyeron había una niña de unos diez
veranos? —preguntó Hilas en voz baja.
Un capataz ordenó a gritos al martillador que se moviera, y el hombre de la nariz rota le lanzó a Hilas una mirada
inescrutable antes de desaparecer por el tiro.
—¿Qué es un Marginal? —inquirió Zan con acritud.
—Aquel que nace fuera de una aldea —respondió Hilas.
—¿Y eso te hace especial? —dijo Zan con desdén.
—Yo no soy un Marginal —mintió Hilas.
Los demás estaban cogiendo sacos de cuero de un montón, y Zan le tiró uno. Siguiendo el ejemplo del chico mayor, Hilas se echó el saco a la espalda, pasando los brazos
por las correas. Luego se tiró polvo sobre los hombros,
escupió tres veces y pidió a la Señora de lo Salvaje que lo
protegiera. Ella parecía estar muy lejos, allá en Acaya. Hilas
se preguntó si la diosa llegaría a oírlo.
Murciélago fue el primero en bajar por el tiro, seguido
de Zan, Lapo y Escarabajo.
El muchacho egipcio parecía casi tan asustado como
Lapo.
—Ten cuidado con la cabeza —le advirtió a Hilas—, y
respira por la boca.
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—¿Por qué?
—Ya lo verás.
Mientras bajaba a duras penas por una escalera de cuerda
resbaladiza, un olor como a estercolero se le coló por la
garganta. Comenzó a respirar por la boca.
Cincuenta peldaños... Cien... Cuando llegó abajo del
todo, había perdido la cuenta.
Se hallaba en un túnel tan bajo que no podía estar de
pie. No se veía nada, y las paredes le devolvían el ruido
áspero de su respiración. Sobre su cabeza crujió un tronco
que sostenía el techo. Cayó en la cuenta horrorizado del
peso que ejercía la colina. Aquí y allá había lucernas de
barro apoyadas en salientes que proyectaban una luz tenue
y humeante, formando sombras que se veían pasar saltando antes de desaparecer. Hilas pensó entonces en los apresadores, y fue a gatas tras los demás.
A medida que avanzaba a tientas por recodos desconcertantes y caídas abruptas, el hedor se volvió tan fuerte que
empezaron a llorarle los ojos. Se olió la mano y le entraron
náuseas. Estaba arrastrándose sobre los excrementos de
cientos de personas.
A través de las paredes le llegaron voces apagadas. Reconoció la de Zan, y supuso que el túnel doblaba sobre sí
mismo.
—Que nadie lo ayude —estaba diciendo Zan—. Está
solo.
Cuanto más descendían más calor hacía, e Hilas no tardó en comenzar a sudar. Oyó un martilleo a lo lejos. Nueve galerías, recordó. La colina entera debe de estar llena de
hoyos. Procuró no pensar en el Agitador de la Tierra, el
dios que derribaba montañas con sus pisadas.
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De repente el ruido se volvió ensordecedor, e Hilas se
vio dentro de una caverna grande y oscura. El aire estaba
cargado de polvo, pero en medio de la negrura brillaban
pequeños focos de luz de lucerna aquí y allá. Sobre cornisas cortadas en las paredes había hombres desnudos tendidos boca arriba, golpeando vetas de roca verde con martillos de piedra y picos de asta. Niños y niñas que no tenían
más de cinco veranos revoloteaban con cautela entre ellos,
recogiendo los trozos para apilarlos. A Hilas le entraron
ganas de vomitar. Los martilladores estaban despedazando
la Tierra para sacarle la sangre verde. Se hallaba dentro de
una herida gigantesca.
Las arañas de pozo se habían tapado la boca y la nariz
con harapos mojados, y estaban llenando sus sacos con
piedra verde. Hilas hizo lo mismo. Cuando tuvieron los
sacos llenos, Zan los condujo arriba por un túnel distinto.
A Hilas se le clavaban las correas en los hombros. Era como
arrastrar un cadáver.
Tras una subida interminable, llegaron al tiro principal.
Dos hombres cogieron el saco de Hilas, lo ataron con una
cuerda por un extremo y lo izaron. El saco subió dando
sacudidas.
