Más sobre las profesiones "imposibles" del supervisor.

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Más sobre las profesiones "imposibles" del supervisor.
Jorge Sánchez-Escárcega
Retomamos la idea de Grinberg (1975) con la que iniciamos un trabajo anterior[1], en el
sentido de que la labor del supervisor conjuga las tres profesiones “imposibles” a las que
Freud alguna vez se refirió (1937): analizar, educar y gobernar: El analista que supervisa, al
formar generalmente parte de un instituto psicoanalítico (es decir, al ser un funcionario de una
agrupación profesional), y al estar implicado por fuerza en las tareas educativas o de
enseñanza, además de las analíticas habituales, está ejerciendo esas tres difíciles y “penosas”
actividades a la vez. Lo normal es que de vez en cuando no salga bien librado de alguna de
ellas, en parte porque su capacitación primordial o básica ha sido en los terrenos del ejercicio
clínico, y aun cuando por experiencias o preferencias personales haya desarrollado habilidades
en alguna de las otras dos áreas -la “política”[2] o la de “enseñanza”-, la combinación
simultánea de las tres es lo que le da este carácter sui generis a la actividad de supervisor
psicoanalítico.
En aquel otro trabajo, intentamos diseccionar la labor supervisiva analizándola según los
diferentes actores, metas o propósitos, planos y etapas o fases intervinientes. Quisiéramos
ahora señalar, quizás a la manera de meros apuntes, algunas opiniones más amplias
referentes a estas tres “imposibilidades”.
1. LA PROFESIÓN DE ANALISTA.
El supervisor evidentemente tiene que saber, antes que otra cosa, psicoanalizar. Sin embargo
esto no basta. A pesar de la normalmente estricta formación de la mayoría de los institutos
psicoanalíticos reconocidos (en la que él mismo hubo de ser sujeto de varias supervisiones), al
convertirse el analista en supervisor, generalmente -si no tiene otra experiencia- se ve obligado
o llevado un tanto pasivamente a repetir lo aprendido en seminarios, supervisiones y en su
práctica clínica. Por decirlo de alguna forma, sufre una cierta inercia analítica que lo lleva a
extrapolar su modelo habitual de pensamiento -y procedimiento- a un terreno o función que tal
vez no lo admite de idéntica manera, o al menos no en una forma textual. Independientemente
de su capacidad (o incapacidad) para “aprender a enseñar”, la sola actividad analítica sufre
modificaciones al momento en que se realiza en el contexto de una supervisión. Deseamos
recalcar que no nos estamos refiriendo a los aspectos pedagógicos vinculados a la posibilidad
de transmitir la destreza analítica al supervisando, sino exclusivamente al hecho de que esta
función especializada de la mente del analista -la “función terapéutica del yo del analista”
como le denomina Dupont Muñoz (1988)-, como área de autonomía secundaria, sufre
alteraciones importantes en el momento en que se traspasa desde la consulta con los
pacientes propios hasta la consulta con los pacientes de otro analista (candidato). Intentaremos
señalar algunas de estas vicisitudes, “aislándolas” artificialmente de las otras referidas al matiz
pedagógico (y el “político”), de las cuales nos ocuparemos un poco más adelante.
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1.1 La “verdad” en el proceso de supervisión.
Por principio de cuentas, recalcamos lo obvio: el paciente no está presente en la supervisión;
no es conocido, en sentido estricto, por el supervisor, se encuentra más bien “filtrado” a través
del reporte del analista supervisado. El hecho de que esto haya sido así desde el principio -y
probablemente lo será siempre- no deja de tener sus bemoles. El asunto incluso toca aspectos
de la filosofía de la ciencia y la añeja discusión acerca de si existe una realidad independiente
de quien la conoce (percibe) o ésta depende de la interpretación del sujeto. La pregunta, en su
extremo, es: ¿se puede analizar a un paciente in absentia? En general nunca ponemos en
duda el valor de la supervisión como elemento indispensable en la formación del analista, pero
al igual que muy pocos analistas se sienten inclinados a interpretar un sueño que el paciente
nos relata que tuvo un pariente o amigo, igualmente nos podemos preguntar qué valor
debemos atribuir al material que un supervisando nos relata de su sesión con un paciente. En
otros tiempos -y todavía hoy a veces- se ha planteado la idea de tener un registro lo más
fidedigno posible de lo ocurrido en la hora de análisis. La indicación de audio-grabar o videograbar la sesión ha sido considerada a veces casi tan deseable como la de asistir “en vivo” a
la sesión a través de la utilización de la cámara de Gesell. En realidad, en el fondo de la
cuestión está el problema de la diferencia entre “verdad histórica” y “verdad material”, la
misma que surge en relación al material de cada sesión de cada analista a solas con su
paciente (o grupo analítico de pacientes) en su consultorio. Y al igual que consideramos (hoy, y
no sin detractores) que el relato de un paciente “es su verdad”, y renunciamos a la expectativa
de obtener otra información por vía de terceros (y esto lo hacemos no por la facilidad o
dificultad de acceder a estas comunicaciones, o por consideraciones de confidencialidad o de
ética, o por las “contaminaciones” transferenciales posibles), en la supervisión psicoanalítica
también renunciamos a una “verdad material”, “absoluta y consensual”, que nos libre de la
angustia del drama subjetivo inherente a toda relación humana (hoy que ni siquiera en las
llamadas “ciencias exactas” se pretende tanto). Lo que se juega aquí es la implicación del
analista en el acto de analizar al paciente (y para el caso podemos decir lo mismo respecto al
supervisor), con todos los elementos contratransferenciales, empáticos, vinculares o
distorsionantes, que convierten cada experiencia de análisis o supervisión en única e
irrepetible.