Unos instantes después el saco se rompió y su carga por
poco le cayó encima a Hilas.
—¿De quién era ese saco? —gritó un porteador furioso.
Al ver a Hilas, exclamó—: ¡Tú! ¡No lo has revisado!
—Hay que mirar siempre el material —se mofó Zan.
Hilas apretó los dientes. Zan le había dado un saco en
mal estado a propósito. Muy bien, pensó. Ya es hora de
aclarar las cosas.
De vuelta en la caverna, hizo lo posible por estar cerca
de Zan mientras recogían otra carga, y se mantuvo a su
lado mientras se dirigían al tiro. A mitad de camino, Zan
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se echó mano al pecho y comenzó a mirar el suelo desesperado como si buscara algo. Cuando llegaron al tiro, estaba temblando.
—¿Buscas esto? —le preguntó Hilas en voz baja. Y, entregándole el dedo arrugado, acercó la cara a la de Zan—.
Esto quedará entre nosotros —musitó—, y que sepas que
no quiero quitarte el puesto de jefe, pero no vuelvas a meterte conmigo. ¿Entendido?
Zan asintió poco a poco.
Hicieron dos viajes más agotadores, y luego un capataz
les ordenó parar. Zan debió de hacer correr la voz, porque
los demás dejaron sitio para Hilas y le permitieron compartir una bota de vinagre y una torta de pan mugrienta.
Mientras Zan y Escarabajo comían con una expresión
adusta de concentración, Murciélago se dedicó a meter migas en las grietas para los ratones de los túneles. Lapo, temblando como estaba en plena oscuridad, no comió nada.
Hilas le preguntó en voz baja a Zan qué hacían los apresadores a la gente.
—A veces te susurran al oído y te siguen como una
sombra, hasta que te vuelves loco. A veces te bajan por la
garganta y te paran el corazón.
Hilas tragó saliva.
—¿Y viven en las rocas?
—En rocas, en túneles. Son espíritus, pueden ir a donde sea.
—¡Chissst! —exclamó Escarabajo entre dientes con el
ceño fruncido de ira. Antes de entrar en la mina, se había
mostrado casi amable, pero allí abajo se le veía silencioso
y apagado.
Zan miró a Hilas con ojos escrutadores.
—¿Has estado alguna vez bajo tierra?
—Una vez —respondió Hilas—. Hubo un temblor de
tierra.
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Zan silbó.
—¿Y qué hiciste?
—Salí de allí.
Zan soltó una carcajada.
Hilas le preguntó si había temblores de tierra en Talacrea, y el chico mayor sacudió la cabeza.
—Solo derrumbes y humo de la Montaña, nada más.
—¿Humo? ¿De una montaña?
—La Diosa vive dentro. El humo es su aliento, y el de
los espíritus de fuego. Viven en grietas que hay en el suelo,
todas ellas calientes y picudas.
Hilas se quedó pensativo.
—¿Y alguna vez se enfada?
—No sé. Pero hasta ahora solo ha echado humo.
En aquel momento un capataz les ordenó cargar piedra
verde de la octava galería.
Las arañas de pozo se estremecieron.
—Tan hondo no —protestó Lapo.
Escarabajo cerró los ojos y gruñó, e incluso Zan pareció
asustarse.
—Muy bien —dijo—. Que nadie se separe del grupo.
Zan los condujo por una red de túneles hasta la quinta
galería... la sexta... la séptima.
Cada vez hacía más calor y faltaba más el aire. Hilas pasó
rozando un montón de hojas y algo peludo que no se movió. Supuso que sería una ofrenda para los apresadores.
De repente percibió una ráfaga de aire fétido procedente de una galería más profunda, y la tierra bajo sus pies
crujió. En aquel momento se hallaba sobre un puente de
troncos que pasaba por encima de un tiro hondo y oscuro.
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Abajo del todo vislumbró luz de lucernas y cuerpos que
trabajaban sin descanso. Un rostro lo miró desde el fondo
con detenimiento. Era el hombre de la nariz rota.
—¡Pulga! ¡No te separes! —le advirtió Zan.
Hilas se apresuró a bajar del puente.
—Ese tiro, ¿es...?