Freud mismo, desde el Proyecto (1895 [1950]), nos habla de realidad exterior y realidad de
pensamiento (cogitativa) como dos alternativas que hay que diferenciar (pp. 420-424). En
Tótem y tabú (1912-13) habla de realidad psíquica y realidad fáctica, y así, por ejemplo, nos
dice que “En la base de la conciencia de culpa de los neuróticos no hay más que realidades
objetivas psíquicas, no fácticas. La neurosis se caracteriza por el hecho de situar la realidad
psíquica más alto que la fáctica, de reaccionar frente a unos pensamientos con igual seriedad
con que lo hacen las personas normales sólo frente a realidades efectivas” (p. 160). Por último,
en Moisés y la religión monoteísta (1939) se refiere a una realidad exterior y a una realidad
psíquica o interior (pp. 73-74), o como él le llama, a “un Estado dentro del Estado, un partido
inaccesible, inviable para el trabajo conjunto, pero que puede llegar a vencer al otro, llamado
normal, y constreñirlo a su servicio”. Pero el asunto trasciende los límites de este trabajo, por lo
que remitimos al lector a los textos pertinentes.[3]
1.2 El “paciente” de la supervisión.
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Retomando el tema de la supervisión, consideramos que si bien el paciente tiene importancia
fundamental en ésta (no podría ser de otra forma), en realidad el objeto central -mas no el
único- de nuestro análisis en la supervisión es el supervisado (y en esto estamos ya tomando
una postura dentro de las distintas opiniones acerca de las metas o propósitos de la
supervisión): nos interesa cómo capta al paciente, cómo lo percibe y lo entiende, cómo se
relaciona con él. Pero también nos interesa cómo el terapeuta se relaciona con nosotros como
supervisores, cómo lo entendemos y cómo le enseñamos; más aún, cómo se “filtran”, se
repiten o se distorsionan los fenómenos del paciente al analista y de él a nosotros (de otra
forma no tendría razón de ser el llamado “fenómeno paralelo” de la supervisión). Dicho de otro
modo -y en tono más bien reduccionista- el “paciente” de la supervisión es, sí, el analista
propiamente dicho, pero también el paciente supervisado y el propio supervisor (y como telón
de fondo, el instituto psicoanalítico y sus miembros; la sociedad y la cultura a la que
pertenecen, en última instancia). Se trata entonces de un grupo intra, inter y transubjetivo, y
esto significa ya otro cambio derivado de la “profesión” analítica del supervisor en tanto
analista de otro distinto de su propio paciente (claro que también se podría decir que el analista
que se encuentra a solas con quien lo consulta, sin la “mirada” de una supervisión, también
constituye un grupo de dos, si no es que más, dados los objetos transferenciales internos y
externos que circulan constantemente en esa relación).
Así que entonces nuestro “foco” en la supervisión es bastante más amplio que sólo lo
sucedido al supervisado, aunque de hecho éste se encuentre por momentos en el centro de
muchas relaciones o redes que se establecen en diversos planos durante todo el proceso.
Decir “por momentos” no significa decir “exclusivamente”, y en este sentido es que
enfatizamos anteriormente la necesidad de disponer de diferentes “lentes” con los cuales
poder observar las dificultades o fenómenos que surgen en un momento dado. Aun así, es
interesante contrastar la siguiente opinión de Newirth (1990), quien dice:
Trato de comunicarle [al supervisado] la idea de que no estoy interesado en lo que sucede
con el paciente. Que mi interés es exclusivamente el desarrollo del terapeuta. Frecuentemente
parece que me desintereso del bienestar del paciente, y me gusta enfatizar los aspectos
potencialmente lúdicos, como un juego, de la relación del estudiante con el paciente. Al
descartar las ansiedades terapéuticas del estudiante, la supervisión enfatiza la realidad
experiencial de que en cualquier momento dado uno está inevitablemente a solas con el
paciente, y que, por lo tanto, dentro de este campo psicológico uno se vuelve vulnerable a las
manifestaciones de ser atacado o amado por el paciente, o de atacar o amar al paciente (p.
159).
1.3 La supervisión de grupos.
El siguiente problema que se nos presenta es precisamente el de la supervisión psicoanalítica
de grupos terapéuticos. Si seguimos a Kaës (1997) en la idea de que “el grupo es el lugar,
pero también el agente, de diferentes fenómenos psíquicos distintos de aquellos que
caracterizan el espacio intrapsíquico”, tendremos que preguntarnos acerca de las condiciones
de posibilidad de la supervisión individual de un grupo. Nuevamente aquí el tema no es el matiz
pedagógico, sino la viabilidad (o alcances) del análisis realizado por el supervisor cuando tiene
a su cargo la formación de un experto en grupos. ¿No debería la forma ser congruente con el
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contenido del objeto de estudio? Más aún -y restringiéndonos en exclusiva a la tarea analítica
del supervisor-, si hemos aceptado como cierto el hecho de que una buena parte del material
con el que trabaja el supervisor proviene por doble vía de los lazos que el analista establece
tanto con el paciente como con el mismo supervisor; si consideramos que el analista es “la
caja” en la que resuena el paciente y de la que parten otros “ecos” que resuenan en el
supervisor cuando este se instala en su función analítica en la hora de supervisión, ¿no
debemos entonces preguntarnos qué se pierde (o se gana, si acaso) cuando se “analiza” a un
grupo a través de un solo individuo? Otra vez en el fondo de la cuestión está la pregunta
acerca de si el dispositivo terapéutico grupal devela los mismos contenidos que el dispositivo
bipersonal del análisis (y la supervisión) individual.[4]
En este sentido, Fernandes (2000) sostiene:
Considero más provechoso supervisar un grupo de colegas en formación, que a un colega
solo. El grupo permite una discusión libre, contribuciones diversas, útiles para el supervisando y
para los demás participantes. La discusión grupal frecuentemente ayuda al supervisor a
entender mejor el material clínico, pues las situaciones relatadas pueden reproducirse en el
grupo de supervisión, causando un impacto transferencial-contratransferencial semejante a lo
encontrado en lo que fue relatado” (p. 59) (nuestras itálicas).
Anzieu y colaboradores (citado en Clerc, 1998) consideran necesario distinguir la “formación”,
de la “enseñanza” de psicoanalistas y señalan que no puede lograrse una formación
verdadera sin una movilización en los sujetos de los procesos psíquicos primarios, y sin
transformaciones a nivel de la energía psíquica. En este sentido la formación no debería
adquirir una forma magisterial: debería orientarse al intercambio, al trabajo personal y a generar
interrogantes. El aprendizaje concierne a las técnicas, la “formación” concierne al sujeto a nivel
de su ser. Es otro saber que tiene que ver consigo mismo y con los otros.