—Lo más hondo de la mina —respondió Zan.
—Pero no había ninguna escalera. ¿Cómo salen de ahí?
—No salen. Si te mandan a lo más hondo, te quedas allí
hasta que mueres... —La voz de Zan se perdió al torcer él
por un recodo.
Hilas se quedó horrorizado. Verse atrapado en la oscuridad por siempre jamás...
El saco vacío se le enganchó en una roca. Al desengancharlo, se golpeó la cabeza y corrió detrás de los demás.
—¡Zan! ¡Espera!
No hubo respuesta. Debía de haber torcido por un camino equivocado.
Mientras retrocedía, oyó un martilleo y se dirigió hacia
él. Cayó por una pendiente. No, por allí no era.
Llegó a un lugar con las paredes abombadas. Aquel tampoco era el camino, pero aún oía el martilleo, y eso significaba gente, así que se abrió paso como pudo.
El martilleo fue disminuyendo hasta convertirse en un
golpecito constante. Toc toc toc.
Se hallaba en una caverna baja iluminada por una lucerna de piedra que chisporroteaba sobre un saliente. No veía
a nadie, pero el martilleo se oía cada vez más cerca. Toc toc.
Fue avanzando poco a poco.
El martilleo cesó.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Alguien apagó la lucerna.
Silencio. Hilas notó una presencia en la oscuridad.
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Sintió un aliento en su cara, frío y con olor a tierra,
como de barro mojado.
Huyó de allí a toda prisa. El saco se le enganchó de nuevo, y tiró de él para desengancharlo.
Algo le devolvió el tirón.
Hilas soltó el saco con una sacudida y, dando tumbos,
se chocó contra la pared. Le dio la sensación de que esta se
movía bajo su mano. ¿Qué era aquello, roca o carne? Sus
dedos tocaron lo que parecía una boca... y encima de ella,
un bulto. Retrocedió con un grito.
La oscuridad era tan densa que podía tocarla, y avanzaba sin saber adónde iba. Entonces el sonido de su respiración cambió: estaba de vuelta en un túnel.
De algún modo logró llegar hasta el lugar donde las
paredes eran abombadas y pasó entre ellas de lado.
Una mano le agarró el tobillo. Hilas dio una patada. Su pie
golpeó carne fría y cubierta de barro. Presa del pánico, sacudió la pierna de nuevo. Lo que fuera que lo agarraba por el
tobillo se deshizo como barro mojado. Hilas pasó de golpe por
el hueco. Tras él oyó una respiración fuerte cargada de ira.
Huyó gimoteando. Una risa glacial resonó en la oscuridad. «Los apresadores viven en rocas, en túneles... Te siguen en la oscuridad.»
—¡Pulga! —La voz de Zan se oyó a lo lejos.
Alguien se chocó con Hilas.
—¡Aléjate de mí! —gritó Lapo.
—Vas en dirección contraria —dijo Hilas jadeando.
Lapo lo agarró por el cuello.
—¡Aléjate de mí!
Tenía una fuerza inquietante. Hilas intentó arañarle las
manos; luego le buscó a tientas los ojos para meterle los
pulgares. Lapo soltó un alarido y desapareció en la oscuridad.
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—¡Pulga! —gritó Zan, mucho más cerca—. ¿Dónde estabas?
Cuando Hilas y Zan se reunieron con los demás, Lapo ya
había encontrado también el camino. Hilas lo estampó
contra la pared del túnel.
—¿A qué venía eso? —gritó—. ¡Yo no te he hecho
nada!
—¡Creía... creía que eras un apresador! —balbuceó Lapo.
—¡Déjalo en paz, Pulga! —espetó Zan.
Hilas se volvió hacia él.
—¿Qué es esto, otra jugarreta? ¡Nos habíamos dado una
tregua!
—Se ha confundido. Venga, tenemos trabajo que hacer.
En medio de un silencio adusto, encontraron los montones de piedra verde y llenaron los sacos. Hilas no perdió
de vista a Lapo ni por un instante. Una de dos, o aquel
muchacho era muy taimado... o los apresadores lo habían
vuelto loco. Hilas no sabía qué sería peor.
Finalmente, sonó un cuerno de carnero y las minas comenzaron a vaciarse.
Hilas estaba agotado, pero mientras se impulsaba para
salir del tiro, un capataz le lanzó tres botas de agua y le dijo
que fuera a llenarlas al «remojón».
Murciélago se ofreció a mostrarle el camino, y Escarabajo los acompañó; parecía otro chico, ahora que estaba
fuera del pozo.
Anochecía ya y el silencio reinaba en las minas, pero en
la cima de la fragua un martillo batía con un ritmo solitario. Hilas preguntó quién era.
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—El herrero —respondió Escarabajo—. A veces trabaja
toda la noche. No deja que nadie se acerque a la herrería,
que está custodiada por esclavos que no pueden hablar. Si
ven venir a alguien, lo avisan tocando un tambor.
—¿Por qué? —quiso saber Hilas.
Escarabajo se encogió de hombros.
—Los herreros son diferentes, conocen los secretos del
bronce. Ni siquiera a los Cuervos les gusta cruzarse con un
herrero.
Bordearon la colina, e Hilas vio que la isla se estrechaba
hasta formar un istmo para luego abultarse, como una
enorme criatura jorobada. En el istmo había un campamento de Cuervos haciendo guardia.
Así que por ahí no hay manera de escapar, pensó.
—Ahí es donde tienen los caballos —dijo Murciélago
con añoranza.
Hilas no contestó. Más allá del istmo se extendía una
llanura negra y árida hasta la Montaña, cuya falda empinada tapaba el cielo, y de cuya extraña cumbre segada salía
humo sin parar.
Pirra le había dicho en una ocasión que solo había una
Diosa, pero Hilas no creía que fuera así. El ser inmortal que
gobernaba aquella tierra inhóspita no se parecía en nada a
la Señora de lo Salvaje, o a la resplandeciente Diosa del Mar
azul con la que se había topado el año anterior.
El «remojón» resultó ser tres charcas sombrías cubiertas
por una capa de polen de unos sauces polvorientos, donde
se oían ranas por todas partes. Murciélago señaló con orgullo unas golondrinas que descendieron en picado para beber.
—Pero lo que más me gusta son las ranas, por lo bonitas
que son.
A Hilas las ranas le trajeron el recuerdo doloroso de Issi,
ya que eran sus animales favoritos.
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—¡No son bonitas —soltó—, no son más que ranas!
Murciélago pestañeó perplejo.
Hilas se pasó una mano por la cara.
—Perdona —masculló—. Tú y Escarabajo volved con
los demás. Ya me las apañaré solo.
Una vez que se hubieron marchado, Hilas hundió las botas en el agua y las vio llenarse como cuerpos hinchados. Le
dolía todo, y tenía la mente totalmente ofuscada. El terror a
los apresadores. Aquel aliento inhumano cargado de ira...
A lo lejos, en la Montaña, rugió un león.
Las golondrinas echaron a volar asustadas. Hilas se quedó quieto. En la cima de la fragua incluso el herrero dejó
de martillear, alertado también por aquel rugido.
En el monte Licas, donde se había criado Hilas, había
leones. Nunca le habían molestado, ni a él ni a las cabras,
porque Vete era un perro guardián como pocos, pero a
veces, de noche, Hilas e Issi se tumbaban junto a la hoguera y los oían rugir.
Cuando un león ruge, lo hace para que los otros animales sepan de quién es la tierra donde están. «¡Esta tierra es
mía! ¡Mía! ¡Mía!», ruge.
«¡Es mía!», rugió el león de Talacrea.
Mientras Hilas lo escuchaba, la rebelión prendió en su
interior. Aquella era la voz de las montañas: salvaje, potente y libre. Le decía que algún día él también sería libre.
Los rugidos del león pasaron a ser gruñidos cortantes y
finalmente cesaron, pero aquel sonido perduró en la mente de Hilas mucho después de que su eco dejara de oírse.
Pensó entonces en el león con el que había tropezado
junto a la fuente. Había bebido de su huella. Quizá parte
de su fuerza hubiera pasado a su espíritu.
Cargándose las botas de agua a los hombros, echó a andar para volver con los demás.
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