Estos autores diferencian también “formación” de experiencia psicoanalítica individual. La
“formación” a través del grupo introduce a sus miembros a una dimensión del inconsciente,
distinta de la interacción del pasado infantil y del presente individual. Les permite aprehender,
en una situación concreta común, la interacción entre muchos inconscientes semejantes de los
otros miembros del grupo. Se trata de favorecer el surgimiento de la fantasía inconsciente
grupal, y la posibilidad de una nueva comprensión. La vieja idea de que el todo es más que la
suma de sus partes es así, ya que en la intersubjetividad, si se dan las condiciones, surgen
cualidades nuevas en relación al conocimiento, que no estaban en cada uno de los miembros
del grupo (Clerc, 1998, p. 78-79).
La estructura de roles, por ejemplo, esencial en la comprensión de los fenómenos de grupo,
¿puede ser transmitida en toda su amplitud -y aquí nos referimos a la transmisión inconscientecuando es “comprimida” a través de la resonancia empática de un analista que supervisa?
¿No sería el mismo caso el de las transferencias múltiples (lateral, grupal, institucional,
societal), o el de los subgrupos, o el de las escenas grupales inconscientes o las fantasías
arcaicas? Respecto a estas últimas —y sólo por mencionar una opinión más que parecería dar
derecho y fundamento a las preguntas que ahora nos hacemos— citaremos a Kaës (1997),
quien dice:
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Quiero subrayar que (...) las fantasías y especialmente las fantasías arcaicas se despliegan
según una organización que podríamos calificar como grupal si consideramos que se
distribuyen en los diferentes objetos. En estas fantasías se representa la investidura pulsional
del sujeto. Ya sea simultánea o sucesivamente, él es actor o espectador de una escena en la
cual los diferentes objetos, los personajes y el espacio pueden ser correlativos y permutables;
estas escenas no tratan de interacciones entre actores autónomos, sino más bien de
correlaciones entre personajes sobre los cuales actúan los procesos primarios de
desplazamiento, condensación y escisión. La puesta en escena está hecha por un doble
guionista, siendo el inconsciente el que rige esta “dramaturgia interna” en la cual el sujeto del
inconsciente es el actor de su propia puesta en escena (p. 12).
El punto es, pues, la distancia entre la transmisión consciente y la inconsciente del material
clínico del objeto de estudio (sea un paciente individual, sea un grupo) en la supervisión. En
última instancia, el problema —que cae fuera de los límites de este trabajo— se refiere a las
condiciones de la transmisión psíquica del inconsciente en el análisis.
2. LA PROFESIÓN DE EDUCADOR
Bernfeld, en un polémico artículo de 1962, afirmaba:
Mientras que el psicoanálisis ha revolucionado la educación y las relaciones entre
profesores y estudiantes, nuestros institutos siguen funcionando sobre la base de un sistema
de enseñanza pre-psicoanalítico, totalmente centrado en el profesor y presidido por cuestiones
de administración y de política.
Parte del problema puede atribuirse al carácter altamente individualizado de la formación
analítica, en primer lugar, y a la estructura societaria de la mayoría de los institutos
psicoanalíticos, en segundo. Es decir, una estructura administrativa piramidal que presenta un
claro isomorfismo en lo atinente a las tareas formativas de los candidatos, tanto en el nivel
educativo (teórico, técnico y clínico-práctico), como en el ideológico; en este último, con una
jerarquización que a su vez reproduce la del movimiento psicoanalítico universal, siempre con
Freud a la cabeza como intocable gran padre de la horda primitiva, gran tótem superyoico
idealizado del cual se permite “comer”, pero –persecutoriamente- nunca “devorar” por
completo.
Una estructura formativa de este tipo necesariamente genera fenómenos particulares -muchos
de ellos contradictorios con los fines manifiestos- en todos sus miembros, en los diversos
niveles en que se encuentren:
2.1 El ideal del yo psicoanalítico.
En el terreno más amplio de la tarea docente (no sólo psicoanalítica), frecuentemente
encontramos un ideal del yo cargado de ansiedades ante la expectativa de “formar a las
generaciones futuras”, “a los hombres del mañana”, imagen propia de titanes que es impuesta
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-y se imponen- personas inacabadas que por su misma actividad se encuentran
constantemente en formación. Esta fantasía social rebasa el ámbito de lo normal:
Es la imagen religiosa del creador, del formador de hombres que tiene el poder de
modelar a los otros, fantasía de omnipotencia que persigue a la vez que agrada, y mientras
más agrada más persigue, ya que impone a quien asume la profesión docente un compromiso
con una idealidad que sabe que no puede alcanzar (Reyes Esparza, 1990, p. 194-195).
“Profesión imposible” al fin y al cabo.
Para muchos resulta intolerable asumir la imagen del maestro sin ese halo de grandeza, sin
esa fantasía de completud, porque la carencia es amenazante y hay que deshacerse de ella y
arrojarla al otro lado de la montaña, tratando de superarse y ser mejores maestros, pero
cuando parece que esto se logra después de un programa de actualización o un postgrado, la
roca se viene abajo evidenciando una carencia amenazante de la que es necesario deshacerse
nuevamente. Para otros es esa fantasía omnipotente la que abruma, la que paraliza e impide
crecer, por lo que es necesario sacudirse de ella y arrojarla al otro lado, pero al llegar a la cima
esa imagen amenazante resulta tan querida, tan gratificante, que resulta imposible deshacerse
de ella, por lo que la roca se viene abajo nuevamente (Reyes Esparza, 1990, p. 196).
En el terreno de la docencia psicoanalítica, estas ansiedades repercuten y se reflejan en la
creación de una atmósfera de indoctrinamiento, más que de exploración científica abierta. Tal
como señala Kernberg (1998), a los candidatos se les impide sistemáticamente aprender los
detalles del trabajo analítico de sus profesores, por lo cual en los seminarios de casos y
supervisión personal aprenden sólo sobre casos tratados por ellos mismos y otros candidatos
(que reflejarán, probablemente, la falta de conocimientos y práctica de quien suministra el
tratamiento). La única experiencia que adquieren los candidatos sobre la mejor manera de
llevar a cabo el psicoanálisis se deriva de su propio análisis didáctico y de sus lecturas; pero
ambos resultan de cuestionable valor didáctico si se considera que el primero se encuentra
altamente contaminado por su transferencia —además de que la identificación con el estilo del
analista poco tiene que ver con el aprendizaje de la teoría de la técnica de éste—, y el segundo
se encuentra muy distorsionado por una variedad de factores, entre las que se cuenta el hecho
de que los datos clínicos publicados reflejan un segmento cuidadosamente seleccionado de
cualquier psicoanálisis, “habitualmente de aquellos aspectos en los cuales el psicoanalista tuvo
éxito o, si no lo tuvo, se las arregló para aprender del fracaso y superar ese problema
momentáneo. Esta selección transmite una concepción idealizada y poco realista sobre la
verdadera naturaleza del trabajo psicoanalítico” (p. 234).
Encontramos entonces aquí una distancia entre el “ideal del yo” del supervisando y su “yo
real”, como base del proceso de aprendizaje institucionalizado (y para ser consecuentes, en
realidad como base de cualquier proceso de aprendizaje). Esta distancia puede producir varios
desenlaces: en un sentido óptimo, genera movilización hacia el ideal y procesos identificatorios
adecuados y saludables; sin embargo, en la medida en que tiende a incrementarse, suele
producir estados depresivos y, en última instancia, francamente persecutorios (“El objeto
omnipotentemente idealizado, tarde o temprano tiende a volverse persecutorio” nos diría
Klein). Cabe preguntarse si el modelo institucionalizado del psicoanálisis, con su tendencia a la
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jerarquización y la verticalidad, no está dirigido a producir inconscientemente este tipo de
estados o reacciones. La tendencia de los docentes psicoanalíticos a ocultar sus errores,
disimular sus fracasos o tan sólo evitar transmitir el procedimiento por el cual llegaron a tener
éxito en determinados casos, posiblemente refleja una extrapolación errónea de la regla de la
abstinencia que mantienen cuando realizan sus funciones de terapeutas. El rol de supervisor
debería estar menos cargado de idealización y ser más sintónico con las necesidades
pedagógicas de un candidato en un momento dado. La posibilidad de este funcionamiento
requiere sensibilidad y empatía por parte del supervisor, a la vez que un narcisismo sano y una
constante revisión analítica de las transferencias depositadas y las reacciones
contratransferenciales registradas.
El aprender cosas nuevas, el ser confrontado con los errores o las incorrecciones, son
situaciones de potencial amenaza narcisista, sin embargo, pueden ser también sentidas con
placer por la satisfacción de la pulsión epistemofílica. Pienso, pues, que los supervisores deben
ser gentiles, cuidadosos en la forma en que señalan los errores, sugieren cambios, llaman la
atención sobre problemas contratransferenciales, etc. Nadie aprende en una relación donde
domina el autoritarismo, el fanatismo, la humillación. Se puede, cuando mucho, domesticar,
silenciar la diferencia, mas no pienso que sea eso lo que se pretende en una supervisión
(Fernandes, 2000).
2.2 El “saber” del psicoanalista
Otro problema derivado de la pedagogía psicoanalítica es el representado por las diferencias
entre el saber del psicoanalista y el saber del pedagogo. De hecho, uno no tiene nada que ver
con el otro. Zúñiga Rodríguez (1990) piensa que el primero no busca educar, sólo intenta
encontrar un sentido; en todo caso, permite comprender aquello que ocurre en la relación
pedagógica, pero el saber que busca y al que se refiere es otro, muy distinto al de lo educativo.
“La verdad y el saber a que aspiran son disímbolos, aunque ambos den cuenta de aspectos de
la realidad y se toquen en su aspiración de saber. La pedagogía aspira a poseer la verdad y a
partir de ella formar a los hombres; el psicoanálisis, a que éstos encuentren fragmentos de su
verdad y puedan enunciarla en un discurso abierto” (p. 140). Quizás en el fondo de la cuestión
se encuentra la distinción que Mannoni (1980) hace entre saber del inconsciente y saber sobre
el inconsciente, como dos vivencias que constituyen la especificidad epistemológica del
psicoanálisis.
Aun así, debemos identificar y cuestionarnos las cargas ideológicas, sociales y políticas que
acompañan a estos dos saberes, y sobre todo, las cargas emocionales y transferenciales que
les son depositadas. En este sentido, es obvio que se trata de dos actividades -la del pedagogo
y el psicoanalista- que destacan por encima de otras en cuanto a representaciones imaginarias,
fantasías y deseos que la sociedad, los alumnos (y analizandos) y los propios supervisores (y
analistas) tienen y proyectan sobre ambas profesiones. Se trata de una noción afectiva cuyos
significados y efectos simbólicos son indiscutibles no sólo para los propios actores interesados
sino también para quienes fuera de este segmento parecen comprender o intuir el papel
afectivo de tal noción. “Este imaginario juega sin duda un papel importante para que
precisamente el lugar de la formación de maestros [y analistas] aparezca siempre como un
lugar de frustración e insatisfacción y, a la vez, como polo atrayente para su conquista” (Zúñiga
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Rodríguez, 1990, p. 139).
2.3 La “acción” de los sujetos en la enseñanza psicoanalítica.
Por otro lado, tenemos el problema de los sujetos y la acción que despliegan, tanto en la
actividad psicoanalítica como en la enseñanza formal del psicoanálisis. En esta última, las
relaciones se caracterizan básicamente por colocar a los sujetos como sujetos conscientes de
la acción, sujetos que son “dueños y propietarios de sí mismos y de su propia verdad”
(Bourdieu, citado por Aristi et al., 1990). Las relaciones entre los sujetos no pueden reducirse
-al menos no totalmente- a relaciones entre subjetividades animadas de intenciones o
motivaciones, sin considerar, por ejemplo, las condiciones y posiciones dentro de la jerarquía
social de un instituto psicoanalítico, incluido el paciente de la supervisión. En otras palabras, las
formas de interacción definen en buena parte el hacer de los sujetos.
Y si bien es cierto que en lo referente a las relaciones clínicas entre analista y paciente
fácilmente identificamos las imagos parentales inconscientes que subyacen a estos vínculos,
en el caso de las relaciones supervisor-supervisando frecuentemente rechazamos u obviamos
estas formaciones imaginarias, desplazándolas al método —el “científico” por encima de
cualquier otro—, con la seguridad y convicción de que éste resolverá el problema de la
formación de buenos maestros y supervisores. Con este objetivo en la mano, no es infrecuente
que se convoque a especialistas curriculares, pedagogos, epistemólogos, psicólogos e incluso
administradores que, desde las diversas escuelas y posturas teóricas acuden “al llamado de la
ciencia”, sin poder reconocer que lo que está en juego frecuentemente no es un problema de
origen racional -o al menos no sólo ese-, y que con base en una fantasía omnipotente
-justamente surgida de esos aspectos negados o escindidos- procedan a elaborar diferentes
propuestas que supuestamente habrán de edificar las estructuras de formación que garanticen
una mejor calidad del “nuevo” profesorado.
El problema estriba, entonces, en identificar las relaciones y conexiones que se establecen
entre las representaciones subjetivas de los sujetos y las relaciones “objetivas” que los
sostienen. Pero aquí nuevamente nos adentramos en el problema de la transmisión psíquica
del inconsciente en la supervisión psicoanalítica.
2.4 El lugar de la supervisión en la enseñanza del psicoanálisis.
Desde otro lugar, pero continuando con la enumeración de problemas vinculados a la tarea
pedagógica en la supervisión -problemas que aquí entran ya en íntima relación con los de la
tarea “política” (administrativa) dentro de los institutos de formación-, tenemos los derivados
del lugar que se asigna al proceso supervisivo en la evaluación global que se hace del
candidato. Sólo para señalar uno de ellos (estrechamente vinculado con lo mencionado en el
apartado anterior), consideraremos el doble discurso en el que se asigna, manifiestamente, una
de las máximas responsabilidades e influencias pedagógicas al supervisor (o supervisores),
mientras que latentemente quien detenta esta jerarquía es el analista didáctico, sea desde la
idea implícita de que el único y verdadero “saber” del inconsciente es el se adquiere en el
análisis personal, sea desde la “pérdida de la actitud analítica y la corrupción institucional del
proceso analítico” (Kernberg, 1998) que se refleja en la protección y favoritismo -o por el
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contrario, ataque y descalificación- de algunos candidatos en función del psicoanalista con el
que se analizan.
En este sentido, y desde la imagen pedagógica íntimamente ligada a la función del supervisor,
debemos cuestionarnos si la descalificación del rol docente no obedece, al menos en parte, a
que éste actúa socialmente como el portavoz superyoico punitivo: capataz, vigía carcelario,
etc., cuya misión es cuidar y educar a través de la disciplina y la prohibición, estimulando desde
ese nivel la escisión de otro aspecto de la imagen parental —amorosa, potente y contenedora a
la vez—, y que resulta por lo tanto naturalmente susceptible de ser desplazada a otras figuras
de la constelación formativa del candidato.
Pero también es posible formular la hipótesis de que el hecho de que hayamos delegado
socialmente la función de guardián protector contra los deseos de transgresión y de placer en
el docente, profundamente revela la dificultad de nuestro narcisismo intelectual para aceptar
carencias y huecos en nuestro saber, y la impotencia que resulta de ello.
2.5 Las vicisitudes del candidato a psicoanalista.
Por último, desde el lugar del candidato, consideraremos brevemente que la formación
analítica opera simultáneamente sobre tres áreas: cambios en su personalidad, adquisición de
una identidad profesional e integración a un grupo. No sólo esto: pedagógicamente hablando,
el candidato tiene que poder conciliar dentro de sí, para aprender, varios roles que
externamente se ve obligado a separar: alumno, paciente, terapeuta, etc. También, tendencias
regresivas y progresivas durante su entrenamiento; identificaciones transitorias y permanentes;
y en un sentido general, oscilaciones constantes entre actividad y pasividad, análisis y síntesis,
niveles conscientes e inconscientes de funcionamiento mental, y capacidad de distinción entre
su transferencia y contratransferencia. En opinión de Guzik (1993), estos procesos
intrapsíquicos tienen una especie de “vida propia” y difícilmente se pueden controlar. La
formación psicoanalítica implica, entonces, una renuncia a la omnipotencia, a la idealización y
al perfeccionismo; implica, de hecho, una crisis y un duelo que culmina en la adquisición de una
identidad firme y una capacidad técnica efectiva.
3. LA PROFESIÓN DE GOBERNANTE
Nos referiremos, por último, a la tercera de las profesiones “imposibles” freudianas: la derivada
de la actividad societaria e institucional del psicoanálisis. Decenas, quizás centenas de
artículos se han escrito al respecto, desde todos los ángulos posibles, pero aquí intentaremos
aislar sólo algunos aspectos relacionados con la supervisión.
3.1 La institución psicoanalítica.
Por principio de cuentas tenemos que asumir, junto con Kaës (1996, citado en Perrés, 2000, p.
61), una “dimensión psíquica” de la institución, desde tres puntos de vista complementarios:
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a)La institución moviliza funciones y procesos psíquicos en sus sujetos: los canaliza, intenta
domeñarlos (por ejemplo con movilizaciones pulsionales y representacionales). Estas
movilizaciones tienen un efecto organizador de la realidad psíquica de y en la institución.
b)La institución cumple funciones psíquicas fundamentales proponiendo objetos parcialmente
desexualizados a la realización de metas pulsionales y el cumplimiento de escenarios
fantasmáticos, permitiendo diferentes modalidades de realizaciones simbólicas.
c)La institución impone a sus miembros una exigencia de trabajo psíquico sobre los procesos y
formaciones psíquicos implicados para el mantenimiento de los vínculos institucionales (en
relación con sus sujetos, a la institución en sí misma como objeto, a los objetos que ésta
apunta).
En este sentido, la institución establece una serie de lógicas inconscientes que organizan la
vida societaria y educativa de sus miembros, así como sus elecciones y decisiones, la
concepción y transmisión de su historia (mitos institucionales), sus fines, políticas
administrativas y tendencias teóricas. Toda práctica institucional transita por estas ideologías
más o menos invisibles, y asuntos tan aparentemente “objetivos” como los horarios en los que
se imparte la formación analítica, por ejemplo, están irremediablemente teñidos de la lógica
inconsciente de la institución (mercadotécnica, oficialista, legitimadora, etc.).[5] La misma
“entrevista de selección” de candidatos, en opinión de Alejandro Salamanovitz (trabajo
inédito), es, además de una perversión del instrumento psicoanalítico, una auténtica
persecución política donde “el poder de la palabra se transforma en la palabra del poder” y
donde un instrumento “inocente” (la entrevista clínica) sirve para establecer un “pacto de
sangre” entre los miembros activos, a fin de mantener un conservadurismo en la institución.
Visto de esta forma, se selecciona para no conmover el orden establecido.
Así, el supervisor didacta tiene tras de sí una carga ideológica -una asignación institucional- de
la que difícilmente puede escapar. Probablemente son pocos los supervisores conscientes de
este pesado “encargo”. Tal vez este es otro de los matices que se derivan del término “análisis
de control” con el que también se denomina a la supervisión. La pregunta es, entonces,
¿cuáles son exactamente todas esas cosas que “controla” el supervisor?
3.2 El rol del supervisor.
Parte del problema deriva, evidentemente, en los usos y abusos del poder institucional que le
es conferido al supervisor, por un lado, y por el otro, en la multiplicación de las escisiones y
transferencias por parte del supervisado. En este sentido, el rol del supervisor se ve
amenazado por varios lados, siendo muy frecuentemente el depositario y continente de las
ansiedades regresivas que surgen en los candidatos y en otros colegas. Son ampliamente
conocidos los desplazamientos que en ocasiones los estudiantes realizan desde sus propios
análisis didácticos hacia la supervisión, pero también, en la medida en que la institución no
ofrece vías de expresión de las opiniones e inconformidades de los candidatos respecto a los
programas de estudio, la asignación de pacientes, los procedimientos de evaluación y la
calificación de los docentes, tienden a generarse otro tipo de transferencias que buscan su
descarga en los supervisores y coordinadores de seminario, incrementando las fantasías y
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respuestas de idealización, omnipotencia, persecución y culpa -tanto en el grupo de candidatos
como en el de los supervisores y docentes-, y amenazando con convertir la relación profesional
entre ellos en algo que se aproxima más a un grupo de supuesto básico, tal como fuera
descrito por Bion (1961). De hecho, en la medida en que en el sector de gobernantes tampoco
existen vías institucionales claras para la expresión de sus opiniones o inconformidades
-selección de maestros, incorporación a las listas de didactas oficiales, asignación y titularidad
de seminarios, etc.-, correspondientemente también tienden a incrementarse los roles
complementarios a las ansiedades y transferencias de los candidatos.
Dos ejemplos típicos que ilustran estos fenómenos grupales son, por un lado, el
desplazamiento, separación y escisión de la transferencia negativa de los estudiantes, que se
expresa en críticas clandestinas o apenas encubiertas al profesorado -o hacia los analistas y
supervisores de sus compañeros- y que tiende a incrementarse (entre otras causas) cuando el
instituto no suministra mecanismos transparentes para la evaluación conjunta del proceso
educativo por parte del cuerpo docente y los alumnos (lo que genera inevitablemente fantasías
de persecución, rivalidad, competencia y depresión entre compañeros de generación); y por el
otro, el rol complementario contratransferencial en los supervisores (y analistas) que se
manifiesta a través de la ruptura de la confidencialidad con otros colegas respecto a la
situación académica o personal de los alumnos, y que funciona como válvula de escape
defensiva contra las fantasías persecutorias y la sensación de vulnerabilidad cuando en algún
momento dado el desempeño de los alumnos, supervisados o pacientes en formación resulta
insatisfactorio o es cuestionado por el instituto. Estas fantasías, junto con otras que pueden
aparecer asociadas (fracaso, culpa o autoacusación), no suelen surgir aisladas o únicamente
debidas a las características de personalidad del docente, sino que más bien tienden a
incrementarse en la medida en que el cuerpo de didactas (maestros, supervisores, analistas)
carecen de un conocimiento claro sobre la manera en que ellos participan en las tareas y
funciones del instituto (cuándo y cómo se es elegido por un alumno, cuándo éste puede
renunciar a su elección, etc.) o cuando no existen mecanismos bien identificados y más o
menos abiertos acerca de la evaluación de los candidatos, de tal forma que el progreso,
detención o fracaso de los alumnos tiende a ser atribuido —a veces sin ninguna base— a su
supervisor o, peor aún, a su analista.
3.3 El “valor pedagógico” de la supervisión.
Tal como lo hemos mencionado, una de las principales fuentes generadoras de ansiedades,
fantasías y conflictos indeseables en los supervisores -podríamos llamarle “emocionalidad
interferente”- es la paradójica situación en la que se encuentran respecto a los analistas
didácticos en cuanto al “valor pedagógico” que institucionalmente se asigna a sus respectivas
tareas, particularmente en los grupos donde se asume que la mejor -a veces única- transmisión
del saber inconsciente es la que deriva del análisis del candidato. En mayor o menor medida
esta creencia ha impregnado el pensamiento de muchísimos institutos y analistas desde
tiempos de Freud. Vale la pena mencionar también que gran parte de la lógica que sustenta la
práctica de solicitar a los analistas didácticos reportes o evaluaciones acerca del progreso
terapéutico de sus pacientes candidatos -práctica no del todo abandonada en el mundo
psicoanalítico-, supone precisamente un menosprecio de la utilidad de la supervisión, los
seminarios, la discusión grupal y la evaluación del profesorado para determinar el progreso del
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alumno.
En este sentido, Kernberg (1998) propone como solución a la mayoría de estos males una
combinación de prácticas basadas en lo que él llama “modelo universitario” y “modelo de la
escuela de arte”. No es este el lugar para entrar a discutir sus características, pero en términos
generales incluyen una serie de políticas y criterios explícitos y públicos para la selección de
miembros didactas, así como información abierta y transparente en relación a las instancias, el
grado de participación que cada una de ellas tiene y la manera en que se toman las decisiones
en el instituto. Lo mismo se aplica en cuanto a la formulación de criterios manifiestos y públicos
en el nombramiento de los docentes, en general, así como políticas y procedimientos claros
para controlar la calidad y desempeño del profesorado -los miembros didactas en particular-.
Entre sus formulaciones está la sugerencia de establecer mecanismos y criterios explícitos
relativos al momento en que un miembro didacta pierde sus derechos o es retirado de “la lista”
(por ejemplo, imposibilidad de comparar o contrastar su trabajo clínico a través de
publicaciones, discusiones académicas, etc.). Igualmente plantea la necesidad de establecer
criterios menos vagos e imprecisos en la formulación de los requerimientos para la aceptación
del candidato, la evaluación de su progreso y la determinación de graduarlo; así como un gran
énfasis en el establecimiento de normas y medios de comunicación para todos los miembros
del instituto, particularmente en lo que él llama “mecanismos para la reparación de injusticias”.
Por mucho que la visión de Kernberg pueda ser excesivamente idealizadora de los
mecanismos normativos y democráticos dentro de un instituto, no cabe duda de que un mayor
refuerzo de estos procedimientos, una mayor claridad en estas políticas y un mejor acceso a
las vías efectivas de comunicación, sólo puede traer beneficios al instituto y a sus miembros,
tanto didactas como estudiantes. El efecto o paralelismo más obvio es el del encuadre en el
análisis, con su capacidad para contener -sin destruir- los aspectos más regresivos de la
personalidad, tales como ansiedades, fantasías, transferencias, proyecciones y
desplazamientos; es decir, un reforzamiento saludable del encuadre institucional,
suficientemente capaz de contener todo aquello emocionalmente tan intenso, tan cargado de
pulsiones e inconsciente, que por sus propias e intrínsecas características suele florecer más
fácilmente en los institutos psicoanalíticos.
Por su lado -y para concluir este apartado-, Meltzer (1992) plantea una serie de indicaciones
para evitar “la degradación” del rol del analista en un instituto psicoanalítico, protegiendo su
ética individual pero sin imponerla a otros. Estas indicaciones vale la pena pensarlas en
términos del supervisor didacta: a) protegernos de aceptar la condición social de experto,
teniendo en cuenta que en este terreno no hay sabiduría, sólo opinión basada en la
experiencia; b) rechazar la sinecura [cargo público concedido por nepotismo a cambio de
favores políticos y que exige poco o ningún trabajo de quien la ejerce] exageradamente
conferida, sobre la base de la supuesta alta opinión de los colegas; c) estar alerta a la
intensidad de la carga erótica en la situación analítica, en la supervisión y en la exhibición del
propio trabajo; d) rechazar la participación en funciones grupales que no capacitan, sino que
son restrictivas, punitivas o disciplinarias; e) evitar atribuir fallos al paciente en lugar de al
propio trabajo o a las limitaciones del psicoanálisis; f) evitar seleccionar a los pacientes, pues
esto lleva inevitablemente a la explotación de los colegas más jóvenes, al remitirles pacientes
difíciles, poco atractivos o que pueden pagar poco; g) hacer la parte que toca del trabajo sucio
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de la sociedad, pero no más, no sea que se vaya a recompensar con una condición societaria
difícil de rechazar cortésmente; h) ser expulsado cuando la atmósfera de la sociedad se ha
vuelto demasiado degradante incluso para la participación tácita, sin ser cismático.
CONCLUSIONES
Hemos intentado ampliar, a lo largo de estas páginas, nuestras opiniones acerca de tres de las
profesiones freudianas que se conjugan en el ejercicio de la supervisión didáctica: la del
analista, la del pedagogo y la del “político”, todas ellas con sus respectivas y supuestas
imposibilidades.
Respecto a la primera, hemos planteado una pregunta que a la luz de la subjetividad adquiere
derecho, y es la que se refiere a la posibilidad de analizar a un paciente in absentia,
aparentemente en contradicción con la famosa metáfora con la que Freud concluye el trabajo
Sobre la dinámica de la transferencia (1912). El asunto pasa, en nuestra opinión, por una
discusión referida al concepto de “Verdad” en psicoanálisis, discusión que de hecho puede ser
situada en el centro de muchos debates epistemológicos contemporáneos y filosóficos
antiguos. Con todo, nos inclinamos a poner el acento en la visión del supervisando, del
candidato, aun cuando asumimos la existencia de múltiples “focos” o niveles de análisis -y
relaciones entre diferentes niveles- que van a ser considerados en un momento dado
dependiendo de las demandas y dificultades de la supervisión. Nuestro planteamiento abarca
desde el paciente y su mundo interno, hasta el instituto psicoanalítico —pasando por las
profundamente complejas relaciones entre supervisor y candidato—, e incluso más allá, hasta
las situaciones sociales, culturales, políticas o económicas que rodean a todo el conjunto y que
en ocasiones es necesario colocar en el centro del proceso supervisivo. Así pues, nuestro
enfoque intenta situarse en el terreno de lo intra, inter y transpsíquico. Entonces, en
congruencia con esta propuesta, y cambiando la óptica desde el objeto hasta el método,
también analizamos las condiciones de la supervisión grupal -su encuadre específicamente-,
planteando la hipótesis de que diferentes dispositivos de análisis requieren –idealmente- de
diferentes dispositivos supervisivos.
En segundo lugar, discutimos algunas ideas referidas al problema de la docencia en la
supervisión; problema que de hecho sorprende, dado el poco espíritu psicoanalítico con el que
comúnmente suele tratársele en los institutos psicoanalíticos, tanto en sus fines como en sus
medios. Lo que resulta indudable es el alto contenido emocional y transferencial que se
deposita en el rol, no sólo en el terreno corto de la supervisión, sino socialmente al hacérsele
depositario superyoico de una figura profundamente escindida. En este sentido planteamos que
ambas caras de la moneda operan no sólo dentro de los institutos psicoanalíticos —por ejemplo,
en relación a las transferencias con los analistas didácticos—, sino que socialmente aparece la
figura del maestro como el portavoz secreto, silencioso, velado, de la prohibición, la disciplina y
el odio al placer, todo justo detrás de la imagen idealizada y benévola del guía amoroso que
trasunta y resume restos del padre edípico idealizado. Y por cierto que la doble faz del
pedagogo analítico no sólo opera desde fuera de las personas que ejercen esa profesión —es
decir, desde la investidura—, sino dentro de los mismos personajes, docentes generadores de
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su propio ideal del yo, perfeccionista, que esconde justamente la impotencia propia de una
profesión “imposible”; impotencia surgida no sólo de las distancias existentes entre dos
diferentes saberes (el del pedagogo y el del analista), sino también de la falta de consideración
a las “irracionalidades” implicadas en todo acto de enseñanza-aprendizaje. Todo esto nos
tendría que llevar a cuestionar dos creencias mutuamente relacionadas dentro del terreno de la
formación psicoanalítica: la adquisición de un supuesto saber sobre el inconsciente -y
consecuentemente de la técnica psicoanalítica- primordialmente a través del análisis didáctico,
y la supuesta objetividad y racionalidad del “psiquismo” implicado en el acto pedagógico.
Quizás la firmeza de estas creencias sea lo que determina el paradójico rol habitual del
supervisor frente al analista didáctico, en el cual se le asignan manifiestamente las máximas
responsabilidades pedagógicas -la evaluación del progreso de los candidatos, entre otras-,
mientras que latentemente se rebaja su capacidad de formar, en el sentido más amplio del
término, a los estudiantes.
Por último, nos hemos referido a uno de los temas más complejos y controversiales dentro de
nuestro campo: el de las instituciones psicoanalíticas. A nadie escapa la llamativa relación
existente entre los analistas como responsables del bienestar emocional de sus pacientes y las
muchas veces enferma situación que prevalece dentro de la organización e institución
psicoanalítica, y que bien probablemente funciona como depositaria -y esto es lo preocupantede un nivel máximo de ansiedad contenida e insuficientemente metabolizada entre sus
miembros, tanto como individuos y como ejecutantes. Sin embargo, nos restringimos al aspecto
“político” del supervisor, es decir, a sus vicisitudes como funcionario de un nivel de la jerarquía
institucional. Como tal, está también frecuentemente -e inconscientemente- signado por la
lógica conservadora institucional, lógica mercadotécnica, oficialista, legitimadora, etc. El
término con el que también se le designa -analista de control- dice ya mucho sobre el rol, o al
menos da para pensar. Es depositario de un grado de poder y a su vez lleva tras de sí una
pesada carga ideológica, las más de las veces simplemente no reconocida. Con ser uno de los
funcionarios institucionales más conspicuos, frecuentemente los supervisores se ven
fuertemente involucrados en las dinámicas transferenciales de los candidatos, pero también de
otros miembros de la comunidad docente. Incluso son ellos mismos fuente de desplazamientos,
transferencias, escisiones y roles complementarios para otros participantes. Buena parte del
problema deriva de la poca claridad y definición existentes dentro de las instituciones
psicoanalíticas respecto a los métodos para determinar la selección, desarrollo, detención y
evaluación —tanto en sentido positivo como negativo— de toda la comunidad involucrada en el
funcionamiento de un instituto: candidatos, docentes, supervisores y analistas didácticos, y que
muy frecuentemente da lugar a descargas incontroladas (actuaciones, alianzas, escisiones de
la transferencia, pérdida o distorsión del rol o la actitud profesional, etc.) de lo que aquí
denominamos “emocionalidad interferente” en los institutos de formación psicoanalítica ¨
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[1] “La supervisión psicoanalítica y las profesiones ‘imposibles’ del psicoanálisis” (2003). En:
Subjetividad y Cultura, 20, 62-84.
[2] La profesión “política” merece una aclaración. En un sentido particular -y este es el que
parece darle Grinberg- se refiere a la actividad del supervisor en tanto forma parte directa o
indirectamente del corpus administrativo de la institución. Tendría entonces que diferenciarse
de ese otro sentido, más común o más tradicional, referido a los intereses ideológicos
personales o de grupo, vinculados a la adquisición o manejo del poder, que puede también
desarrollar el supervisor (o cualquier miembro de la asociación). En este trabajo, en general, no
hacemos esa distinción por considerar que las fronteras entre una y otra actividad muy
frecuentemente se tocan, se influyen mutuamente o se desplazan en uno u otro sentido.
[3] Tres buenos textos al respecto son el capítulo 27 del libro de Horacio Etchegoyen (Los
fundamentos de la técnica psicoanalítica. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1986), el apartado
4.2.5 de la obra de Joan Coderch (La interpretación en psicoanálisis. Barcelona: Herder, 1995)
y diversos capítulos del libro compilado por Armando Suárez (Psicoanálisis y realidad. México:
Siglo XXI, 1989).
[4] Hemos planteado algunas opiniones al respecto en el artículo “El análisis grupal no es un
psicoanálisis individual en público. El problema de la interpretación”. Subjetividad y Cultura, 16:
63-78, 2001.
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[5] En este sentido nos parece interesante recordar los resultados del magnífico ejercicio
realizado por la Asociación Mexicana de Psicoterapia Psicoanalítica, A. C. en febrero de 1998
(no publicado), donde se analizó cómo el horario de los seminarios —sumamente exigente y por
lo tanto exclusivista— establecía un perfil muy claro de los candidatos que ingresaban a la
institución, perfil íntimamente ligado a las necesidades inconscientes del grupo (edad de los
solicitantes, sexo, estado civil, nivel socioeconómico, profesión de origen e incluso
características de personalidad). Una experiencia similar, referida al manejo del dinero en la
institución, se llevó a cabo en abril del 2002.
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